Carter se hallaba en el bar, sin beber, simplemente con el codo apoyado en la barra mientras observaba la puerta y contaba los minutos… las ocho y doce, ocho y trece, ocho y catorce.
Cuando la vio entrar y el pulso se le desbocó y el corazón empezó a bombear toda la sangre hacia el sur, observó que ella no parecía especialmente contenta de verlo.
– Hola -lo saludó, mirando el local antes que a él-. ¿Llevas mucho rato esperando?
– Cuatro minutos -mintió. Llevaba allí desde las ocho, por si el hombre al que había ido a ver la acompañaba hasta el restaurante. Pero estaba sola. La examinó con atención-. Nuestra mesa está lista.
Una mujer de aspecto muy neoyorquino y cosmopolita le quitó el abrigo antes de que Carter la dirigiera hacia la encargada del local, quien hizo que un camarero con coleta los llevara a la mesa. Él avanzó detrás de Mallory. La buena noticia eran sus pantalones. No eran esos holgados y con pinzas que había llevado en el avión. Esos le estaban tan ceñidos, que iba a tener que llamar a los bomberos para que la ayudaran a salir de ellos. Aunque ya que compartían la suite, él se ofrecía voluntario para ir al rescate.
Esa deliciosa fantasía se desvaneció al recordar que al salir del St. Regis había lucido una falda. ¿Qué indicaba un cambio de ropa que no se había producido en la intimidad de su dormitorio?
Se sentaron. Ella adelantó el torso. Carter cerró los ojos, y al volver a abrirlos, la vio jugar con los cubiertos. Se preguntó cuáles habían sido sus planes para la velada. Aparte de cambiarse de ropa.
La respuesta lo golpeó en el estómago. El tipo con el que había salido le había arrancado la falda. Mallory se había visto obligada a ponerse los pantalones, que debía guardar en el apartamento de él, porque no se los había visto con anterioridad. Cualquier idiota podía deducir lo que eso significaba.
El camarero con la coleta regresó a su mesa.
– ¿Les gustaría empezar con un cóctel antes de la cena?
– No -dijo Mallory.
– ¿Les traigo los menús?
– Sí -aceptó Carter.
– ¿Y una carta de vinos?
– Desde luego.
Tendría que averiguar qué relación mantenía con ese tipo. Mejor saberlo.
– Algo te mantiene tensa -comentó después de haberle echado un breve vistazo al menú y a la carta de vinos-. Espero que tu acompañante no se enfadara cuando le dijiste que tenías que trabajar.
– ¿Quién? -alzó la vista del menú-. Oh. No -dio la impresión de verlo por primera vez-. Yo pensaba que tú estabas tenso por algo. ¿Brie se enfadó?
– No puso objeción -respondió. De hecho, Brie le había dicho que también ella necesitaba trabajar, que las acciones bajaban y los bonos subían y que tenía que atacar mientras la situación estuviera caliente.
– ¿Ese de ahí es Regis Philbin? -preguntó ella a continuación.
– No me sorprendería -indicó Carter-. Es un restaurante frecuentado por los magnates de los medios. Volviendo a tu cita. Si no ha sido él quien te ha contrariado, ¿qué lo ha hecho?
– ¿Están listos para pedir? -preguntó el camarero, acercándose.
– Sí, lo estamos. ¿Mallory?
– Ensalada de pera y roquefort y mollejas de ternera.
Él no le quitaba la vista de encima.
– Yo tomaré los mejillones y el chuletón. Compartiremos unos aros de cebolla. Y una botella de… -había olvidado el vino y tuvo que quebrar el contacto visual con ella.
No podía sentir celos. No tenía ningún derecho sobre Mallory. Pero sí se sentía responsable por ella, sentía la necesidad de protegerla de los lobos y de otra clase de depredadores.
– ¿Tiene algo que ver con ese tal Kevin? -insistió cuando el camarero se hubo marchado. Vio que se ruborizaba y que exhibía una expresión de gran culpabilidad.
– Su vino, señor -indicó el sumiller, ofreciendo la botella a la inspección de Carter.
– Perfecto -repuso sin mirarla-. No, no quiero probarlo. Simplemente, sírvalo.
Mallory había recorrido la distancia desde Bergdorf's hasta el restaurante con la esperanza de que sus elegantes botas nuevas fallaran en la primera prueba. Resbalaría en la helada acera y se caería. Con lo bien que se le daba no llamar la atención, podía quedarse quieta en las frías baldosas hasta congelarse y morir, lo que parecía infinitamente preferible a contarle a Carter que Kevin conocía su deseo má profundo.
Les había contado a los testigos de la oposición que para Navidad quería conseguir al abogado de la defensa. Kevin podría chantajearla. ¿Hasta dónde llegaría ella para evitar que le revelara a Carter lo que sentía por él? Peor aún, ¿y si Kevin le estaba contando en ese momento a Phoebe que tenían a la abogada de la defensa en un aprieto? Gimió.
– ¿Perdona? -Carter enarcó las cejas.
– Me da pánico contarte lo que tengo que contarte -al menos ya había dado un paso.
Él dio la impresión de ponerse un poco tenso.
– Siempre es mejor no reservarse nada y quitárselo de encima.
Ella suspiró.
– Kevin era el Santa Claus de los grandes almacenes.
– ¿Cómo lo sabes?
Había llegado el momento de mentir.
– Preferiría no contártelo -apretó los labios y supo que él no iba a conformarse con esa respuesta, pero le daría un segundo para pensar en otra.
– Yo preferiría que me lo contaras -también él apretó los labios.
– Una Torre de Roquefort y Pera para la dama -entonó el camarero-. Y mejillones al curry para usted, señor, además de unos deliciosos aros de cebolla.
Mallory atacó la ensalada con fingido ímpetu, pero incluso con la vista baja podía sentir que le perforaba un agujero a través de la frente.
– Lo adiviné -anunció de repente.
– Lo adivinaste.
– Sí.
– ¿Cómo?
– Oh, su voz. Algo.
– De modo que sólo se trata de una conjetura por tu parte.
– No, luego se lo pregunté.
– ¿Cuándo?
– En un momento en que tú… no estabas presente.
Él frunció el ceño, tratando de recordar un momento durante la tarde en el que Kevin y ella hubieran podido estar a solas, y ella esperó que no se concentrara demasiado. No iba a encontrar ninguno porque ninguno había habido.
– Comprendo -aceptó Carter al final-. Bueno, ahora que hemos aclarado eso, quizá podamos volver a trabajar. ¿Cómo crees que deberíamos llevar a la mujer con los dientes verdes que vamos a interrogar mañana?
Carter pensó que podría hablar y rumiar al mismo tiempo. No creía que se lo hubiera preguntado a Kevin. No creía que hubiera habido un momento en el que hubiera salido de la sala mientras Kevin y ella seguían dentro. Aún mantenía secretos. Por no mencionar quiénes habían sido sus citas.
Y lo peor era que le importaba. Ese era el problema. No era el momento idóneo para que su relación se volviera física, pero se la veía tan hermosa, tan deseable, con esos pechos blancos. Podría haberse acostado con esa mujer cinco años atrás si hubiera activado su encanto cuando tuvo la oportunidad, y el hecho de no haber aprovechado esa oportunidad lo estaba matando.
Tenía que quitársela de la cabeza, aunque no era su mente la que le planteaba problemas, hasta que hubiera cerrado con éxito el caso y ella se desmayara de admiración. De modo que saldría con Brie al día siguiente por la noche y con otra el viernes, y luego ya pensaría en algo para salvar el fin de semana.
Mallory discutía con él incluso en ese momento, y no podía culparla, porque había estado fantaseando con ella y dicho algo estúpido. Se acabaron las estupideces. Su vida dependía de ello.
Fue a la mañana siguiente cuando Mallory sintió el pleno impacto de su reciente desvío del sendero conocido de orden y serenidad.
Cuando Carter salió de la habitación que ocupaba con aspecto de estar listo para desayunar, ella se hallaba vestida con los nuevos pantalones ceñidos, la chaqueta azul verdosa, un escandaloso top que Maybelle había metido en la bolsa en el último instante y los Prada de tacones altos, mientras sacaba de forma metódica todo el contenido de su bolso.
– ¿Qué haces?
– No encuentro mi tarjeta de crédito.
– Llama y pide que te envíen otra.
Le lanzó una mirada que habría enorgullecido a su madre.
– De acuerdo -musitó él-. ¿Cuándo fue la última vez que la usaste?
Trató de centrarse en la tarjeta perdida y no en la boca cíe Carter.
– En Bloomingdale's, creo, cuando fuimos a comprar calcetines.
– Lo más probable es que la guardaras en algún lugar raro.
– Nunca, como dices tú, guardo mi tarjeta en un lugar raro. Tiene su sitio y es ahí donde la pongo.
– Debí imaginarlo -comentó con sarcasmo. Pero esta vez… -le apuntó con un dedo triunfal- no lo hiciste.
Ella apretó la boca.
– No necesito que alguien que ni siquiera es capaz de guardar unos calcetines me indique eso.
– No, supongo que no. Tú nunca olvidas nada, ¿verdad? -se acercó a la mesa, escudriñando los objetos diseminados sobre ella-. Veamos qué hay aquí -añadió con una sonrisa que no podría calificarse de amistosa.
– Mantente alejado de mi bolso -le ordenó.
– Sólo busco tu tarjeta de crédito, no toco nada -expuso-. Un bolso lleno de material de primeros auxilios no es muy privado, ¿no? Santo cielo. Qué tenemos aquí. Un equipo diminuto de herramientas. Un tubo de súper pegamento. ¿Guardas por alguna parte una grúa plegable? ¿Y dónde llevas la cinta aislante?
El rostro de ella se encendió. De hecho, siempre llevaba consigo un rollo de cinta adhesiva y de cinta aislante, al igual que unas tijeras, dos agujas, una con hilo negro y la otra con hilo blanco, dos imperdibles, discos de velero…
– Es bueno estar preparada para una emergencia.
– ¿Con cuánta frecuencia tienes una emergencia? -quiso saber.
– De vez en cuando tengo que repasar un bajo.
El alzó la cara hacia el techo.
– Oh… santo cielo, es una crisis. Que echen a esa mujer de la reunión. Le cuelga el bajo.
– Si exhibes tu mejor aspecto, trabajas mejor -repuso ella, aunque a sus propios oídos sonó poco convincente.
– No necesariamente. Por ejemplo, tengo un aspecto estupendo -comenzó a ayudarla a sacar cosas del bolso de mano. Cuando se encontró con una caja que contenía exactamente doce aspirinas, la abrió, puso una en su mano y se la tomó sin agua-. Y ahora voy a trabajar mejor. ¡Eh! Aquí tienes la tarjeta de crédito -la extrajo de un bolsillo interior y la alzó con gesto de triunfo.
– Gracias -dijo, sintiéndose cansada-. Jamás la habría buscado allí. Ese es el bolsillo para mi agenda electrónica, no el de la tarjeta de crédito. No me extraña no haber podido encontrarla.
– Creo que funciona mejor cuando no sabes dónde está todo -comentó él mientras Mallory volvía a guardar las cosas-. De ese modo, cuando pierdes algo, sabes que tendrás que buscarlo por todas partes.
– Veo un defecto en tu razonamiento -musitó ella.
– Podemos discutirlo durante el desayuno. ¿Lista? Esta mañana voy a pedir tortitas. Tantos huevos me están dando demasiada energía.
«Yo conozco una manera estupenda en que podrías utilizarla».
– Ve a la sala de conferencias -dijo cuando llegaron a Angell y Angell-. Voy a hablar con Phoebe acerca de acelerar la presentación de las pruebas fotográficas.
– Buena suerte -le deseó.
Dejó el maletín en el pasillo, justo al lado de la sala de conferencias, y fue hacia el despacho de Phoebe, donde oyó voces a través de la puerta entreabierta. En realidad, sólo una voz; la de ella.
– Hago lo que puedo, padre -decía-. Pero no me gusta. No es ético y… Lo sé -añadió tras escuchar largo rato. Sonaba vencida-. Sí, padre, lo sé. Dura y pragmática -recitó un momento más tarde-. Seguiré intentándolo, desde luego.
Mallory se alejó con sigilo. Alphonse Angell controlaba las decisiones de Phoebe desde Minneapolis. Se preguntó qué querría que hiciera su hija que ésta consideraba poco ético.
– ¿Aceptó? -preguntó Carter al verla regresar a la sala de conferencias.
– Hablaré con ella más tarde -respondió-. Estaba ocupada.
– Te acobardaste -los ojos le brillaron con expresión perversa.
– ¡No es verdad!
– Apuesto que sí.
– Si es así, que mis dientes se vuelvan verdes -juró-. Y ahora calla. Aquí viene nuestra testigo.
– Lo que no entiendo -dijo Maybelle- es por qué esa mujer no se hace blanquear los dientes.
– Lo que yo no entiendo -dijo la experta en maquillaje-, es por qué abrió la boca al máximo y echó la cabeza atrás en pleno proceso de teñirse el pelo.
Mallory contuvo un suspiro impaciente, más que nada para no soplarle en la cara a la experta. Maybelle había decretado que se reunieran en Bergdorf's a las siete, y Mallory casi había llegado bañada en lágrimas, queriendo contarle a Maybelle que, a pesar de la chaqueta roja, de los pantalones con los que apenas podía sentarse y de las coquetas botas, la noche anterior no había pasado nada. De hecho, lo primero que había hecho Carter cuando llegaron al hotel, había sido llamar a Brie para repetir la cita esa noche.
En realidad, había llorado un poco al quitar las etiquetas de la ropa nueva para colgarla… había llorado por Carter y por el dinero que había gastado. O no gastado, ya que aún no había llegado a pagar por los artículos. Y luego, para rematarlo, Carter había invitado a Phoebe Angell a comer.
– Quiero decir, esos tratamientos de blanqueado son increíbles -decía Maybelle. Convencí al presidente de que se sometiera a uno.
La experta en maquillaje se detuvo en seco con el lápiz para los labios.
– ¿El presidente?
No el nuestro -intervino Mallory, orgullosa de poder añadir algo a la conversación-. El presidente de una nación emergente que necesita cambiar de imagen para ser reelegido.
– Exacto -dijo Maybelle-. Desde luego, comprendo que esa mujer de la que hablas espere hasta después del juicio…
– No va a haber ningún juicio -intervino Mallory.
– Quédese quieta -pidió la maquilladora.
– Claro que no va a haber ningún juicio, pero supón que lo hubiera, ella querría esperar a que terminara, pero Kevin me ha dicho que la mujer afirma que es permanente.
– Tiene fundas -explicó Mallory con los labios cerrados-. Ése es el problema.
– Pero, ¿por qué abrió la boca y echó la cabeza atrás? -insistió la maquilladora.
– Porque -silbó Mallory a través de los dientes- se estaba tiñendo el pelo de rojo y…
– Ya puede abrir la boca.
– … tiñendo el pelo de rojo para el papel de Annie Ado en la obra teatral Oklahoma, y de repente tuvo ganas de ensayar la canción I Can't Say No.
– Gracias. Me siento mejor al saberlo.
– ¿Y qué pasa con las fundas? -Maybelle se ciñó al tema.
– Se pueden blanquear los dientes pero no las fundas de porcelana -explicó Mallory.
– Vaya. Desde luego, me alegro de que el presidente tenga todos sus dientes.
– Ya está -anunció la maquilladora-. Mírese.
Mallory tuvo que reconocer que los colores eran sutiles. Pero no le convencieron las pestañas.
– La gente pensará que son falsas -le susurró a Maybelle, ya que no quería herir los sentimientos de la experta.
Maybelle suspiró.
– Oh, cariño, casi eres un caso perdido. De verdad. Pero si piensas que me voy a rendir contigo, olvídalo. Vamos a dar con algo que te haga sentir sexy, eso es lo único que cuenta -pasó de amiga exasperada a consejera en una fracción de segundo-. No suelo meterme en temas freudianos, pero creo que en tu caso podría ser interesante saber de dónde sacaste la idea de lo que se supone que debe ser una mujer.
La dejó sorprendida. Lentamente, metió la mano en su voluminoso bolso y sacó el último libro de su madre. Lo extendió hacia Maybelle.
– Lea esto -dijo-. Nos ahorrará mucho tiempo.
– Santo cielo. ¿Quién lo escribió? -alejó el libro, en apariencia para verlo mejor.
– Mi madre.
– Eso debe de ser interesante. Gracias, cariño, lo leeré. Aquí tienes tu maquillaje -aunque Mallory no había visto que se intercambiara dinero ni tarjetas de crédito, la vendedora había presentado una bolsa llena de maquillaje, que Maybelle le entregó a ella-. Ve a casa y sorprende a ese hombre con tu nueva cara. Observa qué sucede. Volvamos a quedar aquí mañana por la noche. Parece que aquí nos va mejor que en la oficina. Quizá sea por el escritorio y tanto cuerno.
Y se marchó. Entonces, Mallory se volvió hacia la maquilladora.
– ¿No tengo que pagar por estas cosas?
– Oh, no. Ya está solucionado.
– No puedo dejar que vaya comprando cosas que tendré que pagar más adelante -dijo, perdiendo su natural necesidad de discreción por el pánico que la dominó-. No sé el precio de ningún artículo que he comprado en los dos últimos días. Podría estar en la bancarrota sin saberlo.
– Oh -la joven descartó la idea con un movimiento displicente de la mano-, no se preocupe por eso. Deje que Maybelle se divierta.
– No puedo evitar que me caiga bien -comentó Mallory con más desesperación-, pero hay un límite a la diversión que le puedo permitir.
La joven rió.
– Puede que acabe sin pagar por nada -afirmó.
– ¿Qué?
– No conoce a Maybelle, ¿verdad?
– Tiene muchos, muchos diplomas -anunció con tono sombrío.
– Y también muchas, muchas parcelas de tierra de Texas -explicó la experta-. Las heredó cuando murió su marido.
– ¿Qué tamaño tiene cada parcela?
– ¿Cómo voy a saberlo? -respondió la muchacha-. Pero son muchos acres, y algunos están justo a las afueras de la ciudad -la sonrisa se amplió, y en ese momento fue simplemente una joven bonita y agradable que era realmente buena con el maquillaje.
– ¿Qué ciudad?
– Dallas.
– Ahhh.
– Sí, y en las tierras que estaban en West Texas, donde Maybelle vivía, había mucho petróleo -rió entre dientes.
– Petróleo -soltó otro «ahhh».
– Hablo de un montón de petróleo. Maybelle decía que se volvió deprimente vivir con ese olor -la joven rió abiertamente-. Yo le dije que era la clase de depresión que no me importaría tener.
– Entonces… tiene cuenta aquí y acaba de…
– Las vendedoras reciben una pequeña sesión de orientación cuando empiezan a trabajar en Bergdorf's -explicó la joven-. Maybelle elige, nosotros lo sumamos y lo enviamos a contabilidad, contabilidad habla con el contable de ella y éste envía dinero. Todos felices.
Mallory se vio reducida a murmurar estupideces del tipo de «Ya veo», «Bmmm», «Ohhh». Le dio las gracias a la joven por la información y se preparaba para marcharse cuando la maquilladora dijo:
– Puse algunas instrucciones en la bolsa. No estoy segura de que prestara atención mientras le maquillaba la cara.
– Gracias dijo Mallory-. Tiene razón.
– No se preocupe. Si tiene algún problema, venga a verme. Yo puedo arreglar las cosas pequeñas, Maybelle puede arreglar las grandes.
– ¿De verdad lo cree?
La cara de la joven exhibió una expresión misteriosa.
– Le apuesto un brillo Pink Pearl para los labios a que el presidente al que está aconsejando sale reelegido.