El primer día oficial de primavera, George Chandler-Powell y Helena Cressett estaban sentados uno al lado del otro ante el escritorio de la oficina. Durante tres horas habían estudiado y analizado una serie de cifras, inventarios y planos de arquitectos y ahora, como en virtud de un acuerdo tácito, estiraron ambos la mano para apagar el ordenador.
Reclinándose en la silla, Chandler-Powell dijo:
– Así que desde el punto de vista económico es posible. Desde luego, esto depende de que yo esté bien de salud e incremente la lista de pacientes privados en Saint Ángela. Los ingresos del restaurante no mantendrán siquiera el jardín, al principio desde luego no.
Helena estaba doblando y guardando los planos.
– Hemos sido prudentes al calcular los ingresos de Saint Ángela. Incluso con las visitas actuales, has llegado a los dos tercios de nuestra estimación sobre los tres últimos años. De acuerdo, reformar el edificio del establo es más caro de lo que habías previsto, pero el arquitecto ha hecho un buen trabajo, y debería salir por un coste ligeramente inferior. Si tus acciones de Far East van bien, podrías cubrir el coste con la cartera o pedir un préstamo bancario.
– ¿Hemos de anunciar el restaurante en la verja?
– No necesariamente. Pero en algún sitio debemos poner un letrero con los horarios. Hay que ser muy puntilloso, George, O estás dirigiendo una empresa comercial o no.
– Dean y Kimberley Bostock parecen contentos -dijo Chandler-Powell-, pero debe de haber un límite para lo que pueden hacer.
– Es por eso por lo que, cuando el restaurante esté asentado, contrataremos ayudantes a tiempo parcial y otro cocinero -dijo Helena-. Sin pacientes (que en la Mansión siempre han sido exigentes), sólo cocinarán para ti, cuando estés aquí, para el personal residente y para mí. Dean está eufórico. Lo que estamos planeando es ambicioso, un restaurante de primera clase, no un salón de té, que atraerá clientes de la periferia del condado y más allá. Dean es un chef excelente. No lo vas a retener si no le ofreces la posibilidad de desplegar sus habilidades. Ahora que Kimberley está felizmente embarazada, nunca había visto a Dean tan contento y satisfecho mientras me ayuda a organizar un restaurante que podrá sentir como propio. Y el niño no será ningún problema. La Mansión necesita un niño.
Chandler-Powell se puso en pie y estiró los brazos por encima de la cabeza.
– Vamos a pasear por las piedras -dijo-. Hace demasiado buen día para estar aquí sentados.
Se pusieron las chaquetas en silencio y salieron por la puerta oeste. Ya había sido demolida la suite de operaciones, y el material médico que quedaba había sido retirado.
– Tendrás que decidir qué quieres hacer con el ala oeste -dijo Helena.
– Dejaremos las suites tal como están. Si necesitamos más personal, serán de utilidad. Te alegra que la clínica haya desaparecido, ¿verdad? Nunca te gustó la idea.
– ¿Tanto se me notaba? Lo siento, pero siempre fue una anomalía. No era propio de este lugar.
– Y dentro de cien años habrá caído en el olvido.
– Lo dudo. Será parte de la historia de la Mansión. Y no creo que nadie olvide nunca a tu última paciente privada.
– Candace me avisó -dijo él-. Nunca la quiso tener aquí. Si yo la hubiera operado en Londres, ella no habría muerto y nuestras vidas serían diferentes.
– Diferentes pero no forzosamente mejores -dijo Helena-. ¿Te creíste la confesión de Candace?
– La primera parte, la del asesinato de Rhoda, sí.
– ¿Asesinato u homicidio involuntario?
– Creo que perdió los estribos, pero no fue amenazada ni provocada. Me parece que un jurado habría emitido un veredicto de asesinato.
– Eso si el caso hubiera llegado a un tribunal -dijo ella-. El comandante Dalgliesh no tenía suficientes pruebas para detener a nadie.
– Creo que estaba cerca.
– Entonces corría un riesgo. ¿Qué pruebas tenía? No había informe forense. Podía haberlo hecho cualquiera de nosotros. Sin la agresión contra Sharon y la confesión de Candace, el caso no se habría resuelto nunca.
– Si es que se ha resuelto, naturalmente.
– ¿Crees posible que ella mintiera para proteger a alguien? -dijo Helena.
– No, esto es absurdo, ¿y por quién lo haría salvo por su hermano? No, mató a Rhoda Gradwyn y creo que intentó matar también a Robin Boyton. Eso lo admitió.
– Pero ¿por qué? ¿Qué sabía o imaginaba él que lo convirtiera en alguien tan peligroso? Antes de agredir a Sharon, ¿estaba ella realmente en peligro? Si hubiera sido acusada de asesinar a Gradwyn y Boyton, cualquier abogado competente habría podido convencer al jurado de que había una duda razonable. Lo que demostró su culpabilidad fue el ataque a Sharon. Entonces, ¿por qué lo hizo? Dijo que porque Sharon la había visto salir de la Mansión aquel viernes por la noche. Pero ¿por qué no mentir sobre ello? ¿Quién creería la historia de Sharon si Candace la negaba? Y esa forma de agredir a Sharon… ¿Cómo llegó a imaginar que se saldría con la suya?
– Creo que Candace ya estaba harta. Quería poner punto final -dijo George.
– ¿Punto final a qué? ¿A la sospecha y la incertidumbre constantes? ¿Al riesgo de que alguien quizá creyera que su hermano era el responsable? ¿O quería limpiar el nombre del resto de nosotros? No parece probable.
– A sí misma. Creo que para ella ya no valía la pena vivir en su mundo.
– Todos sentimos esto a veces -dijo Helena.
– Pero luego no pasa nada, no es real, sabemos que no es real. Para poder sentir esto, yo tendría que sufrir un dolor continuo e insoportable, ver que me falla la cabeza, que pierdo mi independencia, mi trabajo.
– Creo que a Candace le fallaba la cabeza, que sabía que estaba loca. Vamos al círculo de piedras. Está muerta, y ahora todo lo que siento por ella es lástima.
– ¿Lástima? -De repente George habló con voz áspera-. Pues yo no siento lástima. Mató a mi paciente. Hice un buen trabajo con aquella cicatriz.
Ella lo miró y luego se volvió, pero en esa mirada fugaz él había captado algo inquietantemente próximo a una mezcla de sorpresa y complicidad divertida.
– La última paciente privada de la Mansión -dijo Helena-. Bueno, sin duda lo era. Privada. ¿Qué sabíamos los demás sobre ella? ¿Qué sabías tú?
– Sólo que quería librarse de la cicatriz porque ya no la necesitaba.
Echaron a andar uno al lado del otro por la senda de los limeros. Los brotes se habían abierto y los árboles exhibían el primer verdor transitorio de la primavera.
– Los planes para el restaurante… -dijo Chandler-Powell-, claro, todo depende de si estás dispuesta a quedarte.
– Necesitarás a alguien que se haga cargo. Llámalo administrador, organizador general, encargado o secretaria. Básicamente las funciones no serán muy distintas. Desde luego puedo quedarme hasta que encuentres a la persona adecuada.
Caminaban en silencio. De pronto, sin pararse, él dijo:
– Yo pensaba en algo más permanente, más exigente, supongo. Tú quizá dirás menos atractivo, al menos para ti. Para mí ha sido algo demasiado importante para exponerme a un desengaño. Por eso no he hablado antes. Te estoy pidiendo que te cases conmigo. Creo que juntos podemos ser felices.
– No has pronunciado la palabra amor, muy honesto de tu parte.
– Supongo que es porque nunca he sabido realmente qué significaba. Cuando me casé con Selina creía que estaba enamorado de ella. Fue una especie de locura. Me gustas. Te respeto y te admiro. Llevamos más de dos años trabajando juntos. Quiero hacer el amor contigo, como querría cualquier hombre heterosexual. Cuando estoy contigo nunca me siento aburrido ni irritado, compartimos la misma pasión por la casa, y cuando regreso y tú no estás siento una desazón difícil de explicar. En cierto modo es como advertir la ausencia de algo, echar en falta algo.
– ¿En la casa?
– No, en mí mismo. -De nuevo se hizo el silencio. Luego él preguntó-: ¿Se puede llamar amor a eso? ¿Es suficiente? Para mí sí, ¿y para ti? ¿Necesitas tiempo para pensarlo?
Ella se volvió hacia él.
– Pedir tiempo sería hacer teatro. Es suficiente.
No la tocó. Se sentía un hombre lleno de energía, pero pisaba un terreno delicado. No debía mostrarse torpe. Ella podría despreciarlo si él hacía lo obvio, lo que quería hacer, estrecharla entre sus brazos. Se quedaron de pie mirándose. Luego él dijo con calma:
– Gracias.
Habían llegado a las piedras.
– Cuando era niña -dijo ella-, solíamos andar alrededor del círculo y dar un ligero puntapié a cada piedra. Para tener buena suerte.
– Pues quizá deberíamos hacerlo ahora.
Caminaron juntos alrededor. El fue dando sucesivamente suaves puntapiés.
Ya de nuevo en la senda de los limeros, George dijo:
– ¿Y qué hay de Lettie? ¿Quieres que se quede?
– Si le apetece. Francamente, al principio sería difícil sin ella. Pero no querrá vivir en la Mansión una vez nos hayamos casado, y tampoco nos convendría. Podríamos ofrecerle la Casa de Piedra cuando la hayamos limpiado y pintado de nuevo. A Lettie le gustaría participar en eso, desde luego. También le encantaría hacer algo con el jardín.
– Podríamos proponerle que se quede la casa. O sea, legalmente, cedérsela. De lo contrario, con la fama que tiene sería difícil venderla. Así ella tendría cierta seguridad en su vejez. ¿Quién podría querer la casa? ¿La querrá la misma Lettie? Parece oler a asesinato, desdicha, muerte.
– Lettie tiene sus defensas contra esas cosas -dijo Helena-. Creo que estaría contenta en la Casa de Piedra, pero no la querría como regalo. Seguro que preferiría comprarla.
– ¿Podría permitírselo?
– Creo que sí. Siempre ha sido muy ahorradora. Y la casa sería barata. Al fin y al cabo, como has dicho, con la historia que tiene sería difícil de vender. En todo caso, voy a preguntarle. Si se muda a la casa, necesitará un aumento de sueldo.
– ¿No será esto un problema?
Helena sonrió.
– Olvidas que tengo dinero. Después de todo, hemos acordado que el restaurante será una inversión mía. Guy quizás era un cabrón infiel, pero no un cabrón mezquino.
Así que el problema quedó resuelto. Chandler-Powell pensó que seguramente éste sería el patrón de su vida conyugal. Una dificultad identificada, una solución razonable propuesta, sin necesidad de ninguna acción concreta por su parte.
– Como no podemos prescindir del todo de ella, al menos al principio -dijo él con calma-, todo eso parece sensato.
– Soy yo la que no puedo arreglármelas sin ella, ¿no te has dado cuenta? Es mi brújula moral.
Siguieron andando. Ahora Chandler-Powell veía que buena parte de su vida iba a estar planificada. La idea no le provocó ningún desasosiego y sí una considerable satisfacción. Tendría que trabajar de firme para mantener tanto el piso de Londres como la Mansión, pero siempre había trabajado mucho. El trabajo era su vida. No estaba del todo seguro sobre lo del restaurante, pero ya era hora de hacer algo para rehabilitar el edificio del establo, y además los clientes del restaurante no tendrían por qué entrar en la Mansión. Y era importante conservar a Dean y Kimberley. Helena sabía lo que estaba haciendo.
– ¿Has sabido algo de Sharon? -preguntó ella-. Dónde está, si le han encontrado empleo.
– Nada. Apareció de la nada y regresó a la nada. Menos mal que no es responsabilidad mía.
– ¿Y Marcus?
– Recibí una carta ayer. Por lo visto se está adaptando bien a África. Probablemente es el mejor sitio para él. No cabía esperar que se recuperase del suicidio de Candace si seguía trabajando aquí. Si ella quería separarnos, lo hizo muy bien, desde luego.
No obstante, George hablaba sin rencor, casi sin interés. Después de las pesquisas judiciales rara vez habían hablado del suicidio de Candace, y en todo caso siempre con cierta incomodidad. ¿Por qué, se preguntaba ella, había él escogido este momento, este paseo juntos, para volver sobre el doloroso pasado? ¿Era su modo de cerrar el asunto de manera formal, de decir que ya era hora de dejar de hablar y especular?
– ¿Y Flavia? ¿También ha desaparecido de tu mente, como Sharon?
– No, hemos estado en contacto. Va a casarse.
– ¿Tan pronto?
– Con alguien que conoció en internet. Según parece, es un abogado, viudo desde hace tres años y con una hija de dos. De unos cuarenta años, solitario, que busca una esposa a quien le gusten los niños. Ella dice que se siente muy feliz. Al menos tendrá lo que quería. Si uno sabe lo que quiere en la vida y encauza todas las energías hacia este fin, demuestra tener una gran sensatez.
Habían abandonado la senda y estaban entrando por la puerta oeste. George echó una mirada a Helena y sorprendió una sonrisa disimulada.
– Sí, ha sido muy sensata -dijo ella-. Así es como siempre he actuado yo misma.
Helena le dio la noticia a Lettie en la biblioteca.
– No te parece bien, ¿verdad? -dijo.
– No tengo derecho a que me parezca bien o mal, sólo a preocuparme por ti. Tú no le quieres.
– Quizás ahora no, no del todo aún, pero esto llegará. Todos los matrimonios son un proceso de enamoramiento y desenamoramiento. No te apures, nos adaptaremos bien el uno al otro en la cama y fuera de ella, y la relación durará.
– Y la bandera de los Cresset ondeará de nuevo sobre la Mansión, y con el tiempo un hijo tuyo decidirá vivir aquí.
– Querida Lettie, qué bien me conoces.
Y ahora Lettie estaba sola, pensando en el ofrecimiento que le había hecho Helena antes de separarse ambas. Paseaba por los jardines pero sin ver nada, para después, como sucedía a menudo, caminar despacio por la senda de los limeros hacia las piedras. Al mirar atrás, a las ventanas del ala oeste, se puso a pensar en la paciente privada cuyo asesinato había cambiado las vidas de todos los que, inocentes o culpables, habían resultado afectados por aquel episodio. Pero ¿no era siempre esto lo que hacía la violencia? Al margen de lo que la cicatriz hubiera significado para Rhoda Gradwyn -una expiación, su noli me tangere personal, rebeldía, un recuerdo-, por alguna razón que nadie de la Mansión sabía ni sabría jamás, había encontrado la voluntad para librarse de ella y cambiar el curso de su vida. Le habían robado esa esperanza; fueron las vidas de los demás las que cambiarían de forma irrevocable.
Rhoda Gradwyn era joven, por supuesto, más joven que ella, Lettie, que a los sesenta sabía que parecía más vieja. Sin embargo, quizá tenía por delante veinte años relativamente activos. ¿Había llegado ya la hora de conformarse con la seguridad y la comodidad de la Mansión? Estaba pensando en cómo sería la vida. Una casa que pudiera llamar suya, decorada como ella quisiera, un jardín que cuidaría y conservaría, un trabajo útil que podría llevar a cabo sin tensión y con personas a las que respetaba, sus libros y su música, la biblioteca de la Mansión a su disposición, respirar a diario aire inglés en uno de los condados más bonitos, tal vez el placer de ver crecer a un hijo de Helena. ¿El futuro lejano? Veinte años quizá de vida provechosa y relativamente independiente antes de volverse un estorbo, a sus ojos y acaso a los de Helena. No obstante, serían años buenos.
Sabía que ya se había habituado a considerar el mundo más allá de la Mansión como algo esencialmente hostil y ajeno: una Inglaterra que ya no reconocía, la tierra misma un planeta agonizante donde millones de personas estaban continuamente moviéndose como una mancha negra de langostas humanas que invadían, consumían, corrompían, destruían el aire de lugares remotos antaño hermosos, un aire que se había vuelto rancio con el aliento humano. Pero aún era su mundo, aquel en el que había nacido. Ella formaba parte de su corrupción como también de sus maravillas y sus alegrías. ¿Cuánto de eso había experimentado en aquellos años vividos tras los muros falsamente góticos de la prestigiosa escuela de niñas en la que había estudiado? ¿Con cuánta gente se había relacionado realmente que no fuera como ella, de su misma clase, que no compartiera sus valores y prejuicios, que no hablara la misma lengua?
Pero no era demasiado tarde. Un mundo diferente, otros rostros, otras voces estaban ahí fuera para ser descubiertos. Todavía existían lugares poco visitados, caminos no endurecidos por el martilleo de millones de pies, ciudades legendarias que estaban en paz en estas horas tranquilas antes de la primera luz, antes de que los visitantes salieran en tropel de sus hoteles. Viajaría en barco, en tren, en autobús y a pie, dejando apenas ligerísimas huellas de pisadas. Había ahorrado lo suficiente para pasar tres años fuera y comprar una casa en algún lugar de Inglaterra. Además era fuerte y competente. En Asia, África y Sudamérica habría trabajo útil para ella. Durante años, había tenido que viajar con una compañera durante las vacaciones escolares, la peor época, cuando todo está más concurrido. Pero este viaje de ahora, que emprendería sola, sería distinto. Lo habría denominado periplo de autodescubrimiento, si bien rechazó las palabras al considerarlas más pretenciosas que verdaderas. Al cabo de sesenta años, sabía quién era y lo que era. Sería un viaje, pero no de autoconfirmación sino de cambio.
Finalmente, dio la espalda a las piedras y caminó con brío hacia la Mansión.
– Lo lamento, pero seguro que aciertas, como siempre. De todos modos, si te necesito…
– No me necesitarás -dijo Lettie con calma.
– Entre nosotras sobran los habituales tópicos, pero te echaré de menos. Y la Mansión siempre estará aquí. Si te cansas de dar vueltas, puedes volver a casa.
Pero las palabras, sinceras como bien sabían ambas, eran rutinarias. Lettie advirtió que Helena tenía los ojos fijos en el edificio del establo, donde el sol de la mañana se desplazaba por la piedra como una mancha dorada. Ya estaba planificando cómo se llevaría a cabo la reconstrucción, estaba viendo en su imaginación cómo llegaban los clientes, consultando el menú con Dean, barajando la posibilidad de una estrella Michelin, quizá dos, mientras el restaurante daba buenos beneficios, y Dean estaba instalado para siempre en la Mansión para satisfacción de George. Allí de pie ella soñaba, feliz, mirando al futuro.
En Cambridge, la ceremonia de la boda había terminado y los invitados empezaban a pasar a la antecapilla. Clara y Annie se quedaron sentadas, escuchando el órgano. El organista había interpretado a Bach y Vivaldi, y ahora se daba el gusto, y se lo daba a la congregación, de una variación de una fuga de Bach. Antes del oficio religioso, unos cuantos invitados tempraneros, rezagados al sol, se habían presentado unos a otros, entre ellos una chica con un vestido de verano y un pelo corto y castaño claro que enmarcaba un rostro atractivo e inteligente. Dijo que era Kate Miskin, integrante de la brigada del señor Dalgliesh, y presentó al joven que la acompañaba, Piers Tarrant, y a un joven y atractivo indio que era sargento de la misma brigada. Habían ido llegando otros, el editor de Adam, compañeros escritores y poetas, algunas compañeras del college de Emma. Era un grupo agradable y alegre, que se demoraba como si fuera reacio a cambiar la belleza de los muros de piedra y el césped iluminado por el sol de mayo por la fría austeridad de la antecapilla.
La ceremonia había sido breve, con música pero sin homilía. Quizás el novio y la novia creían que la liturgia antigua decía todo lo que era necesario sin la competencia de los habituales y triviales consejos, y el padre de Emma, sentado en un banco delantero, sin duda rechazaba el viejo simbolismo de entregar su bien al cuidado de otro. Emma, con su traje de novia color crema, una guirnalda de rosas en su reluciente pelo recogido, había recorrido el pasillo sola y despacio. Al ver su serena y solitaria belleza, a Annie se le llenaron los ojos de lágrimas. Había habido otra ruptura con la tradición. En vez de estar frente al altar dando la espalda a la novia, Adam se había vuelto y, sonriendo, había tendido la mano.
Y ahora sólo quedaban unos cuantos invitados escuchando a Bach.
– Como boda creo que hay que considerarla un éxito -dijo Clara en voz baja-. Una tiende a imaginar a nuestra inteligente Emma elevándose por encima de las convenciones femeninas habituales. Es tranquilizador ver que comparte la evidente ambición de todas las novias en el día de su boda: hacer que la congregación se quede sin habla.
– No creo que estuviera preocupada por la congregación.
– Jane Austen parece apropiada -dijo Clara-. ¿Recuerdas los comentarios de la señora Elton en el último capítulo de Emma? «¡Muy poco satén, muy pocos velos de encaje, algo lamentable!»
– No obstante, recuerda cómo termina la novela. «Pero a despecho de estas deficiencias, los deseos, las esperanzas, la confianza y los presagios de aquel pequeño grupo de parientes y amigos fieles que presenciaron la ceremonia hallaron plena respuesta en la perfecta felicidad de Knightley y Emma.»
– Felicidad perfecta es pedir mucho -dijo Clara-. Pero serán felices. Y al menos, a diferencia del pobre señor Knightley, Adam no tendrá que vivir con su suegro. Tienes las manos frías, cariño. Vamos con los otros al sol. Necesito comer y beber algo. ¿Por qué será que la emoción despierta el hambre? Conociendo a los novios y la calidad de la comida de la cocina del college, no saldremos decepcionadas. Nada de canapés mustios y vino blanco tibio.
Pero Annie aún no estaba preparada para afrontar presentaciones nuevas, conocer a gente, para la cháchara de felicitaciones y las risas de una congregación liberada de la solemnidad de una boda por la iglesia.
– Quedémonos hasta que acabe la música -susurró.
Había imágenes y pensamientos espontáneos que debía afrontar aquí, en ese lugar tranquilo y austero. Estaba otra vez con Clara en el tribunal, el Oíd Bailey. Pensaba en el joven que la había agredido y en ese momento en que volvió los ojos hacia el banquillo de los acusados y lo miró. No recordaba lo que había esperado, pero desde luego no ese chico de aspecto corriente, obviamente incómodo en el traje con el que pretendía causar buena impresión al tribunal, ahí de pie sin emoción aparente. Se declaró culpable con un tono resentido y sin énfasis y no manifestó arrepentimiento. No la miró. Eran dos desconocidos unidos para siempre por un instante, un acto. Ella no sentía nada, ni compasión ni perdón, nada. Era imposible comprenderle o perdonarle, y ella no pensaba en estos términos. Sin embargo, se dijo a sí misma que era posible no alimentar la falta de perdón, no encontrar consuelo vengativo en la contemplación de su encarcelamiento. Le correspondía a ella, no a él, decidir cuánto era el daño hecho. Él no podía tener poder duradero sobre ella sin su connivencia. Un verso de las Escrituras que recordaba de la infancia le habló con un inequívoco tono de verdad: «Cualquier cosa que entre en el hombre desde fuera no puede deshonrarlo, porque no ha entrado en su corazón.»
Y tenía a Clara. Deslizó su mano en la de Clara y sintió el consuelo y el apretón receptivo. Pensó: El mundo es un lugar hermoso y terrible. Cada día se cometen actos horrendos, y al final mueren aquellos a quienes amamos. Si los gritos de todos los seres vivos de la Tierra fueran un solo grito de dolor, seguramente haría temblarías estrellas. Pero tenemos el amor. Acaso parezca una defensa débil contra los horrores del mundo, pero hemos de agarrarlo fuerte y creer en él, pues es lo único que tenemos.