Capítulo XXIII



Anne Morisot

A las diez y media del día siguiente, el melancólico monsieur Fournier entró en el salón y estrechó la mano del belga con calor.

Se le veía más animado que de costumbre.

—Monsieur Poirot, tengo algo que comunicarle. Por fin he comprendido el punto de vista que usted expuso en Londres acerca del hallazgo de la cerbatana.

—¡Ah! —exclamó Poirot con alegría.

—Sí —continuó Fournier, cogiendo una silla—. He pensado mucho en lo que usted comentó. No cesaba de repetirme: es imposible que el crimen se haya cometido como nosotros creemos. Y por fin, tuve una asociación de ideas entre lo que yo me repetía y lo que usted había dicho del hallazgo de la cerbatana.

Poirot permaneció muy atento, sin decir palabra.

—Aquel día, en Londres, razonaba usted así: ¿por qué se encontró la cerbatana, cuando hubiera sido muy fácil librarse de ella por los huecos de la ventilación? Y creo tener la respuesta a esto: se encontró la cerbatana porque el asesino quería que se encontrase.

—¡Bravo! —exclamó Poirot.

—¿Está usted de acuerdo? Ya me lo figuraba. Y aún he dado otro paso. Me preguntaba: ¿por qué deseaba el asesino que se encontrase? Y a esto tuve que contestarme: porque nadie utilizó la cerbatana.

—¡Bravo! ¡Bravo! Razona usted igual que yo.

—Así que me dije: el dardo envenenado sí, pero no la cerbatana. Por lo tanto, para lanzar la flecha se utilizó alguna otra cosa, algo que tanto un hombre como una mujer podía llevarse a los labios de la manera más natural y sin llamar la atención. Y me acordé de lo mucho que insistió usted en tener una lista completa de los objetos que se hallaran en los equipajes y los que llevasen encima los viajeros. Lady Horbury llevaba dos boquillas, y sobre la mesa de los Dupont había una serie de pipas kurdas.

Monsieur Fournier hizo una pausa para mirar a Poirot. Este guardó silencio.

—Estas cosas podían llevarse a los labios sin que nadie se fijase. ¿Tengo o no razón?

Poirot dudó un momento antes de hablar:

—Está usted en la verdadera pista, pero va demasiado lejos. Y no hay que olvidarse de la avispa.

—¿La avispa? —repitió Fournier, haciendo una pausa—. No, no le sigo a usted por ahí. No veo que la avispa tenga nada que ver con esto.

—¿No lo ve? Pues es por ahí que...

Le interrumpió el timbre del teléfono. Cogió el receptor.

—Diga, diga. ¡Ah! Buenos días. Sí, yo mismo, Hércules Poirot —y en un aparte dijo—: Es Thibault. Sí, sí, no faltaba más. Muy bien. ¿Y usted? ¿Monsieur Fournier? De primera. Sí. Ya ha llegado. Aquí está en estos instantes.

Apartando el aparato, le explicó a Fournier:

—Ha ido a verle a usted a la Sûreté y le han dicho que había venido a verme aquí. Será mejor que hable con él. Parece muy excitado.

Fournier cogió el auricular.

—Diga, diga... Sí, Fournier al habla... ¿Qué...? ¿Qué...? ¿Habla usted en serio... ? Sí, ya lo creo... Sí... Sí, estoy seguro que querrá. Vamos al instante.

Dejó el aparato y miró a Poirot.

—Es la hija. La hija de madame Giselle.

—¡Cómo!

—Sí, ha aparecido para reclamar su herencia.

—¿De dónde ha salido?

—De América, creo. Thibault le ha rogado que volviese a las once y media. Y propone que vayamos a verle.

—¡No faltaba más! Vamos enseguida. Dejaré una nota para mademoiselle Grey.

Escribió:


Un acontecimiento inesperado me obliga a salir. Si Jean Dupont viene o llama por teléfono, sea usted amable con él. Háblele de calcetines y de botones, pero aún no de prehistoria. ¡La admira a usted, pero es inteligente!

Au revoir,

HÉRCULES POIROT


—Ahora no perdamos tiempo, amigo mío —comentó levantándose—. Esto es lo que estaba esperando, que entrase en escena un personaje misterioso cuya presencia presentía. Pronto... pronto quedará todo muy claro.

Monsieur Thibault recibió a Poirot y a Fournier con gran afabilidad. Tras un cambio de frases corteses y después de contestar algunas preguntas, el abogado pasó a tratar el asunto referente a la heredera de madame Giselle.

—Ayer recibí una carta suya y esta mañana ha venido ella a visitarme.

—¿Qué edad tiene mademoiselle Morisot?

—Mademoiselle Morisot, o mejor dicho, la señora Richards, pues está casada, tiene exactamente veinticuatro años.

—¿Trae documentos que demuestren su identidad? —preguntó Fournier.

—Sí, ciertamente.

Cogió una carpeta y la abrió.

—Aquí está esto, para empezar.

Era una copia del certificado de matrimonio entre George Leman, soltero, y Marie Morisot, ambos de Quebec, con fecha de 1910. También había un certificado de nacimiento correspondiente a Anne Leman Morisot y otros varios documentos.

—Esto arroja cierta luz sobre el pasado de madame Giselle —señaló Fournier.

Thibault asintió.

—Según lo que he podido deducir, Marie Morisot era niñera o costurera cuando conoció a Leman.

—Imagino que debió ser un buen tunante que la dejaría poco después de casarse con ella, y por eso volvió a usar el nombre de soltera.

—La niña fue admitida en el Institut de Marie en Quebec y allí se educó. Marie Morisot o Leman abandonó luego Quebec, supongo que con un hombre, y se vino a Francia. De vez en cuando enviaba allí algunas sumas de dinero y, finalmente, mandó una cantidad importante para que se la entregasen a su hija cuando cumpliera los veintiún años. Por aquel tiempo, Marie Morisot, o Marie Leman, llevaba una vida irregular, y le pareció preferible cortar toda relación personal.

—¿Cómo supo la muchacha que era heredera de una fortuna?

—Hemos publicado discretos anuncios en varios periódicos y parece ser que uno de ellos llegó a conocimiento de la directora del Institut de Marie, que escribió o telegrafió a la señora Richards, que estaba en Europa, pero a punto de regresar a Estados Unidos.

—¿Quién es Richards?

—Creo que un yanqui de Detroit o un canadiense. Es un fabricante de instrumentos quirúrgicos.

—¿No acompaña a su mujer?

—No, aún está en América.

—¿Podrá la señora Richards arrojar alguna luz sobre los posibles móviles del asesinato de su madre?

—No sabe nada de ella —el abogado rechazó la idea—. Aunque la directora le habló alguna vez de su madre, ignoraba hasta su nombre de soltera.

—Parece —comentó Fournier— que su aparición en escena va a sernos de poca ayuda para resolver el problema del asesinato. Aunque admito que no me había hecho ilusiones al respecto. Mis investigaciones, que van por otro camino, se reducen a tres personas.

—Cuatro —puntualizó Poirot.

—¿Cree usted que son cuatro?

—Yo no digo que sean cuatro, pero teniendo en cuenta la idea que usted me expuso, no puede limitarse a tres personas. Tenemos dos boquillas, las pipas kurdas y una flauta. No olvide usted la flauta, amigo mío.

Fournier lanzó una exclamación, pero en aquel momento se abrió la puerta y un viejo empleado anunció:

—La dama ha vuelto.

—¡Ah! —exclamó Thibault—. Ahora conocerán ustedes a la heredera. Adelante, madame. Permita que le presente a monsieur Fournier de la Sûreté, encargado aquí de las investigaciones encaminadas a esclarecer la muerte de su madre. Monsieur Poirot, a quien quizá conozca usted de nombre y que ha tenido la amabilidad de prestarnos su colaboración. Madame Richards.

La hija de Giselle era una agraciada morena que vestía con elegante sencillez.

Saludó a cada uno de los hombres, alargándoles la mano y pronunciando unas palabras de saludo.

—Me temo, messieurs, que apenas siento los sentimientos de una hija. A todos los efectos, no he sido más que una huérfana.

En respuesta a las preguntas de Fournier, habló con caluroso agradecimiento de la madre Angélique, la directora del Institut de Marie.

—Ella sí fue siempre muy buena conmigo.

—¿Cuándo dejó usted el orfanato, madame?

—A los dieciocho años, monsieur. Entonces empecé a ganarme la vida. Trabajaba como manicura. Estuve también en un establecimiento como modista. En Niza conocí a mi marido, que regresaba a Estados Unidos. Volvió en viaje de negocios a Holanda y nos casamos en Rotterdam hace un mes. Desgraciadamente, tuvo que volver a Canadá. Yo tuve que quedarme, pero ahora voy por fin a reunirme con él.

Anne Richards hablaba un francés correcto y fácil. Se comprendía, al oírla, que era más francesa que inglesa.

—¿Cómo se enteró usted de la tragedia?

—Lo leí en los periódicos, pero no sabía... es decir, no podía imaginar que la víctima fuese mi madre. Luego recibí en París un telegrama de la madre Angélique, dándome las señas del abogado Thibault y recordándome el nombre de soltera de mi madre.

Fournier meneó la cabeza pensativo.

Siguieron conversando un buen rato, pero se hizo evidente que la señora Richards podría ser de poca utilidad para sus indagaciones. Nada sabía de la vida de su madre ni de lo relativo a sus negocios.

Después de apuntarse el nombre del hotel en que se alojaba, Poirot y Fournier se despidieron de ella.

—Está usted desencantado, mon vieux —comentó Fournier—. ¿Había usted concebido alguna idea acerca de esa muchacha? ¿Sospechó que podría ser una impostora, o acaso sigue usted sospechando que lo es?

Poirot meneó la cabeza con desaliento.

—No, no creo que sea una impostora. No plantean ninguna duda sus documentos. Pero es raro que me parezca haberla visto en alguna parte, o que me recuerde a alguien.

—¿Se parece a la difunta? —insinuó Fournier en tono de duda—. Seguramente es eso.

—No, no es eso. Me gustaría recordarlo. Estoy seguro de haber visto un rostro parecido al suyo.

Fournier se le quedó mirando lleno de curiosidad.

—Siempre le ha interesado a usted la hija abandonada.

—Claro está —contestó Poirot, enarcando las cejas—. De todas las personas a quienes puede beneficiar la muerte de Giselle, esta chica es la que sale más beneficiada, y de una manera muy concreta: con una enorme fortuna.

—Cierto, pero ¿adonde nos lleva todo esto?

Poirot permaneció en silencio durante unos instantes, siguiendo el hilo de sus pensamientos.

—Amigo mío, esa muchacha hereda una gran fortuna. No le sorprenda si he pensado desde el principio que podría estar implicada. Tres mujeres viajaban en aquel avión. Una de ellas, Venetia Kerr, es hija de una familia tan conocida como respetable. Pero, ¿y las otras dos? Desde que Elise Grandier nos indujo a creer que el padre de la hija de madame Giselle fue inglés, se me metió en la cabeza que una de las dos mujeres podía ser la hija. Las dos eran aproximadamente de la misma edad. Lady Horbury era una corista de antecedentes bastante oscuros y que actuó en los escenarios bajo un seudónimo. La señorita Jane Grey, como me dijo una vez, se educó en un orfanato.

—¡Ah, ah! —exclamó el francés—. ¿Todo eso es lo que ha estado pensando? Nuestro amigo Japp diría que se pasa usted de listo.

—Lo cierto es que siempre me acusa de complicar las cosas.

—¿Ve usted?

—Pero, de hecho, eso no es cierto. Siempre procedo de la manera más sencilla que pueda imaginarse. Y nunca me niego a aceptar los hechos.

—Pero ¿está usted decepcionado? ¿Esperaba algo más de esa Anne Morisot?

Habían llegado al hotel de Poirot. Un objeto que reposaba sobre el mostrador de la recepción le recordó a Fournier algo que aquel había dicho aquella misma mañana.

—No le he dado las gracias por haberme apartado del error en que estaba. Tenía en cuenta las dos boquillas de lady Horbury y las pipas kurdas de los Dupont, y es algo imperdonable en mí que hubiera olvidado la flauta del doctor Bryant, aunque no sospechaba de él seriamente.

—¿No sospechaba usted?

—No. Nunca pensé que fuera el tipo de hombre capaz...

Se interrumpió. El hombre que estaba hablando con el conserje se volvió con el estuche de la flauta en la mano y, viendo a Poirot, se le alumbró el rostro en una sonrisa de reconocimiento.

Poirot se adelantó, mientras Fournier se retiraba discretamente a un lado para que el doctor Bryant no le viera.

—Doctor Bryant —saludó Poirot con una inclinación.

Se estrecharon la mano. Una dama que había estado junto a Bryant se alejó en dirección al ascensor. Poirot se limitó a echarle una breve mirada.

—Bien, monsieur le docteur, ¿se han resignado sus pacientes a quedarse sin sus cuidados por unos días?

El doctor Bryant sonrió con aquella atractiva sonrisa que el otro recordaba tan bien.

—Ya no tengo pacientes. —aclaró y acercándose a una mesita vecina, le ofreció—: ¿Un vaso de jerez, monsieur Poirot, o algún otro apéritif?

—Gracias.

Se sentaron y el doctor encargó las bebidas. Luego confirmó lentamente:

—No, ya no tengo enfermos. Me he retirado.

—¿Una decisión repentina?

Calló mientras les servían. Luego, levantando la copa, explicó:

—Una decisión necesaria. Abandono la carrera por mi propia voluntad, antes de que me echen del Colegio de Médicos. Todos llegamos a un punto decisivo de nuestra vida, monsieur Poirot, en que debemos tomar una decisión, al llegar a una encrucijada. Mi carrera me interesa enormemente y siento una pena, una gran pena al abandonarla. Pero me reclaman otras cosas. Se trata, monsieur Poirot, de la felicidad de un ser humano.

Poirot esperó en silencio que continuase.

—Es por una dama, una paciente mía, la quiero con toda mi alma. Tiene un marido que la hace desgraciada, que toma drogas. Si fuera usted médico sabría lo que esto significa. Como ella no tiene dinero, no puede abandonarle. He estado dudando mucho tiempo, pero por fin he tomado una determinación. Me la llevo a Kenia, donde empezaremos una vida nueva. Espero que al fin consiga un poco de felicidad. Ha sufrido tanto.

Se interrumpió de nuevo, para continuar apresuradamente:

—Le cuento esto, monsieur Poirot, porque pronto será del dominio público y, cuanto antes lo sepa usted, mejor.

—Comprendo —confirmó Poirot. Y, tras una breve pausa, añadió—: Veo que se lleva usted la flauta.

El señor Bryant sonrió.

—La flauta, monsieur Poirot, es mi mejor compañera. Cuando falla todo lo demás, siempre queda la música.

Pasó sus manos cariñosamente por el estuche. Luego, haciendo una inclinación, se levantó.

Poirot le imitó.

—Mis más sinceros deseos de felicidad, monsieur le docteur, en compañía de madame —se despidió Poirot.

Cuando Fournier se acercó a su amigo, Poirot se encontraba en el mostrador pidiendo una conferencia telefónica con Quebec.

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