TERCERA PARTE

16-18 de diciembre

Londres, Dorset, Midlands, Dorset

1

Dalgliesh y Kate salieron de Stoke Cheverell antes de las seis, una hora temprana en parte porque Dalgliesh tenía una fuerte aversión al denso tráfico de la mañana, pero también porque en Londres necesitaba tiempo suplementario. Debía entregar en el Yard unos documentos en los que había estado trabajando, recoger el borrador de un informe confidencial del que se requerían sus comentarios y dejar una nota en la mesa de su secretaria. Una vez hecho esto, él y Kate viajaron en silencio por las calles casi desiertas.

Para Dalgliesh, como para muchos, las primeras horas de un domingo por la mañana en la City tenían un atractivo especial. Durante cinco días laborables, el aire palpita de energía, y uno llega a creer que la gran riqueza del lugar está siendo físicamente extraída a martillazos, a base de sudor y agotamiento, en alguna sala de máquinas subterránea. El viernes por la tarde, los engranajes dejan poco a poco de girar, y al observar a los trabajadores de la City que se aglomeran por miles en los puentes del Támesis y se dirigen a sus estaciones de tren, al ver ese éxodo masivo, uno repara en que no es tanto una cuestión de voluntad como de obediencia a un impulso plurisecular. Un domingo por la mañana a primera hora, la City, lejos de acomodarse para dormir más profundamente, yace expectante en silencio, aguardando la aparición de un ejército fantasmagórico, convocado por campanas para adorar a viejos dioses en sus santuarios cuidadosamente preservados y para recorrer tranquilas calles recordadas. Incluso el río parece fluir más despacio.

Encontraron aparcamiento a unos centenares de metros de Absolution Alley, y Dalgliesh echó un último vistazo al plano, cogió el kit, y los dos se pusieron a andar en dirección este. Habría sido fácil pasar por alto la estrecha entrada adoquinada bajo un arco de piedra, con unos ornamentos que no armonizaban con aquella abertura tan estrecha. El patio enlosado, con dos apliques que sólo iluminaban una penumbra dickensiana, era pequeño, y en el centro había un pedestal sobre el que se levantaba una estatua deteriorada por el paso del tiempo, posiblemente de antiguo significado religioso pero que ahora no era más que una masa pétrea informe. El número ocho estaba en el lado este, la puerta pintada de un verde tan oscuro que casi parecía negro y con un llamador de hierro con forma de búho. Al lado del número ocho había una tienda que vendía grabados antiguos, y que en el exterior tenía un expositor de madera ahora vacío. Un segundo edificio era obviamente una agencia de colocación, pero nada revelaba el tipo de trabajadores que esperaba atraer. En otras puertas había pequeñas placas bruñidas con nombres desconocidos. El silencio era absoluto.

La puerta tenía dos cerraduras de seguridad, pero no costó nada encontrar las llaves pertinentes en el manojo de la señorita Gradwyn, y se abrió sin dificultad. Dalgliesh alargó la mano y encontró el interruptor de la luz. Entraron en una estancia pequeña, revestida de paneles de roble y con un adornado techo enlucido que incluía la fecha: 1684. En la parte de atrás, una ventana dividida con parteluces daba a un patio empedrado con espacio para poco más que un árbol sin hojas en un inmenso tiesto de terracota. A la derecha había una hilera de perchas para abrigos con un estante debajo para zapatos, y a la izquierda una mesa rectangular de roble en la que se veían cuatro sobres, sin duda facturas o catálogos, que, pensó Dalgliesh, seguramente habían llegado antes de que la señorita Gradwyn saliera el jueves para la Mansión y que, como probablemente habría considerado ella, muy bien podían esperar hasta su regreso. El único cuadro era una pequeña pintura al óleo de un hombre del siglo XVII con una cara larga y delicada, que colgaba encima de la chimenea de piedra y que Dalgliesh, tras un primer examen, pensó que era una reproducción del conocido retrato de John Donne. Encendió la luz de encima del retrato y lo estudió unos instantes en silencio. Colgado solo en una habitación que era un lugar de paso, adquiría un poder icónico, quizá como el genio que presidiera la casa. Dalgliesh apagó la luz y se preguntó si así había sido también para Rhoda Gradwyn.

Una escalera de madera sin alfombrar conducía a la primera planta. Delante se veía la cocina, con un pequeño comedor en la parte trasera. La cocina estaba magníficamente bien dispuesta y equipada, era el espacio de una mujer que sabía cocinar, aunque ni ahí ni en el comedor se detectaban signos de uso reciente. Subieron a la segunda planta. Había un cuarto de invitados con dos camas individuales, las colchas idénticas bien extendidas y una ducha y un lavabo con vista al patio. De nuevo todo sin señales de ocupación. El espacio de arriba era casi una réplica del de la segunda planta, pero aquí el dormitorio, con una sola cama, era con toda evidencia el de la señorita Gradwyn. En una mesilla había una lámpara de estudio moderna, un reloj de mesa cuyo tictac sonaba anormalmente fuerte en la quietud, y tres libros: la biografía de Pepys de Clare Tomalin, un volumen de poesía de Charles Causley y una antología de narraciones cortas actuales. La estantería del cuarto de baño contenía muy pocos botes y tarros, y Kate, que vencida por su curiosidad femenina había alargado la mano, se echó atrás. Ni Dalgliesh ni ella habían entrado en el mundo privado de la víctima sin ser conscientes de que su presencia, bien que necesaria, era una violación de la intimidad. El sabía que Kate siempre hacía una distinción entre los objetos que debía examinar y llevarse y la curiosidad natural ante una vida que se había librado para siempre de cualquier capacidad humana para hacer daño o poner en un aprieto a alguien.

– No parece que quisiera camuflar la cicatriz -dijo sin más.

Finalmente se trasladaron a la planta más alta y entraron en una habitación larga como la casa, con ventanas tanto al este como al oeste desde las que se tenía una vista panorámica de la City. Sólo aquí comenzó Dalgliesh a sentir plenamente que estaba en contacto mental con la propietaria. En esta habitación, ella había vivido, trabajado, descansado, visto la televisión, escuchado música, sin necesitar nada ni a nadie que no estuviera dentro de esas cuatro paredes. Una estaba cubierta casi del todo por una estantería finamente tallada con baldas graduables. Dalgliesh advirtió que había sido importante para ella, como lo era para él, que los libros encajaran perfectamente en la altura de los estantes. El escritorio de caoba estaba a la izquierda de la librería y parecía eduardiano. Era más práctico que decorativo, con cajones a ambos lados, los de la derecha, cerrados. Arriba, un anaquel con una hilera de archivadores. En el otro lado de la habitación había un cómodo sofá con cojines, una butaca frente a la televisión con un pequeño escabel para los pies, y a la derecha de la negra chimenea victoriana, un sillón de respaldo alto. El equipo estéreo era moderno pero discreto. A la izquierda de la ventana se veía una pequeña nevera, en lo alto de la cual había una bandeja con una cafetera eléctrica, un molinillo de café y un pocillo. Aquí, gracias al grifo en el baño de la planta de abajo, podía prepararse algo de beber sin tener que bajar tres tramos de escalera hasta la cocina. No era un lugar fácil para vivir, pero sí un lugar en el que él también habría podido sentirse a gusto. Dalgliesh y Kate recorrían la estancia sin hablar. El vio que la ventana orientada al este daba acceso a un pequeño balcón de hierro forjado con unos peldaños de hierro que ascendían a la azotea. Abrió la ventana al frescor de la mañana y subió. Kate no le siguió.

El piso de Dalgliesh, Támesis arriba, en Queenhithe, estaba a un tiro de piedra, y él dirigió la mirada al río. Aunque tuviera tiempo o necesitara ir allí, sabía que no encontraría a Emma. Pese a tener una llave, ella nunca visitaba el piso si estaba en Londres a menos que estuviera él. Dalgliesh sabía que esto era parte de la forma tácita y cuidadosa de Emma de distanciarse del trabajo de él, un deseo que era prácticamente una obsesión por no invadir su privacidad, privacidad que ella respetaba porque la entendía y la compartía. Un amante no era una adquisición ni un trofeo del que uno se apoderaba. Había siempre una parte de la personalidad que permanecía inviolada. Cuando se enamoraron, ella se quedaba dormida en sus brazos, y él se agitaba de madrugada, buscándola pero sabiendo que no estaba. Dalgliesh le llevaba el té de primera hora a la habitación de los invitados. Esto ahora pasaba con menos frecuencia. Al principio la separación le preocupaba. Como no se atrevía a preguntárselo, en parte porque temía conocer la respuesta, había llegado a sus propias conclusiones. Dado que él no hablaba, o quizá no hablaría, abiertamente de la realidad de su trabajo, ella necesitaba separar el amante y el detective. Podían hablar del empleo de ella en Cambridge, y lo hacían a menudo, a veces discutiendo alegremente, pues compartían una pasión por la literatura. El trabajo de él no contenía un terreno común. Ella no era tonta ni hipersensible, reconocía la importancia del trabajo de Adam, pero éste sabía que aún se extendía entre ellos como un matorral inexplorado y peligrosamente minado.

Había estado en la azotea menos de un minuto. Desde este lugar alto y privado, Rhoda Gradwyn había contemplado cómo la aurora acariciaba los capiteles y las torres de la City pintándolos de luz. Bajó y se reunió con Kate.

– Mejor que empecemos con los archivos -dijo.

Se sentaron al escritorio uno al lado del otro. Todas las cajas estaban pulcramente etiquetadas. La denominada Sanctuary Court contenía la copia de su complicado contrato de arrendamiento -ahora, veía él, con sesenta y siete años pendientes-, correspondencia con su abogado, detalles y presupuestos relacionados con reformas y mantenimiento. Su agente y su abogado tenían sendas carpetas con su nombre. En otro archivador, titulado Finanzas, estaban sus extractos de cuentas bancarias e informes regulares de sus banqueros o del estado de sus inversiones. Mientras hojeaba, Dalgliesh se sorprendió de lo bien que le iba a Rhoda Gradwyn. Tenía una fortuna de dos millones de libras, la cartera de acciones con un claro equilibrio entre valores de renta variable y bonos del Estado.

– Sería más lógico encontrar estos papeles en uno de los cajones cerrados -dijo Kate-. No parecía preocuparle que un intruso descubriera cuánto tenía, probablemente porque pensaba que la casa era segura. O quizás es que no le importaba lo más mínimo. No vivía como una mujer rica.

– Supongo que cuando aparezca Newton Macklefield con el testamento nos enteraremos de quién va a beneficiarse de todo este dineral.

Volvieron la atención a la hilera de archivadores que contenían copias de sus artículos en prensa y revistas. Cada caja, rotulada con el período de años abarcado, incluía los artículos por orden cronológico, algunos con tapas de plástico. Cogieron un archivo cada uno y se acomodaron para trabajar.

– Anota cualquier cosa relacionada, aunque sea de forma indirecta, con la Mansión Cheverell o cualquiera de las personas que están allí -dijo Dalgliesh.

Durante casi una hora trabajaron en silencio; de pronto, Kate deslizó por la mesa un montón de recortes de periódico.

– Esto es interesante, señor. Un largo artículo en la Paternoster Review sobre el plagio, publicado en el número de primavera de 2002. Al parecer suscitó interés. Hay unos cuantos recortes adjuntos, entre ellos un informe de una pesquisa judicial y otro de un entierro con una foto. -Se lo alcanzó-. Una de las personas que está junto a la tumba se parece mucho a la señorita Westhall.

Dalgliesh cogió una lupa del kit y examinó la imagen. La mujer iba sin sombrero y estaba de pie algo apartada de un grupo de dolientes. Sólo se le veía la cabeza y la cara estaba parcialmente oscurecida, pero al cabo de un minuto Dalgliesh tenía pocas dudas. Dio la lupa a Kate y dijo:

– Sí, es Candace Westhall.

Centró su atención en el artículo. Leía muy rápido y le fue fácil captar lo esencial. El artículo era inteligente, estaba bien escrito y meticulosamente documentado, y lo leyó con verdadero interés y creciente respeto. Trataba de casos de plagio sin apasionamiento y de forma imparcial, pensó, unos pertenecientes al pasado lejano, otros más recientes, algunos conocidos, muchos nuevos para él. Era interesante lo que Rhoda Gradwyn decía sobre la copia aparentemente inconsciente de expresiones e ideas y las curiosas coincidencias ocasionales en la literatura cuando una idea potente entra simultáneamente en dos cabezas como si hubiera llegado su hora. Analizaba, asimismo, los modos sutiles mediante los cuales los grandes escritores han influido en las generaciones posteriores, igual que Bach y Beethoven o los principales pintores. Pero el caso más importante de plagio que abordaba era, sin duda, uno de carácter flagrante que Gradwyn afirmaba haber descubierto por casualidad. El caso era fascinante porque, al parecer, el hurto por parte de una escritora joven y de talento y obvia originalidad había sido innecesario. Una joven novelista que todavía estaba en la universidad, Annabel Skelton, había escrito su primera novela, muy elogiada y preseleccionada para un importante premio literario británico, en la que cierto número de frases, fragmentos de diálogos y descripciones intensas habían sido sacados palabra por palabra de una obra de ficción publicada en 1927 por una escritora ya olvidada cuyo nombre Dalgliesh no había oído en su vida. El caso era incontrovertible, entre otras cosas por la calidad de la prosa de Gradwyn y la equidad del artículo. Apareció cuando los tabloides andaban escasos de noticias, y los periodistas sacaron el mayor provecho del escándalo. Hubo vociferantes exigencias de que se excluyera la novela de Annabel Skelton de la lista de candidatos nominados. El resultado de todo ello fue trágico: tres días después de que apareciera el artículo, la chica se suicidó. Si Candace Westhall había tenido una relación íntima con ella -amante, amiga, profesora, admiradora-, ahí había un móvil, según algunos, lo bastante fuerte para llegar a matar.

Entonces sonó el teléfono. Era Benton, y Dalgliesh conectó el móvil al manos libres para que Kate pudiera oír. Controlando cuidadosamente su entusiasmo, Benton dijo:

– Hemos localizado el coche, señor. Es un Ford Focus, W341 UDG.

– Qué rápido, sargento. Enhorabuena.

– Me temo que inmerecida, señor. Hemos tenido un golpe de suerte. El nieto de los Shepherd llegó tarde la noche del viernes para pasar el fin de semana con ellos. Ayer estuvo fuera todo el día visitando a una novia, por lo que no le hemos visto hasta esta mañana. Nos ha dicho que estuvo yendo detrás de ese coche durante unos kilómetros y lo vio pararse junto a las piedras. Eran alrededor de las once y media del viernes. En el coche sólo había una persona, y, tras aparcar, el conductor apagó las luces. Le pregunté por qué había apuntado la matrícula y me contestó que el 341 es un número brillante.

– Qué bien que atrajera su interés. ¿Brillante en qué sentido? ¿Ha explicado a qué se debe su fascinación?

– Por lo visto es un término matemático, señor: 341 se describe como un número brillante porque tiene dos factores primos, 11 y 31. Si se multiplican, se obtiene 341. Los números con dos factores primos de igual longitud se conocen como números brillantes y se usan en criptografía. Al parecer también es la suma de los cuadrados de los divisores de 16, pero creo que él quedó más impresionado por los dos factores primos. Con UDG no tuvo ningún problema. En su mente, significa que Uno Da las Gracias…, no está mal, señor.

– Las matemáticas no significan nada para mí -dijo Dalgliesh-, pero esperemos que el chico esté en lo cierto. Supongo que podemos encontrar a alguien que lo confirme.

– No creo que debamos tomarnos la molestia, señor. Ha sacado un sobresaliente en matemáticas en Oxford. Dice que nunca se queda pegado detrás de otro vehículo sin jugar mentalmente con el número de la matrícula.

– ¿Y el propietario del coche?

– A primera vista, un poco sorprendente. Es un clérigo. El reverendo Michael Curtís. Vive en Droughton Cross. Vicaría de la Iglesia de Saint John, 2 Balaclava Gardens. Un barrio de Droughton.

Por la autopista, a la ciudad industrial de las Midlands se podía llegar en poco más de dos horas.

– Gracias, sargento -dijo Dalgliesh-. Iremos a Droughton Cross en cuanto hayamos terminado aquí. Quizás el conductor no tenga nada que ver con el asesinato, pero hemos de averiguar por qué ese coche estaba aparcado junto a las piedras y qué vio, si acaso vio algo. ¿Algo más?

– Una cosa que han encontrado los SOCO antes de irse, señor. Yo diría que es algo más extraño que significativo. Un fajo de ocho postales viejas, todas de imágenes del extranjero y fechadas en 1993. Estaban cortadas por la mitad y faltaba la dirección en el lado derecho, por lo que no había modo de saber quién era el destinatario, si bien parecen escritas por un niño. Estaban muy bien envueltas con papel metalizado, dentro de una bolsa de plástico enterrada junto a una de las Piedras de Cheverell. El SOCO que las descubrió, muy observador, advirtió ciertos indicios de que la hierba había sido revuelta, aunque no recientemente. Es difícil saber qué relación podrían tener con la muerte de la señorita Gradwyn. Sabemos que aquella noche había alguien en las piedras con una linterna, pero si buscaba las postales no las encontró.

– ¿Has indagado sobre su propietario?

– Sí, señor. Lo más probable era que pertenecieran a Sharon Bateman, así que le he pedido que acudiera a la Vieja Casa de la Policía. Ha admitido que eran suyas y ha dicho que se las envió su padre después de que éste se marchara de casa. Es una chica rara, señor. Cuando he sacado las postales se ha puesto tan pálida que el agente Warren y yo pensábamos que se iba a desmayar. La he invitado a sentarse. Creo que era enojo, señor. Me he dado cuenta de que ella quería cogerlas, pero ha conseguido dominarse. Después se ha tranquilizado del todo. Ha dicho que eran las cosas más preciadas que tenía y que las enterró cerca de la piedra cuando llegó a la Mansión porque era un lugar muy especial en el que estarían seguras. Por un momento ella me ha preocupado, señor, así que le he dicho que debía enseñárselas a usted pero que las trataríamos con sumo cuidado y que no veía ningún motivo por el que no debiéramos devolvérselas. No estoy seguro de si he hecho bien, señor. Quizás habría sido mejor esperar a que estuvieran ustedes de regreso y dejar que la inspectora Miskin hablara con ella.

– Tal vez -dijo Dalgliesh-, pero si estás convencido de que ahora está más contenta, no me preocuparía de eso. De todos modos, no le quites los ojos de encima. Lo hablaremos esta noche. ¿Ha llegado el informe de la doctora Glenister sobre la autopsia?

– Todavía no, señor. Ha llamado para decir que lo tendría por la noche a menos que necesite datos de toxicología.

– Es improbable que nos sorprenda. ¿Esto es todo, sargento?

– Sí, señor. Creo que no hay nada más. Dentro de media hora veré a Boyton.

– Bien. Averigua, si puedes, si él espera algo del testamento de la señorita Gradwyn. Hoy no vas a parar, ¿eh? Así se hace. Aquí hemos encontrado algo interesante, pero ya lo hablaremos por la noche. Te llamaré desde Droughton Cross. -Y se acabó la conversación.

– Pobre chica -dijo Kate-. Si dice la verdad, entiendo por qué las postales son importantes para ella. Pero ¿por qué cortar la dirección y luego tomarse la molestia de enterrarlas? No tienen valor para nadie más, y si el viernes por la noche fue a las piedras para comprobar que seguían allí o para recuperarlas, ¿por qué debía hacerlo? ¿Y por qué de noche y tan tarde? No obstante, Benton ha dicho que el paquete estaba intacto. Señor, no parece que las postales tengan nada que ver con el asesinato.

Los hechos se sucedían deprisa. Antes de que Dalgliesh pudiera responder, sonó el timbre de la puerta.

– Será el señor Macklefield -dijo Kate, que bajó a abrirle.

En la escalera de madera se oyó un rumor de pisadas, ninguna voz. Entró primero Newton Macklefield, que no mostró ninguna curiosidad por la estancia y tendió la mano sin sonreír.

– Espero no haber llegado inoportunamente temprano. Los domingos por la mañana hay poco tráfico.

Era más joven de lo que Dalgliesh había imaginado por su voz al teléfono, seguramente cuarenta y pocos, y tenía un buen aspecto clásico: alto, rubio y de piel clara. Transmitía la confianza del éxito metropolitano asegurado, lo que contrastaba hasta tal punto con los pantalones de pana, la camisa a cuadros desabotonada y la gastada chaqueta de tweed, que la ropa, adecuada para un fin de semana en el campo, tenía un artificioso aire de disfraz. Sus rasgos eran regulares, la boca firme y bien formada, los ojos cautelosos, una cara, pensó Dalgliesh, disciplinada para revelar sólo las emociones apropiadas. Ahora lo apropiado era el pesar y la conmoción, expresados con gravedad pero sin emotividad y, para los oídos de Dalgliesh, con una nota de desagrado. Un bufete de abogados ilustre de la City no esperaba perder un cliente de forma tan notoria.

Rechazó sin mirarla la silla del escritorio que le acercó Kate, pero la utilizó para sostener el maletín. Abriéndolo, dijo:

– He traído una copia del testamento. Dudo que en sus disposiciones haya algo que le vaya a ayudar en su investigación, pero desde luego debe usted disponer de ella.

– Supongo que mi colega ya se ha presentado. Inspectora Kate Miskin -dijo Dalgliesh.

– Sí. Nos hemos conocido en la puerta.

Kate recibió un apretón de manos tan breve que los dedos de uno y otro apenas se tocaron. No se sentó nadie.

– La muerte de la señorita Gradwyn consternará y horrorizará a todos los socios del bufete. Como le expliqué cuando hablamos por teléfono, yo la conocía como cliente, no como amiga, pero le teníamos un gran respeto y la echaremos mucho de menos. Su banco y mi despacho son albaceas testamentarios conjuntos, de modo que en su momento se encargarán de los trámites del entierro.

– Creo que para su madre -dijo Dalgliesh-, ahora señora Brown, esto será un alivio. Ya he hablado con ella. Parecía ansiosa por desvincularse todo lo posible de las secuelas de la muerte de su hija, incluidas las pesquisas judiciales. Al parecer no estaban muy unidas, y a lo mejor no desea desvelar ciertos asuntos familiares o ni siquiera pensar en ellos.

– Bueno -dijo Macklefield-, su hija era bastante hábil a la hora de desvelar secretos de otros. Aun así, el hecho de que la familia no se implique le conviene más a usted que tener que cargar con una de esas madres llorosas y ávidas de publicidad que sacan de la tragedia todo lo que pueden y exigen un informe sobre la marcha de la investigación. Seguramente yo tendré más problemas con ella que usted. En todo caso, fuera cual fuese la relación con su hija, el dinero será suyo. La cantidad probablemente le sorprenderá. Ya habrá usted visto los extractos de las cuentas y la cartera de acciones.

– ¿Todo va a parar a su madre? -dijo Dalgliesh.

– Todo menos veinte mil libras, que son para Robin Boyton, cuya relación con la fallecida desconozco. Recuerdo cuando la señorita Gradwyn vino a hablar del testamento conmigo. Mostró una singular falta de interés en la cesión de su capital. Por lo general, la gente menciona una o dos organizaciones benéficas, la vieja escuela o la universidad. Nada de eso. Era como si quisiera que, después de morir, su vida privada siguiera siendo anónima. El lunes llamaré a la señora Brown y concertaré una cita. Como es lógico, ayudaremos en todo lo que podamos. Naturalmente ustedes se mantendrán en contacto con nosotros, pero no creo que pueda contarles nada más. ¿Han avanzado en la investigación?

– Todo lo que hemos podido en el día transcurrido desde su muerte -contestó Dalgliesh-. El martes sabré la fecha de la indagación judicial. A estas alturas, es probable que se suspenda.

– Podemos enviar a alguien. Es una formalidad, pero más vale estar ahí si va a haber publicidad, lo que será inevitable en cuanto se dé la noticia.

Dalgliesh cogió el testamento y le dio las gracias. Era obvio que Macklefield se disponía a marcharse. Cerrando el maletín, dijo:

– Si me disculpan, voy a irme, a menos que necesiten algo más. Le he prometido a mi esposa que estaría de vuelta a la hora de comer. Mi hijo ha invitado a varios amigos a pasar el fin de semana. Una casa llena de etonianos y cuatro perros puede ser una mezcla difícil de controlar.

Estrechó la mano de Dalgliesh, y Kate lo precedió escaleras abajo. A su regreso, ella dijo:

– Seguro que no habría mencionado a su hijo si hubiera ido a la escuela pública de Bogside. -Luego lamentó el comentario. Dalgliesh había respondido a la observación de Macklefield con una sonrisa irónica, fugazmente desdeñosa, pero esa momentánea revelación de una peculiaridad poco atractiva del individuo no le había irritado. A Benton le habría divertido.

Dalgliesh agarró el manojo de llaves y dijo:

– Y ahora los cajones. Pero primero necesito un café. Quizá podíamos habérselo ofrecido a Macklefield, pero yo no deseaba prolongar la visita. La señora Brown dijo que podíamos coger de la casa lo que quisiéramos, así que no le molestará que tomemos un poco de leche y café. Eso si hay leche en la nevera.

No había.

– No es ninguna sorpresa, señor -dijo Kate-. La nevera está vacía. Un cartón de leche, aun sin abrir, podría estar caducado a su regreso.

Kate bajó la cafetera eléctrica a la planta inferior a ponerle agua. Regresó con un vaso para los cepillos de dientes que enjuagó a fin de que sirviera como segunda taza, y de pronto notó cierto desasosiego, como si este pequeño acto, que no se podía considerar precisamente una violación de la intimidad de la señorita Gradwyn, fuera una impertinencia. Rhoda Gradwyn había sido muy exigente con su café, y en la bandeja con el molinillo había una lata de alubias. Kate, presa aún de un sentimiento irracional de culpa por estar cogiendo cosas de un muerto, puso en marcha el molinillo. El ruido fue tremendo y pareció interminable. Al rato, cuando la cafetera hubo dejado de gotear, llenó las dos tazas y las llevó al escritorio.

Mientras esperaba que el café se enfriara, él dijo:

– Si hay alguna otra cosa interesante, seguramente la encontraremos aquí. -Y abrió el cajón con una llave.

Dentro sólo había una carpeta beige de papel manila, el bolsillo interior lleno de papeles. Olvidándose de momento del café, apartaron las tazas a un lado y Kate acercó una silla junto a Dalgliesh. Los papeles consistían casi exclusivamente en copias de recortes de prensa, el primero de los cuales era un artículo de un periódico dominical con fecha de febrero de 1995. El encabezamiento era descarnado: «Asesinada por ser demasiado bonita.» Debajo, ocupando la mitad de la página, había la fotografía de una niña. Parecía una foto de la escuela. El pelo rubio había sido cuidadosamente cepillado y recogido en una coleta a un lado, y la blanca blusa de algodón, que parecía inmaculada, estaba desabrochada en el cuello y cubierta por un pichi azul oscuro. La niña era realmente bonita. Incluso con una pose simple y sin ningún artificio especial en la iluminación, la escueta foto transmitía algo de la confianza sincera, la apertura a la vida y la vulnerabilidad de la infancia. Mientras Kate la miraba fijamente, la imagen pareció desintegrarse en polvo y se convirtió en una mancha sin sentido, y acto seguido recobró la nitidez.

Debajo de la imagen, el periodista, absteniéndose de comentarios hiperbólicos y desaforados, se había contentado con dejar que la historia hablase por sí sola. «Hoy, en el tribunal de la corona, Shirley Beale, de doce años y ocho meses, ha sido declarada culpable del asesinato de su hermana Lucy, de nueve años. Shirley estranguló a Lucy con su corbata de la escuela, luego golpeó la cabeza que odiaba hasta volverla irreconocible. Lo único que ha dicho, tanto en el momento de la detención como posteriormente, es que lo hizo porque Lucy era demasiado bonita. Beale será enviada a un pabellón infantil de seguridad hasta que a los diecisiete años pueda ser trasladada a un reformatorio. Silford Green, un tranquilo barrio del este de Londres, se ha convertido en un lugar de horror. Informe completo en la página cinco. Sophie Langton escribe en la página 12: "¿Por qué matan los niños?"»

Dalgliesh dio la vuelta al recorte. Debajo, sujeta a una simple hoja de papel, había una fotografía. El mismo uniforme, la misma blusa blanca, pero esta vez con una corbata, la cara vuelta hacia la cámara con una mirada que Kate recordó de sus propias fotos escolares, rencorosa, algo nerviosa por participar en un pequeño rito anual de iniciación, de mala gana pero resignada. Era una cara extrañamente adulta, una cara que ellos conocían.

Dalgliesh volvió a coger la lupa, examinó la imagen y luego pasó la lente a Kate. Los rasgos característicos estaban ahí, la frente alta, los ojos ligeramente saltones, la boca pequeña y definida con el labio superior pronunciado, un rostro común y corriente que ahora era imposible considerar inocente o infantil. Los ojos miraban a la cámara tan inexpresivos como los puntos que formaban la imagen, el labio inferior más grueso ahora en la edad adulta pero con la misma insinuación de terquedad irritable. Mientras Kate miraba, su mente superpuso una imagen muy distinta: la cara de un niño aplastada y convertida en un amasijo sanguinolento de huesos rotos, el cabello rubio cubierto de sangre. No era un caso de la Met y con una declaración de culpabilidad no se había celebrado un juicio, pero el asesinato aún removía viejos recuerdos en ella y, pensó Kate, también en Dalgliesh.

– Sharon Bateman -dijo Dalgliesh-. Me pregunto cómo consiguió esto Gradwyn. Es raro que se pudiera publicar. Debieron de levantar las restricciones.

No era lo único que Rhoda había conseguido. Con toda evidencia, su investigación había comenzado a partir de su primera visita a la Mansión, y había sido meticulosa. El primer recorte iba seguido de otros. Los antiguos vecinos habían sido locuaces, tanto para expresar su horror como para revelar información sobre la familia. Había imágenes de una pequeña casa adosada en la que las niñas habían vivido con su madre y su abuela. En la época del asesinato, los padres estaban divorciados, él se había marchado dos años antes. Los vecinos que aún vivían en la calle explicaban que el matrimonio había sido turbulento, pero que con las niñas no había habido ningún problema, ni policía ni asistentes sociales, ni nada parecido, rondando por la casa. Lucy era la bonita, sin duda, pero las dos parecían llevarse bien. Shirley era la más tranquila, algo hosca, no exactamente una niña simpática. Los recuerdos de la gente, lógicamente influidos por el horror de lo sucedido, daban a entender que Shirley siempre había sido la excluida. Hablaban de ruido de peleas, gritos y golpes ocasionales antes de la separación de los padres, pero al parecer las niñas recibían la atención debida. La abuela se encargaba de eso. Desde la marcha del padre habían tenido una serie de inquilinos, algunos obviamente novios de la madre, aunque esto se decía con tacto, y uno o dos estudiantes que buscaban alojamiento barato, ninguno de los cuales se quedó mucho tiempo.

De un modo u otro, Rhoda Gradwyn se había hecho con el informe de la autopsia. La muerte se había producido por estrangulación, y las heridas de la cara, que le habían destrozado los ojos y roto la nariz, habían sido causadas después de la muerte. Gradwyn también había localizado y entrevistado a uno de los agentes de la policía encargados del caso. No había ningún misterio. La muerte se había producido a eso de las tres y media de un sábado por la tarde, mientras la abuela, que entonces contaba sesenta y nueve años, se encontraba en un salón de actos local jugando al bingo. No era algo inhabitual que las niñas se quedaran solas. El crimen fue descubierto a las seis, cuando la abuela regresó a casa. El cuerpo de Lucy se hallaba en el suelo de la cocina, donde se desarrollaba casi toda la vida familiar, y Shirley estaba arriba, durmiendo en su cama. No había hecho intento alguno de quitarse la sangre de su hermana de las manos y los brazos. Sus huellas estaban en el arma, una vieja plancha de hierro que se usaba como tope de la puerta, y ella admitió haberla matado con la misma emoción con la que hubiera confesado que la había dejado sola un rato.

Kate y Dalgliesh se quedaron unos momentos en silencio. Kate sabía que los pensamientos de uno y otro eran análogos. Este descubrimiento era una complicación que influiría no sólo en su percepción de Sharon como sospechosa -cómo no-, sino también en la conducción de la investigación. Ahora Kate lo veía todo lleno de escollos de procedimiento. Ambas víctimas habían sido estranguladas; el hecho podría resultar irrelevante, pero no dejaba de ser un hecho. Sharon Bateman -y seguirían utilizando ese nombre- no estaría viviendo en la comunidad si las autoridades no hubieran considerado que ya no suponía una amenaza. Llegados a ese punto, ¿no merecía Sharon que se la considerase sospechosa, con las mismas probabilidades de ser culpable que cualquiera de los demás? ¿Y quién más lo sabía? ¿Estaba enterado Chandler-Powell? ¿Confió Sharon eso a alguien de la Mansión, y en ese caso a quién? ¿Sospechó Rhoda Gradwyn de la identidad de Sharon desde el principio y fue por eso por lo que se quedó? ¿Amenazó con hacerlo público? Y en ese caso, ¿Sharon o tal vez alguien más que supiera la verdad tomó medidas para impedírselo? Si detenían a otra persona, ¿la mera presencia de una asesina convicta en la Mansión no influiría en la fiscalía a la hora de decidir si el tribunal debía estimar o no la demanda? Los pensamientos se agitaban en su cabeza, pero no los expresó en voz alta. Con Dalgliesh siempre procuraba no manifestar lo evidente.

– Este año se ha producido la separación de funciones en el Ministerio del Interior -dijo Dalgliesh-, pero creo que los cambios me han quedado más o menos claros. Desde el mes de mayo el nuevo ministro de Justicia es responsable del Servicio Nacional de Tutoría de los Delincuentes, y los agentes de libertad vigilada que llevan a cabo la supervisión se llaman ahora tutores de delincuentes. Sharon debe de tener uno, sin duda. He de comprobar si estoy en lo cierto, pero tengo entendido que un delincuente ha de pasar al menos cuatro años sin conflictos en la comunidad antes de que se le levante la supervisión; de todos modos, el permiso sigue vigente toda la vida, de modo que un condenado a cadena perpetua reúne todos los requisitos para que lo hagan volver en cualquier momento.

– Pero ¿estaba Sharon obligada legalmente a informar a su agente de libertad vigilada de que estaba implicada, aunque fuera inocente, en un caso de asesinato? -dijo Kate.

– Por supuesto que sí, pero si no lo ha hecho, el Servicio Nacional de Tutoría de los Delincuentes lo sabrá mañana, cuando se dé la noticia. Sharon también tenía que haberles informado de su cambio de empleo. Tanto si ha estado en contacto con su supervisor como si no, desde luego es responsabilidad mía comunicarlo al servicio de libertad vigilada, y éste tendrá que elevar un informe al Ministerio de Justicia. Es este servicio, y no la policía, quien debe manejar la información y tomar decisiones cuando sea necesario.

– Entonces, ¿no decimos ni hacemos nada hasta que el supervisor de Sharon se haga cargo? ¿No deberíamos interrogarla de nuevo? Esto altera su situación en la investigación -dijo Kate.

– Como es lógico, es importante que cuando interroguemos a Sharon esté presente el agente supervisor, lo que me gustaría que fuera mañana. El domingo no es el mejor día para dejar esto arreglado, pero a lo mejor puedo ponerme en contacto con el agente mediante el oficial de servicio del Ministerio de Justicia. Llamaré a Benton. Quiero que vigile a Sharon pero que lo haga con total discreción. Mientras resuelvo esto podrías seguir mirando en los archivos. Telefonearé desde el comedor de abajo. Quizá tarde un rato.

Una vez sola, Kate volvió a concentrarse en las carpetas. Sabía que Dalgliesh la había dejado para que estuviera tranquila, pues habría sido difícil revisar a conciencia las cajas restantes sin escuchar lo que él estuviera diciendo.

Al cabo de media hora oyó los pasos de Dalgliesh en las escaleras. Tras entrar, él dijo:

– Ha sido más rápido de lo que creía. He tenido que superar una serie de obstáculos, pero al final he podido hablar con la agente supervisora de la libertad vigilada. Una tal Madeleine Rayner. Menos mal que vive en Londres y la he pillado justo cuando se iba a almorzar con la familia. Irá a Wareham mañana en tren a primera hora; lo arreglaré para que Benton vaya a recibirla y la lleve directamente a la Vieja Casa de la Policía. Si es posible, quiero que su visita pase inadvertida. Parece convencida de que Sharon no necesita ninguna supervisión especial y de que no es peligrosa, pero cuanto antes abandone la Mansión, mejor.

– ¿Tiene intención de regresar ahora a Dorset, señor? -preguntó Kate.

– No. No hay nada que hacer con Sharon hasta que mañana llegue la señora Rayner. Iremos a Droughton y aclararemos lo del coche. Nos llevaremos la copia del testamento, la carpeta sobre Sharon y el artículo del plagio; creo que esto es todo a menos que hayas descubierto algo relacionado con el asunto.

– Nada nuevo para nosotros, señor -dijo Kate-. Hay un artículo sobre las enormes pérdidas sufridas por los Nombres de Lloyds a principios de la década de 1990. La señorita Cressett nos dijo que el señor Nicholas estaba entre ellos y se vio obligado a vender la Mansión Cheverell. Al parecer, los mejores cuadros se vendieron aparte. Hay una foto de la Mansión y otra del señor Nicholas. El artículo no es particularmente benévolo con los Nombres, pero no alcanzo a ver ahí ningún posible motivo para asesinar. Sabemos que Helena Cressett no tenía demasiadas ganas de que la señorita Gradwyn estuviera bajo su techo. ¿Guardo el artículo con el resto de papeles?

– Sí, creo que deberíamos tener algo escrito por ella que estuviera relacionado con la Mansión. De todos modos, estoy de acuerdo. El artículo sobre los Nombres apenas justificaría algo tan contundente como un recibimiento frío a la llegada de la señorita Gradwyn. He estado echando un vistazo a la caja de la correspondencia con su agente. Parece que estaba pensando en ir reduciendo su actividad como periodista y escribir una biografía. Quizá nos vendría bien ver a su agente, pero esto puede esperar. En todo caso, añade cualquier carta pertinente, ¿vale?; también tendremos que hacer una lista para Macklefield de lo que nos hemos llevado. Podemos hacerlo luego.

Dalgliesh sacó una gran bolsa para documentos de prueba y reunió todos los papeles mientras Kate iba a la cocina y lavaba la taza y el vaso para cepillos de dientes, y comprobaba rápidamente que cualquier cosa que hubiera tocado volviera a estar en su sitio. Tras reunirse de nuevo con Dalgliesh, tuvo la impresión de que a él le había gustado la casa, de que había cedido a la tentación de volver a la azotea, de que en este aislamiento sin estorbos él también podría trabajar y vivir feliz. Pero, con una sensación de alivio, se encontró nuevamente en Absolution Alley mirando en silencio mientras Dalgliesh cerraba la puerta y hacía girar la llave en la doble cerradura.

2

Benton pensó que era improbable que Robin Boyton fuera madrugador, de modo que él y el agente Warren esperaron a que dieran las diez antes de ponerse en camino hacia el Chalet Rosa. La casa, igual que la contigua ocupada por los Westhall, tenía las paredes de piedra y un tejado de pizarra. A la izquierda había un garaje con espacio para un vehículo, y delante un pequeño jardín, sobre todo de arbustos bajos, atravesado por una estrecha pista de enlosado de diseño irregular. El porche estaba cubierto por fuertes ramas entrelazadas, y unos cuantos brotes compactos y oscuros y una solitaria rosa en plena floración explicaban el nombre del chalet. El agente Warren pulsó el bruñido timbre a la derecha de la puerta, pero pasó un minuto largo hasta que Benton percibió pisadas seguidas del chirrido de cerrojos descorridos y el chasquido del pestillo al levantarse. La puerta se abrió de par en par, y Robin Boyton apareció frente a ellos, sin moverse y como si les obstaculizara el paso adrede. Hubo unos momentos de silencio incómodo hasta que Boyton se hizo a un lado y dijo:

– Más vale que entren. Estoy en la cocina.

Entraron en un pequeño vestíbulo cuadrado, sin muebles salvo un banco de roble junto a unas escaleras de madera sin alfombrar. La puerta de la izquierda estaba abierta, y la visión momentánea de unas butacas, un sofá, una mesa circular pulida y lo que parecía una serie de acuarelas en la pared del otro lado daba a entender que se trataba del salón. Siguieron a Boyton por la puerta abierta de la derecha. La estancia tenía la longitud de la casa y rebosaba luz. En el extremo del jardín estaba la cocina, con un fregadero doble, una cocina Aga verde, una encimera central y una zona para comer con una mesa rectangular de roble y seis sillas. Contra la pared, enfrente de la puerta, un gran aparador contenía una miscelánea de tazas, jarras y platos, mientras que en el espacio inferior de la ventana delantera había una mesita y cuatro sillas bajas, todas viejas y ninguna a juego.

Tomando el control de la situación, Benton hizo las presentaciones y se dirigió a la mesa.

– ¿Nos sentamos aquí? -dijo, y se sentó dando la espalda al jardín-. Será mejor que se ponga enfrente, señor Boyton -añadió, con lo que no dejaba a éste otra elección que el sitio en el que le daría toda la luz de la ventana en la cara.

Boyton aún estaba bajo los efectos de una fuerte emoción, fuera pena, miedo o una mezcla de ambas, y daba la impresión de no haber dormido. Tenía la piel de un color apagado, la frente perlada de sudor, y los azules ojos cubiertos por un velo de oscuridad. Sin embargo, se había afeitado hacía poco, y Benton detectó una confusión de olores: jabón, loción para después del afeitado y, cuando Boyton hablaba, un rastro de alcohol en el aliento. En el poco tiempo transcurrido desde su llegada había conseguido que su habitación estuviera desordenada y sucia. En el escurridero había un montón de platos con comida incrustada y vasos manchados, en el fregadero se veían un par de cacerolas, mientras que su largo abrigo negro colgaba sobre el respaldo de una silla y un par de zapatillas embarradas estaban tiradas cerca de la cristalera. Diversos periódicos abiertos y desparramados por la mesita completaban el ambiente general de caos, una estancia ocupada temporalmente sin placer alguno.

Mirando a Boyton, Benton pensó que la suya era una cara que recordaría siempre; las firmes ondas de pelo amarillo cayéndole sin artificio sobre la frente, los singulares ojos, la curva marcada y perfecta de los labios. Pero no era una belleza que pudiera resistir el cansancio, la enfermedad o el miedo. Había ya signos de incipiente decadencia en el agotamiento de la vitalidad, las bolsas bajo los ojos, la flojedad en los músculos alrededor de la boca. No obstante, si había bebido para sobrellevar la dura prueba, hablaba sin dificultad. Se volvió, hizo un gesto en dirección a la cocina y dijo:

– ¿Café? ¿Té? No he desayunado. De hecho, no recuerdo la última vez que comí, pero bueno, no debo hacer perder el tiempo a la policía. ¿O se podría considerar que una taza de café es soborno y corrupción?

– ¿Quiere esto decir que no está en condiciones de ser interrogado? -preguntó Benton.

– Estoy en las mejores condiciones en que podría estar, dadas las circunstancias. Espero que se tome el asesinato con calma, sargento…, es sargento, ¿no?

– Sargento detective Benton-Smith y agente de policía Warren.

– Para todos los demás el asesinato es angustioso, sobre todo cuando la víctima es un amigo, pero, claro, ustedes están haciendo su trabajo, hoy en día una excusa para prácticamente cualquier cosa. Supongo que querrán mis datos particulares, lo que suena indecoroso, mi nombre completo y mi dirección, si los Westhall no se los han dado ya. Tenía un piso pero tuve que dejarlo, una pequeña dificultad con el casero acerca del alquiler, así que ahora me alojo con mi socio en su casa de Maida Vale.

Dio la dirección y observó cómo el agente Warren la apuntaba con su enorme mano moviéndose con parsimonia por la libreta.

– ¿Y cuál es su trabajo, señor Boyton? -preguntó Benton.

– Puede poner actor. Tengo el carnet del sindicato, y de vez en cuando, si se presenta la oportunidad, actúo. También soy lo que podríamos llamar un empresario. Se me ocurren ideas. Unas funcionan y otras no. Cuando no estoy actuando ni tengo ideas brillantes, mis amigos me ayudan. Y si esto falla, recurro al benévolo gobierno en busca de lo que irónicamente se conoce como asignación del buscador de empleo.

– ¿Qué está haciendo aquí? -preguntó Benton.

– ¿Qué quiere decir? He alquilado el chalet. He pagado por él. Estoy de vacaciones. Eso estoy haciendo.

– Pero ¿por qué ahora? Diciembre no es el mes más propicio para estar de vacaciones.

Los ojos azules se clavaron en los de Benton.

– Podría preguntarle yo a usted qué está haciendo aquí. Parece que estoy yo más en casa que usted, sargento. Con su voz tan inglesa, el rostro tan, bueno, indio. Aun así, esto debe de haberle ayudado a ser contratado. No ha de ser fácil, el trabajo que usted ha escogido…, para sus colegas, me refiero. Una palabra irrespetuosa y desatenta respecto al color de su piel, y se ven despedidos o conducidos ante uno de estos tribunales sobre relaciones raciales. Usted no pertenece a la cultura de la cantina policial, ¿verdad? No es uno de esos chicos. No ha de ser fácil enfrentarse a eso.

Malcolm Warren alzó la vista y meneó la cabeza de modo casi imperceptible, como lamentando un ejemplo más de la propensión de la gente que está en un agujero a seguir cavando, y luego volvió a su libreta, la mano moviéndose otra vez lentamente por la hoja.

– Haga el favor de contestar a mi pregunta -dijo Benton con calma-. Lo diré de otra forma. ¿Por qué está usted aquí en este momento concreto?

– Porque la señorita Gradwyn me pidió que viniera. Ingresó para que le hicieran una operación que iba a cambiarle la vida, y quería tener cerca a un amigo durante la semana de convalecencia. Vengo a este chalet con cierta frecuencia, seguro que mis primos se lo han contado. Rhoda vino aquí seguramente porque el cirujano ayudante, Marcus, es mi primo y yo le recomendé la Mansión. En todo caso, ella dijo que me necesitaba, así que vine. ¿Responde esto a su pregunta?

– No del todo, señor Boyton. Si ella tenía tantas ganas de que usted estuviera aquí, ¿cómo es que le dejó claro al señor Chandler-Powell que no quería visitas? Esto es lo que él dice. ¿Le está acusando de mentir?

– No ponga en mi boca palabras que no he dicho, sargento. Ella pudo cambiar de opinión, aunque no lo creo probable. Quizá no quería verme hasta que le hubieran quitado las vendas y la cicatriz estuviera curada, o a lo mejor el gran George pensó que sería médicamente desaconsejable que recibiera visitas y las prohibió. ¿Cómo voy a saber lo que pasó? Sólo sé que ella me pidió que viniera, y yo me iba a quedar aquí hasta que se marchara.

– Pero usted le mandó un mensaje de texto, ¿verdad? Lo vimos en su móvil. «Ha pasado algo muy importante. Necesito consultarte. Déjame verte, por favor, déjame entrar.» ¿Qué era eso tan importante?

No hubo respuesta. Boyton se cubrió el rostro con las manos. Benton pensó que el gesto podía ser un intento de ocultar una oleada de emoción, pero también podía ser una manera oportuna de poner sus pensamientos en orden. Al cabo de unos instantes de silencio, Benton dijo:

– ¿La vio usted en algún momento desde su llegada para hablar de ese importante asunto?

Boyton habló a través de las manos.

– ¿Cómo habría podido hacerlo? Ya sabe que no lo hice. No me dejaron entrar ni antes ni después de la operación. Y el sábado por la mañana estaba muerta.

– Debo preguntárselo de nuevo, señor Boyton. ¿Cuál era ese asunto tan importante?

Y ahora Boyton miró a Benton, y respondió con una voz controlada.

– No era realmente importante. Intenté que pareciera eso. Tenía que ver con el dinero. Mi socio y yo necesitamos otra casa para nuestro negocio, y se ha puesto a la venta una muy apropiada. Para Rhoda habría sido una muy buena inversión, y yo esperaba que nos echara un cable. Con la cicatriz fuera y una nueva vida por delante, quizás habría estado interesada.

– Supongo que su socio puede confirmar esto.

– ¿Lo de la casa? Sí, claro, pero no veo por qué deben preguntarle. No le dije nada de que iba a planteárselo a Rhoda. Tampoco es asunto de ustedes.

– Estamos investigando un asesinato, señor Boyton -dijo Benton-. Todo es asunto nuestro, y si usted sentía afecto por la señorita Gradwyn y quiere que el asesino sea detenido, nos ayudará más contestando a nuestras preguntas en detalle y siendo veraz. Sin duda estará deseoso de regresar a Londres y a sus actividades empresariales.

– No, reservé para una semana y me quedaré una semana. Es lo que dije que haría y se lo debo a Rhoda. Quiero averiguar qué está pasando aquí.

La respuesta sorprendió a Benton. La mayoría de los sospechosos, a menos que disfruten activamente de la implicación en una muerte violenta, procuran por todos los medios poner entre ellos y el crimen toda la distancia posible. Era conveniente que Boyton se quedara en el chalet, pero Benton había pensado que su sospechoso protestaría diciendo que no podían retenerle ilegalmente y que necesitaba volver a Londres.

– ¿Desde cuándo tenía relación con la señorita Gradwyn y cómo la conoció? -preguntó.

– Nos conocimos hace unos seis años, tras una versión teatral alternativa de Esperando a Godot. Yo acababa de dejar la escuela de arte dramático. Nos vimos después en un cóctel. Una circunstancia espantosa, pero que resultó afortunada para mí. Hablamos. Le propuse quedar para cenar la semana siguiente, y con gran sorpresa mía aceptó. Después de eso nos vimos de vez en cuando, no con frecuencia, pero siempre con ganas, al menos por mi parte. Ya se lo he dicho, era una amiga, una amiga muy querida, que me ayudaba cuando no tenía trabajo de actor ni se me ocurrían ideas lucrativas. Ni mucho ni muy a menudo. Cuando nos veíamos, siempre pagaba ella la cena. No puedo hacérselo entender a usted ni veo por qué debería hacerlo. No es asunto suyo. Yo la amaba. No digo que estuviera enamorado de ella, no, digo que la amaba. Yo dependía de verla. Me gustaba pensar que ella estaba en mi vida. No creo que ella me amara a mí, pero cuando se lo pedía, normalmente aceptaba verme. Podía hablar con ella. No era nada maternal ni tenía que ver con el sexo, se trataba de amor. Y ahora uno de estos hijos de puta de la Mansión la ha matado y no voy a irme hasta saber quién ha sido. No voy a responder a más preguntas sobre Rhoda. Sentíamos lo que sentíamos. No tiene nada que ver con por qué o cómo murió. Y si pudiera explicarlo, usted no lo entendería. Sólo se reiría. -Había empezado a llorar, sin hacer ningún intento por contener el flujo de lágrimas.

– ¿Por qué vamos a reírnos del amor? -dijo Benton, y pensó: Oh, Dios mío, suena como una de esas cancioncillas horrendas. ¿Por qué vamos a reírnos del amor? ¿Por qué, oh, por qué, vamos a reírnos del amor? Casi alcanzaba a oír una melodía alegremente banal introduciéndosele en el cerebro. Muy apropiada para el Festival de Eurovisión. Miró el rostro deshecho de Boyton. El sentimiento es real, pero ¿qué siente exactamente?, pensó.

– ¿Puede decirnos qué hizo desde el momento en que llegó a Stoke Cheverell? -preguntó con delicadeza-. ¿Qué hora era?

Boyton logró dominarse, más deprisa de lo que había previsto Benton, quien, mirando a la cara del primero, se preguntó si este rápido cambio era una demostración de la gama de recursos del actor.

– El jueves por la noche, a eso de las diez. Vine en coche desde Londres.

– ¿La señorita Gradwyn no le pidió que la trajera en coche?

– No. Y tampoco esperaba yo que lo hiciera. A ella le gustaba conducir, no que la condujeran. Sea como fuere, Rhoda tenía que estar aquí a primera hora para que la examinaran y todo eso, y yo no podía salir hasta la tarde. Traje conmigo algo de comida para desayunar el viernes, pero por lo demás pensaba comprar lo que necesitara en cualquier tienda del pueblo. Llamé a la Mansión para decir que llegaría y para preguntar por Rhoda, y me dijeron que dormía. Pregunté cuándo podría verla, y la enfermera Holland me contestó que la paciente había pedido expresamente no recibir visitas, así que no insistí. Pensé en pasar a ver a mis primos, viven aquí al lado, en la Casa de Piedra, donde estaban las luces encendidas, pero supuse que no sería precisamente bienvenido, sobre todo pasadas las diez de la noche. Vi la televisión durante una hora y me fui a acostar. Me temo que el viernes se me pegaron las sábanas, así que no pregunten sobre nada sucedido antes de las once. A esa hora llamé otra vez a la Mansión y me dijeron que la operación había ido bien y que Rhoda estaba recuperándose. Me repitieron que no quería recibir visitas. Almorcé a eso de las dos en el pub del pueblo, y luego di una vuelta en coche e hice unas compras. Regresé y me quedé aquí toda la noche. El sábado me enteré del asesinato de Rhoda cuando vi llegar los coches de la policía, e intenté entrar en la Mansión. Al final conseguí apartar al polizonte de la puerta e irrumpí en el íntimo y acogedor tinglado que había montado su jefe. Pero todo esto ya lo sabe.

– Antes de abrirse camino por la fuerza el sábado por la tarde, ¿entró antes en algún momento en la Mansión? -preguntó Benton.

– No. Creía que esto ya lo había dejado claro.

– ¿Cuáles fueron sus movimientos desde las cuatro y media del viernes hasta el sábado por la tarde, cuando se enteró del crimen? Pregunto concretamente si salió en algún momento el viernes por la noche. Es muy importante. Quizá vio algo o a alguien.

– Ya se lo he dicho, no salí, y como no salí, no vi nada ni a nadie. A las once estaba en la cama.

– ¿No oyó coches? ¿Alguno que llegara a última hora de la noche o el sábado de madrugada?

– ¿Que llegara adonde? Ya se lo he dicho. A las once estaba acostado. Y por si quiere saberlo, borracho. Supongo que si un tanque se hubiera estrellado contra la puerta delantera lo habría oído, pero dudo que yo hubiera podido llegar abajo.

– Pero el viernes por la tarde tomó una copa y comió en el Cressett Arms. Y luego visitó usted una casa cerca del cruce, ¿no? Una algo retirada de la carretera con un largo jardín delantero, conocida como Casa del Romero.

– Sí, así es. Pero no había nadie. La casa estaba vacía y con un cartel de «Se vende» en la verja. Esperaba que los dueños tuvieran la dirección de alguien que yo conocía y que antes vivía allí. Era una cuestión particular sin importancia. Quiero mandarle una postal de Navidad, tan simple como eso. No tiene nada que ver con el asesinato. Mog pasó en bicicleta, seguro que de visita a su novia a ver qué pillaba, y él le habrá soplado el chisme. En este puñetero pueblo hay gente que no sabe mantener la boca cerrada. Se lo repito, no tenía nada que ver con Rhoda.

– No estamos insinuando lo contrario, señor Boyton. Pero se le ha pedido que contara lo que hizo desde que llegó. ¿Por qué ha ocultado esto?

– Porque se me había olvidado. No era importante. Vale, fui al pub del pueblo a almorzar. No vi a nadie y no pasó nada. No recuerdo todos los pormenores. Estoy trastornado, confuso. Si van a seguir dándome la lata, tendré que mandar llamar a un abogado.

– Desde luego puede hacerlo si lo estima necesario. Y si cree seriamente que le estamos dando la lata, no dude en presentar una queja formal. Quizá queramos interrogarle de nuevo antes de que se marche, o en Londres. Entretanto, le sugiero que, si hay algún otro hecho, por poco importante que sea, que se le haya olvidado mencionar, nos lo haga saber lo antes posible.

Se levantaron para irse. Entonces Benton cayó en la cuenta de que no le había preguntado por el testamento de la señorita Gradwyn. Haber olvidado esta orden de AD habría sido un error grave. Enojado consigo mismo, habló casi sin pensar.

– Dice que era amigo íntimo de la señorita Gradwyn. ¿Alguna vez ella le confió algo acerca de su testamento, le insinuó que usted podría ser beneficiario? Quizá la última vez que se vieron. ¿Cuándo fue esto?

– El 21 de noviembre, en el Ivy. Nunca mencionó su testamento. ¿Por qué iba a hacerlo? Los testamentos tienen que ver con la muerte. Ella no pensaba morirse. La operación no comportaba ningún riesgo. ¿Por qué estamos hablando de su testamento? ¿Me está diciendo que lo ha visto?

Y ahora, inconfundible bajo su tono indignado, asomaba la curiosidad teñida de vergüenza y una chispa de esperanza.

– No, no lo hemos visto -dijo Benton con aire de indiferencia-. Se me acaba de ocurrir.

Boyton no les acompañó a la salida. Lo dejaron sentado a la mesa, la cabeza entre las manos. Cerraron la puerta del jardín a su espalda e iniciaron el camino de regreso a la Vieja Casa de la Policía.

– Bueno, ¿qué piensas de él? -dijo Benton.

– No mucho, sargento. Muy despierto no parece. Y además es rencoroso. Pero no lo veo como asesino. Y si hubiera querido matar a la señorita Gradwyn, ¿por qué iba a seguirla hasta aquí? Habría tenido más oportunidades en Londres. En todo caso, no sé cómo habría podido hacerlo sin un cómplice.

– Quizá la propia Gradwyn -dijo Benton-, dejándole entrar para lo que pensaba que sería una charla confidencial. Pero ¿el día de su operación? Raro, desde luego. Está asustado, es obvio, pero también ansioso. ¿Y por qué se queda en el chalet? Tengo la sensación de que miente sobre el asunto importante que quería discutir con Rhoda Gradwyn. Coincido en que es difícil verlo como asesino, pero aquí lo mismo pasa con todos. Y creo que ha mentido sobre el testamento.

Caminaban en silencio. Benton se preguntaba si había hablado demasiado. Pensó que debía resultar difícil para Warren ser parte de un equipo pero a la vez miembro de otra fuerza. Sólo participaban en las reuniones vespertinas los integrantes de la unidad especial, aunque, al verse excluido, Warren seguramente se sentía más aliviado que ofendido. Le había dicho a Benton que hacia las siete volvería en coche a Wareham, con su esposa y sus cuatro hijos. En general estaba demostrando que valía, y Benton le tenía simpatía, se sentía cómodo con el metro ochenta y cinco de músculo firme caminando a su lado. Tenía mucho interés en garantizar que la vida familiar de Warren no resultara muy alterada. Su esposa era de Cornualles, y esa mañana Warren había llegado con seis empanadas de Cornualles muy suculentas y de un sabor extraordinario.

3

Durante el viaje al norte, Dalgliesh habló poco. Eso no tenía nada de extraño, y a Kate esta taciturnidad no la incomodaba; viajar con Dalgliesh en amigable silencio siempre había sido un placer íntimo y curioso. Cuando ya se acercaban a la periferia de Droughton Cross, Kate concentró su atención en dar instrucciones precisas mucho antes de que llegara una bocacalle, y en pensar en el inminente interrogatorio. Dalgliesh no había telefoneado para avisar al reverendo Curtís de su llegada. Pero en principio no hacía falta, pues a los clérigos normalmente se les podía encontrar los domingos, si no en las vicarías o iglesias, en algún lugar de la parroquia. Además, una visita por sorpresa también tenía sus ventajas.

La dirección que buscaban era 2 Balaclava Gardens, la quinta bocacalle de Marland Way, una ancha avenida que conducía al centro de la ciudad. Aquí no había calma dominical. El tráfico era denso, coches, furgonetas de reparto y una serie de autobuses se amontonaban en la reluciente calzada. El chirriante estruendo era un continuo contrapunto discordante de la incesante estridencia de «Rudolf, el reno de la nariz roja», interrumpida con los primeros versos de los villancicos más conocidos. Sin duda, en el centro de la ciudad el «Festival de invierno» estaba siendo adecuadamente celebrado por la decoración municipal oficial, pero en esta carretera menos privilegiada, los esfuerzos individuales y descoordinados de los comerciantes y propietarios de cafeterías, los farolillos empapados de lluvia y las banderitas descoloridas, las rítmicas luces parpadeando del rojo al verde y al amarillo y el ocasional árbol navideño humildemente adornado parecían menos una celebración que una desesperada defensa contra la desesperación. Los rostros de los compradores vistos a través de las ventanillas laterales ensuciadas por la lluvia tenían el enternecedor aspecto insustancial de espectros en plena desintegración.

Escudriñando a través de la masa borrosa de la lluvia que no había cesado en todo el viaje, repararon en que podrían estar conduciendo por cualquier calle de un barrio deprimido, no exactamente monótono, sino más bien una amorfa mezcla de lo viejo y lo nuevo, lo descuidado y lo renovado. Hileras de tiendecitas eran interrumpidas por series de bloques altos bastante apartados de la calle y rodeados de rejas, y una fila de chalets bien conservados y obviamente del siglo XVIII formaba un inesperado e incongruente contraste con los restaurantes de comida para llevar, las agencias de apuestas y los chillones letreros de los comercios. Los viandantes, encorvados bajo la torrencial lluvia, parecían desplazarse sin objetivo aparente, o permanecían bajo el toldo protector de una tienda contemplando el tráfico. Sólo las madres que empujaban sus cochecitos de bebé, con las capuchas envueltas en plástico, mostraban un vigor apremiante y resuelto.

Kate rechazó el abatimiento teñido de culpa que siempre le invadía ante la imagen de bloques de pisos. Ella había nacido y se había criado en un lugar alargado y mugriento como éste, un monumento a las aspiraciones de la autoridad local y a la desesperación humana. Desde la infancia había sentido el impulso de escapar, liberarse del penetrante olor a orina de las escaleras, del ascensor siempre estropeado, de los graffitis, del vandalismo, de las voces estentóreas. Y había escapado. Se dijo a sí misma que probablemente ahora la vida en un bloque de pisos era mejor, incluso en el centro, pero no podía pasar por delante sin sentir que, en su liberación personal, algo que formaba inalienablemente parte de ella no había sido tanto rechazado cuanto traicionado.

Era imposible pasar por alto la iglesia de Saint John. Estaba a la izquierda de la avenida, un enorme edificio Victoriano con un chapitel dominante, situado en la confluencia con los jardines de Balaclava. Kate no entendía cómo una congregación local podía mantener esa cochambrosa aberración arquitectónica. Pues al parecer, con dificultades. En una alta valla publicitaria junto a la verja se veía una figura pintada parecida a un termómetro según la cual aún quedaban por recaudar trescientas cincuenta libras, y debajo las palabras «Por favor, ayuda a salvar nuestra torre». Una flecha señalando un ciento veintitrés mil parecía haberse quedado inmóvil desde hacía tiempo.

Dalgliesh se detuvo frente a la iglesia y fue a echar un vistazo rápido al tablón de anuncios. Tras deslizarse de nuevo en el asiento, dijo:

– Misa rezada a las siete, misa mayor a las diez y media, oficio de vísperas a las seis, confesiones de cinco a siete los lunes, miércoles y sábados. Con suerte lo encontraremos en casa.

A Kate le tranquilizaba que ese interrogatorio no tuvieran que hacerlo ella y Benton. Los años de experiencia formulando preguntas a una gran variedad de sospechosos le habían enseñado las técnicas aceptadas y, cuando era preciso, su modificación ante personalidades diferentes. Sabía cuándo la suavidad y la sensibilidad eran necesarias y cuándo se consideraban signo de debilidad. Había aprendido a no levantar nunca la voz ni a apartar la mirada. Pero este sospechoso, si acababa siéndolo, era de los que a ella no le resultaban fáciles de interrogar. Hay que admitir que no era sencillo considerar a un clérigo sospechoso de asesinato, pero acaso hubiera una explicación embarazosa, aunque menos horrenda, para el hecho de que se detuviera en ese lugar alejado y solitario a una hora tan avanzada de la noche. ¿Y cómo había que llamarlo? ¿Era vicario, rector, pastor, ministro, cura o sacerdote? ¿Debía llamarlo padre? Había oído todos los nombres en un momento u otro, pero las sutilezas, y de hecho la fe ortodoxa, de la religión nacional le eran ajenas. Las reuniones matutinas en su escuela de barrio eran decididamente multiconfesionales, con referencias ocasionales al cristianismo. Lo poco que sabía sobre la Iglesia oficial del país lo había aprendido inconscientemente en la arquitectura, la literatura y en los cuadros de las principales galerías. Se consideraba inteligente y tenía interés por la vida y las personas, y su trabajo, que le encantaba, había satisfecho en gran medida su curiosidad intelectual. Su credo personal basado en la sinceridad, la amabilidad, el coraje y la verdad en las relaciones humanas no tenía ninguna base mística ni falta que le hacía. La abuela que la había criado de mala gana le había dado sólo un consejo en materia religiosa, que Kate, ya a la edad de ocho años, había considerado inútil.

– Abuela, ¿tú crees en Dios? -había preguntado ella.

– Vaya pregunta más tonta. No empieces a preguntarte por Dios a tu edad. De Dios sólo tienes que recordar una cosa. Cuando te estés muriendo, manda llamar a un sacerdote. El se ocupará de ti.

– Pero supongamos que no sé que me estoy muriendo.

– La gente suele darse cuenta. Entonces tienes tiempo suficiente para comenzar a preocuparte de Dios.

Bueno, ahora mismo ella no tenía por qué preocuparse. AD era hijo de un sacerdote y había interrogado a curas antes. Quién mejor para vérselas con el reverendo Curtis.

Se metieron en Balaclava Gardens. Si alguna vez había habido allí jardines, ahora sólo quedaba algún que otro árbol. Aún permanecían en pie muchas de las casas adosadas victorianas originales, pero la número dos así como cuatro o cinco más allá eran viviendas cuadradas y modernas de ladrillo rojo. La número dos era la más grande, tenía un garaje a la izquierda y una pequeña extensión delantera de césped con un arriate en el centro. La puerta del garaje estaba abierta, y dentro había un Ford Focus azul oscuro matrícula W341 UDG.

Kate llamó al timbre. Antes de que hubiera respuesta alguna percibió la voz de una mujer y el grito agudo de un niño. Tras cierta tardanza, se oyó un ruido de llaves que giraban y se abrió la puerta. Vieron a una mujer joven, bonita y muy rubia. Llevaba pantalones y bata, y un niño agarrado a la cadera derecha mientras otros dos, a todas luces gemelos, tiraban de ambas perneras. Eran miniaturas de su madre, cada uno con la misma carita redonda, el pelo color trigo cortado en flequillo y los ojos grandes que ahora miraban fijamente a los recién llegados en una evaluación impasible.

Dalgliesh sacó la orden judicial.

– ¿Señora Curtís? Soy el comandante Dalgliesh, de la Policía Metropolitana. Le presento a la inspectora Miskin. Hemos venido a ver a su esposo.

– ¿La Policía Metropolitana? -dijo la mujer, que parecía sorprendida-. Esto es nuevo. De vez en cuando viene por aquí la policía local. A veces algunos jóvenes de los bloques causan problemas. Son muchos… los de la policía local me refiero. En fin, entren por favor. Lamento haberles hecho esperar, pero es que tengo dos cerraduras de seguridad. Es horrible, este año Michael ha sido asaltado dos veces. Por eso tuvimos que quitar el letrero que indicaba la vicaría. -A continuación gritó con una voz carente de preocupación-: Michael, cariño. Hay aquí gente de la Met.

El reverendo Michael Curtis llevaba una sotana y lo que parecía una vieja bufanda universitaria anudada al cuello. Kate se alegró de que la señora Curtis cerrara la puerta de la calle tras ellos. La casa le pareció fría. El sacerdote se acercó y les estrechó la mano con aire bastante distraído. Era mayor que su mujer, pero quizá no tan viejo como parecía, su cuerpo delgado y algo encorvado contrastaba con el encanto de la mujer metida en carnes. El cabello castaño, con un flequillo de monje, empezaba a encanecer, pero los ojos bondadosos eran vigilantes y sagaces y cuando cogió la mano de Kate, el apretón reveló seguridad en sí mismo. Tras dirigir a su esposa y sus hijos una mirada de amor desconcertado, indicó una puerta a su espalda.

– ¿Vamos al estudio?

Era una habitación mayor de lo que había imaginado Kate. La cristalera daba a un pequeño jardín. Estaba claro que no se había hecho ningún intento por cultivar los arriates ni cortar el césped. El reducido espacio había sido entregado a los niños: había una estructura de barras, un cajón de arena y un columpio.

Se veían varios juguetes esparcidos por la hierba. El estudio olía a libros y, pensó ella, ligeramente a incienso. Había un escritorio lleno de cosas, una mesa con montones de libros y revistas pegada a la pared, una estufa moderna de gas con una sola franja encendida, y a la derecha un crucifijo y un reclinatorio para arrodillarse. Delante de la estufa había dos sillones algo estropeados.

– Creo que estos dos sillones serán lo bastante cómodos -dijo el señor Curtis.

Tras sentarse a la mesa, acercó la silla giratoria hasta quedar frente a ellos, las manos en las rodillas. Parecía algo perplejo pero totalmente tranquilo.

– Queremos hacerle unas preguntas sobre su coche -dijo Dalgliesh.

– ¿Mi viejo Ford? No creo que nadie lo haya cogido ni utilizado para cometer un crimen. Es muy fiable teniendo en cuenta su edad, pero no corre mucho. No creo que nadie lo haya usado con malas intenciones. Como ya habrán visto, se halla en el garaje. Está perfectamente.

– El viernes por la noche alguien lo vio aparcado cerca de la escena de un crimen grave -explicó Dalgliesh-. Quienquiera que lo condujera quizá vio algo que podría ayudarnos en nuestra investigación. Tal vez viera otro coche o a alguien actuando de manera sospechosa. ¿Estaba usted en Dorset el viernes por la noche, padre?

– ¿En Dorset? No, el viernes estuve aquí con los miembros del Consejo Parroquial desde las cinco. Da la casualidad que esa noche no fui yo quien utilizó el coche. Se lo presté a un amigo, que había llevado el suyo a una revisión y a que le hicieran la ITV. Por lo visto tenía que hacer ciertas cosas, concretamente acudir a una cita, de modo que me pidió prestado el mío. Le dije que si me mandaban llamar, yo podía utilizar la moto de mi esposa. Seguro que él se alegrará de ayudar en lo que pueda.

– ¿Cuándo le devolvió el coche?

– Sería a primera hora de ayer por la mañana, antes de que nos levantáramos. Recuerdo que el coche ya estaba cuando fui a oficiar la misa de las siete. Mi amigo había dejado una nota de agradecimiento en el salpicadero y llenado el depósito. No me extrañó; es siempre muy atento. ¿Ha dicho Dorset? Es un largo trecho. Creo que si él hubiera visto algo sospechoso o hubiera presenciado algún incidente, habría telefoneado y me lo habría dicho. De hecho, desde que regresó no hemos hablado.

– Cualquiera que estuviera cerca de la escena del crimen podría tener información valiosa sin ser consciente de su importancia -dijo Dalgliesh-. Podría haber visto algo que en su momento quizá no pareció extraño ni sospechoso. ¿Nos puede dar su nombre y su dirección? Si vive aquí y podemos verlo ahora, nos ahorraremos tiempo.

– Es el director de la escuela local, la Escuela de Droughton Cross. Stephen Collinsby. Ahora lo encontrarán allí. Por lo general va los domingos por la tarde a preparar la semana siguiente en paz. Les apuntaré la dirección. Está muy cerca. Pueden ir andando si quieren dejar el coche aquí. En nuestro camino de entrada está seguro.

Hizo girar la silla, abrió el cajón de la izquierda y rebuscó un rato hasta encontrar una hoja de papel en blanco y se puso a escribir. Luego la dobló cuidadosamente y se la dio a Dalgliesh.

– Collinsby es nuestro héroe local -dijo-. Bueno, a estas alturas se ha convertido ya casi en un héroe nacional. Quizás han leído algo en los periódicos o han visto en la televisión este programa educativo en el que sale. Es un hombre inteligente. Ha dado un vuelco a la Escuela de Droughton Cross. Y todo se ha hecho en virtud de principios que supongo que la mayoría de las personas respaldarían pero que otras no parecen capaces de llevar a la práctica. Él cree que cada niño tiene un talento, una destreza o una capacidad intelectual que puede mejorar su vida, y es cometido de la escuela descubrirlo y potenciarlo. Por supuesto necesita ayuda y tiene a toda la comunidad implicada, en especial a los padres. Yo soy miembro del consejo escolar, así que hago lo que puedo. Aquí doy clases de latín a dos niños y dos niñas una vez cada quince días con la ayuda de la esposa del organista, que suple mis deficiencias. El latín no está en el plan de estudios. Vienen porque quieren aprender la lengua; enseñarles es increíblemente gratificante. Además, uno de nuestros coadjutores dirige el club de ajedrez con su mujer. En ese club hay chicos con un talento poco común para el juego y un enorme entusiasmo, chicos de los que habría cabido pensar que jamás lograrían nada. Si uno queda campeón de la escuela con la posibilidad de competir por el título del condado, no tiene que ganarse el respeto llevando un cuchillo. Perdónenme por hablar tanto, pero es que desde que conozco a Stephen y soy miembro del consejo tengo cada vez más interés en la educación. Y anima mucho ver que las cosas buenas suceden pese a tenerlo todo en contra. Si disponen de tiempo para hablar con Stephen sobre la escuela, creo que sus ideas les fascinarán.

Se pusieron todos en pie.

– Vaya por Dios -dijo el señor Curtis-, me temo que he sido muy descuidado. ¿Se quedan a tomar un té? ¿O quizá café? -Miró alrededor distraídamente, como si esperase que la bebida se hiciera realidad por arte de magia-. Mi esposa podría… -Se dirigió a la puerta con intención de llamar.

– Gracias, padre -dijo Dalgliesh-, pero debemos irnos. Será mejor que cojamos el coche. Quizá tengamos que irnos a toda prisa. Gracias por habernos atendido y por su ayuda.

En el coche, ya con los cinturones abrochados, Dalgliesh desdobló el papel y se lo pasó a Kate. El padre Curtis había dibujado un meticuloso diagrama con flechas señalando la escuela. Ella sabía por qué Dalgliesh había preferido no ir andando. Al margen de lo que revelara el próximo interrogatorio, era más prudente no correr el riesgo de que el padre Curtis les hiciera preguntas cuando regresaran a por el coche.

Tras unos momentos de silencio, notando el humor de Dalgliesh y sabiendo que la entendería, Kate preguntó:

– ¿Cree que esto pinta mal, señor? -Quería decir «mal» para Stephen Collinsby, no para ellos.

– Sí, Kate, eso creo.

4

Se habían metido de nuevo en el ruido y el denso tráfico de Marland Way. El viaje no estaba resultando fácil, y Kate no habló, salvo para indicar el camino a Dalgliesh, hasta que hubieron tomado el desvío adecuado en el segundo semáforo y se encontraron en una calle más tranquila.

– Señor, ¿cree que el padre Curtis habrá telefoneado para avisarle de que vamos hacia allá?

– Sí, es un hombre inteligente. Desde que nos hemos ido, habrá juntado varios hechos desconcertantes, la implicación de la Met, nuestro rango, ¿por qué un comandante y una inspectora si se trata de una investigación rutinaria?, la hora temprana de la devolución del coche y el silencio de su amigo.

– Pero evidentemente él aún no sabe nada sobre el asesinato.

– Lo sabrá cuando mañana lea el periódico o escuche las noticias. Incluso entonces dudo de que vaya a sospechar de Collinsby, pero sabe que su amigo puede verse en un aprieto. Por eso estaba decidido a dar toda esa información sobre cómo el otro ha transformado la escuela. Ha sido un homenaje digno de admiración.

Kate vaciló antes de la pregunta siguiente. Sabía que Dalgliesh la respetaba, y creía que la apreciaba. Con los años, ella había aprendido a dominar sus emociones; pero aunque la esencia de lo que ella siempre había considerado un amor imposible permanecía y permanecería siempre, esto no le daba plena propiedad sobre la mente de él. Había preguntas que era mejor no formular. ¿Era ésta una de ellas?

Tras un rato de silencio en el que Kate mantuvo los ojos fijos en las indicaciones del padre Curtis, dijo:

– Usted sabía que él avisaría a su amigo y no le dijo que no lo hiciera.

– Tendrá cinco minutos malos de forcejeo espiritual sin que yo se lo haya puesto peor. Nuestro hombre no va a huir.

Otro giro. El padre Curtis había pecado de optimista al decir que la escuela estaba «muy cerca». ¿Por qué se le hacía tan largo el viaje? ¿Eran las bocacalles, la reticencia de su compañero o la aprensión ante el inminente interrogatorio?

Una valla publicitaria. Alguien había pintado «El diablo está en internet» con trazos de pintura negra. Debajo, escrito con más cuidado, «No existe ni Dios ni el diablo». En el panel siguiente, esta vez con pintura roja, «Dios vive, véase el Libro de Job». Esto conducía a la exhortación final: «A la mierda.»

– Un final bastante corriente en las disputas teológicas, pero rara vez expresado tan groseramente. Esto debe de ser la escuela.

Kate vio un edificio Victoriano de ladrillo recubierto de piedra, al fondo de un gran patio de recreo rodeado por una reja alta. Con gran sorpresa suya, la puerta del patio no estaba cerrada con llave. Una versión más pequeña y más ornamentada del edificio principal, obviamente realizada por el mismo arquitecto, estaba unida al mismo por un pasillo que parecía más reciente. Aquí se había hecho un intento para compensar el tamaño mediante los adornos. Hileras de ventanas y cuatro peldaños de piedra tallada conducían a una puerta intimidatoria que, después de que llamaran, se abrió tan rápido que Kate sospechó que el director les estaba esperando. Vio a un hombre de gafas en la madurez temprana, casi tan alto como Dalgliesh, que vestía unos pantalones viejos y un jersey con parches de cuero en los codos.

– Si se esperan un momento, cerraré la puerta del patio -dijo él-. Aquí no hay timbre, pero ya suponía que conseguirían entrar. -Al cabo de un minuto estaba otra vez con ellos.

Aguardó mientras Dalgliesh le enseñaba la orden judicial y presentaba a Kate.

– Les estaba esperando -dijo lacónico-. Hablaremos en mi estudio.

Mientras le seguían por el vestíbulo escasamente amueblado y por el pasillo con suelo de terrazo, Kate regresó mentalmente a su escuela; ahí estaba el ligero olor, casi ilusorio, a papel, cuerpos, pintura y productos de limpieza. No olía a tiza. ¿Se seguía utilizando? Las pizarras habían sido sustituidas en buena medida por los ordenadores, incluso en las escuelas de primaria. Pero al mirar por las pocas puertas abiertas, no vio aulas. Quizá la casa oficial del director estaba ahora dedicada principalmente a su estudio y a salas de seminarios o a la administración. Estaba claro que él no vivía en el edificio.

El señor Collinsby se hizo a un lado para franquearles la entrada a una estancia del final del pasillo. Era una mezcla de sala de reuniones, estudio y sala de estar. Frente a la ventana había una mesa rectangular con seis sillas, estantes casi hasta el techo en la pared de la izquierda, y a la derecha el escritorio del director, con su silla y otras dos delante. Una pared estaba llena de fotografías de la escuela: el club de ajedrez, una hilera de rostros sonrientes con el tablero delante, el capitán sosteniendo el pequeño trofeo de plata; los equipos de fútbol y de natación; la orquesta; el elenco de la comedia musical navideña; y una escena de lo que parecía Macbeth…, siempre era Macbeth, ¿no?: corta, apropiadamente sangrienta, no muy difícil de aprender. Una puerta abierta permitía vislumbrar lo que a todas luces era una cocina pequeña. Olía a café.

Collinsby retiró dos sillas de la mesa y dijo:

– Entiendo que se trata de una visita formal. ¿Nos sentamos aquí?

Él tomó asiento en la cabeza de la mesa, Dalgliesh a su derecha y Kate a su izquierda. Ahora ella pudo verle fugazmente pero más de cerca. Vio una cara atractiva, con una mandíbula firme y delicada, una cara que se veía en los anuncios televisivos dedicados a inspirar confianza en la perorata del actor sobre la superioridad de su banco respecto a la competencia, o a convencer a los espectadores de que un coche de precio prohibitivo podía provocar envidia entre los vecinos. Parecía más joven de lo que Kate había previsto, quizá debido al carácter informal de su atuendo de fin de semana, y se dijo que el hombre podría haber mostrado algo más de la despreocupación segura de sí misma típica de la juventud si no hubiera parecido tan cansado. Los ojos grises, que se cruzaron brevemente con los de ella y luego pasaron a Dalgliesh, estaban apagados por el agotamiento. Sin embargo, cuando habló, su voz sonó sorprendentemente juvenil.

– Estamos investigando la sospechosa muerte de una mujer en una casa de Stoke Cheverell, en Dorset -dijo Dalgliesh-. Alguien vio un Ford Focus, matrícula W341 UDG, aparcado cerca de la casa entre las once treinta y cinco y las once cuarenta de la noche del crimen. Esto fue el viernes pasado, el 14 de diciembre. Según parece, en esa fecha usted pidió prestado ese coche. ¿Condujo usted hasta allí? ¿Estaba usted allí?

– Sí. Estaba allí.

– ¿En qué circunstancias, señor Collinsby?

Y ahora Collinsby se animó.

– Quiero hacer una declaración -dijo dirigiéndose a Dalgliesh-. No una declaración oficial en este momento, aunque comprendo que esto llegará. Quiero explicarle a usted por qué estaba yo allí, y hacerlo ahora tal como los hechos me vienen a la cabeza, sin preocuparme siquiera de cómo suenen o del efecto que puedan tener. Sé que usted tendrá preguntas que hacerme y yo intentaré responder a ellas, pero sería mejor que yo pudiera de entrada contar la verdad sin interrupciones. Iba a decir «contar lo sucedido con mis propias palabras», pero ¿es que cuento con otras?

– Quizá sería el mejor modo de empezar -dijo Dalgliesh.

– Trataré de no alargarme demasiado. La historia se ha complicado, pero básicamente es muy simple. No entraré en detalles sobre mi vida anterior, mis padres o mi educación. Sólo diré que, desde la infancia, supe que quería dedicarme a la enseñanza. Me concedieron una beca para un instituto tic secundaria y luego otra del condado para ir a Oxford. Estudié historia. Después de graduarme conseguí plaza en la Universidad de Londres para hacer un curso de formación pedagógica que me permitiera sacar una diplomatura en educación. Esto me ocupó un año. Una vez titulado, decidí tomarme un año sabático antes de buscar empleo. Sentía que había estado respirando aire académico demasiado tiempo y necesitaba viajar, experimentar algo del mundo, conocer gente de otras profesiones y condiciones sociales antes de empezar a enseñar. Lo siento, me he adelantado demasiado. Hemos de volver al momento en que ingresé en la Universidad de Londres.

»Mis padres eran pobres, no estaban en la miseria pero contaban cada céntimo, y el dinero que pudiera necesitar yo debía salir de mi beca o de trabajos en vacaciones. Así que cuando fui a Londres debía encontrar algún lugar barato donde vivir. Como es lógico, el centro de la ciudad era demasiado caro, por lo que tuve que buscar en otra parte. Un amigo que había ingresado en la universidad el año anterior se estaba alojando en Gidea Park, una zona residencial de Essex, y me aconsejó que mirase por allí. Cuando fui a visitarle vi, en el escaparate de un estanco, el anuncio de que se alquilaba una habitación adecuada para un estudiante en Silford Green, a sólo dos estaciones en la línea de Londres Este. Había un número de teléfono. Llamé y fui a la casa. Era una adosada ocupada por un estibador, Stanley Beale, su esposa y sus dos hijas, Shirley, de once años, y su hermana pequeña Lucy, de ocho. También vivía en la casa la abuela materna. La verdad es que no había sitio para un inquilino. La abuela compartía el dormitorio más grande con las dos niñas, y el señor y la señora Beale tenían el otro dormitorio en la parte de atrás. Yo ocupaba el tercero, el más pequeño, también en la parte trasera. Pero era barato, estaba cerca de la estación, el viaje era fácil y rápido y yo estaba apurado. En la primera semana se hicieron realidad mis peores temores. El marido y la mujer se peleaban todo el tiempo; la abuela, una vieja desagradable y avinagrada, evidentemente estaba resentida por ser ante todo una cuidadora de niños, y siempre que nos encontrábamos no paraba de quejarse de su pensión, del ayuntamiento, de las frecuentes ausencias de su hija, de la mezquina insistencia de su yerno en que ella contribuyera a su manutención. Como la mayoría de los días yo estaba en Londres y a menudo trabajaba hasta tarde en la biblioteca de la universidad, me ahorraba lo peor de las discusiones familiares. Al cabo de una semana de mi llegada, tras una pelea que hizo temblar la casa, al final Beale se marchó. Yo podía haber hecho lo mismo, pero lo que me retuvo fue la hija pequeña, Lucy.

Hizo una pausa. El silencio se prolongó y nadie le interrumpió. Alzó la cabeza para mirar a Dalgliesh. Kate apenas podía soportar la angustia que veía.

– ¿Cómo puedo describírsela? -dijo Collinsby-. ¿Cómo puedo hacérselo entender a ustedes? Era una niña encantadora, mucho más que hermosa, tenía gracia, dulzura, una inteligencia sutil. Empecé a llegar a casa más pronto para estudiar en mi habitación, y antes de irse a la cama Lucy venía a verme. Llamaba a la puerta y se sentaba en silencio y leía mientras yo trabajaba. Yo había traído conmigo libros, y cuando dejaba de escribir para preparar un café para mí y un vaso de leche para ella, hablábamos. Yo intentaba responder a sus preguntas. Hablábamos del libro que estaba leyendo ella. Puedo verla ahora. Su ropa hacía pensar que su madre la había encontrado en un mercadillo de beneficencia, en invierno largos vestidos de verano debajo de una rebeca sin forma, calcetines cortos y sandalias. Algunos fines de semana yo pedía permiso a su madre para llevármela a Londres a visitar un museo o una galería de arte. Nunca hubo ningún problema; la madre se alegraba de quitársela de en medio, sobre todo cuando llevaba hombres a casa. Yo sabía lo que pasaba, desde luego, pero no era responsabilidad mía. Me quedaba sólo por Lucy. La quería.

Se hizo de nuevo el silencio; luego Collinsby dijo:

– Sé que van a preguntarme si era una relación de carácter sexual. Sólo puedo decir que la mera idea habría sido para mí una blasfemia. Nunca la toqué. Pero era amor. ¿Y no es físico siempre el amor en cierta medida? Físico, no sexual. Deleitarse en la belleza y la gracia del ser amado. Miren, soy director de escuela. Conozco todas las preguntas que me van a hacer. «¿Alguna de sus acciones fue inconveniente?» ¿Cómo puede uno contestar a esta pregunta en una época en que siquiera pasar el brazo alrededor de los hombros de un niño que llora se considera algo indecoroso? No, nunca hubo nada de eso, pero ¿quién me creería?

Hubo un silencio prolongado. Transcurrido un minuto, habló Dalgliesh.

– ¿Estaba entonces Shirley Beale, ahora Sharon Bateman, viviendo en la casa?

– Sí, era la hermana mayor, una niña difícil, taciturna, reservada. Costaba creer que fueran hermanas. Shirley tenía la desconcertante costumbre de mirar fijamente a las personas, sin hablar, sólo mirar, una mirada acusatoria, más adulta que infantil. Supongo que debía haberme dado cuenta de que era desgraciada, bueno, seguramente me di cuenta, pero pensaría que era algo en lo que no podía hacer nada. En una ocasión en que planeaba llevar a Lucy a Londres a ver la abadía de Westminster, le sugerí que a Shirley quizá también le gustaría ir. «Sí, díselo», dijo Lucy. Y eso hice. No recuerdo exactamente qué respuesta me dio Shirley; algo así como que no quería ir al aburrido Londres a ver la aburrida abadía con un aburrido como yo. De todos modos, sé que, después de habérselo propuesto y de que ella rehusara, me sentí aliviado. A partir de ese momento ya no tendría que volver a tomarme la molestia. Supongo que debía haber comprendido lo que ella sentía, la desatención, el rechazo, pero yo tenía veintidós años y carecía de sensibilidad para reconocer su dolor y ocuparme de él.

Ahora intervino Kate.

– ¿Era responsabilidad suya ocuparse de eso? -dijo-. Usted no era su padre. Si las cosas iban mal en la familia, eran ellos los que debían afrontar los problemas.

Collinsby se volvió hacia ella casi, parecía, con alivio.

– Esto es lo que me digo ahora a mí mismo. Pero no estoy seguro de creérmelo. Aquélla no era una casa cómoda para mí ni para ninguno de ellos. Si no hubiera sido por Lucy, habría buscado otro alojamiento. Por ella me quedé hasta el final del curso. Tras sacar el título de profesor decidí hacer el viaje planeado. No había estado nunca en el extranjero, salvo un viaje escolar a París, y primero fui a los lugares obvios: Roma, Madrid, Viena, Siena, Verona, y luego a la India y Sri Lanka. Al principio mandaba postales a Lucy, a veces dos a la semana.

– Es probable que Lucy nunca recibiese sus postales -dijo Dalgliesh-. Pensamos que Shirley las interceptó. Las hemos encontrado cortadas por la mitad y enterradas junto a una de las Piedras de Cheverell.

No explicó qué eran las piedras. Pero claro, pensó Kate, no hacía ninguna falta.

– Al cabo de un tiempo dejé de enviarlas, pensando que Lucy me había olvidado o estaba ocupada con su vida escolar, que yo había sido una influencia importante durante un tiempo, pero no de carácter duradero. Y lo tremendo es eso: en cierto modo me sentía más tranquilo. Tenía un porvenir profesional que forjarme, y acaso Lucy hubiera sido no sólo una alegría sino también una responsabilidad. Y yo buscaba un amor adulto… ¿no nos pasa a todos en la juventud? Me enteré del asesinato estando en Sri Lanka. Durante unos momentos me sentí físicamente enfermo por el horror y la conmoción y, lógicamente, apenado por la niña que había amado. Pero más adelante, cuando recordaba ese año con Lucy, era como un sueño, y el pesar una dispersa tristeza por todos los niños maltratados y asesinados y por la muerte de la inocencia. Quizá porque ahora yo tenía un hijo. No escribí a la madre ni a la abuela para darles el pésame. Nunca mencioné a nadie que yo conocía a la familia. No sentía absolutamente ninguna responsabilidad por su muerte. No tenía ninguna. Sí me avergonzaba y lamentaba no haber intentado seguir en contacto, pero esto ya pasó. Cuando regresé a casa, ni siquiera la policía vino para interrogarme. ¿Por qué iban a hacerlo? Shirley había confesado, y las pruebas eran abrumadoras. La única explicación que llegó a darse fue que había matado a su hermana por ser demasiado bonita.

Hubo un silencio momentáneo. Luego habló Dalgliesh.

– ¿Cuándo se puso Shirley Beale en contacto con usted?

– El 30 de noviembre recibí una carta suya. Al parecer había visto un programa de televisión sobre enseñanza secundaria en el que salía yo. Me reconoció y anotó el nombre de la escuela donde trabajaba… donde trabajo aún. La carta decía tan sólo que me recordaba, que aún me amaba y que necesitaba verme. Propuso que nos viéramos. Me dijo que estaba trabajando en la Mansión Cheverell y me explicó cómo llegar allí. Aquello me dejó horrorizado. No comprendí qué quería decir con que «aún me amaba». Ella nunca me había amado ni había mostrado la menor señal de afecto hacia mí. Ni yo hacia ella. Reaccioné de forma débil y poco sensata. Quemé la carta y traté de olvidarme del asunto. Fue inútil, desde luego. Diez días después, ella volvió a escribir. Esta vez era una amenaza. Dijo que debía verme, y que, si no iba, alguien le contaría al mundo que yo la había rechazado. Aún no sé cuál habría sido la respuesta adecuada. Seguramente decírselo a mi esposa, incluso informar a la policía. Pero ¿podía hacerles creer la verdad sobre mi verdadera relación con Lucy o con Shirley? Decidí que lo mejor, al menos al principio, sería verla e intentar quitarle de la cabeza sus falsas ilusiones. Me había dicho que me esperaría a medianoche en un aparcamiento situado al lado de la carretera que pasa junto a las Piedras de Cheverell. Incluso me mandó un pequeño mapa, dibujado con esmero. La carta terminaba así: «Es maravilloso haberte encontrado. No debemos separarnos nunca más.»

– ¿Conserva la carta? -dijo Dalgliesh.

– No. En esto también me comporté como un estúpido. La llevé conmigo a Stoke Cheverell y cuando llegué al aparcamiento, la quemé con el encendedor del coche. Supongo que desde que llegó la primera carta me negué a ver la realidad.

– ¿Y se vieron?

– Sí, nos vimos, y en las piedras, tal como ella había dispuesto. No la toqué ni siquiera para estrecharle la mano, aunque a ella no pareció sorprenderle. Me repugnaba. Propuse que volviéramos al coche, donde estaríamos más cómodos, y nos sentamos uno al lado del otro. Me dijo que me había amado incluso cuando yo estaba encaprichado con Lucy…, ésa es la palabra que utilizó. Había matado a Lucy porque estaba celosa, pero ya había cumplido su condena. Eso significaba que era libre para amarme. Quería casarse conmigo y ser la madre de mis hijos. Todo lo dijo con mucha calma, casi sin emoción aunque con una voluntad tremenda. Con la vista fija al frente, creo que mientras hablaba ni me miró. Expliqué con todo el tacto posible que estaba casado, que tenía un hijo, y que entre nosotros nunca podría haber nada. No le ofrecí ni siquiera mi amistad, a quién se le ocurre. Mi único deseo era no volver a verla nunca más. Aquello era inaudito, un horror. Cuando le dije que estaba casado replicó que esto no impediría que estuviéramos juntos. Yo podía divorciarme. Tendríamos hijos propios y ella cuidaría de mi otro hijo.

Mientras hablaba, Collinsby había permanecido con la vista baja, las manos agarradas a la mesa. Ahora alzó la cara hacia Dalgliesh, y éste y Kate vieron el pavor y la desesperación en sus ojos.

– ¡Cuidar de mi hijo! La mera idea de tenerla en casa, cerca de mi familia, me horrorizaba. Supongo que volvió a fallarme la imaginación. Debía haber percibido su necesidad, pero lo único que sentí fue miedo, el impulso de huir de ella, ganar tiempo. Lo hice mintiendo. Dije que hablaría con mi mujer pero que ella no debía albergar ninguna esperanza. Al menos dejé esto claro. Luego dijo adiós, también sin tocarme, y se fue. Me quedé mirando mientras desaparecía en la oscuridad, siguiendo un puntito de luz.

– ¿Entró usted en algún momento en la Mansión? -dijo Dalgliesh.

– No.

– ¿Le pidió ella que entrara?

– No.

– Mientras estaba aparcado, ¿vio u oyó a alguien?

– A nadie. Arranqué momentos después de que Shirley se apeara. No vi a nadie.

– Aquella noche fue asesinada una paciente de la Mansión.

¿Shirley Beale le dijo algo que le indujera a usted a pensar que ella pudiera ser la responsable?

– Nada.

– La paciente se llamaba Rhoda Gradwyn. ¿Shirley Beale citó este nombre, le habló de ella, le contó algo de la Mansión?

– Nada, excepto que trabajaba allí.

– ¿Era la primera vez que oía usted hablar de la Mansión?

– Sí, la primera vez. En las noticias no han dicho nada, seguro, y desde luego no ha salido en los periódicos del domingo. No lo habría pasado por alto.

– Probablemente saldrá mañana por la mañana. ¿Ha hablado con su esposa sobre Shirley Beale?

– Todavía no. Creo que he estado negando la realidad, esperando, aun sin verdadera esperanza, no tener más noticia de Shirley, haberla convencido de que juntos no teníamos ningún futuro. El conjunto del incidente era descabellado, absurdo, una pesadilla. Como ya sabe, pedí prestado el coche de Michael Curtís para el viaje y decidí que, si Shirley escribía otra vez, se lo confiaría a él. Tenía una necesidad desesperada de contárselo a alguien, y sabía que Michael sería prudente, comprensivo y sensato, y al menos me aconsejaría algo. Sólo entonces hablaría yo con mi esposa. Me doy cuenta, naturalmente, de que si Shirley hiciera público el pasado, arruinaría mi carrera.

Ahora volvió a hablar Kate.

– No si se aceptara la verdad, desde luego. Usted fue bondadoso y afectuoso con una niña evidentemente sola y necesitada. Tenía entonces sólo veintidós años. No podía saber de ninguna manera que su amistad con Lucy desembocaría en su muerte. Usted no es culpable de esa muerte. No lo es nadie salvo Shirley Beale. Ella también estaba sola y necesitada, pero usted no era responsable de su infelicidad.

– Sí fui responsable. Indirectamente y sin mala intención. Si Lucy no me hubiera conocido, ahora estaría viva.

– ¿Está seguro? Piense que habría podido surgir otro motivo de celos. -Ahora la voz de Kate era apremiante, imperiosa-. Sobre todo cuando hubieran llegado a la adolescencia y Lucy hubiera tenido novios, la atención, el amor. Es imposible saber qué habría pasado. No podemos responsabilizarnos moralmente de los resultados a largo plazo de nuestras acciones.

Se calló, tenía la cara colorada, y miró a Dalgliesh. Él sabía lo que ella estaba pensando. Kate había hablado movida por la compasión y la indignación, pero al revelar estos sentimientos había actuado de forma poco profesional. No hay que hacer creer a ningún sospechoso de asesinato que los agentes investigadores están de su parte. Dalgliesh se dirigió a Collinsby.

– Me gustaría que hiciera una declaración exponiendo los hechos tal como ha hecho aquí. Casi seguro que deberemos hablar de nuevo cuando hayamos interrogado a Sharon Bateman. Hasta ahora ella no nos ha contado nada, ni siquiera ha dado su verdadera identidad. Y si ha pasado menos de cuatro años viviendo en la comunidad tras ser excarcelada, aún estará bajo supervisión. Por favor, escriba su dirección particular en la declaración, tenemos que saber cómo localizarlo. -Abrió el maletín y sacó un impreso oficial que le entregó.

– Lo haré en el escritorio -dijo Collinsby-, la luz ahí es mejor. -Y se sentó dándoles la espalda. Luego se volvió y dijo-: Perdón, no les he ofrecido café ni té. Si la inspectora Miskin quiere prepararlo, en la puerta de al lado hay todo lo necesario. Puedo tardar un poco.

– Ya me encargo yo -dijo Dalgliesh, que se dirigió a la estancia contigua dejando la puerta abierta. Se oyó un tintineo de porcelana, el sonido de una tetera al llenarse. Kate esperó un par de minutos, y fue a reunirse con él en busca de la leche en la pequeña nevera. Dalgliesh llevó la bandeja con tres tazas y platillos y dejó una de las tazas, con el azucarero y la jarrita de leche, junto a Collinsby. Éste seguía escribiendo, y de pronto, sin mirarlos, alargó la mano y se acercó la taza. No se sirvió leche ni azúcar, y Kate llevó ambos ingredientes a la mesa donde ella y Dalgliesh permanecían sentados en silencio. Se sentía cansadísima, pero no sucumbió a la tentación de recostarse en la silla.

Al cabo de treinta minutos, Collinsby se volvió y entregó las hojas a Dalgliesh.

– Ahí tiene -dijo-. He procurado atenerme a los hechos. No he intentado justificar nada, pues no hay por qué. ¿Necesita ver cómo firmo?

Dalgliesh se acercó, y Collinsby estampó la firma en el documento. Tras coger los abrigos, Dalgliesh y Kate se dispusieron a marcharse. Como si fueran padres que hubieran venido a hablar de los progresos de sus hijos, Collinsby habló con tono ceremonioso:

– Qué bien que hayan venido a la escuela. Los acompañaré a la puerta. Cuando quieran hablar conmigo otra vez, llámenme sin dudarlo.

Abrió la puerta delantera y fue con ellos hasta la verja. Lo último que vieron de él fue su cara tensa y pálida mirándolos desde detrás de unos barrotes, como un hombre encarcelado. Luego cerró la verja, se dio la vuelta, anduvo con paso firme hasta la puerta de la escuela y entró sin mirar atrás.

En el coche, Dalgliesh encendió la luz de lectura y cogió el mapa.

– Parece que lo mejor sería ir por la MI hacia el sur y luego tomar la M25 y la M3. Debes de tener hambre. Los dos necesitamos comer, y éste no parece un sitio especialmente prometedor.

Kate notó que se moría de ganas de alejarse de la escuela, de la ciudad, del recuerdo de la última hora.

– ¿Por qué no paramos en la autopista? -dijo-. No forzosamente para sentarnos a comer; podríamos comprar unos bocadillos. -Ahora la lluvia había cesado, salvo por algunas gotas gruesas que caían sobre el capó, viscosas como el aceite. Cuando por fin estuvieron en la autopista, añadió-: Lamento haber dicho eso al señor Collinsby. Sé que no es profesional compadecerse de un sospechoso. -Quería seguir hablando, pero se le ahogó la voz y simplemente repitió-: Lo siento, señor.

Dalgliesh no la miró.

– Has hablado movida por la compasión -dijo-. Sentir mucha compasión puede ser peligroso en la investigación de un asesinato, pero no tan peligroso como perder la capacidad de sentirla. No ha tenido malas consecuencias.

Pero las lágrimas llegaron igual, y él la dejó llorar tranquilamente, los ojos fijos en la carretera. La autopista se iba revelando ante ellos en una fantasmagoría de luz, la procesión de luces cortas en la derecha, la línea reptante del tráfico hacia el sur, los negros setos y árboles tapados por enormes formas de camiones, los rugidos y chirridos de un mundo de viajeros incognoscibles atrapados en la misma compulsión extraordinaria. Cuando vio un letrero que ponía «Área de servicio», Dalgliesh se desplazó al carril izquierdo y luego tomó la vía de salida. Encontró sitio en el extremo del aparcamiento y apagó el motor.

Entraron en un edificio resplandeciente de luz y color. Todos los restaurantes y tiendas tenían colgados adornos navideños, y en un rincón, un pequeño coro de aficionados, al que pocos hacían caso, cantaba villancicos y recogía dinero para obras benéficas. Fueron al lavabo, compraron bocadillos y dos tazas grandes de plástico llenas de café y regresaron con todo al coche. Mientras comían, Dalgliesh llamó por teléfono a Benton para ponerle al corriente y al cabo de veinte minutos ya estaban de nuevo en marcha.

Mirando la cara de Kate, tensa por la estoica resolución de ocultar su cansancio, dijo:

– Ha sido un día largo y aún no ha terminado. ¿Por qué no reclinas el asiento y duermes un poco?

– Estoy bien, señor.

– No hace falta que estemos despiertos los dos. En el asiento de atrás hay una manta de viaje, ¿la alcanzas? Te despertaré a tiempo.

Cuando conducía, aguantaba el cansancio manteniendo la calefacción baja. Si dormía, Kate precisaría la manta. Ella echó el asiento hacia atrás y se acomodó, la manta subida hasta el cuello, la cara vuelta hacia él. Se quedó dormida casi al instante. Dormía tan en silencio que Dalgliesh apenas alcanzaba a oír su suave respiración, menos cuando Kate emitía un débil gruñido de satisfacción como un niño y se acurrucaba más en la manta. Tras mirarle el rostro, del que toda la ansiedad había sido suprimida por la bendición de esa pequeña apariencia de muerte en vida, Dalgliesh pensó que era una cara atractiva, no hermosa, desde luego tampoco bonita en el sentido tradicional, pero sí atractiva, sincera, abierta, agradable de mirar, una cara que persistiría. Durante años, cuando trabajaba en un caso, ella solía recogerse el cabello castaño claro en una trenza gruesa; ahora lo llevaba corto y le caía suavemente sobre las mejillas. Dalgliesh sabía que lo que Kate necesitaba de él era más de lo que él podía darle, pero sabía que ella valoraba lo que le daba: amistad, confianza, respeto y afecto. Sin embargo, Kate merecía mucho más. Unos seis meses atrás él pensaba que ella lo había encontrado. Ahora ya no estaba tan seguro.

Dalgliesh sabía que la Brigada de Investigaciones Especiales pronto entraría en liquidación o sería absorbida por otro departamento. El tomaría su propia decisión sobre el futuro. Kate conseguiría su merecido ascenso a inspectora jefe. Pero entonces, ¿qué sería de ella? Últimamente, tenía la sensación de que Kate estaba cansada de viajar sola. Se detuvo en la siguiente estación de servicio y apagó el motor. Ella no se movió. El arropó con la manta el dormido cuerpo y se puso cómodo para un breve descanso. Diez minutos después, se deslizó nuevamente en el torrente de vehículos y condujo hacia el sudoeste a través de la noche.

5

Pese al agotamiento y al trauma del día anterior, Kate se despertó temprano y como nueva. La víspera, cuando ella y Dalgliesh regresaron de Droughton, la habitual revisión de los progresos del equipo había sido concienzuda pero breve, un intercambio de información más que un análisis prolongado de sus consecuencias. A última hora de la tarde había llegado el resultado de la autopsia de Rhoda Gradwyn. Los informes de la doctora Glenister eran siempre exhaustivos, pero éste era sencillo y nada sorprendente. La señorita Gradwyn había sido una mujer sana con todas las esperanzas y satisfacciones que esto suponía. Habían sido sus dos decisiones fatales -quitarse la cicatriz y que la intervención se llevara a cabo en la Mansión Cheverell- las que habían originado esas siete palabras escuetas y concluyentes: «Muerte por asfixia causada por estrangulación manual.» Al leer el informe con Dalgliesh y Benton, a Kate le invadió una oleada de ira y compasión ante la gratuita capacidad destructiva del asesinato.

Se vistió deprisa y se dio cuenta de que se moría de ganas de desayunar el bacón, los huevos, las salchichas y los tomates que les serviría la señora Shepherd a ella y a Benton. Dalgliesh había decidido que fuera Kate, ni él ni Benton, quien fuese a recibir a la señora Rayner a Wareham. La agente supervisora había llamado a última hora del día anterior para decir que tomaría en Waterloo el tren de las ocho y cinco y que esperaba llegar a Wareham a las diez y media.

El tren llegó a su hora, y a Kate no le costó identificar a la señora Rayner entre el escaso número de pasajeros que se apearon. La mujer miró a Kate atentamente a los ojos, y se estrecharon las manos con breves sacudidas, como si este encuentro formal de la carne fuera la confirmación de cierto contrato acordado de antemano. Era más baja que Kate, robusta, con una cara cuadrada de tez clara a la que prestaban fuerza la firmeza de la boca y la barbilla. El cabello castaño oscuro, con mechones canos, mostraba un buen corte hecho en una peluquería cara, como advirtió Kate. No acarreaba el habitual símbolo de la burocracia, un maletín, sino que llevaba un gran bolso de tela cerrado con un cordón y provisto de correas que se había colgado en los hombros. Para Kate, todo en la mujer revelaba autoridad ejercida con seguridad y discreción. Le recordaba a una de sus maestras de la escuela, la señora Butler, que había transformado el temido cuarto curso en un grupo de seres que se comportaban de forma relativamente educada mediante el simple recurso de creer que, mientras estuviera presente, los niños no podían portarse de otro modo.

Kate hizo las acostumbradas preguntas sobre el viaje. La señora Rayner dijo:

– Me ha tocado un asiento junto a la ventanilla sin niños ni obsesos parloteando por sus móviles. El bocadillo de bacón del vagón restaurante estaba bueno y he disfrutado del panorama. Lo que yo llamaría un buen viaje.

Durante el trayecto no hablaron de Shirley, ahora Sharon, aunque la señora Rayner preguntó por la Mansión y las personas que trabajaban allí, quizá para ir poniéndose al tanto. Kate supuso que estaba guardando los puntos esenciales para cuando estuviera con Dalgliesh; no tenía sentido decir las cosas dos veces, aparte de que podían producirse malentendidos.

En la Vieja Casa de la Policía, la señora Rayner, a quien Dalgliesh dio la bienvenida, declinó el ofrecimiento de café y pidió té, que preparó Kate. Ya había llegado Benton, y los cuatro se sentaron alrededor de la mesita frente a la chimenea. Dalgliesh, que tenía delante el dosier de Rhoda Gradwyn, explicó sucintamente cómo el equipo había averiguado la verdadera identidad de Sharon. Pasó la carpeta a la señora Rayner, que examinó la maltrecha cara de Lucy sin hacer comentarios. Al cabo de unos minutos la cerró y se la devolvió a Dalgliesh.

– Sería interesante indagar cómo consiguió Rhoda Gradwyn parte de este material -dijo-, pero como ha muerto no tiene demasiado sentido iniciar una investigación. En todo caso, es algo que no me compete a mí. Desde luego no hemos tenido noticia de que se haya publicado nada sobre Sharon, aparte de que cuando era menor de edad había una prohibición legal.

– ¿No le notificó su cambio de empleo y dirección? -preguntó Dalgliesh.

– No. Tenía que haberlo hecho, naturalmente, y yo debía haberme puesto en contacto antes con la residencia de ancianos. La última vez que nos vimos en una cita concertada, hace diez meses, aún trabajaba allí. Imagino que ya había decidido irse. Su excusa probablemente será que no vio la necesidad de decírmelo. Mi excusa, menos válida, es la habitual: demasiado trabajo y la reorganización que sigue a la división de responsabilidades del Ministerio del Interior. Hablando en plata, Sharon se nos escapó por un agujero de la red.

Escapó por un agujero de la red, pensó Dalgliesh, sería un título perfecto para una novela contemporánea.

– ¿No sentía una preocupación especial por ella? -preguntó.

– Ninguna en el sentido de considerarla un peligro público. La Comisión de Libertad Condicional no la habría liberado si no hubiera estado convencida de que no suponía ningún peligro para sí misma ni para los demás. Ni cuando estuvo en Moorfield House ni después creó ningún problema. Si yo tuviera alguna preocupación, y de hecho aún la tengo, sería la de encontrar un empleo satisfactorio y adecuado para ella, ayudarla a rehacer su vida. Siempre ha opuesto resistencia a seguir cursos de formación. El trabajo en la residencia de ancianos no era una solución a largo plazo. Debería estar con gente de su edad. Pero bueno, no estoy aquí para hablar del futuro de Sharon. Comprendo que ella supone un problema para su investigación. Vaya donde vaya, garantizaremos que esté a su disposición si desean interrogarla. ¿Hasta ahora ha colaborado?

– Sharon no ha planteado ningún problema -dijo Dalgliesh-. De momento no tenemos un sospechoso claro.

– Bueno, como es lógico no puede quedarse aquí. Me encargaré de que pueda alojarse en un albergue juvenil hasta que dispongamos de algo más permanente. Espero ser capaz de enviar a alguien a buscarla en un plazo de tres días. Seguiré en contacto con ustedes, por supuesto.

– ¿Alguna vez ha mostrado remordimientos por lo que hizo? -preguntó Kate.

– No, y esto ha sido un contratiempo. Sólo repite que no lo lamentó en su momento y que no tiene sentido lamentarlo después sólo porque te han descubierto.

– En esto hay una cierta honestidad -dijo Dalgliesh-. ¿La vemos ahora? Kate, ve a buscarla y tráela, por favor.

Esperaron a que Kate regresara con Sharon. Cuando llegaron las dos, tras quince minutos, el motivo del retraso era palpable. Sharon había querido tener buen aspecto. Su mono de trabajo había sido sustituido por una falda y un jersey, se había cepillado el pelo hasta dejarlo brillante y se había pintado los labios. Y llevaba un inmenso pendiente dorado en cada oreja. Entró con aire agresivo pero también algo receloso, y se sentó enfrente de Dalgliesh. La señora Rayner tomó asiento a su lado, una indicación de dónde estaba su preocupación y su lealtad profesional, pensó Kate, que se acomodó al lado de Dalgliesh. Benton, con la libreta abierta, se colocó cerca de la puerta.

Al entrar en la estancia, Sharon no había mostrado ninguna sorpresa al ver a la señora Rayner. Ahora, fijos los ojos en ella, dijo sin resentimiento aparente:

– Sabía que vendría antes o después.

– Sharon, habría venido antes si me hubieras comunicado tu cambio de empleo y la muerte de la señorita Gradwyn, como debías haber hecho, claro.

– Bueno, iba a hacerlo, pero ni en broma con los polis por toda la casa y vigilándome. Si me hubieran visto telefonear, habrían preguntado por qué. En todo caso, la mataron el viernes por la noche, no hace tanto.

– Bien, el caso es que estoy aquí. Hay varias cosas de las que hemos de hablar en privado, pero primero el comandante Dalgliesh va a hacerte unas preguntas. Quiero que prometas responder la verdad y toda la verdad. Es importante, Sharon.

– Señorita Bateman -dijo Dalgliesh-, tiene usted derecho a pedir la presencia de un abogado si lo estima necesario.

Ella le clavó la mirada.

– ¿Por qué querría un abogado? No he hecho nada malo. De todos modos, está aquí la señora Rayner. Ella verá que no hay gato encerrado. Además, ya se lo conté todo el sábado en la biblioteca.

– Todo no -dijo Dalgliesh-. Dijo usted que el viernes por la noche no había salido de la Mansión. Sabemos que sí lo hizo. Salió a encontrarse con alguien alrededor de la medianoche, y sabemos quién era. Hemos hablado con el señor Collinsby.

Y entonces se produjo un cambio. Sharon se levantó de un salto, luego se sentó de nuevo y agarró el borde de la mesa. Tenía la cara colorada, y se le ensancharon los ojos engañosamente afables, que a Kate le pareció que se oscurecían y convertían en charcos de ira.

– ¡No pueden echarle la culpa a Stephen! El no mató a esa mujer. No mataría a nadie. Es bueno y amable… ¡y yo le quiero! Vamos a casarnos.

– Esto no es posible, Sharon -dijo la señora Rayner con voz suave-, y lo sabes. El señor Collinsby ya está casado y tiene un hijo. Al pedirle que volviera a tu vida estabas representando una fantasía, un sueño. Ha llegado el momento de afrontar la realidad.

Sharon miró a Dalgliesh, que dijo:

– ¿Cómo descubrió dónde estaba el señor Collinsby?

– Lo vi en un programa de la tele. En mi habitación, después de cenar. Lo vi en cuanto la encendí. Por eso me quedé mirando. Era un programa aburrido sobre educación, pero vi a Stephen y oí su voz, y era el mismo, sólo que más viejo. En el programa se explicaba cómo había cambiado su escuela, así que apunté el nombre y le mandé una carta. No me contestó a la primera, así que le mandé otra en que le decía que debíamos vernos. Era importante.

– ¿Lo amenazó diciéndole que o acudía a la cita o usted contaría que él se había alojado con su familia y la había conocido a usted y a su hermana? -preguntó Dalgliesh-. ¿Le hizo daño a alguna de las dos?

– A Lucy no le hizo ningún daño. No es uno de esos pedófilos, si es lo que está pensando. La amaba. Estaban los dos siempre leyendo juntos en la habitación de él o saliendo por ahí. A ella le gustaba estar con él, pero no le interesaba. Sólo le gustaba que la invitara. Y sólo subía a la habitación de Stephen porque eso era mejor que quedarse en la cocina conmigo y con la abuela. La abuela siempre estaba metiéndose con nosotras. Lucy decía que con Stephen se aburría, pero a mí sí me importaba él. Le amaba. Siempre le amé. Nunca pensé que volvería a verle, pero ahora ha regresado a mi vida. Quiero estar con él. Sé que puedo hacerle feliz.

Kate se preguntó si Dalgliesh o la señora Rayner mencionarían el asesinato de Lucy. Ninguno de los dos lo hizo. En vez de ello, Dalgliesh preguntó:

– Así que usted y el señor Collinsby quedaron en verse en el aparcamiento que hay cerca de las piedras. Quiero que me explique con exactitud qué sucedió y qué pasó entre ustedes.

– Ha dicho que han hablado con él. Pues ya les habrá contado qué pasó. No entiendo por qué he de volver sobre eso. No pasó nada. Dijo que estaba casado pero que hablaría con su esposa y le pediría el divorcio. Luego yo regresé a la casa y él se marchó.

– ¿Eso fue todo? -dijo Dalgliesh.

– Bueno, no íbamos a quedarnos en el coche toda la noche, ¿verdad? Sólo estuve sentada a su lado un ratito, pero no nos besamos ni nada parecido. No tienes por qué besar cuando estás realmente enamorada. Supe que él decía la verdad. Supe que me amaba. De modo que al cabo de unos minutos me apeé y volví a la casa.

– ¿Fue él con usted?

– No, ¿por qué iba a hacerlo? Yo conocía el camino, ¿no? En todo caso, él quería irse, me di cuenta.

– ¿Mencionó él en algún momento a Rhoda Gradwyn?

– Pues claro que no. ¿Por qué iba a hablar de ella? No la conocía.

– ¿Le dio usted llaves de la Mansión?

Y ahora Sharon se puso otra vez furiosa de repente.

– ¡No! No me pidió las llaves. ¿Para qué? Ni siquiera se acercó a la casa. Se han propuesto hacerle cargar con la culpa porque protegen a los demás…, al señor Chandler-Powell, la enfermera Holland, la señorita Cressett…, todos. Están intentando acusarnos a Stephen y a mí.

– No queremos acusar de este crimen a ninguna persona inocente -dijo Dalgliesh con voz tranquila-. Nuestro trabajo consiste en descubrir al culpable. Los inocentes no tienen nada que temer. Pero si acaba conociéndose la historia sobre usted, el señor Collinsby puede verse en un apuro. Creo que entiende lo que quiero decir. No vivimos en un mundo comprensivo, y es muy fácil que la gente malinterprete la amistad entre él y su hermana.

– Bueno, ella está muerta, ¿no? ¿Qué pueden demostrar ahora?

La señora Rayner rompió su silencio.

– No pueden demostrar nada, Sharon, pero los rumores y chismorreos no se basan en la verdad. Cuando el señor Dalgliesh haya terminado su interrogatorio será mejor que hablemos de tu futuro después de esta terrible experiencia. Hasta ahora lo has hecho muy bien, Sharon, pero creo que ha llegado el momento de reemprender la marcha. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Si ha terminado, ¿puedo utilizar un rato alguna habitación?

– Por supuesto. Al otro lado del pasillo.

– De acuerdo -dijo Sharon-. En cualquier caso, estoy harta de polis. Harta de sus preguntas, de sus caras estúpidas.

Harta de este lugar. No entiendo por qué no puedo irme ya. Podría marcharme con usted.

La señora Rayner ya se había puesto en pie.

– Creo que esto no va a ser posible inmediatamente, Sharon, pero desde luego estamos en ello. -Se dirigió a Dalgliesh-. Gracias por dejarme utilizar la habitación. No creo que la necesitemos mucho rato.

Y así fue, pero a Kate los alrededor de cuarenta y cinco minutos o así que pasaron antes de que reaparecieran se le antojaron largos. Sharon, que ya no estaba malhumorada, se despidió de la señora Rayner y regresó mansamente con Benton a la Mansión. Mientras el guardia de seguridad abría la verja, Benton dijo:

– La señora Rayner parece una buena persona.

– Oh, sí. Me habría puesto en contacto con ella antes si ustedes no me hubieran estado vigilando como un gato a un ratón. Me va a buscar un sitio y así podré irme pronto de aquí. Entretanto, ustedes dejen en paz a Stephen. Ojalá nunca le hubiera citado en este puñetero lugar.

En la sala de interrogatorios, la señora Rayner se puso la chaqueta y cogió el bolso.

– Lástima que esté sucediendo esto. Le iba muy bien en la unidad geriátrica, pero era lógico que quisiera un trabajo con gente más joven. De todos modos, a los ancianos les gustaba. Imagino que la mimaron demasiado. Pero ya es hora de que reciba una formación adecuada y se adapte a algo con futuro. Espero encontrarle pronto un sitio donde vaya a estar a gusto unas semanas hasta que podamos determinar el paso siguiente. Quizá también necesite atención psiquiátrica. Evidentemente, en lo que respecta a Stephen Collinsby se niega a aceptar la realidad. Pero si me pregunta si mató a Rhoda Gradwyn, lo que obviamente usted no está haciendo, le diré que es muy improbable. Diría más bien imposible, sólo que nunca se puede aplicar esta palabra a nadie.

– El hecho de que ella esté aquí, y con sus antecedentes, es una complicación -señaló Dalgliesh.

– Me hago cargo. A menos que consigan una confesión, será difícil justificar la detención de alguien. Pero como ocurre con la mayoría de asesinos, Sharon solamente actuó una vez.

– En su corta vida, se las ha arreglado para causar un daño atroz -dijo Kate-. Una niña asesinada y el trabajo y el futuro de un hombre en peligro. Cuesta mirarla sin ver una imagen de esta cara destrozada superpuesta a la suya.

– La cólera de un niño puede ser tremenda -dijo la señora Rayner-. Si un chiquillo de cuatro años sin control sobre sí mismo tuviera un arma y la fuerza para usarla, pocas familias quedarían indemnes.

– Al parecer, Lucy era una niña encantadora, adorable -dijo Dalgliesh.

– Tal vez para las otras personas. No para Sharon.

En cuestión de minutos estuvo lista para marcharse, y Kate la acompañó en coche a la estación de Wareham. Durante el trayecto hablaron de vez en cuando de Dorset y el paisaje que estaban atravesando. Pero ni una ni otra mencionaron el nombre de Sharon. Kate decidió que sería cortés y sensato esperar a que llegara el tren y a que la señora Rayner partiera sin novedad. Cuando el tren llegaba a la estación, su compañera habló.

– No se preocupen por Stephen Collinsby -dijo-. Nos ocuparemos de Sharon y le procuraremos la ayuda que necesite, y él no sufrirá ningún daño.

6

Candace Westhall entró en la sala delantera de la Vieja Casa de la Policía llevando chaqueta y bufanda y sus guantes de jardinería. Tomó asiento, se quitó los guantes y los dejó, grandes y cubiertos de barro endurecido, sobre la mesa que había entre ella y Dalgliesh, todo un desafío alegórico. El gesto, bien que burdo, estaba claro. La habían interrumpido de nuevo en su trabajo necesario para hacerle responder preguntas innecesarias.

Su hostilidad era palpable, y Dalgliesh supo que era compartida, aunque menos abiertamente, por la mayoría de los sospechosos. No le había sorprendido y lo entendía en parte. Al principio él y su equipo fueron esperados y recibidos con alivio. Se emprenderían las acciones oportunas, se resolvería el caso, se disiparía el horror que también era turbación, se rehabilitaría a los inocentes, se detendría al culpable…, probablemente un desconocido cuya suerte no originaría preocupación alguna. La ley, la razón y el orden sustituirían al contaminador trastorno del asesinato. Sin embargo, no se había producido ninguna detención ni se veían señales de que fuera inminente. Estaban todavía al principio, y el pequeño grupo de la Mansión no preveía el final de la presencia y los interrogatorios de Dalgliesh. Este comprendía el resentimiento creciente, pues lo había experimentado en una ocasión, al descubrir el cadáver de una mujer asesinada en una playa de Suffolk. El crimen no se había producido en su territorio, por lo que se encargó de la investigación otro agente.

Quedaba descartada la condición de sospechoso de Dealgliesh, pero el interrogatorio policial había sido detallado, repetitivo y, a su juicio, indiscreto sin necesidad. Un interrogatorio se parecía inquietantemente a una violación mental.

– En el año 2002 -dijo-, Rhoda Gradwyn escribió en la Paternoster Review un artículo sobre el plagio en el que criticaba a una escritora joven, Annabel Skelton, que posteriormente se suicidó. ¿Cuál era su relación con Annabel Skelton?

Candace Westhall lo miró directamente a los ojos, los suyos fríos, llenos de aversión y, pensó él, desdén. Hubo un breve silencio en el que la hostilidad de Candace chisporroteó como la corriente eléctrica. Sin alterar la mirada, dijo:

– Annabel Skelton era una gran amiga. Diría que la amaba, pero no quiero que malinterprete una relación que seguramente no sería capaz de hacerle entender. Actualmente, todas las relaciones parecen definirse en función de la sexualidad. Era alumna mía, pero tenía talento para escribir, no para estudiar Clásicas. La animé a terminar su primera novela y a buscar editor.

– ¿Sabía usted entonces que partes de la misma habían sido plagiadas de una obra anterior?

– ¿Me está preguntando si ella me lo dijo, comandante?

– No, señorita Westhall, le estoy preguntando si lo sabía.

– No, lo supe cuando leí el artículo de Gradwyn.

– Esto le sorprendería y le afectaría -intervino Kate.

– Sí, inspectora, ambas cosas.

– ¿Tomó usted alguna medida, por ejemplo, ver a Rhoda Gradwyn o escribir una carta de protesta, a ella o a la Paternóster Review? -preguntó Dalgliesh.

– Vi a Gradwyn. Nos vimos un momento en la oficina de su agente a petición suya. Fue un error. No se arrepentía de nada, desde luego. Prefiero no entrar en detalles sobre el encuentro. En aquel momento yo no sabía que Annabel ya estaba muerta. Se ahorcó tres días después de que apareciera el artículo.

– Entonces, ¿usted no tuvo la oportunidad de verla, de pedirle explicaciones? Lamento que esto le resulte doloroso.

– Seguro que no lo lamenta tanto, comandante. Seamos sinceros. Usted sólo está haciendo su desagradable trabajo, como Rhoda Gradwyn. Intenté ponerme en contacto con ella, pero no quería ver a nadie, la puerta estaba cerrada, el teléfono desconectado. Yo había perdido el tiempo con Gradwyn cuando ver a Annabel habría surtido más efecto. El día después de su muerte recibí una postal. Había sólo siete palabras y no iba firmada. «Lo siento. Por favor, perdóname. Te quiero.» -Hubo un breve silencio; luego añadió-: El plagio era la parte menos importante de una novela que mostraba signos muy prometedores. No obstante, creo que Annabel se dio cuenta de que nunca volvería a escribir otra, y para ella eso era la muerte. Y luego estaba la humillación. También esto fue más de lo que podía soportar.

– ¿Responsabiliza usted a Rhoda Gradwyn de lo sucedido?

– Ella fue la responsable. Mató a mi amiga. Como supongo que no era su intención, no hay ninguna posibilidad de reparación legal. Pero no me he vengado personalmente al cabo de cinco años. El odio no desaparece, pero pierde parte de su poder. Es como una infección en la sangre, nunca se elimina del todo, es propensa a recrudecerse de improviso, pero su fiebre es cada vez menos debilitante, menos dolorosa con el paso de los años. Me ha quedado la pena y una tristeza profunda. No maté a Rhoda Gradwyn, pero no he lamentado en ningún momento que esté muerta. ¿Responde esto a la pregunta que iba a formularme, comandante?

– Señorita Westhall, dice usted que no mató a Rhoda Gradwyn. ¿Sabe quién lo hizo?

– No, comandante. Y si lo supiera, creo que no se lo diría.

Se puso en pie para irse. Ni Dalgliesh ni Kate hicieron nada por impedírselo.

7

En los tres días posteriores a la muerte de Rhoda Gradwyn, a Lettie le sorprendió lo poco que se permite a la muerte entorpecer la vida. A los muertos, por más muertos que estén, se les recoge con una rapidez decorosa y se les lleva a su lugar designado, un contenedor en la morgue de un hospital, la sala de embalsamamiento de la funeraria, la mesa del patólogo. El médico quizá no venga; el de la funeraria viene siempre. Se prepara comida, aunque sea escasa y poco convencional, llega el correo, suenan los teléfonos, se pagan facturas, se rellenan formularios oficiales. Los que lloran una pérdida, como hizo ella en su momento, se mueven como autómatas en un mundo en el que nada es real ni conocido ni parece que vaya a serlo nunca más. Pero aun así hablan, intentan dormir, se llevan a la boca comida que no les sabe a nada, siguen adelante como de memoria, representando su papel asignado en un drama en el que todos los demás personajes parecen estar familiarizados con su función.

En la Mansión nadie fingía llorar la pérdida de Rhoda Gradwyn. Su muerte había sido una conmoción agravada por el misterio y el miedo, pero la rutina de la casa no se interrumpió. Dean siguió preparando sus excelentes platos, aunque cierta sencillez de los menús sugería que acaso estuviera rindiendo un tributo inconsciente a la muerte. Kim seguía atendiéndoles, si bien el apetito y el disfrute sincero parecían revelar una flagrante falta de sensibilidad, lo que cohibía la conversación. Sólo el ir y venir de la policía y la presencia de coches del equipo de seguridad y la caravana, en la que comían y dormían, aparcada frente a la entrada principal, eran un constante recordatorio de que nada era normal. Hubo un súbito interés y una esperanza algo vergonzosa cuando la inspectora Miskin llamó a Sharon y se la llevó a la Vieja Casa de la Policía para ser interrogada. Sharon regresó para decir escuetamente que el comandante Dalgliesh estaba preparándolo todo para que ella abandonara la Mansión y que en el plazo de tres días un amigo pasaría a buscarla. Entretanto, no tenía intención de realizar ninguna otra tarea. En lo que a ella respectaba, su trabajo había terminado y que se lo metieran donde les cupiese. Estaba cansada y fastidiada y se moría de jodidas ganas de irse de aquella jodida Mansión. Y que se iba a su habitación. Nunca habían oído a Sharon decir una obscenidad, y sus palabras fueron tan chocantes como si hubieran salido de la boca de Lettie.

El comandante Dalgliesh fue atendido por George Chandler-Powell durante media hora, y en cuanto aquél se marchó, el médico los convocó a todos en la biblioteca. Acudieron en silencio, con la expectativa compartida de que les iban a decir algo importante. Sharon no había sido detenida, esto era obvio, pero quizás había habido progresos, y en todo caso era preferible una noticia poco grata a esa perpetua incertidumbre. Para todos ellos la vida estaba en suspenso, y a veces llegaban a confiárselo unos a otros. Incluso las decisiones más simples -qué ropa ponerse por la mañana, qué órdenes dar a Dean y Kimberley- requerían una gran fuerza de voluntad. Chandler-Powell no les hizo esperar, aunque a Lettie le pareció que estaba inusitadamente inquieto. Al entrar en la biblioteca pareció dudar entre quedarse de pie o sentarse, pero tras un momento de vacilación, se colocó junto a la chimenea. Seguramente se consideraba un sospechoso, como el resto, pero ahora, con los expectantes ojos de todos fijos en él, parecía más un sucedáneo del comandante Dalgliesh, un papel que no deseaba y en el que no se sentía seguro.

– Lamento haber interrumpido lo que estabais haciendo -dijo-, pero el comandante Dalgliesh me da pedido que hablara con vosotros, y he considerado razonable citaros a todos para que oigáis lo que él tenía que deciros. Como sabéis, Sharon nos dejará en cuestión de días. En su pasado hubo un incidente en virtud del cual su desarrollo y su bienestar pasan a ser competencia del servicio de libertad vigilada, y han pensado que lo mejor es que abandone la Mansión. Tengo entendido que Sharon colaborará con los planes y preparativos que la afecten. Esto es todo lo que me han contado a mí y todo lo que cualquiera tiene derecho a saber. Os pido que no habléis de Sharon entre vosotros ni habléis con ella sobre su pasado ni su futuro; ni uno ni otro nos incumben.

– ¿Significa esto que Sharon ya no es considerada sospechosa, si alguna vez lo fue? -preguntó Marcus.

– Es de suponer.

Flavia tenía la cara colorada, la voz vacilante.

– ¿Podemos saber con exactitud cuál es su estatus aquí? Nos ha dicho que no piensa trabajar más. Entiendo que, como la Mansión se considera una escena del crimen, no podemos hacer venir del pueblo a nadie del personal de limpieza. Como en la Mansión no hay pacientes no hay mucho trabajo, pero el que hay alguien debe hacerlo.

– Kim y yo podemos echar una mano -dijo Dean-. Pero ¿qué pasa con la comida de Sharon? Normalmente come con nosotros en la cocina. Si ahora se queda arriba, ¿Kim ha de subirle las bandejas y atenderla? -El tono de su voz dejaba claro que esto no sería aceptable.

Helena echó una mirada a Chandler-Powell. Era evidente que a él se le estaba acabando la paciencia.

– Por supuesto que no -dijo Helena-. Sharon conoce el horario de las comidas. Si tiene hambre, ya bajará. Sólo serán uno o dos días. Si hay algún problema, decídmelo y yo hablaré con el comandante Dalgliesh. Entretanto seguiremos con la mayor normalidad posible.

Candace habló por primera vez.

– Como yo soy una de las que entrevistó a Sharon, supongo que debería asumir cierta responsabilidad. Quizá sería conveniente que se mudara a la Casa de Piedra conmigo y con Marcus, si el comandante Dalgliesh no tiene inconveniente. Tenemos sitio. Y podría echarme una mano con los libros de mi padre. No es bueno que esté sin hacer nada. Y ya es hora de que alguien le quite de la cabeza esta obsesión con Mary Keyte. El verano pasado le dio por dejar flores silvestres sobre la piedra central. Esto es morboso y enfermizo. Subiré ahora a ver si se ha calmado.

– Inténtalo, no faltaba más -dijo Chandler-Powell-. Como profesora, seguramente tienes más experiencia que los demás en el trato con los jóvenes recalcitrantes. El comandante Dalgliesh me ha asegurado que Sharon no requiere supervisión. Y si la requiere, es la policía y el servicio de libertad vigilada quienes han de proporcionarla, no nosotros. He cancelado mi viaje a América. Debo regresar a Londres el jueves y necesito que Marcus venga conmigo. Lamento que esto suene a deserción, pero tengo que ponerme al corriente de los pacientes del Servicio Nacional de Salud que debía haber operado esta semana. Como es lógico, hube de anular todas esas intervenciones. El equipo de seguridad estará aquí; lo arreglaré para que dos de ellos duerman en la casa.

– ¿Y la policía? -dijo Marcus-. ¿Cuándo calcula Dalgliesh que se marchará?

– No me he atrevido a preguntarlo. Llevan aquí sólo tres días; a no ser que practiquen una detención, imagino que deberemos aguantar cierta presencia policial durante un tiempo.

– Deberemos aguantarla nosotros, mejor dicho -dijo Flavia-. Tú estarás tranquilamente en Londres. ¿Está conforme la policía con que te vayas?

Chandler-Powell la miró con frialdad.

– ¿Qué poder legal supones que tiene el comandante Dalgliesh para retenerme?

Y se fue; y en el pequeño grupo quedó la impresión de que, de algún modo, todos se habían comportado de forma poco razonable. Se miraban unos a otros en un silencio incómodo. Lo rompió Candace.

– Bueno, será mejor que me ocupe de Sharon. Helena, quizá deberías hablar a solas con George. Ya sé que estoy en la otra casa y no me afecta como a los demás, pero sí trabajo aquí y preferiría que el equipo de seguridad durmiera fuera de la Mansión. Ya es bastante desagradable ver su caravana aparcada frente a la verja y a ellos deambular por ahí; sólo falta que además estén dentro.

Y también se fue. Mog, que se había sentado en una de las butacas más impresionantes, había mirado imperturbable todo el rato a Chandler-Powell pero sin abrir la boca. Se levantó con esfuerzo y se marchó. El resto del grupo aguardaba el regreso de Candace, pero al cabo de media hora en la que la orden de Chandler-Powell de no hablar de Sharon había inhibido la conversación, se dispersaron y cerraron firmemente la puerta de la biblioteca tras ellos.

8

Los tres días en que no hubo pacientes y George Chandler Powell estuvo en Londres brindaron a Candace y Lettie tiempo para trabajar en la contabilidad, ocuparse de algún problema económico con los trabajadores temporales y pagar las facturas de la comida suplementaria necesaria para alimentar al anestesista, los técnicos y el personal de enfermería no residente. El cambio en el ambiente de la Mansión entre el principio y el final de la semana fue tan espectacular como grato para las dos mujeres. Pese a la aparente calma de los días de operaciones, la mera presencia de George Chandler-Powell y su equipo parecía impregnar toda la atmósfera. Sin embargo, los días previos a su marcha a Londres hubo períodos de calma casi total. El Chandler-Powell cirujano distinguido y con exceso de trabajo se convertía en un hacendado, satisfecho con una rutina doméstica que no criticaba nunca y en la que no intentaba influir, un hombre que respiraba soledad como si fuera aire vivificante.

No obstante, ahora, martes por la mañana, cuatro días después del asesinato, su lista de Londres había sido aplazada y él evidentemente se debatía entre su responsabilidad para con sus pacientes de Saint Ángela y la necesidad de apoyar al personal que quedaba en la Mansión. Sin embargo, el jueves él y Marcus se habrían ido. Cierto es que estarían de vuelta el domingo por la mañana, pero las reacciones a una ausencia siquiera temporal fueron diversas. La gente ya dormía con las puertas cerradas con llave, aunque Candace y Helena habían disuadido a Chandler-Powell de organizar patrullas nocturnas a cargo de la policía o del equipo de seguridad. La mayoría de los residentes se habían convencido a sí mismos de que un intruso, seguramente el propietario del coche aparcado, había asesinado a la señorita Gradwyn, y parecía improbable que tuviera interés en alguna otra víctima. Sin embargo, cabía suponer que aún tuviera las llaves de la puerta oeste, un pensamiento alarmante. El señor Chandler-Powell no suponía una garantía de seguridad, pero era el propietario de la Mansión, su intermediario con la policía, una presencia tranquilizadora. Por otro lado, estaba obviamente irritado por el tiempo perdido e impaciente por reanudar su trabajo. La Mansión estaría más tranquila sin sus pasos inquietos, sus esporádicos raptos de malhumor. La policía seguía guardando silencio sobre los progresos de la investigación, caso de haber alguno. Lógicamente, la noticia de la muerte de la señorita Gradwyn había salido en los periódicos, pero, para alivio de todos, los reportajes habían sido sorprendentemente breves y ambiguos gracias a la competencia de un escándalo político y el divorcio especialmente enconado de una estrella del pop. Lettie se preguntó si los medios habían recibido alguna presión. De todos modos, el comedimiento no duraría mucho, y si se realizaba alguna detención, el dique se rompería y todos se verían arrastrados por las contaminadas aguas.

Y ahora, sin personal doméstico a tiempo parcial, y con la sección de los pacientes precintada, el teléfono a menudo con el contestador puesto, y la presencia policial como un recordatorio cotidiano de esa presencia difunta que, en la imaginación, seguía encerrada en el silencio de la muerte tras aquella puerta sellada, para Lettie y, sospechaba ésta, para Candace era un consuelo que siempre hubiera trabajo que hacer. El martes por la mañana, poco después de las nueve, cada una estaba sentada a su mesa, Lettie revisando una serie de facturas de la carnicería y el colmado, y Candace frente al ordenador. Sonó el teléfono de la mesa de al lado.

– No contestes -dijo Candace.

Demasiado tarde. Lettie ya había cogido el auricular. Se lo pasó.

– Es un hombre. No he entendido el nombre. Parece nervioso. Pregunta por ti.

Candace cogió el auricular, se quedó callada unos instantes y luego dijo:

– Aquí en la oficina estamos ocupadas y, para serle franca, no tenemos tiempo de ir en busca de Robin Boyton. Ya sé que es nuestro primo, pero esto no nos convierte en sus cuidadoras. ¿Cuánto tiempo lleva intentando dar con él…? Muy bien, alguien se acercará al chalet de los huéspedes y si está le diremos que le llame… Sí, si no hay suerte le diré algo. ¿Cuál es su número?

Cogió una hoja de papel, apuntó el número, colgó y se dirigió a Lettie.

– Jeremy Coxon, el socio de Robin. Por lo visto, le ha fallado uno de sus profesores y quiere que Robin regrese con urgencia. Llamó anoche a última hora, pero no obtuvo respuesta y dejó un mensaje, y lo ha estado intentando una y otra vez esta mañana. El móvil de Robin suena, pero no contesta nadie.

– Quizá Robin ha venido aquí para huir de llamadas telefónicas y las exigencias de su negocio -señaló Lettie-. Pero entonces, ¿por qué no apaga el móvil? Será mejor que alguien vaya a echar un vistazo.

– Cuando esta mañana he salido de la Casa de Piedra -dijo Candace-, el coche seguía allí y las cortinas estaban corridas. Tal vez aún dormía y había dejado el móvil tan lejos que no podía oírlo. Podría acercarse Dean si no está muy ocupado. Irá más rápido que Mog.

Lettie se puso en pie.

– Iré yo. Me vendrá bien un soplo de aire fresco.

– Entonces mejor que cojas una copia de la llave. Si está durmiendo la mona, quizá no oiga el timbre. Es un fastidio que siga aquí. Dalgliesh no puede retenerle sin motivo, y lo lógico sería que él se alegrase de poder regresar a Londres, aunque sólo fuera para divertirse difundiendo el chismorreo.

Lettie se puso a ordenar los papeles en los que estaba trabajando.

– ¿No te gusta él, verdad? Parece inofensivo, pero incluso Helena suspira cuando le hace la reserva.

– Es un parásito que se siente agraviado. Seguramente con toda la legitimidad del mundo. Su madre se quedó embarazada y después se casó con un descarado cazafortunas, con gran indignación del abuelo Theodore. En todo caso, ella fue abandonada más, sospecho, por estúpida e ingenua que por el embarazo. A Robin le gusta aparecer de vez en cuando para recordarnos lo que para él es una discriminación injusta, y francamente su persistencia nos parece ya una pesadez. A veces le damos alguna que otra cantidad. El coge el dinero, pero creo que lo considera humillante. De hecho, es humillante para todos.

Esta revelación sincera de asuntos familiares sorprendió a Lettie. Era muy distinta de la reservada Candace que conocía, o, se dijo a sí misma, pensaba que conocía.

Cogió la chaqueta del respaldo de la silla. Al salir, dijo:

– ¿No sería menos fastidio si le dieras una suma moderada de la fortuna de tu padre poniendo fin así a su oportunismo? Eso si crees que hay aquí de veras una injusticia.

– Me ha pasado por la cabeza. El problema es que Robin siempre querría más. Dudo mucho que nos pusiéramos de acuerdo en lo que constituye una suma moderada.

Lettie se fue, cerró la puerta a su espalda, y Candace volvió a centrar la atención en el ordenador y en las cifras de noviembre. El ala oeste volvía a dar beneficios, pero por poco. Los salarios pagados cubrían el mantenimiento general de la casa y los jardines así como los costes médicos y quirúrgicos, pero los ingresos fluctuaban y los gastos aumentaban. Seguro que las cifras del mes siguiente serían desastrosas. Chandler-Powell no había dicho nada, pero su cara, tensa por la ansiedad y una especie de resolución desesperada, hablaba por sí sola. ¿A cuántos pacientes les gustaría ocupar una habitación del ala oeste con su mente llena de imágenes de muerte y, peor aún, la muerte de una paciente? La clínica, lejos de ser un filón, era ahora una responsabilidad pecuniaria. Le daba menos de un mes de vida.

Lettie regresó al cabo de un cuarto de hora.

– No está. No hay rastro de él en la casa ni en el jardín. He encontrado el móvil sobre la mesa de la cocina, entre los restos de lo que pudo ser su almuerzo o su cena, un plato con salsa de tomate congelada y unos cuantos espaguetis y un paquete de plástico con dos pastelitos de chocolate. Cuando estaba abriendo la puerta, ha sonado el móvil. Era otra vez Jeremy Coxon. Le he dicho que estábamos buscando a Robin. Daba la impresión de que no había dormido en su cama, y, como has dicho tú, el coche está fuera, por lo que evidentemente no se ha marchado. No puede haber ido muy lejos. No parece de los que dan largos paseos por el campo.

– No, eso sí que no. Supongo que deberíamos organizar una búsqueda general, pero ¿por dónde empezamos? Podría estar en cualquier parte, incluso, me imagino, haberse quedado dormido en la cama de otro, en cuyo caso es difícil que él acepte de buen grado una búsqueda general. Esperemos otra hora o así.

– ¿Es esto lo más sensato? -dijo Lettie-. Porque es como si se hubiera ido desde hace ya un buen rato.

Candace meditó sobre ello.

– Es un adulto y tiene derecho a ir a donde quiera y con quien quiera. Pero es extraño. Jeremy Coxon parecía tan preocupado como irritado. Quizá deberíamos al menos asegurarnos de que no está en la Mansión ni por los jardines. Tal vez esté enfermo o haya sufrido un accidente, aunque parece improbable. Mejor que vaya a mirar en la Casa de Piedra. A veces me olvido de cerrar la puerta lateral; después de irme yo, Robin podría haber entrado a escondidas a ver si encontraba algo. Tienes razón. Si no está en las casas ni aquí, hemos de decírselo a la policía. Si es una búsqueda en serio, supongo que corresponderá a la policía local. Mira a ver si localizas al sargento Benton-Smith o al agente Warren. Me llevaré a Sharon conmigo. Parece que la mayor parte del tiempo anda rondando por ahí sin hacer nada.

Lettie, todavía de pie, reflexionó un momento y luego dijo:

– Creo que no tenemos que involucrar a Sharon. Desde que ayer el comandante Dalgliesh la mandó llamar está de un humor extraño, unas veces enfurruñada y retraída, otras muy ufana, casi triunfante. Y si Robin ha desaparecido de veras, mejor mantenerla al margen. Si quieres seguir buscando, voy contigo. La verdad, si no está aquí ni en ninguna otra casa, no sé dónde más podemos mirar. Mejor avisar a la policía.

Candace cogió su chaqueta de la percha de la puerta.

– Seguramente tienes razón en cuanto a Sharon. No dejó la Mansión para ir a la Casa de Piedra, y, francamente, mejor así, pues no fue una idea demasiado sensata por mi parte. No obstante, accedió a ayudarme un par de horas al día con los libros de mi padre, probablemente porque querría una excusa para no estar en la cocina. Ella y los Bostock nunca han congeniado. Aparentaba pasárselo bien con los libros. Le he prestado uno o dos en los que parecía interesada.

Lettie volvió a sorprenderse. Prestar libros a Sharon era un detalle que no habría esperado de Candace, cuya actitud hacia la chica había sido más de mezquina tolerancia que de interés benévolo. Pero Candace era al fin y al cabo una profesora. Y, en cualquier amante de la lectura, seguramente era un impulso natural prestar un libro a una persona joven que mostrara curiosidad. Ella habría hecho lo mismo. Andando al lado de Candace, notó una pequeña punzada de pena. Trabajaban juntas de forma cordial, igual que hacían ambas con Helena, pero nunca habían estado muy unidas, y más que amigas eran colegas. En todo caso, Candace era útil en la Mansión. Los tres días que había estado de visita en Toronto, un par de semanas atrás, lo habían puesto de manifiesto. Quizás era por el hecho de vivir en la Casa de Piedra, Candace y Marcus a veces parecían estar emocional y físicamente distanciados de la vida en la Mansión. Se imaginaba muy bien lo que habían sido los dos últimos años para una mujer inteligente, con su empleo en peligro, y ahora, o eso se rumoreaba, ya definitivamente perdido, dedicada a atender noche y día a un viejo dominante y quejoso, el hermano desesperado por irse. Bueno, en este momento no habría tantas pegas. La clínica difícilmente continuaría tras el asesinato de la señorita Gradwyn. Ahora mismo sólo ingresarían en la Mansión pacientes con una fascinación patológicamente morbosa por el horror y la muerte.


Era una mañana gris y sin sol. Durante la noche habían caído chaparrones, y ahora desde la tierra empapada surgía un acre miasma de hierba embebida y hojas podridas. Este año el otoño se había adelantado, pero su tenue fulgor ya se había desvanecido en el aliento desapacible, casi inodoro, del año agonizante. Caminaron a través de la húmeda niebla que helaba el rostro de Lettie y traía consigo el primer toque de desasosiego. Antes había entrado en el Chalet Rosa sin temor, casi esperando descubrir que Robin Boyton habría regresado o al menos algún indicio de adonde había ido. Ahora, mientras andaban entre los rosales heridos por el invierno hasta la puerta delantera, sintió que estaba siendo arrastrada inexorablemente hacia algo que no era asunto suyo, en lo que no tenía deseo alguno de implicarse y que no auguraba nada bueno. La puerta tenía el cerrojo descorrido, tal como ella la había encontrado, pero al entrar en la cocina le pareció que el aire era ahora más rancio, no olía sólo a platos sin lavar.

Candace se acercó a la mesa y observó los restos de comida con una mueca de desagrado.

– Desde luego parece más el almuerzo o la cena de ayer que el desayuno de hoy -dijo-, aunque con Robin nunca se sabe. ¿Has dicho que habías mirado arriba?

– Sí. La cama no estaba bien hecha, las mantas estiradas simplemente; no parece que haya dormido ahí esta noche.

– Será mejor que inspeccionemos toda la casa -dijo Candace-, y luego el jardín y la casa de al lado. De momento limpiaré todo esto. Aquí apesta.

Cogió el plato sucio y se dirigió al fregadero. La voz de Lettie sonó brusca como una orden.

– ¡No, Candace, no! -Candace se paró en seco. Lettie continuó-: Lo siento, no quería gritar, pero ¿no sería mejor dejar las cosas como están? Si Robin ha tenido un accidente, si le ha pasado algo, puede ser importante saber el momento exacto de cada cosa.

Candace regresó a la mesa y dejó el plato.

– Supongo que tienes razón, pero todo esto sólo nos dice que comió algo, seguramente para almorzar o cenar, antes de irse.

Fueron arriba. Había sólo dos dormitorios, los dos bastante grandes y con cuarto de baño. El ligeramente más pequeño, en la parte de atrás, no había sido utilizado, la cama tenía sábanas limpias cubiertas con una colcha de retazos multicolores.

Candace abrió la puerta del armario empotrado, la cerró y dijo a la defensiva:

– Dios sabe por qué he pensado que podía estar aquí; aunque si hemos venido a registrar, más vale que seamos meticulosas.

Pasaron al dormitorio delantero. Estaba amueblado de manera sencilla y cómoda, pero ahora parecía como si hubiera sido saqueado. En la cama había un albornoz con una camiseta arrugada y un libro en rústica de Terry Prachett. Dos pares de zapatos habían sido lanzados a un rincón, y en la silla baja tapizada había un revoltijo de jerséis de lana y pantalones. Al menos Boyton había venido preparado para el peor tiempo de diciembre. La puerta abierta del armario dejaba ver tres camisas, una chaqueta de ante y un traje oscuro. Lettie pensó que a lo mejor se habría puesto el traje cuando por fin se le hubiera permitido ver a Rhoda Gradwyn.

– Aquí da la alarmante impresión de que se ha producido una pelea o una marcha apresurada -dijo Candace-, aunque teniendo en cuenta el estado de la cocina, podemos tranquilamente suponer que Robin era muy desordenado, algo que yo ya sabía. En cualquier caso, no está en el chalet.

– No, aquí no está -dijo Lettie, que se volvió hacia la puerta. Pero en cierto sentido, pensó, sí estaba. El medio minuto en el que ella y Candace habían inspeccionado el dormitorio había intensificado su mal presentimiento. Ahora éste había aumentado hasta convertirse en una emoción que era una desconcertante mezcla de compasión y miedo. Robin Boyton estaba ausente pero paradójicamente parecía más presente que tres días atrás, cuando irrumpió en la biblioteca. El estaba ahí, en el amasijo de ropa juvenil, en los zapatos, uno de los pares con los tacones gastados, en el libro descuidadamente desechado, en la camiseta arrugada.

Salieron al jardín, Candace iba delante dando grandes zancadas. Lettie, aunque por lo general era tan activa como su compañera, se sentía llevada a rastras como una carga dilatoria. Buscaron en los jardines de ambas casas y en los cobertizos de madera situados al fondo de cada uno. El del Chalet Rosa contenía una mezcolanza de herramientas sucias, utensilios, tiestos rotos y oxidados y haces de rafia arrojados en un estante sin ninguna pretensión de orden, mientras que la puerta estaba medio atrancada por una vieja cortadora de césped y un saco de astillas de madera. Candace cerró sin hacer comentarios. En cambio, el cobertizo de la Casa de Piedra era un modelo de orden lógico, digno de admiración. Palas, horcas y mangueras, el metal reluciente, estaban alineadas en una pared, mientras que en las estanterías había macetas bien colocadas y en la cortadora de césped no se apreciaba ningún rastro de su función. También había una cómoda silla de mimbre, obviamente muy usada. El contraste entre el estado de los dos cobertizos se reflejaba en los jardines. Mog era responsable del jardín del Chalet Rosa, pero su interés estaba centrado en los jardines de la Mansión, en especial el jardín clásico estilo Tudor, del que estaba celosamente orgulloso y que arreglaba con un cuidado obsesivo. En el Chalet Rosa hacía poco más de lo estrictamente necesario para evitar críticas. El jardín de la Casa de Piedra evidenciaba una atención regular y experta. Las hojas muertas habían sido barridas y arrojadas a la caja de madera del abono orgánico, los arbustos podados, la tierra removida y las plantas delicadas envueltas para protegerlas de las heladas. Al recordar la silla de mimbre con su cojín aplastado, Lettie sintió que la invadía la pena y la irritación. Así que esta choza hermética, cuyo aire era cálido incluso en invierno, era tanto un práctico cobertizo como un refugio. Aquí Candace podía disfrutar de media hora de paz y alejarse del olor antiséptico de la habitación del enfermo, podía escapar al jardín por breves períodos de libertad cuando habría sido más difícil encontrar tiempo para su otra afición conocida: nadar en una de sus calas o playas preferidas.

Candace cerró la puerta al olor de la tierra y la madera caliente sin hacer ninguna observación, y ambas se encaminaron a la Casa de Piedra. Aunque aún no era mediodía, estaba muy oscuro y Candace encendió una luz. Desde la muerte del profesor Westhall, Lettie había estado varías veces en la Casa de Piedra, siempre por asuntos de la Mansión, nunca por placer. No era supersticiosa. En su fe, heterodoxa y nada dogmática, como bien sabía ella, no había sitio para almas incorpóreas que volvieran a visitar las habitaciones en las que tuvieran tareas inacabadas o hubieran exhalado el último aliento. Sin embargo, era sensible al ambiente, y la Casa de Piedra aún le provocaba cierta desazón, un bajón del estado de ánimo, como si las desdichas acumuladas hubieran infectado el aire.

Estaban en la estancia con losas de piedra, que conocían como la vieja despensa. Un estrecho invernadero conducía al jardín, pero el lugar prácticamente no se utilizaba y no parecía tener función alguna salvo la de depósito de muebles superfluos, entre los que se incluía una mesita de madera y dos sillas, un congelador de aspecto decrépito y un viejo aparador con un conglomerado de tazas y jarras. Cruzaron una pequeña cocina y llegaron a la sala de estar, que también hacía las veces de comedor. La chimenea estaba vacía, y un reloj en la por lo demás desnuda repisa hacía tictac convirtiendo el presente en pasado con molesta insistencia. La sala no tenía comodidades a excepción de un banco de madera con cojines situado a la derecha de la chimenea. Una pared estaba llena de estanterías hasta el techo, pero la mayoría de las baldas se veían vacías, y los ejemplares que quedaban se habían caído unos sobre otros en desorden. Una docena de cajas de cartón repletas estaban alineadas junto a la pared opuesta, donde rectángulos de papel no descolorido revelaban los lugares en que tiempo atrás hubo cuadros colgados. La casa en su conjunto, aunque muy limpia, le pareció a Lettie triste y poco acogedora casi a propósito, como si, tras la muerte de su padre, Candace y Marcus hubieran querido subrayar que, para ellos, la Casa de Piedra no había sido nunca un hogar.

Arriba, Candace, con Lettie detrás, se desplazaba con paso lento por los tres dormitorios, echando un vistazo rápido a los armarios y roperos y cerrándolos casi de golpe como si el registro fuera una fastidiosa tarea rutinaria. Se notaba un aroma fugaz pero acre a bolas de naftalina, un olor campesino a ropa vieja, y en el armario de Candace, Lettie vislumbró el escarlata de una toga de doctor. La habitación delantera había sido la del padre. Aquí había sido retirado todo salvo la estrecha cama a la derecha de la ventana. Esta había quedado sin nada a excepción de una sola sábana tirante e inmaculada sobre el colchón, el reconocimiento doméstico universal del carácter definitivo de la muerte. Ninguna de las dos habló. Bajaron. Los pasos sonaban anormalmente fuertes en la escalera sin moqueta.

La sala de estar no tenía armarios que registrar, y volvieron a la vieja despensa. Candace, dándose cuenta de repente por primera vez de lo que Lettie habría estado pensando desde el principio, dijo:

– Pero ¿qué demonios estamos haciendo? Es como si estuviéramos buscando un niño o un animal perdido. Que se encargue la policía si les interesa.

– De todos modos casi hemos terminado -dijo Lettie-, y al menos hemos sido escrupulosas. No está en las casas ni en los cobertizos.

Candace estaba mirando en la gran alacena. Su voz sonaba apagada.

– Ya es hora de que limpiemos y ordenemos este sitio. Cuando mi padre estaba enfermo, me entró la obsesión de hacer mermelada de naranjas. A saber por qué. A él le gustaban las conservas caseras, pero no tanto. No me acordaba de que los tarros seguían aquí. Le diré a Dean que los venga a buscar. Si condesciende a ello, les dará buen uso. Aunque el nivel de mi mermelada no alcanza el de la suya ni mucho menos.

Apareció de nuevo. Lettie se volvió para seguirla a la puerta, pero se paró y descorrió el pestillo y levantó la tapa del congelador. La acción fue instintiva, sin pensar. El tiempo se detuvo. Durante un par de segundos, que en retrospectiva se prolongaron hasta parecer minutos, se quedó mirando fijamente lo que había abajo.

La tapa se le cayó de las manos con un débil sonido metálico, y Lettie se desplomó sobre el congelador, temblando sin control. El corazón le latía con fuerza y se había quedado sin voz. Jadeaba y trataba de formar palabras, pero no salía ningún sonido. Al final, forcejeando, recobró la voz. No parecía la suya, ni la de nadie que conociera.

– ¡Candace, no mires, no mires! -graznó-. ¡No vengas!

Pero Candace ya la estaba empujando a un lado y manteniendo la tapa abierta contra el peso del cuerpo de Lettie.

El estaba acurrucado de espaldas, con ambas piernas alzadas rígidamente en el aire. Seguramente los pies habían presionado contra la tapa del congelador. Las manos, curvadas como zarpas, yacían pálidas y delicadas, las manos de un niño. Había golpeado a la desesperada la tapa con las manos, los nudillos estaban amoratados y en los dedos se veían hilillos de sangre seca. Su rostro era una máscara de terror; los azules ojos, grandes y sin vida como los de una muñeca; los labios, tensados en una mueca que descubría los dientes. En el espasmo final, se mordería la lengua, y en la barbilla se le habían secado dos gotas de sangre. Llevaba vaqueros azules y una camisa desabrochada a cuadros azules y beiges. El olor, conocido y repugnante, ascendía como el gas.

De algún modo Lettie reunió fuerzas para llegar tambaleándose hasta una de las sillas de la cocina, en la que se desplomó. Ahora, ya no de pie, empezó a recuperarse y sus latidos se hicieron más lentos, más regulares. Oyó el sonido de la tapa que se cerraba, pero sin ruido, casi suavemente, como si Candace tuviera miedo de despertar al muerto.

La miró. Candace estaba de pie, inmóvil, apoyada en el congelador. De repente le vinieron arcadas, corrió al fregadero y se puso a vomitar, agarrada a los lados en busca de apoyo. Las náuseas siguieron hasta mucho después de que ya no hubiera nada que devolver, tremendos chillidos que le desgarrarían la garganta. Lettie observaba, queriendo ayudar pero sabiendo que Candace no querría que la tocaran. Candace abrió el grifo del todo y se echó agua por toda la cara como si tuviera la piel en llamas. El agua le bajaba por la chaqueta a chorros, y el pelo le caía sobre las mejillas en mechones empapados. Sin hablar, alargó la mano y encontró un paño de cocina colgado de un clavo junto al fregadero, lo puso bajo el grifo y volvió a lavarse la cara. Al fin, Lettie fue capaz de ponerse en pie y, tras pasar un brazo por la cintura de Candace, la acompañó a una segunda silla.

– Lo siento, es el hedor -dijo Candace-. Nunca he podido soportar ese olor concreto.

Con el horror de esa muerte solitaria todavía abrasándole la mente, Lettie sintió una súbita compasión a la defensiva.

– No es el olor de la muerte, Candace. No pudo evitarlo. Tuvo un accidente, quizá por culpa del terror. A veces pasa.

Y esto querrá decir que él entró en el congelador vivo. ¿O no? El patólogo forense lo sabrá, pensó, aunque no lo dijo. Ahora que había recobrado la fuerza física, su mente estaba prodigiosamente clara.

– Hemos de llamar a la policía -dijo-. El comandante Dalgliesh nos dio un número. ¿Lo recuerdas? -Candace negó con la cabeza-. Yo tampoco. Jamás pensé que lo necesitaríamos. El y ese otro policía estaban siempre por ahí. Iré en su busca.

Pero ahora Candace, con la cabeza echada hacia atrás y la cara tan pálida que parecía desprovista de cualquier emoción, de todo aquello que la hacía especial, era sólo una máscara de carne y hueso. Dijo:

– ¡No! No vayas. Estoy bien, pero creo que debemos permanecer juntas. Tengo el móvil en el bolsillo. Utilízalo para hablar con alguien de la Mansión. Prueba primero con la oficina y luego con George. Dile que llame a Dalgliesh. George no ha de venir. No ha de venir nadie. No podría aguantar a una multitud, preguntas, curiosidad, compasión. Ya tendremos todo eso, pero no ahora.

Lettie llamó a la oficina. Como no contestaban, marcó el número de George. Mientras escuchaba y esperaba respuesta, dijo:

– George no ha de venir en ningún caso. Lo comprenderá. La casa será una escena del crimen.

La voz de Candace sonó brusca.

– ¿Qué crimen?

Aún no había respuesta del teléfono de George.

– Podría ser suicidio -dijo Lettie-. ¿El suicidio no es un crimen?

– ¿Te parece suicidio? ¿Eh?

¿Sobre qué estamos discutiendo?, pensó Lettie, consternada. Pero habló con calma.

– Tienes razón. No sabemos nada. Y el comandante Dalgliesh no querrá aglomeraciones. Nos quedaremos y esperaremos.

Por fin en el móvil hubo respuesta y Lettie oyó la voz de George.

– Llamo desde la Casa de Piedra -dijo ella-. Candace está aquí conmigo. Hemos encontrado el cadáver de Robin Boyton en el congelador en desuso. ¿Podría comunicárselo al comandante Dalgliesh lo antes posible? Mejor no decírselo a nadie más hasta que él llegue. Y no venga por aquí. No deje que venga nadie.

George habló con tono brusco.

– ¿El cadáver de Boyton? ¿Seguro que está muerto?

– Seguro, George, pero ahora no puedo explicarlo. Sí, estamos bien. Conmocionadas, pero bien.

– Buscaré a Dalgliesh. -Y ahí acabó la conversación.

Ninguna de las dos decía nada. En el silencio, Lettie era consciente sólo de la respiración profunda de ambas. Estaban sentadas en dos sillas de la cocina, sin hablar. Transcurría el tiempo, un tiempo interminable, ilimitado. De pronto pasaron unas caras frente a la ventana del otro lado. Había llegado la policía. Lettie pensaba que los recién llegados entrarían sin más, pero se oyó un golpe en la puerta, y, tras mirar el rígido rostro de Candace, fue a abrir. Entró el comandante Dalgliesh seguido de la inspectora Miskin y el sargento Benton-Smith. Para sorpresa de Lettie, Dalgliesh no fue inmediatamente al congelador sino que se preocupó de las dos mujeres. Cogió dos vasos del aparador, los llenó bajo el grifo y se los llevó. Candace dejó el suyo sobre la mesa, pero Lettie reparó en que se moría de ganas de beber agua y apuró el suyo. Era consciente de que el comandante Dalgliesh las observaba con atención.

– Tengo que hacerles algunas preguntas -dijo-. Las dos han sufrido un shock tremendo. ¿Están en condiciones de hablar?

Mirándole fijamente, Candace dijo:

– Sí, descuide. Gracias.

Lettie murmuró su consentimiento.

– Entonces quizá mejor que vayan a la otra estancia. Estaré con ustedes enseguida.

La inspectora Miskin las siguió hasta la sala de estar. O sea que no va a dejarnos solas hasta haber oído nuestra historia, pensó, y luego se preguntó si estaba siendo perspicaz o excesivamente suspicaz. Si Candace y ella hubieran querido ponerse de acuerdo para urdir una determinada versión de sus acciones, habrían tenido tiempo suficiente antes de que llegara la policía.

Tomaron asiento en el banco de madera de roble, y la inspectora Miskin acercó dos sillas que colocó delante de ellas. Sin sentarse, dijo:

– ¿Desean algo? Té, café…, si la señorita Westhall me dice dónde están las cosas.

La voz de Candace fue implacablemente áspera.

– Nada, gracias. Lo único que queremos es salir de aquí.

– El comandante Dalgliesh no tardará.

Y así fue. Apenas hubo Kate terminado de hablar, Dalgliesh apareció y se sentó en una de las sillas. La inspectora Miskin ocupó la otra. La cara de Dalgliesh, a escasos centímetros de las suyas, estaba pálida como la de Candace, si bien era imposible adivinar qué pasaba detrás de aquella enigmática máscara esculpida. Su voz era dulce, casi compasiva, pero Lettie estaba convencida de que las ideas que la mente del comandante estaba procesando con afán tenían poco que ver con la compasión.

– ¿Por qué han venido las dos esta mañana a la Casa de Piedra? -preguntó. Fue Candace quien respondió.

– Buscábamos a Robin. Su socio ha llamado a la oficina a eso de las diez menos veinte para decir que no había podido ponerse en contacto con Robin desde ayer por la mañana y estaba preocupado. La señora Frensham ha venido primero y ha visto los restos de una comida en la mesa de la cocina, el coche en el camino de entrada, y que al parecer no había dormido en su cama. Así que luego hemos venido las dos para hacer un registro a fondo.

– ¿Alguna de las dos sabía o sospechaba que encontrarían a Robin Boyton en el congelador?

Dalgliesh no tuvo ningún reparo en formular la pregunta, que era casi crudamente explícita. Lettie esperaba que Candace no perdiera la calma. Ella se limitó a pronunciar un tranquilo «no», y, mirando a Dalgliesh a los ojos, pensó que éste la había creído.

Candace permaneció en silencio unos instantes mientras Dalgliesh esperaba.

– Está claro que no, de lo contrario habríamos mirado en el congelador enseguida. Buscábamos a un hombre vivo, no un cadáver. Yo creía que Robin aparecería pronto, pero su ausencia era desconcertante, pues no es dado a pasear por el campo; supongo que esperábamos hallar una pista que explicara adonde podía haber ido.

– ¿Cuál de las dos ha abierto el congelador?

– Yo -dijo Lettie-. La vieja despensa, que es la habitación de al lado, ha sido el último sitio en el que hemos buscado. Candace volvía de mirar allí, y yo he levantado la tapa del congelador movida por un impulso, casi sin pensar. Habíamos mirado en los armarios del Chalet Rosa, en los de aquí y en los cobertizos de los jardines, por lo que imagino que mirar en el congelador era algo normal.

Dalgliesh no dijo nada. Hará notar que es un tanto ilógico buscar a un hombre vivo en armarios o congeladores, pensó Lettie. De todos modos, ella le había dado una explicación. No estaba segura de si había sonado convincente incluso para ella misma, pero era la verdad y no tenía nada más que añadir. Ahora era Candace quien intentaba explicar.

– En ningún momento se me había ocurrido que Robin pudiera estar muerto, y ninguna de las dos ha mencionado esa posibilidad. He tomado la iniciativa, y tan pronto hemos comenzado a mirar en armarios y roperos y a hacer un registro minucioso, supongo que lo más lógico era seguir adelante, como ha dicho Lettie. Quizás en lo más recóndito de mi mente rondaba la posibilidad de un accidente, pero ninguna de las dos ha pronunciado la palabra.

Dalgliesh y la inspectora Miskin se pusieron en pie.

– Gracias a las dos -dijo él-. Deben irse de aquí. Por ahora no voy a molestarlas más. -Entonces se dirigió a Candace-. Me temo que de momento, y tal vez durante algunos días, la Casa de Piedra tendrá que estar cerrada.

– ¿Como escenario de un crimen? -dijo Candace.

– Como escenario de una muerte inexplicada. Según el señor Chandler-Powell, en la Mansión hay habitaciones para usted y su hermano. Lamento las molestias, pero seguro que entiende la necesidad de todo ello. Vendrán también un patólogo forense y agentes técnicos, pero pondrán todo el cuidado en no causar ningún desperfecto.

– Puede demolerla, si quiere -dijo Candace-. Yo ya he terminado con ella.

El prosiguió como si no la hubiera oído.

– La inspectora Miskin la acompañará a recoger todo lo que tenga que llevarse a la Mansión.

Así que las iban a escoltar, pensó Lettie. ¿De qué tenía miedo Dalgliesh? ¿De que huyeran? Pero se dijo a sí misma que estaba siendo injusta. Él había sido cortés y educado, en grado sumo. Pero claro, ¿qué ganaría siendo lo contrario?

Candace se levantó.

– Yo cogeré lo que necesite. Mi hermano puede hacer lo propio por sí mismo, bajo supervisión, desde luego. No tengo intención alguna de rebuscar en su habitación.

– Le comunicaré cuándo podrá venir él por sus cosas -dijo Dalgliesh con calma-. Ahora la inspectora Miskin la ayudará.

Encabezadas por Candace, las tres subieron las escaleras, Lettie contenta de tener una excusa para alejarse de la vieja despensa. En su dormitorio, Candace sacó una maleta del ropero, pero fue la inspectora Miskin quien la puso sobre la cama. La señorita Westhall empezó a sacar ropa de los cajones y del armario, que doblaba con rapidez y metía con mano experta en la maleta: cálidos jerséis, pantalones, blusas, ropa interior, ropa de dormir y zapatos. Fue al cuarto de baño y volvió con su neceser. Sin una mirada atrás, estaban ya todas listas para irse.

El comandante Dalgliesh y el sargento Benton-Smith se encontraban en la vieja despensa, esperando a todas luces que ellas se marcharan. La tapa del congelador estaba cerrada. Candace entregó las llaves de la casa. El sargento Benton-Smith garabateó algo en un papel, y la puerta de la casa se cerró tras ellas. Lettie, que estaba escuchando, creyó oír el ruido de una llave al girar.

Caminando en silencio, con la inspectora Miskin entre las dos, regresaron a la Mansión con ritmo acompasado mientras aspiraban hondo el aire húmedo y fragante de la mañana.

9

Mientras se acercaban a la puerta principal de la Mansión, la inspectora Miskin se apartó un poco y con mucho tacto se fue alejando como si quisiera poner de manifiesto que no habían regresado bajo escolta policial. Esto dio a Candace tiempo para un rápido susurro mientras Lettie abría la puerta.

– No analices lo que ha pasado. Cuenta sólo los hechos.

Lettie estuvo a punto de decir que no tenía intención de hacer otra cosa, pero sólo tuvo tiempo para murmurar «desde luego».

Lettie advirtió que Candace eludía inmediatamente el riesgo de hablar de nada diciendo que quería ver dónde dormiría. Helena acudió enseguida, y las dos desaparecieron en el ala este, que, como Flavia ya dormía ahí dado que tenía prohibido el paso al corredor de los pacientes, pronto estaría incómodamente abarrotada. Tras llamar a Dalgliesh para obtener su consentimiento, Marcus fue a la Casa de Piedra a recoger la ropa y los libros que necesitaba, y luego se reunió con su hermana en el ala este. Todos se mostraban discretamente solícitos. No se hacían preguntas inoportunas, pero a medida que transcurría la mañana el ambiente parecía hervir de comentarios no verbalizados, el principal de los cuales era por qué Lettie había levantado la tapa del congelador. Como al final seguramente alguien lo diría en voz alta, Lettie sentía cada vez más la necesidad de romper su silencio pese a lo que ella y Candace habían acordado.

Era casi la una y aún no había noticias del comandante Dalgliesh y su equipo. Sólo cuatro de los miembros de la casa fueron al comedor a almorzar: el señor Chandler-Powell, Helena, Flavia y Lettie. Candace había pedido que le subieran a la habitación una bandeja para ella y Marcus. Los días de operaciones, Chandler-Powell comía más tarde con su equipo, si es que llegaba a tomar una comida como es debido, pero otras veces, como hoy, se juntaba con el grupo del comedor. En ocasiones, Lettie lamentaba que el personal subordinado no comiera con ellos, pero sabía que Dean habría considerado degradante para su estatus de chef almorzar o cenar con aquellos a quienes servía. El y Kim comían después en su apartamento.

La comida fue sencilla, de primero sopa minestrone y luego terrina de pato y cerdo, patatas al horno y ensalada de invierno. Cuando Flavia, mientras se servía ensalada, preguntó si alguien sabía cuándo se esperaba que volviera la policía, Lettie terció con lo que pareció una despreocupación forzada.

– Mientras estábamos en la Casa de Piedra, no han dicho nada. Supongo que estarán ocupados examinando el congelador. A lo mejor se lo llevan. No sé por qué he levantado la tapa. Estábamos saliendo, y he tenido ese gesto impulsivo, quizá simple curiosidad.

– Pues menos mal que lo has hecho -dijo Flavia-. Habría estado aquí durante días mientras los policías buscaban por el campo. Al fin y al cabo, a menos que sospecharan que estaban buscando un cadáver, ¿por qué iban a abrir el congelador? ¿Por qué iba a abrirlo nadie?

El señor Chandler-Powell frunció el ceño pero no hizo ningún comentario. Hubo un silencio roto por la entrada de Sharon para retirar los platos de sopa. El período de inactividad desacostumbrada le había resultado aburrido, así que acabó dignándose realizar un número limitado de tareas domésticas. En la puerta, se volvió y, con lo que para ella era una viveza inesperada, dijo:

– Quizá por el pueblo anda suelto un asesino en serie que nos va a ir liquidando uno a uno. Leí un libro de Agatha Christie que trataba de eso. Se quedaron todos aislados en una isla, y el asesino estaba entre ellos. Al final sólo quedó vivo uno.

La voz de Flavia sonó cortante.

– No seas ridícula, Sharon. ¿La muerte de la señorita Gradwyn te parece obra de un asesino en serie? Estos criminales matan siguiendo un patrón. Además, ¿por qué un asesino en serie va a meter un cadáver en un congelador? Tal vez tu asesino está obsesionado con los congeladores y ahora mismo está buscando otro para acomodar en él a la próxima víctima.

Sharon abrió la boca para replicar, advirtió que Chandler-Powell la miraba, y se lo pensó mejor, abrió la puerta de un puntapié y la cerró a su espalda. No habló nadie. Lettie notó la impresión general de que, si el comentario de Sharon había sido poco prudente, el de Flavia no lo había sido menos. El asesinato era un crimen contaminante, cambiaba sutilmente las relaciones que, aun no siendo muy estrechas, sí habían sido llevaderas y carentes de tensiones, como la suya con Candace y ahora con Flavia. No era una cuestión de sospecha activa, sino más bien la difusión de una atmósfera de inquietud, la creciente conciencia de que otras personas, otras mentes, eran incognoscibles. En todo caso, Flavia le preocupaba. Al tener prohibido el acceso a su sala de estar en el ala oeste, se había aficionado a pasear sola por el jardín o la senda de los limeros hasta las piedras, de donde regresaba con los ojos más rojos e hinchados que si hubiera tenido que soportar un viento glacial o un aguacero repentino. Quizá, pensó Lettie, no era ninguna sorpresa que la muerte de la señorita Gradwyn hubiera afectado a Flavia más que a los demás. Ella y Chandler-Powell habían perdido a una paciente. Para los dos era un fracaso profesional. Y luego estaban los rumores sobre la relación de ella con George. Cuando estaban juntos en la Mansión era siempre una relación de cirujano y enfermera de quirófano, a veces innecesariamente profesional. Desde luego, si habían estado acostándose juntos en la Mansión, alguien se habría enterado. No obstante, Lettie se preguntaba si los cambios de humor de Flavia, esa nueva mordacidad, los paseos solitarios, tenían una causa ajena a la muerte de una paciente.

A medida que transcurría el día, para Lettie iba resultando evidente que esta segunda muerte estaba creando más interés encubierto que miedo o ansiedad. A Robin Boyton no le conocía nadie salvo sus primos, y los que le conocían no le tenían ningún afecto especial. Al menos había tenido el decoro de morir fuera de la Mansión. Nadie habría expresado esa idea con una insensibilidad tan cruel, pero los cien metros o así que había entre la Mansión y la Casa de Piedra suponían una separación tanto física como psicológica de un cadáver que la mayoría imaginaba pero no había visto. Se consideraban más espectadores que participantes en un drama, aislados de la acción; empezaban a sentirse injustificadamente excluidos por Dalgliesh y su equipo, que pedían información y daban muy poco a cambio. Mog, que en virtud de su trabajo en el jardín tenía excusa para merodear por la verja, les proporcionaba datos valiosos. Había informado sobre el regreso de los agentes de la escena del crimen, la llegada del fotógrafo y la doctora Glenister, y finalmente la bolsa llena de bultos que fue transportada en camilla por el camino de la casa hasta la siniestra furgoneta de la morgue. Con esas noticias, el grupo de la Mansión se preparaba para la vuelta de Dalgliesh y su gente.

10

Dalgliesh, que estaba ocupado en la Casa de Piedra, dejó el interrogatorio inicial a Kate y Benton. Ya eran las tres y media cuando llegaron y, de nuevo con permiso del señor Chandler-Powell, usaron la biblioteca para la mayoría de las entrevistas. Durante las primeras horas, los resultados fueron decepcionantes. La doctora Glenister no podía calcular con exactitud la hora de la muerte hasta después de la autopsia, pero dada la precisión de sus estimaciones preliminares, trabajarían suponiendo que Boyton había muerto el día anterior entre la una y las seis. El hecho de que no hubiera tenido tiempo de lavar los platos después de una comida que tenía más probabilidades de ser almuerzo que desayuno era menos útil de lo que parecía, pues en el fregadero había vajilla y dos cacerolas sucias que parecían de la noche anterior.

Kate decidió preguntarles dónde estaban la víspera desde la una a la hora de la cena, que se había servido a las ocho. Casi todo el mundo tenía una coartada para parte del tiempo, pero no para la totalidad de las siete horas. Por lo general, durante la tarde la gente solía ocuparse de sus asuntos y aficiones, y muchos habían estado solos a ratos, en la Mansión o en el jardín. Marcus Westhall había ido en coche a Bournemouth a hacer unas compras navideñas; había salido poco después de almorzar y no había regresado hasta las siete y media. Kate tuvo la impresión de que para el resto de los presentes resultaba un poco raro que, siempre que aparecía un cadáver, Marcus Westhall tenía la suerte de estar ausente. Por la mañana, su hermana había estado trabajando con Lettie en la oficina, y después de almorzar había vuelto a la Casa de Piedra a atender el jardín. Había estado barriendo hojas, fabricando abono orgánico y cortando ramas muertas de arbustos hasta que empezó a haber poca luz. Había vuelto a la casa a preparar té, tras entrar por la puerta del invernadero, que había dejado abierta. Había visto el coche de Boyton aparcado fuera, pero de él no había sabido nada en toda la tarde.

George Chandler-Powell, Flavia y Helena habían pasado ese tiempo en la Mansión, en sus apartamentos o en la oficina, pero sólo tenían coartada para el rato en que habían estado con los otros almorzando, tomando el té de la tarde en la biblioteca o cenando a las ocho. Kate notaba el enojo de los tres, compartido con los demás, por tener que ser tan concretos con las horas. Al fin y al cabo, para ellos había sido un día normal y corriente. Mog afirmaba que la mayor parte de la tarde anterior había estado atareado en la rosaleda y plantando bulbos de tulipán en las grandes urnas de los jardines de diseño formal. Nadie recordaba haberle visto, pero fue capaz de enseñar un cubo con unos cuantos bulbos a la espera de ser plantados y los paquetes rotos que habían contenido el resto. Ni Kate ni Benton tuvieron ganas de hacerle excavar en las urnas para verificar que los bulbos estaban allí, pero sin duda esto podía hacerse si se estimaba oportuno.

A Sharon la habían convencido para que dedicara parte de la tarde a quitar el polvo y abrillantar muebles y pasar la aspiradora por las alfombras del gran salón, el vestíbulo y la biblioteca. Desde luego, de vez en cuando el ruido de la aspiradora había sido un fastidio para los otros presentes en la Mansión, pero nadie sabía concretar cuándo lo había oído. Benton señaló la posibilidad de dejar una aspiradora en marcha sin que nadie la utilizara, sugerencia que a Kate le costó tomar en serio. Sharon también había pasado un rato en la cocina ayudando a Dean y Kimberley. Dio su testimonio de buen grado, pero tardaba un tiempo exagerado en responder a las preguntas y desde el principió estuvo mirando a Kate con un interés especulativo y una pizca de lástima que la inspectora consideró más desconcertante que la hostilidad indisimulada que había esperado.

A última hora de la tarde, reinaba la sensación general de que hasta el momento se había avanzado poco. Era perfectamente posible que cualquiera de los residentes de la Mansión, incluido Marcus en su trayecto a Bournemouth, hubiera pasado por la Casa de Piedra, pero ¿cómo alguien que no fuera un Westhall pudo atraer a Robin a la casa, matarlo y regresar inadvertido a la Mansión evitando a los guardas jurados? Obviamente el primer sospechoso era Candace Westhall, que desde luego tenía fuerza suficiente para meter a Robin en el congelador, pero era muy prematuro decidirse por un sospechoso principal cuando en el momento actual aún no tenían pruebas convincentes de que hubiera sido un asesinato.

Eran casi las cinco cuando fueron a ver a los Bostock. El interrogatorio tuvo lugar en la cocina, donde Kate y Benton se instalaron cómodamente en sendas sillas bajas junto a la ventana mientras los Bostock retiraban de la mesa un par de sillas de respaldo alto y las acercaban. Antes de sentarse, prepararon té para los cuatro y, con cierta ceremonia, colocaron una mesita baja delante de los visitantes y les invitaron a probar las galletas de Kim, recién hechas y todavía en el horno de la cocina. Desde la puerta abierta del horno venía un olor irresistible, sabroso y especiado. Las galletas, casi demasiado calientes para poder sostenerlas, finas y crujientes, eran deliciosas. Kim, con cara de niña feliz, les sonreía mientras comían e insistía en que no se reprimieran, que había más. Dean sirvió el té; el ambiente se tornó doméstico, casi íntimo. En el exterior, el aire saturado de lluvia presionaba contra las ventanas como la niebla, y la oscuridad cada vez mayor lo ocultaba todo menos la geometría del jardín clásico mientras la alta hilera de hayas se convertía en una mancha lejana. Dentro todo era luz, color y calidez, y el reconfortante aroma del té y la comida.

Los Bostock tenían una coartada mutua, pues habían pasado juntos la mayor parte de las veinticuatro horas anteriores, sobre todo en la cocina o, aprovechando la ausencia momentánea de Mog, visitando el huerto y escogiendo verduras para la cena. Mog solía molestarse ante cualquier hueco que viera en sus cuidadosamente plantadas hileras. A la vuelta, Kim había servido la comida y más tarde había recogido la mesa, pero siempre con alguien presente: la señorita Cresset o la señora Frensham.

Los Bostock parecían conmocionados, pero menos afligidos o asustados de lo que Kate y Benton esperaban, en parte, pensó Kate, porque Boyton había sido sólo un visitante ocasional para con quien ellos no tenían ninguna responsabilidad y cuyas raras apariciones, lejos de contribuir a la alegría de la comunidad, eran consideradas, en especial por Dean, como una potencial fuente de irritación y trabajo adicional. Boyton había dejado su impronta -un hombre joven con su aspecto difícilmente podía no hacerlo-, pero Kimberley, felizmente enamorada de su esposo, era impermeable a la belleza clásica, y Dean, muy apegado a su mujer, estaba en buena medida preocupado por proteger su cocina contra intromisiones injustificadas. Ninguno de los dos parecía particularmente atemorizado, quizá porque habían conseguido convencerse a sí mismos de que la muerte de Boyton había sido un accidente.

Conscientes de su no implicación, interesados, algo excitados y nada afectados, siguieron con su charla, y Kate dejó que la conversación fluyera. A los Bostock, como a los demás miembros de la casa, sólo se les había dicho dónde había sido hallado el cadáver de Boyton. ¿Qué más se podía decir en el momento actual? Además no tenía sentido ocultar nada a nadie. Con algo de suerte quizá sería posible impedir que la prensa se enterase de esta muerte, y de momento también el pueblo si Mog mantenía la boca cerrada, pero no era factible ni necesario hacer lo mismo con la gente de la Mansión.

El descubrimiento se produjo casi a las seis. Kim se despertó de un breve ensueño silencioso y dijo:

– Pobre hombre. Seguramente se encaramó dentro del congelador y le cayó la tapa encima. ¿Por qué haría algo así? Quizás estaba jugando a alguna tontería, una especie de desafío personal, como hacen los niños. En casa, mi madre tenía un cesto grande de mimbre, que parecía más un baúl, y los niños nos escondíamos allí. Pero ¿por qué no empujó la tapa hacia arriba?

Dean ya estaba quitando la mesa.

– No se puede -dijo él-. Si cae el pestillo, no se puede. Pero no era un niño. Vaya bobada que hizo. Y vaya manera de morir, por asfixia. O tal vez sufrió un ataque cardíaco. -Mirando a Kim a la cara, arrugada por la angustia, añadió con firmeza-: Seguramente fue eso, un ataque al corazón. Se metió en el congelador por curiosidad, le entró el pánico al ver que no podía abrir la tapa, y se murió. Rapidito. No sentiría nada.

– Puede ser -dijo Kate-. Sabremos más después de la autopsia. ¿Se había quejado alguna vez del corazón, de que debía tener cuidado o algo así?

Dean miró a Kim, que negó con la cabeza.

– A nosotros no. Pero esto es normal, ¿no? No venía muy a menudo, y cuando venía no solíamos verlo. Los Westhall lo sabrán. Eran primos, y por lo visto venía a visitarles. La señora Frensham le hacía pagar algo, pero Mog cree que no era el alquiler completo que pagan las visitas. Decía que el señor Boyton sólo buscaba unas vacaciones baratas.

– No creo que la señorita Candace supiera nada sobre la salud del señor Boyton -dijo Kim-. El señor Marcus, siendo médico, quizá sí, pero creo que no estaban muy unidos. He oído a la señorita Candace decir a la señora Frensham que Robin Boyton nunca se tomaba la molestia de comunicarles cuándo iba a alquilar el chalet, y si quieren que les diga, no estaban muy contentos de verlo. Mog dice que había una especie de enemistad familiar, pero no sabe por qué.

– De todos modos, esta vez el señor Boyton dijo que había venido a ver a la señorita Gradwyn -señaló Kate.

– Pero no la vio, ¿verdad? Ni esta vez ni cuando ella estuvo aquí un par de semanas atrás. Se ocuparon de ella el señor Chandler-Powell y la enfermera Holland. No creo que el señor Boyton y la señorita Gradwyn fueran amigos. Seguramente así él se daba importancia. Pero lo del congelador es extraño. Ni siquiera está en su chalet, pero parecía fascinado por él. Dean, ¿recuerdas todas aquellas preguntas que hizo la última vez que estuvo aquí para pedirnos un poco de mantequilla? Que nunca devolvió, por cierto.

Disimulando su interés y procurando evitar los ojos de Benton, Kate dijo:

– ¿Cuándo fue eso?

Dean echó una mirada a su esposa.

– La noche que llegó la señorita Gradwyn. Martes veintisiete, ¿no? Los huéspedes han de traer su propia comida y luego comprar en tiendas de la localidad o comer fuera. Yo siempre dejo leche en la nevera, y té, café y azúcar, pero nada más a no ser que ellos pidan con antelación provisiones, que Mog se encarga de traer. El señor Boyton telefoneó para decir que se había olvidado de comprar mantequilla y que si le podíamos prestar un poco. Dijo que vendría por ella, pero no me hizo gracia la idea de que estuviera husmeando por la cocina y dije que se la llevaría yo. Eran las seis y media, y todo parecía indicar que había llegado hacía poco. Su ropa estaba tirada por el suelo de la cocina. Preguntó si había llegado la señorita Gradwyn y cuándo podría verla, pero yo le dije que no podía hablar de nada que tuviera que ver con los pacientes y que eso debía preguntárselo a la enfermera o al señor Chandler-Powell. Y de pronto, como por azar, comenzó a hacer preguntas sobre el congelador, cuánto tiempo llevaba en la casa de al lado, si aún funcionaba, si la señorita Westhall lo usaba. Le dije que era viejo y estaba inservible, y que nadie lo utilizaba. Le expliqué que la señorita Westhall le había pedido a Mog que se deshiciera de él, pero éste le dijo que no era cometido suyo. Era el ayuntamiento quien tenía que llevárselo, y la señorita Cresset o la señorita Westhall tenían que llamar. Pero creo que no llamó nadie. De repente dejó de hacer preguntas. Me ofreció una cerveza, pero yo no quería beber con él, en todo caso no tenía tiempo, así que me fui y regresé a la Mansión.

– Pero el congelador estaba al lado, en la Casa de Piedra -dijo Kate-. ¿Cómo lo sabía? Cuando llegó ya habría oscurecido.

– Lo vería en una visita anterior -dijo Dean-. En algún momento habría estado en la Casa de Piedra, al menos desde que murió el viejo. Repetía mucho que los Westhall eran primos suyos. O a lo mejor curioseó por ahí cuando la señorita Westhall no estaba. Por aquí la gente no suele molestarse en cerrar las puertas.

– Además hay una puerta que permite ir desde la vieja despensa hasta el jardín atravesando el cobertizo-invernadero -dijo Kim-. Quizás estuviera abierta. O acaso viera el congelador desde la ventana. Es curioso que tuviera interés en esto. Es sólo un congelador viejo. Ni siquiera funciona. Se estropeó en agosto. ¿Te acuerdas, Dean? Querías utilizarlo para guardar esa anca de venado durante el día festivo y te encontraste con que estaba averiado.

Al menos se había logrado algo. Benton echó una mirada rápida a Kate, cuyo rostro era inexpresivo, pero él sabía que los pensamientos de ambos iban acompasados.

– ¿Cuándo se utilizó por última vez como congelador? -preguntó ella.

– No lo recuerdo -dijo Dean-. Nadie informó de que ya no funcionaba. Sólo lo necesitábamos en los días festivos, y cuando el señor Chandler-Powell tenía invitados, entonces podía llegar a ser útil si la Casa de Piedra estaba vacía. Normalmente, con el congelador de aquí hay más que suficiente.

Kate y Benton se levantaron para marcharse.

– ¿Han contado a alguien el interés del señor Boyton por el congelador? -preguntó Kate. Los Bostock se miraron uno a otro y luego menearon enérgicamente la cabeza-. En este caso, por favor, que esto no salga de aquí. No hablen del congelador con nadie más de la Mansión.

– ¿Tan importante es? -preguntó Kimberley boquiabierta.

– Probablemente no, pero aún no sabemos qué es o qué podría ser importante. Por eso quiero que no digan nada.

– No diremos nada -dijo Kim-. Que me muera si miento. En todo caso, al señor Chandler-Powell no le gusta que contemos chismes y nunca lo hacemos.

Apenas puestos en pie, Kate y Benton estaban dando las gracias a Dean y Kimberley por el té y las galletas cuando sonó el móvil de Kate. Escuchó, acusó recibo de la llamada y no dijo nada hasta que estuvieron fuera.

– Era AD -dijo-. Hemos de ir enseguida a la Vieja Casa de la Policía. Candace Westhall quiere hacer una declaración. Estará ahí en quince minutos. Parece que por fin hay algún avance.

11

Llegaron a la Vieja Casa de la Policía justo antes de que Candace saliera por la verja de la Mansión, y desde la ventana Kate alcanzó a ver su robusta figura haciendo una pausa para mirar a un lado y otro de la carretera, y luego cruzando con confianza, balanceando los fuertes hombros. Dalgliesh la recibió en la puerta y la condujo a un asiento de la mesa, y luego se sentó enfrente junto a Kate. Benton cogió la cuarta silla y, libreta en mano, se colocó a la derecha de la puerta. Con su atuendo campesino y sus zapatos gruesos, Candace, pensó Benton, mostraba la seguridad en sí misma de la esposa de un párroco rural que visitara a un feligrés pecador reincidente. Sin embargo, desde su silla Dalgliesh podía vislumbrar el único signo de nerviosismo, las manos unidas en el regazo que se tensaban por momentos. Lo que hubiera venido a decirles le había llevado su tiempo, pero él no tuvo ninguna duda de que ella sabía con precisión lo que estaba dispuesta a revelar y cómo lo expresaría. Sin esperar a que hablara Dalgliesh, comenzó su relato.

– Tengo una explicación de lo que puede haber pasado, lo que a mí me parece posible, incluso probable. De ahí no salgo bien parada, pero creo que ustedes deben saberlo aunque decidan no tenerlo en cuenta por considerarlo una fantasía. Robin pudo haber estado experimentando o ensayando algún juego ridículo que acabó en desastre. Tengo que dar una explicación, pero esto supondrá desvelar asuntos familiares que, en sí mismos, no guardan ninguna relación con el asesinato de Rhoda Gradwyn. Parto de la base de que lo que les cuente será tratado de manera confidencial si quedan convencidos de que no tiene nada que ver con aquella muerte.

Las palabras de Dalgliesh, una declaración más que una advertencia, carecieron de énfasis, pero fueron directas.

– Me corresponderá a mí decidir lo que guarda relación o no y cómo serán protegidos los secretos de la familia. Pero sepa que no puedo garantizarle nada de antemano.

– Así que en cuanto a esto, como en otras cosas, hemos de confiar en la policía. Ya me perdonará, pero no resulta fácil en una época en que la información de interés periodístico es dinero.

– Mis agentes no venden información a los periódicos -dijo Dalgliesh con calma-. Señorita Westhall, no perdamos el tiempo. Usted tiene la responsabilidad de colaborar con mi investigación revelando cualquier información que pueda venir al caso. No queremos causar ninguna aflicción innecesaria; además ya tenemos suficientes problemas en el procesamiento de la información pertinente para perder tiempo en asuntos que no son pertinentes. Si usted sabe cómo acabó el cadáver de Robin Boyton en el congelador, o sabe algo que pueda ayudarnos a responder a esta pregunta, será mejor que empecemos.

Si la reprimenda escoció a Candace, no lo dio a entender.

– Quizá ya sepan algo de eso si Robin habló con ustedes sobre su relación con la familia -dijo.

Como Dalgliesh no replicó, ella prosiguió.

– Era, y le gustaba proclamarlo, primo hermano de Marcus y mío. Su madre, Sophie, era la única hermana de nuestro padre. Durante al menos las dos últimas generaciones los hombres Westhall infravaloraron y en ocasiones despreciaron a sus hijas. El nacimiento de un varón era motivo de celebración, el de una niña una desgracia. Este prejuicio no es del todo infrecuente ni siquiera hoy, pero en el caso de mi padre y mi abuelo vino a ser casi una obsesión familiar. No estoy diciendo que hubiera crueldad o desatención física. Nada de eso. Pero no tengo ninguna duda de que la madre de Robin sufrió abandono emocional, por el que adquirió un sentido de inferioridad y desconfianza en sí misma. No era lista ni bonita, ni especialmente simpática, y fue, como es lógico, un problema desde la infancia. Se marchó de casa en cuanto pudo y encontró cierta satisfacción en contrariar a sus padres viviendo una vida bastante agitada en el mundo frenético de lo marginal y de la música pop. Sólo contaba veintiún años cuando se casó con Keith Boyton; difícilmente pudo haber elegido peor. A él sólo lo vi una vez, pero me pareció repelente. Cuando se casaron, ella estaba embarazada, pero esto apenas suponía una excusa, y me sorprende que quisiera seguir adelante con su embarazo. La maternidad era una sensación nueva, supongo. Keith tenía cierto encanto superficial, pero jamás he conocido a nadie que intentara sacar tajada de modo más descarado. Era diseñador, o eso decía, y trabajaba de vez en cuando. Entre un empleo y otro hacía trabajos sueltos para ganar algo; en una época creo que estuvo vendiendo cristales dobles por teléfono. Nada duraba. Mi tía, que trabajaba de secretaria, era la que más dinero llevaba a casa. De alguna manera el matrimonio duró sobre todo porque él dependía de ella. Quizá mi tía le quería. En todo caso, según Robin, su madre murió de cáncer cuando él tenía siete años y Keith conoció a otra mujer y emigró a Australia. Desde entonces nadie ha tenido noticias suyas.

– ¿Cuándo empezó Robin Boyton a ponerse regularmente en contacto con ustedes? -preguntó Dalgliesh.

– Cuando Marcus consiguió el empleo aquí con Chandler-Powell y trasladamos a mi padre a la Casa de Piedra. Empezó pasando breves vacaciones en la casa de huéspedes, evidentemente esperando conseguir despertar en Marcus o en mí cierto interés hacia él por nuestra condición de primos. Con toda franqueza, interés no había ninguno. Sin embargo, yo tenía un poco de mala conciencia. Aún la tengo. De vez en cuando le ayudaba con pequeñas cantidades, doscientos cincuenta por aquí, quinientos por allá, cuando él pedía diciendo que estaba desesperado. Pero de repente decidí que esto no era sensato. Era como asumir una responsabilidad que yo, sinceramente, no aceptaba.

Hace más o menos un mes, a Robin se le ocurrió una idea insólita. Mi padre murió sólo treinta y cinco días después de que lo hiciera mi abuelo. Si los días hubieran sido menos de veintiocho, habría habido un problema con el testamento, que incluía una cláusula según la cual un beneficiario, para heredar, debía sobrevivir veintiocho días al testador. Como es lógico, si mi padre no se hubiera beneficiado del testamento del abuelo, nosotros no habríamos heredado nada. Robin consiguió una copia del testamento del abuelo y concibió la extravagante idea de que nuestro padre había muerto un poco antes de transcurrido el período de veintiocho días, y que Marcus y yo, o uno de los dos, habíamos escondido el cadáver en el congelador de la Casa de Piedra, y lo habíamos descongelado al cabo de unas dos semanas y entonces habíamos llamado al viejo doctor Stenhouse para que firmara el certificado de defunción. El congelador se estropeó finalmente el pasado verano, pero en la época de la que hablo, aunque apenas se utilizaba, funcionaba todavía.

– ¿Cuándo le expuso a usted por primera vez esa idea? -preguntó Dalgliesh.

– Durante los tres días en que Rhoda Gradwyn estuvo aquí con motivo de su visita preliminar. Él llegó a la mañana siguiente y creo que tenía intención de verla, pero ella se mantuvo firme en que no quería visitas, y por lo que sé, a él no se le dejó entrar en la Mansión en ningún momento. Quizás ella estaba detrás de todo. No tengo dudas de que actuaban en connivencia; de hecho, él más o menos lo admitió. ¿Por qué, si no, escogió Gradwyn la Mansión, y por qué era tan importante para Robin estar aquí con ella? El plan acaso fuera una diablura para ella, difícilmente pudo haberlo tomado en serio, pero para él no era ninguna broma.

– ¿Cómo le planteó él la cuestión?

– Dándome un viejo libro. Untimely Death, de Cyril Hare. Es una novela policíaca en la que se falsifica el momento de una muerte. Me lo trajo tan pronto llegó, diciéndome que, en su opinión, yo lo encontraría interesante. La verdad es que yo lo había leído hacía muchos años y por lo que sé está agotado. Le dije a Robin que no tenía interés en volver a leerlo y se lo devolví. Entonces supe qué se proponía.

– Está claro que era una idea absurda -dijo Dalgliesh-, apropiada para una novela ingeniosa pero no para la situación de aquí. El no creería que en ella hubiera nada de verdad.

– Oh, desde luego que lo creía. De hecho, había diversas circunstancias que, podría decirse, añadían credibilidad a la fantasía. La idea no era tan ridícula como parece. No creo que hubiéramos podido mantener el engaño durante mucho tiempo, pero durante unos días o una semana, quizá dos, habría sido perfectamente posible. Mi padre era un paciente dificilísimo que aborrecía la enfermedad, no soportaba la compasión y se negaba en redondo a recibir visitas. Lo cuidé con ayuda de una enfermera retirada, que ahora vive en Canadá, y una vieja asistenta que murió hace más de un año. Al día siguiente de que Robin se fuera recibí una llamada del doctor Stenhouse, el médico de cabecera que había atendido a mi padre. Robin lo había ido a ver con alguna excusa para intentar averiguar cuánto tiempo llevaba muerto mi padre antes de que lo llamaran. El médico nunca había sido un hombre complaciente, y una vez jubilado era incluso menos tolerante con los idiotas que cuando ejercía, y me imagino muy bien la respuesta que obtuvo Robin por su impertinencia. El doctor Stenhouse dijo que no respondía a preguntas sobre pacientes cuando estaban vivos ni tampoco cuando estaban muertos. Imagino que Robin acabó convencido de que el viejo doctor, si no chocheaba cuando firmó el certificado de defunción, o bien había sido engañado o bien era cómplice. Probablemente supuso que habíamos sobornado a Grace Holmes, la enfermera que emigró a Canadá, y a la asistenta, Elizabeth Barnes, ya fallecida.

»Sin embargo, había algo que él no sabía. La noche antes de morir, mi padre pidió ver al párroco de la parroquia, el reverendo Clement Matheson, que aún lo es. Naturalmente acudió enseguida; lo acompañó en coche su hermana mayor Marjorie, que le lleva la casa y podría decirse que personifica la iglesia militante. Nadie habrá olvidado aquella noche. El padre Clement llegó preparado para dar la extremaunción y sin duda consolar a un alma penitente. Sin embargo, mi padre reunió fuerzas para arremeter por última vez contra todas las creencias religiosas, en especial el cristianismo, con mordaz referencia a la propia Iglesia del padre Clement. Esto no era una información que Robin pudiera obtener en la barra del Cresset Arms. Dudo que el padre Clement o Marjorie hayan hablado nunca de ello excepto a Marcus y a mí. Fue una experiencia desagradable y humillante. Por suerte, los dos viven aún. Pero tengo otro testigo. Hace diez días visité brevemente Toronto para ver a Grace Holmes. Ella era una de las pocas personas a quien mi padre aguantaba, si bien en el testamento no le dejó nada, y cuando éste fue autentificado, quise darle una cantidad para compensarle por ese año terrible. Me dio una carta, que he entregado a mi abogado, en la que declara que estaba con mi padre el día que murió.

– Provista de esta información -dijo Kate con calma-, ¿no se enfrentó usted inmediatamente a Robin Boyton para desilusionarle?

– Quizá debería haberlo hecho, pero me hizo gracia quedarme callada y dejar que él se embrollara más. Si analizo mi conducta con toda la honestidad posible cuando trato de justificarme, creo que me alegró que él revelara algo de su verdadera naturaleza. Yo siempre había sentido cierta culpabilidad por el hecho de que su madre hubiera padecido tanto rechazo. Pero ya no sentía la necesidad de pagarle a él nada. Con este intento de chantaje, me había liberado de cualquier obligación futura. Más bien deseaba que llegara mi momento de triunfo, por insignificante que fuera, y su desengaño.

– ¿Llegó a exigirle dinero? -preguntó Dalgliesh.

– No, no llegó a este extremo. Si lo hubiera hecho, yo podría haberle denunciado a la policía por intento de chantaje, pero dudo que hubiera tomado esa vía. De todos modos, él insinuó con mucha claridad lo que tenía en mente. Pareció satisfecho cuando le dije que consultaría a mi hermano y estaríamos en contacto. No admití nada, por supuesto.

– ¿Su hermano sabe algo de esto? -preguntó Kate.

– Nada. Últimamente estaba muy inquieto porque quería dejar el empleo e irse a trabajar a África, y no vi ninguna razón para preocuparle con lo que básicamente era una estupidez. Y desde luego él no habría estado de acuerdo con mi plan de aguardar el momento oportuno para que la humillación de Robin fuera máxima. El carácter de Marcus es más digno de admiración que el mío. Creo que Robin estaba preparando el terreno para una acusación final, posiblemente una insinuación de que yo le entregara una cantidad concreta a cambio de su silencio. Creo que por eso se quedó aquí tras la muerte de Rhoda Gradwyn. Al fin y al cabo, tengo entendido que ustedes no podían retenerle legalmente a menos que hubiera algún cargo contra él, y además la mayoría de la gente estaría más que contenta de marcharse de la escena del crimen. Desde la muerte de Rhoda Gradwyn, estuvo rondando por los alrededores del Chalet Rosa y el pueblo, a todas luces agitado y, a mi juicio, asustado. Pero necesitaba llevar la cuestión a un punto crítico. No sé por qué trepó al congelador. Tal vez para ver si era factible que el cadáver de mi padre hubiera estado guardado ahí. Después de todo, mi padre era bastante más alto que Robin, incluso tras achicarse a causa de la enfermedad. Robin quizá tuvo entonces la idea de citarme en la vieja despensa y luego abrir despacio el congelador y aterrorizarme para que confesara. Éste es exactamente el tipo de gesto dramático que le habría gustado.

– Si estaba asustado -dijo Kate-, ¿podría deberse a que tuviera miedo de usted personalmente? Quizá pensó que usted había matado a la señorita Gradwyn por su implicación en el complot y que él también corría peligro.

Candace Westhall volvió los ojos hacia Kate. Ahora la aversión y el desdén eran inequívocos.

– Creo que ni siquiera la inflamada imaginación de Robin Boyton podía concebir en serio que yo considerase el asesinato como un modo racional de resolver ningún dilema. Con todo, supongo que es posible. Y ahora, si no tienen más preguntas, me gustaría volver a la Mansión.

– Sólo dos -dijo Dalgliesh-. ¿Metió usted a Robin Boyton en el congelador vivo o muerto?

– No.

– ¿Mató usted a Robin Boyton? -No.

Candace vaciló, y por un momento a Dalgliesh le pareció que iba a añadir algo. Pero se puso en pie y se fue sin decir palabra ni mirar atrás.

12

A las ocho de esa misma tarde, Dalgliesh ya se había duchado y cambiado y se disponía a elegir la cena cuando oyó el coche. Llegó por el camino casi en silencio. Lo primero que le hizo notar su llegada fue que las ventanas se iluminaban tras las cortinas echadas. Abrió la puerta principal y vio un Jaguar que se detenía en el arcén opuesto; entonces las luces se apagaron. Al cabo de unos segundos, Emma cruzó la calzada hacia él. Llevaba un jersey grueso y una chaqueta de piel de borrego, la cabeza descubierta. Mientras entraba sin hablar, Dalgliesh la rodeó instintivamente con el brazo, pero el cuerpo de ella estaba rígido. Parecía no ser apenas consciente de la presencia de su compañero, y la mejilla que por un momento rozó la de él estaba helada. A Dalgliesh le entró un miedo atroz. Había sucedido algo gravísimo, un accidente, acaso una tragedia. De lo contrario ella no habría aparecido así, sin avisar. Cuando estaba ocupado en un caso, Emma ni siquiera telefoneaba, por deseo no de él sino de ella misma. Nunca antes había invadido el territorio de una investigación. Hacerlo en persona sólo podía ser la señal de un desastre.

La ayudó a quitarse la chaqueta y la condujo a una butaca junto a la chimenea, esperando que hablara. Mientras permanecía sentada en silencio, él fue a la cocina y enchufó el termo de café. Ya estaba caliente, por lo que tardó sólo unos segundos en echarlo en una taza, añadir leche y llevárselo. Emma se quitó los guantes y envolvió el calor de la taza con los dedos.

– Lamento no haber telefoneado -dijo-. Tenía que venir. Tenía que verte.

– ¿Qué pasa, cariño?

– Annie. Ha sido agredida y violada. Ayer por la noche. Volvía a casa después de haber dado clase de inglés a dos inmigrantes. Es una de las cosas que hace. Está en el hospital y creen que se recuperará. Con eso supongo que quieren decir que no morirá. Pero yo no creo que vaya a recuperarse, al menos no del todo. Perdió mucha sangre, y una de las heridas de navaja le perforó un pulmón. No alcanzó el corazón por poco. Alguien del hospital dijo que había tenido suerte. ¡Suerte! Vaya palabra más extraña.

El por poco pregunta ¿cómo está Clara?, pero antes de formar las palabras supo que la pregunta era tan ridícula como carente de sensibilidad. Ella lo miró a la cara por primera vez. Sus ojos estaban llenos de dolor. Sufría un suplicio de pena y cólera.

– No pude ayudar a Clara. Yo no le servía de nada. La abracé, pero no eran los míos los brazos que quería. De mí sólo quería una cosa, que consiguiera que tú te encargaras del caso. Por esto estoy aquí. Ella confía en ti. No le cuesta hablar contigo. Y sabe que eres el mejor.

Estaba aquí por eso, claro. No había venido en busca de consuelo o porque necesitara verlo y compartir su pesar. Quería algo de él, y ese algo él no podía dárselo. Se sentó frente a ella y dijo con calma:

– Emma, no va a poder ser.

Ella dejó la taza de café en la chimenea, y Dalgliesh vio que le temblaban las manos. Quería alargar el brazo y cogerlas, pero temió que ella se retirase. Cualquier otra cosa antes que eso.

– Ya me esperaba tu respuesta -dijo ella-. Intenté explicarle a Clara que esto iría contra las normas, pero no lo entendió, al menos no del todo. Tampoco estoy segura de entenderlo yo. Ella sabe que la víctima de aquí, la mujer muerta, es más importante que Annie. A esto se dedica tu brigada especial, ¿no?, a resolver crímenes cuando se trata de gente importante. Pero Annie es importante para ella. Para ella y Annie la violación es más horrorosa que la muerte. Si tú te ocuparas de la investigación, ella sabría que el hombre que lo hizo sería detenido.

– Emma -dijo él-, la importancia de la víctima no es lo que más importa a la brigada. Para la policía, un asesinato es un asesinato, algo único, que no hay que dejar a un lado de forma permanente; la investigación no ha de constar nunca como fracasada, sólo no resuelta de momento. Ninguna víctima de asesinato carece nunca de importancia. Ningún sospechoso, por poderoso que sea, puede conseguir inmunidad. Pero hay casos que es mejor adjudicarlos a un equipo pequeño, casos en que a la justicia le interesa un resultado rápido.

– Ahora mismo Clara no cree en la justicia. Cree que tú puedes hacerte cargo si quieres, que si quieres te sales con la tuya, con reglas o sin ellas.

Parecía impropio estar sentados tan separados. Él deseaba abrazarla, pero eso sería un consuelo demasiado fácil, casi, pensó, una ofensa para la pena de Emma. ¿Y si ella se apartaba? ¿Y si dejaba claro, mediante un estremecimiento de desagrado, que él no la consolaba sino que aumentaba su angustia? ¿Qué representaba él para ella ahora? ¿Muerte, violación, mutilación y des composición? ¿No tenía su trabajo una valla con el invisible signo de «Prohibido el paso»? Y éste no era un problema que pudiera resolverse con besos y susurrando palabras tranquilizadoras. Ellos no, al menos. Ni siquiera podía resolverse mediante una discusión racional, aunque era el único modo. ¿No se enorgullecía él, pensó con amargura, de que siempre podían hablar? Pero ahora no, sobre cualquier cosa no.

– ¿Quién es el jefe de la investigación? -preguntó-. ¿Has hablado con él?

– El detective A. L. Howard. Tengo una tarjeta por ahí. Ha hablado con Clara, desde luego, y visitó a Annie en el hospital. Dijo que una inspectora tendría que formular algunas preguntas a Annie antes de que la anestesiaran, por si moría, supongo. Estaba muy débil y sólo fue capaz de decir unas cuantas palabras, pero al parecer fueron importantes.

– Andy Howard es un buen detective y su equipo lo forma gente muy competente. Se trata de un caso que no puede resolverse más que con una labor policial concienzuda, gran parte de ella rutina lenta y laboriosa. Pero lo conseguirán.

– A Clara no le cayó especialmente bien. Porque no eras tú, supongo. Y la sargento… Clara casi la golpea. Preguntó a Annie si recientemente había tenido relaciones sexuales con algún hombre antes de ser violada.

– Emma, es una pregunta que debía hacer. Así tendrían el ADN, lo que es una gran ventaja. Pero no puedo asumir la investigación de otro agente, aparte de que estoy metido en otra, y aunque pudiera, esto no ayudaría a resolver la violación. A estas alturas, incluso podría ser un impedimento. Lamento no poder regresar contigo para intentar explicárselo a Clara.

– Oh, me figuro que al final lo entenderá -dijo ella con tristeza-. Lo único que quiere ahora es alguien en quien confiar, no desconocidos. Supongo que yo ya sabía lo que dirías, y debía haber sido capaz de explicármelo a mí misma. Lamento haber venido. Ha sido una decisión equivocada.

Ella se había puesto en pie, y él se levantó y se le acercó.

– Yo no lamento ninguna decisión tuya que te lleve hasta mí -dijo.

Al momento ella estaba en sus brazos estremeciéndose con la fuerza de su llanto. La cara que se apretaba contra la de él estaba empapada de lágrimas. Dalgliesh la mantuvo abrazada hasta que se tranquilizó, y luego dijo:

– Cariño, ¿has de regresar esta noche? Es un largo trecho. Yo puedo dormir perfectamente en este sillón.

Como había hecho en una ocasión, recordó, en Saint Anselm's College, poco después de conocerse. Emma se alojaba al lado, pero tras el asesinato él se había acomodado en un sillón de la sala de estar para que ella se sintiera a salvo en la cama de él mientras procuraba dormir. Se preguntó si Emma también lo estaba recordando.

– Conduciré con cuidado -dijo Emma-. Vamos a casarnos dentro de cinco meses. No correré el riesgo de matarme antes.

– ¿De quién es el Jaguar?

– De Giles. Está en Londres asistiendo a un congreso de una semana y llamó para saludar. Va a casarse, y supuse que quería hablarme de ello. Cuando se enteró de lo sucedido y de que yo quería venir aquí, me prestó el coche. Clara necesitaba el suyo para visitar a Annie y el mío está en Cambridge.

Dalgliesh sintió una súbita punzada de celos, tan intensa como poco grata. Ella había roto con Giles antes de conocerle a él. Giles le había propuesto matrimonio, y ella no había aceptado. Era todo lo que Dalgliesh sabía. Nunca se había sentido amenazado por nada del pasado de Emma, ni ella tampoco por el de él. ¿A qué venía pues esta repentina respuesta primitiva ante lo que al fin y al cabo era un gesto generoso y amable? No quería pensar mal de Giles, y además ahora el hombre tenía su cátedra en alguna universidad del norte, convenientemente lejos. Entonces, ¿por qué demonios no podía quedarse donde estaba? Se sorprendió a sí mismo pensando desconsolado que Emma quizá se sentía cómoda conduciendo un Jag; al fin y al cabo no sería la primera vez. Conducía el de él.

Dominándose, dijo:

– Hay un poco de sopa y jamón; prepararé unos bocadillos. Quédate junto al fuego, ya lo traigo todo.

Incluso ahora, en lo más hondo de la pena, cansada y con los ojos pesados, Emma era hermosa. El hecho de que esa idea, por su egocentrismo, su incitación al sexo, le asaltara tan rápidamente le dejó consternado. Ella había venido a él en busca de consuelo, y él no podía darle el único consuelo que ella ansiaba. Esta avalancha de ira y frustración por su impotencia, ¿no era la atávica arrogancia masculina según la cual el mundo es un lugar cruel y peligroso pero ahora tienes mi amor y voy a protegerte? La reticencia respecto a su trabajo, ¿no era más un deseo de proteger a Emma de las peores realidades de un mundo violento que una respuesta a la renuencia de Emma ante la idea de implicarse? De todos modos, también el mundo de ella, académico y al parecer muy enclaustrado, tenía sus brutalidades. La reverenciada paz del Trinity Great Court era una ilusión. Pensó: Nos lanzan violentamente al mundo con sangre y dolor; y pocos de nosotros morimos con la dignidad que esperamos y por la que algunos rezamos. Con independencia de si decidimos considerar la vida como una felicidad inminente interrumpida sólo por las penas y las decepciones inevitables, o como el proverbial valle de lágrimas con breves interludios de alegría, el dolor vendrá, salvo a unos cuantos cuyas embotadas sensibilidades los vuelven aparentemente impermeables a la dicha o a la tristeza.

Comieron juntos sin cruzar apenas palabra. El jamón estaba tierno, y Dalgliesh lo amontonó generoso en el pan. Se tomó la sopa casi sin saborearla, sabiendo sólo vagamente que estaba buena. Ella consiguió comer y en veinte minutos estuvo lista para irse.

Tras ayudarla a ponerse la chaqueta, él dijo:

– ¿Me llamarás cuando llegues a Putney? No quiero ser pesado, pero necesito saber que has llegado a casa sin novedad. Luego hablaré con el detective Howard.

– Llamaré -dijo ella.

La besó en la mejilla casi por cortesía y la acompañó al coche. Luego se quedó de pie mirando cómo éste desaparecía camino abajo.

De nuevo junto a la chimenea, se quedó mirando las llamas. ¿Tenía que haber insistido en que se quedara a pasar la noche? Pero insistir era impropio de su relación. ¿Y quedarse dónde? Estaba su dormitorio, pero ¿habría querido ella dormir ahí, distanciada por las complicadas emociones y las inhibiciones tácitas que los mantenían separados cuando él trabajaba en un caso? ¿Le habría gustado a ella verse frente a Kate y Benton mañana por la mañana o quizás esta noche? No obstante, le preocupaba su seguridad. Emma conducía bien, y si se sentía cansada descansaría, pero la idea de ella en un área de descanso, aun con la precaución de haber cerrado bien las puertas, lo dejaba intranquilo.

Se puso otra vez en movimiento. Tenía cosas que hacer antes de citar a Kate y Benton. Primero debía ponerse en contacto con el detective Andy Howard para que le diera las últimas noticias. Howard era un agente razonable y experto. No consideraría la llamada como una distracción inoportuna y aún menos como un intento de influir. Luego llamaría o escribiría a Clara para que transmitiera un mensaje a Annie. Pero telefonear era casi tan inapropiado como mandar un fax o un e-mail. Algunas cosas debían expresarse mediante una carta escrita a mano o con palabras que costaran algo de tiempo y cuidadosa reflexión, frases indelebles con las que hubiera cierta esperanza de dar consuelo. Pero Clara quería sólo una cosa, que él no podía darle. Telefonear ahora, que ella oyera de él la mala noticia, sería insoportable para ambos. La carta podía aguardar a mañana; entretanto Emma volvería con Clara.

Tardó un rato en poder ponerse en contacto con el detective Andy Howard.

– Annie Townsend está mejorando, pero el camino será largo, pobre chica. La doctora Lavenham, a quien conocí en el hospital, me dijo que usted tenía interés en el caso. Quería llamarle para hablar del asunto.

– Hablar conmigo no era en absoluto primordial. Y sigue sin serlo. No quiero entretenerle, pero deseaba tener alguna información más actualizada que la que me ha dado Emma.

– Bueno, hay buenas noticias, si es que en este asunto puede haber algo bueno. Tenemos el ADN. Con suerte, estará en la base de datos. Seguro que el hombre tiene antecedentes. Fue una agresión brutal, pero la violación no se completó. Probablemente iba demasiado borracho. Para ser una mujer tan menuda, se defendió con gran coraje. Le llamaré en cuanto tenga alguna noticia más. Y naturalmente estaremos estrechamente en contacto con la señorita Beckwith. El tipo seguramente es de por aquí. Desde luego supo adonde arrastrarla. Ya hemos empezado con el puerta a puerta. Cuanto antes mejor, con ADN o sin él. ¿Le van bien a usted las cosas, señor?

– No del todo. De momento no tenemos una pista clara. -No mencionó la última muerte.

– Bueno, aún es pronto, señor -dijo Howard.

Dalgliesh coincidió en que era muy pronto aún, y tras dar las gracias a Howard, colgó.

Llevó los platos y las tazas a la cocina, los lavó, los secó y luego llamó a Kate.

– ¿Ya habéis comido?

– Sí, señor. Acabamos de terminar.

– Pues entonces venid, por favor.

13

Cuando llegaron Kate y Benton, estaban los tres vasos en la mesa y el vino descorchado. Sin embargo, para Dalgliesh fue una reunión poco satisfactoria, por momentos casi enconada. No dijo nada sobre la visita de Emma, pero pensó que a lo mejor sus subordinados estaban enterados de la misma. Quizás habían oído pasar al Jaguar frente a la Casa de la Glicina y les había llamado la atención un coche que llegara de noche por la carretera de la Mansión, pero nadie dijo nada.

La conversación seguramente fue insatisfactoria porque, tras la muerte de Boyton, corrían peligro de precipitarse en las conjeturas. Había pocas novedades que comentar sobre el asesinato de la señorita Gradwyn. Había llegado el informe de la autopsia, con la prevista conclusión de la doctora Glenister de que la causa de la muerte era estrangulamiento por un asesino diestro que llevaba guantes finos. Esto último apenas era una información necesaria dado el fragmento hallado en el baño de una de las suites vacías. La doctora confirmaba su primera estimación de la hora de la muerte. La señorita Gradwyn había sido asesinada entre las once y las doce y media.

Kate había tenido una discreta plática con el reverendo Matheson y su hermana. A ambos les habían parecido extrañas sus preguntas sobre la única visita del párroco al profesor Westhall, pero confirmaron que en efecto habían estado en la Casa de Piedra y que el cura había visto al paciente. Benton había telefoneado al doctor Stenhouse, quien ratificó que Boyton le había hecho preguntas sobre la hora de la muerte, una impertinencia a la que él no había contestado. La fecha del certificado de defunción era correcta, igual que su diagnóstico. El hombre no había mostrado curiosidad por el hecho de que se le formularan preguntas tanto tiempo después del suceso, seguramente, pensó Benton, porque Candace Westhall se había puesto en contacto con él.

Los integrantes del equipo de seguridad se habían mostrado dispuestos a cooperar, pero no habían sido de gran ayuda. Su jefe señaló que se estaban concentrando en los desconocidos, en especial miembros de la prensa que llegaban a la Mansión, no en las personas con derecho a estar allí. Sólo uno de los cuatro miembros del equipo había estado en la caravana aparcada enfrente de la verja en el momento en cuestión, y no recordaba haber visto a nadie abandonar la Mansión. Los otros tres se habían dedicado a patrullar el linde que separaba los terrenos de la Mansión de las piedras y el campo donde ellos estaban por si éste constituyera un acceso conveniente. Dalgliesh no hizo intento alguno de presionarles. Al fin y al cabo no eran responsables ante él sino ante Chandler-Powell, que era quien les pagaba.

Dalgliesh dejó que Kate y Benton condujeran la conversación durante la mayor parte de la noche.

– La señorita Westhall dice que no habló con nadie sobre las sospechas de Boyton de que ellos habían falsificado la fecha de la muerte de su padre -dijo Benton-. Parece lógico. Pero Boyton se lo había confiado a alguien, en la Mansión o en Londres. En cuyo caso esa persona podría haber utilizado esa información para matarlo y luego contar más o menos la misma historia que la señorita Westhall.

El tono de Kate fue tajante.

– Me cuesta imaginar a nadie de fuera matando a Boyton, londinense o no. De esta manera, al menos. Pensemos en los aspectos prácticos. Habría tenido que concertar una cita con su víctima en la Casa de Piedra una vez seguro de que los Westhall no estaban allí y de que la puerta estaría abierta. ¿Qué excusa podía dar para atraer a Boyton hasta la casa vecina? ¿Y por qué matarlo allí en todo caso? Londres habría sido más sencillo y seguro. Cualquier habitante de la Mansión se habría topado con las mismas dificultades. Sea como fuere, no tiene sentido hacer conjeturas hasta que no tengamos el informe de la autopsia. A primera vista, el accidente parece una explicación más verosímil que el asesinato, sobre todo teniendo en cuenta la declaración de los Bostock sobre el gran interés de Boyton en el congelador, lo que da cierto crédito a la explicación de la señorita Westhall… siempre y cuando, claro, no estén mintiendo.

Intervino Benton.

– Pero usted estaba allí, señora. Estoy seguro de que no mentían. No creo que particularmente Kim tenga ingenio suficiente para inventarse una historia así y contarla de forma tan convincente. Yo me quedé totalmente convencido.

– En aquel momento también yo, pero no debemos cerrarnos a ninguna posibilidad. Y si esto es un asesinato, no un simple percance, ha de estar ligado a la muerte de Rhoda Gradwyn. Dos asesinos en la misma casa al mismo tiempo es algo difícil de creer.

– Pero a veces ha sucedido, señora -dijo Benton con calma.

– Si nos atenemos a los hechos -dijo Kate- y de momento pasamos por alto los motivos, las claras sospechosas son la señorita Westhall y la señora Frensham. ¿Qué estaban haciendo realmente en estas dos casas, abriendo armarios y luego el congelador? Es como si supieran que Boyton estaba muerto. ¿Y por qué hacían falta las dos para buscar?

– Al margen de cuáles fueran sus intenciones -dijo Dalgliesh-, no trasladaron ahí el cadáver. Todo indica que murió donde fue encontrado. No considero las acciones de las dos tan extrañas, Kate. Cuando está en tensión, la gente se comporta de forma irracional, y ambas mujeres estaban estresadas desde el sábado. Quizá temían inconscientemente una segunda muerte. Por otro lado, tal vez una de ellas necesitó asegurarse de abrir el congelador. Un acto muy lógico si hasta entonces la búsqueda había sido minuciosa.

– Asesinato o no -dijo Benton-, las huellas dactilares no nos servirán de mucho. Las dos abrieron el congelador. Una de ellas quizá tuvo buen cuidado de hacerlo. ¿Habría habido huellas en todo caso? Noctis llevaría guantes.

Kate se estaba impacientando.

– No si estaba empujando a Boyton vivo al interior del congelador. ¿No te habría parecido un poco raro si tú hubieras sido Boyton? ¿Y no es prematuro empezar a usar la palabra Noctis? No sabemos si fue un asesinato.

Los tres estaban cada vez más cansados. El fuego empezaba a apagarse, y Dalgliesh decidió que ya era hora de terminar. Mirando atrás, tuvo la sensación de que estaba viviendo un día que no se acababa nunca.

– Sería cuestión de acostarse relativamente temprano -dijo-. Mañana hay mucho que hacer. Yo me quedaré aquí, pero quiero que tú, Kate, y Benton interroguéis al socio de Boyton. Al parecer, éste se estaba alojando en Maida Vale, de modo que sus papeles y pertenencias deberían estar allí. No vamos a llegar a ningún sitio hasta que no sepamos qué clase de hombre era y, si es posible, por qué estaba aquí. ¿Habéis podido concertar ya una cita?

– Puede vernos a las once, señor -dijo Kate-. No he dicho quiénes vamos. Él ha dicho que cuanto antes mejor.

– Muy bien. A las once en Maida, pues. Hablaremos antes de que os marchéis.

Por fin la puerta se cerró tras ellos. Colocó el guardallamas frente al agonizante fuego, se quedó un momento mirando fijamente los últimos parpadeos, y luego subió cansinamente las escaleras y se acostó.

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