Sonó el teléfono del escritorio de mi estudio iluminado por las velas, e intuí la proximidad de un cambio tremendo.
No soy médium. No veo signos ni presagios en el cielo. Las líneas de la palma de mi mano no me revelan nada del futuro y carezco de la habilidad de los gitanos para discernir las formas del destino en las hojas del té.
Mi padre estaba agonizando hacía días y tras pasar la noche anterior junto a su lecho, enjugando el sudor de su frente y escuchando su trabajosa respiración, supe que no iba a durar mucho. Temía perderle y, por primera vez en veintiocho años, encontrarme solo.
Soy hijo único, mi madre falleció hace dos años. Sufrió un ataque de corazón, pero al menos no padeció una larga enfermedad.
La pasada noche, justo antes del amanecer, volví a casa agotado. Intenté dormir, pero no pude hacerlo ni mucho ni bien.
Me incliné hacia delante en la silla, deseando que el teléfono quedara en silencio, pero no fue así.
El perro también sabía lo que significaba aquella llamada. Salió pesadamente de las sombras a la luz de las velas, y se me quedó mirando con expresión de tristeza.
A diferencia de los de su especie, sostiene la mirada de hombres y mujeres tanto como le interese. Los animales sólo nos miran directamente un momento, luego desvían la mirada como si les desconcertara algo que ven en los ojos humanos. Es posible que Orson vea lo que otros perros ven y, quizá, también se sienta molesto, pero no se intimida.
Es un perro extraño. Pero es mi perro, mi amigo constante, y yo lo quiero.
A la séptima llamada, me rendí a lo inevitable y conteste.
Era una enfermera del Mercy Hospital. Hablé con ella sin que Orson apartara de mí su mirada. Mi padre estaba empeorando con rapidez. La enfermera me sugirió que fuera junto a su lecho sin dilación.
Cuando colgué el aparato, Orson se aproximó a la silla y apoyó en mi regazo su fornida cabeza negra. Gimió suavemente y frotó el hocico contra mi mano No meneó la cola.
Permanecí aturdido durante unos instantes, incapaz de pensar o de actuar. El silencio de la casa, tan profundo como las aguas abisales del océano, adquirió una presión abrumadora, inmovilizadora. Luego llamé por teléfono a Sasha Goodall para pedirle que me llevara al hospital.
Sasha dormía habitualmente desde el mediodía hasta las ocho. Trabaja en la KBAY, poniendo música en la oscuridad, desde medianoche hasta las seis de la mañana. Es la única emisora de radio de Moonlight Bay. Aquella tarde de marzo pasaban algunos minutos de las cinco, estaría durmiendo y lamente la necesidad de despertarla.
Sasha, como Orson ojos tristes, era una amiga con la que siempre podía contar. Y era mucho mejor conductora que el perro.
Respondió al segundo timbrazo sin muestras de sueño en la voz.
– Chris, lo siento -me dijo antes de que pudiera decirle nada, como si hubiera estado esperando la llamada y como si en el sonido de su teléfono hubiera captado la misma señal de mal agüero que Orson y yo cuando sonó el mío.
Me mordí el labio y me negué a considerar lo que estaba a punto de suceder. Mientras papa viviera, quedaba esperanza, aunque los médicos pronosticaran lo peor. En el último momento el cáncer podía remitir.
Yo creo en los milagros.
Después de todo, a pesar de mi condición, he vivido más de veintiocho años, lo cual es una especie de milagro, aunque otras personas, al observar mi vida desde afuera, la consideren una maldición.
Creo en los milagros, para ser mas preciso, creo en nuestra necesidad de milagros.
– Estaré ahí en cinco minutos -aseguro Sasha.
Por la noche hubiera podido ir al hospital solo, pero a aquella hora hubiera sido un espectáculo ir a pie hasta allí.
– No -repuse- Conduce con cuidado. Es probable que tarde más de diez minutos en estar listo.
– Te quiero, Snowman.
– Te quiero -conteste.
Tapé la pluma con la que había estado escribiendo cuando llamaron del hospital, y la guardé junto al bloc amarillo.
Apagué las tres velas de cera con un matacandelas de cobre de brazo largo. Unos finos y sinuosos fantasmas de humo serpentearon en las sombras.
El sol, una hora antes del crepúsculo, ya estaba bajo en el cielo pero todavía era peligroso. Brillaba amenazador en los bordes de las persianas plegadas que cubrían todas las ventanas.
Anticipando mis intenciones, como era habitual, Orson salió de la habitación y corrió pesadamente por el rellano del piso de arriba. Es una mezcla de Labrador de cuarenta kilos, tan negro como el gato de una bruja. A través de las sombras de nuestra casa, corretea sin ser visto, su presencia sólo la traiciona el golpeteo sordo de sus grandes patas en las alfombras y el chasquido de sus uñas en los suelos de madera.
Una vez en mi cuarto, al otro lado del rellano que da al estudio, no encendí el reductor de luz, el dispositivo del techo de cristal mate. La luz indirecta del sol poniente, de un amarillo desabrido, estallaba en los bordes de las persianas de las ventanas y era suficiente para mí.
Mis ojos están mejor adaptados a la penumbra que los de la mayoría de la gente. Aunque soy, hablando figuradamente, un ave de noche, no tengo un don especial de visión nocturna, nada sería tan romántico o excitante como poseer un talento paranormal. Se trata simplemente de que mi larga adecuación a la oscuridad ha aguzado mi visión nocturna.
Orson subió de un brinco al escabel y luego se acurrucó en el sillón para observarme mientras me preparaba para el mundo de la luz.
Del armario del cuarto de baño contiguo saqué una botella de loción con crema antisolar de protección cincuenta. Me la aplique generosa mente en la cara, en las orejas y en el cuello.
La loción tenía un fuerte olor a coco, un aroma que asocio con palmeras al amanecer, cielos tropicales, vistas del océano rutilante a la luz de la luna, y otras cosas que siempre formaran parte de mi experiencia. Para mi esta es la fragancia del deseo, de la negación y la imposibilidad de los anhelos, el perfume suculento de lo inasequible.
A veces sueño que estoy paseando en una playa del Caribe bajo una lluvia de rayos de sol, y la arena blanca bajo mis pies parece un colchón de absoluto resplandor. El calor del sol en mi piel es más erótico que la caricia de una amante. En el sueño la luz no me baña, me atraviesa. Cuando despierto, estoy sin ella.
La loción, aunque olía a sol tropical, me refresco la cara y el cuello También me la puse en las manos y en las muñecas.
El cuarto de baño tenía una sola ventana en la que la persiana estaba casi siempre levantada, pero allí apenas entraba luz porque el cristal era opaco y porque la luz del sol se filtraba a través de las gráciles ramas de un metrosideros. Las siluetas de las hojas se aguaban en el cristal.
En el espejo del lavabo, mi reflejo era menos que una sombra. Aunque hubiera encendido la luz, no hubiera tenido una visión clara de mí mismo, porque la única bombilla en la instalación era de bajo voltaje y de color melocotón.
Raras veces me había visto la cara a plena luz.
Sasha dice que le recuerdo a James Dean, mas al de Al este del Edén que al de Rebelde sin causa.
Yo no percibo el parecido. El cabello es el mismo, sí, y los ojos azul claro. Pero él tenía un aspecto frágil y yo no me veo de este modo.
No soy James Dean, sólo soy yo, Christopher Snow, y puedo vivir con ello.
Cuando acabé con la loción volví a mi cuarto. Orson levantó la cabeza del sillón para deleitarse con el aroma a coco.
Ya llevaba calcetines de deporte, las Nikes, téjanos y una camiseta negra. Me puse rápidamente una camisa negra de algodón de manga larga y me la abotoné hasta el cuello.
Orson me siguió escaleras abajo hasta el recibidor. Como el porche estaba protegido con un toldo y había dos grandes robles de California en el patio, la luz del sol no alcanzaba directamente a las vidrieras laterales que flanqueaban la puerta principal, por esta razón no estaban protegidas con cortinas o persianas. Los paños emplomados -mosaicos geométricos de cristal transparente, verde, rojo y ámbar- brillaban suavemente como joyas.
Cogí una chaqueta de cuero negro con cremallera del armario colgador. Iba a salir después de oscurecer, y aunque fuera un día apacible de marzo, la costa central de California puede volverse fría cuando el sol se pone.
Cogí del estante del armario una gorra en pico azul marino y me la puse calándomela bien en la cabeza. En la parte frontal, encima de la visera, con unas letras bordadas en color rubí, estaba escrito: Instrucción Secreta. Una noche, durante el otoño anterior, encontré la gorra en Fort Wyvern, la base militar nacional abandonada de Moonlight Bay. Era el único objeto que había en una habitación fresca y seca, de paredes de hormigón, en la tercera planta del sótano.
Aunque ignoraba lo que aquellas palabras bordadas podían significar, me lleve la gorra porque me intrigó.
Cuando me dirigí hacia la puerta principal, Orson gimió suplicante.
Me detuve y lo acaricié.
– Estoy seguro de que a papá le gustaría verte por última vez, colega. Estoy seguro. Pero no hay sitio para ti en un hospital.
Sus ojos directos y negros como el carbón centellearon. Hubiera jurado que su mirada rebosaba pena y comprensión. Quizá porque lo miraba a través de las lagrimas que estaba reprimiendo.
Mi amigo Bobby Halloway dice que tiendo a antropomorfizar a los animales, que les atribuyo cualidades y actitudes humanas que en realidad no poseen.
Quizás es así porque los animales, a diferencia de algunas personas, siempre me han aceptado como soy. Los ciudadanos de cuatro patas de Moonlight Bay poseen una comprensión de la vida más compleja -así como también más bondad- que algunos de mis vecinos.
Bobby me dice que atribuir cualidades humanas a los animales, sin considerar mi experiencia con ellos, es un signo de inmadurez. Y yo le digo a Bobby que se joda.
Consolé a Orson acariciando suavemente su brillante pelambre y rascándole detrás de las orejas. Estaba muy tenso. Irguió dos veces la cabeza para escuchar atentamente sonidos que yo no podía oír, como si presintiera una vaga amenaza, algo aún peor que la pérdida de mi padre.
Entonces todavía no había visto nada sospechoso en la muerte inminente de mi padre. El cáncer sólo era un destino, no un asesinato, a menos que quieras presentar cargos criminales contra Dios.
En dos años había perdido a mis padres mi madre había muerto cuando contaba tan sólo cincuenta y dos años y ahora mi padre, a los cincuenta y seis, yacía en su lecho de muerte… bueno, en todo esto residía el infortunio que me había acompañado literalmente desde mi concepción.
Más tarde iba a descubrir la razón del nerviosismo de Orson; una buena razón para preguntarse si había presentido la oleada de problemas que nos venía encima.
Bobby Halloway se hubiera reído de esto despectivamente y hubiera dicho que estaba haciendo algo peor que asignar sentimientos humanos a ese perro bastardo, porque le atribuía actitudes superhumanas. Yo le hubiera dado la razón, y luego le hubiera dicho a Bobby que se jodiera bien.
Seguí acariciando y rascando a Orson hasta que sonó un bocinazo en la calle, luego, casi al mismo tiempo, volvió a sonar ante la puerta.
Sasha había llegado.
A pesar de la crema solar, me subí el cuello de la chaqueta para protegerme más.
Cogí un par de gafas de sol de la mesa del recibidor estilo Stickley situada debajo del cuadro Amanecer de Maxfield Parrish.
Con la mano en el pomo de la puerta de cobre labrado, me volví otra vez hacia Orson.
– Todo irá bien.
Lo cierto es que no sabía como íbamos a salir adelante sin mi padre. Era nuestra ligazón con el mundo de la luz y con la gente del día.
Y aún más, mi padre me quería como nadie en el mundo podría quererme, como sólo un padre puede querer a un hijo deficiente. Me comprendía como quizá nadie me comprendería jamás.
– Todo irá bien -repetí.
El perro lanzó una mirada solemne y complacida, casi con compasión, como si supiera que estaba mintiendo.
Abrí la puerta principal y cuando salí al exterior me puse las gafas de sol. Los lentes eran especiales, de protección total contra los rayos ultravioleta.
Los ojos eran mi punto de mayor vulnerabilidad. No podía correr ningún riesgo.
El Ford Explorer verde de Sasha estaba ante la entrada, con el motor en marcha y ella al volante.
Cerré la puerta de casa y eché la llave. Orson no intentó salir tras de mí.
Se había levantado una brisa procedente del oeste: un soplo que se dirigía tierra adentro con el olor opresivo y astringente del mar. Las hojas de los robles murmuraban como si se transmitieran secretos de rama en rama.
Sentí una opresión en el pecho, como siempre sucedía cuando me aventuraba a la luz del día. El síntoma era psicológico; no obstante, me impresionaba.
Cuando bajé los escalones del porche y caminé por las baldosas hacia la entrada, me sentí abrumado. Igual que un buzo en las profundidades del mar con un traje presurizado con un mundo de agua encima de la cabeza.
Cuando entré en el Explorer, Sasha me dijo sosegadamente:
– Hola, Snowman.
– Hola.
Me coloqué el cinturón de seguridad cuando Sasha puso la marcha atrás.
Miré hacia la casa a través de la visera de la gorra y mientras nos alejábamos me pregunté cómo me parecería cuando la viera la próxima vez. Presentía que cuando mí padre abandonara este mundo, todas las cosas que le habían pertenecido me iban a parecer más míseras y empequeñecidas porque ya no estarían tocadas por su espíritu.
Es un edificio del período Craftsman, dentro de la tradición Green and Green: piedra vista aplicada con un mínimo de mortero, tablas de forro de cedro blanqueadas por el clima y el paso del tiempo, de líneas modernas pero en absoluto artificiales o insustanciales, plenamente integrado en el entorno y de aspecto formidable. Después de las recientes lluvias del invierno, las líneas bien definidas del tejado de pizarra se habían suavizado con una verde colcha de liquen.
Cuando salimos a la calle, me pareció ver una sombra junto a una de las ventanas de la sala de estar, al fondo del porche, y la cara de Orson en el cristal, con las patas en el antepecho.
– ¿Cuánto tiempo hace que no salías? -me preguntó Sasha mientras nos alejábamos de la casa.
– ¿A la luz del día? Nueve años.
– Novena a la oscuridad.
También escribía canciones.
– Maldita sea, Goodall, no te pongas poética conmigo.
– ¿Qué sucedió hace nueve años?
– Apendicitis.
– Ah. Cuando estuviste a punto de morir.
– Sólo la muerte me saca a la luz del día.
– Pero te ha quedado una cicatriz muy sexy -dijo ella.
– ¿Tú crees?
– Me gusta besarla, ¿no es cierto?
– Siempre me he preguntado por qué.
– Tu cicatriz me conmueve profundamente -aclaró ella- Podrías haber muerto.
– No lo hice.
– La beso como si dijera una oración de acción de gracias. Porque estás conmigo.
– O porque te excita sexualmente la deformidad.
– Huevón.
– Seguro que tu madre no te enseño este lenguaje.
– Fueron las monjas de la escuela parroquial.
– ¿Sabes lo que quiero? -dije.
– Hace casi dos años que estamos juntos. Sí, creo que sé bien lo que quieres.
– Quiero que nunca interrumpas mi inercia.
– ¿Por qué debería hacerlo? -inquirió.
– Exacto.
A pesar de la armadura de ropa y loción, detrás de las sombras que protegían mis sensibles ojos de los rayos ultravioleta, me acobardaba percibir el día a mi alrededor. Me sentía como una frágil cáscara de huevo sobre la que se ha hecho presión.
Sasha era consciente de mi gran desasosiego, pero hacía ver que no se daba cuenta. Para distraerme de la amenaza y de la infinita hermosura del mundo iluminado por el sol, hizo lo que hace tan bien y es típico de Sasha.
– ¿Donde estarás después? -me pregunto- Cuando todo haya pasado.
– En el supuesto que pase. Las cosas podrían ser peor.
– ¿Dónde estarás cuando yo esté en el aire?
– Pasada medianoche probablemente con Bobby.
– Procura que conecte la radio.
– ¿Vas a responder peticiones esta noche? -quise saber.
– No tienes que llamar. Sé lo que necesitas.
Al llegar a la siguiente esquina giró el Explorer a la derecha y se metió en Ocean Avenue. Condujo colina arriba, alejándose del mar.
Frente a las tiendas y restaurantes en las anchas aceras, pinos Stone de veinticinco metros extendían los brazos de las ramas hasta el otro lado de la calle. En el pavimento se dibujaban luces y sombras.
Moonlight Bay, el hogar de doce mil personas, se eleva desde el puerto y la llanura hasta unas suaves hileras de colinas. La mayor parte de guías de California llaman a nuestra ciudad «La Joya de la Costa Central», sobre todo porque en los programas de la Cámara de Comercio se le ha dado siempre una amplia difusión.
La ciudad se ha ganado el nombre por muchas razones, entre ellas y no exenta de importancia por la abundancia de árboles. Espléndidos robles con guirnaldas centenarias. Pinos, cedros, palmeras fénix. Extensas arboledas de eucaliptos. Mis favoritos son los grupos de delicados melaleuca luminaria que en primavera se cubren con brotes que parecen estolas de armiño.
Debido a nuestra relación, Sasha había aplicado una película protectora a las ventanillas del Explorer. A pesar de todo, el paisaje poseía un brillo muy superior al que yo estaba habituado.
Deslicé las gafas de sol hasta la nariz y mire por encima de la montura.
Las agujas de los pinos hilvanaban un elaborado y oscuro encaje de un admirable azul púrpura, el cielo de la tarde brillaba con misterio y un reflejo de su contorno fluctuaba a través del parabrisas.
Me volví a colocar las gafas rápidamente en su sitio, no tanto para protegerme los ojos como porque de pronto sentí vergüenza de estar gozando de aquella extraordinaria jornada a la luz del día cuando mi padre yacía en su lecho de muerte.
Sasha conducía a prudente velocidad, sin detenerse apenas en los cruces sin tráfico.
– Te acompañare -dijo.
– No es necesario.
El profundo desasosiego de Sasha ante médicos, enfermeras y todo lo relacionado con la medicina, rayaba la fobia. Estaba convencida de que viviría siempre, tenía una gran confianza en el poder de las vitaminas, minerales, antioxidantes, pensamientos positivos, y las técnicas para sanar el cuerpo y la mente. Pero cuando iba de visita a un hospital, la convicción de que iba a evitar el destino del género humano se esfumaba temporalmente.
– Creo que debería acompañarte. Aprecio a tu padre -repuso.
Su aparente tranquilidad fue traicionada por un temblor en la voz, y a mi me conmovieron sus deseos de acompañarme precisamente a donde mas odiaba ir.
– Prefiero estar a solas con él, nos queda poco tiempo.
– ¿De verdad?
– De verdad. Escucha, he olvidado dejarle la comida a Orson ¿Podrías volver a casa y ocuparte tu?
– Sí -contestó aliviada de tener una tarea que hacer-. Pobre Orson. Él y tu padre eran buenos camaradas.
– Juraría que lo sabe.
– Seguro. Los animales saben estas cosas.
– Especialmente Orson.
Desde la Ocean Avenue, giró a la izquierda por Pacific View. El Mercy Hospital estaba a dos manzanas.
– Estará bien -dijo.
– No lo demuestra demasiado, a su manera está afligido.
– Le daré muchos abrazos y caricias.
– Papá era su conexión con el día.
– Ahora seré yo su conexión -prometió ella.
– No puede vivir exclusivamente en la oscuridad.
– Me tiene a mí, yo nunca voy a ningún sitio.
– ¿No? -pregunté.
– Estará bien.
En realidad no estábamos hablando solo de un perro.
El hospital es un edificio de tres plantas de estilo mediterráneo californiano construido en otra época cuando este término no hacia pensar en una arquitectura de folleto y una construcción barata. Las típicas ventanas llevan molduras de bronce. Las habitaciones de la planta baja están cubiertas por galerías con arcos y columnas de piedra caliza.
Enredaderas leñosas de antiguas buganvillas cubren los techos y algunas columnas de la galería. Aquel día, aunque faltaban todavía dos semanas para la llegada de la primavera, de los aleros colgaban cascadas de flores carmesí y púrpura brillante.
Durante unos segundos, me deslice las gafas hasta la nariz y gocé de aquella fiesta de color.
Sasha se detuvo ante una entrada lateral.
Cuando me liberé del cinturón de seguridad, apoyó una mano en mi brazo y me lo apretó suavemente.
– Llámame al móvil cuando quieras volver.
– Me quedaré hasta la puesta de sol. Volveré paseando.
– Si lo prefieres así…
– Sí, lo prefiero.
De nuevo deslice las gafas hasta la nariz, esta vez para ver a Sasha Goodall como nunca la había visto antes. A media luz, sus ojos grises eran claros y profundos, como lo eran ahora a la luz del día. Sus espesos cabellos caoba, con aquella luz, brillan como el vino en el cristal, pero brillan mucho más bajo la caricia del sol. Su piel blanca y aterciopelada está salpicada de unas tenues pecas, cuyas formas conozco tan bien como las constelaciones en cada cuadrante del cielo nocturno, en todas las estaciones.
Sasha, con un dedo, me volvió a colocar en su sitio las gafas de sol.
– No hagas locuras.
Soy un ser humano. Y los seres humanos hacemos locuras.
Pero si me quedara ciego, la visión de su rostro me sostendría en la permanente oscuridad.
Me incliné sobre el tablero y la besé.
– Hueles a coco -dijo.
– Eso intento.
La bese de nuevo.
– No deberías quedarte aquí afuera -añadió con firmeza.
El sol, encima del mar desde hacia media hora, brillaba con un color naranja intenso, un perpetuo holocausto termonuclear a ciento cuarenta millones de kilómetros de distancia. El Pacífico, por su parte, había adquirido una tonalidad de cobre fundido.
– Vamos, chico de coco. Vete.
Bien protegido, como el hombre elefante, salí del Explorer y corrí hacia el hospital con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta de cuero.
Me volví. Sasha me estaba mirando. Me dirigió un gesto con los pulgares.
Cuando entré en el hospital, Angela Ferryman me estaba esperando en el corredor. Era enfermera de la tercera planta, trabajaba en el turno de tarde y había bajado a recibirme.
Angela era una mujer hermosa, de carácter dulce, que rozaba la cincuentena, extremadamente delgada y muy pálida, como si su dedicación a la enfermería fuera tan brutal que, según los crueles términos de un pacto diabólico, tuviera que entregarse a sí misma para asegurar la recuperación de sus pacientes. Daba la sensación de que sus muñecas eran demasiado frágiles para el trabajo que realizaba y se movía con una ligereza y una rapidez tales que podía creerse que tenía los huesos huecos como los de las aves.
Apagó las placas fluorescentes del techo del corredor. Luego me abrazó.
Cuando padecí las enfermedades típicas de la infancia y la adolescencia -paperas, gripe, varicela- como no me podían tratar fuera de casa, Angela era la enfermera encargada de venir a cuidarme a diario. Sus impetuosos y descarnados abrazos eran tan esenciales en su trabajo como los depresores de la lengua, los termómetros y las jeringas. Sin embargo aquel abrazo, en lugar de reconfortarme, me asustó.
– ¿Cómo está? -pregunté.
– Está bien, Chris. Todavía aguanta. Creo que lo hace por ti.
Me dirigí hacia las escaleras de emergencia. Cuando la puerta de la caja de la escalera se cerró a mis espaldas, Angela volvió a conectar las luces del corredor de la planta baja.
La caja de la escalera no tenía una iluminación peligrosa. Con todo, subí apresuradamente y no me quite las gafas de sol.
Al final de las escaleras, en el corredor del tercer piso, me esperaba Seth Cleveland. Era el médico de mi padre y también uno de los míos. Aunque es un hombre alto, con unos hombros tan redondos y macizos como para aguantar los arcos de la galería del hospital, se comporta contigo de tal manera que no te abruma. Se mueve con la gracia de un hombre mucho más pequeño y su voz es como la del osito de un cuento.
– Le estamos medicando para el dolor -dijo el doctor Cleveland mientras apagaba las placas fluorescentes del techo-, así es que va y viene. Cada vez que recupera el conocimiento pregunta por ti.
Me quité las gafas, las guardé en el bolsillo de la camisa y corrí por el amplio corredor pasando ante las habitaciones donde otros pacientes, con todo tipo de dolencias, en todos los estadios de la enfermedad, yacían inconscientes o estaban incorporados ante la bandeja con la cena. Los que vieron apagarse las luces del corredor se preguntaban la razón y hacían una pausa en la comida para verme pasar frente a sus puertas abiertas.
En Moonlight Bay soy una celebridad a regañadientes. De los doce mil residentes y los cerca de tres mil estudiantes del Ashdon College, una institución privada de humanidades, situada en la zona más alta de la ciudad, posiblemente soy la única persona cuyo nombre conoce todo el mundo. Debido a mi vida nocturna, sin embargo, no todos mis conciudadanos me han visto.
Mientras atravesaba el vestíbulo, la mayoría de enfermeras y auxiliares de enfermería pronunciaron mi nombre o se acercaron.
Creo que lo hicieron no porque sintieran una especial atracción hacia mi persona, o porque apreciaran a mi padre -de hecho todo aquel que lo conocía lo apreciaba-, sino porque eran profesionales competentes y yo era el más profundo objeto de su genuino deseo de prodigar buenos cuidados. Durante toda mi vida los he necesitado, aunque estoy tan fuera de sus posibilidades de curarme como de las de cualquiera.
Mi padre estaba en una habitación semiprivada, pero en ese momento el otro paciente no ocupaba la cama.
Me detuve dudando en el umbral. Luego, con un profundo suspiro que no me dio fuerzas, entré y cerré la puerta detrás de mí.
Los listones de las cortinas venecianas estaban cerrados. En el extremo de cada tiro, el luminoso blanco del marco de las ventanas irradiaba la luz anaranjada del sol de la última media hora del día.
En la cama más próxima a la entrada, mi padre era una forma oscura. Oí su débil respiración. Y cuando le hablé, no respondió.
Un electrocardiógrafo lo controlaba, para no molestarle, habían silenciado la señal auditiva, el latido de su corazón se traducía en una línea de luz verde puntiaguda en un tubo de rayos catódicos.
Tenía el pulso rápido y débil. Cuando lo comprobé, pasó por un breve período de arritmia que me asusto, antes de estabilizarse otra vez.
Debajo de los cajones de la mesilla de noche había un mechero de butano y un par de velas de baya del árbol de la cera, de unos siete centímetros de diámetro, en unas copas de cristal. El personal médico fingió no darse cuenta de la presencia de estos objetos.
Puse las velas sobre la mesilla de noche.
Debido a mis limitaciones, gozo de estas dispensas de las reglas del hospital. De otro modo, hubiera tenido que sentarme en la más absoluta oscuridad.
Violando las reglas contra el fuego, presione el mechero y encendí la llama de una mecha. Luego la de la otra.
Quizá mi extraña celebridad me permita otras licencias. No se puede sobreestimar el poder de la celebridad en los actuales Estados Unidos.
Bajo la proyección de la temblorosa luz, el rostro de mi padre emergió de la oscuridad. Tenía los ojos cerrados y respiraba con la boca abierta.
No se estaban haciendo grandes esfuerzos para mantenerlo con vida, ningún inhalador le ayudaba a respirar.
Me quite la chaqueta y la gorra Instrucción Secreta y las deje en la silla dispuesta para los visitantes.
Me senté junto a su lecho, en el lado mas alejado de las velas, y cogí su mano con la mía. Tenía la piel fría y tan fina como el pergamino. Unas manos huesudas. Las uñas amarillas, agrietadas, como nunca lo habían estado.
Se llamaba Steven Snow y era un gran hombre. Nunca había ganado una guerra, o emitido una ley, nunca compuso una sinfonía ni escribió una novela famosa, como quiso hacer en su juventud, pero era más grande que cualquier general, político, compositor o novelista premiado que nunca haya vivido.
Era grande porque era bondadoso. Era grande porque era modesto, amable, risueño. Estuvo casado con mi madre durante treinta años, y durante ese largo trayecto lleno de tentaciones, le había permanecido fiel. Su amor por ella había sido tan vivo que nuestra casa, apenas iluminada en la mayoría de las habitaciones, brillaba en todo aquello que importaba. Profesor de literatura en Ashdon -donde mama había sido profesora en el departamento de ciencias-, papa era tan apreciado por sus alumnos que muchos seguían en contacto con el durante décadas después de dejar su clase.
Aunque mi enfermedad había condicionado muchísimo su vida prácticamente desde el día en que nací, cuando apenas contaba veintiocho años, jamás me hizo sentir que lamentaba su paternidad o que yo era para él algo más que una fuente inagotable de orgullo y alegría. Vivió con dignidad y sin lamentarse y nunca dejó de celebrar que estaba a buenas con el mundo.
Una vez fue un hombre fuerte y apuesto. Ahora su cuerpo se había encogido y tenía el rostro gris y macilento. Parecía mucho mayor de cincuenta y seis años. El cáncer se le había extendido desde el hígado al sistema linfático y de ahí a otros órganos, hasta dejarlo completamente acribillado. En su lucha por sobrevivir, había perdido la mayor parte de sus espesos cabellos blancos.
En el monitor, la línea verde empezó a hacer picos y a avanzar erráticamente. La mire con temor.
La mano de mi padre apretó débilmente la mía.
Cuando volví a mirarlo, sus ojos azul zafiro estaban abiertos y clavados en mí, más fijos que nunca.
– ¿Agua? -pregunte, porque últimamente siempre estaba sediento, seco.
– No, estoy bien -contesto, aunque parecía tener sed, con una voz que apenas fue un murmullo.
No supe que decir.
Durante toda mi vida, nuestra casa había estado llena de conversación. Mi padre, mi madre y yo hablábamos de novelas, viejas películas, de las tonterías de los políticos, de poesía, música, historia, ciencia, religión, arte, y de las lechuzas y ciervos voladores y mapaches y murciélagos y cangrejos de mar y otras criaturas que compartían la noche conmigo. Nuestro método iba desde los coloquios serios acerca de la condición humana al frívolo chismorreo sobre nuestros vecinos. En la familia Snow, ningún programa de ejercicio físico fuera lo enérgico que fuera, se consideraba adecuado si no incluía un ejercicio diario de la lengua.
Y ahora, cuando más necesitaba abrir mi corazón a mi padre, me había quedado mudo.
Sonrió como si comprendiera mi apuro y apreciara la ironía de aquella situación.
Luego la sonrisa desapareció. Su rostro, fatigado y amarillento, se demacró aun mas. Se había deteriorado tanto que cuando una corriente de aire agitó la llama de las velas, su rostro apenas parecía más consistente que un reflejo que flotara en la superficie de un estanque.
La luz dejo de parpadear y pensé que mi padre había entrado en la agonía, pero cuando habló su voz revelaba más pesadumbre que dolor.
– Lo lamento, Chris. Maldita sea, lo lamento.
– No tienes nada que lamentar -le aseguré mientras me preguntaba si estaba lúcido o hablaba a través de la confusión de la fiebre y los medicamentos.
– Lamento tu herencia, hijo.
– Estaré bien. Puedo cuidar de mi mismo.
– No me refiero al dinero. Tendrás suficiente -dijo, su murmullo se quebró. Sus palabras se deslizaban de sus pálidos labios con el mismo silencio que el líquido de un huevo lo hace de la cáscara rota-. De la otra herencia de tu madre y mía. Del XP.
– Papá, no. No podían saberlo.
Cerró otra vez los ojos Sus palabras eran tan finas y transparentes como la clara de huevo crudo.
– Lo lamento…
– Me has dado la vida -dije.
Su mano se había deslizado de la mía.
Por un instante pensé que había muerto. El corazón se me perdió en el pecho como una piedra a través del agua.
Pero el latido que marcaba la luz verde en el electrocardiógrafo me mostró que sólo había perdido el conocimiento otra vez.
– Papá, me has dado la vida -repetí, aturdido porque no podía oírme.
Mis padres eran portadores sin saberlo de un gen recesivo que aparece solamente en una entre doscientas mil personas. La posibilidad de que dos de estas personas se conozcan, se enamoren y tengan hijos es de millones contra uno. Aun así, ambos sólo pueden pasar el gen a su descendencia por una fatalidad, porque existe una oportunidad entre cuatro de que esto suceda.
En mi caso, mi parentela sacó el premio gordo. Tengo el xeroderma pigmentosum -XP para abreviar-, una enfermedad genética rara y frecuentemente fatal.
Las víctimas del XP son extremadamente vulnerables al cáncer de piel y de ojos. Hasta la más breve exposición al sol -de hecho a cualquier rayo ultravioleta, incluidos los de las luces incandescentes y fluorescentes- podría ser desastrosa para mí.
A todos los seres humanos la luz del sol les daña el ADN -el material genético- de sus células, abriendo camino al melanoma y otras enfermedades. Las personas sanas poseen un remedio natural: las enzimas que retiran los sectores dañados de los filamentos del nucleótido y los reemplazan con ADN sano.
En las personas con XP, sin embargo, las enzimas no funcionan y la reparación no se lleva a cabo. Los rayos ultravioleta inducen a cánceres de rápido desarrollo, que hacen metástasis sin obstáculo alguno.
Los Estados Unidos, con una población que supera los doscientos setenta millones de individuos, albergan a más de ochenta mil enanos. Noventa mil de nuestros compatriotas crecen por encima de los dos metros. Nuestro país se ufana de poseer cuatro millones de millonarios, y diez mil más adquirirán este feliz estatus durante este año. En doce meses, quizás un millar de nuestros ciudadanos serán abatidos por un rayo.
Menos de un millar de estadounidenses padecen XP y menos de cien nacen con ella cada año.
El número es reducido en parte porque la afección es muy rara. La causa de que esta población XP sea tan limitada se debe también al hecho de que muchos de nosotros no vivimos mucho.
Muchos médicos familiarizados con el xeroderma pigmentosum esperaban que falleciera durante la infancia. Algunos hubieran apostado que podría sobrevivir hasta la adolescencia. Nadie se hubiera arriesgado seriamente a apostar su dinero a favor de que pudiera llegar a los veintiocho.
Sólo un puñado de XPeros (el nombre lo he puesto yo) me superan en edad, aunque muchos, si no todos, han sufrido problemas neurológicos progresivos asociados con su enfermedad. Temblor en la cabeza y en las manos. Pérdida de audición. Disfunciones en el habla. Hasta deterioro mental.
Excepto por la necesidad de resguardarme de la luz, soy tan normal como cualquiera. No soy albino. Mis ojos tienen color. Tengo la piel pigmentada. Aunque es cierto que soy más pálido que un chico de playa de California, no soy blanco como un fantasma. En las habitaciones iluminadas con velas y en el mundo nocturno que habito, hasta puede parecer que tengo una constitución morena.
En estas condiciones, cada día que pasa es un regalo y creo que aprovecho el tiempo tan bien y con tanta plenitud como debería. Saboreo la vida. Disfruto de aquello que a otros les sorprendería o donde sólo unos pocos se fijarían.
En el año 23 a. de C., dijo el poeta Horacio: «¡Disfruta el hoy, no confíes en el mañana!».
Yo agarro la noche y cabalgo en ella como si fuera un gran garañón negro.
La mayoría de mis amigos dicen que soy la persona más feliz que conocen. Podía elegir o rechazar la felicidad, y yo la abrace.
Sin estos padres, sin embargo, no hubiera podido garantizar esta elección. Mis padres alteraron su vida de forma radical para protegerme de manera absoluta de la luz dañina, y hasta que fui lo bastante mayor para comprender mi situación, permanecieron vigilantes sin descanso. Su abnegada diligencia contribuyó, no hay duda alguna, a mi supervivencia. Además, me dieron el amor -y el amor a la vida- que me hizo imposible caer en la depresión, en el desespero y en una existencia recluida.
Mi madre murió de repente. Aunque yo sabía que comprendía la profundidad de mis sentimientos, hubiera querido expresárselo adecuadamente el último día de su vida.
A veces, cuando salgo de noche y estoy en medio de la oscuridad en la playa, cuando el cielo está claro y la bóveda de las estrellas me hace sentir mortal e invencible al mismo tiempo, cuando el viento está sosegado y el mar está en calma al romper en la orilla, le digo a mi madre lo que significa para mí. Pero no sé si me oye.
Y ahora mi padre -todavía conmigo, aunque de una manera tan frágil- no me oyó decir «me has dado la vida». Temía que se marchara antes de que pudiera decirle todas las cosas que no había tenido la oportunidad de decirle a mi madre.
Su mano seguía fría y fláccida La volví a tomar, como para anclarlo a este mundo hasta que pudiera despedirme de él.
En los bordes de las persianas venecianas, los marcos y las molduras llameaban desde un naranja hasta un rojo fuego cuando el sol se reunió con el mar.
Esa es la única circunstancia bajo la cual nunca veré una puesta de sol directamente. Si desarrollara un cáncer de ojos, sucumbiera a él o me quedara ciego, bajaría a última hora de la tarde a la playa y me pondría frente a aquellos imperios asiáticos a donde nunca podré ir. Al filo del anochecer me quitaría las gafas de sol y contemplaría la luz agonizante.
Tuve que apartar la vista. El brillo de la luz me afecta a los ojos. Su efecto es tan absoluto y súbito que puedo sentir cómo me va quemando.
Cuando la luz de color sangre en el borde de las persianas se transformó en púrpura, la mano de mi padre apretó la mía.
Lo miré y vi que tenía los ojos abiertos. Entonces quise decirle todo lo que guardaba en mi corazón.
– Lo sé -murmuro.
Como era incapaz de callarme lo que no era necesario decir, mi padre reunió una fuerza inesperada y me apretó la mano de tal manera que yo dejé de hablar.
– Recuerda… -dijo en medio de mi trémulo silencio.
Apenas pude oírle. Me incliné sobre la cama y acerqué la oreja a sus labios.
Con una determinación que sonaba a la vez a ira y desafió me dio, con voz débil, su último consejo.
– No tengas miedo, Chris. No tengas miedo.
Luego se fue. El trazo luminoso del electrocardiógrafo dio un salto, después otro y marcó una línea plana.
Las únicas luces que se movían eran las llamas de las velas, que danzaban en las mechas negras.
Me fue imposible desligarme inmediatamente de su mano muerta. Besé su frente y su rugosa mejilla.
Ninguna luz pasaba a través del borde de las persianas. El mundo se había precipitado en la oscuridad que me acogía a mí.
Se abrió la puerta. También ahora habían apagado los paneles fluorescentes más próximos a la habitación y la única luz que se filtraba en el corredor procedía de las otras habitaciones.
El doctor Cleveland entró en la habitación y se acercó con expresión grave a los pies de la cama.
Lo seguía Angela Ferryman con los pasos rápidos de un aguzanieves, con la mano de afilados nudillos apoyada en el pecho. Tenía los hombros encorvados, su postura defensiva, como si la muerte de su paciente fuera para ella un quebranto físico.
El aparato de EKG junto a la cama estaba equipado con un dispositivo de telemetría que enviaba los latidos del corazón de mi padre a un monitor en las dependencias de enfermería abajo en el vestíbulo. De es te modo se habían enterado del momento en que se había ido.
No vinieron con jeringas llenas de epinefrina o con un desfribilador portátil que le sacudiera el corazón para que volviera a funcionar. Tal como mi padre deseaba, no se tomaron medidas radicales.
Los rasgos del doctor Cleveland no estaban hechos para ocasiones solemnes. Se parecía a un imberbe Santa Claus con ojos festivos y rotundas mejillas rosadas. Intentó una expresión de dolor y simpatía, pero únicamente consiguió parecer confundido.
Sin embargo sus sentimientos eran evidentes en el tono de su voz.
– ¿Estás bien, Chris?
– Aguanto.
Desde la habitación del hospital telefoneé a Sandy Kirk a la Funeraria Kirk, con el que mi padre había dispuesto las cosas semanas antes. De acuerdo con sus deseos, iba a ser incinerado.
Llegaron dos auxiliares, unos jóvenes con el pelo corto y un esbozo de bigote, y se llevaron el cuerpo a la sala frigorífica situada en el sótano.
Me preguntaron si quería esperar abajo hasta que llegaran los de pompas fúnebres. Les dije que no.
Aquello no era mi padre, sólo era su cuerpo. Mi padre se había ido a otra parte.
No quise levantar la sábana para ver el rostro amarillento de mi padre. No era así como quería recordarlo.
Los auxiliares trasladaron el cuerpo a una camilla. Parecían conocer bien su trabajo, que debían de practicar con frecuencia, y mientras lo hacían me lanzaban miradas furtivas, como si se sintieran culpables de lo que estaban haciendo.
Es posible que los que transportan a los muertos nunca se encuentren cómodos con su trabajo. Sería muy tranquilizador creerlo, que cosas como la incomodidad significaran que la gente no es tan indiferente a la muerte de los demás como a veces lo parece.
Lo más probable es que esos dos fueran simplemente unos curiosos que me miraban a hurtadillas. Después de todo, yo soy el único ciudadano de Moonlight Bay que ha sido protagonista en primera plana de un artículo de la revista Time.
Soy el único que vive por la noche y rehúye la luz del sol. ¡Un vampiro! ¡Un profanador de tumbas! ¡Un loco y asqueroso pervertido!
Para ser exactos, la inmensa mayoría lo comprenden y me aprecian. Una minoría venenosa, sin embargo, son unos chismosos que creen todo lo que oyen acerca de mí y que adornan todos los chismes con la probidad satisfecha de los espectadores de un juicio a las brujas de Salem.
Si aquellos dos jóvenes eran de este último tipo, debieron de sentirse chasqueados al ver que yo parecía tan normal. No vieron un rostro con la palidez de la tumba. Ni unos ojos inyectados en sangre. Ni unos colmillos largos. Ni siquiera tenía un bocadillo de arañas y gusanos. Qué decepción.
Las ruedas de la camilla crujieron cuando los auxiliares salieron con el cuerpo. Una vez cerrada la puerta, seguí oyendo cómo se alejaba el chirrido- chirrido-chirrido.
Solo en la habitación, a la luz de las velas, saque el maletín de mi padre del armarito. Sólo contenía las ropas que había llevado cuando entró por última vez en el hospital.
En la repisa de la mesilla de noche estaba su reloj, la cartera y cuatro libros de bolsillo. Los metí en la maleta.
Me puse en el bolsillo el encendedor de butano y dejé allí las velas. No deseaba volver a oler a árbol de la cera nunca más. Ese aroma tenía ahora unas connotaciones intolerables para mí.
Reuní las pocas pertenencias de mi padre con tal rapidez que me admiró mi autocontrol.
Lo cierto es que su pérdida me había dejado atontado. Apagué las velas apretando las llamas entre el pulgar y el dedo índice y no sentí el calor o el olor de la cera chamuscada.
Cuando salí al corredor con la maleta, una enfermera apagó los paneles fluorescentes del techo. Caminé directamente hacia las escaleras que antes había subido.
No podía utilizar los ascensores porque las luces que tenían en el techo no se podían apagar independientemente de sus mecanismos de elevación. Durante el breve descenso desde la tercera planta, la loción contra el sol sería suficiente protección, sin embargo, no estaba preparado para correr el riesgo de quedarme atascado entre dos plantas durante un largo espacio de tiempo.
Sin acordarme de ponerme las gafas, baje rápidamente las escaleras iluminadas por una luz mortecina y, ante mi sorpresa, no me detuve en la planta baja. Llevado por una sensación compulsiva que no comprendí inmediatamente, continué bajando a mayor velocidad que antes, con la maleta golpeándome la pierna, hasta que llegue al sótano, a donde habían llevado a mi padre.
El aturdimiento se transformo en un escalofrío. Moviéndose en espiral hacia fuera desde aquel temblor helado, me atravesaron una serie de estremecimientos.
De repente me dominó la seguridad de que había sido despojado del cuerpo de mi padre sin cumplir un encargo solemne, aunque en ese momento era incapaz de recordar qué era lo que debía hacer.
Mi corazón latía con tanta fuerza que podía oírlo como el toque de tambor de un cortejo funerario que se fuera aproximando, pero a paso ligero. Mi garganta entumecida quedó medio cerrada y conseguí tragar la repentina afluencia de saliva haciendo un esfuerzo.
Al fondo de la escalera había una puerta de acero bajo el signo rojo de salida de emergencia. Un poco confundido me detuve y dudé con una mano en la barra de apertura.
Entonces recordé la obligación que había estado a punto de olvidar. Mi padre, romántico hasta el final, había querido que lo incineraran con su fotografía preferida de mi madre, y me había encargado que me asegurara que la llevaba con él al depósito. La fotografía estaba dentro de la cartera. Y la cartera dentro a su vez de la maleta que yo llevaba.
Abrí la puerta con decisión y entré en un corredor del sótano. Las paredes estaban pintadas de un blanco brillante. Desde los difusores parabólicos plateados del techo, torrentes de luz fluorescente se esparcían por el corredor.
Debería de haberme detenido, no atravesar aquella puerta o, al menos, debería de haber buscado el interruptor de la luz. Pero en lugar de hacerlo, me lancé precipitadamente hacia delante, la pesada puerta se cerró con un suspiro a mis espaldas, mantuve gacha la cabeza y estimé que la crema antisolar y la visera de la gorra eran suficientes para protegerme la cara.
Me metí la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta. Quedó expuesta a la luz la mano derecha que agarraba el asa de la maleta.
Aquella cantidad de luz bombardeándome durante el trayecto de un centenar de pasos por el corredor no sería suficiente, en si misma, para disparar un torrente de canceres de piel o tumores en los ojos. Era plenamente consciente, sin embargo, que el daño que iba a sufrir el ADN en las células de mi piel era acumulativo porque mi cuerpo no podía repararlo. Un minuto exacto de exposición diaria durante dos meses tendría el mismo efecto catastrófico que una hora seguida abrasándome en una sesión suicida a merced del sol.
Mis padres me habían inculcado, desde la infancia, que las consecuencias de un solo acto irresponsable, por insignificante o hasta mínimo que pudiera parecer, traería consigo aquellos horrores inevitables como consecuencia de la lógica irresponsabilidad.
Aunque caminaba con la cabeza inclinada y la visera de la gorra bloqueaba la visión directa de los paneles fluorescentes, no tenía protección contra la claridad que se reflejaba de las paredes blancas. Debería de haberme puesto las gafas de sol, pero estaba tan solo a unos segundos del final del pasillo.
El pavimento de vinilo jaspeado en gris y rojo parecía carne cruda de varios días. Me sobrevino un ligero mareo, provocado por la pésima forma de las baldosas y por el terrible fulgor.
Dejé atrás el almacén y las salas de máquinas.
Tuve la impresión de que el sótano estaba desierto.
La puerta del corredor en uno de los extremos se transformó en la puerta del próximo final. Entré en un pequeño garaje subterráneo.
No se trataba del aparcamiento público, ese se encontraba en la planta de encima.
Allí solo había una camioneta de reparto con el nombre del hospital a un lado y una ambulancia.
A mayor distancia estaba aparcado un Cadillac negro, el coche de la funeraria de Kirk. Me alivio observar que Sandy Kirk todavía no había recogido el cuerpo y se había marchado. Todavía tenía tiempo de poner la foto de mi madre entre las manos cruzadas de mi padre.
Aparcada junto al reluciente coche fúnebre había una camioneta Ford parecida a las ambulancias aunque no llevaba los faros de emergencia. Tanto el coche como la camioneta estaban frente a mí, junto a la gran puerta abatible, que permanecía abierta.
El espacio restante estaba vacío, así los camiones de reparto podían entrar y descargar la comida, las sábanas, los suministros médicos hasta el ascensor de carga. En ese momento no se estaba haciendo ninguna entrega.
Aquí las paredes no estaban pintadas y los fluorescentes fijos en el techo eran más tenues y estaban más separados que los del corredor que acababa de abandonar. De todas formas no era un lugar resguardado para mí, así es que me dirigí rápidamente hacia el coche fúnebre y la camioneta blanca.
El extremo del sótano situado inmediatamente a la izquierda de la puerta abatible del garaje y más allá de los dos vehículos aparcados, estaba ocupado por un cuarto que yo conocía muy bien. Era la cámara frigorífica, donde se mantenía al fallecido hasta que era transportado al depósito de cadáveres.
Una terrible noche de enero de hacía dos años, habíamos velado el cuerpo de mi madre mi padre y yo, a la luz de las velas y soportando el frío intenso durante más de media hora. No pudimos soportar dejarla allí sola.
Aquella noche papá la hubiera acompañado desde el hospital al depósito de cadáveres y de allí al horno incinerador, si no hubiera sido porque se sintió incapaz de dejarme solo. Un poeta y una científica, pero almas gemelas.
La sacaron del escenario del accidente y se la llevaron en una ambulancia directamente al quirófano de urgencias. Murió tres minutos después de haberla instalado en la mesa de operaciones, sin recuperar el conocimiento, antes de que pudieran determinar la gravedad de sus heridas.
La puerta de aislamiento de la cámara frigorífica estaba abierta y cuando me aproximaba a ella, oí a unos hombres discutiendo en el interior. A pesar de su enfado, hablaban en voz baja; una nota de emoción muy alterada rivalizaba con un tono de intensidad y secreto.
La cautela, más que la disputa, me hizo detenerme justo antes de llegar al umbral de la puerta. A pesar de la mortífera luz fluorescente, me detuve un instante lleno de indecisión.
Del otro lado de la puerta llegó una voz que reconocí.
– ¿Quién es el tipo que meteré en el horno crematorio? -dijo Sandy Kirk.
– Nadie. Un vagabundo -repuso otro hombre.
– Deberías de haberlo traído a mi casa y no aquí -protestó Sandy-. ¿Qué pasa si lo reconocen?
Habló entonces un tercero, cuya voz reconocí como la de uno de los auxiliares que recogieron el cuerpo de mi padre de la habitación de la planta de arriba:
– ¿Por Dios, podemos continuar?
De repente comprendí que sería peligroso que me descubrieran y dejé la maleta contra la pared, para tener libres las dos manos.
Apareció un hombre en el umbral, pero no me vio porque estaba de espaldas a la puerta, empujando una camilla.
El coche fúnebre estaba a dos metros y medio de distancia. Para no ser descubierto, me dirigí hacia él y me agazapé en la puerta trasera, por la que cargaban a los cadáveres.
Saqué un poco la cabeza por encima del guardabarros y observé la entrada a la cámara frigorífica. El hombre que en ese momento salía de la habitación era un desconocido: próximo a la treintena, de alrededor de 1,80 de estatura, constitución maciza, con un cuello grueso y la cabeza rapada. Llevaba zapatos de trabajo, téjanos, una camisa de franela roja y un arete con una perla.
Una vez cruzó el umbral de la puerta con la camilla, la hizo girar hacia el coche funerario, que ya estaba dispuesto para hacerla entrar.
Encima de la camilla había un cadáver dentro de una bolsa de plástico opaco con cierre de cremallera. Hacía dos años, mi madre fue trasladada a la funeraria desde la cámara frigorífica en una bolsa similar.
Sandy Kirk siguió a aquel extraño cabeza rapada hasta el garaje y sujetó la camilla con una mano.
– ¿Qué pasa si lo reconocen? -preguntó otra vez, bloqueando una de las ruedas con el pie izquierdo.
El calvo frunció el entrecejo e irguió la cabeza. Brilló la perla que llevaba en el lóbulo de la oreja.
– Ya te he dicho que era un vagabundo. Todas sus pertenencias están en su mochila.
– ¿De verdad?
– Si desaparece, ¿quién se va a dar cuenta o se va a preocupar?
Sandy tenía treinta y dos años y era tan atractivo que ni siquiera su espantosa ocupación evitaba que las mujeres lo persiguieran. Aunque era una persona encantadora y con un aspecto menos serio que muchos de los de su profesión, a mí me causaba desasosiego. Daba la sensación de que sus hermosos rasgos eran una máscara detrás de la cual no se escondía otro rostro sino un vacío; no en el sentido de que fuera un hombre diferente o con menor moralidad de la que pretendía, sino como si no fuera un hombre en absoluto.
– ¿Y los informes del hospital? -preguntó Sandy.
– No murió aquí -respondió el calvo-. Lo recogí antes, fuera de la autopista estatal. Estaba haciendo autoestop.
Nunca había confesado a nadie la sensación perturbadora que me producía Sandy Kirk: ni a mis padres, ni a Bobby Halloway, ni a Sasha, ni siquiera a Orson. Son tantas las personas imprudentes que han hecho comentarios crueles a mi costa, basados en mi apariencia y mi afinidad con la noche, que soy reacio a unirme al club de la crueldad y hablar mal de alguien sin una razón muy justificada.
El padre de Sandy, Frank, había sido un hombre agradable y de buena apariencia, y Sandy nunca había hecho nada que indicara que era menos admirable que su padre. Hasta ahora.
– Me estoy arriesgando mucho -le dijo Sandy al hombre que llevaba la camilla.
– Eres intocable.
– Me sorprende.
– Sorprende que te quede tiempo libre -contestó el calvo haciendo pasar la rueda de la camilla por encima del pie de Sandy que la mantenía bloqueada.
Sandy lanzó una imprecación y apresuradamente se puso fuera de su camino mientras el hombre con la camilla venía directamente hacia mí. Las ruedas rechinaron, como habían rechinado las ruedas de la camilla en la que se habían llevado a mi padre.
Me deslicé de cuclillas por la parte trasera del coche fúnebre y me situé entre él y la camioneta blanca Ford. Un rápido vistazo me reveló que ningún nombre de compañía o de institución adornaba el lateral del vehículo.
La chirriante camilla se estaba acercando rápidamente.
Entonces fui consciente por instinto de que me encontraba en una situación de considerable peligro.
Los había atrapado haciendo algo que yo no comprendía todavía, aunque estaba claro que era ilegal. Y querrían mantenerlo en secreto, especialmente para mí.
Me eche en el suelo y me deslice debajo del automóvil, fuera de la vista y de la luz de los fluorescentes, en medio de unas sombras tan frías y suaves como la seda. El escondite apenas era suficiente para mí, y cuando encorvaba la espalda chocaba contra el tren de transmisión.
Estaba de cara a la parte trasera del vehículo. Vi pasar la camilla con ruedas y seguir hasta la camioneta.
Cuando gire la cabeza hacia la derecha, vi el umbral de la cámara frigorífica a solo dos metros y medio de distancia del Cadillac Tenia muy cerca los brillantes zapatos negros de Sandy y la vuelta de sus pantalones azul marino mientras el seguía con los ojos al calvo de la camilla.
Detrás de Sandy, apoyada contra la pared, estaba la pequeña maleta de mi padre. No se habían acercado tanto como para descubrirla y si yo la hubiera llevado conmigo no hubiera podido moverme con la suficiente rapidez o deslizarme silenciosamente debajo del coche fúnebre.
Nadie la había descubierto todavía. A lo mejor seguían sin fijarse en ella.
Los dos auxiliares -que podía identificar por sus zapatos y sus pantalones blancos- sacaron otra camilla de la habitación. Las ruedas de esta última no chirriaban.
La primera camilla, empujada por el calvo, llegó a la parte trasera de la camioneta blanca. Le oí abrir las puertas de carga del vehículo.
– Será mejor que suba antes de que alguien empiece a preguntar que he estado haciendo durante tanto rato -dijo uno de los auxiliares al otro. Y se alejo hacia el fondo del garaje.
Las patas plegables de la primera camilla se cerraron con un fuerte chasquido cuando el calvo la introdujo en la parte trasera de su camioneta.
Sandy abrió la puerta trasera del coche fúnebre mientras el auxiliar que todavía seguía allí se acercaba con la segunda camilla. Sobre ella sobresalía otra bolsa de plástico opaco que contenía el cuerpo sin nombre del vagabundo.
Me domino una sensación de irrealidad, de encontrarme en aquellas extrañas circunstancias. Estuve a punto de creer que de algún modo estaba soñando sin haberme quedado dormido primero.
Las puertas de carga de la camioneta se cerraron con estrépito. Cuando gire la cabeza hacia la izquierda, vi los zapatos del calvo que se aproximaban a la puerta del conductor.
El auxiliar iba a esperar allí a que se cerraran las puertas abatibles después de que los dos vehículos partieran. Si me quedaba debajo del coche fúnebre, me descubriría cuando Sandy se alejara.
Ignoraba cual de los dos auxiliares se había quedado, pero no tenía importancia. Confiaba en que fuera el mejor de los jóvenes que se habían llevado a mi padre de su lecho de muerte.
Sin embargo, si Sandy Kirk miraba por el espejo retrovisor al salir del garaje, podía descubrirme. Entonces tendría que enfrentarme con él y con el auxiliar.
El motor de la camioneta se puso en marcha.
Mientras Sandy y el otro metían la camilla en la parte trasera del coche fúnebre, me deslice fuera del vehículo. Se me cayó la gorra. La agarré y sin echar una mirada a la parte trasera del vehículo supere corriendo oblicuamente los dos metros y medio que me separaban de la cámara frigorífica.
Una vez en el interior de la fría habitación, me enderece y me oculté detrás de la puerta, apretando bien la espalda contra la pared de cementó.
En el garaje nadie dio un grito de alarma. Era evidente que no me habían visto.
Entonces me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración y la deje salir con un largo siseo entre los dientes apretados. Me lagrimeaban los ojos, sometidos al estimulo de la luz. Los sequé con el dorso de las manos.
Había dos paredes ocupadas por hileras de cajones de acero inoxidable en donde el aire era todavía mas frío que en la habitación cuya temperatura era lo bastante baja para hacerme temblar. A un lado había dos sillas de madera sin cojines. El pavimento era de baldosas blanco porcelana con lechadas en las junturas para facilitar la limpieza si la bolsa de un cadáver goteaba.
De nuevo había en el techo tubos fluorescentes, demasiados, así es que me hundí hasta las cejas la gorra Instrucción Secreta. Me sorprendió que las gafas de sol que guardaba en el bolsillo de la camisa no se hubieran roto. Me protegí los ojos.
Un porcentaje de radiación ultravioleta penetra a través de la pantalla antisolar de cota mas elevada. Había soportado más exposición a la luz directa durante la última hora que durante todo el año anterior. Como el ruido de los cascos de un terrible caballo negro, los peligros de una exposición acumulativa retumbaron en mi cabeza.
Al otro lado de la puerta abierta, el motor de la camioneta se puso a rugir. El rugido descendió suavemente, se convirtió en un gruñido y el gruñido en un murmullo mortecino.
El Cadillac de la funeraria siguió a la camioneta en la noche. La gran puerta del garaje se abatió y se cerró con un bufido compacto que retumbo a través del reino subterráneo del hospital, e inmediatamente después, el eco desplegó un silencio trémulo más allá de las paredes de cemento.
Permanecí en tensión, con los puños cerrados.
Aunque seguramente todavía estaba en el garaje, el auxiliar no hacía ruido. Me lo imaginé enderezando la cabeza con curiosidad y mirando la maleta de mi padre.
Un minuto antes estaba seguro de que podría vencer a ese hombre. Pero ahora mi confianza decreció. Físicamente estábamos equilibrados, sin embargo podía tener una crueldad de la que yo carecía.
No le oí aproximarse. Estaba al otro lado de la puerta abierta, a unos centímetros de donde yo me encontraba y sólo me enteré de su presencia porque la suela de goma de sus zapatos rechinó en las baldosas de porcelana cuando cruzó el umbral.
Si seguía hasta el interior, el enfrentamiento era inevitable. Yo tenía los nervios tan tensos como los muelles de un mecanismo de relojería.
Tras una indecisión desconcertante, el auxiliar apago las luces. Cerró la puerta de golpe cuando salió de la habitación.
Le oí meter la llave en la cerradura. El cerrojo de seguridad se introdujo en su lugar con un sonido similar al que hace el martillo de un revolver de gran calibre cuando se dispara con la recámara vacía.
Supuse que ningún cadáver ocupaba los helados cajones del depósito. El ritmo de defunciones en el Mercy Hospital -en la tranquila Moonlight Bay- no es tan frenético como en las grandes instituciones de las ciudades llenas de violencia.
Aunque todas aquellas literas de acero inoxidable hubieran estado llenas de cadáveres, su compañía no me hubiera puesto nervioso. Un día estaré tan muerto como cualquier residente del cementerio, sin duda antes que cualquier otro hombre de mi edad. La muerte es tan sólo el compadre de mi futuro.
Tenía un temor reverencial a la luz, y ahora la perfecta oscuridad de aquella habitación sin ventanas era, para mí, como el agua reparadora a un hombre muriendo de sed. Durante un minuto o poco más saboreé la absoluta negrura que me bañaba la piel, los ojos.
Reacio a moverme, seguí detrás de la puerta, con la espalda contra la pared, esperando quizá que el auxiliar volviera en cualquier momento.
Por fin me saque las gafas de sol y las deslice en el interior del bolsillo de la camisa.
En medio de la oscuridad, mi cabeza giraba vertiginosamente al ritmo de mis especulaciones.
El cuerpo de mi padre iba en la camioneta blanca y se dirigía a un destino que ignoraba. Bajo la custodia de unas personas cuyos actos me resultaban incomprensibles.
Me era imposible imaginar una razón lógica del extraño intercambio de cadáveres, excepto que la causa de la muerte de mi padre no fuera tan clara como un cáncer. Y si los restos de mi pobre padre podían incriminar a alguien, ¿por qué los culpables no permitían que el horno crematorio de Sandy Kirk destruyera la evidencia?
Al parecer necesitaban su cuerpo.
¿Por qué?
Noté un sudor frío en el interior de mis puños cerrados y la humedad que me bañaba la nuca.
Cuanto más pensaba en la escena que había presenciado en el garaje, menos cómodo me sentía en aquella oscura estación de la muerte. Aquellos acontecimientos tan extraños habían removido antiguos temores en mi interior, de tal manera que me era imposible discernirlos mientras pululaban y se movían en círculo en la oscuridad.
En lugar de mi padre iban a incinerar a un autoestopista asesinado. Pero ¿por que habían matado a un inofensivo vagabundo? Sandy hubiera podido llenar la urna de bronce con cenizas de madera y yo no hubiera dudado que eran humanas. Además, era muy poco probable que yo pidiera que abrieran la urna sellada una vez me la entregaran, y mas improbable todavía que sometiera su contenido a un análisis de laboratorio para determinar su composición y su origen.
Mis pensamientos se confundían en una apretada trama, imposible de deshacer.
Vacilante, saqué el encendedor del bolsillo. Dudé un momento, aguzando el oído por si escuchaba algún sonido furtivo al otro lado de la puerta cerrada y entonces encendí la llama.
No me hubiera sorprendido ver un cadáver de alabastro levantarse en silencio desde su sarcófago de acero, quedarse ante mí, grasienta confrontación con la muerte, brillando a la suave luz del mechero de gas, los ojos abiertos pero ciegos, la boca abierta para comunicar un secreto aunque sin producir siquiera un murmullo. No había ningún cadáver enfrente, pero serpientes de luz y sombra se escapaban de la temblorosa llama y se arremolinaban en los paneles de acero, produciendo la ilusión de movimiento en los cajones, de tal manera que los receptáculos parecían moverse hacia fuera.
Al volverme hacia la puerta descubrí que para evitar que nadie se quedara encerrado accidentalmente en la cámara frigorífico, el candado podía abrirse desde el interior. A este lado no se necesitaba llave, el cerrojo se corría con un simple giro del pulgar.
Saque el gancho del candado con el mayor sigilo que me fue posible. La perilla de la puerta crujió suavemente.
Al parecer el silencioso garaje estaba desierto, pero yo seguí alerta. Podía haber alguien detrás de una de las columnas de soporte, de la ambulancia o de la camioneta de reparto.
Al mirar de soslayo hacia la lluvia seca de luz fluorescente, observé con desaliento que la maleta de mi padre había desaparecido. Debió de llevársela el auxiliar.
No quería atravesar el sótano del hospital para llegar hasta las escaleras por las que había bajado. El riesgo de encontrarme a uno o a ambos auxiliares era demasiado grande.
Hasta que no abrieran la maleta y examinaran el contenido, no podrían saber quién era el propietario. Pero cuando encontraran la cartera de mi padre con su DNI, sabrían que yo había estado allí y se preguntarían qué habría visto u oído.
Había sido asesinado un autostopista no porque conociera sus actividades, ni porque los pudiera incriminar, sino solo porque necesitaban un cuerpo para incinerar por razones que a mí todavía se me escapaban. Con los que supusieran una verdadera amenaza para ellos, serían aun más desalmados.
Presioné el botón que abría la puerta abatible. El motor zumbó, la cadena dio una repentina sacudida al tensarse y la gran puerta dividida en segmentos ascendió con un tremendo chasquido. Nervioso, eché un vistazo al garaje, esperando ver irrumpir desde su escondite a un agresor y abalanzarse sobre mí.
Cuando la puerta estuvo abierta a medias, volví a presionar un segundo botón y la detuve, después presioné un tercero. Mientras descendía, me deslicé por debajo de ella y salí a la noche.
Los altos faroles derramaban una luz cobriza y fría de un amarillo opaco sobre la calzada que hacía pendiente desde el garaje subterráneo. Al final de la calzada, el aparcamiento estaba iluminado por esta luz tétrica, que era como el brillo frígido de la antecámara de las inmediaciones de un infierno en el que el castigo consistiera en una eternidad de hielo en lugar de fuego.
Cuando me era posible avanzaba por las zonas ajardinadas, a la sombra nocturna de alcanfores y pinos.
Crucé apresuradamente una calle estrecha y entré en un barrio residencial de pintorescas casitas españolas. En una callejuela sin farolas, las ventanas de la parte trasera de las casas estaban iluminadas, y tras ellas había habitaciones en las que vidas extrañas, llenas de infinitas posibilidades y dichosa mediocridad, eran vividas a mis espaldas y casi más allá de mi comprensión.
Con frecuencia me siento ingrávido en la noche, y esta era una de aquellas ocasiones. Corrí tan silencioso como un ave nocturna deslizándose en las sombras.
El mundo de la oscuridad me había acogido y formado durante veintiocho años, siempre había sido para mí un lugar cómodo y pacífico. Pero ahora, por primera vez en mi vida, me atormentaba la sensación de que me seguía un predador a través de la oscuridad.
Resistí el impulso de mirar por encima del hombro, aceleré el paso eché a correr a gran velocidad por las estrechas y oscuras callejuelas de Moonlight Bay.