CAPITULO IV

Ella era una prostituta veterana que reconocía a la policía hasta a treinta metros de altura, y él era un flaco muchacho de catorce años demasiado cretino para vivir.

1

Ella lo llevó a una pizzeria del centro; le gustaba mucho la pizza y en aquel local la hacían muy bien. Estaba siempre lleno, tanto de día como de noche, los domingos como los días feriados. Desde el fondo de la sala se veía el horno, las llamas dentro del horno como si fuese una chimenea, y ella, Livia Ussaro, comía mucho, muy despacio, masticando despacísimo, no porque tuviese alguna dificultad, sino porque al masticar, las pequeñas cicatrices que le llenaban la cara se hacían más evidentes, pero si lo hacía despacio, no se dibujaban mucho.

Aquel día, además de la pizza, tenían venado guisado. A los dos les gustaba mucho y como estaba muy bien guisado, limpiaron cuidadosamente el plato de la oscura y sabrosa salsa, y bebieron mucho vino blanco, pero luego se dieron cuenta de que estaban representando el papel de los golosos, que, efectivamente, los platos eran buenos y los habían comido con gusto, pero en el fondo no los habían apreciado, porque sus pensamientos estaban lejos, en otra parte.

– ¿Qué piensas de la hermana de la asistenta social? – preguntó Livia mientras liquidaban la cuenta.

– No lo sé – respondió Duca -. Busco un impulsor y lo encontraré. Por lo menos lo creo.

– Le sonrió.

– No creo que sea la hermana de la asistenta – dijo Livia.

– Todavía no la hemos visto. Aún no sabemos nada y no podemos tener opiniones – replicó Duca.

– Creo también que una mujer como ésa no puede haber sido el impulso de un delito semejante.

– Al tribunal hemos de llevarle un culpable y pruebas, no lo que creemos nosotros.

– De acuerdo. Vamos, pues, por esa mujer – dijo Livia, apasionada.

– No en seguida – respondió Duca, menos apasionado -. Por hoy, basta. Vamos a mi casa a hacer compañía a Lorenza. – No quería imaginar a Lorenza sola en la casa vacía. – Antes compremos mucha verdura, para que me prepares un buen minestrone de verdura. Me gusta mucho y le gusta mucho también a Lorenza. Y mucha fruta. Os ayudaré a limpiar la verdura, y hasta mañana por la mañana te prohíbo hablar de esas otras cosas – y le apoyó el puño bajo la barbilla-. O te doy.

Pasaron la tarde y la velada casi como había querido él. Casi. Llenaron de verdura y fruta un saco, llegaron a la plaza Leonardo da Vinci, la descargaron del coche y la llevaron a la casa. Lorenza acudió a abrir y se sintió muy feliz al verlos, muy contenta.

– Ha venido el doctor Càrrua – dijo a Duca -. Dice que tiene gripe y que ha venido a contagiármela.

Ciao - dijo Càrrua, compareciendo en el recibidor.

Duca respondió "ciao" mientras trasladaba a la cocina el saco lleno de verdura y fruta.

– ¿Sabes que sería una buena idea – dijo Càrrua – que nos pusiésemos a vender fruta y verdura en lugar de hacer de policías? – Lo siguió a la cocina y le dijo en voz baja, de modo que Lorenza no pudiese oírlo-. He pedido tres semanas de permiso. Me voy a Cerdeña, mi tierra. ¿Me dejas que me lleve a Lorenza?

– ¿Por qué? – preguntó Duca, pero ya había comprendido, era muy fácil de comprender.

– Así se distraerá: un viaje, un lugar nuevo. Aquí, en casa, sin nadie, y tú siempre de un lado para otro, no puede sentirse bien.

Era verdad.

– Gracias – dijo Duca.

– Ya le he hablado yo – dijo Càrrua -, pero ella me ha dicho que quería tu permiso.

Duca se lo dio. Llamó a su hermana Lorenza a su despacho, la hizo sentar en el pequeño diván, le tiró un poco de los cabellos, como cuando eran niños y le tiraba de verdad.

– Càrrua me ha dicho que se va a pasar tres semanas en Cerdeña y que quiere que vayas con él. Ve, Lorenza, te hará bien.

Pero su hermana sacudió de pronto la cabeza.

– No quiero ir, Duca; quiero estar aquí.

– Me parece un error, Lorenza – replicó Duca -. Debes tratar de distraerte, de alejarte de aquí.

– No, Duca – dijo ella con terquedad.

Duca comprendió que era inútil insistir.

– Bueno. Haz lo que quieras.

A Càrrua le molestó mucho que Lorenza rechazase su invitación.

– Los Lamberti sois mala gente, tanto los varones como las mujeres, tú y tu hermana y también tu padre. No me gustáis nada y no sé por qué estoy con vosotros. ¿Qué diablos hace aquí, en Milán, sola, en esta casa, la princesita tu hermana, en lugar de irse conmigo al sol de Cerdeña?

Pero la noche trajo consigo la paz cuando se saboreó el minestrone con tocino y era todo tan dulcemente familiar: aquellos cuatro amigos sentados a la mesa de la cocina, Duca, Lorenza, Livia, Càrrua, con el televisor encendido que trasmitía los interminables discursos políticos sobre la paz, sobre las estructuraciones sociales, las huelgas, las quinielas y las apuestas. Era exactamente un día como Duca lo había deseado, un día que lo enternecía mucho porque tenía la mano de Livia en la suya, bajo la mesa, como había hecho en otra única ocasión en su vida, en un baile de máscaras en carnaval cuando era estudiante.

Fue precisamente, casi precisamente como había querido él; es decir, hasta que sonó el teléfono hacia las nueve cuando se disponían a ver un western en la televisión, y Lorenza fue a tomar la comunicación y volvió diciendo que era la Jefatura y que preguntaban por el doctor Càrrua.

– Perdón – dijo Càrrua y fue al teléfono. No se oyó casi nada de lo que decía. Volvió luego, se sentó en su sitio, ante la tacita de café, encogió un hombro, hizo un par de muecas, olisqueó el café, bebió un sorbo y dijo: – Es una historia que te afecta a ti, puesto que tanto te interesas por esos chicos. Pero no es cuestión de aguar la velada.

– ¿Qué ha sucedido? – preguntó Duca con dureza.

– Uno de los chicos se ha matado – dijo Càrrua -. Estaba en el Beccaria. Consiguió escapar al tejado y se arrojó desde él. Me lo ha telefoneado Mascaranti.

– ¿Qué muchacho ha sido? – preguntó Duca.

– Fiorello Grassi. Murió instantáneamente, claro está.

Fiorello Grassi, el que no era como los demás, el que hubiese hablado tal vez, si no hubiera tenido tanto miedo de ser un chivato.

– ¿Seguro que se trata de un suicidio? – preguntó Duca.

Càrrua se encogió de hombros.

– No sé nada.

Duca se levantó.

– Quiero ir a ver.

Càrrua bebió otro sorbo de café y también se levantó.

– Curiosidad juvenil. Yo también voy.

– Tú quédate con Lorenza – dijo Duca a Livia.

– Sí – respondió Livia.

Le dio las llaves del coche. Duca condujo el automóvil hasta la plaza Filangieri, ante el palacio del Instituto de Reeducación Cesare Beccaria. Pero ya había sucedido todo: el chico, Fiorello Grassi, se había precipitado desde el tejado, había ido a estrellarse casi ante el portón de entrada, casi delante del seiscientos que estaba aparcado allí mismo y tenía al volante una dama madura que gritó primero y se desmayó después. Acudió la policía, se tomaron notas, se hicieron fotos, y llegó el juez y dio el permiso para el levantamiento del cadáver. Un coche bomba del Ayuntamiento había lavado cuidadosamente toda huella, pero quedaban aún unos curiosos que decían que se había arrojado, o caído, desde el tejado del Beccaria, v otros, en cambio, decían que lo habían lanzado, v que era un muchacho de dieciséis años, pero otros decían de trece y otros de dieciocho. Luego se fueron, pero quedaron otros que se detuvieron para ver y oír, manteniendo así, en corro, cierta masa, aunque fluida, y la gente era insensible al frío, a la humedad y a la débil luz de la plaza. Duca descendió nervioso del coche porque no le gustaba conducir, miró nervioso a aquella gente murmurante en torno al punto en que el chico de dieciséis años se estrelló y murió, y, nervioso, entró con Càrrua en el edificio.

El director fue muy amable y tenía una mirada de aguda inteligencia, pero también de rígida voluntad. Contó a Càrrua y a Duca que los muchachos se disponían a entrar en el refectorio para la cena cuando uno de los vigilantes se dio cuenta de que Fiorello Grassi se alejaba hacia el fondo del corredor, en lugar de quedarse en fila para entrar en el refectorio. Primero lo llamó, luego, al ver que el muchacho continuaba huyendo y ya había desaparecido por la escalera de servicio, lo persiguió, pero bajó por la escalera sin creer que Fiorello la hubiese subido. Cuando el vigilante se dio cuenta del error, el chico había tenido tiempo de subir a la terraza del terrado, salvando los canalones que le impedían el paso. Y cuando el vigilante iba a alcanzar a Fiorello, éste le gritó:

– No te muevas o me tiro abajo.

– ¿Y qué hizo el vigilante? – preguntó Duca.

– No se movió, pero intentó convencerle de que no permaneciera de pie en el borde del tejado que daba al vacío – dijo el director-, pero no pudo hablar mucho: tal vez el chico ni siquiera le escuchaba y de pronto se arrojó al vacío.

Pensó Duca que esto excluía la posibilidad de que Fiorello hubiese sido asesinado, es decir, arrojado desde el terrado por alguno de sus compañeros de escuela nocturna. Se había matado. ¿Por qué se había matado? Creía adivinarlo, pero no era fácil saberlo con seguridad.

– ¿Podríamos ver a los demás muchachos de la escuela nocturna? – preguntó Duca al director.

– Si es necesario, sí, pero preferiría evitarlo. Naturalmente, todos aquí saben lo que ha sucedido y están muy agitados. Les hemos enviado al dormitorio y ya hemos apagado las luces. Preferiría no irritarlos despertándoles y sometiéndoles a interrogatorio.

Aun antes de que Càrrua interviniese, Duca dijo:

– Lo comprendo, pero es necesario verlos.

Amable y cansadamente el director se dispuso a complacerlo. Esto exigió diez minutos. Luego, en una habitación contigua a la oficina, ocho muchachos en fila, por orden de edades, con las espaldas apoyadas en una larga pared.

Càrrua dijo en voz baja a Duca:

– Tranquilízate.

Como un oficial de la legión extranjera que pasa revista a su mesnada dispuesta a todo, Duca pasó ante los muchachos, lentamente, mirándolos a los ojos uno a uno, a la luz débil y triste del salón. Y llegado al final de la fila retrocedió. Los conocía a todos, sabía su nombre, su edad y sobre todo los conocía por dentro. En el fondo eran transparentes, algunos habían nacido delincuentes, otros acaso fueran recuperables.

– ¿Cómo te llamas? – dijo deteniéndose ante el primero, el más joven, a pesar de que sabía exactamente su nombre.

– Carletto Attoso.

Era el chico de trece años, impúdico, tuberculoso, el único que en la mirada no tenía siquiera el menor atisbo de temor, de sujeción, y que miraba fijo a los ojos, casi con mofa, no sólo a los tres vigilantes que habían acompañado a los muchachos, no sólo al director del Instituto, que no tenía en absoluto una expresión bondadosa, sino también a él, a Duca, lo miraba fijo, más lívido y tuberculoso que nunca bajo la lívida luz fluorescente que se reflejaba sobre la ancha tapa del piano encerado en medio de la sala.

– ¿Cuántos años tienes?

– Catorce – dijo Carletto.

– No, trece – corrigió Duca, comprendiendo claramente que el chico deseaba reírse de él con respuestas inexactas.

– ¡Ah, sí, trece!-dijo el delincuente junior, casi burlón.

– ¿Sabes lo que le ha sucedido a Fiorello Grassi? – le preguntó Duca, no cayendo en la trampa que el muchacho le tendía para que se enfureciera.

– Sí.

– ¿Qué le ha sucedido?

– Se ha tirado desde el terrado.

– ¿Sabes por qué se ha tirado?

Y Duca no dejaba de mirar a los otros chicos, todos en fila, todos más bien con la ansiedad en el rostro, excepto aquel pequeño criminal a quien estaba interrogando.

– Yo no.

Duca dio dos pasos hacia delante y se detuvo de repente frente a un muchacho rechoncho, de ojos turbios como de borracho, y sufriente y también trémulo de miedo.

– ¿Cómo te llamas?

Pero sabía cómo se llamaba. -Paolo Bovato.

– ¿Cuántos años tienes?

– Casi dieciocho.

– ¿Sabes por qué se ha matado tu compañero Fiorello?

La voz de Duca, baja y fría en la sala fría, tan vasta que parecía vacía aun cuando en ella estuvieran todos aquellos muchachos y aquellos vigilantes de aspecto cansado y nervioso, y aquellos directores y policías como él, parecía como salir de la cinta de un magnetófono, registrada, despersonalizada, y esto; evidentemente, impresionaba al chico.

– No, no lo sé.

Era claro que mentía, era claro que sabía, como sabían todos los demás, pero era claro también que algo los aterrorizaba y les inducía a mentir. Una tan completa, tan total, complicidad del silencio sólo podía explicarse con el terror. Duca se dirigió al fondo de la fila. El muchacho que tenía delante se pasó una mano por las mejillas híspidas, más que de barba de una pelusa parduzca e inmediatamente bajó los ojos.

– ¿Cómo te llamas?

Lo conocía muy bien. Era una pregunta puramente formal.

– Ettore Ellusic.

– ¿Eres amigo de Fiorello?

– Iba a la escuela con él.

– Pero ¿lo veías también fuera de la escuela?

– No…

Mirada siempre baja, cuello torcido, gestos infantiles de la mano sobre la cara, como si se acariciara.

– ¿No, o sí?

El chico tenía unos ojos muy hermosos; en ellos se veía su origen eslavo.

– De vez en cuando – dijo -, por casualidad.

– ¿Y dónde os veíais? – y como el muchacho callase y en su tosca socarronería intentara claramente escabullirse a cualquier pregunta, Duca lo ayudó: -Tal vez te encontrabas con él en un bar tabaquería de la Via General Fara, junto con otro de la escuela nocturna que se llama, si no me equivoco, Federico dell'Angeletto, que tiene por amiga a una chica que se llama Luisella que trabaja en géneros de punto en un apartamiento que está justamente en el mismo edificio del bar tabaquería. ¿Es cierto?

Duca puso una mano en el hombro del muchacho, y con la mano apretó en la unión de la manga hasta que el chico hizo una mueca y levantó los hermosos ojos eslavos hacia él para que aflojase la opresión.

– Sí, es cierto.

– Entonces, ¿es verdad también que ibais a ese café a jugar y Fiorello iba contigo?

– De vez en cuando.

El chico tenía el vicio de ese "de vez en cuando", y lo decía con un tono como si quisiera decir "casi nunca".

– ¿Y qué hacíais en la tabaquería tú y Fiorello?

– Eso.

– ¿Qué significa "eso"?

– Nada. Me refiero al flipper.

– ¿Jugabais al flipper?

– Sí, eso.

– ¿Sólo al flipper? ¿O también a la baraja?

A sus espaldas Duca sentía la presencia de Càrrua y del director del Instituto de Reeducación. Era una presencia tanto más gravosa, cuanto que era silenciosa. Y sentía también la presencia de los tres vigilantes, cansada e irritada, y se daba cuenta de que a nadie le gustaba aquella molesta y agria revista de jóvenes delincuentes que mentían y que fuera como fuese deformaban y alteraban la realidad.

– También a la baraja – dijo el chico. Luego añadió con precauciones: -De vez en cuando.

– ¿Jugabais dinero?

– Eso. El que perdía pagaba la bebida.

– ¿Sólo? ¿O también dinero?

– No se puede jugar dinero en locales públicos.

– Déjate de tonterías. ¿Jugabais dinero o no?

– De vez en cuando.

– ¿Jugaba también Fiorello?

– No, él no. No le gustaban las cartas.

– Entonces ¿qué iba a hacer en el bar? – dijo Duca.

De pronto, antes de que el muchacho de hermosos ojos eslavos pudiese responder, se oyó en la sala una seca y metálica risa, metálica e histérica.

– ¿De qué te ríes? – preguntó Duca dirigiéndose hacia el centro de la fila donde había un muchacho muy delgado, muy alto, de ojos redondos y saltones y barbilla sembrada de largos pelos que eran su personal intento de barba. Los ojos claros del muchacho comenzaron, intimidados, a mirar a un lado y a otro, y abajo.

– ¿Cómo te llamas? – preguntó Duca, no habiendo obtenido respuesta a la primera pregunta.

– Carolino Marassi – dijo en seguida el muchacho, burocráticamente.

– ¿Cuántos años tienes?

– Catorce.

– ¿Por qué te echaste a reír hace un momento? -Duca aguardó, pero no tuvo respuesta -. ¿Por qué?

– No lo sé.

Con dulzura, Duca insistió:

– No, tú lo sabes.

Entonces el muchacho, impulsado acaso por aquella dulzura tan repentina, volvió a reír, mirándolo con cierta ingenuidad infantil, porque en el fondo sólo tenía catorce años y no debía de estar tarado.

– Porque a Fiorello le gustaba Fric. Por esto iba al bar, aunque no jugase.

2

Duca insistió con dulzura:

– ¿Quién es Fric?

– Federico.

El muchacho lo miró; su mirada era maliciosa; el tema debía de gustarle. Tenía el aire del chico sucio e indecente pero no podrido, no corrompido.

– ¿Federico qué? ¿Sabes el apellido?

El muchacho tenía la sonrisa fácil y dijo riendo:

– Federico dell'Angeletto.

– ¿Y Fiorello iba a ese bar de la Vía General Fara para encontrarse con Federico? – Duca puso una mano en el hombro del muchacho, pero paternalmente, no amenazador. – ¿Eran muy amigos? ¿En qué sentido eran amigos?

A espaldas de Duca, Càrrua tosió. No era, claro está, un acceso de tos natural. Quería sólo advertirle que no profundizara demasiado ese punto del interrogatorio.

Y el muchacho que tenía aquel insólito nombre de Carolino, esta vez no se rió. Volvió la cara hasta quedarse casi de perfil, fuese para no mirar, fuera para no ser mirado. Luego dijo con una seriedad que tenía algo de alucinante:

– Eran novios.

Y en tanto él no reía, en aquella lúgubre sala, los otros siete chicos, a pesar de la presencia de los tres vigilantes, del director, de la policía, se echaron a reír, y aunque no rieron muy fuerte, el salón era tan grande que las risas se reflejaron de ventana a ventana y de pared a pared. Rió Carletto Attoso el protervo; rió Benito Rossi el gordinflón y musculoso, el que presumiblemente había destrozado las costillas de la joven maestra y señorita Matilde Crescenzaghi, hija del difunto Michele y de Ada Pirelli; rió Silvano Marcelli, el heredosifilítico de dieciséis años, y rió Ettore Domenici, aquel chico de diecisiete años cuya madre se echaba al mundo por los alrededores del Viale Tunisia; y rió Michelle Castello, de dieciocho años dedicado – porque no tenía ganas de trabajar – a ancianos generosos; y rieron Ettore Ellusic de los ojos de eslavo y Paolino Bovato de ojos turbios de opiómano. Rieron los siete, excepto Carolino Marassi que había dicho la frase que suscitara tanta hilaridad: "Eran novios", y todos eran chicos de la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni, excepto Federico dell'Angeletto y Vero Verini que, por ser mayores de edad, estaban en la cercana cárcel de San Vittore, y excepto Fiorello Grassi que, por motivos todavía no aclarados y totalmente personales, se había arrojado desde el terrado del Instituto de Reeducación Cesare Beccaria. Rieron todos, pero rieron solamente durante tres segundos. Luego, bajo la mirada de Duca, se callaron en seco.

– Entonces – dijo Duca, apenas se extinguió el eco de las risas, al muchacho que se llamaba Carolino, y que no se había reído -, tú que sabes tantas cosas sobre tu compañero Fiorello, acaso sepas también por qué se ha matado, por qué se ha arrojado desde el terrado de esta casa.

El muchacho no respondió y Duca repitió la pregunta. Dejó que el silencio se hiciera más denso después de aquella precisa pregunta, y fuese más significativo que cualquier respuesta. Luego volvió la espalda a aquel chico y así también a toda la fila de aquellos desdichados y se acercó al director del Instituto.

– He terminado, pueden llevarse a los muchachos – dijo.

Los vigilantes se llevaron a aquellos singulares adolescentes y la enorme sala pareció entonces todavía mayor. Duca miro a Càrrua, que estaba de pie, de arriba abajo.

– No sabremos nunca nada. Todo el tiempo perdido.

– Hablaba en voz muy baja. – Cada uno de estos muchachos sabe toda la verdad, pero no hablan. Han sido adiestrados y preparados para el asesinato de su maestra y para eludir luego la ley. Con estos ridículos interrogatorios no descubriremos nunca nada. Sólo quisiera saber por qué Fiorello se ha matado, y los muchachos lo saben, pero no lo dirán mientras sigamos interrogándolos de acuerdo con los reglamentos.

– ¿Cómo quisiera usted interrogarlos? – preguntó el director del Instituto, pero sin ironía, solamente cansado.

– ¿Con el látigo? – dijo Càrrua con mala intención.

Duca sacudió la cabeza e incluso consiguió sonreír.

– Creo que sólo queda otra tentativa que hacer para descubrir al monstruoso individuo que impulsó a estos muchachos al asesinato de su maestra.

– ¿Cuál? – preguntó Càrrua, siempre con mala intención.

– Que se me confíe a uno de esos chicos – dijo Duca concreto -. Por ejemplo, a Carolino Marassi. Es el que está menos pervertido.

– Confiártelo cómo – preguntó Càrrua.

También su voz era burlona, no sólo su mirada.

– Que me lo confíen a mi cuidado durante unos días – dijo Duca pacientemente, ante la mofa de Càrrua -. Estará conmigo día y noche, le hablaré y acabaré haciéndole decir la verdad. Esos chicos no hablan porque tienen miedo de alguien. Si consigo convencer a uno de ellos que no debe tener miedo, que más bien ha de ayudarme a descubrir y detener a ese alguien, habremos terminado nuestro trabajo. Pero para esto necesito que uno de ellos esté conmigo, que logre inspirarle confianza, convencerlo de que es mejor que me escuche a mí que a ese "otro" que los domina como domina a todos sus compañeros.

Silencio. El director del Beccaria se pasó una mano por la cara. Càrrua miraba al suelo y después dijo, pero ya sin mala intención, sino que más bien su voz se había turbado:

– ¿Sabes que existen reglamentos? La magistratura ha confiado a esos muchachos a la dirección de este Instituto. Ningún policía como tú o como yo, puede hacerse cargo de uno de ellos y llevárselo para interrogarlo, acaso para sacudirlo.

El director rió un poco nerviosamente. Duca no rió.

– No lo tocaré – afirmó.

– Pero ¿y si se te escapase? ¿Si se matase como ha hecho Fiorello Grassi? ¿Qué harías? – preguntó Càrrua.

– No lo dejaré escapar ni matarse – repuso Duca.

– ¡Ya! – replicó Càrrua agriamente -. Tú eres el demiurgo que maneja el futuro, y si quieres que una cosa no suceda no sucederá.

El director se levantó y sonrió a Duca.

– Si de mí dependiese le dejaría inmediatamente a uno de estos chicos. Yo también creo que es el único camino que queda para descubrir la verdad. Pero es difícil que un juez quiera dar su consentimiento a una operación tan poco ortodoxa.

– Se puede intentar – Duca apoyó ambas manos en la larga mesa y miró a los dos -. ¿Por qué no lo intentamos? Déjenme ese muchacho unos pocos días, ni siquiera una semana, y encontraré al verdadero culpable.

También Càrrua se levantó.

– Es posible que lo encontraras, pero no tendrás al chico. El juez no te lo concederá nunca.

Apasionada y furiosamente Duca golpeó con la mano el tablero de la mesa.

– Intenta pedírselo – y levantó la voz.

– Lo intentaré, pues no faltaría más – dijo Càrrua enojado y de nuevo con mala intención – y mañana iré a decirte de qué manera me ha dicho que no.

3

Viale Brianza, número 2. Livia detuvo el coche. El día anterior había estado en la peluquería y se había hecho cortar el pelo casi como un hombre, luego se había puesto una peluca de cabellos largos que al caer sobre sus hombros y en torno a la cara ocultaban un poco las pequeñas cicatrices. No era un día milanés: había mucho sol aunque hacía mucho frío, y ella se aprovechaba de aquél y se había puesto grandes lentes oscuros que cubrían también un poco las cicatrices.

– ¿Por qué no te apeas? – preguntó a Duca.

"¿Por qué tengo que apearme?", pensó él, mirándola a través de la ancha cortina de cabellos que le cubrían el rostro. Nada servía para nada, nadie se interesaba por nada, nadie quería saber la verdad; había muerto una joven maestra; once muchachos se negaban a hablar, la habían maltratado, torturado y quitádole la vida, pero a causa de su edad serían condenados a ridículas penas. Que hubiese alguien que los hubiera impulsado, el verdadero, el auténtico responsable del asesinato, no le importaba a nadie; que una doctora proporcionase opiáceos a uno de esos chicos y conviviese con la hermana de éste, tampoco interesaba a nadie; la policía y los jueces se hallaban sepultados bajo toneladas de expedientes y no tenían tiempo para refinamientos. ¿Qué sentido tenía, por tanto, ir al Viale Brianza 2 para interrogar a una profesora de obstetricia y a su enfermera y amiga? Ninguno, porque no interesaba a nadie.

– ¿Por qué no te apeas? – repitió Livia.

Era tan cómicamente hermosa con aquellos largos cabellos que parecían dos cortinas sobre su rostro, y aquellos grandes lentes oscuros, que se enterneció al mirarla.

– Baja también tú y subamos juntos – le dijo -. Y déjame ver el revólver.

Obediente, ella abrió el bolso y sacó de él el pequeño "Beretta".

– ¿Visto?

Sí, visto. Pocos pueden imaginar cuán fáciles suelen ser las ocasiones en que sea menester defenderse disparando, incluso para una mujer. Juntos se apearon del coche, que permaneció bajo la señal de aparcamiento prohibido. La portera dijo que la profesora Romani vivía en el tercer piso y que el ascensor estaba estropeado. Subieron los tres pisos, llamaron al timbre bajo el rótulo Ernesta Romani, y nada más, ni un Dra. o un Prof., sólo Ernesta Romani, y acudió a abrir una joven.

No era necesario preguntarle quién era; se veía en seguida: era la hermana de Paolino Bovato; es más, parecía el mismo Paolino Bovato de los ojos turbios a causa de láudano y opio, y sólo vagamente había en ella algo de femenino, un poco por sus labios tan rojos, y otro poco por las bellas y largas piernas que asomaban bajo el blanco delantal de enfermera.

Para que la situación quedase clara en seguida, Duca entró con Livia en el estrecho recibimiento y mostró su credencial.

– Policía – y se guardó la credencial en el bolsillo -. He de hablar con la profesora Romani.

La hermana de Paolo Bovato lo acompañó a la acostumbrada habitación que hacía de sala de espera, con las atrasadas revistas deshojadas y apañuscadas sobre una mesita anónima, y en una pared un apacible y pequeño cuadro rojizo que sin duda debió de representar un bosque en otoño.

La profesora Romani, la hermana de la asistenta social, entró un instante después. Era muy distinta de Alberta Romani: más alta, evidentemente más nerviosa, impresionable e irritable que su hermana. Llevaba grandes lentes perfectamente redondos, de montura muy delgada, en oro, que daba a su cara, aunque no muy joven, un aire de estudiante norteamericana, como las que se ven en los filmes.

– Tengan la bondad – dijo, invitándoles a entrar en el estudio. Y repitió: – Tengan la bondad – para invitarles a que se sentaran en unas butacas de metal ante su escritorio, también de metal, y, como una maestra que ha hecho una pregunta, pareció esperar que sus dos alumnos respondieran.

Duca no dijo nada. Miraba los lentes de la profesora de obstetricia, la bella y delgadísima montura de oro, y aquella forma perfectamente redonda que le daba una inmediata sensación de alta clase. Tampoco Livia, claro está, dijo nada. Tenía la cabeza baja, se miraba las rodillas; acaso la falda resultaba un poco corta para una mujer que hacía de chófer de un policía; tal vez sí, era demasiado corta.

El silencio, evidentemente, puso nerviosa a la profesora.

– ¿Policía? – preguntó con voz llena de ansiedad y, no obstante, orgullosa.

Duca afirmó con la cabeza. Luego dijo, tranquila y lentamente sentándose mejor en aquella butaca tan incómoda:

– Ya he interrogado a su hermana a propósito del asesinato de la maestra de la escuela nocturna. Su hermana es una persona de muy buen sentido y ha hablado con mucha sinceridad. Así he sabido que la joven que tiene usted como enfermera no es enfermera, sino una joven a quien usted practicó una intervención que el código no considera legal. También me ha dicho su hermana que usted proporciona, o por lo menos ha proporcionado hasta hace unos diez días, opio o sus derivados al hermano de la joven que nos ha abierto la puerta hace unos minutos, y que la hace a usted víctima de chantaje.

La profesora Ernesta Romani parecía tranquila; es más, de vez en cuando bajaba la cabeza asintiendo, como para confirmar la exactitud de lo que decía Duca.

– El aborto en esas condiciones y el suministro de alucinógenos son delitos para los cuales está prevista la detención inmediata – continuó Duca -, pero de todos modos no he venido a esto, al menos por el momento. Deseo sólo hacerle algunas preguntas con respecto a los chicos de la escuela nocturna. Por ejemplo, sobre Paolino Bovato. También su enfermera, por ser hermana de Paolino Bovato, podrá contestarme sobre este particular.

– ¿Quiere usted que la llame? – preguntó Ernesta Romani.

– Sería mejor.

La profesora se levantó, abrió la puerta que daba a un pasillo y llamó:

– Beatrice. – Esperó unos segundos; luego la joven llegó a la puerta. – Entra. La policía quiere interrogarte.

Las dos vestidas de blanco, la joven con un largo delantal, la profesora con una bata masculina, se sentaron detrás de la mesa y aguardaron. No parecían tener miedo, pero acaso lo tenían.

– Hace casi dos semanas, como ustedes saben muy bien, una joven maestra fue asesinada por un grupo de muchachos de la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni. Esos muchachos son los autores materiales del asesinato, pero nosotros tenemos motivos para creer que fueron impulsados a cometer ese delito por una persona que los instruyó y organizó para que lo llevaran a cabo. Una persona a quien esos muchachos, por encima de todo, deben de tener también mucho miedo, ya que no la nombran nunca, no hablan nunca de ella, y aunque se les interrogue responden que no, que no conocen a nadie y que no saben nada. – Duca hablaba casi con desgana, como un profesor que explica por milésima vez la misma lección. – Usted, profesora, conoce muy bien a uno de esos muchachos, Paolino Bovato; y también usted, señorita Beatrice, lo conoce mucho porque es su hermano, y por esto acaso puedan contestar a la pregunta que les hago: ¿saben si Paolino Bovato o algún compañero suyo de escuela tenían una amistad continua con una persona adulta? Quiero decir esto: los chicos hacen amistad con muchachos de su edad; con los adultos o personas mayores tienen sólo breves relaciones por un momentáneo interés. Aquí, en cambio, se trata de amistad. Uno de esos muchachos, podría ser el mismo Paolino, conoce a un adulto por quien siente amistad e incluso sujeción y que lo ha instigado a cometer, junto con sus compañeros, el asesinato de la maestra, es decir que él es el que ha ordenado el delito, el verdadero culpable. Ustedes conocen las compañías que frecuentaba Paolino y podrán darme algunas indicaciones útiles.

La hermana de Paolino, Beatrice Bovato, negó en seguida con la cabeza; luego, con voz baja, pero apasionada por la ira, dijo:

– Mi hermano es un indecente y un criminal, y no dice nada de lo que hace, ni adónde va ni con quién. Es peor que su padre: yo tenía diez años cuando intentó violarme. Mi madre nos había dejado solos en casa y me salvé sólo porque logré darle un empujón y fue a caer sobre la estufa de carbón y se quemó las nalgas. Entonces me dejó escapar. No sé qué amigos tiene, me puse a servir a los trece años, y ya no pude volver a casa, so pena de que mi madre me obligara a hacer el oficio. No sé nada de Paolino; no puedo conocer a sus amigos, ni nada. Sólo sé que se presentó hace un año para hacernos chantaje a la profesora y a mí, porque es un canalla y habrá sido él el que haya organizado el asesinato de la pobre maestra. Es muy capaz; no necesita ayuda ni consejos.

No había mucho amor fraterno en todas aquellas palabras, pero sí mucha verdad. Duca vio que la profesora ponía una mano en el hombro de la joven, una hermosa mano casi masculina, con uñas muy cortas y cuadradas.

– Lo que quiere decir que ni siquiera usted sabrá mucho sobre las amistades de Paolino – dijo a la profesora.

Ernesta Romani quitó la mano del hombro de la joven.

– Creo comprender lo que usted necesita saber y acaso pueda serle útil.

Duca apretó lentamente los puños al oír aquellas palabras, mientras Livia volvía a mirarse las rodillas. Precisamente en aquel instante pasó un camión zumbando por la calle. Ernesta Romani aguardó a que cesara el ruido y luego dijo:

– Una vez, cuando vino aquí Paolino para la acostumbrada ración de opiáceos, se sentía tan mal que se bebió casi medio vasito de láudano, y hubo de estar tendido en la cama cierto tiempo hasta que se recuperó.

Hablaba bien, nítida y ordenadamente, pero con una voz un poco insegura, ni masculina ni femenina.

– En ese estado de relajamiento químico, muchos no pueden controlar lo que dicen, y Paolino me contó que había estado en Suiza con un amigo suyo, y que le había gustado mucho Suiza. Estuvo allí sólo un día, de la mañana a la noche, pero él y su amigo habían conocido a dos chicas italianas que trabajaban como camareras en un gran hotel, dos bellas jóvenes. Quería volver a Suiza, aunque, según decía, era un poco difícil para él porque no tenía pasaporte, ni carnet de identidad y todavía era menor de edad, pero iría con su amigo porque quería volver a ver a las dos chicas; pasarían la frontera fuera como fuese con tal de verlas. Además, había allí un señor muy amable que aquella vez los había acompañado hasta la frontera y que acaso los acompañaría otras veces. Luego siguió repitiendo que aquellas chicas eran muy bonitas, una rubia y otra morena; a él le gustaba la morena. Yo lo escuchaba: sentía asco y al mismo tiempo ganas de reír; asco por aquel muchacho de diecisiete años, ya deshecho en todos los aspectos, tanto físico como moral, y ganas de reír por las estúpidas cosas que decía sobre aquellas dos jóvenes.

Duca esperó que la profesora Romani siguiera hablando, pero ya había terminado. Entonces le preguntó:

– ¿Cuánto tiempo hace que ocurrió eso?

– El verano pasado, creo que a finales de julio o principios de agosto.

– ¿No le dio ningún detalle sobre ese amable señor que los había acompañado a la frontera?

– No, creo que no; pero comprendí por lo que contaba que debió de haberlos acompañado en coche a la frontera.

Era muy probable. En coche se va fácilmente a todas partes.

– ¿Y no le dijo siquiera por qué parte habían cruzado la frontera? ¿Por Cannobio, Luino, Ponte Tresa?

Trataba de ayudar su memoria, pero ella sacudió la cabeza.

– No, no me lo dijo. Aunque se hallaba en estado casi de estupor, se mostró muy prudente.

Comprendía. Se levantó.

– Gracias – dijo.

– No sé si le he sido útil – dijo Ernesta Romani -; espero que sí.

– Tal vez sí – respondió Duca. Miró a las dos mujeres de pie, la hermana de Paolino Bovato y la profesora. Sintió por ellas una gran piedad. Salió con Livia y subió al coche -. Llevan e a la Jefatura.

No fue fácil. Aunque ella conducía muy bien, el tráfico era muy grande, desagradable e irritante, y los que conducían se miraban con odio; los semáforos estaban siempre en rojo, y él tuvo tiempo para pensar. Paolino Bovato. Su amigo. Los dos iban a Suiza – ¿cómo? No tenían ninguna documentación – y había un señor que los había acompañado por Suiza, probablemente en coche. Pero en coche los dos muchachos no podían pasar la frontera sin documentación. Quizá se tratara de unas palabras sin sentido dichas por Paolino bajo los efectos del opio. Y además, ¿qué relación podría tener esa historia con lo que estaba buscando? Pensaba con los ojos cerrados y los abrió sólo cuando ella le dijo:

– Hemos llegado.

Estaban en el patio de la Jefatura.

– Espérame aquí – dijo a Livia.

Subió corriendo la escalera, caminó de prisa por el corredor; algo se encendía y apagaba en su mente, como una señal de atención; le sucedía a veces cuando se reflejaba en torno a alguna cosa y se hallaba cerca de encontrar la solución mejor, la decisión más justa.

Abrió la puerta de su despacho. Olía a cera y estaba muy limpio; la mujer de la limpieza lo consideraba evidentemente un despacho muy importante y limpiaba con el mayor interés las pocas cosas que allí había: cada uno se erige los ideales que prefiere.

Con una llavecita abrió uno de los cajones de su mesa y sacó una gruesa carpeta en cuya cubierta no había nada escrito, pero él no necesitaba títulos para saber lo que había dentro. Lo primero que vio fue la fotografía aquélla, pero le dio la vuelta en seguida porque prefería no recordarla; luego estaban las pequeñas carpetas, once, cada una dedicada a uno de los once muchachos. Estaban por orden alfabético: Attoso, Carletto; Bovato, Paolino; Castello, Michele, y así sucesivamente. Ojeó uno a uno todos los papeles. Buscaba algo, pero no sabía qué. Sabía que le había dicho a Livia que lo esperase, que regresaría en seguida, pero al cabo de más de media hora había llegado a la carpeta nueve sin haber encontrado nada. No halló nada tampoco en la décima ni en la undécima. Pero sin duda es muy difícil hallar lo que se busca cuando no se sabe lo que es.

Le quedaba sólo una carpeta, y ya ni siquiera recordaba lo que era. Lo supo leyéndolo: era el mapa. La descripción de todo lo que se había encontrado en el aula A de la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni. Número 1, maestra, naturalmente. Número 2, bragas. Número 3, zapato izquierdo, y así sucesivamente. Número 11, sostenes; número 16, trozo de oreja; número 18 cincuenta céntimos suizos.

Releyó: número 18, cincuenta céntimos suizos. Uno de los chicos, durante el asesinato, había perdido una moneda suiza. Una monedita suiza podía tenerla como un regalo, o por haber estado en Chiasso o en Lugano comprando cigarrillos, chocolate, o lana para labores. Era muy probable que alguno de esos muchachos hubiese estado en Suiza, y entonces uno de esos alguno era Paolino Bovato, el que había dicho a la profesora Romani haber estado en Suiza con un amigo.

Mientras guardaba la carpeta en el cajón, se hizo dos preguntas. La primera era: ¿quién era ese amigo de Paolino que había estado con él en Suiza? La segunda: ¿qué habían ido a hacer a Suiza? Luego, mientras se dirigía a la puerta, se hizo otra, la tercera: ¿y por qué aquel señor los había acompañado a Suiza?

Había salido y se disponía a cerrar la puerta, cuando sonó el teléfono. Volvió al despacho y descolgó el receptor. Era Càrrua.

– Te estoy buscando desde esta mañana.

– Aquí estoy.

– Baja, que tengo una buena noticia.

Duca descendió tranquilamente, sin prisa, al despacho de Càrrua. Según la filosofía china nunca se puede saber si una noticia es buena o mala. La noticia de haber ganado a la lotería parece buena, pero si al ir a cobrar el premio uno acaba bajo las ruedas de un filobús y muere, la noticia cambia.

– Eres un hombre lleno de fascinación – le dijo Càrrua apenas entró -. Fascinas a todos, a las mujeres, a los hombres, a viejos funcionarios como yo e incluso a integérrimos directores de Institutos de reeducación. Me refiero al director del Beccaria.

Duca se sentó delante de la mesa; creía comprender.

– ¿No sientes curiosidad por saber lo que ha sucedido? – continuó Càrrua.

– Sí, siento curiosidad.

Era mejor responderle así. Pero se sentía más cansado que curioso.

– Aquella noche que estuvimos en el Beccaria por causa del suicidio de Fiorello Grassi, dijiste que necesitarías llevarte a casa a uno de esos chicos encerrados en el instituto, para interrogarlo mejor, para mejor convencerlo de que dijera la verdad. Por lo menos lo recuerdas, ¿no?

– Sí, lo recuerdo.

Tuvo un estremecimiento y al mismo tiempo sentía calor. Tal vez gripe, pensó. Se conmovía cuando Càrrua intentaba chancearse. Y sonrió para que estuviera contento.

– Bueno. Pues le pedí al juez que nos permitiera sacar a uno de esos chicos y llevárnoslo de recreo unos días para interrogarlo mejor, y él, sabiendo que iba a confiártelo a ti, ha dicho que sí. Te conoce; me dijo que jamás aprobó tu condena por eutanasia, que él te habría absuelto, y me ha firmado inmediatamente la orden. Aquí está. Pero antes de dártela quiero explicarte varias cosas.

Duca asintió, que explicase.

– Si ese chico se te escapa, pierdes el puesto; te pongo en la calle con mis propias manos. – Càrrua hablaba con pasión, no bromeaba. – Si le sucede algo, si se rompe una pierna, si alguien lo hiere o te lo escamotea, pierdes el puesto y además te vas a la cárcel.

Duca siguió diciendo que sí. Perfectamente lógico.

– Y cualquier cosa que le suceda a ese chico que me haga perder también el puesto a mí – Càrrua había continuado levantando el tono de voz-, porque yo he patrocinado esa idea tuya de sacar a uno de esos chicos y llevarlo a dar un paseo por Milán, entonces no sólo pierdes el puesto y te vas a la cárcel, sino que te rompo la cara con mis propias manos.

Duca pensó que era justo, y asintió de nuevo.

– Tal vez hayas comprendido lo que he querido decir – dijo Càrrua.

– Ciertamente.

– Entonces con este papelito te puedes ir al Beccaria. El director, a quien también tienes fascinado, te entregará a cualquiera de ellos, a tu elección. Me parece que hablaste de uno que tiene un curioso nombre.

– Sí, Carolino. Carolino Marassi.

4

Carolino Marassi salió, pero muy incrédulo, por el portón del Beccaria, al lado de Duca. Miró la plaza; llevaba un pequeño abrigo de mangas demasiado cortas para él, que le dejaban al descubierto buena parte de las muñecas, amoratado por el frío y aquí y allá sucio de mugre. Había niebla y hubiese podido huir fácilmente: Duca no lo llevaba de la mano. Pero era desconfiado y tenía miedo de una trampa: a lo mejor las calles que daban a la plaza estarían bloqueadas por policías y él caería en sus brazos como un estúpido. Antes de huir quería comprender algo de aquella historia, porque no entendía nada.

– Sube – le dijo Duca, manteniendo abierta la puerta posterior del coche. Él se sentó junto a Livia, que estaba al volante -. Vamos a mi casa.

Carolino miraba las calles con los ojos muy abiertos, saltones y clarísimos: Via Torino, Plaza Duomo, Corso Vittorio, San Babila. Pensaba intensamente, pero los pensamientos no se le ponían en orden: como caballos desbocados, se lanzaban sin freno por todas partes. ¿Por qué había ido a buscarlo aquel policía? ¿Por qué se lo llevaba a su casa? ¿Por qué no lo vigilaba mejor? También ahora, en el coche, le volvía la espalda; no se preocupaba para nada de él, y Carolino, si hubiese querido, habría podido abrir de golpe la portezuela y lanzarse del coche, pues avanzaban muy despacio a causa del tráfico.

– Éste es Carolino – explicó Duca. Sin volverse hacia él le dijo: – Ésta es Livia, mi chófer.

Carolino encogió un hombro, se frotó las manos que con la tibieza del interior del coche comenzaban a deshelarse y pensó irritado qué significaba aquella broma de decirle que aquella chica era el chófer. No tenía ganas de bromear.

– Párate ante la primera carnicería que veas – dijo Duca a Livia. Y ella se detuvo casi inmediatamente porque había visto una a pocos metros más adelante-. Bajemos todos – dijo Duca, y entró el primero en la carnicería, sin preocuparse de si el chico le seguía o no.

Pero Carolino lo siguió al lado de Livia, flaco y alto, con aquellos cabellos de un castaño sucio, también llenos de mugre, cortos e híspidos. Era casi tan alto como ella.

– Cuatro costillas grandes -pidió Duca.

El carnicero le sonrió amistoso, luego dirigió una mirada sin sonrisa a los andrajos de Carolino.

– Viene conmigo – dijo Duca.

Carolino miraba al suelo, torvo; sabía que iba mal vestido y se avergonzaba de ello en aquella tienda.

– Ponga también kilo y medio de carne para puchero – añadió Duca.

– Le daré un trozo superior, ya verá – dijo el carnicero.

Duca ofreció a Carolino el paquete de cigarrillos.

– Fuma – y le encendió el cigarrillo -. Ahora hemos de ir a una charcutería – dijo a Livia, volviendo a subir al coche.

La charcutería no estaba muy lejos.

– Aquí está – dijo Livia, deteniéndose.

– Si no quieres bajar – indicó Duca a Carolino – puedes continuar en el coche mientras nosotros compramos.

El muchacho, mal vestido, se avergonzaba.

Carolino meditó las palabras y luego dijo:

– Sí, me quedaré en el coche.

Vio al policía y a su chofer entrar en la charcutería, que estaba llena de gente: seguramente estarían allí un buen rato. Miró luego la llavecita del contacto, que el policía había dejado puesta. Entonces algunos pensamientos comenzaron a galopar por su mente y se unían a otros. Empezaba a comprender una cosa. Lo ponían a prueba: querían ver si se escapaba. También en aquel momento podía huir con ese coche. Sabía conducir; no necesitaba el carnet, ni haber cumplido dieciocho años, y podía irse con aquel coche. Pero ¿hasta dónde podría llegar? Ni siquiera tendría tiempo de encontrar un ciapparoeud para venderle las ruedas con todos los neumáticos, y ya le habrían echado el guante. Y una vez encerrado de nuevo, la pagaría cara. No huiría tan estúpidamente, sin una lira. Si se presentaba alguna buena ocasión, lo intentaría, si no, nada.

– Ahora vayamos por fin a casa – dijo Duca a Livia, al salir de la charcutería. Subió al coche con ella, sin mirar siquiera si dentro estaba el chico o no. Luego vio que estaba allí -. ¿Tienes hambre? – le preguntó.

– Sí, un poco – respondió el muchacho en seguida, instintivamente; hacía años que el hambre habitaba su estómago, acaso desde que había nacido, y nunca había podido apartarla del todo.

– Casi hemos llegado – dijo Duca.

A través de la niebla que con la noche se hacía más espesa, el coche atravesó lentamente Via Pascoli y se detuvo en la plaza Leonardo da Vinci.

– Vamos, Carolino – indicó Duca. Lorenza acudió a abrir-. Traigo un amigo que se quedará a cenar con nosotros – le dijo -. Ésta es mi hermana. Vamos, Carolino.

Se lo llevó al baño. Cerró la puerta y abrió el grifo de la bañera, el del agua caliente.

– Desnúdate y pon toda esa ropa en el suelo, en ese rincón.

El muchacho obedeció: se dirigió al rincón y comenzó a desnudarse. Duca encendió un cigarrillo y se lo dio.

– Piojos, no, ¿verdad?

– No, piojos no; chinches, sí.

– Pero sólo en las camas, en los colchones.

– Sí, pero hay muchas, y alguna se queda encima. Pero yo tengo pocas.

– Mejor que sea así – dijo Duca.

Cerró el agua caliente; el vapor inundaba como niebla el cuarto. Abrió un poco el grifo de agua fría. Encendió un cigarrillo para sí. A la tercera bocanada, el chico ya estaba allí, desnudo y ya sudando.

– ¿Cómo te gusta el baño, caliente o frío?

Carolino sacudió la cabeza.

– No lo he tomado nunca. Sólo la ducha cuando estaba en el Beccaria. Estaba casi fría y no me gustaba.

– Prueba con el pie a ver si te va bien – dijo Duca. El chico probó y repuso que le gustaba tan caliente -. Entra despacio, no de pronto. -Miró a aquel muchacho alto que entraba en la bañera, todo huesos y picaduras de chinches-. Distiéndete, así. ¿Estás bien?

– Sí – repuso el chico.

– Espérame así, que ahora mismo vuelvo.

Duca hizo un lío con toda la ropa que el chico se había quitado de encima, incluso de los zapatos, salió del cuarto de baño, corrió a la terracita de la cocina, donde estaba el tubo para la basura, y pieza por pieza lo echó todo dentro; los zapatos hicieron mucho ruido.

– ¿Qué haces? – le preguntó su hermana asomándose a la terraza.

– Desinfección – respondió Duca.

Volvió corriendo al baño. El muchacho estaba colorado, pero el agua se había vuelto muy oscura.

– Mira, esto es un guante de esponja. ¿Los conoces?

– No.

– Te lo pones así como un guante, luego, con la otra mano, coges el jabón y lo frotas sobre el guante hasta que éste se haya llenado de jabón. Después con el guante te pasas la mano por el cuerpo para hacer mucha espuma.

Le explicó cada detalle y se quedó mirándolo. El chico comprendió en seguida y se limpiaba a conciencia, pero hubo que cambiar el agua y esto requirió tiempo antes de que quedase realmente limpio. Los cabellos, aclarados de pronto, enrubiados. Afuera, Lorenza gritó:

– Duca, ¿puedo sacar la pasta?

– Estaremos listos dentro de diez minutos – dijo Duca.

Le dio al muchacho uno de sus pijamas. No le estaba demasiado largo; sólo hubo que doblar un poco las mangas y los bajos, como si se preparase para una lección de judo.

A los doce minutos estaban los cuatro a la mesa, en la cocina, y Lorenza sirvió las fettuccine con el asado.

– Sírvele más – le dijo Duca, y su hermana vació el humeante escurridor en el plato del chico.

Carolino miró la montaña de pasta que tenía delante, la vio enrojecer y crecer todavía más cuando Lorenza le puso el estofado y después la blanca nieve del queso. Pero se sentía incómodo, lleno de Vergüenza, a pesar de que Livia y Lorenza le sonreían, o dejaban de mirarlo. Duca, que estaba a su lado, le mezcló las fettuccine y le puso el tenedor en la mano.

– Come, y no te preocupes de nada.

Carolino enrojeció más, pero comenzó a comer; sólo miraba el plato. La presencia de las dos mujeres le causaba un gran malestar y lo hacía aún más desconfiado. Pero tenía tanta hambre, que hubo un momento en que ya ni se preocupó de cómo usaba el tenedor, si la mitad de lo que cogía con él se le quedaba fuera de la boca y si sorbía la pasta vorazmente. Duca encendió la radio porque todos estaban callados, y el parloteo de los transistores pareció complacer a Carolino, que comió casi siguiendo el ritmo de las palabras del que estaba dando las noticias. El plato de fettuccine que había hecho servir a Carolino era enorme, pero Duca imaginaba fácilmente el apetito de quien sale de ciertos institutos. En efecto, la montaña de pasta con estofado desapareció rápidamente.

– Ponle un huevo en su chuleta – dijo Duca a Lorenza que estaba ante el hornillo.

– Sí, ya me lo habías dicho – respondió Lorenza.

Un momento después Carolino tenía delante la gruesa costilla con un huevo frito encima. Miró incrédulo a Duca.

– Bebe un poco de vino – lo invitó Duca, llenándole el vaso.

Carne y huevos: el chiquillo acaso no había visto tanta carne en su plato desde que había nacido. Con todo y estar en los huesos, no estaba tuberculoso, pero si seguía con la alimentación del reformatorio no tardaría en estarlo. Carolino no sabía siquiera cómo atacar toda aquella carne y el huevo, pero el instinto lo ayudó. Atacó primero la carne, vorazmente, empleando al principio el cuchillo, luego, cuando la hubo liquidado toda, cogió el hueso con las manos y lo dejó completamente mondo. Después, con un trozo de pan y el tenedor hizo desaparecer el huevo.

– Bebe – dijo Duca, llenándole de nuevo el vaso. El chico lo vació de un trago. Duca le llenó un tercero-. Éste bébetelo poco a poco – le dijo.

Carolino enrojeció. Era curioso ver enrojecer a uno de aquellos muchachos. La radio retransmitía ahora una cancioncilla. Duca seguía el ritmo golpeando la mesa con los dedos. Lorenza y Livia hablaban en voz baja. La pequeña cocina estaba caliente, lleno el aire de sabrosos aromas. Carolino brillaba de sudor, de vez en cuando bebía un sorbo de vino, pero seguía con los ojos bajos.

– ¿Un cigarrillo? – le preguntó Livia, y le tendió el paquete por encima de la mesa.

Carolino miró todas aquellas pequeñas señales que Livia tenía en la cara. ¿Qué serían? Pero era hermosa, a pesar de todas aquellas señales. Vio ante sí la llama de un encendedor, que le tendía Duca. Encendió el cigarrillo y lo fumó lentamente. Duca le dio otro y lo fumó también. Ahora ya no tenía los ojos bajos, miraba a un lado y a otro, pero sin fijar los ojos en nada. De vez en cuando los labios se abrían en una tentativa de sonrisa, y tres vasos de vino lo habían hecho menos desconfiado. Luego comenzó a parpadear mientras terminaba el cigarrillo.

– ¿Tienes sueño? – le preguntó Duca.

Carolino aplastó la colilla en el cenicero. Ahora, no sabía por qué, veía al policía a través de una niebla y oía una voz de mujer en el lugar donde estaba la joven que tenía en la cara todas aquellas pequeñas señales: "Claro que tiene sueño". Otra voz de mujer le dijo algo cerca del oído: "¿Qué tienes?". Después sintió en el hombro la mano del policía: "Ven, Carolino. Es sólo un poco de cansancio". La mano del policía lo sujetó del brazo sin rudeza, paternalmente. Carolino se levantó, se dejó llevar por el policía a través de la niebla de la estancia; no comprendía dónde iba, no sabía por qué tenía tanto sueño. Acaso estaba ebrio. Oyó aún la voz del policía: "Échate aquí, en la cama". Él asintió, sin ver siquiera dónde estaba el lecho, pero el policía lo hizo sentar y tenderse en la cama, lo tapó. Después sintió la mano del policía. "Estás cansado, tienes que dormir". La almohada era blanda y el colchón también; las sábanas, lisas, no raspaban como las del instituto. No supo nunca si el policía había apagado la luz o él se había dormido de pronto.

5

Se despertó saciado de sueño, y no porque algún ruido lo hubiese despertado. Miró las líneas de luz de las persianas de la ventana y por el tipo de luz comprendió que habría mucha niebla. Luego, de pronto, se dio cuenta de que no estaba en el Beccaria, y lo recordó todo, desde que el policía lo había sacado del Instituto, hasta que le vino el sueño, y se sentó para ver dónde se encontraba. Era una habitación pequeña, pero que a él le pareció suntuosa: había un armario, una cómoda, dos sillas de madera clara, una mesilla de noche, y nada más, absolutamente ningún otro mueble, pero a él le pareció muy arreglada, llena de cosas. En la mesilla había una pantalla amarilla y un pequeño despertador que señalaba las once cuarenta. Nunca había dormido tanto; bostezó, pero tenía ya las ideas claras y una de ellas debió de haberle crecido en la mente durante la noche: el policía quería jugarle una mala pasada. Lo trataba tan bien porque iba a jugársela. Nadie hace nada por nada y Carolino se preguntó qué querría el policía a cambio de todo aquello: quería saber la verdad.

Estaba apañado.

Saltó del lecho y, descalzo, se dirigió a la ventana, abrió los postigos y las persianas, pero en seguida volvió a cerrar los postigos por el frío, y no vio nada o casi nada. La ventana daba al patio, pero la niebla era tan grande que distinguió sólo los balcones y las ventanas a los lados.

– Buenos días, Carolino.

Carolino se sobresaltó. Vio al policía que llevaba en la mano un gran paquete y una caja y que dejaba la caja y el paquete en la cama.

– Buenos días, señor.

– No digas señor – dijo Duca -, no estamos en el reformatorio.

– Sí, señor.

Sonrió por haber repetido la palabra. Siguió al policía, que lo llevó al cuarto de baño.

– Lávate bien, no tengas miedo de gastar jabón.

Lo dejó solo en el cuarto de baño y se fue a la cocina donde estaban Lorenza y Livia. Cuando oyó al muchacho salir del cuarto, fue a buscarlo y lo llevó a la habitación donde había dormido y abrió el grueso paquete. Había allí todo lo necesario para vestirlo: calzoncillos, camiseta, camisa y hasta corbata. Había también un traje gris claro y en la caja los zapatos.

Carolino miró todo aquello, intuyendo que era para él. Miró al policía y éste le dijo:

– Pruébatelo a ver si te está bien. Lo hemos calculado a ojo.

Había enviado a Livia a la Rinascente a comprar todo lo necesario para vestir al muchacho – era posible que un día la administración de la Jefatura se negase a pagarle los gastos, o no – y Livia tenía buen ojo y buen gusto.

Ayudándole un poco a vestirse, porque probablemente Carolino no habría llevado nunca ropas de aquella clase, ciñéndole lo justo el cinturón, haciéndole con gracia el nudo de la corbata, el chico se transformaba bajo sus. manos como si éstas trabajasen pastelina. Se hubiese convertido en un joven caballero, de no haber sido por sus largos cabellos, que le caían por todas partes. Livia tenía buen ojo, y aun cuando no había tomado ninguna medida del muchacho, todo le caía bastante bien, excepto, claro está, las mangas, un poco cortas, porque Carolino tenía los brazos largos en relación con los hombros.

– Me parece que estás bien – le dijo Duca -. Te faltan un par de cosas, un corte de pelo y un afeitado, al menos para quitarte estos largos pelos, y un buen abrigo. Así estarás listo.

Y cuando, por la tarde, después de haber pasado por la barbería y puéstose un abrigo gris claro recién comprado, Carolino se miró al espejo bajo los porches del Corso Vittorio, consideró que aquella persona que veía reflejada no era él. Tampoco sus manos, tratadas por una gentil manicura, eran las suyas. Miró al policía, miró a la muchacha que estaba con él, la que tenía todas aquellas señales en la cara, y bajó los ojos.

Aquel día el policía lo llevó al cine. Al día siguiente se fue con él a comer a un restaurante en el campo, cerca de un pequeño lago que apenas se veía por la niebla. El policía iba siempre acompañado dé la muchacha, que debía de ser la novia o la ayudante, no lograba entenderlo bien. Los dos eran amables y no lo molestaban nunca con demasiadas preguntas; le daban lo que necesitaba, desde la comida hasta los cigarrillos; no parecían vigilarlo, aunque muy bien pudiera ser que no se les escapara el menor de sus movimientos. El deseo de escapar era para él un prurito peor aún que el que le ocasionaban los parásitos del Beccaria, pero era un chico inteligente. No podía creer que un policía lo hubiese hecho salir del reformatorio así, gratuitamente, y que gratuitamente también lo alimentase y lo llevase de paseo. Había algo en aquel policía que le gustaba mucho, y nunca de policías y afines le había gustado nada, y era que lo trataba como una persona cualquiera y no como carne de presidio. La noche del interrogatorio lo había tratado mal, pero ni siquiera le dio una bofetada. Ahora, a su lado, se sentía uno cualquiera, uno de tantos que nada habían tenido que ver nunca con la policía. Tenía cuantas ocasiones de huir quisiera, de la mañana a la tarde y también por la noche; bastaba que abriese la ventana de su dormitorio; estaba en el primer piso y él sabía saltar algo más que de un primer piso.

El quinto día, por la tarde, la muchacha bajó del coche y entró en una tienda para hacer unas compras, y el policía, por primera vez comenzó a hacerle preguntas. En el coche se estaba caliente; afuera, por los cristales de la portezuela, se veía emerger de la niebla las caras lívidas de los paseantes.

– ¿Estuviste alguna vez en Suiza?

– No.

– ¿Sabes si ha estado alguno de tus compañeros?

– No lo sé.

– ¿Sabes que aquella noche, cuando matasteis a la maestra, uno de vosotros perdió una moneda de medio franco suizo?

– No, no lo sabía.

Duca había comenzado a interrogarlo así, de pronto, pensando pillarlo desprevenido. Tal vez. Pero a esa gente nunca nadie la pilla desprevenida, y las respuestas de Carolino lo demostraban. Sin embargo, no perdió la paciencia; ya no podía perderla porque la había perdido hacía mucho tiempo.

– Bien – le dijo -. Tú no sabes nada. Vamos a ver si puedo ayudarte a saber alguna cosa. Hoy es el quinto día que estás conmigo, casi libre, bien vestido; comes bien y no te falta nada. Dentro de cinco días habrás de volver al Beccaria, y lo sentiré mucho porque si me hubieses ayudado, podría evitar que regresaras al reformatorio. Conozco gente que te avalaría, se comprometería a mantenerte y te encontraría trabajo. De este modo no volverías al Beccaria. Todavía dispones de cinco días para pensarlo. No doy consejos, ni siquiera a los chicos como tú, pero esta vez te doy uno. Ayúdanos a meter en la cárcel a la miserable o al miserable que prepararon el asesinato en la escuela y tú volverás a ser un nombre como los demás, en lugar de un cliente de reformatorios y cárceles. Ahora no me contestes nada, pero piénsalo.

Carolino vio surgir de la niebla el rostro señalado de la chica del policía; se abrió la portezuela del coche, entró una ráfaga de aire frío que estaba desgarrando la niebla, luego la sonrisa de ella, y la joven se puso al volante.

– ¡Qué mareo para comprar dos libros!-y dejó el paquete con los libros en el asiento posterior, cerca de donde estaba sentado Carolino -. Qué cara más sombría tienes, Duca – añadió poniendo en marcha el coche.

– Me he peleado con mi amigo – y movió la cabeza para señalar a Carolino -. No quiere ayudarnos, no quiere decir siquiera una palabra, Lo creía inteligente. Lástima.

Carolino no estaba acostumbrado a oír hablar así a un policía, con aquel tono burlón y afectuoso, y, en su desconfianza, se encerró todavía más en sí mismo. Querían sólo exprimirlo como un limón, hacerle decir todo lo que sabía y luego volverían a meterlo en el reformatorio. Pero no lo conseguirían.

– Sin embargo, es inteligente – dijo Livia con calor, conduciendo con prudencia. Pero el viento comenzaba a levantar la niebla y de vez en cuando aparecía alguna polvorienta franja de sol-. Es muy inteligente.

No, no lo conseguirían; era inútil que se esforzasen. No tragaría el anzuelo. Al día siguiente – era el sexto – el policía no le preguntó nada, ni tampoco al otro día. Lo llevaron de paseo por toda Milán, dando vueltas por la ciudad como turistas que no la hubiesen visto nunca. ¿Por qué? Debía de haber un motivo para ir incluso hasta lo alto del Duomo – por lo demás, él nunca había estado allí -, para ir al cine casi todas las tardes, para bajar por la noche al bar a ver la televisión. Los policías no hacen nada por nada. Por esto no se sentía tranquilo y por la noche dormía muy poco: los días pasaban veloces: sexto, séptimo, octavo. Dentro de dos días lo entregarían al Beccaria, y aunque hablase volverán a meterlo en el Beccaria.

Era el octavo día, hacia la una; los cuatro estaban sentados a la mesa: Duca, Livia, Lorenza y Carolino. El chico tenía la cabeza baja sobre la minestra de pasta y habichuelas, cuando Duca dijo:

– Me he quedado sin cigarrillos.

– Mejor – replicó Livia -, en la mesa no se fuma.

– De acuerdo, pero será mejor irlos a buscar para después – contestó Duca. Sacó del bolsillo un billete de diez mil y se lo dio al chico-. Perdona, Carolino, cuando hayas terminado la minestra, ve a buscarme cigarrillos.

– Ya he terminado – dijo Carolino, levantándose.

Tomó el billete de diez mil y con ademán torpe y cohibido, lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.

– Vuelve en seguida, no se te enfríe la carne – intervino Lorenza.

– En seguida – repuso Carolino.

6

Salió. Hacía sol, y aunque el aire no era muy limpio, los árboles del Viale Pascoli, sin hoja alguna, iluminados por aquel sol, parecían revestidos, casi cubiertos de invisibles hojas de oro. Carolino, hijo, nieto y bisnieto de campesinos, percibía instintivamente el olor de primavera, incluso en aquel frío y en aquel polvillo de niebla que flotaba en el aire. Le hubiese gustado estar en el campo, con otros chicos de la alquería, ir a buscar nidos, o a jugar en el torrente del agua todavía helada, como cuando vivía su padre, pero ahora su padre estaba muerto y era mejor no pensar en ello.

– Dos cajetillas de exportación – dijo a la vieja que estaba detrás del mostrador, y luego pidió: -Y una quina sin soda.

Y se bebió la quina, pensando en lo que pensaba siempre.

En huir. Ya no podía resistir al deseo. Comprendía que acaso estaba equivocado; probablemente lo agarrarían en seguida y entonces lo pasaría mal. Además, necesitaba decidir dónde ir. No tenía muchos lugares para elegir: sólo dos, en el fondo. Volver al campo y que lo escondieran sus amigos; además, había una chica que le ayudaría. Pero ¿cuánto hubiese podido durar? La policía iría sin duda a buscarlo allí, y aunque no lo encontrasen, él no podía pasarse los años escondido en el campo ni en los heniles de su pueblo.

El otro lugar era más seguro, pero no le gustaba. Bebía un pequeño sorbo de quina y pensaba dónde ir. Naturalmente, también pensaba en no escapar y volver a la casa del policía. Comprendía que ésta era la solución más justa. Pero volver a la casa del policía representaba volver al Beccaria. ¿Por cuántos años? Evidentemente, hasta los dieciocho, después de lo que había sucedido en la escuela. Y, además, la Casa di Lavoro, qué delicia, mitad cárcel y mitad fábrica. Hasta los veintiuno, por lo menos, estaría enjaulado. Siete años. A su edad eran más largos que siete siglos.

– ¿Cuánto es? – dio a la tabaquera el billete de diez mil liras.

Le temblaba la mano porque ya había decidido. De pronto cesó la danza de la incertidumbre y la duda. Tomó el cambio y salió.

Pero afuera tuvo todavía un instante de indecisión. La casa del policía estaba apenas a cien metros, bastaba doblar la esquina para hallarse en la plaza Leonardo da Vinci. Bastaba llegar a ella para que la mano dejase de temblar y el corazón de latirle de aquella manera. Pero volvió a ver la fachada del Beccaria, vio de nuevo las grandes habitaciones y los pasillos y advirtió el olor áspero de los desinfectantes, y entonces se dirigió al otro lado, hacia el centro. Huía.

Un pequeño coche negro, un modesto 1100, estaba parado junto a la otra acera. Apenas el chico hubo recorrido veinte metros, Mascaranti salió del 1100. El robusto policía dijo al no menos robusto policía que estaba al volante:

– Yo lo sigo a pie; tú síguenos con este cochazo real.

– Sí, señor – dijo, bromeando, el joven agente.

Carolino caminaba más bien de prisa, sin volverse nunca atrás. Nunca supuso que lo siguieran; no había pensado que hacía ocho días que Mascaranti le seguía a él y a Duca cuando lo llevaba de paseo, que no había estado un sólo instante, ni de día ni de noche, sin vigilancia. Por la noche el 1100 aparcaba cerca de la casa de Duca, y un colega de Mascaranti desempeñaba su turno hasta el alba, cuando Mascaranti iba a sustituirlo. Había tenido toda la sensación de la libertad de huir, pero sólo la sensación. Y aunque era astuto, no dejaba de ser un chiquillo y no había podido prever esto.

En efecto, no se volvió nunca. Caminaba normalmente, ni de prisa ni despacio; recorrió todo el Viale Pascoli por la parte del sol, para calentarse, porque hacía mucho frío. Iba bien vestido, bien peinado, y por eso nadie lo miraba, excepto Mascaranti que lo seguía, y excepto el otro agente que conducía el 1100. Llegado a la plaza Isaia Ascoli comenzó a acortar el paso y se detuvo frente al bar tabaquería.

Carolino encendió un cigarrillo y así se dio cuenta de que las manos todavía le temblaban. Hallábase a mitad del camino y las indecisiones habían vuelto a surgir en él. Se le había ocurrido otra solución: volver a la casa del policía y contarle todo lo que sabía. ¿Qué sucedería? Lo pensó un momento. El policía le escucharía y cuando ya no pudiera serle útil lo devolvería al Beccaria. ¿O acaso no? El policía le había dicho que si hablaba ya no lo mandaría al Beccaria, que iría a vivir a casa de personas que lo avalarían, tendría trabajo y comenzaría por fin a vivir como una persona cualquiera, no como vagabundo en la cárcel o en los reformatorios. Y aquel policía le gustaba, tenía un aire de sinceridad, y también tenían un aire de sinceridad la hermana del policía y la chica, aun cuando tuviese la cara marcada con todas aquellas señales: después de haberla visto constantemente a lo largo de ocho días, había comprendido lo que eran aquellas señales, una enfermedad de la niñez, cuyo nombre no recordaba, pero había conocido a un chico que la tuvo y que quedó con la cara así. Chirlos no podían ser porque tenía demasiados, en toda la cara: ¿cómo era posible que nadie la hubiese desfigurado de esa manera? Y todos les parecían buenas personas que querían ayudarlo sinceramente. Era mejor que volviese a su lado.

Luego el miedo al reformatorio fue más fuerte que él. Nunca uno podía confiar en los policías. Siguió andando. Recorrió toda la Via Nino Bixio, la circunvalación; después siguió recto siempre los bastiones, y habiendo recorrido una última calle, se encontró en la plaza Eleonora Duse. Quedóse delante de uno de los portones que daban a la quieta Elazuela pero no entró en seguida. Seguía el sistema que le había sido enseñado: no dejarse ver por la portera. La cosa no era muy difícil porque la portera, que estaba casi siempre en su cubículo, salía a la pequeña terraza para ver quién era, sólo cuando oía el timbre de la media verja a mitad del zaguán. Bastaba parar con la mano el muelle del timbre para que éste no sonase. Carolino lo hizo bien y con habilidad: el timbre no emitió sonido alguno y la pequeña terraza estaba vacía, sin portera.

Hubo de subir a pie hasta el último piso, porque por la escalera era menor el peligro de encontrar gente que en el ascensor. Y aun siguió subiendo. Después del último piso, había una buhardilla y sobre el rellano se abría una única puerta en la cual veíase, en una tarjeta, el nombre Domenici. Tocó el timbre.

Transcurrió mucho rato. Quizá no había nadie. Tocó otra vez. Entonces una voz baja y cálida de mujer, un poco enronquecida, dijo detrás de la puerta:

– ¿Quién es?

– Soy Carolino.

Aún transcurrió tiempo, casi un minuto, y Carolino repitió:

– Soy Carolino.

Y sólo entonces se abrió la puerta.

7

La mujer que abrió la puerta acaso no tendría siquiera cuarenta años, pero representaba muchos más a causa de su rostro surcado de arrugas que el maquillaje no conseguía disimular y por los ojos ocultos tras unos lentes oscurísimos que hacían aún más evidentes aquellos fláccidos surcos, llenos de cremas. En cambio, las piernas, que la minifalda dejaba ver hasta varios centímetros por encima de las rodillas, eran bellas y de aspecto juvenil en las medias plateadas que seguían la sinuosidad de la pantorrilla.

– Entra.

Carolino entró. Advirtió el olor intenso y estancado de todos los perfumes que ella usaba, de todas sus cremas, coloretes y lacas, olor que flotaba en el calor de una estufa de querosén. Y al seguirla al otro lado del pequeño recibidor casi oscuro a la sala contigua, notó el olor ya rancio del humo. Marisella fumaba constantemente y los enormes ceniceros que había por todas partes, incluso en el suelo, los vaciaba solamente cuando estaban llenos a rebosar.

Marisella miró al chico y le preguntó:

– ¿No estabas en el Beccaria?

Luego encendió un cigarrillo y miró atentamente a Carolino, como si no lo reconociera, a causa de su traje nuevo, los cabellos bien cortados, la camisa blanca, los zapatos nuevos y brillantes. No entendía el cambio de prendas de vestir y aquello no le gustaba. Además, uno del Beccaria ha de estar en el Beccaria, y tampoco le gustaba que estuviese fuera.

– Me han hecho salir – respondió Carolino.

Ahora las manos no le temblaban ya. Para bien o para mal, ahora estaba allí. Marisella haría lo que fuese para que no volviera al Beccaria.

– Cuéntamelo todo – dijo Marisella.

La salita, con el techo inclinado, tenía una pared toda de cristales que daba a un tejado-terraza lleno de macetas sin flores, algunas sin plantas, sólo tierra salpicada aquí y allá por alguna colilla. A pesar de la desolación de aquel pretexto de jardín colgante, un poco de sol, un poco de azul y alguna racha de niebla, daban un color crepuscular y decadente, vivo no obstante, a la terraza.

– … Y entonces me llevó a su casa, me dio el traje, la camisa, todo nuevo… – contaba Carolino, sentado en el brazo de una butaca, mientras Marisella, de pie, volviendo la espalda al ventanal para que la viva luz no le iluminase el rostro, permanecía inmóvil.

Y cuanto más hablaba Carolino, más inmóvil y más rígida se mostraba. No fumaba ya, mantenía el cigarrillo entre los dedos, el brazo rígido a lo largo del cuerpo, inmóvil, tanto que el cigarrillo se apagó.

– El policía quería saberlo todo – continuaba contando Carolino -, me hizo salir del Beccaria para eso, pero no he dicho ni una palabra.

La miró, satisfecho de haber sido capaz de resistir a los halagos del policía y buscando en ella una señal, por levísima que fuese, de aprobación, y ella, en efecto, le dijo:

– Bravo.

Pero fue un "bravo" que, dicho así, sin sonreír, bajo la sombra de aquellos lentes oscurísimos, en un rostro sin expresión y con una voz sin expresión, dejó empavorecido a Carolino, en lugar de confortarlo.

– … Me habría tenido así un par de días más y me hubiera enchiquerado otra vez. Y yo al Beccaria no quiero ir… – continuó.

A través de los lentes ella lo miró con odio, odio que el muchacho no podía ver. Y había ido a ella, justamente a ella, pensó con aborrecimiento.

– ¿No se te ha ocurrido pensar que pueden haberte seguido? – preguntó al muchacho, pero sin tono de reproche.

– ¿Por qué? – dijo Carolino, espontáneo.

Estaba en casa de un policía y no podía admitir que otros policías lo hubiesen seguido.

– Porque no pueden dejarte escapar tan fácilmente – explicó ella con paciencia. Había logrado dominarse y dominar todo su histrionismo, porque sólo ella sabía que el momento era peligrosísimo -. No son estúpidos, conocen su oficio. Te escapaste v te han seguido por ver dónde ibas.

Y aquel idiota había ido precisamente a su casa.

Carolino se rebeló aún a lo que le parecía un absurdo.

– Pero hubiese podido escapar cuando hubiera querido, en todos esos días.

– Precisamente, y ellos estaban dispuestos a seguirte en cualquier momento, como han hecho hoy – le explicó tranquila, porque cuanto mayor es el peligro más tranquilidad hay que tener.

Carolino permaneció un momento en silencio, tragando penosamente aquel desagradable bocado: parecía increíble.

– ¿Estás segura? – preguntó, ingenuo.

– Estoy segura – respondió ella -. Pero miremos por la terraza.

Abrió la ventana de cristales, salió seguida de Carolino y se acercó a la baranda, junto a una chumbera decorativa, y, sin asomarse, miró a la plaza Eleonora Duse.

Una prostituta veterana sabe reconocer a un policía desde treinta metros de altura. Estudió un instante la plazuela, casi toda ella ocupada por coches parados, excepto un espacio en forma de anilla dejado libre para el tráfico, y dijo:

– Ahí los tienes, esos dos que están junto al 1100.

Carolino miró. No era un veterano del reformatorio, ni veterano de nada, porque tenía sólo catorce años, pero en unos años de malas compañías y con su espíritu de observación, reconocía muy fácilmente a un común mortal de un policía, incluso a distancia. Y tuvo miedo al ver a aquellos dos parados junto al 1100. También a aquella altura distinguió el corte de la chaqueta de uno de los dos, un poco abundante, que quería decir policía de primera clase, un pequeño cabo (era Mascaranti) y su compañero, en cambio, con la chaqueta muy estrecha sobre los robustos miembros, que quería decir un policía de medio pelo, de los que conducen el coche o los furgones celulares, de los que se emboscan junto con el policía de primera clase. Carolino se apartó bruscamente de a baranda como si temiera que los dos policías pudiesen verlo. No podía equivocarse y no estaba sugestionado por Marisella.

– ¿Qué hago? – dijo, y fue todo menos palabras, fue una mirada llena de ansiedad dirigida a la prostituta veterana, moviendo los labios como si diera las boqueadas. ¿Qué hago?, pensó, y luego lo dijo: -¿Qué hago?

Ella, Marisella Domenici, no contestó. Entró en la salita y miró el reloj de pulsera: eran las dos.

– Ahora lo pensaré – respondió al chico, que entró detrás de ella -, Si quieres beber o comer algo ve a la cocina.

– No – repuso Carolino.

Con los ojos turbios de miedo miraba a la mujer y a la terraza, como si tuviera encima a los dos policías que había visto. Encendió un cigarrillo, pero inseguro, sin ganas.

– Voy un momento al otro lado – dijo ella.

Abrió una puerta y entró en su alcoba. Estaba cansada, como siempre apenas se levantaba, porque se había acostado casi a la una, y la tensión nerviosa provocada por la imprevista visita la había cansado todavía más. Se sentó en la cama y abrió el cajón de la mesilla de noche; estaba lleno de tubos y frasquitos de medicamentos, depresivos o excitantes, según las circunstancias. Eligió uno, tomó una pastilla del frasco y bebió un poco de agua del vaso que había sobre la mesita y tragó la pastilla, haciendo una mueca. Luego se tendió en el lecho sin quitarse los lentes, aguardando el efecto energético de la medicina.

"Maldito."

Pensaba en Carolino. Había llevado a la policía hasta allí, hasta ella. Nunca la policía habría llegado por sí sola hasta allí.

"Maldito", siguió pensando.

Ahora no había escapatoria. La policía descubriría en seguida que en aquella casa vivía ella, la Domenici; no era difícil – rió amarga y con fuerza -, estaba la tarjeta en la puerta e investigarían. Ella no estaba en condiciones de resistir los interrogatorios, con los nervios en aquel estado; no tardarían en hacérselo decir todo.

La pastilla comenzaba a producir efecto: leves ondas de energía y bienestar ascendían de su estómago hasta su cerebro; su corazón latía con fuerza, la circulación era rápida, su cara comenzaba a arder un poco. Acaso hubiera un medio de salvarse. No estaba muy segura, pero se levantó de pronto y abrió uno de los cajones de la cómoda; dentro, entre otras cosas, había una caja, y dentro de la caja que abrió febrilmente había una navaja de muelles.

En otro tiempo en aquella caja hubo también un revólver, regalo que ella le había hecho a Francone, pero Francone había muerto en la cárcel y la policía se había quedado con el revólver, y ella ahora era una mujer sola, llevando dentro aquel recuerdo de Francone que le quemaba y fuera aquel otro recuerdo, la navaja. Él era valiente, hacía saltar el muelle, salía la hoja y ya había herido.

Ella lo intentó. La primera vez se asustó, tuvo un sobresalto, porque sin haberse dado cuenta tenía la navaja encarada hacia ella y la hoja le arañó un brazo. Rió ásperamente de miedo. Como le explicaba Francone, probó de asestar el golpe un instante antes de accionar el muelle, "de manera – decía él, sereno y apasionado por el tema -, de manera que la violencia del golpe que des se sume a la violencia de la hoja que salta, y así ésta entra toda, hasta en un toro".

Sonrió al recuerdo de las explicaciones de Francone, y probó y volvió a probar muchas veces a herir el aire con la navaja. La pastilla le daba cada vez más energía y también felicidad. Era feliz. Sabía que no debía fiar demasiado en aquella felicidad, pero sabía también que la despabilaba, que le daba rapidez y agudeza. Metió la navaja en el bolso que estaba en una silla. Se puso el abrigo de pieles que sacó del armario, una imitación de color rojo oscuro, corto como la minifalda, y llamativo para ella tan llamativa ya con aquellos lentes y aquellos labios tan pintados.

– Tranquilízate, que te sacaré del apuro – dijo a Carolino, volviendo a la salita. Se dirigió a la cocina y se sirvió medio vaso de coñac-. ¿Quieres? -preguntó al chico, que la había seguido. Carolino dijo que no y ella tosió y bebió otro sorbo-. Sal inmediatamente fuera de aquí por los tejados. Recuérdalo, porque lo hiciste otra vez.

Carolino asintió, lo recordaba. Por la terraza de aquella buhardilla se saltaba fácilmente a otra terraza vecina, y de ésta a otra y otra, y luego había que forzar una portezuela desquiciada que daba a una escalera y al fondo de la escalera había un patio que daba a Vía Borghetto, al otro lado de la manzana.

– Pero la otra vez estaba oscuro y ahora es de día y pueden verme por las ventanas – objetó.

– Es posible – repuso ella -, pero si te ven, no trates de escapar, porque si lo haces se fastidió todo. Dices que vives en Via Borghetto y que apostaste con un amigo a que pasabas por todas las terrazas. Eres un niño y te creerán.

Evidentemente, era una buena excusa, pensó Carolino. Marisella era astuta y con ella podía considerarse seguro.

Sonrieron los dos, ella a causa de la acción de la pastilla, y él por ingenuidad.

– Mientras tanto, yo saldré normalmente por el portal y tomaré el coche. Esos dos marranos me verán, pero soy una de las muchas personas que entran y salen por esa puerta. No saben que tú has venido a verme porque ignoran que seamos amigos. Te esperan a ti, no a mí. – Le gustaba que el chico asintiese; tenía la impresión de que el plan era perfecto -. Iré con el coche a esperarte en la esquina del Viale Majno; te metes en él apenas salgas de la casa de Via Borghetto y nos largamos.

Carolino asintió de nuevo, pero todavía tenía un poco de miedo.

– Vamos, narizotas; será mejor que empieces a moverte – dijo ella. Volvieron a la salita y le abrió la ventana -. Vamos.

Carolino vaciló.

– ¿Estarás de veras en el Viale Majno?

– ¿Por qué no había de estar? – dijo ella-. Si te echan a ti el guante, me lo echan también a mí, ya lo sabes.

Se dio cuenta de que lo había tranquilizado y vio cómo el chico se deslizaba a la terraza de abajo, que era un simple tejado sin buharda. Lo vio luego pelear con el alambre de espino para pasar a la otra terraza en la cual sí había una buhardilla, pero era un trabajo fácil. Ahora tenía que irse ella. Cerró todos los postigos, apagó la estufa, comprobó que no se dejaba nada comprometedor – no, realmente ya no había nada que pudiera comprometerla -, salió al rellano, cerró la puerta, bajó las escaleras que desembocaban en el rellano del ascensor y momentos después salía por el portal que daba a la plaza Duse. Observó que los policías que estaban junto al 1100 la miraban e imprimían su imagen en su memoria; no le importó y se dirigió tranquilamente a su 600 aparcado en Via Salvini, abrió, subió a él, lo puso en marcha, salió de Via Salvini, se mezcló con los demás coches del Corso Venezia, giró a la derecha y se metió en el Viale Majno.

Dejada atrás Via Borghetto, se detuvo en la esquina. Miró el reloj, encendió un cigarrillo y, al abrir el bolso, comprobó que llevaba la navaja, aspiró unas bocanadas y volvió a mirar el reloj. Había transcurrido un minuto y algo más. Tenía que esperar casi diez minutos. Temía ya que Carolino hubiese cometido algún error, pero lo vio venir por el fondo de Via Borghetto. Caminaba de prisa, casi corría. Ella pensó que parecía como si quisiera avisar a la gente de que estaba huyendo. Un estúpido. Abrió la portezuela y el chico entró, precisamente como un perseguido.

– ¿Ha pasado algo? ¿Qué has hecho en todo este tiempo? – preguntó ella.

– No lo sé… – Carolino jadeaba -…Me vio una vieja cuando salté a su terraza. Estaba precisamente allí, mirando… Abrió la ventana y gritó "¡Al ladrón!", y eché a correr.

Ella pensó que era un estúpido. Demasiado estúpido para vivir. Y puso en marcha el coche nerviosamente.

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