Capítulo 2

Mallory no volvió a abrir la puerta de su despacho hasta que no oyó que sus compañeros se marchaban al finalizar el día. Por ese entonces, sentía que había logrado aislar cada faceta de su vida, incluida la de Carter. Y así permanecería, al menos hasta que tuviera que volver a verlo por la mañana en el aeropuerto. Pero por la mañana ya habría vuelto a ser la misma. Bajo control.

Cuando el taxista la dejó ante su rascacielos situado en el Carl Sandburg Village en Old Town, le dio una buena propina. Al cruzar la puerta, encontró su apartamento, como siempre, silencioso, cálido, impoluto y perfectamente ordenado, tal como debería ser y sería, a menos que, inconscientemente, cayera en la senilidad… y aún viviera en ese apartamento.

Una lóbrega resignación la invadió cuando ese pensamiento recorrió su mente, pero ese no era el momento de atacarlo y desmontarlo. Apoyó el maletín negro de piel sobre el escritorio en el despacho que tenía en casa. El correo de ese día fue a parar detrás del que había llegado mientras soportaba con estoicismo sus vacaciones. Su regla era que los primeros en llegar eran los primeros en abrirse.

«Repasad el correo.

Pagad las facturas. Responded a las invitaciones y peticiones.

Leed, tirad o archivad todo lo demás».

Esa lista, extraída de uno de los libros de su madre, surgió en su mente. No le extrañó que el encuentro sorpresivo con Carter la hubiera hecho perder el equilibrio. La noche anterior había llegado demasiado tarde y había estado demasiado traumatizada con el calor y la arena como para relajarse y seguir la habitual rutina del correo. Una vida feliz, aseveraba su madre en cada uno de sus libros, radicaba en una serie de rutinas o hábitos aprendidos. Y una leve desviación de una de dichas rutinas representaba el primer paso hacia el descenso al caos y la desdicha.

Como siempre, su madre tenía razón. Se había desviado, su estado mental se hallaba en el caos y se sentía desdichada. De modo que el correo sería su máxima prioridad en cuanto finalizara la rutina del regreso a casa. No más desvíos.

Mientras metía los guantes negros de piel en los bolsillos del abrigo negro de cachemira, su vista se posó en el paquete rectangular que había encima del correo. Era un ejemplar de regalo del último libro de Ellen Trent. Justo lo que necesitaba en ese momento… un curso rápido que le refrescara todas las nociones.

Colgó el abrigo en el armario del recibidor, con la bufanda negra debajo del cuello, y centró el sombrero negro en la estantería que había justo encima del colgador. Después de dejar las botas para la nieve secándose en una caja especial al lado de la puerta de entrada, llevó al dormitorio la bolsa de franela negra que contenía los zapatos aún resplandecientes.

Los zapatos también eran negros, igual que las botas para la nieve. Se preguntó por qué no tenía nada de color… ¿Rojo?

«Siempre es más fácil ceñirse al negro básico en el clima frío y a los beige en los entornos más cálidos».

Otra cita de uno de los libros de su madre. Eso lo explicaba. Pero no explicaba un peculiar nudo de rebelión que la recorrió desde la coronilla hasta los pies. Tenía algo rojo. Un vino tinto. Fue directamente a la cocina y se sirvió una copa, luego regresó a su despacho para comenzar con la rutina del correo.

Hizo girar el vino en la copa, admiró su color, lo olió, analizó el buqué y luego bebió un trago. La calidez descendió por su garganta, sobresaltándola y haciendo que se cuestionara cómo había llegado hasta allí. El vino y el papeleo no casaban. Todo el mundo lo sabía, al menos todo el mundo que prefería tener unas cuentas bien cuadradas. ¡Había vuelto a desviarse! ¿Qué le sucedía? Nada que una dosis de sabiduría materna no pudiera curar. Abrió el paquete que contenía el libro nuevo.

Viaje Eficiente de la A a la Z era el título predecible, y unido a la carátula con un clip había una hoja con el membrete de su madre. El mensaje estaba mecanografiado: Saludos de Ellen Trent.

No muy cálido ni maternal. En el interior había una carta, también mecanografiada, aunque un poco más cálida y maternal:


Queridísima hija,

Éste es una compilación de todos mis consejos de viajes más algunas ideas nuevas y estimulantes. Espero que te ayuden a recordar la Regla Dorada de Ellen: la Eficiencia es la clave para una vida feliz.

Tu madre.


Sin encontrar un abrazo en ninguna parte del mensaje, a menos que queridísima quisiera representarlo, estudió el índice. Adelante. Borrar, ésa es la clave… los títulos de esos capítulos sonaban familiares y probablemente habían aparecido en revistas para mujeres. Pero Regreso a la Serenidad , que con astucia llenaba dos letras del alfabeto, era nuevo. Abrió el libro en ese capítulo.

Dejad todo el papeleo en orden.

Eso ya tenía prioridad en su lista de cosas por hacer.

No dejéis detrás ropa sucia.

Por supuesto que no. La tintorería de al lado de su casa abría a las siete. Dejaría toda la ropa que había llevado para sus vacaciones de camino al aeropuerto al día siguiente.

Limpiad bien la nevera y prestad especial atención al compartimento de las verduras. Una verdura podrida os estropeará el regreso al calor del hogar.

Ahí no había problemas.

Comprobad la fecha de caducidad de los alimentos perecederos: envasados, enlatados, congelados y refrigerados… y también la de los medicamentos. Tirad todos los artículos que caduquen durante vuestra ausencia.

Clavó la vista en la página y durante unos instantes consideró la posibilidad de que su madre finalmente hubiera perdido la cabeza. Pero millones de mujeres compraban esos libros, mujeres que buscaban la misma clase de felicidad de la que disfrutaba su madre, con la que ella contaba y de la que extraía consuelo.

Entregadle vuestro itinerario a una buena amiga o a un familiar.

Eso la hizo reflexionar. Si llamaba a sus padres, la conversación sería de horas. Su madre la haría pasar por una comprobación verbal de su lista y podrían llegar a pelearse por el punto de la fecha de caducidad. Tenía amigas. Amigas íntimas. Las amigas con las que había realizado el viaje a St. John, por ejemplo, que la miraron con incredulidad cuando anunció su intención de adelantar el regreso. Se burlarían sin piedad si les contara que había cambiado sol y playa por pecado y sexo con Carter Compton.

Alzó la cabeza con brusquedad. Iba a Nueva York por asuntos de la empresa, no para dedicarse al sexo y al pecado.

De pronto recordó que tenía un hermano en Nueva York a quien podía enviarle su itinerario.

No le sorprendió que recordara en ese momento que Macon se hallaba en Nueva York. Macon era la clase de persona cuyo emplazamiento era vago, no tanto un hermano como un ciberhermano. Se comunicaba con la familia mediante correos electrónicos. Enviaba tarjetas de felicitación de cumpleaños por Internet y regalos que había comprado en la Red. De vez en cuando iba a casa a pasar alguna navidad, pero más a menudo dedicaba esas fiestas a supervisar algún sistema informático público o privado. Macon era un as de los ordenadores. Vivía y respiraba ordenadores. Marcó su número. Como cabía esperar, el teléfono sonó una vez y saltó un mensaje grabado.

– Trent Computer Consultants -anunció la voz familiar de Macon-. No estoy aquí. Envíe un correo electrónico a macontrent, todo una palabra, en trent punto com.

– Mi hermano el robot -musitó Mallory. Cuya hermana no es una mujer, sino una abogada.

La similitud era demasiado grande. Al levantarse del ordenador tras enviarle un correo a su hermano para decirle que deberían reunirse en Nueva York, se sentía exhausta. Era mejor que hiciera las maletas antes de ponerse a comprobar la fecha de caducidad de las cajas de galletas y de las latas de ostras ahumadas que guardaba para canapés de emergencia.


Carter Compton cerró los dedos en torno a su taza de café más reciente, bebió un sorbo e hizo una mueca. Era el peor café que jamás había probado. Había tenido que recurrir a la máquina expendedora del sótano, ya que el personal de la firma hacía horas que se había marchado.

Dejó la taza y recogió la pluma, con la que estuvo jugando entre los dedos. Pensó que si trabajaba hasta las nueve, podría comprar una pizza de camino a casa, comérsela mientras preparaba la maleta y meterse en la cama a las diez. Su secretaria había contratado los servicios de una limusina para que lo recogiera a las seis y media de la mañana. Eso no dejaba tiempo para pensar. Tal como a él le gustaba.

Ese día algo había causado una perturbación en su atmósfera. Pero, no ser capaz de localizar qué la había provocado, resultaba más perturbador que la misma perturbación.

Tenía la impresión de que era algo sobre Mallory.

Los ficheros de Sensuous acerca del caso Verde lo habían mantenido ocupado varias horas. Tal como era Mallory, sin duda querría hablar del caso durante el vuelo, y él quería dar la impresión de que le había dedicado tiempo de reflexión.

Su vida rebosaba de mujeres, y ahí estaba, tratando de impresionar a Mallory. Se levantó, se dirigió a los ventanales y contempló el resplandor de Chicago, donde ya se notaba la proximidad de la navidad. En el elegante barrio de Kenilworth donde había crecido, sus padres siempre habían tenido el árbol más grande de Navidad y colocaban montañas de regalos, todo lo que había querido más cosas que no sabía que quería. Y, siempre, una estuche diminuto de su padre a su madre, que contenía un diamante levemente mayor que el que le había regalado el año anterior.

Había sido un niño rico consentido que desconocía el significado de las reglas. Con todas las ventajas que podía ofrecer la vida a su favor, en vez de aprovecharlas, se había vuelto salvaje. En dos ocasiones había perdido el carné de conducir por superar el límite de velocidad, había destrozado tres coches deportivos y, sin poder imaginar cómo, sin herir nunca a nadie. Las únicas dos cosas con las que no había experimentado eran el robo y las drogas.

Las buenas notas habrían arruinado su fama en el instituto: Había jugado al fútbol, pero el entrenador era un diplomático acostumbrado a tratar con los padres ricos de los niños ricos consentidos, y mientras el equipo realizara una exhibición decente, tampoco él establecía demasiadas reglas.

De modo que había conseguido entrar en la Northwestern University en Evanston por jugar al fútbol. Allí el entrenador lo había obligado a dejar de fumar, beber y comer comida basura. Pero nadie había averiguado lo inteligente que era hasta que hizo el examen de acceso a la carrera de Derecho.

Bastó un simple vistazo a sus calificaciones para que la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago se lo llevara en un abrir y cerrar de ojos. Lo que no sabían era que él no sabía estudiar, y ahí era donde Mallory había cambiado su vida. No recordaba exactamente cómo había sucedido, sólo que la había llamado, había reconocido que daba tumbos y solicitado su ayuda. Y ella había sido su tutora extraoficial y gratuita. Y él nunca la había llevado siquiera a cenar. Le había dado miedo pedírselo.

¿Recordaría lo imbécil que él había sido? Frunció el ceño. Lo mejor que podía hacer era familiarizarse un poco más con los detalles, pensar en algunas preguntas inteligentes que hacerle a Mallory y, aún mejor, en un par de comentarios inteligentes. Resumiendo, lo mejor que podía hacer era desterrar esa vena nostálgica y centrarse en los malditos archivos.


El teléfono sonó justo en el momento en que Mallory terminaba de guardar la ropa discreta que durante años su madre había afirmado que ayudaría a una mujer en cualquier situación durante cualquier extensión de tiempo.

– ¿Mallory? Carter -anunció una voz de hombre.

Esa voz profunda y cálida fue como un golpe en el estómago.

– Hola, Carter -mantuvo la suya fría. Era un homenaje al impacto que habían tenido en ella los libros de su madre. Entonces supo que le iría bien en ese viaje.

– Te llamo con una pregunta -dijo él-. ¿Por qué verde guisante? ¿Por qué no simplemente verde?

Mallory parpadeó.

– Bueno… -estaba segura de que había una razón, pero el sonido de su voz, el hecho de que la hubiera llamado, invadía su yo por lo normal cuerdo. Resultaba enloquecedor-. Hay numerosas tonalidades de verde. Verde lima, verde bosque, verde musgo…

– ¿Te sentirías menos molesta si tu pelo estuviera verde lima en vez de verde guisante?

– Mmm. No, supongo que no.

– Entonces, el uso de «verde guisante», que tiene una connotación negativa, en lugar de sólo «verde que es más neutral, es un intento deliberado de parte de los demandantes de hacer que verde suene lo más desagradable posible -concluyó con tono triunfal.

– Pero acabo de decir que no importaría…

– Es algo en lo que vale la pena pensar. De acuerdo. Nos vemos mañana en la puerta de embarque.

– Muy bien, yo…

Pero él ya no seguía al teléfono. Era la primera vez que la llamaba desde la facultad de Derecho, y lo único de lo que había querido hablar era del impacto que tendría un verde guisante sobre un verde normal en un posible jurado.

Giró para mirarse en el espejo. Quizá no fuera preciosa, pero le desconcertaba que sus compañeros no la consideraran como mujer. En realidad, los compañeros no le importaban. Lo que contaba era saber por qué Carter no la veía como una mujer.

Tuvo que reconocer que no estaba demasiado sexy con los dientes apretados. Le dio la espalda al espejo y clavó la vista en la maleta. Aún disponía de espacio. ¿Qué podía llevar que fuera un poco más estimulante que negro, más negro y un toque de blanco?

Con dedos nerviosos, recorrió la austera colección de ropa que tenía en el armario, al tiempo que se preguntaba por qué se molestaba. Conocía lo que tenía. Más negro, más blanco, unas pocas prendas de color azul marino y la extraordinaria variedad de un traje gris y otro beige. Allí no se ocultaba ninguna sorpresa.

Era demasiado tarde para ir de compras, pero no para llamar a su amiga Carol, que vivía en el quinto piso. Carol también había regresado antes de St. John, pero por un motivo que sus amigas entendían: saquear las rebajas prenavideñas de Marshall Field. Tendría algo viejo que estuviera dispuesta a prestarle.

– Carol -comenzó-. Me voy a Nueva York.

– Mallory la viajera -dijo Carol-. No sabía que tuvieras esa predisposición.

Mallory apretó los dientes.

– Es por trabajo -explicó con sequedad-. Me preguntaba si podrías prestarme una chaqueta.

– Lo que quieras -afirmó Carol con vehemencia-. Si te pones otra cosa que no sea un traje y unos zapatos ortopédicos de tacón mediano, te doy acceso a todo mi armario. Todos mis armarios -corrigió-. ¿Qué clase de chaqueta tenías en mente?

– Algo que vaya bien con el negro -indicó, dándose cuenta de que no era la primera vez que una amiga comentaba algo sobre su tendencia a los trajes y los zapatos sosos. Pero sí era la primera vez que le había molestado.

Por su mente pasó un pensamiento peligroso. Se vio con un top de escote bajo y color escarlata, con los dedos de Carter acercándose a la unión de sus pechos para luego introducirse por debajo de la tela…

– Pensaba en algo… rojo -tartamudeó. Había vuelto a desviarse. Cada vez resultaba más fácil. No seleccionaba el correo, luego bebía vino, y en ese momento quería algo rojo.

– Oooh -dijo Carol-. Tengo una chaqueta roja que te quedará estupenda. Te la subiré y la dejaré en tu puerta. Sé que estás ocupada haciendo las maletas.

Mallory ya empezaba a arrepentirse, pero una chaqueta roja parecía un desvío tan leve, que apenas merecía su preocupación.

– Gracias, Carol. Te devolveré el favor en cuanto sea posible.

– Puedes devolvérmelo ahora. ¿Tienes algún sello?

– Desde luego -tenía los artículos básicos de la vida cotidiana en cantidades industriales, tal como haría la mujer eficiente-. Te los dejaré en la mesa del recibidor. Y ¿Carol?

– ¿Mmm?

– ¿Puedo dejarte una copia de mi itinerario?

– Claro. Pero has mencionado Nueva York. Sólo dime dónde te vas a alojar.

– En el St. Regis -repuso-, pero hay más información que ésa. Números de los vuelos, a quién llamar en caso de…

– Y el traje con el que te gustaría ser enterrada -cortó Carol con un suspiro-. Esperaré quince minutos antes de subirte la chaqueta -hizo una pausa, y cuando volvió a hablar, la voz había adquirido un tono nuevo-. Te va a encantar esta chaqueta.

Se preguntó si la voz de su amiga tenía un deje malicioso o si simplemente lo imaginaba. Al recoger la chaqueta del pomo de la puerta, descubrió que no lo había imaginado.

La estudió y luego, consternada, se la puso. ¿Había ganado peso? Carol y ella siempre habían tenido la misma talla. Pero esa chaqueta le ceñía la cintura, le alzaba los pechos y le potenciaba las caderas, terminando demasiado pronto, como para ocultarle el trasero, que Mallory consideraba la mejor razón para ponerse una chaqueta.

Sin duda la intención de su amiga había sido magnífica, pero tuvo la certeza de que jamás podría tener el valor de ponerse esa chaqueta. No obstante, no quería parecer desagradecida. La plegó y la colocó en el espacio libre de su maleta. Si ese anhelo demencial por el rojo duraba, en Nueva York se compraría una chaqueta apropiada.

Cerró el libro de su madre, lo sostuvo un momento en la mano y luego lo metió en la maleta. Llevarlo consigo sería como disponer de ajo para repeler la enfermedad o alzar una cruz para defenderse del diablo en su faceta humana.

Carter.


Carter martilleó su escritorio con el bolígrafo, que sostenía igual que solía sostener un cigarrillo. Había pensado que la pregunta del verde guisante había sido buena, pero por el titubeo de Mallory notó que ella pensaba que había sido una pregunta bastante estúpida y que probablemente así se lo habría dicho de no ser una chica muy educada.

Ya no era una chica. Era una mujer.

Metió todo en el maletín y fue a su apartamento, situado en Lake Shore Drive. Estaba hecho un desastre. Le alegró marcharse y que el servicio de limpieza se ocupara de él antes de que regresara. Había olvidado recoger la pizza y tuvo que pedir una. No llegó hasta que terminó de hacer la maleta, de modo que la comió en la cama mientras veía las noticias.

Al terminar, intentó dormir. Al rato el agotamiento se apoderó de él y lo siguiente que supo fue que se encontraba en el aeropuerto esperando a Mallory.


¿Dónde diablos estaba?

Había llegado a la puerta de embarque a una hora que consideraba un cortés compromiso entre las ridículas exigencias de la compañía aérea y la realidad de la situación, pero ya llevaba allí quince minutos y no había rastro de ella.

Con más alivio del que quiso reconocer, la vio avanzar hacia él, alta, elegante, vestida toda de negro, con ese cabello rubio platino oscilando sobre los hombros.

Por lo que él sabía, era su color de pelo natural, y dio por hecho que, a medida que se hiciera mayor, realizaría una transición suave de rubio platino a gris. Apenas se notaría. En especial porque Mallory era una mujer que apenas se hacía notar.

Se puso de pie, comenzó a sonreírle y luego notó que fruncía el ceño al preguntarse por qué su corazón se había acelerado un poco. Se dijo que tenía que reducir los cafés.

Tenía tanta adrenalina bombeando por su cuerpo en todo momento, que apenas necesitaba la cafeína.

Era una mujer muy atractiva. El hombre que tenía enfrente la miró con ojos interesados cuando ella se situó entre los dos.

– Hola -fue todo lo que dijo Mallory.

La palabra salió de unos labios plenos y levemente rosados, con una voz rica y ronca. Algo al respecto, o quizá por cómo la seguía mirando ese hombre, hizo que la rodeara con un brazo y sintió que el corazón le daba un vuelco. Se dijo que era absurdo. Apartó el brazo de inmediato y comentó:

– Mallory, ¿qué te ha hecho llegar tarde?

– ¡Tú has llegado tan pronto! ¿Cómo puedes trabajar aquí? Debes poder concentrarte mucho mejor que yo. Siempre espero hasta el último segundo para presentarme ante la puerta de embarque, porque…

Cuando el hombre al fin volvió a centrar la mirada en el periódico que leía, Carter tuvo un recuerdo del motivo por el que no había tratado de hacerle el amor durante los años de facultad. Era evidente que ella no quería. Aunque la voz sonaba un poco jadeante, sin duda por las prisas, todo lo demás en ella decía «No tocar».

– Yo acabo de llegar -y en esa ocasión logró sonreír-. Supongo que te demoraste facturando las maletas.

– No -aseguró Mallory-. Esto es todo -señaló la maleta plegable.

Carter observó la maleta con curiosidad renovada. ¿Qué tenía ahí, prendas deshidratadas que se expandían en cuanto entraban en contacto con el agua? El fin de semana anterior se había llevado a Diana a Acapulco… a Diana y cuatro maletas… y allí descubrió que estar con esa mujer era sumamente aburrido. Había sido un fin de semana desperdiciado, algo que lamentó, ya que disponía de muy pocos libres.

– ¿Planeas ir de compras? -le preguntó. Con una simple mirada de esos ojos azul verdosos, tan pálidos como el pelo y el lápiz de labios, lo hizo sentir como el peor y más odioso machista.

– Claro que no. Voy a Nueva York a trabajar, no a hacer compras.

Se preguntó si era siempre así o sólo con él. Eso la convertiría en la única mujer del mundo que se comportaba de esa manera con él.

– Bienvenidos al vuelo cuatro, cero, tres de United Airlines -entonó una voz femenina-. Comenzaremos con el embarque de los pasajeros de Primera Clase y Premier.

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