SEGUNDA PARTE

15 de diciembre

Londres, Dorset

1

A las diez y media de aquel domingo por la mañana, el comandante Dalgliesh y Emma Lavenham tenían una cita para reunirse con el padre de ella. Conocer al futuro suegro, especialmente con la finalidad de informarle de que uno va a casarse en breve con su hija, es una iniciativa casi nunca desprovista de recelos. Dalgliesh, con un vago recuerdo de otros encuentros similares imaginarios, había previsto que, como suplicante, se esperaba de él que viera al profesor Lavenham a solas, pero Emma le convenció fácilmente de que debían visitar a su padre juntos.

– De lo contrario, cariño, no hará más que preguntar cuál es mi opinión. Al fin y al cabo, nunca te ha visto y yo apenas he mencionado tu nombre. Si no voy yo, no estaré segura de que lo haya asimilado. Tiene realmente cierta tendencia al despiste, aunque nunca tengo claro en qué medida esto es genuino.

– ¿Acostumbra a estar despistado?

– Cuando estoy con él, pero a su cabeza no le pasa nada. Más bien le gusta tomar el pelo.

Dalgliesh creía que el despiste y las bromas serían los problemas menos graves con su futuro suegro. Había advertido que, al llegar a viejos, los hombres distinguidos son dados a exagerar sus excentricidades de cuando eran más jóvenes, como si estas rarezas autodefinitorias de la personalidad fueran una defensa contra la pérdida paulatina de las capacidades físicas y mentales, el amorfo aplastamiento del yo en los últimos años. No estaba seguro de lo que sentían Emma y su padre uno hacia otro, pero seguramente era amor -al menos en el recuerdo- y afecto. Emma le había dicho que su hermana pequeña, juguetona, dócil y más bonita que ella, muerta atropellada por un coche que iba a toda velocidad, había sido la favorita de su padre, pero lo había dicho sin ningún tono de crítica ni de rencor. El rencor no era una emoción que él relacionara con Emma. Pero por difícil que fuera la relación, ella quería que esta reunión entre su padre y su amante saliera bien. A él correspondía conseguir que así fuera, que Emma no recordara la entrevista como una situación embarazosa o le quedara un desasosiego perdurable.

Todo lo que Dalgliesh sabía de la infancia de Emma había sido dicho en estos fragmentos inconexos de conversación en el que cada uno exploraba con pasos vacilantes el interior del pasado del otro. Al jubilarse, el profesor Lavenham había rechazado Oxford en favor de Londres y vivía en un piso grande de uno de los edificios eduardianos de Marylebone, dignificado, como la mayoría, con la denominación de «palacete». El edificio no estaba muy lejos de la estación de Paddington, con su línea regular de tren a Oxford, donde el profesor era un frecuente -y, sospechaba su hija, a veces demasiado frecuente- comensal en la mesa de los profesores. Un ex sirviente de la universidad y su esposa, que se habían mudado a Camden Town a vivir con una hija enviudada, acudían a diario a hacer la limpieza y volvían más tarde a preparar la cena del profesor. Cuando se casó, él tenía más de cuarenta años y, aunque ahora tenía sólo setenta, era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo, al menos en las cosas esenciales. Sin embargo, los Sawyer se habían convencido a sí mismos, con cierta connivencia por parte del profesor, de que estaban ocupándose con devoción de un distinguido caballero necesitado de ayuda. Sólo el adjetivo «distinguido» era adecuado. Los antiguos colegas que visitaban los palacetes Calverton opinaban que a Henry Lavenham le había ido muy bien.

Dalgliesh y Emma cogieron un taxi para ir a los Palacetes y llegaron a la hora convenida con el profesor, las diez y media. El edificio había sido repintado hacía poco, el enladrillado era de un desafortunado color que, según Dalgliesh, recordaba al del filete de ternera. El espacioso ascensor, revestido de espejos y con un fuerte olor a cera de muebles, los llevó a la tercera planta.

La puerta del número 27 se abrió tan puntualmente que Dalgliesh sospechó que su anfitrión había estado vigilando la llegada del taxi desde la ventana. El hombre que tenía enfrente era tan alto como él, con un rostro hermoso de huesos prominentes bajo una mata de pelo rebelde de color gris acero. Se ayudaba de un bastón, pero sus hombros estaban sólo ligeramente encorvados, y los ojos oscuros, el único parecido con su hija, habían perdido su brillo pero observaban a Dalgliesh con una mirada tan penetrante que desconcertaba. Iba en zapatillas y vestido de manera informal, pero su aspecto era inmaculado.

– Pasad, pasad -dijo con una impaciencia que daba a entender que se estaban demorando en la puerta.

Fueron conducidos a una gran estancia delantera con una ventana en saledizo. Evidentemente era una biblioteca; de hecho, dado que cada pared era un mosaico de lomos de libros y que en el escritorio y prácticamente en todas las demás superficies no había más que montones de libros en rústica y revistas, no quedaba sitio para otra actividad que no fuera leer. Frente al escritorio, una silla de respaldo alto había sido liberada de sus papeles, que ahora se amontonaban debajo, lo que, a juicio de Dalgliesh, le daba una singularidad desnuda y en cierto modo de mal agüero.

Tras retirar su silla del escritorio y tomar asiento, el profesor Lavenham indicó a Dalgliesh que hiciera lo propio con la silla vacía. Los ojos oscuros, bajo unas cejas ahora grises pero curiosamente con la misma forma que las de Emma, miraban fijamente a Dalgliesh por encima de unas gafas de media luna. Emma se acercó a la ventana. Dalgliesh pensó que ella se estaba disponiendo a pasarlo bien. Después de todo, su padre no podía prohibir el matrimonio. Emma deseaba su aprobación, pero no tenía intención de dejarse influir por el consentimiento o el rechazo. De todos modos, habían hecho bien en ir. Dalgliesh tenía la incómoda sensación de que debía haber ido antes. El comienzo no era propicio.

– Comandante Dalgliesh, supongo que digo bien el rango.

– Sí, gracias.

– Creo que esto es lo que me dijo Emma. He hecho conjeturas sobre por qué está haciendo lo que, para un hombre ocupado como usted, debe de ser una visita a una hora un tanto inoportuna. Me siento obligado a decirle que no figura en mi lista de buenos partidos. De todos modos, estoy dispuesto a incluir su nombre si sus respuestas son las que requiere un padre afectuoso.

Así que estaban en deuda con Oscar Wilde por el diálogo de este interrogatorio personal. Dalgliesh se sintió agradecido; el profesor muy bien pudo recuperar de su obviamente aún buena memoria algún pasaje abstruso de una obra dramática o narrativa, seguramente en latín. Pensó que pese a las dificultades podría aguantar el tipo, por así decirlo. No dijo nada.

– Creo que es lógico -prosiguió el profesor Lavenham- indagar sobre si tiene ingresos suficientes para procurar a mi hija el nivel de vida al que está acostumbrada. Emma se ha mantenido a sí misma desde que se sacó el doctorado, al margen de ocasionales e irregulares subvenciones generosas por mi parte, seguramente destinadas a compensar culpas anteriores como padre. ¿Debo entender que tiene suficiente dinero para que los dos vivan cómodamente?

– Cuento con mi sueldo como comandante de la Policía Metropolitana, y mi tía me dejó una fortuna considerable.

– ¿En fincas o inversiones?

– Inversiones.

– Esto me satisface. Entre los impuestos pagados por uno durante su vida y los pagados tras su muerte, las fincas han dejado de ser un negocio y un placer. Dan a uno una posición y le impiden mantenerla. Es todo lo que puede decirse sobre los bienes raíces. ¿Tiene casa propia?

– Tengo un piso con vistas al Támesis en Queenhithe con un usufructo de más de cien años. No poseo ninguna casa, ni siquiera en el lado poco elegante de Belgrave Square.

– Entonces le aconsejo que adquiera una. No creo que una chica de carácter sencillo y nada mimada como Emma pueda residir en un piso de Queenhithe con vistas al Támesis, aun con un usufructo de cien años.

– Me encanta ese piso, papá -dijo Emma. El comentario fue pasado por alto.

Con toda evidencia, el profesor había llegado a la conclusión que el esfuerzo por seguir tomando el pelo no guardaba proporción con el placer que le procuraba.

– Bien -dijo-, me parece satisfactorio. Y ahora creo que la costumbre es ofreceros a los dos una copa. Personalmente no me gusta el champán, y el vino blanco me sienta mal, pero en la mesa de la cocina hay una botella de borgoña. Las diez cuarenta de la mañana no es precisamente una buena hora para empezar a beber, por lo que sugiero que os la llevéis con vosotros. No creo que vayáis a quedaros mucho rato. O si no -añadió esperanzado-, podríais tomar café. La señora Sawyer me dijo que lo había dejado todo preparado.

– Preferimos el vino, papá -dijo Emma con firmeza.

– En tal caso, encargaos de serviros vosotros mismos.

Fueron a la cocina. Habría sido descortés cerrar la puerta, así que ambos se las arreglaron para reprimir el impulso de romper a reír. El vino era una botella de Clos de Bèze.

– Un vino excelente -dijo Dalgliesh.

– Porque le has caído bien. Me pregunto si, por si se daba el caso contrario, había una botella de peleón esperando en el cajón de su escritorio. De él no me extrañaría.

Regresaron a la biblioteca, Dalgliesh llevando la botella.

– Gracias, señor. La guardaremos para una ocasión especial, que esperamos sea cuando pueda venir a vernos.

– Quizá, quizá. No suelo cenar fuera, sólo en el college. Tal vez cuando mejore el tiempo. A los Sawyer no les gusta que me aventure por ahí en las noches frías.

– Esperamos que vengas a la boda, papá -dijo Emma-. Será en primavera, seguramente mayo, pero te lo haremos saber en cuanto sepamos la fecha.

– Pues claro que iré, si me encuentro bien. Considero que es mi deber. Según el Libro de la Oración Común, que no es mi lectura habitual, parece que tengo un papel no verbal y poco definido en el proceso. Este fue sin duda el caso de mi suegro en mi boda, también en la capilla del college. Le metía prisa por el pasillo a tu pobre madre, como temeroso de que yo cambiara de opinión si me hacían esperar. Si hace falta mi participación espero hacerlo mejor, aunque quizá rechazarás la idea de una hija siendo formalmente entregada a la posesión de otro. Supongo que está deseando retomar sus asuntos, comandante. La señora Sawyer dijo que esta mañana quizá me traería algunas cosas que necesito. Lamentará no haberos visto.

En la puerta, Emma se acercó a su padre y le besó en ambas mejillas. De repente, él la agarró con fuerza, y Dalgliesh advirtió que se le ponían blancos los nudillos. El viejo la apretó con tal fuerza que parecía que necesitaba un apoyo. En los segundos transcurridos mientras estaban abrazados, sonó el móvil de Dalgliesh. En ninguna otra ocasión anterior había sido más inoportuno su inconfundible sonido.

Relajando su abrazo a Emma, el padre dijo de mal talante:

– Aborrezco especialmente los móviles. ¿No podía haber apagado el chisme?

– Este no, señor. Disculpe.

Se dirigió a la cocina.

– Mejor que cierre la puerta -dijo el profesor a voces-. Como seguramente ya habrá comprobado, aún tengo el oído muy fino.


Geoffrey Harkness, inspector ayudante de la Policía Metropolitana, era experto en transmitir información de manera concisa y en términos concebidos para que no suscitaran preguntas y discusiones. Ahora, a falta de seis meses para su jubilación, aplicaba estratagemas bien comprobadas para asegurar que su vida profesional se acercara discretamente a su celebración final sin mayores trastornos, bochornos sociales ni desastres. Dalgliesh sabía que Harkness se había procurado previsoramente un empleo de jubilado como asesor de seguridad en una importante empresa internacional y con un salario que triplicaba el actual. Mejor para él. Entre Harkness y Dalgliesh había respeto -a veces a regañadientes por parte del primero-, pero no amistad. Ahora la voz del primero sonaba como de costumbre: brusca, impaciente, pero con la urgencia controlada.

– Un caso para la Brigada, Adam. La dirección es Mansión Cheverell, en Dorset, a unos quince kilómetros al oeste de Poole. Un cirujano, George Chandler-Powell, dirige algo a medio camino entre una clínica y una casa de reposo. En todo caso, opera a pacientes ricos que quieren cirugía estética. Uno de ellos ha muerto, Rhoda Gradwyn, al parecer estrangulada.

Dalgliesh hizo la pregunta obvia. No era la primera vez que la formulaba, y nunca era bien recibida.

– ¿Por qué la Brigada? ¿No puede encargarse la policía local?

– Podría encargarse, pero nos han pedido que fueras tú. No me preguntes por qué; la orden ha venido del Número Diez, no de aquí. Mira, Adam, ya sabes cómo están ahora las cosas entre nosotros y Downing Street. No es momento de empezar a poner pegas. La Brigada se creó para investigar casos especialmente delicados, y el Número Diez opina que éste se encuadra en dicha categoría. El jefe de policía, Raymond Whitestaff, creo que le conoces, está conforme, y proporcionará los agentes de la escena del crimen (SOCO) y el fotógrafo, si a ti te parece bien. Así ahorraremos tiempo y dinero. No se justifica un helicóptero, pero desde luego es urgente.

– Siempre lo es. ¿Y qué hay del patólogo? Me gustaría que fuera Kynaston.

– Está ocupado en un caso, pero Edith Glenister se encuentra disponible. La tuviste en el asesinato de Combe Island, ¿te acuerdas?

– Sería difícil que no me acordara. Supongo que la policía local podrá facilitarnos un centro de operaciones y cierto apoyo.

– Tienen una casita desocupada a unos cien metros de la Mansión. Había sido la casa del policía del pueblo, pero cuando se jubiló no le buscaron sustituto, y ahora está vacía y esperando que la pongan a la venta. Carretera abajo hay una pensión; supongo que Miskin y Benton-Smith estarán cómodos ahí. En la escena del crimen te espera el inspector jefe Keith Whetstone, de la policía local. No van a tocar el cadáver hasta que lleguéis tú y la doctora Glenister. ¿Quieres que haga algo más?

– No -dijo Dalgliesh-. Yo me pondré en contacto con la inspectora Miskin y el sargento Benton-Smith. Pero ahorraremos tiempo si alguien puede hablar con mi secretaria. El lunes hay reuniones a las que no podré asistir, y será mejor cancelar las del martes. Ya llamaré después.

– De acuerdo -dijo Harkness-, me ocuparé de ello. Buena suerte -añadió antes de colgar.

Dalgliesh regresó a la biblioteca.

– Espero que no sean malas noticias -dijo el profesor Lavenham-. ¿Sus padres están bien?

– Los dos están muertos, señor. Era una llamada oficial. Me temo que debo irme enseguida.

– Entonces no debemos retenerle.

El anciano los acompañó a la puerta con lo que parecía una prisa innecesaria. Dalgliesh temía que el profesor hiciera el comentario de que perder un padre podía considerarse una desgracia, pero perder los dos parecía indicar más bien descuido, pero era evidente que había observaciones que incluso su futuro suegro eludía.

Caminaron deprisa hasta el coche. Dalgliesh sabía que Emma, aunque pudiera tener sus propios planes, no esperaba que él se desviara de su camino para dejarla en algún sitio. Dalgliesh tenía que llegar a la oficina sin perder un minuto. No le hacía falta expresar su decepción; Emma comprendió tanto su intensidad como su inevitabilidad. Mientras caminaban juntos, él le preguntó qué pensaba hacer los próximos dos días. ¿Se quedaría en Londres o volvería a Cambridge?

– Clara y Annie han dicho que, si nos fallaban los planes, esperarían encantadas que pasara con ellas el fin de semana. Las llamaré.

Clara era la mejor amiga de Emma, y Dalgliesh comprendía lo que Emma valoraba en ella: sinceridad, inteligencia y un férreo sentido común. Ahora él y Clara se llevaban bien, pero al principio de su relación con Emma, las cosas no habían sido fáciles. Clara había hecho patente que, a su juicio, él era demasiado viejo, estaba demasiado absorto en su trabajo y su poesía para establecer un compromiso serio con una mujer, y simplemente no era lo bastante bueno para Emma. Dalgliesh admitía la última acusación, una autoincriminación que no era nada agradable oír en boca de otro, sobre todo de Clara. Emma no debía perder nada a causa de su amor por él.

Clara y Emma se conocían de la escuela, habían ido al mismo college de Cambridge el mismo año, y aunque después siguieron rumbos muy distintos, nunca dejaron de estar en contacto. A primera vista se trataba de una amistad sorprendente, comúnmente explicada por la atracción de los contrarios. Emma, heterosexual con su inquietante y perturbadora belleza que Dalgliesh sabía que podía ser más una carga que la envidiada y pura hermosura de la imaginación popular; Clara, bajita, con una cara redonda y alegre, ojos brillantes tras unas grandes gafas y con los andares de un labriego. El hecho de que atrajera a los hombres era para Dalgliesh otro ejemplo del misterio del atractivo sexual. A veces se había preguntado si la primera reacción de Clara ante él había estado motivada por los celos o el pesar. Ambas cosas parecían improbables. Clara era a todas luces feliz con su pareja, la dulce y delicada Annie, de quien Dalgliesh sospechaba que era más dura de lo que parecía. Fue Annie quien había convertido su piso de Putney en un lugar en el que nadie entraba sin -en palabras de Jane Austen- la optimista expectativa de la felicidad. Tras sacar un sobresaliente en matemáticas, Clara había comenzado a trabajar en la City, donde era una gestora de fondos muy próspera. Sus colegas iban y venían, pero Clara firmaba un contrato tras otro. Emma le había dicho que Clara tenía pensado dejar el trabajo al cabo de tres años, cuando ella y Annie utilizarían el considerable capital acumulado para empezar una nueva vida. Entretanto, buena parte de lo que ganaba lo gastaba en causas buenas que despertaban la compasión de Annie.

Tres meses atrás, Emma y él habían asistido a la ceremonia de unión civil de Clara y Annie, una celebración discreta y agradable a la que sólo fueron invitados los padres de Clara, el padre viudo de Annie y unos cuantos amigos íntimos. Después hubo un almuerzo que preparó Annie en el piso. Una vez terminado el segundo plato, Clara y Dalgliesh recogieron la mesa y fueron juntos a la cocina para servir el budín. Fue entonces cuando ella se dirigió a él con una resolución indicadora de que había estado esperando la oportunidad.

– Debe de parecer algo perverso que nosotras establezcamos un vínculo legal cuando vosotros, los héteros, estáis enfrentados en miles de divorcios o viviendo juntos sin las ventajas del matrimonio. Éramos perfectamente felices tal como estábamos, pero necesitábamos asegurar que cada una fuera el pariente más cercano y reconocido de la otra. Si Annie ha de ir al hospital, yo tengo que estar ahí. Y luego está el asunto de la propiedad. Si me muero yo primero, pasará a Annie libre de impuestos. Supongo que gastará la mayor parte en casos perdidos, pero esto es asunto suyo. No lo derrochará. Annie es muy sensata. La gente cree que nuestra relación perdura porque yo soy la fuerte y Annie me necesita. En realidad sucede al revés, y tú eres uno de los pocos que lo ha visto desde el principio. Gracias por haber estado hoy con nosotras.

Dalgliesh sabía que aquellas últimas palabras pronunciadas con brusquedad eran la confirmación de una aceptación que, una vez concedida, sería incuestionable. Le complacía que al margen de las personas, los problemas y los desafíos desconocidos que le esperaban los días siguientes, el fin de semana de Emma permanecería vivo en su imaginación y para ella sería un recuerdo feliz.

2

Para la inspectora de policía Kate Miskin, su piso en la orilla norte del Támesis, río abajo desde Wapping, era la demostración de un logro en la única forma que, para ella, tenía alguna expectativa de permanencia: solidificado en acero, ladrillos y madera. Cuando entró a vivir en el piso, sabía que era demasiado caro para ella, y los primeros años de la hipoteca habían exigido sacrificios. Pero los había hecho de buen grado. No había perdido esa emoción inicial de caminar por las habitaciones llenas de luz, de despertar y quedarse dormida con el cambiante pero eterno palpitar del Támesis. El suyo era el piso de la esquina de la última planta, con dos balcones que ofrecían amplias vistas río arriba y de la orilla opuesta. Si no hacía muy mal tiempo, podía estar ahí en silencio contemplando los humores variables del río, el poder místico del dios marrón de T. S. Eliot, la turbulencia de la marea repentina, el centelleante tramo de azul pálido bajo el cielo del caluroso verano, y, después de oscurecer, la piel negra y viscosa acuchillada por la luz. Contemplaba las familiares embarcaciones como si fueran amigos de regreso: las lanchas de la Autoridad Portuaria de Londres y la policía fluvial, los dragadores, las cargadas barcazas, en verano los botes de recreo y los pequeños cruceros y, lo más fascinante de todo, los altos veleros, sus jóvenes tripulantes alineados a lo largo de las barandas, mientras se desplazaban con majestuosa lentitud río arriba para pasar bajo las grandes levas levantadas del Tower Bridge en dirección al puerto.

El piso no podía ser más diferente de las claustrofóbicas habitaciones de la séptima planta de Ellison Fairweather Buildings, donde había sido criada por su abuela, del olor, los ascensores destrozados, los cubos de basura volcados, los gritos, la permanente conciencia de peligro. Cuando niña, había andado asustada y con ojos cautelosos por una jungla urbana. Para ella, su infancia había quedado definida por las palabras de su abuela a una vecina, que Kate había oído por casualidad y no había olvidado: «Si su madre tenía que tener una hija ilegítima, al menos podía haber sobrevivido para cuidarla, ¡y no endilgármela a mí! Nunca supo el nombre del padre, o en todo caso no lo dijo.» En la adolescencia, aprendió por su cuenta a perdonar a su abuela. Cansada, abrumada de trabajo, pobre, ésta asumió sin ayuda una responsabilidad que no había esperado ni deseaba. Lo que le quedaba a Kate, y siempre le quedaría, era saber que por el hecho de no haber conocido a sus padres viviría la vida faltándole una parte esencial de sí misma, un agujero en la psique que nunca podría ser llenado.

Sin embargo, tenía su piso, un trabajo que le encantaba y en el que destacaba, y hasta hacía seis meses había tenido también a Piers Tarrant. Habían estado a punto de amarse, aunque ninguno de los dos llegó a pronunciar la palabra; pero ella sabía qué grado de plenitud había alcanzado su vida gracias a él. Piers había dejado la Brigada de Investigaciones Especiales para incorporarse a la División Antiterrorista de la Met, y aunque gran parte de su trabajo era secreto, podían revivir los viejos tiempos en que habían sido colegas. Utilizaban el mismo lenguaje, él comprendía las ambigüedades del mantenimiento del orden más de lo que podría hacerlo jamás ningún civil. Ella siempre lo había considerado sexualmente atractivo, pero, mientras fueran colegas, sabía que una aventura podía ser desastrosa. Adam Dalgliesh, AD, era intransigente con cualquier cosa que pudiera dañar la eficacia de la Brigada, y uno de los dos, o los dos, habría sido trasladado. Pero a ella le parecía que los años en que habían trabajado juntos, el peligro compartido, los desengaños, el agotamiento y los éxitos, incluso a veces la rivalidad por la aprobación efe AD, los habían unido de tal modo que convertirse en amantes pareció una confirmación lógica y natural de algo que siempre había existido.

Sin embargo, seis meses atrás ella había puesto fin a la relación y no lo lamentaba. Para Kate era insoportable tener una pareja infiel. Nunca había esperado que ninguna relación fuera permanente; nada de su infancia y su juventud le había prometido eso. Pero si para él aquello había sido una bagatela, para ella había sido una traición. Lo había mandado a paseo y desde entonces no había tenido noticias. Mientras recordaba, se dijo a sí misma que había sido ingenua desde el principio. Al fin y al cabo, ya sabía de la fama de Piers. La ruptura se produjo cuando Kate decidió en el último instante acudir a la fiesta de despedida de Sean McBride, que amenazaba con ser el típico festejo regado con alcohol. Hacía tiempo que Kate había dejado atrás las fiestas de despedida, pero había trabajado con Sean un tiempo, cuando éste era agente de policía, y había sido un buen jefe, servicial y carente de los entonces tan habituales prejuicios contra las agentes. Haría acto de presencia para desearle buena suerte.

Mientras se abría paso a duras penas entre la multitud, vio a Piers en el centro de un grupo estridente. La rubia que estaba enroscada a su alrededor llevaba tan poca ropa que a los hombres les costaba decidir si mirarle la entrepierna o los pechos. No cabía ninguna duda sobre su relación; lo pasaban en grande en la cama y estaban encantados de exhibirlo. El vio a Kate a través del hueco de la multitud apiñada. Sus miradas se cruzaron fugazmente, pero antes de que Piers tuviera tiempo de acercársele, ella se había ido.

Piers llegó por la mañana temprano, y entonces se formalizó la ruptura. Ella había olvidado gran parte de lo que dijo él, pero en su mente aún resonaban como un mantra fragmentos inconexos.

– Escucha, Kate, no es importante. No significaba nada. Ella no significa nada.

– Lo sé. De eso me quejo.

– Me estás pidiendo mucho, Kate.

– No te estoy pidiendo nada. Si es así como quieres vivir, es asunto tuyo. Simplemente te digo que no quiero tener relaciones sexuales con un hombre que se acuesta con otras mujeres. Quizá suene pasado de moda en un mundo en el que un ligue de una noche significa otra muesca en la cachiporra, pero yo soy así y no puedo cambiar, de modo que esto ha terminado. Menos mal que ninguno de los dos se había enamorado. Nos ahorraremos el tedio habitual de lágrimas y recriminaciones.

– Podría dejarla.

– ¿Y la próxima? ¿Y la siguiente? No entiendes nada. Yo no ofrezco sexo como un premio por buena conducta. No quiero explicaciones, excusas ni promesas. Se acabó.

Y se había acabado. El había desaparecido totalmente de su vida durante seis meses. Se dijo a sí misma que se estaba acostumbrando a estar sin Piers, pero no había sido fácil. Echaba de menos algo más que la satisfacción mutua en sus relaciones sexuales, la risa, las copas en sus pubs preferidos en la orilla del río, el compañerismo libre de estrés, las comidas que preparaban juntos en su piso; todo eso había dejado en ella una desenfadada confianza en la vida como no había conocido antes.

Quería hablar con él sobre el futuro. No había nadie más en quien pudiera confiar. Su siguiente caso podía ser muy bien el último. Era seguro que la Brigada de Investigaciones Especiales no seguiría en su configuración actual. Hasta el momento, el comandante Dalgliesh había conseguido frustrar los planes oficiales de racionalizar el personal no convencional, definir sus funciones en el argot contemporáneo ideado para oscurecer más que para esclarecer, e incorporar la Brigada a una estructura burocrática más ortodoxa. La Brigada había sobrevivido debido a su éxito indudable, a que resultaba relativamente barata -una virtud no muy conveniente en opinión de algunos- y a que estaba dirigida por uno de los detectives más distinguidos del país. El molino de rumores de la Met funcionaba sin parar, y de vez en cuando producía un grano de trigo entre las granzas. Habían llegado a sus oídos todos los chismes actuales: Dalgliesh, lamentando la politización de la Met, quería retirarse; AD no tenía intención de retirarse y en breve asumiría la responsabilidad de un departamento especial mixto involucrado en la formación de detectives; había recibido ofertas de dos departamentos universitarios de criminología; alguien de la City lo quería para desempeñar un trabajo no especificado con un sueldo cuatro veces superior al que cobraba actualmente el inspector jefe.

Kate y Benton habían respondido a todos los interrogantes con el silencio. No había hecho falta autodisciplina. No sabían nada, pero confiaban en que cuando AD hubiera tomado su decisión, se contarían entre los primeros en ser llamados. El jefe para el que ella había trabajado desde que llegó a sargento detective se casaría con Emma dentro de pocos meses. Tras tantos años juntos, una y otro ya no formarían parte del mismo equipo. Kate lograría su prometido ascenso a inspector jefe de detectives, quizás en cuestión de semanas, y tenía esperanzas de subir incluso más. El futuro acaso fuera solitario, pero si lo era, ella tenía su trabajo, el que había querido siempre, el que le había dado todo lo que tenía. Y sabía mejor que nadie que había destinos peores que la soledad.

La llamada llegó a las diez cincuenta. No tenía que ir a la oficina hasta la una y media, y estaba a punto de abandonar el piso para dedicarse a los quehaceres rutinarios que siempre le ocupaban horas de su medio día libre: ir al supermercado a comprar comida, pasar a buscar un reloj que había que arreglar, llevar unas prendas de ropa a la tintorería. La llamada le llegó al móvil especial, y enseguida supo qué voz oiría. Escuchó con atención. Era un caso de asesinato, como había imaginado. La víctima, Rhoda Gradwyn, periodista de investigación hallada muerta a las siete y media en su cama, al parecer estrangulada, tras una operación en una clínica privada de Dorset. Él le dio la dirección de la Mansión Cheverell, en Stoke Cheverell. Ninguna explicación de por qué se encargaba del asunto la Brigada, pero por lo visto el Número Diez estaba implicado. Viajarían en coche, en el de ella o en el de Benton; se trataba de que los miembros del equipo llegaran juntos.

– Sí, señor -dijo ella-. Llamaré a Benton y me reuniré con él en su piso. Creo que iremos en su coche. El mío ha de pasar la revisión. Tengo mi kit y sé que él tiene el suyo.

– Bien. Debo llamar al Yard, Kate. Nos vemos en Shepherd's Bush hacia la hora que llegues tú, espero. Entonces te daré todos los detalles que conozca.

Luego ella llamó a Benton, y en cuestión de veinte minutos se había cambiado y puesto los pantalones de tweed y la chaqueta que solía llevar cuando se trataba de un caso en territorio rural. Siempre tenía lista una bolsa de viaje con otra ropa que pudiera necesitar. Comprobó rápidamente las ventanas y los enchufes, cogió el kit, hizo girar las llaves en las dos cerraduras de seguridad y se puso en camino.

3

La llamada de Kate al sargento Francis-Benton-Smith se produjo mientras éste se hallaba comprando en el mercado de campesinos de Notting Hill. Había planeado cuidadosamente la jornada y tenía el excelente humor de un hombre con ganas de disfrutar de un merecido día de descanso que auguraba más placer por la actividad que por el descanso. Había prometido preparar el almuerzo a sus padres en la cocina de su casa de South Kensington, a continuación pasaría la tarde en la cama con Beverley en el piso que ella ocupaba en Shepherd's Bush, y pensaba terminar lo que se anunciaba como una perfecta mezcla de deber y placer llevándola a ver la nueva película que ponían en el Curzon. Para él, el día también sería una celebración privada de su reciente rehabilitación como novio de Beverley. La ubicua palabra le molestaba un poco, pero parecía inadecuado describirla como su amante, pues ello le sugería un mayor grado de compromiso.

Beverley era actor -ella insistía en que no la podían definir como actriz-, y se estaba abriendo camino en la televisión. Desde el principio dejó claro cuál era su prioridad. Le gustaba variedad en sus novios, pero en cuanto a la promiscuidad era tan intolerante como un predicador fundamentalista. Su vida sexual era una procesión estrictamente cronológica de aventuras individuales, pocas, como explicó consideradamente a Benton, y con ninguna esperanza de que durasen más de seis meses. Pese a la delgadez de su cuerpo, robusto y bien proporcionado, le encantaba comer, y él sabía que parte de su éxito con ella se debía a las comidas, fuera en restaurantes cuidadosamente elegidos que a duras penas se podía permitir, o, si ella lo prefería, preparadas por él en casa. Este almuerzo, al que ella había sido invitada, estaba planeado en parte para recordarle a Beverley lo que se había estado perdiendo.

El había visto a los padres de ella una vez y sólo un rato, y le sorprendía que esa pareja sólidamente cebada, convencional, bien vestida y físicamente anodina, hubiera engendrado una chica tan exótica. Le encantaba mirar a Beverley: la pálida cara oval y el pelo oscuro con un flequillo sobre los ojos ligeramente oblicuos le conferían un atractivo algo oriental. Beverley venía de un ambiente tan privilegiado como el de Francis, y la joven, pese a sus esfuerzos, no había conseguido deshacerse de todos los indicios que delataban una buena educación general. Pero los despreciados valores y accesorios burgueses habían sido sacrificados en el altar del arte, y en cuanto a su habla y aspecto se había convertido en Abbie, la díscola hija del dueño de un pub, en un culebrón televisivo ambientado en un pueblo de Suffolk. Cuando las cosas empezaron a ir bien, sus posibilidades de actuar mejoraron notablemente. Había planes para una aventura con el organista de la iglesia, un embarazo y un aborto ilegal, y un tumulto general en el pueblo. Pero se habían recibido quejas de espectadores para quienes ese idilio rural competiría con Eastenders, y ahora corría el rumor de que Abbie iba a ser redimida. Hubo incluso la propuesta de un matrimonio fiel y una maternidad virtuosa. Fue un desastre, se quejaba Beverley. Su agente ya estaba tanteando el terreno para sacar provecho de su presente notoriedad mientras durase. Francis -sólo era Benton para sus colegas y la Met- no tenía ninguna duda de que el almuerzo sería un éxito. Sus padres siempre sentían curiosidad por aprender cosas sobre los mundos misteriosos a los que no tenían acceso, y a Beverley le alegraría hacer una vehemente interpretación del último capítulo, probablemente con diálogo.

Francis sentía que su propio aspecto era tan engañoso como el de Beverley. Su padre era inglés, su madre india, y había heredado la belleza de ella pero nada del profundo vínculo que la unía con su país, que no había perdido y que compartía con su esposo. Cuando se casaron, ella tenía dieciocho años y él doce más. Habían estado perdidamente enamorados y lo seguían estando, y su visita anual a la India era lo más importante del año. Cuando niño, Francis les había acompañado, pero siempre sintiéndose extraño, incómodo, incapaz de participar en un mundo al que su padre, que parecía más feliz y alegre en la India que en Inglaterra, se había adaptado fácilmente en lo referente a la forma de hablar, vestir y comer. Desde la infancia temprana, también había notado que el amor de sus padres era demasiado devorador para admitir a una tercera persona, aunque fuera un hijo único. Sabía que lo querían, pero en compañía de su padre, un director de colegio retirado, siempre se había sentido más un prometedor y apreciado alumno de secundaria que un hijo. La benigna no injerencia de sus padres era desconcertante. Cuando Francis tenía dieciséis años y escuchaba las quejas de algún compañero de la escuela sobre sus padres -la ridícula norma de llegar a casa antes de medianoche, las advertencias sobre las drogas, el alcohol o el sida, la insistencia en que el deber tenía prioridad sobre el placer, los constantes reproches sobre el pelo, la ropa y el estado de su habitación que, al fin y al cabo, se suponía que era privada-, de algún modo Francis tenía la impresión de que la tolerancia de los suyos equivalía a un desinterés próximo a la negligencia emocional. En principio, la crianza de los hijos no era eso.

Cuando eligió profesión, la reacción de su padre fue una que, sospechaba Francis, ya había sido utilizada antes. «Sólo hay dos cosas importantes a la hora de elegir empleo: que sea algo que fomente la felicidad y el bienestar de los demás y que te dé satisfacción a ti. El cuerpo de policía satisface la primera y espero que también la segunda.» Casi se había tenido que morder la lengua para no decir «gracias, señor». De todos modos, sabía que quería a sus padres y a veces era calladamente consciente de que no sólo había distanciamiento por parte de ellos sino que él también los visitaba muy poco. Este almuerzo iba a ser una pequeña expiación por su desatención.

Recibió la llamada en el móvil especial a las diez cincuenta y cinco, mientras hacía su selección de verduras orgánicas. Era la voz de Kate.

– Tenemos un caso. El presunto asesinato de una paciente en una clínica privada de Stoke Cheverell, Dorset. En una mansión.

– Esto supone un cambio, señora. Pero ¿por qué la Brigada? ¿Por qué no la policía de Dorset?

La voz de Kate sonaba impaciente. No había tiempo para chácharas.

– Quién sabe. Se muestran evasivos, como de costumbre, pero parece que tiene algo que ver con el Número Diez. Te daré toda la información que tengo cuando estemos en camino. Sugiero que vayamos en tu coche, el comandante Dalgliesh quiere que lleguemos a la Mansión al mismo tiempo. El va con su Jag. Estaré contigo tan pronto pueda. Dejaré mi coche en tu garaje, él se reunirá allí con nosotros. Supongo que tienes tu kit. Y trae la cámara. Podría ser de utilidad. ¿Dónde estás ahora?

– En Notting Hill, señora. Con suerte estaré de vuelta en el piso en menos de diez minutos.

– Bien. También podrías coger algunos bocadillos, tortillas y algo de beber. AD no querrá que lleguemos con hambre.

Cuando Kate colgó, Benton pensó que ya sabía eso. Tenía que hacer dos llamadas, una a sus padres y otra a Beverley. Contestó su madre, que, sin perder tiempo, le dijo que lo lamentaba mucho y colgó. Beverley no contestaba el móvil, pero a Benton le dio igual. Dejó un simple mensaje diciendo que se cancelaban los planes y que llamaría luego.

Tardó sólo unos minutos en comprar los bocadillos y las bebidas. Salió corriendo del mercado y mientras cruzaba Holland Park Avenue, vio que un autobús con el número 94 estaba reduciendo la velocidad al llegar a su parada, por lo que esprintó y logró saltar adentro antes de que se cerraran las puertas. Ya había olvidado sus planes para ese día y estaba pensando en la más exigente tarea que le esperaba, la de aumentar su fama en la Brigada. Le preocupaba, aunque sólo ligeramente, que esta euforia, la sensación de que el futuro inmediato rebosaba de excitación y desafíos, dependiera de un cadáver desconocido que se estaba poniendo rígido en una casa solariega de Dorset, dependiera de la pena, la angustia y el miedo. Admitía, y no sin un pequeño arrebato de mala conciencia, que sería decepcionante llegar a Dorset y enterarse de que, después de todo, era sólo un asesinato común y corriente y que el autor ya había sido identificado y detenido. Nunca había sucedido, y sabía que era improbable. Nunca llamaban a la Brigada para que se encargara de un asesinato del montón.

De pie junto a las puertas del autobús, esperó impaciente que se abrieran, y acto seguido echó a correr hasta su edificio de apartamentos. Tras pulsar el botón del ascensor, permaneció sin aliento escuchándolo mientras bajaba. Fue entonces cuando cayó en la cuenta, sin que le importara lo más mínimo, de que se había dejado en el autobús la bolsa con las verduras orgánicas cuidadosamente escogidas.

4

Era la una y media, seis horas después del descubrimiento del cadáver, pero para Dean y Kimberley Bostock, que estaban esperando en la cocina hasta que llegara alguien que les dijera qué hacer, la mañana se hacía eterna. Este era su dominio, el lugar donde se encontraban como en casa, con todo bajo control, nunca agobiados, sabiendo que eran valorados aunque las palabras no se pronunciaran a menudo, confiados en sus aptitudes profesionales, y sobre todo juntos. Pero ahora iban de la mesa a los fogones como aficionados desorganizados en un entorno desconocido e intimidante. Como si fueran autómatas, habían deslizado por encima de la cabeza las cintas de sus delantales de cocina y se habían puesto el gorro blanco, pero no habían trabajado mucho. A las nueve y media, y a petición de la señorita Cressett, Dean había llevado cruasanes, mermelada corriente y de naranjas amargas y una jarra grande de café a la biblioteca, pero al ir a retirar después los platos advirtió que estaba casi todo intacto, aunque se había acabado el café, cuya demanda parecía no tener fin. Cada dos por tres aparecía la enfermera Holland para llevarse otro termo. Dean empezaba a pensar que estaba encarcelado en su propia cocina.

Notaban que la casa estaba envuelta en un silencio inquietante. Incluso había amainado el viento, sus ráfagas moribundas parecían suspiros desesperados. Kim estaba avergonzada por su desmayo. El señor Chandler-Powell había sido muy amable y le había dicho que no volviera a trabajar hasta que se encontrara bien, pero ella se alegraba de volver a estar en su sitio, con Dean en la cocina. El señor Chandler-Powell tenía la cara cenicienta, parecía más viejo y, por alguna razón, distinto. A Kim le recordó el aspecto de su padre cuando regresó a casa después de su operación, como si se le hubiera agotado la fuerza y algo más vital que la fuerza, algo que volvía a su padre único. Todos habían sido considerados con ella, pero tenía la sensación de que esta deferencia había sido expresada con sumo cuidado, como si cualquier palabra pudiera ser peligrosa. Si se hubiera producido un asesinato en su pueblo, qué diferente habría sido todo. Los gritos de horror e indignación, los brazos consoladores a su alrededor, la calle entera volcada en su casa para verla, para enterarse y lamentar, una confusión de voces preguntando y especulando. Las personas de la Mansión no eran así. El señor Chandler-Powell, el señor Westhall y su hermana y la señorita Cressett no mostraban sus sentimientos, cuando menos no en público. En cualquier caso, tendrían sentimientos, como todo el mundo. Kim era consciente de que lloraba con demasiada facilidad, pero seguramente ellos también lloraban a veces, aunque parecía una presunción indecorosa imaginarlo siquiera. Los ojos de la enfermera Holland estaban rojos e hinchados. Tal vez había llorado. ¿Porque había perdido una paciente? Pero ¿no estaban las enfermeras acostumbradas a estas cosas? Deseaba saber qué estaba pasando fuera de la cocina, que, pese a su tamaño, se había vuelto claustrofóbica.

Dean le había explicado que el señor Chandler-Powell les había hablado a todos en la biblioteca. Les dijo que estaba prohibido ir al ala de los pacientes y tomar el ascensor, si bien la gente debía seguir con sus actividades habituales en la medida de lo posible. La policía querría interrogar a todos, pero recalcó que, entretanto, era mejor que no hablaran entre ellos sobre la muerte de la señorita Gradwyn. No obstante, Kim sabía que sí hablarían, si no en grupo al menos en parejas: los Westhall, que habían regresado a la Casa de Piedra; la señorita Cressett con la señora Frensham; y seguramente el señor Chandler-Powell con la enfermera. Mog probablemente se quedaría en silencio -si le convenía, podía-, y no era capaz de imaginar a nadie hablando de la señorita Gradwyn con Sharon. Si ésta entraba en la cocina, ella y Dean desde luego no lo harían. Pero ella y Dean habían hablado, en voz baja, como si así de algún modo sus palabras se volvieran inocuas. Y ahora Kim no podía aguantarse las ganas de volver sobre el mismo tema.

– Supongamos que la policía me pregunta qué pasó cuando subí el té a la señora Skeffington. ¿Debo contarles todos los detalles?

Dean intentaba tener paciencia. Ella lo notó en su voz.

– Kim, esto ya lo hemos aclarado. Sí, debes contarlo todo. Si ellos hacen una pregunta directa, hemos de responder y decir la verdad, de lo contrario podemos vernos en un aprieto. Pero lo que pasó no es importante. Tú no viste a nadie ni hablaste con nadie. Las preguntas no tendrán nada que ver con la muerte de la señorita Gradwyn. Podrías armar un lío sin motivo alguno. Quédate tranquila hasta que pregunten.

– ¿Seguro que cerraste la puerta?

– Sí. Pero si la policía empieza a darme la lata con eso, a lo mejor acabo no estando seguro de nada.

– Está todo muy tranquilo -dijo Kim-. Pensaba que a estas horas ya habría llegado alguien. ¿Por qué hemos de estar aquí solos?

– Nos han dicho que siguiéramos con nuestro trabajo -dijo Dean-. La cocina es donde trabajamos. Éste es tu sitio, aquí conmigo.

Se acercó sin hacer ruido y la abrazó. Se quedaron inmóviles durante un minuto, sin hablar, y eso la consoló.

Tras soltarla, él dijo:

– En todo caso, deberíamos pensar en el almuerzo. Ya es la una y media. Hasta ahora sólo han tomado café y galletas. Tarde o temprano querrán algo y no les apetecerá estofado.

El estofado de buey había sido preparado el día anterior y estaba listo para ser recalentado en el horno inferior de la cocina tradicional de hierro fundido. Había suficiente para todos y para Mog, cuando éste llegara de trabajar en el jardín. Pero ahora a Kim el intenso olor le daba náuseas.

– No, no querrán nada pesado -dijo Dean-. Podría hacer sopa de guisantes. Nos queda caldo del hueso de jamón. Y luego quizá bocadillos, huevos, queso… -Se le fue apagando la voz.

– Pero no creo que Mog haya ido a buscar pan -dijo Kim-. El señor Chandler-Powell ha dicho que nos quedásemos aquí.

– Podríamos hacer un poco de pan de soda; siempre tiene éxito.

– ¿Y qué hay de los policías? ¿Qué tenemos para ellos? Decías que, cuando llegara, al inspector Whetstone no le darías más que café, pero están los que vienen de Londres. Es un largo trecho.

– No sé. Tendré que preguntarle al señor Chandler-Powell.

Y entonces Kim se acordó. Qué raro, pensó, que se le hubiera olvidado. Dijo:

– Era hoy cuando íbamos a decirle lo del bebé, después de la operación de la señora Skeffington. Ahora lo saben y no parecen preocupados. La señorita Cressett dice que en la Mansión hay sitio de sobra para el niño.

Kim pensó que detectaba una pequeña nota de impaciencia, incluso de satisfacción contenida, en la voz de Dean.

– No es cuestión de decidir si queremos quedarnos aquí con el bebé cuando ni siquiera sabemos si la clínica continuará funcionando. ¿Quién querrá venir aquí ahora? ¿A ti te gustaría dormir en esa habitación?

Mirándole, Kim advirtió que los rasgos de Dean se endurecían por momentos, como en actitud resuelta. De pronto se abrió la puerta, y ambos se volvieron para verse frente al señor Chandler-Powell.

5

Chandler-Powell miró el reloj y vio que era la una cuarenta. Quizá debería hablar con los Bostock, que estaban encerrados en la cocina. Tenía que comprobar de nuevo si Kimberley se había recuperado del todo y si estaban pensando en la comida. Nadie había comido todavía. Las seis horas transcurridas desde el descubrimiento del asesinato habían parecido una eternidad en la que se recordaban con claridad pequeños episodios inconexos en una pérdida de tiempo no registrado: cuando precintó la habitación del asesinato, tal como había ordenado el inspector Whetstone; cuando encontró el rollo más ancho de cinta adhesiva en lo más recóndito de su escritorio; cuando por descuido no fijó el extremo de modo que saltó y la cinta se volvió inservible; cuando Helena la tomó de sus manos y se encargó de ello; cuando, a sugerencia de ella, marcaron la cinta con iniciales para asegurarse de que nadie la tocaba. No había sido consciente de la luz en aumento, de la oscuridad total convirtiéndose en una gris mañana de invierno, de las ráfagas ocasionales de viento agonizante, como disparos erráticos. Pese a los fallos de memoria, la confusión del tiempo, confiaba en haber hecho lo que se esperaba de él: afrontar la histeria de la señora Skeffington, examinar a Kimberley Bostock y dar instrucciones para su cuidado, intentando que todos mantuvieran la calma mientras esperaban ansiosos a que llegara la policía local.

El olor a café caliente que invadía la casa parecía intensificarse. ¿Por qué siempre lo había considerado tan reconfortante? Se preguntó si volvería a olerlo sin sentir una punzada recordatoria del fracaso. Caras familiares se habían convertido en rostros de desconocidos, en caras esculpidas como las de los pacientes que soportan un dolor inesperado, en caras fúnebres tan anormalmente solemnes como las de dolientes que recobrasen la adecuada compostura para las exequias de alguien poco conocido, poco llorado, pero a quien la muerte atribuía un poder aterrador. La cara abotagada de Flavia, con los párpados hinchados, los ojos apagados por las lágrimas. De todos modos, en realidad no la había visto llorar, y las únicas palabras de ella que recordaba le habían parecido insufriblemente irrelevantes.

– Hiciste un magnífico trabajo. Ahora ella nunca lo verá, con lo mucho que había esperado. Todo ese tiempo y ese talento desperdiciados, desperdiciados sin más.

Ambos habían perdido una paciente, la única muerte producida en la clínica de la Mansión. Las lágrimas de ella, ¿eran de frustración o de fracaso? Difícilmente serían de pesar.

Y ahora tenía que ocuparse de los Bostock. Debía afrontar su petición de palabras tranquilizadoras y de consuelo, tomar decisiones sobre asuntos al parecer intrascendentes pero que para ellos no lo eran. En la reunión de las ocho y cuarto en la biblioteca había dicho todo lo necesario. Al menos había asumido la responsabilidad. Se había propuesto ser breve y había sido breve. Su voz había sido tranquila, terminante. Ahora todos estaban enterados de la tragedia que afectaría a sus vidas. La señorita Rhoda Gradwyn había sido hallada muerta en su habitación a las siete y media de esa mañana. Había ciertos indicios de que la muerte no había sido natural. Bueno, pensó, esto era una manera de decirlo. Habían llamado a la policía, y un inspector de la fuerza local venía de camino. Como es lógico, todos colaborarían con las investigaciones policiales. Entretanto, debían estar tranquilos, abstenerse de chismorreos y especulaciones y seguir con sus tareas. Qué tareas exactamente, se preguntó. La intervención de la señora Skeffington había sido anulada. Habían telefoneado al anestesista y al personal de quirófano; Flavia y Helena se habían encargado de eso. Y tras este breve discurso, evitando preguntas, había abandonado la biblioteca. Pero esta forma de irse, con todas las miradas posadas en él, ¿no había sido un gesto histriónico, un modo de eludir responsabilidades de forma deliberada? Recordaba haberse quedado un momento al otro lado de la puerta, como un desconocido en la casa que se preguntara adonde ir.

Y ahora, sentado a la mesa de la cocina con Dean y Kimberley, tenía que mostrar interés por la sopa de guisantes y el pan de soda. Desde el mismo instante en que entró en la estancia que casi nunca tenía necesidad de visitar se sintió tan inepto como intruso. ¿Qué palabras de tranquilidad, de consuelo, esperaban de él? Las dos caras frente a la suya, como niños asustados, buscaban la respuesta a una pregunta que no tenía nada que ver con la sopa ni con el pan.

Dominando su irritación ante la obvia necesidad de ellos de recibir instrucciones firmes, estuvo a punto de decir «haced lo que mejor os parezca», cuando oyó los pasos de Helena. Había llegado silenciosamente detrás de él. Y ahora oía su voz.

– Sopa de guisantes es una gran idea, caliente, nutritiva y reconfortante. Como ya tenéis el caldo, se puede hacer en un momento. Vayamos a lo sencillo, ¿de acuerdo? No quiero que esto parezca una fiesta parroquial de la cosecha. Servid el pan de soda caliente y con abundante mantequilla. Una tabla de quesos sería un buen complemento de las carnes frías, pero no os paséis. Haced que parezca apetitoso, como de costumbre. Nadie tiene hambre, pero la gente ha de comer. Sería una buena idea sacar la crema casera de limón de Kimberley y mermelada de albaricoque con el pan. Las personas en estado de shock a menudo tienen ganas de algo dulce. Y ya podéis ir trayendo café, muchísimo café.

– ¿Hemos de dar de comer a la policía, señorita Cressett? -preguntó Kimberley.

– Yo diría que no. Pero lo sabremos a su debido tiempo. Como sabéis, no será el inspector Whetstone quien se encargue de la investigación. Viene una brigada especial de la Policía Metropolitana. Imagino que comerán por el camino. Habéis estado magníficos, los dos, como siempre. Es probable que durante un tiempo llevemos todos una vida algo alterada, pero sé que sabréis afrontarlo. Si tenéis dudas o preguntas, venid a verme.

Más tranquilos, los Bostock murmuraron su agradecimiento. Chandler-Powell y Helena se fueron juntos.

– Gracias. Tenía que haberte dejado los Bostock para ti -dijo él intentando sin éxito inyectar calidez a su voz-. ¿Y qué demonios es el pan de soda?

– Se hace con harina integral y sin levadura. Aquí lo has comido a menudo. Te gusta.

– Al menos hemos resuelto la próxima comida. Me da la sensación de que he dedicado la mañana a insignificancias. Pido a Dios que este comandante Dalgliesh y su brigada lleguen de una vez y se pongan a investigar. Hay una distinguida patóloga forense perdiendo el tiempo por ahí esperando que Dalgliesh se digne llegar. ¿Por qué no puede ella empezar su trabajo? Y seguro que Whetstone tenía algo mejor que hacer que estar aquí de plantón.

– ¿Y por qué la Met? -dijo Helena-. La policía de Dorset está totalmente capacitada, ¿por qué no puede ocuparse de la investigación el inspector Whetstone? Esto me hace pensar que quizás haya algo secreto e importante relacionado con Rhoda Gradwyn, algo que no sabemos.

– Siempre hubo algo que no sabíamos de Rhoda Gradwyn.

Habían llegado al vestíbulo. Se oyeron fuertes portazos de puertas de coches, sonido de voces.

– Mejor que salgas afuera -dijo Helena-. Parece que ha llegado la brigada de la Met.

6

Era un buen día para conducir por el campo, un día que normalmente Dalgliesh habría dedicado a explorar caminos apartados, parando de vez en cuando para disfrutar contemplando los imponentes troncos de los grandes árboles desnudos para el invierno, las ramas ascendentes y las oscuras complejidades de las altas ramitas estampadas en un cielo despejado de nubes. El otoño se había alargado, pero ahora él conducía bajo la deslumbrante bola blanca de un sol invernal, cuyo raído borde emborronaba un azul tan claro como el de un día de verano. Su luz se apagaría pronto, pero ahora, bajo su intenso brillo, los campos, las colinas bajas y las arboledas tenían un contorno nítido y carecían de sombra.

Una vez lejos del tráfico de Londres, avanzaron más rápidos y dos horas y media después estaban en el este de Dorset. Se detuvieron un rato en un área de descanso para tomar su almuerzo, y Dalgliesh consultó el mapa. Al cabo de quince minutos llegaban a un cruce que los encaminaría a Stoke Cheverell, y unos dos kilómetros después del pueblo vieron una señal que indicaba la Mansión Cheverell. Se detuvieron frente a dos puertas de hierro forjado, tras las cuales vieron un paseo de hayas. Al otro lado de las puertas, un hombre de edad avanzada con un abrigo largo estaba sentado en lo que parecía una silla de cocina leyendo un periódico. Lo dobló con cuidado, tomándose su tiempo, y luego se acercó a abrir. Dalgliesh no sabía si apearse y ayudarle, pero las puertas se abrieron fácilmente, y Dalgliesh las cruzó seguido del coche de Kate y Benton. El viejo cerró tras ellos y luego se dirigió al primer vehículo.

– A la señorita Cressett no le gusta que el camino de entrada se llene de coches. Tendrán que ir a la parte trasera del ala este.

– Lo haremos -dijo Dalgliesh-, pero es algo que puede esperar.

Los tres sacaron sus bolsas de los coches. Ni siquiera la urgencia del momento, o el hecho de que hubiera un grupo de personas esperándolos en diversos estados de ansiedad o temor, disuadieron a Dalgliesh de hacer una pausa de unos segundos para observar la casa. Sabía que estaba considerada como una de las casas Tudor más hermosas de Inglaterra, y ahora estaba frente a él, en su perfección de formas, su confiada reconciliación de solidez y elegancia; una casa construida para certezas, nacimientos, muertes y ritos de iniciación, por hombres que sabían en qué creían y qué estaban haciendo. Una casa cimentada en la historia, imperecedera. Delante de la Mansión no había hierba ni jardín ni estatuas. Se mostraba a sí misma sin adornos, su dignidad no precisaba aderezos. La estaba viendo en su plenitud. El blanco resplandor matutino del sol invernal se había suavizado, bruñendo los troncos de las hayas y bañando las piedras de la casa con un brillo plateado, de modo que por un instante, en la quietud, pareció temblar y volverse tan insustancial como una visión. La luz diurna pronto se apagaría; era el mes del solsticio de invierno. Pronto oscurecería y se haría de noche. Él y el equipo estarían investigando un hecho oscuro en la oscuridad de pleno invierno. Para alguien a quien le gustaba la luz, esto suponía una desventaja tanto psicológica como práctica.

Cuando él y los miembros del equipo echaron a andar, se abrió la puerta del gran porche y salió un hombre a recibirles. Por momentos pareció indeciso a la hora de saludar; luego extendió la mano y dijo:

– Inspector Keith Whetstone. Se han dado ustedes prisa, señor. El jefe dijo que necesitarían agentes SOCO. Ahora mismo sólo tenemos disponibles dos, pero aún tardarán unos cuarenta minutos. El fotógrafo está de camino.

No había duda de que Whetstone era policía, pensó Dalgliesh, o eso o soldado. Era corpulento pero mantenía un porte erguido. Tenía una cara ordinaria pero agradable, las mejillas rojizas, la mirada fija y vigilante bajo un pelo del color de la paja vieja, cortado a cepillo y pulcramente rasurado alrededor de unas orejas enormes. Iba vestido de tweed rural y llevaba un gabán.

Hechas las presentaciones, dijo:

– ¿Sabe usted por qué se encarga del caso la Met, señor?

– Me temo que no. Deduzco que usted se sorprendió cuando le llamaron.

– Sé que al jefe le pareció un poco raro, pero de hecho nosotros no necesitamos buscar trabajo. Se habrá enterado de las detenciones en la costa. Tenemos encima a los chicos del Servicio de Aduanas. El Yard dijo que a ustedes no les vendría mal un agente. Dejo a Malcolm Warren. Es un tipo callado pero muy listo, y sabe cuándo mantener la boca cerrada.

– Callado, fiable y discreto -dijo Dalgliesh-. No tengo nada en contra. ¿Dónde está ahora?

– Frente a la puerta de la habitación, custodiando el cadáver. Los de la casa, bueno los seis miembros más importantes, supongo, esperan en el gran salón. Está el señor George Chandler-Powell, el propietario; su ayudante el señor Marcus Westhall, lo llaman señor porque es cirujano; su hermana, la señorita Candace Westhall; Flavia Holland, la enfermera jefe; la señorita Helena Cressett, una especie de ama de llaves, secretaria y administradora general por lo que he entendido; y la señora Letitia Frensham, que lleva la contabilidad.

– Impresionante memoria, inspector.

– No tanto, señor. El señor Chandler-Powell es un recién llegado, pero la mayoría de la gente de por aquí sabe quién está en la Mansión.

– ¿Ha llegado la doctora Glenister?

– Hace una hora, señor. Ha tomado té y dado una vuelta por el jardín, y ha hablado con Mog, que viene a ser el jardinero, para decirle que ha podado demasiado el viburno. Y ahora está en el vestíbulo, a no ser que haya ido a dar otro paseo. Una dama muy aficionada al ejercicio al aire libre, diría yo. Bueno, es más agradable que el olor de los cadáveres.

– ¿Cuándo ha llegado usted? -preguntó Dalgliesh.

– Veinte minutos después de haber recibido la llamada del señor Chandler-Powell. Me disponía a actuar como agente encargado de la investigación cuando me llamó el jefe para decirme que de eso se ocuparía el Yard.

– ¿Alguna idea, inspector?

La pregunta de Dalgliesh derivaba en parte de la cortesía. Ese no era su territorio. El tiempo revelaría o no por qué intervenía el Ministerio del Interior; en todo caso, el hecho de que Whetstone aceptara aparentemente la intervención del departamento no significaba que le gustara.

– Diría que ha sido alguien de la casa, señor. Y si es así, tenemos un número limitado de sospechosos, cosa que, por mi experiencia, no facilita en absoluto la solución del caso. No si todos conservan su presencia de ánimo, lo cual me parece que hará la mayoría.

Se acercaban al porche. La puerta se abrió como si alguien hubiera estado vigilando para salir en el momento preciso. No podía haber ninguna duda sobre la identidad de quien se hizo a un lado mientras entraban. Tenía el rostro serio y con la palidez tensa de un hombre en estado de shock, aunque no había perdido en absoluto su autoridad. Aquélla era su casa, y tenía el mando sobre ella y sobre sí mismo. Sin tender la mano ni mirar a los subalternos de Dalgliesh, dijo:

– George Chandler-Powell. Los demás están en el gran salón.

Lo siguieron a través del porche y hasta una puerta que había a la izquierda del vestíbulo cuadrado. Curiosamente, la maciza puerta de roble estaba cerrada, y Chandler-Powell la abrió. Dalgliesh se preguntó si el hombre había tenido la intención de que esta primera imagen del vestíbulo fuera tan espectacular. Experimentó un momento extraordinario en el que la arquitectura, los colores, la forma y los sonidos, el altísimo techo, el magnífico tapiz en la pared de la derecha, el jarrón con follaje de invierno sobre una mesa de roble a la izquierda de la puerta, la hilera de retratos en sus marcos dorados, algunos objetos vistos claramente incluso en una primera ojeada, otros tal vez sacados de recuerdos o fantasías de la infancia, todo pareció fundirse en una imagen viva de la que su mente se impregnó de inmediato.

Las cinco personas que estaban sentadas a uno y otro lado de la chimenea volvieron sus rostros hacia él, como un cuadro viviente astutamente dispuesto para procurar a la estancia su identidad y humanidad. Hubo un minuto, extrañamente embarazoso porque parecía una formalidad inadecuada, en el que Dalgliesh y Chandler-Powell hicieron a toda prisa las presentaciones. Las de Chandler-Powell casi no hacían falta. El otro hombre tenía que ser Marcus Westhall; la mujer de cara pálida y rasgos inconfundibles, Helena Cressett; la morena más bajita, la única cuya cara mostraba señales de posibles lágrimas, la enfermera Flavia Holland. La alta de más edad que se hallaba de pie en el extremo del grupo parecía haber sido pasada por alto por Chandler-Powell. Ahora ella se acercó discretamente, estrechó la mano de Dalgliesh y dijo:

– Letitia Frensham. Llevo la contabilidad.

– Tengo entendido que ya conoce a la doctora Glenister -dijo Chandler-Powell.

Dalgliesh se acercó a la silla de ésta y se estrecharon la mano. Era la única persona que permanecía sentada, y el juego de té que había en una mesita a su lado indicaba que se lo habían servido. Vestía la misma ropa que él recordaba de su último encuentro, pantalones metidos en botas de cuero y una chaqueta de tweed que parecía demasiado pesada para su cuerpo diminuto. Un sombrero de ala ancha, que llevaba invariablemente ladeado con gracia, descansaba ahora en el brazo del sillón. Sin él, su cabeza, el cuero cabelludo visible a través del corto cabello blanco, parecía vulnerable como la de un niño. Tenía los rasgos delicados, y la piel tan pálida que de vez en cuando presentaba el aspecto de una mujer gravemente enferma. Sin embargo, era extraordinariamente dura, y sus ojos, casi negros de tan oscuros, correspondían a una mujer mucho más joven. Dalgliesh habría preferido, como siempre, a su viejo colega el doctor Kynaston, pero se alegraba igualmente de contar con alguien que le caía bien, a quien respetaba y con quien ya había trabajado antes. La doctora Glenister era una de las patólogas más prestigiosas de Europa, autora de destacados libros de texto sobre el tema además de una formidable perita ante los tribunales. De todos modos, su presencia era un inoportuno recordatorio del interés del Número Diez. Solían llamar a la distinguida doctora Glenister cuando estaba implicado el gobierno.

Tras levantarse con la facilidad de una mujer joven, dijo:

– El comandante Dalgliesh y yo somos viejos colegas. Bueno, ¿por qué no empezamos? Señor Chandler-Powell, me gustaría que usted nos acompañara, si el comandante Dalgliesh no tiene inconveniente.

– En absoluto -dijo Dalgliesh.

Seguramente él era el único agente de policía a quien la doctora Glenister invitaba a dar por buena alguna decisión suya. Dalgliesh captó el problema. Había detalles médicos que sólo Chandler-Powell podía aportar, pero ella y Dalgliesh quizá querrían decir cosas que sería desaconsejable comentar ante el cadáver y estando presente el cirujano. Este tenía que ser un sospechoso; la doctora Glenister lo sabía y, por tanto, sin duda también lo sabía Chandler-Powell.

Cruzaron el vestíbulo cuadrado y subieron las escaleras, el grupo encabezado por Chandler-Powell y la doctora Glenister. Sus pasos sonaban anormalmente fuertes sobre la madera sin alfombra. Los peldaños conducían a un rellano. La puerta de la derecha estaba abierta, y Dalgliesh alcanzó a ver una mesa larga y baja y un techo primoroso.

– La galería larga -dijo Chandler-Powell-. Sir Walter Raleigh bailó aquí cuando visitó la Mansión. Aparte del mobiliario y los accesorios, está igual que entonces.

Nadie hizo ningún comentario. Un segundo tramo más corto de escaleras desembocaba en una puerta que daba a un pasillo enmoquetado y bordeado de habitaciones orientadas al este y al oeste.

– El alojamiento de los pacientes está en este pasillo. Suites con salita, dormitorio y baño. Inmediatamente debajo, la galería larga ha sido acondicionada como sala de estar colectiva. La mayoría de los pacientes prefieren quedarse en su suite, o, de vez en cuando, utilizar la biblioteca de la planta baja. Las habitaciones de la enfermera Holland son las primeras que dan al este, enfrente del ascensor.

No hacía falta indicar qué habitación había ocupado Rhoda Gradwyn. Cuando aparecieron todos, un uniformado agente de policía sentado junto a la puerta se levantó al punto y saludó.

– ¿Es usted el agente Warren? -preguntó Dalgliesh.

– Sí, señor.

– ¿Cuánto tiempo ha estado de guardia?

– Desde que llegamos el inspector Whetstone y yo, señor. Eran las ocho y cinco. Ya estaba puesta la cinta.

– El inspector Whetstone me ordenó que precintara la puerta -dijo Chandler-Powell.

Dalgliesh despegó la cinta adhesiva y entró en la salita con Kate y Benton detrás. Había un intenso olor a vómito, extrañamente discordante con la formalidad de la estancia. La puerta del dormitorio quedaba a la izquierda. Estaba cerrada, y Chandler-Powell la empujó suavemente contra el obstáculo que formaban en el suelo la bandeja, las tazas rotas y la tetera, con la tapa desprendida, caída de lado. La habitación se hallaba a oscuras, iluminada sólo por la luz diurna que llegaba desde la salita. La alfombra estaba salpicada de manchas oscuras de té.

– Dejé las cosas exactamente como las encontré -dijo Chandler-Powell-. Nadie ha entrado aquí desde que salimos la enfermera y yo. Supongo que en cuanto se lleven el cadáver podremos recoger todo esto.

– No hasta que se haya efectuado el registro de la escena -dijo Dalgliesh.

La habitación no era pequeña, pero con cinco personas dentro de pronto pareció abarrotada. Era algo más reducida que la sala de estar, pero estaba amueblada con una elegancia que intensificaba el sombrío horror que yacía en la cama. Se acercaron al cadáver, Kate y Benton cerrando el grupo. Dalgliesh encendió la luz de la puerta y acto seguido se dirigió a la lámpara de la mesita. Vio que faltaba la bombilla y que alguien había lanzado el cordón del timbre de llamada por encima de la cabecera. Permanecieron junto al cadáver en silencio, Chandler-Powell un poco apartado, consciente de que quizá su presencia sólo era tolerada.

La cama estaba frente a la ventana, cerrada y con las cortinas corridas. Rhoda Gradwyn se hallaba tendida de espaldas, los brazos, con los puños apretados, alzados desmañadamente por encima de la cabeza como en un gesto de sorpresa teatral, el pelo oscuro derramado sobre la almohada. En el lado izquierdo del rostro tenía un apósito quirúrgico sujeto con esparadrapo, y la carne que se veía era rojo cereza brillante. El ojo derecho, que la muerte había empañado, estaba totalmente abierto; el izquierdo, parcialmente oculto por la gruesa venda, medio cerrado, lo que daba al cuerpo el aspecto estrafalario y desconcertante de un cadáver que mirase torvamente a través de un ojo aún con vida. La sábana cubría a la mujer hasta los hombros, como si el asesino hubiera querido exponer adrede su trabajo enmarcado por los dos estrechos tirantes del blanco camisón de batista. La causa de la muerte era evidente. Había sido estrangulada por una mano humana.

Dalgliesh sabía que las miradas especulativas fijas en un cadáver -entre ellas la suya- eran distintas de las miradas posadas en la carne viva. Incluso para un profesional habituado a la imagen de la muerte violenta, siempre había un vestigio de piedad, cólera u horror. Los mejores patólogos y los agentes de policía, en la situación en la que estaban ellos ahora, nunca perdían el respeto a los muertos, un respeto nacido de sensaciones compartidas -por más que fueran temporales- y del reconocimiento tácito de una humanidad común, un final común. Sin embargo, toda la humanidad, toda la personalidad se extinguía con el último aliento. El cuerpo, ya sometido al inexorable proceso de la descomposición, había sido rebajado a un objeto de exposición que debía ser tratado con serio interés profesional, a un desencadenante de emociones que ya no podría compartir más, que ya nunca más le inquietarían. Ahora, la única comunicación física era con exploradoras manos enguantadas, sondas, termómetros, bisturíes, manejados en un cuerpo abierto como la carcasa de un animal. No era el cadáver más horrendo que había visto en sus años de detective, pero en éste parecían estar acumuladas toda la pena, la ira y la impotencia de su vida. Quizás es que ya estoy harto de asesinatos, pensó.

La habitación, como la salita que habían cruzado, era confortable pero estaba amueblada con excesivo cuidado, alcanzando una organizada perfección que para él resultaba impersonal y poco acogedora. Los objetos que había vislumbrado al pasar por la sala de estar en dirección a la cama se habían instalado en su memoria: el escritorio georgiano, las dos butacas modernas frente a una chimenea de piedra provista de un calentador eléctrico, la estantería y el buró de caoba dispuestos bajo la luz más favorable. Sin embargo, eran estancias en las que nunca se habría sentido a gusto. Le recordaban un hotel-palacete rural visitado una vez -y sólo una-, en el que a los huéspedes, aparte de cobrárseles de más, se les hacía sentir sutil y socialmente inferiores a los dueños en lo referente al gusto. No se permitían imperfecciones. Se preguntó quién había diseñado las habitaciones. Seguramente la señorita Cressett, en cuyo caso ella estaba intentando transmitir que esa parte de la Mansión era simplemente un hotel para estancias breves. Los visitantes estaban aquí para quedar impresionados, pero no para tomar posesión del lugar ni siquiera de forma temporal. Quizá Rhoda Gradwyn se sintió diferente, a lo mejor como en casa. Pero para ella la habitación no había sido corrompida por la perniciosa contaminación del asesinato.

La doctora Glenister se volvió hacia Chandler-Powell y le dijo:

– Usted la había visto la noche anterior, desde luego.

– Naturalmente.

– ¿Y es así como la encontraron esta mañana?

– Sí. Cuando vi su garganta, comprendí que no había nada que yo pudiera hacer, que no había posibilidad alguna de que fuera una muerte natural. No hace falta ningún patólogo forense para diagnosticar el modo en que murió. Fue estrangulada. Lo que ve usted ahora es exactamente lo que vi yo cuando me acerqué a la cama.

– ¿Estaba usted solo? -preguntó Dalgliesh.

– Estaba solo junto a la cabecera. La enfermera Holland se encontraba en la salita atendiendo a Kimberley Bostock, la ayudante de cocina que subió el té de primera hora de la mañana. Cuando vio el cadáver, la enfermera pulsó varias veces el timbre rojo de llamada de la sala para que yo supiera que había una emergencia. Como pueden ver, alguien había dejado el timbre de la cama fuera del alcance de la paciente. Muy juiciosamente, la enfermera Holland no lo tocó. Me ha asegurado que estaba, como de costumbre, sobre la mesita cuando por la noche dejó a la paciente acostada. Pensé que a lo mejor la señorita Gradwyn se había alarmado o se encontraba mal, y esperaba encontrar aquí también a la enfermera en respuesta a la llamada. Cerramos las dos puertas, y yo llevé a Kimberley a su apartamento. Le dije a su esposo que se quedara con ella y telefoneé inmediatamente a la policía local. El inspector Whetstone me dijo que precintara la habitación y ha estado aquí al cargo de todo hasta que han llegado ustedes. Yo ya había dispuesto que estuviera prohibido el acceso al pasillo y al ascensor.

La doctora Glenister se había inclinado sobre el cadáver pero sin tocarlo. Se enderezó y dijo:

– Fue estrangulada por una persona diestra, cuya mano seguramente iba cubierta con un guante fino. Hay magulladuras debidas a los dedos de la mano derecha pero arañazos no. Sabré más cuando la tenga sobre la mesa. -Se dirigió a Chandler-Powell-. Por favor, quiero hacerle una pregunta. ¿Le recetó anoche algún sedante?

– Le ofrecí Temazepam, pero me dijo que no lo necesitaba. Había salido bien de la anestesia, había tomado una cena ligera y empezaba a sentirse adormilada. Creía que no le costaría dormirse. La enfermera Holland fue la última persona que la vio, aparte del asesino, claro, y lo único que pidió la paciente fue un vaso de leche caliente con un chorrito de brandy. La enfermera Holland esperó a que se lo bebiera y luego retiró el vaso. Lógicamente está lavado.

– Creo que para el laboratorio será de utilidad contar con una lista de todos los sedantes que tiene usted en el dispensario -dijo la doctora Glenister-, o de otros fármacos a los que tuvieran acceso los pacientes o que se les pudieran suministar. Gracias, señor Chandler-Powell.

– Sería conveniente tener una charla preliminar con usted a solas, quizá dentro de unos diez minutos -dijo Dalgliesh-. Necesito hacerme una idea de la organización de aquí, del número de personas de la plantilla y la función de cada una, y de cómo la señorita Gradwyn llegó a ser paciente suya.

– Estaré en la oficina general -dijo Chandler-Powell-, que está en la galería situada enfrente del gran salón. Buscaré un plano de la Mansión para usted.

Esperaron hasta que oyeron sus pasos en la habitación con tigua y el ruido de la puerta del pasillo al cerrarse. Entonces la doctora Glenister se puso los guantes quirúrgicos que llevaba en el bolso Gladstone y tocó suavemente la cara de Gradwyn, y luego el cuello y los brazos. La patóloga forense había sido una profesora distinguida, y Dalgliesh sabía, por la experiencia de haber trabajado juntos, que ella casi nunca dejaba escapar la oportunidad de enseñar a los jóvenes.

– Seguro que lo sabe todo sobre el rigor mortis, sargento -le dijo a Benton.

– Todo no, señora. Sé que empieza en los párpados unas tres horas después de la muerte, que se extiende por la cara y el cuello hasta el tórax, y por fin el tronco y las extremidades. En general, la rigidez es completa en unas doce horas y empieza a desaparecer siguiendo el orden inverso al cabo de unas treinta y seis horas.

– ¿Y cree que el rigor mortis sirve para hacer una estimación fiable de la hora de la muerte?

– No fiable del todo, señora.

– No fiable en absoluto. La cosa se puede complicar debido a la temperatura de la habitación, el estado muscular del individuo, la causa de la muerte, y algunas circunstancias que pueden dar a entender equivocadamente que existe rigor mortis, como en el caso de los cuerpos expuestos a un calor muy intenso o el espasmo cadavérico. ¿Sabe lo que es esto, sargento?

– Sí, señora. En el instante de la muerte puede pasar que los músculos de la mano se tensen de tal modo que sea difícil arrancarle de la mano a la persona muerta cualquier cosa que tuviera agarrada.

– El cálculo de la hora exacta de la muerte es una de las mayores responsabilidades de un examinador médico, y una de las más difíciles. El análisis de la cantidad de potasio en el líquido del ojo ha sido un avance. Sabré la hora con más precisión cuando haya tomado la temperatura rectal y hecho la autopsia. Entretanto, puedo hacer una evaluación preliminar basándome en las hipóstasis…, seguro que sabe qué es.

– Sí, señora. La lividez post mórtem.

– Que probablemente vemos en su punto culminante. Partiendo de esto y del estado actual del rigor mortis, mi estimación inicial sería que murió entre las once y las doce y media de la noche, seguramente más cerca de las once. Menos mal, sargento, que no es probable que sea usted uno de estos investigadores que esperan del patólogo forense una estimación exacta al cabo de unos minutos de examinar el cadáver.

Las palabras eran una autorización para retirarse. Fue entonces cuando sonó el teléfono de la mesita. El sonido fue estridente e inesperado, un insistente repique que semejaba una macabra invasión de la intimidad de la muerta. Durante unos segundos no se movió nadie salvo la doctora Glenister, que se dirigió tranquilamente hacia su bolso Gladstone como si estuviera sorda.

Dalgliesh cogió el auricular. Era la voz de Whetstone.

– Ha llegado el fotógrafo, y los dos agentes SOCO vienen de camino, señor. Si le parece, se los presento a alguien de su equipo y ya me voy.

– Gracias -dijo Dalgliesh-. Bajaré yo.

En la cabecera de la cama había visto todo lo que necesitaba ver. No lamentaba que la doctora Glenister le ahorrara el examen del cadáver.

– Ha llegado el fotógrafo. Si te parece, lo mando para acá.

– Sólo necesito otros diez minutos -dijo la doctora-. Sí, hazlo subir. En cuanto él haya terminado, llamaré a la furgoneta de la morgue. Sin duda la gente de aquí se alegrará de ver que se llevan el cadáver. Y antes de que me vaya podemos hablar un rato.

Kate había estado todo el rato en silencio. Mientras bajaban por la escalera, Dalgliesh dijo a Benton:

– Ocúpate del fotógrafo y de los SOCO, Benton. Pueden ponerse manos a la obra cuando ya no esté el cadáver. Más tarde tomaremos huellas, pero no espero hallar nada significativo. Es posible que alguien del personal haya entrado justificadamente en la habitación en un momento u otro. Kate, tú acompáñame a la oficina general. Chandler-Powell ha de saber el nombre del pariente más cercano de Rhoda Gradwyn, y quizá también el de su abogado. Alguien tendrá que dar la noticia, y esto seguramente lo harán mejor los policías locales, al margen de quiénes sean. Y hemos de saber mucho más sobre este lugar, la organización, el personal de Chandler-Powell y su horario. El que la estranguló tal vez utilizó guantes quirúrgicos. La mayoría de la gente probablemente sabe que se pueden obtener huellas del interior de los guantes de látex, por lo que quizás hayan sido destruidos. Los SOCO deben prestar atención al ascensor. Y ahora, Kate, vamos a ver qué tiene que decirnos el señor Chandler-Powell.

7

En la oficina, Chandler-Powell estaba sentado frente al escritorio con dos planos desplegados ante él, uno de la casa en relación con el pueblo y otro de la Mansión. Cuando entraron, se puso en pie y rodeó la mesa. Se inclinaron juntos sobre los planos.

– El ala de los pacientes -dijo-, que acaban de visitar, está aquí, en el oeste, junto con el dormitorio de la enfermera Holland y el salón. La parte central de la casa comprende el vestíbulo, el gran salón, la biblioteca y el comedor, y un apartamento para el cocinero y su mujer, Dean y Kimberley Bostock, junto a la cocina con vistas al jardín clásico estilo Tudor. Encima de su planta, la empleada doméstica, Sharon Bateman, tiene una habitación amueblada. Mis habitaciones y el apartamento ocupado por la señorita Cressett están en el ala este, igual que el dormitorio y la sala de la señora Frensham y dos habitaciones de invitados, ahora libres. He hecho una lista del personal no residente. Aparte de las personas que han conocido, contrato los servicios de un anestesista y personal de enfermería adicional para el quirófano. Unos llegan temprano en autobús las mañanas que hay operación, otros vienen en coche. No se queda a dormir nadie. Una enfermera a tiempo parcial, Ruth Frazer, comparte responsabilidades con la enfermera Holland hasta las nueve y media, cuando acaba su turno.

– El hombre mayor que nos ha abierto la puerta, ¿trabaja la jornada completa? -preguntó Dalgliesh.

– Es Tom Mogworthy. Lo heredé al comprar la casa. Había trabajado aquí como jardinero durante treinta años. Viene de una vieja familia de Dorset y se considera a sí mismo un experto en la historia, las tradiciones y el folclore del condado, cuanto más sangriento todo, mejor. La verdad es que su padre se fue a vivir al East End de Londres antes de que naciera Mog, que tenía treinta años cuando regresó a lo que supone sus raíces. En ciertos aspectos, es más un cockney que un hombre de campo. Por lo que sé, no ha mostrado tendencias asesinas, y si dejamos aparte los jinetes sin cabeza, las maldiciones de brujas y los ejércitos fantasmagóricos de los realistas en marcha, es fiel y fiable. Vive con su hermana en el pueblo. Marcus Westhall y su hermana ocupan la Casa de Piedra, que pertenece a la finca de la Mansión.

– ¿Y Rhoda Gradwyn? -dijo Dalgliesh-. ¿Cómo llegó a ser paciente suya?

– La vi por primera vez en Harley Street, el 21 de noviembre. No la derivaba su médico de cabecera como se acostumbra, pero luego hablé con él. Vino para quitarse una profunda cicatriz en la mejilla izquierda. La volví a ver en el Hospital Saint Ángela, donde se le hicieron unas pruebas, y durante unos minutos cuando llegó, el jueves por la tarde. También estuvo aquí el 27 de noviembre para una estancia preliminar y se quedó dos noches, pero en esa ocasión no nos vimos. Antes de que apareciera en Harley Street no la conocía y nunca supe por qué escogió la Mansión. Supuse que había comprobado el prestigio de diversos cirujanos plásticos, se le ofreció la opción de Londres o Dorset, y eligió la Mansión porque quería privacidad. No conozco nada de ella excepto su fama como periodista y, naturalmente, su historial médico. En la primera visita la encontré muy tranquila, muy clara y franca sobre lo que quería. Hubo algo interesante. Le pregunté por qué había esperado tanto tiempo en decidir quitarse la desfiguración y por qué quería operarse ahora. Y ella contestó: «Porque ya no la necesito.»Hubo unos instantes de silencio. Luego habló Dalgliesh.

– Debo preguntárselo. ¿Tiene usted alguna idea de quién es el responsable de la muerte de la señorita Gradwyn? Si a su entender hay algún sospechoso o algo que yo deba saber, por favor dígamelo ahora.

– O sea que da por supuesto que esto es lo que ustedes entienden por crimen con complicidad interna.

– No doy por supuesto nada. Pero Rhoda Gradwyn era paciente suya, y fue asesinada en su casa.

– Pero no por alguien de mi personal. No contrato a maníacos homicidas.

– Dudo mucho que esto haya sido obra de un maníaco -dijo Dalgliesh-, pero tampoco estoy presuponiendo que el responsable sea un miembro de la plantilla. ¿Habría sido la señorita Gradwyn físicamente capaz de salir de la habitación y coger el ascensor hasta la planta baja y abrir la puerta del ala oeste?

– Habría sido perfectamente posible -dijo Chandler-Powell- después de que hubiera recobrado la conciencia del todo, pero como estaba siendo continuamente controlada mientras se hallaba en la sala de recuperación y al principio visitada cada media hora tras ser devuelta en camilla a la suite a las cuatro y media, la única posibilidad habría sido después de las diez, cuando la habían dejado acostada. A mi juicio, por tanto, habría sido físicamente capaz de abandonar la suite, aunque desde luego también habría sido muy posible que alguien la hubiera visto. Y habría necesitado un juego de llaves. No habría podido cogerlas del armario de la oficina sin hacer sonar la alarma. En este plano de la Mansión se ve cómo funciona el sistema. La puerta delantera, el gran salón, la biblioteca, el comedor y la oficina están protegidos, pero no el ala oeste, donde contamos con llaves y cerraduras. Por la noche, yo soy el responsable de activar la alarma, y cuando no estoy lo hace la señorita Cressett. A las once echo el cerrojo de la puerta oeste a menos que sepa que hay alguien fuera. Anoche cerré a las once como de costumbre.

– ¿A la señora Gradwyn se le dio una llave de la puerta oeste cuando estuvo aquí para su estancia preliminar?

– Por supuesto. A todos los pacientes se les da una. La señora Gradwyn se la llevó sin darse cuenta al marcharse. Suele pasar. Al cabo de dos días la devolvió pidiendo disculpas.

– ¿Y cómo fue esa estancia?

– Llegó un jueves, cuando ya había anochecido, y dijo que no tenía ganas de salir al jardín. En circunstancias normales, se le habrían dado las llaves esa misma mañana.

– ¿Y usted controla dónde están esas llaves?

– En una medida razonable. Hay seis suites para los pacientes y seis llaves numeradas con dos copias. No puedo responder de cada juego. Los pacientes, en especial los de estancias prolongadas, tienen libertad para ir y venir. No dirijo un hospital psiquiátrico. Sólo usan la llave de la puerta oeste. Y naturalmente todos los miembros de la casa tienen llave de las puertas delantera y oeste. Sabemos el paradero de cada una de esas llaves, igual que de las de los pacientes. Están en el armario de las llaves.

Las llaves estaban en un armarito de caoba que había en la pared contigua a la chimenea. Dalgliesh comprobó que los seis juegos numerados tenían dos copias.

Chandler-Powell no analizó qué posibles razones pudo haber tenido Rhoda Gradwyn para concertar una cita durante el posoperatorio, ni consideró las muchas objeciones a cualquier teoría basada en esta hipótesis improbable, y tampoco Dalgliesh planteó la cuestión. Pero habría sido importante hacerlo.

– Partiendo de lo que ha dicho la doctora Glenister en la escena del crimen y de lo que yo mismo he observado -dijo Chandler-Powell-, seguro que tendrán interés en los guantes quirúrgicos que tenemos aquí. Los que usamos en las intervenciones se guardan en la habitación de material quirúrgico de la suite de operaciones, que está siempre cerrada. Los de látex también los utilizan las enfermeras y los empleados domésticos cuando es preciso, y se guardan en un armario de la planta baja que hay junto a la cocina. Los guantes se compran por cajas, y hay siempre una caja abierta, pero nadie controla esos guantes, ni los de ahí ni los de la suite de operaciones. Son artículos desechables, de usar y tirar.

Así que en la Mansión todos sabían que había guantes en el armario, pensó Kate. Pero no podía saberlo nadie de fuera a no ser que se lo dijera alguien. De momento no había pruebas de que se hubieran utilizado guantes quirúrgicos, pero para cualquiera que estuviera al tanto habría sido la opción lógica.

Chandler-Powell empezó a plegar los planos.

– Aquí tengo el expediente personal de la señorita Gradwyn -dijo-. Contiene información que ustedes quizá necesiten y que ya he dado al inspector Whetstone, el nombre y la dirección de su madre, que ella nombró como pariente más cercano, y también de su abogado. Hay otra paciente que pasó la noche aquí y que, en mi opinión, podría ser de ayuda, la señora Laura Skeffington. A petición suya, le di hora para un trámite sin importancia, aunque voy a ir reduciendo la actividad de la clínica de cara a las vacaciones de Navidad. Ella estaba en la habitación contigua a la de la señorita Gradwyn y afirma haber visto luces en el jardín durante la noche. Lógicamente, tiene ganas de irse, por lo que sería interesante que usted o alguien de su equipo la viera antes. Ya ha devuelto las llaves.

Dalgliesh estuvo tentado de decir que esta información también podía haberla dado antes.

– ¿Dónde está ahora la señora Skeffington? -dijo.

– En la biblioteca, con la señora Frensham. Consideré sensato no dejarla sola. Está asustada y conmocionada, como cabía esperar. Obviamente no podía quedarse en su habitación. Pensé que ustedes no querrían a nadie en el descansillo de los huéspedes, así que, en cuanto recibí la llamada para ir a ver el cadáver, prohibí el acceso al pasillo y al ascensor. Más tarde, siguiendo las instrucciones que me dio por teléfono el inspector Whetstone, precinté la habitación. La señora Frensham ha ayudado a la señora Skeffington a hacer el equipaje, las maletas ya están listas. Le faltará tiempo para irse… lo mismo que a todos, de hecho.

Así que él ha procurado mantener aislada la escena del crimen lo máximo posible, pensó Kate, incluso antes de llamar a la policía local. Qué previsor. ¿O está demostrando sus ganas de cooperar? En todo caso, ha sido sensato mantener intactos el rellano y el ascensor, aunque no era precisamente crucial. La gente -los pacientes y el personal- debe de utilizarlo a diario. Si se trata de un crimen cometido por alguien de la casa, las huellas no nos servirán de mucho.

El grupo, con Benton de nuevo incorporado al mismo, pasó al gran salón.

– Me gustaría verlos a todos juntos -dijo Dalgliesh-, es decir, a todos los que tuvieron algún contacto con la señorita Gradwyn desde el momento de su llegada y que estuvieron ayer en la casa desde las cuatro y media, hora en que fue devuelta a su habitación, incluido el señor Mogworthy. Mañana habrá interrogatorios individuales en la Vieja Casa de la Policía. Intentaré interrumpir lo menos posible la rutina de la gente, pero es inevitable algo de trastorno.

– Le hará falta una habitación bastante grande -dijo Chandler-Powell-. Cuando la señora Skeffington haya sido interrogada y se haya marchado, la biblioteca estará libre, por si les resulta más cómoda. También podemos poner a su disposición la biblioteca para que usted y sus agentes lleven a cabo los interrogatorios individuales.

– Gracias -dijo Dalgliesh-. Será más cómodo para ambas partes. Pero primero quiero ver a la señora Skeffington.

Mientras salían de la oficina, Chandler-Powell dijo:

– Estoy organizando un equipo de seguridad privada para garantizar que no nos molesten ni los medios de comunicación ni ninguna multitud de vecinos fisgones. Supongo que no tiene ningún inconveniente.

– Ninguno siempre y cuando permanezcan al otro lado de la verja y no entorpezcan mi investigación. Seré yo quien determine si lo hacen o no.

Chandler-Powell no contestó. Una vez fuera, se dirigieron junto con Benton a la biblioteca para hablar con la señora Skeffington.

8

Al cruzar el gran salón, a Kate la sobresaltó de nuevo una intensa impresión de luz, espacio y color, las danzantes llamas del fuego de leña, la araña que transformaba la penumbra de la tarde invernal, el color apagado pero claro del tapiz, los marcos dorados, los vestidos de suntuosos colores, y arriba las oscuras vigas del altísimo techo. Como el resto de la Mansión, parecía un lugar para maravillarse al visitarlo, no para vivir en él realmente. Ella nunca podría ser feliz en una casa así, que imponía las obligaciones del pasado, una carga de responsabilidad soportada públicamente, y pensó con satisfacción en el piso lleno de luz y escasamente amueblado que dominaba el Támesis. La puerta de la biblioteca, disimulada en los paneles de roble, estaba en la pared de la derecha, junto a la chimenea. Kate pensó que a lo mejor no la habría advertido si no la hubiera abierto Chandler-Powell.

En contraste con el gran salón, la estancia en la que entraron le pareció sorprendentemente pequeña, confortable y sin pretensiones, un santuario que custodiaba su silencio amén de los estantes de libros encuadernados en cuero tan bien alineados que parecía que ninguno de ellos hubiera sido sacado nunca de ahí. Como de costumbre, Kate evaluó la habitación con una mirada rápida y furtiva. Nunca había olvidado una reprimenda de AD a un sargento detective cuando ella acababa de incorporarse a la Brigada: «Estamos aquí por consentimiento pero no somos bienvenidos. Todavía es su casa. No mires embobado sus pertenencias, Simón, como si estuvieras tasándolas para intercambiarlas en el mercadillo de segunda mano.» Los estantes, que cubrían todas las paredes menos una que tenía tres ventanas altas, eran de una madera más clara que la del pasillo, las líneas del tallado más simples y elegantes. Quizá la biblioteca era un añadido posterior. Encima de las estanterías había una serie de bustos de mármol, deshumanizados por sus ojos sin vida y convertidos en meros iconos. Seguro que AD y Benton sabían quiénes eran, y también sabrían la fecha aproximada del esculpido de la madera, aquí se sentirían a sus anchas. Alejó el pensamiento de su cabeza. A estas alturas, seguramente ella había interiorizado una cierta inferioridad intelectual que sabía tan innecesaria como fastidiosa. Ninguna de las personas con las que había trabajado en la Brigada la habían hecho sentir menos inteligente de lo que ella sabía que era, y después del caso de Combe Island creía haber dejado atrás para siempre esta degradante paranoia.

La señora Skeffington estaba sentada frente al fuego en una silla de respaldo alto. No se levantó, pero se acomodó de manera más elegante, juntando las delgadas piernas. La cara era pálida y ovalada, la piel tersa sobre unos pómulos altos, los gruesos labios brillantes de carmín. Kate pensó que si esa perfección sin arrugas era fruto de la pericia del señor Chandler-Powell, éste la había atendido bien. Sin embargo, el cuello, más oscuro, rugoso y marcado por las arrugas de la edad, y las manos con sus venas púrpura, no eran las de una mujer joven. El pelo, negro brillante, se alzaba desde un pico en la frente y le caía sobre los hombros en ondas lisas. Se lo manoseaba sin cesar, retorciéndolo y colocándoselo tras las orejas. La señora Frensham, que estaba sentada frente a ella, se levantó y se quedó de pie, con las manos cruzadas, mientras Chandler-Powell hacía las presentaciones. Kate observó con cínico regocijo la esperada reacción de la señora Skeffington cuando ésta se fijó en Benton y sus ojos se ensancharon en una mirada fugaz pero intensa, compuesta de sorpresa, interés y cálculo. Pero habló con Chandler-Powell, con una voz resentida como la de un niño quejoso.

– Creía que no llegaría nunca. Llevo horas aquí sentada esperando que aparezca alguien.

– Pero no ha estado sola en ningún momento, ¿verdad? Me he asegurado de que así fuera.

– Ha sido igual que estar sola. Sólo una persona. La enfermera, que no se ha quedado mucho rato, no ha querido hablar de lo sucedido. Supongo que seguía instrucciones. La señorita Cressett, cuando ha sido su turno, tampoco. Y ahora la señora Frensham no dice nada. Es como estar en una morgue o bajo supervisión. El Rolls está fuera. Lo he visto llegar desde la ventana. Robert, nuestro chófer, tendrá que regresar, y yo no puedo quedarme aquí. Esto no tiene nada que ver conmigo. Quiero irme a casa.

Entonces, recobrando la compostura con sorprendente prontitud, se volvió hacia Dalgliesh y le tendió la mano.

– Me alegro de que esté aquí, comandante. Stuart me ha avisado de que venía usted. Me ha dicho que no me preocupara, que mandaba al mejor.

Se hizo el silencio. La señora Skeffington pareció desconcertada por momentos y dirigió la mirada a George Chandler-Powell. O sea que por eso estamos aquí., pensó Kate, por eso el Número Diez había solicitado la Brigada. Sin volver la cabeza, no pudo impedirse echar una mirada a Dalgliesh. Nadie mejor que su jefe para disimular el enfado, pero Kate lo pudo detectar en el momentáneo rubor en la frente, la frialdad en los ojos, la cara brevemente impasible, los músculos tensados de forma casi imperceptible. Se dijo a sí misma que Emma nunca había visto esa mirada. En la vida de Dalgliesh aún había partes que ella, Kate, compartía y que estaban vetadas a la mujer que él amaba, y así sería siempre. Emma conocía al poeta y al amante, pero no al detective, no al agente de policía. El trabajo de él y Kate era territorio prohibido para todo aquel que no hubiera prestado el juramento ni hubiera sido investido con esa peligrosa autoridad. La compañera de armas era ella, no la mujer que poseía su corazón. No era posible entender el trabajo de policía si no se había hecho. Kate había aprendido por su cuenta a no sentir celos, a intentar alegrarse por los triunfos de él, pero de vez en cuando no podía evitar saborear este pequeño y mezquino consuelo.

La señora Frensham murmuró una despedida y se fue, y Dalgliesh se sentó en la silla que ella había desocupado.

– Espero que no tengamos que entretenerla demasiado, señora Skeffington -dijo-, pero necesito que nos dé cierta información. ¿Puede contarnos exactamente lo sucedido desde que llegó usted ayer por la tarde?

– ¿Se refiere a la hora que llegué realmente? -Dalgliesh no respondió. La señora Skeffington prosiguió-: Pero esto es ridículo. Lo siento, pero no hay nada que contar. No pasó nada, bueno, nada fuera de lo corriente, hasta anoche, y supongo que podría estar equivocada. Vine para que mañana, quiero decir hoy, me hicieran una pequeña operación. Estaba aquí por casualidad. Creo que no volveré nunca. Ha sido una tremenda pérdida de tiempo.

Se le fue apagando la voz.

– Empecemos desde el momento en que llegó. ¿Condujo desde Londres?

– Me condujeron. Robert me trajo en el Rolls. Ya se lo he dicho, está esperándome para llevarme a casa. Mi esposo lo ha mandado tan pronto he telefoneado.

– ¿Y eso cuándo ha sido?

– En cuanto me dijeron que había muerto una paciente. Supongo que serían alrededor de las ocho. Había un jaleo de gente yendo y viniendo, pasos y voces, así que asomé la cabeza al pasillo y el señor Chandler-Powell vino y me explicó lo que había pasado.

– ¿Sabía que Rhoda Gradwyn era la paciente de la habitación contigua?

– No. No sabía ni siquiera que estaba aquí. Cuando llegué no la vi, y nadie me dijo nada.

– ¿La conocía usted de antes?

– Desde luego que no. A ver, ¿por qué iba a conocerla? ¿No era periodista o algo así? Stuart siempre dice que no me acerque a gente de esa clase. Les cuentas cosas y luego te traicionan. Entiéndame, no éramos del mismo círculo social.

– Pero ¿sabía usted que había alguien en la habitación de al lado?

– Bueno, sabía que Kimberley había entrado con algo de cenar. Oí el carrito. Yo no había comido nada aparte de un ligero almuerzo en casa, por supuesto. No podía por la anestesia del día siguiente. Ahora ya no importa, claro.

– ¿Podemos volver a la hora de su llegada? -dijo Dalgliesh-. ¿Cuándo fue?

– Bueno, hacia las cinco. Me recibieron en el vestíbulo el señor Westhall, la enfermera Holland y la señorita Cressett y tomé el té con ellos, pero no comí nada. Estaba demasiado oscuro para pasear por el jardín, de modo que dije que pasaría el resto del día en la suite. Tenía que levantarme bastante temprano porque vendría el anestesista, y él y el señor Chandler-Powell querrían examinarme antes de la operación. Así que fui a mi habitación y vi la televisión hasta más o menos las diez, cuando decidí acostarme.

– ¿Y qué pasó durante la noche?

– Bueno, tardé un rato en dormirme, serían las once pasadas. Pero más tarde me desperté porque necesitaba ir al cuarto de baño.

– ¿Qué hora era?

– Miré el reloj para saber cuánto había dormido. Eran alrededor de las doce menos veinte. Fue entonces cuando oí el ascensor. Está frente a la suite de la enfermera…, bueno, supongo que lo han visto. Sólo oí el suave ruido metálico de las puertas y luego una especie de ronroneo cuando empezó a bajar. Antes de volver a acostarme descorrí las cortinas y abrí la ventana. Siempre duermo con la ventana entornada y pensé que me iría bien un poco de aire. Entonces vi una luz entre las Piedras de Cheverell.

– ¿Qué clase de luz, señora Skeffington?

– Una luz pequeña moviéndose entre las piedras. Una linterna, supongo. Parpadeó y luego desapareció. Quizá su portador la apagó o apuntó hacia abajo. No la vi más. -Se calló un momento.

– ¿Y qué hizo usted entonces? -preguntó Dalgliesh.

– Bueno, estaba asustada. Recuerdo lo de la bruja que fue quemada ahí y que, según se decía, las piedras estaban encantadas. Las estrellas daban algo de luz, pero estaba muy oscuro y tuve la sensación de que allí había alguien. Bueno, seguro que había alguien, de lo contrario yo no habría visto la luz. No creo en fantasmas, desde luego, pero era algo misterioso. Horrible de veras. De pronto deseé estar con alguien, hablar con alguien, y entonces pensé en la paciente de la habitación de al lado. Pero cuando abrí la puerta para salir al pasillo caí en la cuenta de que lo que iba a hacer no era nada…, bueno, respetuoso, supongo. Al fin y al cabo, era casi medianoche. Ella probablemente dormía. Si la despertaba, quizá se quejaría a la enfermera Holland. La enfermera puede ser muy estricta si haces algo que a ella no le gusta.

– Entonces, ¿sabía usted que en la otra habitación había una mujer? -dijo Kate.

La señora Skeffington la miró, pensó Kate, como si fuera una criada recalcitrante.

– Normalmente son mujeres, ¿no? Vamos a ver, esto es una clínica de cirugía plástica. En todo caso, no llamé a la puerta. Decidí pedir a Kimberley que me subiera té y leer o escuchar la radio hasta que me sintiera cansada.

– Cuando se asomó al pasillo -dijo Dalgliesh-, ¿vio a alguien u oyó algo?

– No, claro que no. Ya lo habría dicho. El pasillo estaba vacío y muy silencioso. De veras escalofriante. Sólo la luz tenue del ascensor.

– ¿Exactamente cuándo abrió la puerta y se asomó? -preguntó Dalgliesh-. ¿Se acuerda?

– Supongo que a eso de las doce menos cinco. No estuve más de cinco minutos en la ventana. Y luego pedí el té y Kimberley me lo subió.

– ¿Le comentó lo de la luz?

– Sí. Le dije que una luz que parpadeaba entre las piedras me había asustado y no me dejaba dormir. Por eso quería el té. Y también quería compañía. Pero Kimberley no se quedó mucho rato. Supongo que no se le permite charlar con los pacientes.

Chandler-Powell intervino de súbito.

– ¿No se le ocurrió despertar a la enfermera Holland? Sabía que su habitación estaba ahí mismo. Por eso duerme en la planta de los pacientes, para estar disponible si alguien la necesita.

– Seguramente me habría tomado por tonta. Y yo no me consideraba una paciente, al menos hasta la operación. Y la verdad es que no necesitaba nada, ni medicamentos ni pastillas para dormir.

Hubo un silencio. Como si se diera cuenta por primera vez de la importancia de lo que estaba diciendo, la señora Skeffington miró a Dalgliesh y luego a Kate.

– Naturalmente, puedo haberme equivocado con la luz. Quiero decir que era muy tarde y a lo mejor imaginé cosas.

– Cuando usted salió al pasillo con la idea de visitar a la paciente de al lado -dijo Kate-, ¿estaba segura de que había visto la luz?

– Bueno, creo que sí, ¿no? Si no, no habría salido. Pero esto no significa que la luz estuviera realmente ahí. No llevaba despierta mucho rato, por lo que al mirar las piedras y pensar en la pobre mujer quemada viva tal vez imaginé que estaba viendo un fantasma.

– ¿Y antes, cuando oyó el ruido metálico de la puerta del ascensor y oyó que éste bajaba? ¿Está diciendo que esto también pudo ser imaginación suya? -preguntó Kate.

– Bueno, supongo que no imaginé que oía el ascensor. A ver, seguramente alguien lo estaba utilizando. Podría ser, ¿no? No sé, alguien que subiera al pasillo de los pacientes. Alguien que fuera a visitar a Rhoda Gradwyn, por ejemplo.

A Kate le pareció que el silencio subsiguiente duraba minutos. Entonces habló Dalgliesh.

– En algún momento de la noche pasada, ¿vio u oyó usted algo en la habitación de al lado, o en el pasillo?

– No, nada. Sé que había alguien al lado sólo porque oí entrar a la enfermera. En la clínica se respeta la intimidad de todo el mundo, ¿no?

– Seguramente la señorita Cressett se lo dijo cuando la acompañó a su habitación -dijo Chandler-Powell.

– Mencionó que había ingresado sólo otra paciente, pero no me dijo dónde estaba ni quién era. De todos modos, no veo que esto tenga importancia. Y yo pude haberme confundido con la luz. Pero con el ascensor no. Estoy segura de que oí bajar el ascensor. A lo mejor fue esto lo que me despertó. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Y ahora quiero irme a casa. Mi esposo me ha dicho que no me molestarían, que se encargaría del caso el mejor equipo de la Met y que yo estaría protegida. No quiero quedarme en un sitio donde anda un asesino suelto. Quizás era a mí a quien quería matar. Después de todo, mi esposo tiene enemigos. Los hombres poderosos siempre los tienen. Y yo estaba en la habitación de al lado, sola, indefensa. Supongamos que se equivoca de habitación y me mata a mí por error. La gente viene aquí porque cree que es un lugar seguro. Y bien caro que es. Además, ¿cómo entró? Les he contado todo lo que sé, pero no creo que pueda jurarlo ante un tribunal. No sé por qué debería hacerlo.

– Quizá sea necesario, señora Skeffington -dijo Dalgliesh-. Casi seguro que querré hablar de nuevo con usted, en cuyo caso desde luego puedo verla en Londres, en su casa o en el Nuevo Scotland Yard.

Esa posibilidad le resultaba a todas luces poco grata a la señora Skeffington, pero tras pasar la mirada de Kate a Dalgliesh, la susodicha llegó a la conclusión de que era mejor no hacer comentarios. En vez de ello, sonrió a Dalgliesh y le habló con una voz de niña zalamera.

– Y ahora, por favor, ¿puedo marcharme? He intentado ayudar, en serio. Pero era tarde y estaba sola y asustada y ahora me parece todo un sueño espantoso.

Pero Dalgliesh aún no había terminado de recabar su testimonio.

– Señora Skeffington, ¿al llegar le dieron una llave de la puerta oeste? -preguntó.

– Sí. La enfermera. Siempre me han dado dos llaves de seguridad. Esta vez era el juego número uno. Se las he dado a la señora Frensham cuando me ha ayudado a hacer el equipaje. Robert ha subido a coger las bolsas para llevarlas al coche. No le han dejado utilizar el ascensor, por lo que ha tenido que cargar con ellas por las escaleras. El señor Chandler-Powell debería contratar un criado. La verdad es que Mog, por sus escasas habilidades, no es hombre idóneo para estar en la Mansión.

– ¿Dónde dejó las llaves durante la noche?

– Junto a la cama, supongo. No, en la mesa de delante del televisor. En cualquier caso, se las he dado a la señora Frensham. Si se han perdido, no tengo nada que ver.

– No, no se han perdido -dijo Dalgliesh-. Gracias por su ayuda, señora Skeffington.

Ahora que ya podía irse libremente, la señora Skeffington se volvió afable y concedió indiscriminadamente vagos agradecimientos y falsas sonrisas a todos los presentes. Chandler-Powell la acompañó al coche. Seguro, pensó Kate, que aprovechará la oportunidad para tranquilizarla o aplacarla, pero ni siquiera el podía esperar que ella no contara lo sucedido. Esa mujer no regresaría, desde luego, lo mismo que otros. Los pacientes quizá sintieran un pequeño escalofrío de terror vicario ante la idea de una bruja quemada en el siglo XVII, pero era improbable que escogieran una clínica donde una indefensa paciente recién operada había sido brutalmente asesinada. Si George Chandler-Powell dependía de sus ingresos en la clínica para mantener la Mansión en funcionamiento, seguramente se vería en dificultades. Este asesinato se cobraría más de una víctima.

Esperaron hasta oír el sonido del Rolls-Royce al arrancar, y Chandler-Powell volvió a aparecer.

– El centro de operaciones estará en la Vieja Casa de la Policía y mis agentes se alojarán en la Casa de la Glicina -dijo Dalgliesh-. Por favor, dentro de media hora reúna a los miembros de la Mansión en la biblioteca. Entretanto, los agentes de la escena del crimen estarán ocupados en el ala oeste. Le agradeceré que durante una hora más o menos ponga la biblioteca a mi disposición.

9

Cuando Dalgliesh y Kate volvieron a la escena del crimen, ya no estaba el cadáver de Rhoda Gradwyn. Con consumada facilidad, los dos empleados de la morgue la habían metido en una bolsa y llevado en la camilla hasta el ascensor. Abajo, Benton vio la partida de la ambulancia, que había venido en lugar de la furgoneta, y esperó la llegada de los agentes de la escena del crimen. El fotógrafo, un hombre grandote, ágil y de pocas palabras, había terminado su trabajo y se había ido. Y ahora, antes de empezar la larga rutina de interrogar a los sospechosos, Dalgliesh regresaba con Kate al dormitorio vacío.

Desde que el joven Dalgliesh fue ascendido al CID, el Departamento de Investigación Criminal, le parecía que el aire de la habitación de un asesinato siempre cambiaba cuando el cadáver había sido retirado, era algo más sutil que la ausencia física de la víctima. Parecía más fácil respirar, las voces sonaban más fuertes, había un alivio compartido, como si un objeto hubiera perdido su capacidad misteriosa para amenazar o contaminar. Quedaba algún vestigio de esta sensación. La cama en desorden, con el hoyo de la cabeza todavía en la almohada, se veía tan normal e inocua como si el ocupante hubiera acabado de levantarse y tuviera que volver enseguida. Era la bandeja caída con la vajilla, justo al entrar, lo que según Dalgliesh imponía en la habitación un simbolismo dramático a la par que inquietante. La escena parecía haber sido montada para la cubierta de una novela de misterio de categoría.

Nadie había tocado las pertenencias de la señorita Gradwyn; su cartera estaba al otro lado de la puerta, todavía apoyada en el escritorio de la salita. Había una gran maleta metálica con ruedas junto a la cómoda. Dalgliesh dejó su kit -denominación que persistía pese a que ahora era un más apropiado «maletín»- sobre el taburete plegable. Lo abrió, y él y Kate se pusieron los guantes de registro.

El bolso de la señorita Gradwyn, de cuero verde con cierre de plata y forma parecida a los Gladstone, era a todas luces un modelo de diseño. Dentro había un juego de llaves, un librito de direcciones, una agenda de bolsillo, un billetero con varias tarjetas de crédito y un monedero con cuatro libras en monedas y sesenta en billetes de veinte y diez. También había un pañuelo, un talonario de cheques con tapa de piel, un peine, una botellita de perfume y un bolígrafo de plata. En el bolsillo concebido para tal fin, encontraron el móvil.

– Normalmente el móvil está en la mesita de noche -dijo Kate-. Parece que no quería recibir llamadas.

El móvil era un modelo nuevo. Tras abrirlo y encenderlo, Dalgliesh verificó las llamadas y los mensajes. Los mensajes de texto viejos habían sido borrados, pero había uno nuevo de «Robin» que decía: «Ha pasado algo muy importante. Necesito consultarte. Déjame verte, por favor, déjame entrar.»

– Hemos de identificar al remitente para averiguar si esta urgencia conllevaba su llegada a la Mansión -dijo Dalgliesh-. Pero es algo que puede esperar. Antes de empezar con los interrogatorios sólo quiero echar un vistazo rápido a las habitaciones de los otros pacientes. La doctora Glenister ha dicho que el asesino llevaba guantes. Seguramente quiso librarse de ellos lo antes posible. Si eran quirúrgicos, quizá fueron cortados en pedazos y arrojados a una taza de váter. Pero de todos modos vale la pena echar una ojeada. Para esto no hace falta esperar a los SOCO.

Tuvieron suerte. En el baño de la suite del extremo del pasillo encontraron un minúsculo fragmento de látex, frágil como un trozo de piel humana, prendido en el borde de la taza. Dalgliesh lo despegó cuidadosamente con unas pinzas y lo metió en una bolsa de pruebas, la cerró, y ambos garabatearon sus iniciales sobre el precinto.

– Cuando lleguen los SOCO les comunicaremos este hallazgo -dijo Dalgliesh-. Esta es la suite en la que deberán concentrarse, en especial el vestidor del dormitorio, el único que tiene uno. Otro indicador de que puede tratarse de un crimen con complicidad interna. Y ahora debo llamar a la madre de la señorita Gradwyn.

– El inspector Whetstone me ha dicho que ordenó a una agente del WPC que fuera a visitarla. Lo hizo poco después de llegar. O sea que la mujer ya estará al corriente. ¿Quiere que hable yo con ella, señor?

– No, gracias, Kate. Tiene derecho a que sea yo quien llame. Pero si ya se lo han comunicado, no hay prisa. Empezaremos los interrogatorios. Nos vemos con Benton en la biblioteca.

10

Estaban los miembros de la casa reunidos y esperando, con Kate y Benton, cuando entró Dalgliesh en la biblioteca acompañado de George Chandler-Powell. A Benton le interesaba el modo en que se había colocado el grupo. Marcus Westhall se había situado a cierta distancia de su hermana, sentada en una silla de respaldo alto junto a la ventana, y había tomado asiento junto a la enfermera Flavia Holland, acaso por solidaridad médica. Helena Cressett se había instalado en uno de los sillones frente al fuego, muy erguida, quizá pensando que un aspecto de total relajación sería inadecuado, las manos posadas en los brazos del sillón. Mogworthy, un Cerbero fuera de lugar, se había puesto un traje azul brillante y una corbata de rayas que le daban el aspecto de un trabajador de funeraria de otra época; se colocó al lado de la señorita Cressett, de espaldas al fuego, fue el único que se quedó de pie. Al entrar Dalgliesh, se volvió hacia éste fulminándolo con la mirada. Pero a Benton esa mirada le pareció más amenazante que agresiva. Dean y Kimberley Bostock, sentados rígidamente uno al lado de otro en el único sofá, hicieron un leve movimiento como si no estuvieran seguros de si debían levantarse, pero, todavía hundidos en los cojines, recorrieron rápidamente la estancia con los ojos. Kimberley deslizó furtivamente la mano en la de su esposo.

Sharon Bateman también estaba sentada sola, muy tiesa, no muy lejos de Candace Westhall. Tenía las manos unidas en el regazo, las delgadas piernas juntas, y sus ojos, que se cruzaron fugazmente con los de Benton, mostraban más cautela que miedo. Lucía un vestido de algodón con un motivo floral bajo una chaqueta de mezclilla. El vestido, más adecuado para el verano que para una desapacible tarde de diciembre, le venía grande, y Benton se preguntó si esta insinuación de inclusera victoriana, obstinada y disciplinada a más no poder, era artificial. La señora Frensham había escogido una silla al lado de la ventana, y de vez en cuando miraba al exterior como para recordarse a sí misma que había un mundo, lozano y reconfortantemente normal, lejos de este ambiente agriado por el miedo y la tensión. Todos estaban pálidos, y pese al calor de la calefacción central y el resplandor chisporroteante del fuego, parecían ateridos de frío.

Benton tenía interés en ver si el resto del grupo se había tomado tiempo para vestirse de manera apropiada para una ocasión en la que sería más prudente mostrar respeto y aflicción que temor. Las camisas estaban planchadas con esmero, los pantalones de sport y los tweeds habían sustituido a la pana y la tela vaquera. Las chaquetas de punto y los jerséis parecían haber sido desdoblados hacía poco. Helena Cressett estaba elegante con unos pantalones ajustados de una fina tela a cuadros blancos y negros rematados por un jersey negro de cachemir y cuello vuelto. Su rostro había perdido el color, por lo que incluso el suave lápiz de labios que llevaba parecía una ostentosa muestra de rebeldía. Esta cara es puro Plantagenet, pensó Benton intentando no fijar los ojos en ella, y se sorprendió al descubrir que la encontraba hermosa.

Las tres sillas del escritorio de caoba del siglo XVIII estaban vacías y lógicamente destinadas a los policías. Estos se sentaron, y Chandler-Powell ocupó su sitio enfrente, cerca de la señorita Cressett. Todos los ojos se volvieron hacia él, aunque Benton era consciente de que todos pensaban en el hombre alto y de pelo oscuro que se hallaba a su derecha. Era él quien dominaba la estancia. Pero los detectives estaban allí con el consentimiento de Chandler-Powell; era su casa, su biblioteca, y sutilmente lo dejó claro.

– El comandante Dalgliesh -dijo con una voz tranquila, emanando autoridad- ha solicitado el uso de esta sala para que él y sus agentes puedan vernos e interrogarnos juntos. Creo que ya conocéis al señor Dalgliesh, a la inspectora Miskin y al sargento Benton-Smith. No estoy aquí para pronunciar un discurso. Sólo quiero decir que lo sucedido anoche nos ha dejado a todos consternados. Ahora nuestra obligación es cooperar totalmente con la investigación de la policía. Como es lógico, esta tragedia se conocerá fuera de la Mansión. Una serie de expertos se encargarán de responder a la prensa y otros medios; lo que os pido es que no habléis con nadie fuera de estas paredes, al menos de momento. Le cedo la palabra, comandante Dalgliesh.

Benton sacó la libreta. Al principio de su carrera, había ideado un método de taquigrafía, claro aunque excéntrico, que, pese a deber algo al ingenioso sistema del señor Pitman, era muy personal. Su jefe tenía una memoria casi perfecta, pero correspondía a Benton observar, escuchar y anotar todo lo visto y oído. Sabía por qué AD había optado por este interrogatorio preliminar de grupo. Era importante tener una visión general de lo que había ocurrido exactamente desde que Rhoda Gradwyn había entrado en la Mansión el 13 de diciembre, lo que podía lograrse con más precisión si todos los implicados estaban presentes para hacer comentarios o correcciones. La mayoría de los sospechosos eran capaces de mentir con cierta convicción cuando eran interrogados a solas; algunos, de hecho, eran unos expertos consumados. Benton recordó varias ocasiones en que amantes y parientes tristes y con el corazón aparentemente destrozado solicitaban ayuda para resolver un asesinato, incluso cuando sabían dónde habían escondido el cadáver. No obstante, mantener una mentira en compañía de otros costaba más. Un sospechoso puede ser muy hábil para controlar su expresión facial, pero las respuestas de quienes le escuchan pueden revelar muchas cosas.

– Les hemos convocado a todos -dijo Dalgliesh- para tener una imagen colectiva de lo que le pasó a Rhoda Gradwyn desde el momento en que llegó hasta el descubrimiento de su cadáver. Desde luego tendré que hablar con cada uno por separado, pero en la próxima media hora o así espero hacer algunos progresos.

Hubo un silencio roto por Helena Cressett, que dijo:

– La primera persona que vio a la señorita Gradwyn fue Mogworthy, que le abrió la puerta. El grupo de recepción, formado por la enfermera Holland, el señor Westhall y yo misma, estaba esperando en el gran salón.

Su voz era tranquila, las palabras sonaban directas y frías. Para Benton el mensaje estaba claro. Si hemos de pasar por esta payasada pública, empecemos de una vez, por Dios.

Mogworthy miró fijamente a Dalgliesh.

– Así es. Ella llegó a la hora, más o menos. La señorita Helena dijo que la esperaba después del té y antes de la cena, y yo estuve pendiente de su llegada desde las cuatro. Llegó a las siete menos cuarto. Le abrí la verja y ella misma aparcó el coche. Dijo que se encargaría de su equipaje, sólo una cartera y la maleta de ruedas. Una dama muy decidida. Aguardé a que se detuviera frente a la Mansión y vi que se abría la puerta y que la señorita Helena la estaba esperando. Consideré que no tenía que hacer nada más y me fui a casa.

– ¿No entró en la Mansión, tal vez para subirle la maleta a la habitación? -preguntó Dalgliesh.

– No. Si podía arrastrarla desde el coche, me pareció que también podría subirla a la planta de los pacientes. Si no, alguien lo haría por ella. Lo último que le vi hacer fue cruzar la puerta de entrada.

– ¿Entró usted en algún momento en la Mansión después de haberla visto llegar?

– ¿Por qué haría yo eso?

– No lo sé -dijo Dalgliesh-. Estoy preguntándole si lo hizo.

– No. Y ya que estamos hablando de mí, me gusta decir las cosas claras. Sin rodeos. Sé lo que quiere preguntar, de modo que le ahorraré la molestia. Yo sabía dónde dormía ella…, en la planta de los pacientes, ¿dónde si no? Y tengo llaves de la puerta del jardín, pero una vez que hubo cruzado la puerta de entrada no volví a verla, ni viva ni muerta. Yo no la maté y no sé quién lo hizo. Si lo supiera, probablemente se lo diría. No apruebo el asesinato.

– Nadie sospecha de ti, Mog -dijo la señorita Cressett.

– Usted a lo mejor no, señorita Helena, pero otros sí. Sé cómo funciona el mundo. Mejor hablar claro.

– Gracias, señor Mogworthy -dijo Dalgliesh-. Ha hablado usted muy claro y ha sido muy servicial. ¿Cree que hay algo más que deberíamos saber, algo que viera u oyera antes de irse? Por ejemplo, ¿vio usted a alguien cerca de la Mansión, tal vez a un desconocido, alguien que despertara sospechas?

– Cualquier desconocido cerca de la Mansión después de anochecer es sospechoso para mí -dijo Mog con tono rotundo-. Anoche no vi a nadie. Pero había un coche aparcado en el área de descanso, junto a las piedras. No cuando me fui, sino más tarde.

Al captar la sonrisita de Mog, rápidamente reprimida, de maliciosa satisfacción, Benton sospechó que el ritmo de la revelación era menos ingenuo de lo que parecía. La noticia fue sin duda bien acogida. No hablaba nadie, pero en el silencio Benton detectó un suave siseo, como una inhalación. Era una noticia para todos, como desde luego había pretendido Mogworthy. Benton observaba sus caras mientras se miraban unos a otros. Fue un momento de alivio compartido, disimulado al instante pero inequívoco.

– ¿Recuerda algo del coche? -preguntó Dalgliesh-. ¿La marca, el color?

– Sedán, tirando a oscuro. Podía ser negro o azul. Las luces estaban apagadas. Había una persona en el asiento del conductor pero no sé si alguien más.

– ¿Apuntó la matrícula?

– No. ¿Por qué tendría que ir apuntando las matrículas de los coches? Yo sólo pasaba por ahí, iba en bicicleta a casa desde el chalet de la señora Ada Dentón, donde había tomado mi pescado con patatas del viernes, como de costumbre. Cuando voy en bici tengo los ojos fijos en la carretera, no como otros. Sólo sé que allí había un coche.

– ¿A qué hora?

– Antes de medianoche. Faltan cinco o diez minutos. Hago el cálculo para llegar a casa hacia la medianoche.

– Esto es un dato importante, Mog -dijo Chandler-Powell-. ¿Por qué no lo dijiste antes?

– ¿Por qué? Usted mismo dijo que no debíamos chismorrear sobre la muerte de la señorita Gradwyn sino esperar a que llegara la policía. Bueno, ahora está aquí el jefe y le estoy contando lo que vi.

Antes de que nadie pudiera responder, se abrió la puerta de golpe. Todas las miradas se dirigieron hacia allí. Irrumpió un hombre seguido por el agente Warren, que iba protestando. El aspecto del intruso era tan insólito como espectacular había sido su entrada. Benton vio una cara pálida, atractiva, un tanto andrógina, unos ojos azules centelleantes y un pelo rubio que le cubría la frente como los mechones de un dios esculpido en mármol. Llevaba un largo abrigo negro, que le llegaba casi al suelo, sobre unos vaqueros azul claro, y por un instante a Benton le pareció que iba en bata y pijama. Si la sensacional entrada había estado planeada, difícilmente habría podido escoger un momento más propicio, aunque el histrionismo artificioso parecía improbable. El recién llegado temblaba a causa de emociones mal controladas, pena quizá, pero también ira y miedo. Con aire confuso, su mirada fue saltando de un rostro al siguiente, y antes de que pudiera decir nada, Candace Westhall habló tranquilamente desde su silla junto a la ventana.

– Nuestro primo, Robin Boyton. Está alojado en el chalet de los huéspedes. Robin, te presento al comandante Dalgliesh, del Nuevo Scotland Yard, y a sus colegas, la inspectora Miskin y el sargento Benton-Smith.

Robin no le hizo caso y descargó su arrebato de cólera en Marcus.

– ¡Hijo de puta! ¡Malvado hijo de puta! Mi amiga, mi íntima y querida amiga, está muerta. Asesinada. Y no has tenido siquiera la consideración de decírmelo. Y aquí estáis, quedando bien con la policía, decidiendo entre todos que nada trascienda. No debemos desbaratar el valioso trabajo del señor Chandler-Powell, ¿verdad? Y ella está arriba muerta. ¡Tenías que habérmelo dicho! Alguien tenía que habérmelo dicho. Necesito verla. Quiero decirle adiós.

Y ahora ya lloraba desconsolado, sus lágrimas caían sin freno. Dalgliesh no dijo nada, pero Benton le echó una mirada y advirtió que sus oscuros ojos estaban atentos.

Candace Westhall hizo el gesto de levantarse como para ir a consolar a su primo, pero se dejó caer otra vez en la silla. Fue su hermano quien habló.

– Me temo que esto no podrá ser, Robin. Ya se han llevado el cadáver de la señorita Gradwyn al depósito. Pero sí intenté decírtelo. Llamé al chalet poco antes de las nueve, pero evidentemente aún dormías. Las cortinas estaban corridas y la puerta de entrada cerrada. Creo que en algún momento nos dijiste que conocías a Rhoda Gradwyn, pero no que erais amigos íntimos.

– Señor Boyton -dijo Dalgliesh-, en este momento estoy interrogando sólo a las personas que estaban en la casa desde que la señorita Gradwyn llegó, el jueves, hasta que fue encontrada muerta a las siete y media de esta mañana. Si estaba usted entre ellos, por favor quédese. Si no, yo o uno de mis agentes le atenderemos lo antes posible.

Boyton había conseguido dominar su furia. A través de las bocanadas de aire aspirado, su voz adquirió el tono de la de un niño engreído.

– Claro que no estoy entre ellos. No había entrado hasta ahora. El policía de la puerta no me dejaba.

– Seguía mis órdenes -dijo Dalgliesh.

– Y antes siguió las mías -dijo Chandler-Powell-. La señorita Gradwyn quería una absoluta intimidad. Lamento que se le haya causado esta aflicción, señor Boyton, pero he estado tan ocupado con la policía y la patóloga que he pasado por alto el hecho de que usted estaba alojado en el chalet. ¿Ha almorzado? Dean y Kimberley le prepararán algo de comer.

– Pues claro que no he almorzado. ¿Alguna vez me ha dado usted de comer cuando he estado en el Chalet Rosa? Además, no quiero su puñetera comida. ¡No me trate con condescendencia!

Se irguió, extendió un brazo tembloroso y señaló con el dedo a Chandler-Powell; luego, quizá cayendo en la cuenta de que, vestido como iba, la postura teatral le hacía parecer ridículo, bajó el brazo y, con una expresión de mudo sufrimiento, miró al grupo que le rodeaba.

– Señor Boyton -dijo Dalgliesh-, como usted era amigo de la señorita Gradwyn, lo que tenga que decirnos será de utilidad, pero no ahora.

Las palabras, pronunciadas con calma, eran una orden. Boyton dio media vuelta con los hombros caídos. De pronto se volvió y se dirigió a Chandler-Powell.

– Ella vino aquí a que le quitaran esa cicatriz, para poder empezar una nueva vida. Confió en usted y usted la mató, ¡asesino hijo de puta!

Se marchó sin esperar respuesta. El agente Warren, que había permanecido todo el rato inescrutable, lo siguió fuera y cerró la puerta con firmeza. Hubo cinco segundos de silencio durante los cuales Benton tuvo la sensación de que había cambiado el estado de ánimo general. Por fin alguien había pronunciado esa sonora palabra. Por fin había sido reconocido lo increíble, lo grotesco, lo horripilante.

– ¿Seguimos? -dijo Dalgliesh-. Señorita Cressett, recibió usted a la señorita Gradwyn en la puerta. ¿Qué pasó después?

Durante los siguientes veinte minutos la relación de hechos prosiguió sin contratiempos, y Benton se concentró en sus jeroglíficos. Helena Cressett había dado la bienvenida a la nueva paciente de la Mansión y la había acompañado directamente a la habitación. Como a la mañana siguiente tenía que ser anestesiada, no se le sirvió cena, y la señorita Gradwyn le dijo que quería estar sola. La paciente insistió en arrastrar ella misma la maleta hasta el dormitorio, y estaba sacando los libros cuando la señorita Cressett se fue. El viernes, Helena supo, por supuesto, que la señorita Gradwyn había sido operada y trasladada a primera hora de la mañana desde la sala de recuperación a la suite en el ala de los pacientes. Era el procedimiento habitual. Ella no se ocupaba de la atención a las personas convalecientes, ni tampoco visitó a la señorita Gradwyn en su suite. Cenó en el comedor con la enfermera Holland, la señorita Westhall y la señora Frensham. Se enteró de que Marcus Westhall estaba cenando en Londres con un especialista con quien esperaba trabajar en África. Ella y la señorita Westhall trabajaron juntas en la oficina hasta casi las siete, cuando Dean servía los aperitivos previos a la cena en la biblioteca. Después, ella y la señora Frensham jugaron al ajedrez y conversaron en su sala de estar privada. A medianoche ya se había acostado y durante la noche no oyó nada. El sábado ya se había duchado y vestido cuando apareció el señor ChandlerPowell para comunicarle que Rhoda Gradwyn había muerto.

El testimonio de la señorita Cressett fue confirmado tranquilamente por la señora Frensham, quien dijo que alrededor de las once y media había dejado a la señorita Cressett en su salita y se había ido a su apartamento del ala este y que durante la noche no había oído nada. No supo nada de la muerte de la señorita Gradwyn hasta que a las ocho menos cuarto bajó al comedor y no vio allí a nadie. Más tarde llegó el señor Chandler-Powell y le dijo que la señorita Gradwyn había muerto.

Candace Westhall confirmó que había estado trabajando con la señorita Cressett en la oficina hasta la hora de la cena. Después de cenar volvió a la oficina a ordenar unos papeles y abandonó la Mansión poco después de las diez por la puerta principal. El señor Chandler-Powell estaba bajando las escaleras y se dieron las buenas noches antes de que ella se marchara. A la mañana siguiente, él la llamó desde la oficina para decirle que habían encontrado muerta a la señorita Gradwyn y que ella y su hermano tenían que acudir a la Mansión enseguida. Marcus Westhall había regresado de Londres a primera hora de la madrugada. Ella había oído llegar el coche a eso de las doce y media pero no se había levantado, aunque él había llamado a la puerta de su dormitorio y habían hablado un ratito.

La enfermera Flavia Holland hizo su declaración de manera sucinta y con calma. A primera hora de la mañana de la operación ya habían llegado el anestesista y el personal médico y técnico adicional. La enfermera Frazer, una empleada a tiempo parcial, había llevado a la paciente a la suite de operaciones, donde fue examinada por el anestesista que ya la había reconocido en el Saint Ángela de Londres. El señor Chandler-Powell pasó un rato con ella para saludarla y tranquilizarla. Ya le había explicado con detalle lo que tenía intención de hacer cuando ella había acudido a su consulta en Saint Ángela. La señorita Gradwyn estuvo muy tranquila desde el primer momento y no mostró señales de miedo ni de ninguna preocupación concreta. El anestesista y todo el personal auxiliar se marcharon en cuanto la intervención hubo terminado. Regresarían a la mañana siguiente para la operación de la señora Skeffington, que había llegado el día anterior por la tarde. Después de la operación, la señorita Gradwyn estuvo en la sala de recuperación al cuidado del señor Chandler-Powell, y a las cuatro y media la llevaron en camilla a su habitación. Para entonces, la paciente ya era capaz de caminar y decía que no sentía mucho dolor. Luego durmió hasta las siete y media, cuando pudo cenar algo ligero. Rechazó un sedante, pero pidió un vaso de leche con un chorrito de brandy. La enfermera Holland se encontraba en la habitación del final a la izquierda y entró cada hora para ver cómo seguía la señorita Gradwyn hasta que ella misma se acostó, lo que quizá se produjo pasada ya la medianoche. El último control fue el de las once; la paciente estaba dormida. Durante la noche la enfermera Holland no oyó nada.

La versión del señor Chandler-Powell coincidió con la de ella. Hizo hincapié en que la paciente en ningún momento manifestó miedo, ni de la operación ni de ninguna otra cosa. Ella había declarado expresamente que no quería recibir visitas durante el período de convalecencia, que duraba una semana, razón por la cual a Robin se le había negado la entrada. La intervención había ido bien, pero había sido más larga y difícil de lo previsto. De todos modos, él confiaba en que el resultado sería excelente. La señorita Gradwyn era una mujer sana que había soportado bien la operación y la anestesia, y él no tenía ninguna duda de que evolucionaría correctamente. Pasó a verla la noche de su muerte, hacia las diez, y fue al regresar de esta visita cuando vio salir a la señorita Westhall.

Durante toda la sesión, Sharon había estado sentada muy quieta con una mirada que, a juicio de Kate, sólo podía describirse como malhumorada, y cuando se le preguntó dónde había estado y qué había hecho el día anterior, al principio se embarcó en un relato tedioso, expresado con hosquedad, de todos los detalles de la mañana y la tarde. Cuando se le pidió que se ciñera al período que empezaba a las cuatro y media, dijo que había estado ocupada en la cocina y el comedor ayudando a Dean y Kimberley Bostock, que había cenado con ellos a las nueve menos cuarto y que después había ido a su cuarto a ver la televisión. No recordaba la hora a la que se había acostado ni qué programa había visto. Estaba muy cansada y durmió profundamente toda la noche. Se enteró de la muerte de la señorita Gradwyn cuando la enfermera Holland subió a despertarla y a decirle que empezaba su turno y debía bajar a ayudar en la cocina, lo que sucedió, en su opinión, a eso de las nueve. La señorita Gradwyn le caía bien, en su visita previa le había pedido que le enseñara el jardín. Kate le preguntó de qué habían hablado, y Sharon contestó que sobre su infancia y la escuela a la que había ido, y su trabajo en la residencia de ancianos.

No hubo sorpresas hasta que declararon Dean y Kimberley. Kimberley dijo que a veces subía comida a los pacientes a petición de la enfermera, pero no había visitado a la señorita Gradwyn porque ésta estaba ayunando. Ni ella ni su esposo habían visto llegar a la paciente; esa noche habían estado especialmente ocupados preparando comida para el personal adicional de quirófano que llegaría al día siguiente y que siempre almorzaba antes de irse. El viernes por la noche la señora Skeffington la despertó por teléfono, justo antes de medianoche, para pedirle té. Su esposo la ayudó a llevar la bandeja. El nunca entraba en las habitaciones de los pacientes, así que la esperó fuera hasta que ella salió. La señora Skeffington parecía asustada y decía haber visto una luz parpadeante entre las piedras, pero Kimberley pensó que no eran más que imaginaciones. Le preguntó a la señora Skeffington si quería que ella llamara a la enfermera Holland, pero contestó que no, que la enfermera Holland se molestaría si la despertaban sin necesidad.

En este momento intervino la enfermera Holland.

– Kimberley, tienes instrucciones de llamarme si los pacientes piden cualquier cosa por la noche. ¿Por qué no lo hiciste?

Y ahora Benton, alzando la cabeza de la libreta, prestó atención. Percibía que la pregunta era muy poco grata. La chica se ruborizó. Echó una mirada a su esposo, y ambos apretaron las manos.

– Lo siento, enfermera, pensé que ella no sería una paciente de veras hasta el siguiente día, por eso no la desperté. Sí le pregunté si quería verla a usted o al señor Chandler-Powell.

– La señora Skeffington fue una paciente desde el momento en que llegó a la Mansión, Kimberley. Sabías cómo ponerte en contacto conmigo. Tenías que haberlo hecho.

– ¿La señora Skeffington mencionó haber oído el ascensor por la noche? -dijo Dalgliesh.

– No. Sólo habló de las luces.

– ¿Y vio u oyó alguno de ustedes algo fuera de lo normal mientras estaban en esa planta?

Se miraron uno a otro y luego menearon la cabeza enérgicamente.

– Sólo estuvimos ahí unos minutos. Todo estaba tranquilo. En el pasillo había una luz tenue, como siempre.

– ¿Y el ascensor? ¿Se fijaron en el ascensor?

– Sí, señor. El ascensor estaba en la planta baja. Lo utilizamos para subir el té. Podíamos haber ido por las escaleras, pero el ascensor es más rápido.

– ¿Hay algo más que tengan que decirme sobre esa noche?

Se hizo el silencio. Los dos volvieron a mirarse. Dean parecía estar cobrando ánimo para hablar.

– Hay una cosa, señor -dijo-. Cuando regresamos a la planta baja, vi que la puerta del jardín tenía el cerrojo descorrido. Para ir a nuestro apartamento hemos de pasar por delante de la puerta. Es una puerta maciza de roble a la derecha, señor, que conduce a la senda de los limeros y a las Piedras de Cheverell.

– ¿Está seguro? -dijo Dalgliesh.

– Sí, señor, totalmente seguro.

– ¿Le hizo notar a su esposa lo del cerrojo descorrido?

– No, señor. No se lo mencioné hasta que estuvimos juntos en la cocina a la mañana siguiente.

– ¿Alguno de los dos volvió para comprobarlo?

– No, señor.

– Y lo notó al regresar, no cuando estaba ayudando a su esposa a subir el té.

– Sólo cuando regresábamos.

La enfermera Holland interrumpió.

– No sé por qué tenías que ayudarla a subir el té, Dean. La bandeja no pesa apenas. ¿No podía Kimberley habérselas arreglado sola? Normalmente lo hace. Si no hubiera ascensor, vale. Además, en el ala oeste siempre hay una luz tenue.

– Sí, claro que podía -dijo Dean con voz firme-, pero no me gusta que vaya por la casa sola a altas horas de la noche.

– ¿De qué tiene miedo?

– No es eso -dijo Dean con abatimiento-. Simplemente no me gusta.

– ¿Sabía que el señor Chandler-Powell suele correr el cerrojo de esta puerta puntualmente a las once? -dijo Dalgliesh con calma.

– Sí, señor, lo sabía. Todo el mundo lo sabe. Pero a veces es un poco más tarde si él da un paseo por el jardín. Preferí no cerrar, pues si el señor Chandler-Powell hubiera estado fuera no habría podido entrar.

– ¿Pasear por el jardín después de medianoche, en diciembre? -dijo la enfermera Holland-. ¿Es esto algo habitual, Dean?

Dean no la miró a ella sino a Dalgliesh, y dijo cabizbajo:

– No es mi cometido correr el cerrojo, señor. Y antes estaba cerrada. Nadie podía abrirla sin una llave.

Dalgliesh se dirigió a Chandler-Powell.

– ¿Y usted está seguro de que echó el cerrojo a las once?

– La cerré como de costumbre a las once y la encontré cerrada a las seis y media de esta mañana.

– ¿Alguien de aquí la abrió por algún motivo? Todos pueden ver la importancia de esto. Hemos de esclarecerlo ahora.

No habló nadie. El silencio se prolongó.

– ¿Alguien más advirtió que el cerrojo estaba corrido o descorrido después de las once? preguntó Dalgliesh.

De nuevo silencio, esta vez finalmente interrumpido por un murmullo quedo de negaciones. Benton observó que evitaban mirarse unos a otros.

– Por ahora será suficiente -dijo Dalgliesh-. Gracias por su colaboración. Me gustaría verlos a todos por separado, aquí o en el centro de operaciones de la Vieja Casa de la Policía.

Dalgliesh se puso en pie, y el resto de los presentes se levantó a su vez silenciosa y sucesivamente. Todavía no hablaba nadie. Los detectives estaban cruzando el vestíbulo cuando Chandler-Powell los alcanzó.

– Si tiene tiempo, me gustaría hablar un segundo con usted -le dijo a Dalgliesh.

Dalgliesh y Kate lo siguieron al estudio. Se cerró la puerta. Benton no sintió ningún resentimiento por una exclusión que había sido transmitida sutilmente pero no expresada con palabras. Sabía que en cualquier investigación había momentos en que dos agentes podían obtener información y tres inhibirla.

En el estudio, el señor Chandler-Powell no perdió el tiempo. Estando los tres de pie, dijo:

– Debo decirles algo. Obviamente han advertido el malestar de Kimberley cuando se le ha preguntado por qué no despertó a Flavia Holland. Creo que seguramente lo intentó. La puerta de la suite no estaba cerrada con llave, y si ella o Dean la abrieron un poco oirían voces, la mía y la de Flavia. A medianoche yo estaba con ella. Creo que los Bostock se han sentido cohibidos y por eso no lo han dicho, sobre todo en presencia de los demás.

– Pero ¿no habría oído usted cómo se abría la puerta? -dijo Kate.

El la miró con calma.

– No necesariamente. Estábamos ocupados hablando.

– Luego confirmaré esto con los Bostock -dijo Dalgliesh-. ¿Cuánto rato estuvieron juntos?

– Cuando terminé de conectar las alarmas y echar el cerrojo de la puerta del jardín me reuní con Flavia en su sala de estar. Estuve allí hasta eso de la una. Teníamos que hablar de varias cosas, unas profesionales, otras personales. Ninguna relacionada con Rhoda Gradwyn. Durante ese rato ninguno de los dos vimos ni oímos nada anormal.

– ¿Oyeron el ascensor?

– No. Y tampoco esperábamos oírlo. Como han visto, está junto a las escaleras, frente a la salita de la enfermera, pero es moderno y relativamente silencioso. Desde luego la enfermera Holland confirmará mis palabras, y sin duda cuando Kimberley sea interrogada por alguien experto en obtener información de la gente vulnerable, admitirá haber oído nuestras voces si sabe que he hablado con ustedes. No me reconozcan demasiado mérito por haberles contado lo que espero siga siendo confidencial. Tendría que ser muy ingenuo para no comprender que, si Rhoda Gradwyn murió alrededor de la medianoche, Flavia y yo nos hemos concedido mutuamente una coartada. Más vale que sea sincero. No quiero ser tratado de forma distinta a los demás. Pero normalmente los médicos no asesinan a sus pacientes, y si tuviera en mente destruir este lugar y mi prestigio, lo habría hecho antes de la operación, no después. No soporto que se desperdicie mi trabajo.

Al mirar la cara de Chandler-Powell súbitamente teñida de una ira y una indignación que lo transformaban, Dalgliesh tuvo la seguridad de que al menos las últimas palabras eran ciertas.

11

Dalgliesh fue al jardín a telefonear a la madre de Rhoda Gradwyn. Era una llamada a la que tenía pavor. Dar el pésame personalmente, como ya había hecho una agente de la policía local, era difícil de veras. Era una tarea que ningún agente cumplía de buen grado, algo que él había hecho numerosas veces, dudando antes de levantar la mano para golpear la puerta o llamar al timbre, una puerta que siempre se abría de inmediato revelando unos ojos confusos, suplicantes, esperanzados o angustiados, a la espera de una noticia que cambiaría su vida. Sabía que algunos colegas habrían encargado esa labor a Kate. Transmitir por teléfono compasión a un pariente afligido le parecía una chapuza, pero siempre había pensado que el pariente más próximo debía conocer al agente encargado de la investigación en un caso de asesinato y estar al corriente del desarrollo del proceso en la medida en que esto fuera factible.

Respondió una voz de hombre. Sonaba desconcertada y aprensiva, como si el teléfono fuera un instrumento técnicamente avanzado del que no se pudieran esperar buenas noticias. Sin identificarse, dijo con innegable alivio:

– ¿La policía, dice? Espere, por favor. Voy a llamar a mi esposa.

Dalgliesh volvió a identificarse y expresó su condolencia con el mayor tacto posible, sabiendo que ella ya había recibido una noticia cuya gravedad ninguna delicadeza podía mitigar. Se encontró con un silencio inicial. Luego, con una voz tan insensible como si él hubiera acabado de transmitir una inoportuna invitación a tomar el té, ella dijo:

– Gracias por llamar, pero ya lo sabíamos. Me dio la noticia la joven de la policía local. Dijo que la había llamado alguien de la policía de Dorset. Se marchó a las diez. Fue muy amable. Tomamos una taza de té juntas y no me contó demasiado. Sólo que Rhoda había sido hallada muerta y que no era una muerte natural. Aún no puedo creerlo. No sé, ¿quién querría hacer daño a Rhoda? Pregunté qué había pasado y si la policía conocía al culpable, pero ella dijo que no podía responder a preguntas como ésta porque había otra fuerza encargada del caso y que usted se pondría en contacto conmigo. Sólo había venido a darme la noticia. Aun así, fue amable.

– Señora Brown, ¿sabía usted si su hija tenía algún enemigo? -dijo Dalgliesh-. ¿Alguien que hubiera podido desearle algo malo?

Y ahora él advirtió el claro tono de resentimiento.

– Bueno, seguramente, ¿no? Si no, no la habrían matado. Estaba en una clínica privada. Rhoda no iba a lo barato. ¿Por qué no cuidaron de ella? Mira que dejar que asesinen a una paciente…, es negligencia por parte de la clínica. Rhoda aún quería hacer muchas cosas. Tenía mucho éxito. Siempre había sido muy lista, como su padre.

– ¿Le dijo ella que iba a quitarse la cicatriz en la clínica de la Mansión Cheverell?

– Me dijo que pensaba quitarse la cicatriz pero no dónde ni cuándo. Rhoda era muy reservada. De niña ya era así, se guardaba sus secretos, sin decir a nadie lo que pensaba. Desde que se marchó de casa nos vimos poco, pero vino aquí a mi boda en junio y fue cuando me habló de la cicatriz. Lo debía haber hecho años atrás, desde luego. Tenía esa cicatriz desde hace más de treinta años. Cuando contaba trece se golpeó la cara contra la puerta de la cocina.

– ¿Puede contarnos algo de sus amigos, de su vida privada?

– Ya se lo he dicho, era muy reservada. No sé nada de sus amigos ni de su vida privada. Tampoco sé qué va a pasar con el entierro, si debería ser en Londres o aquí. No sé si hay cosas que yo tendría que hacer. Por lo general hay que rellenar formularios. Y hay que dar la noticia a la gente. No quiero molestar a mi esposo. Está muy afectado. Cuando conoció a Rhoda, le cayó muy bien.

– Habrá autopsia, por supuesto -dijo Dalgliesh-, y luego el forense entregará el cadáver. ¿Tiene usted amigos que puedan ayudarla y aconsejarla?

– Bueno, tengo amigos en la iglesia. Hablaré con el párroco, quizás él pueda ayudar. Tal vez podamos celebrar el oficio religioso aquí, aunque, claro, ella era muy conocida en Londres. Pero no era religiosa, así que quizá no habría querido una ceremonia. Espero no tener que ir a esa clínica, dondequiera que esté.

– Está en Dorset, señora Brown. En Stoke Cheverell.

– Bueno, no puedo dejar al señor Brown para ir a Dorset.

– De hecho no hay ninguna necesidad de ello a menos que desee estar presente en las pesquisas judiciales. ¿Por qué no habla con su abogado? Supongo que el de su hija se pondrá en contacto con usted. Encontramos el nombre y la dirección en el bolso de ella. Seguro que la ayudará. Me temo que tendré que examinar las pertenencias de su hija tanto aquí como en su casa de Londres. Y quizá deba llevarme algunas para su análisis en el laboratorio, pero cuidaremos de ellas y más adelante se las devolveremos. ¿Me da usted su autorización?

– Puede coger lo que quiera. Nunca he estado en la casa de Rhoda en Londres. Supongo que antes o después deberé ir. Puede que haya objetos de valor. Y habrá libros. Siempre tuvo muchos libros. Tanto leer. Siempre tenía la cabeza metida en un libro. ¿Qué bien le harán? No la van a hacer volver. ¿La operación tuvo lugar?

– Sí, ayer. Según parece, fue muy bien.

– Y todo este dinero gastado para nada. Pobre Rhoda. Pese a todo su éxito, no tuvo mucha suerte.

Y ahora le cambió la voz, y Dalgliesh pensó que quizá la mujer estaba intentando contener las lágrimas.

– Voy a colgar -dijo ella-. Gracias por llamar. Creo que ya no puedo asimilar nada más. Ha sido una conmoción. Rhoda asesinada. Es una de esas cosas que lees o ves en la televisión. No imaginas que le pueda suceder a alguien que conoces. Y ya libre de esa cicatriz ella tenía tantas posibilidades ante sí… No parece justo.

Alguien que conoces, pensó Dalgliesh, no alguien que quieres. Oyó que ella estaba llorando y se cortó la comunicación.

Hizo una breve pausa mirando el aparato antes de hacer la siguiente llamada, al abogado de la señorita Gradwyn. La pena, esa emoción universal, no tenía una respuesta universal, se expresaba de maneras distintas, algunas de ellas curiosas. Recordó la muerte de su madre, cómo en aquel momento, al querer comportarse bien ante la tristeza de su padre, se las arregló para contener las lágrimas, incluso en el entierro. Pero la pena volvía a afectarle con el paso de los años, escenas brevemente evocadas, fragmentos de conversación, una mirada, los aparentemente indestructibles guantes de jardinera de su madre, y, más vivido que todas las pequeñas añoranzas perdurables que aún le asaltaban, él asomado a la ventanilla del tren que lentamente lo llevaba de vuelta a la escuela, mientras veía la figura de ella, con el mismo abrigo de todos los años, que procuraba no volverse para decirle adiós con la mano porque él le había pedido que no lo hiciera.

Tras sacudirse los recuerdos, regresó al presente y marcó otro número. Saltó un contestador. La oficina estaría cerrada hasta el lunes a las diez, pero las cuestiones urgentes serían atendidas por el abogado de guardia, al que se podía llamar a un número concreto. La segunda llamada fue respondida al punto por una voz clara e impersonal, y una vez Dalgliesh se hubo identificado y hubo explicado que deseaba hablar urgentemente con el abogado de la señorita Gradwyn, le dieron el número particular del señor Newton Macklefield. Dalgliesh no había dado explicaciones, pero su voz debió de sonar convincente.

No le sorprendió que, siendo sábado, Newton Macklefield estuviera fuera de Londres, con la familia en su casa de campo de Sussex. La conversación fue seria y formal, salpicada de voces de niños y ladridos de perros. Tras las expresiones de horror y los lamentos personales, que sonaban más protocolarios que sinceros, Macklefield dijo:

– Naturalmente, haré todo lo que esté en mi mano para ayudar en la investigación. ¿Dice que estará en Sanctuary Court mañana por la mañana? ¿Tiene una llave? Sí, claro, ella la llevaría encima. En la oficina no tengo ninguna de sus llaves. Puedo reunirme con usted a las diez y media, si le viene bien. Pasaré por la oficina y traeré el testamento, aunque seguramente encontrará una copia en la casa. Me temo que poco más puedo hacer. Como sabrá, comandante, la relación entre un abogado y su cliente puede ser muy estrecha, sobre todo si el abogado ha obrado en representación de la familia, quizá durante más de una generación, y ha llegado a ser considerado un confidente y un amigo. No era así en el caso que nos ocupa. La relación entre la señorita Gradwyn y yo era de confianza y respeto mutuo y, desde luego por mi parte, de cariño. Pero exclusivamente profesional. Yo conocía a la cliente pero no a la mujer. A propósito, supongo que el pariente más cercano ya ha sido informado.

– Sí -dijo Dalgliesh-, sólo su madre, que ha descrito a su hija como una persona muy reservada. Le he dicho que yo debía entrar en la casa de Londres y no ha puesto ninguna objeción a eso ni a que me lleve cualquier cosa que pueda ser útil.

– Yo, como abogado suyo, tampoco tengo inconveniente. Bien, le veré en la casa a eso de las diez y media. Un asunto bien raro. Gracias por ponerse en contacto conmigo, comandante.

Tras guardar el móvil, Dalgliesh pensó que el asesinato, un crimen único para el que no hay reparación posible, impone sus propias obligaciones así como sus convenciones. Dudaba de si Macklefield habría interrumpido su fin de semana en el campo por un crimen como mínimo fuera de lo común. Cuando era un agente joven, él también había sentido la atracción -bien que no deseada y provisional- del asesinato, aun cuando éste le repugnara y le horrorizara. Había observado cómo transeúntes inocentes, siempre que estuvieran exentos de pesar o sospecha, eran absorbidos por el homicidio, atraídos inexorablemente al lugar del crimen con fascinada incredulidad. La multitud y los medios de comunicación aún no se habían congregado frente a las puertas de hierro de la Mansión. Pero acudirían, y no tenía muy claro que el equipo de seguridad privada de Chandler-Powell fuera capaz de hacer algo más que causarles alguna molestia.

12

El resto de la tarde estuvo dedicado a los interrogatorios personales, la mayoría de los cuales tuvieron lugar en la biblioteca. Helena Cressett fue la última en ser entrevistada, y Dalgliesh había encargado la tarea a Kate y Benton. Tenía la sensación de que la señorita Cressett esperaba que fuera él quien le interrogara, y Dalgliesh necesitaba que ella comprendiera que él dirigía un equipo, y que sus dos agentes subalternos eran muy competentes. Curiosamente, la señorita Cressett invitó a Kate y Benton a reunirse con ella en su piso privado del ala este. La estancia adonde les condujo era obviamente la sala de estar, pero su elegancia y suntuosidad no eran precisamente lo que uno esperaba encontrar en el alojamiento de una administradora-ama de llaves. Los muebles y los cuadros ponían de manifiesto un gusto muy personal, y aunque la habitación no estaba exactamente abarrotada, daba la impresión de que aquellos objetos valiosos habían sido reunidos allí más para la satisfacción del propietario que obedeciendo a un plan decorativo. Era, pensó Benton, como si Helena Cressett hubiera colonizado parte de la Mansión para convertirla en su territorio privado. Aquí no había nada de la oscura solidez del mobiliario Tudor. Aparte del sofá, cubierto de tela de hilo color crema ribeteada de rojo y situado en ángulo recto con respecto a la chimenea, la mayor parte de los muebles eran de estilo georgiano.

Casi todos los cuadros de las paredes revestidas con paneles eran retratos de familia, y el parecido de la señorita Cressett con ellos era indiscutible. A Benton ninguno le pareció especialmente bueno -quizás habían sido vendidos por separado-, pero todos tenían una individualidad llamativa y estaban pintados con oficio, algunos más que eso. Un obispo Victoriano, con sus mangas de batista, miraba al pintor con una altivez eclesiástica, desmentida por un atisbo de desazón, como si el libro en el que apoyaba la palma de la mano fuera El origen de las especies. A su lado, un caballero del siglo XVII, espada en mano, posaba con descarada arrogancia mientras que, en la repisa de la chimenea, una familia de la primera época victoriana estaba agrupada frente a la casa, la madre con tirabuzones y sus hijos pequeños alrededor, el chico mayor montado en un poni, el padre a su lado. Y siempre las muy arqueadas cejas sobre los ojos, los dominantes pómulos, la curva carnosa del labio superior.

– Está usted entre sus antepasados, señorita Cressett -dijo Benton-. El parecido es asombroso.

Ni Dalgliesh ni Kate habrían dicho esto; era una torpeza y podía ser desaconsejable comenzar un interrogatorio con un comentario personal, y aunque Kate se quedó callada, Benton notó su sorpresa. Pero enseguida se justificó ante sí mismo por la espontánea observación diciéndose que seguramente resultaría útil. Necesitaban conocer a la mujer con la que estaban, y más concretamente su estatus en la Mansión, hasta qué punto tenía ella el control y qué grado de influencia ejercía en Chandler-Powell y los otros residentes. La respuesta de ella a lo que acaso fuera una impertinencia menor podría ser reveladora.

Mirándole cara a cara, la señorita Cressett dijo fríamente:

– Con el tiempo, mi herencia, / voces, rasgos, miradas…, / desborda toda humana duración. / Pues yo soy lo que hay de eterno en ti; / lo que ignora la muerte. Para detectar esto no hace falta ser detective profesional. ¿Le gusta Thomas Hardy, sargento?

– Más como poeta que como novelista.

– Coincido con usted. Me parece deprimente su empeño en hacer que sus personajes sufran incluso cuando un poco de sentido común por su parte o por la de ellos podría evitarlo. Tess es una de las jóvenes más irritantes de la ficción victoriana. ¿Quieren sentarse?

Fue la actuación de una auténtica anfitriona, que recordaba sus obligaciones pero era incapaz o no estaba dispuesta a controlar el tono de reticencia condescendiente. Indicó el sofá y ella se sentó en un sillón situado enfrente. Kate y Benton tomaron asiento.

Sin preámbulos, Kate tomó la palabra.

– El señor Chandler-Powell la ha descrito a usted como la administradora. ¿En qué consiste exactamente su trabajo?

– ¿Mi trabajo aquí? Es difícil de explicar. Soy gerente, administradora, ama de llaves, secretaria y contable a tiempo parcial. Supongo que lo abarcaríamos todo con la denominación de directora general. Pero cuando habla con los pacientes, el señor Chandler-Powell suele referirse a mí como la administradora.

– ¿Y cuánto tiempo lleva aquí?

– El mes que viene hará seis años.

– No habrá sido fácil para usted -dijo Kate.

– ¿En qué sentido, inspectora?

El tono de la señorita Cressett era de interés distante, pero a Benton no se le pasó por alto la nota de resentimiento reprimido. Ya había advertido esa reacción antes, cuando un sospechoso, normalmente alguien con autoridad, más acostumbrado a formular preguntas que a contestarlas, no tenía intención de hacer enojar al jefe de la investigación pero sí estaba dispuesto a desahogarse con un subalterno. Kate no se dejó intimidar.

– En el sentido de volver a una casa tan hermosa que fue de su familia durante generaciones y ver que está ocupada por otro -dijo-. No todo el mundo sabría afrontar esto.

– No de todo el mundo se exige esto. Quizá debería explicarme. Mi familia poseyó y vivió en la Mansión durante más de cuatrocientos años, pero todo tiene un final. El señor Chandler-Powell siente un gran cariño por la casa; es mejor que esté a su cuidado y no en manos de otros que la vieron y querían comprarla. Yo no maté a un paciente para cerrar la clínica y vengarme así de él por haber comprado mi casa familiar o por haberla conseguido barata. Perdone mi franqueza, inspectora, pero es esto lo que han venido a averiguar, ¿no?

Nunca era prudente rebatir una imputación que aún no se había formulado, sobre todo con esa cruda sinceridad, y evidentemente ella se dio cuenta de su error en cuanto las palabras brotaron de su boca. Así que el resentimiento estaba ahí. Pero contra quién o qué, se preguntó Benton. ¿La policía? ¿La profanación del ala oeste por Chandler-Powell? ¿O Rhoda Gradwyn, quien de forma tan embarazosa e inoportuna había introducido la vulgaridad de una investigación criminal en sus salones ancestrales?

– ¿Cómo consiguió el empleo? -preguntó Kate.

– Mediante una solicitud. Es lo que se suele hacer, ¿no? Salió un anuncio, y pensé que sería interesante regresar a la Mansión y ver los cambios que se habían hecho, aparte del edificio de la clínica. Mi verdadera profesión, si podemos decirlo así, es historiadora del arte, pero difícilmente podía compaginarla con el hecho de vivir aquí. No pretendía quedarme mucho tiempo, pero el trabajo me pareció interesante, y ahora mismo no tengo prisa por irme. Espero que eso sea lo que querían saber. Pero no creo que mi historia personal guarde ninguna relación con la muerte de Rhoda Gradwyn, ¿verdad?

– No sabemos lo que guarda o no relación sin formular preguntas que pueden parecer una intromisión -dijo Kate-. A menudo lo son. Sólo esperamos cooperación y comprensión. La investigación de un asesinato no es un acontecimiento social.

– Pues entonces no lo tratemos como si lo fuera, inspectora.

Un rubor le cubrió rápidamente la pálida y singular cara como un sarpullido agonizante. La pérdida momentánea de compostura la volvió más humana y, sorprendentemente, más atractiva. Mantenía sus emociones controladas, pero estaban ahí. No era, pensó Benton, una mujer poco apasionada, simplemente había aprendido a tener dominadas sus pasiones.

– ¿Cuánto contacto tuvo usted con la señorita Gradwyn, tanto en la primera visita como después? -preguntó Benton.

– Prácticamente ninguno, salvo que en ambas ocasiones formé parte del comité de recepción y la acompañé a su habitación. Apenas hablamos. Mi trabajo no tiene nada que ver con los pacientes. Su tratamiento y su comodidad competen a los dos cirujanos y la enfermera Holland.

– Pero contrata y controla usted al personal doméstico.

– Lo busco cuando se produce una vacante. Estoy habituada a dirigir esta casa. Y, sí, están bajo mi autoridad general, aunque esta palabra suena demasiado fuerte para el tipo de control que ejerzo. Pero cuando, como sucede a veces, los empleados tienen algo que ver con los pacientes, eso es asunto de la enfermera Holland. Supongo que hay cierto solapamiento de obligaciones, pues yo soy responsable del personal de la cocina y la enfermera se ocupa de la clase de comida que toman los pacientes, pero parece que funciona bastante bien.

– ¿Contrató usted a Sharon Bateman?

– Puse un anuncio en varios periódicos, y ella hizo la solicitud. Estaba trabajando en una residencia de ancianos y tenía buenas referencias. De hecho, no la entrevisté yo. En aquel momento me encontraba en mi piso de Londres, así que se encargaron la señora Frensham, la señorita Westhall y la enfermera Holland. Creo que nadie lo ha lamentado.

– Antes de llegar aquí Rhoda Gradwyn, ¿la conocía o la había visto alguna vez?

– No la conocía, pero naturalmente había oído hablar de ella. Como todo el mundo que lee los periódicos, supongo. Sabía que era una periodista de éxito e influyente. No tenía ningún motivo para pensar bien de ella, pero una antipatía personal, que en realidad no era más que incomodidad al oír su nombre, no me impulsaba a desearle la muerte. Mi padre fue el último Cressett varón y perdió casi todo el dinero familiar en el desastre de Lloyds. Se vio obligado a vender la Mansión, y el señor Chandler-Powell la compró. Poco después de la venta, Rhoda Gradwyn escribió en una publicación financiera un breve artículo crítico sobre los Nombres de Lloyds, citando en particular a mi padre entre otros. Insinuaba que los desafortunados se habían llevado su merecido. El artículo incluía también una pequeña descripción de la Mansión, pero la sacaría de alguna guía, pues por lo que sabíamos ella nunca había estado aquí. A juicio de algunos de los amigos de mi padre, fue el artículo lo que lo mató, pero yo nunca lo creí, y me parece que ellos tampoco. Hubiera sido una reacción exagerada a comentarios crueles pero no exactamente difamatorios. Hacía años que mi padre tenía problemas cardíacos, y era consciente del estado delicado de su salud. La venta de la Mansión quizá fue el golpe definitivo, pero dudo mucho que pudiera afectarle algo que dijera o escribiera Rhoda Gradwyn. Al fin y al cabo, ¿quién era ella? Una mujer ambiciosa que ganaba dinero a costa del dolor de los demás. Alguien la odiaba lo bastante para ponerle las manos alrededor del cuello, pero nadie que hubiera dormido aquí anoche. Y ahora, si me lo permiten, me gustaría que se fueran. Por supuesto, estaré aquí mañana a su disposición en todo momento, pero ya he tenido suficientes emociones por hoy.

Era una petición que no podían rechazar. El interrogatorio había durado menos de media hora. Cuando oyeron la puerta cerrarse con firmeza a su espalda, Benton pensó, con cierto pesar, que lo único que ella y él tenían en común, y que probablemente tendrían jamás, era que preferían la poesía de Thomas Hardy a sus novelas.

13

Quizá porque el interrogatorio colectivo en la biblioteca era un recuerdo vivido y desagradable, los sospechosos, como en virtud de un acuerdo tácito, evitaban hablar abiertamente del asesinato, pero Lettie sabía que lo hacían en privado: ella misma y Helena; los Bostock en la cocina, que siempre habían considerado su casa pero ahora veían más como un refugio; y, suponía, los Westhall en la Casa de Piedra. Sólo Flavia y Sharon parecían distanciarse de los demás y guardar silencio, Flavia ocupada en tareas inconcretas en la suite de operaciones, Sharon experimentando una especie de regresión a una adolescencia taciturna y monosilábica. Mog circulaba entre todos distribuyendo pequeños chismorreos y teorías como limosnas en manos extendidas. Sin haberse celebrado reuniones formales ni acordado estrategias, a Lettie le parecía que estaba surgiendo una teoría común que sólo los más escépticos consideraban poco convincente; pero se callaban.

Con toda evidencia, el asesinato era un crimen cometido por alguien de fuera y Rhoda Gradwyn había dejado entrar a su asesino en la Mansión, después de haber acordado el día y la hora seguramente antes de que ella se marchara de Londres. Es por eso por lo que había insistido tanto en que no se permitieran visitas. Al fin y al cabo, era una conocida periodista de investigación. Seguro que tenía enemigos. El coche que vio Mog probablemente era el del asesino, y la luz que la señora Skeffington vislumbró en las piedras, su linterna en movimiento. La puerta con el cerrojo echado a la mañana siguiente era un contratiempo, pero el mismo asesino pudo haber cerrado la puerta después de ejecutar su acción y luego debió de ocultarse en la Mansión hasta que Chandler-Powell descorrió el cerrojo al día siguiente. Después de todo, antes de que llegara la policía sólo había habido un registro superficial de la casa. Por ejemplo, ¿alguien había inspeccionado las cuatro suites vacías del ala oeste? Además, había numerosos armarios lo bastante grandes para albergar a un hombre. Un intruso podía pasar perfectamente inadvertido. Pudo haberse ido por la puerta oeste sin que nadie le viera y escapar por la senda de los limeros hasta el campo mientras todos los de la casa, encerrados en la biblioteca orientada al norte, estaban siendo interrogados por el comandante Dalgliesh. Si la policía no hubiera tenido tanto empeño en estudiar a los habitantes de la Mansión, a estas alturas ya habría prendido al asesino.

Lettie no recordaba quién había nombrado a Robin Boyton como principal sospechoso alternativo, pero cuando surgió la idea, se propagó mediante una especie de osmosis. Al fin y al cabo, él había ido a Stoke Cheverell a visitar a Rhoda Gradwyn, al parecer estaba desesperado por verla y había sido rechazado. Seguramente el asesinato no había sido premeditado. Después de la operación, la señorita Gradwyn era perfectamente capaz de andar. Lo había dejado entrar, habían tenido una pelea, y él había perdido los estribos. Hay que admitir que no era el propietario del coche aparcado cerca de las piedras, pero éste quizá no tenía nada que ver con el asesinato. La policía intentaba localizar al dueño. Nadie decía lo que todos pensaban: que sería conveniente que no lo encontraran. Aunque el conductor resultara ser un viajero muy cansado que se detuvo prudentemente a echar una cabezadita, la teoría del intruso seguía siendo válida.

A la hora de cenar, Lettie percibió que las especulaciones iban menguando. Había sido un día largo y traumático, y lo que ansiaban todos era un período de calma. También parecían necesitar soledad. Chandler-Powell y Flavia dijeron a Dean que cenarían en sus respectivas habitaciones. Los Westhall se fueron a la Casa de Piedra, y Helena invitó a Lettie a compartir una comida consistente en tortilla de hierbas y ensalada que ella prepararía en su pequeña cocina privada. Después de la comida, lavarían los platos juntas y se acomodarían frente al fuego de leña para escuchar un concierto en Radio Tres bajo la tenue luz de una sola lámpara. Nadie mencionó la muerte de Rhoda Gradwyn.

A las once el fuego se estaba extinguiendo. Una frágil llama azul lamía el último tronco mientras éste se desintegraba en ceniza gris. Helena apagó la radio, y las dos se quedaron en silencio.

– ¿Por qué te fuiste de la Mansión cuando yo tenía trece años? -preguntó Helena de pronto-. ¿Tuvo que ver con mi padre? Siempre he pensado que sí, que erais amantes.

Lettie contestó con calma.

– Siempre fuiste muy sofisticada para tu edad. Estábamos tomándonos demasiado cariño, dependiendo demasiado el uno del otro. Lo acertado era marcharme. Y tú tenías que estar con otras chicas, tener una educación más amplia.

– Supongo. Aquella escuela espantosa. ¿Erais amantes? ¿Tuvisteis relaciones sexuales? Una expresión horrible, pero las alternativas son aún más burdas.

– Una vez. Por eso supe que tenía que acabar con aquello.

– ¿Por mamá?

– Por todos nosotros.

– Así que fue un Breve encuentro sin la estación de tren.

– Algo parecido.

– Pobre mamá. Años de médicos y enfermeras. Al cabo de un tiempo, sus débiles pulmones ya no parecían ni enfermos, sino sólo parte de lo que era ella realmente. Cuando murió, apenas la eché de menos. De hecho, ella había estado más ausente que presente. Recuerdo que me mandaron llamar a la escuela, pero demasiado tarde. Creo que me alegré de no llegar a tiempo. Pero esa habitación vacía, fue horroroso. Aún aborrezco esa habitación.

– Yo también tengo una pregunta -dijo Lettie-. ¿Por qué te casaste con Guy Haverland?

– Porque era divertido, listo, encantador. Y muy rico. Aunque yo sólo tenía dieciocho años, supe desde el principio que no duraría. Por eso nos casamos en Londres por lo civil. Las promesas parecían menos exorbitantes. Guy no podía resistirse a ninguna mujer guapa, y no iba a cambiar. Pero pasamos tres años maravillosos, y él me enseñó mucho. Nunca me arrepentiré.

Lettie se puso en pie.

– Es hora de acostarse -dijo-. Gracias por la cena. Buenas noches, querida. -Y se fue.

Helena se dirigió a la ventana que daba al oeste y descorrió las cortinas. El ala oeste estaba a oscuras, era sólo una forma alargada iluminada por la luna. Se preguntó si sería la muerte violenta lo que la había impulsado a confiarse, a formular preguntas que había guardado en su interior durante años. Pensó en Lettie y su matrimonio. No habían tenido hijos y sospechaba que esto había sido motivo de aflicción. Aquel cura con quien se casó ella, ¿veía aún el sexo como algo indecente y consideraba a su esposa y a todas las mujeres virtuosas como madonas? Las revelaciones de esta noche, ¿eran un sustituto de la pregunta que estaba en la mente de ambas y que ninguna se había atrevido a formular?

14

Hasta las siete y media, Dalgliesh casi no había tenido tiempo de examinar su hogar provisional y habituarse a él. La policía local había sido muy servicial: había comprobado las líneas telefónicas, había instalado un ordenador y colocado un tablero de corcho en la pared por si Dalgliesh necesitaba exponer imágenes visuales. También se había pensado en su comodidad, y aunque la casita de piedra tenía el leve olor a moho de una casa desocupada durante meses, en la chimenea ardía un fuego de leña. La cama estaba hecha, y en la planta de arriba había una estufa eléctrica. Dalgliesh comprobó que de la ducha, aun sin ser moderna, salía agua muy caliente, y que la nevera estaba abastecida de suficientes provisiones para al menos tres días, incluida una cazuela de estofado de cordero obviamente hecho en casa. Había también latas de cerveza y dos botellas de vino blanco y dos de tinto muy aceptables.

A las nueve se había duchado y cambiado, había calentado y consumido el estofado. Una nota debajo del plato explicaba que había sido cocinado por la señora Warren, un descubrimiento que reforzó la idea de Dalgliesh de que la asignación temporal de su esposo a la Brigada había sido un acierto. Abrió una de las botellas de vino tinto y la dejó con tres vasos sobre una mesita baja ante el fuego. Con las cortinas de alegres estampados corridas frente a la noche, se encontró, como ocurría a veces en un caso, cómodamente instalado en un período de soledad. Pasar al menos una parte del día completamente solo era para él, desde la infancia, algo tan necesario como la comida o la luz. Ahora, agotada la breve tregua, sacó su pequeña libreta personal y comenzó a analizar los interrogatorios del día. Desde la época de sargento detective, anotaba en un bloc extraoficial unas cuantas palabras y expresiones destacadas que inmediatamente le permitían recordar una persona, una admisión imprudente, un fragmento de diálogo, un intercambio de miradas. Ayudándose de esto, tenía un recuerdo casi completo. Una vez hecha esta revisión particular, llamaría a Kate para pedirle que ella y Benton se reunieran con él, y entonces hablarían del desarrollo de la jornada y dispondrían el plan del día siguiente.

Los interrogatorios no habían aportado cambios esenciales a los datos de que ya disponían. Cierto es que Kimberley, pese a que el señor Chandler-Powell le había asegurado que su actuación había sido correcta, estaba evidentemente disgustada e intentaba convencerse a sí misma de que, al fin y al cabo, pudo haberse equivocado. A solas en la biblioteca con Dalgliesh y Kate, no dejaba de echar miradas furtivas a la puerta, como si esperase ver a su esposo o temiera la llegada del señor Chandler-Powell. Dalgliesh y Kate tuvieron paciencia con ella. Cuando le preguntaron si, en su momento, estaba segura de que las voces que había oído eran las del señor Chandler-Powell y la enfermera Holland, adoptó la expresión de quien se angustia esforzándose en pensar.

– Pensé que eran el señor Chandler-Powell y la enfermera, claro, pero es que no podía, no sé, no podía esperar que fueran otros. Parecían ellos, si no, no habría supuesto que eran ellos, ¿verdad? Pero no recuerdo lo que decían. Me pareció que estaban discutiendo. Abrí la puerta de la salita sólo un poco y allí no estaban, así que quizás estaban en el dormitorio. Pero, desde luego, también puede ser que estuvieran en la salita y yo no los viera. Oí voces fuertes, pero a lo mejor sólo estaban hablando. Era muy tarde…

Se le quebró la voz. Si la citaban a declarar en el juicio, Kimberley, como la señora Skeffington, sería un regalo para la defensa. Le preguntaron qué pasó luego, y Kimberley contestó que había regresado junto a Dean, que la esperaba frente a la sala de estar de la señora Skeffington, y se lo había contado.

– ¿Contado el qué?

– Que me parecía haber oído a la enfermera discutiendo con el señor Chandler-Powell.

– ¿Y es por eso por lo que usted no los llamó ni le dijo a la enfermera que había subido té a la señora Skeffington?

– Es lo que ya dije en la biblioteca, señor. Los dos pensamos que a la enfermera no le gustaría que la molestaran, y que en realidad daba igual porque la señora Skeffington aún no había sido operada. En todo caso, la señora Skeffington estaba bien. No había pedido que avisaran a la enfermera, y si hubiera querido verla, podía haber utilizado el timbre de llamada.

Más tarde, Dean corroboró el testimonio de Kimberley. Parecía estar incluso más consternado que su mujer. No había advertido si la puerta que daba al sendero de limeros estaba con el cerrojo descorrido cuando él y Kimberley subían la bandeja del té, pero insistía en que sí lo estaba cuando regresaron. Se había dado cuenta al pasar junto a la puerta. Repitió que no lo había corrido porque era posible que el señor Chandler-Powell estuviera dando un paseo a una hora especialmente tardía y en cualquier caso no era cometido suyo. El y Kimberley fueron los primeros en levantarse y tomaron juntos un té en la cocina a las seis. Después, él fue a mirar la puerta y vio que el cerrojo estaba echado. No le sorprendió tanto; en los meses de invierno, el señor Chandler-Powell casi nunca lo descorría antes de las nueve. No le contó a Kimberley que la puerta no tenía corrido el cerrojo para que no se pusiera nerviosa. Él no estaba preocupado, pues estaban las dos cerraduras de seguridad. No era capaz de explicar por qué no había vuelto más tarde a comprobar las cerraduras y el cerrojo, limitándose a decir que la seguridad no era responsabilidad suya.

Chandler-Powell permanecía tan tranquilo como cuando llegó el primer equipo. Dalgliesh admiraba el estoicismo con el que aquel hombre estaría previendo la destrucción de su clínica, y posiblemente la desaparición de sus pacientes privados. Al final del interrogatorio de Chandler-Powell en su estudio, del que no salió nada nuevo, Kate le dijo:

– A excepción del señor Boyton, parece que nadie conocía a la señorita Gradwyn antes de que ingresara en la Mansión. Pero en cierto modo ella no es la única víctima. Su muerte afectará inevitablemente al éxito de su trabajo aquí. ¿Hay alguien que pudiera tener interés en hacerle daño a usted?

– Lo único que puedo decir -dijo Chandler-Powell- es que tengo absoluta confianza en todos los que trabajan en la Mansión. Y me parece sumamente rebuscado insinuar que Rhoda Gradwyn fue asesinada para perjudicarme a mí. Es una idea extravagante.

Dalgliesh reprimió la contestación lógica: la muerte de la señorita Gradwyn había sido extravagante. Chandler-Powell confirmó que había estado con la enfermera Holland en el apartamento de ésta desde poco después de las once hasta la una. Ninguno de los dos había visto ni oído nada extraño. Tenía que discutir unas cuestiones médicas con la enfermera Holland, pero eran confidenciales y no tenían nada que ver con la señorita Gradwyn. Su declaración había sido confirmada por la enfermera Holland, y era evidente que, de momento, ni uno ni otro tenían intención de decir más. La confidencialidad médica era una excusa fácil para guardar silencio, pero en todo caso era válida.

Dalgliesh y Kate interrogaron a los Westhall en la Casa de Piedra. El comandante vio poco parecido familiar entre ellos; y las diferencias quedaban resaltadas si uno comparaba los juveniles y armoniosos -aunque convencionales- rasgos de Marcus Westhall y su aire de vulnerabilidad con el cuerpo fuerte y robusto de su hermana, una mujer de rasgos marcados y expresión preocupada. Marcus no dijo mucho; sólo confirmó que había cenado en la casa de Chelsea de un cirujano, Matthew Greenfield, que lo incluiría en el equipo que iría a trabajar durante un año en África. Le habían invitado a pasar la noche y a hacer algunas compras de Navidad al día siguiente en Londres, pero su coche le estaba causando algunos problemas y consideró más atinado marcharse tras una cena temprana, a las ocho y cuarto, para poder así llevarlo a primera hora de la mañana al garaje local. Aún no lo había hecho porque debido al asesinato se había olvidado de todo. No había encontrado mucho tráfico, pero había conducido despacio, con lo que ya eran alrededor de las doce y media cuando llegó. En la carretera no había visto a nadie, y en la Mansión no había luces encendidas. La Casa de Piedra también estaba a oscuras, y pensó que su hermana estaría dormida, pero cuando aparcó el coche se encendió la luz de la habitación de Candace, por lo que llamó a su puerta, asomó la cabeza y le dio las buenas noches antes de irse a su dormitorio. Su hermana parecía estar perfectamente normal aunque adormilada y dijo que por la mañana ya hablarían de la cena y de los planes para el viaje a África. La coartada sería difícil de poner en entredicho a menos que Robin Boyton, cuando fuera interrogado, dijera que había oído llegar el coche a la puerta de al lado y pudiera confirmar la hora. Cabría la posibilidad de revisar el coche, pero aunque ahora funcionara bien, Westhall podía aducir que no le gustaban ciertos ruidos del motor y que consideró más seguro no arriesgarse a quedarse atascado en Londres.

Candace Westhall dijo que efectivamente la despertó el ruido del coche y que habló con su hermano, pero no podía precisar la hora porque no había mirado el reloj de la mesilla, y se había dormido enseguida. Dalgliesh no tuvo ninguna dificultad en recordar lo que ella había dicho al final del interrogatorio. Siempre guardaba un recuerdo casi completo de una conversación, y un vistazo a sus anotaciones le permitió evocar claramente las palabras de Candace.

«Seguramente soy la única persona de la Mansión que expresó su antipatía hacia Rhoda Gradwyn. Le dejé claro al señor Chandler-Powell que consideraba desaconsejable que en la Mansión se atendiera a una periodista de su reputación. La gente que viene aquí espera no sólo intimidad sino discreción absoluta. Las personas como Gradwyn andan siempre a la caza de historias, preferiblemente escándalos, y no me cabe ninguna duda de que habría utilizado su experiencia aquí de alguna mañera, quizá para arremeter contra la medicina privada o el desaprovechamiento de un cirujano brillante en procedimientos puramente estéticos. Con una mujer como ésta, ninguna experiencia cae en saco roto. Seguramente esperaba recuperar lo pagado por su tratamiento. No creo que le hubiera preocupado la incoherencia de que ella misma fuera una paciente privada. Supongo que yo estaba influida por la repugnancia que siento ante buena parte de lo que aparece en la prensa popular y transferí mi repulsión a Gradwyn. De todos modos, no la maté y no tengo ni idea de quién lo hizo. Difícilmente expresaría mi aversión hacia todo lo que ella representaba tan a las claras si contemplara la posibilidad de asesinarla. No siento pena por ella; sería ridículo fingir que sí. Al fin y al cabo, era una desconocida. Pero sí siento un fuerte resentimiento hacia el asesino por el daño que causará al trabajo que hacemos aquí. Supongo que la muerte de Gradwyn justifica a posteriori mi advertencia. Cuando apareció como paciente fue un día aciago para todos los de la Mansión.»

Mogworthy, cuya voz y cuya conducta habían alcanzado una cota justo por debajo de lo que con buen tino describiríamos como insolencia estúpida, confirmó que había visto el coche si bien era incapaz de recordar nada más del mismo ni de sus ocupantes; sin embargo, cuando Benton y el agente Warren visitaron a la señora Ada Dentón, una mujer regordeta, atractiva e inesperadamente joven, ésta les dijo que el señor Mogworthy en efecto había compartido con ella una cena de abadejo y patatas fritas, como hacía la mayoría de los viernes por la noche, pero se fue en bicicleta a su casa justo después de las once y media. Ella pensaba que era muy triste que una mujer respetable no pudiera compartir una cena de pescado y patatas fritas con un caballero y amigo sin que apareciera la policía para molestarla, comentario que, para el agente Warren, más que surgir del rencor iba destinado a satisfacer posteriormente a Mogworthy. Su sonrisa final a Benton cuando salían dejaba claro que la crítica no iba dirigida a él.

Era hora de mandar llamar a Kate y Benton. Dalgliesh colocó más troncos en el fuego y cogió el móvil.

15

A las nueve y media, Kate y Benton estaban de nuevo en la Casa de la Glicina, se habían duchado y cambiado y habían tomado la cena servida por la señora Shepherd en el comedor. A los dos les gustaba desprenderse de su ropa de trabajo antes de reunirse con Dalgliesh al final del día, cuando él revisaba el estado de la investigación y explicaba el plan para las siguientes veinticuatro horas. Era una rutina familiar que ambos deseaban que llegara, Kate más segura de sí misma que Benton. Este sabía que AD estaba satisfecho con él, de lo contrario no formaría parte de su equipo, pero reconocía que podía ser excesivamente entusiasta a la hora de dar opiniones que habría modificado si las hubiera pensado mejor; pero sus ansias de refrenar esta tendencia al entusiasmo excesivo inhibían la espontaneidad, de modo que la reunión de la noche, aunque era una parte importante y estimulante de la investigación, siempre comportaba para Benton cierta dosis de inquietud.

Desde su llegada a la Casa de la Glicina, Kate y él habían visto poco a sus anfitriones. Sólo habían tenido tiempo para hacer unas breves presentaciones antes de dejar sus bolsas en el vestíbulo y regresar a la Mansión. Se les había entregado una tarjeta de visita con las iniciales CO, que significaban, como les explicó la señora Shepherd, que la cena de la tarde era opcional pero que les servirían la comida. Esto desencadenó en la mente de Benton una fascinante serie de iniciales esotéricas: BCO, Baños Calientes Opcionales, o Budín Casero Opcional… BACO, Botellas de Agua Caliente Opcionales. Kate dedicó sólo un minuto a reiterar la advertencia ya hecha por el inspector Whetstone en el sentido de que su presencia allí debía mantenerse en secreto. Lo hizo con tacto. A Kate y a Benton no les hizo falta más que una mirada a las inteligentes y serias caras de los Shepherd para saber que éstos no necesitarían ni recibirían de buen grado ningún recordatorio de un aviso ya cursado.

– No tenemos tendencia a ser indiscretos, inspectora -dijo el señor Shepherd-. La gente del pueblo es amable y educada, pero los hay que a veces recelan de los forasteros. Sólo llevamos aquí nueve años, lo que para ellos significa que somos recién llegados, por lo que no hacemos mucha vida social. Nunca vamos a beber al Cresset Arms ni frecuentamos la iglesia. -Hizo la última afirmación con la satisfacción de quien ha resistido a la tentación de caer en un hábito peligroso.

Los Shepherd eran, pensó Kate, unos propietarios de pensión atípicos. En sus ocasionales experiencias en esos útiles lugares donde detenerse había detectado varias características que los dueños tenían en común. Eran simpáticos, sociables, les gustaba conocer gente nueva, se mostraban orgullosos de su casa, siempre estaban a punto de dar información práctica sobre la zona y sus atractivos, y, desafiando las advertencias contemporáneas sobre el colesterol, ofrecían el mejor exponente del desayuno inglés completo. Además, los Shepherd seguramente eran más viejos que la mayoría de las personas que se dedicaban al duro trabajo de dar de comer a un huésped tras otro. Los dos eran altos, aunque la más alta era ella, y quizá parecían mayores de lo que indicaban sus años. Los ojos de ambos, apacibles pero cautelosos, eran serenos, su apretón de manos firme, y se movían sin la rigidez propia de la edad avanzada. El señor Shepherd, con el tupido pelo blanco rematado por un flequillo que caía sobre unas gafas de montura metálica, parecía una edición benigna de un autorretrato de Stanley Spencer. El cabello de su esposa, menos espeso y ahora gris acero, estaba recogido en una larga y fina trenza sujeta con dos horquillas en la parte superior de la cabeza. Sus voces se parecían notablemente, un acento natural característico de la clase alta que podía irritar mucho a los que no lo tuvieran y que, se dijo Kate, de hecho les habría impedido acceder a un empleo en la BBC o a hacer una carrera política, en el caso improbable de que una u otra opción les hubiera atraído.

El dormitorio de Kate tenía todo lo necesario para pasar una noche cómoda pero no tenía nada superfluo. Supuso que la de Benton, al lado, sería idéntica. Dos camas individuales juntas estaban cubiertas con inmaculadas colchas blancas, las lámparas de las mesillas eran modernas para facilitar la lectura, y había una cómoda de dos cajones y un pequeño armario provisto de perchas de madera. El cuarto de baño no tenía bañera sino ducha, que tras un giro preliminar de los grifos resultó que funcionaba bien. El jabón no era perfumado pero sí caro, y al abrir el armario Kate vio que estaba dotado de todos los artículos que algunos visitantes pueden olvidarse de meter en la maleta: cepillo de dientes envuelto en celofán, pasta dentífrica, champú y gel de ducha. Como persona madrugadora, Kate lamentó la falta de una tetera y otros artilugios para preparar un té matutino, pero un breve anuncio en la cómoda informaba de que se podía pedir té en cualquier momento entre las seis y las nueve, si bien para los periódicos había que esperar a las ocho y media.

Se cambió la blusa por otra recién lavada, se puso un jersey de cachemir y, tras coger la chaqueta, se reunió con Benton en el vestíbulo.

Al principio salieron a una negrura impenetrable y desorientadora. La linterna de Benton, su haz de luz brillante como un faro en miniatura, transformaba las losas y el camino en obstáculos desconcertantes y distorsionaba la forma de árboles y matorrales. A medida que los ojos de Kate se iban acostumbrando a la noche, las estrellas se iban haciendo visibles una a una contra la cuajada de nubes grises y negras entre las cuales una media luna desaparecía y reaparecía con gracia, blanqueando el estrecho camino y volviendo la oscuridad misteriosamente irisada. Andaban sin hablar, los zapatos sonando como si clavaran tachuelas en el asfalto a modo de invasores resueltos y amenazadores, criaturas alienígenas que alteraban la paz de la noche. Sólo que, pensó Kate, no había paz. Incluso en la quietud alcanzó a oír los débiles susurros de criaturas que avanzaban entre la hierba y, de vez en cuando, un grito lejano, casi humano. El inexorable rito de matar y ser matado estaba representándose al amparo de la oscuridad. Rhoda Gradwyn no era el único ser vivo que había muerto aquel viernes por la noche.

A unos cincuenta metros pasaron frente a la casa de los Westhall, que tenía luz encendida en una ventana de la primera planta y otras dos en las ventanas de la planta baja. A unos metros a la izquierda estaba el aparcamiento, el cobertizo oscuro, y más allá una fugaz imagen del círculo de Cheverell, las piedras eran tan sólo formas medio imaginadas hasta que las nubes se separaron bajo la luna y los monolitos se alzaron, pálidos e insustanciales, dando la impresión de flotar, iluminados, sobre los campos negros y hostiles.

Y ahora estaban en la Vieja Casa de la Policía, con luz en las dos ventanas de la planta baja. Mientras se acercaban, abrió la puerta Dalgliesh, que por momentos, con aquellos pantalones de sport, una camisa a cuadros desabrochada y un jersey, les pareció un desconocido. En la chimenea ardía un fuego de leña que perfumaba el aire, y también se percibía un ligero aroma sabroso. Dalgliesh había colocado tres cómodas sillas bajas frente al fuego, con una mesita de roble entre ellas, encima de la cual había una botella abierta de vino tinto, tres vasos y un plano de la Mansión. Kate sintió que se le levantaba el ánimo. Esa rutina al final del día era como volver a casa. Cuando le llegara el momento de aceptar el ascenso con el inevitable cambio de puesto, ésos eran los momentos que echaría de menos. La conversación versaba sobre muertes y asesinatos, a veces en su forma más espantosa, pero, en su recuerdo, esas sesiones al final del día albergaban la cordialidad y la seguridad, la sensación de ser valorada, algo que no había conocido en su infancia. Junto a la ventana había un escritorio que sostenía el portátil de Dalgliesh, un teléfono y al lado una abultada carpeta de papeles; también había un pandeado maletín apoyado en la pata de la mesa. Dalgliesh se había traído consigo otros asuntos. Parece cansado, pensó ella. Mala señal, lleva semanas trabajando demasiado, y notó que la invadía un sentimiento de emoción que jamás podría expresar, bien lo sabía.

Se acomodaron alrededor de la mesa. Mirando a Kate, Dalgliesh preguntó:

– ¿Estáis cómodos en la pensión? ¿Habéis cenado?

– Muy cómodos, gracias, señor. La señora Shepherd se ha portado muy bien. Sopa casera, pastel de pescado y… ¿qué era eso dulce, sargento? Tú entiendes de comida.

– El rey de los budines, señora.

– El inspector Whetstone ha acordado con los Shepherd que no acepten más huéspedes mientras estéis vosotros allí. Deberán ser compensados por las pérdidas económicas, pero seguro que esto ya está resuelto. La fuerza local ha colaborado de forma extraordinaria. No habrá sido fácil.

– No creo que los Shepherd vayan a ser molestados con otras visitas, señor -interrumpió Benton-. La señora ha dicho que no tenían reservas hechas y no esperaban ninguna. De todos modos, sólo disponen de las dos habitaciones. Están atareados en primavera y verano, pero sobre todo con huéspedes habituales. Y son exigentes. Si no les gusta el aspecto de los que llegan, ponen enseguida el cartel de «Completo» en la ventana.

– ¿Y qué gente no les gusta? -dijo Kate.

– Los que llevan coches grandes y caros y los que quieren ver las habitaciones antes de hacer la reserva. Nunca rechazan a mujeres que viajan solas o a personas sin coche que al final del día están lógicamente desesperadas. Su nieto se aloja con ellos el fin de semana, pero en un anexo al final del jardín. El inspector Whetstone lo conoce. Mantendrá la boca cerrada. Adoran a su nieto pero no su moto.

– ¿Quién te ha contado todo esto? -preguntó Kate.

– La señora Shepherd mientras me enseñaba la habitación.

Kate no hizo ningún comentario sobre la tremenda capacidad de Benton para obtener información sin pedirla. Evidentemente, ante un joven apuesto y deferente la señora Shepherd había sido tan vulnerable como la mayoría de las integrantes de su sexo.

Dalgliesh sirvió el vino y desplegó el plano de la Mansión sobre la mesa.

– Hemos de tener bien clara la disposición de la casa. Como veis, tiene forma de hache, con orientación al sur y alas este y oeste. El vestíbulo, el gran salón, el comedor y la biblioteca están en la parte principal, igual que la cocina. Los Bostock ocupan dos habitaciones encima de la cocina, y la de Sharon Bateman está al lado. La parte trasera del ala oeste ha sido adaptada para alojamiento de los pacientes. La planta baja comprende la suite de operaciones, que incluye el quirófano, una sala contigua para la anestesia, la sala de recuperación, el puesto de control de las enfermeras, y al final un almacén, duchas y un guardarropa. El ascensor, lo bastante grande para una silla de ruedas pero no para una camilla, llega a la segunda planta, donde está la salita, el dormitorio y el baño de la enfermera Holland, las habitaciones de los pacientes, primero la suite de la señora Skeffington y luego la de Rhoda Gradwyn, y al final la suite de reserva, todas con sala de estar y cuarto de baño. Las ventanas de los dormitorios dan al sendero de limeros que conduce a las Piedras de Chaverell, y las de las habitaciones orientadas al este dan al jardín clásico estilo Tudor. El señor Chandler-Powell está en la primera planta del ala este. La señorita Cressett y la señora Frensham en la planta baja. Las habitaciones de la última planta son dormitorios sobrantes que de vez en cuando se utilizan para personal de enfermería y auxiliar que tenga que quedarse a pasar la noche.

Hizo una pausa y miró a Kate, que tomó el testigo.

– El problema es que tenemos un grupo de siete personas, y cualquiera de ellas pudo matar a la señorita Gradwyn. Todos sabían donde dormía, sabían que las otras suites estaban desocupadas y constituían un posible escondite, sabían dónde se guardaban los guantes quirúrgicos, y todos tenían o podían conseguir llaves de la puerta oeste. Y aunque los Westhall no son residentes, sabían cuál era la habitación de Gradwyn y tenían llaves de la puerta principal y de la que conduce a la senda de los limeros. Si Marcus Westhall no regresó a la Casa de Piedra hasta las doce y media seguramente está libre de sospecha, pero no ha sido capaz de aportar un testigo. También pudo haber llegado antes. Y su explicación de por qué decidió volver anoche es extraña. Si no se fiaba del coche, ¿no habría sido más seguro quedarse en Londres y arreglarlo allí en vez de arriesgarse a sufrir una avería en la autopista? Y luego está Robin Boyton. No creo que supiera dónde dormía la señorita Gradwyn, y nadie le daría una llave de la casa, pero es el único que conocía a la víctima personalmente y admite haber hecho la reserva en el Chalet Rosa porque ella estaba en la Mansión. El señor Chandler-Powell insiste en que corrió el cerrojo de la puerta de la senda de los limeros puntualmente a las once. Si el asesino entró desde fuera y era un desconocido para la Mansión, alguien tuvo que permitirle la entrada, decirle dónde encontrar a su víctima, proporcionarle los guantes y al final facilitarle la salida y echar el cerrojo tras su marcha. Hay una clara posibilidad de que se trate de un crimen con complicidad interna, por lo que el móvil es de importancia primordial.

– Por lo general -dijo Dalgliesh-, es desaconsejable concentrarse demasiado pronto o con demasiada firmeza en el móvil. La gente mata por muchas razones, algunas no reconocidas ni siquiera por el asesino. Y debemos tener presente que Rhoda Gradwyn quizá no ha sido la única víctima. ¿Estaba esto dirigido contra Chandler-Powell, por ejemplo? ¿El asesino quería destruir la clínica o tenía un doble motivo, eliminar a Gradwyn y arruinar a Chandler-Powell? Es difícil imaginar una fuerza disuasoria más efectiva que el asesinato brutal e inexplicado de un paciente. Chandler-Powell considera la idea extravagante, pero no debemos descartarla.

– Por lo pronto, la señora Skeffington no volverá, señor -dijo Benton-. Tal vez sea desaconsejable concentrarse en exceso y demasiado pronto en el móvil, pero me cuesta imaginar a Chandler-Powell o a la enfermera Holland matando a un paciente. Por lo visto, el señor Chandler-Powell hizo una buena faena con la cicatriz. Es su trabajo. ¿Un hombre razonable destruiría su propia obra? Y no veo a los Bostock como asesinos. Dean y Kimberley parecen tener aquí una colocación muy cómoda. ¿Ya Dean Bostock a perder un buen empleo? Eso nos deja a Candace Westhall, Mogworthy, la señorita Cressett, la señora Frensham, Sharon Bateman y Robin Boyton. Y, por lo que sabemos, ninguno tenía motivos para matar a Gradwyn.

Benton se calló y miró alrededor; Kate pensó con cierto embarazo que habían tomado un camino que Dalgliesh quizá no quería explorar todavía.

Sin hacer comentarios, Dalgliesh dijo:

– Bien, aclaremos lo que hemos averiguado hasta ahora. De momento dejamos el móvil. Benton, ¿empiezas tú?

Kate sabía que su jefe siempre pedía que iniciara la discusión al miembro más joven del equipo. El silencio de Benton mientras acudían a reunirse con Dalgliesh daba a entender que ya había dedicado cierto tiempo a decidir el mejor medio de proceder. Dalgliesh no había precisado si Benton tenía que examinar los hechos, comentarlos, o ambas cosas, pero invariablemente si no lo hacía él lo hacía Kate, y ella sospechaba que este intercambio de opiniones, a menudo animado, era lo que Dalgliesh pretendía.

Benton tomó un trago de vino. Camino de la Vieja Casa de la Policía había estado pensando en lo que diría. Fue sucinto. Describió la relación de Rhoda Gradwyn con Chandler-Powell y la clínica de la Mansión Cheverell desde su visita a la consulta de Harley Street el 21 de noviembre hasta el momento de su muerte. Ella podía elegir entre una cama privada en Saint Ángela, Londres, o la Mansión Cheverell. Escogió la Mansión, al menos provisionalmente, y acudió a una visita previa el 27 de noviembre, cuando la empleada que más la vio fue Sharon, que le enseñó el jardín. Esto fue un poco sorprendente, pues por lo general el contacto con los pacientes incumbía más a los miembros del personal de más responsabilidad o a los dos cirujanos y la enfermera Holland.

– El jueves 13 de diciembre fue directamente a su suite tras ser recibida a su llegada por el señor Chandler-Powell, la enfermera Holland y la señora Frensham. Todos dicen que estaba muy tranquila, aparentemente despreocupada y poco comunicativa. A la mañana siguiente, una empleada no residente, la enfermera Frazer, la bajó al quirófano, donde el anestesista la examinó, y a continuación la operaron. El señor Chandler-Powell dice que la intervención fue complicada pero se saldó con éxito. Rhoda Gradwyn permaneció en la sala de recuperación hasta las cuatro y media, cuando la devolvieron a su suite en el ala de los pacientes. Tomó una cena ligera y la enfermera Holland la vio en diversos momentos, y junto con Chandler-Powell a las diez, cuando la señorita Rhoda Gradwyn dijo que estaba a punto de dormirse. Rechazó un sedante. La enfermera Holland dice que la última vez que la vio fue a las once, y la encontró dormida. Fue asesinada por estrangulación manual; según la doctora Glenister entre las diez y las doce y media.

Dalgliesh y Kate escucharon en silencio. Benton temió estar dedicando demasiado tiempo a lo obvio. Echó una mirada a Kate, pero al no obtener respuesta prosiguió:

– Nos han contado varias cosas importantes que pasaron esa noche. La otra paciente presente, la señora Skeffington, estaba desvelada y fue al cuarto de baño. Quizá la despertó el ruido del ascensor, que, según dice, oyó a las once y media. Desde la ventana del dormitorio afirma haber visto una luz parpadeante entre las Piedras de Cheverell. Esto fue justo antes de medianoche. Se asustó y llamó a la ayudante de cocina, Kimberley Bostock, a quien pidió una tetera. Probablemente quería compañía, por breve que fuera, pero no quiso despertar a la enfermera Holland, que se encontraba en la suite de al lado.

– ¿Llegó a admitir esto cuando Kimberley y Dean le subieron el té? -dijo Kate.

– Desde luego parecía preferir a Kimberley Bostock antes que a la enfermera Holland -dijo Benton-. Lo cual a mí me parece lógico, señor. La señora Bostock no estaba segura de si la paciente podía tomar té, pues la operaban a la mañana siguiente. Sabía que debía consultarlo a la enfermera Holland. Dejó a Dean frente a la suite de la señora Skeffington, llamó a la puerta de la enfermera y asomó la cabeza.

– Dijo que oyó discutir -señaló Kate-. Chandler-Powell dijo que él y la enfermera estaban hablando. Sea como fuere, Chandler-Powell evidentemente cree que el hecho de admitirlo proporciona una coartada a él y a la enfermera Holland. Como es natural esto dependerá de la hora real de la muerte. El dice no estar del todo seguro de cuándo fue a la suite de la enfermera Holland, y ella también es sorprendentemente imprecisa. Al dejar la hora en unos términos tan inciertos, evitaban el error de fabricar una coartada para la verdadera hora de la muerte, lo que siempre es sospechoso, o de quedarse sin coartada. Es posible que, para cuando estaban juntos, uno de los dos, o ambos, ya hubiera matado a Rhoda Gradwyn.

– ¿No podemos ser un poco más precisos sobre el momento de la muerte? -dijo Benton-. La señora Skeffington dice que oyó bajar el ascensor cuando se despertó y antes de llamar para pedir el té. Dijo que serían alrededor de las once y media. El ascensor está frente a la suite de la enfermera Holland, al final del pasillo, y es moderno y relativamente silencioso. Sin embargo, hemos comprobado que es perfectamente posible oírlo si no hay otro ruido.

– Pero lo había -dijo Kate-. Por lo visto, anoche el viento soplaba con fuerza. Y si ella lo oyó, ¿cómo es que no lo oyó la enfermera Holland? A menos, claro, que ella y Chandler-Powell estuvieran en el dormitorio demasiado ocupados discutiendo para poder oír nada. O haciendo el amor, lo que no excluye la discusión. En cualquier caso, hay pocas esperanzas de que Kimberley se mantenga firme en su declaración.

Sin hacer comentarios, Benton prosiguió:

– Si hubieran estado en la salita, uno de ellos seguro que habría oído a Kimberley llamar a la puerta o la habría visto cuando la abrió un poco. Nadie reconoce haber utilizado el ascensor esa noche en ningún momento a excepción de los Bostock cuando subieron el té. Si el testimonio de la señora Skeffington es exacto, parece razonable situar la hora de la muerte en tomo a las once y media.

Benton miró a Dalgliesh, hizo una pausa y Kate retomó el hilo.

– Lástima que ella no pueda ser más concreta respecto a la hora en que oyó el ascensor y vio las luces. Si hay una diferencia significativa entre las dos cosas, más de lo que se tardaría, por ejemplo, en ir andando desde la puerta del ascensor de la planta baja hasta las piedras, entonces quizás haya dos personas implicadas. El asesino no puede estar bajando en el ascensor y llevando una linterna encendida entre las piedras al mismo tiempo. Dos personas, tal vez dos iniciativas distintas. Y si hubo connivencia, los obvios sospechosos son los Westhall. El otro dato importante es la afirmación de Dean Bostock sobre la puerta de la senda de los limeros, que no tenía el cerrojo echado. La puerta tiene dos cerraduras de seguridad, pero Chandler-Powell insiste en que la cierra cada noche a las once a no ser que algún miembro de la casa esté aún fuera. Está completamente seguro de que corrió el cerrojo como de costumbre, y de que por la mañana lo encontró corrido. Las primeras cosas que hizo tras levantarse a las seis y media fueron desconectar el sistema de alarma y comprobar la puerta.

– Y Dean Bostock verificó el cerrojo cuando se levantó a las seis -interrumpió Benton-. ¿Hay posibilidades de obtener huellas?

– Yo diría que ninguna -dijo Kate-. Chandler-Powell abrió la puerta cuando él y Marcus Westhall salieron a inspeccionar el jardín y el círculo de piedras. Y recordemos aquel trozo de guante. Este asesino no tenía intención de dejar huellas.

– Si damos por supuesto que ni Chandler-Powell ni Bostock mentían -dijo Dalgliesh-, y no creo que Bostock mienta, entonces alguien de la casa descorrió el cerrojo de esa puerta después de las once, para salir de la Mansión o para permitir la entrada de otro. O ambas cosas, claro. Esto nos lleva a la afirmación de Mogworthy de haber visto presuntamente un coche aparcado cerca de las piedras poco después de medianoche. La señorita Gradwyn fue asesinada por alguien que ya estaba en la casa aquella noche, un miembro del personal u otra persona que hubiera logrado entrar, o por alguien venido de fuera. Y aunque esta persona tuviera las dos llaves de seguridad, no pudo entrar hasta que el cerrojo estuvo quitado. Pero no podemos seguir hablando de una persona sin más. El asesino necesita un nombre.

En el equipo siempre se daba un nombre al asesino, pues a Dalgliesh le desagradaban muchísimo los habituales sobrenombres, y por lo común era Benton quien lo facilitaba. Ahora dijo:

– Normalmente decimos «él», señor, ¿por qué no una mujer para variar? O un nombre andrógino que valiera para los dos sexos. El asesino apareció de noche. ¿Qué tal Noctis… por o desde la noche?

– Parece adecuado. Noctis está muy bien -dijo Dalgliesh.

– Y volvemos al problema del móvil -dijo Kate-. Sabemos que Candace Westhall intentó convencer a Chandler-Powell de que no permitiera el ingreso de Rhoda Gradwyn en la Mansión. Si Westhall hubiera tenido intención de asesinar, ¿por qué disuadir a Chandler-Powell de admitir a la víctima? A menos, naturalmente, que se tratara de un farol doble. ¿Y no es posible que fuera una muerte sin premeditación, que cuando Noctis entró en esa habitación no hubiera pensado en el asesinato?

– En contra de esto, desde luego, está el uso de los guantes y su posterior destrucción -señaló Dalgliesh.

– Pero si fue premeditado -dijo Benton-, ¿por qué ahora? Al haber sólo otra paciente y estando ausentes todos los no residentes, el círculo de sospechosos es forzosamente más pequeño.

– Tenía que ser ahora -dijo Kate con tono impaciente-. Gradwyn no pensaba regresar. Fue asesinada porque se encontraba en la Mansión y relativamente indefensa. La cuestión es sólo si el asesino se aprovechó de este hecho afortunado o realmente actuó en connivencia con alguien para asegurar que Gradwyn elegía no sólo a ese cirujano concreto sino que optaba por la Mansión en vez de por una cama en Londres, lo cual a primera vista le habría resultado más conveniente. Londres era su ciudad. Su vida tenía su base en Londres. ¿Por qué aquí? Y esto nos conduce al motivo por el que su supuesto amigo, Robín Boyton, hizo la reserva al mismo tiempo. Aún no le hemos interrogado, pero desde luego habrá de responder a algunas preguntas. ¿Cuál era exactamente su relación? Y encima está su mensaje urgente en el móvil de Gradwyn. Estaba a todas luces desesperado por verla. Parecía realmente afectado por su muerte, pero ¿hasta qué punto hacía teatro? Es primo de los Westhall y por lo visto se aloja en el chalet con cierta regularidad. En alguna de sus visitas anteriores pudo tener acceso a las llaves y sacar una copia. O quizá se las dio Rhoda Gradwyn. Tal vez ella se llevó las llaves a casa adrede con la intención de obtener un duplicado. Tampoco estamos seguros de si Boyton entró en la Mansión antes ese mismo día y se escondió en la suite del final del pasillo. Por el trocito de látex, sabemos que Noctis estuvo ahí. Pudo ser tanto antes como después del asesinato. No era probable que nadie mirara ahí dentro.

– Al margen de quién la matara -dijo Benton-, dudo que muchos la echen de menos, aquí o en otra parte. Parece que a lo largo de su vida hizo bastante daño. El arquetipo del periodista de investigación… suele conseguir su historia exclusiva y coger el dinero sin preocuparse del perjuicio que pueda causar.

– Nuestro trabajo consiste en determinar quién la mató, no en hacer juicios morales. No sigamos por este camino, sargento.

– Pero siempre hacemos juicios morales, señor -dijo Benton-, aunque no los expresemos en voz alta. ¿No es importante saber cuanto más mejor sobre la víctima, sea bueno o malo? Las personas mueren porque son lo que son. ¿No forma esto parte de las pruebas? Si se tratara de la muerte de un niño, un joven o un inocente, me sentiría de otra manera.

– ¿Inocentes? -dijo Dalgliesh-. ¿Te sientes seguro de ti mismo hasta el punto de distinguir entre las víctimas que merecen morir y las que no? Aún no has participado en la investigación sobre el asesinato de un niño, ¿verdad?

– No, señor. -Usted ya lo sabía, no tenía por qué preguntarlo, pensó Benton.

– Cuando lo hagas, si llegas a hacerlo, el dolor que tendrás que presenciar te obligará a hacerte muchas preguntas, más emocionales y teológicas que la que tienes que responder aquí: «¿Quién lo hizo?» La indignación moral es lógica. Sin ella no alcanzaríamos el grado de humanos. Pero para un detective enfrentado al cadáver de un niño, un joven, un inocente, hacer una detención puede convertirse en una campaña personal, y esto es peligroso. Puede corromper el juicio. Todas las víctimas merecen el mismo compromiso.

Lo sé, señor. Intentaré hacerlo así, pensó Benton. Pero las palabras no expresadas le parecieron pretenciosas, la respuesta de un colegial culpable ante una crítica. No dijo nada.

Kate rompió el silencio.

– Pese a todo lo que hemos investigado, ¿al final cuánto sabemos realmente de la víctima, los sospechosos, el asesino? Me pregunto por qué Rhoda Gradwyn vino aquí.

– Para quitarse esa cicatriz -dijo Benton.

– Una cicatriz que tenía desde hacía treinta y cuatro años -dijo Dalgliesh-. ¿Por qué ahora? ¿Por qué este lugar? ¿Por qué había necesitado conservarla y por qué ahora quería deshacerse de ella? Si supiéramos esto, quizás estaríamos más cerca de saber algo sobre la mujer. Y tienes razón, Benton, murió por ser quien era y lo que era.

«Benton» en vez de «sargento», vaya, ya es algo. Ojalá supiera quién eres tú, pensó. Pero por esto, en parte, le fascinaba su trabajo. Tenía un jefe que seguía siendo para él un enigma, y siempre lo sería.

– El comportamiento de la enfermera Holland esta mañana, ¿no fue un poco extraño? -dijo Kate-. Cuando Kim le dijo que la señorita Gradwyn no la había llamado para pedir el té, ¿no habría sido más lógico que la enfermera comprobara enseguida si la paciente estaba bien en vez de decirle a Kim que subiera el té? A lo mejor estaba procurando asegurarse de que hubiera un testigo con ella cuando descubriera el cadáver. ¿Sabría ya que la señorita Gradwyn estaba muerta?

– Chandler-Powell dice que él abandonó la habitación de la enfermera Holland a la una -dijo Benton-. ¿No habría sido lógico que ella hiciera entonces una visita a su paciente? Lo pudo haber hecho perfectamente, con lo que habría sabido que Gradwyn estaba muerta al pedir a Kimberley que llevara el té. Siempre es aconsejable tener un testigo cuando descubres el cadáver. De todos modos, esto no significa que ella la asesinara. Como he dicho antes, no me imagino a Chandler-Powell ni a la enfermera Holland estrangulando a una paciente, sobre todo cuando han acabado de intervenirla.

Kate pareció estar dispuesta a discutir esta cuestión, pero no dijo nada. Era tarde, y Dalgliesh sabía que todos estaban cansados. Ya era hora de exponer el plan del día siguiente. El y Kate irían a Londres a ver qué pruebas obtenían en la casa de Rhoda Gradwyn en la City. Benton y el agente Warren se quedarían en la Mansión. Dalgliesh había aplazado el interrogatorio de Robin Boyton con la esperanza de que mañana se habría calmado y estaría dispuesto a cooperar. Las prioridades eran que Benton y Warren interrogaran a Boyton; que localizaran, si era posible, el coche que había sido visto cerca de las Piedras de Cheverell; que establecieran el enlace con los agentes de la escena del crimen, cuyo trabajo en principio debía estar terminado hacia mediodía; y que mantuvieran una presencia policial en la Mansión y garantizaran que los guardias de seguridad contratados por el señor Chandler-Powell no entraran en la escena del crimen. A eso del mediodía también se esperaba el informe de la doctora Glenister sobre la autopsia; Benton telefonearía a Dalgliesh en cuanto lo hubieran recibido. Aparte de estas tareas, Dalgliesh decidiría por iniciativa propia si había que interrogar otra vez a algún sospechoso.

Era casi medianoche cuando Benton llevó las tres copas de vino a la cocina para lavarlas. Acto seguido, él y Kate se pusieron en camino a través de la oscuridad fragante, lavada por la lluvia, rumbo a la Casa de la Glicina.

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