CAPÍTULO PRIMERO

La señorita Matilde Crescenzaghi, hija del difunto Michele y Ada Pirelli, soltera, enseñaba en la escuela nocturna "Andrea e Maria Fustagni" en una clase mixta de muchachos desde los trece a los veinte años, la mayor parte de los cuales procedían del reformatorio, o eran hijos de padre alcoholizado o la madre se dedicaba a la prostitución, incluso había diversos tuberculosos y algunos heredosifilíticos. Mejor hubiera sido que la clase hubiese sido llevada por un sargento de la legión extranjera, y no por ella, frágil y delicada señorita de la pequeña burguesía de la Alta Italia.

1

– Murió hace cinco minutos – dijo la hermana.

Duca Lamberti miró por encima de su hombro el tosco y afligido rostro de Mascaranti, y no dijo nada.

– A pesar de todo, ¿quiere verla? – preguntó la hermana.

Sabía que eran los agentes que habían ido a interrogar a la joven maestra, pero interrogar a una muerta es un poco difícil.

– Sí – dijo Duca.

Habían retirado ya los cobertores, y ella estaba con un anticuado y patético baby doll amarillo, ya rígida, con la cara alterada por una mueca de sufrimiento y por el hematoma bajo el ojo derecho, alterada también la armonía de la frente por el grueso mechón de cabellos que bestialmente le habían arrancado, creando una no natural y tragicómica calvicie; el tórax hinchado, redondeado como un barril por el enyesado, hecho apresuradamente para contener el destrozo de todas aquellas costillas rotas, muchas, si no todas, que a fin de cuentas el cirujano no había tenido tiempo de contarlas.

Y ya había llegado el hombrecillo con el ataúd con ruedas, como lo llamaban, que era un lecho cualquiera provisto de ruedecillas, pero que en lugar de sábanas llevaba un telón impermeable gris, para llevarla abajo, a la cámara frigorífica, y esperar la autorización para la autopsia, y estaba también el agente uniformado que reconoció a Duca y tímidamente se llevó la mano a la visera para saludarlo. Era jovencísimo y dijo ingenuamente, con cierto tono conmovido en la voz que podía parecer insólito en un policía:

– Está muerta.

Se llevó las manos a la espalda, las retorció una contra otra, sudorientas. Acaso hizo mal queriendo ser policía.

– Pudo gritar "Director", y luego se murió.

Duca se acercó para mirar los otros espantosos destrozos provocados por los criminales en aquella mísera criatura de veintidós años, Matilde Crescenzaghi, hija del difunto Michele y de Ada Pirelli, con domicilio en el Corso Italia, 6, Milán, soltera, profesora de diversas materias y también de educación, sí era posible, en la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni, en Porta Venecia. Miró y vio la muñeca izquierda destrozada, atada apenas a una plaquita de plástico, por lo menos para sujetarla, porque la joven estaba tan destrozada y deshecha por todas partes que habían tenido que remediar inmediatamente daños más graves, como podía verse por la gran masa de algodón que tenía en la ingle, bajo el amarillo de los pantalones del baby doll que su madre le había llevado en seguida al hospital apenas fue avisada por la policía, y otros impedimentos que tenía por todas partes, hecha trizas como si la hubiese atropellado un tren.

– Su madre se halla todavía bajo el choc. Aún no sabe que ha muerto – dijo la hermana, que les había seguido.

Y había muerto pocos minutos antes gritando "Director". Antes de la guerra, por lo menos esto era lo que decían, alguno moría gritando "¡Duce!" o "¡Ponedme la camisa negra!". Pero con mayor frecuencia muchos se morían gritando "¡Mamá!". Ella había muerto implorando "Director", el director de la escuela. También era triste esto.

– ¿Cuándo podré interrogar a la madre? – preguntó Duca a la hermana, apartando, y esperó que para siempre, la mirada de aquel infeliz ser humano.

– Se lo preguntaré al profesor, pero no creo que antes de mañana por la noche – dijo la hermana.

– Gracias – repuso Duca.

El y Mascaranti salieron fuera del hospital y se detuvieron en la acera, envueltos por la niebla helada, como amordazados; veíase un solo farol y el relampagueante azul del Alfa de la policía que los aguardaba al otro lado de la calle. Lo demás era una oscuridad gris y algodonosa que atenuaba también los rumores; es más, los sofocaba.

– No sé por qué ese estúpido ha aparcado al otro lado – dijo Mascaranti -. Podía habernos esperado delante. Ahora tenemos que atravesar la calle.

Con aquella niebla no se podía atravesar siquiera un pañuelo de jovencita.

– Es dirección única – dijo Duca.

– ¡ Ah! – rió ásperamente Mascaranti -, sólo nosotros, los de la policía, respetamos el reglamento.

Atravesaron cautos la ancha calle. En la opaca y densa vaporosidad de la niebla se encendían de vez en cuando los faros de un coche que iba a diez por hora, y cuando estuvieron al otro lado de la calle, cerca del relampagueante azul del Alfa, Mascaranti, rogó:

– Doctor, perdóneme, pero necesito beber algo.

Era un policía y había visto en la vida todo lo que había que ver, pero después de haber visto a aquella muchacha muerta, quería beber, tal vez solamente para no estallar de furor.

– Yo también – dijo Duca.

Avanzaron por la acera hasta la esquina donde, a través del polvoriento hielo de la niebla, se leía la fosforescente muestra azulenca: "Tavola Calda".

– ¿No tiene frío, doctor Lamberti? – preguntó Mascaranti.

Sí, sin abrigo, sin sombrero, sin bufanda, los cabellos rapados al cero, sumido en el baño helado de aquella niebla, tenía un poco de frío, pero si no hubiese visto a aquella joven, acaso hubiera tenido menos, o nada.

– Sí, tengo un poco de frío – asintió, mientras Mascaranti le abría la puerta de la "Tavola Calda" -. Tomaré una grappa, ¿y tú? – preguntó a Mascaranti.

– Yo dos – dijo Mascaranti.

– Dos grappe dobles – ordenó Duca a la chica que estaba detrás del mostrador.

Contempló el flaco cuello de la joven que buscaba la botella en el estante, torpe y cansada, hasta que finalmente encontró una y sirvió el licor en un gran vaso.

Bebiendo despacio, pero seguido, miró al hombre barrigón, parado ante el jukebox mudo, y que por último apretó los dos botones, y tan gordo, viejo y pelón, eligió un disco de Caterina Caselli, mientras él, de pronto, ya no vio nada, a pesar de que tenía los ojos bien abiertos; ni siquiera a Mascaranti que bebía ante él, despacio como él, pero sin parar; es decir, no vio nada de lo que le rodeaba, sino sólo, nítido como en una pantalla panorámica, el cuerpo de la muchacha muerta, en baby doll amarillo, tan anticuado, pero acaso modernísimo para ella, y los enormes vendajes, inútiles ya.

"La han destrozado", se decía, mirando aquella misérrima imagen rígida en su pequeña cama de hospital, en aquella personal, privada y tristísima pantalla panorámica.

Sacudió la cabeza y terminó de beber la grappa. Si hubiese caído en una bodega llena de ratas hambrientas no habría sido peor.

"Acaso eran fieras."

Volvió a sacudir la cabeza y vio otra vez al hombre gordo ante el jukebox, y volvió a ver a Mascaranti.

– Vámonos – le dijo.

Afuera navegaron por la niebla guiados por el resplandeciente Alfa.

– ¿Adónde vamos? – preguntó Mascaranti.

– A la escuela – repuso Duca.

2

La escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni, cerca de la plaza Loreto, era un viejo hotelito de dos pisos, de ese estilo de castillo medieval con que en otro tiempo se construían las villas en la extrema periferia de la ciudad, campo entonces, y ahora todas casas de diez, quince y veinte pisos. El hotelito estaba en una vuelta de la calle que formaba casi una especie de plazuela, y delante, sumidos en la niebla, la camioneta con los faros encendidos iluminando la entrada de la escuela, que incendiaba la chapa de latón de la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni, y los cuatro agentes, más un fotógrafo sentado en la acera, levantadas las solapas del abrigo hasta las orejas, durmiendo, más tres o cuatro jovenzuelos que debían de ser el público, porque no hay espectáculo, por repugnante que pueda ser, que no tenga su público, pensó Duca, descendiendo del Alfa.

El fotógrafo se despertó, le hizo una foto y a través de la niebla lo miró y miró el Alfa.

– ¿Jefatura? – preguntó-. ¿Qué hay de nuevo?

Duca no le respondió y Mascaranti agarró al fotógrafo de un brazo.

– Vamos, lárgate. Aquí no hay nada que hacer.

– Déjeme hacer una foto dentro, una sola – rogó, realmente conmovido el fotógrafo -. Sé que hay una pizarra llena de palabrotas y con muchos dibujos puercos, que no puedo fotografiar, porque nadie la publicaría, pero me basta la mesita de la maestra, con la pizarra al fondo, de manera que no se distingan los dibujos ni se lean las palabras, al menos una foto, brigadier, por favor, brigadier.

Mascaranti se lo llevó lejos y Duca entró en el hotelito guiado por uno de los agentes de la camioneta. El aula A estaba justamente en la planta baja; a la izquierda de la escalera había las dos pequeñas habitaciones de los porteros que ya estaban allí, viejos, cansados, nerviosos y desolados, cerca de los peldaños que conducían a los pisos superiores donde se encontraban las otras aulas, víctimas deshechas por las cuarenta y ocho horas de la catástrofe que se había precipitado en su camino; a la derecha estaba el salón que constituía el aula A – Cultura General -, delante de la cual montaba la guardia otro agente.

– Váyanse a sus habitaciones, no les necesito – dijo Duca al hombrecillo y a la viejecita, los porteros.

Mientras tanto el agente había abierto la puerta, y él, junto con Mascaranti, entró en el aula A, iluminada por dos largos tubos fluorescentes que cruzaban diagonalmente el techo. Todo estaba como dos noches antes, como había sido encontrado dos noches antes por el hombrecillo y la viejecita, porteros de la escuela. Sólo se había añadido algún detalle científico: ante las tres largas y estrechas ventanas del aula se había colocado un paño negro ajustado por dos delgadas tablas clavadas en forma de X. Esta era una precaución contra los fotógrafos y los periodistas. En efecto, el aula estaba en la planta baja y las ventanas daban directamente sobre pocos metros cuadrados de tierra helada llamada jardinito. De pie en el jardinito, cualquier persona de pequeña estatura podía mirar al interior del aula. Bien es verdad que estaba primero la verja de hierro, después los cristales y luego en el interior las persianas enrollables, pero un fotógrafo, desde el exterior, había roto un cristal e intentó levantar la persiana para fotografiar el interior. Fue detenido y alejado de allí, pero para evitar casos como ése se habían cegado las ventanas.

– El mapa -dijo Duca Lamberti, parado ante la pizarra, mientras Mascaranti buscaba en su bolsillo, y encontró en seguida e inmediatamente le dio la sencilla y modesta hoja de papel blanco que había sido llamado "mapa".

Inmóvil, a tres pasos de la puerta, Duca Lamberti apartó los ojos de la pizarra y miró los otros signos "científicos" que daban un aspecto insólito al aula: había unos círculos, dibujados con pintura blanca, algunos como el que deja sobre la mesa un vaso húmedo, y otros anchos como la circunferencia de una gran damajuana. Detrás de cada círculo, con la misma pintura blanca, escrito, había un número, y había unos veinte, es más justamente veintidós, como estaba anotado en la hoja escrita. En efecto, el mapa daba- cuenta de todo lo que había sido hallado en el aula, apenas se descubrió el asesinato, y el lugar mismo en que había sido encontrado.

Los círculos blancos estaban por todas partes, sobre la mesa de la maestra cerca de la pizarra; en el suelo; sobre las cuatro mesitas que constituían los bancos; en la pared, blanca o casi blanca, y ahí los círculos habían sido pintados con pintura negra.

– Por favor, un cigarrillo – pidió Duca, tendiendo la mano hacia Mascaranti, pero sin dejar de mirar los círculos. Y miraba ahora aquel en el centro del cual estaba pintado el número 19.

– Tome, doctor.

Mascaranti le ofreció el cigarrillo y se lo encendió.

Duca Lamberti miró el mapa y en él el número 19. Bajo este número había escrito: "Botella de licor". Examinó otro círculo, éste en el suelo, con el número 4 en el interior. En el mapa leyó: "n. 4: Crucecita de oro", probablemente de uno de los alumnos. El círculo número 4 estaba cerca de un dibujo hecho en el pavimento, también con pintura blanca, pero apresuradamente, y no era un círculo sino el perfil de una figura humana, el contorno de Matilde Crescenzaghi, la maestra.

Fumando sin quitarse el cigarrillo de la boca, hasta que lo arrojaba al suelo cuando la colilla, demasiado corta, le quemaba los labios, Duca Lamberti, controló elemento por elemento el mapa: n. 1, la figura humana, el contorno de Matilde Crescenzaghi; n. 19, la botella de licor.

– Un cigarrillo – pidió de nuevo.

Se sentó a fumarlo en la dura e incómoda silla detrás de la mesita que había sido la cátedra y miró el aula, es decir las cuatro mesitas comunes con cuatro sillas en torno de cada una, que habían sido los bancos de estudio de aquellos singulares alumnos. Volvió a mirar el mapa, "n. 8: orina". No sólo uno, sino más alumnos habían orinado en un rincón, transformando un modesto, pero concienzudo, cuidado y humanitario lugar de estudio, en un nauseabundo chiquero.

Dio dos o tres bocanadas seguidas, sin mirar a Mascaranti ni al agente uniformado que estaba a la puerta del aula. Luego volvió a mirar el mapa: "n. 2: Slip". Los slip de la diplomada Matilde Crescenzaghi habían sido hallados colgados en la pared de uno de los ganchos que sostenían un gran mapa geográfico de Europa.

– Un cigarrillo.

Sólo se daba cuenta de que pasaba el tiempo por los cigarrillos que se hacía dar por Mascaranti. Ahora tenía que examinar bien la pizarra, la que había desencadenado la ofensiva de los fotógrafos y los periodistas, y que sólo era torpe pornografía. Se levantó y se dirigió a la pizarra con el cigarrillo en los labios. Nunca había fumado así, por lo general tenía el cigarrillo entre los dedos, pero también él era de carne sensible y para dominar el furor y la desesperación fumaba así, y no le servía de mucho. Examinó bien la pizarra. En una esquina, a la izquierda, semiborrada, pero todavía legible, había subsistido una palabra: Ireland, escrita evidentemente, era claro, por la maestra Matilde Crescenzaghi. La palabra Ireland correspondía a la lección de la noche anterior a la del asesinato, el martes, porque una de las dos horas de clase del martes estaba destinada a la geografía. La noche antes los alumnos habían estudiado Irlanda y probablemente la maestra había explicado que existía una Irlanda independiente, es decir Ireland, y otra Irlanda unida a la Gran Bretaña, es decir Irlanda septentrional.

Algo habían comprendido los alumnos de la explicación de la noche antes; sea como fuere, la noche siguiente, cerca del nombre de Irlanda habían dibujado un falo, y en torno se habían escrito todas las posibles palabras inherentes al tema dibujado, algunas, si no la mayor parte de ellas, en la dicción y pronunciación milanesa. Sólo un alumno, evidentemente romano, había escrito muchas veces el nombre de la parte femenina en romano. Se nombraban todas las zonas erógenas, incluso con torpes intentos de dibujo, y había también frases enteras, ortográficamente incorrectas casi todas, incitando a las más diversas, normales, pero sobre todo anormales actividades sexuales. Entre todas aquellas tristes suciedades, escritas con grafía brutal y neurótica destacábase, ingenuo y gentil, aquel nombre: Ireland.

Número 11: el sujetador de la pequeña maestra había sido colgado del pestillo de la ventana a la izquierda de la pizarra. La falda, número 6, colgaba de la percha interior del aula, junto con el abrigo y el suéter. Una media – número 21 – había sido atada por los extremos a dos de las cuatro largas mesas que hacían las veces de los bancos de la escuela: acaso se habían divertido saltando por encima. La otra media no estaba indicada en el mapa, porque aún no se había encontrado allí, en el aula A, pero había una nota con dos estrellitas: se halló una media en el bolsillo de un alumno, Carolino Marassi, de catorce años, hijo del difunto Paolo y de la difunta Giovanna Casona. A pesar de la terrible carnicería, Duca Lamberti, al nombre de Carolino, rió estúpidamente. Carolino, huérfano de padre y madre, se había metido en el bolsillo la media de su joven maestra. ¿La media derecha, o la izquierda? Por lo que se refiere a las medias, según Bertrand Russell, a diferencia de los zapatos, no se puede establecer cuál es la derecha ni cuál la izquierda. No obstante, puede establecerse el centro de gravedad. Probablemente se la habría quitado el mismo, arrancándola de la liga – mapa, n. 7-; la liga había sido encontrada en un cajón de una de las mesas, como si el alumno que se había apoderado de ella pensara utilizarla también en el futuro, y después de habérsela quitado de la pierna de la infeliz maestra asesinada, se había metido en el bolsillo la media, pensando también en una futura excitación. Y se llamaba Carolino.

Duca Lamberti lo miró todo, milímetro cuadrado a milímetro cuadrado, caminó casi de puntillas entre los círculos blancos dibujados en el suelo, se detuvo detrás de la pizarra donde se habían escrito otras porquerías y se quedó allí, detrás de la pizarra, terminando de fumar el cigarrillo.

– Doctor Lamberti – dijo Mascaranti.

En el aula recalentada la voz resonó estridente.

– ¿Sí? – respondió Duca Lamberti detrás de la pizarra, y arrojó la colilla al suelo.

– Nada.

Número 3: el zapato izquierdo de la maestra Matilde Crescenzaghi estaba pegado en la parte posterior de la pizarra. Pegado ¿con qué? El mapa lo especificaba: el zapato izquierdo estaba pegado con goma de mascar. Por tanto, uno de los alumnos, masticando goma, le había quitado el zapato a su maestra y lo había pegado en el dorso de la pizarra con la goma que, precisamente, estaba mascando.

Duca Lamberti recorrió todo el perímetro del aula A, seguido por la mirada de Mascaranti y del agente uniformado, y abrió uno tras otro los cajones de las cuatro mesas: estaban vacíos, los agentes del laboratorio se lo habían llevado todo. Luego se agachó y sentó sobre los talones ante un pequeño círculo de pintura blanca, el más pequeño de todos, y miró en el mapa el número 18: cincuenta céntimos suizos. Allí, en aquel lugar, se había encontrado una pequeña moneda suiza de medio franco. Movió la cabeza como si quisiera decir que no, pero no quería decir que no; trataba solamente de sobrevivir. Y así, encogido, sentado sobre los talones, dijo a Mascaranti:

– La portera – y aun movió la cabeza como si quisiera decir que no -; ella, no el marido – dijo, y se levantó y fue a sentarse a la mesa que servía de cátedra, en la silla donde se había sentado todas las noches, excepto las fiestas, la joven maestra muerta ahora.

Y de pronto llegó Mascaranti con la viejecita, la mujer del portero de la escuela, y la condujo hasta la mesa, con sus cabellos grises muy recortados, a la moda masculina, que tanto desentonaban en una mujer de su edad.

– Dale una silla – ordenó Duca.

Ella se sentó, empequeñecida, asustada y cansada.

– ¿A qué hora comienzan las clases? – preguntó Duca.

– Por la mañana a las seis y media.

– ¿Cómo? ¿No era una escuela nocturna?

– Sí – dijo la portera -, pero hay chicos que no pueden venir por la noche y entonces para ellos se daba una clase de una hora, de seis y media a siete y media. Luego, a las ocho, entran los de comercio, taquigrafía y contabilidad. Por la tarde los que estudian idiomas.

– Pero ¿no es una escuela nocturna?

Duca tendió la mano a Mascaranti pidiéndole un cigarrillo.

– Sí, lo dice el nombre, pero trabajaba todo el día.

La vieja respondía, nerviosa y precisa.

– ¿Y por la noche? – preguntó Duca.

– Por la noche sólo aquí, en el aula A.

La viejecita trataba de no mirar la pizarra con sus puercos dibujos, pero por desgracia estaba sentada frente a ella.

– ¿Qué se estudiaba aquí, en el aula A? – preguntó Duca Lamberti.

– ¡Bah! – dijo la vieja, amarga y despreciativa, con marcado acento dialectal milanés -, ¿qué quiere usted que estudien?, es la purria de la zona – quería decir el desecho de la zona -. Los asistentes sociales, ¿sabe?, esas señoritas o señores que van por ahí con la cartera de piel negra, son quienes les echan mano, van a ver a todas las familias pobres desde la plaza Loreto a Lambrate y dicen que los chicos deben asistir a clases nocturnas en lugar de jugar al billar, y así los mandan aquí, pero no aprenden nada, sino que traen de cabeza a la maestra – apretó los dientes, respiró hondamente y dijo luego:-O la matan, y después vuelven a ir a jugar a los billares, donde hay también viejos mal hablados, y van precisamente por eso.

La vieja de los cabellos a la gargonne, como se dijo una vez, hablaba claro.

Él le preguntó amablemente:

– ¿A qué hora llegaban los del aula A?

– A las siete y media.

De nuevo respiró hondamente, seguía teniendo en el pensamiento a la maestra Matilde Crescenzaghi tal como la había encontrado, la primera que la había visto después del asesinato, totalmente desnuda, en el suelo, casi bajo la pizarra, la sangre resbalando por sus muslos tan blancos bajo la triste luz del fluorescente, y el sollozo que la maestra exhalaba y los bestiales arañazos en todo el cuerpo.

– Pero siempre llegaban antes – explicó la vieja, concienzuda -, pero no por estudiar más; no son chicos que tengan ganas de estudiar. Sólo esperan que lleguen las diez y media para ir a hacer gamberradas, y así vienen temprano aquí para encontrarse todos juntos y preparar sus fechorías. He advertido dos veces en la comisaría que no me gustan esos chicos, pero vino un agente y ¿sabe qué me dijo? "'Si por mí fuera, los metía a todos en un water y tiraba de la cadena, pero la ley dice que hay que instruirlos, y por eso han de venir aquí, a la escuela". Y yo entonces voy y le digo al agente: "Son delincuentes, mírelos a la cara: matarían como si tal cosa". Y el agente va y me dice: "Si matan los enchiqueraremos, pero mientras no maten están aquí y estudian. La ley así lo dice". Y ya ve lo que ha pasado; han matado y la policía los ha enchiquerado, pero esa pobrecita maestra ha muerto porque dice la ley que hay que instruirlos.

Amargamente perfecto. La viejecita de los cabellos cortos había resumido, con modestia estilística, pero con precisión de conceptos, uno de los más graves problemas sociales.

– Pero ¿es posible que con todo lo que hicieron no se oyese nada? – preguntó Duca, dejando aparte el problema social-. Estaban borrachos perdidos y tienen que haber armado alboroto.

– Mire, hasta que llegaba la señorita maestra, yo echaba de vez en cuando una ojeada a la clase, o lo hacía mi marido, para ver lo que tramaban. Imagínese que una noche que vinieron mucho antes que la maestra, intentaron meter en la clase a una chica, pero mi marido telefoneó a la policía y tuvieron que soltarla. Por esto el director quiso cerrar el aula A, pero los asistentes sociales protestaron, dijeron que esos jóvenes no iban a la escuela a hacer daño, que había que tener paciencia, y el director, que es un poco débil, no insistió. – La vieja hablaba con furia y melancolía. – Tenía que haberlos visto hace dos años, cuando vino de Bergamo una señorita maestra muy bajita, que parecía una monjita y vestía un poco como las monjas de azul oscuro con cuellecitos blancos. Resistió sólo tres días. La tercera noche me vino a ver llorando. "Diga al señor director que no puedo, que me es imposible, que me es imposible." Y ni el director ni yo logramos saber qué le habían hecho esos golfos, pero se puede imaginar.

Pacientemente, Duca dijo:

– Es muy interesante.

A nadie se le había ocurrido que para un alumnado semejante hubiera sido mejor un hombre, un maestro varón, incluso elegido entre los sargentos de la legión extranjera, y por tanto capaz de tener metidos en un puño a alumnos como aquéllos. ¿Era falta de imaginación o falta de maestros varones capaces de sacrificarse en aquel desagradable, ingrato y mal pagado trabajo, al que, en cambio, se sometían tantas mujeres, no sólo por necesidad, sino muchas, como la muerta, con una sincera pasión por su misión? Quién sabía por qué.

– Muy interesante, pero quisiera saber cómo fue posible que no se oyera ningún ruido. Estaban enloquecidos, habían volcado las mesas, y usted estaba cerca del aula…

– No se oye nada, doctor. Usted no tiene idea del ruido que arman los coches, el tranvía, los camiones que pasan por esta calle durante todo el día hasta cerca de las nueve – dijo la vieja con decisión, interrumpiéndolo -. Algunas veces mi marido y yo tenemos que hablar en voz alta en la cocina, si queremos entendernos.

Duca asintió, un entresuelo como el de aquella escuela, con el tranvía a tres metros de distancia, los camiones: era verdad, nadie podía oír nada.

– ¿Y cómo descubrió lo que había ocurrido? – preguntó a la portera.

Ésta repuso con rapidez:

– Porque después de las nueve salí al jardinito a retirar la maceta que sacamos afuera de día, pero que por la noche, con estos fríos, metemos dentro, y mi marido salió conmigo porque la maceta pesa mucho, y cuando la agarramos entre los dos y la colocamos cerca de la escalera, nos dimos cuenta de que la luz del aula A estaba apagada; y por la ventanita de arriba, sobre la puerta del aula, sólo había oscuridad.

– ¿Estaba apagada la luz? – preguntó Duca.

Absurdamente, en el horror de aquel lugar recordó la carita de Sara. La hija de su hermana se iba haciendo mayor, crecía cada vez más y le decía: "Tiíto, tiíto, ¿qué me has traído?". Realmente tenía que llevarle algo a la pequeña.

– Sí, apagada. Mi marido dijo: "Stüden o ronfen?" - estudian o roncan-, pero yo repliqué: "Me pias minga, ndem a vede" - no me gusta, vamos a ver -. Fuimos, entramos y lo vimos.

La vieja tragó saliva y miró al suelo para no ver la pizarra.

– Gracias-dijo Duca.

La dejó libre, miró a Mascaranti, trató de no mirar más aquellos círculos pequeños y grandes, ni a la pizarra. -Vamos a casa – dijo. Es decir, a la Jefatura.

3

Llegaron. Mandó a Mascaranti a que comiera algo y se dirigió inmediatamente a su despacho, si podía llamarse despacho, y encontró sobre el escritorio una nota: "Ha telefoneado dos veces tu hermana. Llámala en seguida. Càrrua", si podía llamarse escritorio, pero era más bien una mesa rústica.

Marcó el número.

– ¿Qué ocurre? – dijo cuando oyó la voz de su hermana.

– Sara tiene casi cuarenta de fiebre, quema como una plancha – repuso Lorenza, su hermana.

– Mira si tiene en la garganta puntos blancos o placas.

– Ya lo hice: no tiene nada, pero la fiebre es muy alta – añadió -. Ven en seguida, Duca; tengo mucho miedo.

Él miró la gruesa carpeta gris que tenía sobre la mesa: eran los interrogatorios de los once muchachos de la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni, aula A, y tenía que leérselos todos.

– No tengas miedo, ahora mismo te enviaré Livia con unos supositorios que debes ponerle a la niña. Luego, en cuanto naya terminado mi trabajo, iré yo. Mientras tanto ponle también a la pequeña alguna compresa de agua helada en la frente.

– Pero ¿por qué no vienes? – Casi lloraba.

– Trataré de ir lo antes que pueda; pero no te asustes. Sólo es gripe.

Telefoneó a Livia.

– Livia.

Ella respondía siempre con aquella voz suya ansiosa y límpida:

– ¡Oh, Duca!

– Óyeme, Sara tiene un poco de fiebre. Yo ahora no puedo moverme de aquí.

– ¿Estás en la Jefatura?

– Sí. Por favor, ve tú a ver a Lorenza, pero antes pasa por una farmacia y compra supositorios de Uniplus y le pones uno en seguida. Si al cabo de una hora no le baja la fiebre, ponle otro. Compra también luminaletas y dale una. Dale el chupete pero mójalo constantemente en agua, sin azúcar. En cuanto haya terminado, iré yo. Si ocurre algo, telefonéame, claro está.

Ansiosa y clara llegó la voz de ella a su oído:

– Sí, en seguida.

– Gracias, querida.

– No es nada grave, ¿verdad? – preguntó ella.

– No lo sé, creo que no. Ve en seguida, querida.

– Sí, querido.

Duca colgó, se levantó y fue a abrir la ventana del cuarto, tan pequeño que la ventana era casi la mitad de la pared. Y entró de pronto aire a tres grados bajo cero, y afuera no se veía nada, sólo la niebla, pero aquel aire helado se llevaba los malos olores de madera vieja, de carpetas viejas, de humo viejo que se estancaban en un despacho tan pequeño. La dejó abierta y fue a sentarse ante su mesa, se subió las solapas de la chaqueta y abrió la carpeta, bastante voluminosa.

Comenzó a leer ordenadamente, hoja por hoja. La carpeta contenía once pliegos, tantos como muchachos de la escuela nocturna, autores del asesinato. De cada muchacho se daban las generalidades y en tres o cuatro líneas la biografía; además, figuraba la opinión del médico y el psiquiatra que lo habían visitado. A continuación, el interrogatorio tomado del registro del magnetófono. Cada pliego, como Duca lo cronometró, requería unos veinte minutos de lectura, porque incluso tomaba apuntes; es decir, hacía en pocas líneas un resumen de todo el pliego.

Al terminar el tercer pliego oyó abrir la puerta: era Mascaranti.

– Doctor, aquí hace un frío terrible. ¿No lo siente?

– Lo siento – casi le castañeteaban los dientes -. Cierre.

Mascaranti cerró la ventana.

– ¿Puedo ayudarle, doctor?

– Sí, vete al despacho de Càrrua, mientras él está en casa, acomódate en una butaca y trata de dormir. Luego te llamaré – dijo Duca -. Procura dormir bien, porque hay mucho trabajo.

– Sí, doctor-dijo Mascaranti. Ya en la puerta añadió: – ¿Un cigarrillo?

– No – respondió Duca -. Tres paquetes, nacionales corrientes, no de exportación, y dos cajas de cerillas.

– Tres pa…-exclamó Mascaranti.

Duca fumaba muy poco.

– Sí, oíste bien – cortó Duca, continuando leyendo; no sólo el rostro sino también las manos lívidas por el frío después de haber estado más de una hora quieto con la ventana abierta. Pero lo había hecho adrede, porque quería ser objetivo: ¡frío!-. Pero antes de dormir ve a buscarme dos botellas de anís lactescente.

– Doctor, ¿adónde voy a encontrar ahora anís lactescente? – preguntó Mascaranti.

El anís lactescente es una especialidad siciliana y se encuentra en muy pocas tiendas.

– Anís lactescente siciliano – dijo Duca y continuó leyendo bajo la violeta luz de la lámpara -. Lo encontrarás en "Angelina"; el primer restaurante siciliano de esta gran ciudad. Dos botellas.

– Sí, doctor – respondió Mascaranti, dudoso pero obediente.

Al leer el quinto pliego sonó el teléfono.

– Doctor, es para usted – dijo la joven de la centralita.

– Gracias – repuso Duca. Luego oyó la voz de su hermana Lorenza -. ¿Cómo va todo?

– Mal, la fiebre no baja; le hemos puesto dos supositorios, pero sigue a cuarenta. Sólo baja medio grado si le ponemos compresas en la frente. Tengo mucho miedo, Duca, ven enseguida.

Él se dio cuenta de que estaba nerviosa.

– Espera. ¿Ha obrado?

– No.

Duca apretó los labios. No era un pediatra, y hacía cinco años, incluidos los tres de cárcel, que no ejercía. De todos modos, podía recetar un antibiótico cualquiera.

– No puedo ir, Lorenza. – Tosió por reacción nerviosa. Miró una vez más la fotografía, enorme, que estaba al final del pliego: representaba a la maestra Matilde Crescenzaghi tal como había sido encontrada después del asesinato. Las fotografías tienen una luminosidad de la que la realidad carece; la realidad es huidiza, fugitiva, la foto es concreción. Como médico y habituado a las salas de anatomía, hubiese preferido no haber visto nunca aquella foto -. No puedo ir, Lorenza, perdóname. – Le falló un poco la voz. – Manda a Livia a comprar un antibiótico, la ledermicina, y dale veinte gotas a la niña. Mientras tanto te enviaré un pediatra.

– ¿Qué ha de tomar?

– Le-der-mi-ci-na – silabeó Duca.

– Ledermicina – repitió Lorenza.

– Mientras tanto te enviaré un pedíatra. Yo no entiendo mucho, pero estáte tranquila. No puede ser nada grave.

– Duca – lo interrumpió ella -, Livia quiere hablarte.

– Duca – oyó la voz de Livia -, tienes que venir, la niña está muy mal.

La voz no era sólo angustiosa, sino también áspera, imperativa. Livia Ussaro no tenía matices: u obedecía o mandaba.

– Livia, me es completamente imposible – dijo seco, para dominar la debilidad que le ocasionaba el tono imperioso de ella. Tenía que terminar todo su trabajo durante la mañana justo hasta las diez, antes de que llegase el juez instructor. Cuando llegara el juez instructor, habría terminado -. Dentro de una hora te enviaré a un colega pediatra que sabe de eso mucho más que yo.

– ¡No te escabullas, Duca! – replicó ella áspera e inexorable -. No se trata sólo de tener un médico capaz, se trata de que tu sobrina tiene fiebre de cuarenta, que tu hermana está a punto de tener un colapso y tú estás ahí en la oficina por cualquier cochino trabajo, sin venir aquí a prestar por lo menos tu apoyo moral.

Como siempre, seguía siendo burocrática.

Livia tenía razón. Era exactamente un cochino trabajo. Y tenía razón diciendo que negaba su apoyo moral: una kantiana como ella lo había advertido en seguida, pero dijo secamente:

– Basta ya; dentro de una hora estará ahí el pediatra – y cortó.

Se relajó un segundo, después marcó un número. Al cabo de varias llamadas le respondió una voz nerviosa de mujer.

– Perdóneme, señora, si la molesto a esta hora. Soy Lamberti, quisiera hablar con su marido.

– Mi marido está durmiendo – dijo, descortés, la voz de la señora.

Era la mujer del gran pediatra.

– Perdóneme, señora; se trata de una cosa urgente.

– Voy a ver – dijo con mayor descortesía la voz.

Esperó mucho. Luego la voz de Gian Luigi, bostezando:

– Hola, Duca.

– Perdóname, Gigi, mi sobrina está a cuarenta de fiebre. Estoy encadenado a la Jefatura y no puedo moverme. Hice que le dieran ledermicina y un par de supositorios de Uniplus, pero la fiebre no desciende. Por favor, te lo ruego, ve a echarle una ojeada.

Lo oyó bostezar aún.

– Precisamente esta noche que había logrado acostarme a las diez.

– Lo siento mucho, Gigi, pero hazme este favor.

Acabó de leer el quinto pliego, comenzó el sexto y había llegado casi al final cuando entró Mascaranti. Llevaba dos botellas bajo un brazo y en una mano los paquetes de cigarrillos y las cerillas.

– ¿Dónde lo dejo? – preguntó Mascaranti.

– Ahí, en el suelo, a mi alcance – respondió Duca -. Y ahora vete a dormir. Te llamaré cuando sea el momento.

– Sí, doctor.

Se puso a leer el séptimo pliego, luego el octavo y el noveno. Cada fascículo llevaba anexa la fotografía de frente y de perfil del interesado, como delincuentes comunes, y no eran caras agradables. Antes de comenzar el décimo pliego abrió la ventana, respiró con ansia las ondas de niebla que resbalaban densas por la Via Fatebenefratelli, y, dejando la ventana abierta, volvió a su mesa, leyó el décimo y luego el undécimo pliegos, siempre tomando apuntes, y así terminó la primera parte de su trabajo. Se puso entonces a examinar sus apuntes, levantándose el cuello de la chaqueta porque el hielo invadía el cuarto. Los chicos, para entrar en la escuela, tenían que tocar el timbre – esto sólo por la noche -; la portera iba a abrir la puerta y, por tanto, podía saber quién había entrado, y en efecto había declarado que la noche del crimen habían entrado once muchachos. En sus apuntes Duca había escrito e! nombre y resumido los datos esenciales de cada uno por orden de edades:


13 años Carletto Attoso. Padre alcoholizado; tuberculoso.

14 años Carolino Marassi. Huérfano; ladronzuelo. 14 años Benito Rossi. Padres honestos; tipo violento.

16 años Silvano Marcelli. Padre en la cárcel; madre muerta; heredosifilítico.

16 años Fiorello Grassi. Padres honestos; ningún antecedente; buen muchacho.

17 años Ettore Domenici. Madre prostituta; confiado a su tía; dos años de reformatorio.

17 años Michele Castello. Padres honestos; dos años de reformatorio; dos años de sanatorio.

18 años Ettore Ellusic. Padres honestos; vicio del juego.

18 años Paolino Bovato. Padre alcoholizado; madre en la cárcel por lenocinio.

18 años Federico Dell'Angeletto. Padres honestos; prealcoholizado; tipo violento.

20 años Vero Verini. Padre en la cárcel; tres años de reformatorio; maníaco sexual.


Éstos eran los protagonistas de la noche de horror. Por encima de toda duda la portera de la escuela había declarado haberlos visto entrar poco antes de las siete de la tarde, y firmado su declaración. Ya habían sido interrogados, y la común línea de defensa de los once jóvenes delincuentes había sido sencilla y pueril: cada uno afirmaba que él no había visto nada, que sus demás compañeros eran quienes habían maltratado a la maestra, pero él no. El equipo técnico había tomado todas las huellas posibles y no tardaría en saberse, racionalmente, el radio de acción del crimen. Pero antes de que por la mañana a las diez llegase el juez instructor, Duca deseaba interrogarlos, y sobre todo quería verlos cara a cara.

Se estremeció; salió luego de su despacho y despertó a Mascaranti que estaba durmiendo en la profunda butaca del despacho de Càrrua.

– ¿Qué hora es? – preguntó Mascaranti, levantándose entorpecido aún por el sueño.

– Casi las dos, hemos de empezar – dijo Duca.

– Sí, doctor.

Estaban de pie uno delante del otro, a la soñolienta luz de la lámpara del escritorio de Càrrua, y Mascaranti vaciló un momento a causa del sueño.

– Atiende, Mascaranti – dijo Duca -, me despiertas a uno cada vez, y cuando haya interrogado a uno me despiertas a otro, pero has de traérmelos aquí cuando todavía no se hayan despabilado, como tú.

Mascaranti sonrió.

– Sí, doctor.

– Me los llevarás a mi despacho de acuerdo con el orden que te indicaré. Empieza por Carletto Attoso, el más joven.

– Sí, doctor.

– Me lo envías con dos agentes que servirán de testigos. Y despierta al taquígrafo para que taquigrafíe todo el interrogatorio.

– Usemos el magnetófono, doctor.

– No, el magnetófono registra también el "plaf" de las bofetadas. Necesito al taquígrafo – dijo Duca.

– Doctor – interrumpió Mascaranti -, el doctor Càrrua me dijo que le advirtiera que si pega a uno de esos chicos lo echará a la calle.

– De acuerdo, me echará a la calle, pero ahora llévame a mi despacho al muchacho. Recuerda: Carletto Attoso.

– Sí, doctor.

Duca regresó a su cuarto y volvió a abrir la ventana. Se quedó mirando la niebla fosforescente por la luz de los faroles, pero cada vez más densa, respiró con ansia, cerró la ventana y fue a sentarse tras la mesa. Seguro que Gigi había ido a visitar a la pequeña Sara, y como no le habían telefoneado, quería decir que la cosa no era nada grave. Pero acaso sería mejor que telefonease él. Marcó el número y oyó la voz de Livia.

– ¿Cómo va, Livia?

La voz de ella, tan cálidamente ansiosa, se heló.

– Va mal – era una voz casi enemiga -. Espera, que el profesor quiere hablarte.

Esperó, v mientras aguardaba con el auricular pegado a la oreja, se abrió la puerta de su despacho y entraron dos agentes con un chiquillo larguirucho, huesudo desde la nariz a la boca, entre los dos, y que parpadeaba, adormecido todavía, a la luz de la lámpara que momentos antes Duca había colocado de manera que el. haz de luz diese de lleno a los que entraban. Luego entró Mascaranti con el taquígrafo, un joven muy gordo con una barba teatral.

– ¿Oyes, Duca?

– Sí, Gigi, dime – dijo Duca mirando al chico, una especie de rubianco, de un rubio más bien mezclado, los ojos saltones, basedovianos, y con cierto aire renuente y perverso que no tienen los muchachos normales de trece años.

– No es nada grave, pero – dijo Gigi, el ilustre pediatra, y a Duca no le gustaban los "pero", los "sin embargo" ni los "si" -, es una bronquitis un poco fuerte. Ya le he dado una inyección y espero detenerla. No quisiera que se convirtiese en pulmonía. La que me preocupa es tu hermana; sería conveniente que vinieras. Ella se sentiría más tranquila.

Duca bajó la pantalla de manera que la luz no diese en el rostro del chico y le hizo una seña a Mascaranti para que lo hiciera sentar en la silla delante de la mesa, y el muchacho se sentó, siempre con su aire renuente y perverso. Duca siguió hablando por el auricular.

– Gigi, dale un sedante – dijo al ilustre pediatra. Sacó de la gruesa carpeta la fotografía de la difunta maestra Matilde Crescenzagni, hija del difunto Michele y de Ada Pirelli, y se la tendió al chico de trece años Carletto Attoso -. Mira esta foto – dijo tapando con la mano el aparato del teléfono -, pero mírala de veras, sostenía con ambas manos ante los ojos y mírala, mientras yo hablo por teléfono, o te rompo la cara.

A pesar de tono sordo y violento, el chico obedeció materialmente, es decir, sostuvo la fotografía con ambas manos y la miró, pero su actitud siguió siendo hostil y sin miedo.

– Duca, Duca – decía el pediatra por teléfono -, ¿me oyes?

– Sí, te oigo.

– Duca, no se trata de sedantes. Tu hermana no se halla en condiciones de estar sola con la niña así. Además, también para la pequeña es mejor que estés tú. Si dentro de dos o tres horas se le hace difícil la respiración, podrás ponerle una inyección de Leather. Ella sola se asusta demasiado.

Duca escuchaba y miraba al chico que sostenía la fotografía con las dos manos, bajos los párpados sobre los ojos saltones, con cierta superioridad, tanto más irritante cuanto que procedía de un miserable mocoso.

– Escucha, Gigi – dijo al teléfono -, me es de todo punto imposible ir. Aunque me digas que la niña se está muriendo tampoco iría porque no serviría para nada, y aquí sirvo. No soy un pediatra, ni siquiera soy médico. Si es por las inyecciones dile a Livia que busque inmediatamente una enfermera. Y si es por la asistencia moral, dile a Lorenza que sufro más yo estando lejos de ella, que ella estando sola. Lo siento, pero no tengo tiempo. Gracias.

Dejó el auricular.

Y durante mucho rato, durante casi un minuto, estuvo contemplando la escenografía: el muchacho sentado en la dura silla ante su mesa, con la fotografía entre las manos fingiendo mirar, insensible a la carnicería de aquella imagen, y detrás los dos agentes, preparados para intervenir, porque la gente tiene la idea de que los chicos son siempre chicos, débiles e incapaces, pero los policías saben que también un chiquillo de trece años puede ser tan peligroso como un adulto.

Y a la izquierda de la mesa estaba Mascaranti, de pie, y a la derecha el taquígrafo, con la barba a lo Cavour, sentado en una banqueta apenas suficiente para sus anohas posas, con el bloc taquigráfico en la mano y el bolígrafo. Todo en un cuartito de dos metros y medio por tres y medio, que más se parecía a un depósito de escobas y de otros útiles de la limpieza que a un despacho.

Y después de haber contemplado la escenografía y la escena, habló:

– Deja la fotografía sobre la mesa, pero tenla delante de ti y sigue mirándola mientras te interrogo.

Maquinalmente, con irritante obediencia, el chico dejó la fotografía sobre la mesa y con los párpados sobre sus hinchados ojos, fingía mirarla.

– Bien – dijo Duca -. Ahora, antes de interrogarte, he de hacerte un pequeño discursito. Tú te sientes muy seguro, no sólo porque tienes trece años, sino sobre todo porque estás tuberculoso; los certificados son indiscutibles: vastas infiltraciones biapicales con tendencia degenerante. -¿Qué policía se atrevería a rozar sólo con un dedo a un inerme chiquillo de trece años enfermo de tuberculosis? – No te puedo romper la cara como te dije antes. Era una vana amenaza, lo confieso, pero puedo hacer algo peor y te lo diré en seguida. Tú sabes que acabarás en el reformatorio, pase lo que pase, y yo te digo esto: si respondes bien a las preguntas que voy a hacerte, te recomendaré a los amigos que tengo en el Beccaria, y serás tratado un poco mejor. Pero si tratas de engañarme, mis amigos del Beccaria te pondrán en el libro negro. Tú no has estado todavía en el Beccaria, pero sin duda ha estado algún amigo tuyo y te habrá contado ya lo que quiere decir estar en el libro negro. En el Beccaria te curarán muy bien la tuberculosis, sanarás y engordarás, pero los malos, es decir, los que están en el libro negro, no salen jamás, son condenados a dos años, y cumplen tres, cuatro, cinco, por indisciplina, rebeldía, y llegados a la mayoría de edad pasan a la cárcel normal por agresión a un guardián, porque vosotros no sólo sois delincuentes, sino también estúpidos, y agredís a los guardianes.

Carletto Attoso, imprevisiblemente, levantó los párpados y fijó la mirada en él. Era una mirada terriblemente segura. En raros casos un adulto encuentra tamaña seguridad y descaro. Acaso sólo un chico de trece años podría tenerla.

– Yo no he hecho nada – dijo, y en su mirada aumentaron la seguridad y el descaro -. Soy demasiado pequeño, tenía miedo y estaban enloquecidos – ahora se chanceaba claramente.

Pero había que tener paciencia.

Duca sacó el paquete de cigarrillos, lo abrió, tomó uno y se lo dio.

– Fuma.

El chiquillo tomó el cigarrillo y él se lo encendió, luego encendió otro para él y dijo:

– Ahora vamos a empezar, y acuérdate del libro negro.

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