Miércoles, 4 de junio y jueves, 5 de junio
Mordkommission de la policía de Hamburgo
DE: HIJO DE SVEN
PARA: ERSTER KRIMINALHAUPTKOMMISSAR JAN FABEL
ENVIADO: 3 de junio de 2003, 23:00 h
ASUNTO: EL TIEMPO
EL TIEMPO ES ALGO RARO, ¿VERDAD? YO ESCRIBO Y USTED LEE, Y COMPARTIMOS EL MISMO MOMENTO. SIN EMBARGO, HERR HAUPTKOMMISSAR, MIENTRAS ESCRIBO ESTAS LÍNEAS, USTED DUERME Y MI PRÓXIMA VÍCTIMA AÚN VIVE; MIENTRAS USTED LEE ESTE MENSAJE, YA ESTÁ MUERTA. NUESTRO BAILE CONTINÚA.
ME HE PASADO TODA LA VIDA EN LOS MÁRGENES DE LAS FOTOGRAFÍAS DE LOS DEMÁS. INADVERTIDO. PERO EN LO MÁS HONDO DE MI INTERIOR, IGNORADA POR MÍ Y OCULTA AL MUNDO, DESCANSA LA SEMILLA DE ALGO GRANDE Y NOBLE.
AHORA ESA GRANDEZA RESPLANDECE EN MI INTERIOR. NO ES QUE REIVINDIQUE GRANDEZA PARA MI PERSONA: YO SÓLO SOY EL INSTRUMENTO, EL VEHÍCULO.
YA HA VISTO DE LO QUE SOY CAPAZ: MI ACTO SAGRADO. AHORA MI DEBER SAGRADO, MI MISIÓN, ES CONTINUAR, Y EL SUYO, DETENERME. LE LLEVARÁ TIEMPO ENCONTRARME, HERR FABEL. PERO ANTES DE QUE LO HAGA, EXTENDERÉ LAS ALAS DEL ÁGUILA. DEJARÉ MI MARCA, EN SANGRE, EN NUESTRA TIERRA SAGRADA.
PODRÁ DETENERME, PERO NUNCA ME ATRAPARÁ.
DEJARÉ DE ESTAR EN LOS MÁRGENES DE LAS FOTOGRAFÍAS DE LOS DEMÁS. AHORA ME TOCA ESTAR EN EL CENTRO.
HIJO DE SVEN
Miércoles, 4 de junio. 4:30 h
Pöseldorf (Hamburgo)
Fabel estaba soñando.
El elemento de Hamburgo es el agua: hay más canales en Hamburgo que en Amsterdam o Venecia; el Aussenalster es el mayor lago urbano de Europa. También llueve durante todo el año. Aquella noche, después de un día en el que el aire se había posado sobre la ciudad como una capa húmeda y sofocante, los cielos descargaban con vehemencia.
Mientras la tormenta cruzaba el cielo de la ciudad llenándola de luces y rugidos, la mente de Fabel reproducía varias imágenes. El tiempo implosionaba y se replegaba sobre sí mismo. Personas y hechos separados por décadas se encontraban en un lugar fuera del tiempo. Fabel siempre soñaba las mismas cosas: el desorden de la vida real, los cabos sueltos, las piedras que se habían dejado por remover. Los finales resueltos de una docena de investigaciones asomaban la cabeza en cada recoveco de su cerebro dormido. En este sueño, Fabel caminaba, igual que había hecho en tantos otros sueños anteriores, entre las víctimas asesinadas a lo largo de quince años. Los conocía a todos, cada rostro palidecido por la muerte, del mismo modo en que la mayoría de personas recordaría las caras de sus familiares. La mayoría de muertos, aquellos a cuyos asesinos había atrapado, no lo reconocían y pasaban de largo; pero los ojos muertos de aquellos cuyos casos no había resuelto lo miraban acusadoramente y le mostraban afligidos sus heridas.
La multitud se abrió y Ursula Kastner apretó el paso para ir al encuentro de Fabel. Llevaba la misma chaqueta gris y elegante de Chanel que la última vez, la única vez, que Fabel la había visto. Fabel se lijó en una minúscula mancha de sangre que tenía en la chaqueta. La mancha fue creciendo. El rojo se hizo más intenso. Sus labios grises, sin vida, se movían y formaban palabras: «¿Por qué no lo has atrapado?». Por un momento, Fabel se quedó perplejo, de ese modo vago e indiferente que experimenta uno en los sueños; no entendía por qué no podía escuchar su voz. ¿Era porque nunca la había oído en vida? Entonces se dio cuenta: por supuesto, era porque le habían arrancado los pulmones y, por lo tanto, no había aire que transportara sus palabras.
Un ruido lo despertó. Oyó el estruendo de un trueno más allá de los ventanales y el suave golpeteo de la lluvia contra los cristales, luego el timbre urgente del teléfono. Frotándose los ojos, levantó el auricular.
– ¿Diga…?
– Hola, Jan. Soy Werner. Será mejor que vengas, jefe… Ha habido otro.
La tormenta seguía rugiendo. Destellos eléctricos danzaban por el cielo de Hamburgo, destacando las siluetas negras de la torre de la televisión y de la torre de Sankt Michaelis como si fueran el decorado plano de un teatro. Los limpiaparabrisas del BMW de Fabel, activados en la posición más rápida, se esforzaban por retirar del parabrisas la cortina de gotas gordas y densas que se precipitaban contra el cristal y que convertían las farolas y los faros de los coches que venían en dirección contraria en estrellas fracturadas. Fabel había recogido a Werner Meyer en el Polizeipräsidium, y ahora el cuerpo voluminoso de Werner se apretujaba en el asiento del copiloto, llenando el coche con el olor del tejido empapado de su abrigo.
– ¿Estás seguro de que se trata de nuestro hombre? -preguntó Fabel.
– Por lo que dijo el tipo de la Kriminalpolizei de Davidwa-che, sí, parece que es nuestro hombre.
– Shit. -Fabel utilizó la palabra inglesa-. Entonces, no hay duda de que se trata de un asesino en serie. ¿Has llamado al forense?
– Sí. -Werner encogió sus anchos hombros-. Me temo que es ese capullo de Möller. Ya estará allí. Maria también está en la escena del crimen, y Paul y Anna nos esperan en Davidwache.
– ¿Qué hay del correo electrónico? ¿Ya ha llegado algo?
– Aún no.
Fabel cogió la Ost-West Strasse que daba acceso a Sankt Pauli y dobló por Reeperbahn, la Sündige Meile de Hamburgo -la milla pecaminosa-, que aún brillaba lúgubremente bajo la lluvia de las cinco de la madrugada. Mientras Fabel se adentraba con el coche en la Grosse Freiheit, el aguacero se convirtió en una llovizna copiosa. La indecencia tradicional y la banalidad importada de nivel intelectual medio estaban en guerra, y aquella zona era la primera línea de la batalla. Las tiendas de porno y los clubes de striptease resistían la invasión de los bares de moda especializados en vino y los musicales importados de Broadway o del West End londinense: las promesas brillantes de Sexo en vivo, Peep Show y Películas de porno duro competían con los carteles aún más brillantes de Cats, El rey león y Mamma Mia. Por algún motivo, a Fabel la sordidez le resultó menos ofensiva.
– ¿Te han pasado el mensaje de que un tal profesor Dorn ha estado intentado ponerse en contacto contigo? -le preguntó Werner-. Dijo que tenía que hablar contigo sobre el caso Kastner.
– ¿Mathias Dorn? -preguntó Fabel con la vista fija en la carretera, como si el acto de seguir concentrado fuera a mantener a raya los fantasmas que se agitaban en algún lugar profundo y oscuro de su memoria.
– No lo sé. Sólo dijo que era el profesor Dorn y que lo conociste en la Universidad de Hamburgo. Tiene mucho interés en hablar contigo.
– ¿Qué diablos tiene que ver Mathias Dorn con el caso Kastner? -se preguntó Fabel a sí mismo. Dobló a Davidstrasse. Pasaron por delante de la estrecha entrada de Herbertstrasse, oculta tras las pantallas. Fabel había trabajado en aquel distrito hacía años y sabía que, detrás de las mamparas, las prostitutas descansaban en sus aparadores bajo la luz sombría, mientras las formas vagas de los clientes que las miraban flotaban de forma incorpórea en la llovizna iluminada por las farolas. El amor del siglo XXI. Fabel siguió conduciendo, atravesando el ritmo de la música de baile que se filtraba en la noche desde el Weisse Maus de Taubenstrasse, y se detuvo delante de la fachada delantera de ladrillo rojo de la comisaría de policía de Davidwa-che. Una pareja se refugiaba en el portal: el hombre era alto y desgarbado y tenía el pelo rubio rojizo; la chica era menuda y guapa, llevaba el pelo negro de punta y los labios pintados de un rojo intenso. Llevaba una chaqueta de piel negra unas tallas demasiado grande. Al verlos en aquel contexto, Fabel no pudo evitar pensar en lo jóvenes que parecían los dos.
– Hola, jefe. – La Kriminalkommissarin Anna Wolff se dejó caer en el asiento trasero y se movió para que su compañero, Paul Lindemann, pudiera subir al coche y cerrar la puerta-. En la Kriminalpolizei de Davidwache me han explicado cómo llegar. Te iré indicando por dónde ir.
Salieron de Davidstrasse. El falso glamour de Sankt Pauli pasaba ahora a ser pura sordidez. Las promesas libidinosas en neón estridente tenían toda la noche para ellas y se reflejaban sombríamente en las aceras inundadas. El peatón ocasional caminaba arrastrando los pies, con los hombros encorvados bajo la lluvia, rechazando o aceptando las invitaciones que con un entusiasmo desabrido le ofrecían los porteros de los clubes de striptease. Doblaron otra esquina: la decadencia continuaba. Los portales estaban ahora ocupados por prostitutas delgaduchas y de aspecto triste, algunas terriblemente jóvenes, otras indudablemente viejas, o por vagabundos borrachos. Desde un portal, un grupillo animado de harapientos compartía una botella y gritaba obscenidades a los coches que pasaban, a las prostitutas, a todo el mundo y a nadie en particular. Y detrás de las puertas, detrás de aquellas ventanas opacas, se llevaba a cabo el negocio de la carne. Aquélla era la eterna zona decadente de Hamburgo: un lugar donde podía comprarse a seres humanos para cualquier propósito y por cualquier precio; un lugar de oscura anarquía sexual al que la gente acudía para explorar los recovecos más sucios de su alma.
Como parte de una investigación, una vez Fabel tuvo que ver una película snuff. Debido a la naturaleza de su trabajo, normalmente Fabel entraba en escena cuando el acto ya estaba terminado. Veía el cadáver, las pruebas, a los testigos, y a partir de todo aquello tenía que formarse una imagen del asesinato: imaginar lentamente el momento de la muerte. En aquel caso, por primera vez, Fabel se convirtió en testigo del crimen que estaba investigando. Había mirado fijamente la pantalla del televisor, con un torbellino de miedo y asco arremolinándose en su estómago, mientras una actriz porno que no sospechaba nada de lo que iba a sucederle interpretaba su papel habitual fingiendo como de costumbre un éxtasis insípido. A lo largo de toda la penetración cruda y sin amor que realizaban tres hombres con caretas de P.V.C., la chica emitía gemidos de embeleso claramente fingidos, ignorante del desenlace de aquel drama. De repente, con un único movimiento rápido y experto, uno de los hombres le ató una correa de cuero al cuello. Fabel advirtió la sorpresa y la vaga inquietud en el rostro de la chica: aquello no estaba en el guión, si es que había un guión para estas cosas; pero les siguió el juego, fingiendo una excitación sexual aún mayor. Entonces, a medida que apretaban la correa, el éxtasis simulado se convirtió en terror genuino. Su rostro se oscureció, y la chica se revolvió con fuerza mientras le arrebataban la vida.
No habían atrapado a los asesinos, y la chica se había unido a la legión acusadora de asesinados que circulaban por los sueños de Fabel. La cinta se había grabado por allí cerca, detrás de una de aquellas ventanas tapadas. Quizá estuvieran grabando una escena similar en ese mismo momento, mientras pasaban por delante.
Tras doblar otra esquina, Fabel se encontró en una calle residencial flanqueada por edificios de cuatro pisos. Aquella normalidad repentina desorientó a Fabel. Doblaron otra esquina: más pisos, pero aquí se acababa la normalidad. Una pequeña multitud se agolpaba alrededor del cordón policial, que a su vez rodeaba un puñado de coches de policía aparcados por fuera de un edificio achaparrado de los años cincuenta.
Fabel tocó la bocina y un Obermeister de uniforme se abrió paso entre la multitud. Era la mezcla habitual de don nadies, de rostros inexpresivos y que mostraban una curiosidad triste, algunos con pijama y zapatillas porque habían salido disparados de los apartamentos vecinos, otros de puntillas o moviendo la cabeza para ver más allá de sus compañeros de morbo. Quizá porque estaba acostumbrado a estas multitudes, Fabel se fijó en el anciano. Lo vio al pasar lentamente con el coche por entre el grupo de gente: tendría casi setenta años -no mediría más de metro sesenta y cinco-, pero era de constitución fuerte. Su rostro parecía un plano acabado en ángulos marcados, sobre todo en los pómulos altos debajo de unos ojos verdes pequeños y de mirada penetrante; unos ojos que, incluso a la luz débil procedente de las farolas y los faros de los coches, parecían brillar con intensidad y frialdad. Era un rostro de la Europa del Este, de los países bálticos o Polonia o más allá. A diferencia de las demás, la expresión del anciano reflejaba algo más que un ligero interés superficial y morboso. Y a diferencia de los demás, no estaba vuelto hacia el ajetreo de la actividad que la policía llevaba a cabo por fuera del edificio: miraba fijamente a Fabel a través de la ventanilla lateral del BMW. El agente de uniforme se interpuso entre el anciano y el coche de Fabel, se inclinó hacia delante y miró dentro cuando Fabel mostró su placa de la Kriminalpolizei. El policía saludó e hizo señas a otro agente para que levantara la cinta y permitiera pasar a Fabel. Cuando el policía se apartó, Fabel intentó encontrar al anciano de ojos luminosos, pero ya no estaba.
– ¿Has visto a ese viejo, Werner?
– ¿Qué viejo?
– ¿Y vosotros? -les preguntó Fabel a Anna y a Paul mirando hacia atrás.
– Lo siento, jefe -contestó Anna.
– ¿Qué pasa con él? -preguntó Paul.
– Nada. -Fabel se encogió de hombros y condujo hacia donde los otros coches de policía se apiñaban en torno a la entrada del edificio.
Había que subir tres tramos de escaleras para llegar al piso. El hueco de la escalera estaba iluminado por el resplandor lóbrego de los apliques en forma de semiglobo, uno en cada descansillo. Mientras subían, Fabel y su equipo tuvieron que detenerse y pegarse a las paredes de las escaleras para dejar pasar a los agentes de uniforme y a los técnicos forenses. En cada ocasión, advirtieron la seriedad adusta de los rostros silenciosos, la palidez de algunos de los cuales era consecuencia de algo más que la lúgubre luz eléctrica. Fabel supo que algo bastante malo los esperaba al final de las escaleras.
El joven policía de uniforme estaba medio inclinado hacia delante en una postura parecida a la de un atleta que acaba de finalizar un maratón: la rabadilla apoyada en el marco de la puerta, las piernas ligeramente dobladas, las manos sujetándose las rodillas y la cabeza gacha. Respiraba despacio y pausadamente, mirando fijamente al suelo como si absorbiera cada arañazo y rozadura del hormigón. No advirtió la presencia de Fabel hasta el último momento. Fabel le mostró la placa oval de la Kriminalpolizei, y el joven policía se irguió con rigidez. Cuando echó para atrás el pelo rubio rojizo e indisciplinado, reveló un semblante pálido tras una constelación de pecas.
– Lo siento, Herr Kriminalhauptkommissar, no lo había visto.
– No pasa nada. ¿Estás bien? -Fabel examinó el rostro del joven y le puso la mano en el hombro. El joven policía se relajó un poco y asintió con la cabeza. Fabel sonrió-. ¿Es tu primer asesinato?
El joven Polizeimeister miró a Fabel fijamente a los ojos.
– No, Herr Hauptkommissar. No es el primero; es el peor. Nunca he visto nada igual.
– Me temo que seguramente yo sí -dijo Fabel.
Paul Lindemann y Anna Wolff ya habían llegado al final de las escaleras, y se unieron a Fabel y Werner. Un policía científico, que llevaba su tabardo del Tatort, les entregó a cada uno un par de chanclos azul claro y unos guantes blancos de látex. Cuando se hubieron puesto los guantes y los chanclos, Fabel señaló la puerta del piso con un movimiento de cabeza.
– ¿Vamos?
Lo primero que advirtió Fabel fue lo reciente de la decoración. Era como si hubieran pintado hacía poco el corto pasillo. Era del color de la mantequilla clara: agradable pero soso, neutro, anónimo. En el pasillo había tres puertas. Justo a la izquierda de Fabel había un baño. Un breve vistazo en su interior reveló un espacio compacto y, como el pasillo, limpio y nuevo. No parecía que lo hubieran utilizado mucho. Fabel advirtió que en las superficies y los estantes escasos no había los pequeños adornos que tienden a personalizar un cuarto de baño. La segunda puerta estaba abierta del todo y revelaba lo que sin duda era el cuarto principal del piso: el dormitorio y el salón en un mismo espacio. También era pequeño y aún parecía haber menos sitio por culpa del grupo de policías y forenses que había dentro. Cada cual desempeñaba su trabajo mientras mantenía un extraño baile con los demás, alzando los brazos, pasando los unos junto a los otros y creando una torpe coreografía. Al entrar, Fabel advirtió que todos los rostros reflejaban la solemnidad que cabría esperar en una situación como aquélla, pero que, en realidad, pocas veces se daba. Normalmente habría un elemento de humor negro: la inadecuada frivolidad negra que, de algún modo, permite que la muerte no afecte a quienes se enfrentan a ella. Sin embargo, no era el caso de estas personas. No en este piso. Aquí la muerte había tendido su mano y los había alcanzado, agarrándoles el corazón con dedos huesudos.
Cuando Fabel miró hacia la cama, supo el porqué.
– Scheisse! -murmuró Werner en algún lugar detrás de él.
Había una explosión de rojo. Una mancha de sangre teñía la cama de color carmesí y había salpicado la moqueta y la pared. La cama misma estaba empapada de sangre oscura y pegajosa, e incluso el aire parecía haberse impregnado de su olor intenso a cobre. En el corazón de aquella erupción sangrienta, Fabel vio el cuerpo de una mujer. Era difícil calcular su edad, pero probablemente tendría entre veinticinco y treinta años. Estaba con los brazos y las piernas extendidos, las muñecas y los tobillos atados a los postes, el abdomen deformado de modo grotesco. Le habían abierto el pecho y separado hacia fuera las costillas hasta que parecieron la superestructura de un barco. La blancura de las costillas rotas relucía a través del revoltijo de carne viva y vísceras oscuras y brillantes. Dos masas negras y sangrientas -los pulmones-, salpicadas de sangre espumosa y brillante, descansaban por encima de los hombros.
Era como si hubiera estallado por dentro.
A Fabel el corazón le latía con tanta fuerza que tuvo la sensación de que también a él iba a estallarle el pecho. Sabía que se había quedado blanco, y cuando Werner se acercó a él, pasando con dificultades junto al fotógrafo de la policía, Fabel vio la misma palidez en su rostro.
– Otra vez él. Pinta mal, jefe. Tenemos a la madre de todos los psicópatas que andan sueltos.
Por un momento, Fabel se dio cuenta de que no podía apartar la mirada del cadáver. Luego, cogiendo aire, se volvió hacia Paul.
– ¿Algún testigo?
– Ninguno. No me preguntes cómo pudo montar esta carnicería sin que nadie lo oyera, pero la han encontrado así. Sólo tenemos al tipo que la ha encontrado. Nadie vio ni oyó nada.
– ¿Hay alguna señal de que forzaran la entrada?
Paul negó con la cabeza.
– El tipo que la ha encontrado dice que la puerta estaba entreabierta, pero no, no hay ninguna señal de que forzaran la entrada.
Fabel se acercó al cuerpo. Parecía una crueldad que hubiera abandonado la vida de una forma tan violenta y terrible sin que nadie lo advirtiera. Su terror había sido un terror solitario. Su muerte -una muerte que Fabel no podía imaginar, tanto daba lo gráfica que se presentara ante sus ojos- había sido sombría, solitaria; se había producido en un universo que sólo había llenado la violencia fría de su asesino. Miró más allá de la devastación de su cuerpo, hacia el rostro. Estaba salpicado de sangre; tenía los labios ligeramente separados y los ojos abiertos. Su mirada no era de horror, ni de miedo ni odio, ni siquiera de paz. Era una máscara inexpresiva que no daba idea alguna de la personalidad que en su momento había vivido detrás de él. Móller, el patólogo, con mascarilla y su uniforme de forense blanco, estaba examinando el abdomen abierto. Hizo un gesto impaciente con la mano para que Fabel se retirara.
Fabel desvió su atención del cuerpo. El cadáver no era sólo un objeto físico; era una entidad temporal: un punto en el tiempo, un hecho. Representaba el momento en que se había cometido el asesinato y, en la escena sellada del crimen, todo lo que lo rodeaba pertenecía al tiempo anterior o al tiempo posterior a ese momento. Examinó la habitación, intentando imaginársela sin el remolino de policías y técnicos forenses. Era pequeña, pero no estaba recargada. Faltaba algo de personalidad en ella, como si fuera un espacio funcional más que un hogar. Una fotografía pequeña y descolorida descansaba en el tocador junto a la puerta, apoyada contra la lámpara; la fotografía llamaba la atención porque era el único efecto realmente personal del dormitorio. Había un grabado en la pared, un desnudo femenino reclinado, con los ojos medio cerrados en una actitud de éxtasis erótico: no era algo que normalmente una mujer habría escogido para su disfrute. La cama se reflejaba en un espejo ancho de cuerpo entero, fijado a la pared que separaba el dormitorio de la habitación que había más allá, la cual Fabel supuso que sería la cocina. Advirtió un pequeño cesto de mimbre en la mesita de noche: estaba lleno de preservativos de varios colores. Se volvió hacia Anna Wolff.
– ¿Era puta?
– Eso parece, aunque nadie… nadie de antivicio de la comisaría de Davidwache la conoce. -El rostro de Anna estaba pálido bajo el pelo negro. Fabel advirtió que hacía un gran esfuerzo por no mirar en la dirección del cuerpo destrozado-. Pero sí conocemos al tipo que llamó.
– ¿Ah, sí?
– Un tal Klugmann. Es ex agente de la policía de Hamburgo.
– ¿Un ex poli?
– De hecho es ex agente del Mobiles Einsatz Kommando. Afirma que era amigo suyo… Tiene alquilado el piso.
– ¿«Afirma»?
– Los chicos de la policía local creen que debía de ser su chulo -contestó Paul.
– A ver, espera un… -La expresión impaciente de Fabel insinuaba que hacía responsable a Paul de su confusión-. ¿Decís que este tipo es un antiguo miembro del Mobiles Einsatz Kommando y que ahora es un chulo?
– Creemos que puede serlo perfectamente. Trabajó en la unidad de operaciones especiales MEK adscrita a la Sonder Kommission de drogas y crimen organizado, pero lo echaron.
– ¿Por qué?
– Al parecer, le tomó el gusto a las sustancias -contestó Anna Wolff-. Lo pillaron con una pequeña cantidad de cocaína y lo largaron. Le acusaron y se libró con una suspensión. El fiscal del estado se cuidó mucho de mandar a un miembro del MEK a la cárcel y, de todas formas, sólo eran unos gramos de coca… para consumo propio, según declaró.
– Parece que conoces bastante bien la historia.
Anna se rió.
– Mientras Paul y yo te esperábamos en la comisaría de Davidwache, uno de los polis nos contó toda la historia. Klugmann intervino en un par de redadas en Sankt Pauli. Las típicas operaciones sorpresa en las fábricas de droga de la mafia turca que llevan a cabo las unidades especiales del MEK. En ambos casos encontraron los locales limpios como una patena… Obviamente, les habían dado el chivatazo. Como eran operaciones conjuntas con la Kriminalpolizei de Davidwache, el MEK intentó echar la culpa a la policía local por descuidar la seguridad. Cuando pillaron a Klugmann, todo encajó.
– ¿Compraba la droga con algo más que dinero?
– Es lo que creen. El MEK intentó demostrar que había estado vendiendo información a la organización Ulugbay, pero no pudieron presentar ninguna prueba sólida.
– Así que Klugmann sólo se llevó un tirón de orejas.
– Sí. Y ahora trabaja en un club de striptease propiedad de Ulugbay.
Fabel sonrió.
– Y hace de chulo.
– Bueno, eso es lo que sospecha la policía local… y más.
– Me lo imagino -dijo Fabel. Un ex policía de las fuerzas especiales sería muy valioso para Ulugbay: fuerza e información sobre la policía-. ¿Deberíamos considerarlo sospechoso de este asesinato?
– Habrá que hacer unas comprobaciones, pero lo dudo. Al parecer, estaba en un verdadero estado de choque cuando llegaron los policías locales. Hemos hablado un poco con él en la comisaría Davidwache. El cabrón parece un tipo duro, pero se veía claramente que no había elaborado una historia creíble. Tan sólo repetía que era amigo suyo y que había pasado a verla.
– ¿Sabemos cómo se llamaba la chica?
– Ese es el problema -contestó Paul-. Me temo que tenemos entre manos a una mujer misteriosa. Klugmann dice que sólo la conocía como Monique.
– ¿Es francesa?
Paul esbozó una media sonrisa, mirando a Fabel para comprobar si había algún rastro de ironía en su expresión: había oído que der englische Kommissar tenía fama de recurrir al sentido del humor británico. Nada de ironía. Tan sólo impaciencia.
– Según Klugmann, no lo era. Creo que se trataba del nombre que utilizaba para trabajar.
– ¿Qué hay de sus efectos personales? ¿Tenemos un carné?
– Nada.
Fabel advirtió que ya habían esparcido los polvos por la mesita de noche para tomar huellas. Abrió uno de los cajones. Había un consolador enorme y cuatro revistas pornográficas, una de las cuales estaba especializada en bondage. Volvió a mirar el cuerpo: las muñecas y los tobillos estaban atados con fuerza a los postes de la cama con lo que parecían unas medias negras. Era una elección más práctica e improvisada que erótica y premeditada; tampoco había ningún otro rastro de la parafernalia habitual del bondage. En el siguiente cajón había más preservativos, una caja grande de pañuelos de papel y un frasco de aceite de masajes. El tercer cajón estaba casi vacío, sólo había un bloc de notas y dos bolígrafos. Fabel se volvió hacia el jefe del equipo forense.
– ¿Dónde está Holger Brauner? -preguntó, refiriéndose al jefe del departamento forense.
– No trabaja hasta el fin de semana.
Fabel deseó que Brauner hubiera estado de servicio. Brauner interpretaba la escena de un crimen como un arqueólogo interpreta un paisaje: veía los rastros, invisibles para todos los demás, de quienes habían pasado antes por allí.
– ¿Puede alguno de tus chicos meter todo esto en bolsas?
– Por supuesto, Herr Hauptkommissar.
– ¿En el cajón de abajo no había nada más?
El jefe del equipo forense frunció el ceño.
– No. Todo lo que hemos cogido para examinar y buscar huellas ha sido devuelto a su sitio. No había nada más.
– ¿Habéis encontrado su agenda de citas? -De nuevo, el técnico parecía atónito.
– Era puta, pero no de la calle -le explicó Fabel-. Daría hora a sus clientes, probablemente quedaba con ellos por teléfono. Debía de tener una agenda de citas.
– Nosotros no hemos encontrado ninguna.
– Yo diría que, si tenía una agenda, estaba ahí dentro -dijo Fabel señalando el tercer cajón todavía abierto-. Si no la encontramos en otro sitio, diría que nuestro hombre se la ha llevado.
– ¿Para protegerse? ¿Crees que se la ha cargado un cliente? -preguntó Paul.
– Lo dudo. Nuestro hombre, porque se trata de él, no sería tan estúpido como para elegir a alguien que lo conociera de antes.
– Así que no hay duda de que se trata del mismo tipo que se cargó a Kastner.
– ¿Quién podría ser si no? -respondió Werner, señalando el cadáver con la cabeza-. Es evidente que ésta es su firma.
Se hizo un silencio mientras cada uno se sumía en sus pensamientos sobre las implicaciones que tendría el hecho de que se tratara de un asesino en serie. Todos sabían que no acortarían la distancia entre ellos y aquel monstruo hasta que volviera a matar; y más de una vez. Cada escena del crimen los acercaría un poquito más: serían pequeños pasos en la investigación que pagarían con la sangre de víctimas inocentes. Fue Fabel quien rompió el silencio.
– En cualquier caso, si nuestro hombre no se llevó la agenda, quizá fue Klugmann, que se la afanó para proteger las identidades de sus clientes.
Móller, el patólogo, seguía inclinado sobre el cuerpo, examinando la grieta vacía del abdomen de la chica. Se puso derecho, se quitó los guantes ensangrentados y se volvió hacia el Hauptkommissar.
– Es obra del mismo hombre, Fabel… -Con una dulzura sorprendente, Móller apartó el pelo rubio de la cara de la chica-. Exactamente el mismo modus operandi que en la otra víctima.
– Eso ya puedo verlo yo mismo, Möller. ¿Cuándo murió?
– Este tipo de despedazamiento tan brutal hace que las lecturas de la temperatura sean…
Fabel le cortó.
– ¿Tú cuándo calculas?
Móller echó la cabeza hacia atrás. Era bastante más alto que Fabel y lo miraba como si examinara algo que no merecía su atención.
– Calculo que entre la una y las tres de la madrugada.
Una mujer alta y rubia, que llevaba un elegante traje pantalón gris, entró desde el pasillo. Daba la impresión de que se sentiría más cómoda en la sala de juntas de un banco corporativo que en la escena de un crimen. Era la Kriminaloberkommissarin Maria Klee, la adquisición más reciente que Fabel había hecho para su equipo.
– Jefe, será mejor que veas esto.
Fabel la siguió por el pasillo hasta una cocina pequeña y sumamente estrecha. Como el resto del piso, parecía que la cocina apenas había sido utilizada. Había una tetera y un paquete de bolsas de té sobre la encimera. Una sola taza limpia descansaba boca abajo en el escurreplatos. Aparte de eso, no había rastro alguno del arte de la cotidianidad: ni platos en la pila, ni cartas sobre la encimera o encima de la nevera; nada que sugiriera que aquel espacio contenía el ciclo de una vida humana. Maria Klee señaló la puerta abierta de un armario empotrado. Cuando Fabel miró dentro, vio que habían retirado el enlucido y que un cristal proporcionaba una vista diáfana del dormitorio. Fabel se descubrió mirando directamente a la cama empapada en sangre.
– ¿De una dirección? -le preguntó Fabel a Maria.
– Sí. En el otro lado está el espejo de cuerpo entero. Mira esto. -Maria se apretó contra Fabel, metió la mano enguantada en el armario y sacó un cable eléctrico-. Creo que aquí dentro había una cámara de vídeo.
– ¿Así que podrían haber grabado a nuestro hombre?
– Sólo que, ahora, aquí dentro no hay ninguna cámara -dijo Maria-. Quizá la ha encontrado y se la ha llevado.
– De acuerdo. Pide a los chicos del equipo forense que lo examinen bien.
Fabel se dispuso a marcharse, pero Maria lo paró.
– Recuerdo que, cuando era pequeña, fuimos de excursión con el colegio a los estudios de la cadena de televisión NDR. Nos enseñaron el plató de una serie de televisión, ya sabes, un culebrón del tipo Lindenstrasse o Gute Zeiten Schlechte Zeiten. Recuerdo lo real que parecía esa habitación…, hasta que te acercabas. Entonces te dabas cuenta de que el cielo que veías por las ventanas estaba pintado y de que las puertas del armario no podían abrirse…
– ¿Qué intentas decir, Maria?
– Todo el mundo esperaría que el piso de una prostituta tuviera todo lo que hay aquí…, pero es como si fuera la idea que tendría un diseñador artístico de cómo debe ser el piso de una prostituta. Y es como si nadie hubiera vivido aquí en realidad.
– Por lo que sabemos, aquí no vivía nadie. Simplemente podría ser el local de «negocios» de un grupo de chicas…
– Ya lo sé…, pero aun así hay algo que no parece real. ¿Sabes qué quiero decir?
Fabel respiró hondo y aguantó la respiración un instante antes de soltar el aire.
– La verdad es que sé exactamente qué quieres decir, Maria.
Fabel volvió a la habitación principal. El fotógrafo de la escena del crimen estaba tomando instantáneas detalladas del cuerpo. Había colocado una lámpara sobre un soporte; la luz blanqueadora enfocaba el cuerpo, lo cual provocaba que la sangre que salpicaba la habitación tuviera un color más intenso y se sumara a la sensación de violencia explosiva. El joven policía de uniforme seguía en la puerta, con la mirada fija en el cadáver. Fabel se colocó entre el joven agente y el cuerpo.
– ¿Cómo te llamas, hijo?
– Beller, señor. Uwe Beller.
– Muy bien, Beller. ¿Has hablado con algún vecino?
Beller había empezado a desviar la mirada más allá del hombro de Fabel para fijarla de nuevo en el horror de la habitación. Reaccionó.
– ¿Qué? Ah, sí. Lo siento, señor, sí. En la planta baja vive una pareja, y en el piso de abajo, una anciana. Nadie oyó nada. Pero, bueno, la Orna de abajo está prácticamente sorda.
– ¿Te han dado un nombre para la chica?
– No. Tanto la anciana como la pareja dicen que apenas la habían visto. Antes el piso pertenecía a otra anciana que murió hará un año. Estuvo vacío unos tres meses, y luego volvieron a alquilarlo.
– ¿Han visto entrar o salir a alguien esta noche?
– No. Sólo al tipo que llegó a las 2:30… El que nos llamó. La pareja de la planta baja se despertó por el golpe que da la puerta de la entrada al cerrarse; hay una bisagra que está floja y al cerrarse hace un ruido que retumba un poco en el vestíbulo… Pero antes de eso nadie oyó nada. Además, la pareja de la planta baja estaba durmiendo y, como le he dicho, la anciana de abajo está un poco sorda. -Beller ladeó la cabeza para mirar por encima del hombro de Fabel hacia el cuerpo-. El que ha hecho esto es un verdadero psicópata. Claro que la chica se estaba buscando problemas al dedicarse a la prostitución, trayendo aquí a toda clase de pervertidos que encontraba en la calle.
Fabel cogió la fotografía con la esquina doblada que estaba apoyada en la lámpara del tocador. Un fragmento raído de la vida de alguien, de una vida real. No pegaba nada en aquel apartamento sin alma. A Fabel le pareció que la fotografía la habían sacado en el parque Planten un Blomen de Hamburgo un día soleado. Era una foto vieja, la calidad no era buena y la habían tomado desde cierta distancia, pero podía adivinar las facciones de una adolescente de unos catorce años de pelo castaño. No era una cara ni bonita ni fea, simplemente un rostro que pasaría desapercibido por la calle. Con ella había un chico mayor, de unos diecinueve años, y una pareja de unos cuarenta y cinco años. Se percibía entre ellos esa familiaridad y esa paz que llevaba de inmediato a deducir que se trataba de una familia.
– Aun así es una persona -contestó Fabel sin mirar al joven Polizeimeister-, la hija de alguien. La cuestión es de quién. -Sacó una bolsa del bolsillo de la chaqueta y metió la fotografía dentro. Luego se volvió hacia Móller.
– Entrégame el informe lo antes posible.
Miércoles, 4 de junio. 6:00 h
Sankt Pauli (Hamburgo)
Al salir, Fabel le dijo a Beller que lo acompañara al piso de abajo. En la casa ya había un agente de uniforme, tomando el té con una anciana con aspecto de pajarillo y piel de papel. El apartamento era una copia exacta, al menos en cuanto a la distribución, del de encima; pero en éste, décadas de asentamiento habían impregnado las paredes, hasta convertirlo en una extensión de la anciana que vivía en él. Por el contrario, era la muerte de alguien, no su vida, lo que había dejado la única marca dramática en el piso de arriba.
El agente se levantó del sillón cuando Fabel entró, pero éste le indicó que se relajara. Beller le presentó a la mujer, que se llamaba Frau Steiner. Ésta alzó la vista hacia Fabel y lo miró con unos ojos grandes, redondos y llorosos. La combinación de su mirada y su fragilidad de pajarillo hizo que Fabel pensara en una lechuza. Contra una pared, había una mesa y unas sillas. Fabel cogió una de las sillas y se sentó delante de la anciana.
– ¿Se encuentra bien, Frau Steiner? Sé que habrá sido un golpe para usted. Es un asunto horrible. Y estoy seguro de que le molestará que andemos por aquí revolviéndolo todo. Todo este ruido…
Mientras Fabel hablaba, la anciana se inclinó hacia delante y frunció el ceño por encima de sus ojos de lechuza, como si se esforzara por concentrarse en sus palabras.
– No pasa nada, el ruido no me molesta… Estoy un poco sorda, ¿sabe?
– Comprendo -dijo Fabel, alzando un poco la voz-. Entonces, ¿anoche no oyó nada?
De repente, Frau Steiner pareció muy triste.
– Ésa es la cuestión, seguramente oí algo. Seguramente oí algo, pero no me di cuenta.
– No la entiendo -dijo Fabel.
– El acufeno. Me temo que va con la sordera. Cuando me voy a dormir, me quito el audífono… Todas las noches oigo ruidos: golpes, aullidos agudos…, incluso sonidos que parecen gritos. Pero sólo es el acufeno. Mejor dicho, nunca sé si se trata del acufeno o no.
– Comprendo, lo siento. Debe de ser desagradable.
– No le hago caso. O me volvería loca. -Sacudió despacio la pequeña cabeza, de pajarillo, como si un movimiento demasiado brusco fuera a dañarla-. Lo tengo desde hace mucho, mucho tiempo, joven. Desde julio de 1943, para ser exactos.
– ¿Desde el bombardeo británico?
– Me alegra que conozca su historia. Me temo que yo tengo que vivir con la mía. O al menos con los ecos de la misma.
La primera incursión me sorprendió fuera. Me reventaron los dos tímpanos, ¿sabe? Y esto… -Se levantó la manga de lana negra para dejar al descubierto un brazo increíblemente delgado. Tenía la piel arrugada y con manchas rosas y blancas-. Tuve quemaduras en una tercera parte del cuerpo. Pero lo que más me ha marcado es el acufeno. -Se quedó un momento callada; una gran tristeza pareció asomar a sus ojos de lechuza-. No soporto pensar que esa pobre chica estuvo gritando pidiendo ayuda y yo no la oí. -Fabel miró detrás de la mujer y observó la colección de fotografías en blanco y negro del aparador: la anciana de niña y de joven, ya con ojos de lechuza; la anciana con un hombre de pelo negro; otra fotografía del mismo hombre vestido con lo que al principio Fabel pensó que era un uniforme de la Wehrmacht y que luego vio que era el del batallón de la reserva policial en tiempos de guerra. Ningún hijo. Ninguna fotografía que tuviera menos de cincuenta años.
– ¿La veía mucho?
– No. De hecho, sólo hablé con ella una vez. Yo estaba barriendo el descansillo y ella subió para arriba.
– ¿Habló con ella?
– En realidad, no. Me saludó, me dijo algo sobre el tiempo y siguió subiendo. La habría invitado a pasar a tomar el té, pero me pareció que tenía prisa. Parecía una mujer de negocios o algo así; iba muy elegante. Llevaba zapatos caros, me parece recordar. Unos zapatos preciosos. Extranjeros. Aparte de ese día, sólo la oía de vez en cuando en las escaleras. Pensé que seguramente pasaba mucho tiempo fuera en viajes de negocios o algo así.
– ¿Recibía muchas visitas? ¿Hombres, en concreto?
Su rostro volvió a concentrarse.
– No… no, no puedo decir que viera mucho a nadie.
– Sé que es un asunto muy desagradable, pero tengo que preguntárselo, Frau Steiner. ¿Hubo algo que le hiciera pensar que la chica pudiera ser prostituta?
Parecería imposible, pero los ojos de lechuza de la anciana se abrieron aún más.
– No. Por supuesto que no. ¿Lo era?
– No lo sabemos. Si lo era, cabría esperar que usted hubiera visto a más hombres entrando y saliendo.
– No, puedo decir con toda sinceridad que sólo vi que tuviera dos o tres visitas. Pero ahora que lo menciona, todos eran hombres. No vi nunca a ninguna mujer.
– ¿Puede describirlos?
– No, la verdad es que no. -Volvió a negar con la cabeza, despacio-. Ni siquiera puedo estar segura de si fueron más de dos los hombres que la visitaron… Puede que viera a la misma persona más de una vez. -Señaló más allá de Fabel, por el pasillo, hacia el panel de cristal de bronce opaco de la puerta del piso-. Sólo vi unas formas a través de la puerta, unas figuras más bien.
– Entonces, ¿no podría reconocer a ninguno de ellos?
– Sólo al joven que le realquilaba el piso.
– Debe de referirse a Klugmann, señor -terció Beller-. Fue quien descubrió el cuerpo y nos llamó.
– ¿Venía a menudo? -preguntó Fabel.
La anciana encogió sus hombros insignificantes.
– Sólo lo vi un par de veces. Como le he dicho, pudo ser una de las figuras que vi subir y bajar, o quizá sólo estuvo aquí el par de veces que lo vi. -Miró en dirección al panel de cristal de la puerta que había al final del pasillo-. Eso es lo que significa hacerse viejo, joven. Tu mundo se encoge y se encoge hasta que queda reducido a unas sombras que pasan por delante de tu puerta.
– ¿Cuándo fue la última visita de Herr Klugmann, que usted sepa?
– La semana pasada… o quizá la anterior. Lo siento, la verdad es que no presté mucha atención.
– No pasa nada, Frau Steiner. Gracias por dedicarnos su tiempo. -Fabel se levantó del sillón.
– ¿Herr Hauptkommissar? -Los ojos llorosos de lechuza parpadearon.
– ¿Sí, Frau Steiner?
– ¿Sufrió mucho?
No tenía sentido mentir. Pronto saldría todo en los periódicos.
– Me temo que sí. Pero ahora descansa en paz. Adiós, Frau Steiner. Si necesita algo, por favor, pídaselo a alguno de nuestros agentes.
Aquellas palabras no parecieron convencerla; la anciana simplemente se quedó sentada sacudiendo la cabeza con incredulidad.
– Qué tragedia.
Al salir del piso, Fabel se volvió hacia Beller.
– ¿Has dicho que has sido el primero en llegar a la escena?
– Sí, señor.
– ¿Y no había nadie merodeando por aquí?
– No, señor…, sólo el tipo que nos llamó… y después la pareja de jóvenes del primer piso.
– ¿No has visto a un hombre mayor merodeando por aquí?
Pensativo, Beller negó con la cabeza.
– ¿Incluso después, cuando han empezado a llegar los curiosos? ¿Un hombre bajito, corpulento, de setenta años? De aspecto extranjero…, eslavo…, quizá ruso.
– No, señor… Lo siento. ¿Es importante?
– No lo sé -dijo Fabel-. Seguramente no.
Miércoles, 4 de junio. 7:30 h
Sankt Pauli (Hamburgo)
La sala de interrogatorios de la comisaría de policía de Davidwache era todo un ejemplo de minimalismo. La austeridad de las paredes encaladas quedaba sólo rota por la puerta y una única ventana que habría tenido vistas de la Davidstrasse si el cristal no hubiera sido opaco, como una lámina de leche helada, contra el cual la luz del atardecer quedaba reducida a un tenue resplandor. Un lado de la mesa de interrogatorios estaba contra la pared, y había cuatro sillas de tubo de acero, dos a cada lado de la mesa. Un casete grabador negro descansaba al final de la mesa, contra la pared. Encima, en la pared, había un cartel que señalaba las salidas y el procedimiento que seguir en caso de incendio. Encima de éste, había un cartel de prohibido fumar.
Fabel y Werner se sentaron a un lado de la mesa. Delante de Fabel había un hombre de unos treinta y cinco años, de pelo negro abundante y grasiento peinado hacia atrás en mechones relucientes que le caían continuamente sobre la frente. Era alto y de constitución fuerte; los hombros encajaban en la piel negra y barata de una chaqueta demasiado estrecha. Tenía el físico de un ex atleta que se ha abandonado: una robustez incipiente se acumulaba en su cintura, los ojos cansados, la piel pálida frente al pelo negro, y barba de dos días; tenía un rostro aún cuadrado y fuerte, pero que ya empezaba a mostrar síntomas de envejecimiento.
– ¿Es usted Hans Klugmann? -preguntó Fabel sin levantar la vista del informe.
– Sí… -Klugmann se inclinó hacia delante, encogió los hombros, apoyó las muñecas en el borde de la mesa y comenzó a tocarse la piel del pulgar con la uña del otro. Si no fuera por la intensidad nerviosa de la postura, casi parecería que estaba rezando.
– Ha encontrado a la chica… -Fabel pasó unas cuantas páginas del informe-. Monique.
– Sí. -Se clavó más la uña del pulgar. Comenzó a mover una pierna, que descansaba sobre la planta del pie, en un tic inconsciente. Aquella acción hizo que las manos se movieran rítmicamente.
– Debe de haber sido un golpe… muy desagradable para usted.
Había auténtico dolor en los ojos de Klugmann.
– Pues sí.
– ¿Monique era amiga suya?
– Sí.
– Aun así, ¿afirma que no sabe cómo se apellidaba?
– No lo sé.
– Mire, Herr Klugmann, tengo que admitir que necesito imperiosamente que me ayude en esto. Estoy muy confundido y confío en que usted me ayudará a aclarar mi confusión. Hasta este momento, tengo el cuerpo de una chica anónima despedazada en un piso en el que no hay rastro alguno de objetos personales, a excepción de un conjunto que hemos encontrado en el armario… Ni bolso, ni documentación… En realidad, no hay más comida que un litro de leche en la nevera. También hemos hallado algunos de los artículos que uno esperaría encontrar en un piso destinado al ejercicio de la prostitución. Y el apartamento está situado bien cerca, pero no dentro, del barrio chino; sin embargo, no hay pruebas de que la chica recibiera demasiadas visitas masculinas. ¿Entiende por qué estoy confundido?
Klugmann se encogió de hombros.
– Y, para colmo, descubrimos que el piso está alquilado oficialmente a un ex agente de las fuerzas especiales que afirma no saber el nombre completo de la persona a quien realquila su piso. -Fabel esperó a que sus palabras calaran. Klugmann estaba sentado impasible, mirándose las manos-. Así que ¿por qué no deja de marear la perdiz, Herr Klugmann? Tanto usted como yo sabemos que ese piso se utilizaba para el ejercicio de la prostitución, aunque una prostitución muy selecta, y que esta chica, Monique, no vivía allí. Oiga, no me interesa qué acuerdo tenía con la chica, excepto por la información que pueda proporcionarme sobre ella. ¿Me he expresado con claridad?
Klugmann asintió con la cabeza, pero no levantó la vista de sus manos.
– ¿Cómo se llamaba?
– Ya se lo he dicho, no lo sé… Le juro que es la verdad. Siempre la llamé Monique a secas, y ella a sí misma, también.
– Pero ¿era prostituta?
– Vale, quizá…, no lo sé…, puede que sí…, quizá a tiempo parcial. Nada que ver conmigo. Nunca me pareció que anduviera justa de dinero, o sea que igual sí.
– ¿Cuánto hace que la conocía?
– Sólo tres o cuatro meses.
– Si usted no sabe su apellido -dijo Werner-, debe de haber otras personas que sí lo sepan. ¿Con quién andaba?
– No lo sé.
– ¿No conoció nunca a ningún amigo suyo? -preguntó Fabel sin disimular su incredulidad.
– No.
Fabel le acercó una fotografía de la primera víctima, Ursula Kastner.
– ¿Sabe quién es?
– No. Bueno…, sí…, pero sólo por los periódicos. ¿No es la abogada a la que asesinaron? ¿Se la cargaron igual?
Fabel hizo caso omiso a la pregunta y dejó la fotografía sobre la mesa. Klugmann no volvió a mirarla. Fabel tuvo la sensación de que evitaba deliberadamente mirar la cara de Kastner. Un instinto comenzó a despertar en algún lugar de su interior.
– ¿Qué hay de la dirección de Monique antes de que se trasladara a vivir al piso?
Klugmann se encogió de hombros.
– Esto es ridículo -dijo Werner inclinándose hacia delante. Su corpulencia y la brutalidad de sus facciones daban a sus movimientos un aire amenazador que a menudo no era intencionado. Klugmann respondió irguiéndose en la silla y echando la cabeza hacia atrás con aire de desafío-. ¿Quiere que creamos que esta chica entró en su vida y en su apartamento sin que usted llegara nunca a saber su nombre completo o algo más sobre ella?
– Tiene que admitir, Herr Klugmann, como ex policía, me refiero, que todo esto parece un poco extraño -dijo Fabel.
Klugmann relajó la postura.
– Sí. Supongo que sí. Pero les estoy diciendo la verdad. Escuchen, ahí fuera el mundo es distinto. Monique tan sólo, bueno, una noche apareció donde trabajo y empezamos a hablar…
– ¿Estaba sola?
– Sí. Por eso me puse a hablar con ella. Arno, mi jefe, pensó que era una puta cara que buscaba clientes en nuestro club y me dijo que la echara. Nos pusimos a hablar y me pareció buena chica. Me preguntó si sabía de algún sitio donde pudiera alquilar una habitación o un piso, y le hablé de mi casa.
– ¿Por qué le ofreció su piso? ¿Por qué no vive usted en él?
– Bueno, tengo una especie de lío con una de las chicas del Tanzbar… Sonja. Me estaba quedando casi todas las noches en su casa porque está cerca del Tanzbar. Cuando alquilé el piso, me fui a vivir con Sonja mientras lo pintaban. Entonces conocí a Monique, y ella me dijo que estaba dispuesta a pagar bien, y por adelantado, por un lugar decente donde quedarse. También me dijo que quizá sólo sería de seis a nueve meses. Así que pensé que era una buena manera de ganar unos euros extra…
– ¿Y usted tenía que mantenerse al margen? -preguntó Werner.
– Ese era el trato.
– Entonces, ¿qué hacía allí a esas horas de la noche?
– Subí a verla. Lo hacía de vez en cuando para comprobar que todo marchaba bien. Nos llevábamos bien…
– ¿Iba a hacerle una visita a las dos y media de la madrugada? -preguntó Fabel.
– Ninguno de los dos tenía un horario normal.
– ¿En qué trabaja usted exactamente, Herr Klugmann?
– Como ya les he dicho, trabajo en un club nocturno…, un Tanzbar. Soy el subdirector.
Fabel volvió a consultar el informe.
– Ah, sí, el Paradies-Tanzbar que está por la Grosse Freiheit… ¿Es ése?
– Sí.
– ¿Así que trabaja para…?
– Ya sabe para quién trabajo. -Klugmann bajó la vista a la uña del pulgar que ahora estaba clavando en la otra.
Fabel sacó un segundo expediente de debajo del primero. Lo abrió y examinó la primera página. Klugmann vio su propia fotografía en la esquina superior derecha. Sus hombros encorvados se desplomaron.
– Sí… -Fabel se recostó en la silla y miró a Klugmann pensativo-. Actualmente trabaja para Ersin Ulugbay. No es precisamente el ciudadano del mes de Hamburgo, ¿verdad?
– Supongo que no.
– Un cambio de profesión extraño. -dijo Werner-. De estar en una unidad de élite de la policía a trabajar para la mafia turca.
– No me dieron muchas opciones para retirarme de la policía. -Klugmann sonrió con cinismo-. Como usted seguramente ya sabe. En cualquier caso, no trabajo para ninguna «mafia». Sé en qué anda metido Ulugbay, pero yo no participo en sus asuntos. Puede que Ulugbay sea el propietario del bar, pero mi jefe es Arno Hoffknecht, el director. No es mucho; se supone que soy el subdirector, pero en realidad sólo soy un segurata con un poco más de responsabilidad. Pero no meto las narices en nada.
– ¿En serio? -dijo Werner-. Ha elegido una expresión interesante. No sé si creerme eso de que no mete las narices en nada. Y no hablo metafóricamente.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Cuándo se ha metido la última raya?
Los tendones del cuello grueso de Klugmann se tensaron.
– Váyase a la mierda, Arschloch.
Werner echó fuego por los ojos y pareció que su enorme cuerpo iba a estallar con violencia. Fabel tomó la iniciativa.
– Espero que no se demuestre que no ha colaborado con nosotros, Herr Klugmann. Su situación podría complicarse.
– ¿Qué quiere decir con que «mi situación podría complicarse»? Yo no tengo que ver una mierda con todo esto. Y no tienen pruebas de lo contrario.
– Nos está ocultando algo.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, ¿dónde está la agenda de citas de Monique?
– No sé de qué me habla.
– ¿O la cámara de vídeo que escondió detrás del espejo? ¿De qué iba todo eso? ¿Hacía chantajes, o simplemente se dedicaba a grabar pornografía?
Por un segundo, Klugmann pareció sorprendido.
– Mire, no tengo ni idea de qué está hablando. Ni puta idea.
Fabel se recostó. Werner reconoció la señal e inclinó su cabeza ovalada de pelo erizado hacia delante, sonriendo.
– No me gusta usted, Klugmann…
– ¿En serio? -Klugmann se fingió algo dolido por aquella sorpresa-. Y yo que pensaba que quizá teníamos un futuro juntos…
– No me gusta usted porque es un traidor y un sinvergüenza. Echó mierda sobre la policía cuando empezó a venderse a Ulugbay. -Werner se recostó e hizo una mueca de desprecio-. Apesta. Apesta a cloaca asquerosa. Vive con una puta…
Klugmann se puso tenso e hizo un movimiento repentino hacia delante. Fabel levantó la mano.
– Tranquilo…
Werner prosiguió, imperturbable.
– Vive con una puta, le alquiló su piso a otra puta para que un puto maníaco pudiera despedazarla, y trabaja en un antro para un padrino turco. ¿Cómo es, Klugmann? ¿Cómo es mirarse al espejo todas las mañanas? Por el amor de dios, era policía, y por lo que hemos visto en su historial, era bueno. En su día, debió de tener aspiraciones. Y ahora se ha convertido en… -Werner hizo un gesto hacia Klugmann, estirando los brazos como si quisiera mantener a raya algo pernicioso- esto. -Acercó aún más la cara a la de Klugmann-. Es una alimaña, Klugmann. No tengo ninguna duda de que podría ser usted quien ha dejado así a esta chica. Y no me creo toda esta mierda sobre que no sabe nada de ella excepto su nombre de pila.
Werner calló bruscamente. La sala quedó en silencio. Klugmann se dejó caer hacia atrás en la silla, extendiendo una pierna mientras la otra seguía con su baile nervioso. Fabel examinó el rostro de Klugmann. Vio la esperada máscara del desinterés: un aburrimiento estudiado que tantísimos otros habían adoptado con Fabel a lo largo de los años sentados a la mesa de interrogatorios; una expresión que pretendía transmitir falta de preocupación, pero que Fabel siempre podía penetrar. Mientras observaba a Klugmann, se dio cuenta de que, en su caso, no podía ver más allá de la máscara.
Werner continuó.
– No era amigo suyo, y no era cliente suyo… No subió a echar un buen polvo de cuatrocientos euros, ¿verdad? Por lo que sabemos, Monique jugaba en otra división… y estaba lejos de sus posibilidades económicas. -Klugmann no respondió y se quedó mirando el borde de la mesa-. Y no creo que sólo sea el casero desafortunado de una chica anónima que aparece destripada en el piso que le alquila. Así que ¿dónde nos deja eso? -Werner insistió-: No era amigo suyo. No era cliente suyo. Eso nos deja… Bueno, o la mató usted, o es usted un empleado de Ulugbay… el chulo de Monique, vaya. Creo que iba al piso a cobrar, y me refiero a algo más que el alquiler. Y si la chica protestaba, le daba un bofetón. ¿No es eso?
Silencio.
– Quizá le guste su trabajo. Quizá se le ponga dura cuando les da a estas chicas su merecido. Quizá lo de esta noche lo hizo usted, para divertirse…
Klugmann estalló.
– No sea estúpido. Ya ha visto cómo estaba la habitación. Si hubiera sido yo, estaría todo manchado de sangre.
– Quizá se quitó la ropa antes de darse el gustazo… Quizá tendríamos que pedirle al equipo forense que lo examinaran bien.
– Hagan lo que les dé la puta gana… Muy bien, trabajo para Ulugbay. Eso no tiene nada que ver con lo que ha sucedido esta noche en el piso. No tiene nada que ver con él, y no lo voy a implicar. No me dan ustedes tanto miedo como los putos turcos. Ya saben cómo funciona esto… Si creen que he hablado con ustedes, acabaré en el bosque con la cara rajada.
Fabel sabía a qué costumbre se refería Klugmann, una de las preferidas de la mafia turca: si alguien se la jugaba en un negocio de drogas, o daba información a la policía, aparecería muerto en el bosque al norte de Hamburgo. Sin manos, con los dientes destrozados y el rostro cortado. Aquello dificultaba, y a veces hacía imposible, la identificación de la víctima, y retrasaba las investigaciones hasta el punto de que a menudo el rastro se enfriaba tanto que impedía lograr una condena.
– Vale, vale…, cálmese -dijo Fabel-. Pero tiene que comprender que usted es la única persona que podemos situar en el apartamento.
– Sí, claro…, durante treinta segundos, joder. En cuanto la he visto… así… he salido pitando a llamarlos.
– ¿No ha utilizado el teléfono de la casa?
– No. He llamado desde el móvil. No he podido quedarme ahí dentro. He tenido que salir.
– ¿Ha llegado sobre las 2:30? -preguntó Fabel.
– Sí.
– ¿Y no ha tocado nada?
– No. Tal como he entrado, he salido.
– ¿Cómo ha entrado? ¿Tiene llave?
– No. Bueno, sí, sí tengo llave, pero no la he utilizado. La puerta no estaba cerrada, estaba entreabierta.
– Su llamada a la Polizeidirektion está registrada a las 2:35. ¿Dónde se encontraba antes de ir al apartamento?…
– En el Paradies-Tanzbar, trabajando.
– ¿Hasta qué hora, exactamente?
– Hasta la 1:45, más o menos.
– No se tardan tres cuartos de hora en ir de la Grosse Freiheit al piso.
– Tenía unos asuntos pendientes…
– ¿Qué asuntos?
Klugmann abrió las manos, con las palmas hacia arriba, y ladeó la cabeza. Fabel cogió su bolígrafo y lo movió entre los dientes.
– Si no puede o no quiere decírnoslo, eso le da la oportunidad de matar a la chica, limpiarse y afirmar que acababa de llegar cuando ha encontrado el cuerpo.
– Vale, vale… He ido a ver a un tipo que conozco en el Hafen…, he comprado material…
– ¿A quién?
– No hablará en serio…
Fabel le lanzó una fotografía de la escena del crimen deslizándola por la mesa. La escena había sido captada a pleno color, con tanta intensidad que parecía irreal.
– Esto no es una broma.
Klugmann se quedó helado, y su rostro, blanco. Era evidente que los recuerdos acudían en tropel a su mente.
– Era una amiga. Eso es todo.
Werner soltó un suspiro. Klugmann no le hizo caso y miró fijamente a Fabel.
– Y usted sabe que no la he matado yo, Herr Fabel… -La intensidad desapareció de sus ojos y de su pose-. De todas formas, he cogido un taxi para ir del club al Hafen. El taxista me ha esperado mientras me reunía con ese tipo y luego me ha llevado al apartamento. Me ha dejado allí sobre las 2:30. Puede informarle de todos mis movimientos desde que he salido del club hasta que he llegado al piso. Hablen con la empresa de taxis.
– Estamos en ello.
Fabel cerró la carpeta y se levantó. Parecía claro que Klugmann no era el asesino; no tenían una base sólida para retenerlo, ni siquiera como testigo relevante. Sin embargo, el interrogatorio había inquietado a Fabel.
Klugmann parecía exactamente lo que se suponía que era, pero Fabel tenía la impresión de estar mirando un mapa al revés: todos los puntos de referencia estaban ahí, pero desorientaban en vez de guiar. Con las dos carpetas debajo del brazo,
Fabel se dirigió hacia la puerta y habló sin volverse para mirar a Klugmann.
– De todas formas, le pediremos al equipo forense que lo examine y analice su ropa.
Todo en Maria Klee era energía y perspicacia, desde el acento cortado de Hamburgo hasta el pelo rubio corto y estiloso. Cuando Fabel salió de la sala de interrogatorios, ella estaba esperándolo en el pasillo. Tenía un folio en la mano.
– ¿Cómo ha ido? -le preguntó con brío.
Fabel estaba a punto de contestarle cuando un agente de uniforme de la Schutzpolizei llegó para escoltar a Klugmann hasta el departamento forense. Los ojos de Klugmann y de Maria se encontraron un instante; pareció que Klugmann tenía la mirada perdida, como si Maria no estuviera allí, mientras que ella frunció el ceño, como si intentara descifrar algo.
– ¿Lo conoces? -le preguntó Fabel cuando Klugmann y su escolta ya no podían oírlos.
– No lo sé… Me parece que me suena, pero no sabría decirte de qué…
– Bueno, es posible. Es ex agente de la policía de Hamburgo.
Maria volvió a encogerse de hombros, esta vez como si se sacudiera de encima una incoherencia irritante.
– Bueno, ¿cómo ha ido la cosa?
– Es evidente que no es nuestro hombre, pero no es trigo limpio. Tiene algo raro. Hay algo que no nos ha contado. De hecho, hay muchas cosas que no nos ha contado. ¿Cómo te ha ido a ti?
– He hablado con el director del Tanzbar, Arno Hoffknecht. Ha confirmado que Klugmann estuvo allí hasta la 1:30.
– ¿Es posible que Hoffknecht lo esté encubriendo?
– Bueno, si no lo ves no te lo crees. Qué tipo más sórdido. Se me ha puesto la piel de gallina. -Maria hizo como si se estremeciera-. Pero no, no está encubriendo a Klugmann. Hay demasiada gente que lo vio durante su turno. La Kriminalpolizei de la comisaría de Davidwache ha comprobado también la declaración de Klugmann de que fue a todas partes en el mismo taxi…
– Acaba de contarnos la misma historia.
– En cualquier caso, el taxista confirma que recogió a Klugmann en el club a la 1:45, que lo llevó a una Kneipe del Hafen (Klugmann le dijo que esperara) y luego lo dejó en el piso a las 2:30.
– Muy bien. ¿Algo más?
– Sí, me temo que sí -dijo Maria, y le dio a Fabel la copia impresa del mensaje de correo electrónico que tenía en la mano.
Miércoles, 4 de junio. 10:00 h
Polizeipräsidium (Hamburgo)
Fabel volvió a leerlo en voz alta, luego dejó la página en la mesa y fue hacia la ventana. La sala de información estaba en la tercera planta del Polizeipräsidium. El tráfico de la calle latía con el cambio de los semáforos: el ritmo tranquilizador de la vida de Hamburgo.
– ¿Y el mensaje iba dirigido a ti personalmente? -preguntó Van Heiden.
– Sí, igual que el último. -Fabel bebió un poco de té. Estaba tan flojo que casi no sabía a nada: tal como les gusta a los frisones; tal como le gustaba a Fabel. Siguió de espaldas a los demás, mirando a través de la lluvia, más allá del Winterhuder Stadtpark, a donde la ciudad se elevaba hacia el cielo plomizo.
– ¿No hay forma de rastrear el mensaje? -preguntó Van Heiden.
– Por desgracia no, Herr Kriminaldirektor -contestó Maria Klee-. Parece que nuestro amigo tiene un conocimiento muy sofisticado de la tecnología de la información. A menos que lo pillemos cuando esté conectado, no hay forma de localizarlo. Incluso en ese caso sería improbable.
– ¿La sección técnica lo ha estudiado?
– Sí, señor -dijo Maria Klee. Fabel seguía sin volverse; continuaba centrado en el tráfico denso de la calle-. También tenemos a un experto independiente examinando el mensaje. No hay forma de rastrearlo.
– Es perfecto -dijo Fabel-. Una carta o una nota anónimas nos aportan pruebas físicas; podemos buscar el ADN, realizar análisis de la letra, identificar de dónde han salido el papel y la tinta…; pero un mensaje de correo electrónico tiene una presencia electrónica. Desde el punto de vista forense, no existe.
– Pero yo creía que era imposible enviar un mensaje de correo electrónico anónimo -dijo Van Heiden-. Debemos de tener una dirección IP.
A Fabel le sorprendieron los conocimientos que tenía Van Heiden de la tecnología de la información.
– Así es. Tenemos dos mensajes de correo electrónico distintos, cada uno con una dirección y una identidad de proveedor de acceso a internet distintas. Hemos rastreado las dos y hemos descubierto que nuestro hombre ha entrado en lo que debería ser una red de seguridad impenetrable y ha abierto cuentas falsas… Luego, ha enviado los mensajes desde estas cuentas.
Fabel se apartó de la ventana. Había seis personas sentadas a la mesa de cerezo. Los cuatro miembros principales del equipo de la Mordkommission de Fabel -Werner Meyer, Maria Klee, Anna Wolff y Paul Lindemann- estaban sentados juntos a un lado. En el otro, estaba una mujer atractiva de pelo oscuro y de unos treinta y cinco años, la doctora Susanne Eckhardt, la psicóloga criminal. Presidiendo la mesa estaba Horst Van Heiden, Leitender Kriminaldirektor de la policía de Hamburgo: el jefe de Fabel. Van Heiden se levantó de la silla; parecía que su destino genético era ser policía; incluso ahora, con su traje gris claro de Hugo Boss, lograba transmitir la impresión de que llevaba uniforme. Anduvo los pocos pasos que había hasta la pared de la sala de información, en la que grandes fotografías en color, tomadas desde distintos ángulos, mostraban el cuerpo despedazado de la joven. Sangre por todas partes. Huesos blancos asomaban relucientes entre la sangre y la carne. Dos mujeres distintas, dos escenarios distintos, pero el horror que presidía las imágenes era el mismo: los pulmones extraídos y colocados fuera del cuerpo. Los ojos de Van Heiden examinaron el honor, manteniendo el rostro impasible.
– Supongo que ya sabes quién me espera (nos espera) arriba, ¿no, Fabel?
– Sí, Herr Kriminaldirektor. Lo sé.
– Y ya sabes que me está haciendo la vida imposible para que acabemos con… con esto.
– Soy muy consciente de las presiones políticas que tiene, señor. Pero lo que a mí me preocupa es evitar que otra pobre mujer acabe siendo víctima de este animal.
Los pequeños ojos azules de Van Heiden brillaron con cierta frialdad.
– Mis prioridades, Herr Kriminalhauptkommissar, son exactamente las que deberían ser. -Volvió a mirar las imágenes-. Tengo una hija que tiene más o menos la edad de la segunda víctima. -Se volvió hacia Fabel-. Pero no me hace ninguna falta tener al Erste Bürgermeister de Hamburgo todo el día encima.
– Como le he dicho, señor, todos estamos intentando atrapar a este cabrón cuanto antes.
– Otra cosa. Todo eso de «extender las alas del águila» y «nuestra tierra sagrada»… No me gusta. Suena a algo político. El águila… ¿El águila alemana?
– Podría ser -dijo Fabel, mirando a Susanne Eckhardt.
– Podría ser… -confirmó ésta. Al hablar, en su voz se coló un acento del sur; de Múnich, le pareció a Fabel-. Pero el águila es una imagen psicológica potente en cualquier cultura, un símbolo de poder y depredación. El águila podría ser su metáfora: observa, vuela en círculos, sus presas no la ven, y se abalanza silenciosa sobre su objetivo. Es más probable que esté motivado por un impulso sexual profundamente sublimado y abstraído que por una ideología política extremista. Este hombre no es un fanático: es un psicótico. Es distinto…, aunque tengo que admitir que la religiosidad del mensaje de correo electrónico (la sensación de cruzada) y el método en forma de ritual de las muertes me preocupan.
– ¿Estáis buscando a un neonazi loco, o no? -La voz de Van Heiden tenía un tono agresivo.
– Lo dudo. Lo dudo mucho. Las víctimas no tienen un origen étnico no alemán, no son el objetivo típico de los ataques neonazis. Pero no puedo excluir esa posibilidad. Creo que es más probable que se trate de una cruzada personal. -Susanne Eckhardt tenía la expresión de alguien que intenta recordar dónde ha dejado las llaves del coche.
– ¿Qué pasa, Frau Doktor? -preguntó Fabel.
La doctora Eckhardt soltó una risita casi patética.
– No es nada… o al menos nada que resistiera un examen profesional riguroso o incluso objetivo…
– Por favor, compártalo con nosotros de todas formas -dijo Van Heiden.
– Bueno, tan sólo es que este mensaje de correo electrónico presenta al clásico psicótico socialmente disfuncional. Está todo ahí: sentimientos de desplazamiento y aislamiento social; una moralidad pervertida que tiene un objetivo; identificación con un símbolo elevado de depredación…
Fabel sintió que una corriente eléctrica recorría el vello de su nuca. Otra cosa que era demasiado correcta.
– No lo entiendo. -Estaba claro que Van Heiden no captaba el mensaje implícito-. Ha dicho que no había duda de que el mensaje era auténtico; que lo había escrito nuestro asesino.
– No…, bueno, sí… -Eckhardt se rió de nuevo, dejando ver unos dientes perfectos que relucían como la porcelana-. En realidad, no sé lo que estoy diciendo. Sólo que si yo tuviera que sentarme a escribir la misiva de un asesino en serie, habría incluido todos estos elementos.
– ¿Está diciendo que el mensaje es falso? ¿O que es auténtico? -La voz de Van Heiden adoptó de nuevo un tono agresivo-. Estoy confuso…
– Seguramente es auténtico. Dos asesinatos, dos mensajes recibidos. Si se trata de un impostor o de alguien que confiesa crímenes compulsivamente, el don que tiene de la oportunidad es increíble. Sólo establezco una proposición. No… una observación. -Examinó la sala en busca de apoyo. Lo encontró: Fabel asentía pensativo con la cabeza.
Van Heiden no le hizo caso.
– Eso es… aventurarse… ¿Tenemos algo más, Fabel?
– Este asesinato me preocupa especialmente -dijo Fabel-. Hay varias anomalías. De hecho, hay varias cosas que no sabemos sobre la víctima.
– Como su identidad… -dijo Van Heiden. Fabel no captó si era un comentario sarcástico o no.
– Estamos trabajando en ello.
Van Heiden hojeó las páginas del informe.
– ¿Qué hay del ex agente este del Mobiles Einsatz Kommando que estaba relacionado con la víctima? No me gusta la idea de que un ex agente de la policía de Hamburgo fuera el chulo de una prostituta. A los medios de comunicación les encantan estas cosas.
– Por desgracia, hemos tenido que soltarlo -dijo Fabel-. Pero lo estamos siguiendo. Lo vigilaremos las veinticuatro horas del día. Estoy convencido de que oculta pruebas, pero no puedo demostrarlo.
– ¿Ha visto su hoja de servicios?
– Acaba de llegarme -dijo Fabel, que se sentó y apoyó los codos en la mesa. Exageró un poco la tranquilidad de su postura: sabía que aquella informalidad ponía nervioso a Van Heiden, y le divertía irritarlo-. Aún no he tenido tiempo de mirarla, pero parece ser que Klugmann era un agente estrella que prometía mucho, hasta que lo acusaron de posesión de drogas. Antes de ingresar en la policía de Hamburgo, era Fallschirmjäger…
– ¿Paracaidista del ejército?
– Sí. La base perfecta para el Mobiles Einsatz Kommando. -Fabel soltó una risita-. Te dan la formación necesaria para hacer todo lo que se te ocurra con un arma.
Van Heiden se enojó.
– El MEK realiza una función muy valiosa. Y son agentes de policía igual que nosotros. ¿Cómo era la hoja de servicios de Klugmann?
– Por lo que he podido ver, casi ejemplar…
– Un buen hombre que se vuelve corrupto…
– O un matón altamente profesional que cambia de bando… Todo depende de cómo se mire, señor.
Esta vez Van Heiden no picó.
– ¿Cree que nos oculta algo?
– No me creo en absoluto que no sepa el nombre completo de la víctima. Pero su coartada es sólida. Tenemos que confirmar la hora exacta de la muerte, pero es casi seguro que Klugmann quedará fuera de la lista de sospechosos.
– ¿Y por qué le ponemos vigilancia? ¿No podríamos emplear mejor nuestros recursos en otra cosa?
Fabel vio que los miembros de su equipo intercambiaban miradas de incredulidad.
– Señor, porque tenemos un cuerpo sin nombre hallado en circunstancias extrañísimas, y me parece que Klugmann es la mejor baza que tenemos para establecer su identidad. Como he dicho, creo que oculta algo. Por lo que sabemos, ese algo podría ser la identidad del asesino. Podría ser que ese tal Hijo de Sven fuera uno de los clientes de la chica.
Fabel advirtió la mirada de la doctora Eckhardt, pero no le hizo caso: ella sabía que Fabel estaba levantando una cortina de humo. Era evidente que se trataba de un ardid para sacarse a Van Heiden de encima. Funcionó.
– De acuerdo -dijo Van Heiden-. Pero me interesa más la identidad de nuestro asesino que la de la víctima. ¿Qué más tenemos?
– Aún estamos haciendo averiguaciones sobre la otra víctima. -Maria Klee sacó algunas notas de una carpeta-. Por los datos que tenemos, no existe conexión alguna entre las dos. Una prostituta y una abogada muy prometedora. Da la impresión de que elige a sus víctimas al azar.
– Puede que a nosotros nos parezca que las elige al azar -dijo la doctora Eckhardt-, pero para el asesino existe una conexión que nosotros aún no podemos ver. Recuerden que nos enfrentamos a un individuo profundamente trastornado: su lógica no es la misma que la nuestra. Podría haber una similitud en cuanto a estatura, forma de caminar, de la nariz… Por muy abstracto que parezca, hay rasgos comunes que el asesino ve… De hecho, quizá sólo los vea el asesino.
Hubo una pausa antes de que Werner interviniera.
– ¿Y eso qué significa?
– Eso significa que cualquier mujer de Hamburgo, tenga la edad que tenga, sea de la clase social que sea, es un objetivo potencial.
Van Heiden se rascó el cabello gris.
– ¿Y por ahora sólo tenemos una conexión potencial con el asesino, ese tal Klugmann, que puede que lo conociera o no si era cliente de esta última víctima?
– Hay otra conexión potencial. -La doctora Eckhardt no levantó la vista de la mesa. Tenía los brazos sobre la mesa a cada lado de las carpetas. Todo el mundo centró su atención en ella-. Y esa conexión es el Kriminalhauptkommissar Fabel… Del mismo modo que el asesino sigue un criterio abstracto a la hora de elegir a sus víctimas, ha elegido a Herr Fabel como su, bueno, su álter ego, su adversario en este juego, por así decirlo. A sus ojos, Herr Fabel es un digno adversario. Lo ha elegido como su némesis. De hecho, el Hauptkommissar Fabel se ha convertido en un elemento esencial de su fantasía, de su plan. Ha dejado claro que tiene intención de diseñar la conclusión de esta caza… -miró a Fabel-, quizá incluso provocando que usted lo mate. Dice: «podrá detenerme, pero nunca me atrapará»; es una promesa de algo.
– ¿Que tendré que matarlo para detenerlo?
– Quizá. Es evidente que cree que la parte psicótica de su personalidad está a salvo de usted. Quizá tiene la fantasía de que es inmortal y que usted no puede cambiar eso, ni siquiera matándolo. Es como si hubiera una especie de barrera entre los dos.
– Soy policía, no verdugo. -Fabel se quedó callado, con el ceño fruncido-. Pero ¿por qué me ha elegido a mí?
– Eso no lo sé. Vuelvo a repetir que quizá sólo el Hijo de Sven sepa la razón de haberlo elegido; pero…
– Pero ¿qué? -preguntó Van Heiden.
La doctora Eckhardt continuó dirigiéndose directamente a Fabel.
– Bueno, siente que hay una conexión entre ustedes. Existe la posibilidad de que sus caminos se hayan cruzado en el pasado. O quizá se trate de alguien que haya conocido ahora.
– Pero eso no es seguro… -Fabel pronunció aquella afirmación más bien como una pregunta.
– No, no es seguro. Tan sólo es una posibilidad. Esta sensación de que están conectados puede basarse simplemente en lo que ha leído sobre usted, por ejemplo… sobre usted o sobre alguno de sus casos, y que lo haya elegido basándose en eso.
– Pero ¿podría tratarse de alguien cuyo camino se haya cruzado con el mío en el pasado, quizá de un modo significativo?
– Creo que es una posibilidad…, nada más.
Fabel se volvió hacia Van Heiden con una mirada cargada de significado. Van Heiden negó con la cabeza.
– No empieces con esa vieja historia, Fabel…
Fabel se encogió de hombros.
– Ya lo sé. Es sólo que es inevitable pensar que encajaría: Svensson burlándose de mí con toda esa mierda del Hijo de Sven, diciéndome que está vivo y que todo esto es obra suya.
Van Heiden negó con la cabeza.
– Déjalo, Fabel. Svensson está muerto. Lleva casi veinte años muerto.
– ¿Quién es Svensson? -preguntó la doctora Eckhardt.
– Es historia -respondió Van Heiden-. Historia antigua, y no tiene nada que ver con este caso. Es alguien que murió hace mucho.
– Que presuntamente murió hace mucho -le corrigió Fabel-. En teoría, murió quemado. Pero no se hallaron pruebas suficientes que demostraran que era él. Se llamaba Hendrik Svensson y era un cabrón manipulador y perverso que dirigía una célula de chicas terroristas. Era un antiguo miembro de la Rote Armee-Fraktion -Fracción del Ejército Rojo- de Baader-Meinhof que montó su propio grupo. En aquellos tiempos había muchos grupos escindidos que no compartían la filosofía de la Baader-Meinhof de pasar completamente a la clandestinidad. Estaban el Movimiento 2 de junio y el SPK, que precedieron a la Rote Armee-Fraktion, y estaban las Revolutionäre Zellen -las células revolucionarias-, que combinaban terroristas activos clandestinos con «legales» que trabajaban a plena luz del día. Luego estaba el Rote Zora, que era exclusivamente femenino. Svensson se inspiró en todos ellos. Llamó a su unidad RAG: Radikale Aktionsgruppe. La mayoría de las chicas que dirigía no habían cumplido los veinte años. Las mandaba a colocar bombas en el Alsterarkaden y a atracar bancos.
– Fabel y yo ya hemos hablado de esto. -Van Heiden se volvió hacia la doctora Eckhardt-. Como la identificación del cuerpo no fue concluyente, Fabel sospecha que, quizá, de algún modo, Svensson ha vuelto de entre los muertos para llevar a cabo estos asesinatos.
– ¿Eso es lo que cree? -le preguntó la doctora a Fabel.
– No, no necesariamente. En realidad, no. Tan sólo creo que no deberíamos descartar ninguna posibilidad…
– Lo siento -dijo la doctora Eckhardt-. Pero no lo entiendo: ¿por qué se le ocurre considerar a esta persona sospechoso potencial? No veo la conexión entre un terrorista muerto y estos asesinatos en serie…
– Admito que es altamente improbable. Y acepto lo que dice Herr Kriminaldirektor Van Heiden: probablemente fue Svensson quien murió en la explosión. Pero ha sido este elemento del Hijo de Sven lo que ha hecho que empiece a hacerme preguntas…, así como las referencias continuas a las águilas. El nombre en clave de Svensson era Águila. Además, también está la extraña relación que tenía con las mujeres.
– ¿Extraña en qué sentido?
– Parecía que necesitaba dominarlas completamente. Se dice que intimaba físicamente con todas las chicas de su grupo. Los periódicos las apodaron «el harén de Svensson».
– ¿Y qué relación tiene Svensson con usted?
– En 1983 intentaron atracar el principal Commerzbank, en Paul-Nevermann-Platz. Había tres mujeres, que eran miembros del grupo escindido de Svensson. Al salir, tropezaron con dos agentes de la Schutzpolizei que hacían su ronda a pie. Se produjo un tiroteo… Dos de las chicas terroristas y un agente murieron, y el otro resultó gravemente herido. Yo llegué al lugar cuando la terrorista superviviente huía. La perseguí hasta el muelle, le grité que soltara el arma, pero se volvió y disparó. Me dio en el costado y yo respondí: dos tiros, en la cara y en la cabeza. Murió en el acto. Se llamaba Gisela Frohm. Tenía diecisiete años. Era una cría.
– Comprendo. -La doctora Eckhardt se quitó las gafas y pareció evaluar a Fabel durante unos momentos-. Entiendo que establezca una relación, pero tengo que decir que aunque ese tal Svensson hubiera sobrevivido, no sería un sospechoso natural en estos asesinatos.
– ¿Por qué no?
– Pues porque no encaja en el perfil: por edad, psicología, y todo lo demás. -La doctora Eckhardt se echó para atrás un mechón de pelo negro que había caído sobre su frente ancha. Volvió a ponerse las gafas antes de leer un papel de su carpeta-. Tenemos dos indicadores a partir de los cuales podemos construir un perfil de nuestro asesino: las pruebas físicas halladas en las escenas de los crímenes y el contenido de los mensajes de correo electrónico. El perfil amplio que tenemos en estos momentos nos dice que se trata de un hombre, de entre veinte y cuarenta años, pero lo más probable es que tenga menos de treinta. Es evidente que es inteligente, pero quizá no tanto como él cree. En cuanto a nivel de estudios, como mínimo se sacó el Abitur. Puede que esté licenciado y que tenga un trabajo con una responsabilidad razonable, aunque él creerá que está por debajo de sus posibilidades. O puede que, por algún motivo, no haya podido completar lo que él considera todo su potencial académico y tenga un trabajo técnico de categoría inferior.
»Como ya ha señalado Frau Klee, parece que tiene conocimientos avanzados de informática. Es probable, aunque no seguro, que viva solo. La referencia que hace en el mensaje al aislamiento y la marginación sociales concuerda con el perfil típico. Es un solitario; alguien con poca autoestima. Cree que su inteligencia está infravalorada y que el mundo que lo rodea subestima su potencial…, un mundo al que ahora le ha declarado la guerra. También puede ser que durante su infancia o adolescencia tuviera lugar un episodio -o una serie de episodios- en el que una mujer lo humillara o dominara. Otra posibilidad es que ocurriera algo y culpara a su madre por ser incapaz de protegerlo de un padre dominante o maltratador. Fuera lo que fuera, pudo coincidir con la pubertad, cuando las fantasías masturbatorias pueden girar en torno a sentimientos violentos de venganza hacia las mujeres. En este caso, el odio y el miedo que siente por las mujeres se han convertido en un vínculo indisoluble de su excitación sexual. Puede que tenga algún tipo de disfunción sexual y sea impotente, excepto cuando llega a la excitación y al orgasmo como consecuencia de ejercer la violencia extrema contra las mujeres.
– Pero no hemos hallado semen en las escenas de los crímenes, ni siquiera señales de penetración -comentó Fabel. La hermosa Frau Doktor le devolvió la mirada ladeando la cabeza y mirándolo por encima de las gafas.
– No. Pero eso no significa que no haya llevado a cabo un acto sexual. Puede que se pusiera un preservativo para no dejar rastros de ADN. Seguramente, lo que esta persona hace para obtener la satisfacción sexual está tan lejos de lo que es una función sexual normal que es imposible reconocerlo. Y como ya he dicho, puede que sea impotente. El crimen es de naturaleza sexual, pero puede que ni el propio autor vea o reconozca la motivación sexual del mismo. Y un elemento importante que se desprende del mensaje de correo electrónico, y de la naturaleza ritual de los asesinatos, es la religiosidad de este acto. Es una especie de ceremonia que lleva a cabo por razones más abstractas que por una mera satisfacción sexual inmediata.
Maria Klee intervino.
– ¿Podría tratarse de más de una persona? Por lo que dice, es como si fuera casi un ritual. Si no es un tema político, ¿podríamos estar enfrentándonos a una especie de culto?
Werner Meyer soltó una risa llena de sarcasmo. Las dos mujeres lo obviaron. Fabel le dirigió una mirada de advertencia.
– Es posible, pero improbable -contestó Susanne Eckhardt-. Si fueran acciones realizadas por más de una persona, el perfil de nuestro autor principal, de la persona que comete los asesinatos, seguiría siendo el mismo. Cualquier otro participante sería un manipulador…, alguien cuyo papel llenaría el vacío dejado por el progenitor indiferente o maltratador. En estos casos (como en el de Leonard Lake y Charles Ng en Estados Unidos en los ochenta), un miembro de la pareja no tiene autoestima, mientras que el otro es patológicamente egoísta. Pero en este caso, creo que es mucho más probable que se trate de una cruzada en solitario. Lo ha explicado al detalle en su segundo mensaje. Es un lobo solitario. Y eso, por supuesto, es mucho más habitual que los asesinatos en serie en equipo. -La doctora Eckhardt hizo una pausa y se quitó las gafas-. Esta persona está compensando su falta de autoestima con estos actos. Por eso creo que es altamente improbable que el terrorista de Herr Fabel encaje en el perfil: no concuerda la edad, no concuerdan las motivaciones, no concuerda la psicología…, no concuerdan las ideas políticas.
Van Heiden reaccionó como si hubiera recibido una suave descarga eléctrica.
– ¿Qué quiere decir con que «no concuerdan las ideas políticas»?
– Bueno, el perfil psicológico básico que he trazado, culpar a la sociedad de los fracasos personales, creer que se subestima el potencial personal en un mundo injusto…; casi todo, de hecho, excluyendo el trauma psicosexual, encaja también con el típico neonazi.
– ¿No había dicho que este caso no tenía motivaciones políticas?
– Sí. Es lo que creo. Las motivaciones de este hombre seguramente son psicosexuales, pero como el resto de la gente, tiene sus opiniones políticas. En su caso, estas opiniones políticas pueden o no haberse tergiversado de forma grotesca desde su perspectiva psicótica y puede incluso que sean una especie de justificación, una excusa, para tales actos. Al menos en parte. Lo que quiero decir es que un terrorista de izquierdas como Svensson no tendría el mismo perfil.
Fabel asintió despacio con la cabeza.
– Acepto lo que dice, pero ¿qué pasa si resulta que el centro de todo esto soy yo? ¿Qué pasa si resulta que me está haciendo participar en, bueno, en alguna especie de desafío? Yo maté a una de sus mujeres, así que él mata a mujeres a las que yo, como policía, se supone que debo proteger.
Susanne Eckhardt se rió.
– Ahora nos hemos intercambiado los papeles, y tengo que decirle que eso es psicología barata. -Dejó las gafas sobre la mesa, irguió los hombros y echó la cabeza hacia atrás, clavando los ojos oscuros en Fabel. Éste se sintió incómodo bajo su mirada implacable y temió que se le notara la atracción que sentía por ella-. Pero si va a jugar a los psicólogos -prosiguió sonriendo-, deje que yo juegue a los policías. Usted mismo reconoce que estamos hablando de alguien que seguramente está muerto…
– Sí.
– Y en su último mensaje se ha descrito como alguien que «ha pasado toda la vida en los márgenes de las fotografías de los demás». No es que encaje precisamente con un terrorista con un harén de jovencitas acólitas que sale en las noticias…
Van Heiden se rió.
– Doctora Eckhardt, quizá debería darle el puesto de Herr Fabel… -Se volvió hacia Fabel mientras la sonrisa desaparecía-. Bien, Fabel, centrémonos en los sospechosos que están vivos.
Fabel seguía mirando a la doctora Eckhardt. Ella seguía sonriendo y le sostuvo la mirada; había intensidad en sus ojos.
– Bueno, como he dicho, sólo lo consideraba una posibilidad remota.
La doctora Eckhardt volvió a ponerse las gafas y examinó el informe.
– Otra cosa que deberíamos investigar son violaciones o intentos de violación previos que hayan quedado sin resolver. Puede ser que nuestro asesino haya cometido ataques sexuales en el pasado como preludio a la acción principal.
– ¿Hemos investigado ataques recientes como los que ha descrito la doctora Eckhardt? -preguntó Van Heiden. Werner miró a Fabel; su expresión decía: «¿Por qué no se nos ha ocurrido?». Otra mirada de advertencia.
– Sí, Herr Kriminaldirektor -contestó Fabel-. Hemos interrogado a todos los delincuentes sexuales que encajan con el perfil. Nada; aunque hubo diversos ataques a mujeres en el área de Harburg y Altona el año pasado que quedaron sin resolver. Estamos interrogando de nuevo a las víctimas, por si acaso.
– Muy bien, Kriminalhauptkommissar Fabel -dijo Van Heiden-, manténgame informado. Mientras tanto, tenemos una cita. -Miró la hora-. ¿Nos vemos arriba dentro de diez minutos?
– De acuerdo.
Fabel se acercó a la pared que estaba cubierta con las fotos de las víctimas tomadas en las escenas de los crímenes. El flash confería a las imágenes una intensidad artificial: colores nauseabundos que estallaban en el papel brillante. Parecían irreales, goyescas. Sin embargo, eran reales: hacía cuatro largos meses, un día frío y ventoso, Werner y Fabel fueron a Lüneburg Heath, con los cuellos de los abrigos subidos para protegerse de un viento cortante nacido en Siberia que había recorrido la llana planicie báltica sin hallar ningún obstáculo. Era como un paisaje lunar; el resplandor severo de las lámparas de arco portátiles iluminaba la noche; el aire frío chisporroteaba con el parloteo sibilante de las radios de la policía. Se quedaron mirando el cuerpo mutilado de la primera víctima, Ursula Kastner, una abogada de veintinueve años que había salido de su despacho y había entrado directamente en el infierno. Yacía delante de ellos en el brezal con un vacío negro en mitad del pecho. Al día siguiente, había llegado el primer mensaje de correo electrónico para Fabel.
Se percató de la presencia de Maria Klee a su lado.
– ¿Por qué lo hacen? -Fabel habló tanto para sí mismo como para ella. Pasó la vista por las imágenes.
– ¿Por qué hacen el qué?
– ¿Por qué acceden? Parece que la primera víctima quedó con el asesino. Encontramos su coche aparcado y cerrado en un área de descanso de la autobahn, y no había señales de forcejeo o de rapto con violencia. Y esta segunda víctima… es como si hubiera invitado a entrar al asesino; o éste tuviera llave. No hay señal de que forzaran la entrada, o de un forcejeo en la puerta o cerca de ella. Supongo, en cierto modo, que uno puede entender que una prostituta sea, bueno, acogedora. Pero Ursula Kastner era una joven inteligente que se preocupaba por su seguridad. ¿Por qué ambas accedieron a ver a un completo desconocido?
– Si es que era un desconocido -dijo Maria.
– Si sigue el perfil típico del asesino en serie, como sabes, no elige a víctimas que ya lo conozcan… -Susanne Eckhardt se unió a Fabel y Maria.
– Entonces, ¿por qué Kastner se fue con él y Monique lo dejó entrar? -Fabel repitió su pregunta. Maria se encogió de hombros.
– Quizá tenía algo que invitaba a confiar en él. -Susanne hizo una pausa, como si sopesara sus propias palabras-. ¿Recordáis el caso de Albert DeSalvo?
Maria y Fabel se miraron sin comprender.
– Albert DeSalvo. El estrangulador de Boston. Asesinó a doce mujeres en Boston a principios de los sesenta…
– ¿Qué pasa con él? -La confusión de Fabel era auténtica.
– La policía de Boston se hizo exactamente la misma pregunta: «¿Por qué las víctimas lo dejaban entrar en su casa?».
– ¿Por qué?
– DeSalvo era fontanero de profesión. Llamaba a la puerta y decía que el administrador del edificio le había pedido que se pasara. Si la víctima sospechaba o protestaba, DeSalvo simplemente decía «vale» y se marchaba como si no le importara. Como las víctimas no querían buscarse problemas con los caseros, como DeSalvo obviamente llevaba las herramientas auténticas de su profesión con él, y como no insistía, volvían a llamarlo y abrían la puerta.
– ¿Qué quieres decir, entonces? -preguntó Maria-. ¿Que deberíamos buscar a un fontanero?
Susanne suspiró con impaciencia.
– No. No necesariamente. Pero es posible que se haga pasar por algo similar. Por alguien que invite a confiar en él, aunque para la víctima sea un desconocido.
Maria se golpeteó los dientes con el bolígrafo.
– Sabemos que este tipo tiene, como él mismo ha admitido, un aspecto anónimo. Quizá, antes de asesinar, disfrute vistiéndose como alguien que tiene autoridad…
– Vaya, Herr Fabel -Susanne Eckhardt dejó ver sus dientes perfectos con una gran sonrisa-, la psicología amateur de Maria es mucho mejor que la suya.
Fabel paseó la mirada por las imágenes de la pared.
– Supongamos que adorna su ritual vistiéndose como una figura que tiene autoridad. ¿Qué profesión proporciona autoridad sobre las víctimas además de ganarse su confianza absoluta?
Maria Klee se quedó mirando a Fabel un momento. Cuando habló, lo hizo casi en un susurro.
– Mierda.
– ¿Informo yo al Kriminaldirektor o lo haces tú?
Antes de subir al despacho de Van Heiden, Fabel hizo una llamada al LKA7, la división especial del Landeskriminalamt dedicada a la lucha contra el crimen organizado. Pidió una cita para ver al Hauptkommissar Buchholz, quien estaba al frente del equipo que investigaba a la organización Ulugbay. Había algo en el tono de Buchholz que hizo que Fabel tuviera la sensación de que esperaba su llamada, pero que no la recibía de buen grado. Buchholz accedió a ver a Fabel a las dos y media de la tarde. Después de llamar a la división, Fabel sacó la carpeta azul de Klugmann, la que contenía su hoja de servicios en la policía de Hamburgo. Ahí estaba, tal como había esperado: Klugmann había trabajado seis meses -de hecho, los seis meses inmediatamente anteriores a su salida del cuerpo- a las órdenes directas de Buchholz como miembro de uno de los Mobile Einsatz Kommandos.
Fabel justo había acabado de recoger sus papeles para dirigirse al despacho de Van Heiden cuando Werner asomó la cabeza ovalada y calva por la puerta del despacho.
– Jan, el profesor Dorn ha dejado otro mensaje. Pide de nuevo si puede verte.
– ¿Tienes su número? -Fabel no levantó la vista y siguió recogiendo sus carpetas.
– Sí. Dice que puede ayudarnos con este caso. Se muestra muy insistente, Jan.
Fabel no levantó la vista.
– Vale. Concierta la cita.
Werner asintió con la cabeza y desapareció. Fabel se colocó las carpetas debajo del brazo y salió del despacho para dirigirse al ascensor. Mientras lo hacía, notó que el estómago se le revolvía de un modo desagradable al recordar la cara de su viejo tutor. La vio con bastante nitidez. Luego, intentó recordar otra cara, una cara que también asociaba con el apellido Dorn, pero no pudo.
El despacho de Van Heiden estaba en la cuarta planta del Polizeipräsidium de la policía de Hamburgo. Al salir del ascensor, Fabel se encontró de inmediato con una joven recepcionista atractiva y sonriente de paisano. Llevaba el pelo rubio claro peinado hacia atrás en una coleta y vestía una sobria blusa blanca y un traje de chaqueta y pantalón negro. Fabel podría haber entrado en un banco, sólo que sabía que aquella joven recepcionista hermosa era una Polizistin y tendría una SIG-Sauer PG automática de 9 mm en la cintura de la falda. Tras confirmar la cita, la recepcionista condujo a Fabel por un pasillo hasta una gran sala de reuniones: un rectángulo largo con grandes ventanas a un lado que daban, como la sala de información de abajo, a la Hindenburgstrasse. Una larga mesa de cerezo estaba flanqueada a cada lado por sillones de piel negros. Tres de las sillas, hacia el final de la mesa, estaban ocupadas: Van Heiden estaba sentado entre un hombre achaparrado de constitución fuerte con el pelo negro y corto y entradas, a quien Fabel no reconoció, y un hombre obeso y rubio y de tez ligeramente rubicunda al que parecía como si le hubieran fregado la piel recientemente. Fabel vio que era el Innensenator Hugo Ganz, ministro del Interior de Hamburgo. Junto a la ventana había un cuarto hombre, de espaldas a Fabel, que miraba el tráfico de la calle. Era muy alto y llevaba un traje elegante que no era alemán, sino seguramente italiano. Los tres hombres de la mesa estaban enzarzados en una discusión y hacían referencias continuas a las notas que había sobre la mesa.
Fabel miró directamente al hombre desconocido de la mesa. Van Heiden comprendió la mirada e hizo las presentaciones.
– Éste es el Oberst Gerd Volker del BND. Oberst Volker, el Kriminalhauptkommissar Fabel. Siéntese, por favor, Fabel.
«Allá vamos», pensó Fabel. El BND -el Bundesnachrichtendienst- era el servicio de inteligencia, encargado de proteger la Grundgesetz: la Ley Fundamental o Constitución de la República Federal de Alemania. Era la labor del BND controlar a los grupos terroristas y extremistas, de derechas e izquierdas, activos o latentes, del paisaje político alemán. Y desde 1996, el BND se había implicado en la lucha contra el crimen organizado. La desconfianza de Fabel hacia el BND era profunda. La policía secreta es la policía secreta, da igual las siglas que tengan.
Volker sonrió y extendió la mano.
– Encantado de conocerlo, Herr Fabel. Leí mucho sobre su trabajo en el caso Markus Stümbke el año pasado… -Los dos hombres se dieron la mano.
– Y el Innensenator Ganz… -continuó Van Heiden.
Ganz extendió la mano; la cara rubicunda no esbozó ninguna sonrisa.
– Es un asunto terrible, Herr Kriminalkommissar -dijo Ganz, degradando el rango de Fabel varios grados-. Espero que esté empleando todos los medios a su disposición para ponerle fin.
– Erster Kriminalhauptkommissar -le corrigió Fabel-. Y no hace falta que le diga, Senator, que estamos haciendo todo lo posible para atrapar a este asesino
– Estoy seguro de que es consciente de que la prensa está fomentando la preocupación entre la opinión pública hasta el punto de crear un estado casi de frenesí… -dijo la figura de la ventana, que por fin se volvió para mirar a los demás. Era un hombre alto, elegante, enjuto, de hombros anchos y unos cincuenta años, de ojos azules intensos y rostro largo, delgado e inteligente esculpido de líneas verticales. Tenía el pelo entre canoso y rubio y llevaba un corte caro. A Fabel, que también era un admirador de la buena sastrería inglesa, le pareció que la cara camisa azul oscura era de Jermyn Street, en Londres. Sin duda, el traje era italiano. El efecto global transmitía más buen gusto y estilo que ostentación. Fabel no había coincidido nunca con aquel hombre, pero lo reconoció al instante. Después de todo, le había votado.
– Sí, Herr Erster Bürgermeister, me doy cuenta. -Fabel giró el sillón de piel en el que estaba sentado para mirar al presidente de Hamburgo y jefe del gobierno regional, el doctor Hans Schreiber.
Schreiber sonrió.
– A usted lo llaman der englische Kommissar, ¿verdad?
– De forma incorrecta, sí.
– ¿No es inglés?
– No. Puedo decir con toda sinceridad que no hay ni una gota de sangre inglesa en mi cuerpo. Mi madre es escocesa y mi padre era frisio. Vivimos en Inglaterra un tiempo cuando era pequeño. Recibí parte de mi educación allí. ¿Por qué lo pregunta?
– Era sólo curiosidad. Yo también soy un anglófilo. Después de todo, dicen que «Hamburgo es la ciudad más británica fuera del Reino Unido»… Bueno, me parece interesante; que lo llamen el Kommissar inglés, quiero decir. Lo distingue como alguien, bueno, distinto… ¿Se considera una persona distinta, Herr Fabel?
Fabel se encogió de hombros. No veía qué sentido tenía aquella conversación, y el tono personal empezaba a molestarle. La verdad era que sí se sentía distinto. Había sido consciente toda su vida de que en su carácter había un aspecto no alemán. Le fastidiaba y al mismo tiempo lo apreciaba.
Sin duda, Schreiber percibió la creciente intranquilidad de Fabel.
– Lo siento, Herr Fabel, no era mi intención ser indiscreto.
Pero es que he leído su hoja de servicios, y es evidente que es usted un agente excepcional. Yo sí creo que es distinto, que tiene una ventaja, una perspectiva añadida que los otros no poseen. Por eso creo que usted es el hombre que detendrá a este monstruo.
– No tengo alternativa -dijo Fabel, y le explicó que ese tal Hijo de Sven lo había «elegido» como su némesis. Mientras Fabel hablaba, Schreiber asentía y fruncía el ceño como si absorbiera y sopesara cada dato; pero Fabel notó que el Bürgermeister recorría la habitación con la mirada. Aquel movimiento daba a sus ojos intensos de párpados caídos una mirada casi rapaz. Era como si su mente estuviera en varios sitios al mismo tiempo.
– Lo que yo quiero saber, Herr Hauptkommissar, es si tiene usted una estrategia… -preguntó el Innensenator Ganz-. Espero que no estemos permitiendo que sea este maníaco quien marque la pauta. Esta situación requiere una actuación policial proactiva…
Fabel iba a contestar, pero Schreiber se le anticipó.
– Tengo plena confianza en Herr Fabel, Hugo. Y creo que no ayuda en nada que nosotros los políticos le digamos a la policía cómo debe hacer su trabajo.
Las mejillas rosadas de Ganz se enrojecieron aún más. Había quedado claro quién estaba al mando. Lo extraño era que, aunque Schreiber había dicho lo que tenía que decir, Fabel no estaba del todo convencido de que tuviera realmente la confianza del Erste Bürgermeister; o de que él, a su vez, confiara en Schreiber.
Van Heiden rompió lo que se estaba convirtiendo en un silencio incómodo.
– Quizá sea un buen momento para que el Kriminalhauptkommissar Fabel nos presente su informe. -Schreiber ocupó su lugar en la mesa, y Fabel pasó a hacer un resumen de los avances en el caso hasta la fecha. Iba salpicando su informe con imágenes del caso. En diversos momentos, le pareció que Ganz se ponía bastante enfermo; el rostro de Schreiber era una máscara de solemnidad estudiada. Hacia el final de su presentación, Fabel se recostó en la silla y miró a Van Heiden.
– ¿Qué pasa, Fabel? ¿Hay algo más de lo que quiera informarnos?
– Me temo que sí, Herr Kriminaldirektor. Por el momento, sólo es una teoría, pero…
– ¿Pero?
– Como ya he señalado, no hemos hallado pruebas de que forzaran la entrada en el piso de la segunda víctima, ni tampoco de que se produjera un forcejeo violento en el primer momento de contacto entre el asesino y las dos víctimas. Por eso hemos llegado a la conclusión de que o bien iba armado y las convenció con amenazas, o bien las víctimas, bueno, confiaron en el asesino por alguna razón. Esto último significa una de estas dos cosas: que el asesino es alguien que ya conocían; aunque creemos que esto es sumamente improbable, dado el perfil que hemos realizado de nuestro asesino y la disparidad de clase social y zona de residencia de las víctimas…
– ¿Y la segunda opción? -preguntó Schreiber.
– La segunda opción es que nuestro asesino se haga pasar por alguien que tenga autoridad o despierte una confianza implícita…
– ¿Como por ejemplo? -preguntó Van Heiden.
– Como un agente de policía… o alguien del Ayuntamiento.
Hubo un momento de silencio. Schreiber y Ganz se lanzaron una mirada difícil de interpretar. Volker permaneció inexpresivo.
– Pero ni mucho menos es seguro, ¿verdad? -La pregunta de Van Heiden era más bien una súplica.
– No. No lo es. Pero hay que tener presente que las víctimas no forcejearon con el asesino. Podría tratarse de alguien que se hace pasar por un operario con una historia plausible, pero el perfil psicológico sugiere que el asesino podría disfrutar con el poder que le darían sobre sus víctimas un uniforme de policía o una placa.
Una rojez más intensa asomó a las mejillas de Ganz.
– Estoy seguro de que no tengo que señalarles, caballeros, que la policía de Hamburgo no goza de buena prensa en estos momentos. Justo ayer tuve una discusión, digamos que «enérgica», con la junta de la Polizeikommission sobre lo que consideran racismo institucional en la policía de Hamburgo. Lo último que necesitamos es que un maníaco que finge ser policía y destripa a mujeres se pasee por las calles de Hamburgo.
A Fabel se le acabó la paciencia.
– Por el amor de dios, nosotros no tenemos la culpa de que un psicópata elija disfrazarse de policía; y eso aún está por verse. No somos responsables ni podemos controlar…
– Eso no es lo que ha querido decir el Innensenator Ganz -dijo Schreiber-. Lo que ha querido decir es que la opinión pública va a desconfiar aún más de la policía si cree que hay un asesino psicótico que se disfraza de poli.
– Sólo si estamos en lo cierto, y sólo si nuestra sospecha sale a la luz. Como he dicho, por ahora tan sólo es una teoría.
– Espero que sea incorrecta, Herr Fabel -dijo Ganz; iba a continuar, pero al parecer, una mirada de Schreiber lo silenció.
– Estoy seguro de que no pasará -dijo Schreiber-. Tengo plena confianza en que Herr Fabel encontrará pronto a este monstruo.
«¿Ah, sí? -pensó Fabel-. Pues yo no estoy tan seguro.»
– Por supuesto -Schreiber se dirigió a Van Heiden directamente-, espero que podamos informar de los progresos cuanto antes. Ya sé que para ustedes, caballeros, es difícil tener presente la inquietud de la opinión pública, y tampoco tienen por qué; pero yo sí debo preocuparme por la percepción que genera la prensa de los crímenes violentos que tienen lugar en Hamburgo. Otro asesino en serie es una razón más para que nuestras ciudadanas se sientan desamparadas.
Desamparadas. «Mierda -pensó Fabel-, esta gente ni siquiera habla un alemán sencillo.» Schreiber se dirigió hacia la puerta. Ganz captó la indirecta y se puso en pie. Volker, el hombre del BND, Van Heiden y Fabel también se levantaron.
– Por favor, manténganos plenamente informados de sus progresos -dijo Ganz.
– Por supuesto, Herr Innensenator -contestó Van Heiden.
Después de que los dos políticos se marcharan, Fabel se dirigió a Volker.
– ¿Puedo preguntar, Herr Oberst, qué interés tiene el BND en este caso?
– Espero que ninguno. -Por alguna razón, la gran sonrisa de Volker no se reflejó en su mirada. Fabel sintió que crecía su desconfianza en los hombres del BND-. Colaboro con la Besondere Aufbau Organisation que está establecida aquí en el
Präsidium. Herr Van Heiden me ha alertado de que es posible que estos crímenes tengan algún componente político extremista de la Rechtsradikale.
Fabel asintió lentamente con la cabeza mientras procesaba la información. ¿Por qué este caso iba a despertar el interés de un hombre del servicio secreto del BND que colaboraba con la Besondere Aufbau Organisation? El Bundeskriminalamt había creado el BAO después del descubrimiento bochornoso de que un apartamento minúsculo en el número 54 de la Marienstrasse de Hamburgo había sido el centro de operaciones de los terroristas que emprendieron los ataques del 11 de septiembre en Estados Unidos. Al menos ocho de los terroristas, incluido el jefe de la célula, Mohammed Atta, habían pasado por el piso de Hamburgo. La respuesta del Gobierno alemán había sido crear el BAO. Setenta especialistas del Bundeskriminalamt, veinticinco detectives de la policía de Hamburgo y seis agentes del FBI norteamericano trabajaban en el BAO; su cometido era exclusivamente reunir información sobre Al-Qaeda y otros grupos terroristas islámicos. Fabel se dio cuenta de que le fastidiaba tener que hablar de su caso con alguien cuyas competencias no tenían nada que ver con la investigación.
– Ya le he dejado claro al Kriminaldirektor que es muy poco probable que estas acciones sean obra de algún tipo de neo-nazi. -Fabel se esforzó, sin éxito, por no trasladar la irritación que sentía a su tono de voz. Volker siguió sonriendo.
– Ya, sí, lo comprendo, Herr Fabel. Sin embargo, si existe alguna posibilidad de que este caso tenga un componente político, creo que es mejor que el BND esté al tanto de cómo evoluciona el caso. Prometo entrometerme lo menos posible. Si pudiera mantenerme informado, en particular sobre cualquier suceso que pudiera señalar que existe un componente político…
– Por supuesto, Herr Oberst Volker.
Van Heiden se levantó.
– Bueno, gracias, Herr Fabel, creo que a todo el mundo le ha parecido que su informe era muy instructivo. -Se dirigió hacia la puerta para acompañar a Fabel. Éste recogió sus carpetas y estrechó la mano que Volker le ofrecía.
Van Heiden le sujetó la puerta a Fabel y, cuando éste la cruzó, salió con él al pasillo. Bajó la voz con complicidad al hablar.
– Por el amor de dios, Fabel, avíseme si encuentra algo que demuestre que su teoría acerca de que este lunático se hace pasar por un policía es cierta. No me gusta. No me gusta nada. Sobre todo cuando parece ser que un ex agente de la policía de Hamburgo era el chulo de la última víctima.
– Sí, Herr Kriminaldirektor.
Fabel iba a marcharse, pero Van Heiden lo agarró suavemente del brazo.
– Y Fabel, asegúrese de decírmelo a mí primero… Quiero que hable conmigo antes de comunicarle nada al Oberst Volker. -Fabel frunció un poco el ceño.
– Claro, Herr Kriminaldirektor…
Mientras Van Heiden volvía a entrar en su despacho, Fabel se quedó un momento en el pasillo poniendo en orden sus pensamientos. Había algo en todo aquel tinglado -la participación de Volker, el hombre del BND; la honda preocupación del Innensenator Ganz respecto a la posibilidad de que el asesino se hiciera pasar por policía, y la sensación de que Schreiber había «dirigido» toda la reunión- que hacía que Fabel tuviera la impresión de que pasaba algo más que su caza al asesino en serie: como si hubiera algún otro asunto del cual él no formaba parte.
Miércoles, 4 de junio. 12:00 h
Depósito de cadáveres del Institut für Rechtsmedizin de Eppendorf (Hamburgo)
El Institut für Rechtsmedizin -el Instituto de Medicina Legal- era el responsable de la medicina forense de Hamburgo. Todas las muertes repentinas que se producían en la ciudad acababan en el depósito del Instituto.
El estómago de Fabel se estremeció al percibir el olor del depósito de cadáveres que tan bien conocía, pero al que no había logrado acostumbrarse: no era el olor a descomposición, como podría esperarse, sino el aroma rancio a desinfectante. No había ningún cadáver en las mesas de acero inoxidable, y los fluorescentes de luz blanqueadora bañaban el depósito con un resplandor triste e implacable. Cuando Fabel entró, Möller, que aún llevaba puesta la bata verde, estaba sentado a su mesa, consultando notas escritas a mano y luego mirando a la pantalla de su ordenador. Entre una cosa y la otra, se llevaba distraídamente a la boca un tenedor con ensalada de pasta precocinada que cogía de una fiambrera de plástico. No se dio cuenta de que Fabel había llegado.
– Creía que aquí estaba prohibido comer. -Fabel cogió una silla sin esperar la invitación.
– Y lo está. Detenme. -Möller no alzó la vista de sus notas.
– ¿Qué tienes acerca de la chica?
– Te entregaré el informe esta tarde. -Möller dio unos golpecitos en la página que estaba escribiendo con el bolígrafo-. Lo estoy redactando.
– Dame los datos principales.
Móller lanzó el bolígrafo sobre la carpeta y se recostó en la silla, se pasó las manos por el pelo y luego las colocó detrás de la cabeza. Lanzó a Fabel su mirada estudiada de superioridad.
– ¿Ya has tenido noticias de tu amigo por correspondencia?
– Móller, no tengo tiempo para esto. ¿Qué tienes?
– Es un caso muy interesante, Hauptkommissar. -Móller cogió sus notas-. La víctima es una mujer de entre veinticinco y treinta y cinco años, metro sesenta y cinco, ojos azules, pelo castaño teñido de rubio. La causa de la muerte fue una parada cardíaca provocada por una profunda conmoción y una pérdida masiva de sangre, a su vez resultado de un fuerte traumatismo en el abdomen. Ya estaba muerta cuando le extrajeron los pulmones. -Móller alzó la vista de sus notas-. ¿Crees que esta joven era prostituta?
– Sí. ¿Por qué?
– No había tenido relaciones sexuales en las 48 horas previas a su muerte. Además, es evidente que se cuidaba mucho.
– ¿Sí?
– Tenía un tono muscular extremadamente bueno, y la proporción músculo/grasa es baja. Yo diría que era atleta o que iba con frecuencia al gimnasio. No fumaba, y no había restos de alcohol en su sangre. También parece que llevaba una buena dieta: su última comida fue algún tipo de pescado con legumbres, y los niveles de lípidos en sangre eran muy bajos. – Móller pasó las páginas del informe-. Hemos buscado drogas… Nada. Dejando de lado las influencias genéticas, si esta joven no se hubiera cruzado con tu «amigo por correspondencia», lo más probable es que hubiera muerto de vieja.
– ¿Algo sobre el asesino?
– No he hallado pruebas forenses de la presencia del asesino. Como ya he dicho, no hay señales de relaciones sexuales o de cualquier otro tipo de actividad sexual. No hay duda de que se trata del mismo asesino que el otro; o al menos, el modus operandi es idéntico. El asesino realizó una sola incisión que llevó a cabo con un único golpe, fuerte pero increíblemente preciso, en el esternón, seguramente con un cuchillo pesado de hoja grande, o quizá con una espada. Después separó las costillas y extrajo los pulmones. Había señales de fuerza, y los huesos rotos estaban astillados, lo cual sugiere que le propinó un golpe fuerte de abajo arriba. Para separar las costillas, hace falta tener una fuerza física considerable, así como para realizar una incisión de este tipo con un único golpe. Se trata de un hombre, y el ángulo de penetración sugiere que seguramente no mide menos de uno setenta y que, como mínimo, es de constitución media.
– Eso reduce la lista de sospechosos al noventa por ciento de la población masculina de Hamburgo, más o menos -dijo Fabel, sin sarcasmo y más para sí mismo que a Móller.
– Yo sólo manejo las pruebas físicas, Fabel. Sin embargo, me intriga la evidente preocupación que tenía la víctima por su salud y forma física. -Móller se rió-. Yo no tengo tu experiencia en los bajos fondos de la vida de nuestra ciudad, pero nunca me habría imaginado que una prostituta media de Hamburgo diera tantísima importancia a su salud, o a la de sus clientes.
– Eso depende. Parece que era «de alto standing»; cuidar su cuerpo habría sido invertir en, bueno, su producto. Pero tienes razón. Hay muchas cosas en esta víctima que no encajan. ¿Mis hombres le tomaron las huellas dactilares?
– Sí, han venido antes.
– Muy bien. Gracias, Herr Doktor Móller. -Fabel se dirigió hacia la puerta-. Esta tarde me entregas el informe completo.
– Fabel.
– ¿Sí?
– Hay una cosa más…
– ¿De qué se trata?
– Tiene una herida antigua en el muslo derecho, en la parte de fuera. Una cicatriz.
– ¿Lo bastante visible como para que sea una marca distintiva que pueda ayudarnos a identificarla?
– Bueno, sí, creo que aumenta considerablemente tus posibilidades. Pero es más importante que eso…
– ¿Qué quieres decir?
Móller se volvió hacia el ordenador y tocó algunas teclas.
– He añadido la fotografía de la cámara digital a mi informe. Aquí está.
Fabel miró la pantalla. Una foto del muslo de la mujer, con la piel blanca. Había una marca redonda con una cicatriz lateral y algunas arrugas alrededor. Parecía un cráter lunar antiguo y apenas visible. Móller tocó una tecla y apareció otra imagen. Esta vez era el reverso del muslo. En lugar de estar pálido, estaba de un rojo-púrpura refulgente. Lividez post mórtem: al estar el cuerpo tumbado boca arriba, la gravedad había atraído la sangre a los puntos más bajos.
– ¿Ves esto? -Móller dio un golpecito en la pantalla con el bolígrafo-. ¿La cicatriz correspondiente por el otro lado? Son unas cicatrices muy tenues…, quizá tengan cinco o seis años. ¿Sabes de qué son?
– Sí, lo sé -dijo Fabel. Después de todo, él también tenía dos cicatrices parecidas.
Móller volvió a recostarse en la silla.
– Creo que esto limitará un poco los parámetros de su identificación. Porque a ver, en los últimos diez años, ¿a cuántas jóvenes se habrá atendido en Hamburgo de una herida de bala?
Llovía con fuerza. A pesar del aguacero, Fabel sintió el impulso de salir al exterior, de dejar que la lluvia y el aire húmedo purgaran su ropa y sus pulmones del olor a moho del depósito de cadáveres. Tenía el coche aparcado a un par de calles y cuando llegó a su refugio, tenía el pelo rubio pegado al cuero cabelludo. Condujo hasta los muelles del barrio del Hafen. En pocos minutos, las enormes grúas que flanqueaban los márgenes y dársenas del Elba comenzaron a dominar el horizonte. Fabel llamó a su despacho desde el móvil y pidió hablar con Werner; pero en su lugar le pasaron con Maria Klee, quien le contó que Werner estaba hablando con el equipo de vigilancia que seguía a Klugmann. Fabel informó a Maria sobre la herida de bala del cadáver y le pidió que llevara a cabo una investigación minuciosa de los archivos referentes a hospitales y clínicas de Hamburgo de quince a cinco años para acá. Por ley, cualquier hospital o profesional médico que hubiera tratado una herida de bala estaba obligado a informar de ello a la policía. Maria señaló que existía la posibilidad de que si la chica era prostituta y había resultado herida en algún tipo de tiroteo en los bajos fondos, podía ser que algún médico poco ético le hubiera tratado la herida «extraoficialmente». Fabel le dijo a Maria que creía que era posible, pero no probable.
– ¿Algún otro mensaje? -le preguntó a Maria.
– Werner ha dejado una nota para decirte que mañana tienes una cita con el profesor Dorn. A las tres. -Maria levantó las cejas-. ¿El profesor Dorn es algún tipo de experto forense?
– No -dijo Fabel-. Es historiador. -Se quedó un momento callado antes de añadir-: Creía que era historia. ¿Algo más?
Maria le contó que una periodista había llamado un par de veces: una tal Angelika Blüm. A Fabel el nombre no le dijo nada.
– ¿La has remitido al departamento de prensa?
– Sí. Pero ha insistido bastante en que tenía que hablar contigo. Le he dicho que todas las informaciones para la prensa las llevaba el Polizeipressestelle, pero me ha contestado que no quería datos para un artículo, sino que tenía que hablar contigo de un tema muy importante.
– ¿Le has preguntado de qué tema se trataba?
– Por supuesto. Y básicamente me ha dicho que me metiera en mis asuntos.
– ¿Ha dejado un número de teléfono?
– Sí.
– Vale. Te veo cuando vuelva. Tengo una reunión con la división de crimen organizado a las dos y media.
El puesto de comida rápida Schnell-Imbiss estaba situado junto a las dársenas del Elba, empequeñecido por el montón de grúas que sobresalían a su alrededor. Era una caravana con una gran ventana abierta, desde la cual se servía la comida, y un toldo de colores claros. Estaba rodeado, a intervalos regulares, por mesas con parasoles a las que se sentaba un puñado de clientes a comer Bockwurst o a beber cerveza o café. Había un pequeño expositor de periódicos al lado de la ventana. A pesar de lo soso que era el entorno y del tiempo, el Schnell-Imbiss se las arreglaba para parecer alegre y escrupulosamente limpio.
Fabel detuvo el coche y corrió bajo la lluvia hasta el refugio que ofrecía el toldo. Un hombre rechoncho de cincuenta años, de mejillas rubicundas y con un delantal blanco y un gorro de cocinero estaba detrás del mostrador. Se inclinó hacia delante apoyándose en los codos cuando Fabel se acercó.
– Buenos días, Herr Kriminalhauptkommissar -le dijo, con un acento que era tan cerrado y llano como el paisaje frisio al que pertenecía-. Y permítame decirle que hoy tiene usted un aspecto horrible.
– He tenido una noche dura, Dirk -contestó Fabel, cambiando del duro Hochdeutsch a su Frysk natural-. Ponme una Jever y un café.
Dirk le sirvió la cerveza frisia y el café.
– ¿Has visto a Mahmoot últimamente?
– No, hace bastante que no lo veo, ahora que lo mencionas. ¿Pasa algo?
Fabel dio un sorbo a la cerveza.
– Tengo que hablar con él, eso es todo. Si no lo localizo, luego lo llamo. Ya sabes cómo es. -Fabel dio un sorbo al café solo y espeso. Se quemó los labios, así que lo dejó y dio otro sorbo a la Jever.
– ¿Vas a almorzar eso? -Dirk señaló con la cabeza la cerveza y el café.
– Vale, dame un Käsebrot para acompañar. Si ves a Mahmoot, ¿puedes decirle que lo estoy buscando? Ya sé que no hace falta que te diga que seas discreto. -Fabel miró detrás de Dirk; en la pared de la caravana había una fotografía suya, unos quince años más joven y más delgado, con su uniforme verde de la Schutzpolizei. Fabel señaló con la cabeza la fotografía-. ¿No te da mal rollo?
Dirk le dio a Fabel un panecillo partido por la mitad con queso y pepinillo dentro y se encogió de hombros. Le sonrió aún más.
– De vez en cuando. A veces alguien se pone violento, pero me he dado cuenta de que normalmente mi diplomacia da resultado… -Metió la mano debajo del mostrador y sacó una pesada Glock automática. Fabel se atragantó con la cerveza y miró a su alrededor para comprobar que los demás clientes no lo habían visto.
– Por el amor de dios, Dirk, guarda eso. Voy a fingir que no lo he visto.
Dirk se echó a reír y alargó la mano para darle un bofetón cariñoso a Fabel en la mejilla.
– Venga, venga. No te pongas nervioso, Jannik… -Pequeño Jan. Era el apodo que Dirk le había puesto a Fabel cuando sirvieron juntos.
A pesar del rango inferior de Dirk, que era Obermeister, y del hecho de que estaba en la sección uniformada, la Schutzpolizei, el joven Kommissar Fabel había reconocido rápidamente la riqueza de experiencia que tenía por ofrecer aquel policía mayor que él. Dirk le había enseñado de buena gana a Fabel cómo funcionaba todo. Había hecho lo mismo por Franz Webern, el joven policía que murió el mismo día que dispararon a Fabel. La muerte de Franz afectó mucho a Dirk. La única vez que Fabel no había visto a Dirk exhibir su contagioso buen humor fue cuando lo visitó en el hospital.
Ahora había dejado de llover, y un rayo de sol se colaba por entre las nubes, grabando la sombra enrejada de la superestructura de las grúas sobre el aparcamiento. Fabel pagó la cerveza y el café. Dejó unas monedas de más.
– También cojo el Schau Mal! -dijo, y sacó un ejemplar del expositor de periódicos.
– No pensaba que leyeras el Schau Mal! -dijo Dirk. -Y no lo leo… -Fabel abrió el tabloide. El titular lo cogió desprevenido.
¡EL DESTRIPADOR MANÍACO ACTÚA DE NUEVO!
¡ LA POLICÍA DE HAMBURGO, INCAPAZ DE DETENER AL LOCO!
Debajo del titular había una fotografía de Horst Van Heiden con el siguiente pie:
EL KRIMINALDIREKTOR VAN HEIDEN:
EL HOMBRE QUE NO PUEDE GARANTIZAR
LA SEGURIDAD DE LAS MUJERES DE HAMBURGO.
– Scheisse… -dijo Fabel entre dientes.
Van Heiden se subiría por las paredes. El editorial arremetía contra la policía de Hamburgo y ofrecía una recompensa a quien pudiera aportar algún dato. Las páginas centrales también estaban dedicadas a aquella historia. Otro titular estridente proclamaba:
¿A QUIÉN LE INTERESA ATRAPAR A ESTE MONSTRUO?
A SCHAU MAL! ¡PAGAREMOS 10.000 EUROS
A QUIEN PROPORCIONE INFORMACIÓN QUE LLEVE
AL ARRESTO Y CONDENA DE ESTE MANÍACO!
– ¿Qué pasa? -preguntó Dirk. Fabel lanzó el periódico sobre el mostrador para que Dirk lo viera-. Vaya, ya veo… Deja que lo adivine. ¿Es tu caso?
– Bingo. -Fabel se acabó la cerveza y luego el café y dejó el panecillo sin tocar en el mostrador-. Mejor me marcho ya. Antes de que Van Heiden ponga precio a mi cabeza.
– Tschüss, Jan.
Miércoles, 4 de junio. 14:45 h
Polizeipräsidium (Hamburgo)
El LKA7 -la división de crimen organizado- está separado del resto del Polizeipräsidium de Hamburgo por unas puertas de seguridad robustas, que a su vez se controlan desde un mostrador de seguridad. Las cámaras de seguridad del circuito cerrado rastrean los pasillos que llevan al LKA7, y todo aquel que se acerca al departamento está vigilado por los agentes armados del mostrador de seguridad. Un entorno seguro dentro de un entorno seguro: una comisaría dentro de una comisaría.
La lucha contra el crimen organizado en Hamburgo se había convertido en un juego hermético y violento. Las mafias inmigrantes -en concreto, turcas, rusas, ucranianas y lituanas- se enfrentaban constantemente con las bandas autóctonas alemanas por el control de los dos mercados criminales más lucrativos: el sexo y las drogas. Incluso había un departamento especial, el LKA7.1, dedicado a la lucha contra los Ángeles del Infierno de Hamburgo, que se habían hecho con una parte del mercado del crimen organizado.
El LKA7, en consecuencia, también se había ganado la reputación de ser hermético. Era una guerra, y los agentes de la división habían adquirido una mentalidad más propia de soldados que de policías.
Fabel se acercó a la puerta de seguridad y tocó el timbre. Obedeciendo las órdenes de un altavoz situado encima de la puerta, se identificó y mostró su placa de policía a la cámara. Un potente zumbido eléctrico y un fuerte clic le confirmaron que había obtenido el permiso para entrar. Un agente uniformado mayor de constitución fuerte y con la cabeza rapada esperaba a Fabel en el mostrador de seguridad.
– En seguida vendrá alguien, señor. -El hombre del mostrador sonrió. Era evidente que le faltaba práctica-. Le acompañarán a ver al Hauptkommissar Buchholz.
Fabel acababa de sentarse en la pequeña área de recepción cuando otro hombre corpulento se le acercó. Llevaba el pelo rubio muy corto y se le marcaban los músculos debajo del tejido apretado del polo negro. Los hombros anchos estaban enmarcados por una pistolera de cuero oscuro que guardaba una enorme magnum automática no reglamentaria. Al acercarse, el hombre musculoso le sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes blancos perfectos. Fabel pensó: «¿Morderá?».
– Buenos días, Herr Kriminalhauptkommissar. Soy el Kriminalkommissar Lothar Kolski; trabajo con el Hauptkommissar Buchholz.
Fabel se puso en pie y se dio cuenta de que seguía teniendo que alzar la vista para mirar a Kolski mientras se daban la mano.
– Sígame, por favor, Herr Fabel; le acompañaré.
Kolski habló de temas banales mientras recorrían el pasillo. A Fabel aquella experiencia le pareció surrealista: caminar junto a una mole armada hasta los dientes que charlaba sobre el tiempo y lo mucho que deseaba tomarse las vacaciones que le debían. A Gran Canaria, seguramente.
El despacho de Buchholz estaba en una hilera uniforme de oficinas que flanqueaban el pasillo. Mientras los otros despachos tenían dos mesas de trabajo una frente a la otra y estaban ocupados sin duda por equipos de dos agentes, Buchholz tenía uno para él solo. Kolski sujetó la puerta para que Fabel entrara, y éste se sintió como un satélite insignificante que órbita alrededor de un planeta gigantesco al pasar al lado del cuerpo de Kolski para acceder a la sala. Detrás de una gran mesa con un ordenador estaba un hombre de unos cincuenta y cinco años. Se estaba quedando calvo y los cabellos negros que le quedaban eran cortos y ásperos, y a su vez se extendían hacia una barba de cuatro días que oscurecía la mitad inferior de su rostro de tipo duro. Parecía como si le hubieran roto la nariz en más de una ocasión. Fabel había oído que, de joven, Buchholz había sido boxeador, y vio que en la pared de detrás había unas fotografías enmarcadas: la misma cara pero más joven; una constitución más delgada pero igualmente fuerte. Cada fotografía mostraba al joven Buchholz en distintas etapas de su carrera de boxeador amateur y su nariz en distintas etapas de destrucción. Una fotografía mostraba a un Buchholz adolescente, vestido de boxeador, levantando un trofeo. El pie rezaba: «Campeón júnior de los pesos semipesados de Hamburgo-Harburg, 1964».
– Pase y siéntese, Herr Fabel. -Buchholz medio se levantó de su asiento y señaló una de las dos sillas que tenía enfrente. Fabel se sentó y se sorprendió al ver que Kolski ocupaba la otra silla.
– El Kriminalkommissar Kolski dirige el equipo Ulugbay -dijo Buchholz-; seguramente él podrá contarle más que yo.
– Puede que no tenga nada que ver con el caso, pero como parte de la investigación de este asesinato sería ideal poder coordinarnos con el LKA7. Evidentemente, sería con usted, Herr Kolski. Creemos que la víctima era prostituta y que posiblemente trabajaba para Ulugbay, mediante un hombre llamado Klugmann…, un ex agente de la policía de Hamburgo.
Buchholz y Kolski se miraron con complicidad.
– Claro, sí -dijo Kolski-, conocemos bastante bien a Herr Klugmann. ¿Es sospechoso en su investigación?
– No. De momento, no. ¿Debería serlo?
– Usted cree que se enfrenta a un asesino en serie. ¿Un psicópata? -preguntó Buchholz.
– Sí… -Fabel abrió la carpeta y entregó una fotografía de la escena del crimen a Buchholz. Este estudió la foto en silencio antes de pasársela a Kolski, quien soltó un silbido lento y largo mientras asimilaba la imagen-. Es obra de nuestro hombre -prosiguió Fabel-. ¿Hay alguna razón por la que debiéramos investigar más detenidamente a Klugmann?
Buchholz sacudió la cabeza con incredulidad y miró a Kolski, que encogió los hombros enormes para descartar esa posibilidad.
– No, conozco a Klugmann desde hace mucho tiempo. Es un policía que se volvió corrupto… y Ulugbay recurre a su fuerza alguna vez, pero no me imagino a Klugmann haciendo algo así. Es un matón, no un psicópata.
– Tengo entendido que antes de que lo echaran, Klugmann trabajó para el LKA7, en el Mobiles Einsatz Kommando destinado a su unidad de narcóticos…
– Así es…, por desgracia -respondió Buchholz-. Algunas operaciones salieron mal. Era como si los objetivos consiguieran información de alguien de dentro, pero no pensamos por nada del mundo que uno de los nuestros fuera la fuente. Luego, por supuesto, se supo que Klugmann estaba intercambiando información por drogas. Si no lo hubiéramos descubierto cuando lo hicimos, quién sabe el daño que podría haber ocasionado…
– ¿Cómo lo pillaron?
– Registramos su taquilla -respondió Kolski. Cruzó los brazos y las gruesas fibras musculares tensaron el tejido de su camisa-. Encontramos una automática no registrada, un fajo de dinero y algo de cocaína…
– ¿Qué dice? ¿Aquí en el Präsidium?
– Sí.
– ¿Y no le pareció… un poco raro? ¿Oportuno, incluso?
– Pues sí, la verdad -dijo Buchholz-. Además, recibimos un chivatazo a través de una llamada anónima. Si no, no lo habríamos pillado nunca. Pero Klugmann confesó casi de inmediato que consumía drogas y declaró que pensaba que el Prásidium sería el escondite más seguro. Después de todo, ¿a quién se le ocurriría buscar drogas ilegales aquí dentro?
– Pero estamos hablando de una cantidad ridícula de droga, ¿verdad?
– Sí, unos pocos gramos. Pero los suficientes. -Buchholz se inclinó hacia delante-. Como dice usted, fue todo un poco demasiado fácil, pero tenemos una teoría al respecto.
– ¿Sí?
– Ulugbay tiene bien cogido a Klugmann. Jamás pudimos demostrar que Klugmann hubiera estado pasando información sobre nuestras operaciones a los turcos. Si hubiéramos podido, Klugmann aún estaría entre rejas. Da la casualidad de que sólo pudimos acusarlo de posesión de una cantidad ridícula de droga y por tener un arma de fuego ilegal. Incluso logró quedarse con la pasta: no pudimos demostrar que era dinero sucio. Fue suficiente para echarlo del cuerpo, pero no suficiente para encerrarlo.
Kolski retomó el hilo.
– Pero Ulugbay podría proporcionarnos las pruebas que necesitamos cuando quisiera, y servirnos la cabeza de Klugmann en bandeja.
Fabel asintió en silencio.
– Así que Klugmann no tuvo más remedio que trabajar para Ulugbay…
– Exacto -dijo Buchholz.
– ¿Cree que Ulugbay estaba detrás del chivatazo anónimo?
– Es posible, pero bastante improbable. Ahora Klugmann es muy valioso para Ulugbay, como fuente de información y matón altamente cualificado; pero era muchísimo más valioso cuando era agente de policía en activo de una unidad de operaciones especiales.
– Entonces, ¿quién delató a Klugmann? ¿Alguna idea?
– Quién sabe -dijo Buchholz-. Era una información muy valiosa, habríamos pagado muy bien al informador. Fue extraño que nos la dieran gratis y de forma anónima.
– ¿Quizá fue alguien de la organización de Ulugbay que tenía sus propios planes?
– De nuevo es posible, y bastante improbable. Estos putos turcos son muy herméticos. Hacerse confidente no sólo va contra su código, sino que está castigado con la muerte (una muerte muy desagradable) y te arrancan la cara.
– Y aunque no te asuste lo que pueda pasarte -prosiguió Kolski-, siempre está la posibilidad de que lo paguen con tu familia… aquí en Alemania o en Turquía.
Fabel asintió pensativamente un instante; luego, dio unos golpecitos con el dedo en la fotografía de la escena del crimen.
– ¿Podría entrar algo así en esta categoría? ¿Podría tratarse de una especie de castigo? Algún tipo de advertencia a modo de ritual, ya saben, una cosa de bandas…
Buchholz sonrió, un poco condescendientemente, pensó Fabel, y miró a Kolski.
– No, Herr Fabel, esto no es «una cosa de bandas». Creo que le irá mejor si se ciñe a la teoría del asesino en serie. Una vez dicho esto, no me gusta la idea de que Ulugbay pueda estar relacionado con este tema… -Buchholz se dirigió a Kolski-. Compruébalo, ¿de acuerdo, Lothar?
– Claro, jefe.
Buchholz se dirigió de nuevo a Fabel.
– Si Ulugbay hubiera querido matarla, la chica habría desaparecido y punto. Quizá no nos habríamos enterado nunca. Por otro lado, si hubiera querido dar ejemplo con ella porque lo hubiera engañado o delatado, la habrían encontrado con una bala en la cabeza. O en el peor de los casos, si realmente hubiera querido darle una buena lección, la habría torturado. De todas formas, hoy por hoy, Ulugbay intenta no llamar la atención…
– ¿Sí?
– Ulugbay tiene un primo, se llama Mehmet Yilmaz -explicó Kolski-. Buena parte del éxito de Ulugbay se lo debe a los esfuerzos de Yilmaz. Éste ha estado legitimando gran parte de la actividad de Ulugbay, y creemos que es el cerebro de los elementos más rentables de la actividad criminal. A todos los efectos, Yilmaz es el jefe. Ulugbay puede llegar a ser un auténtico Arschloch. Es temperamental, impredecible e increíblemente violento. Las veces que hemos estado cerca de atrapar a ese cabrón ha sido porque se puso hecho una furia porque alguien insultó o amenazó a su organización. No piensa; explota y le da por matar a todo dios. Yilmaz, por otro lado, es nuestro verdadero objetivo. Intenta mantener a raya a Ulugbay, y nos dificulta conseguir pruebas decentes. Y aunque está intentando legitimizar sus negocios, es un hijo de puta. Cuando Yilmaz mata, lo planea como si fuera una operación militar; es frío, eficaz y no deja pruebas. Su seguridad es infranqueable. De todas formas, Yilmaz ha intentado pasar desapercibido y que la organización no llame la atención, para no comprometer su programa de legitimización.
– Entonces, ¿no cree que participarían en algo así?
– De ningún modo -respondió Buchholz-. Nunca ha sido su estilo, pero menos ahora. En cualquier caso, este tipo ya ha matado antes, ¿no?
– Sí. Una vez, que nosotros sepamos.
– ¿Y la víctima anterior no está relacionada con la organización de Ulugbay?
– Que nosotros sepamos, no.
Buchholz se encogió de hombros y levantó las manos, las palmas hacia arriba. Al cabo de un rato, señaló distraídamente la carpeta que Fabel tenía en la mano.
– ¿Tiene una copia del informe para nosotros?
Fabel le entregó la copia que había traído para Buchholz.
– Es para usted, Herr Hauptkommissar.
Buchholz se la entregó directamente a Kolski.
– Estaremos en contacto, Herr Fabel. Y, por supuesto, le agradeceríamos que nos lo notificara si decidiera investigar directamente a cualquier persona de la organización de Ulugbay.
– Por eso estoy aquí, Herr Hauptkommissar.
– Y se lo agradezco -dijo Buchholz-. Naturalmente, no podemos pedirle participar en su investigación, pero sí que podemos evitar pisarnos los unos a los otros.
– Espero que así sea y que podamos ayudarnos mutuamente, Herr Buchholz.
Miércoles, 4 de junio. 16:30 h
Pöseldorf (Hamburgo)
A media tarde, Fabel introdujo la llave en la puerta de su piso. Recogió el correo y lo revisó mientras cerraba la puerta con el codo. Fabel lanzó el correo y las carpetas que se había llevado a casa sobre la mesa de café y fue hasta la cocina, una habitación luminosa de acero y mármol que daba al espacio principal de la casa. Llenó la máquina de café y la encendió; luego se dirigió al cuarto de baño, se desnudó y metió la camisa y la ropa interior en la lavadora, que estaba en un cuartito junto al baño. Se afeitó antes de meterse en la ducha. Se quedó inmóvil, echó la cabeza hacia atrás para dejar que el chorro a presión chocara contra la piel de su rostro y dejó que los riachuelos de agua bajaran por su cuerpo. El agua estaba un poco demasiado caliente, pero no lo corrigió: quería que se llevara la contaminación de la noche.
Fabel pensó en las últimas once horas. Intentó centrarse en los hechos, en la escena que estaba reconstruyendo en su mente; pero no pudo borrar la imagen que le helaba el cerebro cada pocos segundos: la imagen del cuerpo de la chica. Dios santo, le había arrancado los pulmones… ¿Qué clase de monstruo haría una cosa así? Si se trataba de algo sexual, ¿que mutación indescriptible de la sexualidad humana podía obtener satisfacción con un acto como ése? Fabel pensó en Klugmann, en cómo alguien tan corrompido por la avaricia, las drogas y la violencia se había distanciado con tanta claridad y tranquilidad de un hecho tan indescriptible. Klugmann representaba todo aquello que Fabel no era, y viceversa. Eran dos extremos de la humanidad unidos por una atrocidad que negaba cualquier forma de humanidad.
Desnudo en la ducha, envuelto en una cortina de agua demasiado caliente, Fabel aún sentía un escalofrío en su interior que le provocaba un nudo helado en el estómago. Era un escalofrío que surgía de una seguridad que tenía encerrada muy dentro en su interior: así como el sol saldría mañana, aquel asesino volvería a actuar.
Después de ducharse, Fabel se puso un suéter de cuello vuelto de cachemira negro, se enganchó la automática en el cinturón de cuero negro de los pantalones deportivos de color pálido, y se enfundó su chaqueta Jaeger. Se sirvió un café solo y se acercó a los ventanales. El piso de Fabel se encontraba en Pöseldorf, en el barrio de Rotherbaum de la ciudad. Estaba en el ático de un sólido edificio de finales del siglo XIX que se erigía con una confianza no exenta de austeridad, como sus vecinos, a una manzana de distancia de la Milchstrasse. La transformación del edificio en apartamentos había incluido, en el piso de Fabel, la instalación de unos ventanales que iban casi del suelo al techo y que daban a los tejados de la Magdalenenstrasse y más allá a la zona ajardinada del Aussenalster. Desde sus ventanas, Fabel veía cómo los transbordadores rojos y blancos zigzagueaban por el Alster, recogiendo pasajeros -turistas, trabajadores, amantes- en una orilla y dejándolos en la otra; recoger, dejar, recoger, dejar, con una regularidad alegre que daba un ritmo a la vida de la ciudad. Cuando el sol estaba en el ángulo justo, podía ver el resplandor turquesa suave de la mezquita iraní en el Schóne Aussicht al otro lado de la lejana orilla del Alster. Cada vez que Fabel devoraba aquella vista, bendecía al arquitecto desconocido que había ordenado colocar aquellas ventanas.
Fabel llevaba años en aquel piso. Le encantaba. Su apartamento estaba donde el barrio estudiantil colisionaba con el rico y moderno Pöseldorf; se podía ir a la universidad a pie. En una dirección, Fabel podía recorrer las innumerables tiendas de libros y discos de la Grindelhofstrasse, o ver a medianoche una oscura película extranjera en el Abaton Kino; en la otra dirección, podía sumergirse en la prosperidad chic de la Milchstrasse, con sus bares especializados en vino, clubes de jazz, boutiques y restaurantes.
Las nubes por fin habían entregado el cielo al sol. Fabel se quedó mirando la vista perplejo, lleno de una ansiedad apagada que le provocaba náuseas y le roía el estómago. Fabel volvió a mirar hacia el Aussenalster, intentando ávidamente absorber su calma. El Hamburgo panorámico que se abría ante los ventanales del piso no parecía ni panorámico ni abierto. Fabel escudriñó el horizonte y luego pasó la mirada como un reflector por la vista que tan familiar le era: el enorme espejo del Aussenalster que reflejaba el cielo acerado; el verde que lo bordeaba y salpicaba la ciudad, y los pisos y oficinas metódicos que aparecían como burgueses seguros de sí mismos y comedidos supervisando cómo se desarrollaba el día. Hoy, la vista no lo tranquilizó. Hoy no era «otro» Hamburgo, distinto de la ciudad donde trabajaba. Hoy, mientras escudriñaba la vista, era consciente de la fusión entre la ciudad que amaba y la ciudad que vigilaba. Ahí fuera, en algún lugar, había algo monstruoso; algo maligno; algo tan violento y malévolo que costaba imaginar que fuera humano.
Fabel volvió a la cocina y se sirvió otro café. Al pasar por delante del contestador automático, le dio a la tecla de reproducción. La estéril voz electrónica anunció que tenía tres mensajes. El primero era del Hamburger Morgenpost, y le pedían un comentario sobre el último asesinato. ¿Cómo coño había conseguido aquella gente el número de su casa? Bueno, tendrían que saberlo; deberían esperar a la declaración oficial. Los dos últimos mensajes eran de otra periodista, Angelika Blüm: el nombre que Maria le había mencionado antes. Tenía un tono de voz raro, insistente. En lugar de pedirle a Fabel algún comentario, en su último mensaje había dicho: «Es de suma importancia que hablemos…». Era un enfoque nuevo. No le hagas caso.
Se acabó el café y se dirigió hacia el teléfono. Hizo dos llamadas. La primera, a Werner al despacho: estaba hablando por lo otra línea, y Fabel le dejó el mensaje de que iba de nuevo para la comisaría. En la segunda llamada, sujetó el auricular entre el hombro y la oreja mientras pasaba las hojas de su agenda de bolsillo para buscar el número. El teléfono sonó un buen rato antes de que contestaran.
– ¿Sí?
– Mahmoot… Soy Fabel. Quiero que nos veamos…
– ¿Cuándo?
– En el transbordador Rundfahrt. A las siete y media
– Vale.
Fabel colgó el auricular, se guardó la agenda en el bolsillo de la chaqueta y rebobinó el contestador. Estaba a punto de salir del apartamento cuando se dio la vuelta y volvió a escuchar los mensajes una vez más. Volvió a escuchar el número de teléfono de Angelika Blüm; comenzaba por 040: un número de Hamburgo. Esta vez lo anotó en la libreta que tenía junto al teléfono. Por si acaso.
Los pasos de Fabel apenas habían dejado de resonar en el vestíbulo retumbante de la escalera cuando sonó el teléfono. A los dos tonos, saltó el contestador, que reprodujo las instrucciones grabadas de Fabel invitando a dejar un mensaje después de la señal. Una voz -una voz de mujer- dijo «Scheisse!» con auténtica frustración y colgó.
Miércoles, 4 de junio. 16:30 h
Hotel Altona Krone (Hamburgo)
Su llegada a la recepción del hotel fue casi presidencial. Dentro de un círculo de corpulentos guardaespaldas con chaquetas de cuero negras, se encontraba un hombre alto, enjuto, de setenta y largos años, con una gabardina gris pálida y un traje gris más oscuro. Su actitud y movimientos eran los de un hombre veinte años más joven, y sus facciones angulosas, su nariz aguileña y su abundante pelo marfil le daban un aspecto aristocrático y arrogante.
Los flashes de las cámaras anunciaron su entrada en el vestíbulo de la recepción. Algunos fotógrafos, que buscaban una posición estratégica más ventajosa, habían rebotado contra el piquete de músculo y cuero; uno había ido a parar directamente al suelo de mármol.
Cuando llegó al mostrador de la recepción, el círculo se abrió, y el alto anciano se acercó a él. El recepcionista del hotel, que ya había visto de todo -grupos de rock, políticos, estrellas de cine, multimillonarios con egos que estaban a la altura de sus saldos bancarios-, no levantó la vista del mostrador hasta que tuvo al grupo justo delante de él. Luego, con una sonrisa educada pero cansada, preguntó:
– Diga, mein Herr. ¿En qué puedo ayudarle?
– Tengo una reserva… -La voz del hombre alto era retumbante y autoritaria. El recepcionista siguió proyectando una apatía monumental.
– ¿Su nombre, señor? -le preguntó, aunque lo sabía muy bien. El hombre alto sacó la mandíbula, echando la cabeza hacia atrás y señalando imperiosamente con la nariz aquilina al recepcionista, como si fuera una presa.
– Eitel -contestó-. Wolfgang Eitel.
Un periodista se abrió paso a empujones; era un hombre desaliñado de unos cuarenta años, cuyo cuero cabelludo brillaba a través de una red de mechones rubios despeinados.
– Herr Eitel, ¿cree de verdad que su hijo tiene alguna posibilidad de ser elegido Bürgermeister? Después de todo, Hamburgo siempre ha sido una ciudad de tradición liberal y socialdemócrata…
Los ojos de Eitel proyectaron un láser de desdén y desprecio.
– Lo que de verdad importa es lo que piensen los ciudadanos de Hamburgo, y no lo que personas como usted les dicen que deberían pensar. -Como si de un depredador se tratase, el rostro de Eitel descendió en picado hacia el periodista-. Los ciudadanos de Hamburgo compran la revista de mi hijo… Schau Mal! se ha convertido en la voz del hombre de la calle. Los ciudadanos de Hamburgo quieren que se los escuche, merecen que se los escuche. Mi hijo se asegurará de que así sea, a través de las páginas de Schau Mal! y de él, en calidad de Senator y, a la larga, Erste Bürgermeister.
– ¿Y qué mensaje, exactamente, se escuchará en nombre de los ciudadanos? -Era otro periodista: una mujer atractiva de unos cuarenta y cinco años con el pelo corto color caoba, que llevaba un caro traje negro de Chanel, la falda del cual era lo bastante corta como para dejar ver sus piernas aún firmes y torneadas. Alargó el brazo que sostenía un dictáfono y se apoyó en un guardaespaldas, que le puso una mano fornida en el hombro para apartarla.
– Quita la mano, Schatzchen, o te denuncio por agresión. -Su voz ronca transmitía calma y amenaza en un equilibrio perfecto.
El hombre apartó la mano. Eitel se volvió hacia ella. Como él, la periodista tenía acento del sur. Chocó los talones y asintió con la cabeza ligeramente, a modo de reverencia.
– Gnädige Frau…, permítame que responda a su pregunta. El mensaje que lleva mi hijo (el mensaje de los ciudadanos de Hamburgo) es sencillo: Hamburgo dice basta. Basta de inmigración masiva; basta de camellos que envenenan a nuestros hijos; basta de criminalidad; basta de extranjeros que nos quitan los puestos de trabajo, subvierten nuestra cultura y convierten Hamburgo (y otras grandes ciudades alemanas) en cloacas de crimen, prostitución y drogas.
– ¿Así que echa la culpa a los extranjeros?
– Lo que digo, Gnädige Frau, es que el experimento de la multiculturalidad tan cacareado por los Sozis ha fracasado. -Eitel utilizó la abreviación peyorativa del partido socialdemócrata-. Por desgracia, ahora tenemos que vivir con este fracaso. -Eitel irguió la espalda y se volvió un poco hacia el vestíbulo, mirando por encima de las cabezas de sus guardaespaldas y convirtiendo su respuesta en un discurso semipúblico-. ¿Hasta cuándo tendremos que aguantar este ataque frontal a la vida de los ciudadanos alemanes decentes? Todo nuestro tejido social se está deshilachando. Nadie se siente seguro o a salvo…
Eitel se volvió hacia la periodista y sonrió. Debajo de la gran melena de pelo caoba había un rostro de facciones muy marcadas, unos ojos verdes enormes y penetrantes, una boca grande resaltada con pintalabios bermellón y una mandíbula poderosa.
– Herr Eitel, la revista de su hijo Schau Mal! tiene la reputación de ser sensacionalista y, en varias ocasiones, a ver cómo lo digo, un poco unidimensional en su forma de abordar temas políticos complejos. ¿Es ésta una buena forma de resumir la perspectiva política del Bund Deutschland-für-Deutsche?
Cada pregunta se estrellaba contra el malecón de la buena voluntad de Eitel, erosionándola rápidamente y a un ritmo constante. La sonrisa seguía en su lugar, pero no era la simpatía lo que tensaba su delgado labio superior.
– Hay temas complejos; y hay otros que son sencillos. La destrucción de nuestra sociedad por parte de elementos extrínsecos a ella es un tema sencillo. Y la solución es fácil.
– ¿Se refiere a la repatriación? ¿O al decir solución «fácil» quiere decir solución «final»? -El otro periodista se acercó para formular su pregunta. Eitel no le hizo caso y mantuvo su mirada de láser sobre la mujer.
– Es una buena pregunta, Herr Eitel. ¿Le importaría responder? -La periodista hizo una pausa, pero no lo bastante larga como para dejarle responder-. ¿O preferiría explicar por qué, ya que tanto usted como su hijo tienen una opinión tan inamovible respecto a los extranjeros, el Grupo Eitel está negociando acuerdos inmobiliarios en Hamburgo con empresas de la Europa del Este?
Por una milésima de segundo, Eitel pareció sorprendido. Luego, algo oscuro y malévolo asomó a sus ojos.
En aquel momento, entró un segundo séquito. Más reducido. Más digno. Con menos músculos y más negocios. Eitel se volvió hacia él sin contestar a la pregunta.
– ¡Papá! -Un hombre bajo y fornido, que no mediría más de uno setenta y dos, de pelo negro abundante y de rostro atractivo, arrugado por una gran sonrisa, se acercó a Eitel. Le estrechó la mano con un apretón entusiasta, y levantó la otra para colocarla en el hombro del hombre más alto.
– Y éste, Gnädige Frau, es mi hijo. Norbert Eitel… ¡el próximo Erste Bürgermeister de Hamburgo! -Más flashes de cámaras.
La periodista sonrió, más bien divertida por la disparidad inverosímil de físicos entre padre e hijo que como un gesto de saludo.
– Sí, ya conozco a Norbert… -dijo sonriendo, y extendió la mano al Eitel más bajo y joven. Éste sonrió y le besó la mano.
El anciano Eitel habló:
– Si nos disculpan, me temo que tenemos asuntos de gran importancia que tratar. -Los dos hombres hicieron una pequeña reverencia. El viejo Eitel extendió la mano.
– Aún no ha respondido a mi pregunta, Herr Eitel -insistió la periodista con rotundidad.
– Quizá otro día. Ha sido un placer, Gnädige Frau…
Mientras se marchaba, la periodista sonrió. «Gnädige Frau»… Era una forma de tratamiento que ella reservaría para una abuela aristócrata severa.
Mientras Eitel padre y Eitel hijo se quedaban mirando cómo cruzaba la recepción en dirección a la puerta, Wolfgang Eitel sustituyó la sonrisa por una expresión infinitamente más depredadora. Habló sin volverse hacia su hijo.
– ¿Quién es ésa, Norbert?
– ¿La periodista? Bueno, es una escritora por cuenta propia muy respetada; ha trabajado para Der Spiegel y Stern…
– Cómo se llama… -Era una orden, no una pregunta.
– Blüm… Se llama Angelika Blüm.
Miércoles, 4 de junio. 18:45 h
Carretera B73 de Hamburgo a Cuxhaven
El miedo recorría su cuerpo como una corriente eléctrica; un miedo delicioso que le producía un hormigueo en el cuero cabelludo y le tensaba el pecho. Era la misión elegida, y jamás lamentaba ser quien tuviera que correr todos los riesgos. Comprendía por qué era él quien tenía que arriesgarse a ser descubierto y capturado cada vez que necesitaban a una mujer para el ritual. Sólo él tenía que sentir el miedo ácido en el estómago cada vez que había que encontrar a una nueva víctima y deshacerse de ella después.
Quitó las manos del volante, primero una, luego la otra, se secó el sudor de las palmas y se concentró en la carretera. Sólo hacía falta un control policial rutinario, o un accidente menor, o un neumático pinchado y una patrulla de la autobahn servicial. Sería el fin. Ajustó el retrovisor para poder verla. Estaba echada en el asiento trasero. Su respiración ruidosa era profunda pero irregular, con un estridor áspero. Mierda. Quizá había utilizado demasiado.
– Aguanta -murmuró, sabiendo que la chica no podía escuchar nada-. Aguanta viva un par de horas más, zorra estúpida.
Miércoles, 4 de junio. 19:40 h
Aussenalster (Hamburgo)
El sol del atardecer, que por fin había vencido a la lluvia, daba un brillo dorado al transbordador Rundfahrt de las 19:30. Fabel estaba en la cubierta, con los antebrazos apoyados en la barandilla. El transbordador no estaba especialmente lleno, y en la cubierta sólo había una pareja de ancianos, sentada en silencio en uno de los bancos. Simplemente tenían la vista clavada en el Aussenalster, sin hablar, sin tocarse, sin mirarse el uno al otro. A Fabel le pareció que lo único que les quedaba por compartir era la soledad, y reflexionó un momento sobre cómo, desde que se había divorciado, su soledad era absoluta. Indivisible y no compartida. Había estado con más de una mujer, pero con cada nueva pareja llegaba un dolor profundo que era algo parecido a la culpa, y nunca habían sido relaciones duraderas. En cada nueva aventura, Fabel buscaba algo sólido que significara alguna cosa para él, pero nunca lo había encontrado. Había crecido entre las comunidades luteranas muy unidas entre sí de la Frisia Oriental, donde la gente se casaba para toda la vida. Para bien y, muy a menudo, para mal. Jamás había pensado que no sería marido ni padre a tiempo completo, para siempre. Era una constante de su vida, un áncora de salvación, como ser policía. Luego, Renate, su esposa, había eliminado el matrimonio de su vida, y Fabel se sentía perdido desde hacía mucho, mucho tiempo. Y, ahora, cinco años después de su divorcio, cada vez que compartía cama con otra mujer era como si cometiera un pequeño adulterio; como si fuera infiel a un matrimonio que había muerto hacía muchos años.
El transbordador siguió navegando. Fabel había embarcado en el muelle de Fährdamm en el Alsterpark y ahora estaban saliendo de la extensión verde y dorada que parecía brillar bajo el sol del atardecer. Fabel acababa de mirar el reloj -las 19:40- cuando se dio cuenta de que a su lado había una figura apoyada en la barandilla. Se volvió para mirar a un turco alto, de unos treinta y cinco años, de rostro alargado y atractivo y pelo negro. El turco esbozó una gran sonrisa, y las líneas de expresión que ya tenía debajo de los ojos se acentuaron aún más.
– Hola, Herr Kriminalhauptkommissar. ¿Cómo va la lucha contra el crimen?
Fabel se rió.
– ¿Qué quieres que te diga? Igual que tu negocio, siempre hay una clientela fija. ¿Cómo va el mundo del porno?
El turco se rió tan alto que la pareja de ancianos, todavía inexpresiva, miró en su dirección un momento antes de dirigir la mirada de nuevo al horizonte, simultáneamente y sin mediar palabra.
– Ya no me dedico a eso. La tecnología, ya sabes, el vídeo, el dvd y el cd-rom son ahora los que mandan. -Suspiró con una nostalgia exagerada-. Ya nadie quiere las viejas fotografías sucias de siempre. O sea, que me veo obligado a entrar en un negocio honrado.
– Por algún motivo no me parece que eso sea muy peligroso. -Fabel se quedó un momento callado-. Me alegra volver a verte, Mahmoot. Ahora en serio, ¿cómo va todo?
– Bien. He estado vendiendo las fotos de paparazzo a los tabloides. Acabo de cobrar un cheque de dos mil euros de Schau Mal! por una foto en la que se ve a uno de nuestros concejales más serios y entregados saliendo de un club de striptease.
– ¿Schau Mal!? -Fabel parecía desconcertado. Mahmoot se rió.
– Sí, no les importa hacer tratos con un turco si pueden sacar algo que les haga vender ejemplares.
– ¿Y puede ser que el concejal en cuestión fuera socialdemócrata? -preguntó Fabel.
– Bingo.
– No entiendo por qué tratas con ellos. Después de todo, sólo son un atajo de cabrones racistas.
Mahmoot se encogió de hombros.
– Escucha. Yo he nacido y me he criado en este país. Soy tan alemán como cualquiera. Pero como mis padres llegaron aquí como Gastarbeiters turcos, me he pasado la mayor parte de mi vida, de hecho hasta que el Gobierno de Schroeder subió al poder, sin derecho a tener ni pasaporte alemán ni la nacionalidad alemana. -La media sonrisa desapareció de su rostro-. He decidido que voy a coger cualquier cosa que pueda sacarle a este país.
Fabel miró hacia el agua. El transbordador había tocado el lado este del Alster en Uhlenhorst y ahora se dirigía hacia el sur.
– No puedo culparte, Mahmoot. Pero es que creo que tienes mucho talento. Algunas de esas fotografías que sacaste de familias inmigrantes eran magníficas… Odio ver cómo se desperdicia tanto talento.
– Escucha, Jan, estoy orgulloso de ese trabajo, pero nadie quiso comprarlo. Así que tomo fotos baratas para tabloides de mierda y, cuando eso se acabe, tendré que hacer fotos porno. Lo odio, ya lo sabes, pero tengo que ganarme la vida.
– Sí, ya lo sé.
– Bueno. -La sonrisa volvió al rostro de Mahmoot-. No me has llamado para verme y hablar de cómo me va. ¿Qué puedo hacer por ti?
– Un par de cosas. Primero… -Fabel metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una fotografía. Era la cara de la chica asesinada. La habían tomado en el depósito de cadáveres y le habían limpiado la sangre y peinado el pelo; la muerte y la iluminación estéril habían convertido su rostro en una máscara blanca inerte-. Me temo que es lo único que tenemos, aparte de una vieja fotografía borrosa de cuando era adolescente. ¿La reconoces?
Mahmoot negó con la cabeza.
– No.
– Mírala bien. Creo que era puta. Quizá trabajaba en el negocio del porno.
– Conmigo no, pero no está, bueno, no tiene el mejor de los aspectos en esta foto. Es difícil de decir. -Mahmoot le devolvió la fotografía.
– Quédatela -dijo Fabel-. Pregunta por ahí. Es importante.
– ¿Cómo se llamaba?
– Ése es el problema, Mahmoot. Aparte de Monique, que creemos que sólo era el nombre que utilizaba para ejercer su profesión, no tiene nombre, ni una dirección fija ni siquiera una historia antes de la noche en que fue asesinada. Excepto una cosa: tenía una herida de bala en el muslo derecho. Creemos que se la hizo entre hace cinco y diez años. ¿Te dice algo?
– Lo siento, Jan… Pero deja que husmee un poco por ahí a ver qué puedo descubrir. ¿Cómo la mataron?
– Alguien decidió realizar una clase de anatomía con ella. La abrieron y le arrancaron los pulmones.
– ¡Joder! -La estupefacción de Mahmoot era auténtica. Fabel no había entendido nunca cómo Mahmoot lograba conservar su inteligencia y humanidad, teniendo en cuenta a qué se dedicaba-. ¿Es el gran caso del que hablan los periódicos?
– Me temo que sí -dijo Fabel-. Este tipo es nuestra prioridad número uno. Tiene toda la pinta de tratarse de un asesino en serie. Tengo que atraparlo antes de que se le abra de nuevo el apetito.
– Haré lo que pueda. Pero ya sabes que tengo que tener cuidado. Mi círculo social no es precisamente famoso por su conciencia cívica. Si creen que trabajo para la poli, seré yo quien acabe en el depósito.
– Ya lo sé. Y quiero que tengas especial cuidado con este tema…
– ¿Por qué?
– Hay muchas cosas en todo esto que no me gustan. De repente, el BND se ha puesto a husmear en el caso…, y el dueño del piso es un ex agente del Mobiles Einsatz Kommando.
Mahmoot se sobresaltó.
– ¿Hans Klugmann?
A Fabel le sorprendió que Mahmoot conociera el nombre.
– ¿Lo conoces?
– Vagamente. Nuestros caminos se han cruzado alguna vez, por decirlo de alguna forma. -Mahmoot se irguió y dio un paso hacia atrás-. Oh, no… Espera un segundo… Klugmann trabaja para Ersin Ulugbay y Mehmet Yilmaz, ¿verdad?
– Eso creemos.
– Mira, Jan, te ayudo siempre que puedo. Después de todo, te lo debo. Pero esto es distinto. No voy a husmear en los asuntos de Ulugbay. No sólo es el padrino más importante de la mafia turca de Hamburgo, sino que está loco de atar, joder.
– Vale, vale, ¡tranquilo! -Fabel levantó las manos como si quisiera poner freno a la vehemencia de la negativa de Mahmoot-. No quiero que hagas nada arriesgado, tan sólo que estés atento. Que veas si puedes enterarte de algo sobre Klugmann. ¿Qué sabes de él, de todas formas?
– Sólo que la mitad del tiempo trabaja de matón para Ersin Ulugbay y la otra mitad hace de chulo por cuenta propia. Es un chulo de poca monta, pero es bastante chungo, por lo que dicen. Tiene novia: Sonja Brun. Es bailarina del Paradies-Tanzbar. Antes era puta, trabajaba para él, pero Klugmann la sacó de la calle. El amor antes que los negocios, al parecer.
– ¿De qué la conoces?
– Del Elixir…., ya sabes, la revista de porno duro. Me contrataron para un par de sesiones hará unos seis meses. Sonja era una de las chicas. Es buena chavala. Se me revolvía el estómago cuando la veía hacer las cosas que tuve que fotografiar. Bueno, el caso es que Klugmann la pasó a recoger después de la sesión. No era un hombre alegre. Se enfadó un poco con Sonja al salir. Fue entonces cuando dejó la calle y dejó de dedicarse a la fotografía porno.
– ¿Qué me dices del Paradies-Tanzbar?
– Básicamente, Klugmann es el matón del local. El Paradies es un negocio legal, no se llevan a cabo actividades dudosas. El dinero entra de la manera habitual: hombres de negocios gordos y borrachos de Frankfurt o Stuttgart que ven los espectáculos del escenario y que están demasiado mamados para darse cuenta de que les están cobrando treinta euros por una copa de vino barato. Pero en el local no se folla. Ulugbay compró el Paradies hará un año, a precio de ganga, al parecer. Luego puso a Hoffknecht para que lo dirigiera, lo que fue como colocar a un vegetariano al frente de una carnicería. Puedes tener por seguro que Hoffknecht deja a las chicas en paz. Al parecer, le van más los chicos de dieciocho años. Por lo que sé, el trabajo de Klugmann consiste en mantener a raya a los alborotadores, y si algún «cliente» monta un número porque los precios son desorbitados, él ayuda a explicarles la factura, tú ya me entiendes. -Mahmoot se quedó un momento callado, sacudió la cabeza con desaprobación y soltó una risa irónica. Luego, en su rostro apareció su sonrisa habitual-. De acuerdo… Husmearé un poco y hablaré con Sonja. Incluso tendré una charla con ese viejo marica de Hoffknecht. A ver qué descubro. Pero no te prometo nada.
Fabel sonrió.
– De acuerdo. Gracias, Mahmoot. Aquí tienes lo de siempre para cubrir gastos… -Fabel sacó un sobre abultado del bolsillo interior y se lo entregó a Mahmoot, quien se lo metió deprisa en el bolsillo de la chaqueta de piel.
– Hay una cosa más que deberías saber sobre la banda de Ulugbay si es que no la sabes ya…
– ¿Ah, sí? ¿De qué se trata?
– Están un poco presionados. Muy presionados, de hecho. Se habla de que hay una organización ucraniana nueva en la ciudad…
– Creía que de todas formas ya había una guerra de territorios entre turcos y ucranianos…
– Ahora ya no. Esta nueva organización ha asumido el control de todas las bandas ucranianas que hay. Las viejas aún existen y siguen teniendo a sus jefes de siempre, pero pagan «impuestos» a la nueva organización y no tienen permitido luchar entre ellas o con los turcos. El rumor es que han obligado a Yilmaz, el primo de Ulugbay, a llegar a un trato con la nueva organización. Se dice que está presionando mucho a Yilmaz para que acelere su plan de legitimar el negocio de Ulugbay…, para que se retire, por así decirlo, de su negocio ilegal. Al parecer, el propio Ulugbay está muy cabreado por todo este asunto.
– ¿Y quién dirige esta nueva organización?
– Ése es el tema. Se supone que esta banda ucraniana nueva sólo tiene unos diez o doce hombres dirigidos por algún cabronazo.
Fabel miró hacia el agua, sopesando lo que acababa de contarle Mahmoot. ¿Por qué demonios Buchholz y Kolski no le habían comentado nada de aquello? Había que reconocer que no era un dato clave en su investigación, pero podría tener algo que ver. Se volvió hacia Mahmoot.
– Lo que no entiendo es que si esta banda nueva es tan pequeña, ¿por qué los otros ucranianos, o los turcos, no la han borrado del mapa?
– No has oído cómo hablan los ucranianos (o, mejor dicho, cómo no hablan) sobre estos tipos. A ver, conoces a Yari Varasouv, ¿verdad? -Fabel asintió: Varasouv era un matón ucraniano gigantesco, sospechoso de diversos asesinatos del hampa. Se decía que estaba especializado en matar a sus víctimas a golpes que propinaba sólo con sus manos enormes. La policía de Hamburgo nunca había podido reunir las pruebas suficientes para encerrarlo-. Pues incluso Varasouv susurra cuando habla de esta gente, joder. Al parecer, ha aceptado prejubilarse a instancias de sus nuevos jefes. Hazme caso, esta nueva organización le da un miedo que te cagas. Y los ucranianos son tipos durísimos; es casi como si les asustara algo más aparte de la amenaza de morir.
– Sigo sin comprender qué tienen de especial estos nuevos rostros.
– Corre el rumor de que son ex Spetznaz…
– ¿Y qué? Sé que eso los convierte en gente sumamente peligrosa, pero la mitad de las mafias rusas, ucranianas y bálticas de Europa emplean a matones de las fuerzas especiales ex soviéticas…
Mahmoot negó con la cabeza con impaciencia.
– No, no. Estos tipos son distintos. Pertenecían a una unidad especial de la policía de campo. Del Ministerio del Interior soviético o alguna mierda así. Son veteranos de Afganistán y Chechenia. No sé lo que hicieron allí, pero yo digo que fuera lo que fuera, es lo que hace que todo el mundo esté cagado de miedo.
El altavoz anunció que el transbordador estaba entrando en el muelle de Sankt Georg. Mahmoot estrechó la mano de Fabel con un apretón cálido, asegurándose primero de que nadie era testigo de aquel acto de amistad entre él y un policía.
– Yo me bajo aquí. Averiguaré lo que pueda sobre esa chica y Klugmann. Cuídate, amigo.
– Tú también, Mahmoot.
Fabel se quedó mirando cómo Mahmoot desembarcaba. Cuando el transbordador volvió a ponerse en marcha, Fabel se fijó en una chica bonita de pelo rubio corto que acababa de bajarse del transbordador; el sol moribundo daba a sus cabellos una tonalidad dorada iridiscente. Notó una punzada al contemplar su radiante juventud. Se dio la vuelta y se dirigió hacia el otro lado del transbordador, y no vio que la chica tomaba la misma dirección que Mahmoot, a unos veinte metros de distancia.
Miércoles, 4 de junio. 20:45 h
Alsterpavilion (Hamburgo)
El cansancio que se había apoderado de Fabel hacía unas horas era ahora más intenso. Cuando bajó del transbordador, se sintió arrugado y sucio. La tarde había desafiado a la temprana oscuridad del día, y el sol que descendía lentamente teñía ahora la ciudad de rojo y oro cobrizo. Desembarcó en el extremo sur del Binnenalster y recorrió a pie la corta distancia que había hasta los Alsterarkaden, en el corazón de la ciudad. Ocupó una mesa debajo de las columnatas de los soportales y pidió una ensalada Matjes y una cerveza Jever para acompañar el arenque. Los soportales están frente al Alsterfleet, y Fabel dejó vagar la mirada cansada por el agua que centelleaba bajo la luz de la noche mientras los cisnes se deslizaban graciosos por su superficie. Al otro lado del Alsterfleet estaba la principal plaza de la ciudad, en la que el Rathaus se alzaba con autoridad hacia el cielo y los relojes de cobre bruñido de la torre brillaban con intensidad bajo el sol del atardecer.
Fabel no sabía cuánto tiempo llevaba la mujer allí y se pegó un susto cuando oyó su suave acento de Múnich.
– ¿Puedo?
– Sí… sí… claro, Frau Doktor… -Fabel se quedó sin saber qué decir un momento con la servilleta en la mano, mientras se ponía de pie y acercaba una silla.
– Espero no importunarle… -dijo Susanne Eckhardt.
– No…, en absoluto. -Fabel hizo una seña a la camarera y se dirigió de nuevo a Susanne-. ¿Quiere tomar algo?
Susanne se volvió hacia la camarera y pidió una copa de vino blanco. Fabel le preguntó si quería algo de comer, pero ella negó con la cabeza.
– He comido algo rápido en el despacho. Pero, por favor, no quisiera interrumpirlo.
Fabel comió otro trozo de arenque. Se sentía extrañamente vulnerable, comiendo mientras ella lo miraba. Susanne Eckhardt echó la cabeza hacia atrás para dejar que el sol le calentara la cara; Fabel se descubrió de nuevo sobrecogido por su belleza.
– Estaba haciendo algunas compras en las galerías -señaló con la cabeza las bolsas que descansaban a su lado-, y lo he visto aquí. Parece exhausto. Ha sido un día largo, ¿verdad?
– Sin duda. Por desgracia, los días largos y las noches en vela tienden a ir con este trabajo.
Llegó el vino. Ella levantó la copa.
– Zum Wohl! Por los días largos y las noches en vela.
– Cheers. -Fabel normalmente utilizaba la expresión inglesa.
Susanne se rió.
– Claro: der englische Kommissar… Había olvidado que lo llamaban así…
Fabel le devolvió la sonrisa.
– Soy medio escocés. Mi madre era escocesa y estuvieron a punto de bautizarme con el nombre de «Iain». Jan fue una solución de compromiso. De todos modos, hay mucha gente en Hamburgo que se siente como mínimo un poco británica… La llaman «el barrio más al este de Londres»… Estoy seguro de que como sureña sabe a qué me refiero.
Susanne dejó la copa.
– Ya lo creo… No esperaba experimentar un choque cultural sin salir de Alemania, pero cuando dejé Múnich y me instalé aquí, he de admitir que me sentí como si emigrara a una tierra extraña. La gente de aquí puede ser un poco…
– ¿Anglosajona?
– Iba a decir reservada; pero sí, ahora que he vivido aquí, entiendo por qué dicen eso de la gente de Hamburgo. -Bebió otro sorbo de vino-. Pero me encanta. Es una ciudad maravillosa.
– Sí. -Fabel miró hacia el agua-. Sí que lo es. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?
– Dos años… No, ya casi tres. La verdad es que me he adaptado bastante bien.
– ¿Qué la trajo aquí? ¿Fue por trabajo, o su marido es de Hamburgo?
Susanne se echó a reír por lo obvio de la pregunta de Fabel. Él también se rió.
– No, Herr Fabel… No estoy casada… ni tampoco tengo ninguna relación. Vine aquí porque me ofrecieron un trabajo en el Instituí für Rechtsmedizin. Y gracias al Instituí me ofrecieron un puesto consultivo en la policía de Hamburgo. -Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y descansó la barbilla en un puente de dedos entrelazados-. ¿Y qué le parece a Frau Fabel tener que dedicar tantas horas a su trabajo?
Fabel se rió al ver reflejada su propia torpeza.
– No hay ninguna Frau Fabel. O al menos, no la hay ahora. Llevo unos cinco años divorciado.
– Lo siento…, no era mi intención…
Fabel levantó las manos.
– No pasa nada. Ya me he acostumbrado. Es difícil que la pareja pueda aguantar esta vida, y mi esposa se lió con alguien, bueno, con alguien que estaba ahí cuando yo no.
– Lo siento mucho.
– Como he dicho, no pasa nada. Tengo una hija preciosa que pasa todo el tiempo que puede conmigo.
Se hizo un silencio entre ellos. De repente y de modo extraño, la conversación había dado un giro íntimo y parecía que ninguno de los dos ero capaz de encontrar el camino de vuelta. Susanne miró el agua del Alsterfleet en dirección a la plaza del
Rathaus mientras Fabel movía con el tenedor un trozo de arenque por el plato. Al cabo de unos segundos, los dos se pusieron a hablar a la vez. Susanne se echó a reír.
– Tú primero…
– Iba a preguntarte -comenzó Fabel, consciente de su tono vacilante. Repitió lo mismo, esta vez con más firmeza-: Iba a preguntarte, como veo que ahora no tienes tiempo, si quizá te gustaría cenar conmigo algún día…
Susanne esbozó una gran sonrisa.
– Me gustaría mucho. ¿Qué tal la semana que viene? Llámame al despacho y quedamos. -Miró su reloj-. Dios mío, tendría que estar en otro lugar… Gracias por el vino, Herr Fabel…
– Llámame Jan, por favor…
– Gracias por el vino, Jan… ¿Hablamos la semana que viene?
Fabel se levantó de la silla y le estrechó la mano.
– Puedes estar segura…
Se quedó mirándola mientras cruzaba los soportales y las franjas alternas de sombra y luz dorada que proyectaban las columnatas. La cerveza y el cansancio se mezclaban para proporcionarle una sensación de irrealidad. ¿De verdad le había dicho que sí?
Miércoles, 4 de junio. 21:00 h
Aussendeich, cerca de Cuxhaven
Era como si estuviera desconectada de su cuerpo, de su entorno inmediato, del mundo. Una capa espesa y viscosa envolvía su conciencia. A veces se aclaraba y percibía las cosas con mayor normalidad; luego, la cubría de nuevo y ofuscaba la realidad que la circundaba. Aquello la enfureció; sin embargo, incluso esa emoción cruda quedaba atenuada por el barro que rodeaba cada pensamiento, cada sensación, cada movimiento. Volvió a caer. Notó que las hojas húmedas se le pegaban a la cara; notó el sabor del mantillo fétido en la boca. Estaba rodeada de árboles.
Sabía cómo llamar a un lugar así, pero la palabra «bosque» le quedaba demasiado lejos, recordarla requería un esfuerzo intelectual muy grande. Se quedó tumbada un momento y luego se puso de pie, tambaleándose. Dio unos pasos más y volvió a caer. El cieno cubrió su conciencia una vez más; en esta ocasión era denso y oscuro, y de nuevo se quedó inconsciente.
Cuando se despertó, había oscurecido. Le invadió un instinto demasiado fuerte como para que la droga pudiera aplacarlo, y se puso en pie con dificultad. Había luces delante de ella; unas luces que parpadeaban entre las siluetas de los troncos de los árboles. Fue su instinto lo que la empujó a dirigirse hacia las luces, no el hecho de ser plenamente consciente de que delante tenía una carretera, auxilio, rescate. Tropezó un par de veces más, pero ahora caminaba hacia las luces como si fuera siguiendo una cuerda. La tierra que tenía bajo los pies se hizo más regular, cada vez había menos raíces o ramas con las que tropezar. Las luces se hicieron mayores. Más intensas.
Justo antes de que el camión la embistiera, lo vio todo claro. Oyó el chirrido de los neumáticos y miró, con los ojos muy abiertos pero sin que la deslumbraran, los faros que se acercaban a toda velocidad hacia ella. El sentimiento abrumador que la embargó fue de sorpresa: no entendía por qué, sabiendo que iba a morir, no sentía ningún miedo.
Miércoles, 4 de junio. 23:50 h
Altona (Hamburgo)
Como la mayoría de oficinistas y clientes de las tiendas hacía tiempo que se habían marchado, en el sótano del Parkhaus casi no había coches. Los neumáticos del Saab emitieron un chirrido al frenar para coger la curva pronunciada e inclinada de la rampa inferior que daba acceso a las plazas de aparcamiento situadas entre las columnas. En lugar de aparcar, se detuvo en el carril central; los faros atenuaban las luces laterales.
Un Mercedes, que había estado escondido en una plaza de aparcamiento detrás de una columna, salió de repente, se acercó al Saab y se detuvo cuando los dos coches estuvieron casi morro con morro. Ahora ninguno de los dos coches podía salir huyendo. Los turcos salieron primero, del Mercedes. Eran tres; de constitución fuerte. Dos se quedaron uno a cada lado del coche, con las puertas abiertas, y apoyaron los brazos en ellas, utilizándolas para protegerse el cuerpo.
El tercer turco, mayor y vestido con ropa más cara que los otros dos, se acercó al Saab, se inclinó hacia delante y dio unos golpecitos con los nudillos en la ventanilla del conductor. Se oyó el zumbido y el golpe de la ventanilla eléctrica al abrirse.
Luego, un disparo.
Los dos turcos que estaban junto al Mercedes vieron un chorro explosivo de sangre que salía de detrás de la cabeza del anciano cuando la bala, disparada desde el interior del Saab, emergió de su cráneo. Antes de que pudieran reaccionar, hubo más disparos fuertes, esta vez en una sucesión rápida, como cuando el granizo golpea un tejado. Pero procedían de detrás, de la dirección contraria al Saab aparcado.
Igual que el primer turco, ellos también murieron en el acto.
Dos hombres altos y rubios salieron de entre las sombras de detrás del Mercedes de los turcos. Mientras uno recogía metódicamente los casquillos del suelo del Parkhaus, el otro se acercó tranquilamente a los cuerpos de los tres turcos y disparó un único y concluyente tiro a la cabeza de cada uno; de nuevo, recogió los casquillos y se los metió en el bolsillo del abrigo tres cuartos de piel. Los dos hombres se dirigieron entonces hacia el Saab, desenroscando simultáneamente los silenciadores de sus semiautomáticas Heckler & Koch. Pisaron con total naturalidad los cuerpos y entraron en la parte de atrás del Saab, que dio marcha atrás con cuidado en una plaza de aparcamiento para completar un cambio de sentido en tres movimientos antes de enfilar la rampa de subida.
Jueves, 5 de junio. 10:00 h
Pöseldorf (Hamburgo)
Ahora había una brecha de sueño ininterrumpido y tranquilo entre Fabel y los sucesos del día anterior. Aun así, cuando despertó, un cansancio que le provocaba dolor de huesos lo tenía agarrado y no lo soltaba. Se obligó a iniciar la rutina de afeitarse, ducharse y vestirse. El Hamburger Morgenpost descansaba sobre el felpudo; lo dejó encima de la mesa del recibidor sin abrirlo.
Se tomó un café junto a los ventanales, con la vista perdida en la ciudad de Hamburgo. Un cielo plomizo se cernía sobre la ciudad, absorbiendo el color del agua, los parques y los edificios, aunque una tonalidad rosada detrás de las nubes prometía algo mejor para las horas siguientes del día. «Estás en algún lugar ahí fuera -pensó-, estás bajo el mismo cielo y estás esperando a actuar de nuevo. Estás impaciente por actuar de nuevo. Y nosotros estamos impacientes de que cometas un error.» Aquel pensamiento le agarró con fuerza el estómago.
Mientras Fabel miraba el cielo y bebía café, repasó mentalmente lo que tenían hasta ese momento. Tenía las piezas del puzzle y se suponía que debían encajar: un ex poli corrupto; una prostituta asesinada de un modo horrible; una víctima anterior cuatro meses antes, sin ninguna historia en común u otra conexión con la segunda chica asesinada, y un sociópata egomaníaco que reivindicaba ser el responsable de las muertes a través del correo electrónico. Pero siempre que Fabel intentaba juntar las piezas mentalmente, se desenganchaban las unas de las otras. Todo tenía sentido en la zona más superficial de su mente; pero en algún lugar recóndito del cerebro de Fabel, donde todo se sometía a un análisis más profundo, parpadeaba una lucecita roja de advertencia. Fabel se terminó el café. Respiró hondo largamente, absorbiendo el aire y la vista del otro lado del Alster; luego, se dio la vuelta, cogió la chaqueta y las llaves y salió para el despacho.
Desde el momento en el que entró en el amplio vestíbulo del Prásidium, Fabel advirtió la actividad frenética. Una docena de agentes del MEK, espectros de gris y negro agarrando con firmeza sus gafas protectoras y cascos, pasaron trotando junto a Fabel y se dirigieron a la salida delantera donde un transporte blindado los esperaba. Pasó por delante de Buchholz y Kolski, que mantenían una conversación con uno de los Erstenhauptkommisars de la Schutzpolizei, quien sostenía una tablilla con sujetapapeles azul. Los dos miraron en dirección a Fabel y lo saludaron breve y gravemente con la cabeza. Fabel les devolvió el saludo; aunque se moría por saber qué estaba pasando, reconoció la determinación adusta en sus rostros y decidió no decirles nada. Gerd Volker, el hombre del BND, salió del ascensor con cuatro hombres de aspecto duro cuando Fabel estaba a punto de entrar. Volker sonrió por obligación, le dio a Fabel los buenos días y pasó rápidamente a su lado antes de que pudiera decirle nada.
Cuando Fabel salió del ascensor, se encontró a Werner en el vestíbulo de la Mordkommission.
– ¿Qué demonios pasa?
Werner puso un ejemplar del Morgenpost, abierto en la página correspondiente, en las manos de Fabel.
– Ersin Ulugbay está muerto. Un trabajo muy profesional.
Fabel soltó un pequeño silbido. La imagen del Morgenpost mostraba a un hombre con un abrigo caro que yacía en el hormigón lleno de sangre y aceite. No había nada en el artículo que indicara un móvil, pero afirmaba que una de las tres víctimas era Ersin Ulugbay, «una figura muy conocida del hampa de Hamburgo». Las otras dos víctimas, dos hombres que se creía que eran de origen turco, aún estaban por identificar. A Fabel no le sorprendió haber encontrado una actividad tan adusta en la planta baja.
– Mierda. Va a haber una guerra terrible ahí fuera.
– Para eso se están preparando. -Maria Klee se había acercado a Fabel, llevando una taza de café en la mano. Levantó la taza-. ¿Quieres uno? -Fabel negó con la cabeza-. Todo el Präsidium está lleno de agentes del LKA7 y del BND… -Maria soltó una risa-. Si lleva una chaqueta de piel negra y tiene iniciales, está aquí y tiene una abeja metida en el culo.
– No sé por qué se molestan -dijo Werner encogiéndose de hombros-. Dejemos que esos cabrones se maten entre ellos. Así nos ahorramos tiempo y problemas.
– Por desgracia, existe una cosa que se llama fuego cruzado,
Werner -Fabel le devolvió el periódico-, y parece que fuego cruzado y transeúntes inocentes van siempre de la mano.
– Puede ser, pero a mí no se me caerá ni una lágrima por ese saco de mierda.
Fabel se dirigió a su despacho.
– ¿Tenéis un minuto?
Fabel se acomodó detrás de la mesa e indicó a Maria y a Werner que se sentaran.
– ¿Tenemos algo más sobre nuestra víctima de ayer?
– Nada -contestó Maria-. He comprobado las huellas, tanto con la policía de Hamburgo como con el Bundeskriminalamt. No tenía antecedentes penales. Y aún no hemos descubierto nada sobre la herida de bala. No hemos podido relacionarla con ningún tiroteo en el que hubiera mujeres implicadas en los últimos quince años en Hamburgo.
– Pues amplía el radio de búsqueda.
– Ya estoy en ello, jefe.
– Anna y Paul dirigen la vigilancia sobre Klugmann -dijo Werner-. Por ahora, ha ido directo a casa y se ha quedado en la cama. El último informe decía que las cortinas aún estaban bajadas y que no había señales de vida.
– ¿Tenemos algo más sobre alguno de los vecinos del piso donde hallamos a la chica? ¿Alguien ha mencionado haber visto a un tipo mayor de aspecto eslavo?
– ¿De quién estamos hablando? -preguntó Maria.
– Jan vio a alguien merodeando entre los morbosos cuando llegó a la escena del crimen -respondió Werner.
– ¿Un tipo bajito, de sesenta años, quizá mayor, que parecía extranjero?
Tanto Werner como Fabel miraron fijamente a Maria.
– ¿Lo viste?
– Llegué a la escena quince minutos antes que tú, ¿recuerdas? Ya se había congregado una pequeña multitud, y él estaba a unos cien metros, venía de Sankt Pauli. Me fijé en un anciano… Mi descripción sería que se parecía un poco a Krushchev…, ya sabéis, el anciano presidente soviético o lo que fuera… de los años setenta.
– Es ése -dijo Fabel.
– Lo siento, en aquel momento no pensé mucho en ello.
No es que estuviera huyendo de la escena del crimen o algo así, y hacía al menos una hora que el lugar estaba lleno de gente, así que ni se me ocurrió que fuera un posible autor del crimen… ¿Crees que es el asesino?
– No. -Fabel frunció el ceño-. No lo sé; me pareció que destacaba. Seguramente no sea nada. Pero no es de la zona y tú lo viste llegando al lugar. Quiero encontrarlo por eliminación.
– Preguntaré un poco más por ahí -dijo Werner.
– También quiero que intentéis descubrir si alguno de los vecinos vio a un policía por la zona antes del asesinato. Pero por el amor de dios, tened cuidado… No quiero que nadie piense que sospechamos de uno de los nuestros.
– Por supuesto -dijo Maria-, puede ser que no lleve uniforme. Quizá sólo ha conseguido una placa o algún distintivo de la Kriminalpolizei.
– Ya lo sé… Como dices, eso sería en el caso de que estuviera haciéndose pasar por policía. Pero el uniforme le facilitaría la entrada sin necesidad de muchas preguntas, seguramente. Vale la pena intentarlo.
Después de que Werner y Maria se marcharan de su despacho, Fabel intentó llamar a Mahmoot al móvil. Estaba a punto de estallar una guerra de bandas a gran escala, y Fabel había mandado a Mahmoot, desarmado, a la primera línea de fuego. El teléfono sonó hasta que, al final, saltó el buzón de voz.
– Soy yo. Llámame. Y olvida el favor que te pedí. -Fabel colgó.
Jueves, 5 de junio. 10:00 h
Stadtkrankenhaus (Cuxhaven)
A Max Sülberg el uniforme no le sentaba demasiado bien. De hecho, en sus veinticinco años de servicio en la policía de Niedersachsen, la mayoría de los cuales había pasado en la Polizeiinspektion de Cuxhaven, ningún uniforme le había sentado bien. Durante aquel tiempo, había pasado de ser un tipo delgaducho y desaliñado a ser barrigudo y desaliñado. Ahora, la camisa color mostaza de manga corta del uniforme le quedaba estrecha en la cintura y le hacía arrugas en el pecho y la espalda, y parecía que los pantalones del uniforme no habían pasado recientemente por la plancha. Era el tipo de policía desaliñado que normalmente tendría que rendirle cuentas al jefe, si no fuera porque las dos estrellas doradas de los distintivos verdes y blancos de los hombros indicaban que, de hecho, Max era el jefe.
Era un hombre bajito que se estaba quedando calvo, de rostro afable y bien curtido y que siempre tenía una sonrisa en los labios. Era un rostro familiar y de confianza para los que vivían en las tierras bajas y llanas comprendidas en el arco arenoso de la línea costera de Cuxhaven que iba de Berensch-Arensch a Altenbruch.
Ahora, la sonrisa de Max estaba ausente; la iluminación austera del depósito de cadáveres la había borrado de su rostro. A su lado estaba el doctor Franz Stern, un médico delgado y guapo de pelo negro y abundante que sobresalía inmaculadamente por encima del arrugado agente de la Schutzpolizei. Delante de ellos, sobre el acero frío de una camilla del depósito de cadáveres, descansaba el cuerpo aplastado de Petra Heyne, una estudiante de 19 años de Hemmoor. Max Sülberg llevaba mucho tiempo siendo policía, y eso significaba que, incluso en Cuxhaven, había visto casos de muerte y violencia más que suficientes. Sin embargo, mientras miraba el rostro sin vida de una chica que apenas era un año mayor que su propia hija, sintió el instinto irresistible de encontrar una almohada, algo, cualquier cosa, y ponérsela debajo de la cabeza. Y de decirle algo. Para consolarla. Meneó con fuerza la cabeza, incrédulo.
– Qué pérdida.
Stern suspiró.
– ¿Qué demonios hacía caminando por la carretera, tan lejos de todo?
– Sólo puedo suponerlo. Tendremos que esperar a la autopsia, pero yo diría que iba drogada. El conductor del camión dice que parecía totalmente desorientada cuando apareció delante de él. Es evidente que no pudo hacer nada para esquivarla, pero le está costando mucho aceptarlo. Pobre hombre.
– ¿Habéis avisado a los padres? -preguntó Stern.
– Están de camino. No llevaba bolso ni carné de identidad, pero sí una pulsera para emergencias médicas.
Sin pensar, Stern miró la muñeca de la chica. Una tontería, por supuesto, ya que la policía le había quitado la pulsera y la había guardado; pero algo le llamó la atención y frunció el ceño, sus cejas negras formaron una línea recta y le cubrieron los ojos. Se inclinó hacia delante.
– ¿Qué? -preguntó Sülberg. Stern no respondió, pero dio la vuelta al antebrazo de la chica e inspeccionó la muñeca. Centró su atención en el tobillo derecho, y luego en el izquierdo antes de examinar en último lugar y con la misma intensidad la muñeca izquierda.
Sülberg soltó un suspiro de impaciencia.
– ¿Qué pasa, Herr Doktor Stern?
Stern levantó la muñeca de la chica.
Sülberg se encogió de hombros.
– ¿Qué se supone que debo mirar? No veo…
– Fíjese bien.
Sülberg cogió las gafas de leer del bolsillo de la camisa del uniforme y se las puso. Cuando se inclinó para examinar la muñeca de la chica, se le revolvió el estómago al percibir el olor a muerte reciente. Entonces lo vio. Tenía rozaduras en la piel, y la parte interior de la muñeca un poquito roja.
– Lo mismo en los tobillos… -dijo Stern.
– Mierda… -Sülberg se quitó las gafas-. La han atado.
– Ha estado atada toda la noche -dijo Stern-, pero no intentó soltarse. Yo diría que estuvo semiinconsciente o inconsciente mientras estuvo atada. Eso explicaría que estuviera desorientada y se pusiera justo delante del camión.
Por algún motivo, los músculos del rostro de Sülberg se tensaron y le dieron un aspecto más duro.
– No quiero esperar a los resultados de la autopsia, doctor Stern. Quiero que le haga un análisis de sangre.
Jueves, 5 de junio. 12:00 h
Polizeipräsidium (Hamburgo)
Fabel supo por la mirada encendida de Werner que se trataba de algo importante.
La forma que Werner tenía de enfocar el trabajo policial era metódica y minuciosa, lo cual contrastaba con la de Fabel, que era más intuitiva. Werner se centraba en los detalles; Fabel adoptaba una perspectiva más general. Gracias a este contraste, formaban un equipo muy bueno. Lo único que frustraba a Fabel era la poca disposición de Werner a abrirse a las aptitudes analíticas complementarias de Maria Klee. Y ahora Werner tenía esa mirada que le decía a Fabel que había estado escarbando en algún recoveco de la investigación y había encontrado una pista que podían seguir.
– ¿Qué tienes, Werner?
Werner se sentó delante de Fabel y soltó una risita al ver lo fácil que le resultaba leer su rostro.
– Dos cosas. Primero, y aunque cueste de creer, nuestro amigo Klugmann no ha sido nada sincero con nosotros.
– Vaya, no me digas.
Werner le enseñó a Fabel una copia de lo que parecía una factura de teléfono sin los costes, tan sólo con los números marcados y la duración de las llamadas.
– Tengo los detalles de la cuenta del móvil de Klugmann… -Werner entendió las cejas levantadas de Fabel-. No ha sido fácil. -Dio unos golpecitos sobre una entrada con la punta rolliza del dedo índice-. Mira esto… Llamó a este número a las 2:35 de la madrugada… Es el número de la policía local. Tal como nos dijo y tal como quedó registrado en la comisaría. -Werner bajó el dedo por la página-. Ahora mira esto. Las 2:22…
Fabel levantó la vista de la entrada y sostuvo la mirada de Werner.
– Cabrón.
– Exacto. Estuvo al teléfono doce minutos hablando con este número. Debió de colgar y entonces llamó a la policía local. Bueno, ¿a quién llama uno antes que a la policía cuando acaba de encontrar el cuerpo de una supuesta amiga despedazada? ¿Al repartidor de pizzas?
– ¿A quién llamó? ¿De quién es el número?
Werner recostó la ancha espalda en la silla y la echó un poco hacia atrás.
– Ahí está la cosa. Lo he comprobado y verificado de nuevo con todos los departamentos federales pertinentes, con la Deutsche Telekom, con los operadores de telefonía móvil… Este número… -dejó caer la silla hacia delante y clavó el dedo en la entrada- no existe.
– Tiene que existir.
– Es evidente que sí, porque Klugmann habló con él doce minutos, pero no está registrado en ningún sitio. Sólo podemos hacer una cosa.
– ¿Ya lo has probado?
– He pensado dejarte a ti los honores, jefe.
Fabel cogió su móvil y marcó. Descolgaron después del segundo tono, pero nadie habló.
Fabel esperó un instante antes de hablar.
– ¿Hola?
Silencio.
– ¿Hola? -A Fabel le pareció escuchar a alguien respirar al otro lado. Estaba bastante seguro de que había llamado a un teléfono móvil. Al cabo de unos segundos volvió a hablar-. Hola…, soy yo… -Colgaron. Fabel volvió a marcar el número. Dejó que sonara varios minutos antes de colgar. Miró a Werner-. Vale… ¿Anna y Paul aún están vigilando a Klugmann?
Werner asintió con la cabeza.
– Que lo traigan.
Era más un callejón que una calle. También era oscuro, porque era muy estrecho e iba de este a oeste, y ninguno de los edificios de arenisca roja que lo flanqueaban tenía menos de tres pisos de altura. Sólo estaba permitido estacionar a un lado de la calle, y el BMW de Anna Wolff y Paul Lindemann estaba aparcado en la mitad. No quedaban más huecos libres, así que
Fabel, con Werner en el asiento del copiloto, tuvo que dejar el coche a la vuelta de la esquina.
Sonja Brun apareció en la esquina, con dos bolsas de la compra del Aldi llenas a rebosar. Era alta, delgada, de piernas largas y bronceadas. Tenía el pelo oscuro y largo, y las gafas de sol que llevaba a modo de cinta improvisada en la cabeza se lo sujetaban hacia atrás. Fabel pensó en los comentarios que Möller, el patólogo, había hecho sobre la forma física de la segunda víctima. Sonja era bailarina de barra en el Paradies-Tanzbar, entre otras cosas. Era obvio que aquello la mantenía en forma, o bien que hacía ejercicio. Puede que, después de todo, Monique fuera puta.
Sonja pasó por delante del coche de Fabel, aparcado al otro lado de la estrecha calle, y éste la vio mejor. Llevaba ropa barata, una camiseta blanca corta que le marcaba los pechos y dejaba al descubierto su estómago moreno, una minifalda vaquera descolorida y unas sandalias de tela que se ataban a las torneadas pantorrillas. Fabel sólo le vio la cara de perfil, pero supo que era guapa. Con otra ropa, habría tenido un toque de clase. Cruzó la calle dos coches por delante del de Fabel y entró en el callejón. Fabel utilizó la radio para hacer saber a Anna y a Paul que Sonja se dirigía hacia ellos.
– La seguiremos hasta arriba. Tengo autorización de la fiscalía para entrar y proceder a la detención. Cuando abra la puerta, entramos nosotros. -Sacó la Walther de la funda y echó la cureña hacia atrás para llenar la recámara. Comprobó que había quitado el seguro antes de enfundar de nuevo. Se volvió hacia Werner-. Es mejor que tengamos cuidado con este tipo. Estoy seguro de que Klugmann no va a darnos ningún problema; pero si no es así, sabrá cómo hacerlo.
Werner comprobó el arma que llevaba colgada en el costado.
– No le dejaremos.
Salieron del coche y siguieron a Sonja a pie. Cuando pasaron por delante del BMW aparcado, Anna y Paul se bajaron y se colocaron detrás de ellos. Sonja, cargando aún las bolsas de la compra, se dio la vuelta y empujó con la espalda la pesada puerta de entrada. Al hacerlo, miró en dirección al grupo que la seguía y no pareció fijarse en ellos. La siguieron hasta el interior adoquinado, y Fabel oyó cómo las sandalias de Sonja repiqueteaban deprisa mientras subía los escalones de piedra hacia su apartamento. La siguieron haciendo el menor ruido posible. Sonja estaba en la puerta, con las bolsas del supermercado en el suelo, buscando las llaves. Fue entonces cuando los vio.
– ¡Hans! -Su grito recorrió el patio. A Fabel le impresionó ver la cara de terror de Sonja. Se dio cuenta de que la chica pensaba que eran otra gente. Levantó la mano en un gesto que habría sido más apaciguador si no fuera por la Walther negra automática subcompacta que llevaba en la otra mano.
– Sonja…, tranquila. Somos policías y sólo queremos hablar con Hans…
Ahora la cara de terror era también de incertidumbre. Fabel y los demás subieron corriendo las escaleras, y la menuda Anna Wolff empujó hacia atrás a Sonja con tanta fuerza que casi pierde el equilibrio. Anna inmovilizó a Sonja contra la pared, apartándola de la línea de fuego potencial. Fabel y Paul pegaron la espalda a la pared, uno a cada lado de la puerta. Fabel gritó:
– ¡Policía de Hamburgo! -Y con un movimiento de cabeza le indicó a Werner que diera una patada a la puerta justo por debajo de la cerradura.
Fabel, Werner y Paul recorrieron el apartamento, haciendo turnos de dos para cubrir al tercero, que examinaba la habitación, moviendo de lado a lado los brazos extendidos como si las armas fueran linternas. Una cocina, un salón, un baño y dos dormitorios daban todos a un pasillo corto. El apartamento estaba limpio, era luminoso y estaba ordenado, pero los muebles eran baratos. También estaba vacío. Fabel guardó la automática en la funda que llevaba debajo del brazo y le hizo una seña a Anna Wolff, quien sonrió a Sonja y la condujo con delicadeza al interior del piso. Fabel le dijo a Paul que cogiera las bolsas de la compra y las llevara a la cocina. Solícitamente, Anna acompañó a Sonja hasta el salón y la sentó en el sofá. Sonja estaba temblando y parecía estar a punto de echarse a llorar. Fabel se agachó delante de ella.
– Sonja, ¿dónde está Hans?
Sonja se encogió de hombros y sus ojos marrones se llenaron de lágrimas.
– No lo sé. Estaba aquí cuando me he marchado esta mañana. No me ha dicho que fuera a ir a ningún sitio. No ha salido desde que mataron a esa chica. Está muy alterado por lo sucedido. -Detrás de las lágrimas, su mirada se endureció-. ¿Han venido por eso?
– No le estamos acusando de nada. Sólo tenemos que hacerle unas preguntas.
Los ojos marrones seguían brillando con una mezcla de miedo y rabia.
– Sonja, ¿nos disculpa un momento? -Fabel se volvió hacia sus agentes-. Anna, Paul… Charlemos. Fuera.
Fuera en el descansillo, las expresiones de Anna Wolff y Paul Lindemann mostraban que ya sabían qué iba a decirles. Anna Wolff decidió adelantarse a Fabel y levantó las manos.
– Lo siento, jefe… Es imposible que se nos haya escapado. Lo hemos vigilado de cerca.
– No lo suficiente, al parecer. -Fabel se esforzaba por contener la frustración y la rabia que sentía-. Klugmann es la única pista que tenemos… y le habéis dejado escapar. -Los señaló con el dedo-. Lo habéis perdido. Encontradlo.
– Sí, jefe -dijeron los dos al unísono.
– Y comenzad por ver si algún vecino está en casa.
Fabel volvió al salón. Se sentó junto a Sonja en el sofá y apoyó los codos en las rodillas.
– ¿Se encuentra mejor?
– Váyase a la mierda.
– ¿Quién creía que éramos?
Sonja se volvió hacia Fabel y parpadeó.
– ¿Qué? ¿Qué quiere decir? -En ese instante, Fabel supo que la chica escondía algo.
– Sé que es muy inquietante que policías armados irrumpan en la casa de uno, pero ha pensado que éramos otra gente, ¿verdad?
Sonja bajó la mirada a sus rodillas.
– Mire, Sonja, ¿está Hans metido en algún lío? Si está en peligro, podemos ayudarle. Ayúdenos a encontrarlo. Que nosotros sepamos, no ha hecho nada malo excepto ocultarnos información. Pero necesitamos hablar con él.
Sonja se desmoronó. Grandes sollozos incontrolables. Fabel le pasó el brazo por los hombros.
– No sé dónde está… -Sonja señaló un teléfono móvil que había encima de la mesa de café-. Es su móvil… Nunca sale sin él. -Se volvió hacia Fabel; tenía los ojos grandes y redondos. Fabel recordó lo que Mahmoot le había dicho sobre ella: que era buena chica. Cogió el teléfono y comprobó el último número marcado. Era el mismo número al que Klugmann había llamado después de descubrir el cuerpo de Monique. Giró la pantalla hacia Werner, quien la leyó y lanzó a Fabel una mirada elocuente. Fabel se guardó el teléfono móvil en el bolsillo de la chaqueta y volvió a dirigirse a Sonja.
– Sonja, ¿quién creía que éramos?
– Hans ha estado haciendo unos negocios. Con extranjeros. Rusos o ucranianos, creo. Intentó mantenerme al margen, pero sé que son gente peligrosa. Quizá las cosas con ellos no hayan ido del todo bien. Estos últimos dos días me ha dicho que no abriera la puerta a nadie, que si venía alguien ya iría él. -Soltó un sollozo-. He pensado que quizá ustedes eran esas personas…
– Ahora está a salvo, Sonja. A partir de este momento, habrá un agente de policía vigilando el piso… hasta que Hans vuelva o hasta que lo encontremos.
Ucranianos. Fabel recordó lo que Mahmoot había dicho sobre la nueva organización que se había instalado en la ciudad. Debían de ser los responsables de la ejecución de Ulugbay. Y Klugmann trabajaba para Ulugbay. Pero Klugmann era un don nadie en lo que se estaba perfilando como una gran guerra entre bandas. Fabel sonrió a Sonja para tranquilizarla.
– ¿Dónde cree que podría estar? Quizá sólo ha salido un momento.
Sonja volvió a encogerse de hombros, pero su expresión era de profunda preocupación.
– Si hubiera tenido que salir esta mañana, me lo habría dicho. Sabía que iba a comprar la comida… -Miró hacia las bolsas de la compra, que estaban en la cocina. Le tembló el labio inferior.
– No te preocupes, cielo -dijo Fabel-, lo encontraremos.
Y le rogó a Dios estar en lo cierto.
Se estaba yendo todo al garete, y sabía que tenía los nervios a flor de piel. Tenía que concentrarse y estar atento. La concentración era buena; los nervios te mataban. La puerta de entrada al piso tenía una cadenita -se había cargado la cerradura principal con las prisas por entrar-, y pasó la cadenita, con la esperanza de que no se fijaran mucho en la cerradura cuando llegaran a la puerta, porque seguro que llegarían.
Klugmann se escapó por los pelos. Estaba preocupado por Sonja: llegaba tarde del supermercado y la estaba esperando, con el cuerpo pegado a la pared de la ventana para que los dos detectives de la Kriminalpolizei -un hombre y una mujer- del BMW marrón claro no lo vieran. Cuando reconoció el caminar garboso de Sonja, sonrió para sí: era una buena chica, y había intentado mantenerla al margen de todo aquello. Entonces vio a los dos policías que le habían interrogado, Fabel y Meyer, siguiéndola. Después de pasar por delante del BMW, los otros dos policías también se bajaron y se colocaron detrás de Sonja. Era una redada. No sabía qué habían descubierto, pero ahora no era buen momento para que se lo llevaran y le sometieran a un interrogatorio prolongado. Estaba demasiado cerca. Le había costado demasiado -tiempo, esfuerzo, una vida- como para que lo quitaran de la circulación en el último minuto. Atravesó la habitación, cogió la chaqueta y se guardó el arma en el bolsillo. Cerró la puerta con rapidez, pero no tan fuerte como para que pegara un portazo, y bajó los escalones de dos en dos. El casero había utilizado las mismas puertas en todos los apartamentos. La seguridad dependía de la puerta de la calle y no de las de los pisos, que técnicamente sólo tendrían que haberse utilizado como puertas interiores. Abrió la navaja y manipuló la cerradura, haciendo fuerza con el hombro. Era un arte preciso: requería la fuerza suficiente para abrir la puerta sin astillar la endeble madera. Oyó el chirrido del muelle de la puerta de la calle: Sonja estaba entrando, y ellos estarían a unos pocos pasos de distancia. La puerta cedió, Klugmann cayó dentro del apartamento y cerró la puerta con suavidad. Entonces oyó el chillido de Sonja, los gritos de Fabel y el sonido de los movimientos y voces en el piso de arriba. Cerró los ojos, apoyó la cabeza en la puerta y articuló la palabra «mierda». El móvil. Se había dejado el móvil en el piso. Y eso quería decir que había dejado su cuerda de salvamento en el piso. Tendría que buscar un teléfono, y rápido.
Sin embargo, ahora lo único que podía hacer era esperar.
El propietario de aquel apartamento era un yugoslavo de unos sesenta años. Klugmann había supuesto que seguramente era un inmigrante ilegal; pero después había descubierto que trabajaba de jardinero para el Ayuntamiento en el Sternschanzen-Park, arreglando parterres y recogiendo las jeringuillas usadas. Trabajaba siempre el turno de día, que empezaba a las once. El yugoslavo no llegaría a casa hasta las ocho. Klugmann tenía tiempo hasta entonces para intentar fugarse.
Ahora habría un poli apostado en la calle todo el día, lo cual le dificultaría salir de allí. La mayor ventaja que tenía es que pensaran que ya había abandonado el edificio y estuvieran esperando a que volviera, no a que saliera. Se sentó con la espalda contra la puerta y examinó la habitación. Quizá encontraba algo que ponerse; que le hiciera parecer mayor. El poli no ataría cabos. Estaría demasiado ocupado buscando a un joven que entrase, no a un viejo que saliera. Oyó voces en el descansillo: Fabel estaba echando la bronca al equipo de vigilancia por haberlo perdido. Klugmann se permitió una sonrisa. Oyó unos pasos y se pegó con fuerza a la puerta. Llamaron: el golpe con el puño de un policía. Klugmann respiraba despacio y de forma regular. Volvieron a llamar.
– Policía. ¿Hay alguien en casa?
Le pareció que pasaba una eternidad antes de oír los pies de los policías moviéndose por el descansillo y luego el eco de sus pasos bajando los escalones de piedra. Llamaron a la puerta de abajo. Klugmann sabía que aquel piso también estaría vacío a esa hora. Oyó que una mujer decía «mierda», y luego el sonido del muelle de la puerta principal. Dos polis fuera, y Fabel y Meyer arriba. Escudriñó el piso buscando cualquier cosa que pudiera servirle de disfraz para cuando más tarde se marchara. Y se quedó esperando.
Jueves, 5 de junio. 14:45 h
Vierlande, a las afueras de Hamburgo
El tráfico estaba complicado en la ciudad y Fabel se alegró de haber salido con tiempo para tomar la B 5 que atravesaba el centro y bajaba hacia Billbrook.
Ahora la ciudad ya no se aferraba al borde de la carretera, y el paisaje se extendía como el paño liso y suave de una mesa de billar. Fabel había dejado el móvil de Klugmann a Maria Klee para que la sección técnica extrajera de él tanta información como fuera posible. Anna Wolff y Paul Lindemann probablemente aún seguían llamando a las puertas para intentar recalentar el frío rastro de Klugmann. Los dos eran buenos agentes. Klugmann debía de habérselas ingeniado bien para escapar de ellos.
Justo después de Bergedorf, Fabel giró al sur hacia Neuengamme. Podría haber sido Holanda: un paisaje tan llano que era como si la naturaleza lo hubiera planchado, alisando cada arruga.
Cualquier posible monotonía en el paisaje quedaba disipada por los densos grupos de árboles, las iglesias de tejados rojos, los molinos de estilo holandés y las casas Fachwerk restauradas y mantenidas meticulosamente con sus vigas descubiertas y tejados de paja bien arreglados. La red de diques y canales que entretejían aquella extensión de tierra llana y verde la convertían en un centón.
A medida que se acercaba a Neuengamme, notó el aleteo débil de una ansiedad tenue e imprecisa. Aquella tierra tenía mucha historia para Fabel. Allí era donde se juntaban tantas cosas buenas y malas. Era algo íntimo. Para Fabel, diversas clases de historia se fundían en aquella curva improbable del Elba: la personal, la profesional, la nacional.
Cuando tenía unos diez años, Fabel tuvo que asumir el peso de la historia de su país, como todos los niños alemanes de su generación. Eso significó perder la inocencia y aceptar lo que había sucedido. Preguntó a su padre por las cosas que había oído. Por Alemania. Por ellos mismos. Por los judíos. Fabel recordaba la tristeza que asomó a los ojos de su padre mientras se esforzaba por explicarle a un niño de diez años la monstruosidad monumental de lo que se había hecho en nombre de Alemania. Poco tiempo después, su padre había emprendido el largo viaje a aquella zona. A este lugar de casas bonitas con entramado de madera y paisaje llano. A Neuengamme.
Más de 55.000 prisioneros trabajaron aquí, en un campo improvisado en una fábrica de ladrillos abandonada. Los británicos lo liberaron, como hicieron con Bergen-Belsen, y con la eficacia y sentido práctico típicos de los anglosajones lo devolvieron a los alemanes en 1948, con la sugerencia de que sería una buena cárcel. Y en eso se convirtió. Hasta 1989, un monumento al Holocausto y la cárcel de Vierlande compartieron el mismo lugar. Al final, el Senat de Hamburgo vio la extraña y amarga ironía que suponía continuar confinando a seres humanos en un lugar en el que se habían cometido tales atrocidades en nombre del Estado, y la penitenciaría de Vierlande se trasladó fuera del antiguo campo.
Y ahora Fabel iba a Vierlande a enfrentarse, por primera vez en más de una década, con una parte de su historia personal que creía haber enterrado hacía tiempo.
El funcionario de prisiones condujo a Fabel al estudio de Dorn. Era una habitación muy luminosa y amplia con pósteres grandes y alegres de monumentos históricos alemanes en las paredes: las puertas fortificadas de Lübeck, la Porta Nigra de Tréveris, la catedral de Colonia. La habitación estaba llena de estanterías, y a Fabel le dio la sensación de que se parecía más a la biblioteca de una escuela que al viejo estudio de Dorn en la Universidad de Hamburgo. Cuando Fabel entró, Dorn y un hombre más joven estaban inclinados sobre una obra de referencia. El hombre más joven era más alto que Dorn, y la camiseta que llevaba dejaba al descubierto unos brazos muy musculados y tatuados. Su aspecto de bruto no casaba con la intensa concentración que ponía en el texto. Dorn levantó la vista, vio a Fabel y se excusó con el matón erudito, que se marchó con el tomo y su libreta bajo el brazo.
– Jan… -Dorn extendió la mano-. Me alegro de que hayas podido venir. Por favor, siéntate.
El tiempo había salpicado más de blanco el bigote recortado y la perilla, y se había asentado con más intensidad alrededor de los ojos; pero aparte de eso, Mathias Dorn estaba prácticamente igual a como Fabel lo recordaba de la época en que había sido su tutor de historia europea: un hombre bajito, pulcro y compacto de ojos azul porcelana y facciones un poco demasiado delicadas. Fabel estrechó la mano débil.
– Yo también me alegro de verlo, Herr Professor -mintió. Para Fabel, Dorn y los sentimientos que éste le despertaba pertenecían al pasado. Fabel deseó que se hubieran quedado allí. Se sentó a la mesa enfrente de Dorn. Sobre ésta, había una fotografía: una joven de unos veinte años, cuyas facciones tenían una delicadeza de porcelana similar a la del profesor. De forma involuntaria, Fabel se sintió atraído por la foto, y le asombró lo poco familiar que le resultaba ahora aquel rostro.
– Me sorprendió descubrir que estaba aquí -dijo Fabel.
– Sólo vengo dos días a la semana. -Dorn sonrió-. Suficiente como para sacarme el título de «historiador residente». Es un concepto extraño, eso de tener a un historiador en la cárcel. Divido mi tiempo entre esto y el museo conmemorativo del campo de concentración de Neuengamme.
– Quería decir que me sorprende que quisiera trabajar con criminales después de… -Fabel se dio cuenta de que había comenzado una frase que no quería, o no necesitaba, terminar. Dorn interpretó el significado y sonrió.
– De hecho, es muy gratificante. Algunos de los reclusos han desarrollado unas ganas increíbles por aprender historia. Aunque parezca extraño, les ayuda a dar sentido a su propia historia. Pero capto lo que quieres decir. Supongo que tenía mis propios planes cuando solicité el puesto. Necesitaba comprender, estar cerca de hombres que habían matado, supongo. Para, bueno, darle algún sentido a lo que pasó.
– ¿Y lo ha logrado?
– ¿Te ha ayudado a ti hacerte policía?
– No sé si ésa fue la razón por la que me hice policía.
De nuevo, Fabel mintió. Los dos sabían que era su historia personal común lo que había llevado a un historiador de talento como Fabel a hacerse detective de homicidios. Dorn dejó el tema.
– Quería hablar contigo sobre este asesinato que estás investigando -le dijo.
– Asesinatos -le corrigió Fabel-. Ha habido otro. La han asesinado igual que a Ursula Kastner.
– Dios mío, es horrible. Confirma lo que yo pensaba. Por eso quería verte.
– Siga. Por favor, profesor…
Dorn cogió un ejemplar reciente del Hamburger Morgenpost. Estaba abierto por un artículo dedicado al asesinato de Kastner.
– Como tú -continuó Dorn-, bueno, me vi obligado a interesarme por la mente psicótica. Odio decirlo, pero a pesar de su destructividad innata, a veces puede tener una forma de creatividad retorcida. -Clavó un dedo en el artículo-. Jan, creo que en este caso te enfrentas a alguien muy creativo, además de peligroso. No hay duda de que la psicosis de este tipo está muy bien… informada, supongo que sería la palabra que mejor lo describiría.
– ¿Qué quiere decir?
Dorn volvió a dejar el periódico sobre la mesa. Levantó la mano con un gesto que sugería a Fabel que tendría que tomarse las cosas con calma y esperar a que expusiera su tesis. Era un gesto al que Fabel se había acostumbrado cuando era un ávido estudiante.
– ¿Quiénes somos? -preguntó Dorn-. ¿Qué somos? Los alemanes, me refiero.
Fabel frunció el ceño.
– No entiendo…
– El concepto de la identidad alemana… ¿qué es?
Fabel se encogió de hombros.
– No lo sé -dijo-. Y no me importa. Ningún otro tema ha causado a Alemania, y al mundo, tanto sufrimiento y destrucción.
– Correcto -dijo Dorn-. El concepto de la identidad alemana es un mito. Un mito que nuestro pintorcillo austríaco de brocha gorda convirtió en una historia falsa hasta que Alemania se la creyó. Una de las lecciones más importantes que he aprendido como historiador es que sólo existe el presente. Sólo el presente tiene una forma inmutable, inflexible; el pasado es lo que nosotros elegimos hacer de él. Nuestro presente moldea la historia, no al revés. Hemos dedicado los últimos dos siglos a reinventar nuestro pasado: a remodelar nuestra identidad cuando nunca la hemos tenido. El hecho es que no existe una raza alemana. Somos una mezcolanza de escandinavos y eslavos, celtas, itálicos y alpinos…; un batiburrillo unido por una lengua y una cultura, no por una etnicidad.
– ¿Adonde quiere llegar? ¿Qué tiene que ver todo eso con estos asesinatos?
Dorn sonrió.
– ¿Crees que el dios Tuisto nació de la tierra de Alemania? ¿Y que a través de sus tres hijos fue el creador de las tres tribus puras de germanos?
– Claro que no. Es sólo mitología.
– ¿Crees en el dios Wotan? ¿O en el panteón escandinavo de los dioses, encabezado por el equivalente de Wotan, Odín?
– No -respondió Fabel-. Lo mismo, sólo es mitología. Mire, no entiendo qué tiene que ver esto con… -De nuevo, Dorn levantó la mano para hacer callar a Fabel.
– Sí que son mitos. Falsedades. Pero, como ya has señalado, creer en mitos puede ser algo poderoso y destructivo. -Dorn cogió con rapidez el periódico y se lo lanzó a Fabel-. Él sí cree en ellos.
– ¿Qué? -la confusión de Fabel era auténtica-. ¿Quién?
– Tu asesino. Cada vez que mata de esta forma, está aludiendo a algo… -Dorn miró al techo, pero era evidente que su mente estaba en otra parte-. Ha viajado mil años en el tiempo…, ha penetrado en la oscuridad del pasado para quedarse con un fragmento que dé sentido a su presente. Sería algo extraordinario si no fuera tan espantoso.
Dorn salió de repente de su ensimismamiento y miró de nuevo a Fabel.
– ¿Está diciendo que hay algún tipo de conexión mitológica o histórica en estos asesinatos? -preguntó Fabel.
– El Águila de Sangre.
Dorn sostuvo la mirada de Fabel.
– ¿El qué?
– El Águila de Sangre. Los motivos de tu asesino no son sexuales, sino religiosos. Está haciendo sacrificios.
– ¿Sacrificios? ¿El Águila de Sangre? Lo siento, profesor, pero ¿de qué demonios está hablando?
– Como sabes, esta zona del norte de Alemania fue la patria de los escandinavos. Fueron los sajones los que fundaron la aldea de Hamm. Los francos y los obodritas eslavos la conquistaron y la convirtieron en Hammaburgo. Y luego llegaron los vikingos de Dinamarca. Fíjate en Altona, en el centro mismo de la Hamburgo moderna; fue una ciudad danesa hasta el siglo XVIII. La nuestra es la sangre de los vikingos…, entre otros, por supuesto. Los dioses a los que se adoraba eran Freya, Balder, Thor, Loki…, Odín. Estos dioses nórdicos estaban lejos de ser perfectos. Eran temperamentales, petulantes, envidiosos, avariciosos e iracundos. El sabio Odín, el padre de los dioses, el Zeus nórdico, no era ninguna excepción. Era su favor por encima de todo lo que ansiaban nuestros antepasados. -Dorn hizo una pausa. Alargó el brazo y cogió dos tomos que había sobre la mesa-. Odín exigía sacrificios. Como todos los dioses. Pero cuanto más importante era el dios, mayor era el sacrificio. Por ejemplo, Adam de Bremen escribió en sus crónicas sobre, bueno, supongo que podría llamarse así, una «fiesta» en Ubsola, o Uppsala, como se conoce hoy en día. Esta fiesta se celebraba cada nueve años y duraba nueve días. Todo el mundo (rey, cacique o plebeyo) tenía que hacer una ofrenda. De hecho, un rey vikingo cristianizado, el rey Inge I, fue depuesto por no tomar parte. En cada uno de los nueve días que duraba la fiesta, se cortaba el cuello a nueve seres vivos machos (ganado, aves y humanos) y se los colgaba del revés en la arboleda que había al lado del templo. Asombroso. Todo porque el número nueve era importante en el culto a Odín. Bueno, lo que digo es que Odín exigía sacrificios humanos. Y que una de las formas que a menudo tomaban estos sacrificios era la del Águila de Sangre.
– ¿Qué consistía en…? -Fabel notó que la adrenalina recorría su cuerpo.
– Era una ofrenda que llegaba por sus propios medios a la guarida de Odín. Un humano al que se le daban las alas de un águila.
– ¿Y cómo funcionaba la cosa exactamente? -preguntó Fabel, aunque ya conocía la respuesta.
Dorn miró directamente a Fabel a los ojos y sin pestañear.
– Se cogía a un prisionero. Quizá a una mujer que se traían de los asaltos vikingos. La desnudaban y la ataban, brazos y piernas abiertos. Luego, el sacerdote de Odín cogía un sable y le abría el abdomen…
Fabel notó que el corazón empezaba a latirle con fuerza mientras Dorn hablaba.
– Estos sacerdotes tenían la habilidad de un cirujano. Sus sablazos abrían en canal a la víctima, supuestamente sin dañar los órganos esenciales y sin matarla. Luego, le arrancaban los pulmones y los lanzaban por encima de los hombros. Las alas del Águila de Sangre, ¿entiendes? Unas alas que podían volar hasta Odín.
Fabel se quedó sentado mirando a Dorn. Era como si estuviera en el corazón de una explosión silenciosa; en una calle en la que miles de alarmas acababan de dispararse.
– ¿Es un hecho histórico documentado?
– Documentado, sí. Histórico, sí. Pero qué parte de la historia documentada es un hecho depende de la perspectiva del cronista. De todos los asaltantes, los vikingos eran los más temidos. En las crónicas de la época se los describía como demonios. -Dorn pasó las páginas de uno de los tomos-. Sí, aquí está. Las víctimas podían ser de ambos sexos. Por ejemplo, aquí aparece un relato de un príncipe inglés a quien los vikingos hicieron prisionero y por el que pidieron un rescate. El rescate no se pagó, así que lo ofrecieron a Odín como un Águila de Sangre. Hay varios incidentes como éste documentados. -Se detuvo en otra página-. Es un relato de un obispo de una de las islas escocesas.
– ¿Y nuestro asesino está emulando estos sacrificios? -La voz de Fabel aún estaba llena de incredulidad.
– Y tanto. He leído algunos detalles en el periódico. Vi que intentabais mantener lo máximo posible en secreto, pero por lo que se ha dicho sobre el despedazamiento, he imaginado el resto.
– No puedo creerlo. Es espantoso.
– Para nosotros, sí -dijo Dorn-. Pero para el asesino es algo noble. Una cruzada. Cree que está sirviendo a los antiguos dioses. Tiene de su lado la autoridad moral más alta. Es un proselitista, un misionero que le devuelve a Alemania su fe verdadera. -Dorn dejó el libro-. Estás tratando con las fuerzas más oscuras que puedas imaginar, Jan. Este asesino es un verdadero creyente. Y aquello en lo que cree es verdaderamente apocalíptico, en un sentido que la mente cristiana no puede comprender. Los vikingos también tenían su día del Juicio Final. El Ragnarok. Pero el apocalipsis bíblico no es nada comparado con el Ragnarok. Un tiempo en el que Odín y los aesir se unen para luchar contra Loki y los vanir. Una época de fuego y sangre y hielo cuando la tierra y el cielo y todos los seres vivos quedan destruidos. Esta «Águila de Sangre» cree en todo eso. Su misión es ver cómo se desploman los cielos y se llenan de sangre los océanos.
Fabel estaba sentado, cogiendo el periódico sin fuerzas y mirando, sin verlo, el titular. Su cabeza trabajaba a toda velocidad.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro sobre él? Tenemos a una psicóloga criminal que ha hecho un perfil…
– No soy psicólogo, tienes razón. -La voz de Dorn transmitía algo cercano al enfado-. Pero he pasado gran parte de los últimos veinte años intentando comprender mentes como la de este maníaco. Intentando dar sentido a aquello que lleva a un ser humano a convertirse en cazador, torturador y asesino de otros seres humanos… -Dorn se calló. Había un dolor genuino en sus ojos.
Fabel se quedó sentado sin moverse, todavía atónito. Cuando por fin habló, lo hizo tanto para sí mismo como para Dorn.
– Es que no lo me puedo creer. Está ahí fuera viviendo una fantasía espantosa, creyendo que tiene que cumplir una misión. Si lo que dice es cierto, quiero decir.
– Lo que te estoy contando forma parte de un testimonio histórico. Da igual si pasó realmente tal como está registrado o no, o si quienes lo documentaron lo exageraron para demonizar a los vikingos. Está ahí. Y tu asesino se lo cree.
– Y si se trata de una misión -continuó Fabel-, va a seguir matando y matando. Hasta que lo detengamos.
Por alguna razón, Fabel no quiso hacer la llamada desde el aparcamiento para visitantes que había fuera de la cárcel de Vierlande. Por eso condujo hasta el dique Neuengammer Hausdeich. Detuvo el coche y subió el terraplén empinado del dique. Desde allí veía el campo de concentración de Neuengamme con sus edificios y bloques simétricamente dispuestos. La mayoría de los prisioneros del campo habían sido mujeres. Los prisioneros de Neuengamme y sus campos satélite habían sido utilizados como esclavos para construir viviendas temporales para aquellas personas de Hamburgo a quienes las bombas habían dejado sin casa. Cuando su padre lo llevó allí, Fabel tenía diez años y aprendió una frase nueva, Vernichtung durch Arbeit: exterminación a través del trabajo. Los prisioneros habían sido obligados a trabajar hasta que morían.
Se sentó en la hierba y se quedó mirando cómo un sol vacío jugaba con las sombras de las nubes por el paisaje llano, por el campo. Apenas veía el bloque conmemorativo delante del cual sabía que estaba la escultura de El prisionero moribundo: una figura escuálida tirada sobre los adoquines con las rodillas dobladas y los miembros enredados.
Fabel miró hacia el lugar en el que se habían asesinado a mujeres en nombre de una idea enfermiza de la identidad alemana y pensó en lo que le había contado Dorn: en que había un individuo con un sentido pervertido de la historia, la etnología y la fe que lo estaba utilizando como justificación para satisfacer sus instintos más básicos y su sed psicótica de sangre.
Fabel necesitaba tiempo para poner en orden sus pensamientos antes de llamar al despacho. Intentó hablar con Mahmoot, pero de nuevo sólo logró conectar con su buzón de voz. Fabel maldijo en silencio y cerró la tapa de su móvil. Aquello no le gustaba. No le gustaba nada. Sólo esperaba que Mahmoot hubiera tenido la sensatez de dejarlo correr al escuchar que habían liquidado a Ulugbay Se quedó sentado unos minutos más, agarrándose las rodillas con los brazos, y vio cómo el sol y las sombras bailaban por la tierra; luego, llamó a Werner y le hizo un resumen de la teoría de Dorn.
– Llegaré dentro de una hora. Celebraremos una reunión en la sala de conferencias. Será mejor que avises a Paul y Anna para que vengan. ¿Han descubierto algo sobre Klugmann?
– No.
– Tampoco lo esperaba. ¿Puedes contactar con Van Heiden y ver si puede asistir a la reunión? Le va a encantar todo esto.