El 21 de noviembre, el día que cumplía cuarenta y siete años, tres semanas y dos días antes de ser asesinada, Rhoda Gradwyn fue a Harley Street a una primera cita con su cirujano plástico, y allí, en un consultorio diseñado, al parecer, para inspirar confianza y disipar aprensiones, tomó la decisión que la conduciría inexorablemente a la muerte. Más tarde ese mismo día, almorzaría en el Ivy. La hora de las dos citas era fortuita. El señor Chandler-Powell no podía asignarle una hora más temprana, y el posterior almuerzo con Robin Boyton, previsto para la una menos cuarto, había sido concertado desde hacía dos meses: en el Ivy era imposible conseguir mesa sin reserva. Ella no consideraba ninguna de esas dos citas como una celebración de cumpleaños. Nunca se mencionó este detalle de su vida privada, como tantas otras cosas. Dudaba de si Robin había descubierto su fecha de nacimiento o, en su caso, si le importaría. Sabía que era una periodista respetada, incluso distinguida, pero no se imaginaba precisamente aparecer en la lista del Times de los personajes VIP que cumplen años.
Tenía que estar en Harley Street a las once y cuarto. Por lo general, cuando tenía una cita en Londres prefería caminar al menos parte del trayecto, pero hoy había pedido un taxi para las diez y media. El viaje desde la City no debía requerir tres cuartos de hora, aunque el tráfico de Londres era impredecible. Estaba entrando en un mundo que le era extraño y no quería hacer peligrar la relación con su cirujano llegando tarde a la primera reunión.
Ocho años atrás había alquilado una vivienda en la City, parte de una estrecha hilera de casas adosadas situadas en un pequeño patio al final de Absolution, cerca de Cheapside, y en cuanto se mudó supo que ése era el barrio de Londres en el que siempre había querido vivir. El contrato de alquiler era largo y renovable; le habría gustado comprar la casa, pero sabía que nunca se pondría a la venta. De todos modos, el hecho de no poder llegar a considerarla del todo suya no le afligía. La mayor parte de la construcción databa del siglo XVII. Muchas generaciones habían vivido allí, habían nacido y muerto allí, dejando atrás sólo sus nombres en arcaicos y amarillentos contratos, y ella se sentía contenta de estar en su compañía. Aunque las habitaciones de abajo, con sus ventanas divididas con parteluces, eran oscuras, las del estudio y el salón de la primera planta estaban abiertas al cielo y disfrutaban de la vista de las torres y los campanarios de la City y más allá. Una escalera de hierro iba desde una angosta galería de la tercera planta hasta una azotea apartada en la que había una hilera de tiestos de terracota, y las mañanas soleadas de los domingos, se sentaba con un libro o los periódicos mientras la calma dominical se prolongaba hasta el mediodía y la tranquilidad sólo se veía interrumpida por los habituales repiques de campanas de la City.
La City que yacía abajo era un osario construido sobre múltiples capas de huesos, varios siglos más viejos que los de las cities de Hamburgo y Dresde. ¿Acaso este conocimiento formaba parte del misterio que aquello tenía para ella, un misterio que notaba con más fuerza cuando algún domingo punteado con campanadas exploraba a solas sus plazas y callejones ocultos? El tiempo la había fascinado desde la infancia, su aparente capacidad para transcurrir a distintas velocidades, la disolución que causaba en cuerpos y mentes, la sensación de que cada momento, todos los momentos pasados y futuros, estaban fundidos en un presente ilusorio en el que cada aliento se convertía en el inalterable, indestructible pasado. En la City de Londres, estos momentos habían sido captados y solidificados en piedra y ladrillo, en iglesias y monumentos y en puentes que cruzaban el eterno Huir del gris pardusco Támesis. En primavera o verano salía a caminar a las seis de la mañana; tras cerrar con doble llave la puerta principal a su espalda, se adentraba en un silencio más profundo y misterioso que la ausencia de ruido. A veces, en estos paseos solitarios parecía que daba los pasos con sordina, como si una parte de ella tuviera miedo de despertar a los muertos que habían andado por aquellas calles y habían conocido el mismo silencio. Sabía que los fines de semana estivales, a unos centenares de metros, los turistas y las multitudes pronto invadirían el Puente del Milenio, los cargados barcos de vapor del río se apartarían con majestuosa torpeza de sus atracaderos, y la ciudad pública se volvería estridentemente viva.
Sin embargo, nada de esto penetraba en Sanctuary Court. La casa que había elegido no podía ser más distinta del chalé pareado claustrofóbico y con cortinas ubicado en Laburnum Grove, Silford Green, el suburbio del este de Londres donde había nacido y donde había pasado los primeros dieciséis años de su vida. Ahora iba a dar el primer paso en un camino que acaso la reconciliara con aquellos años o, si la reconciliación no era posible, al menos les quitara su capacidad destructiva.
Eran las ocho y media y estaba en el cuarto de baño. Cerró la ducha, y envuelta en una toalla se dirigió al espejo del lavabo. Alargó la mano y la pasó por el cristal empañado y vio aparecer su cara, pálida y anónima como una pintura emborronada. Hacía meses que no se tocaba la cicatriz a propósito. Ahora pasó lenta y delicadamente por ella la punta del dedo, notando el brillo plateado en su centro, el duro perfil irregular del borde. Colocándose la mano izquierda en la mejilla, intentó imaginar a la desconocida que, en el espacio de unas semanas, se miraría en el mismo espejo y vería un doble de sí misma, aunque incompleto, sin marcas, quizá sólo con una fina línea blanca para mostrar el lugar donde había estado esa grieta arrugada. Mientras contemplaba la imagen que no parecía más que un vago palimpsesto de su antiguo yo, comenzó de manera lenta y pausada a derribar sus cuidadosamente construidas defensas y dejar que el turbulento pasado, primero como un torrente impetuoso y luego como un río crecido, irrumpiera sin encontrar resistencia para apoderarse de su mente.
Estaba de nuevo en la pequeña habitación trasera, cocina y sala de estar a la vez, en la que ella y sus padres mentían en connivencia y soportaban su exilio voluntario de la vida. La habitación delantera, con su ventana salediza, era para ocasiones especiales, fiestas familiares que nunca se celebraban y visitas que nunca aparecían, su silencio olía levemente a cera para muebles perfumada de lavanda y a aire viciado, un aire tan siniestro que ella procuraba no aspirarlo nunca. Era la única hija de una madre asustada e ineficiente y de un padre borracho. Así es como se había definido a sí misma durante más de treinta años y como aún se definía. Su infancia y su adolescencia habían estado marcadas por la vergüenza y la culpa. Los arranques periódicos de violencia de su padre eran impredecibles. Ella no podía traer a casa tranquilamente a amigos de la escuela, no organizaban fiestas de cumpleaños o de Navidad, y como no mandaban nunca invitaciones, tampoco las recibían. El instituto de secundaria al que fue era sólo para chicas, y las amistades entre ellas eran estrechas. Un signo especial de aceptación era ser invitada a pasar la noche en casa de una amiga. Pero en el 239 de Laburnum Grove no durmió jamás ningún invitado. El aislamiento no le preocupaba. Se sabía más inteligente que sus camaradas y fue capaz de convencerse de que no necesitaba ninguna compañía que resultaría ser intelectualmente insatisfactoria y que además nunca le sería ofrecida.
Eran las once y media de un viernes, la noche en que su padre recibía la paga, el peor día de la semana. Oyó el temido, brusco portazo de la puerta de la calle. El entró dando traspiés, y ella vio a su madre ponerse delante del sillón, algo que Rhoda sabía que despertaría la furia de su padre. Porque ése tenía que ser el sillón de su padre. El lo había escogido, lo había pagado, y lo habían traído esa mañana. Sólo después de que se hubiera ido la furgoneta descubrió la madre que era del color equivocado. Deberían haberlo cambiado, pero no hubo tiempo antes de que cerrara la tienda. Rhoda sabía que la voz quejumbrosa, de disculpa, lloriqueante de su madre lo enfurecería, que su propia presencia huraña no ayudaría a ninguno de los dos, pero no podía irse a la cama. El sonido de lo que pasaría debajo de su habitación sería más aterrador que formar parte de ello. Y ahora él llenaba la estancia, su cuerpo torpe, su hedor. Oyendo sus bramidos de indignación, su perorata, Rhoda sintió un súbito acceso de furia, acompañada de coraje. Se oyó decir:
– No es culpa de mamá. Cuando el hombre se ha marchado, el sillón aún estaba envuelto. Ella no podía saber que era de otro color. Tendrán que cambiarlo.
Entonces la emprendió con ella. Rhoda no recordaba las palabras. Quizás en aquel momento no sonaron palabras, o ella no las oyó. Sólo hubo el crujido de una botella rota, como el disparo de una pistola, la peste a whisky, un momento de dolor punzante que pasó casi en cuanto lo notó, la cálida sangre que fluyó de su mejilla, goteando en el asiento del sillón, y el angustiado grito de la madre.
– Oh, Dios mío, mira lo que has hecho, Rhoda. ¡La sangre! Ahora ya no se lo llevarán. No nos lo cambiarán.
Su padre le dirigió una mirada antes de salir a trompicones y arrastrarse a la cama. En los segundos en que se cruzaron sus miradas, a ella le pareció que veía una confusión de emociones: desconcierto, horror e incredulidad. Entonces la madre por fin prestó atención a su hija. Rhoda había estado intentando mantener juntos los bordes de la herida, con las manos pegajosas de sangre. La madre fue en busca de toallas y un paquete de tiritas, que trató de abrir con manos temblorosas, mientras sus lágrimas se mezclaban con la sangre. Rhoda le cogió cuidadosamente el paquete, quitó la protección de las tiritas y al fin se las arregló para cerrar la mayor parte de la herida. Al rato, menos de una hora después, se hallaba tumbada rígidamente en la cama, la hemorragia estaba restañada y el futuro planificado. Nunca habría visita al médico ni explicación veraz; no asistiría a la escuela durante uno o dos días, su madre llamaría diciendo que se encontraba mal. Y cuando volviera a ir, su historia estaría preparada: había chocado con el canto de la puerta abierta de la cocina.
Y ahora el afilado recuerdo de ese momento único y despiadado se suavizó y se convirtió en los recuerdos más triviales de los años siguientes. La herida, que se infectó gravemente, sanó despacio y con dolor, pero ni el padre ni la madre hablaron nunca de ello. A él siempre le costaba mirarla a los ojos; ahora casi nunca se le acercaba. Sus compañeras de clase apartaban la mirada, pero a ella le parecía que el miedo había sustituido a la aversión activa. En el instituto nadie mencionó nunca la desfiguración en su presencia hasta que estuvo en sexto curso y un día, hablando con su profesora de inglés, ésta intentó convencerla de que fuera a Cambridge -su propia universidad- y no a Londres. Sin levantar la vista de sus papeles, la señorita Farrell dijo: «Rhoda, en cuanto a tu cicatriz facial, es maravilloso lo que llegan a hacer los cirujanos plásticos. Quizá sería sensato pedir hora de visita con tu médico de cabecera antes de que empieces la carrera.» Sus miradas se cruzaron, y ante la ultrajada rebeldía que expresaban los ojos de Rhoda, la señorita Farrell se encogió en la silla y se concentró de nuevo en sus papeles mientras su rostro se cubría de un inflamado sarpullido escarlata.
Empezó a ser tratada con respeto cauteloso. No le preocupaban el respeto ni la aversión. Tenía su vida privada, un interés en averiguar qué ocultaban los demás, en hacer descubrimientos. Investigar los secretos de otras personas fue una obsesión durante toda su vida, el sustrato y la dirección de su actividad. Se convirtió en una acechadora de mentes. Dieciocho años después de abandonar Silford Green, el barrio se vio conmocionado por un crimen muy célebre. Ella había estudiado las granulosas fotos de la víctima y el asesino en los periódicos sin especial interés. El asesino confesó en cuestión de días, se lo llevaron y el caso quedó cerrado. Como periodista de investigación, cada vez con más éxito, estaba menos interesada en la breve notoriedad de Silford Green que en sus más sutiles, lucrativas y fascinantes líneas de investigación.
Se fue de casa el día de su decimosexto cumpleaños y alquiló una habitación amueblada en el distrito contiguo de las afueras. Hasta su muerte, su padre le estuvo mandando cada semana un billete de cinco libras. Ella nunca acusaba recibo, pero cogía el dinero porque lo necesitaba para complementar lo que ganaba por las noches y los fines de semana como camarera, diciéndose a sí misma que seguramente era menos de lo que habría costado su comida en casa. Cuando, cinco años después, con un sobresaliente en Historia y ya instalada en su primer empleo, su madre la telefoneó para decirle que su padre había muerto, notó una ausencia de emoción que paradójicamente parecía más fuerte y más fastidiosa que la pena. Lo habían encontrado ahogado en un riachuelo de Essex de cuyo nombre ella nunca se acordaba, con un nivel de alcohol en la sangre que revelaba su estado de embriaguez. Como cabía esperar, el veredicto del juez de instrucción fue de muerte accidental, y en opinión de Rhoda seguramente acertaba. Era lo que ella esperaba. No sin un leve atisbo de vergüenza, se dijo a sí misma que el suicidio habría sido un juicio final demasiado memorable y racional para una vida tan inútil.
La carrera del taxi fue más rápida de lo que había pensado. Llegaba a Harley Street demasiado temprano y pidió al conductor que se detuviera en el extremo de Marylebone Road, desde donde iría andando a la cita. Como en las raras ocasiones en que había hecho lo mismo, quedó sorprendida por la calle vacía, la misteriosa calma que se cernía sobre esas tradicionales casas del siglo XVIII. Casi todas las puertas tenían una placa de latón con una lista de nombres que confirmaban lo que seguramente sabía todo londinense, que se trataba del centro de la experiencia y los conocimientos médicos. Tras esas relucientes puertas y esas ventanas con discretas cortinas, habría pacientes esperando en diversas fases de ansiedad, aprensión, esperanza o desespero, aunque pocas veces vio a alguien entrar o salir. Iban y venían los ocasionales proveedores o mensajeros, pero por lo demás la calle podía haber sido un plato vacío esperando la llegada del director, el cámara y los actores.
Al llegar a la puerta, examinó el panel de nombres. Había dos cirujanos y tres médicos, y el que ella esperaba ver estaba arriba. G.H. Chandler-Powell, FRCS, FRCS (plástico), MS -estas dos últimas letras correspondientes a Master of Surgery, Maestro en Cirugía, acreditativas de que un cirujano ha alcanzado la cima de la competencia y la reputación-. Maestro en Cirugía. Pensó que sonaba bien. Los cirujanos-barberos a quienes concedió sus licencias Enrique VIII se sorprenderían al saber lo lejos que habían llegado.
Abrió la puerta una joven de cara seria que lucía una bata blanca cortada para resaltar su silueta. Era atractiva pero no hasta el punto de desconcertar, y su breve sonrisa de bienvenida era más amenazante que afectuosa. Delegada de clase, jefa de patrulla exploradora, pensó Rhoda. En todos los sextos cursos había una.
La sala de espera a la que la hicieron pasar se ajustaba tanto a sus expectativas que por un momento tuvo la impresión de que ya había estado antes allí. El lugar conseguía alcanzar cierta opulencia aun sin contener nada de verdadera calidad. La gran mesa central de caoba, con sus ejemplares de Country Life y Horse and Hounds y las más distinguidas revistas de mujeres cuya pulcra alineación disuadía a uno de leerlas, era imponente pero no elegante. Las sillas variadas, unas de respaldo recto, otras más cómodas, parecían haber sido adquiridas en la liquidación de una casa de campo y a la vez haber sido muy poco utilizadas. Los cuadros de caza eran grandes y lo bastante mediocres para desanimar a los ladrones, y Rhoda dudó de si los dos jarrones de balaustre alto en la repisa de la chimenea eran auténticos.
Ninguno de los pacientes salvo ella daba ninguna pista sobre la habilidad concreta que requerirían. Como siempre, Rhoda fue capaz de observarlos discretamente sabiendo que no habría ojos curiosos que se fijaran en ella mucho rato. Cuando entró, alzaron la vista, pero no hubo breves inclinaciones de cabeza a modo de reconocimiento. Convertirse en un paciente era renunciar a una parte de uno mismo, ser recibido en un sistema que, por benigno que fuera, le robaba a uno sutilmente la iniciativa, casi la voluntad. Estaban todos sentados, pacientemente conformes, en sus mundos privados. Una mujer de mediana edad, con una niña sentada a su lado, miraba inexpresiva al vacío. La niña, aburrida, los ojos inquietos, se puso a golpetear suavemente con los pies la pata de la mesa hasta que la mujer, sin mirarla, tendió una mano de contención. Frente a ellas, un hombre joven, que por el traje que llevaba parecía la personificación de un financiero de la City, sacó el Financial Times del maletín y, tras desplegarlo con pericia de experto, concentró su atención en la página. Una mujer vestida a la moda se acercó en silencio a la mesa y examinó las revistas, y acto seguido, tras descartar la opción, volvió a su asiento junto a la ventana y siguió con la mirada fija en la calle desierta.
Rhoda no tuvo que esperar mucho rato. La misma joven que la había hecho pasar se le acercó y le comunicó discretamente que el señor Chandler-Powell podía atenderla. Siendo su especialidad la que era, la discreción evidentemente comenzaba en la sala de espera. La joven la acompañó a una habitación grande y luminosa situada al otro lado del vestíbulo. Las dos altas ventanas dobles que daban a la calle tenían puestas cortinas de hilo grueso y unos visillos casi transparentes que suavizaban el sol invernal. En cuanto a muebles o complementos, la estancia no tenía prácticamente nada de lo que ella habría esperado; era más un salón que un despacho. Un atractivo biombo lacado, decorado con una escena rural de prados, río y montañas lejanas, estaba colocado oblicuamente a la izquierda de la puerta. Sin duda era antiguo, tal vez del siglo XVIII. Quizá, pensó Rhoda, ocultaba un lavamanos, o incluso un sofá, aunque esto no parecía probable. Era difícil imaginar a alguien quitándose la ropa en este escenario doméstico bien que opulento. Había dos sillones, uno a cada lado de la chimenea de mármol, y una mesa de caoba con pie central, y delante de la misma dos sillas de respaldo recto. La única pintura al óleo estaba sobre la repisa de la chimenea, un gran cuadro de una casa estilo Tudor con una familia del siglo XVIII esmeradamente agrupada delante, el padre y dos hijos varones montados a caballo, la esposa y tres hijas pequeñas en un faetón. En la pared del otro lado había una hilera de grabados coloreados del Londres del siglo XVIII. Estos y el óleo contribuyeron a que Rhoda tuviera la sutil sensación de hallarse en otra época.
El señor Chandler-Powell estaba sentado a la mesa y, al entrar ella, se puso en pie y se acercó a estrecharle la mano indicándole una de las dos sillas. El contacto fue firme pero momentáneo, la mano fría. Rhoda creía que él llevaría un traje oscuro, pero vestía una elegante chaqueta de tweed gris pálido, de espléndido corte, que paradójicamente daba mayor impresión de formalidad. Situados uno enfrente del otro, ella veía un rostro huesudo, fuerte, con una larga boca móvil y unos brillantes ojos color avellana bajo unas cejas marcadas. El cabello castaño, arreglado y algo rebelde, estaba peinado sobre una frente alta, de modo que unos mechones le caían casi sobre el ojo derecho. La impresión inmediata que daba era de confianza, y ella lo reconoció al instante: una pátina que tenía algo que ver con el éxito, aunque no todo. Era diferente de la confianza con la que estaba familiarizada como periodista: celebridades, con los ojos siempre ávidos del siguiente fotógrafo, listas para adoptar la postura correcta; personas insignificantes que parecían saber que su notoriedad era un montaje de los medios de comunicación, una fama transitoria que sólo su desesperado autoconvencimiento podía mantener. El hombre que estaba delante de ella tenía la íntima convicción de alguien que se halla en lo más alto de su profesión, seguro, inviolable. También detectó una pizca de arrogancia no del todo disimulada, pero se dijo a sí misma que esto podía ser un prejuicio. Maestro en Cirugía. Bueno, encajaba bien en el papel.
– Señorita Gradwyn, viene usted sin una carta de su médico de cabecera. -Quedó establecido como un hecho, no como un reproche. Su voz era profunda y atractiva, pero con un rastro de acento que ella no supo identificar y que no esperaba.
– Me pareció una pérdida de tiempo, para él y para mí. Me inscribí en la consulta del doctor Macintyre hace unos ocho años como paciente del Servicio Nacional de Salud y nunca he necesitado consultarle a él ni a ninguno de sus colegas. Sólo voy dos veces al año a que me tomen la presión. Y esto normalmente lo hace la enfermera.
– Conozco al doctor Macintyre. Hablaré de esto con él.
Sin decir nada más, se le acercó y giró la lámpara de mesa para que su brillante haz de luz le diera en plena cara. Sus dedos eran fríos mientras tocaban la piel de cada mejilla, pellizcándola y haciendo pliegues. El tacto era tan impersonal que parecía un insulto. Rhoda se preguntó por qué el hombre no había desaparecido tras el biombo para lavarse las manos, aunque quizá, si lo consideró necesario en esta cita preliminar, lo había hecho antes de entrar ella en la habitación. Hubo un momento en que, sin tocar la cicatriz, el médico la inspeccionó en silencio. Luego apagó la luz y volvió a sentarse. Con los ojos puestos en el expediente que tenía delante, dijo:
– ¿Cuánto tiempo hace de esto?
Ella se sobresaltó al oír la frase.
– Treinta y cuatro años.
– ¿Cómo ocurrió?
– ¿Es necesario responder a esta pregunta? -dijo ella.
– No, a menos que la herida fuera autoinfligida. Presumo que no lo fue.
– No, no fue autoinfligida.
– Y ha esperado usted treinta y cuatro años a hacer algo al respecto. ¿Por qué ahora, señorita Gradwyn?
Hubo una pausa; luego ella dijo:
– Porque ya no la necesito.
El médico no replicó, pero la mano que tomaba notas en el expediente se quedó inmóvil por unos instantes. Levantó la vista de los papeles.
– ¿Qué espera de esta operación, señorita Gradwyn?
– Me gustaría que la cicatriz desapareciera, pero comprendo que esto es imposible. Supongo que lo que espero es una línea fina, no esta cicatriz ancha y hundida.
– Creo que con la ayuda de un poco de maquillaje podría ser casi invisible. Si hace falta, después de la intervención podemos derivarla a una enfermera CC para un camuflaje cosmético. Estas enfermeras son muy hábiles. Es sorprendente lo que se puede hacer.
– Preferiría no tener que utilizar camuflaje.
– Quizá sea preciso muy poco o nada, pero es una cicatriz profunda. Como supongo que sabe, la piel consta de capas y hará falta abrirlas y reconstruirlas. Después de la operación, durante un tiempo la cicatriz estará roja, como en carne viva, bastante peor antes de que empiece a mejorar. También deberemos ocuparnos del efecto del pliegue nasolabial, esta pequeña caída del labio, y de la parte superior de la herida, que tira de la comisura del ojo hacia abajo. Al acabar, utilizaré una inyección de grasa para hinchar y corregir cualquier irregularidad de contorno. De todos modos, cuando la vea el día previo a la operación le explicaré con más detalle lo que pienso hacer y le enseñaré un diagrama. La intervención se hará con anestesia general. ¿La han anestesiado en alguna ocasión?
– No, será la primera vez.
– El anestesista la verá antes de la operación. Quiero que le hagan algunas pruebas, incluyendo análisis de sangre y un ECG, pero prefiero que se lleven a cabo en Saint Ángela. Fotografiaremos la cicatriz antes y después de la operación.
– En cuanto a la inyección de grasa que ha mencionado -dijo ella-, ¿qué clase de grasa será?
– Suya. Obtenida de su estómago mediante una jeringa.
Por supuesto, pensó Rhoda, vaya pregunta más tonta.
– ¿Cuándo está pensando en hacerlo? -preguntó él-. Tengo camas privadas en Saint Ángela, pero si prefiere estar fuera de Londres también podría venir a la Mansión Cheverell, mi clínica privada de Dorset. La fecha más temprana que puedo proponerle este año es el viernes 14 de diciembre. Pero tendría que ser en la Mansión. En esa época usted sería uno de los dos únicos pacientes, pues reduciré la actividad de la clínica por las vacaciones de Navidad.
– Prefiero estar fuera de Londres.
– Después de esta consulta, la señora Snelling la acompañará a la oficina. Allí mi secretaria le dará un folleto sobre la Mansión. El tiempo que permanezca allí dependerá de usted. Seguramente los puntos se le quitarán el sexto día, y muy pocos pacientes necesitan o desean quedarse más de una semana después de la intervención. Si se decide por la Mansión, será útil que encuentre tiempo para hacer una visita preliminar, sea de día o por una noche. Si disponen de tiempo, me gusta que los pacientes vean dónde van a ser operados. Llegar a un lugar totalmente desconocido es desconcertante.
– ¿La herida va a doler, quiero decir después de la operación? -preguntó ella.
– No, no es probable que duela. Quizás un poco de irritación, y también una hinchazón considerable. Y si hay dolor, sabemos cómo combatirlo.
– ¿La cara vendada?
– Nada de vendaje. Un simple apósito.
Había otra pregunta, que Rhoda formuló sin inhibiciones aunque creía saber la respuesta. No preguntaba porque tuviera miedo, y esperaba que él lo entendería, aunque no le preocupaba que no fuera así.
– ¿Podríamos considerarla una operación peligrosa?
– Con la anestesia general siempre hay cierto riesgo. Por lo que se refiere a la cirugía, la operación será larga, delicada, y es probable que surjan algunos problemas. Pero éstos son responsabilidad mía, no suya. Yo no la calificaría de peligrosa desde el punto de vista quirúrgico.
Rhoda se preguntó si él estaba dando a entender que podía haber otros peligros, problemas psicológicos derivados de un cambio completo de aspecto. Ella no esperaba ninguno. Había afrontado las consecuencias de la cicatriz durante treinta y cuatro años. Afrontaría también su desaparición.
El médico quiso saber si tenía más preguntas. Ella contestó que no. El se puso en pie y se dieron la mano, y por primera vez el hombre sonrió. Esto transformó su cara.
– Mi secretaria le mandará las fechas en que podremos hacerle las pruebas en Saint Ángela. ¿Supone esto algún problema? ¿Estará usted en Londres las dos próximas semanas?
– Estaré en Londres.
Siguió a la señora Snelling a una oficina situada en la parte trasera de la planta baja, donde una mujer de mediana edad le dio un folleto sobre las instalaciones de la Mansión en el que también se incluía el coste tanto de la visita preparatoria que, explicó, el señor Chandler-Powell consideraba útil para los pacientes pero que, naturalmente, no era obligatoria, como el coste de la operación y de la estancia de una semana en el postoperatorio. Rhoda había previsto que el precio fuera elevado, pero la realidad superó sus expectativas. Sin iluda las cifras reflejaban ventajas más sociales que médicas. Le pareció recordar haber oído por casualidad a una mujer decir «desde luego, yo voy siempre a la Mansión», como si esto supusiera su admisión en un círculo de pacientes privilegiados. Sabía que podía operarse en el Servicio Nacional de Salud, pero había una lista de espera para casos no urgentes, y además ella necesitaba intimidad. En todas las esferas, la rapidez y la intimidad habían llegado a ser un lujo caro.
Trascurrida media hora desde su llegada, la acompañaron a la puerta. Aún le quedaba una hora hasta su cita en el Ivy. Iría andando.
El Ivy era un restaurante demasiado popular para garantizar el anonimato, pero la discreción social, que entre todos los demás ámbitos era importante para ella, nunca le había preocupado en lo concerniente a Robin. En una edad en que la notoriedad requería indiscreciones cada vez más escandalosas, ni la página de chismorreos más desesperada desperdiciaría un párrafo sobre la revelación de que Rhoda Gradwy, la distinguida periodista, había estado almorzando con un hombre veinte años más joven. Estaba acostumbrada a él; la divertía. Le daba acceso a esferas de la vida que ella necesitaba experimentar aunque fuera de forma indirecta. Y lo compadecía, aunque esto no era precisamente la base de la intimidad, que por parte de Rhoda no existía. Él le confiaba sus cosas; ella escuchaba. Rhoda suponía que ella debía de obtener cierta satisfacción de la relación, si no ¿por qué seguía dispuesta a permitirle que se apropiara siquiera de un área limitada de su vida? Cuando pensaba en esa amistad, algo que sucedía rara vez, le parecía un hábito que no imponía obligaciones más arduas que un almuerzo o una cena ocasional a su cargo. También creía que interrumpir ese hábito resultaría más complicado y largo que mantenerlo.
El la estaba esperando, como de costumbre, en su mesa favorita junto a la puerta, que había reservado ella, y cuando entró, Rhoda pudo observarlo durante medio minuto antes de que él alzara los ojos del menú y la viera. Como de costumbre, ella se sintió sobrecogida por la belleza de Robin, que parecía no ser consciente de la misma, aunque era difícil creer que alguien tan solipsista no se diera cuenta del premio que le habían concedido los genes y el destino o no sacara provecho de ello. Hasta cierto punto sí lo hacía, si bien no parecía importarle demasiado. A ella siempre le costaba creer lo que le había enseñado la experiencia: que los hombres y las mujeres podían ser físicamente hermosos sin poseer a la vez algunas cualidades mentales y espirituales comparables, que la belleza podía desperdiciarse en las personas superficiales, ignorantes o estúpidas. Era su físico, sospechaba ella, lo que había ayudado a Robin Boyton a conseguir plaza en la escuela de arte dramático, sus primeros contratos, su breve aparición en una serie de televisión que prometía mucho pero duró sólo tres episodios. Nada duraba mucho. Incluso el director o el productor más indulgente o más favorablemente predispuesto acababan frustrados por los papeles que Robin no se aprendía o los ensayos a los que no asistía. Cuando fallaba la actuación, Robin aplicaba numerosas iniciativas imaginativas, algunas de las cuales habrían tenido éxito si su entusiasmo hubiera durado más de seis meses. Rhoda se había resistido a las lisonjas de Robin para que invirtiera en alguna de ellas, y él había aceptado las negativas sin resentimiento. Sin embargo, las negativas no evitaban que lo intentara de nuevo.
Mientras se acercaba a la mesa, él se levantó y, sosteniéndole la mano, la besó con decoro en la mejilla. Rhoda advirtió que la botella de Meursault, que desde luego pagaría ella, ya estaba en el cubo de hielo, consumido un tercio de la misma.
– Un placer volver a verte, Rhoda. ¿Cómo te ha ido con el gran George?
Nunca utilizaban expresiones de cariño. Una vez él la llamó querida, pero no se había atrevido a volver a usar la palabra.
– ¿El gran George? -dijo ella-. ¿Es así como llaman a Chandler-Powell en la Mansión Cheverell?
– No en su presencia. Pareces muy tranquila después de la dura prueba, pero claro, siempre es así. ¿Qué ha pasado? Estaba aquí sentado lleno de ansiedad.
– No ha pasado nada. Me ha visto. Me ha mirado la cara. Hemos fijado una fecha.
– ¿Qué te ha parecido George? Suele causar impresión.
– Su aspecto es imponente. No he estado con él el tiempo suficiente para evaluar su personalidad. Me ha parecido competente. ¿Has pedido ya?
– Nunca lo hago antes de que llegues. Pero he maquinado un menú genial para los dos. Sé lo que te gusta. Con el vino he sido más imaginativo que de costumbre.
Tras examinar la carta de vinos, Rhoda vio que también había sido imaginativo con el precio.
Apenas habían empezado el primer plato cuando Robin introdujo lo que para él era la finalidad del encuentro.
– Estoy buscando algo de capital. No mucho, unos cuantos miles. Es una oportunidad de inversión de primera, poco riesgo, bueno, de hecho ninguno, y devolución garantizada. Jeremy calcula en torno a un diez por ciento anual. Pensé que a lo mejor te interesaba.
Describía a Jeremy Coxon como su socio. Rhoda dudó de si alguna vez había sido algo más que esto. Lo había visto sólo en una ocasión y le había parecido parlanchín pero inofensivo y con sentido común. Si tenía alguna influencia sobre Robin, seguramente era para bien.
– Siempre estoy interesada en inversiones sin riesgo al diez por ciento y con una devolución garantizada -dijo ella-. Me sorprende que no te hayas quedado todas las acciones. ¿De qué va este negocio en el que andas con Jeremy?
– Lo mismo que te conté cuando cenamos en septiembre. Bueno, desde entonces han cambiado cosas, pero recuerdas la idea básica, ¿no? En realidad es mía, no de Jeremy, pero hemos trabajado juntos en ella.
– Mencionaste que tú y Jeremy Coxon estabais pensando en organizar clases de etiqueta para nuevos ricos que se sienten socialmente inseguros. No sé por qué pero no te veo como profesor, de hecho ni como experto en etiqueta.
– Me he empollado libros. Es asombrosamente fácil. Y el experto es Jeremy, así que no hay problema.
– ¿Acaso vuestros incompetentes sociales no podrían también aprenderlo directamente de los libros?
– Supongo que sí, pero prefieren el contacto humano. Les damos confianza. Por eso es por lo que pagan. Rhoda, hemos identificado una verdadera oportunidad de mercado. A un montón de jóvenes, bueno, sobre todo hombres y no sólo ricos, les preocupa no saber qué ponerse en determinadas ocasiones, qué hacer si invitan a una chica a un buen restaurante por primera vez. No están seguros de cómo comportarse con los demás, de cómo causar buena impresión al jefe. Jeremy tiene una casa en Maida Vale que compró con el dinero que le dejó una tía rica, así que la estamos utilizando en este momento. Debemos ser discretos, por supuesto. Jeremy no está seguro de si podemos usarla legalmente para un negocio. Vivimos con miedo a los vecinos. Una de las habitaciones de la planta baja está acondicionada como restaurante en el que ensayamos. Al cabo de un tiempo, cuando ya tienen más confianza, llevamos a los clientes a un restaurante de verdad. No a sitios como éste sino a otros no demasiado populares que nos hacen precios especiales. Pagan los clientes, naturalmente. Nos va bastante bien y el negocio está creciendo, pero necesitamos otra casa, o al menos un piso. Jeremy está harto de renunciar prácticamente a su planta baja y de que aparezcan estos tipos raros cuando él quiere agasajar a sus amigos. Y luego está la oficina. Ha tenido que adaptar uno de los dormitorios. Se lleva el setenta y cinco por ciento de los beneficios debido a la casa, pero sé que piensa que ya es hora de que yo le pague mi parte. Como es lógico no podemos utilizar mi piso. Ya sabes cómo es, no tiene precisamente el ambiente que estamos buscando. En todo caso, creo que no me quedaré allí mucho tiempo. El dueño se está volviendo muy poco servicial. En cuanto tengamos otra dirección haremos grandes progresos. Bueno, ¿qué piensas, Rhoda? ¿Te interesa?
– Me interesa oír hablar de ello. No me interesa aportar dinero. Pero podría salir bien. Es más razonable que la mayoría de tus entusiasmos anteriores. En cualquier caso, buena suerte.
– O sea, la respuesta es no.
– La respuesta es no -dijo Rhoda, que añadió sin pensar-: Debes esperar a mi testamento. Prefiero hacer las obras de beneficencia después de muerta. Es más fácil contemplar el desembolso de dinero cuando uno ya no lo necesita para nada.
En el testamento le dejaba veinte mil libras, no suficiente para financiar uno de sus delirios más excéntricos pero sí para asegurar que el alivio de haber recibido algo superaría la decepción ante la cantidad. Esto le permitía a ella mirarle la cara con deleite. Rhoda sentía un leve pesar, demasiado próximo a la vergüenza y por tanto incómodo, por haber provocado maliciosamente y estar disfrutando de aquel primer sonrojo de sorpresa y placer, del destello de avaricia en los ojos de Robin y luego del rápido descenso a la realidad. ¿Por qué se había tomado la molestia simplemente de confirmar una vez más lo que sabía sobre él?
– ¿Te has decidido definitivamente por la Mansión Cheverell, no por una de las camas privadas de Chandler-Powell en Saint Ángela? -preguntó él.
– Prefiero estar fuera de Londres, donde haya más posibilidades de tranquilidad e intimidad. El día 27 voy a pasar allí una noche preliminar. El me lo ha propuesto. Le gusta que sus pacientes estén familiarizados con el lugar antes de la operación.
– También le gusta el dinero.
– Y a ti, Robin, no critiques.
Con los ojos fijos en el plato, él dijo:
– Estoy pensando en visitar la Mansión cuando estés ingresada. Quizás aceptes de buen grado un poco de cotilleo. Las convalecencias son aburridísimas.
– No, Robin, no quiero cotilleos. He hecho la reserva en la Mansión expresamente para asegurarme de que me dejen tranquila. Supongo que el personal se encargará de que nadie me moleste. ¿No es ésta la finalidad esencial del lugar?
– Es un poco mezquino por tu parte, teniendo en cuenta que yo te recomendé la Mansión. ¿Irías allí si no hubiera sido por mí?
– Como no eres médico ni te han hecho nunca una operación de cirugía estética, no estoy segura del valor de tu recomendación. Has mencionado la Mansión de vez en cuando, nada más. Yo ya había oído hablar de George Chandler-Powell. Lo cual no debe sorprender, toda vez que se le considera uno de los seis mejores cirujanos plásticos de Inglaterra, probablemente de Europa. Fui a verle, verifiqué su historial, me asesoré con un experto y lo elegí. Pero tú no me has contado cuál es tu relación con la Mansión Cheverell. Debería saberlo por si menciono informalmente que te conozco y me encuentro con miradas frías y me relegan a la peor habitación.
– Eso podría pasar. No soy exactamente su visita preferida. De hecho no me quedo en la casa, esto sería ir un poco lejos por ambas partes. Tienen un chalet para las visitas, el Chalet Rosa, y hago la reserva ahí. También tengo que pagar, demasiado a mi entender. Ni siquiera te llevan la comida. Por lo general en verano no consigo habitación, pero difícilmente pueden decir que la casa no está libre en diciembre.
– Dijiste que tenías cierto parentesco.
– No con Chandler-Powell, sino con su ayudante, Marcus Westhall, que es primo mío. Le ayuda en las intervenciones y cuida de los pacientes cuando el gran George está en Londres. Marcus vive ahí con su hermana, Candace, en el otro chalet. Ella no tiene nada que ver con los pacientes; ayuda en la oficina. Soy su único pariente vivo. Uno pensaría que esto significaría algo para ellos.
– ¿Y no es así?
– Si no te aburre, mejor te cuento un poco de historia familiar. Se remonta a bastante tiempo atrás. Intentaré ser breve. Tiene que ver con dinero, naturalmente.
– Es lo habitual.
– Es una historia muy triste sobre un pobre niño huérfano que es arrojado al mundo sin un céntimo. Lamento desgarrarte el corazón con esto. No me gustaría que cayeran lágrimas saladas en tu delicioso cangrejo.
– Correré el riesgo. También me servirá para saber algo del lugar antes de ir.
– Me preguntaba qué había tras esta invitación a almorzar. Bueno, si quieres ir preparada, has encontrado a la persona idónea. Bien vale el precio de una buena comida.
Él hablaba sin rencor, pero tenía una sonrisa divertida. Rhoda se recordó a sí misma que no era prudente infravalorarlo. Robin nunca le había hablado de su historia familiar ni de su pasado. Siendo un hombre tan dispuesto a comunicar las minucias de su existencia cotidiana, sus pequeños triunfos y sus más habituales fracasos en el amor y los negocios, contados en general con humor, era notablemente reservado con respecto a su vida anterior. Rhoda sospechaba que había tenido una infancia muy desgraciada y que sus primeros traumas, de los que nadie se recupera del todo, acaso estuvieran en la raíz de su inseguridad. Dado que ella no tenía intención de responder a las confidencias con una franqueza recíproca, la de Robin era una vida que Rhoda no había sentido el impulso de explorar. Pero había cosas acerca de la Mansión Cheverell que sería útil saber con antelación. Iría a la Mansión como paciente y, para ella, esto suponía vulnerabilidad y una cierta sumisión física y emocional. Llegar sin estar informada significaría ponerse en desventaja desde el principio.
– Háblame de tus primos -dijo ella.
– Son gente acomodada, al menos con arreglo a mi criterio, y muy ricos según el criterio de cualquiera. Su padre, mi tío Peregrine, murió hace nueve meses y les dejó unos ocho millones. Él había heredado de su padre, Theodore, que murió sólo unas semanas antes. La fortuna familiar venía de Theodore. Habrás oído hablar de Latín Primer [Manual de latín] y First Steps in Learning Greek [Primeros pasos para aprender griego], de T.R. Westhall, algo así en todo caso. Yo no los utilicé, no fui a esta clase de escuela. De todos modos, los libros de texto, si llegan a ser estándar, a consagrarse por el uso continuado, dan sorprendentemente mucho dinero. Nunca se dejan de imprimir. Y el viejo era hábil manejando el dinero. Tenía el don de hacerlo crecer.
– Me sorprende que tus primos hayan heredado tanto habiendo sido las muertes tan seguidas, el padre y el abuelo. El impuesto de sucesiones habrá sido tremendo.
– El viejo abuelo Theodore ya había pensado en ello. Ya te he dicho que era muy listo con el dinero. Antes de que le aquejara su última enfermedad se hizo una especie de seguro. Sea como sea, el dinero está ahí. Ellos lo tendrán tan pronto se autentifique el testamento.
– Y a ti te gustaría recibir una parte.
– Francamente, creo que la merezco. Theodore Westhall tuvo dos hijos, Peregrine y Sophie. Sophie fue mi madre. Su matrimonio con Keith Boyton nunca gustó mucho a su padre, de hecho me parece que intentó impedirlo. Entendía que Keith era una nulidad, un indolente cazafortunas que sólo quería el dinero de la familia, y para ser sincero seguramente no andaba muy equivocado. La pobre mamá murió cuando yo contaba siete años. Me crio mi padre, bueno, mejor sería decir que me crie solo. En cualquier caso, al final se cansó y me dejó en el internado Dotheboys Hall. Una mejora con respecto a Dickens, aunque no gran cosa. Pese a todo, una organización benéfica pagó la matrícula. No era el lugar para un niño presumido, en especial si llevaba la etiqueta de inclusero colgada al cuello.
Robin agarraba la copa de vino como si fuera una granada, con los nudillos blancos. Por un momento Rhoda tuvo miedo de que se le rompiera en las manos. Luego él dejó de apretar con tanta fuerza, le sonrió y se llevó la copa a los labios.
– Desde la boda de mamá -dijo-, los Boyton quedaron marginados en la familia. Los Westhall no olvidan ni perdonan.
– ¿Dónde está ahora tu padre?
– Pues la verdad, Rhoda, es que no tengo la menor idea. Cuando conseguí la beca para la escuela de arte dramático, emigró a Australia. No hemos vuelto a estar en contacto. Por lo que sé, puede que esté casado, o muerto, o ambas cosas. Nunca estuvimos lo que se diría muy unidos. Y él ni siquiera nos ayudó. La pobre mamá aprendió a escribir a máquina y ganaba una miseria en un servicio de dactilografía. Servicio de dactilografía, curiosa expresión. No creo que existan ahora. El de mamá era especialmente lóbrego.
– ¿No habías dicho que eras huérfano?
– Y quizá lo sea. De todos modos, si mi padre no está muerto, tampoco está presente. En ocho años ni siquiera una postal.
Si no está muerto, seguro que le está yendo bien. Era quince años mayor que mi madre, así que tendrá más de sesenta.
– Por lo que no es probable que aparezca pidiendo un poco de ayuda económica de la herencia.
– Bueno, si lo hiciera, no sacaría nada. No he visto el testamento, pero cuando telefoneé al abogado de la familia, por puro interés, como comprenderás, me dijo que no me daría ninguna copia. Dijo que sólo podía obtener una copia cuando se hubiera autentificado. No creo que me tome la molestia. Los Westhall dejarían dinero antes a un asilo para gatos que a un Boyton. Mi reclamación se basa en la justicia, no en la legalidad. Soy primo suyo. Hemos estado en contacto. Tienen dinero de sobra, y en cuanto se legalice el testamento serán muy ricos. No les haría ningún daño mostrar ahora algo de generosidad. Por eso los visito. Me gusta recordarles que existo. El tío Peregrine sólo sobrevivió treinta y cinco días al abuelo. Seguro que el viejo Theodore aguantó todo lo posible con la esperanza de sobrevivir a su hijo. No sé qué habría pasado si el tío Peregrine hubiera muerto primero, pero al margen de las complicaciones legales, no habría habido nada para mí.
– Pero tus primos habrán estado preocupados. En todos los testamentos hay una cláusula según la cual el legatario ha de sobrevivir veintiocho días tras la muerte del testador si quiere heredar. Imagino que se preocuparon mucho de mantener a su padre con vida, es decir, si efectivamente sobrevivió durante esos vitales ocho días. Quizá lo metieron en un congelador y lo sacaron fresco e impecable el día adecuado. Este es el argumento de un libro de un novelista detective, Cyril Haré. Creo que se titula Untimely Death [Muerte inoportuna], pero quizás originalmente se publicó con otro nombre. No recuerdo mucho de qué va. Lo leí hace años. Era un escritor elegante.
Robin estaba en silencio, y Rhoda vio que servía vino como si tuviera la mente en otro sitio. Dios mío, ¿está realmente tomando en serio este disparate? pensó divertida y algo preocupada. En este caso, y si él empezaba a luchar por eso, su acusación probablemente pondría punto final a la relación con sus primos.
Se le ocurrían pocas cosas con más probabilidades de cerrarle para siempre las puertas del Chalet Rosa y la Mansión Cheverell que una acusación de fraude. Había recordado inesperadamente la novela y había hablado sin pensar. Era curioso que él tomara en serio sus palabras.
– Esta idea es una chifladura, claro -dijo él como sacudiéndosela de encima.
– Desde luego. ¿Te imaginas a Candace y Marcus Westhall apareciendo en el hospital mientras su padre está in extremis, insistiendo en llevárselo a casa para meterlo en un oportuno congelador en el momento en que se muere a fin de descongelarlo ocho días después?
– No habría hecho falta que fueran al hospital. Candace lo atendió en casa los últimos dos años. Los dos viejos, el abuelo Theodore y el tío Peregrine, estaban en la misma clínica, en las afueras de Bournemouth, pero suponían tal tribulación para las enfermeras que la dirección decidió que uno de ellos debía irse. Peregrine pidió que lo alojara Candace, en cuya casa se quedó hasta el final, cuidado por un chocho médico de cabecera local. Durante estos dos años no lo vi. Se negaba a recibir visitas. Podía haber funcionado.
– No lo creo, la verdad -dijo ella-. Háblame de las otras personas de la Mansión aparte de tus primos. Las principales, en todo caso. ¿A quién conoceré?
– Bueno, está el propio gran George, naturalmente. Luego la abeja reina de los servicios de enfermería, la enfermera Flavia Holland, muy sexy si los uniformes te ponen. No te agobiaré con el resto del personal. La mayoría viene en coche desde Wareham, Bournemouth o Poole. El anestesista era un especialista del Servicio Nacional de Salud, donde aguantó todo lo que pudo hasta retirarse a una agradable casita en la costa de Purbeck. Un trabajo a tiempo parcial en la Mansión le viene muy bien. La más interesante es Helena Haverland, de soltera Cressett. La llaman administradora general, y se encarga prácticamente de todo, desde gobernar la casa hasta llevar la contabilidad. Llegó a la Mansión tras su divorcio, hace seis años. Lo intrigante de Helena es su nombre. Su padre, sir Nicolás Cressett, vendió la Mansión a George después de la debacle de Lloyds. Estaba en una organización equivocada y lo perdió todo. Cuando George puso el anuncio en que pedía un administrador general, Helena hizo la solicitud y consiguió el puesto. Alguien más sensible que George no la habría contratado. Pero ella conocía la casa a fondo, y parece que se ha vuelto indispensable, qué lista. No le caigo bien.
– Qué poco razonable.
– Sí, ¿verdad? Pero también creo que no le cae bien prácticamente nadie. En su actitud hay cierta altivez familiar. Al fin y al cabo, su familia fue dueña de la Mansión durante casi cuatrocientos años. Ah, he de mencionar a los dos cocineros, Dean y Kim Bostock. George seguramente los birló de algún sitio bueno, me han dicho que la comida es estupenda, pero nunca me han invitado a probarla. Está también la señora Frensham, la vieja gobernanta de Helena, que está al cargo de la oficina. Es la viuda de un sacerdote de la Iglesia de Inglaterra y encaja en el papel, es como tener una incómoda conciencia pública sobre dos patas acechando por todas partes para recordarle a uno sus pecados. Y también hay una chica extraña que habrán encontrado por ahí, Sharon Bateman, una especie de mensajera que realiza cometidos indeterminados en la cocina y para la señorita Cressett. Deambula por la casa llevando bandejas. En lo que a ti respecta, esto es prácticamente todo.
– ¿Cómo sabes todo esto, Robin?
– Porque tengo los ojos abiertos y los oídos atentos cuando estoy bebiendo con los vecinos en el pub del pueblo, el Cressett Arms. Soy el único que lo hace. No es que sean dados a cotillear con desconocidos. En contra de lo que comúnmente se cree, los del pueblo no. Pero he captado algunas naderías. A finales del siglo XVII, la familia Cressett tuvo una disputa tremebunda con el párroco local y no volvió a la iglesia nunca más. El pueblo se puso del lado del cura, y la enemistad se mantuvo a lo largo de los siglos, como pasa a menudo. George Chandler-Powell no ha hecho nada para cerrar las heridas. En realidad, la situación le conviene. Los pacientes van allí en busca de privacidad, y él no quiere que se hable de ellos en el pueblo. Un par de vecinas forman parte del equipo de limpieza, pero la mayoría del personal viene de más lejos. Y también está el viejo Mog, el señor Mogworthy. Trabajaba como jardinero-factótum para los Cressett, y George se ha quedado con él. Es una mina de información si uno sabe cómo sacársela.
– No me lo creo.
– ¿No te crees qué?
– No me creo este nombre. Es completamente ficticio. Nadie puede llamarse Mogworthy.
– El sí. Me dijo que había un párroco llamado así en Holy Trinity Church, Bradpole, a finales del siglo XV. Mogworthy afirma descender de él.
– Pues me extrañaría. Si el primer Mogworthy era sacerdote, sería un célibe católico romano.
– Bueno, descendería de la misma familia. De todos modos, ahí está Mogworthy. Vivía en el chalet que ahora ocupan Marcus y Candace, pero George quería la casa y lo echó. Ahora vive con su anciana hermana en el pueblo. Sí, Mog es una mina de información. Dorset está lleno de leyendas, la mayoría de ellas horrendas, y Mog es el experto. En realidad, no nació en el condado. Sus antepasados sí, pero el padre se trasladó a Lambeth antes de nacer Mog. Haz que te hable de las Piedras de Cheverell.
– Nunca he oído hablar de ellas.
– Pues si Mog anda cerca, oirás. Y no puedes perdértelas. Es un círculo del neolítico en un campo que hay junto a la Mansión. La historia es ciertamente horripilante.
– Cuéntame.
– No, se lo dejo a Mog o a Sharon. Según Mog, ella está obsesionada con esas piedras.
El camarero estaba sirviendo el segundo plato y Robin se quedó callado, contemplando la comida con satisfecha aprobación. Rhoda tuvo la impresión de que él estaba perdiendo interés en la Mansión Cheverell. La charla pasó a ser inconexa, la cabeza de Robin estuvo obviamente en otra parte hasta el momento del café. Entonces él la miró, y ella volvió a quedar impresionada por la profundidad y la claridad de aquellos ojos azules casi inhumanos. El poder de su concentrada mirada era turbador. Robin extendió la mano en la mesa.
– Rhoda -dijo-, vuelve al piso esta tarde. Ahora. Por favor. Es importante. Hemos de hablar.
– Hemos estado hablando.
– Sobre todo de ti y de la Mansión. No de nosotros.
– ¿No te espera Jeremy? ¿No deberías estar aleccionando a tus clientes sobre cómo hacer frente a camareros aterradores y al vino que huele a corcho?
– La mayoría de los míos vienen por la noche. Por favor, Rhoda.
Ella se inclinó para coger el bolso.
– Lo siento, Robin, pero no puede ser. Antes de ir a la Mansión tengo mucho que hacer.
– Puede ser, siempre puede ser. Lo que pasa es que no quieres venir.
– Puede ser, pero en este momento no es conveniente. Hablemos después de la operación.
– Entonces tal vez sea demasiado tarde.
– ¿Demasiado tarde para qué?
– Para un montón de cosas. ¿No ves que me aterra que acaso estés planeando abandonarme? Vas a experimentar un gran cambio, ¿verdad? A lo mejor estás pensando en librarte de algo más que de la cicatriz.
Era la primera vez en seis años de relación que se pronunciaba la palabra. Se había roto un tabú tácito. Levantándose de la mesa, con la cuenta ya pagada, Rhoda intentó disimular el tono de ultraje en su voz. Sin mirarle dijo:
– Lo lamento, Robin, hablaremos después de la operación. Voy a coger un taxi para volver a la City. ¿Te dejo en algún sitio? -Esto era habitual. El nunca tomaba el metro.
Rhoda comprendió que las palabras «te dejo» habían sido inoportunas. Robin meneó la cabeza, pero no contestó y la siguió en silencio hasta la puerta. Fuera, se volvieron para seguir cada uno su camino, y él dijo de pronto:
– Cuando digo adiós siempre tengo miedo de no volver a ver a esa persona. Cuando mi madre iba a trabajar yo solía mirar por la ventana. Me horrorizaba la idea de que no regresara nunca. ¿Has sentido esto alguna vez?
– No a menos que la persona de la que me estoy despidiendo tenga más de noventa años o sufra alguna enfermedad terminal. A mí no me pasa ni una cosa ni otra.
Sin embargo, cuando por fin se separaron, ella se paró y por primera vez se dio la vuelta para observar la espalda de Robin alejándose hasta desaparecer del campo visual. Rhoda no tenía miedo de la operación, ni ningún presentimiento de muerte. El señor Chandler-Powell había dicho que con la anestesia general siempre había algún riesgo, pero en manos expertas podía descartarse. No obstante, mientras él desaparecía, Rhoda comenzó a alejarse y por un instante compartió el miedo irracional de Robin.
A las dos del jueves 27 de noviembre, Rhoda estaba preparada para ir a hacer su primera visita a la Mansión Cheverell. Sus tareas pendientes habían sido completadas y entregadas a tiempo, como de costumbre. Nunca era capaz de salir de casa, ni siquiera para una sola noche, sin efectuar una limpieza rigurosa, recoger, vaciar papeleras, guardar papeles en el estudio y comprobar finalmente las puertas y ventanas interiores. Cualquier lugar que ella denominara casa debía estar inmaculado antes de irse, como si esta meticulosidad garantizara su regreso sin novedad.
El folleto sobre la Mansión incluía instrucciones sobre cómo llegar a Dorset; de todos modos, como siempre que hacía un recorrido nuevo, lo anotó en una cartulina que colocó en el salpicadero. La mañana había sido soleada a ratos, pero pese a haber arrancado tarde, la salida de Londres había sido lenta y cuando casi dos horas después había dejado la M3 y tomado la carretera de Ringwood, ya caía la noche y con ella un chubasco que en cuestión de segundos se convirtió en un aguacero. Los limpiaparabrisas, dando sacudidas como seres vivos, se mostraban impotentes ante el diluvio. Rhoda no veía nada al frente salvo el brillo de los faros en los rizos de agua que a toda prisa se convertían en un pequeño torrente. Distinguía pocas luces de otros coches. Era imposible seguir conduciendo, y entornando los ojos miró a través de la cortina de lluvia, en busca de un arcén de hierba que le ofreciera una posición estable. En cuestión de minutos fue capaz de conducir con prudencia por unos metros de terreno llano frente a la pesada verja de una granja. Al menos aquí no había peligro de que hubiera una zanja oculta o barro blando en el que se hundieran las ruedas. Apagó el motor y escuchó la lluvia que aporreaba el techo como una ráfaga de balas. Bajo el ataque, el BMW conservaba una paz metálica enclaustrada que realzaba el tumulto exterior. Rhoda sabía que más allá de los invisibles setos podados estaba parte del paisaje más bello de Inglaterra, pero ahora se sentía encerrada en una inmensidad tanto extraña como potencialmente hostil. Había desconectado el móvil, como siempre con alivio. Nadie en el mundo sabía dónde estaba ni podía llegar hasta ella. No pasaban coches, y, mirando a través del parabrisas, veía sólo la cortina de agua, y más allá, temblorosas manchas de luz que ubicaban las casas en la lejanía. Por lo general, agradecía el silencio y era capaz de disciplinar su imaginación. Contemplaba la inminente operación sin miedo aun reconociendo que había cierta causa racional para estar preocupada; la anestesia general siempre comportaba algún riesgo. Pero ahora era consciente de una desazón que era algo más que preocupación sobre esa visita preliminar o la propia intervención. Reparó en que le incomodaba porque se parecía demasiado a la superstición, como si una realidad antes desconocida para ella o una ofensiva de la conciencia hicieran sentir poco a poco su presencia y exigieran ser reconocidas.
Era inútil escuchar música por encima del tumulto de la tormenta, así que abatió el respaldo y cerró los ojos. Diversos recuerdos, algunos viejos, otros más recientes, inundaron su mente sin encontrar resistencia. Revivió de nuevo el día de mayo, siete meses atrás, que la había llevado a hacer este viaje, hasta este tramo de carretera desierta. La carta de su madre había llegado con un montón de correo aburrido: circulares, avisos de reuniones a las que no pensaba asistir, facturas. Las cartas de su madre eran aún más infrecuentes que sus breves llamadas telefónicas; cogió el sobre, más cuadrado y grueso que los utilizados normalmente, con un leve presentimiento de que pasaba algo malo, una enfermedad, problemas con el bungalow, la necesidad de su presencia. Pero era la invitación a una boda. La tarjeta, impresa en letra florida rodeada de imágenes de campanas de boda, anunciaba que la señora Ivy Gradwyn y el señor Ronald Brown esperaban que sus amigos les acompañaran en la celebración de su casamiento. Aparecían la fecha, la hora y el nombre de la iglesia, y un hotel donde los invitados serían recibidos en recepción. Una nota de puño y letra de su madre decía: «Ven si puedes, Rhoda. No sé si te he mencionado a Ronald en mis cartas. Es viudo, y su esposa era una gran amiga mía. El tiene ganas de conocerte.»Recordó sus sensaciones, sorpresa seguida de alivio, de las que se avergonzó ligeramente, al pensar que ese matrimonio pudiera liquidar parte de la responsabilidad para con su madre, que acaso atenuara su culpa por las infrecuentes cartas y llamadas telefónicas y los encuentros aún más excepcionales. Cuando se veían, se comportaban como desconocidas educadas y cautelosas, todavía inhibidas por las cosas que no podían decir, por los recuerdos que procuraban no suscitar. Rhoda no recordaba haber oído hablar de Ronald y no tenía ningún deseo de conocerle, pero se trataba de una invitación que estaba obligada a aceptar.
Y ahora revivía conscientemente el solemne día que prometía sólo aburrimiento soportado con diligencia, pero que la había conducido hasta este momento azotado por la lluvia y todo lo que tenía por delante. Había salido con tiempo, pero una camioneta había volcado y derramado su carga por la autopista, y cuando llegó al exterior de la iglesia, un lúgubre edificio del gótico Victoriano, oyó el aflautado e incierto canto de lo que sería el último himno. Aguardó en el coche un trecho más abajo hasta que salió la congregación, sobre todo ancianas y personas de mediana edad. Un coche con cintas blancas había aparecido y había aparcado, pero ella estaba demasiado lejos para ver a su madre o al novio. Mientras los demás abandonaban la iglesia, siguió al coche hasta el hotel, que se hallaba a unos seis kilómetros costa abajo, un edificio eduardiano con muchos torreones flanqueado por bungalows y bordeado por un campo de golf. Las numerosas vigas negras de la fachada daban a entender que el arquitecto había intentado imitar el estilo Tudor, pero al final su orgullo desmedido le había empujado a añadir una cúpula central y una puerta delantera de carácter palladiano.
El vestíbulo de recepción tenía una atmósfera de esplendor largamente marchito, cortinas de damasco rojo colgaban en ornamentales pliegues y la alfombra parecía haber sucumbido a décadas de polvo. Rhoda se unió al torrente de invitados, quienes con ciertas dudas se dirigían a una estancia en la parte de atrás que proclamaba su función mediante un tablero y un aviso impreso: «Salón de alquiler para fiestas privadas.» Se detuvo un momento en la puerta, indecisa, y luego entró y enseguida vio a su madre. Estaba de pie con su novio, rodeada por un pequeño grupo de mujeres que parloteaban. Rhoda pasó casi inadvertida al entrar, pero al ir avanzando poco a poco hacia ellos vio que la cara de su madre componía una sonrisa vacilante. Hacía cuatro años que no se veían, pero Ivy parecía más joven y feliz, y al cabo de unos segundos besó algo dubitativa a Rhoda en la mejilla derecha y luego se dirigió al hombre que había a su lado. Era viejo -al menos setenta años, estimó Rhoda-, bastante más bajo que su madre, y tenía una cara tersa, de mejillas redondeadas, agradable pero inquieta. Parecía algo confuso, y la madre tuvo que repetir el nombre de Rhoda dos veces antes de que él sonriera y extendiera la mano. Se hicieron las presentaciones. Los invitados pasaban por alto resueltamente la cicatriz. Unos cuantos niños que correteaban la miraron con descaro, y acto seguido echaron a correr gritando y atravesaron las puertas de vidrio para jugar fuera. Rhoda recordaba fragmentos de la conversación. «Tu madre habla muy a menudo de ti.» «Está muy orgullosa de ti.» «Qué bien que hayas venido de tan lejos.» «Y además un día precioso, ¿verdad?» «Me alegra verla tan feliz.»
La comida y el servicio fueron mejores de lo que había esperado. El mantel de la larga mesa estaba inmaculado, las copas y los platos brillaban, y el primer mordisco confirmó que el jamón de los bocadillos estaba recién cortado. Tres mujeres de mediana edad vestidas como doncellas atendían con una alegría que desarmaba. Se sirvió té fuerte de una tetera inmensa, y tras un rato de cuchicheos entre el novio y la novia, llegaron diversas bebidas del bar. La conversación, que hasta entonces había sido tan silenciosa como si todos hubieran asistido recientemente a un entierro, se animó, y se alzaron las copas, algunas conteniendo líquidos de un color que no presagiaba nada bueno. Tras una ansiosa consulta entre la madre y el barman, aparecieron copas altas de champán con cierta ceremonia. Habría un brindis.
El acto estaba en manos del párroco que había dirigido el oficio religioso, un joven pelirrojo que, despojado de la sotana, ahora llevaba un alzacuello, pantalones grises y americana. Acarició suavemente el aire como para acallar el alboroto y pronunció un breve discurso. Por lo visto, Ronald era el organista de la iglesia y el párroco hizo gala de cierto humor forzado al hablar de tocar todos los registros y que los dos vivieran en armonía hasta el fin de sus vidas, todo ello intercalado con chistes inofensivos, ahora olvidados, que los invitados más generosos acogieron con risas azoradas.
Se produjo una aglomeración en torno a la mesa, de modo que, con el plato en la mano, Rhoda se dirigió a la ventana, agradecida por ese momento en que los invitados, obviamente hambrientos, no era probable que la abordaran. Los observaba con una mezcla placentera de atención crítica y distracción irónica: los hombres con sus mejores trajes, algunos algo tirantes sobre redondeados estómagos y anchas espaldas; las mujeres, que con toda evidencia se habían esforzado y habían aprovechado la oportunidad para estrenar un conjunto. La mayoría, como su madre, lucía un vestido veraniego estampado con una chaqueta a juego, y un sombrero de paja de tono pastel posado de manera incongruente sobre el cabello recién peinado. Rhoda pensó que podían haber tenido un aspecto muy parecido en los años treinta o cuarenta. Se sintió incomodada por una emoción nueva y desagradable compuesta de compasión y enojo. Yo no formo parte de esto, pensó. No soy feliz con ellos y ellos no son felices conmigo. Su embarazosa cortesía mutua no puede salvar la distancia entre nosotros. Pero vengo de aquí, es mi gente, la clase trabajadora cualificada fundiéndose con la clase media, este grupo amorfo e inadvertido que combatió en dos guerras defendiendo a su país, pagaba sus impuestos, se aferraba a lo que quedaba de sus tradiciones. Habían vivido para ver ridiculizado su simple patriotismo, desdeñada su moralidad, devaluados sus ahorros. No creaban problemas. Millones de libras de dinero público no eran introducidos regularmente en sus barrios con el fin de sobornarlos, engatusarlos o coaccionarlos para que practicaran la virtud civil. Y si se quejaban de que sus ciudades se habían vuelto extrañas, ajenas, o de que a sus hijos les daban clase en escuelas atestadas en las que el noventa por ciento de los niños no hablaban inglés, los que vivían en circunstancias más holgadas y cómodas les sermoneaban sobre el pecado capital del racismo. Sin protección por parte de los contables, eran las vacas lecheras de la rapaz Hacienda Pública. No había surgido ninguna empresa lucrativa de preocupación social y análisis psicológico para analizar y compensar sus insuficiencias derivadas de la privación o la pobreza. Quizá Rhoda debería escribir sobre ellos antes de renunciar por fin al periodismo, pero sabía que, teniendo retos más interesantes y provechosos a la vista, nunca lo haría. Ellos no tenían sitio en sus planes de futuro igual que no lo tenían en su vida.
Su último recuerdo era el de estar sola con su madre en el lavabo de mujeres, mirándose sus perfiles en un largo espejo que había sobre un jarrón de flores artificiales.
– A Ronald le caes bien -dijo su madre-. Me he dado cuenta. Me alegro de que hayas venido.
– Y yo. Y él también me gusta. Espero que seáis muy felices.
– Lo seremos, seguro. Hace cuatro años que nos conocemos. Su esposa cantaba en el coro. Una encantadora voz de contralto, algo no habitual en una mujer. Ron y yo siempre nos llevamos bien. Es muy buena persona. -Sonaba satisfecha de sí misma. Mirando con ojo crítico el espejo, se puso bien el sombrero.
– Sí, parece buena persona -dijo Rhoda.
– Lo es, desde luego. No causa ninguna molestia. Y sé que esto es lo que Rita habría querido. Lo insinuó más o menos antes de morir. Ron nunca se las ha arreglado muy bien solo. Y estaremos bien, en cuanto al dinero me refiero. Va a vender su casa y se mudará al bungalow conmigo. Parece sensato ahora que tiene setenta años. De modo que ya no tienes por qué seguir enviándome las quinientas libras mensuales.
– Yo lo dejaría todo como está, a menos que a Ronald le incomode.
– No es eso. Un extra siempre viene bien. Sólo pensaba que podías necesitarlo tú.
Se volvió y tocó la mejilla izquierda de Rhoda, un toque tan suave que ésta fue consciente sólo de los dedos temblando levemente sobre la cicatriz. Cerró los ojos, deseando con todas sus fuerzas no estremecerse. Pero no retrocedió.
– No era un mal hombre, Rhoda -dijo su madre-. Era la bebida. No deberías culparlo. Tenía una enfermedad, y la verdad es que te quería. Ese dinero que estuvo enviándote desde que te fuiste de casa… no era fácil conseguirlo. No gastaba nada en sí mismo.
Salvo en bebida, pensó Rhoda, pero no lo dijo. Nunca había dado las gracias a su padre por esas cinco libras semanales; desde que se marchó de casa no volvió a hablar con él.
La voz de su madre pareció surgir de un silencio.
– ¿Recuerdas aquellos paseos por el parque?
Recordaba los paseos por el parque de las afueras donde parecía que siempre era otoño, los rectos senderos cubiertos de grava, los arriates rectangulares o redondos llenos de dalias de colores discordantes, una flor que detestaba, caminando al lado de su padre, callados los dos.
– Cuando no bebía, se portaba bien -dijo la madre.
– No le recuerdo sin beber. -¿Había pronunciado esas palabras o sólo las había pensado?
– Teniendo en cuenta que trabajaba para el ayuntamiento, para él no resultó fácil. Sé que tuvo suerte al conseguir ese empleo tras haber sido despedido del bufete de abogados, pero aquello era superior a él. Era listo, Rhoda, de ahí sacaste tu inteligencia. Le dieron una beca para la universidad y fue el primero.
– ¿El primero? ¿Quieres decir que sacó un sobresaliente?
– Creo que esto es lo que dijo. En todo caso, significa que era listo. Es por eso por lo que estuvo tan orgulloso cuando entraste en el instituto.
– No sabía que había ido a la universidad. Nunca me dijo nada.
– ¿No te lo dijo? Pensaría que no tenías interés. No era de los que hablaban mucho, y menos de sí mismo.
Nadie hablaba mucho. Aquellos estallidos de violencia, la rabia impotente, la vergüenza, habían hablado por todos ellos. Las cosas importantes habían sido indecibles. Y mirando el rostro de su madre, se preguntó cómo podía empezar ahora. Pensó que su madre tenía razón. No tuvo que ser fácil para su padre encontrar ese billete de cinco libras una semana tras otra. Lo acompañaban unas palabras, a veces con letra temblorosa, que decían simplemente «De tu padre, con amor». Ella aceptaba el dinero porque le hacía falta y tiraba el papel. Con la despreocupada crueldad de un adolescente, no le había considerado digno de ofrecerle su amor, un regalo mucho más difícil que el dinero, como bien había sabido siempre ella. Quizá la verdad era que Rhoda no había sido digna de recibirlo. Durante treinta años había incubado su desprecio, su rencor y, sí, su odio. Sin embargo, ese cenagoso riachuelo de Essex, esa muerte solitaria, lo había colocado fuera de su poder para siempre. Ella se había hecho daño a sí misma, y reconocerlo acaso fuera el principio de su curación.
– Nunca es demasiado tarde para encontrar a alguien a quien amar -dijo su madre-. Eres una mujer atractiva, Rhoda, deberías hacer algo con esta cicatriz.
Palabras que contaba con no oír jamás. Palabras que desde la señorita Farrell nadie se había atrevido a pronunciar. Recordaba poco de lo que pasó después, sólo su respuesta dicha en voz baja y sin énfasis.
– Me desharé de ella.
Seguramente dormitó a ratos. Despertó a la conciencia plena con un sobresalto y descubrió que ya no llovía. Había oscurecido. Miró el salpicadero y vio que eran las cinco menos cinco.
Había estado en la carretera casi tres horas. En la quietud inesperada, el ruido del motor sacudió el aire silencioso mientras el vehículo salía del arcén contoneándose cautamente. El resto del viaje transcurrió sin novedad. Las curvas de la carretera aparecían cuando se las esperaba y los faros iluminaban nombres tranquilizadores en los letreros. Antes de lo previsto vio el nombre Stoke Cheverell, y para recorrer el último kilómetro giró a la derecha. La calle del pueblo estaba desierta, brillaban luces tras las cortinas corridas y sólo mostraba señales de vida la tienda de la esquina con su abarrotado escaparate a través del cual se podían entrever dos o tres clientes de última hora. Y luego la señal que estaba buscando, Mansión Cheverell. Las grandes puertas de hierro estaban abiertas. La esperaban. Condujo por el corto camino que al final se ensanchaba formando un semicírculo; y ya tenía la casa delante.
En el folleto que le habían dado tras la primera consulta había una imagen de la Mansión Cheverell, pero sólo guardaba un burdo parecido con la realidad. La luz de los faros le permitía ver el contorno de la casa, que parecía más grande de lo que había imaginado, una masa oscura recortada en un cielo más oscuro. Se extendía a cada lado de un gran tejado central a dos aguas con dos ventanas encima. Estas revelaban una luz tenue, pero la mayoría estaba a oscuras salvo otras cuatro divididas con parteluces, a la izquierda de la puerta, muy iluminadas. Condujo con cuidado y aparcó bajo los árboles; entonces se abrió la puerta, de la que brotó una intensa luz que inundó la grava.
Rhoda apagó el motor, se apeó y abrió la portezuela trasera para coger el neceser, el aire frío resultó un alivio agradable al final del viaje. Apareció en el umbral una figura masculina que se le acercó. Aunque la lluvia había cesado, el hombre llevaba un impermeable de plástico con una capucha que le cubría la cabeza como el gorrito de un bebé, lo que le daba el aspecto de un niño malvado. Caminaba con firmeza y tenía la voz fuerte, pero Rhoda vio que ya no era joven. El hombre cogió con decisión el neceser de manos de ella y dijo:
– Señora, si me da la llave, yo le aparcaré el coche. A la señorita Cressett no le gustan los coches aparcados fuera. La están esperando.
Ella le dio la llave y lo siguió al interior de la casa. La inquietud, la ligera desorientación que había sentido mientras estaba sola en la tormenta, aún no la habían abandonado. Vacía de emociones, sólo notaba un leve alivio por haber llegado y, al entrar en el amplio vestíbulo con su escalera en el centro, fue consciente de la necesidad de volver a estar sola, eximida del requisito de estrechar manos, de una bienvenida ceremoniosa, cuando todo lo que quería era el silencio de su casa y, más tarde, la familiar comodidad de su cama.
El vestíbulo era imponente -como ella imaginaba-, pero no acogedor. Su bolsa estaba al pie de las escaleras. De pronto, se abrió una puerta a la izquierda y el hombre anunció en voz alta «señorita Gradwyn, señorita Cressett», cogió la bolsa y empezó a subir las escaleras.
Al entrar en la habitación Rhoda se encontró en un gran salón que le hizo recordar imágenes vistas quizás en la infancia o en visitas a otras casas solariegas. En contraste con la oscuridad de fuera, estaba llena de luz y color. En lo alto, las arqueadas vigas se veían ennegrecidas por el paso del tiempo. Paneles esculpidos en relieve cubrían la parte baja de las paredes, en cuya parte superior había una hilera de retratos de estilo Tudor, regencia, Victoriano, caras que reflejaban talentos variados, algunas de las cuales, sospechaba ella, debían su presencia allí más a la devoción familiar que al mérito artístico. Enfrente había una chimenea de piedra rematada por un escudo de armas, también de piedra. Crepitaba un fuego de leña, cuyas danzantes llamas lanzaban destellos rojos sobre las tres figuras que se levantaron para recibirla.
Evidentemente habían estado sentados tomando té, en los dos sofás con fundas de hilo colocados formando ángulo recto con el fuego, los únicos muebles modernos de la estancia. Entre ellos, en una mesa baja se apreciaba una bandeja con los restos de la comida. El grupo de bienvenida constaba de un hombre y dos mujeres, aunque la palabra «bienvenida» no era del todo adecuada, pues Rhoda se sentía como una intrusa que llegaba inoportunamente tarde al té y era esperada sin entusiasmo.
Hizo las presentaciones la más alta de las mujeres.
– Soy Helena Cressett. Ya hemos hablado. Me alegro de que haya llegado sin novedad. Hemos tenido una fuerte tormenta, pero a veces son muy locales, de modo que quizá se habrá librado de ella. Le presento a Flavia Holland, la enfermera del quirófano, y Marcus Westhall, que ayudará al señor Chandler-Powell en la operación.
Se estrecharon las manos, los rostros fruncidos en sonrisas. Con los desconocidos, la impresión de Rhoda era siempre fuerte e inmediata, una imagen visual implantada en su mente, que nunca se borraría del todo, llevando consigo una percepción de la personalidad básica que el tiempo y el trato más íntimo podían, como bien sabía, demostrar que era perversa y a veces peligrosamente engañosa, aunque casi nunca lo era. Ahora, cansada, su percepción algo embotada, veía a los otros casi como estereotipos. Helena Cressett llevaba un entallado traje de chaqueta y pantalón y un jersey de cuello alto que conseguía no parecer demasiado elegante para lucirlo en el campo mientras proclamaba que no era de confección. Nada de maquillaje excepto un poco de lápiz de labios; lino cabello pálido con un toque de castaño rojizo que enmarcaba unos pómulos altos y prominentes; una nariz demasiado larga; una cara que cabría describir como atractiva aunque desde luego bonita no. Unos ojos singularmente grises la contemplaban con más curiosidad que amabilidad formal. Ex delegada de clase, pensó Rhoda, ahora directora de colegio, o más probablemente directora de un college de Oxbridge. Su apretón de manos era firme, la chica nueva siendo recibida con cautela, aplazada toda evaluación.
La enfermera Holland vestía de modo más informal, téjanos, un jersey negro y una chaqueta de ante sin mangas, ropa cómoda reveladora de que se había liberado del uniforme impersonal de su trabajo y ahora no estaba de servicio. Tenía el cabello oscuro y una cara con rasgos marcados que expresaba una sexualidad segura de sí misma. Su mirada, desde unos ojos brillantes y de pupilas grandes tan oscuros que parecían negros, captó la cicatriz como si estuviera calibrando mentalmente cuántos problemas cabía esperar de esa nueva paciente.
El señor Westhall era sorprendente: delgado, con una frente alta y un rostro delicado, el rostro de un poeta o un profesor más que de un cirujano. Rhoda no sintió nada del poder o la confianza que tan intensamente emanaban del señor Chandler-Powell. La sonrisa de Westhall era más afectuosa que las de las mujeres, pero su mano, pese al calor del fuego, estaba fría.
– Seguramente querrá un té -dijo Helena Cressett-, o tal vez algo más fuerte. ¿Lo quiere tomar aquí o en su propia sala de estar? En todo caso ahora la acompañaré allí para que pueda instalarse.
Rhoda dijo que prefería tomar el té en su habitación. Subieron juntas las anchas y enmoquetadas escaleras y recorrieron un pasillo con las paredes cubiertas de mapas y lo que parecían imágenes antiguas de la casa. La bolsa de Rhoda estaba frente a una puerta a mitad de camino del pasillo de los pacientes. La señorita Cressett la cogió, abrió la puerta y se hizo a un lado mientras entraba Rhoda. La señorita Cressett le mostró las dos habitaciones asignadas con la actitud de un hotelero que mostrara al cliente las comodidades de una suite de hotel, una rutina realizada tan a menudo que no pasaba de ser una simple obligación.
Rhoda advirtió que la sala de estar tenía unas dimensiones agradables y estaba muy bien amueblada, obviamente con muebles de época. La mayoría parecía de estilo georgiano. Había un buró de caoba con un escritorio lo bastante grande para escribir con comodidad. El único mobiliario moderno eran los dos sillones colocados delante de la chimenea y una lámpara de lectura, alta y angulada, junto a uno de ellos. A la izquierda del fuego había un televisor moderno en una mesita con un reproductor de DVD en un estante de la misma, un añadido incongruente pero probablemente necesario en una habitación que era elegante a la par de acogedora.
Pasaron a la puerta siguiente. Aquí había la misma elegancia, sin que nada diera a entender que era una habitación de enfermo rigurosamente excluida. La señorita Cressett dejó la bolsa de Rhoda en una banqueta plegable, y luego se acercó a la ventana y corrió las cortinas.
– Ahora está demasiado oscuro para ver nada, mañana podrá hacerlo. Entonces volveremos a vernos. Bien, si no hay nada más, mandaré que le suban el té y el menú del desayuno de mañana. Si prefiere bajar, la cena se sirve en el comedor a las ocho, pero nos encontramos en la biblioteca a las siete y media para tomar antes un aperitivo. Si quiere acompañarnos, marque mi número (las extensiones están anotadas junto al teléfono) y alguien subirá para mostrarle el camino. -Y luego se fue.
De momento Rhoda ya había visto bastante de la Mansión Cheverell y no tenía ganas de participar en una conversación múltiple. Pediría que le subieran la cena y se acostaría temprano. Poco a poco fue tomando posesión de una habitación a la que, lo sabía ya, regresaría en apenas dos semanas sin temores ni malos presentimientos.
Eran las siete menos veinte del mismo martes cuando George Chandler-Powell terminaba de visitar a sus pacientes privados en el Hospital Saint Ángela. Tras quitarse la bata, se sentía paradójicamente tanto exhausto como inquieto. Había comenzado temprano y trabajado sin descanso, lo que era habitual pero necesario si quería concluir su lista de pacientes privados de Londres antes de partir para sus acostumbradas vacaciones invernales en Nueva York. Desde los desgraciados primeros años de su infancia, la Navidad se había convertido para él en un horror y nunca la pasaba en Inglaterra. Su ex esposa, casada ahora con un financiero americano claramente capaz de mantenerla en las condiciones que tanto él como ella consideraban razonables para una mujer muy hermosa, defendía contundentes opiniones sobre la necesidad de que todos los divorcios fueran lo que ella calificaba como «civilizados». Chandler-Powell sospechaba que la palabra se aplicaba sólo a la generosidad del acuerdo económico, aunque con la fortuna americana obtenida ella había sido capaz de sustituir la apariencia pública de generosidad por la más prosaica satisfacción del beneficio monetario. Les gustaba verse una vez al año, y él disfrutaba de Nueva York y del programa de entretenimiento refinado que Selina y su esposo le organizaban. Nunca se quedaba más de una semana, tras la cual volaba a Roma, donde se alojaba en la misma pensione de las afueras que había ocupado en su primera visita -cuando estaba en Oxford-, era recibido con discreción y no veía a nadie. Pero el viaje anual a Nueva York se había convertido en una costumbre que por el momento no tenía motivos para incumplir.
En la Mansión no le esperaban hasta la noche del miércoles, para la primera operación del jueves por la mañana, pero dos salas del Servicio Nacional de Salud habían sido cerradas por una infección, y la lista del día siguiente había tenido que ser aplazada. Ahora, ya en su piso de Barbican y mirando las luces de la City, la espera le parecía eterna. Necesitaba salir de Londres, sentarse en el gran salón de la Mansión ante un fuego de leña, caminar por la senda de los limeros, respirar un aire menos cargado, con el sabor a humo de madera, tierra y hojas del mantillo en la brisa sin trabas. Metió en una bolsa de viaje lo que necesitaba para los próximos días con la descuidada euforia de un colegial que inicia sus vacaciones y, demasiado impaciente para esperar el ascensor, bajó corriendo las escaleras hasta el garaje y el Mercedes que le aguardaba. Tuvo las dificultades habituales para salir de la City, pero una vez en la autopista le embargaron el placer y el alivio del movimiento, como sucedía invariablemente cuando conducía solo de noche y le venían a la mente recuerdos inconexos, como una serie de fotos oscuras y descoloridas, que no lo perturbaban. Puso un CD del Concierto para violín de Bach, y con las manos agarrando el volante con suavidad, dejó que la música y los recuerdos se fundieran en una calma contemplativa.
El día que cumplió quince años había llegado a ciertas conclusiones sobre tres cuestiones que desde la infancia habían ocupado cada vez más sus pensamientos. Decidió que Dios no existía, que no quería a sus padres y que sería cirujano. La primera no requería ninguna acción por su parte, tan sólo la aceptación de que como no cabía esperar ayuda ni consuelo de un ser sobrenatural, su vida estaba sometida, como cualquier otra, al tiempo y al azar y que era cosa suya asumir tanto control como pudiera. La segunda exigía de él algo más. Y cuando, con cierto embarazo -y, en el caso de su madre, algo de vergüenza-, le dieron la noticia de que pensaban divorciarse, mostró su pesar -parecía lo más adecuado- mientras sutilmente los animaba a poner fin a un matrimonio que a todas luces estaba haciéndoles desdichados a los tres. Las vacaciones de verano habrían sido mucho más agradables si no hubieran sido interrumpidas por silencios sombríos o explosiones de rencor. Cuando murieron en un accidente de carretera mientras estaban disfrutando de unas vacaciones planeadas con la esperanza de una nueva reconciliación -había habido varias-, sintió por un instante miedo al pensar que podía existir un poder tan fuerte como el que había rechazado, aunque más implacable y poseído de cierto humor irónico, antes de decirse a sí mismo que era un desatino abandonar una superstición benigna en favor de otra menos complaciente, quizás incluso maligna. Su tercera conclusión se resumía en una ambición: confiaría en los hechos verificables de la ciencia y se concentraría en su proyecto de ser cirujano.
Sus padres le habían dejado poco más que deudas, lo que apenas tuvo importancia. Siempre había pasado la mayor parte de sus vacaciones de verano con su abuelo viudo en Bournemouth, y ahora aquí estaba su casa. Si era capaz de sentir un afecto humano intenso, a quien quería era a Herbert Chandler-Powell. Le habría querido aunque el viejo hubiera sido pobre, pero por suerte era rico. Había ganado una fortuna gracias a su talento para diseñar cajas de cartón, elegantes y originales. Para muchas empresas acabó siendo un prestigio el hecho de repartir sus mercancías en un recipiente Chandler-Powell, pues los regalos iban en una caja con el logotipo característico C-P. Herbert descubrió y promocionó a nuevos diseñadores jóvenes, y algunas de las cajas, fabricadas en un número limitado, llegaron a ser artículos de coleccionista. Su empresa no necesitaba publicidad más allá de los objetos que producía. Cuando tenía sesenta y cinco años y George diez, vendió el negocio a su principal competidor y se retiró con sus millones. Fue él quien pagó la cara formación de George, hizo que fuera a Oxford, y no exigió de él nada a cambio excepto su compañía durante las vacaciones de la escuela y la universidad y, más adelante, durante sus tres o cuatro visitas al año. Para George, estos requisitos nunca fueron una imposición. Mientras caminaban o iban juntos en coche, escuchaba la voz de su abuelo contando historias de su triste infancia, sus éxitos comerciales, los años en Oxford. Antes de que el propio George fuera a Oxford, su abuelo había sido más explícito. Ahora esa voz recordada, fuerte y dominante, atravesaba la temblorosa belleza de los violines.
– Yo era un chico de instituto, ya sabes, con una beca del condado. Es difícil que lo entiendas. Quizá las cosas ahora sean distintas, pero lo dudo. No lo son tanto. No se burlaban de mí, ni me despreciaban ni me hacían sentir diferente, era diferente. Nunca me sentí aceptado, y desde luego no lo fui. Desde el primer momento supe que no tenía derecho a estar allí, que algo en el ambiente de esos patios interiores me rechazaba. No era el único en sentir esto, como es lógico. Había chicos que no venían de institutos sino de los menos prestigiosos colegios privados, lugares que procuraban no mencionar. Me daba cuenta. Esos estaban ansiosos por ser admitidos en ese grupo exclusivo de la clase alta privilegiada. Solía imaginármelos, abriéndose paso con inteligencia y talento en las cenas académicas de Boars Hill, actuando como bufones de la corte en las fiestas de fin de semana en el campo, ofreciendo sus patéticas poesías, su ingenio y su gracia para entrar en el círculo de los elegidos. Yo no tenía ningún don salvo la inteligencia. Los despreciaba, pero sabía lo que respetaban todos. El dinero, chico, esto es lo que importaba. La buena cuna era importante, pero la buena cuna con dinero era mejor. Y gané dinero. A su debido tiempo será para ti, lo que quede después de que el voraz gobierno haya extraído su botín. Haz buen uso de él.
Herbert era aficionado a visitar casas solariegas abiertas al público, a las que iba en coche por rutas cuidadosamente ideadas con ayuda de mapas poco fiables, conduciendo su inmaculado Rolls-Royce, erguido como el general Victoriano que parecía. Se desplazaba magistralmente por carreteras comarcales y caminos poco transitados, George se encontraba a su lado leyendo la guía en voz alta. Le parecía extraño que un hombre tan sensible a la elegancia georgiana y a la solidez Tudor viviera en un ático de Bournemouth por muy espectacular que fuera la vista del mar. Con el tiempo acabó entendiéndolo. Al acercarse a la vejez, su abuelo había simplificado su vida. Era atendido por un bien pagada cocinera, una ama de llaves y una encargada de la limpieza que iban de día, hacían su trabajo eficiente y discretamente y se marchaban. Los muebles eran caros pero mínimos. No coleccionaba ni codiciaba los artefactos que le entusiasmaban. Podía admirar sin poseer. Desde temprana edad, George supo que él sí iba a ser un poseedor.
Y la primera vez que visitó la Mansión Cheverell supo que ésa era la casa que quería. La tenía delante, bajo el suave sol de un día de principios de otoño, cuando las sombras empezaban a alargarse y los árboles, el césped y las piedras adoptaban un color más vivo e intenso gracias al sol agonizante: hubo un momento en que lodo -la casa, los jardines, las grandes puertas de hierro forjado- se mantenía en una perfección tranquila, casi sobrenatural, de luz, forma y colores que prendió en su corazón. Al final de la visita, tras volverse para echar la última mirada, dijo:
– Quiero comprar esta casa.
– Bueno, quizás un día lo harás, George.
– Pero la gente no vende casas como ésta. Yo no lo haría.
– La mayoría no. Algunos tal vez tengan que hacerlo.
– ¿Por qué, abuelo?
– El dinero se acaba, no pueden mantenerla. El heredero gana millones en la City y no tiene interés en su herencia. O acaso caiga muerto en una guerra. Los miembros de la aristocracia rural tienen cierta propensión a morirse en las guerras. O la casa se pierde debido a conductas insensatas relacionadas con las mujeres, el juego, la bebida, las drogas, la especulación, el despilfarro. Quién sabe.
Al final, lo que permitió a George conseguir la casa fue la desgracia del propietario. Sir Nicholas Cressett se arruinó en el desastre de Lloyds de la década de 1990. George sólo supo que la casa estaba en el mercado al reparar en un artículo de una publicación financiera sobre los miembros inversores de Lloyds, llamados los «Nombres de Lloyds», que más habían sufrido, entre los que destacaba Cressett. Ahora no recordaba quién lo había escrito, una mujer con cierta fama en el periodismo de investigación. No era un artículo amable, hacía más hincapié en la insensatez y la codicia que en la mala suerte. George actuó deprisa y adquirió la Mansión tras una dura negociación, pues sabía exactamente qué bienes quería incluir en la venta. Los mejores cuadros se habían guardado para una subasta, pero no le interesaban. Lo que en aquella primera visita de chico le había llamado la atención y estaba decidido a coleccionar eran los muebles, entre ellos un sillón Reina Ana. Se había adelantado un poco a su abuelo, entró en el comedor y vio el sillón. Estaba sentado en él cuando una niña seria y poco agraciada, que no parecía tener más de seis años y llevaba pantalones de montar y una blusa desabrochada en el cuello, apareció de repente y dijo con tono agresivo:
– No puedes sentarte en este sillón.
– Entonces debería haber un cordón alrededor.
– Tendría que haber uno. Normalmente está.
– Pues ahora no.
Sin decir palabra, la niña arrastró el sillón con sorprendente facilidad hasta el cordón blanco que separaba el comedor del estrecho espacio dispuesto para las visitas y se sentó con firmeza, las piernas colgando, y luego lo miró fijamente como si le desafiara a poner objeciones.
– ¿Cómo te llamas? -dijo.
– George. ¿Y tú?
– Helena. Vivo aquí. No puedes cruzar los cordones blancos.
– No lo he hecho. El sillón estaba en este lado.
El encuentro era demasiado aburrido para alargarlo, y la niña demasiado pequeña y fea para suscitar interés. George se encogió de hombros y se alejó.
Y ahora el sillón estaba en su estudio, y Helena Haverland, Cressett de soltera, era su ama de llaves, y si ella recordaba ese primer encuentro de infancia, nunca lo había mencionado; y él tampoco. George había utilizado toda la herencia de su abuelo para comprar la Mansión y había previsto conservarla convirtiendo el ala oeste en una clínica privada, de modo que cada semana estaba en Londres de lunes a miércoles operando pacientes del Servicio Nacional de Salud y los de su consulta particular de Saint Ángela, y regresaba a Stoke Cheverell el miércoles por la noche. La labor de adaptar el ala se llevó a cabo con sensibilidad, haciendo los cambios mínimos. El ala era una restauración del siglo XX realizada sobre una reconstrucción anterior del siglo XVIII, y no se había tocado ninguna otra parte original de la Mansión. Dotar de personal a la clínica no había supuesto ningún problema; él sabía lo que quería y estaba dispuesto a pagar lo que fuera para conseguirlo. Pero había resultado más fácil encontrar gente para el quirófano que para la Mansión. Los meses en que estuvo esperando el permiso de obras y a partir de que el trabajo ya estuvo en marcha no hubo dificultad alguna. Acampaba en la Mansión, a menudo con toda la casa para él, atendido por una vieja cocinera, el único miembro de la plantilla de Cressett, aparte del jardinero, Mogworthy, que se quedó. Ahora miraba atrás y consideraba ese año uno de los más satisfactorios y felices de su vida. Disfrutaba de su posesión, desplazándose cada día en el silencio desde el gran salón a la biblioteca, desde la larga galería al ala este con un júbilo tranquilo que no mermaba. Sabía que la Mansión no podía rivalizar con el espléndido gran salón o los jardines de Athelhampton, la pasmosa belleza del entorno de Encombe, o la nobleza y la historia de Wolfeton. En Dorset abundaban las grandes casas. Pero ésta era la suya y no quería otra.
Los problemas comenzaron cuando se inauguró la clínica y llegaron los primeros pacientes. Puso un anuncio pidiendo un.una de llaves pero, como le habían vaticinado algunos conocidos con una necesidad similar, ninguna resultó satisfactoria. A los viejos sirvientes del pueblo cuyos antepasados habían trabajado para los Cressett no les seducían los altos salarios ofrecidos por el intruso. Pensó que su secretaria de Londres tendría tiempo de ocuparse de las facturas y la contabilidad. No fue así. Esperaba que Mogworthy, el jardinero ahora ayudado por una empresa cara, que acudía cada semana a encargarse del trabajo duro, se dignaría ayudar más en la casa. Dijo que no. No obstante, el segundo anuncio solicitando un ama de llaves, esta vez colocado y expresado de forma distinta, dio como resultado Helena, quien recordaba que lo había entrevistado más ella a él que él a ella. Ésta explicó que se había divorciado hacía poco, que tenía piso propio en Londres, y que quería hacer algo mientras se planteaba el futuro. Sería interesante volver a la Mansión, aunque fuera con carácter temporal.
Esto había ocurrido seis años atrás y Helena aún seguía allí. De vez en cuando, George se preguntaba cómo se las arreglaría cuando ella decidiera irse, lo que seguramente haría de un modo tan simple y resuelto como cuando apareció el primer día. Pero estaba demasiado ocupado. Había problemas, algunos creados por él mismo, con la enfermera de quirófano, Flavia Holland, y con su cirujano ayudante, Marcus Westhall, y aunque era un planificador por naturaleza, nunca había encontrado sentido a prever una crisis. Helena había contratado a su vieja gobernanta, Letitia Frensham, para llevar la contabilidad. La mujer seguramente estaba viuda, divorciada o separada, pero él no hizo indagaciones. Las cuentas se llevaban con meticulosidad, y en la oficina surgió el orden del caos. Mogworthy abandonó sus irritantes amenazas de marcharse y se volvió más complaciente. De manera misteriosa, se pudo contar con personal del pueblo a tiempo parcial. Helena dijo que ningún cocinero bueno toleraría aquella cocina, y George proveyó de buena gana el dinero necesario para su mejora. Se encendieron chimeneas, había flores y plantas en las habitaciones utilizadas, incluso en invierno. La Mansión estaba viva.
Cuando se paró frente a la verja cerrada y se apeó del Mercedes para abrirla, vio que el camino a la casa estaba a oscuras. Sin embargo, al pasar frente al ala este para aparcar, se encendieron las luces y ante la puerta abierta fue recibido por el cocinero, Dean Bostock. Éste lucía pantalones azules a cuadros y su chaquetilla blanca, como era habitual cuando se disponía a servir la cena.
– La señorita Cresset y la señora Frensham han salido a cenar fuera, señor -dijo-. Me han dicho que le dijera que iban a visitar a unos amigos en Weymouth. Tiene la habitación preparada, señor. Mogworthy ha encendido la chimenea de la biblioteca y también la del gran salón. Hemos pensado que, si está solo, quizá preferiría cenar ahí. ¿Traigo las bebidas, señor?
Atravesaron el gran salón. Chandler-Powell se quitó la americana de un tirón y, tras abrir la puerta de la biblioteca, la arrojó a una silla junto con el periódico de la tarde.
– Sí. Whisky, por favor, Dean. Lo tomaré ahora.
– ¿Y la cena en media hora?
– Sí, muy bien.
– ¿Va a salir antes de cenar, señor?
En la voz de Dean se apreciaba una pizca de ansiedad. Al reconocer la causa, Chandler-Powell dijo:
– Dime, ¿qué habéis cocinado entre tú y Kimberley?
– Habíamos pensado en suflé de queso, señor, y buey strogonoff.
– Entiendo. El primero exige que me quede esperando, y el segundo se prepara enseguida. No, no saldré, Dean.
Como de costumbre, la cena fue excelente. George se preguntó por qué deseaba tanto el momento de la comida durante las horas más tranquilas de la Mansión. Los días de operación comía con el personal médico y de enfermería y apenas se enteraba de lo que había en el plato. Después de cenar se sentó y leyó durante media hora junto al fuego de la biblioteca, y luego, tras coger la chaqueta y una linterna, descorrió el cerrojo de la puerta del ala oeste y salió, y en la oscuridad sembrada de estrellas caminó por la senda de los limeros hasta el pálido círculo de las Piedras de Cheverell.
Un muro de baja altura, más un mojón que una barrera, separaba el jardín de la Mansión y el círculo de piedras, y George lo superó sin dificultad. Como solía pasar después de oscurecer, el círculo de doce piedras parecía volverse más pálido, misterioso e inquietante, hasta el punto de absorber un tenue reflejo de la luna o las estrellas. A la luz del día, era un montón de piedras vulgares y corrientes, tan comunes como los cantos rodados en una ladera, de tamaño irregular y forma extraña, su único rasgo distintivo el coloreado liquen que se escurría en las grietas. En la puerta de la cabaña situada junto al aparcamiento, una nota explicaba a los visitantes que estaba prohibido ponerse de pie sobre las piedras o dañarlas, y que el liquen era viejo y singular y no se podía tocar. Para Chandler-Powell, acercarse al círculo, incluso a la piedra central más alta que se erguía como un augurio maléfico en su entorno de hierba muerta, suscitaba poca emoción. Pensó brevemente en la mujer que, en 1654, fue amarrada a esa piedra y quemada viva por ser bruja. ¿Por qué? ¿Por ser de lengua mordaz, tener ideas delirantes, actuar como una excéntrica? ¿Para satisfacer una venganza personal, la necesidad de una cabeza de turco en una época de enfermedades o de malas cosechas, o quizá como sacrificio para aplacar la voluntad de algún innominado dios maligno? George sintió sólo una compasión vaga y dispersa, no lo bastante intensa para originar siquiera un vestigio de aflicción. Se trataba sólo de una de tantos millones de personas que a lo largo de los tiempos han sido víctimas inocentes de la ignorancia y la crueldad del ser humano. En su mundo ya veía suficiente dolor. No tenía por qué alimentar la piedad.
Pretendía prolongar el paseo más allá del círculo, pero decidió que éste debía ser el límite de su ejercicio y, tras sentarse en la piedra más baja, miró a lo largo del camino hacia el ala oeste de la Mansión, ahora a oscuras. Se quedó totalmente quieto, escuchando atentamente los ruidos de la noche, el leve roce de la hierba alta en el borde de las piedras, un grito lejano cuando algún depredador sorprendía a su presa, el susurro de las hojas secas cuando soplaba de pronto la brisa. Las preocupaciones, los rigores e inconvenientes nimios del largo día se disipaban. Estaba sentado en un lugar nada ajeno, tan inmóvil que incluso su respiración no parecía más que un testimonio de vida desatendido, suavemente rítmico.
Pasó el tiempo. Miró el reloj y vio que llevaba ahí tres cuartos de hora. Era consciente de que estaba cogiendo frío, de que la dureza de la piedra empezaba a volverse incómoda. Tras relajar las acalambradas piernas, superó de nuevo el muro y tomó la senda de los limeros. De repente, en la ventana central de la planta de los pacientes apareció una luz, se abrió y asomó la cabeza de una mujer, inmóvil, mirando la noche. George se detuvo de manera instintiva y la miró fijamente, ambos tan estáticos que por un momento él creyó que ella podía verlo y que entre los dos pasaba cierta comunicación. Recordó quién era, Rhoda Gradwyn, y que se encontraba en la Mansión con motivo de su estancia preliminar. Pese a las meticulosas notas que tomaba y al examen de los pacientes antes de la operación, pocos se le quedaban en la memoria. Era capaz de describir con precisión la cicatriz de la cara pero de ella recordaba poco salvo una frase. Quería quitarse la desfiguración porque ya no la necesitaba. Él no había pedido explicaciones y ella no se las había dado. En apenas dos semanas se habría librado de la cicatriz, y no era asunto de George cómo sobrellevaría Rhoda su ausencia.
Se volvió para retomar el camino de regreso a la casa, momento en el que una mano cerró a medias la ventana y las cortinas quedaron parcialmente corridas; al cabo de unos minutos la luz de la habitación se apagó y el ala oeste quedó sumida en la oscuridad.
Dean Bostock siempre sentía un sobresalto cuando el señor Chandler-Powell llamaba para decir que llegaría antes de lo previsto y que estaría en la Mansión a la hora de cenar. Era una comida que a Dean le gustaba preparar, en especial cuando el jefe tenía tiempo y tranquilidad para disfrutarla y elogiarla. El señor Chandler-Powell traía consigo algo del vigor y la agitación de la capital, los olores, las luces, la sensación de estar en el meollo de las cosas. Al llegar, George cruzaba el salón casi dando saltos, se quitaba la chaqueta y arrojaba el periódico vespertino de Londres a una silla de la biblioteca como liberado de un cautiverio temporal. Incluso el periódico, que Dean recuperaría más tarde para leerlo en sus ratos libres, era para éste un recordatorio del lugar al que en esencia pertenecía. Había nacido y se había criado en Balham. Su sitio era Londres. Kim había nacido en el campo, y había llegado a la capital desde Sussex para estudiar en la escuela de cocina, donde Dean ya estaba en el segundo curso. Y al cabo de dos semanas de conocerse, él ya sabía que la quería. Así era como siempre lo había considerado: no se había enamorado, no estaba enamorado, amaba. Esto era para toda la vida, la suya y la de ella. Y por primera vez desde que se casaron, Dean sabía que ella nunca había sido tan feliz como ahora. ¿Cómo podía echar de menos Londres mientras Kim disfrutaba de su vida en Dorset? Kim, que estaba tan nerviosa ante personas y lugares nuevos, no tenía ningún miedo en las noches oscuras de invierno. A Dean la negrura total de las noches sin estrellas lo desorientaba y asustaba, la noche era más aterradora por los chillidos casi humanos de las presas entre las fauces de sus depredadores. Esta hermosa y aparentemente tranquila campiña estaba llena de dolor. Echaba en falta las luces, el cielo nocturno contusionado por los grises, púrpuras y azules de la incesante vida de la ciudad, el patrón cambiante de los semáforos, la luz que se derramaba desde los pubs y las tiendas sobre las relucientes calzadas lavadas por la lluvia. Vida, movimiento, ruido, Londres.
Su trabajo en la Mansión le gustaba pero no le satisfacía. No exigía mucho a sus habilidades. El señor Chandler-Powell sabía apreciar lo que era bueno, pero los días que operaba, las comidas nunca se prolongaban en una sobremesa. Dean sabía que el jefe se habría quejado enseguida si la comida no hubiera tenido la calidad requerida, pero daba por sentada su excelencia, comía deprisa y se iba. Por lo general, los Westhall comían en su casa, donde la señorita Westhall había estado atendiendo a su padre hasta la muerte de éste en febrero, y la señorita Cressett normalmente comía en su habitación. De todos modos, era la única que pasaba tiempo en la cocina hablando con Kim y con él, analizando los menús, agradeciéndole los esfuerzos especiales que hacía. Las visitas eran quisquillosas pero por lo común no tenían hambre, y el personal no residente que almorzaba al mediodía en la Mansión lo elogiaba de pasada, comía a toda prisa y volvía al trabajo. Todo era muy diferente en el sueño de su propio restaurante, sus menús, sus clientes, el ambiente que él y Kim crearían. De vez en cuando, tumbado al lado de ella, desvelado, le horrorizaban sus tímidas esperanzas de que, por alguna razón, la clínica fracasara, de que el señor Chandler-Powell la considerara demasiado agotadora y no lo bastante lucrativa para trabajar en Londres y Dorset, y de que él y Kim tuvieran que buscar otro empleo. Quizás el señor Chandler-Powell o la señorita Cressett les ayudarían a establecerse. Pero no podrían volver a trabajar en la frenética cocina de un restaurante londinense. Kim nunca se adaptaría a esa vida. Aún recordaba aterrado el espantoso día en que fue despedida.
El señor Carlos le había mandado llamar al sanctasanctórum con tamaño de armario situado en la parte trasera de la cocina, que él dignificaba con el nombre de oficina, y había posado su ancho trasero en la silla labrada heredada de su abuelo. Esto nunca era buena señal. He ahí a Carlos, imbuido de autoridad genética. Un año antes anunció que había vuelto a nacer. Fue una renovación incomodísima para el personal, y hubo un alivio general cuando, en el espacio de nueve meses, gracias a Dios el viejo Adam volvió a reafirmarse y la cocina dejó de ser una zona libre de palabrotas. Pero quedaba un vestigio del nuevo nacimiento: no se permitía ninguna palabra más fuerte que «puñetero», y ahora Carlos la utilizó a discreción.
– No hay otro puñetero remedio, Dean. Kimberley debe irse. Sinceramente, no puedo permitírmela, ningún restaurante podría. Y qué puñeteramente lenta. Intentas meterle prisa, y te mira como un cachorro azotado. Se pone nerviosa y nueve veces de cada diez echa a perder el puñetero plato. Y esto afecta a los demás. Nicky y Winston siempre la están ayudando a emplatar. La mayor parte del tiempo sólo tenéis la mitad de la puñetera cabeza en lo que estáis haciendo. Dirijo un restaurante, no un jardín de infancia.
– Kim es una buena cocinera, señor Carlos.
– Pues claro que es una buena cocinera. Si no lo fuera, no estaría aquí. Puede seguir siendo una buena cocinera, pero no en este restaurante. ¿Por qué no la animas a que se quede en casa? Que se quede embarazada, entonces podrás ir a casa y comerás la mar de bien sin tener que cocinar tú, y ella será feliz. Lo he visto muchas veces.
Cómo iba a saber Carlos que la casa era una habitación amueblada en Paddington, que ésta y el empleo formaban parte de un plan minuciosamente elaborado, ahorrar cada semana el sueldo de Kim, trabajando los dos, y que cuando tuvieran capital suficiente montarían un restaurante. El de Dean. El de los dos. Y cuando estuvieran asentados y ella no hiciera falta en la cocina, entonces tendría el bebé que tanto deseaba. Sólo contaba treinta y tres años; había tiempo de sobra.
Una vez dada la noticia, Carlos se había recostado, preparado para ser magnánimo.
– No tiene sentido que Kimberley trabaje el tiempo de preaviso. Ya puede hacer las maletas esta semana. A cambio le pagaré el salario de un mes. Tú te quedas, desde luego. Tienes madera para ser un chef puñeteramente bueno. Tienes aptitudes, imaginación. No te asusta el trabajo duro. Puedes llegar lejos. Pero otro año con Kimberley en la cocina y me declaro en puñetera bancarrota.
Dean había recuperado la voz, un vibrato quebrado con su bochornosa nota de súplica.
– Siempre hemos querido trabajar juntos. No creo que a Kim le guste estar sola en otro empleo.
– Ella sola no duraría una puñetera semana. Lo lamento, Dean, pero es lo que hay. Quizás encuentres un lugar para los dos, pero no en Londres. Alguna población pequeña en el campo, quién sabe. Ella es bonita, tiene buenos modales. Puede hornear tortas, hacer pasteles caseros, preparar meriendas, servidas amablemente con tapete, esa clase de cosas; esto no la estresará.
La nota de desdén en su voz fue como una bofetada. Dean deseaba no estar ahí de pie, sin apoyo, vulnerable, empequeñecido, que hubiera una silla con respaldo a la que pudiera agarrarse para controlar su creciente agitación, el resentimiento, la desesperación, la cólera. Pero Carlos tenía razón. Esta llamada a la oficina no había sido una sorpresa. Llevaba meses temiéndola. Hizo otro ruego.
– Me gustaría quedarme, al menos hasta que encontremos un lugar adonde ir.
– Me parece bien. ¿Te he dicho que tienes madera para ser un chef puñeteramente bueno?
Por supuesto que se quedaría. El plan del restaurante tal vez se desvanecería, pero tenían que comer.
Kim se había ido al final de la semana, y dos semanas después vieron el anuncio en que se pedía una pareja casada -cocinero y ayudante- en la Mansión Cheverell. El día de la entrevista fue un martes de mediados de junio del año anterior. Les habían indicado que fueran en tren desde Waterloo a Warcham, donde les esperarían. Mientras lo recordaba, a Dean le parecía que habían viajado como en trance, siendo transportados hacia delante, sin consentimiento de su voluntad, a través de un paisaje verde y mágico hacia un futuro lejano e inimaginable. Mirando el perfil de Kim recortado en las subidas y bajadas de los cables del telégrafo y, más adelante, en los campos y setos, deseó que ese día extraordinario acabara bien. No había rezado desde que era niño, pero se sorprendió a sí mismo recitando en silencio la misma petición desesperada: «Por favor, Dios mío, haz que todo salga bien. Por favor, no dejes que ella quede decepcionada.»Cuando se acercaban a Wareham, Kim se volvió hacia él y dijo:
– ¿Guardaos las referencias, cariño? -Lo había preguntado cada hora.
En Wareham, un Range Rover aguardaba en el patio delantero, al volante un hombre mayor y fornido. No se apeó, sino que les hizo señas de que se acercaran.
– Supongo que son ustedes los Bostock. Me llamo Tom Mogworthy. ¿No llevan equipaje? No, para qué. No se van a quedar. Suban atrás, pues.
Dean pensó que no era una bienvenida apropiada. Sin embargo, esto apenas importaba cuando el aire olía a limpio y estaban siendo conducidos a través de tanta belleza. Era un día perfecto de verano, el cielo despejado y azul. Por las ventanillas abiertas del Range Rover les daba en la cara una brisa refrescante, no lo bastante fuerte para agitar las delicadas ramas de los árboles o hacer susurrar la hierba. Los árboles estaban frondosos, aún con la lozanía de la primavera, las ramas todavía no paralizadas por la polvorienta pesadez de agosto. Fue Kim quien, tras diez minutos de trayecto silencioso, se inclinó hacia delante y dijo:
– ¿Trabaja usted en la Mansión Cheverell, señor Mogworthy?
– Llevo allí sólo cuarenta y cinco años. Empecé de chico, podando el jardín clásico estilo Tudor. Aún lo hago. Entonces el dueño era sir Francis, y después vino sir Nicholas. Ustedes trabajarán para el señor Chandler-Powell, si las mujeres los contratan.
– ¿No nos entrevistará él? -preguntó Dean.
– Está en Londres. Opera allí los lunes, martes y miércoles. La entrevista se la harán la señorita Cressett y la enfermera Holland. El señor Chandler-Powell no se ocupa de los asuntos domésticos. Si convencen a las mujeres, están dentro. Si no, cojan el portante y adiós.
No había sido un inicio prometedor, y a primera vista incluso la belleza de la Mansión, silenciosa y plateada bajo el sol estival, intimidaba más que tranquilizaba. Mogworthy los dejó en la puerta, señaló simplemente el timbre y regresó al coche, que condujo hacia el ala este de la casa. Dean tiró con decisión de la campanilla de hierro. No oyeron nada, pero al cabo de medio minuto se abrió la puerta y vieron a una mujer joven. El pelo rubio le llegaba a los hombros -Dean pensó que no parecía demasiado limpio-, llevaba los labios muy pintados y lucía unos téjanos debajo de un delantal de colores. La catalogó como alguien del pueblo que iba a echar una mano, una primera impresión que resultó ser acertada. Durante unos instantes ella los contempló con cierto desagrado, y luego dijo:
– Soy Maisie. La señorita Cressett me ha dicho que les sirva té en el salón.
Al recordar su llegada, Dean se sorprendía de que hubiera acabado tan acostumbrado a la magnificencia del gran salón. Ahora entendía cómo los dueños de casas así podían habituarse a su belleza, moverse con seguridad por los pasillos y las habitaciones sin advertir apenas los cuadros y objetos, la suntuosidad que les rodeaba. Sonrió, recordando que, cuando preguntó si podían lavarse las manos, fueron conducidos a través del vestíbulo hasta una habitación situada en la parte posterior que obviamente era aseo y cuarto de baño. Maisie desapareció, y como Kim entró primero, él se quedó fuera.
Al cabo de tres minutos, Kim salió, con los ojos abiertos de sorpresa, diciendo entre susurros:
– Es muy extraño. La taza del váter está pintada por dentro. Todo azul, con flores y follaje. Y el asiento es enorme… de caoba. Y no hay una cisterna propiamente dicha. Has de tirar de una cadena como en el baño ele mi abuela. Pero el papel pintado es precioso, y hay montones de toallas. No sabía cuál utilizar. Y también un jabón caro. Apresúrate, cariño. No quiero quedarme sola. ¿Crees que el baño es tan viejo como la casa? Seguro que sí.
– No -dijo él, queriendo demostrar un conocimiento superior-, cuando se construyó esta casa no habría cuartos de aseo, al menos no como éste. Parece más bien Victoriano. De principios del siglo XIX, diría yo.
Hablaba con una seguridad en sí mismo que no sentía realmente, resuelto a no permitir que la Mansión lo intimidara. Kim esperaba de él tranquilidad y apoyo. Dean no debía dar a entender que necesitaba lo mismo.
Regresaron al vestíbulo y vieron a Maisie en la puerta del gran salón.
– Su té está aquí -dijo-. Dentro de un cuarto de hora volveré y les acompañaré a la oficina.
Al principio, el salón los abrumó; avanzaron como niños bajo las enormes vigas, observados, o eso parecía, por caballeros isabelinos en jubones y calzas de malla y jóvenes soldados posando arrogantes sobre sus corceles. Desconcertado por el tamaño y la grandiosidad, sólo más tarde se fijó Dean en los detalles. Ahora era consciente del inmenso tapiz en la pared derecha, debajo del cual había una larga mesa de roble con un gran jarrón de flores.
Les esperaba el té, dispuesto sobre una mesa baja frente a la chimenea. Vieron un juego de té elegante, una bandeja de bocadillos, tortas con mermelada y mantequilla y un pastel de frutas. Los dos estaban sedientos. Kim sirvió el té con dedos temblorosos mientras Dean, que ya se había hartado de bocadillos en el tren, cogió una torta y la untó generosamente con mantequilla y mermelada. Tras dar un mordisco, dijo:
– La mermelada es casera, la torta no. Es mala señal.
– El pastel también es comprado -dijo Kim-. Está bastante bueno, pero claro, a saber cuándo se marchó el último cocinero. Nosotros no les daríamos pastel comprado. Y esa chica que ha abierto la puerta será eventual. No entiendo que contraten a alguien así. -Acabaron hablándose en susurros como si fueran conspiradores.
Maisie regresó puntualmente, todavía sin sonreír. Con tono algo pomposo, dijo:
– ¿Quieren seguirme, por favor? -Y les condujo por el cuadrado vestíbulo hasta la puerta opuesta; la abrió y dijo-: Los Bostock están aquí, señorita Cressett. Les he servido el té. -Y desapareció.
La habitación era pequeña, revestida con paneles de roble y evidentemente muy funcional, el escritorio grande en contraste con los paneles ondulados y la hilera de cuadritos encima. Tres mujeres sentadas frente a la mesa les indicaron que tomaran asiento en las sillas dispuestas al efecto.
– Me llamo Helena Cressett -dijo la más alta-, les presento a la enfermera Holland y a la señora Frensham. ¿Han tenido buen viaje?
– Muy bueno, gracias -contestó Dean.
– Bien. Antes de decidirse han de ver las habitaciones y la cocina, pero primero me gustaría explicarles algo sobre el trabajo. En cierto modo es diferente del habitual de un cocinero. El señor Chandler-Powell opera en Londres de lunes a miércoles. Esto significa que, para ustedes, el principio de la semana es relativamente fácil. El ayudante, el señor Marcus Westhall, vive en uno de los chalets con su hermana y su padre, y yo normalmente me preparo la comida en mi apartamento, aunque de vez en cuando organizo una pequeña cena y pido que cocinen para mí. La segunda parte de la semana es muy ajetreada. Están el anestesista y todo el personal auxiliar y de enfermería, que pasan aquí la noche o regresan a su casa al final del día. Toman algo cuando llegan, un almuerzo caliente, y una comida que denominaríamos merienda-cena antes de irse. La enfermera Holland también es residente, igual que, naturalmente, el señor Chandler-Powell y los pacientes. De vez en cuando, el señor Chandler-Powell se marcha de la Mansión muy temprano, a las cinco y media, para ver a sus pacientes de Londres. Por lo general está de regreso a la una y necesita un buen almuerzo, que le gusta tomar en su propia sala de estar. Dada su necesidad de volver a veces a Londres durante parte del día, sus comidas pueden ser irregulares aunque siempre son importantes. Decidiré el menú con ustedes con antelación. La enfermera es responsable de las necesidades de todos los pacientes, así que ahora le pido a ella que explique lo que espera de ustedes.
– Antes de una anestesia -dijo la enfermera Holland-, los pacientes han de ayunar, y por lo común después de la intervención comen poco, siempre en función de su gravedad y de lo que se les haya hecho. Cuando están lo bastante bien para comer, suelen ser exigentes y quisquillosos. Algunos siguen una dieta, que supervisamos el dietista y yo. Normalmente, los pacientes comen en su habitación, y no se les sirve nada sin mi permiso. -Se volvió hacia Kimberley-. En general, una de las enfermeras lleva la comida al ala de los pacientes, pero ustedes quizá tengan que servirles té o bebidas ocasionales. ¿Entiende que incluso éstas requieren autorización?
– Sí, enfermera, lo entiendo.
– Aparte de la comida de los pacientes, recibirán las instrucciones de la señorita Cressett o, si ella no está, de su segunda, la señora Frensham. Ahora la señora Frensham les hará algunas preguntas.
La señora Frensham era una señora de edad avanzada, alta y angulosa, con un pelo gris acero recogido en un moño. Pero su mirada era tierna, y Dean se sintió más en casa con ella que con la mucho más joven, morena y -pensaba él- bastante guapa enfermera Holland o con la señorita Cressett, con su cara singular y extraordinariamente pálida. Seguro que muchas personas la encontrarían atractiva, pero no podía decirse que fuera bonita.
Las preguntas de la señora Frensham estuvieron dirigidas sobre todo a Kim y no fueron difíciles. ¿Qué galletas serviría con el café por la mañana y cómo las haría? Kim, sintiéndose inmediatamente a sus anchas, explicó su receta para galletas finas especiadas con pasas de Corinto. ¿Y cómo haría los profiteroles? De nuevo Kim no tuvo ninguna dificultad. A Dean le preguntaron cuál de tres afamados vinos serviría con el pato a la naranja, la vichyssoise y el solomillo de buey asado, y qué comidas sugeriría para un día de verano muy caluroso o en la difícil época posterior a la Navidad. Dio respuestas que evidentemente fueron consideradas satisfactorias. No había sido una prueba difícil, y notó que Kim se relajaba.
Fue la señora Frensham quien los condujo a la cocina. Luego se volvió hacia Kim y dijo:
– Señora Bostock, ¿cree que será feliz aquí?
Entonces Dean decidió que la señora Frensham le caía bien.
Y Kim era feliz. Para ella, conseguir este empleo había sido una liberación milagrosa. El recordaba esa mezcla de sobrecogimiento y placer con que su mujer se desplazó por la cocina grande y reluciente, y luego, como en un sueño, por las habitaciones, la sala de estar, el dormitorio y el lujoso cuarto de baño que sería suyo, tocando los muebles con incrédulo asombro, corriendo a mirar por todas las ventanas. Al final habían ido al jardín, y ella había extendido los brazos al soleado paisaje, y le había cogido la mano como un niño y lo había mirado con ojos radiantes.
– Es maravilloso. No me lo puedo creer. No hemos de pagar alquiler y tenemos la manutención. Podremos ahorrar los dos sueldos.
Para ella había sido un nuevo comienzo, lleno de esperanza, con prometedoras imágenes de los dos trabajando juntos, volviéndose indispensables, el cochecito en el césped, su hijo corriendo por el jardín vigilado desde las ventanas de la cocina. Al mirarla a los ojos, Dean sabía que eso había sido el principio del fin de un sueño.
Rhoda despertó, como siempre, no a un lento ascenso a la conciencia plena sino a un estado de vigilia inmediato, los sentidos alerta ante el nuevo día. Se quedó tumbada en silencio durante unos minutos, disfrutando de la calidez y la comodidad de la cama. Antes de dormir había descorrido un poco las cortinas, y ahora una estrecha franja de luz pálida revelaba que había dormido más de lo esperado, desde luego más que de costumbre, y que estaba despuntando un día invernal. Había dormido bien, pero ahora era imperiosa la necesidad de un té caliente. Marcó el número anotado en la mesilla de noche y oyó una voz masculina.
– Buenos días, señorita Gradwyn. Le habla Dean Bostock desde la cocina. ¿Desea que le lleve algo?
– Té, por favor. Indio. Una tetera grande, con leche y sin azúcar.
– ¿Quiere pedir el desayuno ahora?
– Sí, pero, por favor, espere media hora a traerlo. Zumo de naranjas natural, un huevo escalfado en una tostada de pan blanco, y luego una tostada integral con mermelada. Lo tomaré en mi habitación.
El huevo escalfado sería un test. Si venía en su punto, y la tostada iba ligeramente untada con mantequilla y no era dura ni pastosa, podía contar con buena comida cuando regresara para la operación y una estancia más larga. Regresaría… y a esta misma habitación. Tras ponerse e! salto de cama, se dirigió a la ventana y vio el paisaje de valles y colinas boscosos. Había niebla, de modo que las redondeadas cumbres parecían islas en un mar de plata pálida. Había sido una noche despejada y fría. El estrecho tramo de césped que había bajo las ventanas se veía blanquecino y endurecido por la escarcha, pero ya el sol empañado empezaba a volverlo verde y ablandarlo. En las ramas altas de un roble sin hojas estaban encaramados tres grajos, inusitadamente silenciosos e inmóviles, como negros augurios colocados con esmero. Más abajo se extendía una senda de limeros que conducía a una pared baja de piedra más allá de la cual se apreciaba un pequeño círculo de piedras. Al principio sólo era visible la parte superior, pero mientras miraba se disipó la niebla y apareció el círculo en su totalidad. A esa distancia y con el redondel parcialmente oculto por la pared, Rhoda alcanzaba a ver sólo que las piedras eran de diferentes tamaños, bultos toscos y deformes alrededor de una piedra central más alta. Pensó que serían prehistóricas. De repente, sus oídos captaron el débil sonido de la puerta de la salita al cerrarse. Había llegado el té. Sin dejar de mirar, a lo lejos vio una fina franja de luz plateada y, levemente exaltada, cayó en la cuenta de que sería el mar.
Renuente a abandonar la vista, aún se quedó unos segundos antes de volverse y ver, con un pequeño sobresalto, que una mujer joven había entrado sin hacer ruido y estaba mirándola en silencio. Era una persona menuda que llevaba un vestido azul a cuadros y encima una informe rebeca beige, lo que revelaba un estatus ambiguo. Con toda evidencia no era una enfermera, si bien no tenía en absoluto la seguridad de una sirvienta, la confianza nacida de un empleo reconocido y familiar. Rhoda pensó que probablemente era mayor de lo que parecía, pero el uniforme, en especial la inadecuada rebeca, le daba un aire infantil. Tenía la cara pálida y el pelo castaño y liso, sujeto todo en un lado mediante un largo pasador con adornos. La boca era pequeña, el labio superior un arco perfecto tan lleno que parecía hinchado, pero el inferior más fino. Los ojos eran azul claro y algo saltones bajo unas cejas rectas, vigilantes, casi cautelosos, incluso un poco sentenciosos en su examen impasible.
Con una voz que era más de ciudad que de campo, una voz corriente con un tono de deferencia que Rhoda consideró engañoso, dijo:
– He traído el té de la mañana, señora. Me llamo Sharon Ba- teman y ayudo en la cocina. La bandeja está fuera. ¿Quiere que la entre?
– Sí, en un instante. ¿El té está recién hecho?
– Sí, señora. Lo he subido enseguida.
Rhoda estuvo tentada de decir que la palabra «señora» era inapropiada, pero lo dejó correr.
– En este caso, déjelo reposar un par de minutos. He estado mirando el círculo de piedras. Me habían hablado de él pero no imaginaba que estuviera tan cerca de la Mansión. Supongo que son prehistóricas.
– Sí, señora. Las Piedras de Cheverell. Son bastante famosas. La señorita Cressett dice que tienen más de tres mil años de antigüedad. Dice que en Dorset los círculos de piedras son poco comunes.
– Anoche -dijo Rhoda-, cuando descorrí la cortina, vi una luz parpadeante. Parecía una linterna. Venía de esa dirección. Quizás había alguien caminando entre las piedras. Seguramente el círculo atrae a muchos visitantes.
– No tantos, señora. Creo que la mayoría de la gente no sabe que están aquí. Los habitantes del pueblo no se acercan. Sería el señor Chandler-Powell. Le gusta pasear por ahí de noche. No le esperábamos, pero llegó a última hora. Nadie del pueblo va a las piedras una vez ha oscurecido. La gente tiene miedo de ver el fantasma de Mary Keyte andando y vigilando.
– ¿Quién es Mary Keyte?
– Las piedras están encantadas. En 1654, la ataron a la piedra del centro y la quemaron. Es diferente de las otras piedras, más alta y más oscura. La condenaron por bruja. Era habitual quemar a viejas acusadas de ser brujas, pero ella tenía sólo veinte años. Aún se puede ver la parte oscura donde estaba el fuego. En medio de las piedras ya no crece nunca la hierba.
– Sin duda porque a lo largo de los siglos la gente se habrá encargado de que así sea -dijo Rhoda-. A lo mejor echando algo para matar la hierba. No me dirás que te crees este disparate.
– Dicen que sus gritos se oían hasta en la iglesia. Mientras ardía, Mary maldijo el pueblo, y después murieron casi todos los niños. En el cementerio de la iglesia aún se ven los restos de algunas de las lápidas, aunque los nombres están muy borrosos y no se pueden leer. Mog dice que el día en que fue quemada aún es posible oír sus gritos.
– En una noche ventosa, me imagino.
La conversación se estaba volviendo un fastidio, pero a Rhoda le costaba ponerle punto final. Con toda evidencia, la muchacha -parecía poco más que eso y seguramente no era mucho mayor de lo que había sido Mary Keyte- estaba morbosamente obsesionada con la historia de la bruja.
– Los niños del pueblo -explicó Rhoda- murieron de infecciones propias de la infancia, tal vez tuberculosis, o de calentura. Antes de ser condenada, culparon a Mary Keyte de las enfermedades, y después de ser quemada le achacaron las muertes.
– Entonces, ¿usted no cree que los espíritus de los muertos pueden volver para visitarnos?
– Los muertos no vuelven a visitarnos ni como espíritus, al margen de lo que esto signifique, ni de ninguna otra manera.
– ¡Pero los muertos están aquí! Mary Keyte no descansa en paz. Los retratos de la casa. Esas caras… no han abandonado la Mansión. Sé que no me quieren aquí.
No sonaba histérica ni siquiera especialmente preocupada. Era una simple exposición de hechos.
– Esto es absurdo -dijo Rhoda-. Están muertos. Ya no piensan. En la casa donde vivo tengo un viejo retrato. Un caballero estilo Tudor. A veces intento imaginar qué pensaría él si pudiera verme viviendo y trabajando ahí. Pero la emoción es mía, no suya. Aunque yo me convenciera a mí misma de que puedo comunicarme con él, el caballero no hablaría conmigo. Mary Keyte está muerta. No puede regresar. -Hizo una pausa y añadió con tono autoritario-: Ahora tomaré el té.
Apareció la bandeja, porcelana fina, una tetera del mismo diseño, la jarra de la leche a juego.
– Debo preguntarle una cosa sobre el almuerzo, señora -dijo Sharon-. Si querrá que se lo sirvan aquí o en el salón de los pacientes. Está en la galería larga de abajo. Hay un menú a elegir.
Sacó un papel del bolsillo de la rebeca y se lo dio. Había dos opciones. Rhoda dijo:
– Dígale al chef que tomaré el consomé, las escalopas sobre crema de chirivías y espinacas con patatas a la duquesa, y de postre sorbete de limón. Y también me apetece un vaso de vino blanco frío. Un Chablis estaría bien. En mi sala de estar a la una.
Sharon se fue de la habitación. Mientras tomaba el té, Rhoda pensó en lo que identificaba como emociones confusas. No había visto antes a la chica ni había oído hablar de ella, y la suya era una cara que no habría olvidado fácilmente. Y sin embargo era, si no familiar, sí al menos un incómodo recordatorio de cierta emoción pasada, no sentida con entusiasmo en su momento pero alojada aún en algún lugar recóndito de la memoria. Y el breve encuentro había reforzado la sensación de que la casa contenía algo más que los secretos encerrados en los cuadros o elevados al rango de folclore. Sería interesante explorar un poco, dar rienda suelta a la pasión de siempre de describir la verdad sobre las personas, como individuos o en sus relaciones de trabajo, las cosas que revelaban sobre sí mismas, los caparazones cuidadosamente construidos que ofrecían al mundo. Era una curiosidad que ahora estaba decidida a disciplinar, una energía mental que pretendía utilizar para un fin distinto. Esta podría ser muy bien su última investigación, si se le podía llamar así; era improbable que fuera su última curiosidad. Y se dio cuenta de que aquel sentimiento ya estaba perdiendo su capacidad, de que ya no era una compulsión. Quizá cuando se hubiera librado de la cicatriz, desaparecería para siempre o permanecería como poco más que un útil complemento para investigar. De todos modos, le gustaría saber más sobre los habitantes de la Mansión Cheverell; y si en efecto había verdades interesantes que descubrir, Sharon, con su innegable necesidad de charlar, acaso fuera la más susceptible de revelarlas. Rhoda había hecho la reserva sólo hasta después del almuerzo, pero medio día sería insuficiente para explorar siquiera el pueblo y los terrenos de la Mansión, y porque además tenía una cita con la enfermera Holland para echar un vistazo al quirófano y a la sala de recuperación. La niebla de primera hora presagiaba buen tiempo, por lo que estaría bien pasear por el jardín y quizás un poco más allá. Le gustaba el lugar, la casa, la habitación. Preguntaría si podía quedarse hasta la tarde siguiente. Y al cabo de dos semanas volvería para operarse y comenzaría su nueva vida partiendo de cero.
La capilla de la Mansión estaba a unos ochenta metros del ala este, medio oculta por un círculo de matas de laurel moteadas. No quedaba constancia de su historia ni de la fecha en que fue construida, pero desde luego era más antigua que la Mansión. Se trataba de una sencilla celda rectangular con un altar de piedra bajo la ventana orientada al este. Sólo se podía iluminar con velas, que estaban en una caja de cartón sobre una silla a la izquierda de la puerta, junto con un surtido de palmatorias, muchas de madera, que parecían desechadas de antiguas cocinas y dormitorios de sirvientes Victorianos. Como no había cerillas, el visitante fortuito e imprevisor tenía que rezar sus oraciones, dado el caso, a oscuras. La cruz del altar de piedra había sido esculpida con escaso arte, quizá por algún carpintero de la finca que obedecía órdenes o que estaba bajo el efecto de algún impulso piadoso o de afirmación religiosa. Difícilmente pudo haber sido algún Cressett muerto hacía tiempo, pues habría preferido plata o una talla de más empaque. Aparte de la cruz, en el altar no había nada más. Sin duda el primer mobiliario había cambiado con la gran agitación de la Reforma, antaño debió de estar primorosamente engalanado y más adelante sin adorno ninguno.
La cruz estaba directamente en la línea de visibilidad de Marcus Westhall, quien a veces, y durante largos períodos de silencio, la miraba fijamente como si esperase de ella algún poder misterioso, una ayuda para cierto propósito, una gracia que, como bien comprendía, siempre le sería negada. Bajo ese símbolo se habían librado batallas, grandes convulsiones sísmicas del Estado y la Iglesia habían cambiado la faz de Europa, hombres y mujeres habían sido torturados, quemados y asesinados. Con su mensaje de amor y perdón, había sido transportado a los infiernos más sombríos de la imaginación humana. A Marcus le servía de ayuda para concentrarse, hilvanar los pensamientos que se arrastraban, se elevaban y se arremolinaban en su mente como frágiles hojas pardas en un viento racheado.
Había entrado en silencio y, tras tomar asiento como de costumbre en el banco de madera de atrás, fijó la mirada en la cruz pero sin rezar, toda vez que no tenía ni idea de cómo se hacía ni de con quién exactamente quería comunicarse. A veces se preguntaba cómo sería descubrir esa puerta secreta que por lo visto se abría al más leve contacto, y sentir que se desprendía de sus hombros esa carga de culpa e indecisión. Sin embargo, sabía que una dimensión de la experiencia humana le estaba tan vedada como la música a quien no tiene buen oído. Quizá Lettie Frensham la hubiera encontrado. Los domingos por la mañana, a primera hora, la veía pasando en bicicleta ante la Casa de Piedra, con gorra de lana, su figura angulosa batallando contra la ligera pendiente de la carretera, convocada por campanas no oídas a algún pueblo lejano innominado del que ella nunca había hablado. Jamás la había visto en la capilla. Si iba, sería a horas en las que él estaría con George en el quirófano. Marcus pensó que no le habría importado compartir este santuario si ella hubiera entrado alguna vez a sentarse a su lado en cordial silencio. No sabía nada de Lettie salvo que en otro tiempo había sido gobernanta de Helena Cressett, y no tenía ni idea de por qué había regresado a la Mansión al cabo de tantos años. Pero con su discreción y su tranquila sensatez, ella le parecía a Marcus un estanque de agua quieta en una casa donde había profundas y turbulentas corrientes submarinas, no menos que en su propia mente atribulada.
Del resto de la Mansión, sólo Mog asistía a la iglesia del pueblo; de hecho era un incondicional del coro. Marcus sospechaba que la todavía poderosa voz de barítono de Mog en Evensong era su forma de expresar una lealtad, al menos parcial, al pueblo frente a la Mansión, y a la administración vieja frente a la nueva. Estaría al servicio del intruso mientras la señorita Cressett estuviera al cargo y le pagaran bien; el señor Chandler-Powell podía comprar sólo una parte cuidadosamente racionada de su fidelidad.
Aparte de la cruz del altar, la única señal de que esa celda constituía, en cierto sentido, algo distinto era una tablilla de bronce conmemorativa colocada en la pared junto a la puerta:
EN MEMORIA DE CONSTANCE URSULA 1896-1928,
ESPOSA DE SIR CHARLES CRESSETT BT,
QUE ENCONTRÓ LA PAZ EN ESTE LUGAR.
PERO AÚN MÁS FUERTE, EN LA TIERRA Y EL AIRE
EL MAR, EL HOMBRE DE ORACIÓN,
Y MUY POR DEBAJO DE LA MAREA;
YEN EL ASIENTO A LA FE ASIGNADO
DONDE PEDIR ES TENER, DONDE BUSCAR
ES ENCONTRAR
DONDE LLAMAR ES ABRIR DE PAR EN PAR.
Conmemorada como esposa, pero no como esposa amada, y muerta a los treinta y dos años. Así pues, un matrimonio breve. Marcus había descubierto que los versos, tan distintos de las devociones habituales, eran de un poema del siglo XVIII de Christopher Smart, pero no hizo averiguaciones sobre Constance Ursula. Como al resto de personas de la casa, le cohibía preguntarle a Helena por su familia. De todos modos, consideró que el bronce era una intromisión discordante. La capilla tenía que ser sólo de piedra y madera.
En ningún otro sitio de la Mansión había tanta tranquilidad, ni siquiera en la biblioteca, donde a veces se sentaba solo. Siempre tenía miedo de que la soledad se viera interrumpida, de que la puerta se abriera y dejara pasar las temidas palabras tan familiares desde su infancia: «Oh, estás aquí, Marcus, te hemos estado buscando.» Pero nadie lo había buscado nunca en la capilla. Era extraño que esa celda de piedra fuera tan tranquila. Incluso el altar era un recordatorio de conflicto. En los inciertos días de la Reforma, había habido disputas teológicas entre el sacerdote local, adherido a la vieja religión, y sir Francis Cressett, que prefería las nuevas formas de culto y pensamiento. Como necesitaba un altar para esa capilla, envió de noche a los hombres de la casa a robar el de la Lady Chapel, un sacrilegio que provocó la ruptura entre la iglesia y la Mansión durante generaciones. Después, durante la guerra civil, la Mansión estuvo ocupada brevemente por tropas parlamentarias tras una triunfante escaramuza, y los legitimistas muertos quedaron tendidos en el suelo de piedra.
Marcus espantó pensamientos y recuerdos y se concentró en su dilema. Debía tomar una decisión, ahora mismo, sobre si quedarse en la Mansión o ir a África con un equipo quirúrgico. Sabía lo que quería su hermana, lo que él había llegado a considerar como la solución a todos sus problemas, pero ¿suponía este abandono escapar de algo más que de su trabajo? Había oído la mezcla de enfado y súplica en la voz de su amante. Eric, que trabajaba de enfermero de quirófano en Saint Ángela, había querido que él participara en una marcha gay. La pelea no fue inesperada. Era la primera vez que surgía un conflicto. Recordaba sus propias palabras.
– No entiendo la razón. Si yo fuera heterosexual, tú no esperarías que yo me manifestara por la calle para proclamarlo. ¿Por qué tenemos que hacerlo? ¿No se trata simplemente de que tenemos derecho a ser lo que somos? No hay por qué justificarlo, ni anunciarlo, ni declarárselo a la gente. No entiendo por qué mi sexualidad debe interesarle a nadie salvo a ti.
Intentó olvidar la dureza de la riña que siguió después, la voz de Eric quebrada al final, la cara cubierta de lágrimas, la cara de un niño.
– No tiene nada que ver con que sea algo privado; huyes. Te avergüenzas de lo que eres, de lo que soy yo. Y con el empleo pasa lo mismo. Estás con Chandler-Powell, desperdiciando tus aptitudes con una panda de mujeres ricas, presumidas y extravagantes, obsesionadas con su aspecto cuando podrías estar trabajando a tiempo completo aquí en Londres. Encontrarías un trabajo…, claro que lo encontrarías.
– Ahora no es tan fácil, y no pienso desperdiciar mi talento. Me voy a África.
– Para alejarte de mí.
– No, Eric, para alejarme de mí mismo.
– ¡Nunca lo harás! ¡Nunca, nunca! -Las lágrimas de Eric y el portazo quedaron como el último recuerdo.
Marcus había estado mirando el altar con tal atención que la cruz parecía difuminarse y convertirse en un borrón móvil. Cerró los ojos y aspiró el olor húmedo y frío del lugar, notó la dura madera del banco en la espalda. Recordaba la última operación importante de Saint Ángela en la que había estado, una mujer mayor del Servicio Nacional de Salud en cuya cara se había ensañado un perro. Ya estaba enferma y, dado su pronóstico, sólo le quedaba como mucho un año de vida, pero con qué paciencia, con qué destreza, durante largas horas, había George reconstruido un rostro que pudiera soportar el cruel examen del mundo. Nunca se desatendía nada, nada se hacía con prisas ni de manera forzada. ¿Qué derecho tenía George a desaprovechar esa entrega y esas habilidades siquiera tres días a la semana con mujeres ricas a quienes desagradaba la forma de su nariz, su boca o sus pechos, y que querían que la gente supiera que podían permitirse una operación con el señor Chandler-Powell? ¿Qué era para él tan importante para dedicar tiempo a un trabajo que podía hacer un cirujano menos cualificado, y hacerlo igual de bien?
Sin embargo, dejarle ahora seguiría siendo una traición a un hombre a quien veneraba. No dejarle sería una traición a sí mismo y a Candace, la hermana que, como le quería, sabía que debía liberarse y le animaba a tener el valor de actuar. A ella nunca le había faltado valor. Marcus había dormido en la Casa de Piedra y pasado suficiente tiempo allí durante la última enfermedad de su padre para llegar a tener alguna idea de lo que Candace había tenido que aguantar aquellos dos años. Y ahora ella se había quedado sin trabajo, sin ningún otro a la vista, y con la posibilidad de que él se marchara a África. Es lo que Candace quería para él, se había esforzado para hacerlo factible y le había animado a ello, pero Marcus sabía que entonces ella se quedaría sola. Estaba a punto de abandonar a las dos personas que lo amaban -Candace y Eric-, y a George Chandler-Powell, el hombre a quien más admiraba.
Su vida era un lío. Cierta parte de su carácter, tímido, indolente, sin confianza en sí mismo, había generado el hábito de mostrarse indeciso, de dejar que las cosas se arreglaran solas, como si Marcus hubiera puesto su fe en una providencia benevolente que, si se la dejaba, actuaría en su nombre. En los tres años que había pasado en la Mansión, ¿cuánto de eso correspondía a la lealtad, la gratitud, la satisfacción de aprender de un hombre situado en lo más alto de su profesión, el deseo de no decepcionarle? Todo había desempeñado su papel, pero básicamente se había quedado porque eso era más fácil que afrontar la decisión de marcharse. Pero la afrontaría ahora. Soltaría amarras y no sólo físicamente. En África todo sería diferente, más profundo, más duradero que cualquier cosa que hubiera hecho en la Mansión. Tenía que hacer algo nuevo, y si esto exigía escapar, escaparía hacia la gente que necesitaba desesperadamente su destreza, hacia niños de ojos muy abiertos con atroces labios leporinos no tratados, hacia víctimas de la lepra que precisaban ser aceptadas y reconstruidas, hacia quienes tuvieran cicatrices, hacia los desfigurados y los rechazados. Le hacía falta respirar un aire más fuerte. Si no se enfrentaba ahora a Chandler-Powell, nunca tendría el coraje de actuar.
Se levantó con rigidez y caminó como un viejo hasta la puerta, se paró un instante, y acto seguido echó a andar decidido hacia la Mansión, como un soldado dirigiéndose a la batalla.
Marcus encontró a Chandler-Powell en la sala de operaciones. Estaba solo, ocupado en revisar un nuevo envío de instrumentos, examinando cada uno minuciosamente, dándole vueltas en la mano y devolviéndolo a la bandeja con una especie de reverencia. Era un trabajo para un ayudante de quirófano, y Joe Maskell llegaría a las siete de la mañana siguiente para preparar la primera operación del día. Marcus sabía que verificar los instrumentos no significaba que Chandler-Powell tuviera poca confianza en Joe -no contrataba a nadie en quien no pudiera confiar-, pero tenía dos grandes pasiones, su trabajo y su casa, y ahora era como un niño con sus juguetes favoritos.
– Si tienes tiempo, me gustaría hablar un momento contigo -dijo Marcus.
Incluso a él mismo su voz le pareció poco natural, con un tono extraño. Chandler-Powell no levantó la vista.
– Depende de lo que entiendas por un momento. ¿Se trata de una conversación seria?
– Supongo que sí.
– Entonces terminaré esto e iremos a la oficina.
Para Marcus había algo intimidante en la idea. Le recordó demasiado las veces que su padre lo mandaba llamar cuando niño. Ojalá pudiera hablar ahora y acabar de una vez. Pero espero a que se hubiera cerrado el último cajón; entonces George Chandler-Powell dirigió sus pasos a la puerta del jardín, y cruzando la parte trasera de la casa y el vestíbulo, ambos llegaron a la oficina. Lettie Frensham estaba sentada ante su ordenador, pero, cuando los vio entrar, murmuró una disculpa en voz baja y se fue discretamente. Chandler-Powell se sentó frente a una mesa, indicó a Marcus una silla y se quedó esperando. Marcus intentó convencerse a sí mismo de que el silencio no era una impaciencia cuidadosamente controlada.
Como parecía improbable que George fuera el primero en hablar, Marcus dijo:
– He tomado una decisión sobre África. Quiero hacerte saber que finalmente me incorporaré al equipo del señor Greenfield. Te agradeceré que en el espacio de tres meses me releves de mis obligaciones.
– Supongo que has estado en Londres y has hablado con el señor Greenfield -dijo Chandler-Powell-. Y sin duda él te haría notar algunos problemas, el futuro de tu carrera entre ellos.
– Sí, así es.
– Matthew Greenfield es uno de los mejores cirujanos plásticos de Europa, seguramente está entre los seis mejores del mundo. También es un profesor brillante. Podemos dar por sentada su capacidad: FRCS, [1] FRCS (plástico), Maestro en Cirugía. Va a África a dar clase y a abrir un centro de excelencia. Esto es lo que quieren los africanos, aprender a arreglárselas solos, que no tengan que ir siempre los blancos a ocuparse de todo.
– No pensaba en ocuparme de nada, sólo en ayudar. Hay mucho que hacer. El señor Greenfield cree que yo podría ser útil.
– Naturalmente que lo cree; de lo contrario no desperdiciaría su tiempo contigo. Pero ¿qué crees que estás ofreciendo exactamente? Eres FRCS y un cirujano competente, pero no estás cualificado para enseñar, ni siquiera para enfrentarte sin ayuda a los casos más complicados. Además, un año en África afectará seriamente a tu carrera, bueno, eso si consideras que tienes una. Quedarte aquí no te ha resultado práctico, te lo dije el primer día. Esta nueva ACM, Actualización de Carreras Médicas, hace que los planes de formación sean mucho más rígidos. Los internos se han convertido en médicos tras un año preparatorio, y todos sabemos el lío que está montando aquí el gobierno, los especialistas se van, los jefes de admisiones son aprendices de cirujano en prácticas, y quién sabe cuánto durará esto antes de que se les ocurra algo, más formularios que rellenar, más burocracia, más dificultades para la gente que quiere seguir trabajando. Pero una cosa es segura. Si quieres hacer una carrera como cirujano, has de estar en el plan de formación, y esto se ha vuelto muy rígido. Sería posible reincorporarte, y yo echaría una mano, pero no si te vas de excursión a África. Porque no es que vayas por motivos religiosos. Si así fuera, no lo apoyaría pero podría comprenderlo… bueno, si no comprenderlo, aceptarlo. Hay gente así, pero nunca te he tenido por alguien especialmente devoto.
– No, no pretendo serlo.
– Bueno, ¿qué reivindicas, entonces? ¿La beneficencia universal? ¿La culpa poscolonial? Sé que esto aún goza de cierta popularidad.
– George, tengo un trabajo útil que hacer. No reivindico nada salvo esta clara convicción de que África me iría bien. No puedo quedarme aquí indefinidamente, tú mismo lo has dicho.
– No te estoy pidiendo que te quedes. Sólo te pido que reflexiones detenidamente sobre qué rumbo quieres que tome tu carrera. Si quieres hacer carrera como cirujano, claro. Pero si ya has tomado una decisión, no voy a gastar saliva intentando convencerte. Sugiero que te lo pienses bien; de momento me queda claro que en tres meses necesitaré a alguien que te sustituya.
– Sé que para ti será un inconveniente, y lo lamento. Y sé cuánto te debo. Te estoy agradecido. Siempre lo estaré.
– Estos gimoteos de gratitud sobran. Entre colegas «gratitud» nunca es una palabra agradable. Damos por hecho que te vas dentro de tres meses. Espero que en África encuentres lo que estás buscando, sea lo que fuere. ¿O la cuestión está en quitarte de encima algo de lo que estás huyendo? Si esto es todo, ahora me gustaría poder usar la oficina.
Había otra cosa, y Marcus se armó de valor para decirla. Se habían pronunciado palabras que habían destruido una relación. Ya nada podía ser peor.
– Se trata de una paciente, Rhoda Gradwyn. Ahora está aquí.
– Ya lo sé. Y regresará en dos semanas para su operación, a menos que no le guste la Mansión y prefiera una cama en Saint Ángela.
– ¿No sería esto más conveniente?
– ¿Para ella o para mí?
– Me preguntaba si quieres realmente animar a los periodistas de investigación a que vengan a la Mansión. Si viene ella, vendrán otros después. Y ya me imagino lo que escribirá Gradwyn. «Mujeres ricas se gastan fortunas porque no están satisfechas con su aspecto. Las aptitudes de valiosos cirujanos podrían aprovecharse mejor.» Descubrirá algo que criticar, es su trabajo. Los pacientes confían en nuestra discreción y esperan confidencialidad absoluta. Porque, ¿no es éste el sentido de este lugar?
– No del todo. No quiero distinguir entre los pacientes por razones que no sean las médicas. Y francamente, no levantaría un dedo para amordazar a la prensa popular. Si pensamos en las intrigas y las zorrerías de los gobiernos, vemos que hace falta alguna organización lo bastante fuerte para gritar de vez en cuando. Antes creía que vivía en un país libre. Ahora he de reconocer que no es así. Pero al menos tenemos una prensa libre, y estoy dispuesto a soportar cierta cantidad de vulgaridad, populismo, sentimentalismo y tergiversación para garantizar que siga siendo libre. Supongo que Candace está detrás de esto. Sería raro que se te hubiera ocurrido a ti solo. Si su antagonismo hacia la señorita Gradwyn obedece a razones personales, no necesita tener nada que ver con ella. No se le exige esto, los pacientes no son asunto suyo. No tiene por qué verla ahora ni cuando regrese. No selecciono a mis pacientes para complacer a tu hermana. Y ahora, si ya has terminado, seguro que los dos tenemos cosas que hacer. Yo al menos sí.
George se puso en pie y se quedó junto a la puerta. Sin decir ni una palabra más, Marcus pasó delante de él rozándole la manga y salió. Se sentía como un criado incompetente, caído en desgracia. Ese era el mentor al que había venerado, casi adorado, durante años. Ahora, horrorizado, sabía que lo que sentía estaba más cerca del odio. Se apoderó de su mente una idea, casi una esperanza, desleal y vergonzosa. Quizás el ala oeste, la empresa propiamente dicha, se vería obligada a cerrar si se producía un desastre, un incendio, una infección, un escándalo. Si se agotaba la provisión de pacientes ricos, ¿cómo podría Chandler-Powell seguir adelante? Intentó cerrar la mente a las imaginaciones más viles, pero ya eran imparables. Una, la más vil y tremenda de todas, llegó a causarle repugnancia: la muerte de un paciente.
Chandler-Powell aguardó a que los pasos de Marcus se apagaran; luego salió de la Mansión para ir a ver a Candace Westhall. No era su intención pasar ese miércoles enredado en discusiones con Marcus o su hermana, pero ahora que se había tomado una decisión sería bueno saber qué tenía ella en la cabeza. Iba a ser un fastidio que Candace también hubiera decidido marcharse; pero seguramente, ahora que su padre estaba muerto, querría volver a su puesto en la universidad para el siguiente trimestre. Aunque no fuera éste el plan, para su trabajo en la Mansión, que consistía en sustituir a Helena cuando ésta se encontraba en Londres y echar una mano en la oficina, no hacía falta exactamente una carrera. A George no le gustaba interferir en la gestión doméstica de la Mansión, pero si ahora Candace tenía pensado irse, cuanto antes lo supiera él mejor.
Caminó hasta el sendero que conducía a la Casa de Piedra bajo el intermitente sol de invierno y, al aproximarse, vio que había un sucio coche deportivo aparcado frente al Chalet Rosa. Así que había llegado Robin Boyton, el primo de los Westhall. Recordaba haber oído a Helena decir algo sobre su visita con una notoria falta de entusiasmo, que, sospechaba, era también compartida por los Westhall. Boyton solía hacer la reserva con poca antelación, pero como el chalet estaba desocupado, evidentemente a Helena le había resultado imposible negárselo.
Siempre le había llamado la atención lo distinta que parecía la Casa de Piedra desde que llegaron Candace y su padre hacía unos dos años y medio. Ella era una jardinera diligente. Chandler-Powell sospechaba que se trataba de una excusa legítima para alejarse de la cabecera de Peregrine Westhall. Él sólo visitó al anciano dos veces antes de su muerte, pero sabía, como imaginaba que le ocurría a todo el pueblo, que era un paciente egoísta, exigente e ingrato. Y ahora que estaba muerto y Marcus se disponía a abandonar Inglaterra, sin duda Candace, liberada de esa servidumbre, tendría sus propios planes de futuro.
Candace estaba rastrillando el césped de la parte trasera. Llevaba su vieja chaqueta de tweed, pantalones de pana y botas que se ponía cuando trabajaba en el jardín, el pelo fuerte y oscuro cubierto con una gorra de lana calada hasta las orejas. Esto resaltaba el gran parecido con su padre, la nariz dominante, los ojos hundidos bajo unas cejas pobladas y rectas, la longitud y la delgadez de los labios, un rostro enérgico e inflexible que, con el cabello oculto, parecía andrógino. De qué forma tan extraña se habían repartido los genes de los Westhall, pues era en Marcus, no en ella, en quien los rasgos del viejo se habían suavizado y convertido casi en delicadeza femenina. Al verle, Candace dejó el rastrillo apoyado en el tronco de un árbol y fue a su encuentro.
– Buenos días, George -dijo-. Creo que sé a qué has venido. Iba a tomarme un descanso para tomar café. Entra, vamos.
Ella lo condujo a través de la puerta lateral, la utilizada habitualmente, hasta la vieja despensa que, con las paredes y el suelo de piedra, parecía más un excusado exterior, un almacén práctico para herramientas usadas, dominado por un aparador galés lleno de una mezcolanza de tazas y copas, manojos de llaves y diversos platos y bandejas. Se trasladaron a la pequeña cocina contigua. Estaba meticulosamente ordenada, pero Chandler-Powell se dijo para sus adentros que ya era hora de hacer algo para agrandar y modernizar el lugar, y se asombró de que Candace, con fama de buena cocinera, no se hubiera quejado al respecto.
Candace encendió una cafetera eléctrica y cogió dos tazas del aparador, y los dos se quedaron callados hasta que el café estuvo listo. Ella sacó una jarra de leche de la nevera, y ambos pasaron a la salita. Tomaron asiento uno frente a otro en una mesa cuadrada, y él volvió a pensar en lo poco que se había hecho en la casa. La mayor parte de los muebles eran de ella, de grandes almacenes, algunos envidiables, otros demasiado grandes. Tres paredes estaban cubiertas de estanterías de madera, traídas a la casa por Peregrine Westhall como parte de su biblioteca cuando el viejo se trasladó desde su casa de reposo. Había legado la biblioteca a su vieja escuela, y los libros que valía la pena conservar habían sido reunidos y recogidos, con lo que las paredes parecían un panal, con espacios vacíos en los que los ejemplares superfluos caían unos sobre otros, tristes símbolos de rechazo. En el conjunto de la estancia se respiraba un ambiente de transitoriedad y pérdida. Sólo el banco de madera con cojines colocado en ángulo recto respecto a la chimenea prometía algo de comodidad.
– Marcus acaba de darme la noticia de que dentro de tres meses se va a África -dijo sin preámbulos-. Me preguntaba hasta qué punto has influido tú en este plan tan poco inteligente.
– ¿Insinúas que mi hermano no es capaz de tomar decisiones propias sobre su vida?
– Sí puede. Que se sienta libre de llevarlas a la práctica es otro cantar. Es evidente que tienes algo que ver. Lo contrario sería una sorpresa. Le llevas ocho años. Tu madre estuvo inválida durante la mayor parte de la infancia de Marcus, luego es lógico que te escuche. Prácticamente lo educaste tú, ¿no?
– Pareces saber mucho de mi familia. Si he influido en él ha sido para alentarlo. Ya es hora de que se vaya. Entiendo que esto sea un inconveniente para ti, George, y a él le sabe mal. A los dos. Pero encontrarás a otro. Hace un año que estabas al corriente de esta posibilidad. Ya debes de tener un sustituto en mente.
Candace estaba en lo cierto. Ya tenía sustituto. Un cirujano retirado de su misma disciplina, muy competente aunque no brillante, que se alegraría de ayudarle tres días a la semana.
– No es esto lo que me preocupa -dijo-. ¿Qué se propone Marcus? ¿Quedarse en África para siempre? Esto no parece muy factible. ¿Trabajar allí uno o dos años y luego volver? ¿A qué? Debe pensar muy en serio sobre lo que quiere hacer con su vida.
– Como todos -dijo Candace-. Ya lo ha pensado. Está convencido de que es algo que debe hacer. Y ahora que ha sido legalizado el testamento de mi padre, dispondrá de dinero. En África no será una carga. No irá con las manos vacías. Seguramente entenderás esto, la necesidad de hacer lo que te dictan todos los instintos de tu cuerpo. ¿No has vivido tú una vida así? ¿No tomamos todos, en un momento u otro, decisiones que sabemos que son totalmente acertadas? ¿No tenemos a veces la convicción de que hay iniciativas, cambios, que son imperiosos? Y aunque fracase, resistirse a ello sería un fracaso mayor. Supongo que algunas personas lo considerarían como una llamada de Dios.
– En el caso de Marcus más bien parece una excusa para huir.
– Es que también llega el momento de esto, de escapar. Marcus necesita alejarse de este lugar, del trabajo, de la Mansión, de ti.
– ¿De mí? -Fue una exclamación en voz baja, sin enojo, como si fuera una sugerencia sobre la que tuviera que meditar. Su rostro no delataba nada.
– De tu éxito, tu brillantez, tu fama, tu carisma. Tiene que ser él mismo.
– No he sido consciente de que le impedía ser él mismo, al margen de lo que signifique esto.
– No, no eres consciente. Es por eso por lo que tiene que irse y yo tengo que ayudarle.
– Lo echarás de menos.
– Sí, George, lo echaré de menos.
Preocupado por no sonar indiscretamente curioso pero deseoso de saber, George dijo:
– ¿Te quedarás un tiempo? Si es así, sé que Helena agradecerá la ayuda. Alguien debe reemplazarla cuando viaja a Londres. Pero imagino que quieres regresar a la universidad.
– No, George, ya no es posible. Han decidido cerrar el Departamento de Clásicas. No hay suficientes solicitudes. Me han ofrecido un empleo a tiempo parcial en uno de los departamentos nuevos que están creando, Religión Comparada o Estudios Británicos, a saber qué será eso. Pero como tampoco estoy capacitada para dar clase, no volveré. Me gustaría quedarme al menos seis meses después de la marcha de Marcus. Dentro de nueve meses habré decidido qué voy a hacer. De todos modos, si Marcus se marcha, no estará justificado que siga viviendo aquí sin pagar alquiler. Si aceptas una cantidad, te agradeceré poder quedarme aquí hasta haber resuelto mi futuro.
– No hará falta. Prefiero no cobrar ningún alquiler, pero si puedes quedarte unos nueve meses o así, no hay problema si Helena está conforme.
– Se lo preguntaré, desde luego -dijo ella-. Me gustaría hacer algunos cambios. Mi padre detestaba tanto el alboroto y el ruido, sobre todo cuando entraban los obreros, que no tenía sentido hacer nada. Pero la cocina es deprimente y demasiado pequeña. Si vas a utilizar esta casa para el personal o las visitas después de que me vaya, creo que debes hacer algo al respecto. Lo razonable sería convertir la vieja despensa en una cocina y ampliar el salón.
Ahora Chandler-Powell no tenía ganas de discutir sobre el estado de la cocina.
– Bueno, hablaremos de esto con Helena -dijo-. Y tú deberías hablar con Lettie sobre lo que costaría volver a pintar y decorar el chalet. Hace falta. Creo que podríamos llevar a cabo algunas renovaciones.
Se había terminado el café y se había enterado de lo que necesitaba saber, pero antes de que llegara a levantarse, ella dijo:
– Otra cosa. Está aquí Rhoda Gradwyn y tengo entendido que volverá dentro de dos semanas para operarse. Tienes camas privadas en Saint Ángela. En todo caso, Londres es más apropiado para ella. Si se queda aquí, se aburrirá, y es entonces cuando las mujeres así se vuelven más peligrosas. Y ella es peligrosa.
George tenía razón. Candace estaba detrás de esa obsesión con Rhoda Gradwyn.
– ¿Peligrosa en qué sentido? ¿Para quién? -dijo.
– Si lo supiera estaría menos preocupada. Debes de saber algo de su reputación, bueno, si es que lees algo más que revistas sobre cirugía. Es una periodista de investigación, de la peor calaña. Olfatea el cotilleo como el cerdo las trufas. Su trabajo consiste en descubrir sobre los demás cosas que podrían causarles angustia o dolor, o algo peor, y que despertarían la curiosidad del gran público británico si llegaran a conocerse. Cambia secretos por dinero.
– ¿No es una burda exageración? -dijo él-. Aunque fuera verdad, no justificaría que yo me negara a tratarla donde ella escoja. ¿Por qué tanto interés? Aquí es improbable que encuentre nada que le abra el apetito.
– ¿Estás seguro de esto? Descubrirá algo.
– ¿Y qué excusa le doy para que no vuelva?
– No tienes por qué contrariarla. Dile tan sólo que ha habido una duplicación de reservas y que no tienes cama.
A George le costaba controlar su irritación. Aquello era una intromisión imperdonable, inmiscuirse en la gestión de sus pacientes.
– Candace -dijo-, ¿qué es todo esto? Normalmente eres razonable. Esto suena a paranoia.
Candace se dirigió a la cocina y se puso a lavar las dos tazas y a vaciar la cafetera. Tras un momento de silencio, dijo:
– También yo a veces pienso en ello. Admito que suena rebuscado e irracional. En cualquier caso, no tengo derecho a entrometerme, pero creo que a los pacientes que vienen aquí en busca de intimidad no les va a hacer mucha gracia encontrarse en compañía de una periodista famosa. Pero no tienes por qué preocuparte. No la veré, ni ahora ni cuando regrese. No me propongo clavarle un cuchillo de cocina. Sinceramente, no merece la pena.
Candace lo acompañó a la puerta.
– Veo que Robin Boyton ha vuelto -dijo George-. Creo que Helena mencionó que había hecho una reserva. ¿Sabes por qué ha venido?
– Porque Rhoda Gradwyn está aquí. Al parecer son amigos, y él cree que ella quizá quiera compañía.
– ¿Para una estancia de una noche? ¿Y planea hacer una reserva en el Chalet Rosa cuando ella vuelva? Si lo hace, no la verá.
Ella dejó claro que viene aquí buscando privacidad absoluta, y yo se la voy a garantizar.
Tras cerrar la puerta del jardín a su espalda, George empezó a pensar en todo aquello. Debía de haber alguna razón personal poderosa para explicar una aversión que por lo demás parecía poco razonable. ¿Estaba Candace acaso desahogando en Gradwyn los dos años de frustración atada a un viejo cascarrabias huraño y la perspectiva de perder el empleo en la universidad? Y encima la intención de Marcus de irse a África. Ella tal vez respaldaba la decisión, pero difícilmente podía alegrarse. Caminando resueltamente a zancadas hacia la Mansión, alejó de su mente a Candace Westhall y sus problemas y se concentró en los suyos. Encontraría un sustituto para Marcus y, si Flavia decidía que era liora de irse, también afrontaría esto. Se la veía agitada. Había señales que incluso él había notado, ocupado como estaba. Quizá ya era hora de que terminara la aventura. Ahora, con las vacaciones de Navidad a las puertas y el trabajo ralentizado, George debía armarse de valor para terminar con aquello.
De regreso en la Mansión, decidió hablar con Mogworthy, que, aprovechando un período incierto de sol invernal, seguramente estaría trabajando en el jardín. Había que plantar bulbos, y ya era hora de mostrar interés en los planes de Helena y Mog para la primavera. Cruzó la puerta norte que conducía al bancal y al jardín clásico Tudor. No había ni rastro de Mogworthy, pero vio dos figuras caminando una al lado de la otra hacia el hueco de la lejana hilera de hayas por el que se llegaba a la rosaleda. La más bajita era Sharon, y George identificó a su compañera como Rhoda Gradwyn. Sharon le estaba enseñando el jardín, tarea normalmente desempeñada, a petición del visitante, por Helena o Lettie. Se quedó mirando a la extraña pareja que iba desapareciendo del campo visual, andando con familiaridad, obviamente hablando, Sharon mirando a su compañera. Por algún motivo, la imagen lo desconcertó. Los malos presentimientos de Marcus y Candace lo habían irritado más que preocupado, pero ahora, por primera vez, sintió una punzada de angustia, la sensación de que había entrado en su terreno algo incontrolable y acaso peligroso. La idea era demasiado irracional, incluso supersticiosa, para ser tomada en serio, y la desechó. Sin embargo, era extraño que Candace, inteligente y normalmente tan razonable, tuviera esta obsesión con Rhoda Gradwyn. ¿Sabía quizá sobre la mujer algo que él desconocía, algo que no estaba dispuesta a revelar?
Decidió no buscar a Mogworthy y, tras volver a entrar en la Mansión, cerró la puerta firmemente a su espalda.
Helena sabía que Chandler-Powell había ido a la Casa de Piedra y no se sorprendió cuando, al cabo de veinte minutos de que George hubiera regresado, apareció en la oficina Candace, que dijo sin rodeos:
– Hay algo de lo que quería hablar contigo. Dos cosas, de hecho. Rhoda Gradwyn. Ayer la vi llegar, al menos vi un BMW que pasaba y supuse que era ella. ¿Cuándo se va?
– No se va, al menos no hoy. Ha hecho una reserva para otra noche.
– ¿Y has aceptado?
– No podía negarme sin darle una explicación, y no tenía ninguna. La habitación estaba desocupada. He llamado a George, y no parecía importarle.
– Claro. Los ingresos por un día adicional y sin ninguna molestia para él.
– Sin ninguna molestia para nosotros tampoco -matizó Helena.
Habló sin resentimiento. Para ella, George Chandler-Powell se comportaba de manera razonable. De todos modos, ya encontraría el momento de hablar con él sobre esas estancias de una noche. ¿De veras hacía falta echar un vistazo preliminar a las instalaciones? Helena no quería que la Mansión degenerase en una pensión. Pensándolo bien, quizá sería más sensato no plantear el asunto. El siempre se había mostrado ferviente partidario de dar a los pacientes la oportunidad de ver antes dónde tendría lugar la intervención. Consideraría intolerable cualquier intromisión en su criterio clínico. La relación entre los dos nunca había quedado definida claramente, pero ambos sabían cuál era su sitio. Él nunca se inmiscuía en la gestión interna de la Mansión; ella no tenía ningún papel en la esfera clínica.
– ¿Y va a volver? -preguntó Candace.
– Supongo que sí, dentro de dos semanas -dijo Helena. Hubo un silencio-. ¿Por qué te importa tanto? Es una paciente como las demás. Ha reservado habitación para una semana de convalecencia después de la operación, pero siendo diciembre no creo que aguante hasta el final. Probablemente querrá regresar a la ciudad. En todo caso, no veo que vaya a dar la lata más que los otros pacientes. Tal vez menos incluso.
– Depende de lo que entiendas tú por dar la lata. Es una periodista de investigación. Siempre anda a la caza de una historia. Y si quiere material para un artículo nuevo, lo encontrará, aunque sólo sea una diatriba sobre la vanidad y la estupidez de algunos de nuestros pacientes. Al fin y al cabo, les hemos garantizado discreción y seguridad. No entiendo cómo puedes esperar discreción con una periodista de investigación residiendo aquí, ésta en especial.
– Sólo estarán ingresadas ella y la señora Skeffington -señaló Helena-. No lo tendrá fácil para encontrar más de un ejemplo de vanidad y estupidez sobre el que escribir.
Pero hay algo más. ¿ Por qué se preocupa Candace de que la clínica prospere o fracase una vez su hermano se haya marchado?
– Es algo personal, ¿verdad? -dijo Helena-. Seguro.
Candace se volvió. Helena lamentó el repentino impulso que le hizo formular la pregunta. Las dos trabajaban bien juntas, se respetaban, al menos en lo profesional. No era cuestión de comenzar a explorar esas esferas privadas que, como la suya, tenían puesto un letrero de «prohibido el paso».
Hubo unos instantes de silencio; luego Helena dijo:
– Decías que eran dos cosas.
– Le he preguntado a George si podía quedarme otros seis meses, quizás hasta un año. Si crees que puedo ser útil, seguiré ayudando en la contabilidad y en la oficina en general. Evidentemente, en cuanto Marcus se haya ido pagaré un alquiler como es debido. Pero no quiero quedarme si tú no estás conforme. A propósito, la semana que viene faltaré tres días. He de ir a Toronto a tramitar una especie de pensión para Grace Holmes, la enfermera que me ayudó a cuidar a mi padre.
Así que Marcus se marchaba. Ya era hora de que se decidiera. Su pérdida sería un contratiempo importante para George, pero hallaría un sustituto, sin duda.
– Sin ti no nos resultaría fácil -dijo Helena-. Me gustaría que te quedaras, aunque sea sólo por un tiempo. Sé que Lettie opinará igual. ¿Ya has acabado con la universidad, entonces?
– Más bien la universidad ha acabado conmigo. No hay suficientes alumnos para justificar un Departamento de Clásicas. Lo veía venir, desde luego. El año pasado cerraron el Departamento de Física para ampliar el de Ciencia Forense, y ahora cierra el de Clásicas, y Teología se convierte en Religión Comparada. Cuando se considere que esto es demasiado difícil, y con nuestra admisión indudablemente lo sería, entonces seguro que Religión Comparada pasará a ser Religión y Periodismo. O Religión y Ciencias Forenses. El gobierno, que proclama el objetivo de que el cincuenta por ciento de los jóvenes vayan a la universidad y al mismo tiempo garantiza que el cuarenta por ciento sean incultos al terminar la secundaria, vive en un mundo de fantasía. Pero no me hagas hablar de la enseñanza superior. No quiero aburrirte.
Así que ha perdido su empleo, pensó Helena, va a perder a su hermano y se le vienen encima seis meses atascada en esta casa sin tener una idea clara sobre su futuro. Mirando el perfil de Candace, sintió una oleada de piedad. La sensación fue transitoria pero sorprendente. No se imaginaba en la situación de Candace. El daño lo había causado ese viejo terrible y dominante, muriéndose lentamente durante dos años. ¿Por qué Candace no se había librado de él? Lo había atendido a conciencia, como habría hecho una hija victoriana, pero ahí no había habido amor. Para ver esto no hacía falta ninguna percepción especial. Ella se mantuvo alejada de la casa todo lo posible, como de hecho hizo la mayoría del personal, pero la verdad de lo que pasaba se sabía gracias a los chismorreos, las indirectas y a lo que la gente veía y oía. El siempre había despreciado a su hija, había destruido su confianza en sí misma como mujer y como docente. ¿Por qué, con su capacidad, había solicitado Candace un trabajo en una universidad situada en los últimos lugares del escalafón y no en una de prestigio? ¿El viejo tirano le había dejado claro que no merecía nada mejor? Y encima él había necesitado más cuidados de los que ella podía razonablemente proporcionarle, incluso con la ayuda de la enfermera del distrito. ¿Por qué no lo había ingresado en una casa de reposo? El no había estado contento en la de Bournemouth, donde había sido atendido su padre, pero había otras y a la familia no le faltaba el dinero. Se rumoreaba que el viejo había heredado casi ocho millones de libras de su padre, fallecido sólo unas semanas antes que él. Ahora que se había autentificado el testamento, Marcus y Candace eran ricos.
Candace se fue al cabo de cinco minutos. Helena reflexionó sobre la conversación que habían mantenido. Había algo que no había dicho a Candace. No imaginaba que fuera especialmente importante, pero podía haber supuesto otra fuente de irritación. Difícilmente Candace se habría sentido de mejor humor si hubiera sabido que Robin Boyton también había hecho una reserva en el Chalet Rosa para el día anterior a la operación de la señorita Gradwyn y para la semana de convalecencia.
A las ocho del viernes 14 de diciembre, con la operación de Rhoda Gradwyn llevada a cabo de forma satisfactoria, George Chandler-Powell estaba solo en su salón privado del ala este. Era una soledad que buscaba a menudo al final de un día de operaciones, y aunque únicamente había una paciente, ocuparse de aquella cicatriz había sido más complicado y había requerido más tiempo de lo que pensaba. A las siete, Kimberley le había subido una cena ligera, y a las ocho habían sido retirados los platos de la comida y la mesa estaba plegada y guardada. Contaba con dos horas de soledad. A las siete había visto a su paciente y comprobado su evolución, y volvería a hacerlo a las diez. Inmediatamente después de la intervención, Marcus se había ido para pasar la noche en Londres y ahora, sabiendo que la señorita Gradwyn estaba en las expertas manos de Flavia, y estando él mismo de guardia, George Chandler-Powell se dedicó a los placeres privados, no siendo el menor de ellos la licorera de Château Pavie que había en una mesita frente a la chimenea. Movió los troncos para avivar el fuego, se aseguró de que quedaran cuidadosamente alineados y se puso cómodo en su sillón favorito. Dean había decantado el vino, y Chandler-Powell consideró que en otra media hora estaría en su punto.
Algunos de los mejores cuadros, adquiridos cuando compró la Mansión, colgaban en el gran salón y la biblioteca, pero aquí estaban sus preferidos. Entre ellos se incluían seis acuarelas que le había legado una paciente agradecida. Había sido algo totalmente inesperado, y George tardó un tiempo en recordar el nombre de la mujer. Le complacía el hecho de que ella obviamente compartiera su prejuicio hacia las ruinas extranjeras y los paisajes foráneos. Los seis cuadros mostraban escenas inglesas. Tres imágenes de catedrales: una de Canterbury, de Albert Goodwin, una de Gloucester, de Peter de Wint, y una de Lincoln, pintada por Girtin. En la pared de enfrente había colgado una imagen de Kent, de Robert Hill, y dos paisajes, uno de Copley Fielding y el estudio de Turner para su acuarela sobre la llegada del paquebote a Calais, su favorita.
Posó los ojos en la estantería estilo regencia con los libros que más a menudo se prometía a sí mismo releer, unos predilectos desde la infancia, otros de la biblioteca de su abuelo, pero ahora, como solía pasar al final del día, estaba demasiado cansado y era incapaz de reunir la energía necesaria para la satisfacción simbiótica de la literatura y optó por la música. Esta noche le esperaba un placer especial, un nuevo CD de la Semele, de Händel, dirigida por Christian Curnyn con su mezzosoprano favorita, Hilary Summers, soberbia música sensual y alegre como una ópera bufa. Estaba poniendo el disco en el reproductor cuando oyó que llamaban a la puerta. Sintió una irritación cercana a la cólera. Muy pocas personas venían a molestarle a su salón privado y aún menos llegaban a llamar. Antes de que pudiera responder, se abrió la puerta y entró Flavia, cerró de golpe a su espalda y se apoyó en la hoja. Aparte de la gorra, aún llevaba el uniforme. Las primeras palabras de George fueron instintivas.
– ¿Le pasa algo a la señorita Gradwyn?
– Desde luego que no. Si le pasara algo, no estaría yo aquí. A las seis y cuarto ha dicho que tenía hambre y ha pedido la cena, consomé, huevos revueltos y salmón ahumado, y de postre mousse de limón, por si te interesa. Ha conseguido comérselo casi todo, parecía disfrutar de la comida. He dejado a la enfermera Frazer al cargo hasta que yo vuelva, luego ella acaba el turno y regresará a Wareham. En todo caso no he venido a hablar de la señorita Gradwyn.
La enfermera Frazer pertenecía al grupo de empleados a tiempo parcial.
– Si no es urgente, ¿podemos esperar a mañana?
– No, George, no podemos. Ni a mañana, ni a pasado mañana, ni al otro. No podemos esperar a que tú te dignes encontrar tiempo para escucharme.
– ¿Tardaremos mucho tiempo? -dijo él.
– Más del que normalmente estás dispuesto a conceder.
George podía adivinar lo que venía después. Bueno, más pronto o más tarde había que resolver el futuro de su relación, y ya que la noche estaba echada a perder, ahora podía ser un buen momento. Últimamente, los estallidos de rencor de Flavia se habían vuelto más habituales, pero nunca se habían producido estando ambos en la Mansión.
– Cogeré la chaqueta -dijo él-. Caminaremos bajo los limeros.
– ¿En la oscuridad? Además empieza a soplar viento. ¿No podemos hablar aquí?
Pero él ya iba en busca de la chaqueta. Volvió, se la puso y se palpó las llaves del bolsillo.
– Hablaremos fuera -dijo-. Sospecho que la discusión será desagradable, y prefiero que las conversaciones desagradables tengan lugar fuera de esta habitación. Mejor que cojas un abrigo. Te espero en la puerta.
No hacía falta especificar qué puerta. Sólo la del ala oeste de la planta baja conducía directamente a la terraza y a la senda de los limeros. Ella le esperaba, con el abrigo puesto y una bufanda de lana anudada a la cabeza. La puerta estaba cerrada pero con el cerrojo descorrido, y él la cerró a su espalda. Caminaron un minuto en silencio, sin que Chandler-Powell tuviera intención de romper el hielo. Aún molesto por perder la noche, no tenía ganas de mostrarse servicial. Flavia había pedido esta reunión. Si tenía algo que decir, adelante.
Caminaron en silencio hasta el final de la senda, y tras unos segundos de indecisión, se dieron la vuelta. Entonces Flavia se detuvo y se plantó frente a él. George no le veía la cara con claridad, pero Flavia tenía el cuerpo rígido y en su voz había una dureza y una determinación que él no había oído antes.
– No podemos seguir así. Hemos de tomar una decisión. Te pido que te cases conmigo.
Así que había llegado el momento que George temía. Sin embargo, la decisión iba a ser de él, no de ella. Se extrañó de no haberlo previsto, pero luego reparó en que la petición, aun en su crudo carácter explícito, no era del todo inesperada. George había decidido pasar por alto las indirectas, el mal humor, la sensación de un agravio tácito que equivalía casi a rencor.
– Me temo que no es posible, Flavia -dijo con calma.
– Pues claro que es posible. Tú estás divorciado, y yo estoy soltera.
– Quiero decir que es algo que ni siquiera he llegado a plantearme. Desde el principio, nuestra relación nunca tuvo este carácter.
– ¿Qué carácter crees exactamente que tenía? Estoy hablando de cuando empezamos a ser amantes, hace ocho años por si lo has olvidado. ¿Qué carácter tenía entonces?
– Supongo que había atracción sexual, respeto, afecto. Sé que yo sentía todas estas cosas. Nunca te he dicho que te amaba. Nunca mencioné el matrimonio. Yo no buscaba el matrimonio. Con un fracaso basta.
– Sí, siempre fuiste sincero, sincero y prudente. Ni siquiera podías darme fidelidad, ¿no? Un hombre atractivo, un cirujano distinguido, divorciado, un buen partido. ¿Crees que no sé cuántas veces te has apoyado en mí, o en mi severidad si lo prefieres, para librarte de esas codiciosas cazafortunas que intentaban hacerte caer en sus garras? No estoy hablando de una aventura intrascendente. Para mí nunca lo fue. Estoy hablando de ocho años de compromiso. Dime, cuando estamos separados, ¿piensas en mí? ¿Me imaginas alguna vez salvo con la bata y la mascarilla en el quirófano, previendo todas tus necesidades, sabiendo lo que te gusta y lo que no te gusta, qué música quieres poner mientras trabajas, siempre disponible, discretamente en el margen de tu vida? No es tan diferente del hecho de estar en la cama, ¿verdad? Pero al menos en el quirófano no era fácil encontrar una sustituía.
George habló con calma, pero sabiendo, con cierta vergüenza, que Flavia no pasaría por alto la inequívoca falta de sinceridad.
– Lo siento, Flavia. Estoy seguro de que he sido desconsiderado e involuntariamente cruel. No tenía ni idea de que te sentías así.
– No estoy pidiéndote compasión. Ahórrate esto. Ni siquiera te pido amor. No puedes darlo porque no lo tienes. Estoy pidiendo justicia. Quiero el matrimonio. El estatus de ser una esposa, la esperanza de tener hijos. Tengo treinta y seis años. No quiero trabajar hasta jubilarme. ¿Qué haría entonces? Utilizar el monto de la jubilación para comprar una casita en el campo, esperando que los vecinos me acepten? ¿O un piso de una habitación en Londres cuando ya no pueda permitirme vivir en un barrio decente? No tengo hermanos. He desatendido a amigos para estar contigo, para estar disponible cuando tuvieras tiempo para mí.
– Nunca te pedí que sacrificaras tu vida por mí -dijo él-. Vamos, si tú dices que es un sacrificio.
Pero ella siguió hablando como si él no hubiera dicho nada.
– En ocho años no hemos pasado unas vacaciones juntos, ni en este país ni en el extranjero. ¿Cuántas veces hemos ido a un espectáculo, al cine, a cenar a un restaurante excepto a uno en que no hubiera peligro de encontrarnos a alguien que conocieras? Yo quiero estas cosas corrientes, de la vida social, que otras personas disfrutan.
– Lo siento -volvió a decir George con cierta sinceridad-. Lo siento. Evidentemente he sido egoísta e irreflexivo. Creo que con el tiempo serás capaz de recordar estos años de manera más positiva. No es demasiado tarde. Eres muy atractiva, y todavía joven. Es sensato reconocer cuándo una etapa de la vida ha llegado a su fin, cuándo ha llegado el momento de cambiar de rumbo.
Y ahora, incluso en la oscuridad, George pensó que alcanzaba a ver el desdén en Flavia.
– ¿Pretendes dejarme plantada?
– No es eso. Es cambiar de rumbo. ¿No es de eso de lo que estás hablando? ¿De qué va toda esta conversación?
– ¿Y no te casarás conmigo? ¿No cambiarás de opinión?
– No, Flavia, no cambiaré de opinión.
– Es la Mansión, ¿verdad? -dijo ella-. No es otra mujer la que se ha interpuesto entre nosotros, es esta casa. Nunca me has hecho el amor aquí, nunca, ¿verdad? No me quieres aquí. De forma permanente, no. Ni como esposa tuya.
– Esto es ridículo, Flavia. No estoy buscando una señora de la casa.
– Si vivieras en Londres, en el piso de Barbican, no tendríamos esta conversación. Allí podríamos ser felices. Pero yo no pertenezco a la Mansión, lo veo en tus ojos. En este lugar todo está en mi contra. Y no creo que los demás ignoren que somos amantes… Helena, Lettie, los Bostock, incluso Mog. Seguramente están preguntándose cuándo vas a mandarme a paseo. Y si lo haces, tendré que soportar la humillación de su lástima. Te lo pregunto otra vez, ¿te casarás conmigo?
– No, Flavia. Lo lamento, pero no. No seríamos felices, y no voy a correr el riesgo de un segundo fracaso. Has de aceptar que esto se ha terminado.
Y de pronto, vio horrorizado que ella lloraba. Flavia agarró la chaqueta de George y se apoyó contra él, y él oyó los fuertes sollozos entrecortados, sintió el pulso del cuerpo de ella en el suyo, la suave lana de la bufanda rozándole la mejilla, el olor familiar de ella, de su aliento. La cogió por los hombros y le dijo:
– Flavia, no llores. Esto es una liberación. Te estoy dejando libre.
Ella se apartó haciendo un intento patético por conservar la dignidad. Reprimiendo los sollozos, dijo:
– Sería extraño que yo desapareciera de repente, y además mañana hay que operar a la señora Skeffington. Y hay que ocuparse de la señorita Gradwyn. Así que me quedaré hasta que te vayas de vacaciones por Navidad; cuando regreses ya no estaré. Pero prométeme una cosa. Nunca te he pedido nada, ¿verdad? Tus regalos de cumpleaños y Navidad eran elegidos por tu secretaria o enviados desde una tienda, siempre lo he sabido. Ven conmigo esta noche, ven a mi habitación. Será por primera y última vez, lo prometo. Ven tarde, hacia las once. No puedo terminar así.
Y como estaba desesperado por librarse de ella, dijo:
– Descuida.
Flavia murmuró un «gracias» y, tras volverse, echó a andar deprisa hacia la casa. De vez en cuando tropezaba, y él tuvo que reprimir el impulso de alcanzarla, encontrar alguna palabra final que la calmara. Pero no se le ocurría ninguna. Sabía que ya estaba dándole vueltas a la cabeza para encontrar otra enfermera de quirófano. También sabía que había sido seducido para hacer una promesa nefasta, pero una promesa que tendría que cumplir.
Aguardó a que la figura se volviera imperceptible y se fundiera en la oscuridad. Siguió sin moverse. Miró el ala oeste y vio el tenue reflejo de dos luces, una de la habitación de la señora Skeffington, y otra de la habitación contigua, la de Rhoda Gradwyn. La lámpara de la cabecera estaría encendida, y ella aún no se disponía a dormir. Recordó aquella noche de dos semanas atrás, cuando se había sentado en las piedras y había contemplado la cara de ella en la ventana. Se preguntó qué tendría esta paciente que despertaba su interés. Quizás era esa enigmática, todavía no explicada, respuesta de ella cuando en la consulta de Harley Street él le había preguntado por qué quería deshacerse ahora de la cicatriz. «Porque ya no la necesito».
Cuatro horas antes, Rhoda Gradwyn había recuperado la conciencia poco a poco. El primer objeto que vio al abrir los ojos fue un pequeño círculo. Colgaba suspendido en el aire justo delante de ella, como una luna llena flotante. Su mente, desconcertada pero paralizada, intentaba comprender el sentido de aquello. Pensó que no podía ser la luna. Era algo demasiado sólido e inmóvil. Luego el círculo se volvió claro, y ella vio que era un reloj de pared con un marco de madera y una fina montura interior de latón. Aunque las manecillas y los números se veían cada vez mejor, no era capaz de leer la hora; decidió que daba igual y enseguida abandonó el intento. Rhoda era consciente de que estaba tendida en una cama de una habitación desconocida y que junto a ella había otras personas, que circulaban como sombras pálidas sobre pies silenciosos. Le iban a quitar la cicatriz, de modo que la habrían estado preparando para la operación. Se preguntó cuándo se produciría.
Luego reparó en que en el lado izquierdo de su cara había pasado algo. Le dolía y notaba una pesadez lacerante, como una escayola gruesa que le ocultaba parcialmente el borde de la boca y llegaba hasta la comisura del ojo izquierdo. Levantó tímidamente la mano, no muy segura de si tenía capacidad para ello, y se tocó la cara con cuidado. La mejilla izquierda ya no estaba en su sitio. Sus dedos exploradores hallaron sólo una masa sólida, un poco áspera al tacto y entrecruzada con algo que parecía esparadrapo. Alguien le estaba bajando el brazo suavemente. Una tranquilizadora voz familiar dijo:
– No tiene que tocar el apósito durante un tiempo. -Luego supo que se encontraba en la sala de recuperación y que las dos figuras que tomaban forma junto a la cama eran el señor Chandler-Powell y la enfermera Holland.
Alzó la vista y trató de formar palabras en su impedida boca.
– ¿Cómo ha ido? ¿Está usted satisfecho?
Las palabras sonaron como un graznido, pero el señor Chandler-Powell pareció entender. Rhoda oyó la voz del médico, queda, seria, confortadora.
– Muy bien. Y espero que dentro de muy poco también usted esté satisfecha. Ahora descansará aquí un rato, y luego la enfermera la llevará a su habitación.
Permaneció inmóvil mientras los objetos se solidificaban a su alrededor. Se preguntó cuántas horas habría tardado la operación. ¿Una hora? ¿Dos horas? ¿Tres? En cualquier caso, había sido para ella un tiempo perdido, como si hubiera estado muerta. Como la muerte que podría imaginar cualquier ser humano, una aniquilación total del tiempo. Caviló sobre la diferencia entre esta muerte temporal y el sueño. Cuando uno despierta después de dormir, incluso tras un sueño profundo, siempre es consciente de que ha pasado el tiempo. Al despertar, la mente agarra jirones de sueños antes de que se desvanezcan en el olvido. Rhoda intentó verificar la memoria reviviendo el día anterior. Sentada en un coche azotado por la lluvia, llegando luego a la Mansión, entrando en el gran salón por primera vez, deshaciendo el equipaje en su habitación, hablando con Sharon. Pero esto seguramente había sido en la primera visita, dos semanas antes. Comenzaba a llegar el pasado reciente. Ayer había sido diferente, un trayecto agradable y sin complicaciones, los rayos de sol invernal intercalados con breves y súbitos chaparrones. Y esta vez había traído consigo a la Mansión cierto conocimiento pacientemente adquirido que podía utilizar o dejar a un lado. Ahora, en una satisfacción adormilada, pensó que lo dejaría a un lado mientras hacía lo propio con su pasado. No podía ser revivido, nada de él podía cambiarse. Había dado lo peor de sí mismo, pero su poder pronto quedaría sin efecto.
Cerró los ojos y se fue quedando dormida, pensando en la tranquila noche que le esperaba y la mañana a la que nunca llegaría a despertar.
Siete horas después, de nuevo en su habitación, Rhoda se agitaba en una vigilia somnolienta. Permaneció unos segundos inmóvil en esa breve confusión que acompaña al despertar repentino. Era consciente de la comodidad de la cama y del peso de su cabeza en las almohadas levantadas, y del olor del aire -distinto del de su dormitorio de Londres-, fresco pero ligeramente acre, más otoñal que invernal, un olor a hierba y tierra que le traía el viento errático. La oscuridad era absoluta. Antes de aceptar finalmente el consejo de la enfermera Holland de que debía acomodarse para dormir, había pedido que descorrieran las cortinas y dejaran un poco abierta la celosía; incluso en invierno le desagradaba dormir sin aire fresco. Pero quizás había sido poco prudente. Mirando fijamente la ventana, veía que la habitación estaba más oscura que la noche exterior, y que en lo alto las constelaciones estaban tachonando el cielo débilmente luminoso. El viento soplaba con más fuerza, y Rhoda alcanzaba a oír su silbido en la chimenea y notaba su aliento en la mejilla derecha.
Tal vez debería sacudirse de encima esa lasitud no deseada y levantarse a cerrar la ventana. El esfuerzo parecía ímprobo. Había rechazado el ofrecimiento de un sedante y encontraba extraño, aunque no preocupante, notar esa pesadez, esas ganas de quedarse donde estaba, arrebujada en calidez y comodidad, fijos los ojos en ese estrecho rectángulo de luz estelar. No sentía dolor y, tras levantar la mano izquierda, palpó el acolchado apósito y el esparadrapo que lo sujetaba. Ahora ya estaba acostumbrada a su peso y rigidez y se sorprendió a sí misma tocándolo con algo parecido a una caricia, como si estuviera volviéndose parte de ella igual que la imaginada herida que tapaba.
Y ahora, en una pausa del viento, oyó un sonido tan débil que sólo gracias a la quietud de la habitación se hizo audible. Más que oír, notó una presencia moviéndose por la salita. Al principio, en su conciencia soñolienta, no tuvo miedo, sólo una vaga curiosidad. Sería primera hora de la mañana. Quizás eran las siete y llegaba el té. Ahora hubo otro sonido, apenas un suave chirrido pero inconfundible. Alguien estaba cerrando la puerta de la habitación. La curiosidad dio paso a la primera sensación fría de desasosiego. Nadie hablaba. No se encendió ninguna luz. Intentó gritar con una voz cascada que el obstructor apósito volvía inútil. «¿Quién es? ¿Qué está haciendo? ¿Quién anda por ahí?» No hubo respuesta. Y ahora Rhoda supo con certeza que no era una visita amistosa, que estaba en presencia de alguien o algo con intenciones malvadas.
Mientras Rhoda permanecía rígida, la figura pálida, vestida de blanco y con mascarilla, estaba junto a su cabecera. Los brazos se movían sobre su cabeza en un gesto ritual parecido a una parodia obscena de bendición. Rhoda hizo un esfuerzo para levantar los brazos -de repente la ropa de cama parecía pesar una enormidad- y estiró la mano en busca del timbre de llamada y la lámpara. El timbre no estaba. Su mano encontró el interruptor, pero no había luz. Alguien habría puesto el timbre fuera de su alcance y quitado la bombilla de la lámpara. No gritó. Todos aquellos años de autocontrol para no delatar el miedo, para no hallar alivio en los chillidos, habían inhibido su capacidad para gritar. Además sabía que gritar no surtiría efecto; el apósito dificultaba incluso el habla. Forcejeó para levantarse de la cama, pero se vio incapaz de moverse.
En la oscuridad, distinguía vagamente la blancura de la silueta, la cabeza cubierta, la boca con la mascarilla. Una mano estaba pasando por el cristal de la ventana entornada… pero no era una mano humana. Por aquellas venas sin huesos jamás había fluido la sangre. La mano, de un color blanco tan rosáceo que parecía haber sido cortada del brazo, avanzaba lentamente por el espacio hacia su misterioso objetivo. En silencio, cerró el pestillo de la ventana y, con un gesto elegante y delicado en su movimiento controlado, corrió la cortina. Se intensificó la oscuridad de la habitación, ya no era sólo un encubrimiento de la luz, sino un espesamiento oclusivo del aire que dificultaba la respiración. Se dijo a sí misma que debía de ser una alucinación provocada por su estado medio adormilado, y durante un bendito momento la miró, desvanecido todo el terror, esperando que la visión se disipara en la oscuridad circundante. Luego se disipó toda esperanza.
La figura estaba a la cabecera de la cama, mirándola. Rhoda no distinguía nada salvo un bulto blanco amorfo, los ojos que la miraban fijamente quizá fueran despiadados, pero todo lo que ella alcanzaba a ver era una raja negra. Oyó palabras, pronunciadas con calma, pero no las entendió. Levantó a duras penas la cabeza de la almohada y trató de protestar con voz ronca. Inmediatamente el tiempo quedó en suspenso, y en su torbellino de terror fue consciente sólo del olor, el ligerísimo olor a lino almidonado. Saliendo de la oscuridad, inclinándose sobre ella, estaba la cara de su padre. No como la había recordado durante más de treinta años sino la que había conocido brevemente en los primeros años de su infancia, joven, feliz, agachándose sobre su cama. Rhoda alzó el brazo para tocarse el apósito, pero pesaba demasiado y lo dejó caer. Quería hablar, moverse. Quería decir «mírame, me he librado de eso». Sentía los miembros recubiertos de hierro, pero ahora, temblando, consiguió levantar la mano derecha y tocarse la gasa sobre la cicatriz.
Sabía que esto era la muerte, y a este conocimiento le acompañaba una paz no buscada, un desligamiento. Y luego la mano fuerte, sin piel e inhumana, se cerró alrededor de su garganta, obligándola a echar la cabeza hacia atrás contra la almohada, y la aparición arrojó su peso hacia delante. Rhoda no cerró los ojos ante la muerte, tampoco luchó. La oscuridad de la habitación la envolvió y se convirtió en la negrura final en la que cesaban todas las sensaciones.
A las siete y doce, en la cocina, Kimberley se estaba poniendo nerviosa. La enfermera Holland le había dicho que la señorita Gradwyn había pedido que le subieran el té a las siete. Esto era más temprano que la primera mañana que había estado en la Mansión, pero la enfermera le había dicho a Kim que a las siete debía estar lista para prepararlo, y a las siete menos cuarto ella había dispuesto la bandeja y colocado la tetera encima de la placa de la cocina para calentarla.
Pero ya pasaban doce minutos de las siete y no sonaba ningún timbre. Kim sabía que Dean necesitaba que ella le ayudara con el desayuno, cosa que estaba resultando inesperadamente exasperante. El señor Chandler-Powell había pedido que le sirvieran el suyo en su apartamento, lo que era inhabitual, y la señorita Cressett, que en general se preparaba lo que quería en su pequeña cocina y casi nunca tomaba un desayuno caliente, había llamado para decir que bajaría con los demás al comedor a las siete y media y había sido más quisquillosa que de costumbre sobre lo crujiente del bacón o la frescura del huevo, como si, pensó Kim, un huevo servido en la Mansión fuera otra cosa que fresco y de granja, algo que la señorita Cressett sabía tan bien como ella. Una irritación añadida fue la no comparecencia de Sharon, cuyo cometido consistía en servir la mesa del desayuno y encender el calientaplatos. Kim no sabía si subir a despertarla en caso de que la señorita Gradwyn tocara el timbre.
Preocupada una vez más por el alineamiento exacto de la taza, el platillo y la jarrita de leche en la bandeja, se volvió hacia Dean, con el rostro fruncido de ansiedad.
– Quizá debería subírsela. La enfermera dijo a las siete. A lo mejor quería decir que no hacía falta que esperase el timbre, que la señorita Gradwyn lo esperaba a las siete en punto. Y luego está la señora Skeffington. Puede llamar en cualquier momento.
Su cara, como la de un niño atribulado, inducía siempre en Dean amor y compasión teñidos de irritación. Se acercó al teléfono.
– Enfermera, soy Dean. La señorita Gradwyn no ha llamado para pedir el té. ¿Esperamos o quiere que Kim se lo suba?
La llamada duró menos de un minuto. Dean colgó y dijo:
– Llévaselo a la enfermera. Dice que llames a la puerta antes de entrar. Ya se encargará ella.
– Supongo que tomará el Darjeeling como antes, y las galletas. La enfermera no dijo otra cosa.
Dean, ocupado friendo huevos, dijo secamente:
– Si no quiere las galletas, que las deje.
El agua hirvió enseguida y el té estuvo hecho en cuestión de minutos. Como de costumbre, Dean la acompañó al ascensor, sostuvo abierta la puerta y pulsó el botón a fin de que ella pudiera usar ambas manos para llevar la bandeja. Al salir del ascensor, Kim vio a la enfermera Holland salir de su sala de estar. Esperaba que le cogiera la bandeja de las manos, pero en vez de ello la enfermera, tras una mirada superficial, abrió la puerta de la suite de la señorita Gradwyn, obviamente esperando que Kim la siguiera. Quizá, pensó Kim, esto no debía sorprenderle: no era tarea de la enfermera servir el té de primera hora a los pacientes. En todo caso le habría costado un poco, pues llevaba consigo su linterna.
La sala estaba a oscuras. La enfermera encendió la luz y se dirigió a la puerta del dormitorio, que abrió despacio y sin hacer ruido. Esa habitación también estaba a oscuras, y no se oía nada, ni siquiera los ruidos suaves de alguien respirando. La señorita Gradwyn estaría durmiendo profundamente. Kim pensó que era un silencio misterioso, como entrar en una estancia vacía.
Por lo general era consciente del peso de la bandeja, pero ahora ésta parecía pesar más por momentos. Se quedó sosteniéndola en el hueco de la puerta abierta. Si la señorita Gradwyn se levantaba tarde, ella tendría que prepararle luego otro té. No iba a dejar éste ahí tanto rato hasta que se enfriara.
– Si aún duerme, no tiene sentido despertarla -dijo la enfermera con tono despreocupado-. Sólo comprobaré si está bien.
Se acercó a la cama y enfocó con la luz pálida de la linterna la figura supina y luego cambió a un haz más intenso. De pronto la apagó, y en la oscuridad Kim oyó su voz aguda y urgente, que no parecía la de la enfermera:
– Vete, Kim. No entres. ¡No mires! ¡No mires!
Pero Kim había mirado, y durante aquellos segundos desconcertantes antes de que se apagara la linterna, había visto la imagen estrafalaria de la muerte: pelo negro extendido sobre la almohada, los apretados puños levantados como los de un boxeador, el ojo abierto y el lívido cuello con manchas. No era la cabeza de la señorita Gradwyn… no era la cabeza de nadie, una brillante cabeza roja cercenada, un maniquí que no tenía nada que ver con algo vivo. Oyó el estrépito de la porcelana al caer sobre la alfombra y, dando traspiés hasta apoyarse en un sillón de la salita, se inclinó y sintió unas náuseas tremendas. El hedor de su vómito le entró por las ventanas de la nariz, y su último pensamiento antes de desmayarse fue un nuevo horror: ¿Qué diría la señorita Cressett sobre el sillón echado a perder?
Cuando volvió en sí, se encontraba tendida en la cama del dormitorio que compartía con su esposo. Estaba Dean, y detrás el señor Chandler-Powell y la enfermera Holland. Permaneció un momento con los ojos cerrados y oyó la voz de la enfermera y la respuesta del señor Chandler-Powell.
– George, ¿sabías que estaba embarazada?
– ¿Y cómo demonios iba a saberlo? No soy tocólogo.
Así que lo sabían. Ella no tendría que dar la noticia. Lo único que le importaba era el bebé. Oyó la voz de Dean.
– Desde que te desmayaste has estado durmiendo. El señor Chandler-Powell te ha traído aquí y te ha dado un sedante. Es casi la hora del almuerzo.
El señor Chandler-Powell se acercó, y ella notó las frías manos del médico en su pulso.
– ¿Cómo te sientes, Kimberley?
– Estoy bien. Gracias, señor. -Se incorporó enérgicamente y miró a la enfermera.
– Enfermera, ¿le ha pasado algo al niño?
– No te preocupes -dijo la enfermera Holland-. El bebé estará bien. Si lo prefieres, puedes almorzar aquí, Dean se quedará contigo. La señorita Cressett, la señora Frensham y yo nos ocuparemos del comedor.
– No -dijo Kim-, me encuentro bien. En serio. Y me encontraré mejor trabajando. Quiero volver a la cocina. Quiero estar con Dean.
– Buena chica -dijo Chandler-Powell-. En la medida en que podamos, debemos seguir con nuestra rutina habitual. Pero no hay prisa. Tomemos las cosas con calma. El inspector jefe ha estado aquí, pero al parecer espera que venga una brigada especial de la Policía Metropolitana. He pedido a todo el mundo que, de momento, no hable de lo que pasó anoche. ¿Lo entiendes, Kim?
– Sí, señor, entiendo. La señorita Gradwyn fue asesinada, ¿verdad?
– Supongo que sabremos más cuando llegue la brigada de Londres. Y si es eso lo que ha pasado, descubrirán al culpable. No tengas miedo, Kimberley. Estás entre amigos, como tú y Dean habéis estado siempre, y cuidaremos de ti.
Kim masculló su agradecimiento. Y ahora que se habían ido, se deslizó de la cama y acudió al consuelo de los fuertes brazos de Dean.