Capítulo XX



En Harley Street

El inspector de policía Japp, que caminaba a buen paso por Harley Street, se detuvo ante un portal. Preguntó por el doctor Bryant.

—¿Tiene usted cita, señor?

—No, le escribiré una nota.

En una tarjeta oficial, escribió:


Le agradecería que me concediese unos minutos. No le entretendré.


Metió la tarjeta en un sobre, lo cerró y se lo dio al mayordomo, quien le condujo a la sala de espera, donde aguardaban dos señoras y un caballero. Japp tomó asiento, tras coger una revista atrasada con la que matar el tiempo.

El mayordomo cruzó la sala y le dijo en un tono discreto:

—Si tiene usted la bondad de esperar un poco, señor, el doctor le recibirá, aunque está muy ocupado esta mañana.

Japp asintió. Lejos de molestarle, la espera le satisfacía. Las dos señoras empezaron a conversar. Indudablemente, tenían la mejor opinión de las dotes profesionales del doctor Bryant. Llegaron más pacientes. No podía negarse que el doctor Bryant era un médico en alza.

Debe de ganar mucho dinero, se dijo el inspector. A juzgar por lo que veo, no parece que necesite pedir dinero prestado, aunque eso pudo ocurrir tiempo atrás. En todo caso, es obvio que trabaja mucho. Un escándalo bastaría para estropearlo todo. Es lo peor que le podría pasar a un médico.

Un cuarto de hora después, se le acercó el mayordomo para decirle:

—El doctor le recibirá ahora.

Japp entró en el despacho del doctor Bryant, una sala al fondo del piso, con una gran ventana. El médico se levantó para recibirle, estrechándole la mano. Ofrecía un aspecto fatigado, pero no manifestó la menor sorpresa por la visita del inspector.

—¿En qué puedo servirle, señor inspector? —preguntó, volviendo a sentarse detrás de su mesa e indicándole al otro una butaca.

—Ante todo, he de rogarle que me perdone si he venido a molestarle en horas de consulta, pero no le entretendré mucho tiempo.

—Perfectamente. Supongo que viene por lo de la muerte en el avión.

—Ni más ni menos, señor. Aún estamos trabajando en el caso.

—¿Algún resultado?

—No avanzamos tanto como sería de desear. He venido a hacerle algunas preguntas sobre el método empleado. Es el asunto ese del veneno de serpiente lo que no llego a descifrar, por más que lo intento.

—Ya sabe usted que yo no soy toxicólogo —puntualizó el doctor Bryant, sonriendo—. No entiendo de esas cosas. Consulte a Winterspoon.

—¡Ah! Pero vea usted, doctor, lo que ocurre. Winterspoon es un técnico, y ya sabe usted lo que son los técnicos. Hablan de un modo que los profanos no pueden entender. Pero, según tengo entendido, hay una rama de la medicina dedicada a estas materias. ¿Es cierto que a veces a los epilépticos se les inyecta veneno de serpiente?

—Tampoco soy especialista en epilepsia, pero sé que en el tratamiento de esa enfermedad se ha inyectado a los pacientes veneno de cobra con excelentes resultados. Aunque ya le he dicho que no es este mi campo.

—Ya lo sé, ya lo sé. Pero el caso es que usted se ha interesado mucho en el asunto por encontrarse en el avión y he pensado que, a lo mejor, podría sugerirme alguna idea aprovechable. ¿De qué sirve ir a un técnico si no sabe uno lo que debe preguntarle?

El doctor Bryant sonrió.

—Algo hay de cierto en lo que usted dice, inspector. Probablemente, no hay nadie capaz de permanecer indiferente después de haberse visto involucrado en un asesinato. Confieso que me interesa todo este asunto y que le he dedicado largas reflexiones.

—¿Y qué piensa usted, señor?

—Me parece una cosa tan inverosímil, si me permite decirlo así, que me hallo confuso y trastornado. ¡Vaya procedimiento más asombroso para un crimen! No había ni una probabilidad entre cien de que el criminal pasara inadvertido. Debe ser una persona que desconoce la sensación de peligro.

—Muy cierto, señor.

—Y el uso del veneno es igual de sorprendente. ¿Cómo pudo conseguir el asesino algo así?

—Lo sé, parece increíble. No puedo imaginar que ni siquiera el uno por mil de los hombres haya oído hablar de una cosa tan rara como el boomslang, y mucho menos de la manera de utilizar el veneno. Ni creo que usted, que es médico, haya manipulado nunca esa sustancia.

—No hay muchas ocasiones de hacerlo. Tengo un amigo que se dedica al estudio de enfermedades tropicales. En su laboratorio tiene varias clases de venenos mortales, el de cobra, por ejemplo, pero no recuerdo que tenga el boomslang.

—Tal vez pueda usted ayudarme —sugirió Japp, entregando al médico un pedazo de papel—. Winterspoon escribió esos tres nombres y me dijo que ellos podrían informarme. ¿Los conoce usted?

—Conozco al profesor Kennedy superficialmente. A Heidler lo conozco mucho. Basta que pronuncie mi nombre y estoy seguro de que hará por usted cuanto pueda. Carmichael es de Edimburgo. No le conozco personalmente, pero he oído decir que está haciendo un buen trabajo allí.

—Gracias, doctor, y perdone las molestias. No le entretengo más.

Japp salió a la calle sonriendo satisfecho.

«No hay nada como la diplomacia, se dijo. Con ella se consigue todo. Juraría que no se enteró del objeto de mi visita. Bueno, algo es algo.»

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