CAPITULO III

Los hijos no cuentan nunca nada a sus padres. Sólo hablan con los amigos; se lo confiesan todo al primero que encuentran en el bar o por la calle, pero ni a su padre ni a su madre les hacen nunca una confidencia.

1

No más de un cuarto de hora. El tiempo de ir en taxi al Fatebenefratelli, preguntar dónde estaba la pequeña Sara Lamberti, porque la pequeña tenía el nombre de la madre, ya que ésta era una madre ilegal, que no estaba casada; el tiempo de subir a la sección de pediatría en la pequeña estancia junto a la enfermería donde había sido colocado el pequeño cadáver. En aquella habitación estaba la niña, ya arreglada, en su camita, y allí, en una butaca, estaba la madre ilegal que ya ni lloraba, que parecía amodorrada, y lo estaba de verdad a causa de todos los sedantes que le habían dado y que abrió a medias los ojos cuando él le acarició la frente; luego los cerró y volvió a abrirlos después llenos de lágrimas. Y allí estaba Livia Ussaro a su lado, de pie, mirándolo con aquella cara que siempre parecía de bronce, incluso en pleno invierno, y el bronceado sólo era un fondo de color que ocultaba piadosamente todas las cicatrices que le llenaban el rostro, a pesar de las diversas plastias que le habían hecho y del tiempo transcurrido. Y allí estaba también el perfume del gran ramo de rosas blancas sobre el velador, cerca de la cama de la niña con su último y definitivo sueño.

Duca Lamberti se inclinó sobre la pequeña y la besó en la frente. Aun no estaba fría, comprobó objetivamente, como médico. Luego acarició aquellas mejillas ya tan pálidas y un poco violáceas.

"Adiós, Sara", pensó.

No más de un cuarto de hora. El tiempo de abrazar a Lorenza y tenerla así estrechamente entre sus brazos hasta que ella se puso a sollozar convulsa, y volvió a sentarse en la butaca, aturdida, además del dolor, por todas las pastillas que Gigi le había hecho tornar.

El tiempo de salir un momento de la estancia con Livia y de hablarle en el pasillo, entre las enfermeras, los médicos y la servidumbre que pasaba.

– Livia, he de volver inmediatamente a la Jefatura. Es un trabajo que no puedo abandonar. Quédate aquí, al lado de Lorenza. Haz todo lo que sea necesario. Yo te telefonearé de vez en cuando. No puedo hacer otra cosa.

Ella lo miró con sus ojos fríos y, no obstante, conmovidos, con aquella cara tan expresiva y tan sembrada de señales y cortes.

– Vete, ya me ocuparé yo de Lorenza. – Levantó lentamente una mano y le rozó una mejilla, pinchante de barba. – No te preocupes. Haré todo lo que haya que hacer.

– Gracias.

No más de un cuarto de hora. Tres minutos más: el tiempo de ir desde el Fatebenefratelli a la Jefatura, de subir a su despacho, jadeando por el recuerdo de la niña tendida en la camita, abrir la puerta y encontrarse ante el agente de guardia, Mascaranti, y sentado en un rincón el joven Fiorello Grassi, el muchacho anormal que quería hablarle en seguida.

2

El muchacho estaba sentado ante la mesa que hacía las veces de escritorio y tenía la expresión totalmente alterada, y los ojos desorbitados. Pasábase sin cesar la lengua por los labios, con una mano apoyada en una rodilla, y a pesar de tener la mano así, anclada en la rodilla, la mano le temblaba, Duca Lamberti no se sentó al otro lado de la mesa, tomó una silla y se sentó al lado del chico.

– Estás demasiado agitado – le dijo -, si no tienes ganas de hablar, no lo hagas. Haz lo que quieras, yo no te obligo, nadie te obligará a nada, ni nosotros los de la policía, ni en el Beccaria, ni el juez. Puedes hablar si quieres, y si no quieres puedes callarte.

Los anormales solían serle odiosos, sobre todo si eran tan jóvenes, pero, por razones profundamente oscuras, aquél le inspiraba compasión.

– Yo no hice nada – dijo Fiorello Grassi. De pronto se lanzó sobre él, apoyó las manos sobre sus hombros y, sollozando ásperamente, repitió: -Yo no hice nada.

Aunque el contacto con aquel muchacho anormal no le fuese precisamente muy agradable, a Duca le pareció tan sincero su llanto que lo soportó.

– Bueno, no hiciste nada. Te creo. Verás como te creerán también los jueces. Tú eres un buen chico, incapaz de hacer daño a nadie, lo sé.

– Yo no hice nada. – El muchacho continuaba sollozando, pero las amables palabras de Duca hicieron menos ásperos sus sollozos. Se apartó de él, sin dejar de llorar -, pero sé quién fue la causante de todo.

Duca reflexionó, porque el muchacho hablaba y pronunciaba muy claramente, y había dicho: "Sé quién fue la causante", en lugar de "el". No se trataba de una confusión. Tratábase de que él quería decir que había sido una mujer, no un hombre.

– Si quieres decirnos quién fue, nos facilitarás mucho el trabajo – dijo fraternalmente al muchacho.

– No, no lo diré. Ya he dicho demasiado. – El chico no lloraba ya, pero las manos le temblaban aún. – Antes me mataré.

– Dijiste que había sido una mujer – dijo Duca.

– No, no dije que había sido una mujer – se echó a llorar y añadió convulsivamente: – Soy un canalla, un soplón. Sí, fue una mujer, ha sido una mujer, ha sido una mujer, pero no diré nada más.

Comenzaba a gritar y a agitarse en la silla por la crisis histérica, y Duca hubo de sujetarlo.

– No grites así, tranquilízate – y le acarició una mejilla empapada de lágrimas.

El chico anormal sintió la influencia de aquella caricia en la mejilla y bajó la voz.

– Bueno, no gritaré, pero no diré nada. No me haga decir nada, porque, si no, apenas pueda me romperé la cabeza contra la pared.

Duca siguió acariciándole la mejilla. Tenía muchos medios para obligar al muchacho a decirlo todo, porque era evidente que el chico sabía muchas cosas, si no todo, lo mismo que los demás muchachos, y por interés de la justicia tenía el derecho de usar cualquier medio lícito para hacerle hablar. Que luego el chico, a consecuencia de su confesión, que para él era una delación infamante, se rompiese la cabeza contra la pared apenas hubiese entrado en el calabozo, esto no constituiría una gran pérdida para la sociedad. El hecho de perder un joven invertido implicado en el monstruoso asesinato de una pobre maestra, no es una razón para que la sociedad humana se desmorone. Pero Duca dominó su amargo impulso y dijo piadosamente:

– Te he dicho que te tranquilices. No te pido nada más; no quiero saber nada más.

Y aun le acarició los cabellos, realmente compadecido.

– Haré que te lleven ahora a la enfermería. Necesitas reposo, calma y alguna cura. Estáte tranquilo, nadie te preguntará nada más.

Había comprendido exactamente que el chico se mataría si se veía obligado a hacer una confesión, y él no quería que muriese, porque era un muchacho tarado, pero no un criminal.

– No me mande con mis compañeros – gimió el chico -, si saben que he dicho que ha sido una mujer me matarán peor aún que a la maestra.

– Te protegeremos, no tengas miedo – dijo Duca.

El chico se dio cuenta de que la promesa de Duca era sincera. Se enjugó los ojos con las manos, exhausto, pero no aterrorizado.

– Llévalo a la enfermería – dijo Duca a Mascaranti -. No lo envíes con los demás hasta que yo te lo diga.

– Sí, doctor.

El chico salió con Mascaranti y el agente. Duca se quedó solo en el pequeño despacho. Casi no había niebla: desde la ventana se veían claramente, aunque un poco desvaídos, los árboles de la Via Giardino y las mujeres calzadas con botas de vivos colores. Ahora tenía un poco de tiempo para su hermana Lorenza. No demasiado.

Volvió al hospital Fatebenefratelli. En la habitación estaba todavía la pequeña Sara con un pañuelo atado bajo la barbilla para que la boca le quedase cerrada. Allí estaba todavía Lorenza sentada junto a la camita, y Livia Ussaro de pie al lado de la ventana. Duca se sentó cerca de Lorenza. No había nada que decir y nadie dijo nada. Las únicas voces llegaban del otro lado de la puerta: una enfermera que gritaba:

– No tengo más que dos manos; no puedo hacerlo todo.

3

– Ha sido una mujer – dijo Duca. Càrrua preguntó: -¿Cómo lo sabes?

– Me lo ha dicho uno de los muchachos. -¿Quién?

– El de dieciséis años, aquel a quien no le gustan las mujeres.

– El que está en la enfermería desde hace una semana

– dijo Càrrua comenzando a enfurecerse -. Recuerda que ésta es la Jefatura de Milán, no un hospicio de beneficencia.

– Bajó la voz, pero, al mismo tiempo, habló aún más enfurecido. – Me tiene sin cuidado que sus compañeros le peguen porque supongan que haya hablado. Sólo quiero liberarme de esta gentuza y de toda esta historia.

Tranquilo – el cansancio tranquiliza – Duca dijo: -¿No te interesa saber quién impulsó a esos chicos al asesinato?

– No, no me interesa. Hay casos mucho más importantes: cada día aquí, en Milán, hay robos, tiros y asesinatos, y esto es más urgente.

Duca esperó a que Càrrua se hubiese calmado. Luego dijo: -Esos chicos no hubiesen hecho nada si una mujer no les hubiera organizado todo. Quiero saber quién es esa mujer. -Yo, no. Me tiene sin cuidado – dijo Càrrua, violento -. La maestra fue maltratada y asesinada por esa gentuza. Si hubo un instigador, saldrá a relucir en el juicio e incluso antes. Para descubrirlo no tienes que hacer nada. Antes de que se celebre el juicio pasarán meses y más meses, y verás como en estos meses esos jovenzuelos acabarán hablando y diciendo quién fue el instigador. – Càrrua se encogió de hombros. – Nuestro trabajo ya es demasiado complicado; no lo compliquemos todavía más.

Pensó Duca que era verdad, que no había por qué preocuparse tanto: la verdad saldría a luz por sí sola; no tenía que preocuparse tanto. Encerrados en la cárcel o en el reformatorio durante tantos meses, los chicos acabarían hablando. Càrrua tenía razón. Sin embargo, dijo:

– Me interesa saber en seguida quién era esa mujer.

– ¡Ah, curiosidad! – dijo Càrrua, mofándose-, eres policía simplemente porque eres un curioso, ahora lo comprendo. – Se quitó la chaqueta porque en su oficina hacía demasiado calor y dijo con voz normal y muy grave: – No puedo tener a esos muchachos en la Jefatura. Es un abuso. Ya me han telefoneado del Palacio de Justicia.

– Sí, lo comprendo – respondió Duca -; entrega a estos muchachos a la autoridad judicial, pero advierte que vigilen bien a Fiorello Grassi, o de otro modo lo matarán sus compañeros o se suicidará.

Càrrua asintió; luego dijo:

– ¿Por qué estás tan seguro de que es una mujer? Te lo ha dicho un muchacho de dieciséis años que ha contado más mentiras en dieciséis años que yo en cincuenta y más. Te confías demasiado.

– No sólo porque me lo haya contado un chico – dijo Duca -. Yo ya lo había intuido.

– ¿Por qué?

– Por la histeria desordenada, irracional, del delito – respondió Duca.

– ¿Qué has dicho? Ten en cuenta que yo no soy muy inteligente. ¿Qué quiere decir histeria desordenada? – Càrrua lo miraba burlón -. ¿Acaso hay una histeria ordenada?

– Quiere decir esto – repuso Duca precisando -: que si tú, hombre y no histérico, odias a una persona y quieres matarla, te dirigirás a esta persona y le pegarás un tiro. Haces una cosa prohibida por la ley, pero haces una cosa racional; es decir, odias y, en consecuencia, disparas. Pero una mujer histérica odia, pero trata de saciar su odio indirectamente, sin peligro personal, y del modo más completo posible. A una mujer histérica no le basta la simple muerte de la persona a quien odia: quiere una muerte torturante y teatral, porque las mujeres histéricas son también histriones. ¿Conoces la radical de histérico e histrión? Claro que sí, pero no la recuerdas.

Viene del griego ystérikos, y del sánscrito ustera, que indica una parte profundamente femenina.

– Creo haber comprendido. Adelante.

– Decía que una parte profundamente femenina – continuó Duca -, y también histriónica, tiene para algunos filólogos la misma radical que se vincula a esa parte profundamente femenina. En resumen, una mujer, cuando quiere matar, no sólo comete un delito, sino que pone en escena toda una obra teatral, una tragedia. Lo que sucedió en la escuela nocturna fue una obra teatral, macabra v terrorífica, pero teatral, histriónica, y he pensado que podría ser una mujer la directora de esta sangrienta obra teatral. O bien…

Càrrua lo interrumpió fríamente:

– ¿O bien?

Cada vez le gustaba menos la filosofía.

– O bien un hombre que es sólo hombre en apariencia, pero que no es hombre – concluyó Duca.

Se miraron, luego Càrrua bajó los ojos.

– Ese chico, Fiorello Grassi, se halla precisamente en ese caso: es hombre sólo en apariencia, pero no es hombre – dijo.

– También he pensado en él – replicó Duca -. Las sorpresas que pueden dar los invertidos son infinitas. Pero no pienso demasiado en ello, porque él está metido en el asunto, y si él ha sido el director del asesinato lo encontraré siempre que quiera. Pero ahora quiero buscar a la mujer antes de que la mujer huya. – El rostro de Duca palideció de secreta rabia. – Quiero traértela aquí, envuelta en el papel en que la obligaré a escribir su confesión, porque si no ha sido ese monstruo, esos chicos, por gentuza que sean, no se habrían desencadenado de ese modo y menos en el aula de una escuela, con una maestra insignificante, ni siquiera llamativa, cuando desde la plaza Loreto hasta el Parque Lambro tienen todos los lugares que quieran para organizar ciertas fiestas sin correr casi ningún peligro de que sean detenidos. Déjame buscar a esa cosa que tiene ciertamente forma humana, déjame que la busque. La encontraré y te la traeré aquí porque una fiera semejante no debe estar en libertad, no es justo.

Càrrua miró la mano de Duca que golpeaba la mesa marcando las palabras, bien abierta, que golpeó una, dos, tres, cuatro veces. Nunca comprendió realmente por qué Duca – y también el padre de Duca – tuvieron tanto interés por las cosas justas, por la justicia; por qué querían hacerse así difícil la vida, que ya era tan difícil, con esas complicaciones de lo justo y de la justicia. Pero comprendía una cosa: tenía que aceptar a Duca tal como era, porque no podía cambiarlo.

– Claro está que te dejaré buscar a esa mujer – dijo cansado y sarcástico -, pero recuerda que sólo representas el brazo de la ley – rió dócil – y de la justicia. Pero evita todo lo que pueda hacernos perder el puesto.

– Gracias – dijo Duca -. Necesito también un coche.

– Que te lo proporcione Mascaranti.

– Gracias – continuó Duca -. Sabes que no me gusta conducir, y necesitaré también un chofer.

– Que conduzca Mascaranti, ¿no? Como otras veces.

– Esta vez no me sirve Mascaranti. Voy en busca de mujeres, y sería mejor que me ayudara una mujer que haga las veces de chofer. Había pensado en Livia Ussaro.

Càrrua se levantó un poco los pantalones sostenidos por delgados tirantes rojos.

– Por culpa tuya le desfiguraron la cara. Ahora pretendes prepararle otra desgracia.

– No, es un trapajo que le gusta. Ya le he hablado de él y ha dicho que sí.

– Que lleve el coche quien te dé la gana, pero oficialmente eres tú el que hace la investigación.

– Gracias – contestó Duca.

Dio dos pasos hacia la puerta pero la voz de Càrrua lo detuvo, una voz completamente irreconocible en aquel ceñudo y áspero funcionario de la policía:

– ¿Cómo está Lorenza?

– No muy bien – respondió Duca, volviéndose apenas.

Solamente habían transcurrido dos días desde el entierro de la pequeña y no podía estar bien.

– Me gustaría verla un día de estos – dijo Càrrua.

– Puedes ir cuando quieras; siempre está en casa – repuso Duca.

– Gracias.

4

Duca salió y fue en busca de Mascaranti, y Mascaranti le encontró en seguida un 2003 negro. Duca se sentó al volante y salió de la Jefatura en la helada pero soleada mañana que podía haber parecido un día de primavera con sol, si no hubiera sido por el frío. Condujo despacio pero lleno de rabia por entre el tráfico agobiante, y fue primero a Via Giardino en la esquina con la Via Croce Rossa y aparcó el coche junto a la acera, de modo que en el parabrisas se leyera claramente la palabra "Policía", para el caso de que ningún guardia celoso sintiera el deseo de ponerle una multa, y entró en la tienda Ravizza de artículos para deportes, donde mostró su credencial y pidió un "Beretta B 1", y le dieron precisamente un "Beretta B 1", que era un pequeño revólver para señora, muy chato y de un elegante color de bronce viejo. Le dieron también dos cajas con los cargadores y volvió luego al coche y lo condujo a la plaza Leonardo da Vinci. En el suelo, en torno a los árboles de la plaza, había escarcha. Así, sin sombrero y sin abrigo, con el pelo al rape, tenía un poco de frío.

– ¡Qué cara traes de frío! – le dijo Livia, que había acudido a abrirle -. Ponte al menos el sombrero.

Él cerró la puerta.

– ¿Dónde está Lorenza?

– En la cocina; estábamos trabajando. – Livia bajó la voz para que Lorenza no la oyese, porque en un piso tan pequeño como aquel, el recibidor está demasiado cerca de la cocina. – Ayer lavamos toda la ropa de la niña. Esta mañana estaba ya seca y la hemos planchado y guardado. Ya he telefoneado a la Inclusa y se quedarán con ella. Es muy bonita.

Duca no dijo nada y entró en la cocina. Lorenza estaba planchando un delantalito rosa con cenefa blanca, y en una silla había una gran caja de cartón llena de ropa ya planchada y colocada en orden. Al otro lado de la mesa había un montón de otras prendas para planchar: todo el ajuar de la pequeña Sara, desde el año Cero hasta el año Dos, Dos meses y Catorce días.

– Hola, Duca – dijo Lorenza.

Él apoyó una mano sobre su hombro, encendió un cigarrillo y se sentó a la cabecera de la tabla de planchar aspirando el cálido olor de plancha y de todas aquellas pequeñas mínimas prendas que trascendían un tibio aroma de detergente.

– Ella plancha y yo zurzo – dijo Livia, sentándose también y tomando una pequeña camiseta para examinarla y ver si tenía algún agujerito que zurcir.

– Dame un cigarrillo, Duca – dijo Lorenza, dejando bien planchado en la caja el delantalito rosa.

Le dio el cigarrillo y se lo encendió, consiguiendo no mirarla a la cara, porque no era necesario: conocía de memoria las huellas que la dolorosa pena por la muerte de la niña le habían dejado en el rostro.

– Y también uno para mí – dijo Livia.

Lorenza tomó del montón de ropa que planchar un pequeño mono de color naranja, un pijama veraniego con un enorme Micky Mouse de color pardo estampado en el pecho. Duca observó durante un rato a las dos mujeres y luego dijo:

– Livia y yo nos vamos a dar una vuelta. ¿Quieres que te compremos algo?

– Sí – dijo Lorenza, y seguía planchando con la cabeza baja, pasando delicadamente la plancha sobre el Micky Mouse con el que la pequeña Sara había jugado y reído tanto, acariciándolo sobre el delantal -, mostarda [1].

– ¿Cuál? – preguntó Duca -, la fruta o la mostaza en pasta?

– No, la fruta; si hay, prefiero de cerezas e higos – contestó Lorenza.

– Sí, yo sé donde hay un sitio que tiene mostarda muy buena – afirmó Livia.

Eran días en los cuales Lorenza no comía nada, y ella, que había estado a su lado constantemente, lo sabía, y el sano instinto de Lorenza le impedía dejarse morir así y trataba de sobrevivir a su abismo de dolor intentando despertar el apetito con cosas que le gustasen.

– Te la traemos en seguida – dijo Duca.

Se levantó, puso la colilla bajo el grifo del lavadero para apagar la brasa y la arrojó en el cubo de la basura. Inmediatamente después, casi sin darse cuenta, encendió otro cigarrillo.

Lorenza dejó en la caja el pequeño mono de color naranja, planchado ya.

– No tengo prisa, dad primero vuestra vuelta.

Levantó la cara y les sonrió, luego volvió a bajarla para buscar otra prenda que planchar.

Duca y Livia salieron. Livia se puso al volante del 2003.

– En Via Vitrubio hay una charcutería muy buena – dijo.

Él asintió. En la charcutería Livia pidió doscientos gramos de mostarda y una ración de macarrones gratinados calientes, recién preparados.

– ¿Crees que se lo comerá? – preguntó Duca.

– Después de la mostarda, sí – respondió Livia.

Volvieron a la plaza Leonardo da Vinci. Duca se quedó en el coche mientras Livia subía, casi volaba, con sus paquetes al piso de Lorenza, porque hay que alimentarse, suceda lo que suceda en la vida. Volvió casi en seguida, se puso al volante y preguntó:

– ¿Adónde hay que ir?

Duca asintió.

– Primero toma esto – le dijo.

– Yo no llevo armas – repuso Livia.

– Ya lo suponía – contestó Duca -. Pero ahora te bajas y te vas donde te parezca, pero no conmigo.

– Esto es un chantaje – replicó ella.

– Sí, es un chantaje. O tomas este revólver o te apeas.

– Nunca he llevado armas. ¿Por qué he de llevarla ahora?

– Porque yo lo digo, o bajas.

Livia lo miró, muy ofendida y, si no con odio, con un profundo sentido de desilusión.

– Esto es un atropello y no puedo doblegarme como una esclava.

– Bueno, las discusiones filosóficas las guardaremos para luego. Ahora toma el revólver. No tengas miedo, está descargado.

– ¿Por qué te parece que tengo miedo? – preguntó Livia.

El implacable sol de aquella mañana polar iluminaba cruelmente con su luz radiante todas las cicatrices de su cara. De todos modos, seguía siendo una mujer muy pesada con sus preguntas demasiado sutiles.

– Perdóname, tienes razón; me he equivocado. No quería decir que no debías tener miedo, quería decir que no debías tener cuidado porque el revólver está descargado. Pero he de enseñarte a cargarlo. – Duca sacó del bolsillo de la chaqueta la caja con los cargadores. – Mira, es muy sencillo: tira de este pequeño gancho; éste, sí.

Ella lo hizo. Sacó una pieza con muchos huecos vacíos: el cargador.

– Quitas esto – dijo Duca -, es decir, el cargador vacío, y metes dentro éste, es decir, el cargador lleno. Mira cómo lo hago.

Livia miró con atención.

– Ahora hazlo tú como yo lo he hecho.

– Sí – repuso ella fríamente. Quitó el cargador lleno, volvió a poner el vacío, empujó hasta el fondo, luego tiró, sacó de nuevo el cargador vacío y puso el lleno -. ¿Es así?

– Muy bien, pero ahora presta atención al seguro – dijo Duca -. Es éste, empuja hasta el fondo esta pieza rayada, de manera que cubra la señal roja. Cuando se vean las señales rojas ten cuidado porque este trasto dispara solo, con sólo que mires el gatillo.

Ella empujó la pieza.

– ¿Así?

– Sí, así. Ahora ya podemos irnos.

– ¿Adónde vamos?

– Primero guarda el revólver y los cargadores en el bolso – dijo Duca – y prométeme llevar siempre este revólver y usarlo apenas te sientas en peligro, sin miedo.

Ella lo miró, acaso como la maestra mira a un alumno un poco raro.

– ¿Por qué me hablas así?

– Porque quiero que si tomas parte en mi trabajo puedas defenderte. Si te sientes pacifista, déjame trabajar solo.

Acaso si le hubiese dado un arma cuando la desfiguraron la cara, hubiera podido defenderse v salvarse. No quería que se repitiese nada parecido.

Entonces Livia Ussaro guardó en el bolso el revólver y los cargadores, seca pero disciplinadamente y repitió:

– ¿Adónde vamos?

– Via General Fara, ve a la Estación Central. Luego yo te enseñaré el camino.

Puso en marcha suavemente. Conducía muy bien.

– ¿A quién vamos a ver? – preguntó.

– A un padre – repuso Duca.

5

Aun cuando a Duca no le gustase, también los criminales y delincuentes tenían padres. En un sentido abstracto y meta-físico los padres siempre tienen un poco de culpa si sus hijos son criminales. Prácticamente tienen un poco menos porque un hombre se convierte en criminal también por culpa del ambiente, no sólo por constitución hereditaria. Pero una cosa es cierta: no existe absolutamente el caso en que el padre o la madre, o los dos, no tengan ninguna culpa de cómo crece el hijo.

– ¿Cómo, un padre? – preguntó Livia sin dejar de conducir.

– Es el padre de uno de esos once muchachos a quienes interrogué días atrás – explicó Duca.

Pensó una vez más en ¡os informes. Aquel padre, es decir, el padre de Federico dell'Angeletto, era citado genéricamente como "padre honesto". Pero Duca Lamberti confiaba poquísimo en definiciones tan sintéticas. ¿A causa de qué investigaciones le había sido dado a Antonio dell'Angeletto el calificativo de "padre honesto", que también comprendía a la madre? El adjetivo "honesto" es comprometedor. Duca pensaba que antes de definir a nadie con este adjetivo era menester hacer investigaciones más profundas.

– Toma ahora por Via Galvani, y la segunda a la izquierda es Via General Fara – dijo a Livia.

No tenía mucha confianza en el interrogatorio de los padres de aquellos muchachos. En el fondo habría sido un trabajo inútil, pero las notas características de uno de aquellos chicos le hicieron reflexionar. Federico dell'Angeletto figuraba como prealcohólico, y esto, a los dieciocho años, no es una buena calificación. Uno puede alcoholizarse muy joven, pero entonces la predisposición la adquiere de sus padres, y, sin embargo, sus padres figuraban como "honestos", y si es cierto que un alcoholizado puede ser honestísimo, cierto era también que un funcionario como Càrrua no pone "padres honestos" sino porque está mal informado; de otro modo habría escrito "padre alcoholizado". Ésta era su idea.

– Ésta es la Via General Fara. Párate en aquel portal cerca de la frutería y apéate conmigo.

Entraron en el portón que olía a sótano. Todas eran casas viejas a las que les quedaban pocos años de vida porque se desmoronaban casi por sí solas, y nadie ciertamente pensaba en mejorarlas dada la suerte que les había de corresponder en los nuevos planos urbanísticos. Era una vieja y pobre Milán, pero genuina, y había incluso dos trani, auténticas hosterías que no habían hecho nada para transformarse en bares, sino sólo cambiar los tapetes verdes sobre las mesas, con mesas desde el rellano cubiertas con plástico sobre el cual todavía se dormían los borrachos, como en los tiempos de Porta, con la cabeza apoyada en el brazo, y allí estaban las prostitutas viejas que iban también a beber un vaso para descansar un poco después de haber pateado las cercanas calles de Fabio Filzi o Vittor Pisani, y también la cansada y gentil florista, dulcemente claudicante, que bajo un parasol, ante la iglesia de San Gioachimo, vendía flores con el mismo estilo de la época de la bohemia, de Praga, Rovani y Boito. La fila de coches aparcados a lo largo de la calle no perjudicaba en nada su condición de cosa genuina: eran ellos los intrusos.

– El señor dell'Angeletto – preguntó Duca a la portera, encerrada en un tabuco calentado con una estufa de carbón de coque del que se percibía el ácido olor, y abarrotado con varias piezas de una "cocina americana", un televisor con una radio encima, y una nevera, de manera que apenas quedaba espacio para ella, que no era muy delgada, y una silla.

– Cuarto piso, escalera de la derecha.

Los miró sin odio, pero también sin humanidad, como si fuesen enemigos en potencia, y debía de mirar así a todos sus semejantes.

En el cuarto piso les abrió una mujer alta pero acabada, y los miró de la misma manera: aquél no era sin duda un barrio de cálidas relaciones sociales.

Duca dijo:

– El señor dell'Angeletto.

– No está.

Tenía una voz agria y potente.

– ¿Es usted su esposa?

– Sí, ¿por qué?

Miraba con malos ojos a Livia, sin que le preocupara demostrarle su antipatía,

Duca le mostró su credencial.

– He de hablarle.

La credencial intimidó a la señora dell'Angeletto y su voz se hizo menos segura.

– Ha bajado un momento a la hostería.

– ¿La hostería de abajo?

– Sí.

– Buenos días, señora.

La mujer lo detuvo y le habló con voz de improviso dulcificada y sufriente.

– ¿Qué le harán a mi hijo?

– Lo juzgarán – dijo Duca.

– ¿Usted lo ha visto?

– Sí.

– ¿Le han pegado?

La cara de la mujer, a punto de llorar, se estremeció.

– No, no le hemos pegado – dijo Duca -. Le hemos dado cigarrillos, y hemos hecho que tomara un baño. Lo necesitaba.

La mujer se echó a llorar, allí, a la puerta, en la apestosa penumbra de la escalera.

– Yo, yo, yo, yo… -Luego se repuso, casi con violencia. – Sé que es un delincuente, pero no deben pegarle.

– Tranquilícese, señora, nadie lo tocará.

La hostería estaba precisamente al lado del portal y entraron en ella. El aire olía a serrín húmedo pero no era un olor desagradable. Dos mesas estaban ocupadas por cuatro o cinco hombres juntos con una mujer de enormes pechos. Otra la ocupaba un hombre solo que tenía un vaso de vino tinto en la mano y miraba fijamente ante sí. Todos hablaban en voz baja, y era aquélla una curiosa quietud y soledad tratándose de una hostería.

– ¿Está aquí el señor dell'Angeletto? – preguntó Duca.

– ¿Quién? – inquirió una joven pero cansada muchacha detrás del mostrador.

– El señor Antonio dell'Angeletto – dijo Duca.

– ¡Ah, Toni! – exclamó la chica -, es el que está sentado solo.

Hizo una mueca de indulgencia; parecía como si pensase: "Y lo llaman señor".

– Policía – dijo Duca, sentándose a la mesa del bebedor solitario, e invitando a Livia con la mirada para que se sentase en el otro lado.

El hombre dejó de contemplar la nada y lo miró, miró a Livia, y no fue necesario mostrarle la credencial.

– ¿Es por mi hijo?

– Sí – repuso Duca -. He de hacerle una sola pregunta y acaso usted pueda contestarla.

– A mí ya no me interesa mi hijo – replicó Antonio dell'Angeletto con cierta nobleza en el comportamiento y cierta propiedad de palabras.

Probablemente bebía mucho, pero esto no lo había despojado de su dignidad. Sin duda lo que su hijo había hecho en la escuela nocturna debió de haberlo predispuesto aún más a la bebida.

– A nosotros nos interesa – contestó Duca -. Quiero saber si tenía alguna amistad femenina, pero no de su edad, sino una mujer mayor que él.

El bebedor solitario bebió un sorbo de su vino rojo violáceo.

– No sé nada; nunca me dijo nada, y yo jamás tuve tiempo de preguntarle nada. Además los hijos no cuentan nunca nada al padre o a la madre, sólo a los amigos, al primero que encuentran en el bar, pero ni al padre ni a la madre.

De nuevo los ojos lo miraron, como arteros.

Entonces comprendió Duca por qué Càrrua había escrito "padres honestos". Era realmente un padre honesto, honesto, infeliz y desesperado padre. Ni siquiera ríos de vino tinto habrían incidido en aquella cristalina honestidad.

– Es cierto – dijo -, pero acaso pueda usted indicarme algún amigo suyo en este barrio que pueda decirme si se relacionaba con una mujer mayor que él.

– Todos tienen su vieja. Hoy las mujeres son todas… -y dijo la palabra exacta, pero al advertir a Livia bajó los ojos -. Perdóneme, señorita, quise decir que lo son muchas.

– No se preocupe – respondió Livia, sonriendo, y entonces también él levantó la cabeza y tenía los ojos húmedos.

– Perdone, señorita, perdone.

– Debe decirme el nombre de algún amigo de su hijo – insistió Duca -. Si conseguimos descubrir a esa mujer, esto será también muy importante para el chico.

El viejo volvió a bajar los ojos.

– En casa casi nunca hablaba de nada – dijo -. Ni siquiera de sus amigos. Venía, comía, robaba un poco de dinero o cosas que se vendía, y se iba. Pero trate de ir al bar tabaquería. Está más arriba. Allí lo conocen, incluso el dueño. Realmente saben de él mucho más de lo que yo sé.

Era evidente su sinceridad, y era evidente también su desesperación. Salieron.

6

El del bar tabaquería no estuvo muy contento con la visita. Al principio los confundió con una pareja que, ante el frío de afuera, quería reaccionar un poco en su caldeado y luminoso local, pero cuando vio la credencial de Duca su rostro reflejó la incertidumbre.

El local estaba vacío, pero sólo en apariencia: desde ¡a sala donde estaba el billar y las mesas de juego llegaban voces juveniles, el ruido de las bolas al chocar y algunas imprecaciones de los que jugaban a la baraja. Un muchacho estaba manejando el flipper, y de vez en cuando entraba alguno a tomarse un café o comprar cigarrillos.

– Por aquí venía – dijo Duca – un muchacho llamado Federico dell'Angeletto, a quien tal vez usted conozca. De él han hablado todos los periódicos.

El joven que estaba detrás del mostrador, a cuyo lado había una joven con el vientre muy desarrollado, acaso en el séptimo si no en el octavo mes, no contestó nada y sirvió un paquete de sal gruesa a una chiquilla que compró también goma de mascar hinchable.

– Solía venir por aquí – repitió Duca, con una leve amenaza en la voz, ya que con la cortesía no se logra nunca nada -. Era su café, y esa gentuza que está jugando en la sala eran amigos suyos. ¿No es cierto?

El tono convenció al joven.

– Sí, venía por aquí. Para mí, si pagan, todos son buenos clientes, y él pagaba. ¿Qué tengo yo que ver con eso?

– No le he dicho que tuviera que ver – respondió Duca -. Tranquilícense los dos – miró a la mujer encinta; no había por qué asustarla -. Usted nada tiene que ver con esto. Sólo quería saber si lo conocía.

– Claro que lo conocemos – dijo la mujer encinta, interviniendo de pronto, aunque sin alzar la voz -. Era el peor de todos, y se ha visto por lo que ha hecho. Y aún quieres defenderlo.

La emprendió con el marido.

– Yo no quiero jaleos – dijo él sombríamente rabioso – Son capaces de quitarnos el permiso.

– Te lo quitarán si no respondes a las preguntas que él te haga – replicó ella febril y sabiamente.

– Cuatro sellos de cincuenta – dijo un anciano que había entrado en aquel momento.

– Un café – pidió otro anciano que entró a continuación de aquél.

La mujer que esperaba un hijo se dispuso a preparar el café, el marido dio los sellos al otro anciano y entonces dijo Duca:

– Sólo quiero hablar con algún amigo de Federico. Si venía por aquí era porque aquí tenía amigos. Acaso usted sepa quiénes eran esos amigos, y tal vez quién es el más íntimo.

El joven asintió, luego hizo una especie de mueca.

– Sí, es cierto – repitió la mueca -. Como íntimo, el mejor amigo de Federico es una amiga, Luisella.

– ¿Y dónde está esa Luisella? – preguntó Duca.

– Vive aquí encima. Trabaja en su casa con el overlock.

– ¿Dónde, aquí encima?

– Aquí encima – dijo el tabaquero-; primero derecha.

Duca y Livia salieron y llegaron al primer piso. Duca apretó el botón del anticuado timbre y un viejo, en mangas de camisa, arremangado, como si fuese verano, macizo y rojo, acudió a abrir.

– Policía – y como era evidente que el hombre no tenía intención alguna de hacerlo entrar, a pesar de haber examinado la credencial, Duca entró apartándolo y abriendo paso a Livia-. ¿Es usted el padre de Luisella?

El hombre no tenía la costumbre de obedecer.

– ¿Por qué? – preguntó en lugar de responder, mirando agriamente a él y a Livia.

– Porque quiero hablar con Luisella – repuso Duca, mirándolo suavemente.

– ¿Por qué? – preguntó el hombre, los ojos fríos.

Entonces Duca perdió su cansada suavidad.

– Basta ya. ¿Dónde está tu hija?

Aunque su voz era baja, el tono produjo cierto efecto en el hombre.

– Sí – repuso -. Está ahí, trabajando.

En efecto, oíase el ruido característico de la overlock. Duca hizo una seña a Livia para que lo siguiera hacia ese ruido. Era una estancia casi a oscuras. De pie ante el neurótico ingenio había una muchacha de baja estatura, pálida y rubianca, que lo miró inquieta, pero también agria como el padre.

– Es la policía. Han venido para hablar contigo – dijo el hombre.

– ¿También ella es de la policía? – preguntó la muchacha a Duca, indicando a Livia.

– Sí, si no te parece mal – repuso Duca -. Para esa máquina y responde a las preguntas. ¿Conoces a Federico dell’Angeletto?

– ¿Por qué? – preguntó ella.

Debía de ser enfermedad de familia que en lugar de contestar a unas preguntas, preguntaran a su vez.

– Te he preguntado si eres amiga de Federico dell'Angeletto, y tú has de contestar diciendo sí o no, y no haciendo otras preguntas.

También esta vez el tono produjo efecto en la muchacha, que repuso:

– Sí, lo conozco.

– Te he dicho que pares la máquina – dijo Duca, y cesó de pronto el tipec-tipec-. Sólo quiero saber de ti una cosa.

Trata de contestar bien porque es importante para tu chico. Si respondes la verdad, acaso se libre con poco, pero si nos engañas, peor para él y para ti también.

Ella lo miraba agria; es decir, a su manera.

– Quisiera saber si Federico, además de ti, tenía a otra – preguntó Duca -, una mujer con más años que él, por ejemplo.

Ella respondió en seguida, secamente:

– No.

– No contestes tan de prisa. Piénsalo un poco. Has de saber que los chicos, a esa edad, tienen una, dos, tres…

– Es posible también que tenga una veintena, pero yo no lo sé – replicó ella con mofa.

– Escucha – dijo Duca -, habrás conocido a algún amigo de Federico.

– Alguno.

– Por ejemplo, ¿quién?

– Ettore. Acudía siempre al bar a jugar con Federico.

– Ettore, ¿qué?

– No recuerdo el apellido, pero es el que huyó de Yugoslavia con su padre.

– ¿No será acaso Ettore Ellusic? – preguntó Duca.

Ettore Ellusic era uno de los once que habían tomado parte en el asesinato de la maestra.

– Un nombre así -repuso la muchacha. Era ya un poco menos agria y parecía que se decidiera a soltarse un tanto -. Él si tenía una amiga vieja.

– ¿Cómo lo supiste? – preguntó Duca.

Los cuatro estaban de pie, en la habitación casi oscura y fría: él y Livia, la chica y su padre.

– De vez en cuando hablaba de ella. Cuando le daba dinero venía aquí a jugárselo en el bar de abajo, con Federico y otros amigos. Tenía el vicio del juego.

– ¿Y qué decía de esa mujer?

– La llamaba tía.

– Trata de recordar todos los detalles.

– Decía: la tía.

– Sí, ya me lo has dicho; pero ¿qué otras cosas decía de ella?

– La llamaba la tía de Sarajevo, porque era yugoslava como él.

– ¿Y qué más? No te dijo otras cosas, su nombre, el trabajo que hacía?

– El nombre no. Siempre la llamaba la tía, la tía de Sarajevo y nos reíamos, pero sí nos habló de su trabajo: decía que traducía del yugoslavo al italiano no sé qué cosa.

– Entonces era una persona instruida.

– ¡Ah, sí! Ettore la llamaba también la profesora.

– Trata de describirla.

– Yo no la vi nunca, pero Ettore decía que era muy alta, muy alta.

– ¿Rubia?

– No recuerdo que dijera que era rubia. Me acuerdo solamente de que decía que era alta, muy alta.

– Dime alguna cosa más.

La chica miraba al suelo, reflexionando. Era evidente que se había decidido a colaborar para ayudar a su chico. Luego levantó los ojos y miró a Duca.

– Algunas veces Ettore contaba cómo ella hacía el amor, pero esto no tiene nada que ver.

– También me interesa eso – dijo Duca.

El hombre intervino.

– Mi hija no está obligada a contar porquerías. Ya basta.

– No, no está obligada – replicó Duca amablemente -, pero cualquier detalle puede ayudarnos a descubrir la verdad.

– No hay mucho que contar – dijo la muchacha -, es sólo una curiosa historia. Ettore decía solamente que esa mujer era virgen y que quería conservarse así, y entonces hacía el amor de manera que siguiera siéndolo. Quién sabe por qué.

Duca asintió.

– ¿No recuerdas nada más de ella?

– No – respondió la chica -. Pero debía de tener mucho dinero porque una vez Ettore llegó al bar con casi trescientas mil liras.

– Por las conversaciones de Ettore ¿qué idea te has hecho de la edad de esa mujer? ¿Un poco menos de treinta, un poco más? ¿Acaso cuarenta?

– Ettore nunca me dijo la edad, pero creo que debía ser sobre cuarenta.

Duca miró el reloj. -Gracias – dijo -. Tal vez vuelva, pero espero que no.

7

Aunque los datos eran escasos, Duca encargó a Mascaranti que buscase por todas las editoriales de Milán a una traductora yugoslava de unos cuarenta años. Mascaranti la encontró al cabo de dos días: se llamaba Listza Kadiéni y tenía treinta y ocho años. Vivía en un pequeño apartamiento de dos habitaciones y cocinaba en un hornillo de petróleo que colocaba sobre el mármol de la anticuada cómoda. En el mismo mármol tenía también la máquina de escribir, para sus trabajos de traducción, porque ella escribía de pie, como los amanuenses de la antigüedad, y era alta, muy alta, justamente como decía Ettore. También había nacido en Sarajevo. Era, por tanto, la tía de Sarajevo; es decir, era exactamente ella.

Hizo sentar a Duca en una pequeña butaca al lado de la ventana y tomó para sí una silla de la habitación contigua. Hablaba un italiano perfecto, como raramente lo hablan los italianos, excepto las "o" un poco demasiado cerradas. Era delgada y realmente no hermosa, a pesar de sus ojos grandísimos, sin afeite de ninguna clase, como, por lo demás, su cara, incluso los labios sin carmín, que le daban una singular belleza de fresco antiguo. Era rubia, pero de un rubio desagradable, pajizo.

– ¿Conoce usted a un muchacho llamado Ettore Ellusic? – preguntó Duca.

– Sí – repuso ella en seguida, rígida en su silla.

– ¿Sabe que es uno de los once muchachos protagonistas del asesinato de la maestra?

– Sí, lo sé.

– ¿Lo conoce desde hace mucho tiempo?

– Hace casi dos años.

– ¿Cómo lo conoció?

– Conozco a sus padres. Le ayudé a adquirir la ciudadanía italiana. Vino a Italia con los suyos al terminar la guerra. No sabe una palabra de esloveno y habla casi en milanés.

Respondía con toda claridad, pero en sus ojos había miedo, y acaso algo más que miedo: parecía vergüenza.

– Usted lo conoce desde hace casi dos años, ¿qué opinión le merece ese muchacho?

– Es un vulgar bellaco – fue su respuesta seca.

Duca esperó antes de hacer otra pregunta. Luego dijo:

– ¿Por qué lo define de este modo? Me han hablado de la naturaleza de las relaciones de ustedes dos.

Sabía que era cruel, pero sabía también que tenía que hablar así si quería lograr algún resultado.

Los ojos de ella parecieron vibrar de vergüenza.

– La naturaleza de las relaciones no implica que yo no sepa distinguir a un bellaco de un hombre honrado.

Una respuesta verdaderamente limpia. Duca se quedó pensativo durante casi un minuto.

– ¿La hacía víctima de chantaje?

Ella sacudió enérgicamente la cabeza.

– En absoluto.

– No tema agravar su condena – dijo Duca -. Se le acusa de complicidad en un homicidio, de malos tratos y violencia carnal. Chantaje más, chantaje menos, no puede perjudicarlo en modo alguno.

Ella sonrió tristemente.

– Ojalá pudiese disculparme diciendo que me hacía chantaje. Pero yo misma le daba el dinero. De otro modo nunca hubiese venido a verme.

Era una sinceridad desnuda y cruel, cruel para ella misma.

Duca se dio cuenta de que estaba recorriendo un camino equivocado, que perdía el tiempo, se lo hacía perder a ella y la hacía sufrir.

– Perdóneme – dijo levantándose.

También ella se levantó.

– Estoy contenta de poder ayudar. Estaré siempre a su disposición si puedo ser útil.

También estas palabras eran sinceras. Duca se acercó a la ventana. No se comprendía bien dónde daba porque la niebla no permitía distinguir si a la calle o a un patio.

– Busco a una mujer no muy joven – dijo sin mirarla -, pero también podría ser un hombre, ¿no es cierto? En resumen, busco a una persona adulta, una persona de quien ninguno de los chicos habló cuando les interrogamos, pero que me doy cuenta de que existe, y que es muy importante para descubrir la verdad. Tal vez ese muchacho habló con usted, acaso le dijo algo que pudiera ayudarnos a descubrir a esa persona. Aunque fuera un mínimo detalle, que a usted pueda parecerle sin importancia, podría ponernos en la pista de esta persona.

Ella seguía rígida. La habitación estaba un poco fría.

– Comprendo – dijo -. No hablaba mucho conmigo. Yo le era útil porque tenía el vicio del juego y cuando le daba dinero se iba en seguida. Pero alguna vez que había bebido, venía aquí, porque también tenía el vicio de la bebida. Entonces hablaba un poco más de la cuenta. Recuerdo que una vez me dijo que tenía un amigo que se drogaba con una cosa que tomaba a gotas y que se la proporcionaba una doctora que él conocía. Ettore me dijo que también él había tomado aquellas gotas, pero sólo le habían dado dolor de estómago.

– ¿No le dijo Ettore quién era el amigo que se drogaba?

– No, dijo simplemente que era un amigo.

– ¿Cree usted que ese amigo pueda ser uno de los once muchachos?

– No tengo manera de saberlo.

Aunque el indicio era muy vago, pero podía ser muy importante.

– Trate de recordar todo lo que pueda sobre ese particular. Una sola palabra, un solo pequeño detalle pueden ser decisivos. Para ayudar la memoria piense en el día en que llegó aquí y le habló de ese amigo suyo, piense en el momento en que entró aquí y en todo lo que sucedió después, hasta que le habló de ello, de esas gotas, de su amigo, de esa doctora.

Ella obedeció. Recordó aquel día cuando él, Ettore Ellusic, llegó un poco ebrio, acaso drogado, y comenzó a hablar.

– Es posible que no recuerde bien, pero me parece recordar que Ettore dijo que esa mujer que le proporcionaba la droga a su amigo no era realmente una mujer. – Lo miró fijamente. – ¿Comprende usted?

Sí, comprendía. No era difícil. Podía ser un detalle importante, y también podía ser una tontería.

– ¿Recuerda algo más? – insistió.

Ella intentó aún rescatar del pasado algún recuerdo particular de aquélla ocasión, pero la memoria callaba: no había nada más.

– No recuerdo nada más – repuso con tristeza, como si se sintiera culpable por aquella falta de memoria.

– Gracias – dijo Duca -. Me ha sido usted muy útil. Espero no tener que volver a molestarla.

– No se preocupe. Quisiera ser útil a la justicia – dijo burocrática.

Duca bajó a la calle y, en el frío intenso y la niebla, llegó al coche donde Livia le esperaba al volante. Se sentó a su lado.

– ¿Hay algo de nuevo? – preguntó ella, poniendo el coche en marcha.

Duca sacudió la cabeza.

– Muy poco – respondió.

8

Muy poco o casi nada. Estaba descubriendo, una tras otra, diversas mujeres relacionadas con los muchachos asesinos: una jovenzuela que trabajaba en su casa con una overlock, amiga de Federico dell'Angeletto; una yugoslava traductora e intelectual, deseosa de conservar la propia virginidad, amiga de otro de los muchachos, Ettore Ellusic; y ahora se trataba de encontrar a una doctora que proporcionaba una droga a otro de aquellos muchachos, no identificado, y esta mujer tenía unos cuarenta años e inclinación por las mujeres. No sería fácil encontrarla, aunque fuese un tipo interesante. Fuera como fuere, en torno a aquellos once muchachos había diversas mujeres, y una de ellas tenía que saber la verdad.

– ¿Qué crees que pueda hacer ahora? – dijo ironizando de sí mismo, mientras Livia conducía suavemente entre la niebla -. Para cada chico hay una mujer joven y otra vieja, y acaso alguna otra, y al final nos encontraremos con docenas de mujeres alborotadoras que sólo producirán confusión.

– ¿Por qué dices esto? -preguntó Livia un poco fría.

– Porque quisiera mandarlo todo al diantre. No hay duda de que la maestra fue asesinada por esos muchachos. Los menores se quedarán encerrados en el reformatorio, a los mayores se les procesará. ¿Qué estoy buscando realmente? Nada. Aún cuando encuentre al que lo ordenó, al instigador de este asesinato, ¿qué cambia las cosas? Nada.

Ella había parado el coche ante un semáforo en rojo. Todavía con frialdad dijo:

– Cambia en que habrás descubierto al verdadero culpable. Has dicho que esos muchachos, por corrompidos que estén, no hubiesen podido cometer un asesinato semejante, si no hubieran sido impulsados y guiados por una persona consciente y sádica.

– Sí, lo he dicho y sigo pensándolo – contestó Duca -. Pero es sólo una teoría mía que podría resultar infundada. Corro el riesgo de hacer durante semanas y semanas indagaciones inútiles, para descubrir luego que estaba equivocado.

Nunca habría podido decirle que aquella mañana, desde que se había despertado, estaba pensando en la pequeña Sara y se sentía muy cansado. El zapatito de lana de la niña, ¿dónde estaría? ¿Estaría aún en el bolsillo de su traje o acaso Lorenza lo había encontrado y recogido?

– Cuando descubras que te equivocaste entonces podrás dejarlo – dijo Livia -, pero no antes. O no hagas de policía y dedícate a otra cosa.

Razonamiento indiscutible, pensó Duca. La señorita Livia Ussaro solamente hacía razonamientos que no tenían discusión. Si él estaba haciendo de policía había de continuar las investigaciones, y si no quería hacerlas debía cambiar de oficio. Se pasó una mano por los ojos para apartar la imagen de la pequeña muerta, se recobró v dijo bruscamente:

– Vayamos ahora a ver a una de las asistentas sociales de esos muchachos. Hasta ahora nadie las ha interrogado.

Le dio la dirección: la asistenta social Alberta Romani, de cuarenta y ocho años de edad, vivía en la calle Monza, precisamente al principio; la niebla atenuaba los rumores del tráfico, pero el zumbido de los numerosos coches que pasaban por allí hacía igualmente vibrar el aire, no sólo de la calle sino del apartamiento donde vivía la asistenta social Alberta Romani, y donde ésta los recibió, no muy amablemente, pero sí correcta, mirándolos claramente como intrusos no gratos, y los claros visillos de la salita donde los recibió ondeaban un poco no sólo al soplo del aire que se filtraba por las ventanas, sino también por el convulsivo zumbido del tráfico.

– Sí, lo suponía: policía – dijo la asistenta social, casi irónica, hundida en la butaca -. No comprendía por qué no me habían llamado en seguida, y empezaba a preocuparme. – Tenía una cara muy avejentada, cetrina, de enfermo hepático y de menopausia, pero acaso de joven debió de haber sido una hermosa muchacha. – Pero por fin ha venido, hasta con la auxiliar.

Ni Duca ni Livia sonrieron. Sonreír es un lujo que los policías oficiales u oficiosos como Livia no se pueden permitir. Duca dijo:

– Deseaba hacerle sólo unas pocas preguntas.

– Diga.

La asistenta social encendió un cigarrillo, aunque era evidente por su rostro que el médico hacía años le había prohibido fumar.

– En primer lugar deseaba saber cuáles son los muchachos que gracias a su intervención fueron inscritos en la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni.

– Es muy fácil: todos – respondió ella aspirando golosamente el cigarrillo.

– ¿Los once?

– Para mí todos son dieciocho – dijo amargamente -. Yo aconsejé dieciocho. Me rechazaron siete, y naturalmente eligieron a los once peores.

Duca asintió. Realmente los peores. Dijo:

– Pero hay otras dos asistentas sociales en el barrio.

Alberta Romani se encogió de hombros.

– La jefe soy yo. Las dos señoritas a las cuales usted ha aludido dependen de mí, y no pueden dar juicio alguno o hacer propuestas. Me ayudan simplemente en mi trabajo.

No había peligro de matices incomprensibles o misteriosos equívocos en lo que decía la asistenta social, pensó Duca.

– Entonces usted conoce ciertamente a todos los muchachos que ha recomendado para que fuesen inscritos en la escuela nocturna.

– No los conozco mucho – dijo ella -, pero evidentemente más que su madre o su padre.

Tampoco esta vez ni Duca ni Livia sonrieron.

– Comienzo con una pregunta muy vaga y acaso inútil. Entre esos once muchachos, según usted que los conoce, ¿cuál es el peor?

– Es una pregunta muy difícil – respondió la mujer -.

¿Cómo puedo decir quién es el peor? Son todos uno peor que el otro, y sin embargo todos son recuperables.

– Siempre hay una cosa peor que otra – replicó Duca -. Usted conoce a esos muchachos y usted puede decírmelo.

La asistenta social Alberta Romani sacudió la cabeza. Aquella cara tan marcada, amarillenta, enfermiza, pareció iluminarse por dentro, e incluso la voz de la mujer se hizo cálida y perdió el tono cortante anterior.

– No, no es así. No existe un peor. Usted no conoce a esos chicos, ignora lo que tienen dentro. Usted es un policía y sólo ve las cosas que hacen esos muchachos: beben, juegan a los juegos de azar, tienen enfermedades venéreas, se hacen mantener por mujeres mayores y van a la caza de viejos no normales. Usted ve sólo estos hechos; usted no ve lo que ellos desearían ser. Se lo repito: lo que desearían ser. La policía no se interesa por estas cosas. Pero ¿sabe lo que desearían ser? No se lo imagina. Uno de esos muchachos, acaso el peor, según su concepto de "peor", ¿sabe lo que me ha pedido?

Duca la interrumpió bruscamente:

– Quiero saber el nombre de ese peor, antes de que me diga lo que le ha pedido.

Todavía con mayor brusquedad la asistenta social le dijo:

– No se lo diré; no hay peores entre mis muchachos. Son chicos que podrían ser útiles a la sociedad, mucho más que tantos hijos de ricos que obtienen su título universitario y luego no hacen nada con él. Usted no los conoce, no puede conocerlos; usted no ha hablado con ellos como yo lo he hecho. Usted ha investigado, no ha sido su amigo: un policía no puede ser amigo de nadie, o no será un buen policía. Yo, en cambio, he hablado y ellos me han dicho lo que realmente tenían dentro, y ese muchacho me dijo: "Señora, yo quiero aprender a escribir las palabras de las canciones. ¿Sabe?, de vez en cuando se me ocurren muchas palabras y me gustaría hacer este trabajo, incluso porque se gana mucho, ¿verdad, señora?" Y para que pudiese escribir las palabras de las canciones sin faltas de ortografía, recomendé su inscripción en la escuela nocturna. ¿Es un asesino este muchacho que prácticamente quiere escribir poesías aunque las llame "palabras de las canciones"?

Duca hubiese querido decir que también los peores delincuentes tienen algún gusto delicado. Algunos son vegetarianos y no comerían pajaritos fritos ni aunque los torturasen, pero matan a su madre o a su mujer. A otros les gustan las flores, las cultivan amorosamente, ganan el primer premio en cualquier certamen de floricultura, pero por la noche maltratan niños y luego los matan. Pero no dijo nada, no detuvo aquel alud de palabras y emociones que era Alberta Romani, la asistenta social. Advertía que no sería inútil escuchar su dispersa fraseología.

– ¿Y es un asesino otro muchacho – continuó el alud con voz alta, pero un poco temblorosa por la emoción – que vino a traerme su dinero (es posible también que lo hubiese robado) y me pidió: "Señora, quiero inscribirme en el Touring Club; quiero recibir la revista "Le Vie del Mondo" que habla de tantos países lejanos a los que quisiera ir, pero he estado en el reformatorio y acaso no suscriban a quienes han estado en el reformatorio. Hágalo usted, señora, y luego me entrega la revista"? ¿Es un asesino éste a quien hube de explicar que aunque hubiese estado en el reformatorio podía leer "Le Vie del Mondo"? ¿Es uno de los peores? ¿Y es un asesino ese otro muchacho enfermo de tuberculosis pulmonar, que tiene miedo de morir cuando esputa sangre, y en lugar de ir al ambulatorio viene a verme porque a mi lado no tiene miedo de morir? ¿Es un asesino?

Duca levantó una mano para hacerla callar.

– La maestra ha sido asesinada por esos once muchachos. Esto está fuera de toda duda aunque los once lo nieguen. Y el que mata es un asesino. Pero acaso tengan un atenuante: alguien, adulto, consciente y responsable, deseando matar a la maestra, los impulsó a matar. Ésta es mi idea, y he venido a hablar de esta idea más que a interrogarla.

La asistenta social aplastó la colilla de su cigarrillo en el plato de la taza de café que tenía delante. Tenía los ojos bajos y su expresión se había endurecido de pronto.

– Explíqueme mejor esa idea – dijo.

– Desde luego – contestó Duca. Era un placer hablar en seguida con una persona que comprende en seguida -. Creo que sus once muchachos son auténticos delincuentes, verdaderos criminales, pero me parecen incapaces de organizar por sí solos con tanta precisión y sutileza ese terrible safari con su maestra. Son demasiado ignorantes para un homicidio de esa naturaleza, y para organizar la línea de defensa que han organizado y que permitirá a los jueces, con la excusa de su minoridad, hallar atenuantes de ambiente: miseria, alcoholismo y enfermedades, e imponerles condenas mínimas, risibles. Dentro de unos años todos estarán en libertad, y le aseguro que serán pocos años. Y todo esto no puede haber sido ciertamente ideado por esos jóvenes brutos semianalfabetos que usted defiende con tanto calor. Hay alguien – Duca se levantó y se dirigió al otro lado de la estancia, cerca de la ventana -, hay una persona, amiga de un muchacho, o de más de uno, que ha ideado, creado el asesinato, e instruido en cada detalle a esos jóvenes, en cómo ejecutarlo y cómo salvarse una vez descubiertos por la policía.

Duca volvió delante de la asistenta social, pero no se sentó: se inclinó simplemente ante ella para hablarle casi al oído.

– Y esos muchachos deben de tener un gran temor a esa persona porque ninguno, a pesar de que los he interrogado más bien bruscamente, me ha hablado de esa persona. Nadie ha tenido el valor de decirme su nombre. Pero acaso usted, que conoce casi todo de esos jóvenes, pueda ayudarme a descubrir la verdad, a descubrir a esa persona. Sus chicos no han querido decírmelo, pero acaso usted pueda.

Alberta Romani se encogió de hombros y dijo, pero con voz cansada:

– Acaso esos que usted llama mis chicos no pudieron decirle el nombre de ninguna persona, porque ninguna persona existe.

9

Entonces Duca volvió a sentarse ante la asistenta social, buscó lo cigarrillos en el bolsillo, pero no los halló, y Livia le ofreció en seguida el paquete con el encendedor.

– Me parece que se contradice usted, señora – dijo tranquilo después de haber encendido el cigarrillo -. Al principio me describió usted a esos muchachos como ángeles desdichados, profundamente buenos en su interior, a pesar de estar tarados por el ambiente en que viven. Y de pronto niega usted que haya una persona adulta y responsable que los hubiese impulsado al asesinato de la maestra. Es decir, admite que esos chicos lo hicieron todo ellos, que sólo ellos son responsables, que nadie los mandó, que maltrataron y mataron por el gusto de maltratar y matar. ¿No le parece una contradicción?

Alberta Romani sacudió la cabeza.

– No, son muchachos recuperables, readaptables, pero nadie les ayuda a recuperarse, a readaptarse. Pueden cometer también un asesinato como ése, sin necesidad de que los impulse nadie.

– ¿Niega usted, por tanto, que nadie les haya inducido? ¿Usted no sabe o no ha oído hablar nunca de ninguna persona adulta que pueda haber instigado a esos muchachos al delito?

Cansadamente, parecía haber perdido ya todo entusiasmo, dijo:

– No puedo negarlo en absoluto; no conozco toda la vida privada y las amistades todas de esos muchachos, pero me parece improbable que hayan tenido un director, un organizador, alguien que los mandara. ¿Por qué nadie hubiese tenido interés en que se matara tan salvajemente a una pobre maestra? Usted no se da cuenta de que a esos muchachos, ya afectados por muchas taras físicas y morales, les basta un poco de licor como ese anís para convertirse en algo peor que bestias feroces.

– Siento contradecirla, señora – dijo Duca, nervioso -. También he reflexionado mucho sobre esa famosa botella de licor. Considere los hechos, se lo ruego. La botella contenía más o menos tres cuartos de litro de anís, los chicos eran once, y aun cuando el anís lactescente sea fuerte, una botella entre once es muy poco, especialmente para unos golfos como ésos acostumbrados a beber. Por tanto, he pensado que dentro de esa botella de licor se habría vertido un alucinógeno, un excitante, en fin, una droga. Desgraciadamente no lo podemos probar: la botella estaba vacía y nuestros técnicos no pueden decir mucho sobre botellas vacías. Además, no se nos ocurrió en seguida analizar la orina de los muchachos, y ya sería inútil, porque han pasado demasiados días. ¿No cree usted que esta idea sea verosímil?

– Precisamente no – dijo la asistenta social -. Acaso usted no sepa que a esa edad no es menester siquiera un poco de licor para que se desencadenen como fieras, ¿No ha visto nunca a chicos jugando a la guerra? Yo sí, y he tenido miedo. Y no era necesario anís ni drogas.

Livia vio la cara de Duca que se ponía rígida por la ira. Le rozó la rodilla con la suya, para calmarlo, pero fue inútil. Duca dijo con desprecio:

– Me está usted mintiendo.

Alberta Romani, como de costumbre, se encogió de hombros.

– La policía siempre piensa que los demás no dicen la verdad.

– En este caso es precisamente así: usted no dice la verdad. – Duca bajó la voz y la dulcificó. – Por favor, señora, tengo la exacta impresión de que usted no me dice todo lo que sabe. La conozco desde hace un momento, ni siquiera media hora, pero me doy cuenta de que usted es una persona profundamente honesta y que sufre por ser tan reticente. Le ruego que me diga todo lo que sepa; cualquier detalle puede ser importante. Por ejemplo, he sabido que uno de los chicos tenía por amiga a una doctora de unos cuarenta años que le proporcionaba droga. Usted conoce demasiado bien a esos muchachos para no saber quién puede ser víctima del vicio de la droga, y posiblemente también quién se la proporcionaba. Usted no puede ignorarlo, señora, después de haberme dicho que los conoce mejor que su madre y que su padre.

Silencio. El aire parecía denso de este silencio. La asistenta social Alberta Romani tuvo una extraña sonrisa mientras miraba a Duca, los ojos un poco turbios como los de cualquier enfermo del hígado, que se velaron de lágrimas, aunque continuase la sonrisa y aun cuando su voz pareciera normal.

– No imaginaba que los policías fuesen como usted. Tal vez usted no es un policía; ve demasiado dentro. Usted no es un verdadero policía. Lo he adivinado, ¿verdad? – Duca no respondió. Ella aguardó y se pasó dos dedos por los ojos, enjugándose la veladura del llanto, y luego repitió: – Lo he adivinado, ¿verdad?

Con dificultad Duca repuso:

– Fui médico hasta hace algunos años.

– Ya, médico – dijo ella, y su cara se llenó de sufrimiento secreto, de amargura-, los médicos ven dentro, sienten. Usted debió de ser un buen médico.

Livia volvió la cara y se llevó a ella una mano para ocultar la emoción que le ocasionaba aquella mujer y sus palabras, a pesar de cómo las pronunciaba. Sí, era un buen médico, hubiese querido decir también ella.

– No le pregunto por qué ya no ejerce la medicina – dijo tranquila y muy cansada, fatigada, la asistenta social -. Tendrá usted sus motivos – sonrió – y no soy yo quien puede interrogar a un policía. – Sonrió. – Tengo una hermana especialista en obstetricia; entiendo de médicos. También yo quise doctorarme en medicina, cuando era joven, pero mi padre no quiso, decía que en Italia las mujeres con una carrera no sirven para nada, porque se casan jóvenes, en seguida tienen hijos y han de quedarse en casa. Mi padre no era un hombre muy culto. De muy joven fue zapatero remendón, luego puso una zapatería, tuvo suerte y por tanto también dinero para que estudiara mi hermana Ernesta, pero no para mí; no quiso que fuese a la universidad salvo el primer año. "Irás sólo un año", me dijo; "si apruebas todos los exámenes, te mandaré otro año más, pero si te suspenden una asignatura te vuelves a casa y aprendes un oficio de mujer." Naturalmente, aunque hice todo lo que pude me suspendieron en dos asignaturas, y así hube de contentarme con el diploma de magisterio. Y he estado enseñando durante muchos años. Luego seguí el cursillo de asistenta, estuve en Alemania, viví dos semanas, en un colegio de criminales, en Berlín occidental. Algo increíble, eran hijos de los peores delincuentes de la posguerra. Un chico tenía por madre a una mujer que para liberarse del amigo que la explotaba, lo quemó vivo, rociando con gasolina el lecho en que dormía. Ninguno de esos muchachos había cometido hurtos u otros delitos: eran socialmente sanos, pero la laceración psíquica por lo que eran sus padres (asesinos, bandidos, depravados, sadistas, chantajistas) podía malograrlos hasta en lo más íntimo de su personalidad. No puede usted creer lo que vi: no tenía nada de colegio, era un buen hotel rodeado por un vasto jardín. En cada habitación había tres alumnos, para cada piso había un kapó, elegido entre aquellos que tenían peores padres, el que parecía estar más cerca de malograrse…

Duca y Livia escuchaban no sólo con paciencia, sino también con fervor. El oficio de agarraladrones está hecho, como el de cazador, de paciencia y fervor. Si alguien habla, hay que dejarle hablar: en el río de sus palabras se puede encontrar al fin la pepita de oro de la verdad, y ellos aguardaban verla relucir en aquella marea de palabras.

– …Naturalmente, había dos secciones, la de los varones y la de las hembras, pero era una división puramente nocturna. Sólo por la noche, cuando habían de irse a dormir, se dividían los dos grupos, pero durante todo el día, en las clases, en las comidas y en los juegos estaban juntos. Usted no puede imaginar una organización tan perfecta. La edad de los muchachos estaba comprendida entre un mínimo de ocho años y un máximo de dieciocho, pero no había demasiadas divisiones de clases, ni en el estudio ni en los juegos. Los mayores tenían la misión de vigilar a los más pequeños y guiarlos. Aparte del estudio, en el sentido cultural, y de la reeducación psicológica, las dos partes más importantes del programa eran la enseñanza de un oficio y los juegos. No, no, no puede usted imaginarlo. Para una asistenta social como yo, aquello era el paraíso. Vi una chica de doce años convertida en una perfecta enfermera y, bajo la vigilancia del médico, poner inyecciones a una compañera suya de dieciséis. Su padre era un sádico que había deshonrado a una mujer e intentado varias veces abusar de ella desde que tenía siete años. Y los juegos. Al principio no creía en ellos. La directora, porque al frente de todo estaba una mujer, asistida por tres hombres y otra mujer, la directora me explicaba: "La violencia es un instinto humano, como el amor, como el sueño o el hambre. Los seres humanos son agresivos por naturaleza; no existen hombres bondadosos; es una contradicción de términos, o bien se trata de seres anormales en quienes la violencia, rechazada en lo profundo del Yo, provoca anomalías psíquicas y de carácter. Una cosa justa es querer esa violencia, esa agresividad con miras socialmente útiles. Por esto hacemos hacer juegos violentos pero útiles. Venga a ver". Y me llevó a ver. Cada jueves, en un gran patio, había tres o cuatro coches viejos, o muebles inútiles o algo que" destruir; chicos y chicas se dividían en escuadras, de los ocho años a los dieciocho, cada uno armado con una larga hacha y un mazo de hierro. Tenían que destrozar aquellas cosas: coches, sillas, armarios, no sólo con violencia ciega, sino separando los distintos elementos: la goma, de la madera; el acero, del bronce; la tela, de los cristales. Si hubiese visto también usted, doctor – lo llamó "doctor" y le sonrió; era fácil a esa sonrisa buena y melancólica -, aquella veintena de chicos y chicas armados con hachas y mazas, a menudo mayores que ellos, que de improviso, a una señal dada, ¿sabes?, a la alemana, comenzaban a golpear las cosas que había que destruir, desesperadamente, ciegamente, desahogando su violencia y su agresividad, pero de modo inteligente y útil, y la escuadra que antes demolía un coche, separando cuidadosamente los distintos materiales que lo componían, recibía un premio especial. Podía parecer una rareza, pero era, en cambio, un trabajo útil: los parques de coches que había que desguazar se dirigían a estos chicos y lograban un trabajo perfecto que ninguna máquina podría igualar, y los directores de esos parques pagaban a los muchachos, que así aprendían a explotar su instinto agresivo y de violencia, de manera que hasta obtenían una compensación. Y había muchos otros juegos en los que se usaba de violencia y agresividad con intención social, pero había también muchas horas de estudio, muchas horas de aprendizaje de un oficio, y horas de conversación con la profesora de psicología. Cada muchacho era informado completamente sobre los delitos que habían cometido su padre o su madre, y la profesora explicaba el porqué de esos delitos, explicaba por qué ellos, sus hijos, no debían cometer los mismos errores, pero no por esto habían de odiar o despreciar a sus padres. Era una cosa perfecta, doctor, una cosa a la alemana, y estoy convencida de que ninguno de aquellos chicos o chicas, con todo y ser hijos de criminales, de pervertidos o de sádicos, acabaría siguiendo el camino de sus padres. Fueron readaptados por completo, y trabajarán en la sociedad como cualquier persona normal. Mi hermana estuvo también allí, conmigo, y nos quedamos fascinadas por lo que veíamos. Nos parecía ver una planta que amenaza crecer torcida y que, en cambio, curada, inicia el camino recto. Ernesta, mi hermana, aunque especialista de obstetricia, se impresionó tanto que preguntó a la directora del instituto si le sería posible trabajar allí, en la reeducación de aquellos muchachos…

La pepita de oro de la verdad tardaba en salir a la luz. Había muchas, demasiadas palabras, pero Duca pensaba que no servía ninguna, y seguía escuchando, porque era necesario escucharlas todas.

– …Y le dijeron que sí, que muchas gracias, que tenían necesidad de ayuda – continuó contando la asistenta social Alberta Romani -. Le hicieron llenar tres o cuatro impresos (ya sabe usted cómo son los alemanes); le hicieron media docena de preguntas y todas las respuestas fueron favorables, ¡ja, ja, ja! Luego le hicieron también el test psicosexual, y la respuesta fue nein, nein, nein.

Duca preguntó:

– ¿Por qué?

Tal vez su paciencia iba a ser premiada.

Alberta Romani se pasó una mano por la cara y en el momento en que su rostro quedó oculto, respondió:

– Porque mi hermana es lesbiana. – Lo miró sin sonreír, más bien enrojeciendo de improviso en su color amarillento, y luego bajando súbitamente los ojos. – Y claro está no se puede confiar a una persona no normal la educación de muchachos difíciles como aquellos. – De nuevo los miró a los dos -. Comprendo que no lo crean, pero hasta aquel momento yo ignoré esa particularidad de mi hermana.

Por un momento Duca pensó que también aquella mujer bebía; luego pensó que no le interesaba mucho su hermana, pero continuó escuchándola.

– Esto ocurrió hace tres años – dijo la mujer -; así, sólo hace tres años que descubrí por qué mi hermana no se casaba. Yo no me he casado y el porqué se me ve en la cara, pero ella es incluso bonita, muy bonita, y yo no comprendía por qué estaba tan lejos de los hombres. De manera que aquella vez lo comprendí; me lo explicaron a la alemana, ¿sabe? Muy amables, pero claramente, hablaron de parisexualismo constitucional. Dijeron que no había nada malo en ello, pero que no servía una parisexual como educadora de chicos difíciles.

Duca asintió, diciendo que comprendía.

– Desde esa ocasión siempre he sentido cierta preocupación por mi hermana. Vivíamos en casas separadas, pero al menos una vez por semana, todo lo más cada quince días, nos veíamos, o iba a buscarla yo, o me telefoneaba ella y nos veíamos en una taberna, como dos viejos solterones. Y hace algunos meses vino a verme a mi casa una noche y vi que estaba muy preocupada y me costó mucho hacerla hablar. Es una historia muy triste, doctor. Perdóneme si no se la cuento bien, ordenadamente, como le gusta a la policía.

Duca pensó que tal vez estuviese a punto de aparecer la verdad.

– No importa, no tema. Cuéntela como le salga.

– Mi hermana me contó que en su ambulatorio, que está en el mismo barrio de la escuela nocturna – explicó Alberta Romani, irguiéndose en la butaca y mirándolos, acaso para vencer su vergüenza – compareció una muchacha de veinte años que esperaba un hijo. Le dijo que o ella la ayudaba a no tener el hijo o se mataría. Mi hermana, claro está, le dijo que no y la despidió. Pero la joven volvió llorando y le mostró los tubos de somníferos que llevaba en el bolso, llena de desesperación. Mi hermana comprendió que se mataría realmente, y por esto, y también por una atracción, eso es, una atracción morbosa hacia la muchacha, la ayudó. Y de esa ayuda nació su amistad – y la mujer bajó los ojos -, y nació también la tragedia de mi hermana.

– ¿Qué tragedia? – preguntó Duca.

– Esa chica tiene un hermano, y el hermano comenzó a chantajear a mi hermana. Quería dinero, y si mi hermana no se lo proporcionaba la denunciaría por haber ejecutado un aborto. Mi hermana tenía algunos ahorros, y un poco cada vez acabó dándoselos todos, pero no fue suficiente. Ese muchacho, a consecuencia de una úlcera de estómago, se había habituado a los opiáceos y mi hermana tenía que facilitarle, forzosamente, soluciones de láudano muy concentradas, a las cuales se habituó. Por esto, cuando usted me preguntó si conocía la existencia de una doctora que proporcionaba droga a uno de los muchachos de la escuela, traté de mentirle: la doctora de cuarenta años que daba la droga al chico es mi hermana. Luego comprendí que más tarde o más temprano llegaría a saber la verdad y he preferido decírsela yo.

Había salido a la luz la pepita de oro de la verdad. Era muy grande y brillaba mucho.

– Ese chico al que su hermana le facilitaba opiáceos ¿era de la escuela nocturna? – preguntó Duca a la asistenta social.

– Sí – dijo ella.

– ¿Cómo se llama?

Era evidente que le costaba mucho trabajo decir el nombre del chico; por delincuente que fuera, era su chico.

– Es Paolino – dijo -, Paolino Bovato. Sí, tal vez es el peor de todos. Pienso en cómo ha chantajeado a mi hermana, pero ahora en la cárcel sufrirá mucho por la falta de opiáceos. Usted es médico y conoce estos tóxicos. Tienen que comprender que no pueden desintoxicarlo de golpe. Aún debieran darle sus gotas…

Se preocupaba de que tuviese sus gotas el que había hecho víctima de chantaje a su hermana. Duca le preguntó:

– ¿Cómo se llama la hermana de este chico y dónde puedo encontrarla?

– Se llama Beatrice – dijo ella de pronto, luego de una larga pausa. – Vive con mi hermana en su casa – añadió después. Y le dio la dirección: -Viale Brianza, 2- y especificó aún: Beatrice Bovato. Hace de enfermera de mi hermana, recibe clientes y le cuida de la casa. – Se levantó de pronto. – Sea lo que fuere lo que usted busque, mi hermana no es culpable de nada: es sólo la víctima.

Viale Brianza, 2. En la calle, mientras Livia se ponía al volante del coche, Duca dijo:

– Vamos a Viale Brianza, dos. – Luego le puso una mano en el brazo. – No, es tarde. Llévame a tomar algo en cualquier sitio.

Cuando se sentía tan cerca de la verdad prefería detenerse. Tenía miedo de equivocarse. Y ahora era muy fácil equivocarse.

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