Capítulo XVIII



En Queen Victoria Street

El señor James Ryder se mostró sorprendido cuando le entregaron la tarjeta en que se leía el nombre de monsieur Hércules Poirot.

Aquel nombre le era familiar, aunque en aquel instante no podía recordar por qué. Y enseguida se dijo:

—¡Oh, aquel tipo! —y mandó al empleado que lo dejase pasar.

Monsieur Hércules Poirot apareció muy alegre, con un bastón en la mano y una flor en la solapa.

—Espero que me perdonará usted la molestia. Vengo por ese enojoso asunto del asesinato de madame Giselle.

—¿Sí? Bueno, ¿y qué pasa con eso? Siéntese, haga el favor. ¿Quiere un puro?

—No, gracias. No fumo más que mis cigarrillos. ¿Le apetece a usted uno?

Ryder miró los delgados cigarrillos de Poirot con aire de duda.

—Prefiero fumar de los míos, si no le importa. Temo que, a la menor distracción, me tragaría una cosa tan delgada —y rió de buena gana—. El inspector estuvo aquí hace unos días —prosiguió el señor Ryder cuando logró, por fin, encender su mechero—. ¡Qué gente tan molesta! ¡Valdría más que se ocuparan de sus asuntos!

—Es que necesitan informarse —puntualizó Poirot melosamente.

—Pero no veo por qué tienen que ofender a nadie para eso —replicó el señor Ryder con amargura—. Uno tiene sus sentimientos y ha de pensar en la reputación de su negocio.

—Quizá es usted algo quisquilloso.

—Me encuentro en una situación delicada —afirmó el señor Ryder—. Figúrese que yo estaba justo frente a ella. Esto es sospechoso, supongo, pero no tengo yo la culpa de que me dieran ese asiento. Si hubiera sabido que iban a matar a esa mujer, no hubiera hecho el viaje en ese avión. Aunque no sé, tal vez sí.

Se quedó un momento pensativo.

—¿Acaso puede usted decir que no hay mal que por bien no venga? —le preguntó Poirot.

—Es curioso que me haga usted esa pregunta. Sí o no, según como se mire. Quiero decirle que me han molestado mucho, que me han colgado el sambenito y que se han insinuado ciertas cosas. ¿Y por qué yo, digo? ¿Por qué no van a molestar a ese doctor Hubbard o Bryant? Los médicos son los que entienden de venenos virulentos que no dejan huellas. ¿De dónde iba a sacar yo ese veneno de serpiente? ¿Me lo quiere decir?

—Decía usted que al lado de los inconvenientes...

—¡Ah, sí! Hay un lado bueno en todo esto. No me avergüenza confesarle que he ganado una bonita suma con la prensa. Declaraciones de un testigo presencial. Aunque podía más la imaginación del periodista que lo que yo declaraba, y al final no fue ni una cosa ni otra.

—Es interesante —comentó Poirot— cómo afecta un crimen a gente que nada tiene que ver con él. Usted mismo se gana de un modo inesperado una bonita suma, que a lo mejor le habrá venido bien en estos momentos.

—El dinero nunca molesta —afirmó el señor Ryder, dirigiendo a Poirot una intensa mirada.

—A veces lo necesitamos de un modo imperioso. Por el dinero los hombres estafan y roban —Agitó las manos—. Y luego se complican las cosas.

—Bueno, no nos amarguemos la vida —añadió el señor Ryder.

—Cierto, ¿para qué contemplar las cosas en su aspecto más sombrío? Ese dinero le habrá venido muy bien, ya que en París no pudo obtener el préstamo.

—¿Cómo diablos sabe usted eso? —preguntó el señor Ryder molesto.

Hércules Poirot sonrió.

—Fuera como fuese, es cierto.

—Muy cierto, pero tengo mucho interés en que no se difunda.

—Le aseguro que soy la discreción en persona.

—Es curioso —masculló el señor Ryder— que una suma tan insignificante pueda salvar una empresa de la bancarrota. Una pequeña cantidad para ponerse de momento a cubierto de la crisis y, si uno no puede obtener esa pequeña cantidad, al diablo su crédito. Vaya, ¡es condenadamente raro! ¡El dinero es raro! ¡El crédito es raro! Convenga usted en que la vida es muy rara.

—Es una gran verdad.

—Y a propósito: ¿de qué quería usted hablarme?

—Es algo delicado. En el cometido de mi trabajo, me han llegado noticias de que, a pesar de sus negativas, tuvo usted tratos con esa Giselle.

—¿Quién se lo ha dicho? ¡Eso es mentira! Nunca había visto a esa mujer!

—¡Caramba! ¡Pues es curioso!

—¿Curioso? Es una infamia.

—¡Ah! Tendré que ponerlo en claro.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué se propone?

—No se enfade, no se enfade. Debe de ser un error.

—¡Pues claro que lo es! ¡Confundirme a mí con esa gentuza de la alta sociedad que vive de los prestamistas! Esas damas que se endeudan en las mesas de juego, ellas eran sus presas.

Poirot se levantó.

—Perdóneme si me he informado mal —Se detuvo en la puerta—. Y a propósito, por mera curiosidad: ¿por qué ha llamado doctor Hubbard al doctor Bryant?

—Que me cuelguen si lo sé. ¡Ah, sí! Creo que debe de haber sido por la flauta. «El perro de la tía Hubbard», esa canción de cuna: «Pero cuando llegó a casa, tocaba el perro la flauta». Es curioso como he confundido los nombres.

—¡Ah, sí! La flauta. Estas cosas me interesan psicológicamente, ¿comprende?

El señor Ryder hizo una mueca al oír la palabra psicología y todo aquel maldito galimatías del psicoanálisis.

Miró a Poirot con cara de sospecha.

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