CAPÍTULO V

¿De qué sirve detener a un monstruo? ¿De qué sirve castigarlo? ¿De qué sirve matarlo? ¿Y de qué sirve que viva?

1

Livia miró su reloj. Casi las dos. Luego miró el pequeño tablero de ajedrez entre ella y Duca. Tenían que pasar el tiempo esperando que Carolino volviese de comprar los cigarrillos. Y jugaban al ajedrez.

– Estáte en lo que haces – dijo Duca.

Él no miró el reloj.

Livia movió. Pensaba en Carolino. Había salido hacía casi una hora. Le gustaba mucho jugar al ajedrez con Duca, pero tenía en el pensamiento la cara de Carolino, flaca, huesuda, la gruesa nariz aquilina, los ojos claros y saltones, con una expresión insegura, de miedo y también de desafío.

– Es una extraña defensa. ¿La inventaste tú? – preguntó Duca con sarcástica sonrisa, apenas ella hubo movido la pieza.

– No te lo tomes a broma – replicó ella -, es la moderna defensa Benoni, tú…

El teléfono la interrumpió. Lorenza, que estaba en el recibidor, dijo:

– Contestaré yo – y un instante después volvió a la cocina -. Es Mascaranti.

Duca se levantó, fue al aparato y escuchó. Dijo:

– Comprendo – y añadió: – Voy en seguida.

Volvió a la cocina. Miró a Livia con un matiz de tristeza.

– Carolino ha huido. Mascaranti lo ha seguido y le ha visto entrar en un edificio de la plaza Duse. Ahora está vigilando y el muchacho no ha salido aún. Hemos de ir en seguida, antes de que salga. – Mientras hablaba había colocado en su cajita las pequeñas piezas de ajedrez. – Has perdido la apuesta – y tendió la mano.

Ella fue a buscar el bolso y le dio mil liras.

– No creí que Carolino huyera – su voz se había entristecido -. Me pareció un buen chico.

– Es un buen chico – dijo Duca -. Pero tú no has estado en un reformatorio, en una cárcel o en un orfanato, y no puedes comprender lo que significa la libertad para un muchacho como ése. Hasta son capaces de matar a alguien por estar libres.

En pocos minutos llegaron con el coche a la plaza Duse. Apenas habían dado las dos de la tarde. Mascaranti dijo:

– Aún no ha salido.

– Tenemos que esperar – respondió Duca -, al menos hasta que cierren el portal – es decir, hasta las nueve -. Mientras tanto yo iré a ver a la portera.

Dijo a Livia que lo esperase y entró por el mismo portón por donde poco menos de una hora antes había entrado Carolino. La portera, al oír el timbre de la media verja, sacó la cabeza por la puerta de su apartamiento que daba a la terracita. Duca subió los tres escalones y entró en la terraza. Mostró la credencial y la mujer dijo en seguida que estaba terminando de fregar los platos y que la disculpase. Era joven, parlanchina y todavía llevaba en la mano izquierda el largo guante de goma amarillo para los quehaceres de la casa.

– El registro de los inquilinos – pidió Duca.

La mujer volvió a su apartamiento y momentos después regresó con el registro. Se había quitado también el otro guante y el mojado delantal y se mostró en toda la sinuosidad de líneas, subrayadas por un pullover muy ajustado.

Mientras comenzaba a leer el registro con la cabeza baja, Duca preguntó:

– ¿Vio pasar hace cosa de una hora a un muchacho alto, flaco, con una gran nariz aquilina?

La joven aparentó pensar intensamente.

– No… Estaba a la mesa, ¿sabe?, porque también los porteros comen, y dejo abierta la puerta que da aquí a la garita, pero, ¿sabe?, no siempre estoy con el ojo puesto en ella. Podría haber entrado sin que lo hubiera visto, aunque hubiese tenido que oír el timbre, porque ya lo tengo tan metido en los oídos que hasta lo sueño por la noche.

Duca siguió leyendo, ya sin escucharla. La portera no había visto pasar al chico, por tanto no podía decir adónde había ido, a qué inquilino quería ver. El registro estaba lleno de nombres y también de cancelaciones. Pero, sin dejar de leer, hizo otra pregunta a la locuaz portera:

– ¿Son gente apacible todos los inquilinos?

Era una pregunta muy vaga y la respuesta podía ser vaguísima.

Sin embargo, fue curiosa la contestación.

– Más bien demasiado – repuso la portera -. En el primero y el segundo pisos están los despachos, y allí, a las siete de la tarde, todo está cerrado. Los demás inquilinos son todos personas mayores, la más joven de las cuales es la que vive en a buhardilla, que el administrador llama ático, pero andará también por los cincuenta. Sólo las criadas son jóvenes, pero es mejor no hablar con ellas, pues siempre dan un montón de disgustos.

Duca había llegado al final del registro y de los distintos nombres hallados en aquellas gastadísimas páginas, uno le recordaba algo: Domenici. Acaso no conocía a ninguna señora Maria Domenici de profesión sus labores, pero había oído el nombre, y no hacía demasiado tiempo: era un nombre "nuevo", reciente. Se levantó.

– Esté al cuidado – dijo a la joven portera en el umbral de la terraza – por si ve pasar a ese muchacho alto, flaco, con la nariz grande; tiene también un abrigo claro. No le diga que ha preguntado por él un policía. ¿Comprende?

– ¿Y por qué tenía que decírselo? – repuso ella, confidencial-. Sé que lo que me diga la policía no he de ir pregonándolo por ahí.

– Gracias – interrumpió Duca, y salió.

Hay deseosos de diálogo con sus semejantes, cualquier diálogo y con cualquier semejante. Atravesó la plazuela, hizo una seña de saludo a Mascaranti y se sentó en el coche junto a Livia.

– A casa – dijo, y se entendía la Jefatura.

También decía "a casa", cuando quería ir a su hogar de la plaza Leonardo da Vinci, pero el matiz de su voz era distinto, y Livia lo advirtió en seguida, sin necesidad de que se lo explicase.

Cuando ella detuvo el coche en el patio de la Jefatura, Duca se apeó y le dijo:

– Date una vuelta por ahí mirando escaparates. Pero no te alejes demasiado.

Subió a su despachó, abrió el acostumbrado cajón, sacó la carpeta y en seguida encontró el nombre, Domenici, aquel nombre "nuevo" que tenía en la mente: Ettore Domenici, 17 años, madre prostituta, confiado a una tía, dos años de reformatorio. Era uno de los once muchachos del crimen y el resumen de las notas características sintetizadas nerviosamente por el nervioso Càrrua.

Ese Ettore Domenici debía de tener, además del padre, también una madre, y esa madre podía ser aquella Maria Domenici que vivía en la plaza Eleonora Duse, a menos que no se tratase de una coincidencia de nombres. Pero no podía ser una homónima, pensaba jugando con un lápiz rojo y azul, porque hubiera sido un poco extraño que Carolino hubiese ido al edificio de la plaza Duse, donde daba la casualidad que vivía una homónima de la madre de su colega de reformatorio. Concomitancia demasiado difícil.

Pero si esta Domenici de la plaza Duse era la madre del joven recluso Ettore Domenici, entonces, era además una prostituta y alguna documentación sobre ella habría en el archivo.

Se metió en el archivo con muchas esperanzas. Naturalmente, el archivo era el lugar más oscuro de toda la Jefatura y las pocas lámparas fluorescentes que rayaban el techo, no hacían otra cosa que acentuar aquella oscuridad con su cadavérica luz. Y, naturalmente, el archivero jefe era el hombre más nervioso y enemigo de los policías que pudiera existir.

– Estos policías creen poder detener a ladrones y asesinos hurgando en mis ficheros, y si no lo consiguen yo tengo la culpa. Que vayan a hacer… -y con colorido napolitano indicaba las diversas cosas que sería mejor que hicieran los policías.

– Buenos días, doctor Lamberti-dijo el archivero jefe, sin levantarse, y sin levantar siquiera la cabeza de la máquina de escribir en la cual tecleaba lentamente.

– Maria Domenici, prostituta – dijo Duca, sabiendo que el viejo archivero era un amante de la concisión.

No era de los que gustaban de dialogar con sus semejantes, como la portera de la plaza Duse. Probablemente se sentía más feliz cuando menos semejantes tenía a su lado.

– Perdóneme, doctor Lamberti – dijo el archivero levantándose. Era alto, delgadísimo y un poco cargado de espaldas, y llevaba unos lentes enormes -, pero usted seguramente no sabe de esa mujer ni quiénes son sus padres, ni el lugar de su nacimiento, ni la edad, y si en mi fichero hay veintisiete Marías Domenici que hagan de prostituta, ¿qué va a hacer usted?

Mientras tanto lo guió por los largos y tenebrosos corredores abarrotados con las cajas metálicas de los ficheros.

Duca no sabía lo que estaba dispuesto a hacer si entre aquellos ficheros había veintisiete Marías Domenici entre los que escoger. Confió en que hubiera menos de veintisiete.

– Tiene usted suerte, doctor Lamberti – dijo el archivero, entregándole un cartoncito que había sacado de uno de aquellos abisales ficheros -. Hay sólo dos Domenici prostitutas y sólo una que se llame Maria.

Duca leyó la ficha ávidamente. En ella figuraban todos los datos de Maria Domenici, hasta su nombre artístico, Marisella, además del apellido de soltera, Faluggi. Figuraba el nombre del hombre que se había casado con ella y que reconoció a un hijo que ella tuvo de otro, desconocido en cuanto a efectos civiles. El cónyuge de Marisella se llamaba Oreste Domenici llamado Francone (véase ficha personal, también bajo el nombre de Francone), había anotado minuciosamente el archivero. Era una ficha nutrida porque en ella estaban relacionadas todas sus "hazañas" a causa de su verdadera profesión, más las condenas, cuatro en conjunto, por un total de siete años, en razón de diversos hobbies practicados por ella: hurto, acuchillamiento de una colega callejera, tráfico de estupefacientes y consumo propio de los mismos.

Pero, aunque nutrida, no se deducía mucho de la ficha. Hizo acopio de valor para dirigirse de nuevo al archivero:

– Por favor, deme también la ficha de este Oreste Domenici, llamado Francone.

Consiguió obtenerla y se dirigió corriendo a su despacho a estudiarlas. Las leyó tres veces y tomó apuntes; allí estaba todo y, sin embargo, no se hacía la luz. Las cifras, los hechos desnudos, no significaban mucho. Son los detalles, los matices, los "nada", lo que da luz a la realidad. De todos modos tomó nota de los hechos. El señor Oreste Domenici, llamado Francone, había ejercido desde la adolescencia la profesión de explotador y de alcahuete. Se había casado por primera vez a los veintiséis años y, claro está, había prostituido a su mujer – hecho por el cual había sido condenado -, "vendiéndola" a un colega por la cantidad – el hecho se remontaba a antes de la guerra – de dos mil liras. Después de cumplidos los cuarenta años Francone había ampliado sus actividades dedicándose a los estupefacientes, y había cumplido diversos años de cárcel también por esto. Recientemente incluso, es decir, el año anterior, 1967, había sido encarcelado por tráfico de estupefacientes procedentes de Suiza. Entre las muchas cosas que afectaban al señor Domenici figuraba ésta: el 27 de setiembre de 1960 se había casado con Maria Faluggi – convertida así en Maria Domenici – y había reconocido a su hijo natural, Ettore, de nueve años de edad. Pero en 1964 se le había despojado de la patria potestad porque un padre como ése era mejor perderlo, y el turbulento muchacho, su hijo legalizado, fue confiado a su tía, es decir a la señora Faluggi, viuda de Novarca, es decir la hermana de la madre del chico.

Por último, directísimamente relacionada con el señor Oreste Domenici, llamado Francone, figuraba la noticia de que había muerto de pulmonía en la cárcel de San Vittore en Milán el día 30 de enero de 1968. Hallábase en la cárcel por motivo, frecuente en los últimos años, de contrabando y venta de estupefacientes.

De todo se había tomado nota; allí estaban las fechas, los nombres, las direcciones, la edad, pero todo esto no decía mucho; decía sólo que Oreste Domenici era un mal sujeto, del mismo modo que la ficha de Marisella, su mujer, decía sólo que era una prostituta. Esas fichas eran como balances; en ellas estaba escrito todo, hasta el último céntimo, pero pocos saben que en el apartado "gastos generales", están comprendidas las trescientas mil liras mensuales que entregar a cierta señora X que muy pocos sabían era la amiga de un director general.

Duca tomó aún algunos apuntes de los puntillosos cartoncitos, luego llamó a un guardia y se los dio para que los devolviese al archivo. Se levantó. Ya casi no había niebla; el viento acababa de arrastrar los últimos jirones. No podía interrogar a Oreste Domenici porque estaba muerto. No podía interrogar a Marisella, porque era mejor esperar que junto con Carolino intentase algo, porque era evidente que Carolino había ido a ver a Marisella, y si había ido a verla quería decir que la conocía, y que tenía un motivo para huir y ampararse en ella.

Además, no sería de ninguna utilidad volver al reformatorio e interrogar de nuevo al hijo de Marisella, Ettore Domenici. Todos aquellos muchachos habían dicho que no sabían nada, incluso Carolino, y hubiesen continuado diciéndolo, incluido Ettore Domenici. ¿Con quién podía hablar para vestir y dar color a las desnudas y pálidas informaciones proporcionadas por aquellas fichas?

Momentos después la respuesta llegó precisa y clara. Controló los apuntes que había tomado y vio que había una dirección: Padua 96.

– Llévame a Padua noventa y seis – le dijo a Livia, subiendo al coche junto con ella.

Le puso una mano sobre la rodilla y apretó un poco, acordándose de ella por un instante.

– Por favor – dijo ella -. Te deseo demasiado para soportarlo. Desde hace muchos días. Pero tú, hasta que no hayas terminado con tus investigaciones no te acordarás de mí.

Ella, la señorita Livia Ussaro, era muy explícita, no usaba nunca el understatement de los ingleses; lo decía todo y muy claramente.

– Perdóname – le, dijo, retirando la mano, avergonzado de su ademán: la había atormentado sin saberlo.

2

En la calle Padua 96 vivía la señora Faluggi, viuda de Novarca, que era una mujer de baja estatura, seca, de cabellos todavía casi negros, irreprensible en su traje gris con topos blancos, y sobre el pecho una cadenita que sostenía un medallón en el que, sin posibilidad alguna de error, debía estar la fotografía de su difunto marido, el señor Novarca. Esta mujer era la hermana de Marisella.

– Ya estoy acostumbrada a la policía – dijo la señora Faluggi -. Hace años, desde que el tribunal me confió la custodia de Ettore, vienen aquí policías. Yo no quiero follones; que otros custodien a estos chicos. De acuerdo, soy la tía del muchacho, la hermana de su madre, la única y última pariente, pero ¿qué tiene que ver esto?

Duca escuchaba sentado muy circunspecto en la dura butaca, en el anticuado saloncito de la viuda Novarca, mientras ella hablaba sin descanso con dulce entonación milanesa, y más que entonación, con las palabras que eran una mezcla de milanés y de italiano, y también la sintaxis era mixta.

– Soy hermana de esa pobrecilla, pero, quién sabe por qué, somos más diferentes que una tortuga y una jirafa. Pero esas mujeres de la asistenta social insistieron mucho: "Tome en custodia al pobre muchacho; usted, además, está sola, es viuda; verá cuánta compañía le hace, y podrá educarlo y apartarlo del mal camino…". Y yo soy un poco una vieja chocha; me dejé conmover y acepté la custodia del muchacho. ¡Dios mío! Desde entonces no me he quitado a la policía de casa; venían a llevarse a Ettorino al Beccaria porque había hecho alguna, o venían a traérmelo cuando había terminado sus vacaciones en el reformatorio. O bien venían a preguntarme dónde estaba Ettorino, porque tenían que tirarle de las orejas; pero yo no sabía dónde estaba porque hacía dos o tres días que no venía por casa y yo no podía ir a buscarlo. Y usted, señor brigadier, ¿qué desea saber? Diga, no haga cumplidos; yo con la policía sont pan e butèr, soy pan y mantequilla, digo en broma, pero aunque bromee no tengo malditas las ganas. Si supiera las amarguras que he pasado por causa de ese muchacho y de la desgraciada de su madre… He hecho todo lo que he podido para que ese desdichado se enderezase, pero es tanto como pretender convertir el aceite en vinagre, y no lo he conseguido.

Duca escuchó todo lo que ella espontáneamente y de corazón y en desorden le estaba contando, pero cuando se calló como cansada, como agotada, y sin embargo con una sonrisa en aquel rostro juvenil lleno de arrugas, no supo mucho más de lo que sabía antes de que ella hubiese hablado.

– El chico, de acuerdo con la ley, ¿vivía con usted? – comenzó entonces a interrogarla.

– Sí, ciertamente, de acuerdo con la ley tenía que vivir aquí – respondió ella, baja y seca, con seca precisión -. No podía salir después de las nueve de la noche; de día tenía que ir a trabajar como mozo del charcutero de la plaza, que es uno de los mejores charcuteros de Milán, y por la noche había de ir a la escuela nocturna. Pero la ley es cosa de risa.

Como funcionario público, Duca no podía compartir oficialmente aquella teoría, pero la compartía oficiosamente. Las leyes deben ser respetadas; de otro modo son cosa de risa, como decía la mujercita que tenía delante, la señora Faluggi viuda de Novarca.

– Mi sobrino, de vez en cuando, se portaba bien – continuó ella tranquila y amarga-: hacía los encargos del charcutero, de día me ayudaba un poco en la casa, y por la noche iba a la escuela nocturna… y yo creía que se estaba corrigiendo, y le decía que si era bueno todo iría mejor. Pero era perder el tiempo.

– ¿Por qué?

– Porque luego daba la vuelta. Desaparecía de casa noche y día; no iba a la escuela nocturna; yo avisaba a la policía (porque tengo la obligación de hacerlo, puesto que Ettorino está bajo mi tutela) y el policía, al teléfono, me decía: "Sí, señora; tomamos nota", y colgaba. Con todos los delincuentes que tienen entre mano y ojo, a ver si van a tener tiempo para preocuparse por un menor de edad confiado a su tía. Pero de vez en cuando llegaba un policía: "¿Todavía no ha dado señales de vida el sobrino?". O bien llegaba la asistenta social…

– ¿Alberta Romani? – preguntó Duca.

– Sí, Alberta Romani es la asistenta social de la zona

– dijo la pequeña señora -, y me preguntaba si el chico, es decir, mi sobrino, había regresado, y yo le respondía que no, y ella me decía entonces: "No se lo diga a la policía porque lo meterán en el reformatorio". Era muy buena esa mujer, pero con los delincuentes la bondad es inútil. Upa vez hasta vino la maestra de la escuela nocturna.

– ¿La señorita Crescenzaghi? – preguntó Duca. -Sí, la señorita Matilde.

– ¿La que fue encontrada muerta en el aula de la escuela? – insistió Duca.

Los ojos de la viejecita de cabellos todavía negros se encendieron de ira.

– Sí, la que ha sido asesinada por aquella pandilla de malvados – especificó.

También Duca era del mismo parecer, pero no deseaba expresarse tan drásticamente.

– ¿Y qué dijo la señorita Matilde Crescenzaghi? – preguntó.

– ¿Qué quiere que dijera? Me dijo que mi sobrino hacía dos semanas que no iba a la escuela nocturna, y había venido a ver si estaba enfermo. Era una maestra concienzuda, buena, angelical; se interesaba por todos sus discípulos, y la pobrecilla tuvo ese fin.

Acaso era el momento en que se acercaba el alba de la verdad. Duca advirtió que la impetuosa y extravertida viuda Novarca estaba a punto de revelar algo esencial.

– ¿Y usted qué le contestó a la señorita Crescenzaghi? – le preguntó.

– La verdad – dijo con rapidez la mujercita -. Yo también hacía dos semanas que no veía a mi sobrino. Y entonces me preguntó si sabía dónde podía haber ido y yo le repuse que siempre estaba en el mismo sitio, con su madre y su padrino, el que se había casado con su madre.

Duca precisó:

– Es decir, su sobrino iba a ver a su madre, Maria Domenici, la hermana de usted.

– Sí, a mi hermana y al marido de mi hermana.

– ¿Y qué iba a hacer?

– Con una madre como ésa y con un padre adoptivo

peor aún, ¿qué quiere usted que hiciera? Seguro que nada limpio.

Duca pensó que era evidente que con una madre prostituta y un padre alcahuete y traficante de drogas, era difícil que Ettore Domenici diera instructivos paseos por el zoo o visitase los museos y pinacotecas.

– ¿Sabe usted si su sobrino fue alguna vez a Suiza?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? – preguntó la mujercita.

– No lo sé; lo pregunto.

– Una vez vino con varios paquetes de cigarrillos y me dijo que los traía de Suiza.

– Pero usted sabe que su sobrino no sólo no tiene pasaporte, sino que está bajo vigilancia, y por tanto, si ha estado en Suiza, sólo puede haber sido pasando la frontera ilegalmente, ¿no es verdad?

Duca admiraba cada vez más a la irascible e impulsiva mujercita.

– Claro que lo sé, pero con el padre y la madre que tiene, no es difícil hacer cosas ilegales, cualquier cosa.

– Por ejemplo, ¿tráfico de estupefacientes? – preguntó Duca.

– He dicho cualquier cosa. Claro está que mi sobrino no venía a contármelo.

– De todos modos usted sabía e intuía algo. ¿Por qué no avisó a la policía? Usted tiene a ese muchacho bajo su custodia, sabe que se va a Suiza a cometer una fechoría, ¿y se está callada?

Ella permaneció en silencio mucho rato, incluso en aquel momento. Luego, con ira contenida, y en voz baja, dijo:

– También la maestra me hizo la misma pregunta.

– ¿La señorita Matilde Crescenzaghi?

– Sí, ella, la maestra. Me dijo: pero usted debe denunciar estas cosas. Y yo le respondí que me ciscaba – dijo claramente la palabra -, que mi sobrino era un delincuente, que lo sería siempre, y que aunque los tribunales me lo hubiesen confiado en custodia, yo no quería saber nada.

– Y la maestra Crescenzaghi ¿qué le respondió?

Ella sonrió.

– ¡Pobrecilla! Le sentó muy mal. Me dijo que ningún chico es culpable, que hay que saberlo educar, y que para educarlo se le debe castigar cuando lo merezca. Por esto había que denunciarlo a la policía para que no volviese nunca más al lado de su madre ni de su padre. "Usted debe denunciarlo", me dijo la pobre maestra. Precisamente dos días antes había estado allí la asistenta social para decirme: "Usted no debe denunciarlo; en el reformatorio se volverá más malo"… Me daban ganas de reír y de llorar. No saben lo que quieren. Aquel día la emprendí con la maestra porque insistía en que denunciase a Ettorino. Pobrecilla, luego tuve mucho remordimiento. Me enfurecí y le dije que era una historia que me tenía sin cuidado, que con Ettorino cualquier cosa que se hiciera era perder el tiempo, que si ella lo quería denunciar, que lo denunciase, pero que yo no tenía tiempo que perder ni con mi sobrino ni con ella. |Pobrecilla! La recuerdo ahora con aquella carita; estaba un poco asustada porque yo gritaba, pero tuvo el valor de decirme que iría a la policía a hacer la denuncia. Y en efecto hizo la denuncia.

Duca Lamberti, rígido sobre la rígida silla, no se había movido y tampoco se movió ahora. Cuando se está cerca de la verdad uno se queda rígido, inmóvil, y aquella mujer le había dicho, sin saberlo, la verdad. Lo sentía.

– ¿Y qué sucedió? – preguntó a la mujer.

– Usted es de la policía y sabe mejor que yo lo que pudo suceder. La maestra dijo a la policía que mi sobrino no iba a la escuela nocturna desde hacía quince días, y que temía que se hubiese ido a casa de su madre para estar con ella y el marido de su madre, y preparase alguna fechoría. Fue una denuncia regular: la maestra, cuando hacía una cosa la hacía bien. Quería proteger a mi sobrino de la influencia de la madre y su compañero, y no creía que ya no hubiese nada que proteger. Cuatro días después estaban todos en la cárcel: mi sobrino, mi hermana y su marido. Poco faltó para que no me metieran a mí también en la cárcel por no haber hecho la denuncia. Ya le he dicho que yo con la policía soy pan y mantequilla. Salió a relucir toda una historia de contrabando de estupefacientes de Suiza, tan larga que no la recuerdo bien. El marido de mi hermana llevaba a mi sobrino y a un amigo suyo de la escuela cerca de la frontera suiza. Los hacía pasar porque dos chicos pasan más inadvertidos. Iban al bar de un hotel donde había dos camareras que les daban la droga que ellos traían a Italia volviendo a cruzar la frontera en sentido contrario para encontrarse con el marido de mi hermana que los estaba esperando. Imagine que ya habían enseñando a drogarse a los dos chicos; algunas veces Ettorino me parecía un poco confuso, pero nunca hubiese creído que tomaba los estupefacientes.

Decía "los estupefacientes" con el ingenuo lenguaje de la persona demasiado alejada de semejante mundo.

Duca Lamberti, aunque ya sabía la verdad, que había conocido por sus palabras, las escuchó hasta que ella dejó de hablar, y apenas hubo callado la mujer, le dio las gracias y se despidió.

Diez minutos después estaba en Jefatura, en el despacho de Càrrua, ante la mesa de Càrrua, junto a Livia.

3

Eran las seis de la tarde, pero no había oscurecido aún, a pesar del frío y la niebla. La primavera impelía como el aire en un globo rojo para niños, a punto de estallar.

– Ahora sabemos por qué mataron a la maestra Matilde Crescenzaghi. – Con Càrrua, Duca hablaba a ser posible en voz baja. – Ya lo he comprendido: ha sido una venganza. Matilde Crescenzaghi, que da clases en la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni, en el aula A, durante varios días no vio comparecer en sus clases a uno de sus alumnos, Ettore Domenici, joven de diecisiete años, y se preocupó por él como por todos los demás discípulos suyos. Quiso saber por qué no iba a la escuela. Entonces fue a ver a la tía del chico, que tiene la custodia legal del sobrino y la tía le revelo cosas tales que la joven maestra se sintió obligada a hacer la denuncia. A causa de esta denuncia, el chico, Ettore Domenici, volvió al reformatorio; su madre y el marido Oreste Domenici fueron detenidos por contrabando y tráfico de estupefacientes, con el agravante de utilizar la ayuda de un menor. Pocos meses después, la madre de Ettore Domenici fue puesta en libertad, y su marido, Oreste Domenici, llamado Francone, murió en la cárcel en enero de este año.

Hacía mucho calor en el despacho. Càrrua ofreció el paquete de cigarrillos a Livia, pero ella no quiso. También Duca lo rechazó. Entonces encendió él uno y dijo:

– Según tú, Marisella Domenici quiso vengarse de la maestra que había denunciado a ella y a su marido… ¿Y cómo lo hizo para vengarse?

Lo miraba con ácida benevolencia. Odiaba a las personas que crean problemas o trabajo donde todo marcha sobre ruedas y sin esfuerzo. Y Duca era una de ellas.

– Instigando a esos muchachos a matar a su maestra – replicó sordamente Duca, herido por el sarcasmo de Càrrua.

– ¿Y cómo vas a probar que ella ha instigado a once muchachos? – pregunto Càrrua con odio y también con simpatía -. Instigar a once personas es un buen trabajo. Ya lo es instigar a una.

Siempre se burlaba de él.

Duca tenía muy baja la cabeza y las manos enlazadas sobre las rodillas y miraba las piernas de Livia, a su lado; eran muy hermosas. Lo había advertido en otras ocasiones, pero aquella vez le gustaron más. Esto no le impidió hablar con cólera, pero siempre en voz baja.

– Creo que la madre de Ettore Domenici no pudo tragar que su marido fuese detenido y hubiera muerto en la cárcel por culpa de la maestra que hizo la denuncia. Ese hombre, Francone, se había casado con ella, había dado su apellido al hijo que ella había tenido de otro, la explotaba haciéndola hacer de prostituta, pero todo quedaba en familia. Luego Francone comenzó a trabajar en drogas y sus beneficios resultaron muy buenos. Con la muerte de Francone en la cárcel ella se encontró sola, sin protector, más bien vieja para encontrar a otro a propósito, sin los buenos dineros que entraban en la casa con el tráfico de estupefacientes. En su soledad, en la miseria inminente, Marisella Domenici debió de haber pensado muchas veces en vengarse de la maestra que con su denuncia había causado toda aquella ruina. Las prostitutas son vengativas.

Càrrua murmuró burlón:

– ¿Cómo lo sabes?

Duca siguió mirando las piernas de Livia y se dominó.

– Estuve seis meses en un ambulatorio de sifilíticos. Visitaba docenas de prostitutas al día. Estaban furiosas por haber pillado la gonorrea, y gritaban que si encontraban a ese hijo de mala madre que las había contagiado, lo harían trizas. Y lo decían en serio.

– De acuerdo, de acuerdo – Càrrua finalmente alzó nerviosa la voz-. Tú lo sabes todo, hasta la condición vengativa de las prostitutas, con documentos y estadísticas; pero si detenemos a esa mujer, ¿de qué la acusamos? ¿De haber dicho a once jóvenes delincuentes de la escuela nocturna: "Matad a vuestra maestra"? ¿Y qué prueba podemos dar de que haya instigado realmente a esos once chicos? ¿Tus sutiles intuiciones? Sí, dé acuerdo, también yo creo lo que dices.

Marisella quiso vengarse de la maestra y la hizo asesinar por esos muchachos. Pero en un tribunal no tiene ninguna importancia lo que yo crea y lo que creas tú. Un tribunal quiere pruebas, y no existen pruebas para una historia como ésa. Sólo existen sospechas, deducciones, razonamientos, cosas que no sirven para nada en un juicio.

Duca entonces levantó la cabeza y miró a Càrrua con una gran paciencia.

– Cuando empiezo un trabajo, quiero ir hasta el final. Te ruego que me dejes ir hasta el final en éste.

Al cabo de un instante Càrrua se levantó en silencio. Atravesó su despacho en diagonal, de un extremo a otro. Era sensible al "te ruego" de Duca, a su súplica: era muy raro que Duca suplicase. Otro ir y volver, y se detuvo a espaldas de Livia.

– ¿Qué harías? – le preguntó a Duca amablemente.

– Gracias – dijo Duca, por la gentileza -. Detener a Marisella, y hacerla hablar.

– Pero ella no hablará. Las prostitutas no hablan. Yo no he estado nunca en un ambulatorio para enfermedades venéreas, pero sé que no hablan, que no confiesan.

Paciente, Duca dijo:

– No te burles. Estoy hablando en serio. Déjame detener a esa mujer. Quiero ir hasta el final en este trabajo.

Càrrua apoyó una mano en el hombro de Livia.

– ¿Cree usted que Duca tiene razón?

– No lo sé – repuso ella inmediatamente, sin vacilar -. Pero lo dejaría hacer.

Càrrua apretó un poco más fuerte el hombro de Livia.

– Sí. Le dejaré hacer – dijo como absorto en su privada angustia. Fue a su butaca y miró a los dos, Duca y Livia, que estaban delante de él, al otro lado de la mesa -. Sí, siempre le dejo hacer. También le dejaré esta vez. – Miró a Duca conteniendo su simpatía paternal. – Pero piensa no sólo en detener a esa mujer, sino también en encontrar a ese muchacho que sacaste del reformatorio para tenerlo en tu casa y tratarlo con tus nuevos sistemas policíacos para descubrir la verdad. ¿Dónde está ahora ese chico? ¿En casa de esa mujer en la plaza Eleonora Duse? Muy bien. Fue a verla a la una de la tarde y aún no ha salido de esa casa de la plaza Duse; Mascaranti sigue allí de guardia, pero el chico aún no ha salido. Encuéntramelo, no me digas que lo has perdido; encuéntramelo porque esto es lo más importante, y si no lo encuentras no te lo perdonaré.

4

El muchacho, es decir, Carolino, debía de estar en aquel edificio de la plaza Eleonora Duse, en la buhardilla de Marisella Domenici.

– Date prisa – dijo Duca a Livia que conducía.

Pero hacia las siete de la tarde el tráfico es cada vez más intenso e incluso el corto trayecto de la Via Fatebenefratelli a la plaza Duse puede durar veinte minutos y bastarían cinco.

Mascaranti seguía en la plazuela con su amigo. Carolino no había salido. Había oscurecido ya y los faroles estaban encendidos y llovía niebla desde las altas luces. La locuaz portera que quería dialogar con sus semejantes dijo a Duca que no había visto salir a ningún muchacho vestido de gris, alto, de grandes narices, pero que, en cambio, había salido la señora Domenici.

– En seguida se la ve con su abrigo de piel rojo – dijo la portera.

Requirió casi una hora llamar a un cerrajero, abrir la puerta de la buhardilla para que pudiesen entrar Duca, Mascaranti y Livia. Registraron los tres, pero había poco que registrar: el apartamiento era pequeño y sólo encontraron muchas colillas, tubitos llenos de somníferos, tranquilizantes y estimulantes de todo género, todos permitidos por la ley. De lo prohibido por la ley, naturalmente, nada.

Duca abrió las ventanas que daban sobre la terraza. Se asomó a la baranda de la terraza y miró a la vecina buhardilla, a través de dos pequeñas cumbreras de terracota del tejado contiguo. Una cosa era cierta. Carolino había entrado en aquel apartamiento para hablar con Marisella. En aquel edificio no conocía a nadie más. Había entrado, pero no salido. Y en el apartamiento no había nadie ahora. Por tanto, Carolino tenía que haber salido del apartamiento por otra parte. La única otra parte era el camino de las terrazas y buhardillas unidas entre sí, aun cuando estuviesen separadas por alambre de espino.

Hacia las ocho Duca supo por una anciana que vivía con cinco gatos en una buhardilla vecina de la de Marisella, que un muchacho con un traje gris claro había pasado a través de su terraza y que ella había gritado "¡Al ladrón!" para que lo detuviesen, pero se había escabullido. Aquel chico sólo podía ser Carolino. Atravesando todas las terrazas. Duca llegó a Via Borghetto.

Ahora ya se había aclarado la situación, pensó, en el coche junto a Livia. Carolino había ido a ver a Marisella Domenici. Marisella comprendió que a Carolino lo seguía la policía y le hizo escapar por las terrazas a Via Borghetto. Ella salió tranquilamente por el portal de la plaza Duse, mientras la policía, es decir, Mascaranti, no sabía aún que ella, como Marisella Domenici, era sospechosa. ¿Y luego? ¿Dónde había ido Carolino? ¿Dónde había ido Marisella? ¿Habían ido juntos o habían tomado distintos caminos?

No era posible saberlo. Una cosa era cierta: había perdido a Carolino. Él respondía por ese muchacho, y por tenerlo había comprometido a un alto funcionario de la Jefatura como Càrrua, al director del Beccaria y al juez que había autorizado la salida de Carolino del reformatorio. Este muchacho había desaparecido, y ni siquiera era posible imaginar adónde había ido.

– Intentemos ir un rato al cine – propuso Duca.

Comieron unos bocadillos en el bar contiguo al cine, en la Gallería del Corso, y luego fueron a ver una película policíaca, en la que unos jovenzuelos mataban a toda una familia, hallaban luego sólo unos pocos dólares en la casa del crimen y así, sin dinero, a los pocos días eran detenidos por la policía, y ajusticiados después de unos años de cárcel.

– No – dijo Duca a Livia al salir del cine -, no tengo ganas de discutir contigo sobre la pena de muerte.

Ella, en cambio, tenía muchas ganas después de haber visto el filme.

Altivamente ella caminaba a su lado, salieron de la Gallería, recorrieron el Corso Vittorio hasta la plazuela San Cario donde habían dejado el coche, y altivamente le respondió:

– No quería exactamente discutir. Sólo te he dicho que no comprendía cómo un país tan civilizado como los Estados Unidos mantienen aún la pena de muerte, que es de bárbaros.

A él le tenían sin cuidado los Estados Unidos y los bárbaros. Dio doscientas liras al hombre del aparcamiento y se sentó junto a Livia.

– No vamos a casa – entendía casa-casa, plaza Leonardo da Vinci, como ella lo entendió en seguida por el tono con que lo dijo -. Vamos a dar una vuelta. Vayamos donde quieras, pero no me dejes solo.

La oyó respirar profundamente.

– ¿Por qué no quieres ir a casa a dormir?

– Puedes imaginártelo. Carolino.

Sonrieron a causa del nombre. Una sonrisa áspera.

Livia condujo a través de San Babila y entró en el Corso Venezia.

– Lo encontrarás en seguida.

– Claro – dijo Duca, burlón -. Dime también la histórica frase: "No puede haber ido lejos", y así me sentiré más tranquilo. – Encendió la radio del coche. Por casualidad sonó una musiquilla agradable, sin letra, joven pero sin pretensiones. Luego la apagó y le dijo a Livia: -Párate aquí.

Era un bar pequeñísimo. Bebió una cerveza negra muy fuerte, apoyado en el mostrador con ella, mirando con odio, por el espejo, cómo todos los que entraban, contemplaban con estúpida y torpe fijeza la cara señalada de Livia: las diminutas arrugas bajo la luz salvaje de las lámparas resultaban más vivas, chirlos hábil y sabiamente reparados pero siempre visibles a pesar de todo, sobre todo en determinadas condiciones de luz. ¿Por qué muchos miraban tan implacables y zafios? Era evidente que no se trataba sólo de curiosidad; alguno debía de mirar por sádico placer, como para decir a la persona a quien miraba: yo soy normal y tú, en cambio, eres un error.

Y le oprimía la garganta ver cómo Livia resistía aquellas villanas miradas; con una leve sonrisa de burla en los labios, y un brillo de burla en los ojos: mira, mira, son justamente cicatrices; es interesante, ¿verdad?

Le tocó un brazo. Con voz apenas perceptible le dijo:

– Aquí cerca hay un hotel.

– Ya lo había visto – repuso ella con voz normal -. Se debe de estar cómodo. Vamos.

Es decir, respondió precisamente como él imaginaba que respondería aquella entidad que se llamaba Livia Ussaro: "Se debe de estar cómodo. Vamos". Y era la primera vez que estaría en un hotel con él.

El hotel era cómodo, realmente acogedor. Y habiendo visto la credencial de Duca, el portero le dio la mejor habitación, y el mozo llegó prestamente con la cerveza negra para él y el helado para ella. Él se puso a beber en seguida la cerveza y ella a tomarse el helado, sentados muy separados los dos, ella en el diván y él en una silla ante un gran espejo.

A pesar de que estaba cerrada la ventana subía desde el Corso Buenos Aires el vario rumor del tráfico, que, no obstante, iba disminuyendo.

– Me has traído aquí solamente porque esta noche no podías dormir, ¿verdad? – preguntó ella de pronto con gran tranquilidad.

– Sí – repuso él, nada tranquilo, sino sombrío -. La primera vez contigo imaginé que sería muy distinto de esto.

– Distinto ¿cómo?

– No en un hotel del Corso Buenos Aires en Milán.

– Nada tiene de anormal estar en un hotel del Corso Buenos Aires en Milán.

Era inútil discutir con una jugadora de ajedrez.

– Acaso tengas razón. También se está bien aquí.

Livia terminó de tomarse el helado, sin decir ninguna palabra más. Él sostenía en la mano la copa de cerveza, pero ahora no bebía. Por último, dijo:

– No sólo he perdido a ese chico, sino que no puedo hacer nada por encontrarlo, por buscarlo.

Su pensamiento estaba siempre en esto, en el muchacho.

– No hay situación en la cual no pueda hacerse nada – replicó la jugadora de ajedrez.

¡Ah, ya! Había olvidado que estaba hablando con un tratado de moral y dialéctica, más que con un ser humano.

– ¿Adónde puedo ir a buscarlo? – preguntó, pero con amabilidad.

¿Daría vueltas por Milán preguntando: "Carolino, ¿dónde estás?"? ¿Iría a ver a Càrrua y le diría que había perdido al chico y que diese la alarma a todas partes para que lo buscasen? De este modo todo iba a parar a los periódicos y no sólo él perdía el puesto, sino también Càrrua.

– No sé dónde podrías buscarlo. – dijo Livia-. Sé que debes buscarlo, y que buscarlo es lo que debes hacer.

Era implacable, pero cierto. Se levantó, fue a dejar la copa en la mesa delante de Livia. Luego se sentó en el diván junto a ella. Buscar a un muchacho en una ciudad de dos millones de habitantes, admitiendo que Carolino estuviese todavía en Milán. Buscarlo sin ningún punto de partida.

– Tienes razón – le dijo -. Comencemos por pensar qué puede haber imaginado esa mujer, Marisella, cuando Carolino fue a su casa y se dio cuenta de que el chico era seguido por la policía.

No debió de haberle causado satisfacción alguna. Debió de sentirse en peligro. Lo demostraba el hecho de que hubiese obligado a huir a Carolino a través de las terrazas. Ahora era necesario saber si habían huido por separado o se habían encontrado para continuar juntos la fuga. Y era muy comprensible que hubiesen continuado juntos la fuga. Carolino había ido a ver a Marisella para que lo ayudase, y el único modo de ayudarlo era sustraerlo a la policía.

– Ahora escúchame – le dijo a ella, que estaba rígida a su lado, como él estaba rígido al lado de ella-. No es fácil esconder a un muchacho, a un menor de edad. Nadie quiere aceptar esta responsabilidad. Los menores son siempre un problema. Marisella tiene ciertamente muchos amigos, pero hemos de establecer una hipótesis: que nadie le tenga tanta amistad como para recoger a un menor, y que ella no se fíe lo bastante de ninguno de sus amigos para confiarle un menor tan peligroso como Carolino.

– Esta deducción es justa – dijo Livia, rígida.

– Si es justa – continuó Duca, rígido también él, pero sólo por la tensión que se agitaba dentro de él hinchándolo -, entonces esa mujer se ha llevado al chico a un escondite aislado, a un refugio sin amigos, sin personas que puedan ver, curiosear, informarse, es decir, sin porteros, vecinos. comerciantes, borrachos… Y un refugio así no existe en una ciudad, todo lo más en su periferia extrema, y más fácilmente en el campo, incluso cerca de la ciudad, pero no en un pueblo, un pueblo pequeño es el lugar más peligroso que existe para esconderse; en un pueblo pequeño, uno que no sea del pueblo escomo un pulpo gigantesco que se paseara por la plaza del Duomo: toda la población se entera en seguida de su presencia. Por tanto, esa mujer y Carolino no están en Milán, no están tampoco en un pueblo cercano, sino que ni siquiera están lejos de Milán.

– ¿Por qué no están lejos de Milán? – preguntó Livia.

Apoyó una mano sobre su brazo y su rigidez cedió. Resbaló sobre su pecho, apoyó la cabeza sobre sus rodillas y se tendió en el diván, encogiendo las piernas.

– Porque – dijo Duca, y una de sus manos tocó la cara de ella, era una mano tan grande que casi le cubría la cara, y sintió su cálida, ahora irregular respiración que le calentó de pronto la palma-, porque si es una mujer inteligente, y lo debe de ser, si conoce a la policía, y debe de conocerla, habrá tenido miedo de las salidas de la ciudad. Yo no he hablado con Càrrua de esto, pero ella no lo sabe y habrá pensado que las carreteras estarán vigiladas. Por tanto, no se ha alejado mucho de Milán. Se ha apartado de las grandes carreteras; se mueve por rutas secundarias, por caminos comunales -. Duca le acarició los cabellos, como se hace a una niña y con los mismos sentimientos. – Se ha dirigido a un lugar preciso que ella conoce donde poder esconder a Carolino, incluso muchos días.

– Entonces – dedujo ella – hemos de buscar un lugar cerca de Milán, pero en el campo, no cerca de los pueblos de los alrededores, donde alguien pueda esconderse también durante un tiempo.

Sencillo, pensó él. Sin darse cuenta le tiró un poco de los cabellos.

– Nunca se ha encontrado nada ni a nadie con deducciones de este tipo. Lo he intentado por complacerte, pero no sirve. Debes convencerte de que no existe ningún punto de partida para iniciar la búsqueda. No puedo hacer nada. He perdido al chico, y lo he perdido. Es inútil que me haga ilusiones: no hay ninguna huella que seguir, de ninguna clase.

– No me tires del pelo – dijo ella.

– Perdóname – se excusó Duca. Volvió a poner delicadamente la mano sobre su cara, a sentir su delicada e irregular respiración, irregular porque en realidad no estaba acostumbrada a permanecer tendida sobre las piernas de un hombre -. Y lo he perdido todo. Mañana por la mañana tendré que ir a ver a Càrrua y decirle que he perdido a Carolino, y, al mismo tiempo, habré de entregarle también mi credencial, de manera que, además de ser ex médico, seré también ex policía. Y es mejor que vaya a ver a Càrrua mañana bien temprano; cuanto antes mejor.

– ¿Por qué?

Duca no se lo dijo en seguida. Hay cosas demasiado tristes de explicar y que requieren tiempo.

– Porque no estoy seguro de qué manera esta mujer quiere ayudar a Carolino y de qué forma desea esconderlo. Es posible que quiera esconderlo para siempre.

Livia Ussaro, la razonadora jugadora de ajedrez, apartó la dulzura de aquella mano que le pesaba en la cara. Se sentó junto a él. Había comprendido exactamente, pero Duca le aclaró todavía más el concepto mientras ella se componía los cabellos.

– Probablemente, si pudiera, esa mujer mataría a los once muchachos que conocen la verdad sobre ella, aun cuando por el momento no hayan hablado todavía. Si no lo hace es porque no puede. Pero Carolino está en sus manos y ella puede tener miedo de que se vaya de la lengua antes que os demás. Y si lo mata, no sólo Carolino ya no hablará, sino que los demás, que se enterarán en seguida de la noticia, de la muerte de Carolino, tendrán un motivo más para callar.

Sacudió la cabeza. Había perdido, lo comprendía, y cuando uno pierde no cabe otro remedio que resignarse. Tenía frío, a pesar de que la habitación estaba muy caldeada, más bien demasiado. Era el frío anormal de la angustia; veía el delgado rostro de Carolino, su larga nariz, sus saltones ojos basedovianos, su vaga apariencia de tísico… y lo había dejado escapar, y él había sido derrotado. Miró el reloj: casi las dos. ¿Estaría vivo aún Carolino?

– Toma un somnífero – dijo Livia -. Tengo en el bolso. Algunas veces yo tampoco puedo dormir.

Él dijo que no. También él era un poco un razonador jugador de ajedrez; no le gustaba el sueño artificial, el sueño químico.

– De nada te sirve estar con los ojos abiertos pensando – le replicó ella, pero fue inútil: no tomó el somnífero.

A las cuatro estaban en la cama, abrazados, pero vestidos, sobre la colcha. Él ni siquiera se había quitado los zapatos.

– ¿Qué hora es? – le preguntó él con la cara escondida en su cuello, sofocado por la corbata y con el revólver que le pesaba en el costado.

– Las cuatro – dijo ella.

Las cuatro. ¿Dónde estaría Carolino a aquella hora? ¿Viviría aún?

Livia se apartó de él y saltó del lecho.

– Tengo frío aquí, sobre la colcha.

Se quitó el suéter y la falda y, al quitarse ésta, algo cayó al suelo. Duca se sobresaltó.

– ¿Qué ha sido?

– El revólver – respondió ella -. Me dijiste que lo llevara en el portaligas, y en el portaligas lo llevo.

Él sonrió respirando con fuerza. Era una risa fatigosa, amarga. Mientras comenzaba a desnudarse, pensó que le había dicho que llevara el revólver en el portaligas, y ella lo llevaba allí religiosamente. Se quitó con alivio los zapatos, con alivio se deshizo el nudo de la corbata, se quitó la camisa, la camiseta y siguió respirando con fuerza con aquella amarga sonrisa y risa que lo sacudía.

– No te rías; basta ya – Livia Ussaro se estremecía entre las frías sábanas -. No te rías así.

– Río como me da la gana.

– Basta, o me levanto y me voy.

La voz de ella era severa e implorante. Él dejó de reír y buscó refugio en ella.

– Perdóname.

– Duerme – dijo ella – y caliéntame.

Harían el amor en otra ocasión; ella lo sabía. Él la calentó, pero no dormía; le hacía cosquillas en el cuello con la mejilla sin afeitar, y su respiración era un soplo cálido sobre el pecho, que le impedía dormir. De vez en cuando él se movía un poco, apenas unos milímetros, no más, pero ella comprendía.

– Son más de las cinco y cuarto – le decía.

Quería saber qué hora era, y quería seguir pensando dónde podía estar Carolino a aquella hora.

5

En un lugar que no debía estar muy lejos de Milán, pero que ni siquiera debía de ser un pueblo cerca de Milán, porque los pueblos pequeños son peligrosos para esconderse, ella detuvo el coche y, con nerviosa sonrisa de sus chupados y sutiles labios, que el carmín no lograba hacer más jóvenes, sino todo lo contrario, dijo a Carolino:

– Aquí estaremos seguros.

Carolino se apeó con ella. Hacía un instante habían dado las tres, y el campo, llano, estaba lleno de niebla y raso. No había árboles; era tierra sin verdor, no cultivada, atravesada de una parte a otra del horizonte por las larguísimas piernas de gigante de las altísimas torres metálicas que sostenían los cables de la corriente de alta tensión. No había pueblos cercanos, y sólo a cierta distancia comenzaban los arrozales que se distinguían del resto de la llanura por la espesa capa de niebla que los cubría. Carolino no comprendió siquiera que aquellas lejanas y fluctuantes nubes de niebla sobre el campo ocultaban los arrozales, pero tampoco, de haberlo sabido, le habría importado. Miró con más interés una larga barraca de madera, de entradas y ventanas protegidas con barrotes, y leyó el cartel, casi descolorido del todo, pero todavía legible: EN EL - Central Electrica Magentina - Sector 44 - Prohibida la entrada a toda persona ajena a la empresa - Cuidado con las torres - Peligro de muerte.

Carolino miró un poco de niebla que se amontonaba sobre una torre cercana, miró también una chimenea de palastro que salía del tejado de la barraca de madera que en otro tiempo acogió a los obreros de la empresa, y por último miró a ella, a Marisella Domenici.

– Ven – dijo ella -. Aquí no hay nadie.

Y así era, en efecto. A pocos kilómetros de Milán, en una zona pululante de pueblos y aldeas y arrabales, no había nadie, no había nada, ni casas, ni caminos y aquél por el cual habían llegado hasta aquel lugar era sólo un sendero trazado por los tractores que habían llevado hasta allí el material para construir las torres metálicas. Ella se detuvo ante una de las puertas atrancadas de la barraca y le sonrió. La puerta debía de estar atrancada desde hacía tiempo, porque una abundante telaraña estaba tejida en torno de toda la cornisa. Un solo' puntapié de ella bastó para que la puerta se abriese con toda la telaraña.

– Entra – le dijo maternal a sus espaldas, abriendo el bolso, dispuesta su mano a tomar por el momento sólo el paquete de cigarrillos, pero sintiendo con placer el frío cuchillo junto a la cajetilla -. El año pasado descubrió Francone este sitio – añadió, entrando tras él y dejando abierta la puerta para que entrase un poco de luz en la barraca-. Todos lo han olvidado. Acaso nadie sabe que existe. ¿Sabes?, era la barraca de los obreros que trabajaban en esos cables de alta tensión. Cuando terminaron de trabajar lo dejaron aquí todo, incluso las estufas, las lámparas de petróleo y el petróleo. Mira, en esa mesa debe de estar la lámpara.

Encendió el cigarrillo, y, en la oscuridad de la barraca que olía a polvo, la breve luz del encendedor puso de manifiesto dos largas mesas y unas sillas volcadas en el suelo. Y mientras volvía a dejar el encendedor en el bolso, pensaba en Francone, que había muerto, y que todo había acabado con su muerte, incluso ella, pero ella no moriría en una asquerosa cárcel; ella no se dejaría agarrar nunca, y así, al dejar el encendedor, tomó el cuchillo, porque tenía que destruir a uno de los testigos de su venganza, y las pastillas tonificantes que todavía había tomado en el coche mientras lo conducía hasta allí, le daban ahora suficiente energía para dar el golpe en la espalda de aquel joven testigo, al que por encima de todo odiaba porque era joven, y porque estaba sano, mientras ella era vieja y estaba acabada, y dio en efecto aquel golpe con todas sus fuerzas, y Carolino, que estaba mirando la polvorienta mesa sobre la cual ella había dicho que estaría la lámpara que había que encender, se volvió de pronto, sin un grito, sin experimentar dolor y sin comprender lo que estaba sucediendo. Sólo por instinto, al volverse, se llevó la mano adonde ella lo había herido agujereando la chaqueta, el suéter, la camisa y la camiseta, y habiendo hallado el cuchillo, la mano, instintivamente, lo agarró y lo arrancó del cuerpo.

Entonces gritó, con el cuchillo ensangrentado en la mano, mirándola a ella y sintiendo de pronto, además del dolor, el calor de la sangre, que le resbalaba de los riñones.

– Pero… yo… – estertoró estúpidamente mirándola, con el cuchillo goteando sangre en la mano -. Yo… ¿qué quieres?…

Ella se arrojó encima de él para arrebatarle el cuchillo y herirlo de nuevo, y entonces él comprendió: aquella mujer quería matarlo. No pensó nada, no se hizo ningún razonamiento, tampoco vio nada, y no porque la polvorienta barraca estuviese a oscuras, sino porque estaba ciego de miedo, de agotamiento y de dolor, y dio un golpe con la rodilla a la mujer. Por casualidad, el rodillazo, violentísimo, le dio exactamente bajo la barbilla, mientras ella gritaba con la lengua fuera:

– ¡Puerca chinche, puerca chinche!-y le cerró de golpe las mandíbulas y pilló la lengua entre los dientes; la aturdió hiriéndole la lengua de tal modo que la mujer cayó al suelo dando un alarido, para callarse inmediatamente por haber perdido el conocimiento, la boca llena de sangre.

En el silencio, Carolino, de pie, la miró un instante, dominándola con su estatura, y se llevó instintivamente una mano a los riñones donde había sido herido, y la mano, aunque ya no salía mucha sangre, se empapó de pronto. Luego, dando traspiés y jadeando, salió fuera de la barraca, con el deseo de pedir socorro, pero la lucidez mental que se estaba abriendo camino en él le aconsejó que no gritase y tratara de salvarse solo.

Cerca de la barraca estaba detenido el coche. Un rayo de sol, que llegaba de muy lejos y atravesaba la niebla, iluminaba escenográficamente el automóvil. Parpadeó al reflejo del sol y pensó qué podía hacer. Todavía no pensaba por qué Marisella había querido matarlo; pensaba solamente que tenía que alejarse de ella e ir en busca de alguien que lo ayudase porque estaba herido y el dolor de sus riñones era cada vez más grande.

Subió al coche. No había nada a su alrededor, excepto las torres metálicas, v aquellas lejanas masas de niebla sobre los arrozales, y el cielo azul a través de los bancos de niebla. Puso en marcha el coche; no tenía necesidad de carnet, ni de la mayoría de edad. Sabía conducir muy bien. Lo único que no sabía era adónde ir, pensaba conduciendo, oscurecida la vista de vez en cuando por violentos vértigos. ¿Al primer pueblo? Sí. ¿Y después? ¿Al médico? ¿Al hospital? Lo detendrían en seguida y lo llevarían a la enfermería del Beccaria.

Saliendo del pedregoso camino, entró en la provincial Magenta-Milán, en dirección a Milán, conduciendo a veinte por hora, con una sola mano porque con la otra se apretaba los riñones, donde sentía no sólo dolor, sino la sensación de perder el conocimiento y la vida.

Muchos otros coches lo dejaron atrás, asordándolo con el claxon porque iba demasiado despacio y adelantándole; el conductor miraba hacia él y, a pesar de la rapidísima mirada, se daba cuenta de que al volante iba un chiquillo, chiquillo aunque parecía un hombre, y al final alguien se daría cuenta de que él era realmente un chiquillo y que aun no tenía edad para conducir, y se detendría, lo detendría; vería también que estaba herido y mal, lo llevaría al hospital y daría parte a la policía.

Todo lo que pensaba para salvarse, acababa siempre en lo mismo: policía, y policía quería decir Beccaria, y lo que no quería era el Beccaria, aunque le costase la vida. Prefería morir así, desangrado, en una carretera, antes que ir allí.

Mientras conducía tan despacio y pensaba en buscar su salvación, vio que más adelante había la señal de un aparcamiento. Dejó cautamente la carretera, cautamente entró en el desnudo y pedregoso espacio llamado aparcamiento y no vio que hubiera ningún otro coche y esto lo hizo feliz, y lo hizo feliz también la mucha niebla que había, a través de la cual no podía abrirse paso el sol, y en medio de la cual se sentía protegido porque le escondía.

Siempre con una mano en los riñones, en el lugar de la herida, se deslizó del asiento apartándose del puesto del conductor. Para un menor era peligroso estar ante el volante. En cambio, en el asiento de al lado podía decir que esperaba a su padre. Y mientras pensaba esto, satisfecho de haber encontrado un refugio en aquel aparcamiento abandonado donde probablemente nadie aparcaba nunca, escondido por la niebla, le asustó sentir una pasión de sueño; la pérdida de sangre y el dolor continuo le dieron sueño. Era sueño, aunque parecía desvanecimiento.

Pero de vez en cuando se despertaba cuando por la carretera pasaba un autocar y tocaba el claxon, o cuando a su derecha, al otro lado de un fangoso canal, del cual llegaban a él los miasmas, pasaba un tren que llenaba el aire de un retumbo lleno de furor y hacía vibrar el coche utilitario y a él que estaba dentro. Y, al despertarse, sentía aquel dolor en los riñones e instintivamente se quejaba, y, abriendo los ojos, intentaba comprender en qué mundo vivía y que estaba en ese mundo, y lo conseguía, y recordaba que se encontraba en la carretera de Milán, y que estaba herido, acuchillado, y que no tenía ninguna esperanza. No tenía miedo de morir; a los catorce años la muerte es un concepto sin sentido, algo que afecta a los demás y no a nosotros. Sólo tenía miedo de volver al Beccaria, y no porque en el fondo hubiese estado allí tan mal, sino por una especie de cuestión de principio y al mismo tiempo de terror ciego, sin motivo.

Luego comenzó a desvelarse cada vez más, a evadirse cada vez con mayor frecuencia de aquel malsano torpor, y comenzó un nuevo tormento. No sólo hacía muchas horas que no había bebido nada, sino que la pérdida de sangre había aumentado la deshidratación; tenía secos los labios y la lengua. Era menester ir a algún sitio a beber algo; le ardía el estómago, pero comprendía que no podría entrar en ningún bar ni en ninguna hostería o lugar cualquiera, porque todos se darían cuenta de que estaba herido, y esto significaría el fin.

Todavía resistió a la sed. Ahora todo estaba oscuro. Quién sabe desde cuándo sería de noche. Resistió hasta que la sed se hizo espasmódica, torturante. Sentía tan hinchada la lengua que hasta le impedía respirar normalmente. En efecto, estaba estertorando, pero no se daba cuenta; estertoraba sólo en aquel lugar desolado, en la baja y húmeda llanura milanesa del magentino y, estertorando, surgió ante él, junto con incontables imágenes de agua discurriendo por todas partes, grifos, cascadas y fuentes, la imagen de aquel policía.

A él no le gustaban los policías, pero aquél, aunque era muy policía, le había parecido accesible y comunicativo, como nunca lo habían sido para él los demás. Por otra parte, era un policía en cuya casa había vivido unos cuantos días; un policía que tenía tina hermana, un policía que tenía una chica, un policía que le había comprado ropas nuevas, desde los calcetines hasta la corbata, desde la camisa a los zapatos, y esto, habitualmente, no lo hacen los policías.

Pensó que si había alguien que pudiera darle de beber sería ese policía. Herido como estaba, no podía ir a ningún sitio, ni tampoco tenía fuerzas para ir por el campo en busca de cualquier canal o de cualquier fuente. Sólo ese policía le daría de beber, pensó estertorando y estremeciéndose, ahora también a causa de la fiebre que se iba apoderando de él, y así, estertoroso y estremecido, se deslizó de nuevo sobre el asiento y volvió al volante, puso en marcha el coche, embragó lentamente y salió del aparcamiento, a diez por hora; encendió las luces bajas, porque ya era noche cerrada, y pensó que tenía que ir a la plaza Leonardo da Vinci, a ver a aquel policía, y así podría beber, y no sólo esto: era el único policía al que no tenía miedo. Plaza Leonardo da Vinci, pensó conduciendo, Milán, Plaza Leonardo da Vinci. Y tenía que llegar allí sin incidentes, tenía que llegar a la casa de aquel policía, único ser en el mundo, aunque la tarde anterior había huido de él, con quien comprendía que podía comunicarse y a quien podía pedir ayuda, sin temor y sin desconfianza.

6

Consiguió llegar a Milán, plaza Leonardo da Vinci, y ante aquel portal, cuando estaba amaneciendo, pero había olvidado que cuando está amaneciendo los portales están cerrados, y que cuando amanece los porteros duermen.

Podía ir a telefonear; conocía el nombre del policía: Duca Lamberti. Tenía que ir a cualquier lugar que estuviese abierto a aquella hora, pero al alba está casi todo cerrado, para comprar una ficha y telefonear, cosas superiores a sus fuerzas ya. Y en efecto, se desvaneció; resbaló lentamente en el asiento, y gimió al desvanecerse porque con el movimiento la herida del cuchillo en la espalda se distendió: se movieron los labios de la herida y la sangre, contenida hasta entonces, volvió a brotar abundante, fluente, pero él ni siquiera se dio cuenta.

Se movió sólo cuando oyó aquella voz, la voz del policía, el policía que lo había sacado del Beccaria, que lo había llevado de paseo, que lo había lavado y que le compró prendas nuevas de vestir.

– Carolino, Carolino.

Y él sólo dijo:

– Tengo sed, mucha sed.

No dijo que estaba herido, porque ya no lo recordaba. Sólo tenía sed.

Duca había llegado al portal de su casa y encontró parado aquel coche, miró dentro y vio a Carolino tendido en el asiento delantero, como si estuviese durmiendo, pero en seguida comprendió que no dormía. Lo sacudió y entonces vio la mancha oscura de la chaqueta, bajo la espalda, y en seguida pensó en la sangre, y mientras Carolino respondía: "Tengo sed, mucha sed", tocó la mancha, y era una mancha húmeda que dejó en sus dedos rojizas huellas.

– Sube al volante y vamos al Fatebenefratelli – dijo a Livia.

Sin apartar a Carolino siquiera un milímetro, Livia se puso al volante del pequeño coche. Duca se instaló detrás y llegaron al Fatebenefratelli cuando la aurora enrojecía los tejados de Milán, y con aquella luz rosada Carolino llegó al quirófano, y dos jóvenes médicos del turno de noche y dos enfermeras, mientras Duca lo presenciaba todo, se lo disputaron, desnudándolo, lavándolo, anestesiándolo, le cosieron la herida, le llenaron de plasma las venas y lo hincharon con una hipodermoclisis, hasta que los labios de él, que se habían hecho rasposos como virutas de hierro a causa de la deshidratación, se ablandaron, humedecidos y vivificados y recobraron un sano color rojo.

– Un milímetro más y la cuchillada le separa un riñón – dijo uno de los dos jóvenes y voluntariosos aspirantes a cirujanos del turno de noche.

Carolino, cosido y ya no devorado por la sed, inconsciente, vivo aunque en peligro, viajó en una camilla por los pasillos del hospital hasta su habitación. Las dos enfermeras lo trasladaron al lecho y luego se fueron, después de haber bajado las persianas de la ventana para que el rojo sol de la fría aurora no entrase tan descaradamente.

Con las persianas bajas, el sol entró sólo a rayas, rayas que marcaban con otras tantas franjas las figuras de Livia y Duca, sentados al lado del lecho donde Carolino dormía su sueño químico, ignorante de haber estado tan cerca de la muerte, ignorante de todo, afortunadamente para él, abandonado al bienestar de la hidratación satisfecha y del anestésico.

– ¿No hay peligro? – preguntó Livia, con el rostro surcado por las rayas de sol rojo procedentes de la persiana.

– No lo sé; tal vez sí – repuso Duca.

– ¿Cuándo se despertará? – inquirió Livia.

– Dentro de un par de horas – contestó Duca.

– ¿Cuándo podrá hablar? – preguntó ella apremiante.

Aquel chiquillo herido de una cuchillada tendría muchas cosas que contar y estas cosas ayudarían a Duca a descubrir la verdad, y la verdad era lo único que a ella y a Duca les interesaba, aunque luego no sirviera para nada.

– Es mejor no forzarlo – repuso Duca -, pero no antes de la noche.

De la aurora a la noche era un tiempo demasiado largo, pero Duca y Livia se apartaban sólo por turno del lecho del muchacho; unas veces se levantaba Duca v salía al pasillo a fumar un cigarrillo, y otras veces ella, Livia. A las nueve, avisado por Duca, llegó Càrrua. Miró a Carolino dormido en su cama y miró a Duca, preguntándole con la mirada qué había sucedido.

– Alguien le ha dado una cuchillada – dijo Duca -. No sé quién ha sido; todavía no he podido hablar con él.

Hablaban en voz baja, mirando a Carolino, no mirándose uno a otro. Càrrua preguntó.

– ¿Está en peligro?

– Me temo que sí, pero han de pasar todavía veinticuatro horas – repuso Duca.

– ¿Y si se muere? – dijo Càrrua.

Duca no contestó, pero entonces los dos se miraron, muy cansados.

– Te he preguntado qué haremos si el chico se muere – preguntó Càrrua.

Duca no respondió. Cuando uno se muere no hay nada que hacer, excepto enterrarlo.

– Somos responsables de haber mandado a un menor a que lo acuchillaran, ¿lo sabías? – dijo Càrrua, y hablaba con voz baja, tan insólita en él.

Sí, lo sabía. Ni siquiera esta vez Duca respondió.

– Procura que no se muera – continuó Càrrua.

Su mirada se encendió como si repitiera su amenaza: o te estrangularé con estas manos.

Duca asintió. De acuerdo, procuraría que no se muriese.

Poco antes de las diez Carolino abrió los ojos, pero se evidenciaba que aún seguía inconsciente. Después volvió a dormirse, pero con un sueño más ligero; de vez en cuando se movía en el lecho, suspiraba y estiraba las largas piernas. Poco después de las diez y media volvió a abrir los ojos, miró a Livia, que estaba sentada frente a él, y le sonrió.

– ¿Cómo te encuentras, Carolino? – preguntó Livia, acercando la cara a aquel muchacho para hablarle al oído, de modo que él no tuviese que hacer esfuerzo alguno para oírla.

Pero él tampoco la oyó, cerró de nuevo los ojos y Duca, que los observaba, comprendió que no se había vuelto a dormir: se había desvanecido. Tenía en la mano la muñeca del muchacho y le comprobaba el pulso.

– Ve a buscar a Parrelli – dijo Duca -; está colapsándose.

El pulso de Carolino resistió hasta que llegó el joven genio del Fatebenefratelli, el profesor Gian Luca Parrelli.

– Será mejor que le pongamos una inyección intravenosa de Ornicox y colocarlo en una tienda de oxígeno. Así estaremos más seguros – dijo el joven genio.

Hacia el mediodía la respiración de Carolino adquirió un ritmo menos fatigoso y el corazón comenzó a latir con una energía normal. A la una Carolino abrió los ojos, miró al otro lado de la tienda de oxígeno el bello rostro de mujer que le sonreía – el de Livia – y le sonrió también a ella, ignorante de seguir estando bajo la ancha y oscura ala de la muerte.

Estuvo así dos días, y durante estos dos días Duca y Livia estuvieron a su lado sin que él lo supiese, sin dejar de preguntarse quién lo había acuchillado, y sin dejar de pensar que Carolino no debía morir. En la tarde del segundo día recobró el conocimiento, miró a Livia y miró a Duca.

– ¿Es la enfermería del Beccaria? – preguntó a Duca.

Duca sacudió la cabeza.

– ¿No ves que es una habitación de hospital?

– Tengo sed – dijo Carolino.

Le dio de beber, y fue necesario un día más para que el muchacho se recobrase y pudiera hablar. Pero antes quiso fumar.

– No es posible, Carolino – dijo Duca -, ya te cuesta mucho respirar sin fumar. Mañana.

Quiso al menos tener el cigarrillo en la mano, apagado; apagado se lo llevaba a la boca, aspiraba y hablaba. También estaba allí Mascaranti, que había ido como taquígrafo y como testigo.

– ¿Quién te hirió con el cuchillo?

Con el rostro pálido y muy demacrado después de aquellos días, con el cigarrillo apagado en los labios, Carolino repuso:

– Ella.

– ¿Quién es ella? – preguntó Duca muy despacio.

– Marisella.

– ¿Marisella Domenici?

– Sí.

– ¿La madre de Ettore Domenici, tu compañero de escuela?

– Sí.

– ¿Por qué te dio esa cuchillada?

Carolino se quitó el cigarrillo de los labios, y la punta que había tenido en la boca estaba húmeda y ennegrecida.

– No lo sé – respondió.

Realmente no lo sabía.

– Nosotros lo sabemos – dijo Duca -. Tenía miedo de que se lo contases todo a la policía.

– Pero yo le dije que no le contaría nada a la policía.

– No te creyó. Pensó que más tarde o más temprano nos lo contarías todo – respondió Duca.

– Me escapé para ir a su casa. Si hubiera querido contárselo a la policía no habría huido.

No lograba convencerse todavía de que Marisella hubiese desconfiado de él. ¿Por qué no se había fiado? ¿Por qué había intentado matarlo?

– De manera que ahora debes decirme todo lo que sabes – dijo Duca.

Él asintió, se llevó a la boca el cigarrillo también atormentado un poco por sus dedos.

– ¿Quién fue el primero que agredió a vuestra maestra? – pregunto Duca.

Observaba el rostro del muchacho para descubrir en seguida los primeros síntomas de cansancio, y comprobaba de vez en cuando su pulso.

Y vio que el rostro del chico enrojecía ligeramente.

– ¿Quién fue? – repitió, pensando que Carolino se resistía aun a la idea de traicionar a un compañero.

Hasta en los más corrompidos existe esta estúpida idea del honor.

Pero Carolino no vacilaba por esto; miraba a Duca, miraba a Livia, miraba a Mascaranti dispuesto a escribir y que no decía nada sólo porque no quería pensar en aquella noche.

– ¿Quién fue el primero en agredirla? – repitió Duca.

Carolino afirmó con la cabeza.

– Ella.

Duca esperaba el nombre de un muchacho, de uno de los once jovenzuelos que asesinaron a la maestra, en resumen, el nombre de un hombre. No pensaba en la palabra "ella". ¿Que tenía que ver ella en un acto de violencia contra una mujer?

– Ella, ¿quién? – preguntó, pero era como si ya supiese quien era esta ella, y era, en efecto, la que él pensaba.

– Marisella – repuso Carolino.

Difícil de creer. Hasta Mascaranti anotó este nombre con la sensación de que escribía algo equivocado.

– ¿Quieres decir que la madre de tu compañero Ettore estaba allí, en la clase, aquella noche? – preguntó Duca.

Una mujer en el aula A de una escuela nocturna. Había pensado en una mujer como instigadora de aquellos muchachos, que los impulsó al delito, pero no que ella estuviese allí, en la clase, con los demás chicos, durante el asesinato.

7

Y, sin embargo, Carolino lo explicó bien. Aquella noche de densa niebla se presentó con un viejo abrigo azul, porque así llamaba menos la atención y podía parecer la madre de un alumno de la escuela nocturna, y bajo el abrigo llevaba la botella de anís lactescente siciliano, ese aguardiente que se evapora en la lengua, al que había añadido unas gotas de un anfetamínico que todavía lo hacía aún más fuerte.

Entró muy sencillamente por la puerta, sin ser vista por la portera. La portera, cuando las clases habían comenzado, cerraba la puerta de la escuela para que nadie pudiese entrar sin que ella lo viese. Pero la cerradura de pestillo podía abrirse desde dentro, no sólo por ella, sino por cualquiera que quisiera salir.

Su hijo Ettore la había ayudado. Estaba en clase con sus compañeros y la joven maestra Matilde Crescenzaghi, sentada detrás de la mesa que hacía las veces de cátedra, había comenzado su lección de geografía. Aquella noche correspondía a Irlanda y la intención de la joven maestra era explicar qué era Irlanda, qué era Eire, y la razón histórica y religiosa de la diferencia.

El joven Ettore Domenici, su hijo, a la hora fijada se levantó del banco y salió de la clase.

– Voy al lavabo – había dicho.

Todos lo decían así, y siempre, a la palabra "lavabo" había alguien que se reía nervioso, porque todo lo que se refiere a las funciones fisiológicas del organismo provoca en los niños, los atrasados y los anormales, un interés anormal. Por otra parte, la joven maestra Matilde Crescenzaghi no podía hacer nada contra aquella risa neurótica. Los lavabos estaban en el piso de encima, y los muchachos se aprovechaban también ampliamente de ello para fumar un cigarrillo, y siempre que salían de la clase decían: "Voy al lavabo".

El joven Ettore Domenici no fue al lavabo del piso de arriba, sino que fue a abrirle a ella la puerta, rápida y silenciosamente, de manera que ella entró sin que la portera la viese y entonces, siguiendo a su hijo, se fue al aula A. Ettore, su hijo, abrió la puerta del aula.

– Señorita – dijo -, mi madre quiere hablarle.

La señorita Crescenzaghi se levantó inmediatamente, interrumpiendo su explicación sobre Irlanda. Las visitas de los padres y parientes de los alumnos eran muy raras, y de todos modos no estaban previstas de aquel modo repentino. Por otra parte, aquella madre había entrado ya en el aula y quería hablar con ella, la maestra de su hijo, y ella tenía la obligación de escucharla.

– Pase, señora – dijo la joven maestra, yendo a su encuentro y tendiéndole la mano. Siempre era importante e interesante hablar con los padres de los propios alumnos, sobre todo con las madres.

Ella no respondió al saludo ni estrechó la mano que ella le había tendido. En silencio, sacó de debajo del abrigo azul la botella y la dejó sobre la mesa, junto a los cuadernos, la lista y la cajita con los bolígrafos y los lápices rojos y azules.

Por fin veía cara a cara a la mujer que había sido la causa de la muerte de Francone, su hombre. Nunca hasta entonces había visto a la maestra de su hijo; no era el tipo de madre que se preocupa por informarse, a través de las maestras, de la marcha de los estudios de sus hijos. Sabía sólo una cosa: que aquella joven la había denunciado a ella y a Francone y había hecho que los metieran en la cárcel y que Francone había muerto cumpliendo condena, mientras que si hubiese estado en libertad, ella lo habría hecho curar en la mejor clínica y Francone no habría muerto y ella no estaría ahora sola y acabada toda su vida, porque ya era demasiado vieja para poder vivir sola.

En el silencio denso de toda la clase, de todos aquellos once muchachos que contemplaban la escena, silencio tanto más inquietante cuanto que afuera, a causa del tráfico continuo de tranvías, coches y camiones, todo retumbaba, escupió con violencia en la cara de la joven maestra Matilde Crescenzaghi, y era tal el silencio interior, en medio del estruendo que llegaba de la calle, que los once muchachos oyeron el silbido espurreante del salivazo, y escucharon, pero permanecieron rígidos, como ya antes estaban rígidos.

Con la frente, junto a la nariz, manchada por el salivazo, la señorita Crescenzaghi miró un instante a la mujer de los grandes lentes negros, y sólo un momento después se tapó la cara con un brazo, sin decir nada, psíquicamente aturdida por la sorpresa, incapaz incluso de gritar.

– Hiciste que mi marido y yo fuéramos a la cárcel, puerca asquerosa – murmuraba resoplando como una gata rabiosa.

Y realmente estaba llena de rabia porque, desde que había muerto Francone, tenía que desahogar su amarga soledad sobre alguien, y ese alguien era para ella la joven maestra, mientras que Matilde Crescérizagni no comprendía sus palabras porque no había querido hacer daño a nadie. Ella sólo había dicho a la policía que su alumno Ettore Domenici, malo aparentemente, pero de buen fondo, como se expresan las redentoras de los jóvenes extraviados, el tal Ettore Domenici hacía mucho tiempo que no iba por la escuela, y la policía había tomado nota de la comunicación de que este joven díscolo no iba a la escuela y descubrió fácilmente que el joven díscolo en lugar de ir a la escuela iba a Suiza y ayudado por su padre adoptivo Oreste Domenici llamado Francone y por su madre Marisella, de profesión meretriz, hacía contrabando de opio y luego ayudaba a sus padres a venderlo. A la policía no le gusta que los menores estén inmiscuidos en el tráfico y venta de drogas y por esto detuvo a Francone y a Marisella, pero la joven maestra nunca había pensado en denunciar a los dos: sólo quiso que su discípulo volviese a la escuela, en lugar de cometer esas fechorías.

– ¡Señora! ¿Qué hace usted? ¡Y delante de los alumnos! – La joven Matilde Crescenzaghi, limpiado apenas el salivazo con la manga de su bata, recobró un poco de su dignidad, de su valor. – No se comporte así delante de los muchachos.

Su única preocupación eran los chicos y los chicos estaban allí, detrás de los bancos, de pie, porque se habían levantado apenas ella recibió el salivazo en la cara, y estaban en silencio y preparados.

Ettorino les había dicho que su madre iría a la escuela a hacer una escena para vengarse de la maestra que había mandado a la cárcel a su padre quien poco después murió en la enfermería de la prisión. Ettorino, guiado por su madre, había azuzado a sus compañeros contra la maestra, contra la chivata de la policía. A ninguno de los chicos le importaba que el padre de Ettorino hubiese muerto en la cárcel, pero todos odiaban a la maestra soplona y estaban sordamente satisfechos de que Marisella hubiese ido a escupirle a la cara.

– ¡Cállate, miserable, soplona! – dijo y volvió a escupirle a la cara, y al mismo tiempo con la mano izquierda la agarró de los cabellos y con la derecha le abofeteó con tal violencia que cada bofetada fue como un martillazo.

La joven maestra Matilde Crescenzaghi comprendió de esta manera. Comprendió que ya no se trataba de una discusión, de una disputa; se dio cuenta de que la mujer quería acabar con ella. No le veía los ojos a causa de los negros lentes que llevaba, pero sentía igualmente que de ellos brotaba la terrible violencia de matar. Y entonces, instintivamente, gritó.

Es decir, intentó gritar, porque apenas hubo abierto la boca, ella se quitó el pañuelo del cuello y le tapó la boca, apagando su grito y casi cortándole la respiración. Y con la izquierda seguía sujetándola por los cabellos, mientras con la otra unas veces la golpeaba en la cara, Ja cabeza o el cuello y otras le atascaba en la boca el pañuelo, y con voz sorda, para no ser oída por los porteros, le gritaba obscenas injurias, que ciertamente eran más apropiadas para ella, vieja y desgarrada prostituta de las callejas milanesas, que para una cándida maestra.

Vero Verini, uno de los alumnos, que tenía veinte años y era muy conocido de la policía como maníaco sexual, además de tener al padre en la cárcel y haber pasado tres años en un reformatorio, se echó a reír; rió sin ruido a la vista de aquella violencia que de pronto lo exaltó; los gemidos de la joven maestra que se debatía inútilmente contra una fiera como Marisella, excitada no sólo ya por su odio ciego, sino también por las drogas, lo excitaban también a él como si fuese él quien cometiera aquella violencia, y no supo sofocar un sordo grito de anhelo cuando vio que la madre de Ettorino, además de golpear a la joven maestra, iba también desnudándola, arrancándole el suéter oscuro, los sujetadores, golpeándola además con las rodillas y dándole puntapiés para que se estuviera quieta, y arrancándole la falda, hasta que llegó su hijo Ettorino, que le arrancó el portaligas y luego las prendas interiores de la que en un tiempo ya lejano era una maestra, y que ya casi no se debatía, porque afortunadamente estaba próxima al colapso, en el que cayó cuando el muchacho la derribó en el suelo.

Y ella de pie, miraba a través de su lentes oscuros, con la boca torcida por la excitación y el odio. Ésta era su venganza, y en esto había pensado durante mucho tiempo, desde que murió Francone, en cómo podía vengar su muerte. Así, mancillando a aquella mujer, aquella soplona.

Y toda el aula A estaba mirando de esa manera silenciosa y absorta con la que ya contaba ella que mirasen aquellos seres más o menos anormales, tarados, de escaso control de los propios instintos, si no de ninguno. Miraba Carletto Attoso, que sólo tenía trece años pero que ya había visto mujeres desnudas y no ignoraba nada de las relaciones sexuales, normales, o anormales, pero el espectáculo de una mujer desnuda víctima de un acto de violencia era nuevo para él. Miraba fijo al suelo, en el silencio herido por la respiración de Ettorino y el agonizante gemido de la maestra y apenas se dio cuenta de que la madre de Ettorino le ofrecía la botella y le decía:

– Bebe.

Obedeció maquinalmente, con la mirada fija en el suelo, y se llevó la botella a los labios.

– Bebe despacio; es muy fuerte – le dijo ella.

Pero aunque bebía despacio, comenzó de pronto a toser con accesos de tos secos, espaciados, no naturales, mientras su mirada no se apartaba de la escena.

También Vero Verini, un muchacho de veinte años, estaba mirando con la misma intensidad. Pero no se limitó a mirar, salió del banco un poco lentamente, como entorpecido, y llegó donde la maestra yacía en el suelo con los ojos desorbitados por el terror y temblorosos bajo las lágrimas. Ettorino estaba levantándose; primero de rodillas, luego se puso de pie y tomó la botella que su madre tenía en las manos y se humedeció los labios con aquella bebida, observando sin reír a su compañero de clase Vero Verini, que abrazaba con brutalidad a la maestra.

Y miraba también Paolino Bovato, inclinado sobre su banco para ver mejor, al otro lado, a los dos en el suelo. Una punta del pañuelo salía de la boca de la maestra, que sacudía la cabeza a un lado y a otro para evitar los besos, o mejor dicho, el ludibrio de aquel maníaco que la abrazaba sádicamente como si quisiera destrozarla.

– No, no la destroces – dijo ella, advirtiéndolo, pero era como hablar a un perro que está desgarrando a su presa con los dientes.

No la destrozó, pero hizo que perdiera el conocimiento, lo cual fue un bien para Matilde Crescenzaghi, un auténtico bien que duró sólo unos pocos minutos, porque cuando recobró el sentido vio junto a ella la cara de Carletto Attoso, el que ella consideraba un niño, una cara nada infantil, deformada por una mueca bestial. Cerró los ojos.

Pero aquellos jovenzuelos no cerraban los ojos. Atento, miraba también Carolino Marassi. Una vez había visto en bicicleta a la hermana de un amigo suyo, pero era oscuro y la chica estaba vestida, y él había adivinado más que visto. Ahora, en cambio, allí había luz, la maestra estaba desnuda; de vez en cuando quedaba al descubierto algo más de sus desnudeces, pero las expresiones primero de Ettorino, luego de Vero y después de Carletto, lo asustaban un poco y le provocaban ganas de reír.

– Adelante, ve tú.

La madre de Ettorino lo empujó hacia la maestra que intentaba levantarse en aquel momento, de rodillas, lentamente, como en una película con movimiento retardado, acaso pensando instintivamente en huir. Pero él resistió sólo un instante porque se vio lanzado contra la maestra, y ella, en lugar de rechazarlo hacia atrás, o de tratar de evitarlo, como había hecho con los demás, lo abrazó y, con la mirada, porque no podía hablar pues tenía la boca obstruida por el pañuelo, le dijo que la salvara, que la sacara de allí, y era el único al cual podía decir esto, porque era el menos tarado, el menos corrompido, y Carolino iba a gritar por decir algo, acaso: "¡Basta, basta!", impulsado por aquella mirada desgarradora de criatura humana martirizada, pero una pesada mano lo levantó, lo apartó de la maestra que lo abrazaba. Era la mano de Ettore Ellusic, el hijo de padres honestos, que vivía honestamente un poco del juego, haciendo fullerías en el bar tabaquería de la Via General Fara, y otro poco manteniéndose a costa de mujeres jóvenes o viejas.

– Vete a tomar el biberón, imbécil – le dijo el compañero de clase Ettore Ellusic, y fue apartado de allí.

– Ya habrá tiempo para ti – intervino ella-; mientras, bebe.

Carolino bebió. Y sin toser.

– Bebe también tú – dijo ella a otro muchacho sentado detrás de su banco y que también miraba, pero de modo distinto de como miraban los demás.

– Con ése no hay nada que hacer: es un sarasa – explicó Ettorino a la madre, porque ahora ya había comprendido cuál era su venganza y los tres o cuatro sorbos de anís lactescente preparado con anfetamina le hacían apreciar aquella venganza -. Es el Fiorello de la clase – añadió Ettorino y rió bajo.

Ni siquiera él, que había sido el primer torturador, conseguía apartar la mirada de la escena, y hablaba y reía sin mirar a su madre ni a Fiorello Grassi, sino a la joven maestra y a su martirizador de turno, que era ahora Benito Rossi, joven pero violento, y que ponía de manifiesto su violencia precisamente en lo poco que sobrevivía ya de aquella desdichada criatura humana que era la joven maestra.

– Hasta un sarasa puede beber – dijo ella, y ofreció la botella a Fiorello Grassi.

Fiorello no tenía nada que lo relacionara con los demás, nada que lo asemejase a ellos ni siquiera remotamente: no tenía padres ladrones o madre prostituta, no era luético ni ladrón, nunca había estado en el reformatorio. Su única culpa – y no era suya – era ser una mujer con una superficial apariencia masculina. Esto le había proporcionado muchos disgustos, incluso con' la policía, pero no era un delincuente.

– Una señora te ha ofrecido bebida y tienes que beber – dijo entonces Ettorino, y dijo "señora" aludiendo a su madre, pero sonriendo por lo inapropiado del término, y había agarrado a Fiorello de una oreja, como un escolar porfiado v lo obligaba a levantarse -. Adelante, bebe, sarasa.

Sabido es que los invertidos temen grandemente la violencia física, y también Fiorello la temía. Tomó en seguida la botella que ella le tendía y bebió. Tosió convulsivamente, pero Ettorino siguió obligándole a beber.

– Vamos, bebed, muchachitos.

Delirante figura humana con aquellos lentes oscuros, el abrigo azul oscuro también, yendo de un lado a otro con la botella en la mano en la infamia de lo que estaba ocurriendo y que ella había provocado, incluso creado, reduciendo a seres humanos, ya muy próximos a los animales, a mayor animalidad aún. Ofrecía de beber a Federico dell'Angeletto, que ya había bebido por su cuenta antes de llegar a la escuela; al torvo Carletto Attoso, de trece años, que necesitaba beber para cobrar nuevas energías y continuar la tortura de la maestra a quien odiaba, como odiaba a toda autoridad, toda ley y toda regla. Y ofrecía de beber a los jóvenes leones Paolino Bovato, precoz consumidor de opio, y a Michele Castello, que hacía tiempo deseaba a la joven maestra, y ahora, por fin, podría hacer reales sus turbios pensamientos y bebiendo y riendo suavemente esperaba realizarlos, mirando con la botella en la mano, y en algunos momentos a través del claro cristal de la botella, a su maestra que luchaba contra su martirizador de turno, pero era ya una lucha sin esperanza, una especie de movimiento maquinal bajo la torturadora bestialidad de lo que estaba sufriendo, y luego devolvió la botella a la madre de Ettore, sin dejar de mirar, chorreándole el anís por las comisuras de los labios, mientras miraba.

Y ella recorrió con la botella toda el aula A, corrompiendo con las palabras y el alcohol, azuzando, impulsando al más tímido o al menos ebrio, ayudada por su hijo, sonriendo a aquel que llamaba sarasa, pero obligándole igualmente a beber. Fue la primera que dibujó obscenidades en la pizarra, fue ella quien tendió una media de la maestra Matilde Crescenzaghi entre un banco y otro e hizo que los jóvenes señoritos la saltaran, y el que lo conseguía se ganaba otro sorbo de anís lactescente. Fue ella quien detuvo a Silvano Marcelli, hijo también él de padres honestos, impidiéndole salir porque quería subir al lavabo.

– ¿Estás loco? Si encuentras a alguien, se acabó todo. Hazlo aquí.

Fue ella quien aconsejaba de vez en cuando alborotar menos, pero fue ella quien le quitó el pañuelo de la boca a la maestra, comprendiendo que ya no podía gritar o quejarse con demasiada fuerza, y se lo metió en el bolsillo, sucio de saliva y sangre, para que no quedase de ella huella alguna.

Y cuando la botella estuvo vacía y el último desenfrenado se sentó en el suelo y miró en torno suyo como un borracho, fue ella también quien dio la orden de irse, quien explicó que había que irse a casa a dormir y que cada uno había de decirle a la policía que no habían hecho nada, que habían sido los demás, y que éste era el único medio de salvarse. Y Ettorino, con la botella vacía ya, en la mano, añadió que si alguno traicionaba a su madre diciendo su nombre, él lo mataría, lo haría pedazos. Pero las amenazas estaban de más: tratábase de gente que no tenía amistad con la policía, que además era capaz de cometer los más nefandos delitos con tal de reírse de la policía y de la ley.

Y antes de salir del aula A junto con los muchachos, fue ella quien miró los restos de aquel pobre ser humano de quien se había vengado y que todavía se estremecían, mientras un brazo, arañando el suelo, intentaba aún levantar el cuerpo. Aquellos gimientes restos humanos sin voz eran su triunfo, y firmó éste dando un bestial puntapié en el pubis a la maestra Matilde Crescenzaghi, provocando con ello una hemorragia que luego, como dictaminaría el forense, le causaría la muerte, precisamente lo que ella quería causar.

Carolino no era un orador, pero lo había contado todo con la precisión de un adolescente que no olvida los detalles, y no se había dejado ninguno.

Duca se levantó y no dijo nada. También Livia se levantó con el estómago lleno de náuseas y la mente de horror. También Mascaranti se levantó y cerró su bloc, también con el estómago revuelto.

– Gracias – dijo Duca, y puso una mano sobre la frente de Carolino.

– No quiero ir al Beccaria – murmuró éste.

Había hablado por eso. Acaso ahora la policía, aquel policía bueno que le acariciaba la frente, no lo pondría en manos de la policía.

– Ya no irás al Beccaria – contestó Duca y le hizo otra caricia-. Te lo juro.

Nunca en su vida había dicho "te lo juro", ni siquiera "palabra de honor" ni tampoco "lo prometo". Pero en aquel momento sintió el impulso de decir: "Te lo juro".

8

– Ahora hay que encontrar inmediatamente a esa mujer – dijo Càrrua.

También él sentía una profunda náusea. El relato taquigráfico de Mascaranti sobre lo que había contado Carolino, le había impresionado. Había ensañamientos y ensañamientos. Había estado en Rusia y visto ensañamientos mucho peores que el de una sola mujer, como la maestra Matilde Crescenzaghi. Sin embargo, el numero no era lo que contaba en un ensañamiento, sino el modo y el espíritu de éste. Y el ser más sanguinario que había conocido en su vida era aquella mujer, Marisella Domenici. Acaso sólo Ilse Koch, la hiena de Buchenwald, que durante la guerra se hizo hacer pantallas con la piel de las jóvenes hebreas hechas prisioneras por los nazis, acaso sólo ésta había superado a Marisella.

– Tendrás todos los hombres y medios que quieras, pero has de encontrármela en seguida.

En la vieja, caldeada y suntuosa oficina, la noche era caliente y quieta, y en la butaca, ante la mesa de Càrrua, Duca se hallaba relajado, casi durmiendo y casi infeliz.

– Estoy hablando contigo, Duca – dijo Càrrua con cansada paciencia.

– Sí, lo sé – respondió Duca.

– Entonces contesta.

Duca se acomodó con menos abandono en la butaca.

– ¿Por qué quieres buscar a esa mujer? No hay ninguna necesidad de buscarla.

– ¡Ah! ¿No? – exclamó Càrrua. Más que nervioso estaba inquieto -. ¿Qué debo hacer? ¿Dejarla que se mueva libremente por la Alta Italia? ¿Despreocuparme de ella?

Duca asintió, y Càrrua esperó calmarse antes de responder. Aunque estaban solos en el despacho no había un motivo fundado para ponerse a aullar en aquella insólita noche milanesa, mitad primavera y mitad invierno, en la que era menester un poco abrir las ventanas y otro poco encender la estufa eléctrica, porque la calefacción central estaba averiada. Por tanto, no gritó, pero dijo con voz alterada, aunque baja:

– Duca, no bromees. Esa mujer ha cometido una monstruosidad; es un monstruo en circulación. Debemos detenerla lo antes posible.

– ¡Ah, vaya! – repuso Duca-. Tú quieres detenerla. Yo no. – Se levantó y él sí hubiese querido aullar de furor. Siempre resultaba muy difícil ser sincero, profundamente sincero. – Yo no quiero detenerla. Quiero la muerte de esa mujer – y se volvió a mirar a Càrrua a la cara -. Tú quieres detener a Marisella Domenici. Y ¿sabes lo que sucederá deteniéndola? Que viene primero el juez instructor y vienen luego los abogados defensores. Para los abogados defensores hay una sola esperanza: hacer que su defendida sea declarada loca. Lo conseguirán fácilmente: sólo una loca puede causar semejante estrago en una clase. Por si fuera poco es una toxicómana y una luética, y Marisella Domenici se saldrá con el internamiento en un manicomio. Eso por unos años. Además los manicomios están llenos, demasiado llenos; no hay sitio; hay que despejarlos, crear puestos libres para locos realmente peligrosos y mandar a casa a los que no lo sean tanto. La loca Marisella Domenici, dentro de siete, u ocho años todo lo más, estará todavía en circulación – y Duca volvió a sentarse en la butaca ante la mesa -. En cambio, una infeliz maestra continuará bajo tierra, después de haber sufrido una muerte inhumana, y once jovenzuelos, aunque ya estén corrompidos, crecerán todavía más corrompidos y delincuentes que nunca a causa de la espantosa lección de sadismo que ella les ha dado. Y tú sólo quieres detenerla. Detenla. No tienes necesidad de mí para hacerlo.

Càrrua respondió en seguida y con imprevisible moderación:

– Sí, yo sólo quiero detenerla. Yo soy un agarraladrones, y mi oficio es detener a los ladrones y delincuentes, y los detengo. Pero aunque quisiera matar a esa mujer, y muy bien podría sentir ese deseo, no resucitaría a la pobre maestra.

Malamente, demasiado desdichado para ser cortés, Duca dijo:

– Vete a hacer estos razonamientos a las asociaciones contra la pena de muerte. A mí no.

– De acuerdo, no te soltaré ningún discurso. Sólo te pido un favor: que me digas lo que harías tú en mi lugar, en vez de buscar a esa mujer y ponerla en manos de la justicia. Si no quieres hacerme este favor, paciencia y barajar.

Pero con Càrrua siempre se podía hablar, hasta con absoluta sinceridad.

– Te diré en seguida lo que haría: no daría un paso por buscarla; no molestaría por ella ni al más torpe de nuestros agentes; no haría siquiera una llamada de teléfono, y si la viese pasar por la calle ni aun la seguiría; es más, me iría por otro lado.

Càrrua lo miró.

– Me temo que serás tú el que acabará yendo al manicomio – pero lo dijo a sabiendas de que sólo decía una tontería.

Duca hablaba muy en serio y había que seguir su razonamiento.

– ¿Qué ha sucedido realmente? – y la voz de Duca era todavía más baja -. Hemos encontrado a un muchacho acuchillado que nos ha contado cómo mataron a una joven maestra. Y entonces hemos de decírselo a la gente. Hay que convocar a los periodistas, celebrar una conferencia de prensa, explicar lo que ha sucedido, dar a los periódicos la foto de Marisella Domenici, sugerir sugestivos titulares, como, por ejemplo, "La hiena de la escuela nocturna", y sobre todo contar toda la verdad, realmente toda, todo lo que nos ha contado Carolino, todos los detalles, hasta los más horrendos. La opinión pública ha de saber que no se trata sólo de un delito un poco más feroz que los demás, sino que se trata de algo monstruoso y nefando que exige ser realmente castigado. Sabes cómo se dice hoy, ¿verdad? Hay que sensibilizar a la opinión pública; todos deben conocer todos los detalles del asesinato, no sólo cuatro gatos como nosotros, tú, yo, Mascaranti, el forense y pocos más.

Càrrua asintió.

– Es justo y lo haré. Mañana por la mañana a las ocho se celebrará la conferencia de prensa. Pero ¿y qué? Con la conferencia de prensa no detenemos a esa mujer. ¿O qué esperas? ¿Enfurecer a la gente y provocar un linchamiento en cuanto alguien descubra a esa mujer?

Duca sonrió. La rabia de Càrrua le daba a él tranquilidad.

– No, nada de linchamiento – dijo.

– Entonces ¿qué? ¿Qué esperas de la conferencia de prensa y de los periódicos? – preguntó Càrrua.

– Soy médico – respondió Duca-. He conocido a unas cuantas mujeres drogadas, anormales, con tendencia al sadismo. Piensa en esa mujer, en Marisella Domenici, en lo que pensará apenas lea en todos los periódicos que ha sido descubierta, que Carolino lo ha contado todo, con todo detalle, todo lo que sucedió aquella noche, que destrozó las ropas de la maestra, que la desnudó, que inició las torturas valiéndose de su hijo (no lo olvides, su hijo) que se movía entre los jóvenes delincuentes azuzándolos con palabras y aturdiéndolos con su infernal bebida, ella que estudió y premeditó aquel crimen durante semanas y meses, ella que, por último, con un puntapié bestial dado a aquella pobre muchacha dio fin al monstruoso asesinato… ¿Qué imaginas que pensará cuando lea en los periódicos todas estas cosas sobre ella?

Càrrua no respondió,

– Piensa que es una drogada, una mujer ya entrada en años, corroída por la sífilis, que se siente sola porque su último explotador, su marido, está muerto, y que nunca pensó que sería tan completamente descubierta. Tu sabes que esa clase de gente confía siempre en salirse de rositas, pero cuando por los periódicos sepa que la policía lo sabe todo, que no tiene escapatoria, que más tarde o más temprano acabarán echándole el guante, que no puede dar ni un paso para obtener droga, ¿sabes lo que se le ocurrirá hacer?

Hacía ya rato que Càrrua había comprendido.

– Se matará.

– Exactamente. La encontraremos en cualquier sitio llena de barbitúricos o se arrojará por cualquier balcón. Ni habrá necesidad de buscarla. Ni siquiera será menester echar mano de ningún agente para detenerla: se detendrá por sí sola.

Càrrua se levantó.

– ¿Y si ella se mata de veras? Si antes de que yo consiga detenerla se mata, justamente como tú has dicho, ¿estarás contento?

Duca lo miró.

– Sí – dijo, y si Càrrua no comprendía, ¿quién habría podido comprender?

No le gustaba que nadie muriese, ni siquiera el criminal más feroz, pero no podía permitir que un criminal feroz siguiese vivo y libre para cometer otros delitos.

– Pero no estoy seguro.

– En otra ocasión me explicarás mejor tu pensamiento; ahora será mejor que te vayas a descansar – dijo Càrrua.

9

Ella leyó el periódico en el coche, es decir, primero vio su fotografía reproducida a tamaño bastante grande, luego leyó los títulos y subtítulos, y después, aunque con mucho esfuerzo, la información. Encerrada en el pequeño coche que había alquilado, la primera sensación que tuvo no fue de miedo, sino de contrariedad: ¿adónde iría a dormir, adónde iría a tomar sus polvos y sus pastillas?

Con su nombre en tan grandes, caracteres en todos los periódicos, porque compró otros y otros más, en cada quiosco, escondiéndose casi tras sus lentes y en su abrigo rojo, tan distinta del miserable personaje sin lentes que aparecía en los periódicos con todos aquellos títulos, ningún amigo tendría el valor de ayudarla, y después de la muerte de Francone le habían quedado muy pocos, y así tenía poco dinero y también pocas probabilidades de proporcionárselo.

Eran más de las nueve; era oscuro, y más aún en aquella zona cerca de Sesto porque ella, instintivamente, había abandonado las grandes carreteras apenas leído el primer diario. Y después de aquella primera sensación de contrariedad, tuvo un momento de terror. Era evidente que toda la policía la estaba buscando, y todos aquellos que habían leído los periódicos y visto la fotografía la odiaban y estaban dispuestos a echarle el guante si la reconocían y entregarla a la policía, o acaso a lincharla.

Pero el miedo duró un breve instante, muy breve. Incluso con su desviada y alucinada mente, razonaba con lucidez, sabía que nada tenía que temer de la policía ni de la ley: la detendrían, luego probablemente la enviarían a un manicomio y ni siquiera allí estaría mucho tiempo. De los manicomios habían sacado a verdaderos locos furiosos, y probablemente después de cierto tiempo la sacarían también a ella. Esto no podía ocasionarle temor alguno.

Lo que verdaderamente le causaba horror era que en el bolso sólo tenía unos pocos gramos de polvos, y que éstos eran los últimos que poseía. Y ciertamente en la cárcel o en el manicomio no se los darían. La deshabituarían y durante meses y más meses viviría en un infierno sin sus drogas, y cuando hubiera perdido el hábito, sería una mujer acabada, decrépita.

Siguió pensando en esto encerrada todavía en su coche, en aquel oscuro y solitario rincón de la periferia de Sesto, teniendo amontonados en el asiento posterior todos los periódicos que había leído con la mayor atención. En cualquier ocasión razonaba lúcidamente, incluso en aquélla, y lúcidamente comprendió que no tenía ya fuerzas para vivir, que, en realidad, estaba acabada y arrastrábase por la vida desde que había muerto Francone, porque desde entonces no tenía ningún deseo de vivir y había resistido sólo porque disponía de polvos y un poco de compañía. Pero ahora, con todos aquellos titulares de los periódicos) ya no tendría compañía ni nada, ni siquiera las fuerzas necesarias para huir de la policía, para vivir como una fiera acorralada.

No pensó en seguida en morir. Primero pensó en tomar aquellos últimos gramos de droga, y después, cuando se hubiese despertado y salido de aquel alucinado torpor, pensaría en lo que sería mejor hacer. Luego pensó que lo mejor sería acabar cuanto antes; no tenía escape en modo alguno, y pensando con toda lucidez puso en marcha el coche y lentamente se dirigió a la carretera de Monza. Más que una carretera era una faja luminosa, un río de luces de faros de coches, de autocares y motos que pasaban. Conduciendo despacio se metió en una carretera secundaria a la principal dirigiéndose hacia Monza. A aquella hora el tráfico estaba menguando; ya no se veían filas continuas de coches y pudo aumentar gradualmente la velocidad. Ni siquiera la disminuyó cuando vio el enorme autocar que venía por el otro lado; es más, la aumentó aún y de pronto se lanzó sobre él, precisamente contra los faros, deliberadamente:

Duca llegó al hospital ni siquiera una hora más tarde; la policía de tráfico había dado a la Jefatura cuenta del accidente. Marisella Domenici estaba ahora en un quirófano, pero un ayudante que salió para fumarse un cigarrillo se lo dijo:

– El coche estaba tan destrozado que no sabemos cómo pudimos sacarla de él. Sólo se ha roto dos costillas y una muñeca. Es inverosímil.

Por ser médico, Duca comprendió que iba a hacer una pregunta estúpida, pero la hizo igualmente, porque quería estar seguro:

– ¿Está en peligro?

– ¿Cómo es posible estar en peligro con sólo dos costillas rotas? Está mejor que usted y que yo.

Duca salió del hospital y subió al coche.

– Vamos a ver a Càrrua – dijo.

Livia lo puso en marcha.

– ¿Ha muerto?

– No, vive. Sólo tiene dos costillas rotas. – Repitió la misma frase a Càrrua apenas llegó de Fatebenefratelli. – Vive. Sólo tiene dos costillas rotas. Ahora puedes detenerla.

Càrrua volvió a hacerle aquella implacable pregunta:

– ¿Tú preferirías que estuviese muerta, que se hubiese matado?

Asintió, lo prefería. Humildemente dijo:

– Lo he preferido siempre, hasta que la policía de tráfico nos comunicó el accidente.

– ¿Y después? – preguntó Càrrua.

Duca dijo la verdad hasta el fondo:

– Luego corrí al hospital esperando, en cambio, que estuviese viva.

Càrrua tuvo una breve pero rumorosa risita.

– ¿Y por qué querías que estuviera viva?

Bromeaba, pero Duca no.

– No lo sé.

– ¿Y ahora estás contento de que viva? – preguntó Càrrua, sin bromear ya, paternalmente.

– No lo sé. Tal vez sí.

Duca bajó y subió al coche al lado de Livia.

– Ve a donde te parezca, pero a ninguna parte precisa – le dijo.

Le rodeó los hombros con un brazo. Aquella pregunta le ponía nervioso: ¿por qué había de estar contento de que una feroz asesina como aquella mujer estuviese viva, en lugar de muerta? ¿Viva, en lugar de desaparecida de la faz de la tierra? ¿Por qué?

Tendría que preguntárselo a Livia, a Livia Ussaro, su Minerva personal y privada.

– Oye, ¿por qué…? – comenzó a explicarle.

A ella le apasionaría el problema.

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