CAPITULO II

En un interrogatorio, el que suele perder es el que interroga, porque - a menos que no recurra a ¡a fuerza física - el interrogado camina plácidamente sobre mentiras e invenciones y la ley no puede hacerle nada.

1

Duca hizo una seña al taquígrafo-Cavour para que empezara y preguntó al muchacho:

– ¿Cómo te llamas?

– Carletto Attoso.

– ¿Y tu padre?

– Giovanni Attoso.

– ¿Y tu madre?

– Marilena Dovati.

– ¿Cuándo naciste?

– El cuatro de enero de mil novecientos cincuenta y cuatro.

Eran preguntas formales sólo para el taquígrafo. Luego Duca empezó:

– Hace tres días ¿fuiste a la escuela como todas las noches?

Era una pregunta para animar al chico a mentir y a caer en contradicciones.

Y el chico, en efecto, no respondió en seguida: la seducción de aquella pregunta era excitante: realmente podría decir que no había ido a la escuela aquella noche, y así se colocaba al margen del asunto. Pero no era un tonto; sabía que la portera había declarado ya que él estaba en la escuela aquella noche, y recordaba, por si fuera poco, haber dicho ya en el primer interrogatorio que había estado en la escuela.

– Sí, fui a la escuela, pero yo no he hecho nada – dijo.

Era la línea de defensa que habían adoptado todos aquellos repugnantes muchachos menores de veinte años. Duca tomó del suelo una de las botellas de anís, soltó el tapón automático y olió el licor; la etiqueta decía: 78 grados. Era un licor siciliano, el más fuerte licor del mundo; setenta y ocho grados significaba que apenas se humedece uno la lengua con aquel brebaje, el alcohol se evapora, y el whisky o la ginebra se convierten en aguas minerales en comparación con él. Hasta un buen bebedor, con cuatro o cinco cucharadas de anís lactescente, se lanza al mundo de la locura y de la violencia, porque una particularidad de esta bebida superalcohólica es que desencadena un poderoso eretismo psíquico: no adormece, quema el sistema nervioso y erótico. Los jóvenes que se drogan con cosas estúpidas, no conocen evidentemente el anís lactescente, y hay incluso tipos de graduación más débil. Aquél era el más fuerte.

– Sí, sé que no has hecho nada – dijo, tranquilo Duca – ¿Quieres probar un poco de esto? ¿Te quitará el sueño?

– ¡Oh, no, es demasiado fuerte! – dijo el muchacho.

Había caído. Eran astutos, pero no inteligentes.

– ¿Cómo sabes que es fuerte? ¿Lo probaste? – preguntó Duca amablemente.

– No, pero se ve que es muy fuerte.

– ¡Ah! ¿Sí? ¿En qué se ve?

– No lo sé; acaso en la botella. Es como la de la grappa.

– Podría ser una botella de jarabe de cidra. Vamos, prueba un poco.

Bajo la mirada fija de Duca el chico comprendió que estaba deslizándose por un camino engañoso y por esto perdió el dominio de sí y volvió a equivocarse:

– No, no, no – dijo agitadamente, asustado, temiendo que le hicieran beber a la fuerza -. Me sienta muy mal.

– ¿Y cómo sabes que te sienta mal? ¿Acaso lo has bebido?

Un poco vencido, pero en absoluto del todo, Carletto Attoso bajó la cabeza.

– Sí, aquella noche en la escuela. – Esto podía confesarlo, no comprometía a nada. – Me lo hicieron beber a la fuerza.

– Nosotros no – dijo sosegado Duca -, no te obligaremos a beberlo. Me contentaré con que lo huelas – y como si el niño oyera por primera vez el verbo oler, se lo explicó más claramente: -Ponte la botella bajo la nariz y aspira el olor.

El muchacho obedeció y apenas olió la botella destapada hizo una mueca.

– ¿Es éste el licor que te obligaron a beber la otra noche en la escuela? – preguntó Duca.

Con el rostro pálido por la náusea, el chico dejó la botella sobre la mesa y dijo:

– Sí.

Duca se levantó.

– Bien, de vez en cuando dices también la verdad. – Se colocó a la espalda del muchacho, tras la silla en la cual estaba sentado y le puso las manos en los hombros. – No te vuelvas y sigue mirando la fotografía que tienes delante. Según la mayoría de la gente tú eres un pobre chico de trece años, extraviado por las malas compañías y por la sociedad acomodada. Para mí has nacido criminal, como se nace rubio, porque un muchacho de tu edad no puede permanecer impasible ante una fotografía como ésa; un chico como tú se pondría a gritar y a vomitar al ver a su maestra reducida de este modo, pero tú no eres un chico, eres un aspirante a criminal y triunfarás plenamente en esta carrera. ¿Me oyes, delincuente? – y Duca oprimió un poco los hombros del muchacho, hombros flacos, de tuberculoso -. Y no te vuelvas, contesta sin volverte.

– Sí, oigo, pero yo no he hecho nada – replicó el chico.

– Es verdad – respondió Duca -, pero escucha, trata de oír claramente también esto. No quiero que confieses todo lo que has hecho. No me importa nada porque sé muy bien lo que hiciste, como si lo hubiera visto. Apuesto mil liras a que fuiste tú quien ató una media de tu maestra entre dos bancos por los extremos para saltar por encima, porque eres pequeño y todavía te gusta saltar a la comba, sobre todo cuando estás borracho de anís de setenta y ocho grados.

– No, yo no hice nada.

– Bueno, joven Carletto – dijo Duca, cuya voz comenzaba a endurecerse, continuando detrás del muchacho, con las manos sobre sus hombros -. Tú no hiciste nada, pero yo tampoco quiero saber lo que has hecho o lo que no has hecho. Sólo voy a pedirte un favor. ¿Vas a hacérmelo?

El chico se volvió y lo miró inseguro.

– ¡No te vuelvas! -gritó Duca, y hasta Mascaranti se sobresaltó ante aquel grito repentino, y lo mismo el taquígrafo y los agentes -. No te vuelvas y mira la fotografía, y mírala de veras o te llevo a la cámara mortuoria, a la celda donde tu ilusa maestra que pensaba civilizarte está esperando la autopsia, y te dejo a solas con ella toda la noche con las luces encendidas.

El muchacho jadeaba.

– La miro, la miro – dijo apresuradamente.

– Bueno, y mientras la miras, escucha – Duca volvió a hablar en voz baja -. Te he dicho que tienes que hacerme un favor. Sólo quiero que me digas una cosa: ¿quién llevó a la escuela la botella de anís? No te preguntaré nada más y te dejaré ir inmediatamente a dormir. Aunque tú fueras el que le haya dado el golpe de gracia a la maestra, no me importa; no te lo pregunto. Lo único que te pido es esto: ¿quién llevó a la clase la botella de anís? Luego quedarás libre.

– No lo sé, no lo vi, no podría decirlo.

El muchacho respondía agitado, las manos de Duca que le apretaban los hombros sin hacerle daño, porque no se pega a los chicos tuberculosos, lo agitaban mucho.

– Escucha, estúpido, espera y reflexiona antes de contestar tonterías – dijo Duca -, acuérdate del libro negro. Sólo te he pedido una cosa, es muy pequeña, y no una confesión completa. Pero si tú no me dices ni siquiera esta pequeña cosa, piensa entonces que, por lo menos durante veinte años, no tendrás paz: te enviaré al Beccaria con tal informe que te vas a pasar la mitad de tu adolescencia en celdas de castigo y diez años en presidio. Piénsatelo bien antes de tomarme el pelo. Te lo repito: ¿quién llevó a la clase la botella de anís?

Silencio. Mascaranti, que iba a encender un cigarrillo, se detuvo con el encendedor apagado en la mano. El muchacho seguía mirando la impresionante fotografía que tenía delante. Luego dijo:

– Fiorello Grassi.

Simplemente este nombre: Fiorello Grassi.

Duca volvió a sentarse detrás de la mesa y miró al chico de los ojos hinchados, fijos en la foto. En silencio releyó las notas que antes había tomado. Y levó: Fiorello Grassi. Padres honestos; ningún antecedente; buen muchacho. Dominándose, con toda la fuerza de voluntad que poseía, dijo despacio:

– Tengo mucha paciencia, pero no abuses de ella; dime la verdad.

Fiorello Grassi era el único muchacho limpio entre aquellos once desechos de reformatorio. Por lo menos a juzgar por los interrogatorios, y el propio Càrrua había sido quien lo interrogó y quien había escrito "buen muchacho". Podía darse el caso de que el joven delincuente Carletto Attoso culpase al único buen chico, para salvar a los demás que eran criminales.

– Es la verdad – gritó el muchacho, que comenzaba a alterarse -. Entró en clase y dijo que había traído algo para beber mientras esperábamos a la maestra.

– ¿Seguro que fue Fiorello Grassi, no te equivocas?

– No, fue él, no me equivoco.

– Y ¿por qué no lo dijiste en el primer interrogatorio?

El chico se había recobrado.

– Porque no me lo preguntaron.

De repente, una vez más tan de repente que el chico palideció, Duca gritó con toda su voz.

– ¡No! Te lo preguntaron, aquí está escrito. Te preguntaron: ¿Quién llevó la botella de licor a la clase? Te lo preguntaron con mis propias palabras – gritaba cada vez más fuerte -. ¿Y qué respondiste tú? Contestaste que no sabías nada, que no habías visto nada.

Estos gritos estremecieron al muchacho; era un simple efecto de la violencia de las ondas sonoras.

– No quería traicionar a un compañero, no soy chivato – dijo casi llorando.

Duca bajó de nuevo la voz.

– Bueno, siempre tratas de engañarme. Pero recuerda que te vas a pasar la juventud entre el reformatorio y la cárcel; tranquilízate porque te curarán la tuberculosis, y hasta engordarás, pero antes de que recobres la libertad habrán pasado treinta años – e hizo una seña a los agentes -. Llévense a esta basura.

Y aún no había salido el chico acompañado de los agentes, cuando Duca marcó el número de teléfono de su casa.

– ¿Cómo está? – preguntó al oír la voz de su hermana Lorenza.

– Un poco mejor. Está durmiendo. Le ha bajado la fiebre.

– ¿Cómo respira?

– Me parece que bien. La vigila la enfermera.

– Ahora ve a dormir, Lorenza.

– Sí, querido. Espera un momento, que Livia quiere hablarte.

Luego Duca oyó la voz de Livia.

– Estáte tranquilo, Duca. La niña está mejor.

– Gracias, Livia.

– ¿Cuándo podrás venir? -preguntó Livia.

– No me lo preguntes, Livia; no lo sé. Muy tarde. Es un trabajo que tengo que hacer y no puedo interrumpir por ningún motivo.

– Perdóname, pero antes, ¿sabes?, estaba un poco nerviosa y la niña estaba muy mal – le dijo con dulzura.

– ¡Oh, querida, perdóname tú! Dentro de poco volveré a telefonearte.

Dejó el auricular, miró al taquígrafo, que parecía tener mucho sueño, miró a Mascaran ti y le ordenó:

– Después del más joven veamos al mayor. Tráeme a Vero Verini.

Respiró tranquilo, Sara estaba mejor.

Vero Verini era el mayor de los chicos de la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni, y Duca había escrito sus datos característicos: padre en la cárcel; tres años de reformatorio; maníaco sexual.

Mascaranti salió y volvió minutos después con el muchacho acompañado por dos agentes.

2

Era bajito y, más que grueso, parecía hinchado; con los largos cabellos sucios y costrosos de un color castaño rojizo, era como si tuviese más de treinta años. Sus ojos, ya pequeños, lo eran todavía más entornados por el sueño interrumpido.

– Siéntate.

El viejo muchacho se sentó.

– Más cerca de la mesa -añadió Duca.

El viejo muchacho acercó la silla a la mesa, hasta colocar las rodillas bajo la mesa misma.

– Así está bien -dijo Duca. Tomó sus apuntes. -Te llamas Vero Verini, tienes veinte años; tu padre, Giuseppe, hace siete años que está en la cárcel por robo; tú has estado tres años en un reformatorio, en diversas ocasiones, siempre por el mismo motivo, es decir, actos deshonestos en lugares públicos, y se entienden por lugares públicos los jardines, el parque e incluso la ventana de tu casa, porque cuando uno está asomado a la ventana y pasa una muchacha y se hacen cosas que no se deben hacer, por lo menos asomado a una ventana en traje de Adán, comete un acto obsceno. ¿Es verdad lo que te digo?

– No -el viejo muchacho sacudió la cabeza -. Yo no he hecho nada de todo eso. Lo han dicho los policías para fastidiarme.

– ¡Ah! ¿Sí? ¿Y por qué los policías querrían fastidiar a una basura como tú eres?

Terco, sin temor, el viejo muchacho, mirándolo a los ojos, dijo:

– Porque son malos y quieren hacer daño a todo el mundo, incluso a los buenos chicos.

Duca sonrió. También Mascaranti, el taquígrafo-Cavour y los dos agentes sonrieron, pero un poco menos. Y Vero Verini, el viejo muchacho, al ver todas aquellas sonrisas, como un actor satisfecho de haber representado un hermoso papel, sonrió también.

– De acuerdo -dijo Duca-, eres un buen chico. Entonces, como eres un buen chico, responderás a una pregunta que voy a hacerte, una sola pregunta. Si contestas a esta pregunta, no te haré ninguna más. Una sola pregunta y te vas a dormir. ¿Has comprendido?

– Sí, he comprendido.

– Una sola pregunta, piénsalo bien, y no te haré ninguna más. La pregunta es ésta: ¿Quién llevó a la clase la botella de anís?

El viejo muchacho sacudió la cabeza.

– No lo sé -respondió en seguida.

– ¡Ah! ¿No lo sabes? -Duca adelantó la mano derecha como para coger la botella de anís lactescente que estaba sobre la mesa, pero hizo un movimiento torpe- intencionadamente torpe – y la botella se volcó, y como estaba destapada, el líquido se derramó por el suelo, al otro lado del borde de la mesa, y casi todo él en las rodillas del viejo muchacho que, instintivamente, intentó apartarse para evitar aquella áspera ducha de licor, pero Duca lo agarró de un brazo y lo mantuvo inmóvil. -No, estáte quieto.

Gritaba. Mascaranti observaba inmóvil y se pasó una mano por la cara porque tenía miedo cuando Duca gritaba.

– Sí – dijo Vero Verini, mientras las últimas ondas de anís lactescente le resbalaban con su áspero aroma por los pantalones y dentro de los zapatos y se estuvo quieto.

Por último, la botella quedó vacía y Duca la puso de pie. En el pequeño despacho el olor del anís era intolerable; los ojos del taquígrafo-Cavour comenzaron a enrojecer. Mascaranti se sonó, estornudó uno de los agentes y, en cambio, el viejo muchacho se estaba poniendo verde. La noche de la matanza de la maestra debió de haber bebido mucho anís de aquél, tanto que estuvo un día en la enfermería para poder recobrarse. Ahora aquel terrible olor o tufo, que exhalaban también sus pantalones y sus zapatos, empapados por aquel alcohol, debía de retorcerle el estómago y los ojos le lagrimearon por el amago de vómito.

– Podríamos abrir la ventana – dijo Mascaranti, que hacía las veces de moderador.

– No, pobre muchacho; afuera hace mucho frío con toda esa niebla – dijo Duca -. También él está tuberculoso, ¿no lo sabías? – Unos segundos después se dirigió de nuevo al viejo muchacho, cuya cara estaba hinchada y verde, convulsa por la náusea. – Una vez más te pido que me digas quién llevó a clase la botella de anís. Me has dicho que no lo sabes. Acaso no lo recuerdes bien. Trata de acordarte, pues si recuerdas quién llevó la botella a la clase, te enviaré en seguida a dormir y, mira, te daré un paquete de cigarrillos. -Le puso ante las narices el paquete de cigarrillos con una caja de cerillas encima. – Trata de recordarlo – concluyó.

Vero Verini se llevó la mano a la boca, tuvo un pequeño amago de vómito y luego dijo, con el rostro congestionado:

– Sí, lo recuerdo.

– ¿Qué recuerdas? – preguntó Duca.

– Fue él quien llevó la botella.

– ¿Quién es "él"?

– Yo lo vi entrar con la botella: era Fiorello Grassi.

Duca Lamberti se quedó rígido, absolutamente inmóvil, sin mirar nada, excepto las manos que había apoyado sobre la mesa.

– Gracias, vete – dijo al viejo muchacho -. Toma los cigarrillos y las cerillas – añadió cuando aquella joven piltrafa se levantó con los pantalones lanzando todavía vapores de anís lactescente. – Dejadlo descansar y tratadlo bien – dijo a los agentes.

Cuando los agentes hubieron salido con Vero Verini, Mascaranti preguntó:

– Doctor, ¿podemos abrir un poco la ventana?

– No – repuso Duca -, este olor hace recordar muchas cosas a nuestros muchachos; cuando los detuvimos estaban todavía borrachos perdidos y durante una semana no querrán ni oír hablar de anís lactescente.

Bueno, pensó Mascaranti, mientras también a él se le revolvía el estómago. Se levantó y preguntó paciente:

– ¿Le traigo a Fiorello Grassi?

Era el indicio número uno: dos muchachos lo habían acusado de haber llevado la botella de anís.

– No – respondió Duca -, tráeme a otro golfo: Ettore Domenici.

– Sí, doctor.

3

– Siéntate – dijo Duca al muchacho – Siéntate bien cerca de la mesa, aunque el suelo esté un poco mojado. ¿Sabes?, se ha caído una botella de anís lactescente. ¿Lo has bebido alguna vez?

– Sí, señor – dijo Ettore Domenici, que, según las notas de Duca Lamberti, tenía diecisiete años, era hijo de una prostituta, y estuvo confiado a su tía, excepto durante los dos años que había pasado en el reformatorio por haber intentado acuchillar a un primo suyo ya mayor, empleado y buena persona, que no le quiso dar más dinero.

Era el tipo de joven cobarde, cobarde cuando hay dos agentes y dos o tres policías que lo vigilan, y que intenta ablandar a los policías con una obediencia absoluta, pero sólo formal: en realidad quería engañarlos. También él parpadeaba de sueño.

– Cuéntame qué hiciste aquella noche – dijo Duca.

Bajó la pantalla de la lámpara para que la luz no deslumbrara al muchacho y, en la penumbra, pudiera mentir más fácilmente. Le gustaba que le contasen historias y hacer concebir a aquellos desgraciados la ilusión de que habían logrado engañarle.

– Yo no he hecho nada, señor. No tengo nada que ver con eso.

– Sí, ya sé que no has hecho nada, pero dime entonces qué viste hacer.

El muchacho, ante la placidez de aquel interrogatorio, comenzó a presumir de sí y menospreciar la capacidad del interrogador. Dijo con falsa mansedumbre:

– Tampoco miré, tenía miedo.

– Escucha, Ettore, la fiesta duró casi dos horas – dijo Duca tranquilamente -, no es posible que hayas estado dos horas con la cara vuelta a la pared, sin mirar nada. Sé bueno y cuenta lo que viste.

– No vi nada – replicó el muchacho.

– Ya – comentó Duca, se levantó y giró en torno a la mesa.

Mascaranti tragó saliva porque pensó que Duca lo estrangularía, y él no podría impedírselo, porque nadie pensaba poder prohibirle nada al doctor Duca Lamberti, y al mismo tiempo sufría porque sabía que si el doctor Duca Lamberti tocaba a uno de aquellos muchachos dándole una sola bofetada, Su Majestad Càrrua tendría que echarlo a la calle.

Pero Duca no le hizo nada al chico, solamente se acercó a él, tomó la botella vacía que estaba sobre la mesa. Habían quedado algunas gotas; las vertió en la palma de la mano y puso ésta bajo las narices del llamado Ettore Domenici.

– En caso de que no hayas notado el olor de anís en esta habitación, prueba esto y dime si lo bebiste aquella noche.

Le puso en la boca y en las narices la mano con las gotas de anís y el chico lo toleró; sólo comenzó a toser y tosiendo dijo:

– Yo no quería beber… pero me obligaron… Me pusieron la botella en la boca y me decían: "Bebe".

– ¿Y quién te obligaba a beber?

– No lo sé; eran muchos, eran todos…

Duca pensó que aquellos muchachos tenían la habilidad de decir mentiras dobles. No era cierto que lo hubiesen obligado a beber, y aunque hubiera sido verdad, no podía ser cierto que no reconociese ni recordase a los compañeros que lo habían obligado a beber. Era sólo una triste estupidez.

– ¿Y no viste nada de lo que tus compañeros le hacían a la maestra?

– No, no vi casi nada…-el chico tosió porque el anís se le había ido por mal sitio.

– ¿Qué quiere decir "casi"? ¿Acaso quiere decir que viste algo?

El muchacho tosió de nuevo, pero esta vez fingía.

– Sí, señor, vi como la desnudaban, y tuve tanto miedo que no miré más.

– Por lo general, a tu edad, cuando se ve a una mujer desnuda se sigue mirándola.

– Pero yo tenía miedo. Vi que le ponían un pañuelo en la boca para que no gritase, y no quise mirar más.

– Pero si viste que le ponían un pañuelo en la boca, debiste haber visto quién se lo ponía.

– Yo…

La voz de Duca se volvió más baja y rabiosa.

– Adelante, miserable.

– Yo… – y el llamado Ettore Domenici estaba rojo de miedo, porque algunas veces el miedo da calor, calor de desesperación, y uno enrojece. Luego dijo: -Sí, vi quien le puso el pañuelo en la boca a la maestra.

– ¿Quién era?

– No sé, no quisiera equivocarme, pero me pareció que era Fiorello.

– ¿Te refieres a Fiorello Grassi?

Duca tomó del pliego del primer interrogatorio la hoja dedicada a Fiorello Grassi, con la fotografía.

– Sí, señor, es él.

El muchacho bajó la cabeza.

Durante dos largos minutos Duca permaneció en silencio, e incluso todos los demás que, por otra parte, no habían hablado nunca. También él tenía los ojos bajos, como el chico; luego dominó el furor que lo encendía.

– Tú, claro está, no sabrás quién llevó a la clase la botella de anís.

– No, no lo sé.

Otro silencio más breve. Duca sacó luego de un cajón una hoja de papel y una pluma, puso una y otra ante el muchacho y le dijo:

– Bueno, se ha terminado el interrogatorio. Ahora comienza el examen escrito.

El muchacho lo miraba incrédulo e incluso pareció sonreír.

– Ahora vas a hacerme dos o tres dibujos que yo te diré, por ejemplo…

Y le dijo lo que había de dibujar en el papel, con la palabra más cruda y vulgar posible.

Ettore Domenici enrojeció todavía más; de miedo, no evidentemente por el pudor ofendido. Sólo el tono de voz de Duca le daba miedo.

– No me digas que nunca dibujaste uno – dijo Duca.

El chico, vacilante, hizo el dibujo pedido.

– Ahora dibújame lo mismo, pero en femenino – dijo Duca -. ¿Has comprendido, o he de decírtelo con la palabra exacta?

Ettore Domenici dibujó las caderas de una mujer y el tema solicitado.

– Ahora te dictaré palabras y frases y tú no debes hacer nada más que escribirlas.

Dictó la primera palabra y aunque los oídos de Mascaranti, del taquígrafo y de los agentes no eran timoratos, no habituados a semejantes expresiones, estremeciéronse los cuatro al oír aquel término dicho con tono tan neto y claro.

– Escribe.

– ¿Escribo? – dijo el muchacho, incrédulo y empavorecido.

– ¡Cuando te diga que escribas, escribes! – exclamó Duca dando un puñetazo sobre la mesa.

– Sí, señor.

El muchacho escribió la palabra.

– Y ahora escribe esto.

Y Duca le dictó un segundo término.

El muchacho afirmó y escribió en seguida la palabra dictada.

– Ahora escribe esta frase – y observó al chico, que escribía, obediente -. Y esta otra. Y ahora estas dos palabras.

La hoja estaba llena de dibujos obscenos y de palabrotas.

– Llévenselo – dijo Duca. Cuando el chico hubo salido, entregó el papel a Mascaranti. -Pásalo a la sección técnica, a los grafólogos. Son las mismas palabrotas y los mismos dibujos que se encontraron en la pizarra de la escuela. Un análisis grafológico puede descubrir a los muchachos que hicieron estos dibujos y escribieron estas palabrotas en la pizarra.

– De acuerdo, doctor – dijo Mascaranti -. ¿A quién le traigo ahora? ¿A Fiorello Grassi?

– No – repuso Duca -, tráeme a cualquiera, pero no a Fiorello Grassi.

– Sí, doctor -contestó Mascaranti. Luego preguntó, humildemente: -¿Podría abrir un poco la ventana? Este olor de anís…

– Lo siento, abriremos las ventanas sólo cuando hayamos terminado los interrogatorios.

Eran casi las cuatro de la mañana.

4

A las seis de la mañana había interrogado a otros cuatro, un muchacho de dieciséis años heredosifilítico con el padre en la cárcel y la madre muerta, es decir, Silvano Marcelli; luego a un tal Paolino Bovato, de padre alcoholizado y madre cumpliendo condena por lenocinio. Había interrogado también a un muchacho de dieciocho años de origen eslavo, Ettore Ellusic, cuyos padres eran personas honradas y carecían de antecedentes; sólo tenía el vicio del juego y si su asistenta social no lo hubiera salvado habría ido a parar al reformatorio. Y poco antes de la seis había interrogado a un chico de catorce años, Carolino Marassi, perteneciente a una familia honestísima, pero que se había quedado huérfano, comenzó a cometer pequeños robos y estuvo un año en el reformatorio.

Aquella noche ninguno de los cuatro había hecho nada en la escuela, ni había visto nada. Les obligaron a beber anís y asistir al crimen. Hubiesen querido huir del aula, pero los compañeros malos lo impidieron. Ninguno, claro está, sabía quién había llevado a la clase la botella de anís. Duca les hizo llenar a todos una hoja de papel con aquellos dibujos y aquellas palabras. A todos, al olor del anís que en aquel pequeño despacho se hacía más denso a medida que pasaba el tiempo, en lugar de desvanecerse, se les alteraba el rostro con la náusea, e incluso uno de ellos vomitó. Mascaranti hizo limpiar, pero el aire en el despacho se había hecho nauseabundo.

– ¿Podemos abrir un poco? – preguntó tímidamente el taquígrafo.

Duca tomó del suelo la segunda botella de anís y la destapó, luego la dejó sobre la mesa.

– Hace tres días que estos muchachos agarraron una borrachera de anís lactescente de casi ochenta grados. Se hallan ahora bajo el choc etílico y este olor les da náuseas. – Vertió toda la botella de anís en la silla donde iba a sentarse el siguiente muchacho a quien debía interrogar, y por el suelo. – Como la ley no me permite interrogar a estos criminales a fuerza de bofetadas, he de recurrir a métodos psicológicos. Nadie puede acusarme de malos tratos a menores; el anís es un licor de elevada graduación, que limpia, y estos jovencitos necesitan una gran limpieza. Con este método psicológico habrá alguno a quien se le revolverá el estómago, pero habrá alguno también, que, además de tener el estómago revuelto, acabará cediendo. Hace cuatro horas que todos me dicen que no han hecho nada, que no han visto nada y que no saben nada. Ahora veremos si todos son del mismo temple.

– Sí, doctor – contestó el taquígrafo.

– ¿A quién le traigo ahora? – preguntó Mascaranti.

– Quiero divertirme – dijo Duca -. Tráeme a Fiorello Grassi.

El jovencito era bajo, uno de esos a quien unas tías afectuosas habrían definido como un torete, precisamente porque, a pesar de la baja estatura, era ancho y fuerte. De chatas narices, las ventanas, casi los ollares, parecían más grandes.

– Siéntate – ordenó Duca.

El muchacho miró la silla: en el asiento había un charco de anís lactescente que trascendía un olor intolerable.

– Está toda mojada – dijo el chico.

Duca respondió mirándolo con fijeza:

– Precisamente, y vas a sentarte lo mismo.

El tono de voz convenció al torete que, con evidente disgusto, se sentó en el charco de anís.

– Y, además, pon los pies en ese charco que hay en el suelo.

El chico obedeció, Hay voces a las cuales es necesario obedecer.

Duca comprobó que el muchacho había puesto los pies en el charco de anís que había bajo la silla, luego dijo con voz agria:

– Te llamas Fiorello Grassi, tienes dieciséis años y tus padres son buenas personas. Además, la asistenta social y otras gentes dicen que eres un buen chico. – Hizo una pausa y luego añadió: -Pero hace tres noches estuviste en la escuela nocturna, donde fue asesinada una maestra, así: mira esa foto. – Los ojos del torete parpadearon al observar la fotografía. – Pero, naturalmente, tú no has visto nada. En el primer interrogatorio declaraste que no viste nada, que te obligaron a beber ese licor, es decir, el anís en el que te has sentado, y que te impidieron salir por miedo de que te chivaras, y tuviste que estar allí hasta que todos se fueron. Declaraste esto ¿sí o no?

El chico tenía dieciséis años, y una mirada menos perversa que los demás: no contestó.

– Te he hecho una pregunta y deseo una respuesta – dijo Duca.

También esta vez el tono de voz convenció al joven interrogado.

– No vi nada. Hasta me pegaron porque no quise hacer lo que ellos hacían, y no hice nada.

– Bueno – dijo Duca -, pues resulta que son muy distintos tus compañeros de aquella noche, porque dicen que fuiste tú quien llevó la botella de anís a la clase y quien obligó a los demás a beber y a comportarse como lo hicieron.

Fiorello Grassi inclinó la cabeza. Al verlo así, cabizbajo, se comprendía, por las arrugas que se formaban en su frente, que su edad oficial era dieciséis años, pero que, mentalmente, tenía más. Era uno de esos seres que psicológicamente envejecen muy pronto.

– Sabía que me culparían a mí – dijo con amargura -. Estaba seguro.

Y continuó con la cabeza baja.

Duca se levantó, había advertido en la respuesta del muchacho una inflexión profundamente sincera. Las mentiras son siempre una desarmonía, una desafinación. En cambio, el chico había dicho algo armónico, afinado. Entonces se acercó a él y no le puso las manos en los hombros, como había hecho con Carletto Attoso, sino que le pasó una mano por la cabeza, por los híspidos cabellos negros, tan espesos que era como acariciar un cepillo duro.

– Quiero ayudarte – dijo al muchacho -, pero, como todos los demás, corres el peligro de pasarte doce años en el reformatorio y la cárcel y otros cinco o seis años entre hogar de trabajo y libertad vigilada. Si me dices la verdad, te ayudaré.

El chico seguía con la cabeza baja, y parecía que ni siquiera escuchaba.

– Tú has dicho hace un instante que estabas seguro de que tus compañeros te acusarían de haber llevado el licor a la clase e impulsado a los demás a hacer lo que hicieron. ¿Por qué estabas seguro?

Duca puso una mano bajo la barbilla del muchacho, obligándole así a levantar la cabeza.

– Porque… – dijo Fiorello, levantando los ojos hacia él, de pronto brillantes de lágrimas -, porque no soy como los demás.

Dos lágrimas resbalaron sobre las mejillas del chico.

– ¿Qué quiere decir que no eres como los demás? – preguntó Duca y, mientras hacía la pregunta, comprendió.

Estaba claro lo que quería decir y hubiese tenido que comprenderlo antes: aquel aire de torete era sólo ficticio; había algo demasiado mórbido en la voz, en los ademanes de las manos, en las expresiones.

El muchacho se echó a llorar con fuerza.

– No soy como los demás, eso es todo, y ellos abusan de mí, me culpan siempre de todo, pero yo no he hecho nada y me obligaron a estar allí.

Entre las lágrimas tuvo también un amago de vómito a causa del áspero olor volátil del anís con el cual tenía ya empapado el cuerpo, los zapatos y la cabeza.

– Ven – dijo Duca; lo cogió de un brazo, hizo que se levantara, lo llevó cerca de la ventana y la abrió -. Tendrás un poco de frío, pero estarás mejor. Respira hondo. – Acarició al muchacho en la cabeza, sobre la nuca. Por la ventana entraba sólo niebla y noche, a pesar de que eran ya las siete de la mañana. Se volvió a los agentes: -Por favor, limpien un poco y abran la puerta para que haya algo de corriente. – Volvió a acariciar la nuca del chico. – No llores así, ahora basta ya. Fúmate un cigarrillo.

Fiorello Grassi sacudió la cabeza.

– No, gracias.

Mirando al otro lado de la ventana, en la niebla y la noche, Duca vio de pronto que los dos faroles más próximos estaban ya apagados. Por un momento hubo sólo una negra mancha de tinta, luego se encendió algo claro y rosa: era el nuevo día que comenzaba, y por momentos la niebla se encendía de rosa.

– ¿Quieres un café? – dijo al chico, que ahora hipaba sollozando.

– Sí, gracias – repuso Fiorello. Cuando el agente volvió con el café, se lo bebió ávido, porque le calmaba la acidez que sentía en el estómago. Luego dijo: -Tengo frío.

Se estremeció.

Duca cerró la ventana.

– Vamos a calentarnos al radiador. – También él tenía frío y fue con el muchacho al fondo de la estancia, donde había un enorme y anticuado pero generoso calorífero, e hizo que el chico se apoyara con el pecho contra el radiador, mientras él ponía sólo las manos. El jovenzuelo no lloraba ya, sólo se estremeció un momento y luego se quedó inmóvil, pegado al radiador.

– Dime qué sucedió, Fiorello – preguntó Duca en voz baja-, dime qué sucedió aquella noche.

El chico sacudió la cabeza que aún tenía inclinada, casi apoyada en el radiador, como para aspirar su calor. Dijo algo más que confesarlo todo. Dijo:

– No soy un chivato.

5

Mascaranti, el taquígrafo-Cavour y los dos agentes, con todo y permanecer inmóviles y silenciosos desde hacía más de cuatro horas, también parecieron vibrar a aquellas palabras: "No soy un chivato".

Duca acarició otra vez la cabeza del chico.

– Tienes razón – dijo -. No se debe traicionar a los compañeros, ni siquiera cuando son malos compañeros. Pero no tendrás más remedio que resignarte a estar con ellos, con los malos, a que te peguen y se rían de ti. Esto quiere decir que renuncias para siempre a estar con los buenos, como tu maestra; que, es más, dejas que maten a estos buenos, como ha sido asesinada tu maestra, porque solamente te importa que no te llamen chivato. De manera que si alguien un día mata a tu madre y a tu hermana, tú no dirás nada porque no eres un chivato. Y tu pobre maestra era como tu madre y tu hermana, porque trataba de educarte y civilizarte un poco, no ciertamente por el escaso estipendio que cobraba, sino sólo por afecto, a ti y a todos los que la habéis asesinado y torturado. Pero a ti lo único que te importa es que no te llamen chivato.

Fiorello se echó a llorar, la cara sobre el radiador.

– Es inútil que llores, Fiorello – dijo Duca apartándose de él y paseando de un lado a otro de la estancia-. Yo sé que no hiciste nada aquella noche, sé que fuiste obligado a estar allí, a beber y a mirar, y sé que también te habrían sacudido si no hubieras obedecido en seguida. Realmente, aquella noche tú no hiciste nada. Pero ahora sí estás cometiendo un delito, porque sabes la verdad y te niegas a decirla, y de este modo defiendes a los asesinos de tu maestra, y así, el verdadero asesino de tu maestra eres tú, aunque no hayas hecho nada, porque proteges a quienes la mataron.

Ahora el muchacho ya no lloraba, pero tampoco decía nada. Desde la ventana, a pesar de la niebla, llegaba una luz rosada que comenzaba a imponerse a la luz de la única lámpara del despacho.

– Mira, Fiorello – dijo Duca deteniéndose cerca de él y del radiador-, no quiero que en seguida me lo digas todo. Tienes que elegir de qué parte deseas estar: de parte de los asesinos o de parte de los asesinados. Y necesitas tiempo para reflexionar, y yo te daré todo el tiempo que quieras porque sé que, en tu caso, necesitas tiempo. Pero quiero asegurarte una cosa: no te obligaré nunca a ser un chivato; no debes tener miedo de qué te golpeen o amenacen, como dicen tus compañeros. Si hablas, bien, y si no hablas, paciencia: pero has de decidir por ti solo, libremente, de acuerdo con tu conciencia.

El muchacho se puso de nuevo a llorar convulsivamente, anonadado por aquellas palabras y también por la caricia de Duca sobre su cabeza. Levantó la cara del radiador y miró a Duca a través de una nueva y repentina crisis de lágrimas.

– No soy un soplón – dijo.

– Harás lo que quieras hacer – repuso Duca -. Ve a dormir porque estás muy cansado, y si quieres hablar conmigo podrás hacerlo en cualquier momento. Daré orden a los agentes de que me avisen en seguida que quieras verme.

– No soy un soplón – lloró aún el chico.

Duca ni siquiera le escuchó.

– Toma – y le dio dos paquetes de cigarrillos y una caja de cerillas -. Sé que eres un buen chico, y también tus padres son buenas personas que ahora están sufriendo por ti. Piensa también en ellos cuando pienses de qué parte debes estar.

Sollozando convulsivamente, el chiquillo, porque era un chiquillo, casi un niño, a pesar del falso aspecto de torete, tomó los cigarrillos, y se dejó llevar por los agentes.

Mascaranti se levantó y se acercó a la ventana.

– El sol – dijo.

En efecto, toda la ventana se había encendido de un rosa neblinoso, la niebla se había vuelto rosa y la luz de la lámpara ya no se advertía.

– Ve a buscarme a otro – dijo Duca, echando una ojeada a la lista, y no al sol que intentaba en vano entrar por la ventana -. Federico dell'Angeletto.

Pero tampoco este Federico dell'Angeletto dijo nada, ni quién había llevado el anís a la clase, ni quién empezó a ensañarse con la maestra. No había visto nada, lo obligaron a quedarse en la clase y a beber, de manera que se quedó dormido.

– ¿Además te dormiste? – preguntó Duca con voz muy baja.

La desvergüenza de ciertos individuos sobrepasa todo límite. Pretendía que se creyera que él estaba durmiendo mientras sus diez compañeros torturaban y mataban a la maestra.

– Sí – respondió Federico dell'Angeletto -, apenas bebo un poco me entra sueño.

– Sí, claro – dijo Duca -, entonces vete a dormir.

Tampoco dio resultado alguno el interrogatorio del undécimo muchacho, Michele Castello, de dieciséis años, con dos de reformatorio. Sus compañeros le habían obligado a beber y estar allí, y requerido a que dijese quiénes eran los compañeros que le habían obligado, respondió que estaba atemorizado y que esos momentos no conseguía recordarlos.

– Tienes razón – le dijo Duca, haciendo una seña a los agentes para que se lo llevaran -, pero con diez años de cárcel recobrarás la memoria, ya verás.

Eran casi las ocho. El taquígrafo estaba casi deshecho de sueño y de cansancio. Mascaranti resistía, pero tenía que estar mucho más cansado que él.

– Volveremos a vernos por la tarde – dijo Duca -, así firmaré los interrogatorios.

– Sí, doctor – contestó el taquígrafo.

– Volveré dentro de un par de horas – terció Mascaranti.

– No, por favor, duerme, por lo menos, hasta las dos – dijo Duca.

Esperó a que todos se hubieran ido y llamó por teléfono a su casa.

– ¿Qué tal, Livia? – preguntó a la blanda y, no obstante, seca voz de Livia Ussaro.

– Le ha vuelto la fiebre – dijo ella.

– ¿Cuánto?

– Cuarenta y uno, rectal.

Pensó él que significaba cuarenta y medio.

– ¿Y la respiración?

– No me gusta.

La voz de ella era una voz cansada, mucho.

– ¿Le puso la enfermera la inyección Leather?

– Sí, a las seis; hace dos horas, pero no le ha hecho ningún efecto.

Duca se dio cuenta de que tenía la frente llena de sudor, a pesar de que no hacía demasiado calor en el cuarto. En efecto, se pasó la mano por la frente y la retiró bañada como si la hubiese metido en un trapo empapado.

– Hay que llamar a Gigi.

Quería decir su colega, el pediatra.

– Ya lo hice. Vendrá en seguida – dijo Livia -. Ha dicho que tal vez sea mejor llevarla al hospital y ponerla en una tienda de oxígeno.

Pulmonía a poco más de dos años: no es irremediable, pero tampoco es una nonada.

– Dile a Gigi que me llame en cuanto llegue – dijo Duca -. Seguiré aquí.

– ¿Significa esto que no vas a venir a ver a la niña?

– No puedo.

– Bueno- dijo ella secamente.

– Espera, quiero hablar con Lorenza – añadió Duca.

– Está durmiendo. Tuve que darle un somnífero. Apenas vio que a la niña volvía a subirle la fiebre, se sintió mal. Quiso ir a buscarte a la Jefatura. Entonces le di unas pastillas.

Duca dijo solamente:

– Gracias – y colgó el auricular.

Hasta aquel instante no se dio cuenta de que en la habitación había entrado su jefe, Càrrua, su viejo amigo y amigo de su padre.

6

Càrrua estaba de pie, apoyado en la puerta cerrada, rosado todo él por la luz roja del sol que entraba por la ventana a través de la niebla.

– Perdóname, no te había oído entrar – dijo Duca -. Buenos días.

– Buenos días – repitió Duca sentándose en la silla ante la máquina de escribir. Estaba afeitado y tenía aspecto reposado, lo que le ocurría una vez por semana, todo lo más -. He encontrado a Mascaranti y me ha dicho que habías interrogado a todos esos chicos.

– Lo que significa que Mascaranti ha ido corriendo a chivatar que he maltratado a esos jóvenes criminales.

– Podría haber sido así, pero no tiene importancia. Mascaranti tiene el deber de contarme todo lo que hagas. – Duca no dijo nada y Càrrua, con amenazadora bonachonería, continuó: -Me ha dicho que no has tocado un solo cabello de los chicos, pero que has hecho algo peor: moralmente los has maltratado con todo género de amenazas, y que has ofendido su personalidad humana rociándolos con anís lactescente.

Duca rió breve y secamente.

– No te rías, porque no bromeo. – Càrrua comenzó a levantar la voz. – Me gustaría saber el papelito que vamos a hacer los dos si la magistratura descubre que en tus interrogatorios usas anís lactescente.

De nuevo Duca rió con aquella risa seca y bruscamente truncada, casi un tic más que una manera de reír.

– Duca, estás cansado; te has pasado toda la noche interrogando a esos miserables; tienes los ojos enrojecidos e hinchados. Necesitas irte a casa a descansar. Dentro de un par de horas llegará el juez instructor y le entregaremos a estos once hijos de buena madre. Los enviará al Beccaria y a San Vittore, y nosotros habremos terminado y descansaremos.

– Es muy cómodo – dijo Duca.

– Llega un momento en que ya no gustan las cosas incómodas. En Cerdeña, quiero decir en mi tierra, en lugar de detener a los bandidos detienen a los comisarios y brigadieres. Yo no quiero acabar en San Vittore porque tú pierdes la paciencia con uno de esos canallas y le rompas un diente.

– Ni siquiera con un dedo los he tocado.

– Bueno, dejemos esto – dijo Càrrua -. Vete a dormir.

Duca se levantó y se acercó a él. Los dos, de pie, se miraron fijamente, Càrrua bajo, y él alto y delgado.

– Déjame hablar unos minutos de esos muchachos. Creo haber descubierto algo.

Càrrua respondió después de un largo rato:

– Habla cuanto quieras.

De pie, Duca habló, mirando unas veces a él y otras al suelo, sin hacer ademanes, inmóviles por completo las manos y los brazos.

– La teoría general es que esto chicos, una noche, de pronto, a causa de que uno de ellos llevó una botella de licor, perdieron todo dominio y cometieron lo que cometieron. Si aceptamos esta teoría, los chicos tendrán todo lo más un año o dos de reformatorio porque tendrán dos atenuantes: ser menores de edad y el estado de irresponsabilidad provocado por el alcohol.

– Es posible – dijo áspero Càrrua -, ¿y qué te importa a ti a cuánto los condenen? Son cosas que atañen a la magistratura y no a ti. Te gustaría meterlos a todos en presidio, ¿verdad?

– No a todos. Me bastaría uno solo.

Càrrua levantó los ojos y lo miró.

– ¿A quién?

– No lo sé todavía, pero lo sabré. Dame tiempo y te diré el nombre y te daré las pruebas.

Càrrua pensó que hablaba demasiado en serio; sin duda habría algo de verdad en lo que Duca decía, pero respondió con la misma acritud:

– ¿Y qué has descubierto? Los interrogué yo antes que tú, y no había nada que descubrir, excepto un montón de carroña y nada más. ¿Te dijeron a ti algo más?

Duca sacudió la cabeza.

– No. Diez de ellos me dijeron las mismas cosas que te dijeron a ti, es decir, lo negaron todo. Pero uno ha dicho algo más.

– ¿Quién?

– Uno de dieciséis años, ése que no tiene antecedente alguno y procede de buena familia. Se llama Fiorello Grassi.

– ¡Ah, sí! Me parece recordarlo. ¿Qué te ha dicho?

– Me ha dicho que es un invertido. ¿A ti no te lo había dicho?

– No, desconocía este refinamiento – dijo Càrrua -. Pero ¿de qué te sirve?

– Me sirve para establecer que si alguno realmente no tomó parte en el asesinato de la maestra, fue él. Si alguno fue en realidad obligado a estar allí, a asistir a todo bajo amenazas, fue precisamente él.

Càrrua reflexionó.

– Es posible, pero se trata de un descubrimiento que no nos sirve para nada. Es útil sólo para el chico que, como es un invertido, se le considerará inocente en cuanto a los malos tratos.

– También es útil para nosotros – dijo Duca -. Porque si él no tomó parte, esto quiere decir que no estaba de acuerdo con los demás, y si no estaba de acuerdo con los demás quiere decir que acaso nos diga algo.

– ¿Y por qué tendría que decírtelo? – Càrrua se encogió de hombros -. ¿Por simpatía? – dijo riendo.

Duca sonrió.

– Me dijo que él no se chivaba. ¿Sabes lo que esto significa?

– Significa que tiene razón en no chivarse – respondió Duca -. Porque si se chiva y dice quiénes fueron los primeros que comenzaron, cuando se encuentre en el Beccaria a los compañeros que haya denunciado, le arrancarán la piel o le harán algo peor. No es la primera vez que sucede.

– No obstante, presiento que este chico hablará y descubriremos algo muy distinto de lo que imaginamos.

– ¿Qué cosa?

– Escucha, aquello no fue sólo una orgía de muchachos enfurecidos por el alcohol. Ahí hay alguien, un adulto, que se halla detrás de toda esta monstruosa historia. Es más, diría que fue quien la organizó.

Càrrua permaneció un rato en silencio, luego dijo:

– Sentémonos – y añadió: -¿Qué quieres decir?

– Lo que he dicho. – También Duca se sentó, pero sobre la mesa. – Los chicos no tienen nada que ver con eso, son delincuentes, capaces incluso de hacer algo peor que lo que han hecho, pero por sí solos jamás habrían organizado semejante carnicería.

– ¿Qué pruebas tienes de que haya alguien detrás de ellos?

– Ninguna prueba. Sólo conjeturas. La primera es su línea de defensa. Los muchachos maltrataron y mataron a su maestra, luego salieron de la escuela y se fueron tranquilamente a sus casas. Ahora trata de comprender: si hubiesen sido ellos solos, si no hubieran tenido a nadie que los guiara, después de un bestial asesinato semejante, asustados, habrían tratado de huir, sabiendo qué apenas fuese descubierto el cadáver de la maestra la policía iría justamente a buscarlos a sus casas. ¿Por qué entonces se fueron a dormir tranquilamente a sus domicilios? Porque, a mi entender, hay alguien que sabe, que los ha instruido antes. Quiero decir antes de cometer el delito.

Càrrua pensó. Personalmente no le gustaba Duca Lamberti. Profundizaba demasiado las cosas, y de una modesta bolsa de supermercado era capaz de hacer un tratado de filosofía. Él prefería lo blanco y lo negro, el dentro y el afuera, no las sutilezas whiteheadianas. Pero aceptaba la verdad, aunque llegase por un camino distinto, lleno de esas sutilezas odiosas para él. Comprendió que Duca había encontrado un atisbo de verdad.

– Quieres decir – comenzó lentamente para hacerse comprender mejor – que no se ha tratado de un hecho cometido por azar, entre muchachos exaltados por el alcohol, sino que ha sido organizado adrede por alguien de afuera, por alguien que no es un menor de edad, ni alumno de la escuela. ¿Es esto lo que quieres decir?

– Quiero decir esto, exactamente esto -respondió Duca -: Todo ha sido preparado científicamente antes del delito, acaso muchos días antes, acaso hace semanas y meses. Piensa en la línea de defensa de esos muchachos. Salen huyendo de la escuela, después de haber casi hecho pedazos a una pobre maestra, completamente borrachos. Son detenidos poco después de media noche en sus casas, mientras dormían la mona, e interrogados todos ellos respondieron lo mismo, es decir, todos dijeron que no habían hecho nada, que les habían obligado a ponerse en un rincón, mientras los demás lo hacían todo. Por tanto, todos son inocentes uno a uno. Es una absurda línea de defensa, y, sin embargo, indestructible. ¿Cómo nosotros podemos demostrar que el muchacho a quien interrogamos tomó parte en el asesinato? Él dice: los otros, sí, son culpables, yo no. No lo podremos demostrar nunca. Pero esta línea de defensa no puede idearla casi una docena de hampones como esos, idiotizados por el licor. No pueden idearla al momento, y luego trasmitírsela uno a otro después del delito. Esta línea de defensa fue estudiada antes del delito, y por alguno más inteligente y no borracho como ellos estaban.

Insólitamente Càrrua aprobó con la cabeza.

– ¿Y qué desearías hacer?

– Es necesario que esos muchachos se queden aquí, con nosotros. Si el juez instructor los manda al Beccaria y al San Vittore, no sabremos nunca la verdad, ninguno de ellos hablará nunca, y el asesino, el verdadero asesino de la maestra, no será castigado, que es exactamente lo que quiere la persona que ideó el delito.

Esta vez Càrrua sacudió la cabeza.

– ¿Y cómo yo, a tu entender, podría impedir al juez instructor que enviase a los muchachos al Beccaria o a San Vittore?

– No lo sé, pero es menester que se queden aquí, en Jefatura, a nuestra disposición. Estoy seguro de que antes de dos o tres días hablará alguno. ¿Qué le importa al juez que los muchachos estén aquí en lugar de estar en Beccaria?

– Parece que hay un código penal, ¿sabes? Es posible que tú también hayas oído hablar de él.

Duca sonrió.

– Sí, he oído hablar de él. Pero lo importante es descubrir quién ha cometido un crimen.

– Dejemos las discusiones – dijo Càrrua levantándose -. No creo poder convencer al juez instructor, pero lo intentaré. Pediré una prórroga de tres días. ¿Tendrás suficiente?

– Creo que sí.

– Si lo consigo, te avisaré. Ahora vete a casa a dormir. Tienes una cara que no me gusta.

– Gracias – dijo Duca.

Cuando Càrrua hubo salido, se puso la chaqueta, salió, paró un taxi y se fue a su casa. Parecía un día de primavera, una primavera inverosímil, saturada de niebla, pero niebla transparente, que dejaba pasar la luz del sol incendiando aquella misma niebla. Se veía todo lo más a cinco o seis metros de calle, pero aquel no ver más allá estaba lleno de luz solar. En la plaza Leonardo da Vinci la niebla era todavía más espesa, y sin embargo aun más luminosa, y casi no se veían las copas de los árboles de la plaza jardín.

Tocó el timbre. Nadie respondió ni nadie acudió a abrir. Entonces abrió con la llave y apenas vio la pequeña anticámara comprendió que no había nadie en casa. Las casas vacías dan en seguida una sensación de angustia. Esperó haberse equivocado y recorrió las tres pequeñas habitaciones y la cocina, que formaban todo el apartamiento. No había nadie. Peor aún, en la habitación de su hermana Lorenza todo estaba en ese desorden en que se halla una casa abandonada apresuradamente; es más, de la que se ha huido: de través la cainita de la- pequeña Sara, en el suelo el estuche de la jeringuilla de las inyecciones, e incluso, en el recibidor, el auricular del teléfono no había sido colocado en la horquilla y estaba colgando, emitiendo su implacable tu tu tu tu. No era difícil imaginar lo que había sucedido: la niña se había agravado de improviso y se la habían llevado urgentemente al hospital.

Duca tomó el auricular y lo colocó en la horquilla. Luego pensó un momento. No había posibilidad de equivocarse: la niña se había agravado de pronto. Livia y Lorenza llamaron a la ambulancia y se la llevaron al hospital. El hospital sólo podría ser el Fatebenefratelli, donde trabajaba su amigo Gigi, el pediatra. Y mientras pensaba esto marcó el número del Fatebenefratelli y preguntó por Gigi.

– Sí, doctor Lamberti – dijo la voz amable de la telefonista -. Le pongo en seguida con el profesor.

– Gracias. – Esperó, y luego oyó el "Diga" de Gigi y le preguntó bruscamente: -¿Qué ha pasado?

– Oye… – comenzó Gigi.

– ¡Oigo! – Duca había gritado casi-, oigo muy bien. ¿Qué ha pasado?

– ¿Dónde estás, en Jefatura? – preguntó Gigi.

– ¿Qué te importa donde estoy? – aulló Duca -. Te he dicho que me digas lo que ha pasado.

– Ahora te lo diré – dijo Gigi. Calmábase su voz a medida que pronunciaba cada sílaba -. Esta mañana, antes de las ocho, tuvimos que llevarla al hospital, porque le había dado un colapso. – Gigi tomó aliento y concluyó: -Murió durante el trayecto.

Duca no dijo nada, ni tampoco Gigi, durante casi un minuto. Ni siquiera dijeron "¿Me oyes?", porque sabían perfectamente que se oían.

Luego habló Gigi:

– Solamente sucede un caso entre cien mil, pero sucede – y entró en detalles técnicos sobre el colapso y Duca, como médico, lo escuchó con avidez, y comprendió que nadie había tenido la culpa, que todo se había producido sencillamente así, como un alud; que nada se pudo prever, que nadie muere de pulmonía, salvo un caso entre cien mil, y que Sara, la pequeña Sara, la hija de Lorenza, había sido justamente aquel caso entre cien mil.

– Gracias por lo que has hecho – dijo Duca -. Voy en seguida.

– Sí, será mejor – contestó Gigi -. Lorenza no está muy bien.

– Voy en seguida – repitió Duca.

Colgó el auricular. Estúpidamente pensó que tenía que ir a una empresa de pompas fúnebres, y hablar con el párroco, y preocuparse de las flores, y luego la mente se negó a pensar en aquellas cosas, y al mirar al suelo vio uno de los escarpines de lana de la pequeña Sara. En la prisa de llevársela al hospital en aquel estado de colapso, se le había deslizado del pie el escarpín y nadie en la excitación del momento se dio cuenta de ello, y el escarpín se quedó allí. Se inclinó para recogerlo y en aquel momento sonó el teléfono. Lo dejó sonar, recogió el escarpín, ya tan inútil, y se lo guardo en el bolsillo del pantalón. El teléfono continuaba sonando, v entonces descolgó.

– Diga.

– Doctor Lamberti, soy Mascaranti.

– ¿Qué quieres?

– Me dijo usted que le telefoneara en cuanto hubiera algo nuevo.

– Pronto, ¿qué quieres?

– El muchacho aquel, el que no era… – dijo Mascaranti.

– Sí, adelante, comprendo: Fiorello Grassi.

Se daba cuenta de que estaba muy nervioso, pero no conseguía dominarse.

– Sí, él – continuó Mascaranti, intimidado por su tono nervioso -, ese chico quiere hablar con usted en seguida. Ha dicho en seguida. He ido a verle y ha dicho que sólo quiere hablar con usted y que sólo a usted le dirá lo que debe decir.

Duca sentía con el tacto el escarpín de lana en el bolsillo de los pantalones, y con el oído oía lo que Mascaranti decía al teléfono: el chico deseaba hablar. El muchacho, en el calabozo, había pensado en todo lo que él le dijo y ahora "se chivaría". Y esto significaba descubrir la verdad.

– De acuerdo – dijo a Mascaranti -. Sácalo en seguida del calabozo. Llévalo a mi despacho. Dale de beber o de comer alguna cosa. Dile que voy en seguida, en seguida, el tiempo que…

Se atascó. Había leído demasiado psicoanálisis para no saber que las emociones bloquean lo que pueden llamarse circuitos concepcionales.

Acaso también Mascaranti, sin tener idea de psicoanálisis, intuyó lo que sucedía y lo ayudó:

– Sí, doctor; esté tranquilo. En seguida lo sacaré, y lo tendré en su despacho en tanto usted llega.

– Gracias.

Iría inmediatamente a la Jefatura. Necesitaba sólo un cuarto de hora para ver a su hermana y a la niña. Nada más.

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