He visto fotografías de pimenteros de California a la luz del día. Cuando los retratan en todo su esplendor, son unos árboles delicados, gráciles, un sueño verde.
Por la noche, el pimentero adquiere un carácter diferente del que posee a la luz del día. Es como si le colgara la cabeza y sus largas ramas se inclinaran hasta ocultar un rostro que expresa tormento y dolor.
Estos árboles flanqueaban la larga avenida de la funeraria de Sandy Kirk, que ocupaba una loma de hectárea y media en el límite nordeste de la ciudad, junto a la Autopista 1, a la que se accedía por un paso superior. Parecían hileras de deudos esperando presentar sus respetos al difunto.
Cuando ascendí por el sendero privado, en el que unas luces de jardín bajas, en forma de seta, derramaban anillos de luz, los árboles se agitaron con la brisa. La fricción del viento con las hojas provocó murmullos que parecían lamentos.
No había ningún coche aparcado en el acceso al depósito, lo que significaba que no había visitantes.
Siempre me desplazo por Moonlight Bay a pie o en bicicleta. Hubiera sido absurdo aprender a conducir un coche. No hubiera podido utilizarlo durante el día y por la noche hubiera tenido que ponerme gafas de sol para protegerme de la potencia de los focos que vienen de frente. Los polis suelen recelar de quien conduce de noche con gafas de sol. No importa lo sereno que parezcas.
Había luna llena.
Me gusta la luna. Ilumina sin abrasar. Da brillo a lo que es hermoso y oculta aquello que no lo es.
En la amplia cima de la colina, el camino de asfalto giraba sobre sí mismo para formar un espacioso recodo con un pequeño círculo de hierba en el centro. En el círculo, una reproducción en cemento de la Pietá de Miguel Ángel.
El reflejo de la luz de la luna iluminaba el cuerpo del Cristo muerto, apoyado en el regazo de su madre. La Virgen también brillaba tenuemente. Bajo los rayos del sol la tosca replica sería de una vulgaridad indecible.
Sin embargo, cuando se enfrentaban a una perdida dolorosa, la mayoría de los parientes del difunto encontraban consuelo en la seguridad de la existencia de un sentido y designio universales, aunque su representación fuera tan burda. Una de las cosas que me gusta del ser humano es su capacidad de elevarse tan alto ante la más leve insinuación de esperanza.
Me detuve bajo el pórtico de la funeraria. Titubeé, pensando que sería incapaz de calibrar el peligro en el que me iba a meter.
El macizo edificio de estilo georgiano de dos pisos -ladrillo rojo con adornos de madera blanca- hubiera sido la casa más bonita de la ciudad, si la ciudad no hubiera sido Moonlight Bay. Y si una nave espacial de otra galaxia se hubiera detenido aquí arriba, el único alienígena que se hubiera avistado desde la línea costera hubiera sido el que estuviera en la preciosa construcción de Kirk. La casa requería olmos, no pimenteros, cielos tristes en lugar de los despejados de California y periódicas tormentas con lluvias mucho mas frías que las que habitualmente caen aquí.
La segunda planta, la vivienda de Kirk, estaba a oscuras.
Las salas de visita se encontraban en la planta baja. A través del biselado de los paños emplomados que flanqueaban la puerta principal, vi una débil luz en la parte trasera de la casa.
Hice sonar el timbre.
Apareció un hombre en un extremo del vestíbulo y camino hacia la puerta. Aunque solo era una silueta, reconocí el suave caminar de Sandy Kirk. Se movía con una gracia que incrementaba su atractivo.
Llegó al vestíbulo y encendió las luces interiores y las del porche. Abrió la puerta y se sorprendió al verme allí mirándolo de soslayo bajo la visera de la gorra.
– ¿Christopher?
– Buenas noches, señor Kirk.
– Siento mucho lo de tu padre. Era un hombre admirable.
– Sí. Sí que lo era.
– Nos lo hemos llevado del hospital. Y lo hemos tratado como a un miembro de la familia, Christopher, con el máximo respeto, puedes estar seguro. Asistí a sus clases de poesía del siglo XX en Ashdon. ¿No lo sabías?
– Si, claro.
– Gracias a él aprendí a apreciar a Eliot y a Pound. A Auden y a Plath. A Beckett y a Ashbery. A Roben Bly. A Yeats. Y a todos los demás. Cuando empecé el curso no podía soportar la poesía… y no podía vivir sin ella cuando lo acabé.
– Wallace Stevens. Donald Justice. Louise Glück. Eran sus favoritos.
Sandy sonrió y asintió.
– Oh, perdona. Lo olvidaba-añadió.
Muy considerado, apago las luces del vestíbulo y del porche.
– Debe de ser terrible para ti Christopher, pero al menos ha dejado de sufrir -dijo desde el oscuro umbral de la puerta.
Los ojos de Sandy eran verdes, pero a la débil luz del jardín parecían tan uniformemente negros como el caparazón de ciertos escarabajos.
– ¿Podría verle? -pregunte estudiando la expresión de sus ojos.
– ¿A quien, a tu padre?
– No levante la sabana que le cubría el rostro antes de que se lo llevaran de la habitación. No tuve fuerzas para hacerlo no creí que iba a necesitarlo Pero ahora… sería como una despedida.
Los ojos de Sandy Kirk eran como un mar tranquilo en la noche. Debajo de la superficie que apenas puede verse, se encuentran los grandes y abigarrados abismos.
– Oh, Christopher… Cuanto lo siento, pero el proceso ya ha empezado -se lamento con una voz que expresaba aduladora compasión.
– ¿Ya lo han metido en el horno?
A Sandy lo habían criado en un negocio en el que abundan los eufemismos. Mi brusquedad le hizo dar un respingo.
– El difunto esta en el crematorio, si.
– ¿No ha ido todo demasiado rápido?
– En nuestro trabajo no hay razón para la demora. Aunque si hubiera sabido que ibas a venir.
Me pregunte si sus ojos caparazón de escarabajo hubieran sido capaces de cruzarse con los míos con tanta osadía si hubiera habido la luz suficiente para que yo viera su verdadero color verde.
– Christopher me aflige verte sufrir sabiendo que te hubiera podido ayudar -añadió ante mi silencio.
Durante mi extraordinaria vida he tenido mucha experiencia en algunas cosas y muy poca en otras. Soy un extranjero en el día, pero conozco la noche como nadie mas puede conocerla. Aunque a veces he sido objeto de la crueldad de necios ignorantes, la mayor parte de mi conocimiento del corazón del ser humano procede de la relación con mis padres y con aquellos buenos amigos que como yo, viven sobre todo entre la puesta del sol y el amanecer, en consecuencia, rara vez he padecido una decepción dolorosa.
Me aturdía la falsedad de Sandy y como esta apreciación no parecía avergonzarle a él sino solo a mí, no pude sostener su mirada de obsidiana mucho tiempo. Incliné la cabeza y me quedé contemplando el suelo del porche.
Confundiendo mi aturdimiento por un dolor que me impedía hablar, salió al porche y me puso una mano en el hombro.
Hice un esfuerzo para no apartarme.
– Mi negocio es consolar a la gente, Christopher, y lo hago bien. Pero la verdad… no tengo palabras que den sentido a la muerte o que la hagan más fácil de sobrellevar.
Deseé darle una patada en el culo.
– Estoy bien -contesté mientras pensaba que debía apartarme de él antes de hacer alguna imprudencia.
– Lo que digo a los parientes de los difuntos son las trivialidades que no encontrarás nunca en la poesía que a tu padre le gustaba, y no voy a repetírtelas, a ti menos que a nadie.
Yo asentí mientras seguía con la cabeza inclinada. Di un paso hacia atrás y me liberé de su mano.
– Gracias, señor Kirk. Lamento haberle molestado.
– No me has molestado. Claro que no. Sólo deseo que sigas adelante. Debería de haberlo… retrasado.
– No es culpa suya. Está bien.
Bajé los peldaños de ladrillo del porche y llegué hasta el camino de asfalto bajo el pórtico para alejarme de Sandy.
– ¿Has pensado algo para el servicio… cuándo quieres que tenga lugar, cómo quieres que se celebre? -me preguntó, volviendo otra vez al umbral de la puerta, entre dos sombras.
– No. No, todavía no. Ya se lo haré saber mañana.
– Christopher, ¿estás bien? -le oí decir mientras me alejaba.
– Sí. Estoy bien. Estoy perfectamente. Gracias, señor Kirk -contesté, esta vez mirándolo a la cara desde cierta distancia y hablando con voz apresurada, sin inflexiones, que sólo a medias era calculada.
– Hasta luego.
Me encogí de hombros, hundí las manos en los bolsillos de la chaqueta, volví a dar la espalda a la casa y me dirigí hacia la Pietá.
En la mezcla con la que se había construido la réplica había fragmentos de mica y la luna llena brillaba en aquellas briznas, de manera que las lágrimas emitían un débil resplandor en las mejillas de Nuestra Señora del Cemento.
Reprimí el impulso de girar la cabeza. Estaba seguro de que el empresario de la funeraria continuaba allí, mirándome. Seguí bajando por el sendero entre los árboles desesperados y susurrantes. La temperatura había descendido seis grados. Se había levantado una brisa limpia que se dirigía hacia tierra tras una jornada viajando a través de miles de millas de océano, llevando tan sólo un apenas perceptible soplo de salitre.
Mucho después de que la curva de la autopista me dejara fuera del campo de visión de Sandy, volví la cabeza. Vi el tejado inclinado y las chimeneas, formas sombrías contra el cielo salpicado de estrellas.
Atravesé el camino asfaltado, crucé el césped y me encaminé de nuevo colina arriba, esta vez protegido por las sombras del follaje. Los pimenteros trenzaban la luna con sus largas cabelleras.
Llegué a la explanada de la funeraria. Allí estaba la Pietá. El pórtico.
Sandy había entrado en la casa. La puerta principal estaba cerrada.
Cuando alcancé la zona del césped aproveché los árboles y los arbustos para ocultarme y di la vuelta hasta la parte trasera de la casa. Había un porche hondo por el que se descendía a una piscina de veinte metros, un enorme patio de ladrillo y jardines de rosas. Nada de todo esto se podía ver desde las salas públicas de la funeraria.
En una ciudad del tamaño de la nuestra nacen unos doscientos niños cada año y fallecen un centenar de ciudadanos. Sólo había dos empresas de pompas fúnebres y probablemente la de Kirk cubría más del 70 por 100 del negocio, más el 50 por 100 del de las poblaciones de la zona. La muerte era un excelente medio de vida para Sandy.
El panorama desde el patio, a la luz del día, debía de ser soberbio: colinas desiertas elevándose en suaves pliegues hacia el este hasta donde la vista podía abarcar, adornadas con grupos de robles de negros troncos nudosos. Ahora las veladas colinas yacían como gigantes durmientes bajo pálidas sábanas.
Como no vi a nadie en las iluminadas ventanas de la parte trasera, crucé el patio rápidamente. La luna, blanca como el pétalo de una rosa flotaba en las aguas entintadas de la piscina.
Junto a la casa había un espacioso garaje en forma de L, que comprendía un patio para automóviles al que sólo se podía acceder desde la parte frontal. El garaje albergaba dos coches de la funeraria y los vehículos particulares de Sandy, y además, en el extremo más alejado de la residencia, el horno crematorio.
Di la vuelta a uno de los recodos del garaje, en la parte trasera del segundo brazo de la L, donde unos inmensos eucaliptos tapaban casi toda la luz de la luna. El aire estaba perfumado con su fragancia medicinal y una alfombra de hojas muertas crujía bajo las pisadas.
Ningún rincón de Moonlight Bay me es desconocido, y menos este.
La mayoría de las noches las había dedicado a explorar la ciudad, y gracias a ello había hecho algunos descubrimientos macabros.
Frente a mí, a la izquierda, una luz fría indicaba la ventana del crematorio. Me aproximé con el convencimiento, correcto como después se verá, de que estaba a punto de descubrir algo mucho más extraño y mucho peor de lo que Bobby Halloway y yo habíamos visto una noche del mes de octubre cuando teníamos trece años…
Más de diez años atrás sufría una vena de morbosidad parecida a la de otros chicos de mi edad, me sentía atraído como cualquier muchacho por el misterioso y espeluznante encanto de la muerte. Bobby Halloway y yo, amigos desde entonces, pensamos que sería todo un riesgo merodear por la propiedad del empresario de la funeraria en busca de algo repulsivo, horrible y emocionante.
No recuerdo que era lo que pensábamos -o esperábamos- encontrar allí. ¿Una colección de calaveras? ¿El balancín del porche fabricado con huesos? ¿Un laboratorio secreto donde el falaz y aparentemente normal Frank Kirk y su falaz y aparentemente normal hijo Sandy capturaban los rayos de las nubes de tormenta para reanimar a nuestros vecinos muertos, que luego utilizaban como esclavos para que les cocinaran y limpiaran la casa?
O quizá pensamos que podíamos tropezar en un sepulcro con los dioses diabólicos Cthulhu y Yog-Sothoth en algún rincón siniestro lleno de zarzas del jardín de rosas. En aquella época Bobby y yo leíamos mucho a H P Lovecraft.
Bobby dice que éramos un par de tipos raros. Yo le contesto que éramos raros, de acuerdo, pero no menos que otros chicos.
Bobby lo dice quizá porque los otros chicos abandonaron poco a poco estas extravagancias mientras que, en nuestro caso, fueron aumentando.
En esto no estoy de acuerdo con Bobby. No me considero más raro que cualquiera que haya conocido. De hecho, soy un maldito espectáculo menos raro que algunos.
En el caso de Bobby es cierto, sin embargo. Porque el atesora su rareza y desea creer que yo he hecho lo mismo con la mía.
Insiste en su rareza. Dice que porque conocemos y abrazamos nuestra diferencia, estamos en gran armonía con la naturaleza, porque la naturaleza es profundamente original.
Aquella noche del mes de octubre, detrás del garaje de la funeraria, Bobby Halloway y yo descubrimos la ventana del horno crematorio. Nos atrajo una luz que vibraba contra el cristal.
Pero la ventana era alta y nosotros no lo suficiente para escudriñar el interior. Con la sensación de clandestinidad de un comando explorando el campamento enemigo, cogimos un banco de teca del patio, lo llevamos a la parte trasera del garaje, y una vez allí lo pusimos debajo de la ventana iluminada.
Uno junto al otro encima del banco, reconocimos el escenario. El interior de la ventana estaba cubierto por una persiana levolor; pero alguien había olvidado cerrar los listones, dándonos la oportunidad de poder ver trabajando a Frank Kirk y a uno de sus ayudantes con absoluta claridad.
La luz de la habitación no era lo suficientemente brillante para perjudicarme. Al menos esto fue lo que me dije cuando apreté la nariz contra el cristal.
Yo era un chico muy cauteloso, pero como al fin y al cabo no era más que un muchacho, amante de la aventura y de la camaradería, hubiera arriesgado quedarme ciego para compartir ese momento con Bobby Halloway.
En una camilla de acero inoxidable próxima a la ventana yacía el cuerpo de un hombre de avanzada edad. Estaba cubierto con una sabana, de la que solo sobresalía un rostro estragado. Con los cabellos de un blanco amarillento enmarañados y enredados, parecía que había muerto en medio de un vendaval. Pero a juzgar por su piel gris y cérea, las mejillas hundidas y los labios muy agrietados no había sucumbido a una tormenta sino a una prolongada enfermedad.
Si Bobby y yo hubiéramos conocido a ese hombre en vida, no lo hubiéramos reconocido con ese aspecto ceniciento y demacrado. Si se hubiera tratado de algún conocido no hubiera sido menos horrible, aunque quizá no nos hubiera atraído tanto ni nos hubiera producido ese oscuro deleite.
Para nosotros, que acabábamos de cumplir trece años y estábamos satisfechos de ello, lo más atractivo, extraordinario y fantástico del cadáver era, claro esta, la brutalidad que emanaba de su aspecto. Tenía un ojo cerrado pero el otro estaba completamente abierto, con la mirada fija, obstruido por la irrupción de una hemorragia de un brillante color rojo. Como nos hipnotizo ese ojo.
Tan muerto y ciego como el ojo pintado de una muñeca, no obstante nos atravesó hasta la medula.
Ora en un silencio embelesado y terrible, ora con un murmullo de impaciencia, como un par de comentaristas deportivos haciendo chistes coloristas, contemplamos como Frank y su ayudante preparaban el horno crematorio en uno de los extremos de la habitación. En el cuarto debía de hacer calor, porque los hombres se sacaron las corbatas y se arremangaron las mangas de las camisas, unas finas gotas de transpiración formaban una veladura en su cara.
Afuera la noche de octubre era templada. Sin embargo Bobby y yo temblábamos, se nos puso carne de gallina y nos maravillo que el aliento no se transformara en blancas nubes heladas.
Los de la funeraria retiraron la sabana del cadáver y nosotros contemplamos los horrores de la edad y de la enfermedad asesina. Pero lo miramos con el mismo estremecimiento romántico que sentíamos cuando mirábamos divertidos videos del tipo La noche de los muertos vivientes.
Cuando trasladaron el cadáver a la caja de cartón y lo introdujeron en las llamas azules del horno crematorio, me aferré al brazo de Bobby y el me puso su húmeda mano en la nuca, y permanecimos agarrados el uno al otro, mientras una fuerza magnética y sobrenatural nos impulsaba hacia delante, hacia añicos la ventana y nos precipitaba en la habitación, en el horno con el muerto.
Frank Kirk cerró el horno crematorio.
A pesar de que la ventana estaba cerrada, el ruido metálico de la puerta del horno fue lo bastante fuerte, lo bastante terminante como para resonar en lo mas hondo de nuestros huesos.
Luego, tras haber devuelto el banco de teca al patio y de haber huido apresuradamente de la propiedad del dueño de la funeraria, nos dirigimos a las gradas del campo de fútbol, detrás del instituto. Cuando no se jugaba un partido era un lugar oscuro en el que me encontraba a salvo. Bebimos apresuradamente las coca-colas y comimos ruidosamente las patatas chip que Bobby había comprado de camino en la 7-Eleven.
– Que fantástico, ha sido fantástico -exclamo Bobby excitado.
– Más fantástico que nunca -asentí.
– Más fantástico que los naipes de Ned.
Ned era un amigo que se había marchado a San Francisco con sus padres el mes de agosto anterior. Había conseguido una baraja de naipes -como, nunca nos lo revelaría- que mostraban fotografías eróticas de mujeres desnudas, veintidós bellezas diferentes.
– Definitivamente, más fantástico que los naipes -asentí- Más fantástico que cuando aquel camión cisterna dio la vuelta de campana y exploto en la autopista.
– Sí, sí, millones de veces más fantástico que eso. Más que cuando a Zach Blenheim lo enganchó aquel poli de las cicatrices, el de las veintiocho costuras en el brazo.
– Verdaderamente miles de millones de veces más fantástico que eso -convine.
– ¡Su ojo! -exclamo Bobby recordando la espectacular hemorragia del cadáver.
– ¡Oh Dios, que ojo!
– ¡Qué pan-o-rama!
Bebimos las coca-colas a grandes tragos y charlamos y reímos más que nunca.
Qué extraordinarias criaturas éramos a los trece años.
En las gradas del campo de atletismo, supe que aquella aventura macabra había estrechado el lazo de una amistad que nada ni nadie iba nunca a aflojar. Hacía dos años que éramos amigos, pero aquella noche, nuestra amistad se reforzó, se hizo más compleja de lo que era cuando empezó la velada. Habíamos compartido una impresionante experiencia formativa e intuíamos que el acontecimiento era más profundo de lo que parecía a simple vista, más profundo de lo que unos muchachos de nuestra edad podían comprender. Para mí, Bobby había adquirido un atractivo nuevo, como yo lo había adquirido a sus ojos, porque nos habíamos atrevido a hacer aquello.
Después iba a descubrir que sólo había sido el preludio. El vínculo real llegó la segunda semana del mes de diciembre, cuando vimos algo infinitamente más turbador que el cadáver del ojo sangriento.
Quince años después, me consideraba demasiado adulto para correr aventuras de esa clase y demasiado más respetuoso con la propiedad ajena de lo que suelen ser los muchachos de trece años Y, sin embargo, volvía a estar allí, pisando con cautela la alfombra de hojas muertas de eucaliptos y acercando la cara a la fatídica ventana.
La persiana levolor, aunque amarillenta por el paso de los años, parecía la misma que aquella a través de la cual nos habíamos asomado Bobby y yo hacia tantos años. Los listones estaban ajustados en una esquina, pero los espacios que había entre ellos eran lo bastante anchos para permitir la visión de todo el crematorio, y mi altura me permitía verlo sin la ayuda de un banco del patio.
Sandy Kirk y uno de sus ayudantes estaban trabajando cerca del Power Pak II Cremation System. Llevaban mascarillas de cirujano, guantes de látex y mandiles desechables de plástico.
Sobre la camilla próxima a la ventana había una bolsa opaca de vinilo, con la cremallera abierta, hendida como una vaina madura, con un hombre muerto acurrucado en el interior. Evidentemente se trataba del autoestopista que sería incinerado en lugar de mi padre.
Debía medir alrededor de 1,60 y pesar unos setenta y dos kilos. Debido a la paliza que le habían dado, me fue imposible calibrar su edad. Su rostro presentaba una grotesca hinchazón.
Al principio pensé que tenía los ojos ocultos por costras negras de sangre. Luego observé que no tenía ojos. Estaba mirando unas cuencas vacías.
Recordé al viejo con la hemorragia y lo espantoso que nos había parecido a Bobby y a mí. No era nada comparado con esto. Aquel fue tan sólo un trabajo de naturaleza impersonal, mientras que ahora se trataba de perversidad humana.
Durante los meses de octubre y noviembre de años atrás, Bobby Halloway y yo volvimos periódicamente a la ventana del crematorio. A hurtadillas, en medio de la oscuridad, procurando no tropezar con la hiedra del suelo, saturábamos los pulmones con el aire perfumado de los eucaliptos, aroma que desde entonces asocio con la muerte.
Durante aquellos dos meses, Frank Kirk dirigió catorce funerales, pero sólo tres difuntos fueron incinerados. A los otros los embalsamaron para un entierro tradicional.
Bobby y yo lamentábamos que la sala de embalsamar no tuviera ventanas. Aquel sancta sanctorum -donde «hacen el trabajo sucio» como Bobby y yo lo bautizamos- estaba en el sótano, al resguardo de espías truculentos como nosotros.
Yo sentía un secreto alivio de que nuestro curioseo se limitara al trabajo limpio de Frank Kirk. Creo que Bobby también sentía ese alivio, aunque pretendiera estar muy desilusionado.
Supongo que Frank llevaba a cabo este trabajo durante el día, mientras restringía las incineraciones a las horas nocturnas. Este hecho hacía posible que yo pudiera presenciarlo.
Aunque el voluminoso crematorio -más antiguo que el Power Pak II que Sandy utiliza ahora- ponía los restos humanos a temperaturas muy elevadas y poseía un dispositivo para el control de emisiones, por la chimenea se escapaba un delgado hilo de humo. Frank llevaba a cabo las incineraciones por la noche, toda una deferencia para los desolados miembros de la familia o amigos que así podían, a la luz del día, contemplar desde la ciudad la funeraria de la colina y ver cómo el ultimo de sus seres queridos se dirigía al cielo formando finas serpientes grises.
Por suerte para nosotros, el padre de Bobby, Anson, era el director de la Moonlight Bay Gazette. Bobby aprovechaba su amistad y familiaridad con los periodistas para enterarse de las muertes por accidente y por causas naturales.
Siempre sabíamos cuándo Frank Kirk tenía un muerto reciente, aunque no estábamos seguros de si lo iba a embalsamar o a incinerar. Inmediatamente después del anochecer, subíamos con nuestras bicicletas hasta las proximidades de la funeraria y luego nos metíamos a hurtadillas en la propiedad, esperando ante la ventana del crematorio hasta que empezara la acción o hasta asegurarnos de que en aquella ocasión no iban a incinerar ningún cadáver.
El señor Garth, presidente del First National Bank, de sesenta años, falleció de un ataque de corazón a finales del mes de octubre. Esperamos a que lo metieran en el horno.
En noviembre, un carpintero llamado Henry Aimes se cayó de un tejado y se rompió el cuello. Aunque Aimes fue incinerado, Bobby y yo no presenciamos el proceso, porque Frank Kirk o su ayudante se acordaron de cerrar los listones de la persiana.
Las persianas estaban abiertas la segunda semana de diciembre, cuando volvimos para la incineración de Rebecca Acquilain. Estaba casada con Tom Acquilain, profesor del instituto donde Bobby asistía a clase pero yo no. La señora Acquilain, bibliotecaria de la ciudad, sólo tenía treinta años y era madre de un niño de cinco llamado Devlin.
En la camilla, cubierta con una sabana hasta el cuello, la señora Acquilain estaba tan hermosa que la visión de su rostro no fue un deleite para la vista sino que nos encogió el corazón. Nos quedamos sin respiración.
Supongo que nos dimos cuenta de que era una mujer hermosa, con la que nunca habíamos soñado. Era la bibliotecaria, la madre de alguien, y nosotros a los trece años no nos dedicábamos a observar una belleza tan serena como la luz de las estrellas del cielo y tan pura como el agua de la lluvia. La carne que nos encandilaba era la de las mujeres desnudas de los naipes. Hasta ese momento, habíamos visto con frecuencia a la señora Acquilain pero nunca la hablamos mirado.
La muerte no le causo estragos, porque había fallecido rápidamente. Un defecto en una arteria cerebral, que sin duda era de nacimiento pero no se lo habían diagnosticado, se dilató y reventó una cierta mañana. Se fue en cuestión de horas.
Yacía en la camilla de la funeraria, con los ojos cerrados. Con los rasgos relajados, parecía dormida. Tenía la boca ligeramente curvada, como sumergida en un sueño agradable.
Cuando los dos empleados de la funeraria retiraron la sábana para trasladar a la señora Acquilain a la caja de cartón y luego al crematorio, Bobby y yo observamos su esbeltez, sus exquisitas proporciones, más allá de lo que cualquier palabra pudiera describir. Era una belleza que sobrepasaba el mero erotismo y no la contemplamos con un deseo enfermizo, sino con reverencia.
Parecía tan joven…
Parecía inmortal.
Los empleados de la funeraria la llevaron al horno con una deferencia y un respeto poco habituales. Cuando la puerta se cerró detrás de la muerta, Frank Kirk se quito los guantes de látex y se pasó el dorso de la mano por el ojo izquierdo y luego por el derecho. No fue un alarde de perspicacia comprobar que se enjugaba las lágrimas.
Durante las otras incineraciones, Frank y su ayudante charlaban sin parar, aunque nosotros no podíamos oír lo que decían. Aquella noche, apenas lo hicieron.
Bobby y yo también permanecimos en silencio.
Devolvimos el banco al patio. Salimos apresuradamente de la propiedad de Frank Kirk.
Recuperamos las bicicletas y rodamos a través de las calles más oscuras de Moonlight Bay.
Nos dirigimos a la playa.
A aquellas horas, y en aquella estación, la extensa playa estaba desierta. A nuestra espalda, tan magníficas como el plumaje del ave fénix, anidadas en las colinas y fluctuantes a través de los abundantes árboles, aparecían las luces de la ciudad. Frente a nosotros se extendía la negra capa del vasto Pacífico.
Había un suave oleaje. Pequeñas olas muy espaciadas se deslizaban hasta la orilla, arrojando perezosamente sus crestas fosforescentes, que se desprendían de derecha a izquierda, como la blanca corteza de la oscura carne del mar.
Sentado en la arena contemplando el ir y venir de las olas, recordé que la Navidad estaba muy cerca. Faltaban dos semanas. No quería pensar en la Navidad, pero la idea me bailaba y campanilleaba dentro de la cabeza.
Ignoro lo que Bobby estaba pensando. No se lo pregunté. No quería hablar. Él tampoco.
Imaginé lo que serían las Navidades para el pequeño Devlin Acquilain sin su madre. Quizás era demasiado pequeño para comprender el significado de la muerte.
Tom Acquilain, el marido, sabía lo que significaba la muerte, seguro. Y es probable que pusiera un árbol de Navidad para Devlin.
¿De dónde sacaría la fuerza suficiente para colgar las cintas en el árbol?
– Vamos a nadar -dijo Bobby, hablando por primera vez desde que habíamos visto retirar la sábana del cuerpo de la mujer.
Aunque el día había sido templado, estábamos en diciembre y no era un año en el que El Niño -las corrientes cálidas procedentes del hemisferio sur- discurriera hacia la costa. La temperatura del agua era inhóspita y el aire ligeramente frío.
Bobby se desnudó, doblo la ropa y para mantenerla libre de arena, la apiló ordenadamente sobre una manta de algas que se habían lavado en tierra durante el día y el sol había secado. Yo doble las mías y las puse al lado.
Nos metimos desnudos en el agua negra y nadamos contra corriente, alejándonos demasiado de la orilla.
Giramos hacia el norte y avanzamos paralelos a la costa.
Braceamos sin esfuerzo. Moviendo apenas las piernas. Subiendo y bajando con el movimiento de las olas. Nadamos hasta una distancia peligrosa.
Éramos magníficos nadadores, aunque nos estábamos arriesgando.
El nadador encuentra el agua fría menos desagradable después de un rato de encontrarse en ella, cuando la temperatura del cuerpo desciende, la diferencia entre la temperatura de la piel y el agua se hace mucho menos perceptible. Además, el ejercicio provoca la sensación de calor. Y una sensación segura pero falsa de calor puede ser peligrosa.
Sin embargo aquellas aguas se fueron enfriando cada vez más a medida que la temperatura de nuestros cuerpos descendía. No alcanzamos ese punto de relajación, auténtico o falso.
En lugar de adentrarnos tanto hacia el norte, hubiéramos tenido que dirigirnos hacia la orilla. Si nos hubiera quedado una pizca de sentido común, habríamos vuelto al montón de algas secas donde habíamos dejado la ropa.
Sin embargo apenas hicimos una pausa, y flotamos aspirando profundamente el aire frío y el agua que nos enfriaba la garganta. Luego, sin decir una palabra, giramos hacia el sur y seguimos nadando demasiado lejos de la orilla.
Los miembros me pesaban cada vez más. Sentí en el estómago unos terribles retortijones. El latido de mi corazón era tan fuerte como para hundirme bajo la superficie.
Aunque nuestros movimientos eran tan suaves como cuando habíamos entrado en el agua, eran mucho más torpes y la boca se nos llenaba de una espuma blanca y fría.
Nadamos el uno junto al otro, procurando no perdernos de vista. El cielo invernal no era agradable, las luces de la ciudad estaban tan distantes como las estrellas y el mar era hostil. Allí sólo existía la amistad, porque sabíamos que, en un momento de dificultad, ambos hubiéramos dado la vida por salvar al otro.
Cuando llegamos a la orilla, apenas teníamos fuerzas para salir del agua. Salimos exhaustos, con náuseas, más pálidos que la arena y con violentos temblores y escupimos para echar fuera el sabor astringente del mar.
Teníamos tanto frío que no hubiéramos podido ni imaginar siquiera el calor del horno crematorio. Aun después de habernos vestido, todavía temblábamos, y esto era bueno.
Sacamos las bicicletas de la arena, cruzamos la zona de césped que bordeaba la playa y nos dirigimos a la calle más próxima.
– Mierda -dijo Bobby al subir a la bicicleta.
– Sí -dije yo.
Pedaleamos de regreso a nuestras respectivas casas.
Fuimos directamente a la cama como si estuviéramos enfermos. Nos quedamos dormidos. Soñamos. La vida continuó.
Ya no volvimos más a la ventana del crematorio.
Nunca volvimos a hablar de la señora Acquilain.
Años más tarde, tanto Bobby como yo hubiéramos dado la vida por salvar la del otro, y sin dudarlo.
Qué extraño es este mundo: las cosas que podemos tocar fácilmente, esas cosas tan reales a los sentidos -la dulce arquitectura del cuerpo de una mujer, nuestra carne y nuestros huesos, el frío del mar y el brillo de las estrellas-, son muchísimo menos reales que aquello que no podemos tocar, probar, oler o ver. Las bicicletas y los muchachos que las conducen son menos reales que lo que pensamos o lo que sentimos, menos sustanciales que la amistad, el amor y la soledad, que todo lo que existe hace muchísimo tiempo en el mundo.
Esta noche del mes de marzo tan lejana de la época de la infancia, la ventana del crematorio y la escena que se desarrollaba tras ella eran más reales de lo que yo hubiera deseado. Alguien había apaleado brutalmente al vagabundo hasta matarle y luego le había arrancado los ojos.
Si el asesinato y la sustitución de aquel cadáver por el de mi padre tenía sentido cuando se conocieran todos los hechos, ¿por qué arrancarle los ojos? ¿Había alguna razón lógica para enviar a aquel pobre hombre sin ojos a consumirse en el fuego del crematorio?
¿Habían desfigurado al vagabundo por alguna razón oscura e inmoral?
Recordé al gigante de la cabeza rapada y el pendiente con la perla. Recordé su rostro sin ángulos. Los ojos de cazador, negros y fijos. La fría y desagradable voz metálica. Imaginé a ese hombre sintiendo placer ante el dolor ajeno, cortando carne con la misma despreocupación y facilidad que un leñador una ramita.
Además, en aquel extraño nuevo mundo que había entrado en mi vida tras la experiencia en el sótano del hospital, no era difícil imaginar a Sandy Kirk desfigurando el cuerpo: Sandy, tan atractivo y superficial como un modelo profesional, Sandy, cuyo querido padre había llorado al incinerar a Rebecca Acquilain. Es posible que hubieran sacrificado los ojos en el altar del santuario, en el rincón más alejado y de difícil acceso del jardín de rosas, que Bobby y yo nunca pudimos encontrar.
Cuando Sandy y su ayudante dirigían la camilla hacia el horno, sonó el teléfono en el crematorio.
Me aparte sobresaltado de la ventana como si se hubiera disparado una alarma.
Cuando me acerque otra vez al cristal, vi a Sandy sacarse la mascarilla de cirujano y alzar el auricular del teléfono de pared. El tono de su voz indicaba confusión, después alarma, enfado, aunque a través del doble paño de la ventana no pude escuchar la conversación.
Sandy colgó el auricular del teléfono con tanta violencia que estuvo a punto de arrancar la caja de la pared. Quienquiera que estuviera en el otro extremo de la línea había hablado claro.
Sandy dijo algo a su ayudante mientras se quitaba los guantes de látex. Creí oírle decir mi nombre, y no precisamente con admiración o afecto.
Jesse Pinn, el ayudante, era un hombre de rostro enjuto y pálido, pelirrojo, de ojos castaños y unos labios finos y apretados que parecían anticipar el sabor de un conejo recién abatido. Pinn se dispuso a abrir la cremallera de la bolsa que encerraba el cadáver del vagabundo.
La chaqueta del traje de Sandy colgaba de una de las perchas a la derecha de la puerta. Cuando la cogió, me quede atónito al ver que debajo de la americana le colgaba una pistolera hundida por el peso de un arma.
Sandy vio a Pinn manipular torpemente la bolsa del cadáver, le dijo algo con un tono abrupto y señalo hacia la ventana.
Pinn corrió directamente hacia donde me encontraba y yo me separe deprisa del paño. El hombre cerro los listones medio abiertos de la persiana.
En ese momento dude de lo que había visto.
Por un lado, teniendo presente que soy profundamente optimista y esta es una condición inherente en mí, decidí que en esta ocasión sería prudente prestar atención a un instinto más pesimista y no vacilar. Me aleje apresuradamente de la pared del garaje y de la arboleda de eucaliptos, rodeado por un aroma a muerte, y me dirigí al patio posterior.
Las hojas amontonadas crujían con tanta dureza como caparazones de caracol bajo los pies. Por suerte me protegía el susurro de la brisa entre las ramas de los árboles.
El viento, lleno del rumor apagado del mar a través del cual había viajado tanto, enmascaraba mis movimientos.
Pero también ocultaría el sonido de unos pasos que me siguieran.
Estaba seguro de que la llamada telefónica procedía de los auxiliares del hospital. Habían examinado el contenido de la maleta, habían encontrado la cartera de mi padre y en consecuencia dedujeron que yo debía de haber estado en el garaje y había sido testigo del cambalache con el cuerpo.
El informador le había hecho ver a Sandy que mi aparición ante su puerta no había sido tan inocente como parecía. Saldría con Jesse Pinn a comprobar si yo todavía estaba oculto en su propiedad.
Llegue al patio posterior. El prado recortado me pareció más extenso de lo que recordaba.
La luna llena no brillaba más que unos minutos atrás, pero toda la superficie que antes había absorbido su lánguida luz ahora la reflejaba y la amplificaba. El resplandor plateado y espectral que bañaba la noche me ponía en evidencia.
Decidí no atravesar el amplio patio de ladrillo y acercarme a la casa y a la avenida de la entrada. Alejarme del camino por el cual había llegado sería demasiado arriesgado.
Atravesé el prado hacia el terreno de la rosaleda en la parte trasera de la propiedad. Delante de mí se extendían unas terrazas descendentes con extensas hileras de espalderas dispuestas en ángulo, numerosas glorietas como túneles y un laberinto de senderos tortuosos.
En nuestra suave costa la primavera no retrasa su estreno, su aparición corresponde a la fecha del calendario, y casi todas las rosas estaban abiertas. Las flores rojas y otras de tonos mas oscuros parecían negras a la luz de la luna, rosas para un altar siniestro, pero también había enormes capullos blancos, tan grandes como la cabeza de un bebe, inclinándose con el arrullo de la brisa.
Escuche voces masculinas detrás de mí. Llegaban débiles y a retazos entre el viento intermitente.
Agazapado detrás de un alto enrejado, mire hacia atrás a través de los recuadros abiertos entre los blancos cruces de las celosías. Aparté cuidadosamente las agudas espinas de las enredaderas.
Cerca del garaje, dos haces de luz expulsaron a las sombras de los arbustos, de un salto enviaron a los espectros a las ramas de los árboles y se reflejaron en las ventanas.
Sandy Kirk estaba detrás de uno de aquellos haces de luz y era indudable que llevaba el arma que yo había descubierto fugazmente. Jesse Pinn también debía de ir armado.
Hubo un tiempo en que los empresarios de las funerarias y sus ayudantes no eran peligrosos. Hasta aquella tarde creí que todavía vivía en aquella época.
Entonces apareció un tercer haz de luz en el extremo de la casa. Luego el cuarto y el quinto.
Y el sexto.
Ignoraba de donde habían salido aquellos nuevos perseguidores ni de donde habían llegado con tanta rapidez. Se abrieron hasta formar una línea y avanzaron con un propósito determinado por el patio, pasaron la piscina, se dirigieron al jardín de rosas, escudriñando con los haces de luz amenazadoras figuras tan misteriosas como los espíritus malignos de un sueño.
Los rastreadores sin rostro y los retorcidos laberintos que importunan nuestro sueño se convirtieron en una realidad.
Los jardines se escalonaban en cinco amplias terrazas siguiendo una de las laderas de la colma. A pesar de aquellas pequeñas mesetas y de la suavidad del declive entre unas y otras, a medida que descendía fui adquiriendo una velocidad tal que temí tropezar, caer y romperme una pierna.
Las glorietas y las caprichosas espalderas que se alzaban por todos lados parecían ruinas. En los niveles más bajos, se elevaban en exceso con las enredaderas que se trenzaban en la celosía, y cuando pase corriendo junto a ellas parecían animales retorciéndose.
La noche se había convertido en una pesadilla.
El corazón me latía con tanta fuerza que las estrellas daban vueltas.
Sentí como si la bóveda del cielo se aproximara hacia mí y ganara impulso como una avalancha.
Cuando llegue al extremo de los jardines intuí tanto como vi la forma vaga de la reja de hierro forjado de dos metros de altura, su pintura de un negro reluciente brillaba a la luz de la luna. Hundí los talones en la tierra blanda y al frenar choque contra los gruesos palos aunque no con la fuerza suficiente para hacerme daño.
No hice demasiado ruido tampoco. Las astas verticales estaban sólidamente unidas a las horizontales, cuando recibió mi impacto, la verja emitió un sonido breve y sordo.
Me apoye en el hierro.
Un sabor amargo me molesto. Tenía la boca tan seca que no podía escupir.
Sentí un picor en la sien derecha. Alce la mano hasta la cara. Tenía tres espinas clavadas en la piel. Las extraje.
Durante la carrera colina abajo debí de haber pasado rozando un rosal silvestre aunque no recordaba haberlo hecho.
Es posible que, como respiraba sin pausa, la suave fragancia de las rosas fuera demasiado tenue, y quedara camuflada por un cierto hedor a podrido. De nuevo podía oler la crema antisolar, casi tan intensa como cuando me la había aplicado -pero ahora con un punto de acidez- porque el sudor había revitalizado el olor de la loción.
Me dominaba el absurdo y firme convencimiento de que mis seis perseguidores podían descubrirme por el olor como si fueran sabuesos. Por el momento me encontraba a salvo solo porque estaba con el viento a favor.
Agarrándome con fuerza a la reja, cuya vibración sentí en las manos y en los huesos, miré hacia lo alto de la colina. La partida de persecución se dirigía desde la terraza mas elevada hacia la segunda.
Seis guadañas de luz se agitaban entre las rosas. Porciones de celosías, brevemente iluminadas y distorsionadas por aquellas brillantes y largas espadas, parecían huesos de dragones muertos.
Los jardines presentaban la dificultad de tener mas lugares en los que ocultarse que los prados abiertos de arriba. Sin embargo, los perseguidores avanzaban ahora a mayor velocidad.
Escale la verja y me balanceé en la cima, procurando que la chaqueta o la pernera de los téjanos no se quedaran enganchados en las afiladas puntas. Más allá se extendía el campo abierto: valles en sombra, la curva ascendente de hileras de colinas iluminadas por la luna, grupos de robles negros aquí y allá, apenas visibles.
Cuando me dejé caer al otro lado de la verja la hierba, exuberante debido a las recientes lluvias de invierno me cubrió hasta la rodilla. Aspire el aroma del verde jugo procedente de las hojas aplastadas bajo mis zapatos.
Seguramente Sandy y sus ayudantes revisarían todo el perímetro de la propiedad, así es que rodeé la parte inferior de la colina, para alejarme de la funeraria. Quería salir del alcance de sus linternas antes de que llegaran a la verja.
Pero me alejé también de la ciudad, lo cual no era conveniente. No encontraría ayuda en una zona desierta. Cada paso hacia el este era un paso hacia el aislamiento, y en una zona aislada yo era tan vulnerable como cualquiera, más vulnerable que la mayoría.
Por suerte la época del año estaba de mi parte. Si hubiera sido pleno verano la hierba estaría tan dorada como el trigo y tan seca como el papel. Mi avance hubiera quedado marcado por una franja de tallos hollados.
Esperaba que la hierba fuera lo bastante flexible para combarse y recuperarse detrás de mí, ocultando toda huella de mi paso por aquel lugar. De todas formas, lo más probable es que un rastreador con dotes de observación diera conmigo.
Aproximadamente unos sesenta metros más allá de la verja, al fondo del declive, el prado se interrumpía con unos arbustos más frondosos. Una barrera de espesa hierba de metro y medio de altura se mezclaba con lo que debían de ser barbas de cabra y densos grupos de aureolas.
Avancé apresuradamente a través de esta vegetación y me metí en una profunda rambla. Pocas cosas prosperaban porque la temporada de tormentas había puesto al descubierto la espina dorsal del lecho de roca de la parte inferior de las colinas. Y como hacía más de dos semanas que no llovía, el curso rocoso estaba seco.
Me detuve para recuperar el aliento. Luego me incliné sobre la maleza y aparté la hierba para comprobar hasta dónde habían descendido mis perseguidores.
Cuatro de ellos se acercaban a la verja. Los haces de luz de sus linternas cortaron el cielo, tartamudearon entre las estacas puntiagudas y apuñalaron accidentalmente el suelo cuando se encaramaron y pasaron al otro lado de la verja.
Pensé con desaliento que eran rápidos y ágiles.
¿Irían todos armados, como Sandy Kirk?
Considerando su agudo instinto animal, su rapidez y su persistencia, quizá no era necesario que fueran armados. Si me capturaban, podían dejarme fuera de combate con las manos.
Me pregunté si me arrancarían los ojos.
La rambla -y el amplio declive en el que discurría- subía colina arriba hacia el nordeste y descendía colina abajo hacia el suroeste. Como me encontraba casi en el extremo nordeste de la ciudad, no encontraría ayuda si continuaba subiendo la colina.
Me encaminé hacia el suroeste, siguiendo la rambla flanqueada de matorrales, con la intención de volver a la zona poblada tan rápidamente como me fuera posible.
En el sombrío y hueco canal que tenía ante mí, la luna lustrosa brillaba suavemente en el lecho de roca como el hielo lechoso en una laguna invernal. La envolvente cortina de hierba silvestre parecía congelada.
Dominando el temor de caer en las piedras desprendidas o de romperme un tobillo en un agujero, me metí en la noche dejando que la oscuridad me empujara como el viento empuja un barco de vela. Corrí a toda velocidad por el declive sin sentir los pies en el suelo, como si estuviera patinando sobre roca helada.
Tras recorrer doscientos metros, llegué a un lugar donde las colinas se enlazaban unas a otras, dando como resultado una ramificación del hueco. Sin apenas reducir la carrera, elegí el camino de la derecha porque me dirigiría directamente a Moonlight Bay.
Me encontraba a poca distancia de la intersección cuando vi unas luces que se aproximaban. A un centenar de metros delante de mí, el hueco giraba y desaparecía hacia la izquierda, dando una vuelta completa alrededor de la colina. La fuente de luz de los rastreadores se encontraba detrás de aquella curva y observé que se trataba de la luz de unas linternas.
Ninguno de los hombres de la funeraria había tenido tiempo de salir del jardín de rosas y adelantarme con tanta rapidez. Estos eran otros.
Querían atraparme haciendo una pinza. Me dio la sensación de que me perseguía un ejército, un pelotón surgido del mismo suelo.
Me detuve.
Consideré la posibilidad de bajar a las rocas, a la protección del prado con la hierba de la altura de un hombre y de la espesa maleza que se agrupaba en la rambla. Pero aunque no dejara muchas huellas de mi paso entre aquella vegetación, estaba casi seguro de que los pocos signos de mi paso serían descubiertos por mis perseguidores. Atravesarían la maleza y me capturarían o me dispararían cuando subiera por el espacio abierto de la falda de la colina.
Aumentó el brillo de los haces de luz en la curva que tenía delante. Las tiras de la alta hierba del prado llamearon como formas bellamente cinceladas en una bandeja de plata fina.
Retrocedí hasta la Y en la cavidad y tomé la ramificación de la izquierda, que había despreciado minutos antes. Al cabo de ciento ochenta o doscientos metros encontré otra Y; quería ir hacia la derecha -hacia la ciudad- pero como temí entrar en el juego de sus conjeturas, tomé la ramificación de la izquierda que me iba a adentrar en la zona despoblada de las colinas.
Desde algún lugar en lo alto y a gran distancia, del lado oeste, llegó el gruñido de un motor, al principio distante pero luego, de pronto, más cercano. El ruido del motor era tan fuerte que pensé que procedía de una aeronave en vuelo rasante. No se parecía al estruendoso tartamudeo de un helicóptero, sino más bien al rugido de un aeroplano de ala fija.
Luego una luz deslumbrante barrió la cima de las colinas a mi izquierda y a mi derecha, pasó directamente a través de la cavidad, a dieciocho o veinte metros por encima de mi cabeza. El foco era tan brillante, tan intenso, que parecía poseer peso y textura, como el chorro de calor blanco de una sustancia fundida.
Un reflector de gran potencia. El círculo se alejó e iluminó las lejanas lomas hacia el este y el norte.
¿De dónde habían sacado ese complejo pertrecho en tan poco tiempo?
¿Era Sandy Kirk el gran jefe de una milicia antigubernamental con centro de operaciones en búnkeres secretos atestados de armas y municiones en las profundidades de la funeraria? No, aquello no sonaba a real. Tales cosas eran un ingrediente de la vida de esta época, sucesos corrientes en una sociedad que pierde sus valores, pero esto otro parecía sobrenatural. Era un territorio por el cual el torrencial y salvaje río de los acontecimientos de la tarde todavía no había atravesado.
Tenía que saber lo que estaba sucediendo allá arriba. Si no investigaba, me iba a sentir peor que un estúpido ratón en el laberinto de un laboratorio.
Salí bruscamente de la maleza y me dirigí hacia la derecha de la rambla, crucé el suelo resbaladizo de la cavidad y luego trepé por la extensa ladera de la colina, porque el proyector de luz parecía haberse originado en esa dirección. Mientras ascendía, el foco iluminó otra vez la zona de mas arriba -de hecho siguió en dirección noroeste, como yo había supuesto- y luego pasó a gran velocidad por tercera vez, iluminando con su brillo la cima de la colina hacia la cual yo me dirigía.
Tras arrastrarme los penúltimos diez metros con las manos y las rodillas, me deslice serpenteando sobre el vientre los diez finales En la cima, me enrosqué en un afloramiento de rocas castigadas por la intemperie que me proporcionaron un poco de protección y alcé la cabeza con cautela.
Un Hummer negro -o un Hymvee quizá, la versión militar original del vehículo antes de haber sido elevado de categoría para venderlo a los civiles- estaba en una colina próxima a la mía, inmediatamente a sotavento de un gigantesco roble. Aunque sólo tenía encendidas las luces traseras, el Hummer poseía una silueta inconfundible una furgoneta cuadrada, pesada, de transmisión en las cuatro ruedas, con gigantescos neumáticos, capaz de atravesar cualquier terreno.
Entonces vi los dos reflectores ambos eran de asidero, uno del conductor y el otro del pasajero del asiento delantero y ambos tenían unas lentes del tamaño de una bandeja de ensalada.
El conductor apagó su luz y puso el Hummer en marcha. La gran furgoneta salió de debajo de las extensas ramas del roble y cruzo velozmente el prado alto como si atravesara una autopista, dirigiendo hacia mí su parte trasera. Desapareció en el borde extremo, reapareció saliendo de una hondonada y ascendió rápidamente por una ladera más alejada, conquistando sin esfuerzo las colinas costeras.
Los hombres que iban a pie, con las linternas y quizá las pistolas, habían alcanzado las hondonadas. Para evitar que me ocultara en los terrenos elevados y para obligarme a bajar a donde los rastreadores pudieran encontrarme, el Hummer patrullaba por la cima de las colinas.
– ¿Quien es esta gente? -murmure.
Los reflectores del Hummer se proyectaban como látigos, barrían las colinas mas alejadas, iluminaban un mar de hierba en una brisa vaga cuyo flujo menguaba y se acrecentaba. Una ola tras otra rompía al otro lado del suelo ascendente y lamía los troncos de las islas de robles.
Luego, la gran furgoneta se puso otra vez en movimiento y retozó en un terreno menos acogedor. Las luces delanteras se agitaban, un reflector osciló violentamente a lo largo de la cima de una colina, luego se metió en una hondonada, salió de nuevo y se dirigió hacia el este y el sur a otro punto ventajoso.
Me pregunte si estas actividades serían visibles desde las calles de Moonlight Bay, en las colinas más bajas y en el llano, cerca del océano. A pocos ciudadanos se les ocurriría salir y mirar hacia arriba, en un ángulo que revelara el suficiente movimiento como para atraer su curiosidad.
Quienes avistaran los reflectores pensarían que unos adolescentes o los alumnos de un colegio, en un vulgar cuatro por cuatro, perseguían a un alce o un ciervo en la costa: un deporte ilegal aunque no sangriento con el que la mayoría era tolerante.
Poco después el Hummer dio un giro hacia mí. A juzgar por sus pautas anteriores, podía llegar a la colina en dos movimientos.
Me refugié en la parte baja de la ladera, en la hondonada por la que antes había trepado exactamente donde ellos me querían. No tenía otra elección.
Hasta ese momento había confiado que podría escapar. Ahora mi confianza estaba menguando.
Me dirigí al prado y a la rambla y continué en la misma dirección hacia la que me había encaminado antes de que los reflectores me obligaran a subir a la cima de la colina. Sólo había dado unos pasos cuando me detuve, sorprendido por algo con unos brillantes ojos verdes que permanecía a la expectativa en el sendero frente a mí.
Un coyote.
Semejantes a los lobos aunque más pequeños y con un hocico más estrecho, estos animales esbeltos y larguiruchos pueden ser peligrosos. Cuando la civilización invadió su territorio, fueron literalmente aniquilados con la excusa de proteger los patios traseros de los barrios residenciales próximos a las colinas. De vez en cuando oyes que un coyote ha atacado a un niño. Aunque sólo raramente atacan a personas adultas, yo no confiaría demasiado en su limitación o en mi tamaño superior si me encontrara con un grupo, o hasta con un par de ellos, en su territorio.
Mi visión nocturna todavía se estaba recuperando del deslumbramiento de los reflectores, y hubo unos instantes tensos antes de que percibiera que aquellos brillantes ojos verdes estaban demasiado cerca para ser los de un coyote. Además, a menos que aquella bestia estuviera dispuesta a saltar con el pecho contra el suelo, me dirigía su maligna mirada desde una posición demasiado baja para ser la de un coyote.
Cuando mi visión se adaptó a las sombras de la noche y a la luz de la luna, descubrí que lo que tenía ante mí era un indefenso gato. No un puma, lo cual hubiera sido mucho peor que un coyote y razón suficiente para provocar un terror genuino, sino un simple gato casero: gris o beige claro, imposible de determinar bajo aquella luz.
La mayoría de los gatos no son estúpidos. Aunque persigan a un ratón de campo o a los lagartos del desierto, nunca se aventuran en el territorio de un coyote.
Pero lo cierto es que cuando conseguí verla con más claridad, aquella criatura particular parecía estar en un estado de alerta exagerado. Sentada en posición erecta, con la cabeza enderezada, las orejas erguidas, me estudiaba con intensidad.
Cuando di un paso hacia él, el gato se puso de cuatro patas. Y cuando avancé otro paso, se alejó de mí, salió corriendo por el sendero plateado por la luna y se perdió en la oscuridad.
En otro lugar de la noche, el Hummer se puso otra vez en movimiento. Los chirridos y gruñidos se hicieron cada vez más fuertes.
Aceleré el paso.
Cuando había recorrido unos cien metros, el Hummer no se había alejado más, sino que rondaba por algún lugar próximo. Su motor sonaba como un lento y profundo jadeo. Arriba, la predadora mirada de las luces rastreaba su presa en la noche.
Mientras buscaba la siguiente ramificación de la hondonada, descubrí al gato esperándome. Estaba sentado en el cruce, inmóvil.
Cuando me dirigí al sendero de la izquierda, el gato corrió hacia el de la derecha. Dio unos cuantos pasos, se detuvo y volvió hacia mí sus ojos de linterna.
Aquel gato debía de estar perfectamente enterado de la existencia de los rastreadores, no tanto de los que ocupaban el ruidoso Hummer sino de los hombres que iban a pie. Debió de percibir, con sus agudos sentidos, las feromonas de la agresividad que iban derramando a su paso. La inminente violencia. Seguramente deseaba evitar a aquella gente tanto como yo. Llegado el caso, prefería elegir la vía de escape que escogiera el animal que la que pudiera elegir yo.
De pronto el ruido del motor del Hummer se hizo más atronador. El fuerte estruendo recorrió con un eco la hondonada, de tal manera que parecía acercarse y alejarse al mismo tiempo. Permanecí indeciso en medio de todo aquel estruendo, y por un instante me debatí en la duda.
Entonces decidí seguir al gato.
Cuando giré por la bifurcación de la izquierda, el Hummer lo hizo en la cima de la colina hacia el flanco oriental de la hondonada que yo había estado a punto de tomar. Durante un instante se quedó inmóvil, suspendido, como si la ingravidez hubiera detenido el tiempo en un reloj, los reflectores como líneas gemelas dirigidas al funámbulo del circo en la cuerda floja flotando en el aire, un faro dirigido directamente hacia la negra cortina del cielo. El tiempo se quebró en aquella sinapsis de vacío y volvió a fluir: el Hummer se inclinó hacia un lado y las ruedas delanteras irrumpieron violentamente en la ladera de la colina, las traseras cruzaron la cima, y grumos de tierra y hierba fueron arrojados de las llantas cuando embistió colina abajo.
Un hombre chilló con deleite y otro lanzó una carcajada. Disfrutaban con la cacería.
Cuando la gran furgoneta descendió a sólo unos cincuenta metros por delante de mí, el foco manual barrió la hondonada.
Me tiré al suelo y me acurruque para quedar a cubierto El terreno rocoso era una maldición para los huesos y sentí como se rompían las gafas de sol en el interior del bolsillo de la camisa.
Cuando me puse de pie, un haz de luz tan brillante como un rayo que atravesase un roble chamuscó el suelo en el que yo había estado hacía un instante. Di un respingo, y mirando de soslayo observe que el reflector vibraba y luego se dirigía hacia el sur. El Hummer no subía por la hondonada en la que me encontraba.
Debía quedarme allí, en la intersección de los senderos, con el punto más estrecho de la colina a mi espalda, hasta que el Hummer se alejara de las proximidades, en lugar de arriesgarme a encontrármelo en la siguiente hondonada. Cuando cuatro haces de luz parpadearon en el extremo del sendero que yo había seguido hasta ese punto, las dudas desaparecieron. Me encontraba fuera del alcance de las luces de aquellos hombres, pero se estaban aproximando al trote y el peligro de que me descubrieran era inminente.
Cuando rodeé el promontorio de la colina y entré en la hondonada que había al oeste del mismo, el gato todavía estaba allí, como si me esperase. Una vez mostrado el camino, se alejo apresuradamente, aunque no tanto como para perderlo de vista.
Agradecí el suelo de piedras, en el que no podían traicionarme mis huellas y entonces fue cuando me di cuenta de que solo unos fragmentos de las gafas de sol rotas seguían en el bolsillo de mi camisa Mientras corría metí los dedos en el bolsillo y palpé una varilla torcida y una pieza punzante de los lentes. El resto debió de quedar esparcido en el suelo donde había caído, en la bifurcación del sendero.
Los cuatro rastreadores iban a descubrir los fragmentos rotos. Dividirían sus fuerzas, dos hombres en cada hondonada, y me perseguirían con más ahínco que nunca, animados por la evidencia de que estaban cerca de su presa.
En el lado más alejado de aquella colina, más allá del valle donde a duras penas había escapado del reflector, el Hummer comenzó a subir de nuevo. El ruido del motor aumento gradualmente de volumen.
Si el conductor se detenía en la cima de la colina para escudriñar la noche como había hecho antes, yo podría correr sin que me descubrieran por debajo de ellos y alejarme. En cambio, si atravesaba la colina y se introducía en la hondonada en que yo me encontraba, podrían descubrirme los focos del automóvil o los rayos del reflector.
El gato corrió y yo con el.
La hondonada, sinuosa entre las oscuras colinas, se hacía más ancha que las que había atravesado antes, así como la rambla rocosa que discurría en el centro. A lo largo del filo del sendero pedregoso, la alta hierba y la maleza se espesaban más que en ningún otro sitio, regadas por el gran volumen de afluencia de agua de las tormentas. La vegetación estaba demasiado lejos a ambos lados del sendero y no podría ocultarme de la luz que la luna proyectaba sobre mí, por lo que me sentí peligrosamente expuesto. Además, el ancho declive, al menos el que tenía delante, discurría tan recto como una calle de la ciudad, sin recodos que me protegieran de quienes podían organizar mi funeral.
Me pareció que el Hummer se había detenido otra vez arriba. Los gruñidos desaparecieron con la brisa y los únicos sonidos de motor eran los míos el chirrido y el jadeo de la respiración, el latido del corazón como el golpeteo de un pistón.
El gato era mucho más rápido que yo, el viento sobre cuatro patas, podría haber desaparecido en cuestión de segundos. Durante un par de minutos, sin embargo, me marcó el paso, permaneciendo a una distancia constante de quince pasos delante de mí, gris claro o beige claro, un fantasma de gato bajo la luz de la luna, volviéndose a mirar de vez en cuando con unos ojos tan espectrales como una reunión espiritista a la luz de las velas.
Justo cuando empezaba a pensar que aquella criatura estaba llevándome a propósito a un lugar libre de peligro, cuando empezaba a sumergirme en una de aquellas orgías de antropomorfismo que volvían loco a Bobby Halloway, el gato se alejó de mí corriendo. Si aquel depósito rocoso y seco hubiera estado lleno de agua, ésta no hubiera corrido mas deprisa que el felino, que en dos segundos, tres como máximo, desapareció en la noche.
Un minuto después, encontré al gato en el límite del canal. Nos hallábamos en la terminación de una hondonada ciega, con abiertas colinas de hierba que se elevaban empinadas sobre tres lados. De hecho eran tan escarpadas que yo no podría escalarlas con la suficiente rapidez para eludir a los rastreadores que seguramente iban tras mis talones. Estaba encajonado. Atrapado.
Maderas flotantes, bolas informes de algas y hierba muerta y cieno se amontonaban al final del depósito. Casi esperé que el gato me dirigiera una maliciosa sonrisa Cheshire, la blanca dentadura brillando en la penumbra. En lugar de hacerlo, escapó hacia el montón de detritos y se deslizó serpenteando por una de las muchas aberturas desapareciendo otra vez.
Aquello era un depósito. Por consiguiente la afluencia tenía que ir a parar a algún lugar cuando alcanzaba ese punto.
Apresuradamente, me encarame por la cuesta de detritos amontonados de tres metros de largo por tres de alto, que se hundió y crujió pero aguantó mi peso. Estaban apilados contra una rejilla de barras de acero, que servía de enrejado vertical, más allá de la boca de una alcantarilla, en uno de los lados de la colina.
Al otro lado del enrejado había un desagüe de cemento entre unos refuerzos también de cemento Al parecer formaba parte de un proyecto de control de inundaciones que desviaba el agua de las tormentas de las colinas, por debajo de la autopista de la Pacific Coast, a través de canales de desagüe, debajo de las calles de Moonlight Bay, y finalmente desembocaba en el mar.
Las cuadrillas de mantenimiento limpiaban de hojarasca el enrejado un par de veces todos los inviernos, para evitar que se interrumpiera el paso del agua. Hacía tiempo que no habían pasado por allí.
En el interior de la alcantarilla, el gato maulló. Su voz resonó con un nuevo tono sepulcral en el túnel de cemento.
Las aberturas de la rejilla de acero eran unos cuadrados de diez centímetros, lo bastante anchas para admitir a un flexible gato, pero no lo bastante para mí. El enrejado ocupaba el ancho del orificio, de un puntal al otro, pero no llegaba hasta la parte superior.
Pasé primero las piernas y la espalda a través de la abertura de poco más de medio metro entre la parte superior del enrejado y el techo curvo de la alcantarilla. Agradecí que la rejilla tuviera un larguero, de otro modo me hubiera golpeado y arañado con la parte superior de los barrotes verticales.
Dejé atrás las estrellas y la luna, apoyé la espalda en el enrejado y me asomé a la más absoluta oscuridad. Sólo tenía que doblar ligeramente la cabeza para no tropezar con el techo. El olor a cemento húmedo y a hierba que emanaba de abajo no era del todo desagradable.
Avancé y resbalé. El suelo liso de la alcantarilla sólo tenía un ligero declive. Tras caminar unos metros me detuve, temeroso de tropezar, caer por una repentina pendiente perpendicular y quedarme en una situación difícil o romperme el espinazo en el fondo.
Saqué el encendedor de gas del bolsillo de los téjanos, pero no quise encenderlo. La luz fluctuante en las paredes curvas de la alcantarilla sería visible desde el exterior.
El gato volvió a aparecer y sus ojos brillantes fueron lo único que pude ver delante de mí. Calculando la distancia que había entre nosotros, y a juzgar por el ángulo en que veía descender al animal, deduje que el suelo de la enorme alcantarilla continuaba un progresivo, aunque no fuerte, descenso.
Seguí cautelosamente aquellos ojos brillantes. Cuando estuve mas cerca de él, se desvió y yo me detuve al perder sus faros gemelos.
Segundos después lo volví a ver. Su mirada verde reapareció, fija y sin parpadear.
Avance otra vez, admirado ante la extraordinaria experiencia. Todo lo que había presenciado desde la caída del sol -el robo del cuerpo de mi padre, el cadáver apaleado y sin ojos en el crematorio, la persecución desde la funeraria- era increíble, por no decir algo peor, pero por extraño que fuera, nada podía compararse al comportamiento de este pequeño descendiente del tigre.
O quizás estaba exagerando el momento y atribuía a aquel simple gato casero una comprensión de mi situación que no poseía.
Quizá.
A ciegas, llegué hasta otro montón de detritos más pequeño que el primero. A diferencia del anterior, este estaba húmedo. Los restos se aplastaron bajo mis zapatos y de ellos se elevo un agudo hedor.
Avance a gatas, buscando a tientas en la oscuridad, y descubrí que los detritos estaban amontonados contra otro enrejado de acero. Toda la hojarasca que había pasado por la parte superior del primer enrejado se había detenido aquí.
Después de saltar esta barrera y cruzar a salvo al otro lado, me arriesgué a utilizar el encendedor. Puse la mano alrededor de la llama para evitar el brillo directo cuanto fuera posible.
Los ojos del gato llamearon ahora dorados, con puntitos de color verde. Durante un buen rato nos miramos el uno al otro, y luego mi guía -si podía llamarse así- giró en redondo y salió corriendo de mi campo visual, perdiéndose en la alcantarilla.
Con la ayuda del encendedor para encontrar el camino y manteniendo la llama baja para no gastar gas, descendí al corazón de las colinas costeras, pasando por alcantarillas tributarias más pequeñas que desembocaban en la principal. Llegué a una represa con anchos escalones de cemento en el que había charcos de agua estancada y una fina alfombra de hongos gris oscuro que probablemente prosperaban durante los cuatro meses de la estación lluviosa. Los sucios escalones eran traicioneros, pero para seguridad de las cuadrillas de mantenimiento, había una barandilla de acero fijada a una de las paredes, de la que ahora colgaba un oropel de color pardusco de hierba seca depositada allí durante el último aluvión.
Mientras descendía agucé el oído por si escuchaba algún ruido de mis perseguidores, voces en el túnel que dejaba atrás, pero lo único que oí fueron mis ruidos furtivos. O los rastreadores habían decidido que no me había escapado por la alcantarilla, o dudaron tanto antes de seguirme que les había sacado una buena delantera.
Al final de la represa, en los dos últimos anchos escalones, estuve a punto de caer en lo que al principio pensé se trataba de los sombreros redondeados y pálidos de grandes setas, agrupaciones de repugnantes hongos que crecían en la penumbra, sin duda extremadamente venenosos.
Agarrándome a la baranda, pasé despacio sobre aquellas formas que brotaban en el resbaladizo cemento, evitando tocarlas hasta con los zapatos. Una vez estuve al otro lado del charco, me volví para examinar aquel peculiar hallazgo.
Cuando alcé la llama del encendedor, descubrí que ante mí no había una alfombra de hongos, sino una colección de cráneos. Frágiles cráneos de aves. Alargados cráneos de lagartos. Anchos cráneos de lo que debieron ser gatos, perros, mapaches, erizos, conejos, ardillas…
Ni siquiera un pedazo de carne estaba adherido a alguna de aquellas cabezas muertas; era como si las hubieran hervido: blancas y amarillentas a la luz del gas, grandes cantidades, quizás un centenar. No había huesos de patas, ni cajas torácicas, sólo cráneos. Estaban bien ordenados uno al lado del otro en tres hileras -dos al fondo del escalón y la segunda un poco más allá- dirigidas hacia arriba, como si con la cuenca vacía de los ojos estuvieran allí para ser testigos de algo.
Ignoraba lo que significaba aquello. No vi signos satánicos en las paredes de la alcantarilla, ni indicios de ceremonias macabras de ningún tipo, y sin embargo aquel despliegue tenía un significado simbólico indudable. La cantidad de piezas de la colección indicaba obsesión, y la crueldad implícita en tanta matanza y decapitación era escalofriante.
Al recordar la fascinación por la muerte que a Bobby Halloway y a mí nos había dominado cuando teníamos trece años, me pregunté si algún chico, mucho más fantasioso de lo que nosotros éramos entonces, habría hecho aquel horrible trabajo. Los criminalistas aseguran que hacia los tres o cuatro años, la mayor parte de los asesinos en serie practican torturando y matando insectos, aumentando a pequeños animales durante la infancia y la adolescencia, y finalmente se dedican a las personas. Quizás en aquellas catacumbas un joven asesino extremadamente perverso estaba iniciándose en su trabajo.
Entre aquellos semblantes huesudos, en la tercera hilera, la más alta, destacaba un cráneo brillante diferente a todos los demás. Parecía el de un ser humano. Pequeño, pero un ser humano. El cráneo de un niño.
– Dios mío.
Mi murmullo rebotó en las paredes de cemento.
Me sentí como en medio de un sueño brumoso, en el que el cemento y los huesos no eran más sólidos que el humo. No me atreví a tocar el pequeño cráneo humano, ni ningún otro. Sin embargo, por irreales que pudieran parecer, sabía perfectamente que serían fríos, suaves y sólidos al tacto.
Deseoso de evitar un encuentro con el autor de la escalofriante colección, seguí mi camino a través de la alcantarilla.
Esperé a que el gato de ojos enigmáticos reapareciera, pálidas patas rozando el cemento con un silencio cada vez más distante, pero o permanecía delante fuera de mi vista o se había metido por alguna de las tuberías tributarias.
Secciones de alcantarillas de cemento alternaban con represas; precisamente cuando ya me empezaba a preocupar el gas del encendedor, el círculo de una débil luz gris apareció y fue aumentando delante de mí. Corrí hacia allí y observé que no había un enrejado en la parte más baja del túnel, que llevaba a un canal de drenaje abierto construido con mortero de rocas de río.
Me encontraba en territorio familiar, en la zona llana al norte de la ciudad. A un par de manzanas del mar. A media manzana del instituto.
Después de la húmeda alcantarilla, el aire de la noche no tenía un aroma fresco, sino dulce. Los puntos en lo alto del límpido cielo brillaban con un blanco diamantino.
Según el reloj digital del edificio Wells Fargo Bank eran las 19.56 horas, lo que significaba que mi padre había muerto hacia tres horas aunque parecían haber pasado días desde que lo había perdido. La misma placa señalaba quince grados de temperatura pero a mí la noche me parecía mas fría.
Di la vuelta a la esquina, pase ante el banco y seguí por la manzana: la lavandería Tidy Time estaba inundada de luz fluorescente. No había parroquianos haciendo la colada.
Con el billete de dólar en la mano, los ojos convertidos en una raya me adentré en la fragancia floral de los jabones en polvo y de la química de los blanqueadores. Bajé la cabeza cuanto pude para protegerme de la luz con la visera de la gorra. Corrí directamente hacia la maquina de cambio metí el billete agarre las cuatro monedas que se desparramaron en la bandeja y me aleje a toda prisa.
Dos manzanas más allá, fuera de la oficina de correos, había un teléfono publico. Encima del teléfono sobre la pared del edificio una luz de seguridad brillaba dentro de una jaula metálica.
Colgué la gorra en la jaula para atenuar la luz.
Imagine que Manuel Ramírez todavía estaría en su casa. Le llame por teléfono y su madre Rosalina, me dijo que se había marchado hacia horas. Tenía turno doble porque otro oficial se había puesto enfermo. Estaba de servicio en el despacho más tarde pasada la media noche saldría a patrullar.
Marqué el número de la policía de Moonlight Bay y pregunte al operador si podía hablar con el oficial Ramírez.
Manuel, a mi juicio el mejor poli de la ciudad, tiene ocho centímetros menos que yo, trece kilos de peso más que yo, es doce años mayor y es de origen mexicano. Le gusta el béisbol: nunca sigo los deportes porque tengo un sentido muy desarrollado del tiempo, no me gusta utilizar mis preciosas horas en actividades demasiado pasivas. Manuel prefiere la música country, a mi me gusta el rock. Él es un firme republicano, a mi no me interesa la política. En cuanto al cine, su placer oculto es Abbott y Costello, el mío es el inmortal Jackie Chan. Somos amigos.
– Chris, me he enterado de lo de tu padre -dijo Manuel al otro lado de la línea-. No se que decirte.
– Yo tampoco.
– No, nunca hay nada que decir, ¿verdad?
– No importa.
– ¿Te encuentras bien?
Para mi sorpresa, no pude hablar, como si de repente una aguja de cirujano me suturara la garganta y me cosiera la lengua a la parte superior de la boca.
Inmediatamente después de la muerte de mi padre pude contestar a la misma pregunta que me hizo el doctor Cleveland sin titubear.
Me sentía mas cerca de Manuel que del medico. La amistad aplaca los nervios y posibilita expresar el dolor.
– Ven a verme una tarde a la salida del trabajo -propuso Manuel- Beberemos cerveza, comeremos tamales y veremos un par de películas de Jackie Chan.
A pesar del béisbol y de la música country, teníamos mucho en común Manuel Ramírez y yo. Hacía la ronda en el cementerio, desde media noche hasta las ocho de la mañana, algunas veces doblaba el turno, como esta tarde de marzo, por escasez de personal. Le gusta la noche como a mí, pero también trabaja por necesidad. Como la ronda por el cementerio es menos deseable que trabajar de día en la oficina, la paga es más elevada. Y lo más importante, le permite pasar toda la tarde con su hijo, Toby, al que adora. Hace dieciséis años la esposa de Manuel, Carmelita, murió minutos después de traer al mundo a Toby. El chico padece el síndrome de Down y es amable y encantador. La madre de Manuel se trasladó a su casa inmediatamente después de la muerte de Carmelita y allí sigue ocupándose de Toby. Manuel Ramírez sabe sus limitaciones. Siente la mano del destino todos los días de su vida, en una edad en la que la mayoría de la gente no cree demasiado en el resultado o en el destino. Tenemos mucho en común Manuel Ramírez y yo.
– Suena muy bien eso de cerveza y Charlie Chan -asentí- Pero ¿quien hará los tamales, tu madre o tu?
– Oh, mi madre no, [1] te lo prometo.
Manuel es un cocinero excepcional, y su madre cree que ella también lo es. La comparación entre sus platos constituye un clarísimo ejemplo de la diferencia entre una buena acción y una buena intención.
Paso un coche por la calle detrás de mi y cuando baje la vista, vi mi sombra sobre mis pies inmóviles y como se desplazaba desde el lado izquierdo al derecho, como crecía lo suficiente para oscurecer la acera de cemento y se estiraba hasta separarse de mí y escapar, para luego volver al lado izquierdo una vez el coche hubo pasado.
– Manuel, hay algo que puedes hacer por mi, algo mas que tamales.
– Dime Chris.
– Es referente a mi padre… a su cuerpo -dije después de un largo titubeo.
Manuel justifico mi titubeo. Su silencio fue algo semejante a cuando un gato aguza el oído con interes.
Mis palabras le habían dicho más de lo que aparentaban. Cuando volvió a hablar, el tono de su voz era diferente, seguía siendo la voz de un amigo, pero también la de un poli.
– ¿Que ha pasado, Chris?
– Algo muy raro.
– ¿Raro? -pregunto, saboreando aquella palabra como si tuviera un sabor inesperado.
– Es mejor no hablar de ello por teléfono. Si voy a la comisaría, ¿podrás reunirte conmigo en el aparcamiento?
No podía esperar que la policía apagara las luces de la comisaría y las sustituyera por velas.
– ¿Te refieres a algo criminal? -inquirió Manuel.
– En efecto. Y raro.
– Al jefe Stevenson hoy le ha tocado trabajar hasta tarde. Todavía esta aquí, pero no tardara mucho en marcharse ¿Quieres que le pida que espere?
Me acorde del rostro sin ojos del vagabundo muerto.
– Si -conteste- Si, Stevenson debería oírlo.
– ¿Puedes estar aquí en diez minutos?
– Hasta ahora.
Colgué el teléfono, cogí la gorra de la caja de luces, volví a la calle y me protegí los ojos con una mano cuando pasaron otros dos coches. Uno de ellos era un Saturn ultimo modelo El otro una camioneta Chevy.
Ninguna furgoneta blanca. Ningún coche fúnebre. Ningún Hummer negro.
No temía que siguieran buscándome. En esos momentos deberían de estar metiendo al vagabundo en la incineradora. Con la evidencia reducida a cenizas, no existía la prueba que apoyara mi extraordinaria historia. Sandy Kirk los auxiliares y todos los desconocidos se sentirían a salvo.
Además, cualquier intento de asesinarme o raptarme confirmaría ese crimen, se asociaría a él e incrementaría su verosimilitud. A aquellos misteriosos conspiradores les convenía ahora más la discreción que la agresión, especialmente cuando su único acusador era el tipo excéntrico de la ciudad, que salía de su casa rodeada de cortinas solamente del anochecer a la madrugada, que temía el sol, que vivía gracias a mantos, velos, capuchas y capas de loción, que se arrastraba por la ciudad en la noche bajo una coraza de ropa y productos químicos.
Considerando la naturaleza fantástica de mis acusaciones, pocos creerían mi historia, aunque estaba seguro de que Manuel sabría que le estaba diciendo la verdad. Esperaba que el jefe también me creyera.
Me aleje del teléfono de la oficina de correos y me encamine hacia la comisaría. Solo estaba a un par de manzanas.
Mientras me apresuraba a través de la noche, ensayé lo que les diría a Manuel y a su jefe, Lewis Stevenson, que era un individuo de aspecto formidable, para el que quería estar bien preparado. Alto, de anchas espaldas, atlético, Stevenson tenía un rostro tan noble que su perfil podría haber servido para acuñar una moneda de la antigua Roma. A veces parecía un actor interpretando el papel de un jefe de policía consagrado, aunque si se trataba de una interpretación, esta era de premio. A sus cincuenta y dos años, daba la impresión -sin aparentar desearlo- de ser muy experimentado para su edad, e imponía respeto y confianza. Tenía algo de psicólogo y de cura, cualidades muy necesarias para el cargo que ocupaba, pero que solo muy pocos poseen. Era de esas raras personas que disfrutan teniendo poder, pero no abusan de el, que ejercen la autoridad con buen juicio y compasión y había sido jefe de policía durante catorce años sin un atisbo de escándalo, ineptitud o ineficacia en su departamento.
Atravesé las callejuelas sin farolas iluminadas por la luna, que ahora estaba más alta que antes en el cielo, pasaron verjas y senderos, jardines y cubos de basura, mientras iba murmurando mentalmente las palabras con las que esperaba contar una historia convincente. Llegue en dos minutos en lugar de los diez que Manuel me había sugerido al aparcamiento del edificio municipal. Y atrapé al jefe Stevenson en una conspiración que borró todas las magnificas cualidades que antes le había atribuido. Ahora se me revelaba como un hombre que, a pesar de la nobleza de su rostro no se merecía ser honrado en monedas o monumentos ni siquiera que colgaran su fotografía en la estación, junto a las del alcalde, el gobernador y el presidente de Estados Unidos.
Stevenson estaba en el extremo del edificio municipal próximo a la entrada trasera de la comisaría bajo una cascada de luz azulada procedente de la lámpara de seguridad situada encima de la puerta. El hombre con el que conferenciaba se mantenía a unos metros de distancia y solo se le veía a medias entre las sombras azuladas.
Atravesé el aparcamiento y me dirigí hacia ellos No me vieron llegar porque estaban concentrados en la conversación. Además, quedaba fuera de su campo de visión porque pasé entre los furgones de la patrulla urbana, coches patrulla, furgones de la patrulla de playa y vehículos particulares, para mantenerme alejado cuanto fuera posible de la luz directa de tres altas farolas.
Justo antes de salir a cielo abierto, el interlocutor de Stevenson se acerco más al jefe y salió de las sombras: yo me detuve, atónito. Vi la cabeza rapada, el rostro duro. La camisa de franela roja, los téjanos azules, las zapatillas de trabajo.
A la distancia en que me encontraba, me fue imposible ver el pendiente de perla.
Tenía dos grandes vehículos a ambos lados y rápidamente me retrasé unos pasos para quedar oculto en la oleosa oscuridad entre ambos. Uno de los motores todavía estaba caliente, zumbaba y palpitaba mientras se iba enfriando.
Aunque podía oír las voces de los dos hombres, no podía distinguir sus palabras. La brisa jugueteaba en los árboles y se llevaba las palabras del hombre, y ese murmullo incesante evitaba que la conversación llegara hasta mí.
Observé que el vehículo que estaba a mi derecha, el del motor caliente, era el Ford blanco en el que el calvo había salido antes del Mercy Hospital. Con los restos mortales de mi padre.
Me pregunté si las llaves estarían puestas. Presioné la cara contra la ventanilla de la puerta del conductor, pero no se podía ver bien el interior.
Si hubiera podido robar el furgón, seguramente hubiera obtenido la prueba crucial de que mi historia era cierta. Aunque ya se hubieran llevado el cuerpo de mi padre, no hacia mucho que había estado allí y podía quedar alguna prueba forense o, por lo menos, restos de sangre del vagabundo.
No tenía idea de poner en marcha un motor.
Y que diablos, tampoco hubiera sabido conducirlo.
Aunque hubiera descubierto de pronto que poseía un talento natural para conducir vehículos, equivalente al talento de componer música de Mozart, no hubiera podido conducir treinta kilómetros hacia el sur siguiendo la costa o cuarenta y cinco hacia el norte hasta otra jurisdicción de la policía. Imposible con el brillo de los focos de los coches que se cruzaran conmigo. Imposible sin mis preciosas gafas de sol, que yacían allá lejos, en algún lugar de las colinas.
Además, si abría la puerta del furgón, se encenderían las luces de la cabina. Y los dos hombres se darían cuenta.
Vendrían a buscarme.
Me matarían.
Se abrió la puerta trasera de la comisaría de policía y Manuel Ramírez salió al exterior.
Lewis Stevenson y el otro conjurado interrumpieron la conversación. A la distancia en la que me encontraba, me fue imposible discernir si Manuel conocía al calvo, aunque me pareció que solo se dirigía a su jefe.
Me resultaba imposible creer que Manuel -el buen hijo de Rosalía, el apenado viudo de Carmelita y padre amantísimo de Toby- formara parte de un asunto que implicaba asesinato y robo de cadáveres. No conocemos a la mayoría de las personas, no las conocemos de verdad, a pesar de lo profundamente que creamos percibir su interior. La mayoría de ellas son lagunas sombrías, con infinitas capas de partículas en suspensión, movidas por extrañas corrientes en las profundidades. Hubiera apostado mi vida que el corazón de aguas transparentes de Manuel no albergaba falsedad alguna.
Pero no quería poner en peligro su vida y si lo hubiera llamado para que revisara la parte trasera de la furgoneta blanca conmigo, para someter el vehículo a un exhaustivo trabajo forense, hubiera firmado su sentencia de muerte tanto como la mía. Seguro.
Stevenson y el calvo se volvieron bruscamente hacia el aparcamiento. Manuel les había hablado de mi llamada telefónica.
Me agazapé en la penumbra, entre el furgón blanco y el de la patrulla de playa.
Intenté leer la placa de licencia que había en la parte trasera del furgón. Aunque normalmente me molesta el exceso de luz, en esta ocasión me fastidió que hubiera demasiado poca.
Pasé frenéticamente la yema de los dedos por los siete números y las letras. Fui incapaz de memorizarlos con el sistema Braille de lectura, no era lo bastante rápido como para evitar que me descubrieran.
El calvo empezó a acercarse al furgón. Estaba casi a un paso. El calvo, el carnicero, el comerciante de cadáveres, el ladrón de ojos.
Agachado, volví a recorrer el camino por el que había llegado entre las hileras de furgones y coches estacionados, volví al callejón y luego me escabullí ocultándome entre las hileras de cubos de la basura, casi arrastrándome hasta un Dumpster; luego giré por una esquina y me metí en otro callejón, fuera del campo visual del edificio municipal. Me enderecé y eché a correr, tan rápido como el gato, deslizándome como un búho, una criatura de la noche, preguntándome si encontraría un refugio a salvo antes del amanecer o si tendría que seguir caminando a cielo abierto hasta quedar negro y retorcido bajo el progresivo calor del sol.
Podía llegar sano y salvo a casa, pero era consciente también de que sería una locura quedarme allí. Como había llegado en dos minutos a la comisaría de policía, esperarían al menos diez minutos más antes de que el jefe Stevenson comprendiera que debía de haberle visto con el hombre que había robado el cuerpo de mi padre.
Aun así, podían no ir a buscarme a casa. Todavía no representaba una amenaza seria, y era poco probable que lo fuera. No tenía ninguna prueba de lo que había visto.
Sin embargo, parecían dispuestos a tomar medidas extremas para evitar el descubrimiento de su inexplicable conspiración. No querrían dejar siquiera el más mínimo cabo suelto, lo que para mí significaba recibir un golpe en la nuca.
Pensé que encontraría a Orson en el vestíbulo cuando abrí la puerta principal y entré, pero no estaba esperándome. Lo llamé, pero no apareció. Si se hubiera acercado en la oscuridad, hubiera oído el sonido de sus patas contra el suelo.
Probablemente se encontraba en uno de sus momentos de malhumor. Casi siempre esta de buen humor, es juguetón y sociable, con la suficiente energía en la cola como para barrer todas las calles de Moonlight Bay. De vez en cuando, sin embargo, el mundo se le cae encima, y entonces se echa tan fláccido como una alfombra, con los ojos tristes abiertos pero fijos en algún recuerdo o visión perruna más allá de este mundo, sin emitir otro sonido que algún suave suspiro.
Algunas veces, aunque raras, he encontrado a Orson en un estado parecido a una honda depresión. Puede parecer un estado demasiado profundo para un perro, pero así es.
En cierta ocasión se sentó ante el espejo del armario de mi cuarto, y estuvo contemplando su reflejo durante casi media hora, una eternidad para la mente de un perro, que generalmente experimenta el mundo como una serie de curiosidades de dos minutos y entusiasmos de tres. No fui capaz de decir lo que le fascinaba de su imagen, aunque descarté la vanidad canina y la simple perplejidad, parecía lleno de pena, con las orejas caídas, el lomo abatido y la cola inmóvil. Juro que a veces sus ojos están llenos de lágrimas que apenas consigue reprimir.
– ¿Orson? -llamé.
El interruptor de la lámpara de araña de la escalera estaba preparado con un reóstato, igual que la mayoría de interruptores de toda la casa. Sintonice la mínima luz que necesitaba para subir las escaleras.
Orson no estaba en el rellano. No me estaba esperando en el zaguán del segundo piso.
Encendí una luz tenue en mi cuarto. Orson tampoco estaba allí.
Fui directamente a la mesilla de noche más próxima. Del cajón superior cogí un sobre en el que guardaba dinero suelto. Solo contenía ciento ochenta dólares, pero eso era mejor que nada. Aunque no sabía si iba a necesitar dinero en efectivo, pensé que era mejor estar preparado y me metí toda la suma en uno de los bolsillos de los téjanos.
Mientras cerraba el cajón, observé que había un objeto oscuro encima de la cama. Cuando lo cogí, me sorprendió comprobar que era lo que parecía una pistola.
No había visto aquella arma hasta entonces.
Mi padre nunca había tenido una pistola.
Actuando por instinto, volví a dejar la pistola y con una punta del cubrecama borre las huellas que había dejado en ella. Me entró la sospecha de que alguien me quería implicar en algo que no había hecho.
Aunque todos los televisores emiten radiaciones ultravioleta, he visto muchas películas durante años porque estoy a salvo si me sitúo lo bastante alejado de la pantalla. Conozco esas historias de hombres inocentes -desde Cary Grant y James Stewart hasta Harrison Ford- perseguidos implacablemente por crímenes que nunca cometieron y encarcelados con falsas pruebas.
Entré rápidamente en el cuarto de baño contiguo y encendí la bombilla de bajo voltaje. No había ninguna rubia muerta en la bañera.
Ni Orson tampoco.
Otra vez en el cuarto, me quedé allí muy quieto y escuche los sonidos de la casa. Si había entrado alguien, sólo era un fantasma que se movía en un silencio ectoplasmático.
Volví junto a la cama, dudé, cogí la pistola y la manipule torpemente hasta que saqué el cargador. Estaba cargada. Deslicé el cargador en la culata. Como era un inexperto en armas, encontré la pieza más pesada de lo que había esperado: al menos pesaba tres kilos.
Junto al lugar donde había encontrado la pistola, había un sobre blanco. Hasta entonces no me había dado cuenta.
Cogí un lápiz-linterna del cajón de la mesilla de noche y enfoque el sobre con el estrecho rayo. Era liso, a excepción de un nombre que llevaba impreso en la esquina superior izquierda: Thor’s Gun Shop de Moonlight Bay. El sobre abierto, que no llevaba ningún sello ni señal de correos, estaba un poco arrugado y punteado con unas curiosas muescas.
Cuando cogí el sobre, observé que tenía unas tenues manchas de humedad. Los papeles doblados de su interior estaban secos.
Examiné aquellos documentos a la luz del lápiz linterna. Reconocí la cuidadosa caligrafía de mi padre en la copia de papel carbón del formulario de solicitud, en el que certificaba a la policía local que no tenía antecedentes penales ni historial de enfermedad mental que le impidieran tener un arma de fuego. Además incluía una copia en papel carbón de la factura original del arma, indicando que era una Glock 17 de 9 milímetros y que mi padre había adquirido mediante un talón bancario.
La fecha de la factura me dio un escalofrío: el 18 de enero de hacía dos años. Mi padre había comprado la Glock precisamente tres días después de la muerte de mi madre en accidente de carretera en la Auto pista 1. Como si creyera que necesitaba protección.
En el estudio, al otro lado del pasillo, mi teléfono móvil se estaba recargando. Lo desenchufé y me lo colgué del cinturón, en la cadera.
Orson no estaba en el estudio.
Sasha había pasado por casa para ponerle la comida. Quizá se lo había llevado con ella. Si Orson estaba tan sombrío como cuando yo me había marchado al hospital -y sobre todo si había caído en uno de sus estados depresivos- Sasha no hubiera sido capaz de dejar solo al pobre animal, porque tiene tanta compasión como sangre en las venas.
Y si Orson se había ido con Sasha, ¿quien había trasladado la Glock de 9 milímetros desde la habitación de mi padre hasta mi cama? Sasha no. No conocía la existencia de la pistola y además nunca hubiera rebuscado entre las pertenencias de mi padre.
El teléfono del despacho estaba conectado a un contestador automático. Junto a la parpadeante luz de los mensajes, en la ventanilla del contador había registradas dos llamadas.
Según la hora y fecha del contestador automático, la primera llamada se había hecho tan sólo hacía media hora. Había durado dos minutos, aunque quien llamó no dijo una palabra.
Al principio, emitió unos profundos y lentos suspiros, como si poseyera el mágico poder de inhalar los innumerables olores de las habitaciones de mi casa desde el otro lado de la línea telefónica y con eso descubrir si yo estaba o no en casa. Después, empezó a emitir un sonido inarticulado como si hubiera olvidado que estaba siendo grabado y solamente murmurara para sí mismo como lo hace alguien que sueña despierto perdido en sus pensamientos. Murmuro una tonada que parecía improvisada, sin una melodía coherente, voló en espiral y bajó, pavorosa y repetitiva, como el canto que un loco debe oír cuando cree que los coros de los angeles de la destrucción le están cantando.
Hubiera asegurado que se trataba de un extranjero. Porque habría reconocido la voz de un amigo aunque sólo se tratara de un murmullo. No era alguien que había marcado un número equivocado, era alguien que estaba implicado en los acontecimientos que siguieron a la muerte de mi padre.
Cuando la llamada acabó, observé que tenía los puños cerrados. Y que estaba aguantando el aire dentro de los pulmones. Exhale una bocanada caliente y seca, aspire una fría y dulce, pero no pude abrir las manos todavía.
La segunda llamada, que se había producido tan solo unos minutos antes de entrar en casa, era de Angela Ferryman, la enfermera que había estado junto al lecho de mi padre. No se identificó, pero reconocí su voz fina y musical un mensaje acelerado como un pájaro cada vez más agitado brincando de una estaca a otra a lo largo de una valla.
– Chris, me gustaría hablar contigo. Tengo que hablar contigo. Pronto. Esta noche. Si puedes, esta noche. Estoy en el coche, de camino a casa. Ya sabes dónde vivo. Ven a verme. No me llames por teléfono. No confío en los teléfonos. Ni en esta llamada. Pero tenemos que vernos. Entra por la puerta de atrás. No importa lo tarde que sea, ven de todas formas. No estaré dormida. No puedo dormir.
Grabé un nuevo mensaje en el contestador. Escondí el casette original bajo las arrugadas hojas de papel de escribir en la papelera que había junto a mi escritorio.
Aquellas dos breves grabaciones no convencerían a un poli o a un juez. Sin embargo, eran las únicas muestras de evidencia que poseía para indicar que algo extraordinario me estaba sucediendo, algo aún más extraordinario que mi nacimiento en este minúsculo castillo sin luz. Más extraordinario que sobrevivir veintiocho años sano y salvo con el xeroderma pigmentosum.
Permanecí en casa menos de diez minutos. Pero ya había dilatado demasiado mi permanencia allí.
Mientras buscaba a Orson, esperaba también oír que alguien forzaba la puerta, el sonido de unos cristales rotos en el piso de abajo y luego unos pasos en las escaleras. La casa permaneció en silencio, pero era un silencio trémulo como la tensa superficie de un estanque.
El perro no estaba tumbado en la habitación o en el cuarto de baño de mi padre. Tampoco en el vestidor.
A medida que pasaban los segundos crecía mi preocupación por el chucho. Quienquiera que hubiera dejado la pistola Glock de 9 milímetros encima de mi cama, podía haberse llevado o haber hecho daño a Orson.
Volví a mi habitación y cogí otro par de gafas de sol del cajón del buró. Estaban dentro de una funda blanda con un cierre de velero y guarde ésta en el bolsillo de la camisa.
Eché un vistazo al reloj de pulsera, en el que las horas resaltaban con unos diodos que emitían luz.
Apresuradamente devolví la factura y el cuestionario de la policía al sobre de la Thor’s Gun Shop. Ignoraba si podía tratarse de una prueba más o si tan sólo era una mera tontería, pero lo escondí entre el colchón y el somier de la cama.
La fecha de compra parecía significativa. De repente todo parecía significativo.
Cogí la pistola. Quizás había estallado una guerra, como en las películas, y el arma me dio seguridad. Esperaba saber cómo utilizarla.
Los bolsillos de la chaqueta de cuero eran lo suficientemente profundos para disimular el arma. Se hundió en el bolsillo derecho no como el peso de acero muerto sino como algo ligero, como una serpiente inerte, aunque no dormida del todo. Al moverme culebreaba lentamente gruesa y perezosa, una maraña escurridiza de grandes espirales.
Cuando iba a bajar las escaleras para buscar a Orson, recordé una noche del mes de julio cuando lo vi desde la ventana de mi cuarto sentado en la parte trasera de la casa. Con la cabeza inclinada hacia la izquierda, el hocico hacia la brisa, contemplaba inmóvil algo que le llamaba la atención en el cielo, sumergido en uno de sus humores más perturbadores. No aullaba y en ningún momento el cielo del verano se había quedado sin luna, el sonido que emitió no fue un gemido, ni un lloriqueo, sino un plañido de un carácter singular e inquietante.
Levanté la persiana de la misma ventana y lo vi en el patio, muy ocupado excavando un agujero en el césped plateado por la luna. Era extraño, porque era un perro de buen comportamiento y no un excavador.
Cuando miré hacia abajo, Orson abandono el trozo de tierra que había estado arañando con furia, se movió unos centímetros hacia la derecha y empezó a cavar otro agujero. Su comportamiento estaba dominado por una especie de frenesí.
– ¿Que pasa, chico? -pregunte, y en el patio, abajo, el perro cavaba, cavaba, cavaba.
Mientras bajaba las escaleras, con la Glock serpenteando en las profundidades del bolsillo de la chaqueta, recordé aquella noche de julio cuando había ido a la parte trasera a sentarme junto al plañidero perro.
Su llanto se hizo tan débil como el silbido de un soplador de vidrio dando forma a un vaso sobre la llama, tan suave que ni siquiera molestó a nuestros vecinos más próximos, aunque en aquel sonido había tal dolor que me estremecí. Aquel llanto procedía de un sufrimiento más oscuro que el cristal mas oscuro y de una forma tan extraña, que ningún soplador de vidrio hubiera conseguido dar al cristal.
No estaba herido y no parecía enfermo. Lo único que saqué en claro fue que la visión de las estrellas le atormentaba. Y si la visión de los perros es tan deficiente como nos han dicho, no pueden ver bien las estrellas, quizás hasta ni siquiera las ven ¿Por qué las estrellas provocaban en Orson tal angustia? La noche no era más oscura que otras. Sea lo que fuere, contemplaba el cielo y emitía sonidos atormentados y no respondía a mi voz de consuelo.
Cuando le puse una mano en la cabeza y le acaricié el lomo, le recorrió un estremecimiento. Se levantó y se alejó, luego se volvió y me miró desde la distancia y juro que durante unos instantes me odió. Me quería como siempre, todavía era mi perro, después de todo, y no podía dejar de quererme, pero al mismo tiempo, me odiaba con intensidad. En el aire cálido del mes de julio, pude sentir la fría aversión que irradiaba de él. Caminó por el césped, mirándome -sosteniendo mi mirada como solo el entre todos los perros es capaz de hacer- y mirando hacia el cielo alternativamente, ora tenso y temblando con rabia, ora débil y gimoteando con lo que parecía un sentimiento de desespero.
Cuando le hable de ello a Bobby Halloway, dijo que los perros son incapaces de odiar a nadie o de sentir nada tan complejo como desespero, que su vida emocional es tan simple como su vida intelectual.
– Oye, Snow, si vas a quedarte aquí jodiendome con esta mierda New Age, ¿por que no vas ahora a comprar una pistola y me vuelas los sesos? Sería más de agradecer que la muerte lenta y dolorosa con la que me estás castigando, aporreándome con tus tediosas historietas y tus imbéciles filosofías. Existen límites en la paciencia humana, San Francisco; hasta en la mía -dijo Bobby cuando yo insistí en la interpretación.
Yo sé lo que sé, sin embargo, y sé que Orson me odiaba aquella noche de julio, me odiaba y me quería. Y se que había algo en el cielo que le atormentaba y le llenaba de desespero: las estrellas, la oscuridad, o quizás algo que imaginaba.
¿Los perros pueden imaginar? ¿Por que no?
Se que sueñan. Los he observado mientras duermen, patean cuando sueñan que persiguen conejos, suspiran y gimotean y gruñen en sueños a sus adversarios.
La aversión de Orson de aquella noche no me hizo temer por mí, sino que me hizo temer por él. Yo sabía que su problema no era que padeciera una enfermedad o un desequilibrio síquico que pudiera constituir un peligro para mí, sino que era una dolencia del alma.
Bobby se enfurece ante la mención del alma en los animales y farfulla por ultimo con divertida incoherencia. Podría vender entradas. Pero prefiero abrir una botella de cerveza, recostarme y asistir solo al espectáculo.
Durante aquella larga noche me quede sentado en el césped, haciendo compañía a Orson aunque el no la deseara. Me miraba con cólera, observaba el abovedado cielo con agudos llantos, temblaba sin control, daba vueltas alrededor del césped; dio vueltas y vueltas hasta casi el amanecer, luego se acerco a mí, agotado, y apoyo la cabeza en mi regazo y ya no me odió mas.
Justo antes de la salida del sol subí a mi cuarto, dispuesto a irme a la cama antes de lo habitual, y Orson me acompaño. Casi siempre cuando quiere dormir a mi lado, se acurruca cerca de mis pies, pero en esta ocasión se echo a mi lado dándome la espalda y hasta que se durmió estuve acariciando la fornida cabeza y su fina pelambre negra.
No me levanté en todo el día. Me quede echado reflexionando sobre la calida mañana de verano detrás de las ventanas con las persianas cerradas. El cielo como un cuenco invertido de porcelana azul con pájaros volando alrededor del borde. Aves del día, que yo solo había visto en las películas. Y abejas y mariposas. Y sombras de tinta pura y afiladas como cuchillos en los bordes como nunca podían ser durante la noche. Me fue imposible sumergirme en un sueño reparador porque estaba lleno hasta los bordes de un amargo anhelo.
Ahora, casi tres años mas tarde abrí la puerta de la cocina y entré en el porche de la parte de atrás, deseando que Orson no se encontrara hundido en el desaliento. Ninguno de los dos tenía tiempo para las terapias.
Tenía mi bicicleta en el porche. Bajé los peldaños y la llevé rodando hasta el ocupado perro.
En el extremo sureste del césped, había hecho media docena de agujeros de distinto diámetro y profundidad y tuve la precaución de no meter un tobillo en ninguno de ellos. En paralelo a este cuadrante del césped había desparramados terrones de tierra y césped que había arrancado con sus garras.
– ¿Orson?
No respondió. Ni siquiera hizo una pausa en su actividad frenética.
Me mantuve apartado de él para evitar la rociada de porquería que retiraba con sus patas delanteras y me puse frente al hoyo que estaba haciendo.
– Eh, tío -dije.
El perro siguió con la cabeza inclinada, el hocico en el suelo, olisqueando inquisitivamente mientras cavaba.
La brisa se había detenido y la luna llena colgaba como el balón perdido de un niño en las ramas más altas de las melaleucas.
Sobre nuestras cabezas, los chotacabras volaban en picado y a gran velocidad gritando «pint-pint-pint» cuando capturaban en el aire hormigas voladoras y mariposas nocturnas de primavera.
– ¿Has encontrado buenos huesos? -pregunte a Orson observando su trabajo.
Dejó de cavar pero no dio muestras de reconocerme. Olisqueo con apremio la tierra fresca, cuyo aroma llegaba hasta mí.
– ¿Quien te ha dejado salir?
Sasha podía haberlo sacado para que hiciera sus necesidades, pero después lo hubiera devuelto a la casa.
– ¿Sasha? -pregunte a pesar de todo.
En caso de que Sasha fuera la que lo había dejado suelto para hacer todos aquellos estragos en el terreno, Orson no iba a delatarla. Y él no iba a mirarme a los ojos para que leyera la verdad en ellos.
Abandonó el agujero que acababa de hacer, volvió al anterior, lo olisqueo y se puso a trabajar de nuevo, buscando relacionarse con perros de China.
Quizá sabía que papa había muerto. Los animales saben estas cosas, como Sasha me había comentado antes. Quizá su laborioso trabajo de excavación era la manera que tenía Orson de sacudirse la pena.
Deje la bicicleta en el suelo y me agache frente al fanático excavador. Lo sujete por el collar y con suavidad le obligue a prestarme atención.
– ¿Que pasa contigo?
Había en sus ojos la oscuridad de la tierra devastada, no la brillante oscuridad del cielo cubierto de estrellas. Eran profundos e inescrutables.
– Tengo dos plazas, muchacho -le dije- Quiero que vengas con migo.
Lanzó un gemido y torció la cabeza mientras contemplaba toda la devastación a su alrededor, como diciendo que no quería dejar sin acabar toda su gran labor.
– Voy a ver a Sasha y no quiero que te quedes aquí solo.
Levantó las orejas, aunque no por la mención del nombre de Sasha o por cualquier cosa que yo acabara de decir. Torció su poderoso cuerpo por donde lo tenía agarrado y se quedo mirando la casa.
Cuando solté el collar, avanzo por el césped y luego se detuvo a poca distancia del porche. Se quedo allí atento, con la cabeza levantada, completamente inmóvil, alerta.
– ¿Que pasa, colega? -murmuré.
A una distancia de quince o veinte pies, sin brisa y en el silencio de la noche, apenas pude oír su gruñido.
Antes, cuando salí de casa, había cerrado todos los interruptores, dejando detrás de mí las habitaciones a oscuras. Todo estaba oscuro y no vi ningún rostro fantasmal en ninguno de los paños.
Pero Orson sintió algo, porque empezó a alejarse de la casa. De pronto dio la vuelta rápidamente y con la agilidad de un gato vino disparado hacia mí.
Aparte la bicicleta de su lado y la dejé sobre las ruedas.
Con la cola baja, aunque no entre las patas, las orejas aplastadas contra la cabeza, Orson se dirigió a la puerta trasera.
Confiando en los sentidos del perro, me reuní con él junto a la puerta. La propiedad está rodeada por una valla de cedro plateado tan alta como yo y la puerta también es de cedro. Sentí el frío de la aldabilla en los dedos. La corrí despacio y maldije en silencio el chirrido de la bisagra.
Más allá de la puerta hay un sendero de tierra batida bordeado de casas por un lado y un estrecho bosquecillo de viejos eucaliptos australianos por el otro. Mientras atravesaba la puerta pensé que quizás alguien nos estaba esperando, pero el sendero estaba desierto.
Hacia el sur, más allá del bosquecillo de eucaliptos, hay un campo de golf y luego el Moonlight Bay Inn y el Country Club. A aquellas horas de un viernes por la noche, visto a través de los troncos de los altos árboles, el campo de golf era tan negro y ondulante como el mar, y el brillo de las ventanas ambarinas del hotel parecía el de los portales de un magnífico crucero con destino al lejano Tahití.
A la izquierda, el sendero ascendía por la colina y se dirigía hacia el centro de la ciudad, y finalmente acababa en el cementerio contiguo a la iglesia católica de St. Bernadette. A la derecha, bajaba hacia los llanos, el puerto y el Pacífico.
Cambié de marcha y pedaleé colina arriba, hacia el cementerio, con el perfume de los eucaliptos recordándome la luz en la ventana de un crematorio y a una joven y bella madre yaciendo muerta sobre la camilla de la funeraria, pero con el buen Orson trotando junto a la bicicleta y con los tenues acordes de la música de baile del hotel del campo de golf, y con el llanto de un bebe en la casa de uno de nuestros vecinos a mi izquierda, el peso de la Glock en el bolsillo y los chotacabras sobre mi cabeza capturando insectos con sus afilados picos: la vida y la muerte reunidas en la trampa de tierra y cielo.
Quería hablar con Angela Ferryman porque su mensaje en el contestador automático me pareció lleno de prometedoras revelaciones. Y me sentía inclinado a recibirlas.
Pero primero tenía que llamar a Sasha, que esperaba recibir noticias de mi padre.
Me detuve en el cementerio de St. Bernadette, uno de mis lugares favoritos, un refugio de oscuridad en las inmediaciones de uno de los lugares más iluminados de la ciudad. Los troncos de seis robles gigantes se elevan como columnas, soportando un techo formado por las ramas entrecruzadas, y el silencioso espacio inferior se extiende en pasillos semejantes a los de una biblioteca, las lápidas sepulcrales son como hileras de libros que llevan los nombres de quienes han sido borrados de las páginas de la vida, que pueden haberse olvidado en otros lugares pero son recordados aquí.
Orson merodeaba cerca, olisqueando el rastro de las ardillas que, durante el día, reunían bellotas entre las tumbas. No era un cazador persiguiendo a su presa, sino un colegial satisfaciendo su curiosidad.
Cogí el teléfono móvil que llevaba colgado del cinturón y marqué el número del móvil de Sasha Goodall. Respondió a la segunda llamada.
– Papá se fue -mis palabras significaban más de lo que ella imaginaba.
Antes de que mi padre muriera, Sasha ya había expresado su pena. Ahora bajó la voz y manifestó un dolor tan bien controlado que sólo yo debí de oírla.
– ¿Ha… ha sido fácil?
– Sin dolor.
– ¿Estaba consciente?
– Sí. Hemos podido despedirnos.
«No tengas miedo».
– La vida apesta -dijo Sasha.
– Estas son las reglas -repuse-. Para entrar en el juego, tenemos que avenirnos a abandonarlo un día.
– Sigue apestando. ¿Estás en el hospital?
– No. Por ahí. Vagando. Descargando energía ¿Y tú dónde estás?
– En el Explorer. Voy a almorzar al Pinkie’s Diner y a trabajar un poco en mis notas para el espectáculo.
Le tocaba estar en el aire al cabo de tres horas y media.
– Podría comprar algo y comemos juntos por ahí.
– La verdad es que no tengo hambre -repuse con sinceridad-. Te veré más tarde.
– ¿Cuando?
– Ve a tu casa por la mañana, cuando salgas del trabajo. Estaré allí. Si te parece bien.
– Perfecto. Te quiero, Snowman.
– Te quiero -contesté.
– Es nuestro pequeño mantra.
– Es nuestra verdad.
Apreté el botón de fin en el panel del aparato, lo desconecté y me lo volví a colgar del cinturón.
Cuando salí pedaleando del cementerio, mi compañero de cuatro patas me siguió, aunque algo reacio al principio. Iba con la cabeza llena de misteriosas ardillas.
Me dirigí a casa de Angela Ferryman tan rápido como me fue posible, por caminos en los que era fácil no encontrar mucho tráfico y por calles con farolas bien espaciadas. Cuando no tenía otra elección y pasaba bajo racimos de bombillas, pedaleaba fuerte.
Orson adaptaba su paso al mío. Parecía mas feliz que antes, ahora que podía trotar a mi lado, más negro que la sombra que yo proyectaba.
Sólo nos cruzamos con cuatro vehículos y cada vez aparté la vista y mire hacia otro lado para evitar las luces delanteras.
Angela vivía en un barrio lujoso, en un encantador chalet de estilo español resguardado bajo magnolios que todavía no habían florecido. En las habitaciones delanteras no había luz.
Entré por una puerta lateral que estaba abierta y que daba a un cenador cubierto. Las paredes y el techo arqueado del cenador estaban entretejidas con jazmín. En verano, las finas flores blancas de cinco pétalos debían de amontonarse con tanta abundancia que la celosía parecería envuelta en múltiples capas de encaje. En esta época del año, las hojas verde oscuro se animaban con capullos como girándulas.
Mientras aspiraba profundamente la fragancia del jazmín, saboreándola, Orson estornudó dos veces.
Saqué la bicicleta de la glorieta, la llevé a la parte trasera del chalet y la apoyé contra uno de los postes de madera roja que sostenían la cubierta del patio.
– Vigila -le dije a Orson- Es importante. Y muy serio.
Se esponjó como si comprendiera el encargo. Quizá lo comprendió, no importa lo que dijeran Bobby Halloway y el racionalismo.
Tras las ventanas de la cocina y las cortinas translúcidas observé el lento parpadeo de la luz de una vela.
La puerta tenía cuatro pequeños paños de cristal. Di unos suaves golpecitos en uno de ellos.
Angela Ferryman apareció detrás de la cortina. Sus inquietos ojos se clavaron en mí y luego se dirigieron rápidamente al patio, como para asegurarse de que venía solo.
Me introdujo en el interior y cerró la puerta detrás de nosotros, se comportaba como si formáramos parte de una conspiración. Ajustó la cortina hasta convencerse de que no quedaba ningún resquicio por el cual pudieran espiarnos.
En la cocina la temperatura era agradable, pero Angela llevaba encima no sólo una sudadera gris sino también un jersey de lana azul marino. El jersey de punto podía ser de su difunto marido porque le llegaba hasta las rodillas y los hombros hasta los codos. Se había enrollado las mangas y las vueltas eran tan gruesas como grandes esposas de acero.
Envuelta en tanta ropa, Angela parecía aún más delgada y más diminuta. Evidentemente era friolenta; estaba temblando y sin color.
Me abrazó. Como siempre, fue un abrazo violento, huesudo, fuerte, pero entonces observé en él un cansancio desacostumbrado.
Se sentó ante la mesa de pino barnizado y me invitó a que lo hiciera en una silla frente a ella.
Me saqué la gorra y pensé en quitarme también la chaqueta. En la cocina hacia demasiado calor. Pero llevaba la pistola en el bolsillo y temí que pudiera caer al suelo o chocar contra la silla cuando sacara los brazos de las mangas. No quise alarmar a Angela, seguro que se asustaría al ver el arma.
En el centro de la mesa había tres velas votivas en unos pequeños recipientes de cristal rojo rubí. Venas de un débil resplandor de luz roja atravesaban el pino barnizado.
En la mesa también había una botella de brandy de albaricoque. Angela me dio un vaso y yo lo llene hasta la mitad.
Su vaso estaba lleno hasta el borde. Y no era el primero que se servia.
Cogió el vaso con las dos manos, como si le diera calor, y cuando lo levanto con ambas manos hasta los labios, me pareció más sola que nunca. A pesar de su extremada delgadez, podía haber pasado por una mujer de treinta y cinco años, unos quince años mas joven. A decir verdad, en ese momento parecía una niña.
– Desde que era niña siempre quise ser enfermera.
– Y eres la mejor -dije con sinceridad.
Acerco el brandy de albaricoque a sus labios y se quedo contemplando el interior del vaso.
– Mi madre padecía una artritis reumatoide. La enfermedad progresaba más rápidamente de lo habitual. Demasiado. Cuando yo tenía seis años llevaba aparatos en las piernas y se apoyaba en muletas. Poco después de que yo cumpliera los doce años, no se podía levantar de la cama. Murió cuando yo tenía dieciséis.
Fui incapaz de decir algo adecuado o útil. Nadie hubiera podido. Cualquier palabra no importa lo sincera que fuese, hubiera sonado a falsedad.
Debía tener algo importante que decirme, pero necesitaba tiempo para clasificar todas las palabras en una línea ordenada y lanzármelas a través de la mesa. Porque fuera lo que fuera le producía dolor. Su miedo era evidente: temblores en los miembros y piel pálida.
– Me gustaba llevarle cosas a mi madre porque ella no podía hacerlo por si misma. Un vaso de te helado. Un bocadillo. Su medicina. Un cojín para su silla. Cualquier cosa. Luego, fue el orinal. Y hacia el final, pañales limpios porque padecía incontinencia. Pero no me importaba. Ella siempre me sonreía cuando le llevaba sus cosas, me acariciaba el cabello con sus pobres manos hinchadas. No podía curarla, o hacer que corriera o bailara de nuevo, no podía aliviar su dolor o su miedo, pero podía cuidarla, hacer que se sintiera cómoda, vigilar su estado, y hacer todo aquello para mí era mas importante que… que todo lo demás -di jo hablando despacio y escogiendo las palabras.
El brandy de albaricoque era demasiado dulce para considerarse brandy, aunque no tan dulce como yo esperaba. Además, era fuerte. Pero no lo suficiente para hacerme olvidar a mis padres o a Angela su madre.
– Todo lo que yo quería era ser enfermera -repitió- Y durante mucho tiempo mi trabajo fue satisfactorio. Doloroso y triste cuando perdía un paciente, pero generalmente útil -Cuando levanto la vista del brandy, sus ojos abiertos estaban llenos de recuerdos- Dios, cuanto sufrí cuando tuviste la apendicitis. Pensé que iba a perder a mi pequeño Chris.
– Tenía diecinueve años. No era tan pequeño.
– Querido, he sido tu enfermera desde que te diagnosticaron la enfermedad cuando eras un bebe. Para mí siempre serás un niño.
– Yo también te quiero, Angela -dije con una sonrisa.
A veces olvido que la franqueza con la que expreso mis emociones es poco habitual, que puede sorprender y -como en este caso- llegarles más hondo de lo esperado.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Las reprimió mordiéndose el labio y luego recurrió al brandy de albaricoque.
Hace nueve años, sufrí uno de esos casos de apendicitis en los que los síntomas no se manifiestan hasta que ha entrado en la fase aguda. Después de desayunar tuve una indigestión. Después de almorzar vomité, tenía la cara encarnada y sudaba a mares. El dolor de estómago me obligaba a retorcerme como una gamba en aceite hirviendo.
Mi vida corría peligro debido al retraso que se produjo por la necesidad de tomar medidas extraordinarias en el Mercy Hospital. Al cirujano, claro está, no le pareció bien la idea de abrir el abdomen y operar en medio de la oscuridad -o en la penumbra- de la sala de cirugía. La prolongada exposición a la luz del quirófano, que hubiera dado lugar a severas quemaduras en una piel no protegida contra la intensa luz, en mi caso se convertía en el riesgo de que se me declarara un melanoma o una infección en la incisión. Cubrir todo lo que estaba debajo del punto de la incisión -desde la ingle hasta la punta de los pies- fue fácil: una triple capa de algodón sujeto con una sábana para evitar que se me desplazase hacia un lado. Con otra sábana improvisaron una complicada carpa encima de mi cabeza y de mi cuerpo para protegerme de la luz y también para permitir que el anestesista pudiera acercarse a mí de vez en cuando, con un lápiz-linterna, a tomarme la presión sanguínea y la temperatura, para regular la mascarilla de la anestesia y para asegurarse de que los electrodos del electrocardiógrafo permanecían en el pecho y en las muñecas y seguían informando del estado de mi corazón. Para intervenirme tuvieron que cubrirme el abdomen, a excepción de una ventana donde quedaría expuesta la zona de la piel que iba a ser abierta, pero en mi caso esta ventana rectangular debía de reducirse al mínimo posible. Con los retractores para mantener la incisión abierta y el uso juicioso de la cinta para proteger la piel hasta los labios del corte, se atrevieron a abrirme. Cuando los cirujanos pudieron meterse en mis tripas y empezar la operación, el apéndice ya había estallado. A pesar de todas las medidas de higiene, sobrevino una peritonitis; un absceso seguido de una septicemia que requirió una segunda intervención quirúrgica dos días después.
Tras haber estado muy cerca de la muerte y haberme recuperado de la septicemia, viví unos meses con la expectativa de que se desencadenase algún problema neurológico relacionado con el XP. Generalmente sucede después de una quemadura o de exposiciones a la luz -o por razones que se ignoran- pero en ocasiones la aparición puede deberse a un trauma o shock físico. Temblores en la cabeza y en las manos. Pérdida de oído. Dificultad en el habla. Y hasta deterioro mental. Esperé los primeros síntomas de un progresivo e irreversible desorden neurológico, pero no se presentaron.
El gran poeta Wilham Dean Howells escribió que la muerte está en el fondo del vaso de todo el mundo. Pero en el mío todavía queda un poco de té dulce.
Y brandy de albaricoque.
– Siempre quise ser enfermera, y mírame ahora -dijo Angela después de tomar otro trago de su vaso de cordial.
– ¿Que quieres decir? -pregunté, porque observé que esperaba una respuesta.
– La enfermería está relacionada con la vida. Ahora yo me ocupo de la muerte -dijo mirándome a través del vaso color rubí en el que se reflejaban las llamas.
No sabía lo que aquello significaba y espere.
– He hecho cosas terribles -dijo.
– No puedo creerlo.
– He visto a otros hacer cosas terribles y no he intentado detenerles. También soy culpable.
– ¿Hubieras podido detenerles si lo hubieras intentado?
Se quedó pensativa unos instantes.
– No -respondió, aunque no parecía más aliviada.
– No puedes cargar con la culpa de todos.
– Sería preferible que algunos de nosotros lo hiciéramos -replicó.
Me quedé callado para darle tiempo. El brandy era excelente.
– Será mejor que te lo cuente y ha de ser ahora. No tengo mucho tiempo. Me estoy transformando.
– ¿Transformando?
– Lo siento. Ignoro quién seré dentro de un mes o de seis meses. Alguien que no quisiera ser. Alguien que me aterroriza.
– No te comprendo.
– Lo sé.
– ¿Cómo puedo ayudarte? -pregunté.
– Nadie puede ayudarme. Ni tú. Ni yo. Ni siquiera Dios -apartó la vista de las velas y la fijó en el líquido dorado que había en su vaso. Habló en voz baja, pero con furia- Es una estafa, Chris, la mayor estafa que se haya hecho nunca. Por culpa del orgullo, la arrogancia, la envidia lo estamos perdiendo todo. Oh, Dios, lo estamos perdiendo, y no se puede retroceder, y deshacer lo que ya se ha hecho.
Aunque no farfullaba, sospeché que había bebido más de un vaso de brandy de albaricoque. Intenté consolarla pensando que la bebida la hacía exagerar, que fuera cual fuese la catástrofe que percibía, no era un huracán sino tan solo una ventolera magnificada por una leve embriaguez.
Sin embargo, ahora podía soportar el calor de la cocina y del cordial. No hacia mucho quería quitarme la chaqueta.
– No puedo detenerles -dijo-. Pero puedo dejar de guardar el secreto. Tienes derecho a saber lo que ha sucedido con tus padres, Chris, aunque te cause dolor. Aunque tu vida haya sido bastante difícil.
A decir verdad no creo que mi vida haya sido especialmente difícil. Ha sido diferente Si hubiera sentido rabia contra esta diferencia y me hubiera pasado las noches anhelando la denominada normalidad, entonces mi vida hubiera sido tan dura como el granito y me hubiera roto como él. Al abrazar la diferencia, eligiendo avanzar con ella, permití que la vida no fuera mas difícil que la de la mayoría y mas fácil que la de algunos.
No le dije nada de esto a Angela. Si estas revelaciones las hacía motivada por la piedad, entonces transformaría mis facciones en una mascara de sufrimiento y me presentaría como la imagen de la tragedia. Sería Macbeth. Sería el loco Lear. O Schwarzenegger en Terminator 2, destinado al tanque de acero fundido.
– Tienes muchos amigos… pero existen enemigos que no sabes que lo son -siguió diciendo Angela- Hijos de puta peligrosos. Algunos de ellos son extraños. Se han transformado.
Aquella palabra otra vez. Transformado.
Me froté la nuca y observé que las arañas que notaba eran imaginarias.
– Si quieres tener una oportunidad… cualquier oportunidad… tienes que saber la verdad. Me he estado preguntando como empezar, como contártela. Y creo que debería empezar por el mono -dijo.
– ¿El mono? -repetí, convencido de que no la había oído bien.
– El mono -confirmo.
En aquel contexto, el mundo había adquirido una comicidad tal, que dudé otra vez de la sobriedad de Angela.
Cuando levantó la vista del vaso, sus ojos eran un pozo de desolación en el que yacía ahogada alguna parte vital de la Angela Ferryman que yo conocía desde que era niño. Cuando nuestras miradas se cruzaron -triste resplandor gris la de ella- sentí que se me contraía el cogote y ya no encontré ninguna comicidad en la palabra mono.
– Fue en la víspera de Navidad de hace cuatro años -dijo-. Alrededor de una hora después de la puesta del sol. Estaba en la cocina horneando galletas. Utilizaba los dos hornos. Galletas de chocolate en uno. Las de nueces y avena en el otro. En la radio, alguien parecido a Johnny Mathis estaba cantando Silver Bells.
Cerré los ojos para imaginarme la cocina en aquella Nochebuena. Y tener una excusa para evitar la mirada inquieta de Angela.
– Rod iba a llegar a casa en cuestión de minutos, no teníamos trabajo en todo el fin de semana.
Rod Ferryman era su marido.
Hacia unos tres años y medio, seis meses después de la víspera de Navidad de la que Angela me estaba hablando, Rod se había suicidado disparándose un tiro en el garaje de su casa. Los amigos y los vecinos se quedaron atónitos, Angela estaba destrozada. Era un hombre sociable, con mucho sentido del humor, fácil de contentar, alegre, sin problemas aparentes que pudieran llevarle a quitarse la vida.
– Aquel día había adornado el árbol de Navidad -dijo Angela-. Íbamos a cenar a la luz de las velas, a abrir una botella de vino y luego veríamos ¡Que bello es vivir! Nos gustaba la película. Habíamos comprado muchos regalos, muchos regalitos. La Navidad era la época del año que mas nos gustaba y éramos como niños con los regalos.
Calló.
Cuando levanté la vista, observe que había cerrado los ojos. A juzgar por su expresión desencajada, sus recuerdos discurrían desde aquella noche de Navidad a la tarde del mes de junio siguiente, cuando encontró el cuerpo de su mando en el garaje.
La luz de las velas se reflejaba en sus parpados.
Abrió los ojos, pero durante un rato permanecieron fijos en una visión lejana. Sorbió un poco de brandy.
– Era feliz -dijo-. El aroma de las galletas. La música de Navidad.
Y la floristería había enviado una enorme flor de pascua de parte de mi hermana Boone. Estaba allí, al final del mostrador, tan roja y hermosa. Me sentía feliz, feliz de verdad. Sería la última vez que me iba a sentir feliz, la última vez que lo sería. Y estaba poniendo la masa de las galletas con una cuchara en una bandeja de hornear, cuando escuche aquel sonido a mis espaldas, un ligero chirrido, luego algo parecido a un suspiro y cuando me volví, había un mono sentado en esta mesa.
– Dios del cielo.
– Un mono rhesus con esos ojos horribles amarillo oscuro. No eran unos ojos normales. Eran extraños.
– ¿Rhesus? ¿Distingues las especies?
– Para pagarme la escuela de enfermería trabajé de ayudante en un laboratorio científico, en UCLA. El rhesus es uno de los monos que se utilizan habitualmente en los experimentos. Allí había un montón.
– Y de pronto uno de ellos estaba aquí sentado.
– Había un bol con fruta encima de la mesa, con manzanas y mandarinas. El mono estaba pelando y comiéndose una mandarina. Con gran sentido del orden, aquel gran mono colocaba las pieles ordenadamente en un montoncito.
– ¿Grande?
– Probablemente estas pensando en un mono de organillero, una de esas cositas diminutas y encantadoras. Los rhesus no son así.
– ¿Cómo son?
– Probablemente miden unos sesenta centímetros y pueden pesar once kilos.
Un mono de ese tamaño parecería enorme si te lo encontraras inesperadamente encima de la mesa de la cocina.
– Te debiste quedar sorprendida -dije.
– Más que sorprendida. Un poco asustada. Se lo fuertes que son esos jodidos para su tamaño. En general son pacíficos, pero si te encuentras uno con una vena de loco, entonces es un peligro real.
– No es el tipo de mono que quieres como mascota -comenté.
– Dios, no. Nadie normal lo querría, al menos según mi opinión. Bueno, admitiré que el rhesus a veces puede ser encantador, con su carita pálida y ese collarín de piel. Pero ese no era encantador -era evidente que lo estaba viendo en su interior- No, ese no.
– ¿De dónde había salido?
En lugar de responder, Angela se enderezo en la silla, irguió la cabeza y aguzo el oído. No escuché nada fuera de lo habitual.
Al parecer ella tampoco. Sin embargo, cuando volvió a hablar estaba tensa. Sus finas manos sujetaban el vaso de cordial como garras.
– No sé cómo entró en la casa. No fue un mes de diciembre muy caluroso. Ni las ventanas ni las puertas estaban abiertas.
– ¿No lo oíste entrar en la habitación?
– No. Hacía ruido con las bandejas de las galletas y con los cuencos de la pasta. Sonaba música en la radio. Pero hacía uno o dos minutos que el condenado se había sentado en la mesa, porque cuando me di cuenta que estaba ahí ya se había comido media mandarina.
Recorrió la cocina con la mirada, como si con el rabillo del ojo hubiera visto un movimiento en las sombras.
– Repugnante, un mono sobre la mesa de la cocina, esta fuera de lugar -dijo después de tranquilizarse con otro trago de brandy.
Con una mueca, paso una mano temblorosa por la madera barnizada, como si alguno de los pelos de aquel ser todavía estuvieran en la mesa cuatro años después del incidente.
– ¿Que hiciste? -la apremie.
– Di una vuelta por la cocina hasta la puerta de atrás, la abrí esperando que el mono saliera corriendo.
– Pero él estaba entretenido con la mandarina, se sentía muy cómodo donde estaba -aventure.
– Sí. Miró hacia la puerta abierta y luego a mí, parecía que se estuviera riendo. Con aquel ruidito como de risita disimulada.
– Te juro que he visto reír a algún perro. Probablemente los monos también lo hacen.
Angela hizo un brusco movimiento con la cabeza.
– No recuerdo a ninguno de ellos riendo en el laboratorio. Claro que considerando que allí sus vidas eran… no tenían razón alguna para estar de buen humor.
Miró con desasosiego al techo, donde tres anillos superpuestos de luz temblaban como los ojos llameantes de una aparición: imágenes de los vasos rojo rubí de la mesa.
– No salió -dije para animarla a seguir.
En lugar de responder se levantó de la silla, se dirigió a la puerta de atrás y comprobó si el pestillo estaba corrido.
– ¿Angela?
Haciendo un gesto para que me callara, apartó un poco la cortina y escudriñó el patio y la entrada iluminada por la luna, la apartó con temblorosa precaución y sólo un milímetro, como si temiera descubrir un rostro espantoso al otro lado del paño mirándola.
Tenía vacío el vaso de licor. Cogí la botella, dudé, y luego la devolví a su lugar sin haberme servido.
– No era una risa, Chris. Era ese sonido espantoso que no podría describirte. Era un maligno… un cloqueo maligno, perverso. Oh, sí, ya se lo que estás pensando, que solo era un animal, un mono, que no podía ser bueno o perverso. Malo quizá, pero no perverso. Porque los animales pueden tener mal carácter, pero no son conscientes de la malevolencia. Esto es lo que estás pensando. Bueno, pues yo te digo que ese mono era algo más que malo. Aquella risa tenía el sonido más frío que había oído en mi vida, más frío y más repugnante y perverso -dijo Angela mientras volvía de la puerta.
– Te entiendo -le aseguré.
En lugar de volver a su silla, se dirigió al fregadero. Cada milímetro de cristal de las ventanas de encima del fregadero estaba cubierto con las cortinas, pero ella tiro de los paneles de tela amarilla para asegurarse bien de que estábamos libres de ojos escrutadores.
– Cogí la escoba, creyendo que tiraría a esa cosa al suelo y luego hacia la puerta. Quiero decir que no iba a empezar a repartir golpes, sino que lo conseguiría barriendo hacia ella ¿Comprendes?
– Claro.
– Pero no se intimidó -dijo- Exploto rabiosa. Tiró la mandarina a medio comer, agarró la escoba e intento arrancármela. Como yo no la solté, esa cosa empezó a escalar la escoba derecha a mis manos.
– Caray.
– Ese mono era muy ágil. Rapidísimo. Con los dientes prominentes, chillando, escupiendo, venía directo hacia mí, así que solté la escoba y el mono cayó al suelo con ella, yo retrocedí y choqué con la nevera.
Chocó con la nevera y el sonido de las botellas llegó desde los estantes del interior.
– Estaba en el suelo, justo delante de mí. Lanzo la escoba a un lado Chris, estaba furioso. Una furia que no guardaba proporción con lo que había sucedido. No estaba herido, ni siquiera le había tocado con la escoba y no iba a hacerle ningún disparate.
– Has dicho que los rhesus son pacíficos.
– Ese no. Tenía los labios abiertos y enseñaba los dientes, chillaba, corría hacia mi y luego se apartaba, volvía otra vez, brincaba arriba y abajo, desgarrando el aire, mirándome con mucho odio, golpeando el suelo con los puños.
Las mangas de su jersey se habían desenrollado parcialmente y metió las manos dentro para ocultarlas. El recuerdo del mono era tan vivo que al parecer temía que se arrojara contra ella y le mordiera la punta de los dedos.
– Parecía un troll -dijo-, un gremlin, algo malvado salido de un libro de cuentos. Y aquellos ojos amarillo oscuro.
Casi podía verlos yo también. Ardientes.
– Entonces, de pronto, subió de un salto a los armarios, encima del mostrador que estaba a mi lado, en un abrir y cerrar de ojos. Aquí -señaló-, junto a la nevera, a unos centímetros de donde yo estaba, al nivel de los ojos cuando volví la cabeza. Entonces me lanzó un silbido, un silbido perverso que olía a mandarinas. Estaba muy cerca. Ya sé…
Se interrumpió otra vez para escuchar los sonidos de la casa. Volvió la cabeza hacia la izquierda para mirar hacia la puerta abierta, hacia el comedor sin luz.
Su paranoia era contagiosa. Claro que lo que me había sucedido desde el atardecer me hacía vulnerable al contagio.
Me erguí en la silla y alcé la cabeza para poder escuchar bien cualquier sonido.
Los tres anillos de luz brillaban tenuemente y en silencio en el techo. Las cortinas colgaban silenciosamente de las ventanas.
– Su respiración olía a mandarina. Silbó y volvió a silbar. Sabía que podía matarme si quería, matarme, aunque fuera sólo un mono y pesara la cuarta parte que yo. Mientras estaba en el suelo, hubiera podido quizá darle una patada a ese pequeño hijo de puta, pero ahora estaba a la altura de mi cara -añadió Angela poco después.
Pude imaginar con facilidad todo su temor. Una gaviota, protegiendo su nido en un barranco junto al mar, zambulléndose repetidamente en el cielo nocturno con chillidos iracundos y un fuerte batir de alas, picándote la cabeza y arrancándote mechones de pelo, es una fracción del peso del mono que ella describía, pero no menos terrorífico.
– Pensé en correr hacia la puerta abierta -dijo-, pero temí que aquello le hiciera enfadarse más. Así que me quedé aquí inmóvil. La espalda apoyada en la nevera. Mirando fijamente a aquella cosa odiosa. Después de un rato, cuando se aseguró de que me había intimidado, saltó del mostrador, atravesó la cocina, cerro la puerta de atrás de golpe, volvió a encaramarse a la mesa y cogió la mandarina que no había acabado.
Me serví otra copa de brandy de albaricoque.
– Entonces busque el asa de este cajón que está junto a la nevera -siguió- Aquí está la bandeja con los cuchillos.
Sin desviar su atención de la mesa, tal como había hecho aquella noche de Navidad, Angela se subió las mangas del jersey y buscó a tientas el cajón, para mostrarme el que contenía los cuchillos. Sin apartarse, se ladeó y me lo mostró.
– No iba a atacarlo, solo iba a coger algo con que poder defenderme si él lo hacía. Pero antes de que pudiera poner la mano sobre uno de los cuchillos, el mono se puso de pie sobre la mesa y empezó a chillar otra vez.
Buscó a tientas el asa del cajón.
– Cogió una manzana del bol y me la lanzo -dijo-, realmente la aplastó contra mí. Me dio en la boca y me partió el labio -cruzó los brazos delante de la cara como si estuviera de nuevo siendo atacada- Intenté protegerme. El mono me lanzó otra manzana, luego la tercera, con la fuerza suficiente para romper un cristal si hubiera habido alguno en su trayectoria.
– ¿Quieres decir que sabía lo que había en el cajón?
– Tenía que ver con la intuición, sí -dijo bajando los brazos y abandonando la postura defensiva.
– ¿Y no intentaste coger un cuchillo otra vez?
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
– El mono se movía como un rayo. Podía saltar de la mesa y lanzarse sobre mí al mismo tiempo que yo abría el cajón y me iba a morder la mano antes de que pudiera agarrar el mango de un cuchillo. Y yo no quería que me mordiera.
– Aunque no le saliera espuma por la boca, debía de estar rabioso -convine.
– Peor aún -dijo con expresión enigmática, subiéndose de nuevo las vueltas del jersey.
– ¿Peor que la rabia? -pregunté.
– Así es que me quedé delante de la nevera, con el labio sangrando, asustada, procurando pensar qué hacer, cuando Rod llego del trabajo, entró por la puerta de atrás, silbando, y se encontró con el fregado. Sin embargo no hizo nada de lo que yo esperaba que hiciera. Se sorprendió… pero no se sorprendió. Le sorprendió ver aquí al mono, claro, pero no le sorprendió el mono. Lo que le alarmó fue verlo aquí ¿Comprendes lo que quiero decir?
– Creo que sí.
– Rod, maldita sea, conocía a ese mono. No dijo «¿Un mono?» Ni dijo «¿De dónde demonios ha salido este mono?» Sino, «Oh, Jesús». Sólo «Oh, Jesús». Hacía frío aquella noche, amenazaba lluvia, llevaba un impermeable, sacó una pistola de uno de los bolsillos, como si eso fuera lo más normal. Quiero decir que venía del trabajo, de uniforme, pero no se lleva un arma en el despacho. Estamos en tiempos de paz. No estamos en zona de guerra, gracias a Dios. Estaba destinado a las afueras de Moonlight Bay, trabajaba en una oficina, rellenaba cuestionarios y se quejaba de aburrimiento, hacía su trabajo y esperaba la jubilación, y de pronto resulta que lleva una pistola cuya existencia yo ignoraba hasta ese momento.
El coronel Roderick Ferryman, oficial del Ejército de Estados Unidos, estaba destinado en Fort Wyvern, que durante mucho tiempo había sido una de las máquinas económicas que impulsaron el condado. La base había sido cerrada hacía dieciocho meses y permanecía abandonada, uno de los muchos centros militares que se desmantelaron cuando acabó la Guerra Fría. Aunque yo conocía a Angela desde niño -y desde hacia mucho menos a su marido-, nunca había sabido qué era exactamente lo que hacía el coronel Ferryman en el ejército.
Quizás Angela tampoco lo supiera. Hasta que volvió a casa aquella víspera de Navidad.
– Rod sostenía el arma en la mano derecha con el brazo estirado y rígido, el orificio apuntando al mono y parecía más asustado que yo.
Y ceñudo. Los labios apretados. Había desaparecido todo el color de su rostro, parecía el de un muerto. Me miró, miró el labio que comenzaba a hincharse y la sangre que me cubría la barbilla, no hizo ninguna pregunta y volvió al mono, temeroso de perderlo de vista. El mono cogió la última mandarina pero no la comió. Miraba fijamente el arma. Rod dijo «Angie, ve al teléfono. Marca el número que te voy a dar».
– ¿Recuerdas el numero? -pregunte.
– Ya no importa. No esta en servicio. Lo reconocí porque tenía los mismos tres primeros dígitos que el de su despacho en la base.
– Te dio un número de Fort Wyvern.
– Sí Pero el tipo que contesto no se identifico ni dijo a qué oficina pertenecía. Sólo respondió con un «diga» y yo le dije que llamaba el coronel Ferryman. Entonces Rod cogió el teléfono con la mano izquierda y sostuvo la pistola con la derecha. Le dijo al tipo «Acabo de encontrarme al rhesus en mi casa, en mi cocina». Escuchó la respuesta sin apartar la vista del mono y luego añadió «Al infierno si lo sé, pero está aquí, delante de mí, y necesito ayuda para trasladarlo».
– ¿Y el mono lo presenció todo?
– Cuando Rod colgó el aparato, el mono apartó sus horribles ojitos del arma, clavó la vista en él, una mirada de desafío y de enfado, y luego lanzó ese sonido perverso, esa tremenda risita que te ponía la piel de gallina. Luego pareció perder todo interés en Rod y en mí y en el arma. Se comió el último gajo de la mandarina y empezó a pelar la otra.
Cuando levanté el vaso con el licor que me había servido antes pero que todavía no había probado, Angela volvió a la mesa y cogió su vaso medio vacío. Me sorprendió que hiciera chocar su vaso contra el mío.
– ¿Por quién brindamos? -pregunté.
– Por el fin del mundo.
– ¿Por fuego o por hielo?
– Por nada agradable.
Estaba tan seria como una piedra.
Sus ojos tenían el color del acero inoxidable bruñido de los cajones de la cámara frigorífica del Mercy Hospital y su mirada era demasiado fija hasta que, afortunadamente, la apartó de mí y la clavó en el vaso de licor que tenía en la mano.
– Cuando Rod colgó el aparato, me pidió que le contara lo que había pasado y yo lo hice. Me hizo cientos de preguntas, sobre la herida del labio, sobre si el mono me había tocado, me había mordido, como si le costara creer que lo había hecho con la manzana. Pero no respondió a ninguna de mis preguntas. Sólo me dijo «Angie, no quieras saber». Y yo claro que quería saber, pero entendí lo que quería decirme.
– Información privilegiada, secreto militar.
– Mi marido había participado en unos delicados proyectos, asuntos de seguridad nacional, y yo pensé que esto era lo que había detrás de todo. Me dijo que no podía hablar de ello. Ni conmigo. Ni con nadie de fuera de la oficina. Ni una palabra.
Angela siguió mirando fijamente su brandy y yo di un sorbo al mío. No me gustó tanto como antes. Esta vez detecté un amargor subyacente, que me recordó que los huesos de albaricoque son una fuente de cianuro.
Brindar por el fin del mundo hace ver las cosas por su lado más oscuro, hasta en el caso de una humilde fruta.
Apoyándome en mi incorregible optimismo, tomé otro largo trago del licor de albaricoque y me concentré en saborear el aroma que antes me había gustado.
– No habían pasado quince minutos cuando tres tipos respondieron a la llamada de Rod. Al parecer venían de Wyvern en una ambulancia o algo que les servía de pantalla, aunque no se oyó ninguna sirena. Tampoco vestían uniforme alguno. Dos de ellos entraron por la puerta de atrás que estaba abierta y luego en la cocina, sin llamar. El tercer tipo debió de abrir con una ganzúa la puerta principal y entró, silencioso como un fantasma, porque sus pasos en el comedor se oyeron a la vez que los otros dos entraban por la parte de atrás. Rod seguía apuntando al mono con la pistola (los brazos le temblaban de cansancio) y aquellos tres llevaban pistolas con dardos anestésicos.
Pensé en la silenciosa calle a la luz de las farolas de allá afuera, en la encantadora arquitectura de la casa, en la pareja de magnolios, en la glorieta con jazmín trepador. Nadie que pasara por ese lugar aquella noche hubiera podido imaginar el extraño drama que se estaba desarrollando en el interior de aquellas paredes de estuco.
– Parecía que el mono los estuviera esperando -dijo Angela-, no le afectó y ni siquiera intentó escapar. Uno de ellos le disparó un dardo. Enseñó los dientes y emitió un silbido, pero no intento arrancarse la aguja. Dejó caer lo que quedaba de la segunda mandarina, se esforzó por tragar el trocito que tenía en la boca y luego se acurrucó sobre la mesa, suspiró y se quedó dormido. Se marcharon con el mono y Rod se fue con ellos. Nunca volví a ver al mono. Rod no volvió a casa hasta las tres de la mañana, cuando la Nochebuena ya había pasado, no intercambiamos los regalos hasta el último día de las fiestas de Navidad, pero entonces ya estábamos en el infierno y nada iba a ser lo mismo. No había salida, y yo lo sabía.
Finalmente se bebió el brandy que le quedaba y dejó el vaso sobre la mesa con tanta fuerza que sonó como un disparo.
Hasta ese momento había manifestado una tristeza y una melancolía tan profundas como un cáncer de huesos. Después expreso un enfado procedente de una fuente aun mas honda.
– Al día siguiente de Navidad tuve que dejarles que tomaran sus malditas muestras de sangre.
– ¿A quien?
– A los del proyecto en Wyvern.
– ¿Proyecto?
– Una vez al mes desde entonces… sus muestras. Como si mi cuerpo no me perteneciera, como si hubiera tenido que pagar un alquiler en sangre para que se me permitiera seguir viviendo.
– Hacia un año y medio que Wyvern estaba cerrada.
– No del todo. Algunas cosas no mueren. No pueden morir. No importa cuanto desees que mueran.
Aunque estaba extremadamente delgada, Angela siempre había sido una mujer hermosa. Piel de porcelana, rostro agraciado, pómulos altos, nariz escultural, unos labios generosos que equilibraban las otras líneas verticales de la cara y regalaban abundantes sonrisas, y estas cualidades, unidas a un corazón desprendido, la hacían encantadora, a pesar de que tuviera la piel demasiado cerca del hueso y su esqueleto mal disimulado no produjera la ilusión de inmortalidad que proporciona la carne. Pero ahora su rostro era duro, frío y desagradable, con los ángulos firmemente marcados por la afilada rueda de la ira.
– Si me hubiera negado a darles la muestra de sangre mensual, me hubieran matado. Estoy segura. O me hubieran encerrado en algún hospital secreto donde me hubieran vigilado de cerca.
– ¿La muestra de sangre para que? ¿De que tenían miedo?
Fue a decir algo, pero luego apretó los labios.
– ¿Angela?
Yo me hacía un análisis mensual de sangre con el doctor Cleveland y a menudo Angela me hacia la extracción. En mi caso era para un procedimiento experimental que podría detectar los primeros indicios de cáncer de piel y de ojos a través de sutiles cambios en la química de la sangre. Aunque la extracción de sangre era indolora y era por mi bien, me molestaba por lo que representaba y podía imaginarme mi resentimiento si fuera un acto obligatorio en lugar de voluntario.
– Quizá no debería decírtelo. Pero tienes que saberlo para defenderte. Contártelo todo es como encender una mecha. Más pronto o más tarde todo tu mundo estallara.
– ¿Es que el mono tenía alguna enfermedad?
– Ojala hubiera sido eso. Quizás ahora estaría curada. O muerta. La muerte es mejor que lo que va a venir.
Alzó el vaso de licor, apretó el puño a su alrededor y por un momento pensé que lo arrojaría al otro lado de la habitación.
– El mono no me mordió -insistió-, no me araño, ni siquiera me tocó, por Dios. Pero no me creyeron. Tampoco estoy segura de que Rod me creyera. No me dieron ninguna opción. Ellos me… Rod me esterilizó.
Las lagrimas llenaron sus ojos, contenidas y brillantes como las luces votivas en los candelabros de cristal rojo.
– Entonces tenía cuarenta y cinco años -dijo-, no he tenido un hijo porque desde entonces soy estéril. Lo intentamos (especialistas en fertilidad, terapia hormonal, todo, todo) y nada sirvió.
Oprimido por el sufrimiento que delataba la voz de Angela, no me podía quedar sentado en la silla contemplándola pasivamente. Sentí el impulso de levantarme y rodearla con los brazos. Ser yo la enfermera esta vez.
Cuando volvió a hablar la voz le temblaba de rabia.
– Y cuando aquellos hijos de puta me hubieron hecho la operación, una operación permanente, no me ligaron las trompas sino que me sacaron los ovarios, me cortaron, me cortaron toda esperanza -la voz casi se le quebró, pero ella cobro fuerzas- Tenía cuarenta y cinco años y guardaba cierta esperanza, o al menos pretendía tenerla. Pero cuando me lo extirparon todo… Aquella humillación, aquella desesperanza. Y ni siquiera me dijeron por qué. Rod me llevó a la base al día siguiente de Navidad supuestamente para que me hicieran unas preguntas acerca del mono, de su comportamiento. No me dio ningún detalle. Estuvo muy misterioso. Me llevo a aquel sitio… aquel sitio del que ni siquiera la mayor parte de empleados en la base conocían su existencia. Me sedaron contra mi voluntad y llevaron a cabo la operación sin mi permiso. Cuando todo hubo acabado aquellos hijos de puta ¡ni siquiera me dijeron por que!
Aparté la silla de la mesa y me puse de pie. Sentía un dolor persistente en los hombros y las piernas debilitadas. Jamás hubiera imaginado que iba a escuchar una historia de ese calibre.
Aunque quería consolarla, no intente acercarme a Angela. Seguía agarrando con fuerza su vaso de licor. La mueca de ira había transformado su hermoso rostro en una colección de cuchillos. Imaginé que no desearía que la tocara en ese momento.
Permanecí de pie ante la mesa, con una sensación de embarazo, durante unos segundos que me parecieron interminables sin saber que hacer. Después me dirigí a la puerta de atrás y volví a comprobar que el cerrojo estuviera pasado.
– Se que Rod me quería -dijo aunque la ira de su voz no se había suavizado-. Todo aquello le rompió el corazón, se lo rompió por completo, por todo lo que tuvo que hacer. Le rompió el corazón tener que cooperar con ellos y hacerme la operación. Después ya no fue el mismo.
Me volví y vi que tenía el puño levantado. Los cuchillos de su rostro brillaban a la luz de las velas.
– Sus superiores sabían lo unidos que siempre habíamos estado Rod y yo, sabían que él no tenía secretos para mí, no si yo iba a sufrir por ello.
– Sabían que a la larga él te lo contaría todo -convine.
– Sí. Y yo le perdoné, le perdone sinceramente lo que había hecho conmigo, pero él seguía desesperado. Yo nada podía hacer para aliviarle. Estaba tan hundido en la desesperación… y sufría tanto -ahora su ira se había transformado en lástima y piedad- Sufría tanto que nada podía aliviarle. Y finalmente se suicidó… y cuando murió me quedé sin nada.
Bajo el puño. Lo abrió. Se quedó mirando fijamente el vaso de licor y luego lo dejó con cuidado sobre la mesa.
– ¿Angela, qué pasaba con el mono? -pregunté.
No contestó.
Las imágenes de las llamas de las velas danzaban en sus ojos. Su rostro solemne parecía el sepulcro de piedra de una diosa muerta.
Repetí la pregunta.
– ¿Qué pasaba con el mono?
Cuando finalmente habló, la voz de Angela era casi como un murmullo.
– No era un mono.
Sabía que la había oído bien, y, sin embargo, sus palabras carecían de sentido.
– ¿No era un mono? Pero si has dicho.
– Parecía un mono.
– ¿Parecía?
– Y era un mono, desde luego.
Aunque seguí sin comprender, no dije nada.
– Lo era y no lo era -murmuró- Esto es lo que pasaba con él.
No me pareció que razonara bien. Empecé a preguntarme si su extraordinaria historia era más producto de la fantasía que de la verdad, y si era consciente de la diferencia.
Apartó la vista de las velas y me miró directamente. Ya no estaba enfadada, pero tampoco había recuperado su expresión encantadora. Tenía el rostro lleno de sombras.
– Quizá no debería haberte llamado. La muerte de tu padre me ha afectado y no pensaba con claridad.
– Me has dicho que tenía que saber… para defenderme.
Asintió.
– Así es. Es verdad. Tienes que saber. Estás amenazado. Tienes que saber quién te odia.
Alargué la mano hacia ella, pero no la toqué.
– Angela -le supliqué- Quiero saber que es lo que les ha sucedido a mis padres.
– Están muertos. Se han ido. Los quería, Chris, eran amigos, pero se han ido.
– Pero tengo que saber…
– Si crees que alguien ha de pagar por su muerte… debes comprender que nadie lo hará. No mientras vivas. No importa las verdades que conozcas, nadie pagara por ello. Aunque intentes que así sea.
Entonces me di cuenta de que mi mano se había cerrado en un puño sobre la mesa.
– Ya veremos -dije después de un silencio.
– Esta tarde he dejado mi trabajo en el Mercy Hospital -cuando reveló la triste noticia se encogió, parecía una niña vestida con ropas de adulto, aquella niña que llevaba te helado, la medicina y las píldoras a su madre enferma- Ya no soy enfermera.
– ¿Y que vas a hacer?
No respondió.
– Era lo que siempre habías querido ser -le recordé.
– Esto ahora carece por completo de importancia. Curar heridas en la guerra es un trabajo vital. Curar heridas en medio del apocalipsis, es una locura. Además, me estoy transformando. Me estoy transformando. ¿No lo ves?
La verdad es que yo no lo veía.
– Me estoy transformando. En otra yo. Otra Angela. En alguien que no quiero ser. En algo que no me atrevo a pensar.
Todavía seguía sin saber a dónde quería llegar con su charla apocalíptica ¿Era una respuesta racional a los secretos de Wyvern o el resultado de su desesperación después de la pérdida del mando?
– Si insistes en querer enterarte de todo, cuando lo conozcas no te quedará otro remedio que seguir sentado, beber lo que más te guste y esperar a que llegue el final.
– Insisto en saberlo.
– Entonces creo que ha llegado el momento de las demostraciones -dijo Angela con evidente ambivalencia- Pero… oh, Chris, te voy a romper el corazón -la tristeza alargó sus rasgos- Creo que debes saber… pero todo esto te romperá el corazón.
Cuando se levantó y atravesó la cocina, yo la seguí.
Me detuvo.
– Tendré que encender algunas luces para coger lo que necesito. Será mejor que esperes aquí, yo lo traeré todo.
Contemplé cómo desaparecía en la penumbra del comedor. En la sala encendió una luz y a partir de allí la perdí de vista.
Deambulé por la habitación en la que estaba confinado dándole vueltas en la cabeza a los pensamientos que me acechaban. El mono era y no era un mono, y esta maldad que subyacía en este ser y no ser simultáneo solo tendría sentido en el mundo de Lewis Carroll con Alicia en el fondo de la madriguera mágica.
Llegue ante la puerta de atrás, volví a comprobar el cerrojo. Estaba cerrado.
Aparté un poco la cortina e inspeccioné la noche. No vi a Orson.
Los árboles se movían. Había vuelto el viento.
La luz de la luna se movía. Al parecer el cambio del tiempo venia del Pacifico. Cuando el viento hizo pasar jirones de nubes por la cara de la luna, un resplandor plateado pareció agitar el paisaje nocturno. Era el paso de las sombras manchadas de las nubes y el movimiento de la luz no era más que una ilusión. Sin embargo el patio se había transformado en una corriente invernal y la luz se rizaba como el agua moviéndose bajo el hielo.
De algún lugar de la casa llego un breve grito. Fue tan fino y desesperado como la propia Angela.
El grito fue tan breve y apagado que hubiera podido ser tan irreal como el movimiento de la luz de la luna en el patio, apenas un fantasma de sonido vagando por mi mente. Como el mono, tuvo la cualidad de ser y no ser al mismo tiempo.
Cuando la cortina se deslizo de mis dedos y se hizo el silencio al otro lado del cristal, sonó en toda la casa un golpe sordo que hizo temblar las paredes.
El segundo grito fue más débil y breve que el primero, pero indudablemente se trataba de un gemido inequívoco de dolor y de terror.
Quizás había tropezado con un escalón, se había caído y se había lastimado el tobillo. O quizá solo había sido el sonido del viento y de los pájaros en el alero. Quizá la luna esta hecha de queso y el cielo es una placa de chocolate con estrellas de azúcar.
Llame a Angela en voz alta.
No respondió.
La casa no era tan grande como para que no hubiera podido oírme. Su silencio era sospechoso.
Maldije para mis adentros y saque la Glock del bolsillo de la chaqueta. La sostuve a la luz de las velas buscando desesperadamente el seguro.
Solo encontré un resorte que podía ser lo que buscaba. Cuando lo presioné hacia abajo un intenso rayo de luz roja salió disparado de un pequeño agujero debajo del orificio de las balas y dibujo una gota brillante en la puerta de la nevera.
Mi padre buscó un arma que la pudiera utilizar un amable profesor de literatura y había pagado más para tener una con visión láser. Era un buen hombre.
Yo no sabía mucho sobre armas de fuego, pero sabía que algunos modelos de pistolas llevan unos sistemas de seguridad con unos dispositivos internos que se sueltan cuando se aprieta el gatillo y, una vez se ha disparado, vuelven a su lugar. Quizás esta era una de estas armas de fuego. Y si no lo era, sería incapaz de disparar cuando me encontrara frente a un asaltante o bien, ofuscado por el pánico, me dispararía en el pie.
Pero aunque no era ducho en armas, allí no había nadie más que pudiera hacer el trabajo. Debo admitir que pensé escapar, saltar a la bicicleta, ponerme a salvo y hacer una llamada anónima a la policía. Si lo hubiera hecho, nunca más me hubiera atrevido a mirarme al espejo, o mirar a los ojos a Orson.
No sé si me temblaban las manos, ni cómo demonios pude hacer una pausa y respirar profundamente.
Me dirigí a la puerta abierta de la cocina que daba al comedor y pensé en devolver la pistola al bolsillo y coger un cuchillo del cajón. Cuando me contó la historia del mono, Angela me enseñó dónde guardaba los cuchillos.
La razón prevaleció. Yo no era más práctico en cuchillos que experto en armas de fuego.
Además, acuchillar y cortar en canal a otro ser humano requería mayor rudeza que la que se necesitaba para apretar un gatillo. Imaginé que podría hacer lo que fuera necesario si mi vida -o la de Angela- corría peligro, pero no se podía ignorar que estaba mejor capacitado para el sucio trabajo de disparar, que para el asqueroso trabajo de destripar a alguien en un cuerpo a cuerpo. En un enfrentamiento desesperado, una vacilación podía ser fatal.
Cuando tenía trece años, fui capaz de mirar dentro del crematorio. Después de todos estos años, todavía no estaba listo para el tétrico espectáculo de embalsamar un cuerpo.
Atravesé rápidamente el comedor y volví a llamar a Angela. Y de nuevo no respondió.
No volví a llamarla por tercera vez. Si había un intruso en la casa, revelaría mi posición cada vez que la llamara.
En la sala de estar no me detuve a apagar la lámpara, pero me alejé de ella y aparté la cara.
Mirando de soslayo la restringida lluvia de la luz del vestíbulo, eché un vistazo a través de la puerta abierta del estudio. Allí no había nadie.
La puerta del tocador estaba entornada. La empujé y la abrí. No necesité dar la luz para comprobar que allí tampoco había nadie.
Me sentí desnudo sin la gorra, que había olvidado en la mesa de la cocina y apagué la lámpara de plafón del techo del vestíbulo. Bendije la penumbra que se hizo.
Escudriñé el rellano donde las escaleras en sombra daban un giro y desaparecían hacia arriba. Desde donde me encontraba observé que no había ninguna luz encendida en el piso superior, lo cual me convenía. Mi mayor ventaja era la adaptación de mis ojos a la oscuridad.
Llevaba el móvil colgado del cinturón. Mientras subía las escaleras, consideré la posibilidad de llamar a la policía.
Sin embargo, después del fracaso de la cita de aquella noche, Lewis Stevenson debía de estar buscándome Y si era así, el propio jefe contestaría a la llamada. Y quizás el calvo del pendiente vendría a cazarme.
Manuel Ramírez no podría ayudarme, porque aquella noche estaba de guardia en la comisaría. Y no me daba seguridad preguntar por otro oficial. Hasta donde sabía, el jefe Stevenson podía no ser el único poli comprometido de Moonlight Bay, quizá todos los miembros de las fuerzas de policía, excepto Manuel, estaban implicados en la conspiración. De hecho, a pesar de nuestra amistad, tampoco podía confiar en Manuel, al menos hasta que supiera más de la situación.
Al subir por las escaleras agarré la Glock con ambas manos, dispuesto a disparar el rayo de láser si alguien se movía. Me dije que tenía que recordar que si jugaba a los héroes debía procurar no disparar a Angela por equivocación.
Al girar el descansillo observé que el piso superior estaba más oscuro que el inferior. La luz ambiental de la sala no llegaba hasta allí arriba. Subí rápidamente y en silencio.
El corazón me latía acompasadamente, se había adaptado a la situación, aunque me sorprendió que no se desbocara. El día anterior ni hubiera imaginado siquiera que sería capaz de adaptarme con tanta rapidez a la perspectiva de una violencia inminente. Y comencé a reconocer en mi interior un desconcertante entusiasmo por el peligro.
En el descansillo del piso superior se abrían cuatro puertas. Tres de ellas permanecían cerradas. La cuarta -la más alejada de las escaleras- estaba entornada, y de la habitación llegaba una suave iluminación.
Pasé por delante de las tres habitaciones cerradas, dejando mis espaldas vulnerables.
Pero dado mi XP, y considerando sobre todo con qué rapidez mis ojos me pican y se humedecen cuando se exponen a una luz muy brillante, sólo podía investigar aquellos espacios con la pistola en la mano derecha y el lápiz linterna en la izquierda. Y esto podría ser un inconveniente, porque llevaría mucho tiempo y sería peligroso. Cada vez que entrara en una habitación, no importa lo silencioso que fuera ni lo rápidamente que me moviera, el lápiz linterna me señalaría inmediatamente al agresor antes de que yo lo encontrara con el pequeño haz de luz.
Lo mejor que podía hacer era jugar a mi favor, lo que significaba aprovechar la oscuridad, mezclarme con las sombras. Caminé por el descansillo pegado a la pared, mirando en ambas direcciones, sin hacer ruido, como tampoco lo hacía nadie más en el interior de la casa.
La segunda puerta de la izquierda estaba abierta sólo a medias y por el estrecho borde de luz se veía poco del interior de la habitación. Empujé la puerta con el cañón de la pistola.
Era el dormitorio principal. Confortable. La cama estaba perfectamente hecha. Una manta de alegres colores cubría uno de los brazos de un silloncito y en el escabel había un periódico doblado. En el buró, había una colección de botellas de perfume antiguas.
Una de las lámparas de la mesilla de noche estaba encendida. La bombilla no era fuerte y la pantalla de tejido plegado amortiguaba los rayos.
A Angela no se la veía por ninguna parte.
La puerta de un armario estaba abierta. Quizás Angela había subido a buscar algo que guardaba allí. No vi nada más que ropa colgada y cajas de zapatos.
La puerta del baño contiguo estaba entornada y el cuarto de baño a oscuras. Si había alguien al acecho, yo era un blanco perfecto.
Me acerque al cuarto de baño tan oblicuamente como me fue posible, apuntando con la Glock hacia el resquicio negro entre la puerta y el quicio. Empujé la puerta, que se abrió sin resistencia.
El olor me detuvo cuando iba a cruzar el umbral.
Como la luz de la lámpara de la mesilla de noche no iluminaba mucho, me saque del bolsillo el lápiz linterna. El haz de luz centelleó en un charco rojo en el suelo de baldosas blancas. En las paredes había salpicaduras de sangre.
Angela Ferryman estaba en el suelo, con la cabeza echada hacia atrás apoyada en el borde de la taza del retrete. Sus ojos estaban tan vacíos, pálidos y fijos como los de una gaviota muerta que un día me encontré en la playa.
Pensé que su garganta había sido acuchillada varias veces con un cuchillo no muy afilado. No pude soportar mirarla demasiado cerca o demasiado tiempo.
El olor no era sólo de sangre. Cuando agonizaba se había ensuciado encima. La corriente de aire me traía el hedor.
Uno de los bastidores de la ventana estaba completamente abierto. No era la típica ventana pequeña de un cuarto de baño, sino lo bastante grande para que por ahí escapara el asesino, que debió de mancharse con la sangre de su victima.
Quizás Angela había dejado la ventana abierta. Si el tejado del porche daba a esta ventana del primer piso, el asesino podía haber entrado y salido por ella.
Orson no había ladrado, por tanto, la ventana daba hacia la fachada de la casa y el perro estaba en la parte de atrás.
Angela tenía las manos a ambos lados del cuerpo, casi perdidas en las mangas del jersey. Parecía tan inocente. Como si tuviera doce años.
Durante toda su vida se había entregado a los demás. Y ahora alguien, insensible a su generosidad, se la había llevado cruelmente.
Angustiado, temblando sin control, salí del cuarto de baño.
Yo no había ido a Angela con preguntas. No la había arrastrado hasta el espantoso final. Ella me había llamado, y aunque había utilizado el teléfono del coche, alguien se había enterado y había decidido silenciarla rápidamente y para siempre. Quizás aquellos conspiradores sin rostro decidieron que su desesperación la hacia peligrosa. Acababa de despedirse del hospital. Decía que no tenía ninguna razón para vivir. Y le aterrorizaba la transformación, fuera lo que fuera lo que aquello significara. Era una mujer que no tenía nada que perder, aparte de su control. La hubieran asesinado aunque yo no hubiera respondido a su llamada.
Sin embargo, yo me sentía culpable, ahogado en frías corrientes, sin aliento, atónito.
Luego aparecieron las náuseas, agitándose como una anguila escurridiza a través de mis entrañas, nadando hacia la garganta y surgiendo casi por la boca. Las reprimí con esfuerzo.
Necesitaba salir de allí y sin embargo no me podía mover. El terror y el sentimiento de culpa me tenían inmovilizado.
El brazo derecho me colgaba a un lado, tan recto como una cuerda de plomada, debido al peso de la pistola. El lápiz linterna lo tenía sujeto con la mano izquierda e hilvanaba formas dentadas en la pared.
No podía pensar con claridad. Mis pensamientos se enredaban como masas enmarañadas de algas marinas arrojadas por la marea.
Sonó el teléfono en la mesilla de noche más próxima.
Me mantuve alejado de él. Tenía la extraña sensación de que la llamada procedía del mismo que había dejado aquella profunda respiración en mi contestador automático, que intentaba robarme algún aspecto vital de mi persona con sus aspiraciones de perro policía, como si mi alma pudiera ser aspirada y transportada a través de la línea abierta del teléfono. Y yo no quería oír sus murmullos bajos, espectrales y destemplados.
Cuando el teléfono quedó en silencio, los estridentes timbrazos me habían aclarado algo la cabeza. Apagué el lápiz linterna, me lo puse en el bolsillo, alcé la pistola y observé que alguien había encendido la luz del rellano del piso superior.
Al ver la ventana abierta y las manchas de sangre en el marco, pensé que estaba solo en la casa con el cuerpo de Angela. Estaba equivocado. Había un intruso esperando entre la habitación y las escaleras.
El asesino no podía haber salido del cuarto de baño y atravesado la habitación, las huellas de sangre hubieran señalado su paso por la alfombra de color crema. Entonces ¿por qué habría escapado desde el piso superior para volver a entrar inmediatamente por la puerta o una ventana de la planta baja?
Y si, después de haber escapado, había cambiado de opinión porque dejaba un testigo potencial y había decidido volver por mí, no hubiera encendido la luz para anunciar su presencia. Hubiera preferido cogerme por sorpresa.
Con mucha cautela y apartándome de la claridad, salí al descansillo. Estaba desierto.
Las tres puertas que estaban cerradas cuando yo subí las escaleras ahora estaban completamente abiertas. Y las habitaciones iluminadas.
Igual que la sangre mana de una herida así el silencio brotaba del fondo de la casa en el rellano de la escalera. Luego se oyó un sonido, pero procedía del exterior: la fuerza del viento bajo los aleros.
Al parecer se había iniciado un extraño juego. Y yo ignoraba las reglas. No sabía identificar a mi adversario. Estaba jodido.
Moviéndome como un rayo, pase a una zona de sombras en el rellano, lo que hizo que las luces de las tres habitaciones abiertas parecieran más brillantes por el contraste.
Quería bajar corriendo las escaleras. Salir. Afuera. Pero esta vez no podía permitirme dejar atrás sin explorar las habitaciones. Y acabar como Angela, degollado por la espalda.
Si quería seguir vivo tenía que mantener la calma. Pensar. Aproximarme a cada una de las puertas con cautela. Avanzar lentamente hasta salir de la casa. Asegurarme de que tenía las espaldas cubiertas a cada paso.
Aguce el oído y como no oí nada me acerque a la puerta opuesta al dormitorio principal. No atravesé el umbral sino que permanecí en la oscuridad, utilizando la mano izquierda como visor contra la luz violenta que me venía de frente.
Podía haber sido la habitación de un hijo de Angela si hubiera podido tener niños. En su lugar contenía un armario de herramientas con muchos cajones, un taburete con respaldo y dos grandes mesas de trabajo colocadas en forma de L. Allí Angela practicaba su afición: confeccionar muñecas.
Eche un rápido vistazo al rellano. Seguía vacío.
Muévete me dije. No quería ser un blanco fácil.
Abrí completamente la puerta del cuarto de las muñecas. No había nadie.
Entré en la habitación iluminada y me quedé en diagonal con el rellano, de manera que cubría ambos espacios.
Angela era una excelente artesana, como lo demostraban las treinta muñecas que había en los estantes de un armario abierto al fondo de la habitación. Sus creaciones poseían una gran riqueza imaginativa, vestidas con esmero con las ropas que la propia Angela había cosido: equipos de cowboy y de cowgirl, trajes de marinero, vestidos de fiesta con enaguas. Sin embargo lo maravilloso de aquellas muñecas residía en el rostro. Había tallado cada cabeza con talento y paciencia, y las había cocido en un horno que tenía en el garaje. Algunas eran de porcelana mate. Otras de porcelana vidriada. Todas estaban pintadas a mano con tanta atención por el detalle que sus rostros parecían reales.
Angela había vendido algunas muñecas y otras las había regalado. Las que quedaban eran sus favoritas, aquellas de las que no había querido separarse. Aun en las circunstancias en que me encontraba, alerta por la posible aparición de un psicópata con un afilado cuchillo, observé que cada cara era distinta, como si Angela no se hubiera limitado a hacer muñecas, sino que hubiera imaginado los posibles rostros de los niños que nunca llevaría en su seno.
Apague la lámpara del techo y deje encendida la de la mesa de trabajo. Tras la repentina inundación de sombras pareció como si las muñecas se deslizaran de los estantes, dispuestas a saltar al suelo. Sus ojos pintados -unos brillantes con puntitos de luz reflejada en ellos y los otros con una mirada fija y oscura- parecían vigilantes y atentos.
Que tontería.
Las muñecas sólo eran muñecas. No eran una amenaza para mí.
Volví al corredor, lo recorrí apuntando con la Glock a la izquierda, a la derecha, a la izquierda otra vez. Nadie.
Al lado anterior del rellano había un cuarto de baño. Con los ojos casi cerrados para evitar el brillo de la porcelana, el cristal, los espejos y las baldosas de cerámica amarilla, escudriñé cada rincón. No había nadie escondido.
Cuando me disponía a apagar las luces del cuarto de baño, se oyó un ruido. Procedía del dormitorio principal. Un golpe rápido como de nudillos en la madera. Con el rabillo del ojo observé que algo se movía.
Gire hacia aquel sonido, levanté la Glock sujetándola con ambas manos, como si supiera qué demonios estaba haciendo, imitando a Willis, a Stallone y a Schwarzenegger, a Eastwood y Cage en una película de cien corre-saca-dispara-caza, como si creyera que ellos sabían qué demonios estaban haciendo. Pensé que iba a encontrarme con una figura de cuerpo pesado, ojos de loco, el brazo levantado, enarbolando un cuchillo, pero seguía estando solo en el corredor.
El movimiento que había visto era el de la puerta del dormitorio principal al ser empujada desde el interior. En la pequeña cuña de luz entre la puerta que se había movido y el quicio, vislumbre una sombra retorcida, serpenteante, encogida. La puerta se cerró con un sonido compacto como el de una caja de seguridad.
La habitación estaba desierta cuando yo la abandoné y nadie había entrado desde que yo hube salido al corredor. Solo podía estar el asesino, y solo si había vuelto a entrar por la ventana del cuarto de baño desde el tejado del porche donde debía estar cuando yo descubrí el cuerpo de Angela.
Si el asesino volvía a estar en el dormitorio, no podía haberse deslizado a mis espaldas momentos antes para encender las luces del segundo piso. Por lo tanto los intrusos tenían que ser dos. Y yo estaba cogido entre ellos.
¿Seguir adelante o volver atrás? Menuda elección. Las dos eran una mierda y yo sin las botas de goma.
Esperaban que corriera hacia las escaleras. Mejor hacer algo inesperado. Así es que sin dudarlo me acerque a la puerta del dormitorio principal. No utilice el tirador. Di una fuerte patada, arranqué el pestillo e irrumpí en la habitación con la Glock por delante, dispuesto a disparar cuatro o cinco tiros a cualquier cosa que se moviera.
Estaba solo.
La lámpara de la mesilla de noche todavía seguía encendida.
En la alfombra no había ninguna huella manchada de sangre y nadie podía haber vuelto a entrar en el cuarto de baño salpicado de sangre desde el exterior y luego volver aquí por este camino para cerrar la puerta que daba al corredor.
De todos modos volví a mirar en el cuarto de baño. Esta vez dejé el lápiz linterna en el bolsillo, conformándome con la débil luz de la lámpara del dormitorio, porque no necesitaba -o no quería- volver a revivir todos los detalles. La ventana de bisagra seguía abierta. El olor era tan repugnante como hacía dos minutos. La forma derrumbada contra el retrete era Angela. Aunque permanecía velada por la oscuridad, pude ver la mueca de sorpresa en su boca y sus ojos abiertos e inmóviles.
Salí de allí y eché un vistazo a la puerta abierta que daba al corredor. Nadie me había seguido.
Me quedé desconcertado en medio de la habitación.
La corriente de aire procedente de la ventana del cuarto de baño no era lo bastante fuerte para haber cerrado de golpe la puerta del dormitorio. Además, ninguna corriente de aire proyecta la sombra retorcida que había vislumbrado.
Aunque el espacio que había debajo de la cama era lo bastante grande para ocultar a un hombre, se hubiera quedado muy comprimido entre el suelo y el somier, con los muelles hundidos en su espalda. Y de todas formas nadie hubiera podido arrastrarse hasta el escondite antes de que yo me abriera camino a patadas hasta el interior de la habitación.
A través de la puerta abierta podía ver el trastero, que obviamente no era el refugio de un intruso. De todas maneras me acerqué a echar un vistazo. El lápiz linterna me reveló un acceso al ático en el techo de aquel cuarto. Aunque había una escalera plegable en la puerta de la trampilla, nadie hubiera podido ser lo bastante rápido para desplegar la escalera y bajar del ático, en los dos o tres segundos que yo había tardado en irrumpir desde el corredor.
A ambos lados de la cama había dos ventanas con cortinas. Ambas se cerraban desde el interior.
El intruso no había salido por allí, aunque quizá yo pudiera. Quería evitar volver al corredor.
Sin perder de vista la puerta del dormitorio, intente abrir una ventana. Estaba cerrada por la pintura. Era una de esas ventanas francesas con gruesas divisiones, por lo que no hubiera podido romper un paño y salir al exterior.
Estaba de espaldas al cuarto de baño. De pronto sentí como si unas arañas treparan por los huecos de mi espina dorsal. En mi imaginación vi a Angela detrás de mí, no la imagen yacente en el cuarto de baño sino levantada, roja y chorreante, con los ojos tan brillantes y planos como monedas de plata. Hasta esperé oír el burbujeante sonido a través de la herida en la garganta cuando intentase hablar.
Cuando me volví, impulsado por el espanto, no la vi detrás de mi, pero el suspiro de alivio que dejé escapar me demostró hasta qué punto me había dejado atrapar por la fantástica expectativa.
De hecho todavía seguí atrapado, esperando oír el movimiento de sus pies en el cuarto de baño. Ahora, la angustia que había sentido por su muerte había sido sustituida por el temor a perder la vida. Angela no era nadie. Era algo, la muerte en sí misma, un monstruo, un recuerdo tremendo de que todos morimos y nos convertimos en polvo. Me avergüenza decir que la odié un poco porque me obligó a subir al piso de arriba a ayudarla, la odié por haberme puesto en ese aprieto, me odie a mí mismo por odiarla, a mi querida enfermera, la odié por hacerme sentir odio hacia mí mismo.
A veces no existe un lugar más oscuro que nuestros propios pensamientos: la medianoche sin luna de la mente.
Tenía las manos húmedas. La culata de la pistola estaba resbaladiza debido al sudor frío.
Dejé de cazar fantasmas y volví de mala gana al corredor. Una muñeca me estaba esperando.
Era una de las más grandes que había en los estantes del estudio de Angela, mediría aproximadamente unos dos pies. Estaba sentada en el suelo, con las piernas abiertas, frente a mí y de cara a la luz que se filtraba a través de la puerta abierta del único cuarto que no había explorado todavía, el que estaba frente al cuarto de baño. Tenía los brazos extendidos y algo le colgaba de ambas manos.
Aquello no tenía buena pinta. Supe que no la tenía cuando lo vi: no, no tenía en absoluto buena pinta.
En las películas, un tema como la aparición de aquella muñeca era seguido inevitablemente por la dramática entrada de un tipo enorme con malas intenciones. Un tipo grande con una indiferente mascara de hockey. O una capucha. Con una sierra eléctrica aún menos tranquilizadora o una pistola de aire comprimido o, no es una broma, con un hacha lo bastante grande para decapitar a un Tiranosaurio Rex.
Eché un vistazo al taller, que seguía medio iluminado por la lámpara de mesa. Ningún intruso se ocultaba allí.
Muévete, me dije. Hacia la entrada del cuarto de baño. Seguía desierto. Necesitaba utilizar el servicio. No era el momento oportuno. Muévete, pensé.
Me acerqué a la muñeca, que llevaba unas deportivas negras, téjanos negros y camiseta también negra. El objeto que tenía en las manos era una gorra azul marino con dos palabras bordadas en color rojo rubí encima de la visera: Instrucción Secreta.
Durante un instante pensé que era una gorra como la mía. Luego resultó ser la mía, que había dejado en el piso de abajo, en la cocina.
Eché un vistazo a la parte superior de la escalera y a la puerta abierta de la única habitación que no había comprobado, esperando que el contratiempo surgiera de uno u otro lugar. Cogí la gorra de las manitas de porcelana y me la puse en la cabeza.
Bajo aquella luz y en aquellas circunstancias, una muñeca podía tener un aspecto pavoroso y diabólico. Esta era diferente, porque no había un solo rasgo en su cara de porcelana que me indicara malevolencia, aunque sentí en la nuca ese hormigueo típico de la fiesta de Halloween.
Lo que me espantó no fue ninguna peculiaridad referente a la muñeca sino algo que me era extrañamente familiar tenía mi rostro. El modelo había sido yo.
Me quedé atónito, con un hormigueo que me subía por todo el cuerpo. Angela se había ocupado de mí lo suficiente para poder reproducir mis rasgos con toda meticulosidad, para recordarme amorosamente en una de sus creaciones y ponerme en el estante de sus muñecas favoritas. Inesperadamente me atacó una imagen que me despertó unos temores primitivos, como si al tocar aquel fetiche mi alma y mi mente pudieran verse atrapados en su interior, mientras algún espíritu maligno, introducido previamente en la muñeca, saliera de ella para entrar en mi carne. Y satisfecho de su liberación, se introdujera bamboleante en la noche para, en mi nombre, partirles el cráneo a las doncellas y comerles el corazón a los bebés.
En épocas normales -si estas épocas existen- gozo de una viva imaginación poco habitual. Bobby Halloway la llama, con cierta sorna, «la arena de circo numero trescientos de tu mente» Sin duda es una cualidad que he heredado de mis padres, que eran lo bastante inteligentes para saber lo poco que se sabe, lo bastante inquisitivos para no dejar nunca de aprender y lo bastante perceptivos para comprender que todas las cosas y todos los acontecimientos contienen infinitas posibilidades. Cuando era niño, me leían versos de A. A. Milne y de Beatrix Potter pero además, convencidos de que yo era un niño precoz, de Donald Justice y de Wallace Stevens. Después, mi imaginación siempre se ha mezclado con imágenes procedentes de versos desde las diez puntas de los pies rosa de Timothy Tim hasta las luciérnagas retorciéndose en la sangre. En épocas extraordinarias -como esta noche de cadáveres robados- soy demasiado imaginativo y en la arena de circo numero trescientos de mi mente, los tigres acechan para matar a sus domadores y los payasos esconden cuchillos de carnicero y corazones de diablo bajo sus ropas holgadas.
«Muévete», pensé.
Una habitación más. Comprobé el interior con la espalda protegida y luego fui directamente a las escaleras.
Evité, por superstición, cualquier contacto con la muñeca doble, me mantuve alejado de ella y me dirigí a la puerta abierta de la habitación opuesta al cuarto de baño. Un dormitorio de invitados decorado con sencillez.
Me asomé inclinando la cabeza cubierta con la gorra y eche un vistazo protegiéndome cuidadosamente de la luz del techo. No vi ningún intruso. La cama tenía barras laterales y otra formando el pie de la cama detrás de la cual estaba doblado el cobertor, así es que se veía el espacio de debajo.
En lugar de un armario allí había un buró grande de nogal con muchos cajones y un guardarropa de madera maciza con un par de cajones uno junto al otro en la parte inferior y dos grandes puertas encima. El espacio entre las puertas del guardarropa era lo suficientemente grande para albergar a un hombre grueso, con o sin sierra eléctrica.
Me esperaba otra muñeca. Ésta estaba sentada en el centro de la cama, con los brazos extendidos como la muñeca Christopher Snow, pero bajo aquella luz mortecina, no pude ver bien lo que sostenía en sus manos de color de rosa.
Apague la luz del techo. Solo quedó encendida la lámpara de la mesilla de noche para guiarme.
Entré en la habitación de invitados, dispuesto a disparar un tiro a cualquiera que apareciera en la entrada.
Veía el guardarropa con el rabillo del ojo. Si las puertas empezaban a abrirse, no necesitaría la visión láser para agujerearlas, era suficiente una pistola de 9 milímetros.
Tropecé con la cama y me alejé lo suficiente de la puerta y del guardarropa para observar más de cerca a la muñeca. En cada una de las palmas de la mano tenía un ojo. No un ojo pintado a mano. Ni un ojo de cristal del taller de muñecas. Un ojo humano.
Los goznes de las puertas del guardarropa seguían inmóviles.
Nadie se movía en el pasillo.
Me quedé tan inmóvil como la ceniza en una urna, pero la vida siguió sin mí: el corazón empezó a latirme como nunca había latido, apenas un instante, pero girando con pánico en su jaula de costillas.
Volví a mirar aquella ofrenda de ojos que llenaban las manitas de porcelana, ojos castaños ensangrentados, lechosos y húmedos, asombrosos y asombrados en la desnudez de los parpados. Una de las últimas cosas que habían visto aquellos ojos fue una camioneta blanca frenando como respuesta a un pulgar levantado. Y luego un hombre con una cabeza rapada y una perla en la oreja.
Hubiera podido asegurar, sin embargo, que no era el mismo que estaba en casa de Angela. La burla, jugar al escondite, ese no era su estilo. La acción rápida, perversa y violenta era más de su gusto.
Me sentí como si me encontrara en un sanatorio para jóvenes sociópatas, donde unos niños sicóticos, tras reducir a sus guardianes, estuvieran jugando en medio de una libertad que les produjera aturdimiento. Casi podía oír su risa escondida en otras habitaciones: risitas salvajes y macabras tras unas manitas frías.
No quise abrir el guardarropa.
Había subido allí para ayudar a Angela, pero ya no iba a poder hacerlo. Solo quería bajar las escaleras, salir, montar en la bicicleta y marcharme.
Cuando miré hacia la puerta, las luces se apagaron. Alguien había desconectado el interruptor de la caja de conexiones.
La oscuridad era tan profunda que ni siquiera me satisfizo a mí. Las ventanas tenían gruesas cortinas y el cántaro de leche de la luna no encontraba un resquicio a través del cual verterse. Todo era negro sobre negro.
Camine a ciegas hacia la puerta. Luego giré hacia un lado y me dominó la sensación de que había alguien en el corredor, que me encontraría con la verdad de una hoja afilada en el umbral.
Apoyé la espalda en la pared del dormitorio, y aguce el oído. Contuve la respiración pero fui incapaz de aplacar mi corazón, que latía como los cascos de los caballos sobre guijarros, una estampida de caballos desbocados, y me sentí traicionado por mi propio cuerpo.
Luego, sobre la retumbante estampida de mi corazón, oí el crujido de las bisagras. Las puertas del guardarropa estaban completamente abiertas.
Jesús.
Fue una oración, no una maldición. O quizás ambas cosas.
Sosteniendo la Glock con ambas manos, apunté hacia donde pensé que estaba el armario. Luego lo reconsideré y la desvié tres pulgadas hacía la izquierda, para luego dirigirla inmediatamente otra vez hacia la derecha.
La absoluta oscuridad me desoriento. A pesar del convencimiento de que estaba escondido en el guardarropa, no hubiera podido asegurar que apuntaba al centro del espacio situado encima de los dos cajones. Tenía que acertar el primer disparo, porque el fogonazo revelaría mi posición.
No podía arriesgarme a disparar indiscriminadamente. Aunque una lluvia de balas probablemente sorprendería a ese hijo de puta, estuviera donde estuviese, existía la probabilidad de que solo lo hiriera y una pequeña oportunidad, aunque muy real, de que apenas lo afeitara.
Y si la pistola estaba vacía… ¿entonces qué?
¿Entonces que?
Salí al corredor, arriesgando un encuentro, pero no fue así. Cuando cruce el umbral, cerré la puerta del cuarto de invitados detrás de mí, poniéndola entre quienquiera que hubiera salido del guardarropa y yo, asumiendo que el crujido de las bisagras no había sido producto de la imaginación.
Las luces de la planta baja debían tener su propio circuito, porque un brillo se elevaba por la escalera al final del negro corredor.
En lugar de esperar a ver quién había allí, si había alguien, corrí hacía las escaleras.
Oí cómo se abría una puerta a mis espaldas.
Bajé jadeando las escaleras de dos en dos, y ya casi estaba en la planta baja cuando mi cabeza en miniatura pasó volando y fue a estrellarse contra la pared que tenía enfrente.
Sorprendido, levante un brazo y me protegí los ojos. La metralla de porcelana me alcanzo la cara y el pecho.
El resbalón del talón izquierdo en el borde de un escalón me obligó a lanzarme hacia delante y chocar contra la pared del descansillo, pero conseguí mantener el equilibrio.
En el descansillo, con los fragmentos crujientes de mi cara vidriada bajo los pies, me volví rápidamente para enfrentarme con mi asaltante.
El cuerpo decapitado de la muñeca, apropiadamente vestido de negro, se precipitó escaleras abajo. Me agache y pasó por encima de mi cabeza para estrellarse contra la pared que había detrás de mí.
Cuando alcé la vista y apunté con la pistola a la parte superior de las escaleras, no había nadie a quien disparar, como si la muñeca se hubiera arrancado la cabeza para arrojarla contra mí y luego se hubiera lanzado por la escalera.
Las luces de la planta baja se apagaron.
A través de la ominosa oscuridad llego hasta mí el olor de algo que se estaba quemando.
Busqué a tientas en la impenetrable penumbra y finalmente conseguí encontrar la barandilla. Sujeté la madera pulida con una mano sudorosa y bajé el último tramo de escalera que llevaba al vestíbulo.
Aquella oscuridad poseía una sinuosidad extraña, parecía enroscarse y retorcerse a mi alrededor mientras descendía a través de ella. Luego comprendí que eso se debía al aire, no a la oscuridad: tortuosas corrientes de aire caliente subían por la caja de la escalera.
Instantes después zarcillos, luego tentáculos y luego una gran masa modulada por impulsos de humo maloliente se derramó en la caja de la escalera desde abajo, invisible aunque palpable, y me envolvió como una anémona marina gigante podría envolver a un buceador. Tosí, me sofoqué, me esforcé por respirar y volví sobre mis pasos, con la esperanza de escapar por una ventana del segundo piso, aunque no por la del cuarto de baño principal, donde estaba Angela.
Volví al descansillo y subí a gatas tres o cuatro escalones del segundo tramo antes de detenerme. A través de las lágrimas que me llenaban los ojos debido al picor que producía el humo, vi una luz palpitante arriba.
Fuego.
Habían encendido dos fuegos. Uno arriba y otro abajo. Aquellos invisibles niños sicóticos, ocupados en su juego demente, eran al parecer numerosos. Me vino a la memoria el pelotón de rastreadores que parecían salir del suelo de la funeraria, como si Sandy Kirk tuviera el poder de convocar a los muertos fuera de sus tumbas.
Inclinado y una vez más con la mayor rapidez, me precipité hacia la única esperanza de aire respirable. La encontraría, si la había en algún sitio, en el punto más bajo del edificio, porque el humo se eleva mientras que la llama succiona el aire frío en la base para alimentarse.
Cada aspiración me provocaba un ataque de tos espasmódica que incrementaba la sensación de ahogo y aumentaba el pánico, de manera que contuve la respiración hasta que llegué al vestíbulo. Una vez allí, caí de rodillas, me extendí en el suelo y noté que podía respirar. El aire era caliente y tenía un olor acre, pero como todas las cosas son relativas, me alivió más que el aire tonificante procedente del Pacífico.
No me quedé allí echado, entregado a una orgía respiratoria. Dudé lo suficiente para hacer algunas aspiraciones profundas que limpiaron mis pulmones sucios y para acumular la suficiente saliva que me permitiera escupir el hollín que tenía en la boca.
Luego levanté la cabeza para catar el aire y comprobar hasta dónde llegaba la zona en que podía estar a salvo. No era muy alta. Tendría de diez a doce centímetros. Sin embargo, el somero refugio sería suficiente para mantenerme vivo mientras buscaba una salida.
Siempre que la alfombra no se quemara, claro está, porque entonces ya no sería un lugar seguro.
Las luces seguían apagadas, el humo era denso y cegador, repté sobre el estómago, dirigiéndome en línea recta hacia donde creía que iba a encontrar la puerta principal, la salida más próxima. Lo primero que encontré en la oscuridad fue un sofá, a juzgar por el tacto, lo que significaba que había atravesado la arcada y me encontraba en la sala de estar, al menos unos noventa grados lejos del trayecto que había creído seguir.
Unas cadencias de un luminoso naranja atravesaron el aire limpio próximo al suelo, iluminando por debajo las rizadas masas de humo como si fueran cúmulos pasando sobre una llanura. Desde mi perspectiva, sobre la alfombra, las fibras de nailon beige se pusieron tiesas como una gran llanura de hierba seca, iluminada a intervalos por una tormenta eléctrica. Aquel refugio reducido y vital bajo el humo parecía un mundo paralelo en el que había caído después de atravesar la puerta hacia otra dimensión.
Las siniestras vibraciones de la luz eran reflejos del fuego del otro lado de la habitación, aunque no mitigaban la penumbra lo suficiente como para ayudarme a encontrar el camino de salida. Aquella fluctuación sólo contribuía a confundirme y a atemorizarme.
No podía ver el fuego vivo, por lo que imaginé que se estaba produciendo en un extremo alejado de la casa. Pero ahora ya no tenía el refugio que pretendía. Como desde allí no podía vislumbrar el reflejo del fuego, era incapaz de decir si las llamas estaban a unos centímetros o a unos metros de distancia, si se acercaban o se alejaban de mí, de modo que la luz aumento mi ansiedad sin proporcionarme una guía.
O bien estaba sufriendo los efectos perjudiciales de la inhalación del humo, entre ellos una percepción del tiempo distorsionada, o bien el fuego se extendía con una rapidez poco habitual. Los incendiarios probablemente habían utilizado un acelerador, quizá gasolina.
Determinado a volver al vestíbulo y luego a la puerta principal, aspiré desesperado el aire cada vez mas acre cerca del suelo y repté por la habitación, hundiendo los codos en la alfombra para darme impulso, rebotando en los muebles, hasta que mi frente choco contra el saliente de ladrillo de la base de la chimenea. Me encontraba aún mas alejado del vestíbulo y lo cierto es que no podía imaginarme metiéndome en el hogar y subiendo por el tubo de la chimenea como un Santa Claus en su camino de vuelta al trineo.
Estaba aturdido. El dolor de cabeza me partía el cráneo en diagonal desde la ceja izquierda hasta la parte derecha del cabello. Los ojos me picaban a causa del humo y el sudor salado que caía sobre ellos. No me atraganté, sino que aquellos punzantes humos que sazonaban el aire mas limpio próximo al suelo me hicieron sentir náuseas y empecé a pensar que no iba a sobrevivir.
Procuré recordar cómo estaba situada la chimenea en relación con el arco del vestíbulo, di la vuelta a la base de ladrillos y luego me volví a mover en ángulo por la habitación.
Era absurdo que no pudiera encontrar la salida. No era una mansión, por Dios, ni un castillo, apenas una casa modesta de siete habitaciones, ninguna demasiado grande, y dos cuartos de baño, y ni el corredor de fincas más listo del condado hubiera podido describirla para dar la impresión que tenía suficiente espacio para satisfacer al príncipe de Gales y su acompañamiento.
De vez en cuando, en las noticias de la noche, ves historias de personas que mueren en casas ardiendo y no entiendes por que no han podido salir por una puerta o por una ventana, cuando una u otra estaban seguramente a una docena de pasos. A menos, desde luego, que estuvieran borrachas. O ciegas por las drogas. O lo bastante locas para volver a meterse en las llamas a rescatar a Fluffy, el minino. Lo cual puede parecer poco agradecido por mi parte, porque aquella misma noche fui rescatado, en cierto sentido, por un gato. Entonces comprendí por que hay personas que mueren en esas circunstancias: el humo y la profusa oscuridad son más desorientadores que las drogas o el alcohol, además, a medida que respiras el aire envenenado, tu mente va perdiendo agilidad, hasta que empiezas a divagar y ni siquiera el pánico puede hacer que te concentres.
Cuando subí las escaleras a comprobar que le había sucedido a Angela, me sorprendió la tranquilidad y la serenidad con las que me tomaba la amenaza de una violencia inminente. Con un montón de orgullo viril tan empalagoso como un tazón lleno de mayonesa, hasta había sentido en mi interior un desconcertante entusiasmo por el peligro.
Como podía cambiar la cosa en diez minutos. Cuando tuve claro hasta la brutalidad que jamás me enfrentaría a tales situaciones ni siquiera con la mitad del aplomo de Batman, el atractivo del peligro dejo de entusiasmarme.
De repente, avanzando cautelosamente por la lúgubre oscuridad, algo se movió a mi lado y se froto en mi cuello y en mi mejilla: algo vivo. En el circo de trescientas arenas de mi cabeza, imaginé a Angela Ferryman sobre su estomago, reanimada por algún vudú diabólico, deslizándose por el suelo para reunirse conmigo y darme un beso sangriento con labios fríos en el cuello. Los efectos de la falta de oxígeno eran tan graves que hasta esa imagen espantosa no fue suficiente para aclararme un poco la mente y, sin reflexionar, apreté el gatillo.
Gracias a Dios, disparé en dirección equivocada, porque aun antes de que el sonido del tiro retumbara en la sala de estar, reconocí el frío hocico en el cuello y la cálida lengua en la oreja como los de mi perro único, mi fiel amigo, Orson.
– Hola, colega -dije, pero sonó como un graznido sin sentido.
Me lamió la cara. Respiraba como un perro, pero lo cierto es que no podía culparle por ello. Parpadeé con fuerza para aclarar la visión y una luz roja muy brillante atravesó la habitación. Inmóvil, no me llevé más que una impresión difusa de su rostro peludo apoyado en el suelo frente al mío.
Entonces caí en que si había podido entrar en la casa y encontrarme, podría mostrarme la salida antes de que el fuego nos atrapara con su hedor de piel y algodón ardiendo.
Reuní la fuerza suficiente para ponerme de pie, vacilante. Aquella pertinaz serpiente de náuseas me subió de nuevo por la garganta, pero, como había hecho antes, la volví a reprimir.
Me froté los ojos cerrados e intenté no pensar en la ola de intenso calor que de repente me sobrevino, luego me incliné y busque a tientas el grueso collar de cuero de Orson, que encontré fácilmente porque tenía al animal apretado contra mis piernas.
Orson mantenía el hocico cerca del suelo, donde podía respirar, pero yo tenía que aguantar la respiración y olvidar el humo que me cosquilleaba en la nariz mientras el perro me conducía a través de la casa. Me metió en algunos muebles en los que él cabía e ignoro si se estaba divirtiendo en medio de la tragedia. Cuando mi cara chocó contra el marco de una puerta, no perdí ningún diente. Sin embargo, durante el breve trayecto, le di gracias a Dios varias veces por haberme puesto a prueba con el XP en lugar de con la ceguera.
Justo en el instante en que pensaba que ya no podía seguir sin tirarme al suelo a coger un poco de aire, sentí en la cara una corriente fría, y cuando abrí los ojos, ya podía ver. Estábamos en la cocina y el fuego todavía no había llegado allí. Tampoco había humo porque la brisa que entraba por la puerta abierta se lo llevaba al comedor.
Sobre la mesa estaban las velas con sus soportes de color rojo rubí, los vasos de licor y la botella abierta de brandy de albaricoque. Parpadeé ante aquel cuadro acogedor, deseando que los acontecimientos de minutos antes hubieran sido solamente un sueño monstruoso y que Angela, perdida todavía en el jersey de su marido muerto, se sentara otra vez conmigo, volviera a llenar su copa y acabara su extraña historia.
Tenía la boca tan seca y sucia que estuve a punto de coger la botella de brandy. Bobby Halloway hubiera tenido cerveza y hubiera sido mucho mejor.
El pestillo de la puerta de la cocina estaba abierto. Aunque Orson fuera muy inteligente, era poco probable que hubiera podido abrir una puerta cerrada para buscarme, en primer lugar, no tenía llave. Era evidente que los asesinos habían escapado por allí.
Una vez en el exterior, espiré profundamente para eliminar todo vestigio de humo de los pulmones y me guarde la Glock en el bolsillo de la chaqueta. Escudriñé la parte posterior por si hubiera algún asaltante mientras me secaba las manos llenas de sudor en los téjanos.
Como bancos de peces bajo la plateada superficie de un estanque, sombras de nubes se deslizaban suavemente a través del césped iluminado por la luna.
Nada más se movía, excepto la vegetación agitada por el viento.
Agarré la bicicleta y cuando la llevaba a través del patio hacia el pasaje cubierto por el emparrado alcé la vista hacia la casa, me sorprendió que no estuviera todavía envuelta en llamas. Por el contrario, desde el exterior solo existía una mínima indicación del incendio que iba creciendo habitación tras habitación en el interior: brillantes sarmientos de llamas retorciéndose en las cortinas de dos ventanas del piso superior, blancos pétalos de humo floreciendo en los respiraderos abiertos de los aleros del ático.
A excepción de las ráfagas y los rugidos del viento intermitente, la noche estaba inexplicablemente silenciosa. Moonlight Bay no es una ciudad, aunque posee una voz nocturna distintiva: coches en marcha, la música distante de un bar de copas o un muchacho practicando con la guitarra en algún porche, el ladrido de un perro, el sonido de los grandes cepillos de la maquina limpiadora de las calles, las voces de los paseantes, la risa de los chicos del instituto reunidos fuera del Millenium Arcade abajo, en el embarcadero, y siempre el melancólico silbido como el de un tren de pasajeros o de una cadena de vagones mercancía aproximándose al cruce de Ocean Avenue… Pero entonces no, aquella noche no. Podíamos haber estado en el barrio más muerto de una ciudad fantasma en el corazón del desierto de Mojave.
Al parecer el ruido del disparo que había hecho en la sala no había llamado la atención.
Bajo el arco del enrejado, en medio de la suave fragancia del jazmín, con la bicicleta cuyas ruedas producían suaves chasquidos acompasados y mi corazón latiendo no tan suavemente, corrí tras Orson hacia la puerta de entrada. Dio un salto y abrió el pestillo con la pata, un truco que ya le había visto hacer antes. Juntos seguimos la acera hacia la calle, con paso apresurado pero sin correr.
Estuvimos de suerte: no hubo testigos. Ningún automóvil se acercaba o se alejaba por la calle. Tampoco iba nadie a pie.
Si un vecino me hubiera visto salir corriendo a la calle justo cuando las llamas rodeaban la casa, el jefe Stevenson hubiera podido utilizarlo como excusa para ir por mí. Y dispararme si me resistía al arresto. O hacerlo tanto si me resistía como si no.
Me monté en la bici, me mantuve en equilibro apoyando un pie en el suelo y me volví hacia la casa. El viento hacia temblar las hojas de los enormes magnolios y, a través de las ramas, vi las llamas lamiendo varias ventanas de ambos pisos.
Lleno de angustia y de excitación, de curiosidad y de temor, de lástima y de profunda preocupación, me embale por la acera y me dirigí hacia una calle con poca iluminación. Resollando con fuerza, Orson corría a mi lado.
Estábamos en las proximidades de un edificio cuando oí unas explosiones procedentes de las ventanas de la casa Ferryman. El violento calor las había hecho estallar.
Las estrellas entre las ramas, la luz de la luna entre las hojas, los robles gigantes, una oscuridad profunda, la paz de las lápidas y, para uno de nosotros dos, el siempre intrigante olor de las ocultas ardillas volvimos al cementerio contiguo a la iglesia católica de St. Bernadette.
Apoyé la bici en una lápida de granito rematada con la cabeza aureolada de un ángel también de granito. Me senté -sin aureola- y apoye la espalda en otra piedra coronada con una cruz.
A varias manzanas de distancia, las sirenas enmudecieron repentina mente cuando los vehículos de los bomberos llegaron a la residencia de los Ferryman.
No había llegado en bicicleta a casa de Bobby Halloway porque sufría un persistente ataque de tos que me dificultaba el pedaleo. Orson, con paso tambaleante, se quitó de encima el olor pertinaz del incendio con una serie de violentos estornudos.
En compañía de una multitud demasiado muerta para que se la ofendiera, regurgite una flema espesa que sabía a hollín y la escupí entre la superficie de raíces retorcidas del roble mas próximo, con la esperanza de no matar a un vigoroso árbol que había sobrevivido doscientos años a terremotos, tormentas, incendios, insectos, enfermedades y -más recientemente- la pasión de la América moderna por levantar como mínimo una tienda de donuts en todas las esquinas. El gusto que tenía en la boca no debía de ser muy diferente a comer briquetas de carbón en un caldo de líquido de arranque.
Como había permanecido en la casa en llamas menos tiempo que su imprudente dueño, Orson se recupero mucho antes. Mientras yo me dedicaba a carraspear y escupir, el iba y venía entre las tumbas más próximas, olisqueando con diligencia en busca de roedores arborícolas de cola tupida.
Entre toses y expectoraciones, le decía a Orson que no se perdiera de vista, y él a veces levantaba su noble y negra cabeza y hacía ver que escuchaba; de vez en cuando movía la cola para darme ánimos, aunque era frecuente su impotencia para desviar la atención del rastro de las ardillas.
– ¿Qué demonios ha pasado en la casa? -pregunté- ¿Quién la ha matado, por qué han jugado conmigo, qué ha sido todo eso de las muñecas, por qué no me han rebanado el cuello y me han quemado con ella?
Orson sacudió la cabeza y yo jugué a interpretar su respuesta. No lo sabía. Meneaba la cabeza con desconcierto. Desorientado. Estaba desorientado. No sabía por qué no me habían rebanado el cuello.
– No creo que haya sido la Glock. Quiero decir que eran mas de uno, al menos dos, probablemente tres, así es que podían haberme vencido si hubieran querido. Y aunque a ella le cortaran el cuello, debían de ir armados. Porque son unos hijos de puta serios, unos depravados asesinos. Arrancan los ojos para divertirse. Y si no tienen remilgos en llevar armas, no les iba a intimidar la Glock.
Orson enderezó la cabeza, y considero el razonamiento. Puede que haya sido la Glock. O quizá no. O quizá si. «¿Quien sabe? ¿Qué es una Glock al fin y al cabo? ¿Y este olor? Que olor tan maravilloso. Que lujuriosa fragancia ¿Orina de ardilla? Perdona, amo Snow. Hay un asunto que me requiere allí».
– No creo que incendiaran la casa para matarme. En realidad no les importaba si me mataban o no. Si hubieran querido, me hubieran capturado directamente. Han prendido fuego para ocultar el asesinato de Angela. Esta es la razón, y no otra.
«Snif, snif, snif-snif-snif; olvidemos los malos aires de la casa ardiendo, quedémonos con el olor revitalizante de las ardillas, olvidemos lo malo, quedémonos con lo bueno», parecía decir Orson.
– Dios, era tan buena persona, tan generosa -dije con amargura- No se merecía morir así.
Orson hizo una pequeña pausa en su olfateo «Sufrimiento humano. Terrible. Algo terrible. Miseria, muerte, desespero. Pero no se puede hacer nada. Nada. Así es el mundo, la naturaleza de la existencia humana. Terrible. Ven a oler a las ardillas conmigo, amo Snow. Te sentirás mejor.»
Se me hizo un nudo en la garganta, no por una pena aguda sino por algo más prosaico. Carraspeé con la violencia de un tuberculoso y finalmente planté un gargajo negro entre las raíces de un árbol.
– Si Sasha estuviera aquí -dije-, le preguntaría si ahora le recuerdo tanto a James Dean.
Tenía la cara grasienta y blanda. Me la enjugue con una mano que también sentí grasienta.
Mas allá de la fina hierba que crecía sobre las tumbas y más allá de la superficie pulida de las lápidas de granito, las sombras que proyectaba la luna de las hojas agitadas por el viento danzaban como hadas de cementerio.
Hasta bajo aquella luz peculiar, pude observar que la palma de la mano con la que me había enjugado la cara estaba manchada de hollín.
– Debo apestar a infierno.
Inmediatamente, Orson perdió su interes por el rastro de las ardillas y se acerco impaciente. Husmeo con fuerza mis zapatos, luego las piernas, el pecho, y a continuación metió el hocico debajo de mi chaqueta en el sobaco.
A veces sospecho que Orson no solo comprende mucho más de lo que creemos que comprende un perro, sino que posee sentido del humor y talento para el sarcasmo.
Saqué a la fuerza su hocico de mi sobaco y sostuve su cabeza con ambas manos.
– No estas en tus cabales, colega ¿Que clase de perro guardián eres? Quizá ya estaban dentro de la casa con Angela cuando llegue, y ella no lo sabía. ¿Pero como es que no les mordiste el culo cuando se fueron? Si escaparon por la puerta de la cocina, pasaron por delante de ti ¿Por que no encontré un montón de tipos tirados en el patio de atrás, agarrándose el trasero y aullando de dolor? -dije.
La mirada de Orson era tranquila, profunda. Le sorprendió la pregunta, porque llevaba implícita una acusación. Sorprendido. Era un perro pacífico. Era un perro de paz. Cazador de pelotas de goma, lamedor de caras, un filósofo y un buen compañero. «Amo Snow, el trabajo consistía en evitar que los villanos entraran en la casa, no en impedir que se marcharan. Buen viento a los villanos. ¿Quien los quiere tener cerca? Villanos y pulgas. Buen viento».
Tenía la nariz pegada al hocico de Orson, miraba directamente a sus ojos y me sobrevino una sensación extraña -o quizá fuera locura transitoria- y durante unos instantes pensé que podía leer sus pensamientos reales, que eran muy diferentes del dialogo que había inventado. Diferentes e inquietantes.
Dejé caer las manos que le sujetaban la cabeza, pero el no se alejó de mí ni bajó la mirada.
Y yo fui incapaz de bajar la mía.
Para expresarlo de algún modo, Bobby Halloway hubiera recomendado una lobotomía: sin embargo, tuve la sensación de que el perro temía por mí. Me compadecía porque se daba cuenta de mis esfuerzos por no admitir el profundo dolor que sentía. Me compadecía porque me era imposible reconocer hasta que punto me afectaba la perspectiva de quedarme solo. Y más que nada temía por mí, como si viera una fuerza inexorable aproximándose, de la cual yo no era consciente: una gran rueda blanca y deslumbrante, tan grande como una montaña, que me convertiría en polvo y dejaría el polvo ardiendo inmediatamente después.
– ¿Que, cuando, donde? -pregunte.
La mirada de Orson era muy intensa. Anubis, el dios de las tumbas egipcias de cabeza de perro, el pesador del alma de los difuntos, no debía de tener una mirada más penetrante. Este perro mío no es Lassie, ni un alegre perrito Disney con movimientos encantadores y una capacidad ilimitada para las travesuras divertidas.
– A veces -le dije-, me asustas.
Hizo un guiño, sacudió la cabeza, se alejo de mí dando un brinco y se puso a corretear en círculo entre las lapidas de las tumbas, olisqueando con diligencia la hierba y las hojas de roble que había en el suelo, pretendiendo ser un perro otra vez.
Quizá no fue Orson quien me asusto, sino yo mismo. Es posible que sus ojos brillantes fueran el espejo en el que viera los míos, y en el reflejo de mis ojos, descubrí la verdad interior que no era capaz de mirar directamente.
– Esta sería la interpretación de Halloway -dije.
Orson, con una excitación repentina, empezó a escarbar en un montón de fragantes hojas todavía húmedas después del riego de la tarde por los aspersores y hundió el hocico en ellas como si estuviera buscando trufas, satisfecho, batiendo el suelo con el rabo.
«Ardillas. Las ardillas hacen el amor. Las ardillas hacen el amor, hacen el amor aquí mismo. Las ardillas. Aquí mismo. Aquí huele a ardilla caliente y a almizcle, justo aquí Amo Snow, aquí, ven a oler aquí, ven a oler, rápido rápido rápido rápido, ven a oler a sexo de ardilla.»
– Me confundes -le dije.
La boca todavía me sabía a fondo de cenicero, pero ya no me subía la flema de Satán. Ahora ya podía pedalear hasta la casa de Bobby.
Antes de ir a buscar la bicicleta, me arrodille y giré la cara hacia la lápida en la que había estado apoyado.
– ¿Que pasa contigo, Noah? ¿Descansas en paz?
No necesite el lápiz linterna para leer lo que estaba grabado en la piedra Lo había hecho mil veces antes y me había pasado horas reflexionando sobre el nombre y la fecha que había debajo.
Noah Joseph James
5 de junio de 1888 – 2 de julio de 1984
Noah Joseph James, el hombre con tres nombres «No es tu nombre lo que me sorprende, sino tu singular longevidad», pensé Noventa y seis años de vida. Noventa y seis primaveras, veranos, otoños, inviernos.
Contra toda probabilidad, yo ya he vivido veintiocho años. Si la Fortuna viene a mí con las manos llenas, podría cumplir los treinta y ocho. Si se demuestra que los médicos son malos pronosticadores, si las leyes de la probabilidad quedan en suspenso, si el destino se toma unas vacaciones, quizá viva hasta los cuarenta y ocho. Si fuera así, disfrutaría de la mitad de años de vida que le concedieron a Noah Joseph James.
No se quién era, que es lo que hizo en los casi cien años que estuvo aquí en la tierra, si tuvo una mujer con la que compartir sus días o si sobrevivió a tres, si los hijos que engendró fueron curas o asesinos en serie, y no quiero saberlo. He creado en mi fantasía una vida rica y maravillosa para este hombre. Ha viajado mucho, ha ido a Borneo y a Brasil, a la bahía de Mobile durante el jubileo y a Nueva Orleans durante el carnaval, ha conocido las soleadas islas de Grecia y la tierra secreta de Shangri-La, allá en las altas fortalezas de Tíbet. Creo que amaba intensamente y él a su vez era amado con pasión, que era un guerrero y un poeta, un aventurero y un colegial, un músico y un artista, un marinero que recorrió los siete mares, que rechazaba intrépidamente cualquier limitación -si la había- que se le ponía en el camino. Siempre que siga siendo tan solo un nombre para mí, será un misterio, y podrá ser lo que yo quiera que sea y yo podré experimentar por sustitución su larguísima vida bajo el sol.
– Hola, Noah, apuesto a que cuando moriste en 1984 los enterradores no iban armados -dije en voz baja.
Me puse en pie y me dirigí a la lápida contigua donde había apoyado la bicicleta bajo la mirada vigilante del ángel de granito.
Orson dejó escapar un gruñido sordo. De repente se puso tenso y alerta. La cabeza levantada y las orejas en punta. Aunque había poca luz, me pareció que tenía el rabo encajado entre las patas.
Seguí la dirección de su mirada negra como el carbón y vi a un hombre alto y de hombros anchos caminar entre las lapidas. Hasta en aquellas suaves sombras, era una colección de ángulos y bordes recortados, un esqueleto con traje negro, como si uno de los vecinos de Noah hubiera saltado de su ataúd para ir de visita.
El hombre se detuvo en la misma fila de tumbas en la que Orson y yo nos encontrábamos y consultó un curioso objeto que llevaba en la mano izquierda. Parecía un teléfono móvil, con una pantallita iluminada.
Dio una palmadita en la almohadilla de cierre. La música espectral de notas electrónicas recorrió brevemente el cementerio, pero eran diferentes de los tonos de teléfono.
Justo cuando una bufanda de nubes se retiro de la luna, el extraño se acerco a la cara la pantalla verde manzana para ver mejor el dato que le suministraba, y aquellas dos tenues luces me revelaron lo suficiente para identificarlo. No pude ver sus cabellos rojos ni sus ojos castaños, pero hasta de perfil el rostro descarnado y los finos labios eran estremecedoramente familiares. Jesse Pinn, el ayudante de la funeraria.
No nos había visto a Orson y a mí aunque estábamos solo a diez o doce metros a su izquierda.
Jugamos a ser de granito. Orson no volvió a gruñir aunque el susurro de la brisa entre los robles hubiera enmascarado fácilmente su gruñido.
Pinn alzó el rostro del aparato que tenía en la mano, dirigió la mirada hacia la derecha, hacia St Bernadette y luego volvió a consultar la pantalla. Después se encamino hacia la iglesia.
Ignorante de nuestra presencia, aunque estábamos a poco mas de diez metros de distancia.
Miré a Orson.
El me miro a mí.
Olvidadas las ardillas, seguimos a Pinn.
El enterrador se dirigió apresuradamente a la parte trasera de la iglesia, sin mirar hacia atrás. Descendió un tramo ancho de escalones de piedra que conducían a la puerta del sótano.
Le seguí de cerca para no perderlo de vista. Me detuve al llegar a unos diez pies de la parte superior de los escalones y lo vigilé desde una esquina.
Si se volvía y miraba hacia arriba, me hubiera visto antes de que hubiera podido ocultarme, pero no me preocupaba demasiado. Parecía tan concentrado en lo que tenía entre manos que la convocatoria de las trompetas celestiales y la barahúnda de los muertos levantándose de sus tumbas no hubieran desviado su atención.
Estudió el misterioso aparato que tenía en la mano, lo desconectó y se lo metió en un bolsillo interior de la americana. Sacó un instrumento de otro bolsillo, pero la luz era demasiado débil para que yo pudiera ver de qué se trataba, a diferencia del primero, este otro no llevaba incorporada ninguna parte luminosa.
Por encima del susurro del viento y de las hojas de los robles, oí una serie de crujidos y ruidos de roces. Les siguió un chasquido, otro chasquido y luego un tercero.
Al cuarto chasquido, creí reconocer el sonido: era el resorte de la recámara de una pistola Lockaid. Esta arma tiene unas balas finas que deslizas suavemente en la ranura del pistón, bajo los pasadores del seguro. Cuando tiras del percutor, un resorte plano de acero salta hacia arriba y aloja algunas de las balas en la línea de tiro.
Hace unos años, Manuel Ramírez me hizo una demostración con una Lockaid. Las pistolas con recámara de resorte sólo se vendían a entidades relacionadas con la ley, y la posesión de una de ellas por un civil era ilegal.
Aunque Jesse Pinn pudiera exhibir una expresión de condolencia en su jeta tan convincente como podría serlo la de Sandy Kirk, incineraba víctimas de asesinato en un horno crematorio y ayudaba a encubrir crímenes capitales, de modo que no era verosímil que le molestaran unas leyes restrictivas sobre la propiedad de una Lockaid. Quizá tenía límites. A lo mejor, por ejemplo, no empujaría a una monja por un barranco sin una razón. No obstante, al recordar el rostro afilado de Pinn y el brillo de estilete de sus ojos castaño rojizo cuando se había acercado a la ventana del crematorio aquella noche, no hubiera dado un duro por la monja.
El enterrador tuvo que empujar el percutor del arma cinco veces para pasar todas las balas. Tras forzar la puerta cautelosamente, devolvió la Lockaid a su bolsillo.
Cuando empujo la puerta hacia dentro, la ventana baja del sótano estaba iluminada. Su silueta quedó perfilada mientras se quedaba durante medio minuto escuchando en el umbral, con los hombros huesudos ladeados hacia la izquierda, la cabeza medio colgando hacia la derecha y el cabello levantado por el viento levantado como la paja. De pronto, se movió como un espantapájaros animado que hubiera perdido la cruz del soporte y entró tras empujar la puerta, dejándola medio cerrada de tras de él.
– Quédate -murmuré a Orson.
Bajé los escalones y mi siempre obediente perro me siguió.
Al acercar la oreja a la puerta, no oí nada procedente del sótano.
Orson metió el hocico en la abertura de unos cincuenta centímetros, olisqueó, y aunque le di un ligero golpecito en la parte superior de la cabeza, él no se retiró.
Inclinándome hacia el perro, asomé la nariz por la abertura, no para olisquear sino para ver lo que había dentro. Eludiendo la luz directa fluorescente, vi una habitación de poco más de seis por doce metros con paredes y techo de cemento, revestida con los accesorios que servían a la iglesia y el ala añadida de las aulas de la escuela dominical: cinco calderas de gas, un calentador grande de agua, los paneles de la electricidad y una maquinaria que no reconocí.
Jesse Pinn había recorrido las tres cuartas partes de esta primera habitación y se aproximaba a una puerta cerrada situada en la pared más alejada, dándome la espalda.
Me alejé de la puerta y me saqué del bolsillo de la camisa la funda de las gafas. El cierre de velero se abrió con un sonido que me hizo pensar en el pedo de una serpiente, aunque no sé por qué, porque en mi vida había oído tirarse un pedo a una serpiente. La flamante imaginación a la que antes me he referido había dado un giro hacia lo escatológico.
Cuando me puse las gafas y me asomé otra vez, Pinn había desaparecido en la segunda habitación del sótano. La puerta del extremo permanecía abierta a medias y se veía luz en su interior.
– El suelo es de cemento -murmuré- Mis Nikes no harán ruido, pero tus uñas sí. Quédate aquí.
Empujé la puerta que tenía ante mí y entré en el sótano.
Orson se quedó fuera, al pie de los escalones. Quizás obedeció esta vez porque le había dado una razón lógica para hacerlo.
O quizá, debido a algo que había husmeado, sabía que seguir adelante era imprudente. Los perros poseen un olfato mil veces más agudo que el nuestro y les aporta más datos que todos los sentidos humanos combinados.
Con las gafas de sol estaba a salvo de la luz y veía lo suficiente para navegar por la habitación. Evité el centro y permanecí cerca de los calentadores y de los otros equipamientos, donde podía meterme en un hueco y esperar oculto si oía volver a Jesse Pinn.
El tiempo y el sudor habían disminuido la efectividad de la crema protectora en la cara y en las manos, pero contaba con la capa de hollín para protegerme. Las manos parecían enfundadas en guantes de seda negra y pensé que también llevaba una máscara en la cara.
Cuando llegué a la puerta interior, oí dos voces distantes, ambas masculinas, una de ellas perteneciente a Pinn. Eran voces apagadas y no pude entender lo que estaban diciendo.
Eché un vistazo a la puerta exterior, desde la que Orson me vigilaba un oído atento y el otro en descanso.
Al otro lado de la puerta interior había una habitación larga, estrecha y casi vacía. Únicamente estaban encendidas algunas luces del techo, suspendidas en unas cadenas entre cañerías de agua a la vista y con ductos de la calefacción, pero no me quité las gafas.
Al parecer, esta habitación formaba parte de un espacio en forma de L, el tramo siguiente, abierto hacia la derecha, era más largo y más ancho que el primero, aunque también estaba débilmente iluminado. Este segundo tramo se utilizaba como almacén, y mientras seguía la dirección de las voces, pasé cautelosamente junto a cajas de suministros, decorados de distintas fiestas y celebraciones y una hilera de armarios llenos de los registros de la iglesia. Las sombras se reunían por todas partes como grupos de monjes encapuchados y me saqué las gafas.
A medida que avanzaba las voces aumentaron de volumen, pero la acústica era pésima y todavía no podía discernir las palabras. Aunque no gritara, Pinn estaba enfadado, como deduje por el tono de soterrada amenaza que había en su voz. El otro hombre, al parecer, intentaba aplacar al enterrador.
En medio de la habitación había un belén de tamaño natural no sólo con san José y la Virgen María y el Niño Jesús en la cuna, sino toda la escena con los Reyes Magos, los camellos, patos, corderos y el ángel anunciador. El establo estaba confeccionado con madera y los haces de heno eran reales, las personas y los animales eran de yeso sobre tela metálica y listones, con las ropas y los rasgos de la cara pintados por un artista con talento, protegidos con una laca a prueba de agua que les proporcionaba un brillo sobrenatural hasta bajo aquella débil luz. A juzgar por las herramientas, la pintura y otros materiales, la restauración estaba hecha a conciencia, el pesebre se exhibiría durante las próximas Navidades.
Escuchando palabras sueltas de la conversación de Pinn con el desconocido, me moví entre las figuras, algunas de las cuales eran más altas que yo. La escena desorientaba porque ninguno de los elementos estaba dispuesto para la representación, ninguno mantenía la relación adecuada con los demás. Uno de los Reyes tenía la cara metida en el cinturón de un ángel que sostenía una trompeta, José parecía conversar con un camello. El Niño Jesús yacía sin que nadie le hiciera caso en su cuna, que tenía un haz de heno a uno de los lados. María permanecía sentada con una beatífica sonrisa y una mirada de adoración, pero el objeto de su atención no era su santo hijo, sino un cubo galvanizado. Otro Rey Mago contemplaba el culo de un camello.
Avancé en medio del desorganizado Belén y cuando ya llegaba al final, aproveche un ángel que tocaba un laúd para protegerme. Estaba en la sombra, pero cuando me asomé por la curva de un bastidor medio enrollado, vi a Jesse Pinn a la luz, a unos seis metros de distancia, amenazando a otro hombre que estaba cerca de las escaleras que conducían a la planta baja de la iglesia.
– Se te ha avisado -decía Pinn, alzando la voz hasta casi convertirla en un gruñido- ¿Cuántas veces hay que hacerlo?
Al principio no pude distinguir al otro hombre porque Pinn lo tapaba. Hablaba en voz baja y no pude oír lo que decía.
El enterrador reaccionó con enfado y empezó a caminar con impaciencia, pasándose una mano por los despeinados cabellos.
Entonces vi que el otro hombre era el padre Tom Eliot, el párroco de St. Bernadette.
– Loco, estúpido de mierda -dijo Pinn furioso, con aspereza- Eres un charlatán, una imbécil efusión divina.
El padre Tom debía de medir uno setenta, era un hombre rollizo, con el rostro expresivo y elástico de un comediante de nacimiento. Aunque no era miembro de su iglesia, ni de ninguna otra, había hablado con él en bastantes ocasiones y siempre me había parecido un hombre de naturaleza bondadosa con un modesto sentido del humor y un entusiasmo por la vida casi infantil. Resultaba fácil entender por qué lo adoraban sus feligreses.
Pinn no lo adoraba. Alzó una de sus manos esqueléticas y señalo con uno de sus huesudos dedos al cura.
– Me pone enfermo tu santurronería, hijo de puta.
Evidentemente el padre Tom había decidido soportar el ultrajante asalto verbal sin responder.
Pinn cortó el aire con el borde afilado de una mano, como si se esforzara -con considerable frustración- en esculpir sus palabras en una verdad que el cura pudiera entender.
– Ya no vamos a aguantar más tus disparates ni tu interferencia. No voy a amenazarte con patearte los dientes, aunque estoy seguro de que sería muy divertido. Nunca me ha gustado bailar, ¿sabes?, pero me gustaría hacerlo sobre tu estúpida cara. Pero no más amenazas, no, esta vez no, ya no. No voy a amenazarte con enviarlos por ti, porque creo que te interesaría. El padre Eliot, el mártir, sufriendo por Dios. Oh, ¿te gustaría, verdad? Ser un mártir, sufrir una muerte bestial. Sin una queja.
El padre Tom estaba con la cabeza inclinada, los ojos abatidos, los brazos a ambos lados del cuerpo, como si esperase pacientemente a que la tormenta remitiera.
La pasividad del cura inflamo a Pinn. El enterrador cerró en un puño la mano derecha y se golpeo con él la palma de la mano izquierda como si necesitara oír el duro chasquido de la carne sobre la carne. Entonces su voz sonó tan llena de desprecio como de furia.
– Una noche te despertaras y los tendrás encima, o quizá te cojan por sorpresa en el campanario o en la sacristía cuando estés arrodillado en el reclinatorio, te entregaras a ellos en éxtasis, en un éxtasis morboso, te recrearás en el dolor, en el sufrimiento por tu Dios -así es como lo veras-; sufrirás por tu Dios muerto y sufriendo te irás derecho al cielo. Vas a quedarte mudo, hijo de puta. Retrasado incurable. Si has rezado alguna vez por ellos, reza ahora para que te falle el corazón mientras te hacen pedazos ¿Que te parece, cura?
El cura regordete respondió a todo esto con los ojos bajos y resistencia muda.
Me costó un esfuerzo mantenerme en silencio. Tenía muchas preguntas que hacerle a Jesse Pinn. Muchas.
Pinn dejo de caminar y se inclino hacia el padre Tom.
– Ya no te volveremos a amenazar mas, cura. Ya no. Emociónate pensando en sufrir por el Señor. Porque esto es lo que te va a pasar si no dejas de entrometerte. Nos ocuparemos de tu hermana. De la preciosa Laura.
El padre Tom levanto la cabeza y clavó la vista en Pinn, pero no dijo nada todavía.
– La matare yo mismo -aseguro Pinn- Con esta pistola.
Sacó la pistola de la americana, evidentemente de una pistolera. Aun en la distancia y bajo la débil luz, observe que el cañón era inusualmente largo.
A la defensiva, introduje la mano en el bolsillo de la chaqueta, y busque la culata de la Glock.
– Suéltenla -dijo el cura.
– Nunca la soltaremos -aseguró Pinn-. Es tan… interesante. El hecho es que, antes de matar a Laura, la violare. Es una mujer todavía de muy buen ver, aunque se este volviendo rara.
Laura Eliot que había sido amiga y colega de mi madre era una mujer encantadora. Aunque hacia un año que no la veía, recordaba su rostro perfectamente. Al parecer había encontrado un empleo en San Diego cuando Ashdon le rescindió su contrato. Mis padres recibieron una carta de Laura, pero no nos agrado que no viniera a despedirse en persona. Evidentemente se trataba de una tapadera y todavía se encontraba en la zona, retenida en contra de su voluntad.
– Dios mío, ayúdale -dijo el padre Tom, finalmente.
– No necesito ayuda -replico Pinn- Le meteré la pistola en la boca y justo antes de apretar el gatillo le diré que su hermano dice que la verá pronto, que la verá pronto en el infierno, y luego le saltare la tapa de los sesos.
– Dios mío, ayúdame.
– ¿Que has dicho, cura? -inquino Pinn con un tono de burla.
El padre Tom no respondió.
– ¿Has dicho «Dios, ayúdame»? -se burlo- ¿«Dios ayúdame»? Una exclamación no muy verosímil. Después de todo, tu ya no eres uno de los suyos, ¿verdad?
La curiosa afirmación provoco que el padre Tom se apoyara contra la pared y se cubriera la cara con las manos. Debía de estar llorando, aunque no podía verlo.
– Imagina el rostro de tu querida hermana -dijo Pinn- Y ahora imagina su cuerpo retorciéndose, distorsionándose, y la parte superior de su cabeza estallando.
Disparó un tiro al techo. El cañón era largo porque llevaba acoplado un silenciador y, en lugar de un fuerte estampido, solo se escucho un ruido parecido al que hace un puño golpeando una almohada.
En el mismo instante, y con un duro sonido metálico, la bala pasó velozmente por la pantalla metálica rectangular de la lámpara que colgaba directamente encima del enterrador. El tubo fluorescente no se hizo añicos, pero el movimiento de la larga cadena provoco el balanceo de la lámpara, una espada de luz glacial como una guadaña atravesó la habitación formando brillantes arcos.
En el rítmico recorrido de la luz, a pesar de que Pinn no hizo ningún movimiento, su sombra de espantapájaros saltó hacia otras sombras que aleteaban como mirlos. A continuación se enfundo la pistola bajo la americana.
Cuando las cadenas de la lámpara oscilante se doblaron, los eslabones se retorcieron y friccionaron los unos con los otros provocando un espectral campanilleo, como si unos monaguillos de ojos de lagarto con casacas y sobrepellices empapadas de sangre hicieran sonar unas campanas desafinadas en una misa satánica.
Al parecer, la música estridente y las cabriolas de las sombras excitaron a Jesse Pinn. Emitió un grito inhumano, primitivo y sicópata, un maullido de esos que a veces te despiertan durante la noche y te levantas preguntándote que especie lo ha originado. Cuando aquel sonido salió de sus labios llenos de saliva, clavó los puños en la región abdominal del cura: dos fuertes puñetazos.
Rápidamente salí de detrás del ángel que tocaba el laúd e intenté sacar la Glock, pero se había metido en el forro del bolsillo de la chaqueta.
Cuando el padre Tom se dobló por los dos golpes, Pinn cruzó las manos y golpeó la nuca del cura.
El padre Tom cayó al suelo y yo finalmente pude sacar la pistola del bolsillo.
Pinn pateó al cura en las costillas.
Levanté la Glock, apunté a la espalda de Pinn y ajusté la mira de láser Cuando el mortal círculo rojo apareció entre sus huesudos hombros, y yo ya iba a decir basta, el enterrador se detuvo y se alejó del cura.
Continué en silencio.
– Si no eres parte de la solución, eres parte del problema. Si no puedes formar parte del futuro, entonces lárgate al infierno -le dijo Pinn al padre Tom.
Aquello sonaba a despedida. Desconecté la mira de láser y me retiré detrás del ángel justo cuando el enterrador se alejaba del padre Tom. No me vio.
Jesse Pinn se fue por donde había venido bajo el canto de las cadenas; aquel sonido chirriante no parecía proceder del techo sino de su interior, como si en su sangre hubiera un enjambre de cigarras. Su sombra corrió una y otra vez por delante de él y luego saltó hacia atrás hasta que pasó al otro lado de la arqueada espada de luz de la lámpara oscilante, formó un todo con la sombra y rodeó la esquina del otro brazo de la habitación en forma de L.
Volví a guardar la Glock en el bolsillo de la chaqueta.
Desde el refugio del desordenado pesebre, observé al padre Tom Eliot. Yacía al pie de las escaleras, en posición fetal, retorciéndose de dolor.
Pensé acercarme a él para comprobar si estaba herido de gravedad, y enterarme de las circunstancias que habían provocado el enfrentamiento que acababa de presenciar, pero no quise revelar mi presencia y me quedé donde estaba.
Cualquier enemigo de Jesse Pinn tendría que ser aliado mío, pero no podía estar seguro de la buena voluntad del padre Tom. Aunque eran adversarios, el cura y el enterrador compartían un misterioso mundo subterráneo que yo desconocía hasta aquella noche, por lo que cada uno de ellos tenía más en común con el otro que conmigo. Imaginé que, si me dejaba ver, el padre Tom llamaría a Jesse Pinn y el enterrador volvería volando, agitando su traje-negro, con el inhumano maullido vibrando entre sus finos labios.
Además, Pinn y sus compañeros tenían secuestrada a la hermana del cura. El hecho de tenerla les proporcionaba una palanca, un punto de apoyo con el que mover al padre Tom, mientras que yo no tenía influencia alguna.
La música estridente de las cadenas retorcidas fue decayendo poco a poco, mientras la espada de luz describía un arco cada vez mas reducido.
Sin una protesta, sin ni siquiera una queja involuntaria, el cura se enderezó sobre las rodillas y luego con un esfuerzo se puso de pie. No podía mantenerse erguido. Encorvado como un simio, con una mano en la barandilla, empezó a subir trabajosamente la pendiente, los crujientes escalones hacia la planta baja de la iglesia.
Cuando llegara al final, apagaría las luces, y yo me quedaría sumergido en una oscuridad tal que hasta santa Bernadette, la de los milagros de Lourdes, se amilanaría. No había tiempo que perder.
Poco antes de iniciar la retirada en medio de aquellas figuras de pesebre de tamaño natural, alcé la vista por primera vez hacia los ojos pintados del ángel del laúd que tenía frente a mí, y pensé que eran de color azul como los míos. Estudié el resto de los rasgos de yeso laqueado y, aunque la luz era pobre, hubiera asegurado que aquel ángel y yo compartíamos la cara.
El parecido me dejó paralizado y confundido, y me esforcé intentando comprender cómo ese ángel Christopher Snow estaba allí contemplándome. Pocas veces he visto mi rostro a la luz, pero me he visto reflejado en los espejos de las habitaciones poco iluminadas y la luz que allí había era similar. Sin lugar a dudas era yo beatífico e idealizado, pero yo.
Desde que tuve la experiencia en el garaje del hospital, cada incidente y cada objeto parecían guardar un significado. Me resulto imposible, por lo tanto, creer en la posibilidad de una coincidencia. Hacia donde mirara, el mundo rezumaba misterio.
Claro que este es el camino que lleva a la locura: creer que todo lo que sucede en la vida se debe a una complicada conspiración dirigida por unos manipuladores extraordinarios que todo lo ven y todo lo saben. La sana conciencia consiste en pensar que los seres humanos son incapaces de llevar a cabo conspiraciones a gran escala, porque algunas de las cualidades que nos definen como especie son la poca atención por el detalle, la tendencia al pánico y la incapacidad de mantener nuestras bocas cerradas. Hablando con sentido del humor, apenas somos capaces de atarnos los cordones de los zapatos. Y si además existe algún orden en el universo, no es obra nuestra, y probablemente ni siquiera somos capaces de percibirlo.
El cura estaba a un tercio del final de las escaleras.
Observé estupefacto el ángel.
Muchas noches durante la época de Navidad, año tras año, había paseado en bicicleta por la calle frente a St Bernadette. El pesebre se exhibía en el prado de la iglesia, cada figura en el lugar adecuado, ninguno de los Reyes Magos con su regalo estaba colocado como si fuera un proctólogo de camellos, y el ángel en cuestión no estaba. O yo no lo había visto. La explicación más sencilla, claro, era que el pesebre tenía demasiada luz y yo no quería correr el riesgo de pararme a admirarlo, el ángel Christopher Snow formaba parte de la escena, pero yo siempre había girado la cabeza al pasar frente a él, para protegerme los ojos.
El cura ya había subido la mitad del tramo de escaleras y ahora lo hacía a mayor velocidad.
Entonces recordé que Angela Ferryman oía misa en St Bernadette. Considerando su afición por las muñecas, era indudable que la habían convencido para que aplicase su talento al pesebre.
Final del misterio.
No entendía, sin embargo, por qué le asignó mi rostro al ángel. Si mis rasgos casaban con alguien en la escena del pesebre, deberían de haber sido los del burro. La opinión que ella tenía de mí era mas elevada sin duda de lo que merecía.
Recordé la imagen de Angela aquella Angela que había visto por última vez en el suelo del cuarto de baño, con los ojos fijos en alguna visión última, más lejana que Andrómeda, con la cabeza colgando hacia atrás en la taza del inodoro y con un tajo en la garganta.
De repente tuve la certeza de que había olvidado un detalle importante cuando encontré su pobre cuerpo roto. Asqueado por las salpicaduras de sangre, angustiado por el dolor, en un estado de shock y de miedo, había evitado mirarla mucho, precisamente como, durante años, había evitado mirar las figuras del pesebre iluminado en el exterior de la iglesia. Vi una pista de vital importancia, pero no la registré conscientemente. Y ahora mi subconsciente estaba jugando conmigo.
Cuando el padre Tom llegó al tramo superior de las escaleras, estalló en sollozos. Se sentó en el rellano y lloró con desconsuelo.
Me resultó imposible soportar por más tiempo la imagen mental del rostro de Angela. Luego tendría tiempo de enfrentarme a ella y, a regañadientes, explorar aquel recuerdo de gran guiñol.
Entre el ángel y el camello, los Reyes Magos, José y el burro, la Virgen, el cordero y el Cordero, avancé en silencio por el belén, luego pasé junto a las hileras de armarios y cajas de suministros, entré en el espacio más reducido y estrecho donde se almacenaban las cosas pequeñas, y me dirigí hacia la puerta de la habitación de servicios.
Los sonidos que emitía el angustiado cura resonaban en las paredes de cemento, y se iban apagando hasta convertirse en gritos de una entidad inquietante apenas capaz de hacerse oír a través de la fría barrera entre este mundo y el otro.
Recordé con tristeza el agudo dolor de mi padre en la cámara frigorífica del Mercy Hospital, la noche de la muerte de mi madre.
Por razones que no me resultan del todo comprensibles, me reservo la angustia. Cuando uno de esos gritos salvajes amenaza con elevarse, muerdo con fuerza hasta que trituro la energía por completo y me la trago sin decir una palabra.
En sueños aprieto los dientes -no es raro- y algunas noches me despierto con dolor en las mandíbulas. Quizá temo poner voz en mis sueños a unos sentimientos que prefiero no expresar cuando estoy despierto.
Cuando iba a salir del sótano de la iglesia imaginé que el enterrador -pálido, con los ojos rojizos como el atardecer- se me echaría encima o saldría de las sombras detrás de mí o rebotaría como un perverso muñeco de resorte en una caja de sorpresas desde la puerta de un horno. Pero no me estaba esperando en ningún lugar de mi camino.
Afuera, Orson vino a mí desde las lápidas, donde se había ocultado de Pinn. A juzgar por el comportamiento del perro, el enterrador se había ido.
Se me quedó mirando con gran curiosidad, o así me lo imaginé yo.
– Ignoro lo que ha pasado ahí dentro. No sé lo que significa -dije.
Parecía indeciso. Tiene el don de parecerlo la cara roma, la expresión lejana de los ojos.
– Es cierto -insistí.
Con Orson a mi lado, me dirigí hacia la bicicleta. El ángel de granito que había vigilado mi medio de transporte no se parecía a mí en absoluto.
El viento molesto se había transformado de nuevo en una brisa acariciadora y los robles permanecían en silencio.
Una filigrana de nubes en movimiento era plata cruzando una luna plateada.
Una gran bandada de vencejos descendió rápidamente del tejado de la iglesia y se posó en los árboles; algunos ruiseñores también volvieron, como si el cementerio no hubiera sido santificado hasta que Pinn hubo desaparecido.
Sosteniendo la bicicleta por el manillar, me quedé mirando las hileras de lápidas.
– «… la oscuridad crece sólida a su alrededor, transformando al fin la tierra.» Es de Louise Glück, una gran poeta -dije.
Orson se agitó satisfecho como dando su conformidad.
– Ignoro lo que está pasando aquí, pero creo que hay personas que van a morir antes de que les llegue la hora, y algunas de ellas es probable que sean personas que nosotros apreciamos. Quizás hasta yo. O tú.
La mirada de Orson era solemne.
Desde el cementerio observé las calles de mi ciudad, que de repente me parecieron mucho más pavorosas que cualquier camposanto.
– Vamos a tomar una cerveza -dije.
Salté a la bici mientras Orson danzaba una danza de perro por la hierba del cementerio; por lo pronto, dejamos la muerte atrás.