Capítulo XXVI



Charla de sobremesa

Al día siguiente, Poirot dejó París. Jane se quedó allí con una lista de encargos que cumplir, la mayor parte de los cuales no tenían para ella el menor sentido, aunque procuró hacerlos lo mejor que pudo. Vio a Jean Dupont dos veces. Él le habló de la expedición en que ella debía tomar parte y Jane no osó desengañarle sin hablar antes con Poirot, de modo que siguió la charla lo mejor que supo, hasta poder cambiar de tema. Cinco días después, un telegrama la reclamó a Inglaterra.

Norman fue a esperarla a la estación Victoria y hablaron de los recientes sucesos.

Se había dado escasa importancia al suicidio. En los periódicos apareció una breve noticia dando cuenta del suicidio de una tal señora Richards, canadiense, en el expreso París-Boulogne. Y nada más. No se había mencionado ninguna relación con el asesinato en el avión.

Tanto Norman como Jane tenían el ánimo predispuesto al optimismo. Confiaban ciegamente en que todas sus inquietudes habrían terminado muy pronto. Aunque Norman no era tan entusiasta como Jane.

—Si sospechan que ella mató a su madre, ahora, tras el suicidio, probablemente no se molestarán en proseguir con el caso, y si no se cierra oficialmente, no sé qué va a ser de unos pobres diablos como nosotros. Para la opinión pública, seguiremos envueltos en sospechas como hasta ahora.

Y eso mismo le dijo a Poirot cuando lo encontró en Piccadilly unos días después.

Poirot sonrió.

—Es usted como todos. Me toman por un viejo chocho, incapaz de realizar nada de provecho. Oiga: ¿Por qué no viene a cenar esta noche conmigo? Vendrá Japp y también nuestro amigo el señor Clancy. Voy a hablar de cosas que pueden interesarle.

La cena transcurrió agradablemente. Japp estaba de buen humor y adoptó un aire protector. Norman se mostraba interesado. El señor Clancy estaba tan excitado como cuando identificó el dardo fatal.

Nadie hubiera dicho que Poirot trataba abiertamente de impresionar al escritor.

Después de la cena, tomado el café, Poirot se aclaró la garganta con cierto embarazo, aunque tampoco restase importancia al momento.

—Amigos míos —empezó diciendo—, el señor Clancy me ha expresado su interés por conocer lo que él llamaría mis métodos, Watson. C'est ça, n'est-ce-pas? Propongo, si no tiene que resultarles pesado... —hizo una pausa significativa, pero Norman y Japp se apresuraron a decir que no, que sería muy interesante—, darles un resumen de los métodos que he seguido en mis investigaciones en este caso.

Guardó silencio para consultar sus notas. Japp murmuró al oído de Norman:

—Se traga sus propias fantasías, ¿verdad? Pues no es vanidoso ni nada, este hombrecillo.

Poirot le dirigió una mirada de reproche al tiempo que se aclaraba la garganta:

—¡Ejem!

Tres rostros se volvieron cortésmente hacia él.

—Empezaré por el principio, amigos míos. Me situaré en el avión Prometheus el día del fatídico viaje París-Croydon. Les expondré las impresiones que recibí aquel día y las ideas que me sugirieron, pasando luego a explicarles si se confirmaron o no en virtud de futuras observaciones.

»Poco antes de llegar a Croydon, el camarero se acercó al doctor Bryant, y este le siguió para examinar el cadáver. Yo les acompañé, presintiendo que tal vez aquello pudiera interesarme personalmente. Quizá tenga yo un punto de vista excesivamente profesional, cuando se trata de asesinatos. Esos casos los divido en dos clases: los que me interesan y los que no. Y aunque estos últimos son infinitamente más numerosos, siempre que me hallo ante la víctima de un crimen me siento como un perro olfateando el aire.

»El doctor Bryant confirmó el temor del camarero respecto a la defunción de la viajera. Claro que, respecto a la causa de la muerte, no podía emitir su juicio sin examinar atentamente el cadáver. Y entonces fue cuando monsieur Jean Dupont sugirió que la muerte pudo producirse por un shock causado por la picadura de una avispa y, en apoyo de su hipótesis, nos mostró el insecto que acababa de matar.

»Era una conjetura que, por no carecer de fundamento, parecía muy aceptable. Podía verse la señal en el cuello de la difunta, señal muy semejante a la que deja el aguijón de una avispa y, además, estaba el hecho innegable de la presencia del insecto en el avión.

»Pero yo tuve la fortuna de descubrir en el suelo lo que a primera vista hubiera podido tomarse por otra avispa muerta, pero que en realidad era un dardo con un copito de seda amarilla y negra.

»Fue entonces cuando se acercó el señor Clancy y afirmó que aquello era un dardo como los que algunas tribus lanzan con cerbatana. Luego, como ustedes ya saben, se descubrió este artilugio.

»Cuando llegamos a Croydon, las ideas bullían en mi cerebro. Una vez que me vi en tierra, mi cerebro empezó a funcionar con su acostumbrada claridad.

—Siga, monsieur Poirot —sonrió Japp—. Prescinda de cualquier falsa modestia.

Poirot reanudó su discurso tras dirigirle una mirada.

—Una idea predominaba en mi cabeza (como a todos los demás), y era la audacia de un crimen cometido de aquel modo, y el hecho sorprendente de que nadie lo hubiera advertido.

»Otros dos puntos me interesaban además. Uno era la oportuna presencia de la avispa. El otro, el hallazgo de la cerbatana. Como tuve ocasión de hacer observar a mi amigo Japp, ¿por qué diablos no se desprendió de ella el asesino arrojándola por el hueco de la ventilación? El dardo por sí solo hubiera sido difícil de identificar, pero una cerbatana, que además conservaba aún vestigios de su etiqueta, ya era otra cosa.

»¿Cuál era la explicación? Obviamente que el asesino deseaba que se encontrase la cerbatana.

»Pero ¿por qué? Solo hay una respuesta lógica. Si se encontraba un dardo envenenado y una cerbatana, se supondría que el asesinato había sido cometido con un dardo disparado con ese chisme. Por consiguiente, el crimen no se había cometido de aquel modo.

»Por otra parte, como había de demostrar el análisis, la muerte la causó el veneno del dardo. Esto abrió mis ojos y me dio que pensar. ¿Cuál era la manera más segura de clavar un dardo en la yugular? Y la respuesta no ofrece dudas: con la mano.

»Inmediatamente se vio la necesidad de que se encontrara la cerbatana. Ésta sugería inevitablemente la idea de distancia. Si mis deducciones no eran erróneas, la persona que mató a Giselle se le acercó muy decidida y se inclinó sobre ella para matarla.

»¿Alguien pudo hacer algo así? Sí, dos personas. Los dos camareros pudieron acercarse a madame Giselle e inclinarse sobre ella sin que nadie notara nada anormal.

»¿Pudo hacer eso alguien más?

»Les diré que pudo hacerlo el señor Clancy. Era el único viajero que había pasado por detrás del asiento de madame Giselle, y recuerdo que fue el primero en llamar la atención sobre lo de la cerbatana y el dardo envenenado.

El señor Clancy se levantó de un brinco.

—¡Protesto! —exclamó—. ¡Protesto! ¡Esto es una infamia!

—Siéntese —le ordenó Poirot—. Aún no he terminado. Quiero exponerles paso a paso cómo llegué a mis conclusiones.

»Yo tenía ya tres presuntos autores del crimen: Mitchell, Davis y el señor Clancy. Ninguno de los tres me parecía un asesino, pero quedaba mucho camino por delante.

»Recapacité luego sobre las posibilidades que ofrecía la avispa. ¡Qué interesante era esa avispa! En primer lugar, nadie se había fijado en ella hasta que se sirvió el café. Esta circunstancia era ya muy curiosa. En mi opinión, el asesino se propuso dar al mundo dos soluciones distintas de la tragedia. Según la primera y más sencilla, madame Giselle sufrió una picadura de avispa y sucumbió a un infarto. El éxito de esta solución dependía de que el asesino pudiera recoger el dardo. Japp convino conmigo en que esto podía hacerse fácilmente, en tanto nadie sospechara que sucedía algo irregular. Además, yo no tenía la menor duda de que habían cambiado el color original de la seda para simular la apariencia de una avispa.

»El asesino, pues, se acercó a su víctima, le clavó el dardo ¡y dejó en libertad la avispa! El veneno es tan activo que produce la muerte al instante. Si Giselle gritara, con el ruido del motor nadie la oiría. Pero, para el caso de que alguien la oyese, ya estaba zumbando la avispa por el avión para justificar el grito. El insecto, se diría, había picado a la pobre mujer.

»Ese era, como digo, el plan número uno. Pero suponiendo, como realmente ocurrió, que se descubriera el dardo envenenado antes de que el criminal pudiera recogerlo, la situación del asesino sería muy comprometida. La muerte natural sería inaceptable. En vez de arrojar la cerbatana por el hueco de la ventilación, habría que esconderla donde se la pudiera encontrar cuando se registrase el avión y, enseguida, surgiría la idea de que aquella era el arma del crimen. La atmósfera adecuada para un disparo a distancia estaba creada y, cuando se encontrara la cerbatana, se encaminarían las sospechas en una determinada dirección.

»Ya tengo, pues, mi teoría del crimen, y mis sospechas contra tres personas, que pueden extenderse a una cuarta:

»Monsieur Jean Dupont, que atribuyó la muerte a una picadura de avispa, era quien se sentaba más cerca de Giselle y podía levantarse sin que nadie se fijase. Pero, por otra parte, no me atrevía a admitir que se hubiera arriesgado tanto. Concentré mis pensamientos en el problema de la avispa. Si el asesino llevaba encima una avispa para soltarla en el momento psicológico, debió traerla encerrada en una cajita o algo por el estilo.

»De aquí mi interés por saber lo que llevaban los pasajeros en sus bolsillos y en su equipaje.

»Y he aquí que llegué a un resultado totalmente inesperado. Encontré lo que buscaba, pero no en la persona que esperaba. En el bolsillo del señor Norman Gale había una cajita de cerillas vacía. Pero, según todos declaraban, el señor Gale no se había acercado a la cola del avión. Solo fue al servicio y volvió luego a su sitio.

»Y, a pesar de todo, aunque parezca imposible, había una manera por la que el señor Gale hubiera podido cometer el crimen, como mostraba el contenido de su maletín.

—¿Mi maletín? —preguntó Norman Gale entre alegre y sorprendido—. Ni yo mismo recuerdo las cosas que llevaba.

Poirot le dirigió una amable sonrisa.

—Espere un poco. Ya hablaremos de eso. Ahora estoy exponiendo mis primeras impresiones. Como iba diciendo, cuatro eran las personas que podían haber cometido el crimen desde el punto de vista de las posibilidades: los dos camareros, Clancy y Gale. Luego estudié el caso desde otro ángulo: el del motivo. Si el motivo coincidía con la posibilidad, tendría al asesino. ¡Pero, ay, no llegué a un resultado satisfactorio! Mi amigo Japp me acusó de complicar las cosas, pero les confieso que en la investigación del motivo procedí de la manera más sencilla del mundo. ¿A quién aprovecharía la desaparición de madame Giselle? Desde luego a su hija, ya que ella heredaría una fortuna. Había otras personas que estaban en poder de madame Giselle, o así lo parecía, por lo que sabíamos. Fue un trabajo de eliminación. Solo uno de los pasajeros del avión se hallaba complicado en los negocios de Giselle, y ese pasajero era lady Horbury.

»Lady Horbury tenía evidentes motivos para desear la muerte de Giselle. La noche anterior la había visitado en París. Se hallaba en una situación apurada y tenía un amigo, un joven actor, que podía muy bien ser el norteamericano que compró una cerbatana y sobornó al empleado de la compañía aérea para obligar a Giselle a tomar el vuelo de las doce.

»El problema se desdoblaba en dos. No veía yo la posibilidad de que lady Horbury hubiese cometido el crimen, ni el motivo que pudieran tener los camareros, ni el señor Clancy y el señor Gale para cometerlo.

»Pero siempre, en el fondo de mi mente, bullía el problema que me ofrecía la hija y heredera, aún desconocida, de Giselle. ¿Estaba casado alguno de mis cuatro sospechosos y, en ese caso, podía ser su esposa Anne Morisot? Si su padre era inglés, ella debió criarse en Inglaterra. Pronto descarté a la mujer de Mitchell, que era un tipo clásico de Dorset. Davis tenía relaciones con una muchacha cuyos padres viven. El señor Clancy era soltero. El señor Gale estaba evidentemente enamorado de la señorita Jane Grey.

»Debo decir que examiné cuidadosamente los antecedentes de la señorita Grey, sabiendo por ella, por lo que dijo en el transcurso de unas charlas, que se crió en un orfanato cerca de Dublín. Pero pronto me convencí de que la señorita Grey no era la hija de Giselle.

»Confeccioné un cuadro con los resultados obtenidos. Los camareros ni ganaban ni perdían con la muerte de madame Giselle, dejando aparte el evidente shock que sufrió Mitchell. El señor Clancy planeaba una novela inspirada en ese asunto, y esperaba ganar algún dinero con ella. El señor Gale perdía la clientela. Poco adelantaba con esto en mis investigaciones.

»Y, no obstante, estaba convencido de que el señor Gale era el asesino, por la caja de cerillas vacía y por el contenido de su maletín. Aparentemente, en vez de ganar algo con la muerte de Giselle, había salido perdiendo, pero las apariencias pueden engañar.

»Decidí cultivar su amistad. Sé por experiencia que cualquiera que hable mucho tiende a delatarse antes o después. Todos acaban por hablar de sí mismos.

»Procuré ganarme la confianza del señor Gale. Fingí fiarme de él y hasta solicité su ayuda para hacer un falso chantaje a lady Horbury. Y entonces fue cuando cometió su primera equivocación.

»Le propuse que se caracterizase un poco y se dispuso a representar su papel como un ridículo mamarracho. Aquello fue una farsa. Nadie, estoy seguro, hubiera representado el papel tan mal como él se proponía hacerlo. ¿Qué razón tenía para aquello? Pues que, sabiéndose culpable, temía manifestarse como un buen actor. Pero cuando yo enmendé su exagerado disfraz, quedó de manifiesto su habilidad artística. Representó su papel a las mil maravillas y lady Horbury no le reconoció. Entonces me convencí de que podía haberse presentado en París como un norteamericano y de que en el Prometheus podía haber representado también su papel.

»Y empezó a preocuparme seriamente mademoiselle Grey. O estaba complicada en el asunto o era inocente y, en este caso, se convertiría en víctima, ya que un buen día podía despertar como esposa de un asesino. Para impedir un matrimonio lamentable, me llevé a mademoiselle conmigo a París en calidad de secretaria.

»Y, mientras estábamos allí, se presentó la desconocida heredera a reclamar la fortuna. Me intrigó en ella una semejanza que no podía concretar. Hasta que al fin la identifiqué, aunque demasiado tarde.

»El hecho de que se encontrara en el avión y de que hubiera mentido al respecto, desbarataba todas mis teorías. Ella era, sin ningún género de dudas, la culpable que buscábamos.

»Pero si era culpable, tenía un cómplice en el hombre que compró la cerbatana y sobornó a Jules Perrot.

»¿Quién era ese hombre? ¿Su marido?

»Y, de pronto, se me ofreció la verdadera solución, es decir, la verdadera si se podía comprobar un punto.

»Para que mis deducciones fuesen correctas, Anne Morisot no debía haber volado en aquel avión. Telefoneé a lady Horbury y me contestó satisfactoriamente. Su doncella, Madeleine, viajó en el avión por un capricho de última hora de su señora.

Poirot hizo una pausa. El señor Clancy observó:

—¡Hum! Veo que aún no queda muy probada mi inocencia.

—¿Cuándo dejó de sospechar de mí? —preguntó Norman.

—Nunca. Usted es el asesino. Espere y se lo explicaré todo. Japp y yo hemos trabajado mucho esta semana. Es cierto que usted se hizo dentista para complacer a su tío, John Gale. Adoptó usted su nombre cuando se estableció como socio de él, pero era usted hijo de su hermana, no de su hermano. Su nombre verdadero es Richards. Como Richards conoció usted a Anne Morisot el invierno pasado en Niza, cuando estaba allí con su señora. Lo que ella nos contó de su infancia es cierto, pero la segunda parte de la historia la inventó usted. No es cierto que ella ignorase el nombre de soltera de su madre. Giselle estuvo en Montecarlo y allí alguien mencionó su nombre auténtico. Usted pensó que allí podía haber una gran fortuna a ganar, y eso atrajo a su temperamento de jugador. Por Anne Morisot supo la relación que existía entre lady Horbury y Giselle.

»Usted concibió enseguida el plan del crimen. Giselle tenía que morir de modo que todas las sospechas recayesen en lady Horbury. Maduró su plan y este fructificó. Sobornó al empleado de la compañía aérea para que Giselle viajase en el mismo avión que lady Horbury. Anne Morisot le había dicho a usted que ella haría el viaje en tren y no esperaba verla en el avión. Esto trastornó seriamente sus planes. Si se descubría que la hija y heredera de Giselle había volado en aquel avión, las sospechas recaerían en ella. Su idea original era que reclamase la herencia protegida por una coartada perfecta, ya que no se hallaría en el avión cuando se cometiese el crimen, y entonces usted podría casarse con ella. La muchacha estaba loca por usted, pero a usted lo que le interesaba era el dinero.

»Una nueva complicación vino a sumarse a sus planes. En Le Pinet vio usted a Jane Grey y se enamoró apasionadamente de ella, y su gran pasión le llevó a un juego aún más peligroso.

»Quería usted el dinero y a la mujer que amaba. Cometiendo un asesinato por dinero no renunciaba usted a recoger el fruto de su crimen. Atemorizó a Anne Morisot, diciéndole que si se presentaba enseguida a revelar su identidad se haría sospechosa. Así pues, le aconsejó que pidiese unos días de permiso y se la llevó a Rotterdam, donde se casaron.

»A su debido tiempo la instruyó minuciosamente sobre la manera de reclamar la herencia. No había que mencionar su empleo de doncella de lady Horbury y debía dejar muy claro que ella y su marido no se hallaban presentes en el lugar del crimen. Desgraciadamente para usted, la fecha señalada para que Anne Morisot fuese a París a reclamar su herencia coincidió con mi llegada a aquella ciudad, adonde me acompañó la señorita Grey. Eso no encajaba con su guión. La señorita Grey y yo podíamos reconocer en Anne Morisot a la doncella de lady Horbury.

»Procuró usted verla a tiempo, pero fracasó y, cuando llegó usted a París, ella ya había hablado con el abogado. Al reunirse con usted en el hotel, ella le dijo que acababa de encontrarse conmigo. Las cosas se ponían sombrías y resolvió usted actuar sin tardanza.

»Era su intención que su flamante esposa no sobreviviera mucho tiempo a su condición de rica. Después de la ceremonia del matrimonio, firmaron sendos testamentos dejándose mutuamente cuanto tenían. Negocio redondo para usted.

«Supongo que intentaba usted llevar a cabo sus planes sin prisas. Se hubiera ido al Canadá, con el pretexto de haber perdido a su clientela. Allí habría vuelto a llevar el nombre de Richards y su señora se hubiera reunido con usted. De todos modos, no creo que la señora Richards hubiera tardado en morir, dejando una fortuna a un desconsolado viudo. ¡Entonces hubiera regresado usted a Inglaterra como Norman Gale, tras haberse enriquecido especulando con mucha suerte en el Canadá! Pero, en vista de las circunstancias, creyó usted que no había tiempo que perder.

Poirot se detuvo para tomar aliento y Norman Gale, echando atrás la cabeza, prorrumpió en un carcajada.

—¡Es usted muy listo imaginando lo que se proponen hacer los demás! ¿Por qué no se pone a escribir como el señor Clancy? —Y cambiando de tono, exclamó indignado—: Nunca había oído tal sarta de disparates. ¡No es demostrable, monsieur Poirot, todo eso que ha imaginado!

Poirot se mantuvo inalterable.

—Tal vez no. Pero tengo algunas pruebas.

—¿De veras? —repitió Norman, en tono de mofa—. ¿Acaso puede probar que fui yo quien mató a la vieja Giselle, siendo así que todos los que iban en el avión saben bien que nunca me acerqué a ella?

—Le diré exactamente cómo cometió usted el crimen —le contestó Poirot—. ¿Qué me dice usted de lo que contenía su maletín? ¿No estaba de viaje de recreo? ¿Para qué quería la chaqueta blanca de dentista? Eso es lo que me pregunté. Y he aquí la respuesta: por lo mucho que se parecía a una chaqueta de camarero.

»Verá usted lo que hizo. Cuando el café fue servido y los dos camareros pasaron al otro compartimiento, entró usted en el lavabo, se puso la chaqueta blanca, se hinchó los carrillos con algodón, salió, cogió una cucharilla de café del armario, que quedaba al otro lado, corrió a lo largo del pasillo como corren los camareros, cuchara en mano, hasta la mesa de Giselle. Le clavó el dardo en el cuello, abrió la fosforera y soltó la avispa. Inmediatamente volvió al lavabo, se cambió la chaqueta y volvió tranquilamente a ocupar su asiento. Todo en un par de minutos.

»Nadie se fija en un camarero. La única persona que hubiera podido reconocerlo era Jane Grey. Pero ya conoce usted a las mujeres. En cuanto una mujer se ve sola, especialmente cuando viaja en compañía de un hombre agradable, aprovecha la ocasión para mirarse al espejo y empolvarse un poco.

—Realmente —se burló Gale— sería una reconstrucción admirable si fuese cierta. ¿Y nada más?

—Bastante más —afirmó Poirot—. Como he dicho, en las charlas uno tiende a hablar de sí mismo. Usted fue lo bastante imprudente para comunicarme que, durante algún tiempo, estuvo en una granja de Sudáfrica. Lo que no dijo usted entonces, pero que yo he averiguado, es que se trataba de una granja de reptiles.

Por primera vez se reflejó el miedo en la cara de Norman Gale. Intentó hablar, pero no encontró palabras.

—Estuvo usted allí bajo el nombre de Richards —continuó Poirot—. Y allí han reconocido un retrato suyo transmitido por telefacsímil. Esa misma fotografía ha sido identificada en Rotterdam como la del Richards que se casó con Anne Morisot.

De nuevo intentó hablar Norman inútilmente. Se produjo en él un cambio completo. El joven guapo y vigoroso parecía una rata que busca un agujero por donde escapar y no lo encuentra.

—Sus planes se venían abajo rápidamente. La superiora del Institut de Marie precipitó las cosas telegrafiando a Anne Morisot. Ocultar este telegrama hubiera infundido sospechas. Advirtió usted a su mujer que, si no suprimía ciertos hechos, uno de los dos se haría sospechoso de asesinato, ya que, desgraciadamente, ambos estuvieron en el avión al ocurrir el crimen. Cuando, al verla después, se enteró usted de que yo había asistido a la entrevista, apresuró usted las cosas. Temía usted que yo arrancase a Anne la verdad. Tal vez ella misma sospechaba de usted. Le hizo abandonar precipitadamente el hotel. Le administró a la fuerza cianuro en el tren y le dejó el frasco en la mano.

—¡Qué condenada sarta de mentiras...!

—¡Ah, no! Había una contusión en su cuello.

—Repito que todo es mentira.

—Hasta dejó sus huellas dactilares en el frasquito.

—Miente. Llevaba...

—¡Ah! ¿Llevaba guantes? Creo, monsieur, que esta confesión nos basta.

—¡Es usted un maldito charlatán!

Lívido de rabia, con el rostro desencajado, Gale se lanzó contra Poirot. Pero Japp fue más rápido que él e, incorporándose de un brinco, lo sujetó con sus manos de hierro mientras decía:

—James Richards, alias Norman Gale, tengo una orden judicial para detenerle bajo la acusación de asesinato. Es mi deber advertirle que cuanto diga servirá de prueba en su contra.

El detenido se echó a temblar con violentas sacudidas y parecía a punto de desmoronarse. Una pareja de policías de paisano aguardaba junto a la puerta. A una orden, se llevaron a Norman Gale.

Cuando se vio solo con Poirot, el señor Clancy lanzó un profundo suspiro de felicidad.

—¡Monsieur Poirot! —exclamó—. Acabo de pasar por la emoción más grande que he experimentado en mi vida. Ha estado usted maravilloso.

Poirot sonrió con aire de modestia.

—No, no. Japp es más digno de admiración que yo. Él ha obrado milagros para identificar a Gale como Richards. La policía de Canadá le busca. Una muchacha con la que estaba liado allí, murió. Al parecer, suicidio; pero luego se han descubierto hechos que parecen indicar que fue asesinada.

—¡Es terrible! —exclamó el señor Clancy.

—Es un asesino —confirmó Poirot—. Y como muchos criminales, atractivo para las mujeres.

El señor Clancy carraspeó.

—Esa pobre muchachita, Jane Grey...

Poirot asintió con tristeza.

—Sí, la vida puede ser muy dura. Aunque es una muchacha valiente y se sobrepondrá al golpe.

Maquinalmente se puso a ordenar una pila de revistas que Norman Gale había derribado con su brinco. Algo llamó su atención: la imagen de Venetia Kerr en una carrera de caballos, charlando con lord Horbury y un amigo.

Alargó la revista al señor Clancy.

—¿Ve usted esto? Antes de un año leeremos una noticia: «Se ha concertado la boda, que tendrá lugar en breve plazo, entre lord Horbury y lady Venetia Kerr». ¿Y sabe quién la habrá logrado? ¡Hércules Poirot! Y aún conseguiré otra.

—¿Entre lady Horbury y el señor Barraclough?

—¡Ah, no! Ese par no me interesa en absoluto. No, me refiero a la de monsieur Jean Dupont y la señorita Jane Grey. Ya lo verá usted.

Un mes después, Jane fue a ver a Poirot.

—Debería odiarle, monsieur Poirot.

—Ódieme un poco, si quiere. Pero estoy persuadido de que es usted de las personas que prefieren saber la verdad, por cruel que sea, a vivir en un falso paraíso, aunque tampoco hubiera vivido en él mucho tiempo. Librarse de las mujeres es un vicio que va en aumento.

—¡Con lo atractivo que era! —exclamó Jane, y añadió—: Jamás volveré a enamorarme.

—Claro —aceptó Poirot—. El amor ya ha muerto para usted.

Jane asintió.

—Pero lo que ahora debo hacer es trabajar, ocuparme en algo interesante que absorba mi pensamiento.

—Le aconsejaría que se fuese a Irán con los Dupont. Tendría una ocupación interesante, si quiere.

—Pero... pero yo creía que eso era solo una broma.

—Al contrario. Se me ha despertado tal interés por la arqueología y la cerámica prehistórica que les he mandado el donativo prometido. Y esta mañana he tenido noticias de que confiaban en que usted se uniera a la expedición. ¿Tiene usted nociones de dibujo?

—Sí, en la escuela dibujaba bastante bien.

—Magnífico. Se divertirá usted de lo lindo.

—Pero ¿de veras desean que vaya yo?

—Cuentan con usted.

—Sería maravilloso poderse alejar una temporada —Los colores afluyeron de pronto a su rostro—. Monsieur Poirot... —lo miró con cierto recelo—... ¿no dirá eso solo para mostrarse amable?

—¿Amable? —repitió Poirot, fingiendo horrorizarse ante la idea—. Puedo asegurarle, mademoiselle, que, cuando se trata de dinero, solo soy un hombre de negocios.

Parecía tan ofendido que Jane rápidamente se apresuró a disculparse.

—Quizá —aceptó ella— no sería mala idea que visitase algún museo, para familiarizarme con la cerámica prehistórica.

—Muy buena idea.

Ya en la puerta, decidió volver junto a Poirot para decirle:

—Tal vez no haya sido amable con todos en este caso, pero ha sido usted muy bueno conmigo.

Y tras darle un beso en la frente, se alejó.

Ça, c'est tres gentil! —exclamó Hércules Poirot.

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