El archidiácono no se entretuvo después de las completas. El y el padre Sebastian se quitaron las vestiduras en la sacristía sin dirigirse la palabra; luego Crampton se despidió con sequedad y salió al claustro azotado por el viento.
El patio era un torbellino de sonidos y furia. Aunque había cesado de llover, el fuerte viento del sureste soplaba a ráfagas cada vez más violentas alrededor del castaño de Indias, siseando entre las altas hojas y doblando las grandes ramas, que subían y bajaban con el lento y majestuoso ritmo de una danza fúnebre. Las ramas más frágiles o pequeñas se partían y caían sobre los adoquines como bengalas consumidas. El claustro sur aún estaba despejado, pero las hojas que rodaban y se retorcían en el suelo del patio empezaban a formar húmedos montículos contra la puerta de la sacristía y el muro del claustro norte.
En la puerta del seminario, el archidiácono restregó las suelas de sus zapatos negros contra la piedra para deshacerse de las hojas pegadas y cruzó el guardarropa en dirección al vestíbulo. A pesar de la violencia de la tormenta, el edificio estaba extrañamente silencioso. Se preguntó si los cuatro sacerdotes seguirían en la iglesia o en la sacristía, quizá comentando su homilía con indignación. Daba por sentado que los seminaristas se habían retirado ya a sus habitaciones. Había algo raro, casi agorero, en el aire sereno y ligeramente acre.
Todavía no eran las diez y media. Inquieto y sin ganas de irse a dormir temprano, lo asaltó un súbito deseo de hacer un poco de ejercicio a la intemperie, idea que, dadas la oscuridad y la fuerza del viento, parecía poco sensata e incluso peligrosa. Sabía que en Saint Anselm respetaban la tradición de guardar silencio después de las completas, y aunque él no simpatizaba con esa regla, no quería que lo pillaran desobedeciéndola. Había un televisor en la sala de los seminaristas, pero los programas de los sábados rara vez eran buenos y él no quería turbar la paz. Sin embargo, era muy probable que allí encontrase un libro, y nadie le reprocharía que viera el último informativo de la noche.
Cuando abrió la puerta, vio que la estancia estaba ocupada. Clive Stannard, un individuo más bien joven que le habían presentado a la hora de comer, estaba viendo una película. Al oírlo llegar volvió la cabeza y lo miró como si le molestase la intrusión. El archidiácono permaneció allí unos instantes, dio las buenas noches, salió por la puerta situada junto a la escalera del sótano y cruzó con dificultad el patio hasta llegar a Agustín.
A las diez y cuarenta ya estaba en pijama y bata, listo para meterse en la cama. Había leído un capítulo del evangelio de san Marcos y rezado las oraciones de costumbre, pero esa noche ambas cosas habían representado poco más que un rutinario ejercicio de devoción convencional. Sabía de memoria las palabras de la escritura y las había recitado mentalmente, como si la lentitud y la atención extrema prestada a cada término le permitiesen hallar en ellos un nuevo significado. Después de quitarse la bata, se cercioró de que la ventana estuviese bien cerrada para que no la abriese el viento y se acostó.
La acción es la mejor manera de mantener los recuerdos a raya. Ahora, con el cuerpo rígido entre las tensas sábanas, oyendo el silbido del viento, supo que el sueño tardaría en llegar. El ajetreado y traumático día había exaltado su mente. Tal vez habría debido batallar con el viento y salir a dar un paseo. Pensó en la homilía, aunque con más satisfacción que arrepentimiento. La había preparado con esmero y pronunciado en voz baja pero intensa y firme. Había expresado lo que debía y, si con ello había irritado aún más al padre Sebastian, si el enojo y la antipatía se habían convertido en franca animadversión… Bueno, era inevitable. El no buscaba antagonismos, se dijo; sabía apreciar el afecto de las personas a quienes respetaba. Era ambicioso y consciente de que la mitra no se conquistaba enfrentándose con una importante rama de la Iglesia, aunque ésta tuviera menos poder que en el pasado. No obstante, Sebastian Morell ya no era tan influyente como él creía. El archidiácono no abrigaba dudas de que en esta batalla él luchaba en el bando ganador. Aun así, tendrían que librar otras batallas de principios, se recordó, si querían que la Iglesia anglicana sobreviviese para servir al nuevo milenio. Quizás el cierre de Saint Anselm fuera sólo una pequeña escaramuza en esa guerra, pero ganarla le llenaría de satisfacción.
Entonces ¿qué era lo que tanto le inquietaba de Saint Anselm? ¿Por qué sentía que aquí, en esta desierta costa azotada por el viento, la vida espiritual se vivía con mayor intensidad que en cualquier otra parte, y que él y todo su pasado estaban siendo juzgados? No era porque Saint Anselm tuviera una larga historia de culto y devoción. La iglesia era medieval, desde luego, y suponía que en su silencioso aire aún resonaba el eco de siglos de cantos gregorianos, aunque él nunca hubiera reparado en ello. Para él una iglesia era algo funcional: un edificio en el que se adoraba a Dios, no un objeto de adoración en sí. Saint Anselm no era más que la creación de una solterona victoriana con demasiado dinero, poca cabeza y una debilidad por las albas ribeteadas de encaje, las birretas y los sacerdotes solteros. Hasta cabía la posibilidad de que aquella mujer estuviera loca. Era absurdo que su perniciosa influencia siguiera gobernando un seminario del siglo xxi.
Sacudió las piernas con energía con la intención de aflojar las apretadas sábanas. De repente deseó que Muriel estuviera allí para volverse hacia su cómodo e impasible cuerpo y sus aquiescentes brazos en busca de la momentánea evasión del sexo. Sin embargo, cuando se tendió hacia ella en su imaginación, entre ellos surgió el recuerdo de otro cuerpo, como sucedía a menudo en la cama conyugal; un cuerpo con delicados brazos de niña, pechos tersos y una boca abierta que exploraba la carne masculina. «¿Te gusta esto?, ¿y esto?, ¿y esto?»
Su amor había sido un error desde el principio; poco aconsejable y tan previsiblemente desastroso que ahora se preguntaba cómo había podido engañarse a sí mismo. Había sido una aventura propia de una novela barata. Incluso había comenzado en un ambiente típico de la literatura romántica: un crucero por el Mediterráneo. Un clérigo conocido, contratado como profesor invitado en un viaje a lugares de interés histórico y arqueológico en Italia y Asia, había enfermado y lo había recomendado a él como sustituto. Sospechaba que los organizadores no le habrían aceptado si hubieran encontrado un candidato mejor preparado, y a pesar de todo había cosechado un éxito inesperado. Por suerte, no había ningún académico entre los pasajeros. Gracias a una concienzuda preparación y la ayuda de las mejores guías, había conseguido mantener su ascendiente.
Barbara iba a bordo, con motivo de un viaje educativo que hacía en compañía de su madre y su padrastro. Era la pasajera más joven, y él no era el único hombre fascinado por ella. A él le había parecido más una niña que una joven de diecinueve años, y una niña nacida fuera de su tiempo. La melena de color negro azabache con flequillo largo, los enormes ojos azules, el rostro en forma de corazón, los pequeños y carnosos labios y la figura de chico acentuada por los vestidos holgados le conferían un aire más propio de los años veinte. Los pasajeros mayores, que habían vivido los treinta y atesoraban un recuerdo folclórico de la frenética década previa, suspiraban con nostalgia y murmuraban que ella les recordaba a la joven Claudette Colbert. Para él, esa imagen era falsa. Barbara no poseía la sofisticación de una estrella de cine, sólo una inocencia infantil, un carácter alegre y una fragilidad que le movieron a interpretar el deseo sexual como una necesidad de amar y proteger. No daba crédito a su suerte cuando ella lo distinguió con sus atenciones y luego comenzó a frecuentar su trato con posesiva dedicación. Tres meses después estaban casados. Él contaba treinta y nueve años, y ella sólo veinte.
Educada en una serie de escuelas consagradas a la religión del pluralismo cultural y la ortodoxia liberal, Barbara lo ignoraba todo sobre la Iglesia, aunque estaba ávida de formación. Hubo de transcurrir un tiempo antes de que él se enterase de que ella encontraba profundamente erótica la relación entre maestro y alumna. Le gustaba que la dominaran, y no sólo desde el punto de vista físico. Por desgracia su entusiasmo nunca duraba, y el que sentía por su matrimonio no fue una excepción. La parroquia de la que se encargaba Crampton había vendido la amplia vicaría victoriana para reemplazarla por una moderna casa de dos plantas, un edificio sin el menor atractivo arquitectónico, pero más fácil de mantener. No era la casa que ella esperaba.
Derrochadora, voluble y caprichosa, Barbara era la antítesis de la esposa apropiada para un ambicioso clérigo de la Iglesia anglicana, y él se percató de ello enseguida. Hasta sus relaciones sexuales se llenaron de ansiedad. Barbara le exigía más que nunca cuando él estaba agotado, o en las raras ocasiones en que algún visitante pasaba la noche allí y él se incomodaba al pensar en la delgadez de las paredes mientras ella le susurraba ternezas que con gran facilidad se convertían en órdenes o insultos estridentes. A la mañana siguiente, durante el desayuno, ella aparecía en bata y coqueteaba abiertamente, soñolienta y triunfante, levantando los brazos para que la fina seda se le deslizara por los hombros.
¿Por qué se había casado con él? ¿Por seguridad? ¿Para huir de su madre y de un padrastro al que odiaba? ¿Para que la mimaran, la cuidaran y consintieran? ¿Para sentirse a salvo? ¿Para que la amaran? Él llegó a temer sus imprevisibles cambios de humor, sus arrebatos de furia. Aunque trató de evitar que llegasen a oídos de sus feligreses, pronto comenzó a oír rumores. Recordaba con vergüenza y resentimiento la visita de una de las coadjutores de la iglesia, que también era médico. «Su esposa no es paciente mía, vicario, y no quiero entrometerme, pero no se encuentra bien. Creo que necesita ayuda profesional.» Sin embargo, cuando él le sugirió que acudiese a un psiquiatra, o incluso a un médico de cabecera, ella prorrumpió en sollozos y lo acusó de querer que la encerraran.
El viento, que había amainado durante unos minutos, ahora volvió a arreciar en un huracanado crescendo. Por lo general, a Crampton le reconfortaba oír sus rugidos desde la seguridad de la cama, pero esa habitación pequeña y funcional le parecía más una prisión que un refugio. Desde la muerte de Barbara, había rezado muchas veces pidiendo perdón por haberse casado con ella y por haberle negado el amor y la comprensión que necesitaba; nunca había pedido perdón por haberle deseado la muerte. Ahora, tendido en esa estrecha cama, afrontó con dolor su pasado. No fue un acto voluntario el que abrió los cerrojos de la oscura mazmorra donde había encerrado su matrimonio. Las imágenes que pasaron por su cabeza no llegaron allí porque él las escogiese. Las circunstancias -el traumático encuentro con Yarwood, ese lugar, Saint Anselm- conspiraron para asegurarse de que no le quedara alternativa.
Atrapado entre un sueño y una pesadilla, se imaginó a sí mismo en una sala de interrogatorios moderna, funcional y vulgar. Entonces cayó en la cuenta de que se trataba del salón de su antigua vicaría. Estaba sentado en el sofá entre Dalgliesh y Yarwood. Aunque todavía no lo habían esposado, sabía que ya lo habían juzgado y declarado culpable, que disponían de todas las pruebas que necesitaban. Delante de él se proyectaba una borrosa película de sus faltas, filmada en secreto. De vez en cuando, Dalgliesh decía «paren aquí» y Yarwood alzaba una mano. Entonces la imagen quedaba congelada, y los policías la observaban en medio de un silencio acusador. Todas sus pequeñas transgresiones y crueldades, así como su principal delito, el desamor, desfilaron ante sus ojos. Y ahora, por fin, estaban viendo el último rollo, el corazón de la oscuridad.
Ya no estaba apretujado en el sofá entre sus dos acusadores. Se había trasladado a la pantalla para revivir cada movimiento y cada palabra, para experimentar cada emoción como si fuese la primera vez. Era el atardecer de un día sin sol de mediados de octubre; una llovizna fina como la bruma había estado cayendo del plomizo cielo durante los dos últimos días. Él acababa de regresar de una visita de dos horas a sus feligreses enfermos o confinados en casa. Como de costumbre, se había esforzado por satisfacer sus previsibles necesidades individuales: la señora Oliver, una ciega que esperaba que le leyera un pasaje de las Escrituras y rezara con ella; el viejo Sam Possinger, que siempre que Crampton iba a verlo volvía a pelear en la batalla de El-Alamein; la señora Poley, enjaulada en su andador, siempre ansiosa por oír los últimos cotilleos de la parroquia; Cari Lomas, que jamás había pisado la iglesia de Saint Botolph pero disfrutaba hablando de teología y criticando a la Iglesia anglicana. Con su ayuda, la señora Poley había entrado en la cocina para preparar el té y sacar del molde la tarta de jengibre que había preparado especialmente para él. Crampton había cometido el error de elogiarla durante su primera visita, cuatro años antes, y ahora estaba condenado a comerla todas las semanas, pues ya era demasiado tarde para confesar que no le gustaba el jengibre. Sin embargo, había tomado el té fuerte y caliente con placer, alegrándose de que así se ahorraría la molestia de preparárselo en casa.
Aparcó su Vauxhall Cavalier en la calle y se dirigió a la puerta principal por el camino de cemento que dividía en dos el mullido y empapado césped, donde podridos pétalos de rosa comenzaban a disolverse entre la hierba sin cortar. En la casa reinaba un silencio absoluto y, como de costumbre, él entró con aprensión. Barbara había estado enfurruñada y nerviosa durante el desayuno, y el hecho de que no se hubiera molestado en vestirse era siempre una mala señal. Mientras almorzaban sopa de lata y ensalada, ella había apartado el plato aduciendo que estaba demasiado cansada para comer; se metería en la cama y trataría de dormir. «Ya puedes ir a ver a esos vejestorios aburridos. Son lo único que te preocupa. No me molestes cuando vuelvas. No quiero que me cuentes nada de ellos. No quiero que me cuentes nada de nada.»
Él no había respondido, pero la había mirado con una mezcla de furia e impotencia mientras ella subía las escaleras con el cinturón de la bata colgando y la cabeza gacha, como Si la embargase una angustiosa desesperación.
Ahora regresaba a casa, lleno de reticencia, y cerró la puerta principal a su espalda. ¿Barbara estaría aún en la cama, o habría aguardado a que él se marchara para vestirse, salir y organizar uno de sus destructivos y humillantes escándalos en la parroquia? Necesitaba saberlo. Subió la escalera con sigilo; si estaba dormida, no quería despertarla.
La puerta del dormitorio estaba cerrada, y él hizo girar el pomo con suavidad. En la habitación había poca luz: las cortinas cubrían casi por completo el ventanal con vistas al jardín -compuesto por un rectángulo de césped agreste como un campo y unos cuantos arriates triangulares- y a las hileras de bonitas casas idénticas. Se acercó a la cama y, cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra, la distinguió con claridad. Estaba tendida de lado, con la mano derecha debajo de la mejilla y el brazo izquierdo extendido sobre las mantas. Él se inclinó y oyó la respiración ronca y trabajosa de su mujer, percibió un tufo a vino en su aliento y un olor más intenso y desagradable que identificó como el del vómito. Sobre la mesilla había una botella de Cabernet Sauvignon y junto a ésta, volcado y con la tapa a medio desenroscar, un bote vacío que reconoció de inmediato. Antes había en su interior aspirinas efervescentes.
Se dijo que estaba dormida y borracha, que necesitaba que la dejasen tranquila. De manera casi automática, levantó la botella para calcular cuánto había bebido, pero algo tan poderoso como una voz de advertencia lo instó a dejarla en su sitio. Vio que por debajo de la almohada asomaba un pañuelo. Lo usó para limpiar la botella y lo arrojó sobre la cama. Sus propias acciones se le antojaron tan involuntarias como absurdas. Luego salió, cerró la puerta del dormitorio y regresó a la planta baja. «Está dormida, borracha, no querrá que la molesten», se repitió. Media hora después, entró en su estudio, reunió con tranquilidad sus notas para la junta del consejo parroquial, programada para las seis, y se marchó de la casa.
No guardaba ninguna imagen mental, ningún recuerdo, de la reunión del consejo, pero sí recordaba que había vuelto a casa con Melvyn Hopkins, uno de los coadjutores de la parroquia. Le había sugerido a Melvyn que lo acompañara a la vicaría para enseñarle el último informe de la Comisión de Responsabilidades Sociales de la Iglesia. Ahora, la secuencia de imágenes volvía a ser clara: él disculpándose porque Barbara no estaba allí y explicándole a Melvyn que últimamente no se encontraba bien, subiendo otra vez la escalera y abriendo con sigilo la puerta del dormitorio, vislumbrando en la penumbra la figura inmóvil, la botella de vino, el bote de aspirinas. Se acercó a la cama. Esta vez no oyó una respiración ronca. Le posó la mano sobre la mejilla, la encontró fría y supo que estaba tocando un cuerpo sin vida. Entonces le asaltó un recuerdo, el de unas palabras leídas u oídas no sabía dónde y que ahora adquirían connotaciones aterradoras: «Siempre es conveniente que haya alguien más en el momento de encontrar el cadáver.»
Fue incapaz de revivir el oficio fúnebre y la cremación; no conseguía evocar detalles de ninguna de las ceremonias. En su lugar había una mezcolanza de caras -compasivas, preocupadas, francamente nerviosas- que emergían de la oscuridad y pasaban como una exhalación ante sus ojos, distorsionadas y grotescas. Y de repente quedó una única y temible cara. Otra vez estaba sentado en el sofá, pero en esta ocasión junto al sargento Yarwood y un joven uniformado que no parecía mayor que los chicos del coro de la parroquia y que permaneció callado durante todo el interrogatorio.
– Y cuando regresó de visitar a sus feligreses, según dice poco después de las cinco, ¿qué hizo exactamente, señor?
– Ya se lo he dicho, sargento. Subí al dormitorio para ver si mi esposa estaba dormida.
– Cuando abrió la puerta, ¿la lámpara de la mesilla de noche estaba encendida?
– No, no lo estaba. Las cortinas estaban echadas y no se veía prácticamente nada.
– ¿Se acercó al cuerpo?
– Como he dicho ya, abrí la puerta, vi que mi esposa seguía en la cama y di por sentado que estaba dormida.
– ¿A qué hora se había acostado?
– Alrededor de la hora de comer. Supongo que serían las doce y media. Dijo que no tenía hambre y que quería echar una siesta.
– ¿No le sorprendió que continuara dormida cinco horas después?
– No. Dijo que estaba cansada. A menudo dormía por las tardes.
– ¿No pensó que podía estar enferma? ¿No se le ocurrió acercarse a la cama para cerciorarse de que estuviera bien? ¿No advirtió que quizá necesitase un médico?
– Ya se lo he dicho; estoy cansado de repetir siempre lo mismo. Creí que estaba dormida.
– ¿Vio la botella de vino y el bote de aspirinas sobre la mesilla?
– Vi la botella de vino. Supuse que había estado bebiendo.
– ¿Llevaba la botella cuando subió a su dormitorio?
– No. Debió de bajar a buscarla después de que yo me marchara.
– ¿Y se la llevó a la cama?
– Eso creo. No había nadie más en la casa. Claro que lo hizo. ¿De qué otra manera pudo llegar la botella a la mesilla?
– Bueno, ésa es la cuestión, ¿no, señor? Verá, no hemos encontrado huellas digitales en la botella. ¿Puede explicarlo?
– Por supuesto que no. Tal vez las limpiase. Había un pañuelo que asomaba por debajo de la almohada.
– ¿Y usted lo vio, a pesar de que no distinguió el bote de aspirinas?
– En ese momento no. Lo vi más tarde, cuando encontré el cuerpo.
El interrogatorio prosiguió de esta manera. Yarwood volvió a su casa una y otra vez, en ocasiones con el joven agente, otras veces solo. El pánico se apoderaba de Crampton cuando oía el timbre de la puerta y casi no se atrevía a mirar por la ventana, pues temía ver a la figura enfundada en un abrigo gris avanzando con resolución hacia la casa. Las preguntas eran siempre las mismas, y él tenía la impresión de que sus respuestas resultaban cada vez menos convincentes. La persecución continuó incluso después de la vista y del previsible veredicto de muerte por suicidio. El cuerpo de Barbara había sido incinerado varias semanas antes. Aunque lo único que quedaba de ella era un puñado de cenizas enterrado en un rincón del camposanto de la parroquia, Yarwood seguía adelante con sus investigaciones.
Némesis no habría podido encarnarse en una forma menos atractiva. Yarwood parecía un vendedor a domicilio: testarudo, perseverante, inmune al rechazo, marcado por el fracaso como si de una halitosis se tratara. Era más bien enclenque, apenas lo bastante alto para ingresar en la policía, con la piel cetrina, una frente huesuda y prominente y ojos oscuros e insondables. Rara vez miraba directamente a Crampton durante los interrogatorios; en cambio, fijaba la vista en un punto como si estuviera comunicándose con un superior interno. Su voz era monocorde, y el silencio que guardaba entre pregunta y pregunta estaba cargado de una amenaza que no parecía dirigida sólo a su víctima. Aunque rara vez anunciaba sus visitas, era como si supiera cuándo encontrar a Crampton en casa y aguardaba pacientemente hasta que éste le abría la puerta. Nunca se entretenía con preámbulos; se limitaba a repetir sus insistentes preguntas.
– ¿Usted diría que su matrimonio fue feliz, señor?
Crampton calló, escandalizado ante tamaña impertinencia, pero luego se sorprendió a sí mismo respondiendo con una voz tan crispada que le costó reconocerla:
– Supongo que la policía cree que es posible clasificar todas las relaciones, hasta las más sagradas. Para ahorrar tiempo, deberían entregar un cuestionario. Señale la respuesta apropiada con una cruz: Muy feliz. Feliz. Razonablemente feliz. Ligeramente infeliz. Infeliz. Muy infeliz. Mortal.
– ¿Y qué respuesta marcaría usted, señor? -inquirió Yarwood, después de una pausa.
Al final, Crampton presentó una queja formal ante el jefe de la policía, y las visitas cesaron. Dictaminaron que el sargento Yarwood se había excedido en el cumplimiento de sus funciones, sobre todo al presentarse solo y continuar con una investigación no autorizada. Yarwood permaneció en la memoria de Crampton como una siniestra figura acusadora. Ni el tiempo, ni su nueva parroquia, ni su nombramiento como archidiácono, ni su segundo matrimonio habían apaciguado la abrasadora ira que lo consumía cada vez que pensaba en Yarwood.
Y hoy aquel hombre se había cruzado de nuevo en su camino. No recordaba con exactitud qué se habían dicho. Sólo sabía que todo su odio y su resentimiento había salido en un torrente de furiosos vituperios.
Desde la muerte de Barbara había rezado muchas veces -al principio con regularidad, luego intermitentemente- pidiendo perdón por los pecados que había cometido contra ella: impaciencia, intolerancia, falta de amor, incapacidad para entenderla o perdonarla. No obstante, jamás había permitido que el pecado de haberle deseado la muerte arraigase en su mente. Ya había recibido la absolución por una falta más leve: la negligencia. Estaba implícita en las palabras del médico de Barbara, con quien se había encontrado poco después de la vista.
– No puedo quitarme de la cabeza una cosa: si al llegar a casa me hubiese percatado de que Barbara no estaba dormida, sino en coma, y hubiera llamado a una ambulancia, ¿habría habido alguna posibilidad de que se recuperara?
Entonces había oído la respuesta absolutoria:
– Dada la cantidad que había tomado, ninguna en absoluto.
¿Qué había en ese sitio que lo obligaba a afrontar la gran mentira junto con las pequeñas? Él había tomado conciencia de que Barbara se hallaba al borde de la muerte. Había deseado que muriera. A los ojos de Dios, era sin duda tan culpable como si hubiera disuelto las tabletas y la hubiese obligado a tragarlas, como si le hubiese acercado el vaso de vino a la boca. ¿Cómo podía seguir ocupándose del alma de otros y predicando el perdón de los pecados cuando no había reconocido aún el peor de los suyos? ¿Cómo había osado pronunciar una homilía esa misma noche con esa sombra en su alma?
Extendió el brazo y encendió la lámpara de la mesilla. La habitación se inundó de una luz que se le antojó mucho más intensa que hacía un rato, cuando había leído un pasaje de las Escrituras. Se arrodilló junto a la cama y se cubrió la cara con las manos. No le hizo falta buscar las palabras apropiadas; llegaron a él con naturalidad, junto con la promesa del perdón y la paz.
«Señor, ten compasión de mí, un pecador.»
Entonces sonó la musiquilla incongruentemente alegre del timbre de su teléfono móvil. El sonido fue tan inesperado, tan disonante, que tardó unos cinco segundos en reconocerlo. Se puso de pie con dificultad y extendió la mano para responder a la llamada.
El padre Martin despertó poco después de las cinco y media, alarmado por su propio grito de terror. Se incorporó de golpe y se quedó rígido como un muñeco, contemplando la oscuridad con los ojos desorbitados, irritados por las gotas de sudor que le caían de la frente. Al enjugarlas, sintió la piel tensa y helada, como si el rigor mortis ya se hubiera apoderado de él. Poco a poco, a medida que se recuperaba de la impresión de la pesadilla, la habitación cobró forma alrededor de él. Más que ver imaginó las siluetas grises que emergían de la oscuridad y se volvían reconfortantemente familiares: una silla, la cómoda, los pies de la cama, el marco de un cuadro. Aunque las cortinas de las cuatro ventanas circulares estaban corridas, vislumbró al este el fino hilo de luz que flotaba encima del mar incluso en las noches más oscuras. Sabía que había tormenta. El viento había estado arreciando durante toda la tarde, y mientras el padre Martin se preparaba para dormir lo había oído gemir como un alma en pena alrededor de la torre. Sin embargo, ahora reinaba una quietud más agorera que dulce y, rígidamente sentado, aguzó el oído. No oyó pasos en la escalera ni voces llamándolo.
Hacía dos años, cuando habían empezado las pesadillas, había pedido que le trasladasen a este pequeño cuarto circular en la torre sur, alegando que le gustaba la extensa vista del mar y la costa, y que le atraían el silencio y la soledad. Las escaleras comenzaban a agobiarlo, pero al menos estaba seguro de que nadie oiría sus gritos nocturnos. De todas maneras, el padre Sebastian había adivinado la verdad, o al menos parte de ella. El padre Martin recordó la conversación que habían mantenido un domingo después de misa.
– ¿Duerme bien, padre? -le había preguntado el padre Sebastian.
– Bastante bien, gracias.
– Si le molestan las pesadillas, tengo entendido que hay tratamientos eficaces. No me refiero a una terapia convencional, pero dicen que hablar del pasado con otros que han sufrido la misma experiencia en ocasiones resulta útil.
Ese intercambio había sorprendido al padre Martin. El padre Sebastian no ocultaba su desconfianza hacia los psiquiatras y aseveraba que estaría más dispuesto a respetarlos si ellos fueran capaces de explicar los fundamentos médicos y científicos de su disciplina o de aclararle cuál era la diferencia entre mente y cerebro. Aun así, el padre Martin nunca dejaba de maravillarse de lo mucho que sabía el rector acerca de lo que ocurría bajo el techo de Saint Anselm. Aquel comentario le había molestado, y no habían seguido hablando del tema. Sabía que no era el único superviviente de un campo de concentración japonés que vivía atormentado en la vejez por horrores que un cerebro más joven habría conseguido desterrar. No albergaba la menor intención de sentarse en círculo para compartir experiencias con sus compañeros de infortunio, aunque había leído que a algunos les hacía bien. Era un problema que debía resolver solo.
Y ahora el viento arreciaba otra vez, su rítmico gemido se convirtió en un bramido y luego en un aullido estridente, más semejante a una manifestación maligna que a una fuerza de la naturaleza. El padre Martin se obligó a bajar de la cama, enfundó los pies en las zapatillas y con las piernas agarrotadas fue a abrir la ventana que daba al este. La ráfaga fría fue como una bocanada curativa: limpió su boca y su nariz del fétido olor de la selva y ahogó la salvaje cacofonía de gimoteos y gritos humanos, borrando de su mente las peores imágenes.
La pesadilla era siempre la misma. La noche anterior habían arrastrado a Rupert de vuelta al campamento, y ahora los prisioneros estaban formados para contemplar su ejecución. Después de lo que le habían hecho, el chico llegó a duras penas al lugar señalado y cayó de rodillas con aparente alivio. No obstante, hizo un último esfuerzo y levantó los ojos para ver descender la espada. Durante un par de segundos la cabeza permaneció en su sitio, luego rodó lentamente mientras, como en una última celebración de la vida, brotaba un violento torrente rojo. Esa era la imagen que atormentaba noche tras noche al padre Martin.
Al despertar, lo torturaban siempre las mismas preguntas. ¿Por qué había intentado escapar Rupert si sabía que era un suicidio? ¿Por qué no le había contado a nadie sus planes? Peor aún, ¿por qué él, el padre Martin, no había dado un paso al frente antes de que cayera la espada para protestar, intentar con sus frágiles fuerzas arrebatársela al guardia y morir con su amigo? El amor que había profesado a Rupert, correspondido pero nunca consumado, había sido el único de su vida. A pesar de los momentos felices, algunos incluso de una extraordinaria dicha espiritual, siempre llevaba consigo la sombra de esa traición. No tenía derecho a estar vivo. A pesar de todo, había un lugar donde siempre hallaba la paz, y ahora lo buscó.
Recogió el llavero de la mesilla, se dirigió arrastrando los pies hasta el perchero de la puerta y descolgó el viejo cárdigan con coderas de piel que solía usar en invierno debajo de la sotana. Se puso ésta encima, abrió la puerta con sigilo y comenzó a bajar por la escalera.
No necesitaba una linterna; en cada descansillo había una bombilla, y la peligrosa escalera de caracol se mantenía bien iluminada mediante una serie de lámparas adosadas a la pared. La tormenta remitió por el momento. El silencio de la casa era absoluto, y el amortiguado gemido del viento acentuaba una calma interior más imponente que la mera ausencia de sonidos humanos. Costaba creer que hubiera gente durmiendo detrás de las puertas cerradas, que ese silencioso aire hubiese transportado alguna vez el ruido de pasos presurosos y potentes voces masculinas, o que la pesada puerta de entrada no hubiese permanecido cerrada a cal y canto durante generaciones.
En el vestíbulo, la luz roja situada a los pies de la imagen de la Virgen y el Niño iluminaba la risueña cara de la Madre y salpicaba de rosa los regordetes brazos extendidos del Hijo. La madera se había convertido en carne. Con pasos silenciosos, amortiguados por las zapatillas, cruzó el vestíbulo y entró en el guardarropa. La hilera de capas marrones fue el primer indicio de que la casa estaba habitada; allí colgadas, semejaban tristes reliquias de una generación extinta. Ahora oía con claridad el viento, que, al abrir la puerta del claustro norte, sopló con renovada fuerza.
Para su sorpresa, tanto la luz de la puerta trasera como las débiles lámparas del muro del claustro estaban apagadas. Pero cuando pulsó el interruptor, se encendieron, permitiéndole ver el suelo alfombrado de hojas. Mientras cerraba la puerta a su espalda, una nueva ráfaga sacudió el gigantesco árbol, y las hojas caídas junto al tronco volaron hacia sus pies. Como una bandada de pájaros marrones, se arremolinaban en torno a él, le picoteaban suavemente las mejillas y se depositaban, ligeras como plumas, sobre los hombros de la sotana.
Caminó con esfuerzo hasta la puerta de la sacristía. Se detuvo por un instante junto a la última lámpara para buscar las dos llaves apropiadas y abrió. Oprimió el interruptor situado junto a la puerta, introdujo el código de seguridad para silenciar el insistente pitido de la alarma y se dirigió a la iglesia. El interruptor de las dos hileras de luces del techo de la nave estaba a su derecha, y cuando estiró el brazo para apretarlo, vio con sobresalto pero sin nerviosismo que el foco que iluminaba El juicio final estaba colocado de tal manera que bañaba con su resplandor el extremo occidental de la iglesia. Sin encender las luces de la nave, avanzó junto a la pared norte, seguido por su propia sombra proyectada en el suelo de piedra.
Al llegar junto al retablo, se detuvo en seco, paralizado por una pavorosa visión. La sangre no había desaparecido. Estaba ahí, precisamente en el sitio adonde había acudido en busca de refugio, igual de roja que en su pesadilla, aunque no manaba como el deshilachado chorro de una fuente, sino que cubría el suelo de piedra en forma de manchas y regueros. Si bien el riachuelo ya no se movía, parecía estremecerse y coagularse ante sus ojos. La pesadilla no había terminado; seguía atrapado en un lugar infernal, y esta vez no le bastaría con despertar para escapar de él. O eso, o estaba loco. Cerró los ojos y rezó: «Ayúdame, Señor.» Entonces su mente consciente se hizo cargo de la situación y lo obligó a abrir los ojos.
Incapaces de abarcar la escena entera, con toda la magnitud de su horror, sus sentidos la asimilaron poco a poco, detalle a detalle. El cráneo aplastado; las gafas del archidiácono, caídas a cierta distancia pero intactas; los dos candeleros dorados, dispuestos a ambos lados del cuerpo en un acto de sacrílego desprecio; las manos abiertas y con las palmas hacia abajo, como si quisieran aferrarse a la piedra, más blancas y delicadas que en vida; la acolchada bata púrpura, que comenzaba a endurecerse por efecto de la sangre. Por último, el padre Martin alzó la vista hacia El juicio final. El diablo bailarín, situado en primer plano, ahora llevaba gafas, bigote y perilla, y su brazo derecho se había alargado en un ademán de grosero desafío. A los pies del retablo había una lata pequeña de pintura negra, con un pincel sobre la tapa.
El padre Martin se acercó con paso vacilante y se dejó caer de rodillas junto a la cabeza del archidiácono. Se esforzó por rezar, pero las palabras no acudieron a su mente. Sintió la súbita necesidad de ver a otros seres humanos, de oír pasos y otros sonidos humanos, de contar con el consuelo de una compañía humana. Sin detenerse a pensar, caminó hacia el muro oeste y dio un fuerte tirón a la cuerda de la campana. Aunque el sonido sonó tan melodioso como de costumbre, a él se le antojó pavorosamente estruendoso.
Luego se dirigió hacia la puerta sur y, pese al temblor de sus manos, consiguió abrir los pesados cerrojos de hierro. El viento se precipitó al interior, trayendo consigo unas cuantas hojas rotas. El padre Martin dejó la puerta entornada y regresó junto al cadáver con actitud más firme y resuelta. Tenía algo que decir, y había hecho acopio de la fuerza necesaria para hacerlo.
Seguía de rodillas, con el borde de la sotana embebido en sangre, cuando oyó pasos y una voz de mujer. Emma se hincó a su lado y le rodeó los hombros con un brazo. El padre Martin notó el suave roce del cabello de la chica en la mejilla, y el delicado y dulzón aroma de la piel femenina comenzó a expulsar de su mente el metálico olor de la sangre. Advirtió que Emma temblaba, si bien su voz parecía serena.
– Vamos, padre, salga. Ya está bien.
Sin embargo, nada estaba bien. Nada volvería a estar bien.
Quiso mirarla, pero fue incapaz de levantar la cabeza. Sólo podía mover los labios.
– Ay, Dios, ¿qué hemos hecho? -murmuró-. ¿Qué hemos hecho?
Entonces sintió que los brazos de la chica se tensaban de miedo. A sus espaldas, la gran puerta sur se abría con un crujido.
Dalgliesh no solía tener dificultades para conciliar el sueño, ni siquiera en una cama desconocida. Después de trabajar durante tantos años como policía, su cuerpo se había habituado a las incomodidades de los más diversos lechos, y siempre que contara con una lámpara o una linterna para leer un rato antes de dormir, su mente olvidaba las vicisitudes del día con la misma facilidad que sus cansados miembros. No obstante, esa noche era diferente. La habitación invitaba al descanso; el colchón era cómodo sin ser demasiado blando, la lámpara de la mesilla estaba a la altura ideal para leer y tenía el número justo de mantas. Sin embargo, leyó las primeras cinco páginas de la traducción de Seamus Heaney de Beowulf con obstinada insistencia, como si más que un placer largamente esperado fuese un obligatorio rito nocturno. Al cabo de un rato, el poema lo atrapó por fin, y continuó leyendo hasta las once, cuando apagó la lámpara y se dispuso a dormir.
El sueño, sin embargo, se negaba a invadirlo. No conseguía llegar a ese agradable momento en que la mente se libera de las cargas de la conciencia y se abandona sin temor a su pequeña muerte cotidiana. Quizá debiera achacárselo a la furia del viento. Por lo general le gustaba quedarse dormido mientras oía los sonidos de la tormenta, pero esta tormenta era diferente. Había ocasionales pausas, un breve período de calma seguido por un grave gemido, que súbitamente se convertía en un bramido semejante al de un coro de demonios enloquecidos. Durante estos crescendos, oía los lamentos del gran castaño de Indias e imaginaba que las ramas se rompían y el tronco cubierto de arañazos se venía abajo, primero con renuencia y luego con un temible estrépito, atravesando con la copa el cristal de su ventana. También alcanzaba a oír el rugido del mar, un vibrante acompañamiento del ventarrón. Parecía imposible que cualquier ser vivo pudiese soportar este ataque de aire y agua.
En un momento de calma, Dalgliesh encendió la lámpara y consultó su reloj de pulsera. Le sorprendió comprobar que eran las cinco y treinta y cinco. Debía de haber dormido, o al menos dormitado, durante más de seis horas. Empezaba a preguntarse si la tormenta había amainado cuando el aullido se reanudó y comenzó a aumentar de intensidad otra vez. Cuando se produjo la primera pausa, percibió un sonido diferente, tan habitual en su infancia que lo reconoció de inmediato: era una campanada. Por un instante pensó que era el remanente de un sueño olvidado, mas la realidad se impuso de inmediato. Estaba despierto del todo. Sabía lo que había oído. Aguzó sus sentidos, pero no oyó más campanadas.
Actuó con rapidez. Nunca se acostaba sin dejar antes a mano los objetos que podía necesitar en una emergencia. Se puso la bata y los zapatos -tras descartar las zapatillas- y recogió de la mesilla una linterna pesada como un arma.
En la oscuridad, guiado únicamente por la luz de la linterna, salió de su apartamento, cerró la puerta con sigilo y se topó con una ráfaga de viento y un chaparrón de hojas que giraban alrededor de su cabeza como una bandada de furiosos pájaros. Las débiles lámparas de los claustros norte y sur apenas permitían vislumbrar los contornos de las delgadas columnas y proyectaban un fantasmagórico resplandor sobre el suelo de piedra. El edificio del seminario estaba oscuro, y no vio luz en ninguna ventana salvo en la de Ambrosio, el apartamento contiguo al suyo, donde dormía Emma. Presa de un súbito temor, pasó de largo corriendo, sin detenerse para llamar a la joven. Una rendija de claridad indicaba que la puerta de la iglesia estaba entornada. El armazón de roble chirrió contra las bisagras cuando abrió y cerró la puerta.
Durante unos segundos, no más, permaneció paralizado ante la escena que se ofrecía a sus ojos. No había obstáculos entre él y El juicio final, flanqueado por dos columnas de piedra, tan brillantemente iluminado que los desvaídos colores parecían resplandecer con una nueva e inesperada intensidad. La conmoción que le causaron los garabatos de la pintura palideció ante la magnitud de lo que había a sus pies. El archidiácono yacía boca abajo junto al retablo, como en una exagerada demostración de reverencia. A cada lado de su cabeza había un pesado candelero de bronce. La sangre del charco era sin duda más roja que la de cualquier otro ser humano. Incluso las otras dos figuras humanas presentaban un aspecto irreal: el sacerdote de pelo cano con su ancha sotana, arrodillado y prácticamente abrazado al cadáver, y la joven acuclillada junto a él, rodeándole los hombros con un brazo. En el primer instante de confusión casi imaginó que los negros demonios habían saltado de El juicio final y bailaban en torno a la cabeza de la mujer.
Al oír la puerta, ella volvió la cabeza, se levantó de un salto y corrió hacia él.
– Gracias a Dios que ha venido.
Se echó a sus brazos, y al sentir el tembloroso cuerpo contra el suyo, Dalgliesh supo que lo había hecho movida por el impulso natural de una persona que busca consuelo. La chica se separó enseguida.
– Es el padre Martin -señaló-. No puedo moverlo de ahí.
El sacerdote tenía el brazo extendido por encima del cadáver y la mano sumergida en el charco de sangre. Dalgliesh dejó la linterna y le tocó el hombro.
– Soy Adam, padre -susurró-. Levántese. Está bien.
Pero nada estaba bien, desde luego. Incluso mientras pronunciaba esas palabras anodinas, se percató de su irritante falsedad.
El padre Martin no se movió; bajo la mano de Dalgliesh, su hombro parecía paralizado por el rigor mortis.
– Suéltelo, padre -insistió Dalgliesh, ahora con mayor firmeza-. Tiene que levantarse. Ya no puede hacer nada.
Esta vez, como si las palabras surtiesen efecto por fin, el padre Martin permitió que lo ayudaran a ponerse de pie. Contempló su mano ensangrentada con una suerte de asombro infantil y luego se la limpió en la sotana. Eso complicaría el análisis de la sangre, pensó Dalgliesh. La compasión hacia sus acompañantes enseguida cedió el paso a otras preocupaciones más urgentes: la obligación de mantener intacto el escenario del crimen y la necesidad de evitar que se divulgase el método del homicida. Si la puerta sur había estado cerrada, como de costumbre, el asesino debía de haber entrado por la sacristía y a través del claustro norte. Mientras Emma sujetaba al sacerdote por el lado derecho, él lo condujo con suavidad hacia los bancos más cercanos a la puerta, donde los hizo sentar.
– Espéreme un momento aquí -le indicó a Emma-. No tardaré. Voy a echar los cerrojos de la puerta sur y saldré por la sacristía. Cerraré con llave. No deje entrar a nadie. -Luego se volvió hacia el padre Martin-. ¿Me oye, padre?
El sacerdote alzó la vista por primera vez y sus ojos se encontraron con los del comisario. La angustia y el horror reflejados en ellos sobrecogieron a Dalgliesh.
– Sí, sí. Estoy bien. Lo siento mucho, Adam. Me he comportado como un tonto. Ya estoy bien.
Estaba muy lejos de encontrarse bien, pero al menos entendía lo que se le decía.
– Debo pedirles algo. Discúlpenme si les parezco insensible e inoportuno, pero es importante. No le cuenten a nadie lo que han visto. A nadie. ¿Lo han entendido?
Ambos asintieron con un murmullo, y luego el padre Martin dijo con claridad:
– Lo entendemos.
Dalgliesh dio media vuelta para marcharse.
– No estará aquí, ¿verdad? -preguntó Emma-. ¿Es posible que continúe escondido en la iglesia?
– Seguro que no, pero de todas maneras echaré un vistazo.
No quería encender más luces. Por lo visto, los únicos que habían oído la campanada eran Emma y él. Lo último que necesitaba era que la iglesia se llenase de gente. Regresó a la puerta sur y corrió los pesados cerrojos de hierro. Con la linterna en la mano, hizo una breve pero exhaustiva inspección de la iglesia, tanto para la tranquilidad de Emma como para la suya propia. Sin embargo, su larga experiencia le había dictado de inmediato que la muerte no era reciente. Abrió las puertas de los dos sitiales e iluminó los asientos; luego se arrodilló y echó un vistazo debajo. Entonces descubrió algo: alguien había ocupado el segundo banco. Una parte del asiento estaba limpia de polvo, y cuando se agachó y alumbró con la linterna el profundo hueco que había debajo, supo que una persona se había ocultado allí.
Tras acabar con el rápido registro, regresó junto a Emma y el sacerdote.
– Ya está. Aquí no hay nadie más que nosotros -afirmó-. ¿La puerta de la sacristía está cerrada con llave, padre?
– Sí. Sí. La cerré después de entrar.
– ¿Me da las llaves, por favor?
El padre Martin rebuscó en el bolsillo de la sotana y sacó un llavero. Sus dedos temblorosos se demoraron unos instantes en encontrar las llaves indicadas.
– No tardaré -repitió Dalgliesh-. Cerraré la puerta al salir. ¿Estarán bien hasta que vuelva?
– No creo que el padre Martin deba permanecer mucho tiempo aquí -opinó Emma.
– No será necesario.
Dalgliesh calculó que tardaría sólo unos minutos en regresar con Yarwood. Con independencia de quién fuese a hacerse cargo de la investigación, en esos momentos necesitaba ayuda. Además, se trataba de una cuestión de protocolo. Yarwood era miembro de la policía de Suffolk. Por lo tanto, debía ponerse al frente hasta que el jefe del cuerpo local decidiera quiénes se ocuparían del caso. Dalgliesh se alegró de encontrar un pañuelo en el bolsillo de su bata y lo utilizó para abrir la puerta de la sacristía sin dejar huellas. Después de reprogramar la alarma y cerrar con llave, hundió los pies en la resbaladiza alfombra de hojas, que ahora tenía varios centímetros de espesor, y corrió por el claustro norte en dirección a los apartamentos de huéspedes. Sabía que Roger Yarwood se alojaba en Gregorio.
El apartamento estaba a oscuras. Dalgliesh alumbró la sala con la linterna y llamó desde el pie de la escalera. No hubo respuesta. Subió al dormitorio y encontró la puerta abierta. Aunque Yarwood había usado la cama, ahora estaba vacía y deshecha. El comisario abrió la puerta de la ducha. Allí no había nadie. Encendió la luz y registró rápidamente el armario. No había abrigos ni más calzado que las zapatillas de Yarwood, que descansaban junto a la cama. El policía debía de haber salido en plena tormenta.
No tenía sentido que fuese a buscarlo solo. Yarwood podía estar en cualquier lugar de los alrededores. Así pues, regresó de inmediato a la iglesia. Emma y el padre Martin se hallaban en el mismo sitio donde los había dejado.
– ¿Por qué no acompaña a la doctora Lavenham a su habitación, padre? -preguntó con suavidad-. Ella preparará té para los dos. Supongo que el padre Sebastian querrá hablar ante todo el seminario, pero por el momento más vale que espere allí y descanse un poco.
El padre Martin alzó la vista. Su mirada traslucía una mezcla de tristeza y asombro infantil.
– Pero el padre Sebastian querrá hablar conmigo -protestó.
– Por supuesto que sí -replicó Emma-, pero ¿no cree que será mejor que aguardemos a que el comisario Dalgliesh le cuente lo sucedido? Lo mejor es que venga a mi apartamento. Allí tengo todo lo necesario para hacer té. A mí me vendría bien una taza.
El padre Martin asintió y se levantó.
– Antes de que se marche, debemos comprobar si han forzado la caja fuerte, padre -dijo Dalgliesh.
Entraron en el presbiterio y Dalgliesh le pidió el número de la combinación. Luego, cubriéndose los dedos con un pañuelo para preservar cualquier huella que hubiese en la manija o en la cerradura de seguridad, hizo girar con cuidado la rueda y abrió la puerta. En el interior, encima de una pila de documentos, había una bolsa de piel cerrada con un cordón. La llevó al escritorio y la abrió: bajo un envoltorio de seda blanca, había dos magníficos cálices anteriores a la Reforma, decorados con piedras preciosas, y una patena, todo obsequio de la fundadora de Saint Anselm.
– No falta nada -observó el padre Martin en voz baja.
Dalgliesh dejó la bolsa en la caja fuerte y cerró la puerta. Estaba claro que el móvil del asesinato no era el robo, aunque él no había considerado esa posibilidad ni por un instante.
Esperó a que Emma y el padre Martin salieran por la puerta sur, echó los cerrojos y cruzó la sacristía en dirección al claustro cubierto de hojas.
La tormenta comenzaba a amainar, y el ventarrón había quedado reducido a unas pocas ráfagas intensas, aunque las ramas y hojas caídas testimoniaban sus estragos. Dalgliesh entró en el seminario y subió los dos tramos de escalera que lo separaban de las habitaciones del rector.
El padre Sebastian respondió de inmediato a su llamada. Aunque llevaba una anticuada bata de lana a cuadros, su pelo enmarañado le daba un aire curiosamente juvenil. Los dos hombres se miraron. Antes de abrir la boca, Dalgliesh intuyó que el rector había adivinado las palabras que se disponía a pronunciar. Aunque eran brutales, no había una forma sencilla ni suave de comunicarle la noticia.
– El archidiácono Crampton ha sido asesinado -dijo-. El padre Martin ha encontrado el cadáver en la iglesia poco después de las cinco y media.
El rector se llevó la mano al bolsillo y extrajo un reloj de pulsera.
– Ya son más de las seis -señaló-. ¿Por qué no me han avisado antes?
– El padre Martin ha tocado la campana para dar la alarma y yo la he oído, al igual que la doctora Lavenham, la primera en llegar allí. Yo tenía que hacer algunas cosas antes de avisarle. Y ahora debo telefonear a la policía de Suffolk.
– Pero ¿no cree que es el inspector Yarwood quien debe llevar este asunto?
– Así es, pero Yarwood ha desaparecido. ¿Me permite usar su despacho, padre?
– Desde luego. Me reuniré con usted de inmediato, en cuanto me vista. ¿Alguien más está al corriente de lo sucedido?
– Todavía no, padre.
– Entonces debo ser yo quien les participe la noticia.
Cerró la puerta y Dalgliesh bajó al despacho.
Si bien el número que necesitaba Dalgliesh estaba en su cartera, en la habitación, logró recordarlo después de un par de segundos. En cuanto se identificó, le facilitaron el teléfono particular del jefe de la policía local. A partir de ese momento, todo fue muy sencillo. Trataba con hombres acostumbrados a que los despertaran con la exigencia de que tomaran decisiones y actuaran con rapidez. Pasó un informe breve pero completo y no le hizo falta repetir un solo dato.
El jefe de la policía tardó cinco segundos en hablar: -La desaparición de Yarwood es un problema. Alred Treeves es otro, aunque menos importante. Sea como fuere, no podemos perder tiempo. Los primeros días siempre son cruciales. Hablaré con el director general. Pero supongo que usted querrá organizar una partida de búsqueda, ¿no?
– Todavía no. Cabe la posibilidad de que Yarwood saliese a dar un paseo. Hasta es probable que haya vuelto ya. Si no es así, enviaré a algunos estudiantes en su busca tan pronto como haya suficiente luz. Le informaré de cualquier novedad. Si no encontramos a Yarwood, sería conveniente que usted asumiera el mando.
– De acuerdo. Tendrá que esperar la confirmación de su departamento, pero creo que debería dar por sentado que el caso es suyo. Discutiré los detalles con la Policía Metropolitana, aunque supongo que querrá trabajar con su propio equipo.
– Eso simplificaría las cosas.
– Puedo asegurarle algo sobre Saint Anselm -dijo el jefe de la policía al cabo de un rato-. Todos los que viven allí son buena gente. Preséntele mis condolencias al padre Sebastian. Esto les afectará en muchos sentidos.
Al cabo de cinco minutos llamaron de Scotland Yard para informar del acuerdo al que habían llegado con la policía local. Dalgliesh se haría cargo del caso. Los detectives inspectores Kate Miskin y Piers Tarrant ya se dirigían hacia allí junto con el sargento Robbins, y un equipo de apoyo -un fotógrafo y tres técnicos especializados en la recogida de pruebas- los seguirían de inmediato. Puesto que Dalgliesh ya estaba en el lugar del crimen, no juzgaron necesario derrochar dinero en un helicóptero. Los miembros del equipo viajarían en tren hasta Ipswich y la policía de Suffolk los llevaría al seminario. El doctor Kynaston, el forense con quien solía colaborar Dalgliesh, estaba trabajando en otro caso que lo mantendría ocupado durante el resto del día. El patólogo local se encontraba en Nueva York, pero su sustituto, el doctor Mark Ayling, estaba libre. Lo más sensato sería recurrir a él. Si necesitaban analizar urgentemente algún material, lo enviarían al laboratorio de Huntingdon o al de Lambeth, el que estuviera menos ocupado.
El padre Sebastian había aguardado discretamente en la puerta mientras Dalgliesh hablaba por teléfono. Al oír que la conversación había terminado, entró.
– Ahora me gustaría ir a la iglesia -dijo-. Usted debe hacerse cargo de sus responsabilidades, comisario, y yo de las mías.
– Primero hay que mandar a alguien a buscar a Yarwood -repuso Dalgliesh-. ¿Quién sería el seminarista más idóneo para esta clase de misión?
– Stephen Morby. Sugiero que él y Pilbeam salgan con el Land Rover.
Se acercó al escritorio y levantó el auricular del teléfono. Le contestaron enseguida.
– Buenos días, Pilbeam. ¿Está vestido? Bien. Haga el favor de despertar al señor Morby y luego vengan los dos a mi despacho. De inmediato.
No fue preciso esperar mucho. Unos minutos después, Dalgliesh oyó pasos presurosos en la escalera. Tras una pequeña pausa en la puerta, entraron dos hombres.
Era la primera vez que veía a Pilbeam, un hombre alto -de más de un metro noventa de estatura- con hombros fornidos, cuello grueso y la tez bronceada y arrugada, característica de los campesinos, bajo una rala capa de pelo pajizo. Dalgliesh tuvo la impresión de que lo había visto antes; entonces cayó en la cuenta de que guardaba un notable parecido con un actor cuyo nombre no recordaba pero que siempre salía en películas de guerra, en el papel del parco aunque fiable suboficial que invariablemente moría en el último momento para mayor gloria del héroe.
Pilbeam aguardaba con total serenidad. A su lado, Stephen Morby -que no era ningún alfeñique- semejaba un niño. El padre Sebastian se dirigió al primero:
– El señor Yarwood ha desaparecido. Me temo que quizás haya salido a pasear otra vez.
– Ha sido una mala noche para paseos, padre.
– Exactamente. Es posible que vuelva en cualquier momento, pero creo que no deberíamos esperar. Quiero que usted y el señor Morby vayan a buscarlo en el Land Rover. ¿Funciona su teléfono móvil?
– Sí, padre.
– Si hay alguna novedad, llámeme de inmediato. Si no lo encuentran en el descampado o cerca de la laguna, no pierdan el tiempo. Tal vez deba intervenir la policía. Y Pilbeam…
– ¿Sí, padre?
– Cuando usted y el señor Morby regresen, tanto si traen al señor Yarwood como si no, venga a verme de inmediato, sin hablar con nadie más. Eso va también por ti, Stephen, ¿entendido?
– Sí, padre -respondió Morby y añadió-: Ha ocurrido algo, ¿verdad? Algo más que la desaparición de Yarwood.
– Te lo explicaré cuando vuelvas. Tal vez no puedan hacer nada hasta que haya más luz, pero quiero que emprendan la búsqueda de inmediato. Lleven linternas, mantas y café caliente Pilbeam, hablaré con toda la comunidad a las siete y media en la biblioteca. ¿Puede pedirle a su esposa que tenga la bondad de unirse a nosotros?
– Lo haré, padre.
– Los dos son listos -comentó el padre Sebastian cuando hubieron salido-. Si Yarwood está por los alrededores, lo encontrarán. Me ha parecido prudente posponer las explicaciones para cuando regresen.
– Sí, yo también creo que es lo más sensato.
Todo indicaba que el natural autoritarismo del padre Sebastian se estaba adaptando con rapidez a las inusitadas circunstancias. Pero Dalgliesh pensó que el hecho de que un sospechoso trabajara activamente en la investigación era una novedad de la que hubiera preferido prescindir. Habría que manejar la situación con tacto.
– Usted estaba en lo cierto, desde luego -reconoció el rector-. La búsqueda de Yarwood era una prioridad. Sin embargo, ahora me gustaría estar donde me corresponde: junto al archidiácono.
– Primero he de hacerle algunas preguntas, padre. ¿Cuántas llaves de la iglesia hay? ¿Y quién las tiene?
– ¿Es necesario que me interrogue ahora?
– Sí, padre. Como bien ha dicho, usted debe hacerse cargo de sus responsabilidades, y yo de las mías.
– ¿Y las suyas tienen preferencia?
– Por ahora, sí.
El padre Sebastian se esforzó para que su voz no evidenciara su impaciencia.
– Hay siete juegos de llaves que incluyen las dos de la sacristía: una de seguridad y otra normal. La puerta sur sólo cuenta con cerrojos. Los cuatro sacerdotes que vivimos aquí disponemos de un juego; los otros tres están aquí al lado, en el armario de las llaves del despacho de la señorita Ramsey. Es preciso mantener la iglesia cerrada debido al valor del retablo y los cálices de plata, pero cualquier seminarista que necesite entrar puede llevarse las llaves siempre que firme en un registro. Los encargados de la limpieza son los propios estudiantes, no el personal del seminario.
– ¿Y el personal y los huéspedes?
– Sólo tienen acceso a la iglesia si los acompaña alguien que posea una llave, excepto durante los oficios. Dudo que se sientan excluidos, ya que celebramos cuatro al día: los maitines, la Eucaristía, las vísperas y las completas. Si bien a mí no me gusta esta restricción, es el precio que pagamos por conservar un Van der Weyden encima del altar. El problema es que los jóvenes no siempre se acuerdan de reactivar la alarma antes de salir. Todo el personal y los huéspedes tienen llave de la verja de hierro que comunica el claustro oeste con el descampado.
– ¿Y qué miembros del seminario conocen el código de la alarma?
– Supongo que todos. Protegemos nuestros tesoros de posibles intrusos, no de las personas que viven aquí.
– ¿Qué llaves tienen los estudiantes?
– Dos por persona: la de la verja principal, que es por donde entran habitualmente, y una de la puerta del claustro norte o sur, según dónde estén sus habitaciones. Ninguno cuenta con la llave de la iglesia.
– ¿Y las llaves de Ronald Treeves aparecieron después de su muerte?
– Sí. Están en un cajón del despacho de la señorita Ramsey, aunque él tampoco disponía de la llave de la iglesia, naturalmente. Y ahora, si no le importa, me gustaría ir a ver al archidiácono.
– Desde luego, padre. En el camino podríamos comprobar si los tres juegos de llaves están en el armario.
El padre Sebastian no respondió. Cuando atravesaron el despacho contiguo, se acercó a un estrecho armario situado a la izquierda de la chimenea. No estaba cerrado con llave. En el interior había dos hileras de llaves colgadas. En la primera fila, señalada con una etiqueta que decía «iglesia», había tres ganchos. Uno de ellos estaba vacío.
– ¿Recuerda cuándo vio por última vez las llaves de la iglesia, padre? -preguntó Dalgliesh.
El padre Sebastian reflexionó por un instante.
– Creo que fue ayer -respondió-, después de comer. Recibimos unas latas de pintura con las que Surtees va a pintar la sacristía. Yo estaba presente cuando Pilbeam vino a recoger las llaves y firmó en el registro. Y seguía aquí cuando las devolvió, unos cinco minutos después. -Abrió el cajón derecho del escritorio de la señorita Ramsey y extrajo un libro-. Creo que descubrirá que la última entrada del registro corresponde a su firma. Como ve, las llaves obraron en su poder durante unos cinco minutos. Sin embargo, la última persona en verlas debió de ser Henry Bloxham. Él se encargó de preparar la iglesia para las completas de anoche. Yo me encontraba aquí cuando vino a recoger las llaves, y al lado, en mi despacho, cuando las trajo de vuelta. Si hubiera faltado un juego, me habría comentado algo.
– ¿Usted lo vio dejar las llaves, padre?
– No, estaba en mi despacho, pero con la puerta abierta, y me saludó. No encontrará su firma en el registro. No se exige a los seminaristas que firmen cuando se llevan las llaves antes de un oficio. Y ahora, comisario, insisto en que vayamos a la iglesia.
El seminario continuaba en silencio. Cruzaron el suelo de mosaico del vestíbulo sin hablar. El padre Sebastian se encaminó hacia la puerta del vestuario, pero Dalgliesh lo detuvo.
– Si es posible -advirtió-, evitaremos pasar por el claustro norte. -No volvieron a dirigirse la palabra hasta que llegaron a la puerta de la sacristía. El padre Sebastian buscó las llaves en el bolsillo, pero Dalgliesh dijo-: Abriré yo, padre.
Una vez dentro, cerró con llave y los dos se dirigieron a la iglesia. Dalgliesh había dejado encendida la luz que iluminaba El juicio final, de modo que la trágica escena que se presentaba al pie del retablo se veía con absoluta claridad. El padre Sebastian caminó hacia allí con paso firme. Sin hablar, contempló primero la profanación del cuadro y luego el cadáver de su adversario. Mientras lo observaba, Dalgliesh se preguntó qué palabras emplearía para comunicarse con su Dios. Dudaba que estuviese rezando por el alma del archidiácono; eso habría sido un insulto al intransigente protestantismo de Crampton.
También se preguntó qué palabras usaría él mismo para orar en un momento como ése. «Ayúdame a resolver este caso sin causar sufrimiento a los inocentes y protege a mi equipo.» Que él recordase, la última vez que había rezado con pasión y con la seguridad de que valía la pena había sido durante la agonía de su esposa, pero sus plegarias no habían sido escuchadas, o al menos no habían obtenido respuesta. Reflexionó sobre el carácter irrevocable e ineludible de la muerte. ¿Constituía uno de los alicientes de su trabajo la fantasía de que la muerte era un misterio que tenía solución, y que dicha solución permitía doblar y guardar, como una prenda de vestir, todas las pasiones de la vida, todos los temores y las dudas?
Entonces oyó hablar al padre Sebastian; fue como si acabara de reparar en la silenciosa presencia de Dalgliesh y quisiera hacerlo partícipe, al menos como oyente, de su secreto ejercicio de expiación. En su hermosa voz, las familiares palabras sonaron más como una afirmación que como un rezo, y reflejaron tan misteriosamente los pensamientos de Dalgliesh que a éste le pareció oírlas por primera vez y se estremeció.
– «Oh, Señor, que en los comienzos pusiste los cimientos de la tierra y con Tus manos creaste los cielos; del mismo modo que ellos perecerán, Tú permanecerás; ellos envejecerán igual que un vestido, y como un vestido los plegarás y mudarás; pero Tú serás por siempre el mismo y los años no Te pesarán.»
Dalgliesh se afeitó, se duchó y se vistió con una rapidez nacida de la práctica, y a las siete y veinticinco se reunió de nuevo con el rector en su despacho. El padre Sebastian consultó su reloj de pulsera.
– Es hora de ir a la biblioteca. Primero yo diré unas palabras y luego le cederé el turno. ¿Le parece bien?
– Perfectamente.
Era la primera vez en esta visita que Dalgliesh entraba en la biblioteca. En cuanto el padre Sebastian encendió las lámparas que se curvaban sobre las estanterías, al comisario le asaltó el recuerdo de las largas tardes estivales que había pasado allí, leyendo bajo la ciega mirada de los bustos dispuestos en línea sobre el estante superior, del sol del ocaso que bruñía los lomos de piel de los libros y teñía de rojo la madera pulida, de los atardeceres en que el bramido del mar parecía intensificarse a medida que caía la noche. Sin embargo, ahora el alto techo abovedado estaba en penumbra y, en las ventanas de arco ojival, las vidrieras eran un negro vacío en el que el plomo formaba un dibujo.
A lo largo de la pared norte, entre las ventanas, las estanterías dispuestas en ángulo recto delimitaban una serie de cubículos, en cada uno de los cuales había un pupitre doble y una silla. El padre Sebastian fue al más cercano y arrastró las dos sillas hasta el centro de la estancia.
– Necesitaremos cuatro sillas -anunció-. Tres para las mujeres y una para Peter Buckhurst. Todavía no está en condiciones de permanecer mucho tiempo de pie… Aunque no creo que esto dure mucho. No es preciso que contemos a la hermana del padre John. Es muy mayor y rara vez sale de su apartamento.
Sin responder, Dalgliesh acercó las dos sillas que faltaban. El padre Sebastian las colocó en fila y retrocedió unos pasos para cerciorarse de que estuvieran correctamente alineadas.
Se oyeron unas pisadas suaves en el vestíbulo, y los tres seminaristas, todos con sotana negra, entraron a la vez, como si se hubiesen puesto de acuerdo. Se situaron detrás de las sillas y permanecieron erguidos y muy quietos, con la cara pálida y seria, y los ojos fijos en el padre Sebastian. La tensión que trajeron consigo a la estancia era casi palpable.
Menos de un minuto después llegaron la señora Pilbeam y Emma. El padre Sebastian les señaló las sillas y las mujeres se sentaron en silencio, ligeramente inclinadas la una hacia la otra, como si esperasen encontrar sosiego en el leve roce de los hombros. La señora Pilbeam, consciente de la importancia de la reunión, se había quitado el delantal blanco y ofrecía un aspecto incongruentemente festivo con su falda de lana verde y una blusa celeste adornada con un broche en el cuello. Emma, aunque estaba muy pálida, se había arreglado con esmero, como si intentara imponer una semblanza de orden y normalidad a la confusión provocada por el asesinato. Había sacado brillo a sus zapatos marrones sin tacón y llevaba pantalones de pana beige, una camisa de color crema que parecía recién planchada y un chaleco de ante.
El padre Sebastian se dirigió a Buckhurst:
– ¿No te sientas, Peter?
– Prefiero quedarme de pie, padre.
– Yo prefiero que te sientes.
Sin más objeciones, Peter Buckhurst se acomodó junto a Emma.
A continuación llegaron los tres sacerdotes. El padre John y el padre Peregrine flanqueaban a los seminaristas. El padre Martin, como respondiendo a una muda invitación, se puso junto al rector.
– Me temo que mi hermana todavía duerme, y no he querido despertarla -se disculpó el padre John-. Si la necesitan, podrán hablar con ella más tarde, ¿no?
– Desde luego -murmuró Dalgliesh.
Vio que Emma miraba al padre Martin con tierna solicitud y se levantaba a medias de la silla a modo de saludo. «Además de hermosa e inteligente, es bondadosa -pensó, y el corazón le dio un vuelco, una sensación tan insólita como irritante-. Ay, Dios, se dijo, no quiero esa clase de complicación. Ahora no. Nunca.»
Continuaron aguardando. Los segundos se convirtieron en minutos antes de que se oyesen pasos de nuevo. Se abrió la puerta y entró George Gregory, seguido de cerca por Clive Stannard. Éste último se había quedado dormido, o no había estimado necesario molestarse en cuidar su aspecto. Se había puesto los pantalones y una americana de pana encima del pijama, y la tela de algodón a rayas asomaba por el cuello y colgaba fruncida por encima de los zapatos. Gregory, por el contrario, llevaba una camisa y una corbata impecables.
– Lamento haberlos hecho esperar -se disculpó Gregory-. Detesto vestirme sin ducharme antes.
Se colocó detrás de Emma y apoyó la mano en el respaldo de la silla, pero enseguida la retiró, como si temiera que fuese un gesto inapropiado. Sus ojos, fijos en el padre Sebastian, reflejaban recelo, aunque Dalgliesh también detectó en ellos un destello de divertida curiosidad. Stannard estaba visiblemente asustado, y Dalgliesh se percató de que intentaba disimularlo con una actitud de indiferencia tan fingida como embarazosa.
– ¿No es un poco temprano para dramas? -soltó Stannard-. Es obvio que ha ocurrido algo. ¿Por qué no nos lo cuentan de una vez?
Nadie respondió. La puerta volvió a abrirse y aparecieron las dos personas que faltaban. Eric Surtees llevaba ropa de trabajo. Titubeó en la puerta y miró con asombro a Dalgliesh, como si le sorprendiera encontrarlo allí. Karen Surtees, que semejaba un loro con su largo jersey rojo sobre pantalones verdes, sólo se había tomado el tiempo necesario para aplicarse una brillante capa de carmín en los labios. Sus ojos sin maquillar se veían cansados y soñolientos. Tras un instante de vacilación, se sentó en la silla vacía. Su hermano se colocó detrás de ella. Ya estaban allí todas las personas convocadas. A Dalgliesh le recordaban un heterogéneo cortejo de boda, posando de mala gana para un fotógrafo demasiado entusiasta.
– Oremos -dijo el padre Sebastian.
La exhortación fue inesperada. Sólo los sacerdotes y los seminaristas respondieron automáticamente, inclinando la cabeza y enlazando las manos. Las mujeres no parecían saber qué se esperaba de ellas, aunque después de echar una breve ojeada al padre Martin, se pusieron de pie. Emma y la señora Pilbeam agacharon la cabeza, pero Karen Surtees lanzó a Dalgliesh una mirada de beligerante incredulidad, como si lo responsabilizara de ese embarazoso contratiempo. Gregory, risueño, fijó la vista al frente, mientras que Stannard frunció el entrecejo y se rebulló con evidente incomodidad. El padre Sebastian rezó los maitines. Luego hizo una pausa y repitió la oración que había pronunciado en las completas, unas diez horas antes:
– «Visita, te lo rogamos, Señor, esta morada y aparta de ella las asechanzas del enemigo; Tus santos Ángeles habiten en ella y nos guarden en paz, y Tu bendición sea sobre nosotros siempre. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.»
Tras un coro de amenes -quedos los de las mujeres; más confiados los de los seminaristas- un estremecimiento recorrió el grupo. No fue tanto un movimiento como un suspiro colectivo. «Ya lo saben -se dijo Dalgliesh-, claro que lo saben. Pero uno de ellos lo ha sabido desde el principio.» Las mujeres se sentaron de nuevo. Dalgliesh percibió la fuerza de las miradas clavadas en el rector. Cuando éste empezó a hablar, su voz sonó serena y casi monocorde:
– Anoche ocurrió una gran tragedia en nuestra comunidad. El archidiácono Crampton fue brutalmente asesinado en la iglesia. El padre Martin descubrió su cuerpo a las cinco y media de la mañana. El comisario Dalgliesh, que se encontraba aquí por otro asunto, sigue siendo nuestro invitado, pero ahora está entre nosotros también como policía, investigando un asesinato. Es nuestra obligación y nuestro deseo ayudarle en cuanto sea posible, respondiendo a sus preguntas en detalle y con veracidad y sin entorpecer la labor de la policía ni hacer o decir algo que induzca a pensar que no es bien recibida. He telefoneado a los estudiantes que debían regresar esta mañana y les he pedido que no vengan hasta la semana que viene. Los que estamos aquí debemos tratar de continuar con la vida y las obligaciones del seminario al tiempo que prestamos toda nuestra colaboración a la policía. He puesto la casa San Mateo a entera disposición del señor Dalgliesh, y la policía trabajará desde allí. A petición del comisario, la iglesia, la puerta del claustro norte y el propio claustro permanecerán cerrados. La misa y todos los demás oficios se celebrarán en el oratorio a las horas de costumbre hasta que resulte oportuno reabrir la iglesia y disponerla para la sagrada Eucaristía. La investigación sobre la muerte del archidiácono compete a la policía. Les ruego que no especulen ni chismorreen. Naturalmente, es imposible mantener en secreto un asesinato. La noticia se divulgará tanto en el seno de la Iglesia como en el resto del mundo. Sin embargo, les pido que no telefoneen a nadie ni hablen de este asunto con ninguna persona ajena a la comunidad. Si algo les preocupa, el padre Martin y yo estamos a su disposición. -Hizo una pausa y añadió-: Como siempre. Y ahora le cedo la palabra al señor Dalgliesh.
El público había escuchado al padre Sebastian en medio de un silencio casi absoluto. Sólo ante la sonora palabra «asesinado», Dalgliesh oyó una violenta inspiración y un débil grito, rápidamente reprimido, que a su juicio salió de labios de la señora Pilbeam. Raphael estaba pálido y tan rígido que el comisario temió que fuese a desmayarse. Eric Surtees miró a su hermana con expresión de pánico, pero sus ojos enseguida volvieron a posarse en el padre Sebastian. Gregory frunció el entrecejo en un gesto de profunda concentración. El frío y quieto aire estaba cargado de aprensión. Aparte de Surtees, nadie buscó los ojos de los demás. Quizá temieran lo que podían llegar a ver.
Si bien a Dalgliesh le llamó la atención que el padre Sebastian no hiciera comentario alguno sobre la ausencia de Yarwood, Pilbeam y Stephen Morby, agradeció en su fuero interno su discreción. Decidió que sería breve. No acostumbraba a disculparse por las molestias que ocasionaría al investigar un homicidio; dichas molestias representaban el menor de los males que acarreaba un asesinato.
– Se ha acordado que la Policía Metropolitana se ocupe de este caso. Un pequeño equipo de agentes y personal de apoyo llegará aquí esta misma mañana. Como ha dicho el padre Sebastian, la iglesia, el claustro norte y la puerta que comunica ese claustro con el seminario permanecerán cerrados. Yo mismo o uno de mis subalternos hablarán con cada uno de ustedes en algún momento del día. Sin embargo, ahorraríamos tiempo si aclarásemos un hecho de inmediato. ¿Alguno de los presentes salió de su habitación anoche, después de las completas? ¿Alguien se acercó a la iglesia, o vio u oyó algo que posiblemente guarde relación con el crimen?
Al cabo de un breve silencio, Henry dijo:
– Yo salí poco después de las diez y media para tomar el aire y hacer un poco de ejercicio. Di unas cinco vueltas rápidas alrededor de los claustros y volví a mi habitación. Estoy en la número 2, en el claustro sur. No vi ni oí nada raro. El viento soplaba con fuerza y arrastraba montones de hojas al claustro norte. Es todo lo que recuerdo.
– Usted encendió las velas de la iglesia antes de las completas y abrió la puerta sur -señaló Dalgliesh-. ¿Sacó las llaves del despacho de la señorita Ramsey?
– Sí. Las recogí poco antes del oficio y las devolví después. Había tres juegos cuando fui a buscarlas y también cuando las dejé.
– Repetiré la pregunta -dijo Dalgliesh-: ¿Alguien salió de su habitación después de las completas? -Aguardó un momento y, al no obtener respuesta, añadió-: Más tarde les pediré que me enseñen los zapatos y la ropa que llevaban anoche, y también será necesario que les tome las huellas a todos con el fin de descartar sospechosos. Creo que eso es todo por ahora.
Se produjo otro silencio hasta que Gregory habló.
– Una pregunta para el señor Dalgliesh. Aquí faltan tres personas, una de las cuales es un funcionario de la policía de Suffolk. ¿Ese hecho tiene algún significado, algo que ver con la investigación?
– De momento, no -contestó Dalgliesh.
La ruptura del silencio animó a Stannard a protestar.
– ¿Puedo preguntar por qué el comisario da por sentado que el delito fue cometido por alguien de dentro? Mientras nos examinan la ropa y nos toman las huellas digitales, es probable que el asesino esté a kilómetros de distancia. Al fin y al cabo, este sitio no es nada seguro. Yo no pienso dormir una sola noche más aquí sin un cerrojo en mi habitación.
– Su inquietud es muy natural -afirmó el padre Sebastian-. Mandaré instalar cerraduras en su habitación y en los cuatro apartamentos de huéspedes, y les entregaremos las llaves.
– ¿Y cómo responden a mi pregunta? ¿Por qué suponen que el asesino está entre nosotros?
Era la primera vez que esa posibilidad se expresaba en voz alta, y todos los presentes fijaron la vista al frente, temerosos, pensó Dalgliesh, de que cualquier mirada se interpretara como una acusación.
– Nadie supone nada -replicó el comisario.
El padre Sebastian dijo:
– Puesto que el claustro norte permanecerá cerrado, los estudiantes que ocupen las habitaciones de ese lado del edificio deberán trasladarse de manera provisional. Con tantos seminaristas ausentes, el único afectado serás tú, Raphael. Si haces el favor de entregar tus llaves, recibirás a cambio la de la habitación número tres y la del claustro sur.
– ¿Y mis cosas, padre? Mis libros, mi ropa… ¿Puedo ir a recogerlos?
– Tendrás que arreglártelas sin ellos por el momento. Tus compañeros te dejarán lo que necesites. Debo insistir en la importancia de que se mantengan alejados de las zonas donde la policía ha prohibido el acceso.
Sin rechistar, Raphael extrajo un llavero del bolsillo, desprendió dos llaves y se las tendió al padre Sebastian.
– Tengo entendido que todos los sacerdotes cuentan con llaves de la iglesia -dijo Dalgliesh-. ¿Podrían comprobar si continúan en su posesión?
El padre Betterton habló por primera vez:
– Me temo que no llevo las mías encima. Siempre las dejo en la mesilla de noche.
Dalgliesh, que conservaba las del padre Martin, se acercó a los otros dos sacerdotes y comprobó que las llaves de la iglesia siguieran en sus llaveros.
Luego se volvió hacia el padre Sebastian, que concluyó:
– Creo que esto es todo por el momento. Las tareas programadas para hoy se llevarán a cabo en la medida de lo posible. Anularemos la colecta matutina, pero oficiaré la misa en el oratorio al mediodía. Gracias.
Dio media vuelta y salió con paso firme de la biblioteca. Todos se levantaron y, después de cambiar algunas miradas, se dirigieron por separado hacia la puerta.
El teléfono móvil de Dalgliesh, que había estado apagado durante la reunión, sonó entonces. Era Stephen Morby.
– ¿Comisario Dalgliesh? Hemos encontrado al inspector Yarwood. Se había caído en una zanja de la carretera. He tratado de comunicarme antes, pero no lo he conseguido. Se hallaba tendido con medio cuerpo en el agua y todavía está inconsciente. Creemos que se ha roto una pierna. No queríamos moverlo porque temíamos agravar las lesiones, pero tampoco podíamos dejarlo donde estaba. Así que lo hemos sacado con mucho cuidado y hemos llamado a la ambulancia. En este momento lo están subiendo. Lo llevarán al hospital de Ipswich.
– Han hecho lo correcto -aseveró Dalgliesh-. ¿Cómo se encuentra?
– Los enfermeros creen que su estado no es grave, aunque todavía no ha recobrado el conocimiento. Yo iré con él en la ambulancia y seguramente podré decirle algo más cuando vuelva. El señor Pilbeam nos seguirá con el coche, de manera que regresaré con él.
– Bien. Vuelvan lo antes posible. Los necesitamos aquí a los dos.
Cuando le comunicó la noticia al padre Sebastian, éste comentó:
– Es lo que me temía. Su enfermedad ha seguido esa pauta. Al parecer padece una especie de claustrofobia; cuando sufre un ataque, le hace falta salir al aire libre y caminar. Después de que su esposa lo abandonara, llevándose a los niños, él solía desaparecer durante días enteros. En ocasiones caminaba hasta que caía rendido, y la policía lo traía de regreso. Gracias a Dios que, por lo visto, lo han encontrado a tiempo. Y ahora, si me acompaña a mi estudio, hablaremos de lo que usted y sus colegas necesitarán en San Mateo.
– Más tarde, padre. Primero es preciso que vea a los Betterton.
– Creo que el padre John ha regresado a su apartamento. Está en la tercera planta, del lado norte. Seguramente le espera.
El padre Sebastian era demasiado listo para mencionar la posibilidad de que Yarwood estuviera implicado en el asesinato. Aun así, la caridad cristiana tenía un límite. Sin duda le habría pasado por la cabeza que ésa era la hipótesis más conveniente: un asesinato cometido por alguien privado temporalmente de sus facultades. Y si Yarwood no sobrevivía, siempre quedaría como sospechoso. Su muerte sería providencial para alguien.
Antes de ir a ver a los Betterton, Dalgliesh pasó por su habitación y telefoneó al jefe de policía.
Dalgliesh no había terminado de pulsar el timbre situado junto a la estrecha puerta de roble del apartamento de los Betterton cuando el padre John salió y lo invitó a pasar.
– Si no le importa aguardar un momento, iré a avisar a mi hermana -dijo-. Creo que está en la cocina. Tenemos una pequeña cocina, y ella prefiere comer aquí a hacerlo con el resto de la comunidad. No tardaré.
La estancia en la que se encontraba Dalgliesh, aunque de techo bajo, era amplia y contaba con cuatro ventanas ojivales con vistas al mar. Estaba abarrotada de muebles que parecían reliquias de otras casas; mullidos sillones con botones en el respaldo, un sofá con el asiento hundido y cubierto con una tela india colocado enfrente de la chimenea, una mesa redonda de caoba rodeada por seis sillas de épocas y estilos diferentes, un escritorio con pie central entre dos ventanas y una variedad de mesitas auxiliares, todas cargadas con los recuerdos de dos largas vidas: fotografías con marcos plateados, figuras de porcelana, cajitas de madera y plata, y un bol con un popurrí de pétalos, cuyo rancio y polvoriento aroma se había desvanecido hacía tiempo en el viciado aire de la habitación.
A la izquierda de la puerta, una estantería cubría toda la pared. Pese a que era la biblioteca de los años de juventud, de estudiante y de sacerdocio del padre John, también había una fila de volúmenes encuadernados en piel negra, con la inscripción Obras dramáticas del año en el lomo, que sin duda databan de la década de los treinta o de los cuarenta del siglo xx. Junto a ellos había una serie de novelas policíacas en rústica. Dalgliesh comprobó que el padre John era un admirador de las escritoras de la época dorada del género: Dorothy L. Sayers, Margery Allingham y Ngaio Marsh. A la derecha de la puerta vio una bolsa de golf con media docena de palos. Le extrañó encontrar una cosa así en una estancia donde no había otro indicio de un posible interés por los deportes.
Los cuadros eran tan variados como el resto de los objetos: óleos Victorianos, sensibleros en su temática pero correctamente pintados; grabados de flores; un par de acuarelas, sin duda pintadas por algún antepasado del siglo xix: demasiado buenas para ser obra de un aficionado y no lo suficiente para atribuírselas a un profesional. A pesar de la penumbra, la habitación presentaba un aspecto demasiado acogedor, original y cómodo para resultar deprimente. Junto a cada uno de los dos sillones situados a ambos lados de la chimenea había una mesita con un flexo. Allí, los dos hermanos podían sentarse frente a frente y leer cómodamente.
Al observar a la señorita Betterton, Dalgliesh se sorprendió de la curiosa disparidad producida por una caprichosa combinación de genes. A primera vista, costaba creer que los Betterton fueran parientes cercanos. El padre John, de baja estatura, tenía un cuerpo compacto y un rostro dulce contraído en un permanente gesto de ansiosa perplejidad. Su hermana le sacaba al menos doce centímetros y presentaba una figura angulosa y una mirada penetrante y recelosa. Sólo la semejanza de las orejas con lóbulos largos, los párpados caídos y las pequeñas bocas fruncidas revelaba un parecido familiar. Ella aparentaba mucha más edad que su hermano. Llevaba el cabello gris recogido en una trenza sujeta en la coronilla por una peineta, de cuyos dientes sobresalían las secas puntas del pelo formando una especie de greca decorativa. Llevaba una falda de tweed que prácticamente rozaba el suelo, una camisa a rayas que parecía de su hermano y una larga rebeca beige con las mangas apolilladas.
– Agatha, éste es el comisario Dalgliesh, de New Scotland Yard -dijo el padre John.
– ¿Un policía?
Dalgliesh le tendió la mano.
– Sí, señorita Betterton -respondió-. Soy policía.
Tras unos segundos de demora, Dalgliesh estrechó una mano fría y tan delgada que creyó notar cada uno de sus huesos.
La mujer habló con esa aristocrática tonada cantarina de cuya naturalidad dudan aquellos que no la poseen:
– Me temo que se ha equivocado de sitio, caballero. De momento no necesitamos medicinas.
– El señor Dalgliesh no tiene nada que ver con medicinas, Agatha.
– Acabas de decir que es boticario.
– No, he dicho que es comisario.
– ¿Un corsario? Qué curioso. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Mi primo Raymond fue capitán de fragata en la última guerra. No en la armada propiamente dicha, sino en la reserva de voluntarios. Creo que la llamaban la Marina de las Olas, por los galones amarillos en forma de ola que llevaban en la manga. Da igual; de todas maneras lo mataron. Ya habrá visto sus palos de golf junto a la puerta. Un palo de golf con cabeza de hierro no despierta intensos sentimientos, pero me resisto a separarme de ellos. ¿Por qué no lleva uniforme, señor Dalgliesh? Me gusta ver hombres uniformados. Una sotana no es lo mismo.
– Soy comisario de la policía, señorita Betterton. Es un grado de la Policía Metropolitana y no guarda relación alguna con los piratas o la marina.
El padre John, aburrido de ese extraño diálogo, interrumpió con suavidad pero también con firmeza.
– Agatha, querida, ha ocurrido algo terrible. Quiero que escuches con atención y mantengas la calma. Han asesinado al archidiácono Crampton. Por eso el comisario Dalgliesh necesita hablar contigo; con todos nosotros. Debemos hacer todo lo posible para ayudarlo a encontrar al responsable de esa atrocidad.
La exhortación a que mantuviera la calma resultaba innecesaria. La señorita Betterton recibió la noticia sin demostrar un ápice de sorpresa o pesar. Se dirigió a Dalgliesh.
– Bueno, pues le vendría bien un perro rastreador. Es una pena que no haya traído uno consigo. ¿Dónde lo mataron? Me refiero al archidiácono.
– En la iglesia, señorita Betterton.
– El padre Sebastian se llevará un disgusto. ¿No deberían notificarlo?
– Ya lo han hecho, Agatha -dijo el padre John-. Se lo han notificado a todos.
– Pues en esta casa no lo echaremos de menos. Era un individuo sumamente desagradable, comisario. Me refiero al archidiácono, desde luego. Podría exponerle los motivos de mi punto de vista, pero es un asunto familiar y confidencial. Estoy segura de que usted lo entenderá. Parece un hombre inteligente y discreto. Supongo que esas virtudes son propias de un boticario. Algunas personas están mejor muertas. Aunque no le explicaré por qué pienso que el archidiácono es una de ellas, le aseguro que el mundo será un lugar mejor sin su presencia. Sin embargo, algo habrá que hacer con el cadáver. No lo deje en la iglesia; eso disgustaría mucho al padre Sebastian. ¿Y qué me dice de los oficios? ¿No estorbará ahí en medio? Yo no soy muy religiosa ni voy a la iglesia, pero mi hermano sí, y no creo que le guste ir tropezando con el cuerpo del archidiácono. Sea cual fuere nuestra opinión personal sobre ese hombre, no estaría bien dejarlo ahí.
– Retiraremos el cadáver, señorita Betterton -aseveró Dalgliesh-, pero la iglesia permanecerá cerrada durante al menos dos días. Necesito hacerle algunas preguntas. ¿Usted o su hermano salieron de aquí anoche, después de las completas?
– ¿Por qué íbamos a hacerlo, comisario?
– Eso es lo que le estoy preguntando. ¿Alguno de los dos estuvo fuera del apartamento anoche? -preguntó, mirando primero a la mujer y luego a su hermano.
– Siempre nos acostamos a las once -contestó el padre John-. Yo no salí después de las completas ni más tarde. Y Agatha tampoco, estoy seguro. No había razón para ello.
– Si alguno de los dos hubiera salido, ¿el otro lo habría oído? -inquirió Dalgliesh.
Fue la señorita Betterton quien contestó:
– Claro que no -intervino la señorita Betterton-. No nos quedamos en vela, preguntándonos qué hace el otro. Mi hermano es libre de pasearse por la casa durante la noche, si así lo desea, aunque no veo con qué intención. Supongo que se pregunta si alguno de los dos mató al archidiácono, comisario. No soy tonta. Sé adónde quiere ir a parar. Pues bien, yo no lo hice y no creo que lo haya hecho mi hermano. No es un hombre de acción.
– Por supuesto que no lo maté, Agatha -dijo con vehemencia el padre John, visiblemente consternado-. ¿Cómo puedes pensar una cosa semejante?
– No soy yo quien lo piensa; es el comisario. -Se dirigió a Dalgliesh-. El archidiácono quería echarnos de aquí. Me lo dijo.
– Él nunca obraría así, Agatha -replicó el padre John-. Seguramente le entendiste mal.
– ¿Cuándo se lo dijo, señorita Betterton? -quiso saber Dalgliesh.
– La última vez que estuvo aquí, el lunes por la mañana. Yo había ido a ver si Surtees podía darme unas hortalizas. Es muy atento cuando nos quedamos sin verdura. Por el camino me topé con el archidiácono. Quizá también iba a buscar hortalizas, o a ver a los cerdos. Lo reconocí en el acto. No esperaba encontrármelo, y puede que me comportase con cierta brusquedad. No me gusta la hipocresía y detesto fingir que alguien me cae bien. Como no soy religiosa, no estoy obligada a practicar la caridad cristiana. Además, nadie me había informado de su presencia en el seminario. ¿Por qué no me cuentan esas cosas? De no ser por Raphael Arbuthnot, tampoco me habría enterado de que estaba aquí ahora. -Posó la vista en Dalgliesh-. Supongo que ya conocerá a Raphael. Es un muchacho encantador y muy listo. De vez en cuando viene a cenar con nosotros y leemos una obra de teatro. Si no hubiese caído en manos de los sacerdotes, no lo hubieran atrapado, ahora sería actor. Interpreta de maravilla cualquier papel y sabe imitar cualquier voz. Posee un don extraordinario.
– Mi hermana es una gran aficionada al teatro -explicó el padre John-. Ella y Raphael viajan a Londres una vez al trimestre para ir de compras, comer y asistir a una matinée.
– Creo que para él significa mucho salir de vez en cuando de este lugar -comentó la señorita Betterton-. Sin embargo, me temo que mi oído no es tan bueno como antes. A los actores ya no les enseñan a impostar la voz, sino sólo a mascullar. ¿Cree que en las escuelas de arte dramático imparten clases especiales para que aprendan a hablar entre dientes? ¿Se sientan en círculo y mascullan los unos con los otros? Aunque nos sentemos en la primera fila, me cuesta entenderlos. Aun así, nunca me quejo delante de Raphael. No quiero herir sus sentimientos.
Dalgliesh habló con suavidad:
– Pero ¿qué le dijo exactamente el archidiácono para que usted pensara que estaba amenazándolos con echarlos de su apartamento?
– Algo así como que algunos vivían de los fondos de la Iglesia sin ofrecer nada a cambio.
El padre John interrumpió:
– Dudo que dijera algo semejante, Agatha -la cortó el padre John-. ¿Estás segura de que lo recuerdas bien?
– Quizá no empleara esas palabras, John, pero a eso se refirió. Y añadió que no diera por sentado que me dejarían permanecer aquí durante el resto de mi vida. Le entendí perfectamente. Estaba amenazando con echarnos.
– Pero no podía hacerlo, Agatha -insistió el padre John, afligido-. No tenía autoridad para ello.
– Raphael me dijo lo mismo cuando se lo conté. Hablamos de ello la última vez que vino a cenar. Y yo le contesté que si había logrado mandar a mi hermano a prisión, era capaz de todo. Pero Raphael repitió: «No, no puede. Yo se lo impediré.»
El padre John, desesperado por el curso que estaba tomando la entrevista, se había apartado para mirar por la ventana.
– Viene una moto por la carretera de la costa -señaló-. ¡Qué extraño! No esperábamos a nadie esta mañana. Tal vez vengan a verlo a usted, comisario.
Dalgliesh se acercó a él.
– He de marcharme, señorita Betterton -dijo-. Gracias por su cooperación. Es posible que tenga que hacerle algunas preguntas más; en tal caso, le consultaré antes cuál es la hora más conveniente para usted. Y ahora, padre, ¿sería tan amable de enseñarme sus llaves?
El padre John desapareció y regresó casi de inmediato con un llavero en la mano. Dalgliesh comparó las dos llaves de la iglesia con las del padre Martin.
– ¿Dónde las dejó anoche, padre? -preguntó.
– En el sitio de costumbre, sobre la mesilla de noche.
Antes de salir, Dalgliesh echó un vistazo a los palos de golf. Las cabezas estaban a la vista y el metal parecía limpio. Se formó una imagen mental desagradablemente clara y convincente. Para ello se requeriría buena vista, y también había que tener en cuenta la dificultad de esconder el palo hasta que llegase el momento de atacar, el momento en que los ojos del archidiácono estuvieran fijos en el retablo profanado. No obstante, ¿representaba eso un problema? Podrían haberlo dejado apoyado detrás de una columna. Y con un arma de esa longitud, el riesgo de mancharse con sangre era mínimo. Le vino a la mente una súbita y gráfica visión de un joven rubio, aguardando inmóvil entre las sombras con un palo de golf en la mano. El archidiácono no se habría levantado de la cama para ir a la iglesia si quien lo llamaba era Raphael, pero, según la señorita Betterton, el joven era capaz de imitar la voz de cualquiera.
La llegada del doctor Mark Ayling fue tan sorprendente como rápida. Dalgliesh estaba bajando por la escalera cuando oyó el rugido de la motocicleta en el patio. Pilbeam había abierto la puerta principal, como todas las mañanas, y Dalgliesh salió a la tenue luz de un día que olía a fresco y en el que, después del tumulto de la noche, reinaba un fatigado sosiego. Hasta el rumor del mar se oía amortiguado. La potente moto bordeó el patio y se detuvo en seco ante la entrada. El conductor se quitó el casco, sacó un maletín de debajo del asiento y, con el casco bajo el brazo izquierdo, subió los escalones con la actitud despreocupada de un mensajero que acude a entregar un paquete.
– Soy Mark Ayling -dijo-. El cadáver está en la iglesia, ¿no?
– Yo soy Adam Dalgliesh. Sí, por aquí. Cruzaremos el edificio y saldremos por la puerta sur. He clausurado el acceso por el claustro norte.
El vestíbulo estaba desierto, y Dalgliesh tuvo la impresión de que las pisadas del doctor Ayling resonaban con una fuerza poco natural sobre el suelo de mosaico. No esperaba que el forense entrase de manera furtiva, sin embargo su aparición no había sido precisamente discreta. El comisario se preguntó si debía ir en busca del padre Sebastian y hacer las presentaciones de rigor, pero decidió que no. Al fin y al cabo, no se trataba de una visita de cortesía y no había tiempo que perder. Aun así, estaba convencido de que todos se habían enterado ya de la llegada del patólogo, y mientras cruzaban el pasillo hacia la puerta del claustro sur le invadió la incómoda aunque irracional sensación de que estaba violando las normas de urbanidad. Llevar a cabo una investigación de asesinato en un ambiente de mal disimulada hostilidad y escasa cooperación resultaba menos complicado que lidiar con las posibles repercusiones sociales y teológicas de sus actos en esta escena del crimen.
Cruzaron el patio, bajo las casi desnudas ramas del gran castaño de Indias, y llegaron a la sacristía sin pronunciar palabra.
– ¿Dónde puedo cambiarme? -preguntó Ayling mientras Dalgliesh abría la puerta.
– Aquí. Es a la vez sacristía y despacho.
Por lo visto, «cambiarse» significaba despojarse del traje de cuero, ponerse una bata marrón que le llegaba hasta la rodilla y reemplazar las botas por unas zapatillas finas que enfundó en unos calcetines de algodón blanco.
Dalgliesh cerró la puerta a su espalda.
– Es muy probable que el asesino entrara por esta puerta -señaló-. He prohibido el acceso a la iglesia hasta que lleguen los técnicos.
Ayling colocó su traje de cuero doblado con todo cuidado sobre la silla giratoria del escritorio. Luego dejó las botas perfectamente alineadas en el suelo.
– ¿Por qué la Policía Metropolitana? -inquirió-. Es un caso de Suffolk.
– En estos momentos hay un huésped de la policía de Suffolk en el seminario. Eso complica las cosas. Yo me encontraba aquí por otro asunto, y consideraron razonable que me ocupara del caso.
La explicación pareció satisfacer a Ayling.
Se adentraron en la iglesia. Las luces de la nave central, aunque tenues, debían de bastar para una feligresía que conocía la liturgia de memoria. Se acercaron a El juicio final. Dalgliesh encendió la lámpara direccional. En la circundante penumbra impregnada de incienso, que parecía extenderse más allá de los muros de la iglesia y fundirse con una oscuridad infinita, el foco resplandeció con un brillo sobrecogedor, más potente de lo que recordaba Dalgliesh. Quizá, pensó, fuese la presencia de otra persona lo que transformaba la escena en un acto de gran guiñol: el actor tendido aún en el suelo con la inmovilidad de un experto, el ingenioso golpe de efecto de los candeleros dispuestos junto a su cabeza y él mismo en el papel de observador silencioso, esperando a la sombra de la columna, una señal para empezar a recitar su parte.
Ayling, momentáneamente paralizado por el inesperado fulgor, bien podría haber estado evaluando la eficacia del cuadro teatral. Cuando comenzó su silencioso paseo alrededor del cuerpo, semejaba un director que buscara el mejor ángulo para la cámara, cerciorándose de que la postura del muerto fuese a la vez realista y artística. Dalgliesh observó los detalles con mayor claridad: un arañazo en la punta de la negra zapatilla de piel de Crampton, a cierta distancia de su pie derecho, que, así desnudo, ofrecía un aspecto desproporcionado y extraño con su antiestético y largo dedo gordo. Puesto que sólo se le veía parte de la cara, ese pie, ahora inmóvil para siempre, adquiría un protagonismo mucho mayor que si el cuerpo hubiese estado desprovisto de ropa, provocando una mezcla de compasión y escándalo.
Dalgliesh había tratado poco a Crampton y al verlo sólo había experimentado un ligero resentimiento ante un invitado inesperado y no particularmente agradable. No obstante, ahora le invadió una furia que jamás había experimentado en otro escenario de un crimen. De repente evocó unas palabras familiares cuyo origen no recordaba: «¿Quién ha perpetrado este acto?» Descubriría la respuesta y, cuando lo hiciera, encontraría pruebas; no volvería a cerrar un caso porque le impidiesen practicar un arresto pese a conocer la identidad del culpable, el móvil y los medios. Aún pesaba sobre sus hombros la carga del último fracaso, mas esta vez se libraría de ella.
Ayling continuaba caminando con cautela alrededor del cadáver, sin apartar los ojos de él, como si hubiese descubierto un fenómeno interesante pero insólito y no supiera cómo iba a reaccionar ante su escrutinio. Por fin se acuclilló junto a la cabeza y olisqueó con delicadeza la herida.
– ¿Quién es? -preguntó.
– Lo siento. Creía que se lo habían dicho. Es el archidiácono Crampton. Hacía poco que era miembro del consejo de administración del seminario y llegó aquí el sábado por la mañana.
– Es obvio que alguien lo detestaba, o bien sorprendió a un ladrón. ¿Hay algo que merezca la pena robar aquí?
– El retablo del altar es muy valioso, aunque costaría mucho quitarlo de ahí. No hay indicios de que lo intentasen. También se guardan valiosos objetos de plata en la caja fuerte de la sacristía, pero nadie ha pretendido abrirla.
– Y los candeleros siguen aquí -observó Ayling-. Claro que son de bronce…, no tenía sentido que se los llevasen. El arma homicida y la causa de la muerte no plantean grandes dudas. Un golpe en el lado derecho del cráneo, por encima de la oreja, asestado con un objeto pesado de bordes afilados. No sé si lo mató el primer impacto, pero con seguridad lo dejó inconsciente. Luego el atacante arremetió otra vez. Yo diría que hubo ensañamiento.
Se puso de pie, alzando con la mano enguantada el candelero que no presentaba manchas de sangre.
– Es pesado. Se necesita fuerza para levantarlo. Una mujer o un anciano podrían haberlo hecho siempre que usaran las dos manos. Aunque también debía de tener buena vista, y no creo que él se quedara convenientemente quieto y de espaldas a un extraño…, o a cualquiera en quien no confiase. ¿Cómo entró? Me refiero a Crampton.
Dalgliesh se percató de que se hallaba ante un forense no muy consciente de los límites de sus responsabilidades.
– Que yo sepa, no tenía llave. O bien lo dejó entrar alguien, o encontró la puerta abierta. El juicio final fue profanado. Quizá lo hicieran para atraerlo hasta la iglesia.
– Entonces se trata de alguien de aquí. Eso reduciría ventajosamente el número de sospechosos. ¿Cuándo lo encontraron?
– A las cinco y media. Yo llegué cuatro minutos después. Por la apariencia de la sangre y los signos de rigor mortis en la cara, deduje que llevaba unas cinco horas muerto.
– Le tomaré la temperatura, aunque dudo que saque una conclusión más precisa. Murió alrededor de la medianoche, hora más, hora menos.
– ¿Qué me dice de la sangre? -preguntó Dalgliesh-. ¿Cree que salió con fuerza?
– Con el primer golpe, no. Ya sabe lo que sucede con las heridas en la cabeza. La hemorragia suele producirse dentro de la cavidad craneal. De todos modos, el asesino no se limitó a propinarle un golpe, ¿verdad? Con el segundo y los siguientes, sin duda salió más sangre. Es posible que sólo salpicase un poco al asesino. Todo depende de la distancia a la que se encontrase cuando descargó los demás golpes. Si el atacante era diestro, supongo que se habrá manchado el brazo derecho y quizá también el pecho -añadió-. Aunque debió de preverlo. Quizá se arremangase la camisa, llevara una camiseta o, mejor aún, viniera desnudo. No sería el primer caso.
Dalgliesh no había oído nada que no hubiera pensado antes.
– ¿Y eso no habría sorprendido a la víctima?
Ayling hizo caso omiso de la interrupción.
– Pero tuvo que actuar con rapidez. No podía confiar en que la víctima le diera la espalda durante más de un par de segundos. No es mucho tiempo para arremangarse y levantar un candelero de dondequiera que lo hubiese escondido.
– ¿Y dónde piensa que fue?
– ¿En un sitial? No, demasiado lejos. Le bastaba con dejarlo detrás de una columna. Sólo tuvo que ocultar uno, desde luego. Más tarde trajo el otro del altar para montar su pequeña escenografía. Me pregunto por qué se molestó en hacer algo así. No parece un acto de reverencia. -Al advertir que Dalgliesh no abría la boca, prosiguió-: Le tomaré la temperatura por si eso nos ayuda a fijar con mayor exactitud la hora de la muerte, pero dudo que pueda mejorar su cálculo. Le daré más datos cuando haya finalizado la autopsia.
Dalgliesh no se quedó a mirar la primera violación de la intimidad del cadáver. Se paseó de un extremo al otro de la nave central hasta que vio que Ayling había concluido el examen y se había erguido.
Regresaron juntos a la sacristía.
– ¿Le apetece un café? -preguntó Dalgliesh mientras el patólogo se quitaba la bata de trabajo y se embutía en el traje de cuero-. Puedo pedir que se lo preparen.
– No, gracias. Tengo prisa. Además, ellos no querrán verme. Practicaré la autopsia mañana por la mañana y le telefonearé de inmediato, aunque dudo que surja alguna sorpresa. El juez me pedirá el informe. Es muy meticuloso en estos asuntos. Supongo que usted también, claro. Si el laboratorio de Huntingdon está ocupado, me imagino que se me concederá autorización para usar el de la Policía Metropolitana. Sé que usted no querrá mover el cadáver hasta que el fotógrafo y los técnicos hayan realizado su trabajo, pero llámeme en cuanto terminen. Estoy seguro de que esta gente se alegrará de perder el cuerpo de vista.
Cuando Mark Ayling hubo salido, Dalgliesh activó la alarma y cerró con llave la puerta de la sacristía. Por una misteriosa razón, no le apetecía cruzar de nuevo la casa con su acompañante.
– Podemos salir por la verja que da al descampado -dijo-. Así evitará que lo entretengan.
Rodearon el patio por el sendero de hierba pisoteada. Dalgliesh vio luces encendidas en las tres casas ocupadas. Le recordaban los solitarios puestos de avanzada de un fuerte sitiado. También había luz en San Mateo, de lo que coligió que la señora Pilbeam, armada con la escoba y la aspiradora, acondicionaba el chalé para la policía. Pensó otra vez en Margaret Munroe, en su solitaria y oportuna muerte, y le asaltó una idea tan convincente como aparentemente irracional: que las tres muertes estaban relacionadas entre sí. El aparente suicidio, la muerte certificada como natural y el brutal asesinato estaban unidos por un hilo conductor. Quizá fuera endeble y retorcido, pero cuando siguiera su curso, lo llevaría al corazón del misterio.
En el patio delantero, aguardó a que Ayling montara en su moto y se marchara. Cuando se disponía a regresar a la casa, vislumbró las luces de un coche. Acababa de virar por la carretera y avanzaba a toda velocidad hacia el seminario. Unos segundos después identificó el Alfa Romeo de Piers Tarrant. Los dos primeros miembros de su equipo ya estaban allí.
El inspector Piers Tarrant recibió la llamada a las seis y cuarto. Diez minutos después, estaba listo para marcharse. Le habían ordenado que pasara a buscar a Kate Miskin de camino, y decidió que eso no supondría una demora; el piso de Kate estaba junto al Támesis, poco después de Wapping, en la ruta que había planeado tomar para salir de Londres. El sargento detective Robbins vivía en el límite con Essex y acudiría al lugar del crimen en su propio coche. Con un poco de suerte, llegaría antes que él, pensó Piers. Salió a la calle desierta y a la paz característica de las primeras horas de una mañana de domingo. Se dirigió hacia la plaza de garaje que pagaba la policía de Londres, dejó su maletín en el asiento trasero del coche y arrancó en dirección al este, siguiendo el mismo itinerario que había hecho Dalgliesh dos días antes.
Kate lo esperaba en la entrada del edificio donde se encontraba su apartamento con vistas al río. Nunca lo había invitado a entrar, y ella tampoco conocía el interior del piso que Piers ocupaba en la City. El río, con sus luces y matices siempre cambiantes, su bullicio y su agitada vida comercial, apasionaba a Kate tanto como la City a Piers. La casa de él tenía sólo tres habitaciones y estaba situada encima de una charcutería, en una callejuela cercana a la catedral de San Pablo. Sus amistades de la policía y su vida sexual no formaban parte de este mundo privado. En el interior de su casa no había un solo elemento superfluo; todo estaba cuidadosamente seleccionado y era de lo más caro que podía permitirse. La City, sus iglesias y callejuelas, sus pasajes adoquinados y sus poco frecuentados patios de manzana representaban para él un pasatiempo y una vía de escape de su vida profesional. Al igual que a Kate, le fascinaba el río, si bien sólo como parte de la vida y la historia de la City. Cada día iba al trabajo en bicicleta y, aunque sólo usaba el coche para salir de Londres, cuando conducía, tenía que ser al volante de un automóvil que lo enorgulleciera.
Tras un breve saludo, Kate se sentó junto a él y se abrochó el cinturón de seguridad. Aunque no hablaron hasta haber recorrido varios kilómetros, Piers notaba la excitación de la chica, como seguramente ella percibiría la suya. Kate le caía bien, y la respetaba, pero sus relaciones profesionales no estaban exentas de pequeños rencores, tensiones y rivalidades. Sin embargo, si algo tenían en común, era ese chorro de adrenalina que recorría a ambos al comienzo de una investigación de asesinato. Piers a menudo se preguntaba, no sin incomodidad, si esa emoción casi visceral no sería equiparable a una especie de sed de sangre; ciertamente, guardaba alguna semejanza con un deporte sangriento.
– Muy bien, instrúyeme -pidió Kate cuando dejaron atrás Docklands-. Tú estudiaste Teología en Oxford. Debes de saber algo sobre ese sitio.
El hecho de que Piers hubiese estudiado Teología era una de las pocas cosas que sabía de él, y siempre la había intrigado. Él a veces pensaba que Kate estaba convencida de que en sus años en Oxford había adquirido una suerte de sabiduría esotérica que le proporcionaba ventaja a la hora de desentrañar las motivaciones y las infinitas fluctuaciones del alma humana. De cuando en cuando decía: «¿De qué sirve la Teología? Explícamelo. Pasaste tres años estudiándola. Me refiero a que sin duda pensaste que le sacarías algún provecho; a que te pareció útil e importante.» Piers dudaba de que le hubiera creído cuando le había contestado que resultaba más fácil conseguir una plaza en la Facultad de Teología de Oxford que en la de Historia, su preferida. Tampoco le había confesado cuál era el mayor beneficio derivado de sus estudios: una fascinación por la complejidad de los baluartes intelectuales que los hombres construían para protegerse de las mareas del escepticismo. Su propio escepticismo había permanecido intacto, y no obstante jamás se había arrepentido de aquellos tres años de carrera.
– Sé algo sobre Saint Anselm, aunque no mucho -respondió-. Un amigo mío fue allí a continuar sus estudios, pero perdimos contacto. He visto fotografías del seminario. Es una gigantesca mansión victoriana situada en uno de los lugares más inhóspitos de la costa este. Hay varias leyendas sobre ese sitio. Como la mayor parte de las leyendas, es probable que haya algo de cierto en ellas. Pertenece al sector de la Iglesia anglicana más cercano al catolicismo; no estoy seguro, pero creo que siguen una liturgia tradicional con algunos matices de la doctrina papista. Hacen hincapié en la Teología, se oponen a prácticamente todo lo que ha sucedido en el anglicanismo en los últimos cincuenta años y es imposible ingresar allí sin un expediente académico de primera. Por otro lado, me han dicho que la comida es muy buena.
– Dudo que se nos presente la ocasión de probarla -repuso Kate-. De manera que es una facultad elitista, ¿no?
– Quizá sí, pero también el Manchester United.
– ¿Alguna vez pensaste en ingresar allí?
– No, porque yo no estudié Teología con vistas a ordenarme. Además, no me aceptarían. No sacaba notas lo bastante buenas. El rector es un tipo curioso. Una autoridad en Richard Hooker. Muy bien, no preguntes; fue un teólogo del siglo xvi. Créeme si te aseguro que cualquiera que haya escrito una obra importante sobre Hooker no es una nulidad intelectual. De hecho, tal vez tengamos problemas con el reverendo doctor Sebastian Morell.
– ¿Y la víctima? ¿Dalgliesh te comentó algo sobre él?
– Sólo que era archidiácono, un tal Crampton, y que lo encontraron muerto en la iglesia.
– ¿Y qué es un archidiácono?
– Una especie de perro guardián de la Iglesia. Un hombre, aunque también podría ser una mujer, que vela por las propiedades de la Iglesia y nombra a los párrocos. Los archidiáconos se encargan de cierto número de parroquias y las visitan una vez al año. Algo así como el jefe de la Inspección de Policía de su Majestad.
– O sea que se trata de uno de esos casos en los que todos los sospechosos están bajo el mismo techo y que nos exigirá andarnos con cuidado para que el comisario no reciba llamadas de gente importante ni quejas del arzobispo de Canterbury. ¿Por qué hemos de intervenir nosotros?
– Dalgliesh no dijo gran cosa. Ya sabes cómo es. Quería que saliésemos lo antes posible. Por lo visto, un inspector de la policía de Suffolk estaba allí anoche, en calidad de huésped. El jefe de la policía local está de acuerdo en que no sería conveniente que ellos se ocuparan del caso.
Kate cesó en su interrogatorio, pero Piers tenía la impresión de que le molestaba que lo hubiesen llamado a él primero. De hecho, ella llevaba más tiempo de servicio, aunque nunca había hecho valer su antigüedad. Piers se preguntó si debía comentar que Dalgliesh había ahorrado tiempo telefoneándole en primer lugar, pues él disponía de un coche más rápido y sería el conductor. Resolvió no hacerlo.
Como esperaba, adelantó a Robbins en el cruce de Colchester. Piers sabía que, si hubiera conducido Kate, habrían reducido la velocidad para que todo el equipo llegase a la vez. Su reacción fue saludar con la mano a Robbins y pisar el acelerador.
Kate había reclinado la cabeza y parecía estar dormitando. Al observar su rostro anguloso y atractivo, Piers pensó en su relación con ella. Había cambiado en los dos últimos años, desde la publicación del Informe Macpherson. Aunque no poseía mucha información sobre su vida privada, sabía que era hija ilegítima y que la había criado su abuela en uno de los barrios más sórdidos de la ciudad, en el último piso de un bloque de apartamentos. La mayoría de sus vecinos y sus compañeros de colegio habían sido negros. Enterarse de que pertenecía a una fuerza en la que el racismo estaba institucionalizado la había llenado de un furioso rencor, que, en opinión de Piers, había cambiado su actitud ante el trabajo. Él, que profesaba ideas políticas más complejas y era más cínico que ella, se había esforzado por suavizar sus acaloradas discusiones.
– Después de leer este informe -había dicho ella-, ¿ingresarías en la Policía Metropolitana si fueses negro?
– No, pero tampoco lo haría siendo blanco. Sin embargo, ya estoy dentro y no voy a permitir que Macpherson me eche.
Él sabía hasta dónde quería que lo llevase su trabajo: a un puesto importante en la Brigada Antiterrorista. Allí estaban las grandes oportunidades. Entretanto, se contentaba con pertenecer a un equipo prestigioso, con un jefe exigente a quien respetaba y suficientes emociones para mantener a raya el aburrimiento.
– ¿Es eso lo que quieren? -había preguntado Kate-. ¿Desalentar el ingreso de los negros en el cuerpo para impedir que haya agentes decentes, sin ideas racistas?
– Por Dios, Kate. Déjalo ya. Te estás poniendo pesada.
– Según el informe, un acto es racista si la víctima lo percibe como tal. Yo percibo este informe como racista… Racista contra mí, como funcionaría blanca. Así que ¿a quién debo dirigir mis protestas?
– Podrías probar con los de Relaciones Interraciales, aunque dudo que te hagan caso. Habla con Dalgliesh.
Piers no sabía si había seguido sus indicaciones, pero al menos continuaba en su puesto. Sin embargo, no se le escapaba que ahora trabajaba con una Kate diferente. Todavía era concienzuda y diligente y se volcaba por entero en cada caso. Jamás defraudaría al equipo. No obstante, algo había desaparecido: la fe en que la actividad policial, además de un servicio público, constituía una vocación que requería algo más que esfuerzo y dedicación. A Piers, esa actitud de total entrega de Kate siempre le había parecido demasiado romántica e ingenua; ahora advertía lo mucho que la echaba en falta. Al menos, se dijo, el Informe Macpherson había acabado para siempre con el respeto exagerado de su compañera hacia el gobierno.
A las ocho y media pasaron por el pueblo de Wrentham, todavía envuelto en la calma matutina, acentuada por los árboles y setos que mostraban los estragos de una tormenta nocturna que prácticamente no había afectado a Londres. Kate espabiló y buscó en el mapa la carretera de Ballard’s Mere. Piers redujo la velocidad.
– Dalgliesh me avisó que era fácil pasarse de largo -dijo-. Busca un fresno grande y añoso a la derecha y un par de casas de piedra enfrente.
Con su grueso revestimiento de hiedra, el fresno resultaba inconfundible, pero, cuando enfilaron una carretera apenas más ancha que una calle, vieron de inmediato lo que había ocurrido. Junto al borde de la hierba había una gran rama caída, descolorida y lisa como un hueso bajo la creciente luz de la mañana. De ella sobresalían varios vástagos secos, semejantes a dedos nudosos. El tronco presentaba la gruesa herida que había dejado la rama al desgajarse, y el camino, ahora transitable, seguía cubierto con vestigios de la caída: una maraña de hiedra, ramitas y una multitud de hojas verdes y amarillas.
Salían luces de las ventanas de las dos casas. Piers detuvo el coche y tocó el claxon. Al cabo de unos segundos, una robusta mujer de mediana edad se aproximó por el sendero del jardín. Tenía una cara curtida y agradable bajo una alborotada mata de pelo y llevaba un colorido delantal de flores sobre lo que parecía una superposición de prendas de lana. Kate bajó la ventanilla.
– Buenos días -saludó Piers inclinándose-. Veo que han tenido problemas.
– La rama cayó a las diez en punto. Fue la tormenta, ¿sabe? Lo de anoche fue una auténtica tempestad. Por suerte oímos la caída… ¡Cómo no íbamos a oírla con el ruido que hizo! Mi marido temía que se hubiera producido un accidente, así que colocó señales luminosas en los dos lados. Luego, por la mañana, mi Brian y el señor Daniels, el vecino, sacaron el tractor y arrastraron la rama. Aunque por aquí no pasa mucha gente, salvo los que visitan a los padres y los estudiantes del seminario; de todas maneras no quisimos esperar a que el ayuntamiento despejara el camino.
– ¿Cuándo lo hicieron ustedes, señora…?
– Finch. Señora Finch. A las seis y media de la mañana. Todavía estaba oscuro, pero Brian quiso acabar con la tarea antes de irse a trabajar.
– Por suerte para nosotros -apostilló Kate-. Gracias, han sido muy amables. De manera que por aquí no pudo pasar ningún coche entre las diez de la noche y las seis y media de la mañana, ¿verdad?
– Así es, señorita. Sólo pasó un señor en moto, que debía de ir al seminario. Nadie más. Todavía no se ha marchado.
– ¿Ninguna otra persona?
– Que yo sepa, no. Y por lo general veo a todo el que pasa por aquí, porque la ventana de la cocina da al frente.
Le dieron las gracias de nuevo, se despidieron y siguieron su camino. Kate reparó en que la señora Finch se quedaba mirando el coche durante unos segundos antes de cerrar la verja y regresar a la casa.
– Una moto que aún no ha regresado -repitió Piers-. Quizá se trate del forense, aunque me parecería más lógico que viniera en coche. Bueno, tenemos noticias para Dalgliesh. Si este camino es el único acceso…
Kate estudió el mapa.
– Lo es, al menos para vehículos. Eso significa que si el asesino no es alguien del seminario, llegó antes de las diez de la noche y todavía no ha salido, al menos por carretera. Por lo visto es un trabajo hecho desde dentro, ¿no?
– Eso es lo que me dio a entender Dalgliesh.
La cuestión del acceso revestía tal importancia que Kate estuvo a punto de manifestar su sorpresa por el hecho de que Dalgliesh aún no hubiera mandado a alguien a interrogar a la señora Finch. Pero entonces lo entendió: ¿a quién iba a mandar antes de que llegaran ella y Piers?
Continuaron avanzando por el desierto camino. Como era más bajo que los campos circundantes y estaba bordeado por arbustos, Kate se llevó una sorpresa al divisar la gris y ondulada superficie del mar del Norte. Más arriba, una imponente mansión victoriana se recortaba contra el cielo.
– ¡Dios santo, qué monstruosidad! -exclamó Kate-. ¿A quién se le ocurrió construir una casa como ésa a pocos metros del mar?
– A nadie. Cuando la construyeron, no estaba a pocos metros del mar.
– No me dirás que te gusta -protestó ella.
– No sé. La encuentro bastante majestuosa.
Un motorista pasó con estruendo junto a ellos.
– Ése debe de ser el forense -observó Kate.
Piers aminoró la velocidad al pasar entre dos ruinosas torres, en dirección adonde los esperaba Dalgliesh.
Pese a que San Mateo no habría servido como una base de operaciones lo bastante amplia para una investigación importante, Dalgliesh lo consideró aceptable para el caso que se traía entre manos. No había un cuartel de la policía en varios kilómetros a la redonda, y estacionar caravanas en el campo habría sido una medida absurda y cara. Por otro lado, quedarse en el seminario planteaba problemas, entre ellos el de las comidas; durante cualquier tragedia o emergencia, ya fuese un asesinato o una muerte natural, la gente seguía necesitando cama y comida. Recordó que, tras la muerte de su padre, su madre había relegado temporalmente el dolor a un segundo plano mientras se preocupaba por cómo alojar en la rectoría a todos los invitados, lo que podían o no podían comer y qué platos ofrecer al resto de la parroquia. El sargento Robbins ya estaba ocupándose del problema actual, telefoneando a los hoteles que les había recomendado el padre Sebastian para reservar alojamiento para él, Kate, Piers, el fotógrafo y los técnicos. El comisario se quedaría en el apartamento para huéspedes del seminario.
Dalgliesh nunca había dirigido una investigación desde un sitio tan curioso como San Mateo. En su empeño por eliminar cualquier rastro físico de ocupación, la hermana de la señora Munroe había dejado la casa tan despojada de carácter que hasta el aire que se respiraba en ella era desabrido. Saltaba a la vista que habían amueblado las dos reducidas estancias de la planta baja con restos de los apartamentos de huéspedes y, aunque los habían dispuesto de un modo convencional, creaban un ambiente de deprimente funcionalidad. En el salón, a la izquierda de la puerta y frente a la pequeña chimenea victoriana, habían puesto un sillón de respaldo combado con un descolorido cojín de retazos y una silla de listones con reposapiés. En el centro de la habitación había una mesa cuadrada de roble y cuatro sillas, y otras dos contra la pared. La pequeña estantería situada a la izquierda de la chimenea contenía sólo una Biblia encuadernada en piel y un libro: Alicia a través del espejo. La estancia de la derecha ofrecía un aspecto un poco más acogedor, con una mesa más pequeña pegada a la pared, dos sillas de caoba con patas torneadas, un desvencijado sofá y un sillón a juego. Las dos habitaciones de la planta alta estaban vacías. Dalgliesh decidió usar el salón como despacho y cuarto de interrogatorios, y el cuarto contiguo como sala de espera. En uno de los dormitorios de arriba instalarían una línea telefónica y los enchufes necesarios para conectar el ordenador que les había enviado la policía de Suffolk.
El problema de las comidas ya estaba resuelto. Dalgliesh era reacio a comer con la comunidad. Temía que su presencia cohibiera incluso al locuaz padre Sebastian. El rector le había ofrecido una invitación que con toda seguridad deseaba que no aceptase. El comisario cenaría en otra parte, aunque habían acordado que a la una de la tarde el seminario serviría sopa, bocadillos o queso y encurtidos para todo el equipo. Ambas partes habían eludido discretamente el tema del pago, al menos por el momento, lo que añadía un toque extravagante en la situación. Dalgliesh se preguntó si ése resultaría ser el primer caso de asesinato en el que el homicida corría con los gastos de alojamiento y comida del encargado de la investigación.
Aunque todos estaban impacientes por empezar a trabajar, primero tenían que ver el cadáver. Dalgliesh, Kate, Piers y Robbins fueron a la iglesia, se cubrieron los zapatos con escarpines de papel y caminaron a lo largo de la pared norte hacia El juicio final. El comisario sabía que ninguno de sus subordinados intentaría mitigar su horror con ironías o humor negro; nadie capaz de hacer algo así duraba mucho tiempo a sus órdenes. Encendió la luz, y todos contemplaron el cadáver en silencio por unos instantes. Por el momento, el asesino no era ni siquiera una figura borrosa en el horizonte, todavía no habían encontrado la menor pista de él, y sin embargo aquélla era su obra, y era preciso que los miembros del equipo la observaran en toda su crudeza.
Kate fue la primera en hablar.
– ¿Dónde estaban antes los candeleros, señor?
– En el altar.
– ¿Y cuándo vieron El juicio final intacto por última vez?
– En las completas, el oficio que se celebró anoche a las nueve y media.
Cerraron la puerta de la iglesia, encendieron la alarma y regresaron a la base de operaciones. Una vez allí, se sentaron para mantener una charla preliminar y hacer un resumen de los hechos. Dalgliesh sabía que no debía precipitarse. Cualquier información que olvidase proporcionar ahora, o que se interpretara mal, podía acarrear demoras, malentendidos o errores. Comenzó con una explicación detallada pero concisa de todo lo que había hecho y visto desde su llegada a Saint Anselm, incluidas sus pesquisas sobre la muerte de Ronald Treeves y el contenido del diario de la señora Munroe. Los demás lo escucharon sentados a la mesa, la mayor parte del tiempo sin intervenir y tomando alguna que otra nota.
Kate, con la espalda erguida, mantenía los ojos fijos en su cuaderno, salvo cuando los levantaba para mirar a Dalgliesh con desconcertante intensidad. Iba vestida como siempre que trabajaba en un caso: con cómodos zapatos bajos, pantalones estrechos y una chaqueta de corte elegante. En invierno siempre lleva debajo un jersey de cachemira de cuello redondo; en verano, una camisa de seda. Llevaba el cabello castaño claro recogido en una corta y gruesa trenza. No usaba maquillaje y su cara, más atractiva que bonita, reflejaba lo que era en esencia: una mujer sincera, responsable y diligente, aunque quizá no del todo satisfecha consigo misma.
Piers, tan inquieto como de costumbre, era incapaz de permanecer sentado mucho tiempo. Después de varios intentos aparentemente infructuosos de encontrar una postura cómoda, había enlazado las piernas a las patas de la silla y apoyado los brazos en el respaldo. No obstante su vivaracha y regordeta cara estaba llena de interés y, bajo unos párpados grandes, los soñolientos ojos de color chocolate reflejaban la habitual mezcla de curiosidad y diversión. Aunque parecía menos atento que Kate, no se le escapaba nada. Con su informal atuendo, compuesto por una camisa de algodón verde y pantalones de lino beige, presentaba un aire de elegante desenfado, tan estudiado como la convencional imagen de Kate.
Robbins, formal e impecable como un chófer, estaba sentado con absoluta tranquilidad a un extremo de la mesa y se levantaba de vez en cuando para preparar café y rellenar las tazas.
– ¿Cómo llamaremos a este caso, señor? -preguntó Kate cuando Dalgliesh terminó su introducción.
– Caín sería un nombre bíblico y corto -propuso Piers-, aunque no muy original.
– Que sea Caín -dijo Dalgliesh-. Y ahora, a trabajar. Quiero huellas de todos los que se hallaban anoche en el seminario, entre ellos los huéspedes y el personal. Los técnicos tomarán las del archidiácono. Ustedes ocúpense de los demás antes de que empecemos con las entrevistas. Luego, examinen la ropa que todos los residentes usaron anoche, y eso incluye a los sacerdotes. Yo ya he revisado las capas marrones de los seminaristas. Están todas en su sitio y parecen limpias, pero échenles otro vistazo.
– Es improbable que el asesino llevara una capa o una sotana, ¿no? -observó Piers-. Si engañó a Crampton para sacarlo de la cama, éste esperaría verlo vestido con ropa de dormir: un pijama o una bata. Además, debió de golpearlo muy rápidamente, aprovechando el momento en que Crampton se volvía hacia El juicio final. Quizá dispuso de tiempo suficiente para arremangar un pijama, pero difícilmente para batallar con una pesada tela de sarga. Claro que también es posible que estuviese total o parcialmente desnudo bajo la bata y se la quitara en un santiamén. De un modo u otro, está claro que actuó con presteza.
– El patólogo aventuró la poco original hipótesis de que iba desnudo -comentó Dalgliesh.
– No es tan descabellado, señor -prosiguió Piers-. Al fin y al cabo, tal vez no tuvo que exhibirse ante Crampton. Lo único que necesitaba era descorrer los cerrojos de la puerta sur y dejarla entornada. Luego pudo encender la luz de El juicio final y esconderse detrás de una columna. Crampton se sorprendería al no encontrar a nadie, y de todas maneras se acercaría a El juicio final, atraído por la luz y porque alguien le había informado de que el retablo había sido profanado.
– ¿No hubiera llamado al padre Sebastian antes de entrar en la iglesia?
– No hasta que hubiera visto el cuadro. No habría querido pasar por tonto, dando la voz de alarma innecesariamente. Sin embargo, me pregunto cómo justificó quienquiera que lo llamase su presencia en la iglesia a esas horas intempestivas. ¿Le aseguró que había visto luz? ¿Que lo despertó el viento, miró por la ventana y avistó una figura sospechosa? Por otro lado, es probable que ni siquiera llegaran a hablar de ello. El asesino sabía que Crampton acudiría a la iglesia sin pensárselo dos veces.
– Pero si Caín llevaba una capa -repuso Kate-, ¿por qué iba a devolverla a la casa, si se quedó con las llaves? La ausencia de las llaves constituye una prueba esencial. El asesino no se arriesgaría a conservarlas en su poder. Sería fácil deshacerse de ellas; por ejemplo, arrojándolas en el descampado… Pero ¿por qué no las dejó en su sitio? Si tuvo agallas para entrar furtivamente y robarlas, cabe suponer que también las tenía para regresar y devolverlas.
– Salvo si sus manos o su ropa estaban manchadas de sangre -señaló Piers.
– Pero ¿por qué iba a estar manchado? Ya hemos discutido ese punto. Además, no tenía prisa; disponía de tiempo suficiente para ir a su habitación y lavarse. No esperaba que descubrieran el cadáver hasta que abrieran la iglesia para los maitines, a las siete y cuarto. No obstante, hay algo más.
– ¿Qué? -preguntó Dalgliesh.
– ¿No cree que el hecho de que las llaves no aparecieran sugiere que el asesino vive fuera de la casa principal? Todos los sacerdotes tendrían un motivo legítimo para estar allí a cualquier hora del día o de la noche. Ir a devolver las llaves no habría implicado un riesgo para ellos.
– Olvida una cosa, Kate: tampoco necesitaban ir a buscarlas. Los cuatro sacerdotes cuentan con llaves de la iglesia, y no falta ninguna. Yo mismo examiné sus llaveros.
– Quizás uno de ellos sustrajo un juego precisamente para que sospecháramos de alguien del personal, los seminaristas o los invitados -conjeturó Piers.
– Es una posibilidad -respondió Dalgliesh-, y también que la profanación de El juicio final no guarde relación alguna con el asesinato. Refleja una malicia infantil que no concuerda con la brutalidad del crimen. Aun así, lo más extraordinario de este homicidio es la forma en que lo llevaron a cabo. Si alguien quería deshacerse de Crampton, podría haberlo hecho sin necesidad de atraerlo mediante engaño a la iglesia. Ninguno de los apartamentos de huéspedes está provisto de cerradura. Cualquiera habría podido entrar en la habitación del archidiácono y matarlo en la cama. Ni siquiera una persona ajena al seminario se habría visto en dificultades para llegar a él. No hay nada más fácil que trepar por una verja de hierro labrado.
– Sin embargo, a pesar del detalle de las llaves, sabemos que Caín no es una persona ajena al seminario -aseveró Kate-. Ningún coche debió de circular por el camino después de las diez de la noche. Supongo que no es impensable que Caín llegara a pie y pasara por encima de la rama caída, o quizá viniera caminando desde la playa. Aunque, con el viento que hacía anoche, no le habría resultado fácil.
– El asesino sabía dónde estaban las llaves y conocía el código de la alarma -dijo Dalgliesh-. Todo apunta a alguien del interior, pero no debemos cerrarnos a otras posibilidades. Lo que quería señalar es que si el asesinato se hubiera cometido de un modo menos espectacular y extravagante, costaría atribuirle el crimen a alguien de la casa. Siempre existiría la sospecha de que había entrado un intruso, quizás un ladrón que sabía que las puertas no tenían cerradura y que mató a Crampton porque éste se despertó en el momento inoportuno y lo asustó. No es muy probable, pero nadie habría podido descartar esa hipótesis. En cambio, este asesino no sólo quería ver muerto a Crampton; también pretendía que el crimen se achacara a alguien de Saint Anselm. Cuando descubramos por qué, estaremos más cerca de la solución.
El sargento Robbins había permanecido sentado en silencio, tomando notas. Entre sus numerosos méritos destacaban su capacidad para trabajar con discreción y su dominio de la taquigrafía, si bien su memoria era tan prodigiosa y fiable que rara vez recurría a sus notas. Aunque era el más novato, formaba parte del equipo, y Kate llevaba un rato esperando que Dalgliesh lo invitase a intervenir.
– ¿Alguna teoría, sargento? -preguntó entonces el comisario.
– En realidad no, señor. Todo indica que lo hizo alguien del seminario y, quienquiera que sea, se alegra de que lo sepamos. Pero me preguntaba si el candelero desempeñó algún papel. ¿Estamos seguros de que fue el arma del crimen? Está manchado de sangre, de acuerdo, pero podrían haberlo quitado del altar y utilizarlo después de que Crampton muriera. La autopsia no demostrará, al menos de manera concluyente, si lo emplearon para asestar el primer golpe; sólo nos revelará si presenta restos de la sangre o de la masa encefálica de Crampton.
– ¿Adónde quieres llegar? -terció Piers-. ¿Acaso el enigma principal no es la discrepancia entre la evidente premeditación del asesinato y la furia con que se llevó a cabo el ataque?
– Supongamos por un momento que el crimen no fue premeditado. Estamos casi seguros de que alguien hizo ir a Crampton a la iglesia, presumiblemente para que viera la profanación del retablo. Bien. Alguien lo está esperando, y se produce una discusión acalorada. Caín pierde el control y lo ataca. Crampton se cae. Entonces Caín, de pie junto al cadáver, ve la oportunidad de responsabilizar al seminario. Agarra los candeleros, golpea de nuevo a Crampton con uno de ellos y luego deposita los dos junto a la cabeza.
– Es posible -admitió Kate-. Pero eso significaría que Caín tenía otra arma a mano, un objeto lo bastante pesado para partir un cráneo.
– Podría ser un martillo -prosiguió Robbins-, cualquier herramienta pesada o un utensilio de jardinería. Supongamos que el asesino vio luz en la iglesia y entró a investigar, armado con lo primero que encontró. Luego ve a Crampton allí, se enzarzan en una discusión violenta y lo ataca.
– Pero ¿quién iba a entrar en la iglesia en plena noche, armado con lo que fuese? -inquirió Kate-. ¿Por qué no llamó a alguien de la casa?
– Quizá quisiera echar una ojeada primero. O tal vez fuera acompañado.
Su hermana, por ejemplo, pensó Kate. Era una teoría interesante.
Dalgliesh calló durante unos segundos.
– Tenemos mucho que hacer entre los cuatro -dijo al fin-. Propongo que pongamos manos a la obra. -Hizo una pausa, preguntándose si debía hablarles de la idea que le rondaba. Se encontraban ante un claro caso de asesinato, y no quería complicar la investigación con asuntos que tal vez no viniesen a cuento. Por otra parte, era importante que los miembros del equipo estuviesen al tanto de sus sospechas, de modo que añadió-: Creo que debemos estudiar este asesinato en el contexto de dos muertes previas, la de Treeves y la de la señora Munroe. Tengo el pálpito, sólo el pálpito por el momento, de que están conectadas. Aunque quizás el vínculo sea endeble, creo que existe.
La hipótesis fue recibida con unos segundos de silencio. La sorpresa de sus subalternos saltaba a la vista.
– Creí que estaba casi convencido de que Treeves se suicidó, señor -replicó Piers al cabo-. Si lo asesinaron, sería demasiada coincidencia que hubiera dos asesinos en Saint Anselm. Pero su muerte fue un suicidio o un accidente, ¿no? Piense en los hechos que usted mismo ha expuesto. Hallaron el cuerpo a doscientos metros del único acceso a la playa. Habría sido difícil arrastrarlo hasta allí, y dudo que él hubiera ido por propia voluntad con su asesino. Era fuerte y sano. Habría resultado imposible echarle media tonelada de arena sobre la cabeza, a menos que primero lo drogaran, lo emborracharan o lo dejasen inconsciente de un golpe. Y ninguna de esas cosas sucedió. Según usted, se le practicó una autopsia meticulosa.
Kate habló directamente a Piers:
– Muy bien, pongamos que fue un suicidio. Pero para suicidarse se necesita una razón. ¿Qué lo empujó a hacerlo? ¿O quién? A lo mejor hay un vínculo.
– Con la muerte de Crampton, no. Ni siquiera estaba en Saint Anselm en esos momentos. Ni siquiera sabemos si conocía a Treeves.
– Pero la señora Munroe recordó algo de su pasado que le preocupaba -insistió Kate-. Habla con la persona involucrada y poco después muere. A mí me parece que su muerte es sospechosamente conveniente.
– Por Dios, ¿para quién? Sufría del corazón. Podría haber muerto en cualquier momento.
– Escribió en su diario que había recordado algo, que sabía algo -contestó Kate-. Y es fácil matar a una mujer mayor con el corazón delicado, sobre todo si temía a su asesino.
– De acuerdo, sabía algo, lo que no significa que ese algo fuera importante -protestó Piers-. Posiblemente se tratara de un pequeño desliz, un asunto que el padre Sebastian y el resto de los sacerdotes no aprobarían pero que nadie más tomaría en serio. Y ahora ella está incinerada, su casa está vacía y las pruebas, si alguna vez las hubo, han desaparecido para siempre. Además, lo que recordó, fuera lo que fuese, sucedió hace doce años. ¿Quién iba a cometer un asesinato por una cosa así?
– No olvides que ella encontró el cuerpo de Treeves -le recordó Kate.
– ¿Y eso qué tiene que ver? La nota del diario es explícita. No evocó ese incidente del pasado cuando vio el cuerpo, sino cuando Surtees apareció con unos puerros de su huerto. Sólo entonces estableció una conexión entre el pasado y el presente.
– Puerros…, yerros -meditó Kate-. ¿Será una especie de juego de palabras?
– ¡Por el amor de Dios, Kate! ¡Eso parece salido de una novela de Agatha Christie! -Piers se volvió hacia Dalgliesh-. ¿Insinúa que estamos investigando dos asesinatos, señor? ¿El de Crampton y el de la señora Munroe?
– No. No voy a poner en peligro una investigación de homicidio por un simple pálpito. Sólo he dicho que podría haber alguna conexión y que debemos tenerlo en cuenta. Hay mucho que hacer, así que sería conveniente que empezásemos de una vez. La primera tarea será tomar las huellas e interrogar a los sacerdotes y los seminaristas. Lo harán usted y Piers, Kate. A mí ya me tienen muy visto. Surtees también, así que entrevístese con él y con su hermana. Siempre es ventajoso que hablen con alguien diferente. No llegaremos muy lejos hasta que el inspector Yarwood esté en condiciones de responder a nuestras preguntas. Según han dicho en el hospital, con un poco de suerte el martes se habrá restablecido lo suficiente.
– Si existe alguna posibilidad de que él posea la clave del asunto o sea sospechoso, ¿no debería estar vigilado? -preguntó Piers.
– Ya lo está -respondió Dalgliesh-. La policía de Suffolk se ocupa de eso. Anoche salió de su habitación e incluso es posible que viera al asesino. Por eso no pienso dejarlo sin protección.
Se oyó el ruido de un coche que se acercaba dando tumbos por el descampado. El sargento Robbins se asomó a la ventana.
– Han llegado el señor Clark y los demás técnicos, señor.
Dalgliesh consultó su reloj de pulsera.
– No está mal, aunque habrían llegado casi a la misma hora si hubieran cubierto todo el trayecto en coche. Lo peor es la salida de Ipswich. Me alegro de que el tren no se demorara. -Se dirigió a Robbins-: Dígales que suban sus cosas al segundo dormitorio. Es probable que quieran un café antes de empezar.
– Sí, señor.
Dalgliesh decidió que los técnicos debían cambiarse en la iglesia, aunque lejos del escenario del crimen. Brian Clark, el jefe del equipo, respondía al apodo de Nobby y nunca había trabajado con Dalgliesh. Sereno, flemático y con poco sentido del humor, no era el más simpático de los colegas, pero se había ganado la fama de meticuloso y responsable y, cuando se tomaba la molestia de comunicarse, decía cosas sensatas. Si había algo que encontrar, él lo encontraría. No se entusiasmaba con facilidad y, aunque diese con la más valiosa de las pruebas, solía reaccionar con un comentario desdeñoso: «Tranquilos, muchachos. No es el Santo Grial, sólo la huella de una palma.» También creía en la necesidad de delimitar las funciones. Las suyas consistían en recoger y conservar las pruebas, no en hacer de detective. Para Dalgliesh, que alentaba el trabajo en equipo y escuchaba con interés todas las ideas, esa reserva cercana a la melancolía constituía una desventaja.
Ahora, y no por primera vez, echó de menos a Charlie Ferris, el técnico que había trabajado con él en la investigación de los asesinatos de Berowne y Harry Mack. Éstos también se habían perpetrado en una iglesia. Recordó con claridad a Ferris -pequeño, rubio, de rasgos angulosos y ágil como un perro de caza-, ansioso como un corredor que espera el pistoletazo de salida, y también el atuendo que usaba para su actividad profesional: pantalones cortos blancos, camiseta de manga corta y un apretado gorro de plástico que le hacía parecer un bañista que había olvidado quitarse la ropa interior. Por desgracia el Hurón, como lo llamaban, se había retirado para abrir un pub en Somerset, donde su sonora voz de bajo, insólita en un hombre de su estatura, añadía ahora potencia al coro de la iglesia.
Un forense diferente, un equipo de técnicos diferente… Al menos se consideraba afortunado de que Kate Miskin continuase a su lado. Pero ahora no era el momento de pensar en el estado de ánimo de Kate ni en su posible futuro. Se dijo que quizá su intolerancia a los cambios se debiese a que estaba envejeciendo.
Al menos el fotógrafo era conocido. Barney Parker ya había superado la edad de la jubilación y trabajaba a tiempo parcial. La apariencia de este hombrecillo enjuto, locuaz, alegre y con ojos vivarachos no había variado en absoluto desde que Dalgliesh lo había conocido. Dedicaba el resto de su tiempo a sacar fotos de bodas, y tal vez la benévola tarea de realzar la belleza de las novias representara para él una vía de escape de la inevitable crudeza del trabajo policial. De hecho, en ocasiones se comportaba de un modo tan irritante e inoportuno como los fotógrafos de bodas: en el escenario de un crimen miraba siempre en torno a sí. Como para asegurarse de que no había otros cadáveres que requiriesen su atención. Dalgliesh casi lo imaginaba alineándolos a todos para la foto familiar. Pese a ello, era un excelente profesional y sus fotografías irreprochables.
Dalgliesh los acompañó a la iglesia, donde entraron por la sacristía y bordearon el escenario del crimen. Se cambiaron en un banco cercano a la puerta sur, en medio de un silencio que el comisario no relacionó con la santidad del lugar, y aguardaron allí, como un pequeño grupo de astronautas con capuchas y monos blancos, mientras Nobby Clark regresaba con Dalgliesh a la sacristía. Este pensó que a Clark, con la capucha arrugada alrededor de la cara y los dientes ligeramente salidos, sólo le faltaban unas orejas para pasar por un conejo grande y descontento.
– Es muy probable que el asesino entrara por la puerta de la sacristía, desde el claustro norte -explicó-. Eso significa que habrá que buscar huellas en el suelo del claustro, aunque dudo que encuentre alguna entre semejante cantidad de hojas. La puerta no tiene picaporte, pero no me extrañaría que las huellas de cualquiera de las personas que viven aquí estuviesen en cualquier parte de su superficie. -Mientras volvían a la iglesia agregó-: Puede que haya alguna huella en El juicio final y en la pared, aunque el asesino no habrá sido tan tonto como para no ponerse guantes. Si bien el candelero de la derecha tiene sangre y pelos, también sería una suerte encontrar huellas en él. Lo más interesante está aquí. -Caminó por la nave central hasta el segundo sitial-. Alguien se ha ocultado debajo del asiento. Hay una zona libre de polvo. No sé si conseguirá tomar huellas en la madera, pero es una posibilidad.
– Bien, señor -dijo Clark-. ¿Y qué hay de la comida de mis hombres? No hay ningún pub cerca de aquí y no quiero hacer una pausa muy larga. Me gusta trabajar con luz natural.
– El personal del seminario les traerá bocadillos. Robbins se ocupará de buscarles alojamiento para esta noche. Mañana me comentará sus hallazgos.
– Creo que necesitaré más de dos días, señor. Es por esas hojas en el claustro norte. Habrá que removerlas y examinarlas.
Aunque Dalgliesh no estaba seguro de que ese tedioso ejercicio sirviese de algo, no quería poner freno a la evidente meticulosidad de Clark. Se despidió de los otros dos miembros del equipo y los dejó trabajar.
Antes de empezar con los interrogatorios, debían tomar las huellas digitales de todas las personas de Saint Anselm. La tarea recayó en Piers y Kate. Ambos sabían que Dalgliesh prefería que a las mujeres les tomara las huellas alguien de su sexo.
– Hace mucho que no hago esto -dijo Piers-. Será mejor que tú te ocupes de las mujeres, como siempre. De todas maneras, es un remilgo innecesario, en mi opinión. Ni que se tratara de una forma de violación.
Kate estaba ultimando los preparativos.
– Podría considerarse una forma de violación. A mí, ya fuese inocente o culpable, me molestaría mucho que un policía me toquetease los dedos.
– Yo no lo llamaría toqueteo. Por lo visto tenemos la sala de espera llena; sólo faltan los sacerdotes. ¿Por quién empezamos?
– Por Arbuthnot.
Kate estaba intrigada por la variedad de reacciones de los sospechosos, que durante la hora siguiente se presentaron con distintos grados de docilidad. El padre Sebastian, que llegó con sus compañeros, se mostró serio y servicial, pero no logró reprimir una mueca de disgusto cuando Piers le agarró los dedos para lavárselos con agua y jabón antes de presionarlos sobre el tampón de tinta.
– Puedo hacerlo solo -se quejó.
Piers permaneció impasible.
– Lo siento, señor. Lo hacemos así para asegurarnos de que obtendremos una buena impresión de los bordes de la huella. Es una cuestión de experiencia.
El padre John, que no dijo una palabra, estaba mortalmente pálido, y Kate notó que temblaba. Durante el breve procedimiento mantuvo los ojos cerrados. El padre Martin, en cambio, parecía sinceramente interesado y contempló con asombro infantil las curvas y espirales que proclamaban su privativa identidad. El padre Peregrine, impaciente por regresar al seminario, actuaba como si no fuera consciente de lo que ocurría. Sólo cuando vio sus dedos manchados de tinta masculló que esperaba que las manchas salieran con facilidad y que los seminaristas se lavasen bien antes de ir a la biblioteca. Pondría una nota en el tablón de anuncios.
Aunque ni los alumnos ni los miembros del personal ocasionaron problemas, Stannard llegó con la actitud de quien se enfrenta a una flagrante violación de sus derechos civiles.
– Supongo que tendrá autorización para hacer esto, ¿no? -inquirió.
– Sí, señor -respondió Piers con calma-, con su consentimiento y según las disposiciones de la Ley de Pruebas Policiales. Creo que ya conoce la legislación.
– Pero si no doy mi consentimiento, dudo que consiga una orden judicial. Confío en que después de que arresten a alguien, si es que llegan a hacerlo, y comprueben que soy inocente, destruyan mis huellas. ¿Cómo puedo cerciorarme de que lo hagan?
– Si envía una solicitud, tiene derecho a estar presente en el momento en que las destruyan.
– Lo haré -afirmó mientras le apretaban los dedos contra la almohadilla-. No le quepa la menor duda de que lo haré.
Habían terminado por fin, y la última en dejar sus huellas, Emma Lavenham, se había marchado.
– ¿Qué crees que piensa Dalgliesh de ella? -preguntó Kate con una despreocupación tan forzada que ella misma reparó en la falta de naturalidad de su tono.
– Es un hombre heterosexual y un poeta. Piensa lo que pensaría cualquier heterosexual y poeta al conocer a una mujer hermosa. Lo que pienso yo, por ejemplo. Le gustaría llevársela a la cama más cercana.
– Vaya, ¿es preciso que seas tan ordinario? ¿Acaso los hombres sólo pensáis en el sexo cuando se trata de mujeres?
– ¡Qué puritana eres, Kate! Me has preguntado qué pensaría el jefe, no lo que haría. Él domina muy bien sus instintos; de hecho, ése es su problema. ¿No ves que ella no pega con este sitio? ¿Por qué crees que la importó el padre Sebastian? ¿Para que sus alumnos aprendan a resistirse a la tentación? Se diría que un chico guapo sería una opción más acertada. Sin embargo, los cuatro con los que hemos tratado hasta el momento se me antojan un decepcionante grupo hetero.
– Tú lo notarías si no lo fuesen, desde luego.
– Y tú también. Hablando de belleza, ¿qué opinas de Raphael, el Adonis del seminario?
– El nombre es acertado, ¿no? Me pregunto si tendría el mismo aspecto si le hubieran puesto Albert. Demasiado guapo, y lo sabe.
– ¿Te pone cachonda?
– No, y tú tampoco. Es hora de hacer visitas. ¿Por quién empezamos? ¿Por el padre Sebastian?
– ¿Por lo más alto?
– ¿Por qué no? Después, Dalgliesh quiere que yo esté con él cuando interrogue a Arbuthnot.
– ¿Quién llevará la voz cantante con el rector?
– Yo. Al menos para empezar.
– ¿Crees que se mostrará más comunicativo con una mujer? A lo mejor tienes razón, pero yo no contaría con ello. Esos tipos están acostumbrados al confesionario. Por eso son buenos guardando secretos, incluidos los suyos.
El padre Sebastian había dicho: «Naturalmente, querrá ver a la señora Crampton antes de que se marche. Le enviaré un mensaje cuando esté preparada para recibirlo. Supongo que se le permitirá entrar en la iglesia en caso de que quiera hacerlo.»
Dalgliesh respondió que sí. Se preguntó si el padre Sebastian daba por sentado que él sería el encargado de acompañar a la señora Crampton si ésta quería ver el lugar donde había muerto su marido. El comisario albergaba otros planes, pero consideró que no era el momento oportuno para discutir sobre eso; cabía la posibilidad de que la mujer no deseara entrar en la iglesia. Al margen de eso, era importante que hablase con ella.
Quien le avisó que estaba lista para recibirlo fue Stephen Morby, que se había convertido en el mensajero particular del padre Sebastian. Dalgliesh había advertido ya que a Morell no le gustaba usar el teléfono.
Cuando entró en el despacho del rector, la señora Crampton se levantó de su silla y se dirigió hacia él con la mano tendida, mirándolo con fijeza. Era más joven de lo que Dalgliesh había imaginado, con el busto voluminoso, la cintura pequeña y un agradable rostro sin maquillar. No llevaba sombrero, y su media melena castaña, lacia y brillante, lucía un corte aparentemente caro; de no ser porque era una idea absurda, Dalgliesh habría creído que acababa de salir de la peluquería. Llevaba puesto un traje de tweed azul y beige, con un aparatoso camafeo en la solapa. El broche, a todas luces moderno, desentonaba con la tosquedad de la tela. Dalgliesh se preguntó si sería un regalo del marido y si ella se lo habría puesto como un distintivo de lealtad o desafío. Del respaldo de la silla colgaba un informal abrigo corto. La mujer, que parecía muy tranquila, estrechó la mano del comisario con firmeza, aunque su piel estaba fría.
La presentación del padre Sebastian fue breve pero formal. Dalgliesh pronunció las obligadas palabras de condolencia. Se las había dicho a más familiares de víctimas de asesinato de las que alcanzaba a recordar y, para él, siempre sonaban falsas.
– La señora Crampton quiere ir a la iglesia y ha pedido que la acompañe usted -anunció el padre Sebastian-. Si me necesitan, me encontrarán aquí.
Salieron por el claustro sur y cruzaron el patio adoquinado en dirección a la iglesia. Se habían llevado el cuerpo del archidiácono, pero los técnicos seguían trabajando en el edificio y uno de ellos estaba despejando el claustro de hojas tras examinarlas meticulosamente una a una. Ya había abierto un pequeño camino hasta la puerta de la sacristía.
En la iglesia hacía frío, y Dalgliesh notó que su acompañante tiritaba.
– ¿Quiere que vaya a buscar su abrigo? -preguntó.
– No, gracias, comisario. Estoy bien.
La guió hasta El juicio final. No era preciso señalarle que ése era el sitio: la piedra seguía manchada de sangre. La mujer se arrodilló con naturalidad y cierta rigidez. Dalgliesh se apartó y caminó por la nave central.
Al cabo de unos minutos, ella se le acercó.
– ¿Quiere que nos sentemos durante unos minutos? Supongo que le interesará hacerme algunas preguntas.
– Podríamos hablar en el despacho del padre Sebastian o, si lo prefiere, en nuestro centro de operaciones, en San Mateo.
– Me sentiré más cómoda aquí.
Los dos técnicos se habían retirado discretamente a la sacristía. Guardaron silencio por unos instantes, hasta que ella preguntó:
– ¿Cómo murió mi esposo, comisario? El padre Sebastian parecía reacio a decírmelo.
– Porque no se lo hemos contado, señora Crampton. -Lo cual, por supuesto, no significaba que no lo supiese. Dalgliesh se preguntó si a la mujer se le habría ocurrido esa posibilidad. Añadió-: Es importante para la investigación que mantengamos los detalles en secreto, al menos por el momento.
– Lo entiendo. No diré nada.
– El archidiácono fue asesinado de un golpe en la cabeza -dijo con suavidad-. Debió de ser muy rápido. No creo que haya sufrido. Es probable que ni siquiera tuviese tiempo de experimentar sorpresa o miedo.
– Gracias, comisario.
Se sumió en un mutismo que resultaba curiosamente cordial, por lo que Dalgliesh no se apresuró en romperlo. A pesar de su dolor, que sobrellevaba con estoicismo, la señora Crampton irradiaba paz. El comisario se preguntó si había sido esa cualidad la que había atraído al archidiácono. El silencio se alargó. Al mirarla a la cara, Dalgliesh reparó en el brillo de una lágrima en su mejilla. La mujer se la enjugó con una mano.
– Mi marido no era bien recibido en este sitio, comisario -admitió con voz serena-, pero estoy segura de que no lo mató nadie de Saint Anselm. Me niego a creer que un miembro de una comunidad cristiana sea capaz de cometer semejante atrocidad.
– Me veo obligado a hacerle una pregunta, señora: ¿su esposo tenía algún enemigo, una persona que pudiese desearle el mal?
– No. Era un hombre muy respetado en la parroquia. Cabría decir que lo querían, aunque él no hubiese empleado ese término. Era un párroco bondadoso, compasivo, trabajador y muy exigente consigo mismo. No sé si le habrán contado que era viudo cuando nos casamos. Su primera esposa se suicidó. Era una mujer hermosa pero desequilibrada, y él estuvo muy enamorado de ella. La tragedia le afectó mucho, y aun así la superó. Estaba aprendiendo a ser feliz. Nos iba muy bien juntos. Resulta cruel que todos sus sueños acabaran de esta manera.
– Ha dicho que no era bien recibido en Saint Anselm -le recordó Dalgliesh-. ¿Eso se debía a diferencias teológicas o a otras razones? ¿Hablaba con usted de las visitas que hacía aquí?
– Él hablaba conmigo de todo, comisario, o de todo lo que no fuese secreto de confesión. Pensaba que Saint Anselm ya había cumplido su cometido. Y no era el único. Creo que hasta el padre Sebastian es consciente de que este seminario es anómalo y debería cerrarse. También tenían diferencias religiosas, desde luego, y eso no facilitaba la relación. Además, supongo que estará al tanto del problema del padre John Betterton.
– Intuía que había algún problema con él -contestó Dalgliesh con tacto-, aunque no conozco los pormenores.
– Es una historia antigua y trágica. Hace unos años, el padre Betterton fue declarado culpable en un caso de abusos sexuales contra dos chicos del coro. Mi marido descubrió pruebas en su contra y testificó en el juicio. Sé que ese asunto le causó una gran tristeza, aunque en aquel entonces no estábamos casados, ya que esto sucedió poco después de la muerte de su primera esposa. Hizo lo que consideró su deber, pero sufrió mucho.
No tanto como el padre John, pensó Dalgliesh. Sin embargo dijo:
– ¿Su marido le comentó algo antes de venir, cualquier cosa que sugiriera que tenía que encontrarse con alguien aquí, o que este encuentro se anunciaba particularmente conflictivo?
– No. Y estoy segura de que no pensaba reunirse con nadie, excepto con la gente del seminario. No aguardaba este fin de semana con ilusión, pero tampoco con temor.
– ¿Y habló con usted ayer, después de llegar aquí?
– No, no me telefoneó, y yo no esperaba que lo hiciera. La única llamada que recibí, aparte de las normales en la parroquia, fue de las oficinas de la diócesis. Al parecer habían perdido el número del teléfono móvil de mi marido y lo necesitaban para sus archivos.
– ¿A qué hora recibió esa llamada?
– Bastante tarde. Me sorprendió porque las oficinas ya debían de estar cerradas. Llamaron a eso de las nueve y media de la noche, y era sábado.
– ¿Conversó con la persona que llamó? ¿Era un hombre o una mujer?
– Sonaba como un hombre. En su momento pensé que lo era, aunque ahora no podría jurarlo. Y no hablé más que para darle el número. Me lo agradeció y colgó de inmediato.
Por supuesto, pensó Dalgliesh. No habría querido pronunciar una sola palabra de más. Lo único que deseaba era un número que no habría conseguido de otra manera, el número que marcaría esa noche desde la iglesia para que el archidiácono acudiera a encontrarse con su muerte. ¿No era ésta la solución de uno de los enigmas más importantes del caso? Si la mentira que había llevado a Crampton a la iglesia se había pronunciado a través del teléfono móvil, ¿cómo se había hecho su autor con el número? No costaría mucho localizar esa llamada de las nueve y media, y el resultado quizá sería condenatorio para alguien de Saint Anselm. No obstante, todavía había un misterio. El asesino -o, mejor aún, Caín- no era tonto. Había maquinado el crimen con todo cuidado. ¿No había imaginado Caín que Dalgliesh hablaría con la señora Crampton? ¿No era posible, o más que posible, que la llamada saliera a la luz? Entonces Dalgliesh contempló otra posibilidad: ¿Y si eso era precisamente lo que pretendía Caín?
Después de que le tomasen las huellas, Emma pasó por su apartamento para recoger unos papeles que necesitaba y salió. Cuando se dirigía a la biblioteca, oyó pasos presurosos en el claustro sur, y Raphael la alcanzó.
– He de preguntarte algo -dijo-. ¿Es un buen momento?
Emma se disponía a responder que sólo si no la entretenía durante mucho tiempo, pero cambió de idea al ver la cara del joven. No sabía si buscaba consuelo, aunque desde luego parecía hacerle mucha falta.
– Sí, es buen momento -contestó-. Pero ¿no tenías una clase individual con el padre Peregrine?
– La hemos pospuesto. La policía me ha mandado llamar. Dentro de unos instantes van a esposarme. Por eso necesitaba verte. ¿Estarías dispuesta a decirle a Dalgliesh que anoche estuvimos juntos? A la hora crucial, después de las once. Hasta ese momento tengo una especie de coartada.
– ¿Juntos dónde?
– En tu habitación o en la mía. Supongo que te estoy pidiendo que digas que nos acostamos juntos.
Emma se detuvo en seco y clavó la vista en él.
– ¡Por supuesto que no diría una cosa así! ¿Cómo se te ocurre pedirme eso, Raphael? Tú no sueles demostrar tan mal gusto.
– Pues no sería descabellado, ¿o sí?
Emma echó a andar con rapidez, pero él le siguió el paso.
– Mira -dijo ella-, no te quiero ni estoy enamorada de ti.
– Buena distinción -observó él-. Sin embargo, podrías contemplar esa posibilidad. Quizá la idea no te repugne.
Emma se volvió hacia él.
– Escucha, Raphael: Si hubiera pasado la noche contigo, no me avergonzaría admitirlo. Pero no lo hice, ni lo haría, y no pienso mentir. Además de inmoral, sería estúpido y peligroso. ¿Crees que con eso engañaríamos a Adam Dalgliesh? Aunque se me diese bien mentir, cosa que no es así, él se olería la mentira. Es su trabajo. ¿Quieres que crea que mataste al archidiácono?
– Es muy probable que ya lo crea. Mi coartada no es muy buena. Fui a hacerle compañía a Peter, que estaba asustado por la tormenta, pero se durmió antes de medianoche y no me habría resultado difícil escabullirme. Supongo que eso es lo que pensará Dalgliesh.
– Si sospecha de ti, cosa que dudo, sospechará aún más cuando descubra que te has inventado una coartada. Esto no es propio de ti, Raphael. Es idiota, lamentable e insultante para ambos. ¿Cómo se te ha ocurrido?
– Puede que quisiera descubrir qué te parecía la idea en principio.
– Una no se acuesta con un hombre «en principio»; lo hace en persona.
– Y eso no le gustaría al padre Sebastian, desde luego.
Aunque lo dijo con despreocupada ironía, a Emma no se le escapó el dejo de amargura de su voz.
– Claro que no -respondió-. Tú eres un seminarista y yo una invitada. Si quisiera acostarme contigo, cosa que no quiero, sería un acto de mala educación.
Raphael soltó una carcajada que, no obstante, estaba desprovista de alegría.
– ¡Mala educación! Sí, supongo que es cierto, aunque es la primera vez que me rechazan con esa excusa. La etiqueta de la moral sexual. Quizá deberíamos incluir un seminario sobre el tema en el programa de ética.
– ¿Por qué me lo has pedido, Raphael? -repitió ella-. Debías haber imaginado cuál sería mi respuesta.
– Pensé que si conseguía gustarte, o quizá que me quisieras un poquito, ya no me sentiría hecho un lío. Todo iría bien.
– No es verdad -repuso ella, ahora con más amabilidad-. No podemos buscar el amor para que la vida deje de confundirnos.
– La gente lo hace.
Estaban de pie, en silencio, junto a la puerta sur. Emma dio media vuelta para entrar. De repente, Raphael la detuvo, le tomó la mano y la besó en la mejilla.
– Lo siento, Emma. Sabía que no saldría bien. Era sólo un sueño. Perdóname, por favor.
Giró sobre sus talones, y ella se quedó mirándolo mientras desandaba el camino por el claustro y salía por la verja de hierro. Después entró en el seminario, alterada y triste. ¿Podría haberse mostrado más servicial y comprensiva? ¿Acaso Raphael quería confiarle algo y ella habría debido animarlo a hacerlo? Pero si no le iban bien las cosas, como evidenciaba su actitud, ¿de qué servía buscar la solución en otra persona? Aunque, en cierto sentido, era lo mismo que había hecho ella con Giles, ¿no? Cansada de agobios, exigencias amorosas, celos y rivalidades, había decidido que Giles, con su posición, su fuerza y su inteligencia, le proporcionaría al menos un compromiso aparente que permitiría que la dejaran seguir en paz con la parte de su vida que más valoraba, su trabajo. Ahora sabía que había cometido un error. O algo peor que un error: una mala acción. Cuando regresara a Cambridge, se sinceraría con él. No sería una despedida amistosa -Giles no estaba acostumbrado a que lo rechazaran-, pero no debía pensar en eso ahora. El mal trago que la aguardaba no era nada comparado con la tragedia de Saint Anselm, de la que ella, inevitablemente, formaba parte.
Poco antes de las doce el padre Sebastian telefoneó al padre Martin, que se hallaba en la biblioteca corrigiendo trabajos. Acostumbraba a llamarlo personalmente; desde sus primeros días como rector había evitado comunicarse con su predecesor a través de un ordenado o un miembro del personal: no quería marcar el nuevo y muy diferente reinado mediante un burdo ejercicio de autoridad. Para la mayoría de los hombres, la perspectiva de que el rector anterior permaneciera como residente y profesor a tiempo parcial habría significado una invitación al desastre. Siempre se había considerado apropiado que el rector saliente no sólo se retirase con dignidad, sino que se marchase lo más lejos posible del seminario. Sin embargo, el acuerdo con el padre Martin, originalmente planteado como una medida temporal para cubrir la inesperada partida de un profesor de Teología Pastoral, se había prolongado con el consentimiento y el beneplácito de ambas partes. El padre Sebastian no había dado muestras de timidez o vergüenza al ocupar el lugar de su predecesor en la iglesia y en la cabecera de la mesa, ni tampoco al reorganizar la oficina e introducir los cambios que había planeado con esmero. El padre Martin, que lo observaba sin rencor y ligeramente divertido, entendió muy bien la situación. El padre Sebastian jamás se habría planteado la posibilidad de que un antecesor suyo pudiera amenazar su autoridad o sus reformas. No hacía confidencias al padre Martin ni lo consultaba. Si necesitaba información sobre cuestiones administrativas, la buscaba en los archivos o se la pedía a su secretaria. Gracias a su extraordinaria seguridad en sí mismo, no se habría sentido incómodo aunque hubiera tenido como subalterno al propio arzobispo de Canterbury.
Mantenían una relación basada en la lealtad, el respeto y, en el caso del padre Martin, el afecto. A éste le había costado asimilar que verdaderamente era el rector durante el tiempo que ejerció, de manera que aceptó a su sucesor con buena voluntad y cierto alivio. Aunque a veces hubiera deseado una relación más cálida con su superior, no podía imaginarla. Ahora, sentado junto al fuego en el sillón de costumbre y percibiendo el insólito nerviosismo del padre Sebastian, advirtió con incomodidad que el rector quería algo de él: quizá que lo tranquilizara, lo aconsejara o simplemente que compartiera su ansiedad. Sin moverse de su asiento, cerró los ojos y murmuró una breve oración.
El padre Sebastian dejó de pasearse.
– La señora Crampton se marchó hace diez minutos. Fue una reunión dolorosa -afirmó y acto seguido añadió-: Para ambos.
– Era de esperar -señaló el padre Martin.
Le había parecido notar un vago dejo de resentimiento en la voz del rector, como si le pesara que el archidiácono hubiese rematado sus pasadas faltas con el desconsiderado acto de dejarse asesinar bajo el techo del seminario. Este pensamiento condujo a otro, aún más irreverente. ¿Qué le habría dicho lady Macbeth a la viuda de Duncan si ésta se hubiera presentado en el castillo de Inverness para ver el cadáver? «Un hecho deplorable, señora, que mi esposo y yo lamentamos sobremanera. Hasta el momento, su visita nos había resultado muy agradable. Hicimos todo cuanto estaba en nuestra mano para que Su Majestad se encontrase a gusto.» El padre Martin, sorprendido y horrorizado por el hecho de que una idea tan perversa se le cruzara por la cabeza, supuso que empezaba a desvariar.
– Insistió en que la llevaran a la iglesia para ver dónde había muerto su marido -dijo el padre Sebastian-. A mí me pareció una insensatez, pero el comisario Dalgliesh otorgó su consentimiento. Ella dejó muy claro que quería que lo acompañase él y no yo. Era inapropiado, pero preferí no discutir. Naturalmente, eso significa que vio El juicio final. Si Dalgliesh confía en que no divulgará información sobre el acto de vandalismo, ¿por qué no deposita la misma confianza en mi personal?
El padre Martin no se atrevió a replicar que, a diferencia del personal, la señora Crampton no figuraba entre los sospechosos.
Como si de repente tomara conciencia de su nerviosismo, el padre Sebastian se sentó frente a su colega.
– No me gustaba la idea de que regresara a su casa sola y sugerí que la acompañase Stephen Morby. Habría sido un engorro, desde luego. Stephen habría tenido que volver en tren y tomar un taxi desde Lowestoft. Sin embargo, ella aseguró que prefería estar sola. También la invité a comer. Por supuesto, le habríamos servido el almuerzo en mi apartamento. El comedor no hubiera sido un lugar apropiado en estas circunstancias.
El padre Martin asintió en silencio. Se habría producido una situación incómoda: la señora Crampton sentada entre los sospechosos mientras alguien, quizás el asesino de su marido, le pasaba amablemente las patatas.
– Temo haberle fallado -prosiguió el rector-. En estas ocasiones, uno recurre a frases trilladas que han perdido todo su sentido, lugares comunes sin relación alguna con la fe.
– Al margen de lo que haya dicho, padre, nadie podría haberlo hecho mejor -señaló el padre Martin-. En ciertas situaciones las palabras sirven de muy poco.
La señora Crampton, pensó, difícilmente habría aceptado de buena gana que el padre Sebastian la animara a mantener la entereza y la fe cristianas.
El rector se removió en el sillón con incomodidad y a continuación se esforzó por quedarse quieto.
– No le comenté nada a la señora Crampton sobre el altercado que tuve con su marido en la iglesia, ayer por la tarde. Sólo habría aumentado su sufrimiento. Lamento muchísimo ese incidente. Me apena que el archidiácono muriese con tanta ira en su corazón. No era precisamente un estado de gracia… para ninguno de los dos.
– No sabemos cuál era el estado espiritual del archidiácono en el momento de su muerte -apuntó el padre Martin con suavidad.
– Me pareció desconsiderado que Dalgliesh enviara a sus subalternos a interrogar a los sacerdotes -prosiguió el padre Sebastian-. Hubiera sido más adecuado que lo hiciera él en persona. Yo cooperé con ellos, desde luego, y estoy seguro de que los demás también. Me gustaría que la policía contemplara también la posibilidad de que el asesino fuera alguien ajeno al seminario, aunque me resisto a creer que el inspector Yarwood estuviese implicado. Sin embargo, cuanto antes hablen con él, mejor. Además, estoy impaciente por volver a abrir la iglesia. El corazón del seminario apenas late sin ella.
– Dudo que nos dejen volver antes de que hayan limpiado el retablo -opinó el padre Martin-, y quizás eso no sea posible. Me refiero a que quizá lo necesiten como prueba.
– Eso sería absurdo. Seguramente habrán tomado fotografías, y debería bastar con ellas. Sin embargo, la limpieza supondrá un problema. Se trata de un trabajo para expertos. El juicio final es un tesoro nacional. Además, habrá que consagrar de nuevo la iglesia antes de abrirla. He ido a la biblioteca para consultar los cánones, pero contienen muy poca información. Aunque el canon F15 trata de la profanación de iglesias, no contiene instrucciones acerca de cómo santificarlas de nuevo. Podríamos adaptar el rito católico, desde luego, pero resulta demasiado complicado. Se propone una procesión encabezada por alguien que lleve una cruz, un obispo con mitra y báculo pastoral, concelebrantes, diáconos y demás ministros ataviados con las vestiduras litúrgicas, todos los cuales han de entrar en la iglesia antes que la congregación.
– No me imagino al obispo participando en semejante acto. Ya se habrá puesto en contacto con él, ¿no, padre?
– Desde luego. Vendrá el miércoles por la noche. Ha tenido la consideración de señalar que una hora más temprana sería inconveniente para nosotros y para la policía. Por supuesto, ha hablado ya con los miembros del consejo de administración, y sé muy bien lo que va a comunicarme formalmente cuando venga. Saint Anselm se cerrará cuando finalice el trimestre. Quiere que gestionemos el traslado de los alumnos a otros seminarios. Al parecer, Cuddesdon y Saint Stephen’s House prestarán su colaboración. Aunque no sin dificultades. Ya he hablado con los directores.
El padre Martin, indignado, quiso proferir un grito de protesta, mas de su agotada garganta sólo brotó una vocecilla trémula:
– Eso es terrible. Quedan menos de dos meses. ¿Qué sucederá con Pilbeam, Surtees y el personal que trabaja a tiempo parcial? ¿Piensan echar a la gente de su casa?
– Por supuesto que no, padre -respondió el rector con cierta impaciencia-. Aunque el seminario cerrará con el fin del trimestre, el personal residente permanecerá aquí hasta que se decida el futuro de los edificios. Eso incluye también a las personas que trabajan a tiempo parcial. Paul Perronet me ha telefoneado y vendrá el jueves con el resto de los miembros del consejo de administración. Ha recalcado que no hay que sacar objetos de valor del seminario o de la iglesia. Aunque la señorita Arbuthnot dejó muy clara su voluntad en el testamento, los trámites legales no estarán exentos de complicaciones.
El padre Martin se había enterado de las disposiciones testamentarias al asumir el cargo de rector. «Los cuatro sacerdotes seremos ricos -pensó ahora, pero no lo mencionó-. ¿En qué medida?», se preguntó. La idea le horrorizó. Bajó la vista y comprobó que le temblaban las manos. Mientras contemplaba las venas violáceas, gruesas como cuerdas, y las manchas marrones, que más que indicios de vejez semejaban las marcas de una enfermedad, notó que comenzaba a perder la poca fuerza que le quedaba.
Entonces se volvió hacia el padre Sebastian y vio, con una súbita y esclarecedora lucidez, una cara pálida y estoica tras la que se ocultaba una mente que ya fantaseaba con un futuro maravillosamente libre de los peores embates del dolor y la ansiedad. Ya no habría aplazamientos. Todo aquello por lo que el padre Sebastian había luchado se desvanecía en medio del horror y el escándalo. Sobreviviría y, sin embargo, quizá por primera vez, necesitaba que alguien se lo garantizara.
Continuaron sentados en silencio. El padre Martin buscaba palabras apropiadas para la ocasión, pero no las encontraba. Durante quince años, nunca le habían pedido consejo, consuelo, comprensión ni ayuda. Y ahora que el rector precisaba de todo ello, él se sentía impotente. Su sensación de fracaso no se circunscribía a este momento; parecía extenderse a todo su sacerdocio. ¿Qué les había ofrecido a sus parroquianos y a los seminaristas de Saint Anselm? Si bien se había mostrado bondadoso, afectuoso, tolerante y comprensivo, esas cualidades eran propias de cualquier persona bienintencionada. ¿Había cambiado una sola vida a lo largo de su ministerio? Recordó las palabras que había oído decir a una mujer antes de marcharse de su última parroquia: «El padre Martin es un sacerdote del que nadie habla mal.» Ahora le parecía la peor de las acusaciones.
Finalmente se levantó, y el padre Sebastian siguió su ejemplo.
– ¿Quiere que eche un vistazo al ritual católico para ver si podemos adaptarlo? -preguntó el padre Martin.
– Gracias, padre -respondió el rector-. Sería una gran ayuda. -Y regresó a la silla del escritorio mientras el padre Martin salía de la habitación y cerraba la puerta.
Raphael fue el primer seminarista sometido a un interrogatorio formal. Dalgliesh había decidido entrevistarlo con Kate. Arbuthnot se había tomado su tiempo para responder a la convocatoria: transcurrieron diez minutos antes de que el sargento Robbins le hiciera pasar a la sala de interrogatorios.
Dalgliesh constató asombrado que Raphael no había recuperado aún la compostura: se le veía igual de sorprendido y angustiado que durante la reunión en la biblioteca. Hasta era posible que en ese breve período hubiera tomado mayor conciencia del peligro en que se encontraba. Se movía con la rigidez propia de un anciano y se negó a sentarse cuando Dalgliesh lo invitó a hacerlo. Permaneció de pie detrás de una silla, agarrado al respaldo con tanta fuerza que los nudillos de ambas manos se le pusieron tan blancos como el rostro. A Kate la asaltó la absurda sensación de que, si hubiera tocado la piel o los rizos de Raphael, habría percibido sólo la inflexible textura de la piedra. El contraste entre la rubia cabeza helénica y la tétrica negrura de la sotana le confería un aire a un tiempo imperioso y teatral.
– Todos los comensales de la cena de anoche, entre los cuales me contaba, advertimos que el archidiácono no le caía bien. ¿Por qué? -inquirió Dalgliesh.
No era la introducción que esperaba Arbuthnot. Quizá se hubiera preparado para una táctica académica, más familiar para él, pensó Kate, una serie de inocuas preguntas sobre sus antecedentes personales que sirvieran de preámbulo a las más delicadas. Miró a Dalgliesh fijamente y en silencio.
Aunque parecía imposible que de esos rígidos labios fuera a salir una respuesta, Raphael contestó:
– Preferiría no hablar de eso. ¿No les basta con saber que no me caía bien? -Hizo una pausa y añadió-: Era más que eso. Lo odiaba. Mi odio se había convertido en una obsesión. Ahora me doy cuenta de ello. Claro que tal vez proyectase en él el odio que inconscientemente albergaba hacia alguien o algo diferente, una persona, un lugar, una institución. -Esbozó una sonrisa triste-. Si el padre Sebastian estuviese aquí, opinaría que estoy dejándome llevar por mi vergonzosa afición a la psicología barata.
– Estamos al corriente de la condena que cumplió el padre John -le informó Kate con una voz sorprendentemente suave.
Dalgliesh se preguntó si las manos de Raphael se habían relajado un poco, o sólo se lo había imaginado.
– Desde luego. Soy un tonto. Supongo que nos habrán investigado a todos. Pobre padre John. Ningún ángel puede protegerlo del ordenador de la policía. Así que ya saben que Crampton prestó declaración como uno de los principales testigos de la acusación. Fue él, no el jurado, quien encarceló al padre John.
– Los jurados no encarcelan a nadie -corrigió Kate-. El que se encarga de eso es el juez. -Temiendo que Raphael fuera a desmayarse, agregó-: ¿Por qué no se sienta, señor Arbuthnot?
Después de un breve titubeo, el joven se sentó y llevó a cabo un esfuerzo visible para relajarse.
– Las personas que uno odia no deberían morir asesinadas -se lamentó-. Eso les proporciona una ventaja injusta. No lo maté, pero me siento tan culpable como si fuera yo el asesino.
– ¿Eligió usted mismo el pasaje de Trollope que leyó anoche? -preguntó Dalgliesh.
– Sí. Siempre escogemos lo que leemos durante la cena.
– Un archidiácono y una época muy diferentes -observó Dalgliesh-. Un hombre ambicioso se arrodilla junto a su agonizante padre y pide perdón por desearle la muerte. Me dio la impresión de que el archidiácono lo tomaba como una afrenta personal.
– Ésa era mi intención. -Después de otra pausa, Raphael añadió-: Siempre me he preguntado por qué persiguió al padre John con tanta saña. No se debía a que fuese un homosexual reprimido y temeroso de que lo descubrieran. Ahora sé que estaba expiando su propia culpa de manera indirecta.
– ¿Qué culpa? -quiso saber Dalgliesh.
– Será mejor que le pida al inspector Yarwood que se lo explique.
Dalgliesh decidió dejar el tema por el momento. Ése no era el único interrogante que quería plantearle a Yarwood. Estaría dando palos de ciego hasta que el inspector se hubiese recuperado lo suficiente como para interrogarlo. Le preguntó a Raphael qué había hecho exactamente después de las completas.
– Primero fui a mi habitación. Se supone que debemos guardar silencio después de las completas, pero no obedecemos esa regla a rajatabla. La norma no nos impide hablar entre nosotros. Aunque no nos comportamos como monjes trapenses, por lo general nos retiramos a nuestras habitaciones. Leí y trabajé en una monografía hasta las diez y media. Hacía un viento espantoso… Bueno, usted lo sabe, señor, estaba aquí. Decidí entrar en la casa para ver si Peter Buckhurst se encontraba bien. Todavía convalece de una mononucleosis. Sé que detesta las tormentas; no los rayos o los truenos, sino el rugido del viento. Su madre murió en la habitación contigua a la suya durante una noche ventosa, cuando él contaba siete años, y desde entonces no lo soporta.
– ¿Cómo entró usted en la casa?
– Como siempre. Mi habitación es la número tres, en el claustro norte. Crucé el vestuario y el vestíbulo, y subí al segundo piso. Al fondo está la enfermería, y Peter llevaba varias semanas durmiendo allí. Me pareció evidente que no le apeteciera quedarse solo, así que me ofrecí a pasar la noche con él. Dormí en la otra cama que hay en el cuarto. Ya le había pedido permiso al padre Sebastian para marcharme del seminario después de las completas. Le había prometido a un amigo que asistiría a su primera misa, en una iglesia de las afueras de Colchester. No obstante, decidí salir por la mañana temprano porque no quería dejar a Peter. La misa era a las diez y media, de manera que suponía que llegaría a tiempo.
– Señor Arbuthnot -le interrumpió Dalgliesh-, ¿por qué no me contó todo esto en la biblioteca? Pregunté si alguien había salido de su habitación después de las completas.
– ¿Lo habría reconocido usted en voz alta? Hubiera resultado humillante para Peter que todo el mundo se enterase de que le asusta el viento, ¿no?
– ¿Qué hicieron antes de dormir?
– Charlamos un rato y luego leí para él. Un cuento de Saki, por si le interesa.
– ¿Vio a alguien, aparte de a Peter Buckhurst, después de entrar en el edificio principal?
– Sólo al padre Martin. Pasó un momento por la habitación hacia las once de la noche, pero no se quedó. El también estaba preocupado por Peter.
– ¿Porque sabía que al señor Buckhurst le asustan los vientos fuertes? -inquirió Kate.
– El padre Martin siempre acaba por enterarse de esa clase de cosas. Creo que en el seminario sólo lo sabemos él y yo.
– ¿Regresó a su habitación en algún momento de la noche?
– No. Si hubiera querido ducharme, habría podido utilizar la ducha situada al lado de la enfermería. Y no necesitaba pijama.
– Señor Arbuthnot, ¿está seguro de que cerró con llave la puerta que da al claustro norte después de entrar para ir a ver a su amigo?
– Completamente. El señor Pilbeam comprueba que no queden puertas abiertas a eso de las once, cuando cierra la principal. Él se lo confirmará.
– ¿Y no salió de la enfermería hasta esta mañana?
– No. Estuve allí toda la noche. Peter y yo apagamos las lámparas a medianoche. No sé él, pero yo dormí profundamente. Me desperté poco antes de las seis y media y vi que Peter continuaba durmiendo. Me dirigía hacia mi habitación cuando me encontré al padre Sebastian, que salía de su despacho. No pareció sorprendido de verme ni me preguntó por qué no me había marchado. Ahora comprendo que tenía otras cosas en la cabeza. Me ordenó que llamase a todo el mundo, los invitados, los seminaristas y el personal, y les pidiera que acudieran a la biblioteca a las siete y media. Recuerdo que le pregunté «¿Y los maitines, padre?», y él me contestó: «Se han suspendido.»
– ¿Le dio alguna explicación sobre la convocatoria? -quiso saber Dalgliesh.
– No, ninguna. No me enteré de lo que había sucedido hasta las siete y media, cuando comunicó la noticia a todo el mundo en la biblioteca.
– ¿Puede añadir algo más? ¿Algo que tal vez estuviera relacionado con el asesinato del archidiácono?
Arbuthnot se miró las manos, que estaban enlazadas sobre su regazo, y guardó silencio durante un buen rato. Luego, como si hubiera tomado una decisión, alzó la vista y la fijó en Dalgliesh.
– Me ha hecho muchas preguntas -dijo-. ¿Me permite que le haga yo una?
– Desde luego, aunque no le prometo que vaya a contestarla.
– Bien. Es evidente que ustedes, me refiero a la policía, creen que el asesino del archidiácono es alguna de las personas que durmió anoche en el seminario. Supongo que tendrán algún motivo para pensarlo, pero ¿no es más probable que entrase alguien ajeno a la casa, quizá para robar, y que Crampton lo sorprendiera? Al fin y al cabo, este sitio no es seguro. Un intruso no habría topado con dificultades para acceder al patio, meterse en la casa y sustraer las llaves de la iglesia. Cualquier persona que haya estado alguna vez sabe, si se ha fijado, dónde se guardan las llaves. Así que me pregunto por qué han centrado la investigación en nosotros, los seminaristas y los sacerdotes.
– No descartamos ninguna posibilidad -aseveró Dalgliesh-. Es todo cuanto puedo decirle.
– Verá, he estado pensando… -prosiguió Arbuthnot- bueno, todos deben de haberlo pensado. Si alguien del seminario mató a Crampton, ese alguien tendría que ser yo. Nadie más habría deseado o podido hacerlo. Ninguno de los otros lo odiaba tanto, y aun si lo odiaran, serían incapaces de cometer un asesinato. Me pregunto si lo hice sin tener conciencia de ello. Si me levanté en plena noche para volver a mi habitación y lo vi entrar en la iglesia. ¿Es posible que lo siguiera, discutiera acaloradamente con él y lo matara?
– ¿Por qué se le ha ocurrido eso? -preguntó Dalgliesh con un tono sereno y desprovisto de curiosidad.
– Porque es una posibilidad. Si el crimen es obra de alguien de dentro, ¿quién más pudo cometerlo? Y hay un indicio que respalda esa teoría. Cuando regresé a mi habitación esta mañana, después de llamar a todo el mundo para que acudiese a la biblioteca, supe que alguien había entrado allí durante la noche. Encontré una ramita junto a la puerta, en la parte de dentro. A menos que alguien la haya sacado, debe de estar allí todavía. Como han cerrado el claustro norte, no me ha sido posible regresar para comprobarlo. Me imagino que se trata de una especie de prueba, pero ¿de qué?
– ¿Está seguro de que la ramita no estaba ya en su cuarto después de las completas, cuando salió para ir a ver a Peter Buckhurst?
– Sí, estoy seguro. Habría reparado en ella. Alguien entró en mi habitación después de que yo me marchara. Quizá fui yo mismo. ¿Qué otra persona iba a hacerlo a esas horas y con semejante tormenta?
– ¿Alguna vez ha sufrido una amnesia temporal? -inquirió Dalgliesh.
– No, nunca.
– ¿Y no miente cuando asegura que no recuerda haber matado al archidiácono?
– No. Se lo juro.
– Lo único que puedo garantizarle es que quienquiera que cometiese el asesinato no alberga ninguna duda de que lo hizo.
– ¿Quiere decir que esta mañana me habría despertado con las manos manchadas de sangre? ¿Literalmente?
– Quiero decir lo que he dicho, nada más. Hemos terminado con usted por el momento. Si recuerda algo más, avísenos de inmediato.
La despedida fue breve y, según observó Kate, inesperada para Arbuthnot.
– Gracias -murmuró sin apartar la mirada de Dalgliesh y se marchó.
El comisario aguardó a que cerrase la puerta.
– ¿Qué le parece, Kate? -preguntó entonces-. ¿Es un actor consumado o un muchacho inocente y afligido?
– En mi opinión es un buen actor. Con ese aspecto, me extrañaría que no lo fuera. Sé que eso no lo convierte en culpable. Aun así es una historia ingeniosa, ¿no? Prácticamente ha confesado su culpabilidad con el fin de averiguar lo que sabemos hasta el momento. Y el hecho de que pasara la noche con Buckhurst no le da una coartada: podría haber salido después de que Peter se durmiera, tomado las llaves de la iglesia y telefoneado al archidiácono. Según la señora Betterton, es un buen imitador de voces y tal vez fingiera ser uno de los sacerdotes. Además, si alguien lo hubiese visto en la casa, no habría cuestionado su derecho a estar allí. Incluso si Peter Buckhurst se hubiera despertado y visto que no estaba a su lado, sería difícil que delatase a su amigo. Le resultaría más fácil convencerse a sí mismo de que la otra cama no estaba vacía.
– Lo mejor será interrogarlo a él a continuación. Lo dejo en sus manos y en las de Piers. No obstante, si Arbuthnot se llevó la llave, ¿por qué no la devolvió cuando regresó a la casa? Lo más probable es que el asesino de Crampton no volviera a entrar en la casa, a menos, por supuesto, que pretendiera hacernos creer precisamente eso. Si Raphael mató al archidiácono, y creo que seguirá siendo el principal sospechoso hasta que hablemos con Yarwood, su táctica más inteligente habrá sido la de deshacerse de la llave. ¿Se ha fijado en que no ha mencionado una sola vez a Yarwood? Es listo, así que debe de haberse percatado de la posible trascendencia de la desaparición del inspector. No es tan ingenuo como para pensar que un policía es incapaz de cometer un asesinato.
– ¿Y lo de la ramita en su habitación? -preguntó Kate.
– Dice que sigue allí, y seguramente es cierto. Pero ¿cómo y cuándo apareció? Eso significa que los técnicos deberán revisar también la habitación de Arbuthnot. Si no miente, la ramita quizá sea importante. Por otro lado, este asesinato se planeó meticulosamente. Si Arbuthnot proyectaba cometer un homicidio, ¿por qué iba a complicarse las cosas yendo al cuarto de Peter Buckhurst? Si éste hubiera estado muy asustado por la tormenta, a Raphael le habría resultado imposible marcharse. Y no podía contar con que su amigo se durmiera, ni siquiera a medianoche.
– Sin embargo, si quería fabricarse una coartada, Peter Buckhurst constituiría su mejor baza. Después de todo, no le costaría engañar a un joven enfermo y aterrado. Si Arbuthnot hubiese planeado cometer el asesinato a medianoche, por ejemplo, después de apagar las luces podría haberle murmurado a Buckhurst que pasaban de las doce.
– Cosa que sólo le sería útil si el forense lograra determinar una hora más precisa de la muerte de Crampton. Arbuthnot carece de coartada, pero todos están en la misma situación.
– Incluido Yarwood.
– Es probable que él posea la clave de todo este asunto. Aunque hemos de seguir adelante, mientras no esté en condiciones de ser interrogado, seguramente nos faltarán indicios esenciales.
– ¿Usted no lo considera sospechoso, señor? -quiso saber Kate.
– Tengo que verlo como tal por el momento, pero dudo que sea el culpable. No me imagino a un hombre mentalmente inestable maquinando y ejecutando un crimen tan complicado como éste. Si la inesperada aparición de Crampton en el seminario le hubiese despertado una furia asesina, podría haberlo matado en la cama.
– Pero eso es también válido para todos los sospechosos, señor.
– Exactamente. Volvemos al misterio principal. ¿Por qué el asesino planeó su crimen de esta manera?
Nobby Clark y el fotógrafo estaban en la puerta. Clark había adoptado una expresión de solemne reverenda, como si entrase en una iglesia. Se trataba de una clara señal de que traía buenas noticias. Se acercó y depositó sobre la mesa dos fotografías de huellas digitales: en una se veían desde el índice hasta el meñique de una mano derecha; en la otra, una palma -también de la mano derecha-, el costado de un pulgar y cuatro huellas nítidas de dedos. Colocó un cartón con huellas al lado y dijo:
– El doctor Stannard, señor. No cabe la menor duda. La huella de la palma estaba en la pared, a la derecha de El juicio final. Las otras las encontramos en el segundo sitial. Podríamos tomarle una huella de la palma, señor, pero no es necesario. Tampoco es preciso que pidamos una verificación a la jefatura. Nunca había visto unas huellas tan claras como éstas. Son del señor Stannard, no cabe duda.
Si Stannard es Caín, ésta se convertirá en nuestra investigación más corta hasta la fecha -comentó Piers-. Habremos de regresar a la contaminación. Qué pena. Estaba deseando cenar en el Crown y dar un paseo por la playa antes del desayuno de mañana.
Dalgliesh se hallaba junto a la ventana este, con la vista perdida en el mar, más allá del campo. Se volvió y dijo:
– Yo no perdería la esperanza.
Habían retirado el escritorio de la ventana para ponerlo en medio de la sala, delante de las dos sillas de respaldo alto. Stannard se sentaría en el sillón bajo que habían colocado enfrente. De este modo, gozaría de mayor comodidad física, aunque estaría en desventaja psicológica.
Aguardaron en silencio. Dalgliesh no demostró el menor interés en hablar, y Piers había trabajado con él durante el tiempo suficiente para saber cuándo convenía guardar silencio. A Robbins debía de haberle surgido alguna dificultad al ir a buscar a Stannard. Transcurrieron casi cinco minutos antes de que se abriese la puerta principal.
– El doctor Stannard, señor -anunció Robbins, y se sentó discretamente en un rincón, con el cuaderno en la mano.
Stannard entró a paso vivo, respondió con tono cortante al «buenos días» de Dalgliesh y miró alrededor, dudoso de dónde debía sentarse.
– Aquí, por favor, doctor Stannard -señaló Piers.
Stannard estudió la sala con deliberada atención, como si desaprobara sus deficiencias. Luego se arrellanó, pareció decidir que la comodidad de su postura resultaba inadecuada y se sentó en el borde del sillón, con las piernas juntas y las manos en los bolsillos de la chaqueta. Su mirada, que mantenía fija en Dalgliesh, era más inquisitiva que beligerante, pero Piers percibió su malestar y algo más intenso, que diagnosticó como miedo.
Nadie muestra su mejor faceta cuando se ve envuelto en un caso de asesinato; hasta los testigos más sensatos y solidarios, respaldados por su inocencia, llegan a molestarse ante la impertinencia de un interrogatorio policial, y nadie se somete a él con una conciencia del todo limpia. Pequeños y viejos deslices salen a la superficie de la mente como la basura en un estanque. Con todo, Stannard causó una impresión particularmente desagradable en Piers. No se debía sólo a sus prejuicios respecto de los bigotes grandes, pensó; sencillamente, el tipo no le caía bien. La cara de Stannard, con la nariz delgada y demasiado larga y ojos muy juntos, presentaba profundos surcos de descontento. Era el rostro de un hombre que no había conseguido lo que a su juicio le correspondía. ¿Qué se había torcido?, se preguntó Piers. ¿Se había licenciado con un notable en lugar de con el deseado sobresaliente? ¿Impartía clases en una escuela politécnica en vez de en Oxbridge? ¿Disfrutaba de menos poder, dinero o sexo de lo que creía merecer? Aunque era difícil que le costase ligar: a las mujeres invariablemente les atraían los revolucionarios aficionados con pinta de Che Guevara. ¿No había perdido él a Rosie en Oxford por culpa de un imbécil de cara avinagrada muy parecido a éste? Tal vez ésa fuera la causa de su prevención, admitió. Aunque era un hombre demasiado experimentado para dejarse llevar por ese sentimiento, el mero hecho de reconocerlo le produjo una perversa satisfacción.
Como conocía bastante bien a Dalgliesh, sabía cómo se desarrollaría la escena. Él formularía la mayor parte de las preguntas y el comisario intervendría cuando lo juzgara oportuno, es decir, nunca en el momento que esperaba el testigo. Piers se preguntó si Dalgliesh era consciente del miedo que infundía su atenta y silenciosa presencia.
Piers se presentó e hizo las obligadas preguntas preliminares con voz serena. Nombre, dirección, fecha de nacimiento, profesión, estado civil. Las respuestas de Stannard fueron lacónicas.
– No veo qué importancia puede tener mi estado civil en este caso -espetó al fin-. De hecho, tengo pareja. Femenina.
Sin responder, Piers inquirió:
– ¿Y cuándo llegó al seminario, señor?
– El viernes por la noche, con la intención de pasar aquí un fin de semana largo. He de marcharme esta noche después de cenar. Supongo que no habrá inconveniente, ¿verdad?
– ¿Es usted un visitante asiduo, señor?
– En cierto modo. Durante los últimos dieciocho meses he venido algún que otro fin de semana.
– ¿Podría especificar más?
– Habré venido una media docena de veces.
– ¿Cuándo fue la última?
– El mes pasado. No recuerdo la fecha exacta. Llegué un viernes por la noche y me quedé hasta el domingo. Comparado con éste, fue un fin de semana tranquilo.
– ¿Por qué viene al seminario, doctor Stannard? -intervino Dalgliesh.
El interpelado abrió la boca para responder, pero titubeó. Piers se preguntó si había estado a punto de decir «¿por qué no?» y luego se lo había pensado mejor. La respuesta, cuando llegó, sonó como si la hubiese preparado con cuidado:
– Estoy documentándome para escribir un libro sobre los primeros tratadistas: su infancia y juventud, sus matrimonios, cuando los hubo, y su vida familiar. Me propongo relacionar las experiencias tempranas de estas personas con sus posteriores ideas religiosas y su sexualidad. Como ésta es una institución anglocatólica, la biblioteca me resulta de especial utilidad, y se me ha concedido libre acceso a ella. Mi abuelo fue Samuel Stannard, uno de los socios de la firma Stannard, Fox y Perronet de Norwich. Han representado a Saint Anselm desde su fundación y a la familia Arbuthnot con anterioridad. Al venir aquí combino la investigación con una agradable escapada de fin de semana.
– ¿Sus investigaciones están muy avanzadas? -preguntó Piers.
– No; apenas he comenzado. No dispongo de mucho tiempo libre. Contrariamente a lo que cree la gente, los académicos trabajamos demasiado.
– Pero tendrá papeles consigo, pruebas de lo que ha hecho hasta el momento, ¿no?
– No. Mis papeles están en la universidad.
– Tantas visitas… Yo hubiera dicho que ya había agotado los recursos de esta biblioteca. ¿No ha ido a otras? A la Bodleyana, por ejemplo.
– Hay muchas bibliotecas aparte de la Bodleyana -repuso Stannard con sequedad.
– Desde luego. En Oxford también está Pusey House. Según creo, poseen una fabulosa colección de obras sobre los tratadistas. Sin duda los bibliotecarios le serían de ayuda. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Y no hay que olvidarse de Londres, desde luego. ¿Sigue existiendo la biblioteca Williams en Bloomsbury, señor?
Antes de que el comisario alcanzara a responder, si es que pensaba hacerlo, Stannard estalló.
– ¿Qué demonios le importa dónde llevo a cabo mis investigaciones? Si lo que intenta es demostrar que de vez en cuando la Policía Metropolitana recluta hombres cultos, olvídelo. No me impresiona.
– Sólo pretendía ser útil -se justificó Piers-. Bien, de manera que en los últimos seis meses ha realizado media docena de visitas para trabajar en la biblioteca y disfrutar de un fin de semana tranquilo. ¿Coincidió con el archidiácono Crampton en alguna de esas ocasiones?
– No. Lo conocí este fin de semana. Llegó ayer, no sé a qué hora exactamente, pero lo vi por primera vez cuando tomamos el té. Lo sirvieron en la sala de estudiantes, que estaba bastante llena cuando yo entré, a las cuatro. Aunque alguien, creo que Raphael, me presentó a las personas que no conocía, yo no tenía ganas de charlar, así que tomé una taza de té y un par de emparedados y me fui a la biblioteca. El cascarrabias del padre Peregrine alzó la vista de su libro sólo por un instante para recordarme que estaba prohibido comer o beber en la biblioteca. Me fui a mi habitación. Me encontré de nuevo con el archidiácono durante la cena. Después trabajé en la biblioteca hasta que todos se fueron a la iglesia para rezar las completas. Soy ateo, de manera que no los acompañé.
– ¿Y cuándo se enteró del asesinato?
– Poco antes de las siete, cuando Raphael Arbuthnot me llamó para comunicarme que habría una reunión general en la biblioteca a las siete y media. No me hacía mucha gracia la idea de que me largaran un discurso como si todavía estuviese en la escuela, pero quería informarme de lo que ocurría. Con respecto al asesinato, yo sé menos que ustedes.
– ¿Alguna vez ha asistido a un oficio aquí?
– No. Vengo a trabajar en la biblioteca y para pasar un fin de semana tranquilo, no para ir a la iglesia. A los sacerdotes no parece molestarles, así que no veo por qué les importa a ustedes.
– Pero nos importa, señor Stannard, nos importa -replicó Piers-. ¿Está diciendo que nunca ha puesto un pie en la iglesia?
– No he dicho cosa semejante. No tergiverse mis palabras. He entrado allí por curiosidad en algunas de mis visitas. He visto el interior, desde luego, y también El juicio final, que reviste cierto interés para mí. Me refería a que nunca he asistido a un oficio.
Sin desviar la vista del papel que tenía delante, Dalgliesh preguntó:
– ¿Cuándo estuvo en la iglesia por última vez, doctor Stannard?
– No lo recuerdo. ¿Por qué iba a acordarme? De lo que sí estoy seguro es de que no fue este fin de semana.
– ¿Y cuándo vio por última vez al archidiácono Crampton?
– Después de las completas. Oí que algunos regresaban de la iglesia hacia las diez y cuarto. Yo estaba viendo una película de vídeo en la sala de estudiantes. Auque no había nada decente en la tele, tienen una pequeña colección de cintas. Puse Cuatro bodas y un funeral. Aunque ya la conocía, consideré que valía la pena verla por segunda vez. Crampton asomó la cabeza, pero como yo no lo recibí precisamente con alegría se marchó de inmediato.
– En tal caso usted debió de ser la última persona, o una de las últimas, que lo vio con vida -observó Piers.
– Y supongo que eso les resultará sospechoso. El último que lo vio vivo no fui yo, sino su asesino. Yo no lo maté. ¿Cuántas veces tendré que repetirlo? No conocía a ese hombre. No discutí con él, ni siquiera me acerqué a la iglesia anoche. Me acosté a eso de las once y media. Cuando terminó la película, salí al claustro sur y me encaminé hacia mi habitación. El viento soplaba con más fuerza que nunca, y no era una noche apropiada para disfrutar del aire del mar. Me dirigí directamente a mi cuarto. Es el número uno, en el claustro sur.
– ¿Había luz en la iglesia?
– No me fijé. Ahora que lo pienso, no vi luces en las habitaciones de los seminaristas ni en los apartamentos de invitados. La única claridad procedía de las débiles lámparas de los claustros norte y sur.
– Como comprenderá, es preciso que nos formemos una idea lo más exacta posible de lo que sucedió en las horas previas a la muerte del archidiácono -explicó Piers-. ¿Usted oyó, vio o notó algo que le pareciese significativo?
Stannard soltó una risita amarga.
– Supongo que sucedieron muchas cosas, pero no sé leer la mente de la gente. Llegué a la conclusión de que el archidiácono no le caía bien a casi nadie, pero ninguno lo amenazó de muerte en mi presencia.
– ¿Habló con él después de que se lo presentaran?
– Sólo para pedirle que me pasara la mantequilla durante la cena. Lo hizo. No se me dan bien las conversaciones triviales, así que me concentré en la comida y el vino, que eran superiores a la compañía. No fue una cena particularmente alegre. La camaradería juvenil bajo la mirada de Dios… o del padre Morell, que viene a ser lo mismo, brillaba por su ausencia. De todos modos, su jefe estaba allí. Él puede hablarle de la cena.
– El comisario sabe lo que vio y oyó él -comentó Piers-, pero ahora lo estamos interrogando a usted.
– Ya se lo he dicho: no fue una cena divertida. Los seminaristas estaban cohibidos, el padre Sebastian presidió la mesa con fría cortesía y algunos de los comensales no quitaban ojo a Emma Lavenham, y no los culpo por ello. Raphael Arbuthnot leyó un pasaje de una novela de Trollope… No es un autor que conozca bien, pero el texto se me antojó bastante anodino. Al archidiácono no. Si Arbuthnot quería violentarlo, eligió el mejor momento. No resulta fácil fingir que uno disfruta de la comida cuando le tiemblan las manos y parece estar a punto de vomitar en el plato. Después de cenar, todos se marcharon a la iglesia y no volví a encontrarme con nadie hasta que Crampton apareció en la sala de estudiantes.
– ¿Y no vio ni oyó nada sospechoso durante la noche?
– Nos preguntaron lo mismo cuando estábamos en la biblioteca. Si hubiera visto u oído algo sospechoso, lo habría dicho entonces.
– ¿Y no ha pisado usted la iglesia en esta visita, ni para un oficio ni en ningún otro momento?
– ¿Cuántas veces tendré que repetirlo? La respuesta es no. No, no, no y no.
Dalgliesh alzó la cabeza y miró a Stannard a los ojos.
– ¿Cómo explica entonces que haya huellas recientes de sus manos en la pared adyacente a El juicio final y en el segundo sitial? Debajo del banco hay una zona sin polvo. Es muy probable que los técnicos forenses encuentren restos de dicho polvo en su chaqueta. ¿Fue allí donde se escondió cuando el archidiácono entró en la iglesia?
Ahora Piers percibió auténtico terror. Como de costumbre, le irritó. No experimentó una sensación de triunfo, sino vergüenza. Una cosa era poner a un sospechoso en una situación de desventaja, y otra muy distinta contemplar cómo un ser humano se transformaba en un animal asustado. Stannard pareció encogerse físicamente hasta convertirse en un delgado y desnutrido niño sentado en un sillón demasiado grande para él. Sin sacar las manos de los bolsillos, intentó rodearse el torso con los brazos. El delgado tweed de la chaqueta se tensó, y Piers creyó oír el desgarro de una costura.
– La prueba es irrefutable -añadió Dalgliesh en voz baja-. Ha estado mintiendo desde que entró en esta habitación. Si no mató al archidiácono Crampton, ahora le convendría decir la verdad, toda la verdad.
Stannard no respondió. Las manos, ahora fuera de los bolsillos, descansaban enlazadas sobre su regazo. Con la cabeza inclinada sobre ellas, ofrecía el incongruente aspecto de un hombre en actitud de rezar. Por lo visto estaba pensando, así que los policías aguardaron en silencio. Cuando por fin alzó la cabeza y habló, su comportamiento evidenció que había conseguido dominar el miedo y estaba dispuesto a luchar. Piers detectó una mezcla de obstinación y arrogancia en su voz.
– No maté a Crampton y no conseguirán probar que lo haya hecho. De acuerdo, mentí al decir que no había estado en la iglesia. Es natural. Sabía que si decía la verdad, me convertiría de inmediato en el principal sospechoso. Esto resulta muy conveniente para ustedes, ¿no? Lo último que desean es cargarle el crimen a un miembro de Saint Anselm. Yo soy el chivo expiatorio ideal, mientras que los sacerdotes son sacrosantos. Pues bien, sepan que no lo hice.
– Entonces ¿por qué estaba en la iglesia? -preguntó Piers-. No pretenderá que creamos que fue a rezar.
Stannard calló. Parecía estar armándose de valor para la inevitable aclaración o quizás eligiendo las palabras más adecuadas y convincentes. Al contestar miró fijamente la pared del fondo, eludiendo los ojos de Dalgliesh. Su voz sonaba serena aunque con un mal disimulado dejo de irritación.
– De acuerdo, acepto que tienen derecho a una explicación y que es mi deber dársela. Se trata de algo totalmente inocente que no guarda relación alguna con la muerte de Crampton. Dicho esto, les agradecería que me asegurasen que esta entrevista es confidencial.
– Sabe que no podemos garantizarle nada semejante -repuso Dalgliesh.
– Oiga, ya le he dicho que esto no tiene nada que ver con el asesinato de Crampton. Lo conocí ayer. Jamás lo había visto antes. No había discutido con él ni tenía razones para desearle la muerte. Detesto la violencia. Soy pacifista, y no sólo por convicción política.
– ¿Quiere hacer el favor de contestar a mi pregunta? -lo apremió Dalgliesh-. Usted se escondió en la iglesia, ¿por qué?
– Intento decírselo. Buscaba algo. Un documento conocido como «el papiro de san Anselmo» por los pocos que saben de su existencia. En teoría se trata de una orden firmada por Poncio Pilatos y dirigida a un capitán de su guardia para que retiren el cuerpo crucificado de un alborotador político. Comprenderán su importancia. La fundadora de Saint Anselm, la señorita Arbuthnot, lo recibió de manos de su hermano, y desde entonces ha permanecido bajo la custodia del rector. Se rumorea que el documento es falso, pero como no han permitido que nadie lo vea ni lo han sometido a un estudio científico, la cuestión continúa en el aire. Evidentemente, el papel posee un gran interés para cualquier académico.
– ¿Como usted, por ejemplo? -inquirió Piers-. No sabía que fuese experto en manuscritos prebizantinos. ¿No es sociólogo?
– Eso no impide que sienta cierta curiosidad por la historia de la Iglesia.
– Entonces -prosiguió Piers-, como no esperaba que le permitiesen ver el documento, decidió robarlo.
Stannard lo miró con furiosa malevolencia.
– Si no me equivoco -comentó con sarcasmo-, la definición legal del robo es la apropiación de algo ajeno con la intención de privar permanentemente de su posesión al legítimo propietario. Usted debería saberlo, puesto que es policía.
– Doctor Stannard -terció Dalgliesh-, supongo que la grosería es natural en usted, o quizá la vea como un agradable aunque infantil recurso para aliviar la tensión, pero no es aconsejable hablar en esos términos cuando uno está involucrado en un caso de asesinato. ¿Por qué pensó que el papiro estaba escondido en la iglesia?
– Me pareció el sitio más lógico. He revisado los libros de la biblioteca…, en la medida de lo posible, habida cuenta de que el padre Peregrine está siempre allí, pendiente de todo aunque se haga el distraído. Decidí que había llegado la hora de buscar en otra parte. Se me ocurrió que quizás el papiro se hallara escondido detrás de El juicio final. Ayer por la tarde fui a la iglesia. El seminario suele estar muy tranquilo los sábados después de la hora de comer.
– ¿Cómo entró en la iglesia?
– Tenía las llaves. Estuve aquí poco después de Pascua, cuando la mayoría de los estudiantes y la señorita Ramsey se habían ido de vacaciones. Saqué las dos llaves, una de seguridad y una normal, del armario que está en el despacho de la secretaria y las llevé a Lowestoft para hacer copias. Nadie las echó en falta durante las dos horas que obraron en mi poder. Por si llegaban a notar algo, había planeado decir que me había topado con ellas en el claustro sur. Podían habérsele caído a alguien.
– Pensó en todo. ¿Y dónde están esas llaves ahora?
– Esta mañana, después de que Sebastian Morell lanzara la bomba en la biblioteca, comprendí que no me convenía que las encontrasen entre mis cosas. Si quiere saberlo, me deshice de ellas. Para ser más exacto, las limpié para borrar mis huellas y las enterré debajo de una mata de hierba al borde del acantilado.
– ¿Sería capaz de encontrarlas? -quiso saber Piers.
– Probablemente. Aunque tal vez tardara un poco, podría localizar la zona donde las enterré, al menos en un radio de unos diez metros.
– Entonces será mejor que lo haga -aseveró Dalgliesh-. El sargento Robbins lo acompañará.
– ¿Qué pensaba hacer con el papiro si lo encontraba? -preguntó Piers.
– Copiarlo. Escribir un artículo al respecto y publicarlo en los periódicos serios o en alguna revista académica. Me proponía sacarlo a la luz pública, donde debe estar todo documento importante.
– ¿Por pasta, por prestigio académico o por ambas cosas? -preguntó Piers.
La mirada que le dirigió Stannard fue ostensiblemente venenosa.
– Si hubiera escrito un libro, como había previsto, con seguridad habría ganado bastante dinero.
– Dinero, fama, reconocimiento académico, su fotografía en los periódicos… Hay gente capaz de asesinar por mucho menos.
Antes de que Stannard pudiera protestar, Dalgliesh dijo:
– Me imagino que no encontró el papiro.
– No. Llevé conmigo un largo abrecartas de madera con el propósito de sacar lo que hubiese entre el retablo y la pared de la iglesia. Acababa de subirme a una silla para alcanzar el cuadro cuando oí que alguien entraba en la iglesia. Devolví la silla a su sitio rápidamente y me escondí. Por lo visto, usted ya sabe dónde.
– En el segundo sitial -dijo Piers-. Como un colegial. Debió de resultar humillante, ¿no? ¿No hubiera bastado con que se arrodillara? Pero no; nadie hubiese creído que estaba rezando.
– ¿Y confesar que me había procurado un juego de llaves de la iglesia? Por extraño que le parezca, ni siquiera me planteé esa posibilidad. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Puedo probar que digo la verdad. Aunque no llegué a ver a las personas que habían entrado, oí claramente sus voces mientras avanzaban por la nave central. Eran Morell y el archidiácono. Discutían sobre el futuro de Saint Anselm. Podría reproducir la mayor parte de la conversación. Tengo buena memoria, y ellos no se molestaron en bajar la voz. Si busca a alguien que guarde rencor al archidiácono, no le hará falta ir muy lejos. Entre otras cosas, Crampton amenazó con privar a la iglesia del valioso retablo.
– ¿Y qué excusa pensaba alegar si lo descubrían por casualidad debajo del asiento del sitial? -preguntó Piers en un tono que podía pasar por auténtica curiosidad-. Es obvio que usted lo había planeado todo meticulosamente. Sin duda había preparado una respuesta para esa eventualidad, ¿no?
Stannard acogió la pregunta como si se tratara de la estúpida intervención de un alumno poco prometedor.
– Es una hipótesis absurda. ¿Por qué iban a registrar el sitial? Y aunque hubiesen echado un vistazo al interior, ¿por qué iban a molestarse en arrodillarse y mirar debajo del asiento? Si se les hubiera ocurrido tal idea, me habría encontrado en una situación delicada, desde luego.
– Pues ahora se encuentra en una situación delicada, doctor Stannard -afirmó Dalgliesh-. Ha confesado haber efectuado un infructuoso registro de la iglesia. ¿Quién nos asegura que no regresó más tarde, en algún momento de la noche?
– Le doy mi palabra de que no volví allí. ¿Qué otra cosa puedo decir? -Entonces añadió con brusquedad-: Y usted no dispone de pruebas de que lo hiciera.
– Ha dicho que introdujo un abrecartas de madera detrás del retablo. ¿Está seguro que eso fue lo único que usó? ¿No entró en la cocina mientras la comunidad rezaba las completas y robó un cuchillo de carnicero?
Ahora la fingida indiferencia de Stannard, su mal disimulado malhumor y su arrogancia cedieron el paso al pánico manifiesto. La piel que rodeaba los húmedos labios escarlata empalideció, y los pómulos surcados por venitas rojas destacaban en la tez, que acababa de adquirir una enfermiza tonalidad verdosa.
Volvió el cuerpo entero hacia Dalgliesh con tanta fuerza que por poco volcó el sillón.
– ¡Dios mío, debe creerme, comisario! No entré en la cocina. Sería incapaz de clavarle un cuchillo a nadie, ni siquiera a un animal. No degollaría ni a un gato. ¡Es ridículo! Su insinuación me horroriza. Sólo estuve en la iglesia una vez, lo juro, y lo único que llevaba conmigo era un abrecartas de madera. Puedo enseñárselo. Iré a buscarlo ahora mismo.
Hizo ademán de levantarse, mirando con desesperación a uno y otro policía. Nadie habló.
– Hay algo más -agregó de repente, entre esperanzado y triunfal-: Creo que puedo probar que no regresé a la iglesia. Llamé a mi novia a Nueva York a las once y media, hora británica. Atravesamos una mala racha y hablamos por teléfono casi a diario. Usé mi móvil. Si quieren, les daré el número de ella. No habría hablado media hora con ella si hubiese tenido en mente matar al archidiácono.
– No -convino Piers-, siempre y cuando se tratase de un asesinato premeditado.
De todas maneras, al observar los ojos de Stannard, Dalgliesh supo casi con total certeza que cabía eliminarlo de la lista de sospechosos. Stannard ignoraba por completo cómo había muerto Crampton.
– Debo estar en la universidad el lunes por la mañana -dijo-. Pensaba marcharme esta noche. Pilbeam iba a llevarme a Ipswich. No pueden retenerme, no he hecho nada malo. -Al advertir que no obtenía respuesta añadió con una mezcla de furia y prepotencia-: Miren, llevo mi pasaporte encima, como siempre. No conduzco, de manera que resulta útil para identificarme. ¿Permitirán que me vaya si se lo dejo provisionalmente?
– Entrégueselo al inspector Tarrant y él le dará un recibo -contestó Dalgliesh-. Aún no hemos terminado con usted, pero puede irse.
– Y supongo que le contarán a Sebastian Morell lo sucedido.
– No -repuso Dalgliesh-. Lo hará usted.
Dalgliesh, el padre Martin y el rector estaban en el despacho de este último. El padre Sebastian acababa de rememorar casi palabra por palabra la conversación que había mantenido con el archidiácono en la iglesia. Reconstruyó el diálogo como si recitase algo aprendido de memoria, y sin embargo Dalgliesh detectó un ligero dejo de culpa en su voz. Al terminar se quedó callado, sin ofrecer explicaciones ni aducir atenuantes. El padre Martin lo había escuchado sentado en silencio junto a la chimenea, con la cabeza baja e inmóvil, y concentrado como si estuviera oyendo una confesión.
– Gracias, padre -dijo Dalgliesh tras una breve pausa-. Eso coincide con lo que nos contó el doctor Stannard.
– Perdone si me entrometo en sus funciones -se disculpó el padre Sebastian-, pero el hecho de que Stannard estuviese escondido en la iglesia ayer por la tarde no significa que no regresara por la noche. ¿Debo entender que lo ha excluido de la investigación?
Dalgliesh no tenía la intención de revelar que Stannard ignoraba cómo se había cometido el asesinato. Se preguntaba si el rector había olvidado la importancia de la llave perdida, cuando éste agregó:
– Claro que si contaba con copias de las llaves, no necesitaba robarlas del despacho. De todos modos, podría haberlo hecho para desviar las sospechas hacia otra persona.
– Sólo si partimos de que el asesinato fue premeditado y no el resultado de un arrebato momentáneo. Stannard no está excluido de la investigación, nadie lo está por el momento, pero le he autorizado para marcharse y supongo que usted se alegrará de perderlo de vista.
– Mucho. Comenzábamos a sospechar que su excusa para visitarnos, la supuesta investigación sobre la vida privada de los primeros tratadistas, era una tapadera. El padre Peregrine fue el primero en señalarlo. No obstante, el abuelo de Stannard fue socio del bufete de abogados que lleva los asuntos del seminario desde el siglo xix. Nos ayudó mucho, así que no queríamos ofender a su nieto. Quizás el archidiácono estuviera en lo cierto: somos esclavos de nuestro pasado. Mi entrevista con Stannard me incomodó. Adoptó una actitud entre prepotente y capciosa, y justificó su codicia y su deshonestidad con un argumento muy trillado: la supuesta santidad de la investigación histórica.
El padre Martin no había abierto la boca durante toda la reunión. Salió del despacho de la secretaria seguido de Dalgliesh y, una vez fuera, se detuvo.
– ¿Te gustaría ver el papiro de san Anselmo? -preguntó.
– Sí, mucho.
– Lo guardo en mi cuarto.
Subieron por la escalera de caracol hasta la torre. Si bien la vista era espectacular, la habitación no parecía cómoda. Estaba equipada con muebles de estilos diversos, demasiado viejos para estar en las zonas públicas y demasiado buenos para tirarlos a la basura. Aunque semejante combinación a menudo crea un ambiente de acogedora intimidad, en este caso producía un efecto deprimente. Dalgliesh dudaba que el padre Martin se hubiera percatado de ello.
En la pared norte había un pequeño grabado religioso en un marco de cuero marrón. No se distinguía con claridad, pero a primera vista Dalgliesh juzgó que carecía de un gran valor artístico, y los colores estaban tan desvaídos que resultaba difícil reconocer la figura central de la Virgen con el Niño. El padre Martin lo descolgó, quitó la parte superior del marco y sacó el grabado. Debajo había dos láminas de cristal y, entre ellas, algo parecido a una hoja de cartón grueso, con los bordes rayados y varios renglones de angulosas letras negras. El padre Martin no la acercó a la ventana, de manera que a Dalgliesh le costó descifrar el texto latino. Le pareció ver una marca circular en el extremo superior derecho, donde el papiro estaba roto. Se apreciaba con nitidez el entramado de juncos que componía el papel.
– Sólo lo han examinado una vez -explicó el padre Martin-, poco después de que lo recibiera la señorita Arbuthnot. Por lo que sé, no cabe duda de que el papiro en sí sea antiguo, quizá del siglo i de nuestra era. Edward, el hermano de la fundadora, no hubiera tenido dificultades para encontrarlo. Como ya sabrás, era egiptólogo.
– Pero ¿por qué se lo dio a su hermana? Sea cual fuere su procedencia, me extraña que se desprendiese de él. Si se trataba de una falsificación destinada a desacreditar la fe de la señorita Arbuthnot, ¿por qué mantenerlo en secreto? Y si pensaba que era auténtico, ¿no era una razón aún mejor para hacerlo público?
– Ése es uno de los principales motivos que nos indujo a creer que era falso. De lo contrario, su descubrimiento le habría dado fama y prestigio, de manera que ¿por qué iba a deshacerse de él? Cabe la posibilidad de que quisiera que su hermana lo destruyese. Si con anterioridad hubiera sacado fotografías de él, podría haber acusado al seminario de hacer desaparecer deliberadamente un papiro de enorme importancia. Con seguridad ella procedió del modo más prudente posible. Las razones de él quedan menos claras.
– También llama la atención que Poncio Pilatos se molestase en cursar la orden por escrito. El procedimiento normal era murmurarla al oído apropiado, ¿no?
– No necesariamente. Para mí ese punto no suscita dudas.
– Pero ahora sería posible zanjar la cuestión, si eso es lo que quiere -aseguró Dalgliesh-. Aunque el papiro date de la época de Cristo, podrían analizar la tinta mediante el método del carbono 14. Así se desvelaría el enigma y sabríamos la verdad.
El padre Martin montó el marco con cuidado, colgó el grabado en la pared y retrocedió para cerciorarse de que no estuviera torcido.
– O sea que crees que la verdad nunca hace daño, Adam.
– Yo no diría tanto, pero nuestro deber es buscarla, por desagradable que resulte descubrirla.
– La búsqueda de la verdad forma parte de tu trabajo. Sin embargo, nunca la aprehendes del todo, desde luego, ni tienes por qué. Aunque eres un hombre muy inteligente, el objetivo de tu actividad no es la justicia. Una cosa es la justicia del hombre, y otra la justicia de Dios.
– No me considero tan arrogante como para pensar lo contrario, padre -repuso Dalgliesh-. Limito mis aspiraciones a la justicia del hombre, o a lo que más se ajuste a ella. Y ni siquiera eso está en mi mano. Mi trabajo consiste en arrestar a alguien. El jurado decide si ese alguien es culpable o inocente y el juez dicta la sentencia.
– ¿Y el resultado es la justicia?
– No siempre. Quizá ni siquiera a menudo. Aun así, en un mundo imperfecto, es lo más próximo a ella.
– No niego la importancia de la verdad -dijo el padre Martin-. ¿Cómo iba a hacerlo? Sólo digo que la búsqueda en ocasiones es peligrosa, y también la verdad cuando por fin se encuentra. Tú sugieres que mandemos examinar el papiro y que averigüemos la verdad mediante el método del carbono 14. Eso no acabaría con la polémica. Algunos afirmarían que un documento tan convincente como éste podría ser una copia de otro más antiguo. Otros se resistirían a creer en la opinión de los expertos. Nos enfrentaríamos a un largo período de discusiones. El papiro seguiría envuelto en un halo de misterio. No necesitamos otro caso como el del sudario de Turín.
Dalgliesh deseaba hacer otra pregunta, pero titubeó; sabía que era atrevida y que, una vez que la formulara, el padre Martin la respondería con sinceridad y quizá con dolor.
– Padre, si examinasen el papiro y establecieran con absoluta certeza que es auténtico, ¿afectaría eso a su fe?
El sacerdote sonrió.
– Hijo mío, ¿qué importancia reviste lo que ocurrió con unos restos mortales para alguien que durante cada hora de su vida ha sentido la viva presencia de Cristo?
En el despacho de abajo, el padre Sebastian había pedido a Emma que subiese a verlo. Después de indicarle que se sentara, dijo:
– Supongo que querrá volver a Cambridge lo antes posible. He hablado con el señor Dalgliesh, y según él no existe razón alguna para impedírselo. De momento no tiene poder para retener aquí a las personas que deseen marcharse, siempre que la policía sepa dónde contactarlas. Naturalmente, ni los estudiantes ni los sacerdotes pueden irse.
La irritación hizo que la voz de Emma sonase más estridente de lo que pretendía:
– ¿O sea que usted y Dalgliesh han estado discutiendo lo que debo o no debo hacer? ¿No cree que debería decidirlo yo misma, padre?
El rector inclinó la cabeza por un instante y luego la miró a los ojos.
– Lo lamento, Emma, me he expresado con torpeza. No fue así. Simplemente di por sentado que querría irse.
– Pero ¿por qué? ¿Por qué lo dio por sentado?
– Hija mía, hay un asesino entre nosotros. Debemos afrontarlo. Yo me sentiría más tranquilo si usted no estuviese aquí. Sé que no hay motivos para pensar que estamos en peligro, pero esta situación no debe de ser agradable ni para usted ni para nadie.
– Eso no significa que desee marcharme -replicó Emma en un tono más calmado-. Usted dijo que el seminario continuaría con las actividades normales en la medida de lo posible. Por lo tanto, pensé que me quedaría para impartir los tres seminarios programados. No entiendo qué relación guarda eso con la policía.
– Ninguna, Emma. Hablé con Dalgliesh porque sabía que usted y yo mantendríamos esta conversación y quería cerciorarme antes de que todos los presentes fuesen libres de irse. De nada habría servido discutir sus deseos sin dejar zanjado ese punto. Le ruego que disculpe mi falta de tacto. En cierto modo todos somos prisioneros de nuestra educación. Me temo que mi primer impulso me mueve a lanzar a las mujeres y los niños a los botes salvavidas. -Sonrió y añadió-: Es un hábito que solía molestar a mi esposa.
– ¿Qué ocurre con la señora Pilbeam y Karen Surtees? ¿Se marchan?
El rector vaciló y esbozó una sonrisa triste. A pesar de todo, a Emma se le escapó una risita.
– ¡Ay, padre! ¿No irá a decirme que las dos estarán bien porque tienen un hombre que las proteja?
– No, no me proponía agravar mi delito. La señorita Surtees le ha dicho a la policía que piensa quedarse hasta que arresten al culpable. Tal vez deba pasar una buena temporada aquí. Creo que será ella quien proteja a su hermano. Le he sugerido a la señora Pilbeam que se aloje en casa de uno de sus hijos casados, pero ella ha preguntado con cierta brusquedad quién se haría cargo de la cocina en ese caso.
Una idea incómoda asaltó a Emma.
– Lamento haber sido grosera con usted. Reconozco mi egoísmo. Si mi ausencia les facilita las cosas a usted y a los demás, entonces me marcharé, desde luego. No quiero convertirme en un estorbo ni en un motivo de preocupación más. Sólo pensaba en lo que yo quería.
– En tal caso, quédese, por favor. Aunque su presencia quizá represente un motivo de preocupación para mí, sobre todo durante los próximos tres días, también constituirá un inmenso consuelo y una fuente de paz para todos. Usted siempre ha ejercido una influencia positiva en este lugar, Emma. Y sigue haciéndolo.
Sus ojos se encontraron otra vez, y a ella no le cupo duda de lo que vio: placer y alivio. Desvió la mirada, temiendo que él viese en ella una emoción menos aceptable: pena. «No es un hombre joven -se dijo-, y éste podría ser el final de todo aquello que ha amado y por lo que ha luchado.»
En Saint Anselm el almuerzo siempre era más sencillo que la cena; por lo general consistía en una sopa, seguida por una variedad de ensaladas con embutidos y un plato de verdura caliente. Al igual que la cena, la mayor parte se desarrollaba en silencio. Ese día, Emma acogió el silencio con especial alivio e intuyó que a todos les sucedía lo mismo. Cuando la comunidad estaba reunida, la quietud parecía la única respuesta a una tragedia que, en su grotesco horror, trascendía tanto el ámbito de las palabras como el del entendimiento. Y el silencio en Saint Anselm, más positivo que la mera ausencia de cháchara, era siempre una bendición; ahora confería a la cena un ilusorio aire de normalidad. Sin embargo, todos comieron poco, y hasta los platos de sopa quedaron medio llenos mientras la señora Pilbeam, pálida como el papel, trajinaba entre los comensales como una autómata.
Emma había planeado regresar a Ambrosio para trabajar, pero sabía que le resultaría imposible concentrarse. Movida por un deseo súbito que en un principio le habría costado explicar, decidió ir a San Lucas a ver a Gregory. Cuando coincidían en el seminario, cosa que no siempre ocurría, se encontraban cómodos el uno con el otro. Aunque la relación entre ambos nunca había sido íntima, Emma necesitaba hablar con alguien que se hallara en Saint Anselm pero no perteneciese a la institución, alguien que no la obligara a sopesar cada palabra. Le ayudaría a desahogarse comentar el asesinato con una persona que, según sospechaba, lo consideraría más intrigante que angustioso.
Gregory estaba en casa. La puerta de la casa San Lucas estaba abierta, e incluso antes de llegar alcanzó a oír la música de Haendel. Reconoció la cinta porque ella también la tenía: era el contralto James Bowman cantando Ombra mai fu. La exquisita y diáfana voz fluía con creciente intensidad sobre el descampado. Ella aguardó a que terminase el aria, y cuando alzó la mano para llamar, Gregory le gritó que pasara. Emma cruzó el ordenado estudio tapizado de libros y entró en la galería acristalada que daba al descampado. El sabroso olor del café que él estaba tomando inundaba la estancia. Ella no se había quedado a esperar el café en el seminario, así que cuando él le ofreció una taza, la aceptó. Gregory arrimó una pequeña mesa de mimbre al sillón a juego y ella se arrellanó, sorprendentemente contenta de estar allí.
Pese a que no había venido con una idea clara de lo que pretendía, había algo que necesitaba decir. Observó a Gregory mientras servía el café. La perilla le prestaba un aire ligeramente siniestro y mefistofélico a una cara que siempre le había parecido más interesante que atractiva. El cabello entrecano caía sobre la abombada frente en unos rizos tan regulares que a ella se le antojaban hechos con rulos. Bajo los delgados párpados, los ojos contemplaban el mundo con un divertido e irónico desprecio. Gregory se cuidaba. Emma sabía que corría a diario y nadaba con regularidad, excepto en los meses más fríos del año. Mientras él le tendía la taza vio una vez más la deformidad que nunca se esforzaba por disimular. En la adolescencia, se había amputado accidentalmente con un hacha la parte superior del anular izquierdo. Le había explicado las circunstancias en su primer encuentro, y Emma había advertido que deseaba recalcar que se debía a un accidente y no a un defecto de nacimiento. Le había desconcertado el evidente malestar de Gregory y su necesidad de explayarse sobre un defecto que difícilmente supondría un inconveniente para él. Una muestra más de su notable engreimiento, pensó Emma.
– Quería consultarle algo -dijo-. No, me he expresado mal, necesitaba hablar de algo.
– Me halaga. Pero ¿por qué me ha escogido a mí? ¿No sería más apropiado que acudiese a uno de los sacerdotes?
– No quiero molestar al padre Martin y sé lo que me contestaría el padre Sebastian. Bueno, creo saberlo, porque a veces me sorprende.
– Si se trata de un asunto moral, se supone que los expertos son ellos -señaló Gregory.
– Supongo que se trata de un asunto moral, o al menos ético, pero no estoy segura de necesitar un experto. ¿Hasta qué punto cree que debemos cooperar con la policía? ¿Cuánto debemos decirles?
– Ésa es la cuestión, ¿no?
– Sí, ésa es la cuestión.
– Tal vez deberíamos concretar más. Presumo que usted quiere que atrapen al asesino de Crampton, ¿no? ¿Eso le plantea alguna duda? ¿Acaso opina que en ciertas circunstancias el asesinato es perdonable?
– No, de ninguna manera. Prefiero que atrapen a todos los asesinos. No sé qué convendría hacer con ellos después, pero incluso si me inspiran simpatía o compasión, quiero que los detengan.
– Sin embargo, no desea participar activamente en la caza, ¿verdad?
– No me gustaría perjudicar a un inocente.
– Ah -dijo Gregory-, pero no puede evitarlo. Como tampoco Dalgliesh. En todas las investigaciones de asesinato algún inocente sale perjudicado. ¿En quién está pensando en particular?
– Preferiría no decirlo. -Después de una breve pausa, añadió-: No sé por qué lo molesto con este asunto. Supongo que me hacía falta hablar con alguien que no formara parte del seminario.
– Ha venido a hablar conmigo porque yo no le importo -repuso Gregory-. No la atraigo sexualmente. Se encuentra a gusto aquí porque nada de lo que nos digamos cambiará la relación entre nosotros; de hecho, no hay nada que cambiar. Piensa que soy inteligente, sincero, difícil de escandalizar y fiable. Todo eso es cierto. Además, no cree que yo haya matado a Crampton. Y tiene toda la razón, no lo hice. El archidiácono no despertó en mí el menor interés cuando estaba vivo, y mucho menos ahora que está muerto. Reconozco que siento una natural curiosidad por saber quién lo mató, aunque eso es todo. También me gustaría enterarme de cómo murió, pero usted no me lo dirá y no pienso exponerme a una negativa preguntándoselo. No obstante, estoy implicado en el caso, como todos. Dalgliesh aún no me ha mandado llamar, pero no me engaño pensando que es porque figuro entre los últimos puestos de la lista de sospechosos.
– ¿Y qué le dirá cuando lo interrogue?
– Responderé a sus preguntas con sinceridad. No mentiré. Si me piden mi opinión personal, la daré con suma prudencia. No haré conjeturas ni ofreceré información que no me exijan. Y naturalmente no trataré de sacarle las castañas del fuego a la policía; Dios sabe que les pagan más que suficiente. Recordaré que siempre se está a tiempo de añadir algo a lo que uno dice, pero que las palabras ya pronunciadas no pueden retirarse. Eso es lo que me propongo hacer. Aunque es probable que mi arrogancia y mi curiosidad desmedida me impidan seguir mis propios consejos cuando Dalgliesh y sus secuaces se dignen llamarme.
– En resumen, me aconseja que no mienta pero que tampoco revele más de lo que me piden -concluyó Emma-; que espere a que me interroguen y luego responda con sinceridad.
– Algo así.
Entonces le hizo una pregunta que deseaba formularle desde que se habían conocido. Resultaba curioso que ése le pareciese el momento oportuno.
– Usted no siente simpatía por la gente del seminario, ¿verdad? ¿Se debe a que no es creyente o a que piensa que tampoco lo son ellos?
– Oh, no, ellos sí que lo son. El problema es que lo que creen se ha vuelto irrelevante. No me refiero a las enseñanzas morales; del legado judeocristiano se deriva la civilización occidental, y deberíamos estar agradecidos por ello. No obstante, la Iglesia a la que sirven agoniza. Cada vez que contemplo El juicio final intento entender lo que significó para los hombres del siglo xv. Cuando la vida es dura, corta y llena de dolor, uno necesita la esperanza del cielo; cuando no hay leyes eficaces, uno necesita el elemento disuasorio del infierno. La Iglesia les brindaba consuelo, iluminación, paz, cuadros, historias y la ilusión de una vida eterna. El siglo xxi ofrece otras compensaciones: el fútbol, por ejemplo. En él hay rito, color, acción y la sensación de pertenecer a un grupo; el fútbol también tiene sumos sacerdotes e incluso mártires. Y luego están las compras, el arte, la música, los viajes, el alcohol, las drogas… Cada uno de nosotros cuenta con sus propios recursos para mantener a raya los dos grandes horrores de la vida humana: el tedio y la certeza de que vamos a morir. Y ahora, Dios nos asista, tenemos Internet. Pornografía a raudales con sólo pulsar unas cuantas teclas. Todo está allí, tanto si quiere ponerse en contacto con una banda de pederastas como si desea aprender a fabricar una bomba para librarse de la gente que odia. Además, por supuesto, constituye una mina de otra clase de datos, algunos incluso fidedignos.
– ¿Y cuando todas esas cosas fallan? -preguntó Emma-. ¿Hasta la música, la poesía, el arte?
– Entonces, querida, uno debe recurrir a la ciencia. Si preveo que mi final será desagradable, echaré mano de la morfina y la compasión de mi médico. O quizá me adentre en el mar y contemple por última vez el cielo.
– ¿Por qué sigue aquí? O más bien, ¿por qué aceptó este empleo?
– Porque me gusta enseñar griego a jóvenes inteligentes. ¿Por qué es usted profesora universitaria?
– Porque me gusta enseñar literatura inglesa a jóvenes inteligentes. Aunque ésa es una respuesta parcial. En ocasiones me pregunto hacia dónde voy. Sería agradable realizar una obra creativa y original en lugar de limitarme a analizar la creatividad de otros.
– ¿Atrapada en la espesura de la selva académica? Yo me he guardado bien de internarme en ella. Este lugar es ideal para mí. Tengo suficiente dinero ahorrado para permitirme trabajar a tiempo parcial. Llevo otra vida en Londres; los sacerdotes de Saint Anselm no la aprobarían, pero a mí me estimulan los contrastes. También preciso de paz para escribir y meditar, y aquí la he encontrado. Nunca recibo visitas. Mantengo a la gente alejada con la excusa de que sólo dispongo de una habitación. Como en el seminario si lo deseo, con la garantía de que disfrutaré de platos excelentes, un vino aceptable, cuando no memorable y una conversación a menudo interesante y rara vez aburrida. Me gusta dar paseos solitarios, y la desolación de esta costa me va como anillo al dedo. Disfruto de alojamiento y comida gratis, y el seminario me paga un sueldo ridículo a cambio de una enseñanza de calidad que no podrían permitirse de otra manera. Por culpa del asesino, todo esto se acabará. Empieza a caerme mal.
– Lo peor es saber que podría ser cualquiera de los que están aquí, alguien que conocemos.
– Un trabajo interno, como diría nuestra querida policía. ¿Acaso existe otra posibilidad? Vamos, Emma, usted no es una cobarde. Afronte la verdad. ¿Qué ladrón iba a conducir en la oscuridad y en una noche de tormenta hasta una iglesia remota que difícilmente estaría abierta con el fin de robar las monedas del cepillo? Y el círculo de sospechosos no es grande. Usted queda descartada, querida. El primero en llegar al escenario del crimen siempre despierta sospechas en las novelas policíacas, a las que, dicho sea de paso, nuestros sacerdotes son muy aficionados, pero me atrevo a asegurarle que su inocencia no está en entredicho. Eso nos deja con los cuatro seminaristas que estaban anoche en el seminario y siete personas más: los Pilbeam, Surtees y su hermana, Yarwood, Stannard y yo. Doy por sentado que ni siquiera Dalgliesh sospecha de nuestros representantes de Dios, aunque probablemente los tenga en cuenta, sobre todo si recuerda las palabras de Pascal: «Los hombres nunca hacen el mal con mayor eficacia y ligereza que cuando actúan guiados por una convicción religiosa.»
– Sin duda podemos eliminar a los Pilbeam, ¿no? -murmuró Emma, que no quería hablar de los sacerdotes.
– Reconozco que cuesta imaginarlos en el papel de asesinos, pero lo mismo sucede con todos. Sin embargo, me horroriza pensar en una excelente cocinera cumpliendo cadena perpetua. De acuerdo, descartemos a los Pilbeam.
Emma estaba a punto de decir que debían excluir también a los cuatro seminaristas, pero se contuvo. Temía la respuesta de Gregory.
– Usted tampoco es un sospechoso, ¿no? -señaló en cambio-. No tenía motivos para odiar al archidiácono. De hecho, su asesinato tal vez ocasione el cierre definitivo de Saint Anselm. Y es lo último que usted querría, ¿no?
– De todas maneras iban a cerrarlo. Es un milagro que haya permanecido abierto tanto tiempo. Pero está en lo cierto, no tenía motivos para desear la muerte de Crampton. Si fuese capaz de matar a alguien, y no lo soy excepto en defensa propia, probablemente escogería a Sebastian Morell.
– ¿Al padre Sebastian? ¿Por qué?
– Un antiguo rencor. Impidió que me convirtiese en miembro de la junta rectora de All Souls College. Ahora no me importa, pero en su momento me afectó mucho. Vaya si me afectó. Escribió una ponzoñosa crítica de mi último libro en la que insinuaba que había cometido plagio. Y no era verdad; se trataba sólo de una de esas coincidencias de frases e ideas que se producen de vez en cuando. Aun así, el escándalo no me favoreció.
– ¡Qué horror!
– No es para tanto. Esas cosas pasan; usted ha de saberlo. Es la pesadilla de todo escritor.
– Pero ¿por qué lo contrató para este empleo? Es imposible que olvidase aquel asunto.
– Nunca lo mencionó. Y no es imposible que lo olvidara. Aunque para mí fuese importante, es obvio que para él no lo fue. Aun si lo recordaba cuando solicité mi puesto, dudo que le hubiera preocupado; no iba a desperdiciar la oportunidad de fichar a un excelente profesor para Saint Anselm por poco dinero. -Gregory miró a Emma, que se quedó callada y con la cabeza gacha-. Tome otra taza de café. Luego me contará los últimos cotilleos de Cambridge.
Cuando Dalgliesh llamó para citar a George Gregory en la casa San Mateo, el profesor dijo:
– Preferiría que me interrogasen aquí. Estoy esperando una llamada de mi agente y ella sólo tiene este número. Detesto los teléfonos móviles. -A Dalgliesh le extrañó que alguien aguardase una llamada profesional en domingo-. Habíamos acordado que mañana comeríamos juntos en Londres, en el Ivy -añadió Gregory, como si intuyera su escepticismo-. Ahora sospecho que no me será posible acudir a la cita, o que quizá no resulte conveniente. He intentado localizarla, pero no lo he conseguido. Le he dejado un mensaje en el contestador pidiéndole que me llame. Naturalmente, si no consigo hablar con ella hoy o mañana a primera hora, habré de viajar a Londres. Supongo que no me pondrán objeciones.
– Por el momento no veo ninguna razón para ello -dijo Dalgliesh-. Aunque preferiría que todo el mundo permaneciese en Saint Anselm por lo menos hasta que terminemos con la primera parte de la investigación.
– Le aseguro que no pretendo huir. Más bien al contrario; a uno no se le presentan muchas ocasiones de vivir indirectamente la emoción de un asesinato.
– No creo que la señorita Lavenham comparta su satisfacción ante esta experiencia -comentó Dalgliesh.
– Ah, claro que no, pobre chica. Pero ella ha visto el cadáver. Sin ese terrible impacto visual, el asesinato provoca un atávico placer morboso; parece más un episodio de una novela de Agatha Christie que un hecho real. En teoría, el terror imaginado cala más hondo que el verdadero, aunque no creo que eso se aplique a un homicidio. Estoy seguro de que quien ha visto a una persona asesinada jamás consigue borrar esa imagen de su mente. Entonces ¿vendrá usted? Gracias.
La observación de Gregory, aunque brutalmente insensible, no era del todo errónea. Arrodillado junto al cadáver de la primera e inolvidable víctima, en sus tiempos de detective bisoño y recién incorporado al CID, Dalgliesh había descubierto la fuerza destructiva del asesinato con una mezcla de horror, ira y compasión. Ahora se preguntó cómo lo estaría sobrellevando Emma Lavenham y si podía o debía hacer algo por ella. Tal vez no. Cabía la posibilidad de que lo interpretase como una intromisión o una muestra de paternalismo. Le había pedido que no hablara de lo que había visto en la iglesia con nadie, salvo con el padre Martin, y éste, pobre hombre, seguramente necesitaba más consuelo y apoyo de lo que se hallaba en condiciones de ofrecer a otros. Desde luego, nada le impedía marcharse y llevarse el secreto consigo, pero ella no era de las que huyen. ¿Por qué estaba tan seguro de eso si apenas la conocía? Apartó ese problema de su mente con resolución y se concentró en la tarea que se traía entre manos.
No le molestó ir a San Lucas para ver a Gregory. No albergaba la intención de interrogar a los seminaristas en sus habitaciones cuando a ellos les conviniese; era más apropiado, práctico y expeditivo que compareciesen ante él. Sin embargo, Gregory se encontraría más cómodo en su territorio, y los sospechosos bajaban la guardia con más facilidad cuando se relajaban. Además, se descubrían más cosas sobre un testigo mediante un discreto escrutinio de su entorno que con una docena de preguntas directas. Los libros, los cuadros y la disposición de los muebles a menudo proporcionaban un testimonio más revelador que las palabras.
Mientras él y Kate seguían a Gregory a la sala, Dalgliesh se sorprendió una vez más de la singularidad de cada una de las tres casas ocupadas: la alegre confortabilidad doméstica de los Pilbeam; la pulcra sala de trabajo de Surtees, con su olor a madera, aguarrás y pienso, y ahora un lugar que a todas luces constituía el espacio vital de un académico, también obsesivamente ordenado. La vivienda estaba acondicionada en función de los dos intereses principales de Gregory: la literatura y la música clásicas. Unas estanterías cubrían las paredes de la estancia del frente desde el suelo hasta el techo, excepto por un espacio situado encima de la ornamentada chimenea victoriana, donde había una reproducción del Arco de Constantino de Piranesi. Por lo visto, para Gregory era importante que la altura de los estantes se correspondiese exactamente con la de los libros -una manía que Dalgliesh compartía-, lo que en conjunto obraba el efecto de una habitación engalanada con la armoniosa suntuosidad del suave brillo dorado y el cuero marrón de los lomos. Debajo de la ventana, en la que a falta de cortina una persiana de madera tamizaba la luz, había un escritorio de roble natural equipado con un ordenador y una práctica silla de oficina.
Cruzaron una puerta para pasar al anexo, una galería construida fundamentalmente de cristal y tan ancha como la casa. Ahí estaba el salón de Gregory, amueblado con ligeros pero cómodos sillones de mimbre, un sofá, una mesa auxiliar y otra grande y circular situada al fondo sobre la que descansaban varios libros y revistas. Incluso éstos se encontraban en perfecto orden, aparentemente apilados según su tamaño. En el techo y los costados de vidrio habían instalado persianas venecianas que, a juicio de Dalgliesh, resultarían imprescindibles en verano. En la estancia, orientada al sur, reinaba una temperatura agradablemente cálida incluso en esa época. Desde ahí se abarcaban una inhóspita extensión de matorrales, las lejanas copas de los árboles que rodeaban la laguna y, al este, la acerada superficie del mar del Norte.
Los bajos sillones de mimbre no eran ideales para un interrogatorio policial, pero no había otro sitio donde sentarse. Gregory se acomodó en el sillón que daba al sur, se reclinó y extendió las piernas como si se dispusiese a pasar un rato tranquilo en un club social.
Dalgliesh comenzó con preguntas cuyas respuestas conocía ya por los expedientes personales, aunque el de Gregory contenía menos información que los de los seminaristas. El primer documento, una carta del Keble College, Oxford, dejaba claro a través de qué medios había llegado a Saint Anselm. Dalgliesh, que poseía una memoria prodigiosa para la letra impresa, la recordó con facilidad.
Ahora que Bradley por fin se ha retirado (¿cómo habéis logrado convencerlo?), se rumorea que estáis buscando un sustituto. Me pregunto si habéis pensado en George Gregory. Tengo entendido que actualmente está ocupado en una nueva traducción de Eurípides y que le gustaría encontrar un empleo a tiempo parcial, preferiblemente en el campo, donde pudiese continuar con su trabajo en paz. No conseguiréis a nadie con mayores méritos académicos, desde luego, y está dotado para la enseñanza. La suya es la típica historia del erudito que nunca alcanza su pleno potencial. No es el más afable de los hombres, pero creo que os serviría. El viernes cenamos juntos aquí y tocamos este tema. Aunque no le prometí nada, le aseguré que averiguaría en qué situación estabais. Supongo que habrá que negociar con él el asunto del dinero, pero no es lo que más le importa. Lo que busca por encima de todo es intimidad y paz.
Ahora Dalgliesh dijo:
– Usted llegó aquí en 1995, invitado por el seminario.
– Podría decirse que fui el resultado de una intensa búsqueda. El seminario necesitaba un profesor de griego clásico con experiencia y conocimientos de hebreo. Yo quería un puesto docente a tiempo parcial, preferiblemente en el campo y con alojamiento. Dispongo de una casa en Oxford, pero está alquilada. El inquilino es responsable y el alquiler, alto. No me gustaría desbaratar esta situación. El padre Martin habría considerado que nuestro encuentro fue providencial; el padre Sebastian lo vio más como un ejemplo de su poder para manejar los acontecimientos a su conveniencia y a la del seminario. Si bien no puedo hablar por Saint Anselm, creo que ninguna de las dos partes ha lamentado el trato.
– ¿Cuándo conoció al archidiácono Crampton?
– En su primera visita, hace unos tres meses, cuando lo nombraron miembro del consejo de administración. No recuerdo la fecha exacta. Estuvo aquí de nuevo hace dos semanas y volvió a venir ayer. En la segunda ocasión se tomó la molestia de buscarme para preguntarme cuáles pensaba que eran los términos precisos de mi contrato. Creo que si no se lo hubiese impedido me habría sermoneado sobre mis convicciones religiosas, o la falta de ellas. Lo remití a Sebastian Morell para que resolviese la primera cuestión con él, y en la segunda me mostré lo bastante desatento como para empujarlo a buscar víctimas más complacientes… como Surtees, supongo.
– ¿Y en esta última visita?
– Sólo lo vi anoche, en la cena. No fue un acontecimiento particularmente festivo, pero usted se hallaba presente, de manera que habrá visto y oído lo mismo que yo, o quizá más. Después de cenar, me marché antes del café y regresé aquí.
– ¿Y qué hizo durante el resto de la noche, señor Gregory?
– Lo pasé en esta casa. Leí un poco y corregí media docena de trabajos de clase. Luego escuché música, concretamente Wagner, y me fui a la cama. Y para ahorrarle la pregunta, le diré que no salí en ningún momento de la noche. No vi a nadie ni oí nada, salvo el sonido de la tormenta.
– ¿Y cuándo se enteró del asesinato del archidiácono?
– A las siete menos cuarto me llamó Raphael Arbuthnot para informarme de que el padre Sebastian había convocado a todos los residentes a una reunión de urgencia que se celebraría a las siete y media en la biblioteca. No me dio explicaciones, de manera que no supe lo del asesinato hasta que estuvimos todos reunidos.
– ¿Cómo reaccionó ante la noticia?
– De manera complicada. Supongo que inicialmente con horror e incredulidad. No conocía al archidiácono, así que no tenía motivos para experimentar dolor o pesar. Ese numerito de la biblioteca fue extraordinario, ¿no? Nadie como Morell para organizar algo así. Me imagino que se le habrá ocurrido a él. Allí estábamos todos, unos sentados y otros de pie, como una familia mal avenida esperando la lectura de un testamento. He dicho que mi primera reacción fue de horror y es verdad. Sentí horror, pero no sorpresa. Cuando entré en la biblioteca y vi la cara de Emma Lavenham, comprendí que había ocurrido algo grave. Creo que intuí lo que Morell iba a contarnos.
– ¿Sabía que en Saint Anselm no apreciaban en exceso las visitas del archidiácono?
– Procuro mantenerme al margen de la política del seminario; las instituciones pequeñas y aisladas como ésta son un buen caldo de cultivo para los chismorreos y las insinuaciones maliciosas. Aun así, no soy ciego ni sordo. Creo que casi todos sabemos que el futuro de Saint Anselm es incierto y que el archidiácono Crampton estaba empeñado en que lo cerrasen cuanto antes.
– ¿Y a usted le molestaría que eso ocurriera?
– No me gustaría, pero poco después de llegar aquí me percaté de que existía esa posibilidad. Sin embargo, teniendo en cuenta la lentitud con que realiza sus gestiones la Iglesia anglicana, pensé que estaría a salvo durante al menos diez años más. Lamentaré perder la casa, sobre todo porque pagué la construcción de este anexo. Es un sitio idóneo para mi trabajo y no lo abandonaré de buena gana. Claro que es posible que no tenga que marcharme, desde luego. No sé qué piensa hacer la Iglesia con el edificio, pero no les resultará fácil venderlo. Tal vez pueda comprar la casa. Todavía es pronto para pensar en ello; ni siquiera sé si pertenece a las autoridades de la Iglesia o a la diócesis. Soy completamente ajeno a ese mundo.
O bien ignoraba las disposiciones testamentarias de la señorita Arbuthnot o intentaba ocultar lo que sabía. Como al parecer no había más información que intercambiar, Gregory hizo ademán de levantarse. Sin embargo, Dalgliesh no había terminado.
– ¿Ronald Treeves era alumno suyo? -preguntó.
– Desde luego. Enseño griego clásico y hebreo a todos los ordenandos, salvo a aquellos que se graduaron en lenguas clásicas. Treeves había estudiado geografía, de manera que estaba siguiendo el curso de tres años y había empezado de cero con el griego. Vaya, había olvidado que usted vino aquí para investigar su muerte. Ha perdido toda trascendencia en comparación con ésta, ¿no? Bueno, siempre fue intrascendente; como supuesto asesinato, quiero decir. El dictamen más lógico habría sido el de suicidio.
– ¿Fue ésa su conclusión cuando vio el cadáver?
– Es la conclusión a la que llegué en cuanto dispuse de tiempo para pensar con claridad. Lo que me convenció fue la ropa doblada. Un joven que se propone trepar a un acantilado no pliega su sotana y su capa con un esmero ritual. Vino aquí para una clase particular el viernes por la tarde, antes de las completas, y lo vi igual que siempre; no estaba especialmente alegre, pero eso no era raro en él. No recuerdo que entabláramos una conversación que no guardase relación con la traducción en la que estaba trabajando. Me fui a Londres justo después y pasé la noche en mi club. Cuando volvía el sábado por la tarde, la señora Munroe me detuvo en el camino.
– ¿Cómo era Ronald? -inquirió Kate.
– ¿Treeves? Impasible, trabajador, inteligente…, aunque quizá no tanto como él creía. También era inseguro y sorprendentemente intolerante para su edad. Creo que su padre desempeñaba un papel preponderante en su vida. Supongo que eso explica su elección de carrera: si no eres capaz de suceder a papá en su campo, al menos debes mostrarte lo menos complaciente posible a la hora de escoger profesión. De todos modos, nunca hablamos de su vida privada. Me he impuesto la norma de no involucrarme en los asuntos de los estudiantes. En una facultad pequeña como ésta, eso suele conducir al desastre. Estoy aquí para enseñar griego y hebreo, no para ahondar en la mente de mis alumnos. Cuando digo que necesito intimidad, me refiero también a que necesito protegerme de la carga de la personalidad humana. A propósito, ¿cuándo saldrá a la luz pública el asesinato? Me imagino que habremos de prepararnos para el habitual asedio de la prensa.
– Será imposible mantenerlo en secreto indefinidamente, desde luego -admitió Dalgliesh-. El padre Sebastian y yo hemos estado estudiando cómo podría ayudarnos el Departamento de Relaciones Públicas. Organizaremos una conferencia de prensa en cuanto tengamos algo que decir.
– ¿Y no hay inconveniente en que me vaya a Londres hoy?
– No estoy autorizado para impedírselo.
Gregory se levantó despacio.
– Creo que de todas maneras cancelaré la comida de mañana. Tengo el pálpito de que esto me deparará más emociones que una tediosa discusión sobre los pecadillos de mi editor y los detalles de mi nuevo contrato. Supongo que preferirá que no explique los motivos del cambio de planes.
– Sería conveniente en estos momentos.
Gregory ya se dirigía hacia la puerta.
– Es una pena. Disfrutaría comentando que no voy a Londres porque soy sospechoso de asesinato. Adiós, comisario. Si me necesita, ya sabe dónde encontrarme.
La brigada terminó el día como lo había empezado, reunida en la casa San Mateo. Ahora, sin embargo, estaban en la sala más cómoda, sentados en el sofá y en los sillones y tomando el último café del día. Había llegado el momento de evaluar los progresos. Habían averiguado la hora y la procedencia de la llamada a la señora Crampton. Su autor había utilizado el teléfono público adosado a la pared del pasillo contiguo a la sala de la señora Pilbeam. Eso confirmaba lo que sospechaban desde el principio: que el asesino procedía de Saint Anselm.
Piers, que se había ocupado de investigar la llamada, observó:
– Si estamos en lo cierto y esa misma persona telefoneó más tarde al móvil del archidiácono, todos los que asistieron a las completas quedarían libres de sospecha. Eso nos deja con Surtees y su hermana, Gregory, el inspector Yarwood, los Pilbeam y Emma Lavenham. Dudo que alguno de nosotros vea a la doctora Lavenham como posible asesina, y ya hemos descartado a Stannard.
– No del todo -apuntó Dalgliesh-. Carecemos de mecanismos legales para retenerlo y yo estoy completamente seguro de que no sabe cómo murió Crampton. Pero eso no significa que no se hallara implicado. Aunque se ha marchado de Saint Anselm, no debemos olvidarnos de él.
– Hay algo más -dijo Piers-. Arbuthnot llegó a la sacristía justo a tiempo para las completas. Oí esa información de boca del padre Sebastian, que naturalmente no estaba al tanto de su importancia. Robbins y yo hemos efectuado una comprobación, señor. Los dos corrimos desde la puerta del claustro sur y cruzamos el patio en diez segundos. Tuvo tiempo de hacer la llamada y entrar en la iglesia a las nueve y media en punto.
– Habría sido muy arriesgado, ¿no? -señaló Kate-. Podría haberlo visto alguien.
– ¿En la oscuridad? ¿Con la débil luz de los claustros? ¿Y quién iba a verlo? Estaban todos en la iglesia. No entrañaba un riesgo importante.
– Me pregunto si no será prematuro descartar a todos los que estuvieron en la iglesia, señor -intervino Robbins-. Supongamos que Caín tenía un cómplice. No hay indicios de que el asesino actuase solo. Nadie de los que se hallaban en la iglesia antes de las nueve y veintiocho pudo hacer la llamada, y sin embargo eso no prueba que alguno de ellos no estuviese involucrado en el asesinato.
– ¿Una conspiración? -preguntó Piers-. Bueno, es posible. Varias personas lo odiaban. Quizá fuesen un hombre y una mujer. Cuando Kate y yo interrogamos a los Surtees, percibimos que ocultaban algo. Eric estaba visiblemente asustado.
El único sospechoso que había revelado algo interesante era Karen Surtees. Había asegurado que ni ella ni su hermano habían salido de San Juan en ningún momento de la noche. Se habían acostado a las once, después de ver un rato la televisión. Cuando Kate la había interrogado sobre la posibilidad de que alguno de los dos hubiese salido de la casa sin que el otro se enterase, había contestado: «Ésa es una forma muy grosera de preguntarnos si salimos en medio de la tormenta para asesinar al archidiácono. Pues no lo hicimos. Eric no podría haber salido de la casa sin que yo lo notase. Para su información, dormimos en la misma cama. En realidad soy su hermanastra, y aunque no lo fuese, ustedes están investigando un asesinato, no un incesto. No es asunto suyo.»
– ¿Y su explicación satisfizo a ambos? -inquirió Dalgliesh.
– Sí, nos bastó con mirar la cara de su hermano -respondió Kate-. No sé si ella le había comentado lo que se proponía decir, pero fue evidente que a él no le gustó. Y resulta curioso que se haya molestado en contarnos una cosa así, ¿no? Si necesitaba una coartada, podría haber dicho que la tormenta los había mantenido en vela durante la mayor parte de la noche. Bueno, ya sé que es una mujer que disfruta escandalizando a los demás, pero eso no parece un motivo suficiente para desvelar el asunto del incesto…, si es que lo hay.
– Lo que sí demuestra es que estaba muy ansiosa por presentar una coartada, ¿no? -observó Piers-. Como si los dos se hubieran anticipado a los acontecimientos, diciendo la verdad ahora porque al final quizá los obliguen a confesarla en los tribunales.
Si bien habían encontrado una ramita en la habitación de Raphael Arbuthnot, en el claustro norte, los técnicos no habían descubierto ningún otro objeto de interés. Durante el día, Dalgliesh había terminado de convencerse de la importancia de ese hallazgo. Si su primera impresión era cierta, la ramita constituiría una prueba esencial, sin embargo consideró que aún era pronto para comunicar sus sospechas a los demás.
Discutieron los resultados de las entrevistas personales. Con la excepción de Raphael, todos afirmaban haberse ido a la cama decorosamente a las once y media o antes y que, salvo por las ocasionales molestias derivadas del fuerte viento, no habían visto ni oído nada raro durante la noche. El padre Sebastian se había mostrado servicial pero frío. Esforzándose de un modo patente para disimular su malestar ante el hecho de que los interrogasen los subordinados de Dalgliesh, había comenzado por decir que disponía de poco tiempo porque estaba esperando a la señora Crampton. No obstante, ese poco tiempo fue suficiente. Según el rector, había trabajado en un artículo para una revista teológica hasta las once y se había acostado a las once y media, después de tomar su acostumbrado whisky. El padre John Betterton y su hermana habían leído una obra de teatro hasta las diez y media, tras lo cual la mujer había preparado leche con cacao para los dos. Los Pilbeam habían visto la televisión y tomado abundante té para combatir la tormentosa noche.
A las ocho dieron por terminada la jornada. Hacía tiempo que los técnicos se habían retirado a su hotel, y ahora Kate, Piers y Robbins se despidieron de Dalgliesh. Al día siguiente Kate y Robbins irían a Ashcombe House para intentar averiguar algo más sobre la señora Munroe. Dalgliesh guardó los papeles en su maletín, que cerró con llave, cruzó el descampado hacia el claustro oeste y entró en Jerónimo.
Entonces sonó el teléfono. Era la señora Pilbeam. El padre Sebastian le había encargado que sugiriese al comisario que cenara en su apartamento, a fin de evitarse la molestia de ir a Southwold. Sólo había sopa, ensalada, embutido y fruta, pero si eso era suficiente, Pilbeam no tenía inconveniente en llevárselo a la habitación. Contento de ahorrarse el viaje en coche, Dalgliesh le agradeció el ofrecimiento y aceptó encantado. Pilbeam llegó con la cena diez minutos después. Dalgliesh intuyó que no quería que su esposa saliese en la oscuridad, ni siquiera para cruzar el patio. Ahora, con sorprendente destreza, apartó el escritorio de la pared, puso la mesa y sirvió la comida. «Si deja la bandeja fuera, señor, pasaré a recogerla dentro de una hora», le indicó.
El termo contenía una minestrone casera, con abundante verdura y pasta. La señora Pilbeam había acompañado la sopa con un bol con queso parmesano y tres panecillos calientes envueltos en una servilleta y mantequilla. Un plato con ensalada y un jamón excelente completaban la cena. Alguien, quizás el padre Sebastian, había enviado un clarete, aunque sin copa. A Dalgliesh no le apetecía beber solo, de manera que guardó la botella en el armario y al terminar de comer preparó café. Depositó la bandeja ante la puerta y al cabo de unos minutos oyó los pesados pasos de Pilbeam en las baldosas del claustro. Abrió la puerta para darle las gracias y las buenas noches.
Se encontraba en ese incómodo estado de cansancio físico y excitación mental que resulta nefasto para el sueño. Reinaba un silencio espectral, y cuando se acercó a la ventana vio la negra silueta del seminario: las chimeneas, la torre y la cúpula formaban una masa ininterrumpida, recortada contra un cielo más claro. La cinta azul y blanca de la policía continuaba sujeta a las columnas del claustro norte, que ahora estaba prácticamente despejado de hojas. Bajo el leve resplandor de la luz del claustro sur, los adoquines del patio brillaban y las fucsias despedían un fulgor tan artificial y fuera de lugar como una mancha de pintura roja en el muro de piedra.
Dalgliesh se sentó a leer, pero la paz que lo rodeaba no se reflejaba en su interior. ¿Qué había en aquel lugar que le producía la sensación de que su vida estaba siendo juzgada? Meditó sobre sus largos años de soledad, una soledad que se había impuesto a sí mismo desde la muerte de su esposa. ¿No se había volcado en su trabajo para evitar el compromiso del amor, para mantener inviolable algo más que el alto y despejado piso sobre el Támesis que cada noche encontraba tal como lo había dejado por la mañana? Un espectador de la vida no carecía de dignidad, y un trabajo que preservaba la propia intimidad al tiempo que justificaba -de hecho, exigía- la invasión de la intimidad de los demás tenía sus ventajas para un escritor. Por otra parte, ¿no había algo innoble en ello? Si uno permanecía al margen durante el tiempo suficiente, ¿no corría el riesgo de asfixiar o incluso perder ese espíritu vital que los sacerdotes de Saint Anselm habrían llamado alma? Seis versos acudieron a su mente. Tomó una hoja de papel, la rasgó por la mitad y escribió:
Epitafio para un poeta
Sepultado por fin quien fue tan sabio
bajo seis pies de oscura tierra yace,
donde nada se mueve, ningún labio,
donde ninguna voz su amor deshace.
Raro fue que no intuyera la existencia
de esta dulce y postrera independencia.
Después de unos segundos agregó debajo: «Con perdón de Marvell.» Recordó los días en que sus poemas brotaban con la misma facilidad que estos sencillos versos irónicos. Ahora escribir se había convertido en un ejercicio más cerebral, con palabras elegidas y ordenadas de manera más meticulosa. ¿Quedaba algo espontáneo en su vida?
Se dijo que su introspección se estaba tiñendo de morbosidad. Sólo se libraría de ella alejándose de Saint Anselm. Lo que necesitaba era una buena caminata antes de meterse en la cama. Salió de Jerónimo, pasó delante de Ambrosio sin ver luces tras las cortinas corridas y, tras abrir la verja de hierro, torció con decisión hacia el sur, rumbo al mar.
Era la señorita Arbuthnot quien había decidido que no se instalarían cerraduras en las puertas de las habitaciones de los seminaristas. Emma se preguntó qué pretendía evitar que hicieran al verse libres del constante riesgo de una interrupción. ¿Había un miedo inconsciente a la sexualidad tras aquella decisión? Tal vez como consecuencia tampoco habían puesto cerraduras en los apartamentos para huéspedes. La verja de hierro próxima a la iglesia proporcionaba toda la seguridad nocturna que habían considerado necesaria: ¿qué había que temer detrás de esa elegante barrera? Puesto que jamás había habido cerraduras ni pestillos, no se guardaban piezas de recambio en el seminario, y ese día Pilbeam había estado demasiado ocupado para ir a comprarlas a Lowestoft. De todos modos, difícilmente habría encontrado una cerrajería abierta en domingo. El padre Sebastian le había preguntado a Emma si le resultaría más cómodo dormir en el edificio principal. Reacia a reconocer su nerviosismo, la joven le había asegurado que estaría perfectamente bien en su apartamento. El rector no había insistido, y cuando Emma regresó a Ambrosio y descubrió que no habían instalado la cerradura, su orgullo le impidió ir a verlo, confesar su miedo y declarar que había cambiado de idea.
Después de ponerse el camisón y la bata, se sentó ante el ordenador portátil, decidida a trabajar. No obstante, el cansancio se había apoderado de ella. Las ideas y las palabras se agolpaban en su mente, confundiéndose con los acontecimientos del día. A última hora de la mañana el sargento Robbins había ido a buscarla para que lo acompañase a la sala de interrogatorios. Dalgliesh, sentado a la derecha de la inspectora Miskin, la había ayudado a rememorar brevemente los hechos de la noche anterior. Emma había contado que la había despertado el viento y el tañido de una campana. No supo explicar por qué se había puesto la bata y había salido a investigar. Ahora le parecía un acto tonto e impulsivo. Suponía que estaba adormilada, o tal vez que el sonido mitigado por el viento había despertado en ella un recuerdo subconsciente de los insistentes repiques de su infancia y su adolescencia, una llamada que había que obedecer de inmediato sin cuestionarla.
Sin embargo ya estaba completamente despierta cuando, al empujar la puerta de la iglesia, vislumbró entre las columnas el iluminado retablo y las dos figuras, una tendida y la otra echada encima en actitud compasiva y desesperada. Dalgliesh no le había pedido que entrara en pormenores al describir la escena. ¿Para qué?, pensó; después de todo, él había estado allí. El comisario no expresó pesar ni preocupación por lo que había vivido Emma, pero al fin y al cabo ella no era un familiar de la víctima. Le formuló preguntas sencillas y claras. No porque él deseara protegerla, meditó ella: si hubiese querido saber algo, se lo habría preguntado sin rodeos, por muy angustiada que la hubiera visto. Cuando el sargento Robbins la había hecho pasar a la sala de interrogatorios y Dalgliesh se había levantado para invitarla a sentarse, se había dicho: «No estoy ante el hombre que escribió Un caso que resolver y otros poemas-, estoy ante el policía.» En estas circunstancias jamás serían aliados. Ella amaba y deseaba proteger a algunas personas; él sólo le debía lealtad a la verdad. Y finalmente había llegado la pregunta que tanto temía:
– ¿El padre Martin dijo algo cuando usted se acercó a él?
Había titubeado antes de responder:
– Sólo unas palabras.
– ¿Cuáles, doctora Lavenham?
No contestó. Aunque no se proponía mentir, el mero hecho de evocar aquella frase se le antojaba un acto de traición.
El silencio se prolongó hasta que lo rompió Dalgliesh.
– Doctora Lavenham -dijo-, usted vio el cadáver. Vio lo que le hicieron al archidiácono. Era un hombre alto y fuerte. El padre Martin cuenta casi ochenta años y está cada vez más débil. Se necesita una fuerza considerable para empuñar el candelero de bronce, suponiendo que fuera el arma. ¿De verdad cree que el padre Martin era capaz de hacerlo?
– ¡Claro que no! -exclamó ella-. No hay un ápice de crueldad en él. Es dulce, tierno y bondadoso, el mejor hombre que conozco. Jamás se me habría ocurrido cosa semejante. Ni a mí ni a nadie.
– Entonces ¿por qué cree que se me ha ocurrido a mí? -inquirió Dalgliesh en voz baja.
Repitió la pregunta, y Emma lo miró a los ojos.
– Dijo: «Oh, Dios, ¿qué hemos hecho?, ¿qué hemos hecho?»
– ¿Y a qué cree que se refería con eso? ¿Ha pensado en ello?
En efecto, había estado pensando en ello. No eran unas palabras fáciles de olvidar. De hecho no olvidaría un solo detalle de aquella escena. Sostuvo la mirada del interrogador.
– Creo que quiso decir que el archidiácono seguiría con vida si no hubiera venido a Saint Anselm. Que quizá no lo habrían matado si el asesino no hubiese sabido cuánto lo detestaban aquí. Que ese odio tal vez contribuyó a su muerte. El seminario no está exento de culpa.
– Sí -había asentido Dalgliesh con mayor suavidad-. Eso es lo que me comunicó el padre Martin.
Emma consultó su reloj. Eran las once y veinte. Consciente de que le resultaría imposible trabajar, subió a su habitación. Como su apartamento se hallaba al fondo, el dormitorio tenía dos ventanas, una de las cuales estaba orientada al muro sur de la iglesia. Corrió las cortinas antes de meterse en la cama y se esforzó por olvidar la puerta sin llave. Cuando cerró los ojos, aparecieron imágenes de la muerte burbujeando como sangre en su retina: su imaginación no hacía más que intensificar el horror de la realidad. Volvió a ver el viscoso charco de sangre, pero encima de él había ahora unos sesos esparcidos semejantes a un vómito gris. Las grotescas imágenes de los condenados y risueños demonios cobraron vida y sus obscenos gestos comenzaron a cambiar. Cuando abrió los ojos con la esperanza de librarse de aquel horror, la opresiva oscuridad del dormitorio la abrumó. Hasta el aire olía a muerte.
Se levantó y abrió la ventana que daba al descampado. Una reconfortante ráfaga de aire se internó en la habitación mientras ella contemplaba la silenciosa extensión de tierra y el cielo salpicado de estrellas. Observar en la oscuridad la puerta sin llave resultaba menos traumático que imaginar cómo se abría lentamente, y estar en la sala sería mejor que permanecer en vela en la cama, temiendo oír unos pasos decididos en la escalera. Aunque se preguntó si debía colocar una silla contra la puerta, fue incapaz de llevar a cabo esa acción degradante y al mismo tiempo inútil. Avergonzada de su cobardía, se dijo que nadie deseaba hacerle daño. Sin embargo, las imágenes de unos huesos astillados invadieron de nuevo su mente. Alguien de ahí fuera, o quizá del seminario, había levantado el candelero y aplastado el cráneo del archidiácono, golpeándolo una y otra vez en un arrebato de odio y sed de sangre. ¿Era acaso la acción de una persona cuerda? ¿Alguien se encontraba verdaderamente a salvo en Saint Anselm?
Entonces percibió el chirrido de la verja de hierro al abrirse y luego el chasquido del pestillo al cerrarse; después, unos pasos silenciosos pero seguros, sin el menor indicio de furtividad. Abrió con sigilo la puerta y se asomó con el corazón desbocado. El comisario Dalgliesh estaba entrando en Jerónimo. Emma debió de hacer algún ruido, porque él se volvió y caminó hacia ella, que le abrió la puerta. El alivio que experimentó al verlo, al ver a un ser humano cualquiera, fue inmenso, y supo que se reflejaba en su semblante.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó él.
Emma consiguió esbozar una sonrisa.
– No del todo bien, pero se me pasará. No podía dormir.
– Creía que se habría mudado al edificio principal -dijo Dalgliesh-. ¿No se lo sugirió el padre Sebastian?
– Sí, pero yo pensé que estaría bien aquí.
El comisario miró hacia la iglesia.
– Éste no es un buen lugar para usted. ¿Quiere que cambiemos de apartamento? Estará más cómoda en el mío.
Emma fue incapaz de disimular su satisfacción.
– ¿No supondría una molestia para usted?
– En absoluto. Sacaremos nuestras cosas mañana. Lo único que necesita ahora es la ropa de cama. Me temo que la sábana bajera no servirá en mi dormitorio. Tengo una cama de matrimonio.
– ¿Y si nos limitamos a cambiar el edredón y la almohada? -preguntó ella.
– Buena idea.
Al entrar en Jerónimo, Emma vio que Dalgliesh ya había recogido el edredón y la almohada y los había puesto sobre un sillón. Junto a ellos había un bolso de lona y cuero. Tal vez hubiera preparado las cosas que necesitaba para la noche y la mañana siguiente.
– El seminario nos ha provisto de los inocuos preparados solubles de rigor, y hay leche en la nevera -dijo él abriendo el armario-. ¿Quiere una taza de cacao o de Ovaltine? Si lo prefiere, tengo una botella de clarete.
– Sí, me apetece más el vino, por favor.
Dalgliesh apartó el edredón y Emma se sentó. Él sacó del pequeño armario la botella, un sacacorchos y un par de vasos.
– Naturalmente, aquí no esperan que los invitados beban vino, de manera que no hay copas. Debemos elegir entre tazas y vasos.
– El vaso está bien. Pero no quiero que abra una botella por mí.
– El mejor momento para abrirla es cuando se necesita.
Emma se sorprendió de lo a gusto que se sentía con Dalgliesh. Lo único que necesitaba era compañía, pensó. No charlaron mucho; sólo hasta que terminaron el primer y único vaso de vino. Bebieron despacio. Él habló de sus visitas juveniles al seminario: de cuando los sacerdotes, con las sotanas arremangadas, jugaban al críquet con él detrás de la verja oeste; de sus viajes en bicicleta a Lowestoft para comprar pescado; del placer de leer en la solitaria biblioteca por las noches. Se interesó por el programa de las clases que Emma impartía en Saint Anselm, el criterio con el que escogía a los poetas y la reacción de los seminaristas. En ningún momento mencionaron el asesinato. No fue una conversación anodina ni forzada. A Emma le gustaba la voz de su interlocutor. Concibió la sensación de que una parte de su mente se había separado y flotaba por encima de ellos, arrullada por el suave contrapunto de una voz masculina y otra femenina.
Cuando se levantó y le dio las buenas noches, Dalgliesh se puso en pie de inmediato y dijo con una formalidad que no había empleado hasta el momento:
– Si no le importa, pasaré la noche en este sillón. Si la inspectora Miskin estuviese aquí, le pediría que se quedase a hacerle compañía. Como no está, yo ocuparé su lugar… a menos que usted se oponga.
Emma advirtió que intentaba facilitarle las cosas, que no quería imponerse aunque sabía cuánto la inquietaba quedarse sola.
– Pero no quiero causarle tantas molestias. Aquí estará muy incómodo.
– De ninguna manera. Estoy acostumbrado a dormir en sillones.
El dormitorio de Jerónimo era casi idéntico al del apartamento contiguo. La lámpara de la mesilla estaba encendida, y Emma advirtió que Dalgliesh no se había llevado sus libros. Había estado leyendo -con toda seguridad releyendo- Beowulf. Había un viejo y descolorido volumen en rústica, la edición de Los primeros novelistas Victorianos de David Cecil, con una fotografía en la que el autor aparecía increíblemente joven y el precio en moneda antigua en la tapa posterior. De manera que también él disfrutaba curioseando en las librerías de viejo, pensó. El tercer libro era Mansfield Park. Emma se preguntó si debía llevárselos a Dalgliesh, pero no se atrevió a importunarlo.
Le parecía extraño estar durmiendo sobre su sábana. Confiaba en que él no la despreciase por su cobardía. Saber que estaba abajo le producía un enorme alivio. Al cerrar los ojos no vio las danzarinas imágenes de la muerte, sino sólo la oscuridad, y al cabo de unos minutos se quedó dormida.
Despertó de un sueño tranquilo a las siete de la mañana. El apartamento estaba en silencio, y al bajar vio que Dalgliesh se había marchado, llevándose consigo el edredón y la almohada. Había abierto la ventana, como si temiese dejar atrás el más ligero vestigio de su aliento. Emma sabía que el comisario no le contaría a nadie dónde había pasado la noche.