El domicilio de Jeremy Coxon en Maida Vale se integraba en una hilera de bonitos chalés eduardianos con jardines que bajaban hasta el canal, era como una pulcra casa de juguete que hubiera crecido hasta alcanzar el tamaño adulto. El jardín delantero, que incluso en su aridez invernal mostraba signos de una plantación cuidadosa y la esperanza de la primavera, estaba dividido en dos por un camino de piedra que conducía a una puerta principal lustrosamente barnizada. A primera vista no era una casa que Benton asociara a lo que sabía de Robin Boyton o esperara de su amigo. En la fachada se apreciaba cierta elegancia femenina, y recordó haber leído que era en esa parte de Londres donde los caballeros Victorianos y eduardianos instalaban a sus amantes. Al recordar el cuadro El despertar de la conciencia, de Holman Hunt, le vino a la cabeza una sala de estar abarrotada, una joven de ojos brillantes levantándose de la banqueta del piano mientras su repantingado amante, con una mano en las teclas, extendía el brazo hacia ella. Los últimos años había sorprendido en sí mismo cierta afición a la pintura de género Victoriano, pero esa representación febril y, según él, poco convincente del remordimiento no era de sus preferidas.
Cuando descorrían el pestillo de la verja, se abrió la puerta y una joven pareja fue conducida afuera suave pero firmemente. Los seguía un hombre de edad avanzada, atildado como un maniquí, con unos esponjados cabellos blancos y un bronceado que no podía deberse a ningún sol de invierno. Vestía traje y chaleco, cuyas exageradas rayas reducían aún más su exigua figura. Pareció no advertir la presencia de los recién llegados, pero su aflautada voz les llegó con claridad desde la otra punta del camino.
– No llaméis. Se supone que es un restaurante, no una casa particular. Utilizad la imaginación. Wayne, muchacho, hazlo bien esta vez. En recepción daréis el nombre y los datos de la reserva, alguien os cogerá los abrigos, y luego seguiréis a la persona que os conducirá a vuestra mesa. La dama irá en cabeza. No te adelantes para retirar la silla de tu invitada como si temieras que alguien te la fuera a quitar. Deja que el empleado haga su trabajo. Ya se encargará él de que ella esté sentada cómodamente. Repitámoslo. Y, muchacho, intenta parecer seguro de ti mismo. Vas a pagar tú la cuenta, por el amor de Dios. Tu cometido es procurar que tu invitada tome una comida que al menos dé la sensación de valer lo que vas a pagar por ella y que pase una noche feliz. No será así si no sabes lo que estás haciendo. Bien, será mejor que entremos y practiquemos un poco con los cuchillos y los tenedores.
La pareja desapareció en el interior, y fue entonces cuando el anciano se dignó dirigir su atención a Kate y Benton. Estos se le acercaron, y ella abrió de golpe la carterita con su chapa.
– Inspectora Miskin y sargento Benton-Smith. Hemos venido a ver a Jeremy Coxon.
– Perdón por haberles hecho esperar. Me temo que han llegado en un mal momento. Pasará mucho tiempo antes de que estos dos estén preparados para ir a Claridge's. Sí, Jeremy dijo algo de que esperaba a la policía. Entren. Está arriba, en la oficina.
Pasaron al vestíbulo. A través de una puerta abierta a la izquierda, Benton vio que había una pequeña mesa montada para dos con cuatro copas en cada sitio y una plétora de tenedores y cuchillos. La pareja ya estaba sentada, mirándose uno a otro con desconsuelo.
– Soy Alvin Brent. Esperen un segundo mientras me asomo a ver si Jeremy está listo. Serán considerados con él, ¿verdad? Está afectadísimo. Ha perdido un amigo muy, muy íntimo. Pero bueno, ustedes ya lo saben todo, por eso han venido.
Se disponía a subir las escaleras, pero en ese preciso instante apareció una figura arriba. Era alto y muy delgado, con unos cabellos negros, lacios y brillantes, que llevaba peinados hacia atrás desde una cara tensa y pálida. Vestía ropa cara, cuidadosamente informal, lo que, junto a la postura teatral, le daba el aspecto de un modelo posando para una sesión de fotos. Sus ceñidos pantalones negros se veían inmaculados. La chaqueta de color canela, desabrochada, era un diseño que Benton reconoció lamentando que no estuviera a su alcance. La almidonada camisa no tenía cuello e iba rematada con un fular. El rostro, que había estado fruncido por la inquietud, se alisó ahora con alivio.
Mientras bajaba para darles la bienvenida, dijo:
– Menos mal que han venido. Perdonen el recibimiento. He estado desesperado. No me han explicado nada, absolutamente nada, salvo que encontraron muerto a Robin. Por supuesto que él me llamó para decirme lo de la muerte de Rhoda Gradwyn. Y ahora Robin. Ustedes no estarían aquí si hubiera fallecido de muerte natural. Debo saberlo… ¿Se suicidó? ¿Dejó alguna nota?
Lo siguieron escaleras arriba y, tras hacerse a un lado, él les indicó una habitación a la izquierda. Estaba abarrotada, con toda evidencia de una mezcla de sala de estar y estudio. En una gran mesa con caballetes frente a la ventana había un ordenador, un fax y un estante con archivadores. Tres mesas de caoba más pequeñas, una con una impresora en precario equilibrio, estaban llenas de adornos de porcelana, folletos y libros de consulta. Arrimado a una pared había un sofá grande, pero apenas utilizable pues estaba cubierto de ficheros. Sin embargo, pese a tanto trasto, alguien había hecho un intento de ordenar y limpiar. Sólo había una solitaria silla frente al escritorio y un pequeño sillón. Jeremy Coxon miró alrededor como esperando que se materializara un tercer asiento, y acto seguido cruzó el pasillo y regresó con una silla con asiento de cáñamo que colocó delante del escritorio. Se sentaron.
– No había ninguna nota -dijo Kate-. ¿Le habría sorprendido que se hubiera suicidado?
– ¡Pues claro! Robin pasaba sus apuros, pero no habría tomado una decisión así. Amaba la vida y tenía amigos, gente que en una situación crítica le habría echado una mano. Tenía sus momentos de abatimiento, desde luego, como todo el mundo. Pero a Robin no le duraban mucho. Sólo he preguntado por la nota porque cualquier otra alternativa es aún menos creíble. No tenía enemigos.
– ¿No le angustiaba actualmente alguna dificultad en particular? ¿Algo que, en opinión de usted, pudiera haberlo llevado a desesperarse? -preguntó Benton.
– Nada. Evidentemente la muerte de Rhoda lo había dejado deshecho, pero con Robin yo no usaría la palabra desesperación. Era como el Micawber de Dickens, un eterno optimista, siempre a la espera de que surgiera algo, lo que por lo general sucedía. Y aquí las cosas nos iban bastante bien. El capital era un problema, como es lógico. Como siempre cuando uno empieza un negocio. Sin embargo, Robin decía que tenía planes, que le llegaría dinero, mucho dinero. No decía de dónde, pero estaba entusiasmado, hacía años que no lo veía tan feliz. Muy diferente de cuando regresó de Stoke Cheverell tres semanas atrás. Entonces parecía abatido. No, pueden ustedes descartar el suicidio. Pero, como ya he dicho, nadie me ha explicado nada salvo que Robin había muerto y que la policía me haría una visita. Si hizo testamento, seguramente me nombró su albacea citándome como pariente más cercano. No conozco a nadie más que pueda asumir la responsabilidad de sus cosas, o del entierro. Entonces, ¿a qué viene tanto secreto? ¿No es hora de que hablen con franqueza y me expliquen cómo murió?
– No lo sabemos con seguridad, señor Coxon -dijo Kate-. Quizá sepamos más cuando tengamos los resultados de la autopsia, que deberían llegar hoy a última hora.
– Bueno, ¿y dónde lo encontraron?
– El cadáver estaba en un congelador en desuso que había en la casa contigua al chalet donde él se alojaba -dijo Kate.
– ¿Un congelador? ¿Se refiere a uno de estos arcones rectangulares para almacenamiento a largo plazo?
– Sí. Un congelador en desuso.
– ¿Estaba abierta la tapa?
– Estaba cerrada. Aún no sabemos cómo acabó ahí dentro su amigo. Pudo ser un accidente.
La mirada de Coxon expresaba puro asombro, que por momentos se fue tornando horror. Hubo una pausa, y luego él dijo:
– ¿Me están diciendo que encontraron el cuerpo de Robin en un congelador cerrado?
– Sí -contestó Kate con paciencia-, sí, señor Coxon, pero todavía no sabemos cómo acabó ahí ni la causa de la muerte.
Boquiabierto, Coxon desplazó su mirada de Kate a Benton, como si estuviera evaluando a quién debía creer, si es que debía creer a alguien. Cuando habló, su voz fue categórica, con un tono de histeria apenas reprimido.
– Entonces les diré una cosa. No fue un accidente. Robin sufría claustrofobia. Nunca viajaba en avión ni cogía el metro. Era incapaz de comer a gusto en un restaurante si no se sentaba cerca de la puerta. Estaba luchando contra eso, pero sin éxito. Nada ni nadie habría podido persuadirle de meterse en un congelador.
– ¿Ni siquiera si la tapa hubiera estado levantada?
– Robin habría creído que la tapa caería y lo atraparía dentro. Lo que ustedes están investigando es un asesinato.
Kate podía haber dicho que quizá Boyton había muerto por accidente o por causas naturales y luego alguien, por razones desconocidas, había metido su cadáver en el congelador, pero no tenía ganas de intercambiar teorías con Coxon. En vez de ello, preguntó:
– ¿Entre sus amigos se sabía en general que era claustrofóbico?
Ahora Coxon estaba más tranquilo, pero seguía paseando la mirada de Kate a Benton, deseando que le creyeran.
– Algunos lo sabrían o lo imaginarían, supongo, pero nunca le oí mencionarlo. Era algo que le daba bastante vergüenza, sobre todo lo de no poder ir en avión. Es por eso por lo que nunca íbamos de vacaciones al extranjero, a menos que fuéramos en tren. No podía meterlo en un avión aunque lo emborrachara. Era un inconveniente de padre y señor mío. Si se lo contó a alguien sería a Rhoda, y Rhoda está muerta. Miren, no puedo demostrárselo. Pero tienen que creerme en una cosa. Robin nunca se habría metido vivo en ese congelador.
– ¿Sus primos o alguien de la Mansión Cheverell sabían que padecía claustrofobia? -preguntó Benton.
– ¿Cómo demonios voy a saberlo? No conozco a ninguno y no he estado nunca allí. Deberá preguntárselo a ellos.
Empezaba a perder la compostura. Parecía a punto de llorar. Murmuró un «lo siento, lo siento» y se quedó callado. Al cabo de un minuto durante el cual estuvo inmóvil respirando hondo y de forma regular como si practicara un ejercicio para recuperar el control, dijo:
– Robin había empezado a ir a la Mansión con más frecuencia. Supongo que ese rasgo suyo pudo salir en las conversaciones, si se hablaba de las vacaciones o del caos del metro de Londres en la hora punta.
– ¿Cuándo se enteró usted de la muerte de Rhoda Gradwyn? -dijo Kate.
– El sábado por la tarde. Robin llamó a eso de las cinco.
– ¿Cómo sonaba él cuando le dio la noticia?
– ¿Y cómo quiere que sonara, inspectora? No me llamaba precisamente para interesarse por mi salud. ¡Dios mío! No quería decir esto, estoy intentando ayudar. Es sólo que aún me cuesta asimilarlo. ¿Cómo sonaba? Al principio era casi incoherente. Tardé unos minutos en tranquilizarlo. Después, bueno, pueden escoger los adjetivos que quieran… conmocionado, horrorizado, sorprendido, asustado. Sobre todo conmocionado y asustado. Una reacción lógica. Le acababan de decir que una amiga íntima había sido asesinada.
– ¿Utilizó esta palabra, «asesinada»?
– Sí. Una suposición razonable, diría yo, teniendo en cuenta que estaba allí la policía y que dijeron que le interrogarían. Y no el Departamento de Investigación Criminal local, sino Scotland Yard. No era una muerte natural, estaba claro.
– ¿Explicó algo sobre cómo murió la señorita Gradwyn?
– No lo sabía. Estaba muy dolido por el hecho de que nadie de la Mansión se hubiera tomado la molestia de ir a darle la noticia. Se enteró de que había pasado algo sólo cuando vio llegar los coches de la policía. Yo aún no sé cómo murió ella y no creo que ustedes vayan a decírmelo.
– Lo que necesitamos de usted, señor Coxon -dijo Kate-, es cualquier detalle sobre la relación de Robin con Rhoda Gradwyn y, desde luego, con usted. Ahora tenemos dos muertes sospechosas que podrían estar relacionadas. ¿Desde cuándo conocía a Robin?
– Hará unos siete años. Nos conocimos en la fiesta que se celebró tras una producción de la escuela de arte dramático en la que Robin no tenía un papel precisamente destacado. Fui con un amigo que da clases de esgrima, y Robin me llamó la atención. Bueno, es lo que solía pasar, que él llamaba la atención. En ese momento no hablamos, pero la fiesta se fue alargando y mi amigo, que tenía otra cita, se fue cuando se acabó la última botella. Era una noche de perros, llovía a cántaros, y vi a Robin, vestido de forma un tanto inadecuada, esperando el autobús. Así que llamé a un taxi y le propuse dejarle en algún sitio. Así comenzamos a tratarnos.
– ¿Y se hicieron amigos? -dijo Benton.
– Primero amigos y luego socios. Nada formal, pero trabajábamos juntos. Él tenía las ideas y yo la experiencia práctica y al menos la esperanza de ganar dinero. Responderé con tacto a la pregunta que ustedes quieren hacerme. Éramos amigos. Ni amantes, ni cómplices, ni colegas, ni compañeros de juergas. Amigos. Él me gustaba, y supongo que cada uno era útil al otro. Le dije que yo había acabado de heredar más de un millón de una tía soltera fallecida hacía poco. La tía era muy buena persona, pero no tenía un penique. La verdad es que me tocó la lotería. No sé muy bien por qué me molesto en contarles todo esto, pues sin duda lo averiguarán tarde o temprano cuando empiecen a pensar si yo tenía algún interés económico en la muerte de Robin. Pues no tenía ninguno. Dudo mucho que él haya dejado algo más que deudas y el revoltijo de cosas, sobre todo ropa, que aún sigue aquí.
– ¿Usted no le dijo nunca que le había tocado la lotería?
– No. Siempre he considerado poco aconsejable decirle a la gente que has ganado un premio gordo. Los demás piensan simplemente que, como no has hecho nada para merecer tu suerte, tienes la obligación de compartirla con el resto de personas igualmente poco meritorias. Robin se tragó la historia de la tía rica. Invertí más de un millón en esta casa, y fue idea suya que organizáramos cursos de etiqueta para nuevos ricos o aspirantes sociales que no quieren pasar apuros cada vez que han de agasajar a un jefe o invitar a una chica a cenar a un restaurante decente.
– Creía que a los ricos les daba igual tener buenos o malos modales -dijo Benton-. ¿No establecen sus propias reglas?
– No esperábamos atraer a multimillonarios, pero a mucha gente no le da igual tener malos modales, créame. Esta es una sociedad de movilidad ascendente. A nadie le gusta ser socialmente inseguro. El negocio nos va bien. Ya tenemos veintiocho clientes que pagan quinientas cincuenta libras por un curso de cuatro semanas. A tiempo parcial. Tirado de precio. Es el único de los planes de Robin que prometía ser rentable. Como hace un par de semanas le echaron del piso, estaba viviendo aquí, en una habitación de la parte de atrás. No es, no era, lo que se dice un huésped considerado, pero básicamente la situación nos venía bien a los dos. Él vigilaba la casa y ya estaba aquí cuando le tocaba dar la clase. Quizá les cueste creerlo, pero era buen profesor y conocía el paño. A los clientes les gustaba. El problema de Robin es que es… era informal y voluble. En un momento pasaba de estar locamente entusiasmado con algo a ir detrás de un nuevo proyecto disparatado. Podía ser exasperante, pero nunca quise dejarle. Ni siquiera se me ocurrió. Si pueden explicarme la química que mantiene juntas a personas tan distintas, tendré interés en escucharles.
– ¿Y qué hay de la relación de Robin con Rhoda Gradwyn?
– Bueno, esto es más difícil. El no hablaba mucho de ella, pero evidentemente le gustaba tenerla como amiga. Eso le daba prestigio, que al fin y al cabo es lo que importa.
– ¿Importaba el sexo? -preguntó Kate.
– Qué va. Me parece que la señora nadaba con peces más gordos que Robin. Dudo que él la atrajera. A la gente le pasa esto. Quizás era demasiado guapo, un poco asexuado. Como hacer el amor con una estatua. Para él el sexo no era importante, pero ella sí. Creo que Rhoda representaba una autoridad estabilizadora. En una ocasión dijo que se sentía cómodo hablando con ella, y que ella le decía la verdad, o lo que se entienda por verdad. Yo solía preguntarme si a él Rhoda le recordaba alguien que le hubiera influido de este modo, quizás algún maestro. Perdió a su madre cuando contaba siete años. Hay niños que nunca superan algo así. Tal vez estaba buscando una sustituta. Psicología barata, ya sé, pero ahí podría haber algo.
Benton pensó que «maternal» no era la palabra que él habría utilizado para definir a Rhoda Gradwyn, pero claro, ¿qué sabían realmente de ella? ¿No formaba esto parte de la fascinación de su trabajo, la impenetrabilidad de las demás personas?
– ¿Le dijo Robin que la señorita Gradwyn iba a quitarse una cicatriz y dónde se realizaría la operación? -preguntó.
– No, y no me sorprende. Es decir, no me sorprende que no me lo dijera. Seguramente ella le pidió que guardara el secreto. Robin era capaz de guardar un secreto si pensaba que le convenía. Sólo me dijo que pasaría unos días en el chalet de huéspedes de Stoke Cheverell. En ningún momento mencionó que Rhoda estaría allí.
– ¿Cuál era su estado de ánimo? -preguntó Kate-. ¿Parecía entusiasmado o tuvo usted la impresión de que era sólo una visita rutinaria?
– Como he dicho, tras la primera visita regresó abatido, pero cuando se fue el pasado jueves por la noche estaba excitado. Pocas veces lo he visto más contento. Dijo algo de que a la vuelta me traería buenas noticias, pero no lo tomé en serio las buenas noticias de Robin al final solían ser noticias malas o inexistentes.
– Aparte de esa primera llamada, ¿volvió a hablar con usted desde Stoke Cheverell?
– Sí. Me llamó después de que ustedes le interrogaran. Dijo que habían sido muy duros con él, no especialmente considerados con un hombre que lloraba la pérdida de una amiga.
– Lamento que se sintiera así -dijo Kate-. Pero no presentó ninguna queja formal sobre el trato recibido.
– ¿Lo habría hecho usted en su lugar? Sólo se enemistan con la policía los idiotas o los muy poderosos. Al fin y al cabo, ustedes no le agredieron con cachiporras. Sea como sea, me telefoneó después del interrogatorio en el chalet y yo le dije que viniera y que dejara que la policía le acribillara a preguntas aquí, donde yo procuraría que estuviera presente mi abogado si era preciso. No era una propuesta totalmente desinteresada. Estábamos hasta arriba de trabajo y lo necesitábamos. Me dijo que estaba decidido a quedarse toda la semana que había reservado. Habló de no abandonarla en la muerte. Un poco histriónico, pero así era Robin. Naturalmente, entonces él ya sabía más cosas sobre el asunto: me dijo que la habían encontrado muerta a las siete y media de la mañana del sábado y que parecía un crimen con complicidad interna. Después yo lo llamé varias veces al móvil y no hubo respuesta. Dejé mensajes diciendo que me llamara, pero en vano.
– Según ha dicho usted antes -dijo Benton-, la primera vez que llamó parecía asustado. ¿No le pareció extraño que quisiera quedarse habiendo un asesino suelto?
– Sí. Le pregunté por qué, y me contestó que tenía un asunto inacabado.
Hubo un silencio. La voz de Kate fue indiferente adrede.
– ¿Un asunto inacabado? ¿No le dio ninguna pista?
– No, y no pregunté. Como he dicho, Robin podía ser muy histriónico. Quizá pensaba echar una mano en la investigación. Había estado leyendo una novela policíaca que seguramente encontrarán en su habitación. Querrán ver su habitación, imagino.
– Sí -dijo Kate-, en cuanto hayamos acabado de hablar con usted. Hay otra cosa. ¿Dónde estuvo usted entre las cuatro y media del último viernes por la tarde y las siete y media de la mañana siguiente?
Coxon no mostró ninguna señal de preocupación.
– Sabía que al final me lo preguntaría. Estuve dando clases aquí desde las tres y media hasta las siete y media, tres parejas, con intervalos entre las sesiones. Después me preparé unos espaguetis a la boloñesa, vi la televisión hasta las diez y fui al pub. Gracias a un gobierno benévolo que nos permite beber hasta las tantas, esto es lo que hice. Atendía la barra el dueño, quien podrá confirmar que estuve allí hasta eso de la una y cuarto. Y si tienen la amabilidad de decirme a qué hora murió Robin, quizá pueda presentar una coartada igual de válida.
– Aún no sabemos con exactitud cuándo murió, señor Coxon, pero fue el lunes, seguramente entre la una y las ocho.
– Miren, lo de la coartada por la muerte de Robin es ridículo, pero supongo que deben preguntarlo. Menos mal que no tengo ningún problema. Almorcé aquí a la una y media con uno de mis profesores interinos, Alvin Brent, lo han conocido al llegar. A las tres tenía una sesión de tarde con dos clientes nuevos. Puedo darles sus nombres y direcciones, y Alvin confirmará lo del almuerzo.
– ¿A qué hora terminó la lección de la tarde? -preguntó Kate.
– Se supone que dura una hora, pero como después no tenía ningún compromiso la alargué un poco. Ya eran las cuatro y media cuando se marcharon. Luego trabajé aquí en la oficina hasta las seis, hora en que fui al pub, el Leaping Hare, un gastro-pub nuevo de Napier Road. Me encontré con un amigo, del que puedo darles su nombre y dirección, y estuve allí con él hasta eso de las once, cuando regresé andando a casa. Tengo que buscar los números de teléfono y las direcciones en mi agenda, pero si se esperan lo haré ahora mismo.
Aguardaron mientras se acercaba al escritorio, y, tras hojear la agenda unos minutos, cogió una hoja de papel del cajón, copió en ella la información y se la entregó.
– Si han de hacer la comprobación -dijo-, les agradeceré que dejen claro que no soy sospechoso. Ya es bastante duro intentar aceptar la pérdida de Robin…, si aún no me ha afectado quizá sea porque aún no me lo puedo creer, pero créanme que me afectará…, y no tengo ganas de que me miren como si fuera su asesino.
– Si se confirma todo lo que nos ha dicho -dijo Benton-, no creo que haya ningún riesgo de que eso ocurra, señor.
En efecto. Si los hechos eran exactos, el único rato en que Jeremy estuvo solo fue la hora y media comprendida entre el final de su clase y su llegada al pub, y esto no le daba tiempo siquiera de llegar a Stoke Cheverell.
– Nos gustaría echar un vistazo a la habitación del señor Boyton -dijo Kate-. Supongo que después de su muerte no ha sido cerrada con llave.
– No habría sido posible, pues no tiene cerradura -dijo Coxon-. De todos modos, ni se me ocurrió que hubiera que cerrarla con llave. Si así lo querían, debían haberme telefoneado. Repito, nadie me ha dicho nada hasta que ustedes han llegado.
– No creo que haya nada importante -dijo Kate-. Supongo que desde su muerte no habrá entrado nadie.
– Nadie. Ni siquiera yo. Cuando estaba vivo, el sitio me deprimía. Ahora no puedo soportarlo.
La habitación estaba en la parte trasera del descansillo. Era grande y de buenas proporciones, y tenía dos ventanas que daban a la extensión de césped con su arriate central y, más allá, al canal.
Sin entrar, Coxon dijo:
– Lamento este desorden. Robin se trasladó hace sólo dos semanas, y trajo aquí todo lo que poseía menos lo que regaló a Oxfam y lo que vendió en el pub, aunque no creo que hubiera muchos interesados.
Desde luego la estancia no era nada acogedora. A la izquierda de la puerta había un diván individual con montones de ropa para lavar. Las puertas abiertas de un armario de caoba dejaban ver camisas, chaquetas y pantalones apretujados en perchas metálicas. También había media docena de grandes cajas cuadradas con el nombre de una empresa de mudanzas y encima tres bolsas negras de plástico repletas. En el rincón a la derecha de la puerta, vieron pilas de libros y una caja de cartón llena de revistas. Entre las dos ventanas, un portátil y una lámpara regulable descansaban sobre una mesa de pie central con cajones y un armarito a cada lado. La habitación olía desagradablemente a ropa sucia.
– El portátil es nuevo -dijo Coxon-, se lo compré yo. En principio, Robin iba a ayudarme con la correspondencia, pero nunca se puso a ello. Creo que es lo único de la habitación que vale algo. Siempre fue desordenadísimo. Tuvimos una pequeña pelea justo antes de que saliera para Dorset. Yo me quejaba de que, antes de mudarse, al menos podía haber lavado la ropa. Ahora me siento un mezquino cabrón, claro. Supongo que siempre me sentiré de ese modo. Es irracional, pero es así. En cualquier caso, todo lo que tenía Robin, por lo que sé, está en este cuarto, y por lo que a mí respecta pueden ustedes revolver todo lo que quieran. No hay parientes que vayan a poner objeciones. Sí mencionó alguna vez a su padre, pero según parece no habían estado en contacto desde que Robin era pequeño. Verán que los dos cajones de la mesa están cerrados, pero no tengo la llave.
– No entiendo por qué ha de sentirse usted culpable -dijo Benton-. La habitación está hecha un desastre. Al menos podía haber ido antes a la lavandería. Tiene usted toda la razón.
– Pero ser desordenado no es exactamente delincuencia moral. ¿Qué demonios importaba? No valía la pena gritar por eso. Y yo ya sabía que él era así. A un amigo hay que concederle ciertas licencias.
– Pero no debemos medir nuestras palabras sólo porque un amigo podría morir antes de que tengamos la oportunidad de aclarar las cosas -señaló Benton.
Kate pensó que era cuestión de proseguir. Benton parecía inclinado a entrar en detalles. Si se le presentaba la ocasión, era capaz de iniciar una discusión cuasi filosófica sobre las obligaciones relativas a la amistad y la verdad.
– Tenemos este manojo de llaves -dijo ella-. La de los cajones probablemente está aquí. Si hay muchos papeles, quizá necesitemos una bolsa. Le daré un recibo.
– Pueden llevárselo todo, inspectora. Métalo en una furgoneta de la policía. Alquile un contenedor. Quémelo. Me deprime profundamente. Avísenme cuando estén listos para irse.
Se le quebró la voz. Parecía a punto de llorar. Desapareció sin decir nada más. Benton se acercó a la ventana y la abrió de par en par. Entró aire fresco.
– ¿Es demasiado para usted, señora? -dijo.
– No, Benton, déjala abierta. ¿Cómo diablos puede alguien vivir así? Es como si no hubiera hecho el menor esfuerzo para que esto fuera habitable. A ver si tenemos la llave de la mesa.
No resultó difícil identificar la que necesitaban. Era a todas luces la más pequeña del manojo; encajó fácilmente en la cerradura de los dos cajones. Primero se ocuparon del de la izquierda. Kate tuvo que tirar con fuerza porque debido a un calzo de papel en la parte de atrás, el cajón estaba atrancado. Al abrir de golpe, saltaron viejas facturas, postales, un diario desfasado, tarjetas de Navidad no utilizadas y un montón de cartas; todo quedó desparramado por el suelo. Benton abrió el armarito, que también estaba abarrotado de carpetas abultadas, viejos programas de teatro, guiones y fotos publicitarias, y una bolsa de aseo en la que, tras abrirla, vieron maquillaje de teatro.
– Ahora no vamos a liarnos con todo este jaleo -señaló Kate-. Veamos si con el otro cajón tenemos más suerte.
Este cedió más fácilmente. Contenía una carpeta de papel manila y un libro. El libro era viejo, en rústica, Untimely Death, de Cyril Haré; y en la carpeta había sólo una hoja de papel escrita por ambos lados. Era la copia de un testamento con el encabezamiento «Testamento y últimas voluntades de Peregrine Richard Westhall» y fechado a mano en la última página: «Doy fe a siete de julio de dos mil cinco». Junto al testamento había un recibo de cinco libras de la Oficina de Autentificación de Holborn. Todo el documento estaba escrito a mano, una letra negra y recta, fuerte en algunos sitios pero más temblorosa en el último párrafo. En el primero nombraba albaceas testamentarios a su hijo Marcus Saint John Westhall, a su hija Candace Dorothea Westhall y a sus abogados, Kershaw & Price-Nesbitt. En el segundo expresaba su deseo de ser incinerado en privado sin nadie presente a excepción de los familiares más cercanos, sin prácticas religiosas ni funeral posterior. El tercer párrafo, donde la letra era bastante más grande, decía: «Lego todos mis libros al Winchester College. El libro que no quiera el College se venderá, o se dispondrá lo que decida mi hijo Marcus Saint John Westhall. Dejo todo lo demás que poseo, en dinero y bienes muebles, a mis dos hijos por igual, Marcus Saint John Westhall y Candace Dorothea Westhall.»
El testamento estaba firmado, y la firma atestiguada por Elizabeth Barnes, que se describía a sí misma como empleada doméstica y daba como dirección la Casa de Piedra, Stoke Cheverell; y Grace Holmes, enfermera, de la Casa del Romero, Stoke Cheverell.
– A primera vista, aquí no hay nada de interés para Robin Boyton -dijo Kate-, aunque evidentemente se tomó la molestia de conseguir esta copia. Supongo que deberíamos leer el libro. ¿Eres rápido leyendo, Benton?
– Bastante, señora. Y no es especialmente largo.
– Entonces más vale que empieces a leerlo en el coche mientras yo conduzco. Cogeremos una bolsa de Coxon y llevaremos todo esto a la Vieja Casa de la Policía. No creo que haya aquí nada que nos interese, pero será mejor examinarlo a fondo.
– Aunque descubramos que tenía más de un amigo resentido con él -dijo Benton-, por alguna razón no concibo a un enemigo que va a Stoke Cheverell con intención de matarlo, consigue entrar en la casa de los Westhall y mete el cadáver en el congelador. Aunque lógicamente una copia del testamento significará algo, a menos que él sólo quisiera confirmar que el viejo no le había dejado nada. No entiendo por qué está escrito a mano. Obviamente Grace Holmes ya no vive en la Casa del Romero. Está en venta. Pero ¿por qué Boyton intentó ponerse en contacto con ella? ¿Y qué le pasó a Elizabeth Barnes? Ahora no está trabajando para los Westhall. La fecha del testamento también es interesante, ¿verdad?
– No sólo la fecha -dijo Kate lentamente-. Dejemos este revoltijo. Cuanto antes llevemos esto a AD, mejor. Pero hemos de ir a ver también a la agente de la señorita Gradwyn. Tengo la impresión de que no tardaremos mucho con ella. Recuérdame quién es y dónde está, Benton.
– Eliza Melbury, señora. La cita es a las tres y cuarto. En su oficina de Camden.
– ¡Maldita sea! Esto no nos viene de camino. Preguntaré a AD si quiere que hagamos algo más en Londres mientras estamos aquí. A veces tiene que recoger algo en el Yard. Luego buscaremos un sitio para tomar un almuerzo rápido y después iremos a ver si Eliza Melbury nos cuenta algo. Al menos no hemos perdido la mañana.
Con el coche atrapado en el tráfico de Londres, el trayecto hasta la dirección de Eliza Melbury en Camden fue largo y pesa do. Benton esperaba que la información que obtuvieran de ella justificara el tiempo y el esfuerzo dedicados a tal fin. La oficina estaba encima de una verdulería, y el olor a frutas y verduras los siguió mientras subían por las estrechas escaleras hasta la prime ra planta y entraban en lo que con toda evidencia era la oficina general. Tres mujeres jóvenes estaban sentadas frente a sendos ordenadores mientras un hombre de edad avanzada se dedicaba a recolocar libros, todos con sus brillantes sobrecubiertas, en una estantería que cubría toda una pared. Se alzaron tres pares de ojos, y cuando Kate enseñó la orden judicial, una de las muchachas se levantó y llamó a la puerta de la parte delantera del edificio y dijo con tono alegre:
– Está aquí la policía, Eliza. Dijiste que la esperabas. Eliza Melbury estaba terminando una conversación telefónica. Devolvió el auricular a su sitio, les sonrió y les indicó dos sillas colocadas al otro lado del escritorio. Era una mujer corpulenta y atractiva, con una amplia mata de pelo negro rizado que le caía sobre los hombros y unas mejillas regordetas. Lucía un vistoso caftán adornado con abalorios.
– Han venido para hablar sobre Rhoda Gradwyn, desde luego -dijo-. Lo único que sé es que ustedes están investigan do lo que se describe como una muerte sospechosa, o sea un asesinato, tal como lo entiendo yo. En este caso, es algo espantoso, pero no creo que yo pueda contarles nada que les sirva de ayuda. Ella acudió a mí hace veinte años, cuando me fui de la agencia Dawkins-Bower y monté la mía propia, y permaneció conmigo desde entonces.
– ¿La conocía usted bien? -preguntó Kate.
– Como escritora, creo que muy bien. Esto significa que yo era capaz de identificar un fragmento de prosa suyo, sabía cómo le gustaba relacionarse con los editores, y podía prever cuál sería su respuesta a cualquier propuesta que yo le hiciera. La respetaba y le tenía simpatía, y estaba contenta de tenerla en mi lista. Almorzábamos juntas una vez cada seis meses, por lo general para hablar de cuestiones literarias. Fuera de eso, no puedo decir que la conociera.
– Nos la han descrito como una persona muy reservada -dijo Kate.
– Sí, lo era. Al pensar en ella, como por supuesto he hecho desde que recibí la noticia, me imagino a alguien cargando con un secreto que necesitaba guardar y que le impedía establecer relaciones íntimas. Al cabo de veinte años la conocía poco más o menos como al principio.
Benton, que había estado mostrando un vivo interés por el mobiliario de la oficina, sobre todo por unas fotografías de escritores alineadas en una pared, dijo:
– Esto parece algo poco habitual entre una agente y un escritor. Siempre he pensado que, para que funcione, la relación ha de ser especialmente estrecha.
– No forzosamente. Ha de haber cariño y confianza, y el mismo punto de vista acerca de lo que es importante. Todos somos diferentes. Con algunos de mis autores he llegado a trabar una buena amistad. Muchos necesitan un grado muy elevado de implicación personal. A veces quieren que hagas el papel de madre confesora, asesora financiera, consejera matrimonial, editora, albacea literaria, de vez en cuando cuidadora de niños. Rhoda no precisaba ningún servicio de éstos.
– Por lo que usted sabe, ¿tenía enemigos? preguntó Kate.
– Era una periodista de investigación. Quizá llegó a molestar a ciertas personas. Nunca me dio a entender que se hubiera sentido alguna vez en peligro físico. No me consta que nadie la hubiera amenazado. Una o dos personas manifestaron su intención de iniciar acciones legales, pero yo le aconsejé que no dijera ni hiciera nada, y, tal como suponía, nadie recurrió a la justicia. Rhoda no escribía nada que pudiera tacharse de falso o calumnioso.
– ¿Ni siquiera un artículo en la Paternoster Review en que acusaba a Annabel Skelton de plagio? -preguntó Kate.
– Hubo quien utilizó ese artículo como arma arrojadiza contra el periodismo moderno en general, pero muchos reconocieron que era un trabajo serio sobre un tema interesante. Recibí la visita de una de las personas agraviadas, Candace Westhall, pero no entabló acciones judiciales. Tampoco habría podido hacerlo. Los párrafos que la ofendían estaban escritos en un lenguaje moderado y su veracidad era innegable. Esto pasó hace unos cinco años.
– ¿Sabía usted que la señorita Gradwyn había decidido quitarse la cicatriz? -dijo Benton.
– No, no me dijo nada. Jamás me habló de la cicatriz.
– ¿Y de sus planes? ¿Pensaba cambiar de actividad?
– Me temo que no puedo hablar de esto. En todo caso, no había nada definitivo, y creo que sus planes estaban todavía en fase de elaboración. En vida, no habría querido que hablara de ellos con nadie salvo con ella; comprenderán que no hable tampoco ahora. Pero les aseguro que no guardan ninguna relación con su muerte.
Ya no quedaba nada por decir, y la señora Melbury estaba dejando claro que tenía cosas que hacer.
Mientras salían de la oficina, Kate dijo:
– ¿Por qué esas dudas sobre sus planes?
– A lo mejor ella pensaba en escribir una biografía. Si la persona en cuestión estaba viva, podía haber tenido un motivo para impedirlo antes de que Gradwyn comenzara siquiera.
– Tal vez. Pero a menos que estés sugiriendo que esta persona hipotética consiguió averiguar lo que la propia señora Melbury no sabía, es decir, que la señorita Gradwyn estaría en la Mansión, y que también consiguió convencer a la víctima o a otra persona para que la dejaran entrar, lo que la señorita Gradwyn tuviera pensado respecto a su futuro no va a ayudarnos.
Mientras se abrochaban los cinturones, Benton dijo:
– Me ha gustado bastante.
– Pues cuando escribas tu primera novela, lo cual sin duda harás dado tu abanico de intereses, ya sabes con quién has de ponerte en contacto.
Benton se echó a reír.
– Vaya día, señora. Pero al menos no regresamos con las manos vacías.
El viaje de vuelta a Dorset fue una pesadilla. Tardaron más de una hora en salir de Camden y llegar a la M3, donde quedaron atrapados en la procesión de coches que, casi pegados unos a otros, abandonaban Londres al término de la jornada laboral. Tras la salida 5, el lento desfile se detuvo porque se había averiado un autocar, lo que bloqueaba uno de los carriles, de modo que se quedaron parados casi una hora hasta que fue despejada la carretera. Como después de esto Kate no estaba dispuesta a detenerse para comer, ya eran las nueve cuando llegaron a la Casa de la Glicina, cansados y hambrientos. Kate llamó a la Vieja Casa de la Policía, y Dalgliesh les pidió que acudieran en cuanto hubieran comido. Tomaron a toda prisa la comida tan deseada, y resultó que el budín de carne y riñones de la señora Shepherd no había mejorado con la larga espera.
Eran las diez y media cuando se sentaban con Dalgliesh para informar sobre el día.
– Así que de la agente literaria no habéis averiguado nada aparte de lo que ya sabíamos -dijo Dalgliesh-, que Rhoda Gradwyn era una mujer reservada. Evidentemente, Eliza Melbury respeta esto en la muerte tal como hizo en la vida. A ver qué traéis de Jeremy Coxon. Empezaremos con lo menos importante, esta novela en rústica. ¿La has leído, Benton?
– Le he echado un vistazo en el coche, señor. Termina con una complicación legal que no he llegado a captar. Fue escrita por un juez; un abogado sí la entendería. El argumento tiene que ver, en efecto, con el intento fraudulento de ocultar el momento de una muerte. Da la impresión de que pudo ayudar a Boyton a urdir su plan.
– O sea, otro indicio de que en realidad Boyton vino a Stoke Cheverell con la intención de sacarles dinero a los Westhall, idea que, según Candace Westhall, le había llegado originariamente de Rhoda Gradwyn, quien le había hablado de la novela. Pasemos a una información más importante, lo que Coxon os ha dicho sobre el cambio de humor de Boyton. Dice que, tras su primera visita del 27 de noviembre, Boyton regresó a casa desanimado. ¿Por qué desanimado si Candace Westhall le había dado esperanzas? ¿Porque sospecharía que la idea de congelar el cadáver era un disparate? ¿Creemos realmente que Candace Westhall había decidido tomarle el pelo mientras planeaba denunciarlo de una manera más teatral? ¿Actuaría así una mujer sensata? Luego, antes de que Boyton volviera aquí el jueves en que Rhoda Gradwyn ingresó para ser operada, Coxon dice que su amigo estaba de mejor humor, más animado y optimista, y que hablaba de perspectivas de dinero. Envió el mensaje de texto suplicando a la señorita Gradwyn que lo recibiera diciéndole que se trataba de un asunto urgente. ¿Qué pasó, pues, entre la primera y la segunda visita para que cambiara toda la situación? Boyton fue a la Oficina de Autentificación de Holborn y obtuvo una copia del testamento de Peregrine Westhall. ¿Por qué, y por qué entonces? Ya debía de saber que no era beneficiario. ¿No podría ser que, una vez que Candace hubo echado por tierra la acusación de haber congelado el cadáver, le ofreciera realmente ayuda económica o de alguna manera le hiciera sospechar que ella quería poner fin a cualquier disputa sobre el testamento de su padre?
– ¿Está pensando en una falsificación, señor? -dijo Kate.
– Cabe la posibilidad. Ya es hora de echar una ojeada al testamento.
Dalgliesh extendió el documento sobre la mesa, y los tres lo estudiaron en silencio.
– El conjunto del testamento es hológrafo, con la fecha escrita en letras, siete de julio de dos mil cinco. El día de los atentados de Londres. Si alguien quería falsificar la fecha, ésta no habría sido la idónea. La mayoría de las personas recuerdan lo que estaban haciendo el 7 de julio, o el 11 de septiembre. Supongamos que el profesor Westhall escribió de su puño y letra tanto la fecha como el propio testamento. La escritura es característica, por lo que casi seguro que se detectaría una falsificación de esta magnitud. Pero ¿qué pasa con las tres firmas? Hoy he telefoneado a un miembro del bufete de abogados del profesor Westhall y le he preguntado por el testamento. Una signataria, Elizabeth Barnes, criada anciana con muchos años de servicio en la Mansión, ya ha muerto. La otra era Grace Holmes, que llevaba una vida solitaria en el pueblo y emigró a Toronto para vivir con una sobrina suya.
– Boyton llega el jueves pasado -dijo Benton- y pasa por la Casa del Romero para averiguar la dirección de Grace Holmes en Toronto. Y fue después de esta visita cuando Candace Westhall supo que, por muy ridículas que fueran las primeras sospechas de Boyton, ahora éste estaba centrando la atención en el testamento. Fue Mog quien nos habló de la visita de Boyton a la Casa del Romero. ¿También fue con el chisme a Candace? Esta al parecer viaja a Toronto para darle a la señora Holmes una cantidad del legado del profesor Westhall, algo que se podía haber resuelto perfectamente por carta, teléfono o correo electrónico. ¿Por qué esperó tanto a recompensarla por sus servicios? ¿Y por qué era tan importante ver a Grace Holmes en persona?
– Si está pensando en una falsificación -dijo Kate-, hay un motivo claro, sin duda. Supongamos que en un testamento hay defectos de poca importancia que pueden corregirse. Los legados pueden modificarse si todos los albaceas dan su consentimiento, ¿no? Sin embargo, la falsificación es delito. Candace Westhall no podía arriesgarse a poner en peligro el prestigio y la herencia de su hermano. Pero si Grace Holmes aceptó dinero de Candace Westhall a cambio de su silencio, dudo mucho que alguien vaya a sacarle la verdad ahora. ¿Por qué iba a hablar? Quizás el profesor estaba siempre redactando testamentos y de pronto cambió de opinión. Todo lo que ella debe hacer es decir que firmó varios testamentos hológrafos y que no recuerda los detalles. Ayudó a cuidar al viejo profesor. Sin duda aquellos años no fueron fáciles para los Westhall. Ella seguramente pensaría que desde el punto de vista moral era correcto que heredaran el dinero el hermano y la hermana. -Miró a Dalgliesh-. Señor, ¿sabemos lo que estipulaba el testamento anterior?
– Precisamente se lo he preguntado al abogado cuando he hablado con él. La fortuna estaba dividida en dos partes. Robin Boyton recibiría la mitad en reconocimiento del hecho de que sus padres y él habían sido tratados injustamente por la familia; la otra mitad se dividiría a partes iguales entre Marcus y Candace.
– ¿Y él estaba enterado de esto, señor?
– Lo dudo mucho. Espero saber más el viernes. He quedado con Philip Kershaw, el abogado que se ocupó de ese testamento y del más reciente. Es un hombre enfermo que vive en una residencia de ancianos situada en las afueras de Bournemouth, pero ha accedido a recibirme.
– Es un motivo claro, señor -dijo Kate-. ¿Está pensando en detenerla?
– No, Kate. Sugiero interrogarla mañana bajo advertencia y grabar la sesión. Aun así, esto va a ser peliagudo. Sería desaconsejable, quizás incluso inútil, revelar estas nuevas sospechas sin más pruebas que las que tenemos. Sólo tenemos la declaración de Coxon de que Boyton estaba abatido tras la primera visita y lleno de júbilo antes de la segunda. Y el mensaje de texto a Rhoda Gradwyn podría significar cualquier cosa. Por lo visto, era un joven un tanto inestable. Bueno, esto ya lo comprobamos por nosotros mismos.
– Estamos avanzando, señor -dijo Benton.
– Pero sin pruebas físicas concluyentes sobre la posible falsificación o las muertes de Rhoda Gradwyn y Robin Boyton. Y para complicar más las cosas, tenemos en la Mansión a una asesina convicta. Esta noche ya no haremos más progresos y además estamos cansados, así que podemos dar por acabado el día.
Faltaba poco para la medianoche, pero Dalgliesh siguió avivando el fuego. Sería inútil ir a acostarse estando su cerebro tan agitado. Candace Westhall tuvo la oportunidad y los medios para cometer ambos asesinatos, era efectivamente la única persona que podía engatusar a Boyton para que fuera a la vieja despensa cuando estuviera segura de que estarían solos. Tenía la fuerza necesaria para meterlo en el congelador, se había asegurado de que sus huellas en la tapa tuvieran una explicación y había procurado que, al descubrirse el cadáver, alguien estuviera con ella y se quedara a su lado hasta que llegara la policía. Pero todo esto venía a ser un conjunto de datos circunstanciales, y Candace era lo bastante inteligente para saberlo. De momento Dalgliesh no podía hacer otra cosa que interrogarla bajo advertencia.
Fue entonces cuando se le ocurrió una idea y actuó movido por la misma antes de pensarlo dos veces y poner en duda su sensatez. Al parecer, Jeremy Coxon bebía hasta altas horas en su pub habitual. Quizás aún tenía el móvil conectado. Si no, volvería a intentarlo por la mañana.
Jeremy Coxon estaba en el pub. El ruido de fondo impedía una conversación coherente. Cuando Coxon supo que era Dalgliesh quien llamaba, dijo:
– Espere un momento, voy afuera. Aquí no le oigo bien. -Y al cabo de un minuto, añadió-: ¿Hay alguna noticia?
– De momento no -contestó Dalgliesh-. Si hay algún avance, nos pondremos en contacto con usted. Lamento llamarle tan tarde. Se trata de algo diferente pero importante. ¿Recuerda usted qué estaba haciendo el 7 de julio?
Hubo un silencio. Luego Coxon dijo:
– ¿Se refiere al día de los atentados?
– Sí, el 7 de julio de 2005.
Hubo otra pausa en la que Dalgliesh pensó que Coxon estaba resistiéndose a la tentación de preguntar qué tenía que ver el 7 de julio con la muerte de Robin. Después dijo:
– Pues claro. Es como el 11 de septiembre o el día que mataron a Kennedy. Uno se acuerda de estas cosas.
– En esa época, Robin Boyton era amigo suyo, ¿verdad? ¿Recuerda qué hizo él el 7 de julio?
– Recuerdo que me contó lo que hizo. Se encontraba en el centro de Londres. Apareció en el piso de Hampstead donde vivía yo entonces justo antes de las once de la noche y me tuvo ahí hasta las tantas contándome cómo se había escapado por los pelos y su larga caminata hasta Hampstead. Había estado en Tottenham Court Road, cerca del autobús donde explotó aquella bomba. Se le pegó una viejecita muy conmocionada, y estuvo un rato con ella tranquilizándola. Ella le dijo que vivía en Stoke Cheverell y que había ido a Londres el día anterior a ver a una amiga e ir de compras. Tenía previsto regresar al día siguiente. Robin quería quitársela de encima y consiguió parar un solitario taxi frente a Heal's, le dio veinte libras para la carrera, y ella se marchó ya bastante calmada. Típico de Robin. Dijo que mejor soltar veinte pavos que tener que cargar con la vieja el resto del día.
– ¿Le dijo cómo se llamaba?
– No. No sé el nombre de la señora ni la dirección de la amiga… ni, ya puestos, la matrícula del taxi. No fue nada del otro mundo, pero sucedió.
– ¿Es todo lo que recuerda, señor Coxon?
– Es todo lo que él me contó. Hay otro detalle. Me parece que sí mencionó que ella era una criada jubilada que ayudaba a sus primos a cuidar a un pariente anciano que les habían endilgado. Lamento no ser de más ayuda.
Dalgliesh le dio las gracias y cerró el móvil. Si lo que Coxon le había dicho era exacto y si la mujer era Elizabeth Barnes, de ninguna manera podía haber firmado el testamento el 7 de julio de 2005. Pero ¿era Elizabeth Barnes? Podía haber sido cualquier mujer del pueblo que trabajara en la Casa de Piedra. Boyton les habría podido ayudar a localizarla. Pero estaba muerto.
Ya eran más de las tres. Dalgliesh seguía despierto e inquieto. El recuerdo que tenía Coxon del 7 de julio era de oídas, y ahora que Boyton y Elizabeth Barnes estaban muertos, ¿qué posibilidad había de localizar a la amiga con la que ella había estado o el taxi que la había llevado? El conjunto de su teoría sobre la falsificación se basaba en datos incidentales. No le gustaba nada efectuar una detención si no iba acompañada de una acusación de asesinato. Si la investigación fracasaba, el acusado quedaba manchado por la sospecha, y el agente adquiría fama de emprender acciones imprudentes y prematuras. ¿Iba a ser uno de esos casos tan poco gratificantes, que por cierto no escaseaban, en que se sabía la identidad de un asesino pero no había pruebas suficientes para practicar una detención?
Aceptando al fin que no tenía esperanzas de dormir, se levantó de la cama, se puso los pantalones y un jersey grueso y se lio una bufanda al cuello. Quizás un paseo rápido y vigoroso por el camino lo cansaría lo suficiente para que valiera la pena volver a acostarse.
A medianoche había caído un chaparrón breve pero fuerte, y el aire olía a limpio y fresco, pero no hacía mucho frío. Andaba a zancadas bajo un cielo cubierto de estrellas, sin otro sonido que el de sus pasos. Luego notó, como un presentimiento, que se levantaban ráfagas de aire. La noche cobraba vida mientras el viento silbaba a través de los setos pelados y hacía crujir las ramas altas de los árboles, sólo para amainar tras el fugaz tumulto tan rápidamente como se había desencadenado. Y de pronto, al aproximarse a la Mansión, vio llamas. ¿Quién estaría haciendo una hoguera a las tres de la madrugada? Se quemaba algo en el círculo de piedras. Sacó el móvil del bolsillo, llamó a Kate y Benton, y, con el corazón aporreándole el pecho, echó a correr hacia el fuego.
No puso el despertador a las dos y media, temerosa de que, por deprisa que acallara su ruido, lo oyera alguien. Pero no necesitaba ningún despertador. Durante años había sido capaz de despertarse a una hora determinada, igual que podía fingir sueño de forma tan convincente que su respiración se volvía poco profunda y ella misma apenas sabía si estaba despierta o dormida. Las dos y media era una buena hora. Medianoche era la hora de las brujas, la hora poderosa del misterio y las ceremonias secretas. Sin embargo, el mundo ya dormía a medianoche. Y si el señor Chandler-Powell estaba inquieto, quizá saldría a dar un paseo a las doce, pero no andaría por ahí a las dos y media, ni tampoco los más madrugadores. Mary Keyte fue quemada a las tres de la tarde del 20 de diciembre, pero la tarde estaba descartada para su acto de expiación vicaria, la ceremonia final de identificación que silenciaría para siempre la atribulada voz de Mary Keyte y le daría paz. Las tres de la madrugada sería una buena hora. Y Mary Keyte lo entendería. Lo importante era rendirle el último homenaje, volver a representar lo más fielmente que se atreviera aquellos terribles minutos finales. El 20 de diciembre era tanto el día idóneo como acaso su última oportunidad. Podría ser muy bien que la señora Rayner la pasara a buscar mañana. Estaba lista para irse, cansada de que le dieran órdenes como si fuera la persona menos importante de la Mansión cuando, ojalá lo supieran, era la más poderosa. No obstante, pronto habría terminado toda servidumbre. Sería rica y pagaría a gente para que cuidara de ella. Pero primero estaba esta despedida final, la última vez que hablaría con Mary Keyte.
Menos mal que había hecho los planes con antelación. Tras la muerte de Robin Boyton, la policía había precintado las dos casas. Sería arriesgado siquiera visitarlas después de anochecer, e imposible abandonar en cualquier momento la Mansión sin que la viera el equipo de seguridad. Pero había actuado tan pronto como la señorita Cresset le dijo que llegaba un huésped al Chalet Rosa el mismo día que la señorita Gradwyn había ingresado para ser operada. Su trabajo consistía en fregar los suelos o pasar la aspiradora, quitar el polvo y abrillantar muebles, y hacer la cama antes de que llegara la persona en cuestión. Todo había cuadrado. Todo había salido según lo planeado. Incluso tenía el cesto de mimbre con ruedas para llevar la ropa limpia y recoger las sábanas y toallas sucias, el jabón para la ducha y el lavabo y la bolsa de plástico con los productos de limpieza. Podría utilizar el cesto para acarrear dos de las bolsas de astillas desde el cobertizo del Chalet Rosa, una cuerda para tender que había ahí tirada, y dos botes de parafina envueltos con periódicos viejos que llevaba siempre para aplicar la parafina sobre los suelos recién fregados. La parafina, aunque estuviera bien guardada, tenía un olor fuerte. Pero ¿en qué lugar de la Mansión podía esconderla? Decidió meter los botes en dos bolsas de plástico y, después de oscurecer, esconderlos bajo la hierba y las hojas de la zanja que había junto al seto. La zanja era lo bastante profunda para impedir que los botes se vieran, y el plástico los mantendría secos. Podía guardar la leña y la cuerda en su maleta grande, debajo de la cama. Allí nadie las encontraría. Ella era la responsable de limpiar su habitación y hacer su cama, y en la Mansión todos eran muy puntillosos con respecto a la privacidad.
Cuando el reloj marcó las dos cuarenta, se preparó para salir. Se puso el abrigo más oscuro, que tenía una caja grande de cerillas en el bolsillo, y se envolvió la cabeza con una bufanda. Tras abrir la puerta despacio, se quedó de pie un instante sin atreverse apenas a respirar. La casa estaba en silencio. Ahora que ya no había peligro de que ningún miembro del equipo de seguridad patrullara de noche, podía moverse sin miedo de que ojos y oídos vigilantes estuvieran alerta. Sólo los Bostock dormían en la parte central de la Mansión, y no tenía por qué pasar frente a su puerta. Con las bolsas de astillas y la cuerda de tender enrollada alrededor del hombro, se desplazó en silencio, con pasos cuidadosos, por el pasillo, y luego por la escalera lateral hasta la planta baja, hacia la puerta oeste. Como antes, tuvo que ponerse de puntillas para descorrer el cerrojo. Se tomó su tiempo, procurando que ningún chirrido metálico alterara el silencio. Luego hizo girar la llave con cuidado, salió a las tinieblas nocturnas y cerró la puerta a su espalda.
Era una noche fría, titilaban las estrellas en lo alto, el aire p.i recia ligeramente luminoso, y unos jirones de nubes navegaban por el cielo hacia el brillante gajo de la luna. De pronto se levantó el viento, no soplaba de manera uniforme sino a ráfagas, como un aliento expulsado. Ella se desplazaba como un fantasma por la senda de los limeros, corriendo de un tronco a otro para ocultarse. De todos modos, en realidad no tenía miedo de que la vieran. El ala oeste estaba a oscuras, y no había otras ventanas que dieran a la senda. Cuando llegó al muro de piedra y las piedras blanqueadas por la luna estuvieron totalmente a la vista, una racha de viento silbó a lo largo del negro seto haciendo crujir las ramas desnudas y susurrar y oscilar la alta hierba más allá del círculo. Lamentó que el viento fuera tan irregular. Sabía que avivaría el fuego, pero su misma imprevisibilidad sería peligrosa. Esto iba a ser una conmemoración, no un segundo sacrificio. Debía procurar que el fuego no estuviera nunca muy cerca. Se lamió el dedo y lo levantó, intentando averiguar la dirección en que soplaba el viento, y acto seguido pasó entre las piedras tan silenciosamente como si temiera que hubiera alguien al acecho y dejó las bolsas de leña junto a la piedra central. Luego se dirigió a la zanja.
Tardó unos minutos en encontrar las bolsas de plástico con los botes de parafina; por alguna razón pensaba que los había dejado más cerca de las piedras, y la luna itinerante, con sus breves intervalos de luz y oscuridad, la desorientaba. Se deslizó agachada a lo largo de la zanja, pero sus manos tocaban sólo hierbajos y limo frío. Al fin encontró lo que buscaba y se llevó los botes hasta las bolsas de astillas. Ojalá hubiera cogido un cuchillo. El nudo de la primera bolsa estaba atado tan fuerte que debió dedicar unos minutos a deshacerlo hasta que por fin se abrió de golpe y las astillas se derramaron por el suelo.
Se puso a construir un círculo de leña dentro de las piedras. No debía estar demasiado desparramado, en cuyo caso el anillo de fuego sería incompleto, ni demasiado cerca por si prendía en ella. Inclinada y trabajando de manera metódica, al final concluyó el círculo a su entera satisfacción, y acto seguido desenroscó el tapón del primer bote de parafina con gran cuidado, y doblada en dos recorrió el círculo de astillas untándolas una por una. Reparó en que había sido demasiado generosa con la parafina, así que con el segundo bote fue más prudente. Ansiosa por encender el fuego y convencida de que la leña ya estaba bien rociada, utilizó sólo la mitad.
Cogió la cuerda de tender y comenzó a atarse a la piedra central. Resultaba más complicado de lo que había previsto, pero al final descubrió que lo mejor era rodear la piedra dos veces con la cuerda y luego pasar dentro del doble anillo que formaba la cuerda, subir ésta a lo largo de su cuerpo y apretarla. Le ayudó el hecho de que la piedra central, su altar, fuera más alta pero más lisa y estrecha que las otras. Hecho esto, se ató la cuerda en la parte delantera de la cintura dejando que los largos extremos quedaran colgando. Tras coger las cerillas del bolsillo, permaneció rígida un momento, con los ojos cerrados. El viento soplaba, y de pronto todo estuvo en calma. Dijo a Mary Keyte: «Esto es para ti. Es en tu memoria. Es para decirte que sé que eras inocente. Me van a separar de ti. Es la última vez que te visito. Háblame.» Pero esa noche no respondió ninguna voz.
Prendió una cerilla y la arrojó al círculo de leña, pero el viento apagó la llama tan pronto se hubo encendido. Lo intentó una y otra vez con manos temblorosas. Estaba a punto de llorar. No funcionaría. Tendría que acercarse más al círculo y luego correr hacia la piedra del sacrificio y atarse de nuevo. Pero ¿y si el fuego tampoco así se encendía? Mientras miraba el sendero, los grandes troncos de los limeros parecían crecer y acercarse unos a otros; sus ramas superiores se fundían y se enredaban agrietando la luna. El camino se estrechó formando una caverna, y el ala oeste, que había sido una forma lejana y oscura, se disolvió en la oscuridad.
Ahora alcanzaba a oír la llegada de multitud de vecinos del pueblo. Se abrían paso a empujones por la estrechada senda de los limeros, sus voces distantes elevándose en un grito que le aporreaba los oídos. «¡Quemad a la bruja! ¡Quemad a la bruja! Ella mató nuestro ganado. Envenenó a nuestros niños. Asesinó a Lucy Beale. ¡Quemadla! ¡Quemadla!» Ya estaban en el muro. Pero no saltaron. Se apelotonaron junto a él, la muchedumbre fue creciendo y, con las bocas abiertas como una colección de calaveras, le gritaron su odio.
Y de repente cesó el griterío. Una figura se separó del grupo, saltó el muro y se le acercó. Una voz que ella conocía habló suavemente con tono de reproche: «¿Cómo se te ha ocurrido pensar que dejaría que hicieras esto sola? Sabía que no la decepcionarías. Pero tal como lo haces no saldrá bien. Yo te ayudaré. He venido en calidad de verdugo.»Ella no lo había planeado así. La acción tenía que ser única y exclusivamente suya. Aunque quizá sería bueno tener un testigo, y al fin y al cabo éste era un testigo especial, el que comprendía, aquel en quien ella podía confiar. Ahora ella poseía el secreto de otro, un secreto que le daría poder y la haría rica. Que estuvieran juntos quizás era lo más acertado. El verdugo escogió una astilla fina, la protegió del viento, la encendió y la sostuvo en alto, luego se desplazó por el círculo y la metió entre la leña. De repente brotó una llama y el fuego corrió como un ser vivo, chisporroteando, crepitando y soltando chispas. La noche cobró vida, y ahora las voces del otro lado del muro alcanzaron un crescendo, y ella experimentó un momento de triunfo extraordinario, como si se estuviera consumiendo el pasado, el de ella y el de Mary Keyte.
El verdugo se le acercó más. Ella se preguntó por qué aquellas manos eran tan pálidas y sonrosadas, tan traslúcidas. ¿Ya qué venían los guantes quirúrgicos? Entonces las manos agarraron el extremo de la cuerda de tender y, con un movimiento rápido, la arrollaron alrededor de su cuello. A continuación la apretaron con un tirón violento. Ella notó una salpicadura fría en la cara. Le estaban tirando algo. Se intensificó el tufo de la parafina, sus gases la asfixiaban. Sentía caliente en la cara el aliento del verdugo, y los ojos que la miraban fijamente eran como de mármol jaspeado. Los iris parecieron crecer de tal modo que no había rostro, nada salvo charcos oscuros en los que veía sólo un reflejo de su propia desesperación. Intentó gritar, pero no tenía aliento ni voz. Tiró de los nudos que la ataban, pero no tenía fuerza en las manos.
Apenas consciente, se desplomó contra la cuerda y esperó la muerte: la muerte de Mary Keyte. Y entonces oyó lo que sonaba como un sollozo seguido de un chillido tremendo. No podía ser su propia voz; la había perdido. De pronto, el bote de parafina fue alzado y arrojado al seto. Vio un arco de fuego, y el seto estalló en llamas.
Y ahora estaba sola. Medio desmayada, empezó a tirar de la cuerda que le rodeaba el cuello, pero no tenía fuerza para levantar los brazos. La gente se había marchado. El fuego empezaba a extinguirse. Se desplomó contra sus ataduras, las piernas dobladas, y no supo nada más.
De repente se alzaron voces, vio un resplandor de antorchas que la deslumbraban. Alguien franqueó el muro de piedra, corrió hacia ella, y saltó por encima del fuego agonizante. Sintió unos brazos a su alrededor, los brazos de un hombre, y oyó la voz de él.
– Estás bien. Ha pasado el peligro. ¿Me entiendes, Sharon? Ha pasado el peligro.
Antes de llegar a las piedras, oyeron el sonido del coche que arrancaba. No tenía sentido intentar seguirle a la desesperada. Sharon era la máxima prioridad. Dalgliesh se dirigió a Kate.
– Quédate aquí y encárgate de todo. Consigue una declaración en cuanto Chandler-Powell diga que ella está en condiciones. Benton y yo perseguiremos a la señorita Westhall.
Los cuatro hombres de seguridad, alertados por las llamas, se afanaban alrededor del seto encendido, que, humedecido por la lluvia anterior, enseguida quedó apagado y convertido en ramitas carbonizadas y humo acre. Ahora una nube baja se desplazó descubriendo la cara de la luna y la noche adoptó un aspecto sobrenatural. Las piedras, plateadas por la anómala luz lunar, brillaban como tumbas espectrales, y las figuras, que Dalgliesh sabía que eran Helena, Lettie y los Bostock, se transformaron en formas incorpóreas que desaparecieron en la oscuridad. Dalgliesh observó cómo Chandler-Powell, hierático en su largo batín y acompañado por Flavia, acarreaba a Sharon al otro lado del muro, y luego los tres desaparecían también por la senda de los limeros. Fue consciente de que alguien se quedaba, y de súbito a la luz de la luna surgió la cara de Marcus Westhall, semejante a una imagen flotante e incorpórea, el rostro de un hombre muerto.
Dalgliesh se le acercó y le dijo:
– ¿Adonde es probable que ella vaya? Hemos de saberlo. La dilación no servirá de nada.
Cuando se alzó, la voz de Marcus fue ronca.
– Irá al mar. Le encanta el mar. Estará donde le gusta nadar. Kimmeridge Bay.
Benton se había puesto rápidamente los pantalones y se había embutido a duras penas un grueso jersey mientras corría hacia el fuego. Ahora Dalgliesh se dirigió a él.
– ¿Recuerdas la matrícula del coche de Candace Westhall?
– Sí, señor.
– Ponte en contacto con la delegación local de tráfico. Que empiecen a buscar. Sugiéreles que empiecen por Kimmeridge. Nosotros iremos en el Jag.
– Bien, señor. -Y en un instante Benton estaba corriendo con brío.
Marcus había recuperado la voz. Andaba a trompicones detrás de Dalgliesh, torpe como un viejo, gritando con voz quebrada:
– Voy con usted. ¡Espéreme! ¡Espéreme!
– No hace falta. Al final la encontraremos.
– Debo ir. Tengo que estar allí cuando la encuentren.
Dalgliesh no perdió tiempo discutiendo. Marcus Westhall tenía derecho a estar con ellos y podía ayudar a identificar el tramo correcto de playa.
– Póngase un abrigo, pero apúrese.
Su coche era el más rápido, aunque la velocidad apenas era importante, ya que tampoco se podía correr en la sinuosa carretera rural. Tal vez fuera ya demasiado tarde para llegar al mar antes de que ella caminara hacia la muerte, si ahogarse era lo que tenía pensado. Era imposible saber si su hermano decía la verdad, pero, recordando su rostro angustiado, Dalgliesh pensó que seguramente sí. Benton tardó sólo unos minutos en ir a buscar el Jaguar a la Vieja Casa de la Policía y estaba esperando cuando Dalgliesh y Westhall llegaron a la carretera. Sin decir palabra, Benton abrió la portezuela trasera para que entrara Westhall y Dalgliesh le siguió. Ese pasajero era demasiado imprevisible para dejarle solo en la parte posterior de un coche.
Benton sacó la linterna y leyó en voz alta el recorrido que debían seguir. El olor a parafina de la ropa y las manos de Dalgliesh impregnaba el coche. Bajó la ventanilla, y el aire nocturno, fresco y agradable, le llenó los pulmones. La estrecha carretera se desplegaba ante ellos con subidas y bajadas. A ambos lados se extendía Dorset, con sus valles y colinas, los pueblecitos, las casitas de piedra. A aquellas horas de la noche había poco tráfico. Todas las casas estaban a oscuras.
De pronto notó un cambio en el aire, una frescura que era más una sensación que un olor, aunque para él resultaba inconfundible: el aroma salobre del mar. La carretera se estrechó cuando descendieron por el silencioso pueblo y siguieron hasta el muelle de Kimmeridge Bay. Ante ellos, el mar rielaba bajo la luna y las estrellas. Siempre que Dalgliesh estaba cerca del mar se sentía atraído hacia el mismo como un animal a una charca de agua. Aquí, siglos después de que el hombre se mantuviera erguido en la orilla, el mar, con su plañido inmemorial, inquebrantable, ciego, indiferente, provocaba muchas emociones, no siendo la menor, como ahora, la conciencia de la fugacidad de la existencia humana. Se encaminaron a la playa en dirección este, bajo la imponente negrura del acantilado de pizarra, en lo alto oscuro como el carbón y en la base alfombrado de hierba y matorral. Los bloques de pizarra se adentraban en el mar, formando un camino de rocas azotadas por las olas, que se deslizaban por encima siseando al retirarse. A la luz de la luna, relucían como ébano lustrado.
Haciendo crujir las piedras a su paso, barrieron con las linternas la playa y el sendero elevado de negra pizarra. Marcus Westhall, que había estado callado durante todo el trayecto, parecía reanimado y avanzaba a vigorosas zancadas por la franja de guijarros de la orilla como si fuera inmune al cansancio. Rodearon un promontorio y se hallaron frente a otra playa estrecha, otra extensión de negras piedras agrietadas. No encontraron nada.
Ya no podían avanzar más. La playa se acababa y los acantilados, descendiendo hacia el mar, les cerraban el paso.
– No está aquí -dijo Dalgliesh-. Miremos en la otra playa.
La voz de Westhall, elevada para superar el rítmico bramido del mar, fue un grito áspero.
– Ella no va a nadar allí. Es aquí donde vendría. Andará cerca, en alguna parte.
– Volveremos a buscar de día -dijo Dalgliesh con calma-. Creo que es mejor no seguir.
Sin embargo, Westhall ya estaba otra vez avanzando por las piedras, en equilibrio precario, hasta que llegó al borde del rompiente. Y allí se quedó, perfilado en el horizonte. Tras intercambiar una mirada, Dalgliesh y Benton fueron saltando sobre los bloques barridos por las olas y se dirigieron hacia él. Westhall no se volvió. El mar, bajo un cielo moteado en el que nubes bajas amortiguaban el brillo de la luna y las estrellas, le pareció a Dalgliesh un caldero interminable de agua de baño sucia, cubierta de espuma que se colaba por las grietas de las rocas. La marea subía con fuerza, y vio que los pantalones de Westhall estaban empapados y, cuando se situó a su lado, una ola repentina y poderosa estalló contra las piernas de la rígida figura, y a punto estuvo de tirarlos a ambos de la roca. Dalgliesh lo agarró del brazo y lo sujetó con firmeza.
– Vámonos -dijo con calma-. No está aquí. No hay nada que usted pueda hacer.
Sin decir palabra, Westhall dejó que lo ayudaran a cruzar el traicionero tramo de pizarra y lo acompañaran con amable prisa hasta el coche.
Se hallaban a mitad de camino de la Mansión cuando chisporroteó la radio. Era el agente Warren.
– Hemos encontrado el coche, señor. No fue más allá de Baggot's Wood, a menos de un kilómetro de la Mansión. Ahora estamos buscando en el bosque.
– ¿Estaba abierto el coche?
– No, señor, cerrado. Y dentro no hay señales de nada.
– Muy bien. Prosigan; pronto me reuniré con ustedes.
No era una búsqueda que le hiciera mucha ilusión. Como ella había aparcado el coche y no había utilizado el tubo de escape para suicidarse, todo apuntaba a que se había ahorcado. A Dalgliesh la horca siempre le había horrorizado, y no sólo porque había sido tanto tiempo el método británico de ejecución. Por mucha compasión con que se llevara a cabo, había algo singularmente degradante en el inhumano ahorcamiento de otro ser humano. Ahora tenía pocas dudas de que Candace Westhall se había suicidado, pero, por favor Dios mío, no de este modo.
Sin volver la cabeza, se dirigió a Westhall.
– La policía local ha encontrado el coche de su hermana. Vacío. Ahora lo acompañaré a la Mansión. Necesita secarse y cambiarse. Y debe esperar. No tiene absolutamente ningún sentido hacer nada más.
No hubo respuesta, pero cuando se abrió la verja y el coche se detuvo frente a la puerta principal, Westhall dejó que Benton lo llevara adentro y lo dejara en manos de Lettie Frensham, que estaba aguardando. Westhall la siguió como un niño obediente hasta la biblioteca. Un montón de mantas y una alfombra estaban calentándose junto a un crepitante fuego y en la mesita junto al sillón había frascos de brandy y de whisky.
– Creo que debería tomar un poco de la sopa de Dean -dijo ella-. Ya la tiene preparada. Ahora quítese la chaqueta y los pantalones y envuélvase con estas mantas. Iré en busca de sus zapatillas y su albornoz.
– Están por el cuarto de baño -dijo él sin entonación.
– Ya los encontraré.
Hizo lo que se le decía dócil como un niño. Los pantalones, como un montón de harapos, humeaban frente a las llamas saltarinas. Se arrellanó en el sillón. Se sentía como un hombre recuperándose de la anestesia, sorprendido al descubrir que podía moverse, resignándose a estar vivo, deseando volver a perder el conocimiento porque así cesaría el dolor. Pero a buen seguro se durmió unos minutos en el sillón. Al abrir los ojos vio a su lado a Lettie, que le ayudó a ponerse el albornoz y las zapatillas. Tenía delante un tazón de sopa, caliente y de sabor fuerte, y observó que era capaz de tomársela, aunque sólo notó el sabor del jerez.
Al cabo de un rato, durante el cual Lettie estuvo sentada a su lado en silencio, él dijo:
– Debo decirte algo. Tendré que decírselo a Dalgliesh, pero necesito hacerlo ahora. He de decírtelo a ti.
La miró fijamente y advirtió la tensión en los ojos de ella, la naciente ansiedad por lo que estaba a punto de oír.
– No sé nada sobre los asesinatos de Rhoda Gradwyn ni de Robin -dijo él-. No es eso. Pero mentí a la policía. Si no me quedé con los Greenfield aquella noche, no fue porque el coche tuviera problemas. Me fui para ver a un amigo, Eric. Tiene un piso cerca del Hospital Saint Ángela, donde trabaja. Quería darle la noticia de que me iba a África. Sabía que esto lo afligiría, pero debía intentar hacérselo entender.
– ¿Y lo entendió? -preguntó ella en voz baja.
– La verdad es que no. Lo eché todo a perder, como siempre.
Lettie le tocó la mano.
– Yo no molestaría a la policía con esto a menos que necesite hacerlo o ellos pregunten. Ahora no les parecerá importante.
– Para mí lo es. -Tras un silencio, añadió-: Déjame ahora, por favor. Estoy bien. Te aseguro que estoy bien. Necesito estar solo. Avísame si la encuentran.
Estaba seguro de que Lettie era la única mujer que comprendería su necesidad de que lo dejaran en paz y no discutiría.
– Bajaré la intensidad de la luz -dijo ella, que colocó un cojín sobre un escabel-. Recuéstese y ponga los pies en alto. Volveré dentro de una hora. Procure dormir.
Y se fue. Pero él no tenía ninguna intención de dormir. Se trataba de vencer el sueño. Si no quería volverse loco, sólo había un sitio donde necesitaba estar. Tenía que pensar. Tenía que intentar comprender. Tenía que aceptar lo que su mente le decía que era verdad. Tenía que estar donde hallara más paz y cordura de las que podía encontrar aquí, entre esos libros muertos y los ojos vacíos de los bustos.
Salió discretamente de la habitación, cerró la puerta tras él, y cruzó el gran salón, ahora a oscuras, hasta la parte trasera de la casa, atravesó la cocina y salió al jardín por la puerta lateral. No sentía la fuerza del viento ni el frío. Pasó frente al viejo establo y luego cruzó el jardín clásico en dirección a la capilla de piedra.
Mientras se acercaba a través de la luz del amanecer, observó que en las piedras de delante de la puerta había una forma oscura. Habían tirado algo, algo que no debía estar allí. Confuso, se arrodilló y tocó la pegajosidad con dedos temblorosos. La olió y, alzando las manos, vio que estaban cubiertas de sangre. Se arrastró de rodillas y, tras levantarse a duras penas, logró descorrer el pasador. La puerta estaba cerrada con llave. Y entonces lo supo. Golpeó el batiente, sollozando, gritando el nombre de ella hasta quedarse sin fuerzas y cayó lentamente de rodillas, las enrojecidas palmas apretadas contra la inflexible puerta.
Y fue allí, todavía arrodillado en la sangre de ella, donde lo encontraron veinte minutos después.
Kate y Benton habían estado de servicio más de catorce horas, y cuando por fin fue retirado el cadáver, Dalgliesh les ordenó que descansaran un par de horas, cenaran pronto y se reunieran con él en la Vieja Casa de la Policía a las ocho. Ninguno dedicó ese rato a dormir. En la habitación cada vez más oscura, la ventana abierta a la luz evanescente, Benton yacía tan rígido como si sus nervios y músculos estuvieran tensados, listos para entrar en acción en cualquier momento. Las horas transcurridas desde el momento en que, tras recibir la llamada de Dalgliesh, habían vislumbrado el fuego y oído los gritos de Sharon parecían una eternidad. Los largos ratos de espera a que llegaran el patólogo, el fotógrafo y la furgoneta de la morgue, estaban jalonados por momentos recordados tan vívidamente que sentía que iban pasando en su cerebro como diapositivas en una pantalla: la delicadeza de Chandler-Powell y la enfermera Holland, mientras casi transportaban a Sharon por encima del muro de piedra y la ayudaban a recorrer la senda de los limeros; Marcus de pie solo en el bloque de pizarra, mirando hacia el mar gris y palpitante; el fotógrafo procurando rodear el cadáver para evitar la sangre; las articulaciones de los dedos que la doctora Glenister hacía crujir una a una para extraer la cinta del puño de Candace. Ahí estaba, tendido, sin ser consciente del cansancio pero sin tiendo aún el dolor en el brazo y el hombro magullados a causa de esa embestida final en la puerta de la capilla.
Él y Dalgliesh habían estrellado sus hombros contra el panel de roble, pero el cerrojo no había cedido. «Nos estamos estorbando -había dicho Dalgliesh-. Coge carrera, Benton.»Se había tomado su tiempo para escoger un recorrido que evitara la sangre, y con este fin retrocedió unos quince metros. La primera arremetida había hecho temblar la puerta. Al tercer intento, se abrió de par en par contra el cadáver. Después Benton se apartó mientras entraban Dalgliesh y Kate.
Yacía en el suelo, acurrucada como un niño dormido, el cuchillo al lado de la mano derecha. Tenía un solo corte en la muñeca, pero era profundo, parecido a una boca abierta. Con la mano izquierda agarraba una casete.
La imagen se hizo añicos debido al estrépito del despertador y a los golpes de Kate en la puerta. Benton se puso en marcha. En cuestión de minutos los dos se habían vestido y estaban abajo. La señora Shepherd dejó en la mesa salchichas de cerdo muy calientes, alubias con tomate y puré de patatas y se retiró a la cocina. No solía servir esa clase de platos, pero parecía saber que lo que ellos anhelaban era comida casera y reconfortante. Se sorprendieron al notar que tenían tanta hambre y comieron con avidez, casi todo el rato en silencio, y acto seguido se pusieron en camino hacia la Vieja Casa de la Policía.
Al pasar frente a la Mansión, Benton observó que la caravana y los coches del equipo de seguridad ya no estaban aparcados frente a la verja. Las ventanas resplandecían de luz como para una fiesta. Era una palabra que nadie de la casa habría utilizado, pero Benton sabía que todos se habían quitado un gran peso de encima, se habían librado por fin de la sospecha, la ansiedad y el miedo cada vez mayor de que quizá nunca llegara a saberse la verdad. La detención de uno de ellos habría sido preferible a esto, pero una detención habría significado prolongar el suspense, la posibilidad de un juicio, el espectáculo público de la tribuna de los testigos, la dañina publicidad. Para Candace, la solución razonable y más clemente era una confesión seguida de suicidio, osaron decirse a sí mismos. No era un pensamiento que expresaran con palabras, pero al regresar a la Mansión con Marcus, Benton lo había visto escrito en sus rostros. Ahora serían capaces de despertar por la mañana sin esa nube de temor a lo que pudiera deparar el día, podrían dormir sin cerrar con llave las puertas de los dormitorios, no tendrían por qué medir las palabras. Mañana o pasado mañana ya no habría presencia policial. Dalgliesh y su equipo deberían regresar a Dorset para las pesquisas judiciales, pero en la Mansión ya no les quedaba nada que hacer. No les echarían de menos.
Se habían hecho y autentificado tres copias de la cinta del suicidio, cuyo original estaba al cuidado de la policía de Dorset para ser presentado como prueba en las pesquisas. Ahora volverían a escuchar como un equipo.
Para Kate resultaba evidente que Dalgliesh no había dormido. En la chimenea había un montón de troncos, un baile de llamas, y como de costumbre, un olor a madera quemándose y a café recién hecho, aunque faltaba el vino. Se sentaron a la mesa, y Dalgliesh puso la cinta en el reproductor y lo encendió. Esperaban oír la voz de Candace Westhall, pero sonó tan clara y segura de sí misma que por un instante Kate pensó que estaba en la habitación con ellos.
«Le hablo al comandante Adam Dalgliesh sabiendo que esta cinta será entregada al juez de instrucción y a todo aquel que tenga un interés legítimo en saber la verdad. Lo que voy a decir ahora es la verdad, y no creo que para usted resulte una sorpresa. Hacía más de veinticuatro horas que yo sabía que iba a detenerme. Mi plan de quemar a Sharon en la piedra de las brujas era mi último y desesperado intento de librarme de un juicio y una condena a cadena perpetua, con todo lo que esto supondría para los míos. Si hubiera sido capaz de matar a Sharon, habría estado a salvo, aunque usted hubiera sospechado la verdad. Morir en una hoguera habría parecido el suicidio de una asesina neurótica y obsesionada, un suicidio que yo no habría llegado a tiempo de evitar. ¿Y cómo podría usted acusarme del asesinato de Gradwyn con alguna esperanza de condena mientras Sharon, con su historial, se contaba entre los sospechosos?
»Oh, sí, ya lo sabía. Me encontraba presente cuando fue entrevistada para el empleo en la Mansión. Flavia Holland estaba conmigo, pero ella enseguida vio que Sharon no sería adecuada para ningún trabajo con los pacientes, y me dejó decidir si para ella había sitio entre el personal doméstico. Entonces andábamos escasísimos de gente. La necesitábamos. Yo tenía curiosidad, desde luego. ¿Una mujer de veinticinco años sin esposo, sin novio, sin familia, al parecer sin historia? ¿Sin ambición para otra cosa que estar en lo más bajo de la jerarquía doméstica? Debía haber una explicación. Este irritante deseo de agradar mezclado con un retraimiento silencioso, una sensación de que se encontraba a gusto en una institución, de que había estado encerrada, acostumbrada a que la observaran, de que en cierto modo se hallaba bajo vigilancia. Sólo había un crimen que encajara con todo eso. Al final lo supe porque ella me lo dijo.
»Había otro motivo por el que ella tenía que morir. Sharon me vio cuando yo salía de la Mansión después de haber matado a Rhoda Gradwyn. Y ahora ella, que siempre tenía un secreto que guardar, sabía el secreto de otro. Yo veía su triunfo, su satisfacción. Y me contó lo que pensaba hacer en las piedras, su homenaje final a Mary Keyte, conmemoración y despedida. ¿Por qué no me lo iba a contar? Las dos habíamos matado, estábamos unidas por ese atroz crimen iconoclasta. Y al final, tras haberle pasado la cuerda por el cuello y vertido parafina encima, no pude encender la cerilla. En ese momento comprendí lo que yo había llegado a ser.
»Tengo poco que contarle sobre la muerte de Rhoda Gradwyn. La explicación simple es que la maté para vengar la muerte de una amiga íntima, Annabel Skelton, pero las explicaciones simples nunca revelan toda la verdad. ¿Fui esa noche a su habitación con la intención de asesinarla? Al fin y al cabo, yo había hecho todo lo posible para disuadir a Chandler-Powell de admitirla en la Mansión. Después pensé que no, que sólo pretendía aterrorizarla, decirle la verdad sobre sí misma, hacerle saber que había destruido una vida joven y un gran talento, y que si Annabel había plagiado unas cuatro páginas de diálogos y descripciones, el resto de la novela era exclusiva y maravillosamente suyo.
Y cuando alcé la mano de su cuello y supe que entre nosotras ya no habría comunicación nunca más, sentí un alivio, una liberación tanto física como mental. Mediante ese acto único parecía que me había quitado de encima toda la culpa, la frustración y la pena de los últimos años. En un momento excitante todo había desaparecido. Aún noto algunos restos de esa liberación.
»Ahora creo que fui a su habitación sabiendo que quería matarla. ¿Por qué, si no, habría llevado puestos aquellos guantes quirúrgicos que corté en pedazos en el cuarto de baño de una de las suites vacías? Fue en esa suite donde me oculté; luego abandoné la Mansión por la puerta principal como de costumbre, volví a entrar más tarde por la puerta trasera con mi llave antes de que Chandler-Powell la cerrara para la noche, y tomé el ascensor hasta la planta de los pacientes. No había ningún peligro real de que me descubrieran. ¿A quién se le ocurriría registrar una habitación desocupada en busca de un intruso? Después bajé en el ascensor pensando que debería descorrer el cerrojo, pero éste no estaba echado. Sharon había salido antes que yo.
»Lo que dije tras la muerte de Robin Boyton era básicamente cierto. El había concebido la insólita idea de que habíamos falseado el momento de la muerte de mi padre congelando su cadáver. Dudo de que fuera idea suya. Eso también era cosa de Rhoda Gradwyn. Planeaban llevarlo todo a cabo juntos. Es por eso por lo que, al cabo de más de treinta años, ella decidió quitarse la cicatriz y que la operación se hiciera aquí. Por eso Robin estuvo aquí en la primera visita de Rhoda y cuando ésta ingresó para ser intervenida. El plan era ridículo, naturalmente, pero había hechos que acaso lo hicieran verosímil. Por esa razón fui a Toronto a ver a Grace Holmes, que estaba con mi padre cuando éste murió. Pero la visita tenía una segunda explicación: pagarle una cantidad única en vez de la pensión que a mi juicio merecía. A mi hermano no le expliqué lo que Gradwyn y Robin estaban maquinando. Yo tenía suficientes pruebas para acusarles a los dos de intentar chantajearme, si éste era su propósito. No obstante, decidí seguirle el juego a Robin hasta que estuviera totalmente involucrado y luego disfrutar del placer de desengañarlo y desquitarme.
»Le cité en la vieja despensa. La tapa del congelador estaba cerrada. Le pregunté qué clase de arreglo proponía, y él contestó que tenía derecho moral a una tercera parte de la herencia. Si se le pagaba eso, no habría exigencias futuras. Señalé que difícilmente podría divulgar que yo había falsificado la fecha de la muerte sin que él mismo fuera acusado de chantaje. Admitió que estábamos recíprocamente uno en manos del otro. Le ofrecí una cuarta parte de la herencia con cinco mil para empezar. Le dije que lo tenía en efectivo en el congelador. Yo necesitaba sus huellas en la tapa y sabía que él era demasiado avaricioso para resistirse. Robin podía haber dudado, pero tenía que mirar. Nos acercamos al congelador, y cuando alzó la tapa yo le agarré de pronto por las piernas y lo tiré adentro. Soy nadadora y tengo brazos y hombros fuertes, y él no pesaba mucho. Cerré la tapa y eché el cierre. Me sentía sorprendentemente agotada y respiraba con dificultad, pero no podía estar cansada. Fue tan fácil como tirar a un niño. Oía los ruidos dentro del congelador, gritos, golpes, súplicas apagadas. Permanecí allí unos minutos apoyada en la tapa, escuchando sus chillidos. A continuación fui a la casa de al lado a preparar una tetera. Los sonidos se fueron debilitando, y cuando cesaron fui a la despensa para dejarle salir. Estaba muerto. Yo sólo quería asustarlo, pero ahora, si intento ser totalmente sincera – ¿y quién de nosotros puede llegar a serlo?-, creo que me alegró ver que había muerto.
»No siento pena por ninguna de mis víctimas. Rhoda Gradwyn destruyó un talento genuino y causó daño y aflicción a personas vulnerables, y Robin Boyton era un tábano, un insignificante don nadie, ligeramente gracioso. No creo que nadie les eche de menos ni haya llorado su muerte.
»Esto es todo lo que tengo que decir, aparte de dejar claro que siempre actué completamente sola. No se lo dije a nadie, no consulté con nadie, no pedí a nadie ayuda, no involucré a nadie más ni en las acciones ni en las posteriores mentiras. Moriré sin arrepentimiento ni miedo. Dejaré esta cinta donde esté segura de que será descubierta. Sharon contará su historia, y usted ya sospechaba la verdad. Espero que con ella todo vaya bien. En cuanto a mí, no tengo nada que temer ni esperar.»Dalgliesh apagó la grabadora. Los tres se echaron hacia atrás, y Kate reparó en que ella misma estaba respirando profundamente, como si estuviera recuperándose de una dura prueba. Entonces, sin decir nada, Dalgliesh llevó la cafetera a la mesa, y Benton la cogió, llenó las tres tazas y pasó a los demás la leche y el azúcar.
– Teniendo en cuenta lo que me contó Jeremy Coxon anoche -dijo Dalgliesh-, ¿en qué grado damos credibilidad a esta confesión?
Tras pensarlo unos instantes, fue Kate quien respondió:
– Sabemos que ella mató a la señorita Gradwyn, hay un hecho que lo demuestra por sí solo. No dijimos a nadie de la Mansión que teníamos pruebas de que los guantes de látex habían sido cortados en trozos y arrojados al inodoro. Y esta muerte no fue un homicidio involuntario. Si sólo quiere asustar a la víctima, uno no va con guantes. Luego está la agresión a Sharon. Eso no fue una simulación. Tenía la intención de matarla.
– ¿Seguro? -dijo Dalgliesh-. Tengo mis dudas. Mató a Rhoda Gradwyn y a Robin Boyton y nos ha explicado los motivos. La cuestión es si el juez y el jurado, caso de haberlo, lo creerán.
– ¿Importan los motivos ahora, señor? -dijo Benton-. Quiero decir que importarían si el caso llegara ante un tribunal. Los jurados quieren un motivo, nosotros también. Pero usted siempre ha dicho que las pruebas son las evidencias físicas, los datos concretos, no los motivos. Los motivos pueden conservar siempre un halo de misterio. No podemos leer la mente de los demás. Candace Westhall nos ha abierto la suya. Puede parecer insuficiente, pero un motivo para asesinar siempre lo es. No entiendo por qué hemos de impugnar lo que dice.
– No estoy proponiendo esto, Benton, al menos no de manera oficial. Ella ha hecho lo que en esencia es una confesión de artículo mortis, creíble, respaldada por pruebas. Pero me cuesta creerla. El caso no ha sido precisamente un triunfo para nosotros. Ahora ha terminado, o habrá terminado después de las pesquisas judiciales. Se me ocurren varias cosas raras sobre su descripción de la muerte de Boyton. Fijémonos, para empezar, en esa parte de la cinta.
Benton no pudo resistir la tentación de interrumpir.
– ¿Por qué necesitaba volver a contarlo? Ya conocíamos su declaración acerca de las sospechas de Boyton y su decisión de seguirle el juego.
– Es como si necesitara grabarlo en la cinta -dijo Kate-. Además dedica más tiempo a describir cómo murió Boyton que al asesinato de Rhoda Gradwyn. ¿Está intentando desviar la atención de algo mucho más perjudicial que la ridícula sospecha de Boyton sobre el congelador?
– Creo que sí -dijo Dalgliesh-. Ella había decidido que nadie debía sospechar una falsificación. Por eso para ella era vital que se encontrara la cinta. Si la dejaba en el coche o en un montón de ropa en la playa, había riesgo de que se perdiera. De modo que se muere con la cinta apretada en el puño.
Benton miró a Dalgliesh.
– ¿Va usted a impugnar esta cinta, señor?
– ¿Para qué, Benton? Podemos tener nuestras sospechas, nuestras teorías sobre los motivos, que pueden ser razonables, pero todo son datos circunstanciales y no podemos demostrar nada. No podemos interrogar ni acusar a los muertos. Esta necesidad de conocer la verdad quizá sea una señal de arrogancia.
– Hace falta valor para suicidarse con una mentira en los labios -dijo Benton-, pero tal vez hablo influido por mi formación religiosa. Suele pasar en los momentos más inoportunos.
– Mañana tengo la cita con Philip Kershaw -dijo Dalgliesh-. Oficialmente, con la cinta del suicidio, la investigación ha acabado. Mañana por la tarde ya podréis marcharos.
Y quizá mañana por la tarde la investigación habrá terminado para mí, pensó. Esta podría ser muy bien la última. Lamentaba que no hubiera concluido de otra manera, pero al menos aún cabía la esperanza de terminar conociendo tanta verdad como cualquiera pudiera pensar, aparte de Candace Westhall.
El viernes al mediodía, Benton y Kate ya se habían despedido. George Chandler-Powell había reunido a toda la gente en la biblioteca, y todos se habían estrechado las manos y habían murmurado su adiós o lo habían expresado claramente con, al parecer de Kate, diversos grados de sinceridad. Ella sabía, sin sentir rencor por ello, que el ambiente de la Mansión se notaría más limpio una vez ellos se hubieran ido. Quizás esta despedida colectiva había sido organizada por Chandler-Powell para mostrar una cortesía necesaria con el mínimo de alboroto.
Habían tenido una despedida más afectuosa en la Casa de la Glicina, donde los Shepherd los habían tratado como si fueran huéspedes habituales y queridos. En todas las investigaciones había lugares o personas que se grababan felizmente en el recuerdo, y para Kate los Shepherd y la Casa de la Glicina entrarían en esa categoría.
Kate sabía que Dalgliesh estaría ocupado parte de la mañana, pues debía entrevistarse con el funcionario del juez de instrucción, despedirse del jefe de la policía y expresarle su gratitud por la ayuda y la cooperación que su fuerza había brindado, en especial el agente Warren. Luego él pensaba ir a Bournemouth a entrevistarse con Philip Kershaw.
Ya se había despedido formalmente del señor Chandler-Powell y del pequeño grupo de la Mansión, pero regresaría a la Vieja Casa de la Policía a recoger su equipaje. Kate le pidió a Benton que se detuviera y esperara en el coche mientras ella verificaba que la policía de Dorset había retirado todo su material.
Sabía que no hacía falta mirar en la cocina para comprobar si estaba limpia y, una vez arriba, vio que la cama estaba deshecha y las sábanas y mantas pulcramente dobladas. Durante los años en que había trabajado con Dalgliesh, ella siempre había experimentado esta punzada de pesar nostálgico cuando un caso se acababa y el lugar en el que se habían reunido, se habían sentado y habían hablado al final del día, por corta que fuera la estancia, quedaba finalmente vacío.
La bolsa de viaje de Dalgliesh estaba abajo, lista, y ella supo que el kit estaría con él en el coche. Lo único que quedaba por guardar era el ordenador, y, llevada por un impulso, Kate tecleó su contraseña. En la pantalla apareció un e-mail.
Querida Kate.
Un e-mail es una manera inadecuada para transmitir algo importante, pero quiero estar seguro de que te llega y, si lo rechazas, será menos importante que una carta.
Durante los últimos seis meses he estado viviendo como un monje para demostrarme algo a mí mismo y ahora sé que tú tenías razón. La vida es demasiado valiosa y demasiado corta para perder el tiempo con personas que no te importan, y también demasiado valiosa para renunciar al amor. Hay dos cosas que quiero decir y que no dije cuando te fuiste porque habrían parecido excusas. Supongo que eso es lo que son, pero necesito que lo sepas. La chica con la que me viste fue la primera y la última desde que empezamos a ser amantes. Sabes que nunca te miento.
En un monasterio, las camas son muy duras y solitarias, y la comida es horrorosa.
Con todo mi cariño,
PIERS
Se sentó un momento en silencio, que seguramente duró más de lo que pensaba porque fue interrumpido por el claxon del coche de Benton. Pero no necesitaba pararse más de un segundo. Sonriendo, escribió su respuesta.
Mensaje recibido y comprendido. Aquí el caso ha terminado, aunque sin final feliz. Estaré de vuelta en Wapping a las siete. ¿Por qué no te despides del abad y vienes a casa?
KATE
A Huntington Lodge, situado en un acantilado alto a unos cinco kilómetros al oeste de Bournemouth, se llegaba tras un corto trayecto lleno de curvas entre cedros y rododendros, que finalizaba ante una puerta principal con unas columnas imponentes. Las proporciones por lo demás agradables de la casa quedaban estropeadas por una ampliación moderna y un gran aparcamiento a la izquierda. Se había tenido cuidado de no angustiar a las visitas con letreros del tenor de «jubilados», «ancianos», «clínica» o «residencia». En una placa de bronce, muy abrillantada, y colocada discretamente en la pared contigua a la verja de hierro, se leía simplemente el nombre de la casa. Respondió enseguida al timbre un empleado con una blanca chaquetilla, que condujo a Dalgliesh hasta un mostrador situado al final del pasillo. Allí, una mujer canosa, con un peinado impecable, un conjunto de punto y un collar de perlas, verificó su nombre en el libro de visitas y sonriendo le dijo que el señor Kershaw lo esperaba en Vista del Mar, la estancia delantera de la primera planta. ¿Prefería el señor Dalgliesh subir por las escaleras o en ascensor? Charles lo acompañaría.
Tras optar por las primeras, Dalgliesh siguió por las amplias escaleras de caoba al joven que le había abierto la puerta. En las paredes y el pasillo de arriba colgaban acuarelas, grabados y una o dos litografías, y en unas mesitas pegadas a la pared había jarrones con flores y adornos de porcelana cuidadosamente dispuestos, la mayoría de empalagoso sentimentalismo. En Huntington Lodge, con su reluciente limpieza, todo era impersonal y, para Dalgliesh, deprimente. A su entender, cualquier establecimiento que segregara a las personas, por necesario o benigno que fuera eso, suscitaba en él un malestar que se remontaba a la época de la escuela primaria.
Su acompañante no tuvo necesidad de llamar a la puerta de Vista del Mar. Ya estaba abierta, y Philip Kershaw lo esperaba apoyado en unas muletas. Charles se fue discretamente. Kershaw le estrechó la mano y, haciéndose a un lado, dijo:
– Entre, por favor. Ha venido para hablar de la muerte de Candace Westhall, naturalmente. No he visto la confesión, pero Marcus ha telefoneado a nuestra oficina de Poole y luego me ha llamado mi hermano. Menos mal que usted llamó con antelación. A medida que se acerca la muerte, uno pierde la capacidad de sorpresa. Por lo general me siento en el sillón junto a la chimenea. Acerque otra butaca, haga el favor, creo que la encontrará cómoda.
Tomaron asiento, y Dalgliesh dejó el maletín sobre la mesita que había entre los dos. A Dalgliesh le pareció que Philip Kershaw estaba prematuramente envejecido debido a la enfermedad. El escaso pelo estaba peinado con cuidado sobre un cráneo cubierto de cicatrices, acaso indicios de viejas caídas. La piel amarilla se veía estirada sobre los angulosos huesos de la cara, que en otro tiempo tal vez fue atractiva pero ahora tenía manchas y estaba entrecruzada por lo que parecían los jeroglíficos de la edad. Iba vestido pulcramente como un novio de edad avanzada, pero el apergaminado pescuezo surgía de un cuello de camisa blanco e inmaculado que era al menos una talla mayor de la cuenta. Tenía un aspecto tanto vulnerable como lastimoso, pero su apretón de manos, aunque frío, había sido firme y, cuando hablaba, su voz era baja pero las frases se formaban sin tensión aparente.
Ni el tamaño de la estancia ni la calidad y variedad de los heterogéneos muebles podían ocultar el hecho de que se trataba de la habitación de un enfermo. Había una cama individual pegada a la pared, a la derecha de las ventanas, y un biombo que, desde la puerta, no ocultaba del todo la bombona de oxígeno y el botiquín. Junto a la cama había una puerta que, supuso Dalgliesh, sería la del cuarto de baño. Sólo se veía abierta una ventana superior, pero el aire era inodoro, sin la menor evocación del cuarto de un enfermo, una esterilidad que a Dalgliesh le pareció más molesta que el olor a desinfectante. En la chimenea no ardía ningún fuego, algo lógico en la habitación de un paciente de andar inseguro, pero el ambiente estaba caldeado, incluso demasiado. La calefacción central debía de funcionar a tope. Pero la chimenea vacía tenía un aire triste, en la repisa sólo se veía la figura de porcelana de una mujer con sombrero y miriñaque que sostenía incongruentemente una azada de jardín, adorno que Dalgliesh dudó de que hubiera sido elegido por Kershaw. Sin embargo, había habitaciones peores en las que soportar un arresto domiciliario, o algo parecido a eso. A juicio de Dalgliesh, el único elemento del mobiliario que Kershaw había traído consigo era una larga estantería de roble, con los libros tan apretados que parecían pegados con cola.
Mirando hacia la ventana, Dalgliesh dijo:
– Desde aquí tiene una vista formidable.
– La verdad es que sí. A menudo me recuerdan que soy afortunado por tener esta habitación; y también por poderme permitir un sitio así. A diferencia de otras residencias, aquí se dignan amablemente atenderle a uno, hasta la muerte si es preciso. Quizá le gustaría ver el panorama más de cerca.
Era una propuesta poco común, pero Dalgliesh siguió los penosos pasos de Kershaw hasta la ventana en saledizo, flanqueada por otras dos ventanas más pequeñas, desde donde se veía el canal de la Mancha. La mañana era gris, con un sol escaso e intermitente, el horizonte una línea apenas percibida entre el cielo y el mar. Bajo las ventanas había un patio de piedra, con tres bancos de madera colocados a intervalos regulares. Detrás, el terreno descendía unos veinte metros hasta el mar en un revoltijo de árboles y arbustos entrelazados, rebosantes de fuertes y lustrosas hojas perennes. Sólo donde el matorral se hacía menos espeso alcanzó Dalgliesh a vislumbrar los ocasionales paseantes, que andaban como sombras efímeras con pasos silenciosos.
– Yo sólo veo el panorama si me pongo de pie -dijo Kershaw-, lo que cada vez supone más esfuerzo. He llegado a familiarizarme con los cambios estacionales, el cielo, el mar, los árboles, algunos de los arbustos. La vida humana está debajo de mí, fuera de mi alcance. Como no deseo inmiscuirme en la vida de esas figuras casi invisibles, ¿por qué me siento privado de una compañía que no hago nada por buscar y me desagradaría profundamente? Mis compañeros de aquí (en Huntington Lodge no hablamos de pacientes) hace tiempo que han agotado los pocos temas sobre los que tenían algún interés en hablar: la comida, el buen o mal tiempo, el personal, el programa de televisión de la noche pasada o sus irritantes manías. Es un error vivir hasta que uno da la bienvenida a la luz cada mañana, no con alivio y sin duda tampoco con alegría, sino con decepción y una pena que a veces roza la desesperación. Aún no he llegado a este punto, pero llegaré. Igual que, desde luego, a la oscuridad final. Menciono la muerte no para introducir en nuestra conversación una nota morbosa ni, Dios no lo permita, para suscitar compasión. Pero antes de hablar es bueno saber dónde estamos. Inevitablemente, usted y yo, señor Dalgliesh, veremos las cosas de forma distinta. Pero usted no está aquí para hablar del panorama. Quizá será mejor que vayamos al asunto.
Dalgliesh abrió el maletín y dejó sobre la mesa la copia que Robin Boyton había hecho del testamento de Peregrine Westhall.
– Le agradezco que haya accedido a verme -dijo-. Por favor, dígame si le canso.
– Comandante, no creo que usted vaya a cansarme o aburrirme hasta hacerse insoportable.
Era la primera vez que utilizaba el rango de Dalgliesh. Este dijo:
– Tengo entendido que usted representó a la familia Westhall en los testamentos tanto del abuelo como del padre.
– No yo, sino el bufete familiar. Desde mi ingreso aquí hace once meses, el trabajo rutinario lo ha llevado a cabo mi hermano más joven en la oficina de Poole. De todos modos, me ha tenido informado.
– Así que usted no estuvo presente cuando el testamento fue redactado o firmado.
– No estuvo presente nadie del despacho. En su momento no se nos envió una copia, y ni nosotros ni la familia supimos de su existencia hasta tres días después de la muerte de Peregrine Westhall, cuando Candace lo encontró en un cajón cerrado de un armario del dormitorio donde el viejo guardaba documentos confidenciales. Como seguramente ya le habrán contado, Peregrine Westhall era muy dado a redactar testamentos cuando estaba en la misma residencia de ancianos que su difunto padre. La mayoría eran codicilos escritos de su puño y letra y con las enfermeras por testigos. Parecía disfrutar tanto destruyéndolos como escribiéndolos. Imagino que aquello tenía por objeto dejar claro a su familia que podía cambiar de opinión en cualquier momento.
– Entonces, ¿el testamento no estaba escondido?
– Por lo visto no. Candace dijo que había un sobre sellado en un cajón del armario del dormitorio cuya llave él guardaba bajo la almohada.
– En el momento de la firma -dijo Dalgliesh-, ¿el padre de Candace aún podía levantarse de la cama sin ayuda para ponerlo ahí?
– Seguramente, a menos que uno de los sirvientes o alguna visita lo pusiera ahí a petición suya. Ningún miembro de la familia ni de la casa admite saber nada de ello. Por supuesto, no tenemos ni idea de cuándo fue guardado realmente en el cajón. Quizá poco después de ser redactado, cuando sin duda Peregrine Westhall era capaz de caminar por sus propios medios.
– ¿A quién iba dirigido el sobre?
– Nunca lo vimos. Candace dijo que lo había tirado.
– Pero a usted le enviaron una copia del testamento.
– Me la mandó mi hermano. El sabía que yo estaba interesado en todo lo concerniente a mis antiguos clientes. Quizá quería hacerme sentir que yo aún estaba implicado. Esto se está pareciendo a un contrainterrogatorio, comandante. Por favor, no crea que pongo reparos. Es que hacía tiempo que no se me pedía que pensara tanto.
– Cuando vio el testamento, ¿tuvo alguna duda sobre su validez?
– Ninguna. Y ahora tampoco. ¿Por qué? Como supongo que usted ya sabe, un testamento hológrafo es tan válido como cualquier otro, siempre y cuando esté firmado, fechado y atestiguado, y nadie que estuviera familiarizado con la letra de Peregrine Westhall podía dudar que él escribió ese testamento. Las disposiciones son precisamente las de un testamento anterior, no del inmediatamente precedente, sino de uno que fue pasado a máquina en mi oficina en 1995 y que yo llevé a la casa donde él vivía entonces y que firmaron como testigos dos miembros del despacho que me acompañaron a tal fin. Las disposiciones eran sumamente razonables. Con la excepción de su biblioteca, que legaba a su college si éste la quería y de lo contrario se vendería, todos sus bienes serían a partes iguales para su hijo Marcus y su hija Candace. Así que en esto fue justo con el sexo despreciado. Tuve y ejercí cierta influencia en él mientras estuve en activo.
– ¿Hubo algún otro testamento anterior a éste que fuera autentificado?
– Sí, uno redactado el mes antes de que Peregrine Westhall abandonara la residencia de ancianos y se mudara a la Casa de Piedra con Candace y Marcus. Quizás usted lo haya visto. También estaba escrito a mano. Le daré la oportunidad de comparar la letra. Si es tan amable de abrir el buró y levantar la tapa, verá una caja de escrituras negra. Es la única que he traído conmigo. Tal vez la necesitaba a modo de talismán, una garantía de que algún día volvería a trabajar.
Metió los largos y deformes dedos en un bolsillo interior y sacó una llave. Dalgliesh trajo la caja de escrituras y la dejó delante de Kershaw. La llave más pequeña del manojo la abrió.
– Fíjese, como puede ver -dijo el abogado-, revoca el testamento anterior y deja la mitad de la herencia a su sobrino Robin Boyton, de modo que la mitad restante habría que dividirla a partes iguales entre Marcus y Candace. Si comparamos la letra de los dos testamentos, vemos que los ha escrito la misma mano.
Igual que sucedía con el testamento posterior, la escritura era firme, negra e inconfundible, algo sorprendente siendo un hombre anciano, las letras eran altas, los trazos descendentes decididos, finas las líneas ascendentes.
– Y naturalmente ni usted ni nadie de su bufete notificaron a Robin Boyton su posible buena fortuna.
– Habría sido algo muy poco profesional. Por lo que sé, él no lo sabía ni lo preguntó.
– Aunque lo hubiera sabido -dijo Dalgliesh-, difícilmente habría podido impugnar el último testamento una vez había sido ya autentificado.
– Y me atrevo a decir que usted tampoco puede, comandante. -Tras una pausa, prosiguió-: He accedido a responder a sus preguntas, ahora quiero hacerle una yo. ¿Está usted totalmente convencido de que Candace Westhall mató a Robin Boyton y a Rhoda Gradwyn e intentó matar a Sharon Bateman?
– Sí a la primera parte de su pregunta -contestó Dalgliesh-. No me creo la confesión en su totalidad, pero en un aspecto es cierta. Ella mató a la señorita Gradwyn y fue responsable de la muerte del señor Boyton. Confesó haber planeado el asesinato de Sharon Bateman. Para entonces ya habría decidido suicidarse. En cuanto sospechó que yo sabía la verdad sobre el último testamento, no podía arriesgarse a someterse a un interrogatorio severo ante un tribunal.
– La verdad sobre el último testamento -dijo Philip Kershaw-. Sabía que llegaríamos a esto. Pero ¿sabe usted la verdad? Y aunque la supiera, ¿convencería a un tribunal? Si ella estuviera viva y fuera condenada por falsificar las firmas, de su padre y de los dos testigos, las complicaciones legales sobre el testamento, estando Boyton muerto, serían considerables. Lástima que no pueda discutir algunas de ellas con mis colegas.
Parecía casi animado por primera vez desde que Dalgliesh entrara en la habitación.
– Y bajo juramento, ¿qué diría usted?-preguntó Dalgliesh.
– ¿Sobre el testamento? Que lo consideré válido y no tuve sospechas acerca de las firmas tanto del testador como de los testigos. Compare la letra de los dos. ¿Hay alguna duda de que están escritos por la misma mano? Comandante, no hay nada que usted pueda o necesite hacer. Este testamento sólo podía haber sido impugnado por Robin Boyton, y él está muerto. Ni usted ni la Policía Metropolitana gozan de ningún locus standi, derecho de audiencia, en este asunto. Tiene usted su confesión. Tiene a su asesina. El caso está cerrado. El dinero fue legado a las dos personas que acreditaban más derecho al mismo.
– Acepto que, dada la confesión, lógicamente no se puede hacer nada más -dijo Dalgliesh-. Pero no me gustan las cosas a medio hacer. Necesitaba saber si estaba en lo cierto y si era posible comprender. Usted me ha ayudado mucho. Ahora conozco la verdad en la medida en que puede conocerse, y creo entender por qué Candace lo hizo. ¿Es una afirmación demasiado arrogante?
– ¿Saber la verdad y entenderla? Sí, con todos mis respetos, comandante, creo que sí. Arrogante y, tal vez, impertinente. Como cuando desguazamos las vidas de los muertos famosos, como pollos chillones que picotean en todos los chismorreos y escándalos. Y ahora tengo una pregunta para usted. ¿Estaría usted dispuesto a infringir la ley haciendo algo que reparase un daño o beneficiase a una persona amada?
– Respondo con una evasiva, pero es que la pregunta es hipotética -dijo Dalgliesh-. Dependería de la importancia y la sensatez de la ley que incumpliera y de si el bien para la supuesta persona amada, o incluso el bien público, fuera, a mi juicio, mayor que el daño de quebrantar la ley. Con ciertos crímenes… el asesinato o la violación, por ejemplo… sería del todo imposible. No se puede plantear la cuestión en abstracto. Soy agente de policía, no un teólogo moral ni un especialista en ética.
– Oh, sí lo es, comandante. Debido a la muerte de lo que Sydney Smith describía como religión racional y debido a que los defensores de lo que sigue transmiten mensajes tan confusos e inciertos, todas las personas civilizadas han de ser éticas. Hemos de resolver nuestra propia salvación con diligencia basándonos en aquello en lo que creemos. Así que dígame, ¿en alguna circunstancia violaría usted la ley para beneficiar a alguien?
– ¿Beneficiar en qué sentido?
– En cualquier sentido en el que se pueda conceder un beneficio. Satisfacer una necesidad. Proteger. Reparar un daño.
– Entonces, hablando en plata -dijo Dalgliesh-, creo que la respuesta es sí. Me veo, por ejemplo, ayudando a la persona amada a tener una muerte compasiva si ella estuviera pasando las de Caín en este mundo implacable y sólo respirar ya supusiera un tormento. Espero no tener que hacerlo. Pero ya que usted lo pregunta, pues sí, me imagino a mí mismo quebrantando la ley para favorecer a alguien a quien amase. Sobre lo de reparar un daño no estoy tan seguro. Eso supondría tener la sabiduría para decidir lo que está bien y lo que está mal, y la humildad de considerar si alguna acción que yo pudiera emprender mejoraría o empeoraría las cosas. Ahora le formulo yo una pregunta. Perdone si le parece impertinente. ¿La persona amada sería para usted Candace Westhall?
Kershaw se levantó con dificultad y, tras coger las muletas, se acercó a la ventana y estuvo unos instantes mirando como si el mundo exterior fuera una pregunta que jamás se enunciaría, o, en su caso, no requeriría respuesta. Dalgliesh esperó. De pronto, Kershaw se volvió hacia él, y el comandante le observó mientras, como si fuera alguien que está aprendiendo a caminar, el abogado regresaba a su silla con pasos vacilantes.
– Voy a decirle algo que nunca he dicho ni diré a ningún otro ser humano -dijo Kershaw-. Lo hago porque creo que con usted no hay peligro. Y además quizás al final de la vida llega un momento en que un secreto se convierte en una carga que uno desea traspasar a los hombros de otro, como si el mero hecho de que alguien más lo sepa y lo comparta redujera el peso de algún modo. Supongo que es por eso por lo que la gente religiosa se confiesa. ¡Qué increíble limpieza ritual debe de ser la confesión! De todos modos, esto no es para mí, y no pienso cambiar la no creencia de toda una vida por lo que al final me parecería un consuelo falaz. Así que le explicaré. Esto no supondrá para usted carga ni angustia alguna, y estoy dirigiéndome a Adam Dalgliesh el poeta, no a Adam Dalgliesh el detective.
– En este momento no hay ninguna diferencia entre ellos -dijo Dalgliesh.
– En su mente no, comandante, pero quizá sí en la mía. De todos modos, hay otra razón para hablar, no digna de admiración, pero claro, ¿hay alguna que lo sea? No se imagina el placer que es hablar con un hombre refinado sobre algo distinto del estado de mi salud. Lo primero y lo último que el personal o cualquier visita pregunta es cómo me encuentro. Así es como me defino ahora, en función de la enfermedad y la mortalidad. Sin duda le parecerá difícil ser educado cuando la gente insiste en hablar sobre su poesía.
– Intento ser cortés cuando ellos quieren ser amables, pero lo detesto y no resulta fácil.
– Así, yo dejaré en paz su poesía si usted deja en paz el estado de mi hígado.
Se rio, una intensa y dura expulsión de aire interrumpida bruscamente. Pareció más un grito de dolor. Dalgliesh aguardó sin hablar. Daba la impresión de que Kershaw estaba reuniendo fuerzas, mientras acomodaba su esquelética figura en la butaca.
– En esencia es una historia corriente -dijo-. Pasa en todas partes. No tiene nada de especial ni atrayente salvo las personas afectadas. Hace veinticinco años, cuando yo tenía treinta y ocho y Candace dieciocho, ella tuvo un hijo mío. Yo era socio del bufete desde hacía poco, y pasé a encargarme de los asuntos de Peregrine Westhall. No eran particularmente difíciles ni interesantes, pero le hice suficientes visitas para ver lo que pasaba en aquella gran casa de piedra de los Cotswolds, donde vivía entonces la familia. La frágil y bonita mujer que utilizaba su enfermedad como una defensa contra su marido, la silenciosa y asustada hija, el introvertido hijo. Creo que en aquella época yo me las daba de ser alguien interesado en la gente, sensible a las emociones humanas. Quizá lo era. Y cuando digo que Candace estaba asustada, no estoy insinuando que su padre la maltratara o la golpeara. El tenía una sola arma, la más mortífera: su lengua. No creo que llegara a tocarla nunca, desde luego no de manera afectuosa. Era un hombre al que no le gustaban las mujeres. Para él, Candace fue una decepción desde el momento de nacer. No quiero que se lleve usted la impresión de que era un hombre deliberadamente cruel. Yo le tenía por un académico distinguido. A mí no me asustaba. Podía hablar con él, cosa que Candace nunca pudo hacer. Sólo con que ella le hubiera hecho frente, él ya la habría respetado. El hombre aborrecía la sumisión. Y lógicamente también habría mejorado las cosas que ella hubiera sido bonita. Con las hijas siempre es así, ¿no?
– Es difícil enfrentarse a alguien si se le tiene miedo desde la infancia -dijo Dalgliesh.
Kershaw prosiguió como si no hubiera oído el comentario.
– Nuestra relación, no estoy hablando de aventura, comenzó cuando yo estaba en la librería de Blackwell, en Oxford, y vi a Candace, que había ingresado en el trimestre de otoño. Parecía deseosa de charlar, lo que no era habitual, y la invité a un café. Sin su padre, parecía cobrar vida. Ella hablaba y yo escuchaba. Quedamos en volver a vernos, y para mí llegó a ser una especie de hábito ir a Oxford cuando ella se encontraba allí y llevarla a almorzar fuera de la ciudad. Los dos éramos caminantes llenos de energía, y yo esperaba con ganas esos encuentros otoñales y nuestros paseos por los Cotswolds. Sólo nos acostamos una vez, una tarde inusitadamente calurosa, en el bosque, bajo un dosel de árboles bañados por el sol, cuando supongo que una combinación de la belleza y el aislamiento de los árboles, el calor, nuestra satisfacción tras haber almorzado bien, dieron pie al primer beso y a partir de ahí a la inevitable seducción. Creo que después ambos supimos que había sido un error. Además éramos lo bastante perspicaces sobre nosotros mismos para saber cómo había pasado. Ella había tenido una mala semana en el college y necesitaba consuelo, y la capacidad de consolar es tentadora…, no quiero decir sólo en el aspecto físico. Ella se sentía sexualmente inepta, alejada de sus iguales y, se diera cuenta o no, buscaba una oportunidad para perder la virginidad. Yo era mayor, amable, cariñoso con ella, estaba disponible, era el compañero ideal para una primera experiencia sexual, que ella deseaba y temía. Conmigo podía sentirse segura.
»Y cuando, demasiado tarde para abortar, me dijo que estaba embarazada, los dos sabíamos que su familia no debía enterarse, en especial su padre. Ella decía que él la despreciaba y que la despreciaría aún más, no por haberse acostado con un hombre, lo cual seguramente no le importaría, sino porque había elegido a la persona equivocada y por haber sido una idiota al quedarse embarazada. Candace podía decirme exactamente lo que él le diría, lo que me indignó y me horrorizó. Yo me acercaba a la mediana edad y no estaba casado. No tenía ningún deseo de asumir la responsabilidad de un hijo. Ahora, cuando es demasiado tarde para arreglar nada, sé que tratábamos al niño como si fuera una especie de tumor maligno que hubiéramos de extirpar, o en todo caso quitarnos de encima, y luego pudiéramos olvidarnos de él. Si hablamos de pecados…, y usted, por lo que tengo entendido, es hijo de un sacerdote y sin duda la influencia familiar aún significa algo…, los pecadores fuimos nosotros. Ella mantuvo el embarazo en secreto y, cuando ya corría el riesgo de ser descubierta, fue al extranjero, regresó y dejó el bebé en una clínica de maternidad de Londres. A mí no me costó arreglar lo de la acogida privada y la adopción. Era abogado; tenía los conocimientos y el dinero. Y en aquella época había menos control sobre estos asuntos.
»Candace mantuvo desde el principio una actitud estoica. Si amaba a su hijo, consiguió disimularlo. Después de la adopción, ella y yo no nos veíamos. Supongo que no teníamos una verdadera relación, e incluso vernos era dar pie a la turbación, la vergüenza, a recordar inconvenientes, mentiras, carreras desbaratadas. Más adelante, ella recuperó en Oxford el tiempo perdido. Imagino que estudió Clásicas en un intento de ganarse el afecto de su padre. Lo único que sé es que no lo logró. No volvió a ver a Annabel, cuyo nombre también fue escogido por los eventuales padres adoptivos, hasta que cumplió dieciocho años, pero creo que estuvo en contacto con ella, aunque fuera indirectamente y sin reconocerla como hija suya. Como es lógico, sabía en qué universidad se había matriculado Annabel y consiguió un trabajo ahí, pese a no ser una opción natural para una licenciada en Clásicas con un doctorado en Filosofía.
– ¿Volvió usted a ver a Candace? -preguntó Dalgliesh. -Sólo una vez al cabo de veinticinco años. También fue la última. El viernes 7 de diciembre regresó de visitar en Canadá a la vieja enfermera, Grace Holmes. La señora Holmes es la única testigo superviviente del testamento de Peregrine. Candace fue a entregarle una cantidad de dinero, creo que dijo diez mil libras, como muestra de agradecimiento por su esfuerzo en el cuidado de Peregrine Westhall. La otra testigo, Elizabeth Barnes, era una empleada jubilada de la casa de los Westhall y estaba recibiendo una pequeña pensión cuyo cobro, naturalmente, cesó a su muerte. Candace consideraba que Grace Holmes debía ser recompensada. También deseaba tener la declaración de la enfermera sobre la fecha de la muerte de su padre. Me contó la ridícula acusación de Robin Boyton de que el cadáver había sido escondido en un congelador hasta que hubieron transcurrido veintiocho días desde el fallecimiento del abuelo. Aquí está la carta que Grace Holmes escribió y le entregó. Como verá, va dirigida a Candace. Ella quiso que yo tuviera una copia, quizá para mayor seguridad. Si hacía falta, yo se la pasaría al responsable del bufete.
Levantó la copia del testamento y de debajo sacó una hoja de papel de escribir que dio a Dalgliesh. La carta llevaba fecha del 2 de diciembre de 2007. La letra era grande, redonda, con una caligrafía muy cuidada.
Muy señor mío:
La señorita Candace Westhall me ha pedido que le mande una carta que confirme la fecha de la muerte de su padre, el doctor Peregrine Westhall. Esta se produjo el 5 de marzo de 2007. En los dos días anteriores había empeorado mucho su estado, y el doctor Stenhouse lo vio el 3 de marzo, pero no le recetó ningún medicamento nuevo. El profesor Westhall dijo que quería ver al cura local, el reverendo Matheson, que acudió enseguida. Lo trajo en coche su hermana. En aquel momento yo estaba en la casa pero no en la habitación del enfermo. Alcancé a oír los gritos del profesor pero no lo que decía el señor Matheson. No se quedaron mucho rato, y cuando salieron el reverendo parecía consternado. El doctor Westhall murió dos días después. En el momento del fallecimiento yo estaba en la casa con su hijo y la señorita Westhall. Fui yo quien lo amortajó.
También fui testigo en su último testamento, que escribió de su puño y letra. Sucedió en el verano de 2005, pero no recuerdo la fecha. Fue el último testamento que firmé como testigo, aunque el profesor Westhall había redactado otros en las semanas precedentes, que Elizabeth Barnes y yo atestiguamos, pero que, en mi opinión, él rompió.
Todo lo que he escrito es verdad.
Atentamente,
GRACE HOLMES
– A Grace Holmes se le pidió que confirmara la fecha de la muerte -dijo Dalgliesh-. Entonces no entiendo a qué viene el párrafo que se refiere al testamento.
– Como Boyton había planteado dudas sobre la fecha en que murió su tío, tal vez ella consideró importante mencionar algo relativo a la muerte de Peregrine que más adelante pudiera ser puesto en entredicho.
– Pero el testamento nunca fue puesto en entredicho, ¿verdad? ¿Y por qué hizo falta que Candace Westhall volara a Toronto y viera a Grace Holmes en persona? Los arreglos económicos no requerían visita ninguna, y la otra información sobre la fecha de la muerte se la habría podido dar por teléfono. ¿Por qué necesitaba esta confirmación? Sabía que el reverendo Matheson había visto a su padre dos días antes de morir. El testimonio de Matheson y su hermana habría bastado.
– ¿Está insinuando que las diez mil libras eran en pago por esa carta?
– Por el último párrafo -señaló Dalgliesh-. A lo mejor Candace Westhall quería eliminar todo riesgo de que el único testigo vivo de la muerte de su padre revelara algo. Grace Holmes había ayudado a la enfermera de Peregrine Westhall y sabía lo que la hija había tenido que aguantar. Sería feliz si al final se hacía justicia a Candace y Marcus. Desde luego, cogió las diez mil libras. En todo caso, ¿qué se le pedía que hiciera? Tan sólo decir que había sido testigo de la firma de un testamento escrito a mano cuya fecha no recordaba. ¿Cree usted por un momento que algún día alguien la convencerá de que cambie su versión, de que diga algo más? Por otra parte, ella no había sido testigo del testamento anterior. No sabía nada sobre la injusticia sufrida por Robin Boyton. Seguramente se convenció a sí misma de que estaba diciendo la verdad.
Durante casi un minuto permanecieron sentados en silencio; luego habló Dalgliesh.
– ¿Me responderá a la pregunta de si en esta última visita que le hizo Candace Westhall hablaron sobre la verdad del testa mentó de su padre?
– No, y no creo que usted espere que lo haga. Por eso no preguntará. Pero sí le diré algo, comandante. No era una mujer capaz de agobiarme con más cosas de las que yo necesitara saber. Quería que yo guardara la carta de Grace Holmes, pero ésta era la parte menos importante de la visita. Me dijo que nuestra hija había muerto y cómo. Teníamos asuntos pendientes. Había cosas que los dos necesitábamos decir. Me gustaría creer que, cuando se hubo marchado, había desaparecido casi toda la amargura de los últimos veinticinco años, pero esto sería un sofisma romántico. Nos habíamos hecho demasiado daño el uno al otro. Creo que murió más feliz porque sabía que podía confiar en mí. Eso era todo lo que había y había habido jamás entre nosotros: confianza, no amor.
Pero Dalgliesh aún tenía otra pregunta.
– Cuando le telefoneé y usted accedió a recibirme, ¿se lo dijo a Candace Westhall?
Kershaw lo miró fijamente y respondió al instante:
– La llamé y se lo dije. Y ahora, si me permite, debo desayunar. Me alegro de que haya venido, pero no volveremos a vernos. Si es tan amable de pulsar el botón que hay junto a la cama, Charles lo acompañará a la salida.
Extendió la mano. El apretón seguía siendo firme, pero el resplandor en los ojos se había apagado. Se había cerrado algo. Charles ya le esperaba en la puerta, y Dalgliesh se volvió para echar a Kershaw la última mirada. Estaba sentado en el sillón, en silencio, con los ojos clavados en la vacía chimenea.
Dalgliesh apenas se había abrochado el cinturón de seguridad cuando sonó su móvil. Era el detective Andy Howard. La nota de triunfo en la voz era contenida pero inequívoca.
– Lo hemos cogido, señor. Un chico del barrio, como sospechábamos. Había sido interrogado antes cuatro veces acerca de agresiones sexuales, pero nunca había sido acusado. Al departamento de justicia le tranquilizará saber que no es otro inmigrante ilegal ni alguien en libertad bajo fianza. Por supuesto también tenemos el ADN. Me preocupa un poco el modo de mantener la prueba del ADN si no hay cargos, pero no es el primer caso en que ha sido útil.
– Enhorabuena, inspector. ¿Cree que hay alguna posibilidad de que se declare culpable? Estaría bien ahorrarle a Annie el mal trago del juicio.
– Yo diría que todas, señor. El ADN no es la única prueba que tenemos, pero es categórica. De todas maneras, aún pasará un tiempo hasta que la chica esté en condiciones de acudir a la tribuna de los testigos.
Dalgliesh apagó el móvil más tranquilo. Ahora necesitaba encontrar un sitio donde pudiera estar un rato a solas y en paz.
Condujo hacia el oeste desde Bournemouth hasta que, por la carretera de la costa, encontró un lugar donde pudo aparcar el coche y contemplar el mar frente a Poole Harbour. Durante la última semana, había estado entregado en cuerpo y alma a las muertes de Rhoda Gradwyn y Robin Boyton, pero ahora debía encarar su futuro. Tenía ante él varias opciones, la mayoría interesantes o exigentes, pero hasta el momento no había pensado mucho en ellas. Sí era seguro algo trascendental: su boda con Emma, y sobre esto no cabía ninguna duda, nada salvo la certeza de la dicha.
Al menos sabía la verdad acerca de esas dos muertes. Quizá Philip Kershaw tenía razón. Había cierta arrogancia en querer saber siempre la verdad, en especial la verdad sobre móviles humanos, el misterioso funcionamiento de la mente de otro. Estaba convencido de que Candace Westhall jamás tuvo intención de matar a Sharon. Seguramente animó a la chica en su fantasía, quizá cuando estaban solas y Sharon la ayudaba con los libros. De todos modos, lo que sí quiso y planeó Candace fue un medio seguro de convencer al mundo de que ella y sólo ella había matado a Gradwyn y Boyton. Dada su confesión, el veredicto del juez era inevitable. El caso quedaría cerrado, y ahí terminal un sus responsabilidades. No había nada más que pudiera, o quisiera, hacer.
Como pasaba con todas las investigaciones, ésta le dejaría recuerdos, personas que, sin un especial deseo por parte de él, se instalarían como presencias silenciosas en su mente y sus pensamientos durante años, pero que podían cobrar vida gracias a un lugar, la cara de un desconocido, una voz. Por lo general, no quería revivir el pasado, pero estas breves apariciones le despertaban la curiosidad por saber el motivo de que determinadas personas estuvieran alojadas en su memoria y qué había sido de ellas. Rara vez eran la parte más importante de las investigaciones, y ahora creía saber ya qué personas de la semana anterior permanecerían en su recuerdo. El padre Curtis y su prole de niños rubios, Stephen Collinsby y Lettie Frensham. En los últimos años, ¿cuántas vidas habían afectado fugazmente la suya, a menudo en el horror y la tragedia, el terror y la angustia? Sin saberlo, ellas habían inspirado algunos de sus mejores poemas. ¿Qué inspiración hallaría en la burocracia o los privilegios del cargo?
Pero ya era hora de regresar a la Vieja Casa de la Policía, recoger sus cosas y ponerse en camino. Se había despedido de todos los de la Mansión y había llamado a la Casa de la Glicina para agradecer a los Shepherd la hospitalidad mostrada a su equipo. Ahora sólo había una persona a la que deseaba ver.
Llegó a la casa y abrió la puerta. El fuego había sido encendido de nuevo, pero la estancia se hallaba a oscuras salvo por una lámpara de una mesita situada junto al sillón de la chimenea. Emma se puso en pie y se le acercó, su rostro y el oscuro pelo estaban bruñidos por la luz de la lumbre.
– ¿Te has enterado? -dijo ella-. El inspector Howard ha practicado una detención. Ya no tenemos por qué imaginárnoslo por ahí, quizás haciéndolo de nuevo. Y Annie está mejorando.
– Andy Howard me ha llamado -dijo Dalgliesh-. Es una noticia fantástica, cariño, sobre todo lo de Annie.
– Me he encontrado con Benton y Kate en Wareham antes de que salieran para Londres -dijo Emma acudiendo al abrazo de él-. Pensaba que igual te gustaría volver a casa acompañado.