IV NOCHE PROFUNDA

21

Cuando Orson y yo salimos de las dunas y llegamos al tramo de roca y arena de la península, nos vimos envueltos en densas nubes. El banco de niebla tenía centenares de metros de profundidad, y aunque una capa fina y pálida de luz de luna se filtraba hasta el suelo a través de la bruma, nos encontramos en medio de una oscuridad gris mas ciega que una noche sin estrellas y sin luna. Las luces de la ciudad casi no se veían.

La niebla hacia jugarretas con el sonido. Podía oír el brusco murmullo del oleaje, aunque parecía llegar de todas partes, como si me encontrara en una isla en lugar de en una península.

No quise montar en la bicicleta en aquella penumbra viscosa, no me fiaba. La visibilidad oscilaba entre cero y un máximo de dos metros. Aunque no había árboles ni otros obstáculos en el promontorio, habría sido fácil perder la orientación y dirigirme al borde del acantilado, la bici se hubiera precipitado hacia delante, y cuando el neumático delantero se clavara en la arena blanda de la pendiente del acantilado, hubiera saltado por encima del manillar y hubiera caído de cabeza en la playa, posiblemente rompiéndome un miembro o la nuca.

Además, para ir a velocidad y mantener el equilibrio, tendría que sujetar la bici con ambas manos, lo que significaba guardar la pistola en el bolsillo. Después de la conversación con Bobby, no quise guardar la Glock. Algo podía acercarse en medio de la niebla hasta unos cuantos metros de distancia y cuando me hubiera dado cuenta, no hubiera podido sacar a tiempo el arma del bolsillo de la chaqueta y disparar.

Caminaba con un paso relativamente rápido, sujetando la bicicleta con la mano izquierda, aparentando despreocupación y confianza, Orson trotaba ligero delante de mí. Como no era un perro imprudente, giraba la cabeza incesantemente hacia un lado y hacia el otro.

El sonido de las ruedas y de la cadena de la bicicleta delataba mi posición. No había manera de silenciarla y si hubiera cargado con ella sólo hubiera podido llevarla con un brazo y durante pequeños tramos. De todos modos el ruido carecía de importancia. Probablemente los monos poseían agudos sentidos que captaban el menor estímulo, indudablemente podían detectarme por el olor.

Orson también podía detectarlos por el olor. En aquella noche brumosa, su negra forma apenas era visible y yo no podía ver si tenía el pelo erizado, señal incuestionable de que los monos estaban cerca.

Mientras caminaba, me pregunté qué sería lo que a esas criaturas las hacía diferentes de los rhesus corrientes.

En apariencia, al menos, el animal que apareció en la cocina de Angela era un ejemplo típico de su especie, aunque superaba el tamaño de un rhesus. Dijo que tenía «unos horribles ojos amarillo oscuro» pero hasta donde yo sabía, estaba dentro de la gama del color de ojos de este grupo de primates. Bobby no había mencionado nada extraño sobre el grupo que le estaba acosando, únicamente el peculiar comportamiento y el tamaño anormal de su intangible jefe: ningún cráneo deformado, ni tres ojos en la frente, ni tornillos en el cuello que indicaran que habían sido cosidos y fijados en el laboratorio secreto de la requetenieta megalomaníaca del doctor Víctor Frankenstein, Heather Frankenstein.

A los jefes del proyecto de Fort Wyvern les preocupó que el mono de la cocina de Angela la hubiera arañado o mordido. Considerando el temor de los científicos, era lógico inferir que aquel animal padecía una enfermedad infecciosa que se transmitía por la sangre, la saliva u otros fluidos del cuerpo. Esta posibilidad se reafirmaba con los análisis a los que se la sometió. Durante cuatro años, le fueron tomando muestras de sangre todos los meses, lo que significaba que la enfermedad tenía un período de incubación potencialmente largo.

Guerra biológica. Los dirigentes de todos los países del mundo niegan prepararse para un conflicto tan abominable. Recurren al nombre de Dios, advierten del juicio de la historia, firman solemnemente asquerosos tratados que garantizan que nunca se comprometerán en estas monstruosas investigaciones. Y mientras, todas las naciones fabrican cocteles de ántrax, envasan aerosoles con plagas de peste bubónica y diseñan espléndidas colecciones de virus y bacterias nuevas y exóticas, de manera que ninguna oficina de desempleo de ningún lugar del planeta tendrá alguna vez un solo científico loco en paro en su archivo.

A pesar de todo, me resultaba imposible entender por qué sometieron a Angela a una forzada esterilización. Es indudable que existen enfermedades que incrementan las posibilidades de que los descendientes sufran defectos congénitos. A juzgar por lo que Angela me había contado, sin embargo, no creía que los de Wyvern la hubieran esterilizado porque ella les preocupara o por los hijos que pudiera concebir. El motivo no había sido, al parecer, la compasión, sino un temor próximo al pánico. Le había preguntado a Angela si el mono tenía alguna enfermedad. Ella lo había negado «Ojalá hubiera sido eso. Quizás ahora estaría curada. O muerta. La muerte es mejor que lo que va a venir».

Si no era una enfermedad, ¿qué era?

De pronto el grito de somormujo que había oído antes taladró la noche y la niebla y me sacó de mis reflexiones.

Orson se detuvo bruscamente. Yo también me detuve y el ruido de la bicicleta se apagó.

El grito parecía venir del oeste y el sur, y tras breves instantes, llegó la respuesta procedente del norte y el este. No cabía duda de que nos estaban rodeando.

Como el sonido viaja tan engañosamente a través de la bruma, me fue imposible determinar a qué distancia de nosotros se emitían los gritos. Pero hubiera apostado un pulmón a que estaban cerca.

El pulso del oleaje, rítmico como el del corazón, latía a través de la noche. Me pregunté qué canción de Chris Isaak estaría emitiendo Sasha en ese momento.

Orson empezó a moverse otra vez, y yo también lo hice, un poco más rápido que antes. No íbamos a ganar nada titubeando. No estaríamos a salvo hasta que saliéramos de la solitaria península y entráramos en la ciudad, y quizá ni siquiera entonces.

Cuando habíamos recorrido no más de nueve o diez metros, volvió a escucharse aquel horrible aullido. Era una respuesta, como el anterior.

Esta vez captamos un movimiento.

Sentí cómo se me aceleraba el corazón y no se tranquilizó cuando recordé que sólo eran monos. No eran predadores. Comían fruta, bayas, nueces, eran miembros de una comunidad pacífica.

De repente apareció ante mí el recuerdo del rostro muerto de Angela. Y en ese momento comprendí lo que había interpretado equivocadamente, debido a mi estado de shock y de angustia, cuando encontré su cuerpo. Su garganta presentaba varios cortes que parecían haber sido practicados con un cuchillo poco afilado, porque las heridas estaban desgarradas. Pero lo cierto es que no se trataba de desgarros: la carne había sido mordida, arrancada y masticada. Ahora veía la terrible herida con más claridad que cuando estuve en el umbral del cuarto de baño.

Recordé también otras marcas que presentaba el cuerpo, heridas que no había tenido estómago para considerar hasta ese momento. Marcas cárdenas de mordiscos en las manos. Puede que hasta una en la cara.

Monos. Pero no monos comunes y corrientes.

El comportamiento de los asesinos en casa de Angela -el asunto de las muñecas, el juego del escondite- me había parecido una broma de niños dementes. En las habitaciones debieron de entrar varios monos; lo bastante pequeños para ocultarse en lugares en los que un hombre no hubiera podido hacerlo y con una rapidez tan poco humana que parecían fantasmas.

Un grito se elevó en la bruma y fue contestado por otro procedente de dos lugares.

Orson y yo captamos un movimiento rápido; no quise demostrar sobresalto. Si echaba a correr, mi precipitación podía ser interpretada -y con razón- como signo de temor. Para un predador el miedo indica debilidad. Si percibían cualquier debilidad, podían atacar.

Tenía la Glock, que sujetaba con tanta fuerza que el arma parecía integrada en mi mano. Ignoraba cuántas de esas criaturas formaban un grupo: quizá sólo tres o cuatro, quizá diez, posiblemente más. Considerando que nunca había disparado un arma -excepto en una ocasión, aquella misma noche y por accidente- no iba a poder detener a todos aquellos animales antes de que se me echaran encima.

No quería alimentar mi febril imaginación con un material tan sombrío, pero no dejaba de preguntarme cómo serían los dientes del mono rhesus. ¿Bicúspides romos? No. Hasta los herbívoros -admitiendo que el rhesus fuera herbívoro- necesitan arrancar la piel de una fruta, partir una cáscara o un caparazón. Tendrían incisivos, quizás hasta unos colmillos puntiagudos, como los seres humanos. Uno de esos especímenes atacó a Angela, pero el rhesus no se había comportado como un predador; por lo tanto, no estaban equipados con colmillos. Sin embargo, existen simios que los tienen. El babuino posee unos dientes enormes y feroces. De todos modos, el poder de la mordedura del rhesus era indiscutible, porque a pesar de la naturaleza de su dentadura, mataron de manera salvaje y rápida a Angela Ferryman.

Al principio oí y sentí, más que vi, un movimiento en la niebla a unos cuantos metros a mi derecha. Luego vislumbré una forma oscura e indefinida cerca del suelo, que venía hacia mí rápida y sigilosamente.

Me giré hacia lo que se movía. La criatura rozó una de mis piernas y se desvaneció en la niebla antes de que pudiera verla con claridad.

Orson lanzó un moderado gruñido, como si advirtiera algo. Estaba de cara a la ondulada pared de bruma gris que se deslizaba a través de la oscuridad al otro lado de la bicicleta, y sospeché que si hubiera habido luz hubiera visto no solamente que tenía los pelos eréctiles erizados, sino que los del lomo también tenían las puntas tiesas.

Yo caminaba vigilando el suelo; esperaba encontrarme con la mirada brillante y de color amarillo oscuro de la que Angela me había hablado. La forma que apareció de repente en la niebla era casi de mi tamaño. Quizá me superaba. Imprecisa, amorfa, como un ángel caído de la muerte flotando en un sueño, más una sugestión que una sustancia concreta, y terrible, porque no desvelaba el misterio. Sin ojos amarillos. Sin rasgos nítidos. Sin una forma concreta. Hombre o simio o nada: el jefe del grupo, algo y nada a la vez.

Orson y yo nos detuvimos.

Volví la cabeza lentamente y escudriñé el flujo de niebla que nos rodeaba, intentando captar cualquier sonido de referencia. Pero el grupo se movía tan silenciosamente como la bruma.

Me sentí como el buceador que, mar adentro, es atrapado por invisibles corrientes ricas en algas y plancton, con un tiburón nadando en círculo a su alrededor que está esperando a que salga de la penumbra para partirlo en dos de un mordisco.

Algo rozó la parte trasera de mis piernas y me dio un tirón en los téjanos; no fue Orson, porque aquello emitió una especie de silbido malvado. Intenté darle una patada pero no lo conseguí y se desvaneció en la niebla antes de que pudiera echarle la vista encima.

Orson, sorprendido, lanzó un aullido, como si hubiera sido él quien hubiera tenido el encuentro.

– Aquí, muchacho -le urgí, y él vino rápidamente a mi lado.

Solté la bicicleta, que cayó sobre la arena. Agarré la pistola con ambas manos y empecé a girar en círculo, buscando algo a lo que disparar.

Se levantó un murmullo estridente, iracundo. Al parecer eran las voces de los monos. Al menos había media docena.

Si mataba a uno de ellos, acaso los otros podían desaparecer aterrorizados. Pero también podían reaccionar como lo había hecho el mono de la mandarina ante la escoba de Angela en la cocina: con furiosa agresividad.

En cualquier caso, la visibilidad era virtualmente nula, no podía ver el brillo de sus ojos o sus sombras, así es que decidí no gastar munición disparando a ciegas en la niebla. Cuando se me acabaran las balas, sería una presa fácil.

El murmullo de voces se apagó.

Las nubes densas, agitándose sin cesar, acallaban hasta el sonido del oleaje. Oía las pisadas de Orson, mi respiración demasiado acelerada y nada más.

La forma grande y negra del jefe del grupo apareció de nuevo entre los vaporosos velos grises. Descendía rápidamente, como si tuviera alas, aunque la sensación de vuelo seguramente era una ilusión.

Orson gruñó y yo apreté el mecanismo de visión láser. Una mancha roja se agitó entre el rostro dormido de la niebla. El jefe del grupo, como una sombra flotando en una ventana incrustada de escarcha, fue envuelto por completo por la niebla antes de que pudiera apuntar con el láser su forma mercurial.

Recordé la colección de cráneos en los escalones de cemento del vertedero en la alcantarilla. Quizás el coleccionista no era un adolescente sociópata haciendo prácticas para su carrera de adulto. Quizás esos cráneos eran trofeos reunidos y ordenados por los monos, lo cual era una idea peculiar y turbadora.

Y aun mas turbador fue lo que se me ocurrió después quizás el cráneo de Orson y el mío -una vez arrancada toda la carne, los ojos y la vida- se añadirían a la colección.

Orson lanzó un aullido cuando un mono saltó chillando de entre los velos de niebla y le saltó al lomo. El perro torció la cabeza, enseño los dientes intentando morder a su indeseable jinete al mismo tiempo que intentaba sacudírselo de encima.

Estábamos tan cerca que, bajo la escasa luz y la agitada bruma, pude ver los ojos amarillos. Brillantes, fríos y feroces. Se alzaron hacia mí. Y yo no pude disparar porque hubiera podido herir a Orson.

El mono se sujetaba con fuerza al lomo de Orson y luego de un salto dejó libre al perro. Me embistió con fuerza, once kilos de fuertes músculos y huesos me hizo tambalear hacia atrás, se encaramó por el pecho, utilizando la chaqueta de cuero para apoyarse. En medio de aquel caos fui incapaz de disparar. Podía lesionarme.

Durante un instante estuvimos cara a cara, ojo con ojo asesino. El animal enseñaba los dientes, silbaba con ferocidad y su respiración era acre y repulsiva. Aquello era un mono y no lo era, y la cualidad profundamente diferente de su atrevida mirada era terrorífica.

Me arranco la gorra de la cabeza, y yo le di un golpe con el cilindro de la Glock. El mono se lanzó al suelo para agarrar la gorra. Le di una patada y el dejó caer la gorra. El rhesus con chillidos de protesta se metió dando tumbos en la niebla y desapareció de mi vista.

Orson salió en busca del animal ladrando, olvidando todos sus temores. Lo llame para que volviera y no obedeció.

La gran silueta del jefe de la cuadrilla apareció otra vez, más flotante que antes, una sinuosa forma hinchada como una capa agitándose que desapareció tan pronto como hubo aparecido pero dilatándose lo suficiente para que Orson reconsiderase la cordura de perseguir al rhesus que había intentado robarme la gorra.

– Jesús -exclame cuando el perro gimió con voz lastimera y abandonó la persecución.

Recogí la gorra del suelo pero no me la volví a poner en la cabeza. La doblé y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta.

Me dije a mi mismo, temblando, que estaba bien, que no me había mordido. Si me hubiera arañado hubiera sentido el dolor en la cara o en las manos. No, no me había arañado. Gracias a Dios. Si el mono padecía una enfermedad infecciosa que solo se contagiaba por contacto con los fluidos del cuerpo, no me la había contagiado.

Pero había aspirado su fétido aliento, había respirado el aire que el exhalaba. Si el contagio era por vía aérea, ya estaba en posesión de una entrada para el depósito.

Respondí al ruido metálico que se produjo a mis espaldas, giré en redondo y descubrí que mi bicicleta estaba siendo arrastrada hacia la niebla por alguien que no pude ver. Caída de lado y peinando la arena con los radios, la rueda trasera era la única parte de la bici que todavía se veía, y casi había desaparecido en la bruma cuando alargue una mano y la agarre.

Me metí en un tira y afloja con el ladrón del que salí vencedor, lo que significaba que me había peleado con uno de los dos rhesus y no contra el jefe del grupo, mucho mayor. Enderecé la bicicleta, la apoyé contra mi cuerpo para mantenerla derecha y, de nuevo, empuñe la Glock.

Orson se acercó.

Volvió a orinar, nervioso, derramando los últimos vestigios de cerveza. A mí me sorprendió no haberme mojado en los pantalones.

Estuve jadeando ruidosamente durante un rato, temblando tanto que aunque hubiera sujetado la pistola con ambas manos hubiera sido imposible mantenerla quieta. Poco a poco me fui calmando. Las palpitaciones del corazón ya no amenazaban con romperme las costillas.

Al igual que el casco de un buque fantasma las grises paredes de la niebla pasaban flotando, una infinita flotilla, dejando atrás una quietud sobrenatural. Ni cloqueos Ni chillidos o alaridos. Ni gritos de somormujo. Ni susurros del viento o suspiros del oleaje. Me invadió una extraña sensación, como si me hubieran matado en el reciente enfrentamiento sin haber sido yo consciente de ello, y me encontrara en la helada antecámara mas allá del corredor de la vida, esperando que se abriera la puerta del Juicio.

Por fin parecía que los juegos se habían acabado por el momento. Sujetando la Glock con una mano empecé a caminar con la bicicleta a lo largo de la parte oriental del promontorio. Orson caminaba a mi lado.

Era consciente de que el grupo nos seguía vigilando, aunque a una distancia mayor que antes. No vi formas que se aproximaran cautelosamente en la niebla, pero estaban allí, seguro.

Monos. Aunque no eran monos. Escapados de un laboratorio de Wyvern.

El fin del mundo había dicho Angela.

Sin fuego.

Ni hielo.

Algo peor.

Monos. El fin del mundo provocado por monos.

Apocalipsis con primates.

Armagedón. El fin, fini, omega el día del juicio final, cierra la puerta y apaga las luces para siempre.

Todo eso era una locura. Cada vez que intentaba centrarme en los hechos y quería ordenarlos de forma inteligible, se me borraba todo, todo quedaba sellado por una enorme ola de imponderables.

La actitud de Bobby, su inflexible determinación a separarse de los problemas insolubles del mundo moderno y ser el campeón de los haraganes, siempre me había parecido la legítima elección de un estilo de vida. Ahora ya no me parecía tan sólo legítima, sino razonada, lógica y sabia.

Como no esperaban que sobreviviera a la edad adulta, mis padres me animaron a jugar, a divertirme, fueron indulgentes con mi curiosidad, me animaron a vivir sin preocupaciones y sin temores, a vivir el momento con muy poca preocupación por el futuro: en resumen, a confiar en Dios y a creer que yo, como todo el mundo, estoy aquí con un fin; me enseñaron a agradecer tanto mis limitaciones como mis talentos y bendiciones, porque ambos forman parte de un designio que no alcanza mi comprensión. Reconocían que necesitaba autodisciplina, claro, y también aprender a respetar a los demás. Pero, de hecho, todas esas cosas se dan de una forma natural cuando crees de verdad que tu vida posee una dimensión espiritual y que eres un elemento cuidadosamente diseñado en el misterioso mosaico de la vida. Aunque en apariencia existían muy pocas oportunidades de que yo sobreviviera a mis padres, ellos se prepararon para esta posibilidad: contrataron una póliza de seguros que me proporcionaría una vida cómoda, aunque no cobrara los derechos de mis artículos y mis libros. Yo había nacido para el juego y la diversión, mi destino era no tener nunca un trabajo, no iba a consumirme con las responsabilidades que pesan sobre la mayoría de las personas. Podía dedicarme a mis escritos o bien convertirme en un surfista zángano como Bobby Halloway quien, en comparación, habría parecido un adicto al trabajo compulsivo, con menos capacidad para divertirse que una col. Hubiera podido dedicarme a la holgazanería más absoluta sin ningún sentimiento de culpa, sin escrúpulos o dudas, porque he crecido para ser lo que la humanidad hubiera sido si no hubiéramos violado los términos del contrato y no hubiéramos sido expulsados del paraíso. Como todo aquel que ha nacido de hombre y mujer, vivo por los caprichos del destino debido al XP, soy mucho más consciente de las maquinaciones del destino que la mayoría, y esta conciencia es liberadora.

Mientras caminaba con mi bicicleta por el lado occidental de la península, seguí buscando el significado de todo lo que había visto y oído desde el atardecer.

Antes de que el grupo apareciera y nos atormentara, me preguntaba en qué consistía exactamente la diferencia de esos monos, volví a intentar resolver ese misterio. A diferencia de los rhesus comunes, eran más audaces que apocados, más tristes que alegres. La diferencia más clara residía en que esos monos eran de genio vivo, malvados. Su potencial para la violencia no era, sin embargo, la principal cualidad que los diferenciaba de los otros rhesus, sólo era consecuencia de la otra diferencia, mas profunda, que reconocí pero que era inexplicablemente reacio a considerar.

La niebla seguía siendo muy densa, aunque poco a poco empezó a brillar. Manchas de luz borrosa aparecieron en la bruma: edificios y farolas a lo largo de la playa.

Orson gimoteó con satisfacción -o con alivio- ante los signos de la civilización, pero no estábamos más a salvo en la ciudad que fuera de ella.

Cuando dejamos atrás la parte sur del promontorio y entramos en el camino del embarcadero, me detuve para sacar la gorra del bolsillo en el que la había guardado. Me la puse y tiré de la visera. El hombre elefante se componía la indumentaria.

Orson me echó un vistazo, enderezó la cabeza haciendo como que me observaba y luego se esponjó como si quisiera demostrar su aprobación. Después de todo, el era el perro del hombre elefante y como tal, en alguna medida, su propia imagen dependía del estilo y de la gracia con las que yo compusiera la mía.

La visibilidad había aumentado hasta quizás unos cincuenta metros gracias a las farolas de la calle. Como las mareas fantasma de un mar antiguo y muerto desde hace tiempo, la niebla surgía de la bahía y se adentraba en las calles, las finas gotas de bruma refractaban la luz dorada de vapor de sodio y la trasladaban a la siguiente gota.

Si los miembros del grupo todavía seguían detrás de nosotros, para evitar ser vistos tendrían que ocultarse a mucha mayor distancia que la que habían mantenido en la árida península. Como protagonistas de un nuevo reparto de Los crímenes de la calle Morgue de Poe, deberían de haber limitado sus salidas furtivas a parques, avenidas sin iluminación, galerías, salientes de edificios, parapetos y tejados.

A esas horas, no se veían ni peatones ni motoristas. La ciudad parecía abandonada.

Me sobrevino la turbadora sensación de que estas calles silenciosas y vacías presagiaban una desolación real y aterradora que iba a sobrevenir en Moonlight Bay en un futuro no demasiado lejano.

Salté a la bicicleta y me dirigí hacia el norte por el camino del embarcadero. El hombre que se había puesto en contacto conmigo a través de Sasha en la emisora de radio estaba aguardando en su barco, en la dársena.

Mientras pedaleaba por la desierta avenida, mi cabeza volvió a los monos del milenio. Estaba seguro de haber identificado la diferencia fundamental entre los rhesus comunes y corrientes y el grupo que rondaba secretamente en la noche, era reacio a aceptar mis propias conclusiones aunque por fin me rendí a lo inevitable: aquellos monos eran más inteligentes que los monos comunes.

Inteligentes, muy inteligentes.

Habían comprendido la finalidad de la cámara de fotografía de Bobby y se la habían llevado. Y también le habían birlado la nueva.

Reconocieron mi rostro entre los de treinta muñecas en el taller de Angela y la utilizaron para burlarse de mí. Y luego prendieron fuego a la casa para ocultar el asesinato de Angela.

Los grandes cerebros de Fort Wyvern debían de estar implicados en investigaciones secretas de guerra bacteriológica pero eso no explicaba por que sus monos de laboratorio eran mucho más inteligentes que los demás.

¿Y hasta que punto su inteligencia era «mucho mas inteligente»? ¡Quizá no hubieran podido ganar un montón de pasta en Jeopardy! [5] Ni enseñar poesía en el ámbito universitario, dirigir con éxito una emisora de radio, descubrir las pautas del oleaje alrededor del mundo, ni siquiera escribir un éxito de ventas en el New York Times, pero quizás era suficiente para convertirse en la plaga mas peligrosa e incontrolable de la humanidad. Las ratas con su rapidez reproductora y los perjuicios que causan si fueran la mitad de inteligentes que el ser humano podrían evitar todas las trampas y venenos.

¿Se habían escapado en realidad esos monos de un laboratorio, estaban sueltos en el mundo y eludían su captura con inteligencia? Si era así ¿como habían llegado a ser tan inteligentes?' ¿Que querían? ¿Cual era su finalidad? ¿Por que nadie los perseguía, los capturaba y los devolvía a las jaulas de las que nunca debieron salir?

¿O eran un instrumento de Wyvern? Como los perros policía amaestrados de los polis. O como la marina utiliza a los delfines para buscar submarinos enemigos, y en tiempo de guerra -se decía- para depositar cargas explosivas magnéticas en el casco de los barcos enemigos.

Se me ocurrieron un millar de preguntas. Todas ellas fantásticas.

La ramificación de esos monos de elevada inteligencia podría aniquilar la Tierra. Las posibles consecuencias para la civilización humana eran especialmente alarmantes considerando la maldad de esos animales y su innata hostilidad.

La predicción de Angela del fin del mundo ya no era tan improbable ni menos pesimista de lo que sería mi valoración de la situación cuando -si sucedía- conociera todos los hechos. Lo cierto es que a Angela le había llegado el fin del mundo.

Intuía además, que los monos no eran toda la historia. Eran solo un capitulo. Había otras sorpresas que estaban esperando ser descubiertas.

Si se las comparaba con el proyecto de Wyvern las consecuencias del mito de la caja de Pandora de la que habían sido liberados todos los males de la humanidad -guerras, peste, enfermedades, hambruna, inundaciones-, solo serían una colección de insignificantes molestias.

En mi precipitación por llegar a la dársena pedaleaba demasiado de prisa y Orson no podía seguirme. Corría hasta la asfixia, meneaba las orejas, resollaba pero se quedaba atrás.

Lo cierto es que forzaba la bici al máximo no porque tuviera prisa de llegar a la dársena, sino porque inconscientemente, deseaba escapar de la oleada de terror que se precipitaba hacia nosotros. No había escape, sin embargo, y no importaba la furia con que pedalease; solo podía dejar atrás a mi perro.

Recordé las palabras finales de mi padre y pedaleé suavemente hasta que Orson pudo correr a mi lado sin realizar ningún esfuerzo heroico.

No hay que dejar atrás a los amigos. Los amigos son todo lo que poseemos en esta vida, y son lo único de este mundo que podemos volver a encontrar en el siguiente.

Además, la mejor manera de habérselas con un mar de problemas es coger la ola en el punto cero y remontarla deslizarse por la cara correcta de la catedral, quedar totalmente encerrado en la verde habitación, dibujar el túnel con la tabla, aullando, sin demostrar miedo. Esto no solo es magnifico es clásico.

22

Con un sonido suave y tierno, como carne sobre carne en un lecho nupcial, las olas bajas se deslizaban entre los pilotes y golpeaban sonoramente el rompeolas. El aire húmedo brindaba una tenue y agradable mezcla de aromas de salmuera, plancton, creosota, hierro oxidado y otras fragancias que no podía identificar totalmente.

La dársena, encajada en el protegido extremo nordeste de la bahía, da cobijo a más de trescientas embarcaciones, de las cuales sólo seis son residencia permanente de sus propietarios. Aunque la vida social en Moonlight Bay no se centra alrededor de los paseos en barco, hay una larga lista de espera por conseguir el primer amarre que quede libre.

Hice rodar la bici hacia el extremo oeste del embarcadero principal, que discurre paralelo a la orilla. Las cubiertas se apartaban y golpeaban suavemente el punto de humedad, tablas oscilantes. Sólo una de las embarcaciones de la dársena tenía luces en sus ventanas a esas horas. Las débiles farolas del muelle me mostraron el camino a través de la niebla.

Como la flota pesquera está amarrada más allá del promontorio norte de la bahía, la dársena más resguardada se reserva a las embarcaciones de placer. Hay balandros, queches, desde el menor hasta el mayor -aunque más de los primeros que de los últimos- yates a motor, la mayor parte de un tamaño y un precio asequibles, algunos Boston Whalers y hasta dos casas flotantes. La embarcación a vela amarrada más grande es la Sunset Dancer, un cúter Windship de dieciocho pies. Entre las embarcaciones a motor, la mayor es el Nostramo, un crucero costero Bluewater de quince metros, y yo me dirigía a esta última embarcación.

En el extremo oeste del muelle, tuve que hacer un giro de noventa grados sobre un muelle subsidiario con dos plataformas de embarque y desembarque a ambos lados. El Nostromo estaba en el último amarre, a la derecha.

«He tenido un encuentro con la noche.»

Era el código que Sasha había utilizado para identificar al hombre que había ido a la emisora de radio a buscarme, que no quiso que su nombre se dijera por teléfono y que no había querido ir casa de Bobby a hablar conmigo. Un verso del poema de Robert Frost, que a cualquier escucha furtivo le hubiera resultado difícil reconocer, y que entendí que se refería a Roosevelt Frost, el propietario del Nostromo.

Cuando apoyé la bicicleta contra la baranda del malecón próximo a la pasarela de la plataforma de embarque, la acción de la marea hacía oscilar a las embarcaciones en los amarres. Crujían y gemían como viejos artríticos murmurando débiles quejidos durante el sueño.

Nunca me había preocupado de atar la bicicleta con la cadena cuando la dejaba sin vigilancia, porque hasta esa noche Moonlight Bay había sido un refugio contra el crimen que infecta el mundo moderno. Después de aquel fin de semana, nuestra pintoresca ciudad podría superar al país en asesinatos, mutilaciones y palizas a los curas per cápita, aunque probablemente no tengamos que preocuparnos de un dramático incremento de robos de bicicletas.

La pasarela de la plataforma estaba seca porque la marea no había subido todavía, pero resbalaba debido a la condensación. Orson bajó con tantas precauciones como yo.

Habíamos recorrido dos tercios del camino cuando una voz queda, apenas un ronco murmullo, que parecía haberse originado por arte de magia en la niebla que discurría sobre mi cabeza, preguntó:

– ¿Quien va?

La sorpresa estuvo a punto de hacerme caer, pero conseguí mantener el equilibrio agarrándome a la pringosa barandilla de la pasarela.

El Bluewater 563 es un crucero elegante, blanco, de perfil bajo, de dos cubiertas con una cabina de timonel más elevada cerrada por una cubierta rígida y paredes de lona. La única luz que había a bordo procedía del otro lado de las ventanas con cortinas del camarote de popa y de la cabina principal en medio de la nave, en la cubierta más baja. La cubierta superior abierta y la cabina del timonel estaban a oscuras y envueltas en niebla y no logré ver quien había hablado.

– ¿Quien va? -murmuró el hombre otra vez, no en voz alta pero con un tono de rudeza.

Reconocí a Roosevelt Frost.

– Soy yo, Chris Snow -murmuré.

– Protégete los ojos, hijo.

Hice visera con la mano y me incliné cuando un rayo de luz resplandeció y me inmovilizo en la pasarela. Se apagó casi al instante.

– ¿Viene tu perro contigo? -pregunto Roosevelt, también con un murmullo.

– Si, señor.

– ¿Y nadie más?

– ¿Como?

– ¿Nadie viene contigo, nadie mas?

– No, señor.

– Entonces, sube a bordo.

Ya podía verle porque se había aproximado a la barandilla de la cubierta abierta superior, a popa de la cabina de mandos. Sin embargo, a pesar de la corta distancia que nos separaba todavía no podía identificarlo, porque lo protegía la niebla espesa, la noche y la oscuridad.

Ordene a Orson que me precediera y salté a bordo por la abertura en la barandilla de babor, luego ascendimos rápidamente los escalones hasta la cubierta superior.

Cuando estuvimos arriba, observé que Roosevelt Frost empuñaba un arma. Muy pronto la National Rifle Association iba a trasladar su cuartel general a Moonlight Bay. No me apuntaba con el arma, pero hubiera asegurado que me cubría con ella hasta poder identificarme con el haz de luz de la linterna.

El aspecto de Frost era formidable. Uno noventa y dos de altura, el cuello como un pilote del muelle, las espaldas tan anchas como una vela de estay extendida, pecho corpulento, con dos palmos mas que el diámetro de un timón corriente. Era el tipo que el capitán Ahab hubiera escogido para darle una lección a Moby Dick. Durante los años sesenta y principios de los setenta fue una estrella del fútbol, los comentaristas deportivos solían llamarlo El Machomartillo. A los sesenta y tres años era un hombre de negocios de éxito, propietario de una tienda de ropa masculina, acciones en el Moonlight Bay Inn y en el Country Club y capaz de pulverizar a cualquiera de esos mutantes genéticos o monstruos accionados con esteroides que ocupan puestos clave en los equipos contemporáneos.

– Hola, chico -murmuro.

Orson se esponjo con satisfacción.

– Sujeta esto hijo -musito Frost, entregándome el arma.

Llevaba colgados alrededor del cuello unos prismáticos de alta resolución. Se los llevo a los ojos y, desde su situación aventajada, observó las embarcaciones de los alrededores y el muelle por el cual acababa de acercarme al Nostramo.

– ¿Puede ver algo? -pregunte.

– Son prismáticos de visión nocturna. Amplían la luz dieciocho mil veces.

– Pero la niebla.

Presionó un botón en los cristales y zumbó un mecanismo en su interior.

– También tienen un dispositivo de infrarrojos que solo muestra las fuentes de calor.

– Habrá muchas fuentes de calor alrededor del muelle.

– No con los motores de las embarcaciones apagados. Además, sólo me interesan las fuentes de calor en movimiento.

– Gente.

– Quizá.

– ¿Quien?

– Quienquiera que te haya seguido. Ahora silencio hijo.

Me callé Mientras Roosevelt registraba a conciencia el muelle, pasé el siguiente minuto preguntándome si el antiguo futbolista y hombre de negocios de la localidad no era tan pacifico como aparentaba.

No me sorprendí. Desde la puesta de sol las personas con las que me había encontrado me habían revelado aspectos de su vida que yo ignoraba hasta entonces. Hasta Bobby tenía secretos: el arma en el armario de las escobas, el grupo de monos. Cuando recordé el convencimiento de Pia Klick de ser la reencarnación de Kaha Huna, que Bobby había guardado para si, comprendí mejor su amargura, las agrias respuestas a cualquier punto de vista que para él tuviera un gustillo New Age, incluidos los inocentes comentarios sobre mi extraño perro. Al menos, Orson había mantenido su carácter durante la noche aunque, considerando como iban las cosas, no me hubiera sorprendido si de pronto descubría que tenía la habilidad de mantenerse sobre las patas posteriores y arrancaba a bailar con hipnotizadora teatralidad.

– Nadie te ha seguido -dijo Roosevelt bajando los prismáticos y cogiendo el arma-. Vamos, hijo.

Le seguí por la cubierta de popa hasta una compuerta abierta a estribor.

Roosevelt se detuvo y miró atrás, por encima de mi cabeza, hacia la barandilla donde Orson permanecía en silencio.

– Aquí. Deprisa, muchacho.

El tonto se rezagó no porque observara algún movimiento en el muelle. Como era habitual, sentía curiosidad y cierta desconfianza hacia Roosevelt.

La afición de nuestro anfitrión era la «comunicación animal», la quintaesencia de un concepto New Age que había sido el alimento de la mayoría de las charlas televisivas de día, aunque Roosevelt no hablaba mucho de su talento y solo lo empleaba a petición de amigos y vecinos. La mera mención de comunicación con animales hacia que Bobby echara espuma por la boca aun antes de que Pia hubiera decidido que era la diosa del oleaje en busca de su Kahuna. Roosevelt aseguraba que era capaz de distinguir las ansiedades y los deseos de las mascotas con problemas que le llevaban. No cobraba por sus servicios, aunque su desinterés por el dinero no convencía a Bobby: «Demonios, Snow, nunca he dicho que sea un charlatán intentando conseguir un dólar. Tiene buenas intenciones. Sólo que se ha dado de cabeza contra el poste de la portería más de lo que aconseja la prudencia».

Según Roosevelt, el único animal con el que nunca había sido capaz de comunicarse era mi perro. Consideraba a Orson un reto y nunca perdía la oportunidad de intentar charlar con él.

– Ven aquí, muchacho.

Orson, con aparente pereza, aceptó finalmente la invitación. Las pezuñas chasquearon en cubierta.

Roosevelt Frost, sosteniendo el arma, pasó por la escotilla abierta y bajó un tramo de escalones de fibra de vidrio iluminados solamente con un globo de tenue brillo al fondo. Agachó la cabeza, encorvó las anchas espaldas, alargó los brazos a ambos lados del cuerpo para hacerse más delgado, pero a pesar de todo parecía que iba a quedarse encajado en el estrecho tramo.

Orson vaciló, metió el rabo entre las patas, pero finalmente bajó detrás de Roosevelt y yo fui el ultimo en hacerlo. Los escalones llevaban a una cubierta de popa estilo porche que sobresalía del puente.

Orson era reacio a meterse en el camarote, que parecía un lugar acogedor y agradable a la suave luz de una lámpara de una mesilla de noche. Sin embargo, una vez que Roosevelt y yo entramos, Orson se sacudió vigorosamente la humedad de la niebla de su capa de pelo, rociando con ella toda la cubierta, y luego entró. Pensé que había sido todo un detalle por su parte, para no salpicarnos.

En cuanto Orson estuvo dentro, Roosevelt cerró la puerta. Comprobó que estuviera bien cerrada. Y luego volvió a comprobarlo.

Más allá del camarote de popa, la cubierta principal albergaba una galería con armarios de caoba descolorida y un suelo de chapas de falsa caoba, la zona comedor y un salón en una planta del piso abierta y espaciosa. En atención a mí, estaba iluminada solamente por una luz baja en una vitrina de la sala llena de trofeos de fútbol y dos velas verdes en unos platillos en la mesa del comedor.

En el ambiente se respiraba un aroma de café recién hecho y cuando Roosevelt me ofreció una taza, la acepté.

– Me he enterado de lo de tu padre, lo siento -dijo.

– Bueno, al menos ya ha pasado todo.

– ¿Es cierto? -pregunto alzando las cejas.

– Quiero decir, para él.

– Pero no para ti. No después de lo que has visto.

– ¿Cómo sabe lo que he visto?

– Se dice por ahí -repuso misteriosamente.

– ¿Qué?

Alzó una mano como un tapacubos.

– Hablaremos de ello dentro de un momento. Por esto te he pedido que vengas. Pero aún estoy pensando qué es lo que he de decirte. Déjame que lo haga a mi manera, hijo.

Una vez hubo servido el café, el hombre se sacó la cazadora con capucha de nailon, la colgó en el respaldo de una de las sillas, de tamaño mayor que el habitual, y tomó asiento ante la mesa. Me indicó que me sentara en diagonal a él y empujó otra silla con el pie.

– Tú aquí -dijo, ofreciendo el tercer asiento a Orson. Orson, como siempre que lo visitábamos, fingió no entenderlo. Se sentó en el suelo frente a la nevera.

– Esto es inaceptable -le informó tranquilamente.

Orson bostezó.

Roosevelt empujó suavemente con el pie la silla que antes había apartado de la mesa.

– Sé buen chico.

Orson bostezó con más esmero que antes, exhibiendo su desinterés.

– Te aseguro, muchacho, que iría a buscarte, te levantaría y te pondría en esta silla -dijo Roosevelt-, lo cual sería embarazoso para tu dueño, al que le gustaría que fueras un huésped bien educado.

Sonreía y en su voz no había el menor tono de amenaza. Su rostro ancho parecía el de un Buda negro y sus ojos expresaban una bondadosa diversión.

– Sé bueno, cachorrillo -repitió.

Orson barrió el suelo con el rabo, se contrajo y dejó de moverlo. Nos lanzó una mirada cautelosa a Roosevelt y a mí e irguió la cabeza.

Yo me encogí de hombros.

Roosevelt, un poco confundido, le ofreció otra vez la silla con el pie.

Orson se levantó del suelo, pero no se acercó inmediatamente a la mesa.

Del bolsillo de la cazadora de nailon que colgaba en la silla, Roosevelt extrajo una galleta en forma de hueso. La sostuvo a la luz de las velas para que Orson pudiera verla con claridad. Entre el gran pulgar y el dedo índice, la galleta parecía casi tan fina como el eslabón de una pulserita, aunque de hecho era un buen bocado. Con la solemnidad digna de una ceremonia, Roosevelt la puso encima de la mesa frente al asiento que le estaba reservado al perro.

Con unos ojos llenos de deseo, Orson siguió la trayectoria de la galleta. Caminó hacia la mesa, pero se detuvo a poca distancia de ella. Se comportaba con desacostumbrada reserva.

Roosevelt extrajo una segunda galleta de la cazadora. La acercó a la luz de las velas, la giró como si fuera una joya exquisita que brillara ante la llama, y luego la dejó en la mesa junto a la primera.

Aunque gimió con deseo, Orson no se acercó a la silla. Agachó un poco la cabeza y a continuación miró a nuestro anfitrión por debajo de las cejas. Era el único hombre al que a veces Orson no quería mirar a los ojos.

Roosevelt cogió la tercera galleta del bolsillo de la cazadora. La sostuvo debajo de su nariz ancha y tantas veces rota, aspiró profundamente, con generosidad, como si saboreara el incomparable aroma de la golosina en forma de hueso.

Orson irguió la cabeza y también olisqueó.

Roosevelt sonrió con disimulo, dirigió un guiño al perro y luego se metió la galleta en la boca. La masticó con gran deleite, la remojó con un sorbo de café y dejó escapar un suspiro de placer.

Me quedé impresionado. Nunca se lo había visto hacer antes.

– ¿Qué sabor tiene?

– No esta mal. Sabe a trigo triturado ¿Quieres una?

– No, señor No, gracias -repuse, me conformaba con el café.

Orson tenía las orejas erguidas, Roosevelt acaparaba toda su atención. Si el imponente gigante negro y de voz amable disfrutaba de verdad con las galletas, debía de haber más para cualquier can que se esforzara por conseguirlas.

De la cazadora que colgaba del respaldo de la silla, Roosevelt sacó otra galleta. La sostuvo debajo de la nariz y aspiró de tal manera que estuve a punto de quedarme sin oxígeno. Cerró los párpados con sensualidad. Le recorrió un estremecimiento de pretendido placer, que se dilató casi en un desmayo: parecía que iba a caer en un frenesí devorador de galletas.

La ansiedad de Orson era palpable. De un salto se acercó a la silla donde Roosevelt le esperaba, se sentó sobre sus cuartos traseros y estiró el cuello hasta que el hocico estuvo sólo a dos pulgadas de la nariz de Roosevelt. Juntos olisquearon la comprometida galleta.

En lugar de metérsela en la boca, Roosevelt la colocó cuidadosamente en la mesa junto a las otras dos que estaban alineadas frente al asiento de Orson.

– Buen chico.

Yo no creía demasiado en la supuesta habilidad de Roosevelt Frost para comunicarse con los animales, pero en mi opinión, era sin discusión un psicólogo de perros de primera categoría.

Orson olisqueó las galletas de la mesa.

– Ah, ah, ah -le advirtió Roosevelt.

El perro miró a su anfitrión.

– No debes comértelas hasta que yo te lo diga -dijo Roosevelt.

El perro se relamía.

– Veras, muchacho, si te las comes sin mi permiso, nunca, nunca, nunca mas habrá galletas para ti.

Orson emitió un gemidito plañidero. -Esta es mi intención -dijo Roosevelt con voz suave pero firme.

No puedo obligarte a hablar conmigo si tú no quieres. En cambio puedo insistir en que te comportes con un mínimo de educación a bordo de mi barco. No puedes venir aquí y devorar groseramente los canapés como si fueras una bestia salvaje.

Orson miraba fijamente a los ojos a Roosevelt, al parecer calibraba sus obligaciones en el papel de no devorador grosero.

Roosevelt ni siquiera parpadeo.

Cuando se convenció de que no se trataba de una amenaza vacía de contenido, el perro dirigió su atención a las tres galletas. Las contempló con tal desesperado anhelo, que pensé que después de todo yo también podría coger una de esas condenadas cosas.

– Buen chico -dijo Roosevelt.

Cogió de la mesa un mando de control remoto y pulsó uno de los botones, aunque la punta de su dedo era lo bastante ancha para presionar al menos tres botones a la vez. Detrás de Orson, se abrieron unas puertas con bastidor a motor, escondidas en la mitad superior de una caja empotrada, y aparecieron dos estantes llenos de aparatos electrónicos que brillaban con una luz que emitía diodos.

Al parecer a Orson todo aquello le intereso bastante y giró la cabeza un momento antes de centrarse de nuevo en el culto a las galletas prohibidas.

Un gran monitor de vídeo se puso en marcha en la caja. La pantalla cuarteada mostraba el panorama sombrío del muelle cubierto por la niebla y de la bahía, desde los cuatro costados del Nostromo.

– ¿Qué es eso? -pregunté.

– Seguridad -Roosevelt cerró el control remoto- Los detectores de movimiento y los sensores infrarrojos captarán a cualquiera que se acerque al barco y nos alertarán. Luego una lente telescópica automática aísla y aproxima al intruso antes de que llegue aquí. Así sabremos con quién nos vamos a enfrentar.

– ¿Es que vamos a enfrentarnos con alguien?

El hombre montaña se tomó dos sorbos de café lentamente y con afectación antes de responder.

– Ya debes de saber bastantes cosas.

– ¿Qué quiere decir? ¿Quién es usted?

– No soy nadie, sólo soy yo -repuso- Sólo el viejo Rosie Frost. Si estás pensando que quizá soy uno de los que están detrás de todo esto, te equivocas.

– ¿A quién se refiere? ¿Detrás de qué?

– Con un poco de suerte, quizás aún no estén enterados de que los conozco -contestó mientras examinaba las cuatro vistas de las cuatro cámaras de seguridad en el monitor del vídeo.

– ¿Quien? ¿Los de Wyvern?

Se volvió para mirarme de nuevo.

– Ya no están en Wyvern. Ahora son gente de la ciudad. No sé cuantos son. Un par de cientos, quinientos quizá, probablemente no más, al menos todavía. Indudablemente se va extendiendo gradualmente a los demás y más allá de Moonlight Bay.

– ¿Intenta ser impenetrable? -pregunté con frustración.

– Todo lo que pueda, si.

Se levantó, fue a buscar la cafetera, y sin ningún otro comentario volvió a llenar las tazas. Era evidente que quería hacerme esperar dándome una información en porciones, del mismo modo que el pobre Orson se veía obligado a esperar pacientemente su bocado.

El perro lamió la superficie de la mesa alrededor de las tres galletas, pero su lengua ni siquiera rozo las golosinas.

– Si no esta relacionado con esa gente, ¿como sabe tanto de ellos? -inquirí cuando volvió a su silla.

– No sé mucho.

– Al parecer mucho más que yo.

– Sólo se lo que los animales me cuentan.

– ¿Qué animales?

– Bueno, tu perro no, desde luego.

Orson alzó la vista de las galletas.

– Es una esfinge -comento Roosevelt.

No había sido consciente de hacerlo, pero en algún momento, poco después de la caída del sol, debí atravesar un espejo mágico.

– Y… Dejando a un lado a mi flemático perro, ¿qué le han contado esos animales? -pregunté, decidido a interpretar el papel de lunático en ese nuevo mundo.

– No debes enterarte de todo. Sólo de lo justo para que comprendas que será mejor que olvides lo que has visto en el garaje del hospital y en la funeraria.

Me enderece en la silla, como si de repente se me erizara todo el cuero cabelludo.

– Es uno de ellos.

– No. Tranquilízate, hijo. Conmigo estás a salvo ¿Cuánto tiempo hace que somos amigos? Hace más de dos años que viniste aquí por primera vez con tu perro. Y creo que sabes que puedes confiar en mí.

Sólo me convenció a medias, ya no estaba tan seguro de mi buen criterio como lo estaba antes.

– Si no olvidas lo que has visto -siguió-, si intentas comunicarte con las autoridades de fuera de la ciudad, arriesgarás la vida.

– Acaba de decirme que confíe en usted y ahora me esta amenazando -proteste con el corazón en un puño. Mis palabras parecieron herirle.

– Soy tu amigo, hijo. No te he amenazado. Solo te estoy diciendo…

– Sí. Lo que dicen los animales.

– Son los de Wyvern quienes desean taparlo a toda costa, no yo. De todas formas, tu persona no estaría realmente en peligro aunque intentaras ir a las máximas autoridades, al menos no al principio. No quieren tocarte. Te veneran.

Era una de las cosas más desconcertantes que había oído nunca y parpadeé confundido.

– ¿Me veneran?

– Sí. Les infundes respeto.

Me di cuenta de que Orson me estaba mirando fijamente y que se había olvidado por el momento de las tres galletas prometidas.

La afirmación de Roosevelt no sólo era desconcertante: era completamente absurda.

– ¿Y por qué nadie ha de venerarme? -pregunté.

– Por lo que eres.

La cabeza me empezó a dar vueltas, y a bailar y a brincar como una gaviota loca.

– ¿Y quién soy?

Roosevelt frunció el ceño y se pellizcó la cara pensativamente con una mano.

– Diablos si lo sé. Sólo repito lo que me han dicho.

«Lo que los animales te han dicho. El doctor Doolittle negro.»

Algo del desdén de Bobby se deslizó en mi interior.

– El caso es -dijo-, que los de Wyvern no te matarán a menos que no les dejes otra alternativa, a menos que sea la única manera de hacerte callar.

– Cuando habló con Sasha, le dijo que era un asunto de vida o muerte.

Roosevelt asintió con expresión solemne.

– Y lo es. Para ella y los demás. Por lo que he oído, esos hijos de puta intentarán controlarte asesinando a las personas que amas hasta que desistas, hasta que olvides lo que has visto y te ocupes solo de tu vida.

– ¿Personas que amo?

– Sasha. Bobby. Hasta Orson.

– ¿Matarían a mis amigos para hacerme callar?

– En efecto. Uno a uno, los matarán uno a uno hasta que te calles para salvar a los que queden.

Estaba dispuesto a arriesgar mi vida para descubrir lo que les había sucedido a mis padres -y por qué- pero no podía poner en peligro la vida de mis amigos.

– Monstruoso. Matar a inocentes…

– Pues con esto es con lo que te estás enfrentando.

Sentí que me iba a estallar el cráneo.

– ¿Y con quién he de habérmelas? Necesito saber algo más concreto.

Roosevelt dio un sorbo a su café y no contestó.

Quizá era mi amigo, quizá su advertencia, si la tenía en cuenta, salvaría las vidas de Sasha o de Bobby, pero yo tenía ganas de atizarle. Podía haberlo hecho, podía haberle machacado con una despiadada serie de porrazos si al hacerlo hubiera tenido alguna oportunidad de no romperme las manos.

Orson había apoyado una pata encima de la mesa, no con la intención de arrastrar las galletas hasta el suelo y fugarse con ellas, sino para mantenerse en equilibrio mientras se inclinaba hacia un lado de la silla y miraba por encima de mi hombro. Algo en el salón, más allá de la galería y de la zona comedor, le había llamado la atención.

Cuando me volví en mi silla para seguir la mirada de Orson, vi a un gato sentado en el brazo del sofá, iluminado desde atrás por la luz de la vitrina llena de trofeos de fútbol. Era un gato de color gris claro. En las sombras que le enmascaraban la cara, sus ojos verdes brillaban con puntitos dorados.

Podía ser el mismo gato que, horas antes, había encontrado en las colinas detrás de la funeraria de Kirk.

23

Como una escultura egipcia en el sepulcro de un faraón, el inmóvil gato parecía dispuesto a pasar la eternidad en el brazo del sofá.

Sólo era un gato, pero yo me sentía incómodo dándole la espalda al animal. Me trasladé a la silla situada frente a Roosevelt Frost, desde la que podía dominar, a mi derecha, todo el salón y el sofá en su extremo.

– ¿Desde cuándo tiene un gato? -pregunté.

– No es mío. Está de visita.

– Creo que lo he visto antes.

– Sí.

– ¿Y él se lo ha contado todo, eh? -dije con cierto tono burlón.

Mungojerrie y yo hemos hablado, sí -confirmó Roosevelt.

– ¿Quién?

Roosevelt hizo un gesto hacia el gato en el sofá.

Mungojerrie -deletreó el nombre.

Un nombre exótico y curiosamente familiar. Como soy hijo de mi padre en algo más que en la sangre y en el nombre, sólo requerí un momento para reconocer la fuente.

– Es uno de los gatos de Old Possum’s Book of Practical Cats, de T. S. Eliot.

– La mayor parte de los nombres de esos gatos proceden del libro de Eliot.

– ¿Esos gatos?

– Los nuevos gatos como Mungojerrie.

– ¿Nuevos gatos? -pregunté, esforzándome por seguirle.

– Prefieren esos nombres. No podría decirte por qué o cómo los han obtenido. Conozco a un tal Rum Tum Tugger, a un Rumpelteazer, Coricopat y Growltiger -contestó Roosevelt, en lugar de explicarme lo que había querido decir.

– ¿Prefieren? Lo dice como si ellos eligieran sus nombres.

– Más o menos -repuso Roosevelt.

– Todo esto es extraordinario -comenté, meneando la cabeza.

– Después de todos estos años de comunicación con los animales, a veces también lo considero extraordinario.

– Bobby Halloway cree que recibió demasiados golpes en la cabeza.

Roosevelt sonrió.

– No es el único. Aunque yo fui jugador de fútbol, ya sabes, y no boxeador ¿Y tu qué piensas, Chris? ¿Tengo medio cerebro de gelatina?

– No, señor -admití- Es usted la persona más perspicaz que he conocido.

– Por otro lado, la inteligencia y la poca coherencia no se excluyen mutuamente ¿Verdad?

– He conocido a demasiados académicos colegas de mis padres para discutírselo.

En la sala, Mungojerrie seguía observándonos, desde su silla, Orson no perdía de vista al gato, no con el típico antagonismo canino sino con considerable interés.

– ¿Te he contado alguna vez como me metí en esto de la comunicación con los animales? -quiso saber Roosevelt.

– No señor. Y yo nunca se lo he preguntado -señalar tal excentricidad me habría parecido tan descortés como mencionar un defecto físico, así es que siempre había fingido aceptar este aspecto de Roosevelt como si fuera algo natural.

– Bien -dijo-, hace unos nueve años tenía aquel perro tan grande, Sloopy, negro y tostado, sería la mitad de Orson. De raza indefinida, pero era especial.

Orson había desviado su atención del gato a Roosevelt.

Sloopy tenía un carácter extraordinario. Era juguetón y de buen temperamento, no había nada malo en él. De pronto su carácter cambió. Se volvió introvertido, nervioso, hasta deprimido. Tenía ya diez años, no era un cachorro, así que lo llevé a hacerle una revisión y temí que iba a oír el peor de los diagnósticos. Sin embargo, el examen no reveló que padeciera ninguna enfermedad. Sloopy tenía un poco de artritis, algo que conoce muy bien un añoso ex defensa con rodillas de futbolista, aunque no la suficiente para inhibirle, y esto fue lo único que le encontraron. Y, sin embargo, semana tras semana se iba retrayendo.

Mungojerrie se había movido. Salto del brazo del sofá al respaldo y se aproximaba sigilosamente.

– Un día -continuó Roosevelt-, leí uno de esos relatos de interés humano en el periódico acerca de esa mujer de Los Angeles que decía que se comunicaba con las mascotas. Se llamaba Gloria Chan. Participaba en charlas televisivas, aconsejaba a personas que tenían problemas con sus animales y había escrito un libro. El tono sabiondo del periodista presentaba a Gloria como la típica loca de Hollywood. Es probable que la encasillara. Ya sabes que cuando acabó mi carrera de futbolista, hice algunas películas. Conocí a muchas celebridades, actores, estrellas del rock, comediantes. También productores y directores. Algunos eran tipos encantadores pero, con franqueza, muchos de ellos y muchas de las personas que les rondaban eran unos locos de mierda a los que nunca te hubieras acercado a menos que llevaras un arma escondida.

Tras recorrer el sofá, el gato bajó al brazo más próximo. Se encogió, los músculos tensos, la cabeza gacha e inclinada hacia delante, las orejas aplastadas contra el cráneo, como si estuviera dispuesto a hacer una carrera para cruzar los dos metros de distancia entre el sofá y la mesa.

Orson permanecía en alerta, concentrado en Mungojerrie, en Roosevelt y en las galletas prohibidas.

– Yo tenía negocios en Los Angeles -dijo Roosevelt-, así que me llevé conmigo a Sloopy. Cogimos el barco y cruzamos la costa. Entonces no tenía el Nostromo. Navegaba en un chris-craft Roamer de sesenta pies, muy suave. Lo dejé anclado en Marina del Rey, alquilé un automóvil porque esos asuntos iban a llevarme dos días. Había conseguido el número de Gloria a través de unos amigos del negocio del cine y ella accedió a recibirme. Vivía en Palisades y allí me dirigí con Sloopy a última hora de la mañana.

El gato, en el brazo del sofá, permanecía inmóvil, dispuesto a saltar. Tenía los músculos más tensos que antes. Una pequeña pantera gris.

Orson estaba rígido, tan inmóvil como el gato. Emitió un sonido fino, agudo, de ansiedad, y luego se quedó en silencio.

– Gloria era una chino-americana de cuarta generación. Pequeña, parecía una muñeca. Y hermosa, hermosa de verdad. Rasgos delicados, ojos enormes. Algo parecido a lo que un Miguel Ángel chino hubiera tallado en un luminoso jade. Te esperabas oír una voz infantil, en cambio era como la de Lauren Bacall: una voz profunda de fumadora saliendo de aquella delicada mujer. A Sloopy le gusto al instante. Antes de darme cuenta, lo sentó en su regazo, cara a cara, le habló y lo acarició. Luego me dijo qué le pasaba.

Mungojerrie saltó del brazo del sofá y no fue al pequeño comedor sino al escritorio, y luego corrió desde el escritorio al asiento de la silla que yo había abandonado cuando me había cambiado de sitio para no perderlo de vista.

En ese instante Orson y yo sufrimos una crispación simultánea.

Mungojerrie se sentó con las patas traseras apoyadas en la silla, las delanteras en la mesa y se quedó mirando fijamente a mi perro.

Orson volvió a emitir ese sonido breve, fino y ansioso, y no apartó los ojos del gato.

Roosevelt, sin preocuparse del gato, siguió hablando.

– Gloria me dijo que Sloopy estaba deprimido principalmente porque yo ya no pasaba tanto tiempo con él. «Sales con Helen -dijo-, y Sloopy sabe que no gusta a Helen. Cree que vas a tener que elegir entre él y Helen, y sabe que la elegirás a ella.» Bueno, hijo, me quedé atónito al escuchar todo eso, porque era cierto que yo salía con una mujer llamada Helen aquí en Moonlight Bay, pero Gloria Chan no podía conocerla. Y yo estaba obsesionado con Helen, pasaba con ella la mayor parte de mi tiempo libre, y a ella no le gustaban los perros, lo que significaba que siempre dejaba solo a Sloopy. Yo creía que acabaría gustándole Sloopy, porque ni Hitler hubiera sido capaz de no sentir ternura por ese perrillo. Pero cuando esto salía a colación, Helen se volvía tan agria conmigo como cuando se le acercaba un perro, aunque yo esto todavía no lo sabía.

Mungojerrie, mirando fijamente a Orson, enseñó los dientes.

Orson se contrajo en la silla, como si temiera que el gato fuera a lanzarse hacia él.

– Luego Gloria me dijo otras cosas que preocupaban a Sloopy; una de ellas era la furgoneta Ford que había comprado. Su artritis no era grave. Pero el pobre perro no podía entrar y salir de la camioneta con tanta facilidad como lo hacía en el coche y temía romperse un hueso.

El gato, siempre inmóvil, emitió un silbido y siguió enseñando los dientes.

Orson retrocedió y se le escapó un sonido de ansiedad que mantuvo brevemente, como una ráfaga de vapor que sale silbando de una tetera.

Inconsciente de la escena felino-canina, Roosevelt siguió hablando.

– Gloria y yo cominos y pasamos toda la tarde charlando de su trabajo en la comunicación con los animales. Me confesó que no poseía un talento especial, que no se trataba de ningún dislate psíquico paranormal, sino de la sensibilidad hacia otras especies que todos poseemos pero que tenemos reprimida. Me dijo que todo el mundo puede hacerlo, que yo podía hacerlo si aprendía las técnicas y le dedicaba el tiempo suficiente, lo cual me pareció descabellado.

Mungojerrie volvió a silbar, esta vez con mayor ferocidad, y de nuevo Orson se echó hacia atrás. Luego observé que el gato sonreía o mostraba algo parecido a una sonrisa, como hacen los gatos.

Y más extraño aún, me pareció que la cara de Orson se transformaba en una amplia sonrisa, lo cual no requiere demasiada imaginación porque todos los perros pueden sonreír. Jadeó con felicidad, sonrió al gato sonriente, como si su enfrentamiento hubiera sido una broma divertida.

– Y yo te pregunto, hijo, ¿quién no hubiera deseado aprender todas esas cosas? -dijo Roosevelt.

– ¿De veras? -repliqué aturdido.

– Gloria me enseñó durante meses y meses. A veces era muy frustrante, pero finalmente conseguí ser tan bueno como ella. El primer gran obstáculo es creer que lo puedes hacer enseguida. Tienes que superar tus dudas, tu cinismo, todos tus conceptos preconcebidos acerca de lo que es posible y lo que no lo es. Lo más difícil de todo es dejar de preocuparte de parecer un loco, porque el temor a las humillaciones te limita. Mucha gente no lo puede superar y a mí me sorprendió que pudiera hacerlo.

Orson se desplazó hacia delante en su silla, se inclinó sobre la mesa y enseñó los dientes a Mungojerrie.

Los ojos del gato se abrieron con temor.

En silencio, pero amenazador, Orson hizo rechinar los dientes.

Sloopy murió tres años después. Dios, cómo lo sentí. Pero lo más hermoso y fascinante de aquellos tres años fue estar en armonía con él -dijo Roosevelt con su profunda voz llena de añoranza.

Orson, todavía enseñando los dientes, gruñó suavemente a Mungojerrie y el gato gimoteó. Orson volvió a gruñir, el gato lanzó un lastimero maullido del más genuino temor… y luego ambos rieron.

– ¿Qué demonios está pasando aquí? -pregunté.

Orson y Mungojerrie se mostraron perplejos ante el nervioso temblor en mi voz.

– Se están divirtiendo -explicó Roosevelt.

Yo le hice un guiño. A la luz de las velas, su rostro brillaba como teca oscurecida y barnizada.

– Han estado burlándose de sus estereotipos -comentó.

Me resultó difícil creer que le había oído bien. Considerando que debía de haber entendido mal sus palabras, iba a necesitar mangueras a presión y desagües de plomo para limpiarme las orejas.

– ¿Burlándose de sus estereotipos?

– Sí, eso es -meneó la cabeza en sentido afirmativo-. Claro que ellos no lo dirían en estos términos, pero eso es lo que están haciendo. Se supone que los perros y los gatos han de ser hostiles. Los tíos se están divirtiendo mofándose de estos prejuicios.

Roosevelt me sonrió tan estúpidamente como el perro y el gato. Sus labios eran de un rojo tan oscuro que prácticamente parecían negros, y sus dientes tan grandes y blancos como terrones de azúcar.

– Señor -le dije-, me retracto de lo que he dicho antes. Tras una cuidadosa reconsideración, he decidido que está completamente loco, pasado de rosca al máximo.

De nuevo meneó la cabeza y me sonrió. De pronto, como los oscuros rayos de una luna negra, su rostro cobró una expresión demencial.

– No tendrías ningún maldito problema si yo fuera blanco -y mientras alargaba la última palabra, dio un fuerte puñetazo en la mesa, de tal magnitud que las tazas de café temblaron en sus platos y a punto estuvieron de volcar.

Su acusación me dejo atónito. Jamás había oído que mis padres hablaran con desden de otras etnias o hicieran declaraciones racistas, crecí sin prejuicios. Además, si existía en este mundo el colmo de los parias, ese era yo. Yo era una minoría de minorías, la minoría de uno. La Lombriz Nocturna, como algunos bravucones me habían llamado cuando era pequeño, antes de conocer a Bobby y tener a alguno de mi lado. Yo no era albino y tenía pigmento en la piel, pero a los ojos de muchos era más raro que Bo Bo, el chico Cara de Perro. Para otros estaba sucio, contaminado como si mi vulnerabilidad genética a la luz ultravioleta pudiera contagiarse a los demás con un estornudo, y algunos me temían y despreciaban más que hubieran temido y despreciado al hombre sapo de tres ojos en una exhibición de feria de monstruos marinos, solo por que yo vivía en la puerta de al lado.

Roosevelt Frost se alzó ligeramente de su asiento, se inclinó hacia el otro lado de la mesa y alzó un puño mayor que un melón. Se dirigió a mí con una hostilidad que me dejo atónito, mareado.

– ¡Racista! ¡Eres un hipócrita hijo de puta racista!

– ¿C-Cuando me ha importado la raza? ¿Como podría importarme? -respondí con una voz apenas audible.

Me dio la sensación de que iba a alargarse hasta el otro extremo de la mesa, arrancarme de la silla y estrangularme hasta que la lengua me rozara los zapatos. Me enseñó los dientes y me lanzó un gruñido, como un perro, igual que un perro, sospechosamente como un perro.

– ¿Que diablos esta pasando aquí? -pregunte, aunque esta vez me dirigí al perro y al gato.

Roosevelt me lanzo otro gruñido y cuando me lo quedé mirando con la boca abierta y expresión estúpida, dijo.

– Vamos, hijo, si no puedes insultarme, al menos lánzame un gruñidito. Lánzame un gruñidito. Vamos, hijo, puedes hacerlo.

Orson y Mungojerrie me contemplaban expectantes.

Roosevelt emitió otro gruñido dándole una inflexión interrogadora al final, luego le devolví el gruñido. Gruño más fuerte que antes y yo también lo hice.

– Hostilidad Perro y gato. Blanco y negro. Acabamos de divertirnos un poco burlándonos de los estereotipos -dijo con una amplia sonrisa.

Cuando Roosevelt volvió a sentarse en su silla, mi aturdimiento empezó a dejar paso a una trémula sensación de milagro. Fui consciente de una sutil revelación que sacudiría mi vida para siempre, que me abriría unas dimensiones del mundo que ni siquiera podía imaginar, pero aunque me esforcé en agarrarla, esa lucidez permaneció esquiva hasta la exasperación, justo al otro lado del límite de mi búsqueda. Mire a Orson. Sus ojos líquidos, negros como la tinta.

Y a Mungojerrie.

El gato me mostró los dientes.

Orson también.

Un temor frío y desmayado me recorrió las venas, como hubiera expresado el bardo de Avon, [6] no porque creyera que el perro y el gato pudieran morderme, sino por lo que significaba la exhibición burlona de los dientes. No fue miedo lo que me hizo temblar, sino una deliciosa sensación helada de prodigio y vertiginosa excitación.

Aunque una actuación así no hubiera concordado con su carácter, me pregunte si Roosevelt habría puesto algo en el café. No brandy, sino algún alucinógeno. En ese momento yo tenía la cabeza mas clara y a la vez más confusa que nunca, como si estuviera en un estado alterado de conciencia.

El gato me silbo y yo silbe al gato.

Orson me gruño y yo le lance un gruñido.

En el instante más sorprendente de toda mi vida, sentados alrededor de la mesita del comedor, sonriéndonos hombres y animales, recordé esas pinturas encantadoras y vulgares muy populares hacia unos años: escenas de perros jugando al póquer. Solo uno de nosotros era un perro desde luego, y ninguno tenía naipes así que el cuadrito de mi recuerdo no podía aplicarse a la situación, y cuanto mas pensaba en ello mas próximo estaba a la revelación, a la epifanía, a la comprensión de todas las ramificaciones de lo que había sucedido en aquella mesa hacia unos minutos…

…y entonces el curso del tren de mis pensamientos sufrió un descarrilamiento debido a un ruido procedente del equipo electrónico de seguridad en la caja junto a la mesa.

Cuando Roosevelt y yo nos volvimos a mirar en la pantalla de video, las cuatro vistas de la pantalla se convirtieron en una. El sistema automático de aproximación se centró en el intruso bajo una tenebrosa luz aumentada por las lentes de visión nocturna.

El visitante estaba rodeado de niebla, a popa en el extremo del brazo del puerto, en el amarradero en el que estaba anclado el Nostromo. Parecía haber venido directamente del periodo Jurásico a nuestra época: poco mas de un metro de altura quizá, como un pterodáctilo, con un pico largo y feroz.

Tenía la cabeza tan llena de febriles especulaciones relacionadas con el perro y el gato -y a la vez estaba tan enervado por los otros acontecimientos de la noche- que confundía lo sobrenatural con lo corriente. El corazón se me desbocó. Sentí la boca acida y seca. Si el shock no me hubiera dejado petrificado, me hubiera puesto de pie como un rayo y hubiera derribado la silla. Transcurrieron cinco segundos y todavía hubiera podido hacer el ridículo, pero Roosevelt me salvo del papelón. Era por naturaleza más ponderado que yo o había vivido tanto tiempo con lo sobrenatural que era más rápido a la hora de diferenciar un espectro genuino de un falso espectro.

– Una garza -dijo- Dedicándose a la pesca nocturna.

Estaba tan familiarizado con las grandes garzas azules como con cualquier ave que medrara por Moonlight Bay. En cuanto Roosevelt nombró a nuestro visitante, lo reconocí inmediatamente.

«Cancela la llamada al señor Spielberg. No hay película», pensé.

En mi defensa, diría que con su elegante figura y su gracia innegable aquella garza poseía un aura de predador fiero y una fría mirada de reptil que la identificaba como un superviviente de la época de los dinosaurios.

El ave se había posado justo en el borde del embarcadero y observaba el agua intensamente. De repente se inclino, lanzó la cabeza hacia abajo como un dardo, el pico se clavó en la bahía, sacó un pequeño pescado y echo la cabeza hacia atrás exhibiendo la captura. Algunos mueren para que otros puedan vivir.

Considerando la precipitación con la que había atribuido unas cualidades inexplicables a aquella garza ordinaria, empecé a preguntarme si estaba atribuyendo más significado del que en realidad tenía al reciente episodio del perro y el gato. Lo cierto es que era lógico que dudase. La embestida de la ola de apariciones que se estaba formando se detuvo abruptamente sin romper y una marea de confusión churly-churly se me vino encima de nuevo.

– Desde que Gloria Chan me enseñó la comunicación entre las especies -dijo Roosevelt desviando mi atención de la pantalla-, lo cual significa ser un buen escucha de lo cósmico, mi vida se ha enriquecido inmensamente.

– Buen escucha de lo cósmico -repetí, preguntándome si Bobby sería capaz de ejecutar uno de sus encantadores estribillos con una frase tan cojonuda como esa. Es posible que sus experiencias con los monos le dejaran con un déficit permanente de escepticismo y sarcasmo. Yo esperaba que no fuera así. Aunque el cambio puede ser un principio fundamental del universo, algunas cosas parecen intemporales, entre ellas la insistencia de Bobby en una vida dedicada sólo a cosas tan elementales como la arena, el surf y el sol.

– Me he divertido mucho con todos los animales que han venido aquí durante años -decía Roosevelt, como si fuera un veterinario recordando su carrera dedicada a la medicina animal. Estiro la mano hasta Mungojerrie, le acarició la cabeza y le rascó detrás de las orejas. El gato se restregó en la gran mano del hombre y ronroneó- Pero estos nuevos gatos que he encontrado los últimos dos años… poseen mayores posibilidades de comunicación -se dirigió a Orson- Y estoy seguro de que tu eres casi tan interesante como los gatos.

Jadeando y con la lengua colgando, Orson puso una expresión de perfecta vacuidad perruna.

_ Oye, muchacho nunca me has engañado -le aseguro Roosevelt- Y después de tu jueguecito con el gato de hace un momento, ya puedes dejar de fingir.

Haciendo caso omiso de Mungojerrie, Orson se puso a mirar fijamente las tres galletas que había frente a el, en la mesa.

– Puedes fingir que eres un perro hambriento, puedes fingir que para ti no existe nada más importante que esos bocados, pero yo me doy cuenta.

Con la vista fija en las galletas Orson gimoteo con expresión anhelante.

– Fuiste tu quien trajo a Chris aquí por primera vez, muchacho, ¿por que viniste sino para hablar? -pregunto Roosevelt.

Una Nochebuena de hacia mas de dos años, un mes antes de la muerte de mi madre, Orson y yo habíamos estado dando nuestro paseo nocturno como era habitual. El solo tenía un año entonces. Era juguetón y vivaracho como todos los cachorros, pero no tanto. Cuando contaba un año, no siempre podía reprimir su curiosidad y no siempre se comportaba tan bien como lo hacía después. Estábamos mi perro y yo en la cancha de baloncesto contigua al instituto y yo me dedicaba a hacer lanzamientos. Le decía a Orson que Michael Jordán debería sentirse satisfecho de que yo hubiera nacido con XP y de que no pudiera competir bajo las luces, cuando el chucho, de pronto, se alejo corriendo. Lo llamé varias veces, pero el solo se detuvo un momento para mirarme y luego volvió a alejarse. Cuando me di cuenta de que no iba a volver, no tuve tiempo siquiera de guardar la pelota en la mochila que colgaba del manillar de la bicicleta. Pedaleé tras la fugitiva bola de pelo que me obligó a una salvaje persecución: pasó por calles y avenidas, atravesó el Quester Park, bajó al muelle y luego hasta los amarres y el Nostromo. Aunque raramente ladraba, aquella noche lo hizo con frenesí mientras saltaba del muelle directamente a cubierta más allá del amarre del crucero, y cuando yo me detuve en las húmedas tablas del desembarcadero, Roosevelt ya había salido de la embarcación y estaba acariciando y calmando al perro.

– Querías hablar -le dijo Roosevelt a Orson- Viniste aquí para hablar, pero sospecho que no confías en mi.

Orson bajó la cabeza y clavó la mirada en las galletas.

– Hace dos años sospechaste que quizá yo podía estar implicado con los de Wyvern y decidiste comportarte como un perrito hasta estar seguro.

Orson olisqueó las galletas, volvió a lamer la mesa a su alrededor, como si no fuera consciente de que le estaban hablando.

– Esos nuevos gatos proceden de Wyvern. Algunos son primera generación, los prófugos originales, y otros segundas generaciones que han nacido en libertad -dijo Roosevelt volviendo a centrar en mí su atención.

– ¿Animales de laboratorio? -inquirí.

– La primera generación si lo eran. Ellos y su prole son diferentes de los otros gatos. Diferentes en muchas cosas.

– Son más inteligentes -añadí recordando el comportamiento de los monos.

– Sabes más de lo que creía.

– Ha sido una noche muy activa ¿Hasta que punto son inteligentes?

– No sé cómo calibrarlo -repuso evasivo- Pero son más inteligentes y diferentes también.

– ¿Por qué? ¿Qué les hicieron?

– Lo ignoro -contesto.

– ¿Cómo consiguieron liberarse?

– Eso me pregunto yo también.

– ¿Por que no los han capturado?

– Me estás dando la paliza.

– No se ofenda, pero miente muy mal.

– Siempre me ha pasado -contestó Roosevelt sonriendo- Oye, hijo, yo tampoco lo se todo. Sólo lo que los animales me cuentan. Y a ti no te conviene saber demasiado. Cuanto más sepas, cuanto más quieras saber… ya tienes bastante con preocuparte de tu perro y tus amigos.

– Suena a amenaza -dije sin animosidad.

Cuando alzó sus inmensos hombros se creó una corriente de aire.

– Si piensas que he cooperado con ellos en Wyvern, entonces es una amenaza. Si crees que soy tu amigo, entonces es una advertencia.

Aunque deseaba creer a Roosevelt, compartía las dudas de Orson. Me resultaba difícil creer que ese hombre fuera capaz de una traición. Pero estaba en el lado fantástico del espejo mágico, y creía que el rostro verdadero era el rostro falso.

Nervioso por la cafeína, pero con deseos de ingerir más, acerqué la taza a la cafetera y la volví a llenar.

– Lo que puedo decirte -dijo Roosevelt- es que al parecer hay perros y gatos procedentes de Fort Wyvern.

Orson no es de Wyvern.

– ¿De dónde salió?

Apoyé la espalda en la nevera y sorbí un poco de café caliente. -Nos lo dio un colega de mi madre. Su perra había tenido cachorros y necesitaban encontrar casas para ellos.

– ¿Uno de los colegas de tu madre en la universidad?

– Sí. Un profesor de Ashdon.

Roosevelt se me quedó mirando en silencio mientras una terrible sombra de piedad le atravesaba la cara.

– ¿Que? -pregunté, la nota de temblor en mi voz no me gusto.

Abrió la boca para hablar, pero luego se lo pensó mejor y continuó en silencio. De repente fue como si quisiera evitar mis ojos. Él y Orson se concentraron en las malditas galletas.

Al gato no le interesaban las galletas. Me observaba.

Si un gato de oro puro y ojos de diamante, permaneciendo en silenciosa guardia durante milenios en la cámara sagrada de una pirámide bajo un mar de arena, hubiera recuperado la vida de repente ante mis ojos, no hubiera parecido más misterioso que ese gato con su mirada fija y antigua.

– ¿No creerás que Orson procede de Wyvern? ¿Por qué le iba a mentir a mi madre uno de sus colegas? -le pregunté a Roosevelt.

Sacudió la cabeza, como si no lo supiera, pero lo sabía muy bien.

Me desorientaba aquella fluctuación entre revelaciones y secretos. No comprendía su juego, no podía captar por qué se comportaba amigablemente y un instante después se negaba a hablar.

Bajo la jeroglífica mirada del gato gris, a la luz temblorosa de las velas, con el aire húmedo más denso por un misterio tan palpable como el incienso, dije:

– Lo que necesita para completar su actuación es una bola de cristal, unos pendientes de aro de plata, un pañuelo de gitano en la cabeza y acento rumano.

Mis palabras no le provocaron una explosión de indignación.

Volví a mi silla ante la mesa e intente utilizar lo poco que sabía para hacerle creer que sabía más de lo que en realidad conocía. A lo mejor se abría más si pensaba que algunos de sus secretos no eran tales.

– En los laboratorios de Wyvern no solo había gatos y perros. Había monos.

Roosevelt no replicó y siguió evitando mi mirada.

– ¿Sabe algo de los monos? -pregunté.

– No -repuso, pero apartó la mirada de las galletas y la dirigió al monitor de la cámara de seguridad.

– Creo que debido a los monos soltó amarras hace tres meses.

Se dio cuenta de que se había delatado al mirar hacia el monitor cuando yo mencione a los monos y volvió a centrar su atención en las galletas.

Solo había disponibles cien amarres en aguas de la bahía, en la dársena para embarcaciones menores, y casi eran tan apreciados como los del muelle, aunque existía el inconveniente de tener que trasladar arriba y abajo la embarcación amarrada. Roosevelt había subarrendado un espacio a Dieter Gessel, un pescador cuyo palangrero estaba amarrado en la punta norte con el resto de la flota de pesca, pero que tenía un trasto de bote en el amarre para el día que se retirara y comprara una embarcación de recreo. Se rumoreaba que Roosevelt estaba pagando cinco veces más de lo que le costaba el arriendo a Dieter.

Hasta entonces nunca me lo había cuestionado porque no era asunto mío.

– Todas las noches saca el Nostromo del amarre y duerme allí. Todas las noches sin falta, excepto esta noche, porque me estaba esperando. La gente cree que va a comprar otra embarcación, más pequeña y más rápida, una embarcación de recreo. Cuando empezó a salir todas las noches a dormir abajo, en la litera, la gente pensaba: «Bueno, está bien, el viejo Roosevelt es un poco excéntrico, habla con los animales, por qué no».

Siguió en silencio.

Él y Orson aparentaban una fascinación tal por aquellas tres galletas, que podía casi imaginármelos rompiendo la disciplina y agarrando las golosinas.

– Ahora ya sé por qué se va a dormir allí. Se imagina que está a salvo. Quizá porque los monos no nadan bien, o al menos no les divierte hacerlo.

– Muy bien, chico, aunque no quieras hablar conmigo, puedes coger tus bocaditos -dijo, como si no me hubiera oído.

Orson arriesgó un intercambio de miradas con su inquisidor, buscando una confirmación.

– Adelante -le urgió Roosevelt.

Orson me lanzó una mirada vacilante, como preguntándome si creía que el permiso de Roosevelt era un truco.

– Él es el anfitrión -dije.

El perro agarró la primera galleta y la masticó con expresión de felicidad.

Finalmente fui el centro de su atención y con esa irritante expresión de piedad en el rostro y en los ojos, Roosevelt dijo:

– Las personas que están detrás del proyecto de Wyvern… quizá tuvieran buenas intenciones al principio. Al menos algunas de ellas. Creo que podían haber obtenido algo bueno de su trabajo -alargó la mano hacia el gato, que se relajó bajo su caricia, pero no apartó de mí sus brillantes ojos- Aunque en todo este asunto existe un lado oscuro. Un lado muy oscuro. Según me han contado, los monos son sólo una manifestación de este lado.

– ¿Sólo uno?

Roosevelt clavó en mí su mirada durante un buen rato, en silencio, mientras Orson se comía la segunda galleta, cuando al fin dijo algo, lo hizo con una voz muy suave.

– En esos laboratorios había algo más que gatos, perros y monos.

Ignoraba lo que había querido decir.

– Sospecho que no se refiere a cerdos de Guinea o a ratones blancos.

Desvió la mirada y se concentro en algo que estaba más allá de la cabina de la embarcación.

– Habrá muchos cambios.

– Se dice que el cambio es bueno.

– Algunas veces.

Cuando Orson se hubo comido la tercera galleta, Roosevelt se levantó de la silla. Cogió al gato, lo apretó contra el pecho, lo acarició con suavidad, parecía considerar si yo necesitaba -o debía- saber más.

Cuando finalmente volvió a tomar la palabra, lo hizo otra vez con aquel tono misterioso.

– Estoy cansado, hijo. Debería estar en la cama hace horas. Pero quería avisarte que tus amigos estaban en peligro si seguías adelante.

– El gato le pidió que me avisara.

– Es cierto.

Me levanté y empecé a darme cuenta del movimiento de la embarcación. Durante un instante me dominó una sensación de vértigo y me agarré al respaldo de la silla para mantenerme en equilibrio.

Aquel síntoma físico se unió a la confusión mental y la noción de la realidad se fue haciendo cada vez más tenue. Me sentí como si estuviera corriendo por el borde superior de un remolino que iba a succionarme rápido, rápido, rápido, hasta hacerme atravesar el fondo del embudo -mi versión del tornado Dorothy- y me encontré no en Oz sino en Waimea Bay, Hawai, discutiendo solemnemente delicados asuntos de la reencarnación con Pia Klick.

– Y el gato, Mungojerrie… ¿no se relaciona entonces con los de Wyvern? -pregunté, aunque era perfectamente consciente de la extrema inconsistencia de la pregunta.

– Huyó de ellos.

Relamiéndose para asegurarse de que ninguna preciosa miga de las galletas se le quedaba adherida a los labios o en el pelo del hocico, Orson abandonó la silla del comedor y vino a mi lado.

– A primeras horas de la noche, me han descrito el proyecto de Wyvern en términos apocalípticos… como el fin del mundo -le expliqué a Roosevelt.

– Del mundo tal y como lo conocemos.

– ¿Lo cree así?

– Podría suceder, si. Pero quizá cuando todo esto suceda, los cambios serán para mejor y no para peor. El fin del mundo que conocemos no es necesariamente lo mismo que el fin del mundo.

– Como los dinosaurios después del impacto del cometa.

– Tengo mis momentos de duda -admitió.

– Si tiene tanto miedo como para soltar amarras y salir a dormir todas las noches, si cree realmente que lo que estaban haciendo en Wyvern era tan peligroso, ¿por que no se ha ido de Moonlight Bay?

– Consideré la posibilidad. Pero aquí tengo mis negocios. Mi vida está aquí. Además, no hubiera podido escapar. Solo comprar un poco de tiempo. Nadie esta a salvo.

– Es una perspectiva sombría.

– Es lo que creo.

– Y, sin embargo, no parece deprimido.

Con el gato en brazos, Roosevelt salió de la cabina principal y atravesó la sala de popa.

– Siempre he sido capaz de dominar los bandazos de la vida, hijo, sus vaivenes, siempre que fueran interesantes. He disfrutado de una vida plena y variada, y lo único que me espanta de verdad es el aburrimiento -salimos a cubierta de popa, en medio del abrazo viscoso de la niebla-. La vida puede resultar muy peligrosa aquí en la Joya de la Costa Central, pero vaya como vaya este asunto, te aseguro que no resultara aburrida.

Roosevelt tenía más en común con Bobby Halloway de lo que hubiera imaginado.

– Bien, señor, gracias por su advertencia. Eso creo -me senté en la brazola de escotilla y me deslice de la embarcación al muelle un par de pies más abajo, Orson lo hizo a mi lado.

La gran garza ya se había ido. La niebla se arremolino a mi alrededor, las aguas negras se rizaban bajo la embarcación y todo lo demás permanecía tan inmóvil como un sueño de muerte.

Solo había recorrido dos pasos hacia la pasarela cuando oí a Roosevelt.

– ¿Hijo?

Me detuve y me volví.

– La vida de tus amigos está realmente en peligro. Pero tu felicidad también esta en juego. Créeme, no quieras saber más de todo esto. Ya tienes bastantes problemas… el modo en que has de vivir.

– No tengo ningún problema -aseguré- Solo más ventajas y desventajas que otros.

Tenia la piel tan negra que podía haber sido un espejismo en la niebla, una jugarreta de las sombras. El gato que sostenía en sus brazos era invisible, solo se veían sus ojos, incorpóreos, misteriosos, brillantes órbitas flotantes en el aire.

– Otras ventajas… ¿realmente estas convencido? -pregunto.

– Si -conteste, aunque no estaba muy seguro de que me lo creía, de hecho podía ser verdad o me había pasado parte de la vida convenciéndome de que era cierto. Durante mucho tiempo la realidad es como tu quieres que sea.

– Te diré algo mas -dijo- Una cosa mas para que te convenzas de que debes abandonar y hacer tu vida.

Esperé.

– La razón por la que la mayoría de ellos no quiere hacerte daño, la razón por la que quieren controlarte asesinando a tus amigos, la razón por la cual la mayoría te venera es por lo que fue tu madre -añadió con expresión de pena en la voz.

El miedo, tan blanco y frío como un grillo de Jerusalén, ascendió por la parte inferior de mi espalda y por un momento los pulmones se me contrajeron tanto que no pude respirar. No sabía por qué pero la enigmática revelación de Roosevelt me afecto profundamente. Quizá porque comprendí más de lo que imaginaba. Quizá la verdad estaba esperando ser reconocida en los cañones del subconsciente… o en el abismo del corazón.

– ¿Que quiere decir? -pregunté cuando recobré el aliento.

– Si piensas en ello un momento -contesto-, si piensas de verdad quizá comprendas por qué no vas a ganar nada si sigues con tu idea y en cambio si tienes mucho que perder. El conocimiento de uno mismo nos trae la paz, hijo. Hace cientos de años no sabíamos nada de la estructura atómica o del ADN o de los agujeros negros y sin embargo, ¿somos mas felices ahora que estamos enterados?

Cuando dijo la ultima palabra la niebla llenó el espacio en cubierta donde el había estado. La puerta de una cabina se cerró suavemente, con un sonido mas fuerte se corrió un pestillo.

24

Alrededor del crujiente Nostromo, la niebla hervía en lento movimiento. Monstruosas criaturas parecían formarse más allá de la bruma, aparecían y luego se disolvían.

Inspirado por la revelación de Roosevelt Frost, cosas más temibles que monstruos en la niebla cobraron forma en la brumas de mi mente, pero no quise concentrarme en ellas para que fueran adquiriendo consistencia. Es posible que tuviera razón. Si me enteraba de todo lo que quería saber, después podría lamentar haberme enterado de la verdad.

Bobby dice que la verdad es dulce pero peligrosa. Y que las personas no podrían seguir viviendo si se enfrentaran con la fría verdad sobre si mismas.

En estos casos le digo que él nunca será un suicida.

Mientras Orson me precedía en la pasarela, consideré las opciones e intenté decidir qué hacer y a dónde ir. Había una sirena cantando y yo sólo podía oír su peligroso canto, y aunque tenía miedo de zozobrar contra las rocas de la verdad, su hipnótica melodía era irresistible.

Cuando llegué al final de la pasarela, le dije a mi perro.

– Bueno cuando quieras puedes empezar a explicarme todo esto, ya estoy listo para escuchar.

Aunque Orson hubiera podido responderme, no parecía encontrarse muy comunicativo.

La bicicleta seguía apoyada en el pilar de la dársena. La goma del manillar estaba fría, resbaladiza y húmeda debido a la condensación.

Los motores del Nostromo se pusieron en marcha a nuestras espaldas. Cuando me volví a mirar, vi las luces de navegación de la embarcación difusas y formando anillos en forma de halos en la niebla.

No vi a Roosevelt en la cabina de mandos, pero sabía que estaba allí. Solo quedaban unas horas de oscuridad, pero él sacó su embarcación aunque hubiera poca visibilidad.

Mientras hacía rodar la bicicleta por la dársena, entre embarcaciones que se movían suavemente, volví a mirar atrás un par de veces, a ver si descubría a Mungojerrie bajo la iluminación mortecina de las luces del muelle. Si nos seguía, era muy discreto. Sospeché que todavía se encontraba a bordo del Nostramo.

«… la razón por la cual la mayoría te venera es por lo que fue tu madre.»

Cuando giramos hacia la derecha, en el muelle principal, y nos dirigíamos a la entrada de la dársena, me molestó un olor fétido procedente del agua. Evidentemente la marea había arrastrado un calamar muerto o un rabihorcado, o un pez entre los pilotes. El cadáver podrido debió de quedarse atrapado entre la superficie del agua y una de las masas dentadas de las compuertas de cemento. El hedor era tan punzante que impregnaba el aire húmedo, y tan repulsivo como el caldo de la mesa del diablo. Contuve la respiración y mantuve la boca bien cerrada para defenderme del desagradable sabor que difundía la niebla.

El gruñido de los motores del Nostramo dejó de oírse cuando salió del embarcadero. Ahora el apagado y rítmico golpeteo procedente del agua no sonaba como un motor, sino como el horrible latido del corazón de un leviatán, como si un monstruo de las profundidades fuera a salir a la superficie para echar a pique todos los barcos, derribar el muelle y sumergirnos en una tumba de frías humedades.

Cuando habíamos recorrido la mitad del muelle principal, me volví a mirar y comprobé que no había rastro del gato.

– Diablos, esto empieza a oler a fin del mundo -le dije a Orson.

Hizo un gesto de alegría cuando dejamos atrás el hedor de muerte y nos dirigimos hacia el resplandor de unas lámparas montadas encima de unos pilares de teca maciza, ante el pilón de la entrada principal.

En medio de un resplandor casi líquido, junto a las oficinas del muelle, Lewis Stevenson, el jefe de policía, salió a la luz. Iba todavía de uniforme, como cuando lo había visto a primeras horas de la noche.

– Estoy de mal humor -dijo.

Apenas fue un instante, pero cuando emergió de las sombras, observé en él algo tan extraño que fue como si alguien me taladrara la espina vertebral con un sacacorchos helado. Fuera lo que fuera lo que vi -o creí ver- desapareció en un segundo, aunque me provocó temblor y una aguda turbación, y la extraordinaria percepción de estar en presencia de algo espantoso y maligno, sin embargo, fui incapaz de identificar la causa precisa de esta sensación.

El jefe Stevenson sostenía una pistola enorme en la mano derecha. No estaba en una sala de tiro, pero el hecho de llevar el arma en la mano no era fortuito. El orificio apuntaba a Orson, que estaba dos pasos por delante de mí, bajo el arco de la luz de la lámpara, mientras yo permanecía en las sombras.

– ¿Quieres saber que me pone de mal humor? -preguntó Stevenson deteniéndose a una distancia de diez pies.

– Se encuentra mal -aventuré.

– No estoy enfadado porque esté jodido.

El jefe no parecía el mismo. Su voz era familiar, el timbre y el acento no habían cambiado, pero había una nota de dureza en lo que antes era sosegada autoridad. Habitualmente su discurso fluía como un río, y te encontrabas flotando en él, tranquilo, calido y seguro, pero ahora la corriente era rápida y turbulenta, fría y tortuosa.

– No me encuentro bien -dijo- No me encuentro bien en absoluto. De hecho, me siento como una mierda y no voy a tener mucha paciencia con todo lo que me ponga peor ¿Me comprendes?

Orson se había quedado inmóvil, como de hierro fundido, y no apartaba los ojos del orificio de la pistola del jefe.

El muelle era un lugar desolado a aquellas horas. Las oficinas y la gasolinera cerraban a las seis en punto. Solamente cinco propietarios de embarcaciones, además de Roosevelt Frost vivían a bordo de sus barcos, e indudablemente ya estaban durmiendo. El embarcadero estaba tan solitario como las hileras de lapidas de granito de los amarraderos eternos del cementerio de St. Bernadette.

La niebla amortiguaba nuestras voces. Nadie iba a oír nuestra conversación.

– No puedo obtener lo que necesito, porque ni siquiera sé lo que necesito. ¿No es una putada? -Stevenson se dirigió a mí pero sin apartar su atención de Orson.

Tuve la sensación de que ese hombre se estaba partiendo, pero se mantenía peligrosamente unido. Había perdido su aspecto de nobleza. Su atractivo había desaparecido mientras la superficie de su rostro cobraba una nueva configuración, expresión a la vez de rabia y de gran ansiedad.

– ¿Has sentido alguna vez este vacío, Snow? ¿Has sentido alguna vez un horrible vacío, que has de llenar o morir en el empeño, pero no sabes donde esta el vacío o, en nombre de Dios, con que lo has de llenar?

Yo no lo entendí en absoluto, pero como pensé que no estaba en disposición de explicarse, le dirigí una mirada solemne y asentí con comprensión.

– Si, señor. Ya se lo que es eso.

Tenía la frente y las mejillas húmedas, pero no a causa del ambiente viscoso, brillaba con un sudor grasiento. Su rostro era de un blanco tan sobrenatural, que parecía que la bruma brotara de su interior e hirviera en el frío de su piel, como si fuera el padre de la niebla.

– Es peor por la noche -añadió.

– Si.

– Aparece en cualquier momento, pero es peor por la noche -torció el rostro con una mueca de disgusto-. ¿Que demonios de perro es?

Estiró el brazo con el que sostenía el arma y me pareció que su dedo se deslizaba en el gatillo.

Orson enseño los dientes pero ninguno de los dos se movió ni emitió un sonido.

_ Es una mezcla de Labrador. Es un buen perro, no le haría daño a un gato.

Aumentó su enfado sin una razón aparente.

_ Una mezcla de Labrador, ¿eh? Es el diablo. Nada es nada. Ni aquí. Ni ahora. Ni nunca más -dijo Stevenson.

Pensé sacar la Glock del bolsillo de la chaqueta. Sostenía la bici con la mano izquierda. Tenía libre la derecha y la pistola estaba en el bolsillo derecho.

Sin embargo, aunque Stevenson estuviera distraído, no dejaba de ser un poli y respondería con profesionalidad a cualquier movimiento amenazador que yo hiciera. No tenía mucha confianza en la extraña afirmación de que se me veneraba. Hasta si dejaba caer la bicicleta para distraerlo, Stevenson me dispararía antes de que la Glock saliera del bolsillo.

Además, no iba a sacar la pistola contra el jefe de policía a menos que no tuviera otra elección. Porque si le disparaba, sería el final de mi vida, un paseo por el sol.

De pronto Stevenson hizo un movimiento con la cabeza y apartó los ojos de Orson. Lanzó un profundo suspiro, luego una serie que fue tan rápida y somera como la de un sabueso siguiendo el rastro de la pieza.

– ¿Que es eso?

Tema un sentido del olfato mas agudo que el mío, porque solo entonces me di cuenta de que una brisa casi imperceptible traía el hedor a descomposición de la criatura del mar que flotaba debajo del pilón principal.

Aunque Stevenson ya se había comportado de una forma lo suficientemente rara para que dudase de su cordura, su extraño comportamiento se acentuó aun mas. Se puso en tensión, encorvó la espalda, alargó el cuello y levantó la cara hacia la niebla, como si saboreara el aroma pútrido. Sus ojos brillaban febriles en la cara pálida y habló no con la mesurada curiosidad de un poli sino con una curiosidad impaciente y nerviosa casi perversa.

– ¿Que es eso? ¿No lo hueles? ¿Algo muerto, verdad?

– Si, algo que esta debajo del pilón -confirme- Algún pez, creo -Muerto. Muerto y descompuesto Algo… Se capta el sabor, ¿verdad? -se relamía-. Sí. Sí. Seguro que tiene un sabor interesante.

O se dio cuenta del espantoso tono de su voz o captó mi alarma, porque me dirigió una mirada preocupada e hizo un esfuerzo para dominarse. Fue una lucha. Se tambaleaba en el inseguro reborde de la emoción.

Finalmente el jefe recuperó su voz normal, o algo que se le aproximaba.

– Necesito hablar contigo y llegar a un acuerdo. Ahora. Esta noche ¿Por qué no me acompañas, Snow?

– ¿Adonde?

– El coche patrulla está ahí afuera. No te estoy arrestando. Sólo una charla rápida. Para asegurarme de que los dos nos comprendemos.

Lo último que deseaba era meterme en un coche patrulla con Stevenson. Si me negaba, sin embargo, podía formalizar su invitación llevándome bajo custodia.

Y si intentaba resistirme al arresto, si saltaba a la bicicleta y pedaleaba con fuerza hasta que el cigüeñal sacara humo, ¿a dónde iría? Solo faltaban unas cuantas horas para el amanecer y no tenía tiempo de salir volando hacia la próxima población en aquel solitario tramo de la costa. Y aunque tuviera mucho tiempo, el XP me limitaba a los alrededores de Moonlight Bay, donde podía volver a casa a la salida del sol y encontrar un amigo comprensivo que me acogiera y me diera oscuridad.

– Estoy de mal humor -dijo otra vez Stevenson entre dientes, la dureza había vuelto a su voz- Estoy de mal humor ¿Me acompañas?

– Sí, señor. Me es indiferente.

Con un movimiento de la pistola, nos indicó a Orson y a mí que lo precediéramos.

Llevé la bicicleta hasta un extremo del pilar de la entrada reacio a que me siguiera el jefe con la pistola. No necesitaba saber de comunicación con los animales para darme cuenta de que Orson también estaba nervioso.

Los pilares acababan con una acera de cemento flanqueada por lechos de flores llenos de plantas cuyos capullos se abrían a la salida del sol y se cerraban por la noche. En la zona ajardinada iluminada, unos caracoles estaban cruzando la calzada. Con los cuernos brillantes, dejando huellas plateadas de babas, unos moviéndose desde la parte derecha del lecho de plantas hacia el lecho idéntico de la izquierda, otros avanzando laboriosamente en dirección opuesta, esos humildes moluscos parecían compartir la insatisfacción y el desasosiego de la humanidad con las circunstancias de la existencia.

Hice varios virajes con la bicicleta para evitar a los caracoles, y aunque Orson los olisqueó al pasar, también los evitó.

De atrás llegó el crujido de los caparazones rotos, y el aplastamiento de los cuerpos gelatinosos bajo los pies. Stevenson no sólo aplastaba los caracoles que encontraba directamente bajo los pies, sino también a todo gasterópodo que se le ponía ante la vista. Unos eran despachados con un rápido chasquido, pero a otros los machacaba, volvía sobre ellos con una fuerza tal que el ruido de la suela del zapato contra el cemento parecía el golpeteo de un martillo.

No me volví a mirar.

Temí descubrir aquella mirada cruel que recordaba demasiado bien en los rostros de los jóvenes bravucones que me habían atormentado durante la infancia, antes de ser lo bastante listo y mayor para devolver los golpes. Aunque es irritante en el rostro de un niño, los mismos rasgos -los ojos protuberantes que parecen los de un reptil aunque no tengan las pupilas elípticas, las mejillas ruborizadas por el odio, los labios pálidos dibujados en una sonrisa despectiva que deja al descubierto unos dientes brillantes de saliva- son mucho mas turbadores en el rostro de un adulto. Especialmente si el adulto tiene una pistola en la mano y ostenta una placa.

El coche blanco y negro de Stevenson estaba aparcado ante un bordillo rojo a la izquierda de la entrada del muelle, fuera del alcance de las luces de las farolas, a la sombra profunda de la noche, bajo la ancha copa de un enorme laurel de las Indias.

Apoyé la bicicleta contra el tronco del árbol, en el que la niebla colgaba como musgo negro. Luego me volví cautelosamente hacia el jefe mientras abría la puerta trasera del coche patrulla.

En medio de aquella oscuridad reconocí la expresión del rostro que tanto temía esa incontenible ira, odiosa, irracional que convierte al ser humano en la bestia más peligrosa de todo el planeta.

Nunca el jefe Stevenson había exhibido aquel aspecto de maldad. No parecía capaz de aspereza alguna y aún menos de un odio sin sentido. Si de pronto me hubiera revelado que no era el Lewis Stevenson real, sino una forma de vida extraña mimetizando al jefe, me lo hubiera creído.

Moviendo la pistola, Stevenson se dirigió a Orson.

– Entra en el coche, chucho.

– Estará muy bien aquí afuera -dije.

– Adentro -urgió al perro.

Orson escudriño desconfiado la puerta abierta del coche y gimió con recelo.

– Esperará aquí -repuse- No está acostumbrado.

– Lo quiero en el coche -insistió Stevenson con acidez-. En esta ciudad existe la ley, Snow. Nunca nos hemos metido contigo. Siempre volvemos la cabeza, haciendo ver que no te vemos, porque… porque un perro esta exonerado si pertenece a un discapacitado.

No le discutí a Stevenson la utilización del término discapacitado. Lo cierto es que me importaba menos esa palabra que las seis palabras que ya se habría dicho para dominarse: «Por lo que fue tu madre».

– Pero esta vez -añadió-, no voy a quedarme aquí sentado mientras el maldito perro trota suelto, cagándose en la acera y alardeando de que la ley no es para él.

Hubiera podido observar la contradicción entre el hecho de que el perro de un discapacitado está exento de las normas y la afirmación de que Orson se burlaba de las exenciones, pero permanecí en silencio. No podía argumentar con Stevenson mientras estuviera en ese estado.

– Si no se mete en el coche cuando yo se lo ordene -dijo Stevenson-, lo obligas a que lo haga.

Dudé un instante, buscando una alternativa creíble para no hacerlo. Pero a medida que transcurrían los segundos, la situación se iba haciendo cada vez más peligrosa. No me sentía más a salvo aquí que cuando estábamos en la península en medio de la niebla, acosados por el grupo de monos.

– ¡Mete al maldito perro en el maldito coche ahora! -ordenó Stevenson. El veneno que había en aquella orden era tan poderoso que podría haber matado a los caracoles sin pisarlos, sólo con la voz.

Como tenía la pistola en la mano, yo estaba en desventaja, aunque me producía cierta satisfacción el hecho de que no supiera que iba armado. Pero por el momento no me quedaba otra alternativa que cooperar.

– Al coche, colega -le dije a Orson, procurando no expresar temor e intentando que los fuertes latidos de mi corazón no me hicieran temblar la voz.

El perro obedeció a disgusto.

Lewis Stevenson cerró de un portazo la puerta trasera y luego abrió la delantera.

– Ahora tú, Snow.

Tomé asiento en el lado del pasajero mientras Stevenson daba la vuelta alrededor del coche patrulla y lo hacía en el asiento del conductor. Cerró la puerta de golpe y me dijo que cerrara la mía, cosa que yo había esperado evitar.

Habitualmente no padezco de claustrofobia en espacios pequeños, pero seguro que no había ataúd más angosto que aquel coche patrulla. La niebla empujando en las ventanillas ejercía una presión psicológica similar al sueño de un entierro prematuro.

En el interior del coche hacía más frío y humedad que en el exterior. Stevenson encendió la calefacción para que entrara un poco de calor.

La radio de la policía emitió un crujido y una voz diligente e inexpresiva croó como el canto de una rana. Stevenson la desconectó.

Orson se echó en el suelo del asiento trasero, con las patas delanteras en la rejilla de acero que lo separaba de nosotros, asomándose con expresión preocupada por la barrera de seguridad. Cuando el jefe presionó un botón de la consola con el cañón de la pistola, el seguro de las puertas traseras se cerró con un golpe seco, semejante al de la hoja de una guillotina.

Yo creí que Stevenson guardaría la pistola cuando entráramos en el coche, pero siguió empuñándola. Apoyó el arma en las piernas, con el cañón apuntando al tablero de instrumentos. Bajo la mortecina luz verde del salpicadero, creí ver que ya no tenía el dedo en el gatillo, aunque esto no reducía su ventaja de manera apreciable.

Mantuvo la cabeza agachada y los ojos cerrados durante unos instantes, como si estuviera rezando u ordenando sus pensamientos.

La niebla se había condensado alrededor del laurel de las Indias y las gotas de agua caían, con un sonido arrítmico, desde la punta de las hojas al techo y la carrocería del automóvil.

Hundí las manos en los bolsillos de la chaqueta sin hacer movimientos bruscos. Cerré la mano derecha alrededor de la Glock.

Me dije para mí que, debido a mi exasperada imaginación, exageraba el peligro. Stevenson estaba de mal humor, sí, y desde que lo vi en el aparcamiento de la comisaría, sabía que no era el honrado brazo de la justicia que siempre había pretendido ser. Pero eso no significaba que tuviera intenciones violentas. A lo mejor sólo quería hablar, interpretar su papel y soltarnos sanos y salvos.

Cuando al fin Stevenson levantó la cabeza, sus ojos eran porciones de licor amargo en copas de hueso. Su mirada se cruzó con la mía y otra vez me dejó helado aquella impresión de maldad inhumana, que ya había visto cuando apareció junto a las oficinas del muelle, pero esta vez supe por qué me había puesto tan nervioso. Por un momento su mirada líquida se llenó de una luminosidad amarilla semejante al brillo que exhiben muchos animales por la noche, una luz interior fría y misteriosa como nunca había visto antes en los ojos de un hombre o de una mujer.

25

El rayo cruzo los ojos del jefe Stevenson tan fugazmente que antes lo hubiera achacado al reflejo de las luces del salpicadero. Pero desde la puesta de sol, había visto monos que no eran monos, un gato que era algo más que un gato, había flotado por misterios que fluían como ríos en las calles de Moonlight Bay, y había aprendido a extraer un significado de lo aparentemente insignificante.

Luego sus ojos perdieron brillo y recuperaron su tono oscuro. La ira se transformo en su voz en una corriente de fondo, mientras la superficie era de un dolor y un desespero grises.

– Todo ha cambiado, todo, y no se puede volver atrás.

– ¿Que ha cambiado?

– Yo ya no soy el mismo. Apenas puedo recordar como era, que clase de hombre era. Se ha perdido.

Observe que estaba hablando tanto para mí como para el mismo, se lamentaba en voz alta por la pérdida que imaginaba.

– No tengo nada que perder. Me han arrebatado todo lo que importa. Soy un muerto que camina, Snow. En eso me he convertido ¿Puedes imaginarte como me siento?

– No.

– Hasta tú con tu vida de mierda, ocultándote del día, saliendo solo por la noche como algunas babosas salen de debajo de las piedras hasta tú tienes una razón para vivir.

El jefe de policía era un cargo electo en nuestra ciudad, pero a Lewis Stevenson no parecía preocuparle obtener mi voto. Tuve ganas de decirle que se fuera a tomar por el culo, pero existía una diferencia entre no mostrar ningún temor y hacer oposiciones a recibir una bala en la cabeza.

Cuando aparto la cara para mirar la blanca capa de niebla que se deslizaba densa a través del parabrisas, aquel fuego frío volvió a aparecer en sus ojos, una fluctuación mas breve y veloz que antes, pero aun más turbadora porque no era imaginaria.

– Tengo unas pesadillas terribles, terribles, llenas de sexo y sangre confesó bajando la voz como si temiera ser descubierto.

Yo no sabía exactamente que esperaba de la conversación, pero las revelaciones de tormentos personales no encabezaban mi lista de temas probables.

– Empezaron hará un año -continuo- Al principio una vez por semana, pero luego incrementaron la frecuencia. Entonces, durante un tiempo, a las mujeres de las pesadillas no las había visto en mi vida, solo eran imágenes de la fantasía. Eran como esos sueños que tienes durante la pubertad, chicas de seda tan carnosas y deseables, asequibles… solo que en esos sueños yo no hacía el amor con ellas…

Sus pensamientos parecían arrastrados por una niebla biliosa al territorio más oscuro.

Solo veía su perfil, apenas iluminado y brillante de sudor, y, sin embargo, observé un salvajismo que me hizo desear no tener el privilegio de contemplar el rostro completo.

– En esos sueños, les doy palizas, puñetazos en la cara, puñetazos y puñetazos y puñetazos hasta que no les queda nada en la cara, las estrangulo hasta que la lengua les cuelga de la boca.

Cuando empezó a describir las pesadillas, su voz adquirió un tono espantoso. Ahora, además del miedo, apareció en él una inequívoca excitación perversa, evidente no solo en la voz ronca sino también en la nueva tensión que le atenazaba el cuerpo.

– Y cuando gritan de dolor, me gustan sus quejidos, la agonía en sus rostros, la visión de la sangre. Es delicioso. Excitante. Me despierto temblando de placer, lleno de deseo. Y a veces… aunque ya tengo cincuenta y dos años, gracias a Dios, tengo un clímax durante el sueño o justo cuando me estoy despertando.

Orson se apartó de la reja de seguridad y se retiró al asiento trasero.

A mi también me hubiera gustado poner mas distancia entre Lewis Stevenson y yo. El coche patrulla parecía cerrarse a nuestro alrededor, como si lo estuviera aplastando una de aquellas tremendas trituradoras hidráulicas.

– Luego Louisa, mi mujer empezó a aparecer en los sueños y así mismo mis dos mis dos… hijas Janine. Kyra. Me tienen mucho miedo en los sueños, y yo les doy pie, porque su terror me excita. Me disgusta pero… pero también me hace estremecer de emoción lo que hago con ellas, a ellas.

Su voz traslucía ira, desespero y una excitación perversa, que se manifestaba en la profunda respiración, en la inclinación de los hombros, y en la sutil y horrible reconstrucción de su rostro, todavía de perfil. Y entre todos esos poderosos deseos en conflicto que estaban en guerra para controlar su mente, subyacía la desesperada esperanza de que podría evitar hundirse en el abismo de locura y salvajismo en cuyo borde se balanceaba tan precariamente. Y esa esperanza la expresaba tan claramente en la angustia de la voz y del semblante, como expresaba la ira, el desespero y sus depravadas necesidades.

– Las pesadillas eran tan terribles, lo que hacía en ellas tan enfermizo y espantoso, tan repulsivo, que comencé a tener miedo de ir a dormir. Permanecía despierto hasta que caía agotado, hasta que la cafeína ya no me tenía de pie, hasta que ni siquiera un cubo de hielo en la nuca podía impedir que se me cayeran los ojos de sueño. Luego, cuando al fin me quedaba dormido, los sueños eran más intensos que otras veces, como si el agotamiento me introdujera en un sueño sonoro, en una oscuridad más profunda todavía, donde habitaban los peores monstruos. Animales en celo y carnicerías, incesantes y vívidas, los primeros sueños que soñaba en color, en unos colores y sonidos muy intensos, con sus lamentos y mis respuestas despiadadas, sus gritos y sollozos, sus convulsiones y estertores de muerte cuando me metía dentro y les arrancaba la garganta a dentelladas.

Lewis Stevenson veía esas terribles imágenes donde yo sólo podía ver la niebla agitándose perezosamente, como si el parabrisas fuera una pantalla en la que se proyectaran sus demenciales fantasías.

– Y después… Dejé de luchar contra el sueño. Durante un tiempo, los soporté. Luego, no puedo recordar la noche precisa, los sueños dejaron de producirme terror y se convirtieron en algo absolutamente delicioso, mientras poco antes me inspiraban muchos más sentimientos de culpa que placer. Aunque al principio no lo podía admitir, empecé a esperar el momento de ir a la cama. Aquellas mujeres eran muy preciadas para mí cuando estaba despierto, pero cuando dormía… entonces… entonces me estremecía ante la oportunidad de envilecerlas, humillarlas, torturarlas de manera inimaginable. Ya no me despertaba lleno del temor que antes me provocaban esas pesadillas… sino con un extraño arrobamiento. Me echaba en la oscuridad y me decía que estaría muy bien cometer esas atrocidades en la realidad, cuando me sentía así en sueños. En cuanto pensé en convertir en realidad mis sueños, empecé a ser consciente del enorme poder que fluía de mi interior y me sentí libre, extraordinariamente libre, como nunca me había sentido. Lo cierto es que me parecía vivir con unas enormes esposas de acero, envuelto en cadenas, arrastrando bloques de piedra. Y dar rienda suelta a esos deseos no sería criminal ni tendría una dimensión moral, fuera la que fuera. No existía nada mejor o peor. Ni bueno ni malo. Solo tremendamente liberador.

O el aire en el coche patrulla se había viciado o me ponía enfermo pensar que estaba inhalando los mismos vapores que el jefe exhalaba, no estoy seguro. Tenía la boca llena de un sabor metálico, como si hubiera estado chupando una pluma, y el estómago se me retorció en un nudo frío como una roca del ártico mientras el corazón se cubría de hielo.

Ignoraba la razón por la que Stevenson quería compartir sus problemas anímicos conmigo, pero tuve la premonición de que esas confesiones eran solo el preludio de una espantosa revelación que nunca hubiera querido oír. Quise silenciarlo antes de que me revelara el último secreto, aunque era obvio que un poderoso impulso le empujaba a contarme esas horribles fantasías, quizá porque yo era el primero con el que se había atrevido a desahogarse. La única manera de hacerle callar era matándolo.

– Últimamente -continuo con un murmullo lleno de deseo que me alteraría el sueño durante el resto de mi vida-, todos los sueños se centran en mi nieta Brandy. Tiene diez años. Es una niña preciosa. Preciosa. Esbelta y bonita. Las cosas que le hago en sueños… Ah, las cosas que hago. No puedes imaginar que brutalidad mas despiadada. Que inventiva tan exquisita y perversa. Y cuando me despierto, estoy eufórico. Me siento trascendente. Embelesado. Me echo en la cama, al lado de mi mujer, que duerme ignorante de los extraños pensamientos que me obsesionan, que no tiene la posibilidad de conocerlos, y rozo el poder, soy consciente de que la libertad absoluta me es asequible cada vez que deseo aprehenderla. En cualquier momento. La semana que viene. Mañana. Ahora.

Sobre nuestras cabezas, el silencioso laurel empezó a hablar en rápida sucesión cuando sus apuntadas lenguas verdes temblaron con el peso de la niebla condensada. Se desprendió de una única nota acuosa y yo sentí una crispación ante el repentino rataplán de gruesas gotitas que golpearon el coche, sorprendido casi de que lo que se deslizaba por el parabrisas y por la carrocería no fuera sangre.

Cerré la mano derecha alrededor de la Glock en el bolsillo de la chaqueta. Después de lo que Stevenson me había contado, me costaba imaginar las circunstancias en las que me iba a permitir salir vivo del coche. Me moví ligeramente en el asiento, el primero de unos cuantos pequeños movimientos que haría para no despertar sus sospechas y con los que me pondría en posición de dispararle a través de la chaqueta sin tener que sacar el arma del bolsillo.

– La semana pasada -murmuro el jefe-, Kyra y Brandy vinieron a comer con nosotros, me costaba mucho apartar los ojos de la niña. Cuando la miraba, la veía desnuda, como en los sueños. Tan esbelta. Tan frágil. Vulnerable. Me empezó a excitar su vulnerabilidad, su ternura, su debilidad, y tuve que reprimirme ante Kyra y Brandy. Ante Louisa. Quería… quería… necesitaba…

De repente me sobresaltó un sollozo: olas de pena y desespero volvieron a inundarle, como las que le habían inundado cuando había empezado a hablar. Su pavorosa necesidad, su obsceno deseo, se ahogaban en aquella marea de sufrimiento y autodestrucción.

– Una parte de mi quiere matarse -dijo Stevenson- pero solo la parte mas pequeña, la parte mas pequeña y débil, el fragmento que todavía queda del hombre que fui. El predador en el que me he convertido nunca se matará. Nunca. Está demasiado vivo.

Cerró la mano izquierda en un puño, se lo llevó a la boca abierta y se lo puso entre los dientes; mordió con tanta fiereza los dedos cerrados que no me hubiera sorprendido que hubiera brotado sangre, y mordía y sofocaba los sollozos mas dolorosos que había oído en mi vida.

En la nueva persona en que se había convertido Lewis Stevenson, no había nada de la calma y rectitud que le convirtieron en la imagen de la autoridad y la justicia. Al menos no aquella noche, no en ese humor sombrío que le atormentaba. Una emoción destemplada parecía recorrerle, corrientes dispares, sin intervalos de aguas tranquilas, con las mareas siempre en movimiento, batiendo.

La piedad ocupó el espacio del temor y estuve a punto de alargar la mano hasta su hombro para consolarlo, pero me reprimí porque sentí que el monstruo que había estado escuchando hacía un instante no se había desvanecido ni estaba encadenado.

Apartó el puño de la boca y giró el rostro hacia mí. Un rostro desencajado por un tormento de tal calibre, por una agonía del corazón y de la mente tal, que tuve que apartar la vista.

Él también la apartó y la fijó de nuevo en el parabrisas y cuando el laurel derramó otro puñado de niebla liquida, los sollozos se fueron dilatando hasta que pudo volver a hablar.

– Desde la semana pasada he estado dando excusas para no visitar a Kyra, para no acercarme a Brandy -al principio un temblor distorsionó sus palabras, pero desapareció rápidamente y fue reemplazado por la hambrienta voz del troll desalmado- Algunas veces, por la noche, cuando me domina este endemoniado humor, cuando en mi interior aparece una sensación fría y hueca y quiero gritar y no parar nunca de gritar, pienso en como voy a llenar ese vacío. La única manera de detener esta horrible sensación que me roe las entrañas… es hacer lo que me hace feliz en los sueños. Y voy a hacerlo. Más pronto o más tarde. Lo haré. Más pronto o más tarde -la marea de emociones se había transformado de un sentimiento de culpa y de angustia a un regocijo tranquilo y demoníaco- Voy a hacerlo y lo haré. He estado buscando niñas de la edad de Brandy, de nueve o diez años, tan esbeltas como ella, tan bonitas como ella. Estaré a salvo si empiezo con alguna que no tenga ninguna relación conmigo. A salvo, pero no menos satisfecho. Me sentiré bien. Me sentiré muy bien, el poder, la destrucción, abriré los grilletes que me sujetan a la vida superare los muros, seré totalmente libre, totalmente libre por fin. Morderé a esa niña cuando esté a solas conmigo, la morderé y la morderé. En sueños les lamo la piel, que tiene un gusto salado y luego las muerdo y siento sus gritos vibrando en mis dientes.

Aun bajo la mortecina luz, observé las maniacas pulsaciones latiendo en sus sienes. Tenía los músculos de las mandíbulas abultados y el extremo de la boca se retorcía con excitación. Parecía más animal que humano o algo menos que ambas cosas.

Cerré la mano en la Glock con tanta fuerza que me dolió el brazo hasta el hombro. De pronto me di cuenta de que había deslizado el dedo hasta el gatillo y que corría el peligro de disparar un tiro involuntariamente, porque todavía no había ajustado perfectamente mi posición para dirigir el orificio del arma hacia Stevenson. Haciendo un considerable esfuerzo, retiré el dedo del gatillo.

– ¿Y que ha pasado para que le guste todo esto? -pregunte.

Al girar la cabeza la efímera luz brilló de nuevo en sus ojos. Su mirada, cuando el brillo de los ojos se apagó, era oscura y sanguinaria.

– Un chico trabajador -dijo misteriosamente- Un chico trabajador que no tendría que morir.

– ¿Por que me ha contado esos sueños y lo que le va a hacer a una niña?

– Porque, maldito hippie, te acabo de dar un ultimátum y quiero que comprendas lo serio que es esto, lo peligroso que soy, lo poco que tengo que perder y lo mucho que disfrutaré destripándote si se da el caso. Hay otros que no quieren que te toque.

– Por mi madre.

– ¿Así que ya lo sabes?

– No se lo que significa ¿Que tuvo que ver mi madre en todo esto?

– Hay otros que no quieren tocarte y que tampoco quieren que te toque yo. Pero si tengo que hacerlo, lo haré. Si sigues metiendo la nariz te abriré el cráneo, te arrancare el cerebro y lo echare a la bahía para alimentó de los peces ¿Crees que no lo haría?

– Le creo -conteste con sinceridad.

– Como el libro que escribiste fue un éxito quizá puedas hacer que ciertos periodistas te escuchen. Si haces alguna llamada e intentas propagar este problema, me meteré primero con esa puta y le retorceré las entrañas.

La referencia a Sasha me enfureció, pero a la vez me sobresalto tanto que me quedé en silencio.

Estaba claro que la advertencia de Roosevelt Frost había sido solo un aviso. Esta era la amenaza de la que Roosevelt, a exigencias del gato me había prevenido. La palidez había desaparecido del rostro de Stevenson y había sido sustituida por una afluencia de color como si en el momento en que había decidido someterse a sus sicóticos deseos, el frío y los espacios vacíos de su interior se hubieran llenado con fuego.

Alargó la mano al salpicadero y desconectó la calefacción del coche.

Ese hombre se iba a llevar a una niña antes de la próxima puesta de sol.

Hallé la suficiente seguridad en mi mismo para continuar preguntando mientras le apuntaba con la pistola que llevaba en el bolsillo.

– ¿Donde esta el cuerpo de mi padre?

– En Fort Wyvern. Tienen que hacerle la autopsia.

– ¿Por qué?

– No necesitas saberlo. Para poner punto y final a esta estúpida cruzadita que has empezado, te diré que lo mato un cáncer. Un tipo de cancer. No hay nadie de quien tengas que vengarte, como le dijiste a Angela Ferryman.

– ¿Por que debería creerle?

– Porque puedo matarte con tanta facilidad como darte una respuesta así es que ¿por que iba a mentir?

– ¿Que esta pasando en Moonlight Bay?

El jefe Stevenson emitió una risita parecida a esas que se oyen detrás de las paredes de un manicomio. Como si la perspectiva de una catástrofe le divirtiera, se enderezó en el asiento y pareció engordar cuando contestó.

– Toda la ciudad se va a ir derecha al infierno y el viaje será increíble.

– No es una respuesta.

– Es todo lo que me sacarás.

– ¿Quien mato a mi madre?

– Fue un accidente.

– Lo creía hasta esta noche.

Su sonrisita torcida, tan fina como una hoja de afeitar, se ensanchó.

– Está bien. Una cosa más si insistes. Tu madre fue asesinada, tal como sospechas.

El corazón me empezó a rodar, me pesaba tanto como una rueda de piedra.

– ¿Quien la asesino?

– Ella misma. Ella misma se mató. Se suicidó. Puso el Saturno a más de cien y se metió de cabeza en el estribo del puente. No fue un fallo mecánico. El acelerador no se clavó. Eso solo fue una historia que nosotros fabricamos para encubrirlo.

– Estas mintiendo hijo de puta.

Despacio, muy despacio, Stevenson se humedeció los labios, como si encontrara dulce su sonrisa.

– No miento Snow ¿Y sabes algo? Si hace dos años hubiera sabido lo que me iba a pasar, hasta que punto iban a cambiar las cosas, yo mismo habría matado a tu vieja. La hubiera matado porque formaba parte de todo eso. Me la hubiera llevado a algún sitio le hubiera arrancado el corazón, le hubiera rellenado el pecho de sal y la hubiera quemado en una estaca que es lo que se hace para estar seguro de que una bruja esta muerta. Porque ¿que diferencia existe entre lo que ella hizo y la maldición de una bruja? ¿Ciencia o magia? ¿Que importa cuando el resultado es el mismo? Entonces no sabía lo que iba a suceder, lo que ella había hecho, así que me evitó el problema apretó el acelerador y se incrustó en medio metro de cemento.

Me subió una nausea aceitosa porque había oído la verdad en su voz. Solo comprendí una fracción de lo que estaba diciendo y, sin embargo, fue demasiado.

– No tienes nada de que vengarte, hippie. Nadie asesino a tus padres. De hecho según como lo mires, lo hizo tú vieja se mató ella y mató a tu viejo.

Cerré los ojos. No podía soportar mirarlo, sobre todo porque había confesado que la muerte de mi madre le había dado una satisfacción y porque creía – ¿con razón?- que se había hecho justicia.

– Y ahora quiero que vuelvas a tu roca y vivas allí el resto de tus días. No podemos permitir que esto se propague. Si el mundo descubre lo que ha sucedido aquí, si lo de Wyvern y nosotros trasciende, los de afuera pondrán en cuarentena a todo el condado. Lo sellarán, matarán hasta el último de nosotros, quemarán todos los edificios, envenenaran a los pájaros, a los coyotes y a los gatos caseros, y luego es probable que lancen algunas bombas nucleares como medida de seguridad. Y todo sería para nada porque la plaga ya se ha extendido mas allá de este lugar hasta el otro extremo del continente y mas lejos aun. Nosotros somos la fuente original, los efectos son más llamativos aquí y se multiplican rápidamente aunque ahora se irá extendiendo sin nosotros. Y claro ninguno está dispuesto a morir porque lo exija uno de esos políticos chupópteros.

Cuando abrí los ojos observe que había levantado la pistola y me estaba apuntando con ella. El orificio estaba a poco más de medio metro de mi cara. Mi única ventaja era que el no sabía que iba armado; una ventaja significativa solo si yo era el primero en apretar el gatillo.

Sabía que no daría demasiados resultados pero de todos modos intenté discutir con él, quizá también porque era la única manera de olvidar lo que acababa de revelarme de mi madre.

– Oiga, por Dios hace tan solo unos minutos decía que no tenía ninguna razón para vivir. Cualquier cosa que suceda aquí, quizá si le ayudamos.

– Estaba de mal humor -me interrumpió con rudeza- ¿Es que no me has oído, hippie? Te he dicho que estaba de mal humor. De un humor muy desagradable. Pero ahora he cambiado. Estoy mejor. Estoy en disposición de ser lo que quiera, de abrazarme a lo que me estoy convirtiendo en lugar de intentar resistirme. Cambio, compañero. Es lo que pasa, ya sabes. Cambio, glorioso cambio, todo cambia, siempre y para siempre, cambio. El nuevo mundo que se aproxima va a ser deslumbrante.

– Pero no podríamos…

– Si aclaras el misterio y se lo dices al mundo, estarás cantando tu propia sentencia de muerte. Y estarás matando a tu putita sexy y a todos tus amigos. Y ahora sal del coche, coge tu bici y lleva tu flaco culo a casa. Entierra las cenizas que Sandy Kirk ha escogido para ti. Y luego, si no puedes vivir sin saber mas, si te pica mucho la curiosidad, baja unos días a la playa toma el sol y consigue un jodido bronceado.

No podía creer que iba a soltarme.

– El perro se queda conmigo -dijo entonces.

– No.

Hizo un gesto con la pistola.

– Fuera.

– Es mi perro.

– Es el perro de nadie. Sin discusión.

– ¿Que quiere hacer con el?

– Darle una lección.

– ¿Que?

– Me lo voy a llevar al garaje municipal. Hay allí una máquina de cortar madera, para podar árboles.

– No irá.

– Meteré una bala en la cabeza del chucho.

– No.

– … lo echare en la maquina…

– Déjele salir del coche ahora.

– … meteré en una bolsa los restos que salgan por el otro extremo y te la dejaré en tu casa como recuerdo.

Al mirar a Stevenson observé que no era un hombre que había cambiado. No era el mismo hombre en absoluto. Era alguien nuevo. Alguien que había nacido del antiguo Lewis Stevenson, como una mariposa de la crisálida, excepto que esta vez el proceso se había invertido: la mariposa se había convertido en crisálida y de ella había salido un gusano. La metamorfosis de pesadilla se había dilatado durante un tiempo y había culminado ante mis ojos. Lo último del antiguo jefe se había ido para siempre y la persona a la que ahora estaba desafiando se conducía por la necesidad y el deseo, tenía inhibida la conciencia y ya no era capaz de sollozar como lo había hecho hacia solo unos minutos. Y era tan mortífera como nada o nadie en la faz de la tierra.

Si llevaba la infección de un laboratorio de ingeniería que podía inducir a tales cambios, ¿que me iba a pasar ahora a mí?

Se me encogió el corazón y sentí unas fuertes punzadas una tras otra.

Aunque no me había imaginado nunca que sería capaz de matar a otro ser humano, pensé que podía disparar contra ese hombre porque tenía que salvar no solo a Orson sino a mujeres y niñas desconocidas que el intentaría atraer hasta su pesadilla.

– Deje salir al perro del coche ahora -dije con un tono de voz más acerado de lo que esperaba.

Su rostro, con una expresión de incredulidad, se deformó con esa sonrisa familiar de serpiente cascabel.

– ¿Te has olvidado de quien es el poli? ¿Eh hippie? ¿Has olvidado quien lleva el arma?

Si disparaba el arma podía no matar instantáneamente a ese hijo de puta, aunque estuviera tan cerca Y si el tiro le acertaba en el corazón, podía disparar por reflejo y a una distancia que no llegaba a dos pies no podía errar el tiro.

– Bueno, está bien ¿quieres mirar mientras lo hago? -pregunto rompiendo el silencio.

Se giró en su asiento metió el cañón del arma en uno de los tramos de la rejilla de acero y disparó al perro.

La descarga hizo vibrar el coche y Orson emitió un quejido.

– ¡No! -grite.

Mientras Stevenson retiraba el arma de la rejilla, le disparé. El proyectil hizo un agujero en mi chaqueta de cuero y le desgarro el pecho. Disparó alocadamente al techo. Le volví a disparar, esta vez en la garganta, la bala salió por la nuca e hizo astillas la ventanilla del coche.

26

Estaba aturdido, como si un brujo me hubiera hechizado, incapaz de moverme, de parpadear, con el corazón colgando como una plomada de acero en el pecho. Atontado, no sentía el arma en la mano, ni veía nada, ni siquiera al hombre muerto que sabía que estaba al otro extremo del asiento del coche. Cegado por el shock, desconcertado y limitado por la oscuridad, temporalmente ensordecido por el ruido del disparo, o quizá por el deseo desesperado de no oír la voz interior de mi conciencia advirtiéndome de las consecuencias.

El único sentido que todavía poseía era el del olfato. El olor a sulfuro de carbono del disparo, el aroma metálico de la sangre, los vahos ácidos de la orina de Stevenson que se había meado durante los estertores de la muerte y la fragancia del champú perfumado de mi madre, llegaban hasta mí como descargas de buenos y malos olores. Todo era real menos la esencia de rosas, olvidada desde hacia tiempo, pero que ahora apareció en mi recuerdo con todos sus delicados matices «El terror extremo nos devuelve a los gestos de nuestra infancia» decía Chazal. El olor del champú era el camino, en mi terror, de alcanzar a mi madre perdida con la esperanza de que su mano me diera seguridad.

La visión, el sonido y todas las sensaciones volvieron a mí, me sacudieron casi con tanta fuerza como el par de balas de 9 milímetros habían sacudido a Lewis Stevenson. Grite y jadeé para recuperar el aliento.

Temblando sin poderme dominar, presione el botón de la consola que el jefe presionara antes y se abrió el seguro de las puertas traseras.

Abrí la puerta de mi asiento y salté fuera del coche patrulla, corrí a abrir la trasera llamando frenéticamente a Orson y preguntándome como lo iba a llevar al veterinario a tiempo de salvarlo si estaba herido, y como iba a arreglármelas si estaba muerto. No podía estar muerto. No era un perro cualquiera: era Orson, mi perro, extraño y especial, mi compañero y mi amigo, solo hacia tres años que estaba conmigo pero era una parte esencial de mi mundo oscuro. No estaba muerto. Salió del coche con tal rapidez que a punto estuvo de hacerme caer. Su aullido, tras el disparo, había sido una expresión de terror y no de dolor.

Caí de rodillas en la acera, la Glock se deslizó de mi mano y cogí al perro entre mis brazos. Lo abracé con fuerza, le acaricié la cabeza, su suave pelambre negra, me uní a sus jadeos, al rápido latido de su corazón, al movimiento del rabo, a su olor a humedad y al aroma de cereales de su aliento.

Fui incapaz de hablar. Mi voz era una piedra encajada en la garganta. Si conseguía hacerla pedazos, se podía abrir un dique y todas las lagrimas reprimidas por mi padre y por Angela Ferryman podrían convertirse en una inundación.

No me permití llorar. Mejor ser un hueso convertido en secas astillas por los dientes de la pena que una esponja exprimida en sus manos.

Además, aunque hubiera conseguido hablar, las palabras no eran importantes en ese momento. Orson era un perro especial, sí, pero no iba a unirse a mí en una animada conversación, al menos hasta que yo me sacudiera la razón que me impedía pedirle a Roosevelt Frost que me enseñara a hablar con los animales.

Cuando conseguí soltar a Orson, recogí la Glock, me puse de pie y contemplé el aparcamiento del muelle. La niebla ocultaba a la mayoría de los coches y vehículos de recreo propiedad de las pocas personas que vivían en sus embarcaciones. No se veía a nadie y la noche permanecía en silencio excepto por el sonido perezoso del motor del coche.

Al parecer el sonido de los disparos no había salido del coche patrulla o había sido amortiguado por la niebla. Las casas más próximas estaban fuera del barrio comercial del muelle, a dos manzanas de distancia. Si alguien estuviera despierto a bordo de alguna de las embarcaciones, creería que las cuatro explosiones se debían a un tubo de escape, a unas puertas batiendo en sueños entre los mundos de la vigilia y el sueño.

No me encontraba en peligro inmediato de ser descubierto, aunque no podía ir por ahí en bicicleta esperando escapar de la culpa y el castigo. Había matado al jefe de policía, pero el ya no era el hombre al que se conocía y admiraba en Moonlight Bay. Se había metamorfoseado, de ser un concienzudo servidor del pueblo a alguien carente de todos los elementos básicos de humanidad, pero yo no podía probar que el héroe se había transformado en el verdadero monstruo contra el cual él había jurado combatir.

Las pruebas forenses me condenarían. Por la identidad de la victima, se implicarían técnicos de primera clase de los laboratorios de la policía de todo el condado y cuando revisaran el coche, no pasarían nada por alto. Y yo no aguantaría el encarcelamiento en una estrecha celda iluminada con velas. Aunque mi vida está limitada por la presencia de la luz, entre la puesta de sol y el amanecer no hay paredes que me encierren. Nadie podrá hacerlo nunca. La oscuridad de los espacios cerrados es muy diferente a la oscuridad de la noche, la noche no tiene fronteras y te ofrece misterios sin fin, descubrimientos, maravillas, oportunidades para divertirte. La noche es el pabellón de la libertad bajo el cual vivo, y viviré libre o moriré.

Me ponía enfermo la perspectiva de volver al coche patrulla con el muerto el tiempo suficiente para limpiar todo lo que había podido dejar mis huellas dactilares. Sería un ejercicio fútil, de todas formas, porque seguramente pasaría por alto algo.

Además, una huella dactilar no iba a ser la única prueba que dejaría. Cabellos, un hilo de los téjanos, algunas fibras de la gorra Instrucción Secreta. Pelos de Orson en el asiento trasero, las marcas de sus uñas en la tapicería. E indudablemente otras cosas que me incriminarían en igual medida o más aun. Había estado de suerte. Nadie había oído los disparos. Pero la suerte y el tiempo, debido a su naturaleza, son cambiantes, y aunque mi reloj contenía un microchip en lugar de unas manecillas, hubiera jurado que podía oír su avance.

Orson también estaba nervioso y husmeaba el aire en busca de monos u otra amenaza.

Corrí a la parte trasera del coche patrulla y presione el botón que abría el maletero. Estaba cerrado, como me temía.

Tic, tic, tic.

Me di ánimos y volví a la puerta delantera abierta. Aspire profundamente, contuve la respiración y me incline hacia dentro.

Stevenson estaba retorcido en su asiento, con la cabeza echada hacia atrás apoyada en el quicio de la puerta. Su boca convertida en una mueca silenciosa mostraba unos dientes ensangrentados, como si se hubieran cumplido sus sueños de morder a las niñas.

Arrastrado por un viento cruzado que entró por la ventanilla rota, un lienzo de niebla flotó hacia mí, como si fuera un vapor alzándose de la sangre todavía caliente que manchaba la parte delantera del uniforme del muerto.

Tuve que inclinarme más de lo que esperaba y puse una rodilla en el asiento del pasajero para desconectar el motor.

Los ojos negro aceituna de Stevenson estaban abiertos. En ellos no brillaba ni vida ni ninguna luz sobrenatural y, sin embargo, esperaba que parpadearan y se clavaran en mí.

Antes de que la mano viscosa y gris del jefe pudiera atraparme, saqué las llaves de puesta en marcha, salí del coche y finalmente pude sacar el aire y expirar. En el maletero encontré la caja de primeros auxilios que esperaba. Cogí un grueso rollo de vendas de gasa y unas tijeras.

Mientras Orson patrullaba alrededor del coche, husmeando el aire con diligencia, desenrolle la gasa, la doblé una y otra vez hasta conseguir varias cintas de alrededor de metro y medio antes de cortar con las tijeras. Retorcí las tiras con fuerza, las ate con un nudo en un extremo, otro en la parte central y otro en la parte mas baja. Tras repetir este ejercicio, uní todas las tiras con un nudo final: tenía una mecha de aproximadamente diez pies de largo.

Tic, tic, tic.

Dejé la mecha en la acera, abrí la puertecilla de la gasolina en la parte lateral del coche y cuando retire el tapón del tanque brotaron emanaciones de gasolina.

Me acerque otra vez al maletero y devolví a la caja de primeros auxilios las tijeras y la gasa que quedaba. Cerré la caja y luego el maletero.

El aparcamiento seguía desierto. Los únicos sonidos eran las gotas de condensación desplomándose desde el laurel de las Indias sobre la carrocería del coche, y el incesante movimiento de las patas de mi vigilante perro.

Aunque iba a significar otra visita al cadáver de Lewis Stevenson devolví a su sitio las llaves del coche. He visto algunos episodios de las mas populares series de crímenes de televisión y se con que facilidad hasta los criminales mas inteligentes pueden ser atrapados por un ingenioso detective de homicidios. O por una novelista de libros de misterio que resuelve asesinatos reales por afición. O por una maestra de escuela solterona retirada. Todo ello entre los créditos de apertura y los anuncios de un desodorante vaginal. Y me proponía darles -tanto a los profesionales como a los entrometidos aficionados- un poco de carnaza con la que trabajar.

El muerto emitió un gruñido cuando una burbuja de gas estallo en las profundidades de su esófago.

– Salud -le dije, intentando sin éxito bromear conmigo mismo.

No vi ninguno de los cuatro casquillos de bala en el asiento delantero. A pesar de la tropa de sabuesos aficionados al acecho y sin consideración a que la posesión de los casquillos pudiera ayudarles a identificar el arma asesina no tuve agallas para buscar en el suelo sobre todo bajo las piernas de Stevenson.

De todas formas, aunque encontraran todos los casquillos, seguía teniendo una bala incrustada en el pecho. Y si no estaba demasiado de formada, el montoncito de plomo mostraría las marcas de las muescas hechas por el cañón de mi pistola. Pero ni siquiera la perspectiva de la cárcel fue suficiente para hacerme sacar la navaja de bolsillo llevar a cabo una operación exploratoria y extraer la prueba que me incriminaba. Si hubiera sido otro hombre con el estomago suficiente para una autopsia in situ no hubiera corrido riesgos. Asumiendo que el cambio radical en la personalidad de Stevenson -su recientemente descubierta sed de violencia- era uno de los síntomas de la misteriosa enfermedad que padecía, y considerando que dicha enfermedad se podía contagiar por contacto con tejidos infectados o fluidos del cuerpo, esa clase de trabajo espeluznante estaba fuera de toda discusión. Además, por esta razón yo había procurado que su sangre no me salpicara.

Cuando el jefe me habló de sus sueños de estupro y mutilación, me puso enfermo pensar que estaba respirando el mismo aire que él. Dudaba sin embargo que el microbio que tenía se contagiara por las vías respiratorias. Si era tan contagioso, Moonlight Bay no se estaba dirigiendo hacia el infierno, como él me había dicho: haría ya tiempo que habría llegado al abismo de sulfuro.

Tic, tic, tic.

Según el marcador del salpicadero, el tanque de gasolina estaba casi lleno. Bien. Perfecto. A primeras horas de la noche, en casa de Angela, el grupo de monos me había enseñado como destruir las pruebas de un asesinato.

El fuego sería tan intenso que los cuatro cartuchos de bala, la carrocería metálica del coche y hasta las estructuras mas pesadas se derretirían. De Lewis Stevenson no quedarían más que huesos chamuscados y el plomo de la bala desaparecería. Ni mis huellas dactilares, cabellos o fibras de la ropa iban a sobrevivir.

La otra bala había atravesado el cuello del jefe y pulverizado la ven tanilla de la puerta del conductor Ahora estaría en algún lugar del aparcamiento o, con suerte, descansaba en las profundidades de la cuesta cubierta de hiedra que iba desde el extremo final del aparcamiento hasta la parte mas elevada del camino del embarcadero, donde sería imposible encontrarla.

La pólvora del disparo adherida a mi chaqueta también era una prueba que me acusaría. Debía destruirla. No podría. Quería a esa chaqueta. Era magnifica. Y el agujero de bala en el bolsillo la hacia aun mas magnifica.

– Demos a los maestros de escuela solterones alguna oportunidad -murmure mientras cerraba las puertas delanteras y traseras del coche.

La breve risa que dejé escapar estaba tan exenta de humor y fue tan sombría que me dolió tanto como la posibilidad de que me encarcelaran.

Saqué el cargador del arma, cogí una bala -quedaban seis- y luego volví a cargarla.

Orson gimió con impaciencia y cogió un extremo de la mecha de gasa con la boca.

– Sí, sí, sí -exclamé, y luego le di el premio doble que merecía.

El chucho debió de cogerla porque despertaba su curiosidad, porque los perros sienten curiosidad por todo.

«Que divertido, una serpentina blanca. Como una serpiente, serpiente. Serpiente… pero no es una serpiente. Interesante. Interesante. Huele al amo Snow. Debe ser buena para comer. Ya casi nada es bueno para comer.»

El hecho de que Orson la cogiera y gimiera con impaciencia no significaba necesariamente que comprendiera el propósito o la naturaleza de lo que había confeccionado. Su interes -y la rara oportunidad- debió de ser una coincidencia.

Sí. Seguro. Como la puramente coincidente erupción de fuegos artificiales cada día de la Independencia.

Con el corazón desbocado esperando ser descubierto en cualquier momento, cogí la mecha de gasa que tenía Orson, y até cuidadosamente la bala en uno de los extremos.

Me contemplaba sin parpadear.

– ¿Te parece bien el nudo -pregunté-, o te gustaría hacer uno tu mismo?

Me dirigí a la puertecilla de la gasolina e introduje el cartucho en el tanque Su peso empujo la mecha hacia el interior del recipiente. La gasa absorbente enseguida quedaría empapada de gasolina.

Orson corría nervioso en círculo: «Corre, corre. Corre rápido. Rápido rápido, rápido amo Snow».

Dejé fuera del tanque casi metro y medio de mecha. Quedo colgando a un lado del coche patrulla y la llevé hasta la acera.

Fui a buscar la bicicleta que seguía apoyada contra el tronco del laurel, me detuve y encendí la mecha con el encendedor de gas. Aunque el trozo de mecha que había quedado fuera no estaba empapado con gasolina, ardió mas rápido de lo que imaginaba. Demasiado.

Salté a la bicicleta y pedaleé como si todos los abogados del infierno y algunos demonios de esta tierra corrieran aullando tras mis talones, lo cual harían probablemente. Con Orson corriendo a mi lado, atravesé disparado el aparcamiento hasta la rampa de salida, me metí en el camino del embarcadero, que estaba desierto, y luego hacia el sur pasé delante de restaurantes y comercios cerrados que se alineaban frente a la bahía.

La explosión llegó demasiado pronto, un fuerte estampido menos sonoro de lo que esperaba. A mi alrededor y ante mí brilló una luz anaranjada, la llama inicial del estallido fue refractada a considerable distancia por la niebla.

Imprudentemente apreté el freno de mano, di un giro de ciento ochenta grados, hice un alto con el pie en la calzada y mire atrás.

Poco pude ver, ningún detalle: un foco de luz blanca y amarilla rodeada de llamas anaranjadas, suavizado por la profunda y arremolinada bruma.

Lo peor que vi no se encontraba en la noche sino en el interior de mi corazón: el rostro de Lewis Stevenson burbujeante, humeante, emitiendo un vapor de grasa como si fuera panceta friéndose en la sartén.

– Dios mío -exclamé con una voz tan ronca y temblorosa que ni yo mismo reconocí.

Tenía que encender la mecha, no podía hacer otra cosa. Aunque los polis supieran que Stevenson había sido asesinado, las pruebas de cómo lo había sido -y por quien- habrían desaparecido.

Me alejé del puerto con mi perro cómplice, atravesé unas cuantas calles en espiral, avenidas, el lóbrego centro náutico de Moonlight Bay. Aunque sentía el peso de la Glock en el bolsillo, la chaqueta de cuero con la cremallera abierta flotaba como una capa mientras corría sin ser visto, evitando la luz ahora por más de una razón, una sombra flotando a través de las sombras, como si fuera el legendario fantasma, escapado del laberinto subterráneo de la ópera, ahora sobre ruedas y decidido a aterrorizar al mundo.

Entretenerme con esa imagen etérea de mí mismo inmediatamente después de haber cometido un asesinato, no dice mucho a mi favor. En mí defensa solo puedo decir que al reconstruir esos acontecimientos como una gran aventura, conmigo en el papel de protagonista, estaba intentando desesperadamente apartar mis miedos y, más desesperadamente todavía, evitar el recuerdo del disparo. Y también necesitaba suprimir las horribles imágenes del cuerpo ardiendo que mi activa imaginación generaba como una serie sin fin de apariciones fantasmales saltando de las negras paredes de una atracción.

El vacilante esfuerzo por dar un aspecto romántico al suceso solo duró hasta que llegué a la avenida contigua al Gran Teatro, a media manzana de Ocean Avenue, donde una lámpara de seguridad llena de mugre hacía que la niebla pareciera contaminación. Allí dirigí la bici, la deje rodar por el pavimento, me acerque al Dumpster y vomité lo poco que no había digerido de la cena de media noche con Bobby Halloway.

Había asesinado a un hombre.

Indudablemente la víctima se merecía morir. Y mas pronto o más tarde, con una u otra excusa, Lewis Stevenson me hubiera matado, sin tener en consideración la voluntad de sus colegas de conspiración de garantizarme una dispensa especial, había actuado en defensa propia, podría argumentarse. Y para salvar la vida a Orson.

Pero había matado a un ser humano, y aun en aquellas circunstancias, no se alteraba la esencia moral del acto. Sus ojos vacíos, muertos, me obsesionaban. La boca, abierta en un grito silencioso, los dientes ensangrentados. La memoria trae fácilmente las visiones; sonidos, sabores, sensaciones táctiles son más difíciles de evocar; es virtualmente imposible experimentar un olor tan sólo deseando recordarlo. Y sin embargo antes había recordado la fragancia del champú de mi madre, y ahora el olor metálico de la sangre fresca de Stevenson persistía de tal manera que me obligó a quedarme en Dumpster como si estuviera en la barandilla de un barco en movimiento.

De hecho no sólo me afectaba haberlo matado, sino también haber destruido el cadáver y toda evidencia con diligencia y eficacia. Al parecer tenía talento para la vida criminal. Sentí como si algo de aquella oscuridad en la que había vivido durante veintiocho años se hubiera deslizado en mi interior y se hubiera colado en una cámara hasta entonces desconocida de mi corazón.

Purificado pero sin sentirme mejor por ello, subí de nuevo a la bicicleta y atravesé con Orson una serie de desvíos hasta la gasolinera Caldecott, en la esquina de San Rafael Avenue y Palm Street. El servicio estación estaba cerrado. La única luz en el interior procedía de un reloj de pared con un neón azul de las oficinas, y la única luz en el exterior era la de la máquina expendedora de bebidas.

Compré una lata de Pepsi para sacarme el gusto amargo de la boca. Abrí el grifo del agua que había en la zona para hinchar ruedas y esperé mientras Orson bebía del chorro.

– Qué perro más feliz debes ser con un amo tan atento -dije-. Siempre pensando si tienes sed, hambre o si estás limpio. Siempre dispuesto a matar a cualquiera que levante un dedo contra ti.

La mirada inquisitiva que me devolvió fue desconcertante aun en la penumbra. Luego me lamió la mano.

– Gratitud y reconocimiento -dije.

Volvió a beber más agua, acabó y se sacudió el morro chorreante.

– ¿De dónde te sacó mamá? -pregunté mientras cerraba el grifo.

Me volvió a mirar a los ojos.

– ¿Qué secreto guardaba mi madre?

Su mirada era firme. Conocía las respuestas a mis preguntas. Pero no iba a hablar allí mismo.

27

Me parece que Dios holgazanea por los alrededores de la iglesia de St. Bernadette, tocando la guitarra con una banda de ángeles o jugando al ajedrez mental. Está en una dimensión que no podemos ver, sacando copias para nuevos universos en los cuales problemas como el odio, la ignorancia, el cáncer y el pie de atleta serán eliminados en el plan previo. Vuela por encima de los bancos de la iglesia de roble barnizado, como en una piscina llena de nubes de incienso y sencillas plegarias en lugar de agua. Tropieza silenciosamente con las columnas y las esquinas del techo de la catedral mientras medita ensoñaciones y espera a los parroquianos que necesitan acercarse a Él con problemas que resolver.

Aquella noche tuve el presentimiento de que Dios se mantenía a distancia de la rectoría contigua a la iglesia. Tuve una sensación de grima cuando pasé por delante pedaleando en la bicicleta. La casa de piedra de dos plantas -como la de la iglesia- era de estilo normando francés con algunas modificaciones, las suficientes para acomodarla al suave clima de California. Las tejas superpuestas de pizarra negra del tejado en vertiente, con la humedad de la niebla, eran tan gruesas como la armadura de escamas del ceño de un dragón, y más allá de los inexpresivos ojos negros del cristal de las ventanas -incluyendo un óculo a cada lado de la puerta principal- se levantaba un reino sin alma. La rectoría nunca me había parecido un lugar prohibido, pero ahora la contemplaba con desasosiego debido a la escena que había presenciado entre Jesse Pinn y el padre Tom en el sótano de la iglesia.

Pasé por delante de la rectoría y de la iglesia y entré en el cementerio, bajo los robles y las tumbas. Noah Joseph James, que había fallecido a los noventa y seis años, seguía tan silencioso como cuando lo había saludado antes; aparqué la bicicleta contra su lápida.

Saqué el teléfono móvil del cinturón e inserté la clave que me comunicaba directamente con la cabina de la emisora KBAY. Escuché cuatro llamadas antes de que Sasha respondiera, aunque en la cabina no debió sonar ningún timbre. Sasha vio la llamada por la luz azul intermitente de la pared que tenía enfrente cuando estaba ante el micrófono. La contestó apretando el botón de espera y mientras lo hacía, escuché su programa a través de la línea telefónica.

Orson empezó a husmear buscando ardillas.

Formas nebulosas flotaban como espíritus entre las tumbas.

Oí a Sasha introducir un par de cuñas «donut» de veinte segundos; no son anuncios comerciales de donuts, sino anuncios con el principio y el final grabado que dejan un espacio en el centro para temas de actualidad. Siguió con unos comentarios sobre Elton John, y luego emitió «Japanese Hands». Evidentemente el festival de Chris Isaak ya había acabado.

– He puesto varias grabaciones, tienes algo más de cinco minutos, encanto -dijo levantando el auricular.

– ¿Cómo sabías que era yo?

– Sólo unas cuantas personas tienen este número, y la mayoría están durmiendo a estas horas. Además, cuando se trata de ti, tengo una gran intuición. En cuanto vi la luz del teléfono, sentí un hormigueo en mis partes bajas.

– ¿Tus partes bajas?

– Mis partes bajas femeninas. Estoy impaciente por verte, Snowman.

– Veo que empezamos bien. Oye, ¿quién más está trabajando contigo esta noche?

– Doogie Sassman -era el ingeniero de producción que operaba en la emisora.

– ¿Están los dos solos? -me inquieté.

– ¿De pronto te has vuelto celoso? Qué maravilla. Pero no tienes que preocuparte. No alcanzo el nivel de Doogie.

Cuando Doogie no estaba acomodado en la silla de mandos del panel de control de audio, se pasaba casi todo el tiempo encima de una Harley-Davidson. Medía unos dos metros y pesaba ciento treinta kilos. Sus abundantes e indomables cabellos rubios y la barba ondulada eran tan brillantes y sedosos que tenías que resistir el impulso de acariciarlos y el colorido tatuaje que virtualmente le cubría cada pulgada de los brazos y el torso se lo había hecho durante sus años universitarios. Sin embargo, Sasha no bromeaba del todo cuando me dijo que no alcanzaba los niveles de Doogie. Con el sexo opuesto, tenía más atractivo que Pooh con el décimo poder. Lo conocía desde hacía seis años y las cuatro mujeres con las que había mantenido relaciones podían haber asistido a los premios de la Academia en téjanos, camisa de franela y sin maquillaje y brillar más que cualquier estrella deslumbrante en la ceremonia. Bobby dice siempre que Doogie Sassman ha vendido su alma al diablo, que es el amo secreto del universo, que posee los genitales con las proporciones más sorprendentes de la historia del planeta y que produce unas hormonas sexuales que tienen mas poder que la gravedad de la Tierra.

Me alegre de que Doogie estuviera trabajando esa noche, porque no tenía duda alguna de que era mucho más fuerte que cualquiera de los otros ingenieros de la KBAY.

– Creía que había alguien mas aparte de ustedes dos -dije.

Sasha sabía que no estaba celoso de Doogie, y captó el tono de preocupación en mi voz.

– Ya sabes que aquí las cosas se han ajustado mucho desde que cerró Fort Wyvern y que hemos perdido la audiencia de los militares por la noche. Apenas nos da dinero para salir al aire aun con un exiguo personal ¿Que pasa, Chris?

– ¿Has cerrado con llave las puertas de la emisora?

– Sí. Al final de la noche los y las disc jockeys se reúnen a mirar Llamada en la noche para animarse.

– Aunque salgas después del amanecer, prométeme que 0 Doogie u otro te acompañará hasta el Explorer.

– ¿Quien se ha escapado… Drácula?

– Prométemelo.

– Chris, ¿que demonios…?

– Te lo contare luego. Prométemelo -insistí.

Suspiró.

– Está bien. Pero ¿tienes algún problema? ¿Estas…?

– Estoy bien, Sasha. De verdad. No te preocupes. Prométemelo.

– Ya lo he hecho.

– No has dicho la palabra.

– Caray. Está bien, esta bien. Te lo prometo. Si no lo cumplo, que me parta un rayo. Espero que luego me cuentes una historia fantástica, al menos tan espantosa como las que se suelen escuchar en los campamentos de las scouts ¿Me estarás esperando en casa?

– ¿Llevaras tu antiguo uniforme de scout?

– La única parte que podría ponerme son los calcetines hasta las rodillas.

– Ya es suficiente.

– Te excita el cuadro, ¿eh?

– Me emociona.

– Eres malo, Christopher Snow.

– Sí, soy un asesino.

– Nos veremos dentro de un ratito, asesino.

Desconectamos y volví a colgarme del cinturón el teléfono móvil. Me quedé un rato escuchando el silencio en el cementerio. Ni un ruiseñor practicaba, y hasta el humo de las chimeneas se había ido a la cama. Sin duda los gusanos estaban despiertos y trabajando, pero siempre llevan a cabo su solemne labor en un respetuoso silencio.

– Creo que necesito un guía espiritual Vamos a hacerle una visita al padre Tom -le dije a Orson.

Mientras cruzaba el cementerio a pie y me dirigía a la parte de atrás de la iglesia, saqué la Glock del bolsillo de la chaqueta. En una ciudad en la que el jefe de policía soñaba con pegar y torturar a jovencitas y en la que los empleados de la funeraria van armados, podía presumir que el cura no iría armado solamente con la palabra de Dios.

Desde la calle la rectoría parecía estar a oscuras, pero una vez en la parte trasera, vi dos ventanas iluminadas en la habitación posterior del segundo piso.

Después de la escena que había presenciado protegido por el pesebre en el sótano de la iglesia, no me sorprendió que el rector de St. Bernadette no pudiera dormir. Aunque eran cerca de las tres de la mañana, cuatro horas desde la visita de Jesse Pinn, el padre Tom todavía no se había atrevido a apagar la luz.

– Como si fuéramos gatos -le dije a Orson.

Subimos un tramo de escalones y luego, tan silenciosamente como pudimos, cruzamos el suelo de madera del porche de la parte de atrás.

Probé a abrir la puerta, pero estaba cerrada. Creí que un hombre de Dios consideraría un asunto de fe confiar en su Creador más que en un pestillo.

No quise llamar ni dar la vuelta hasta la puerta de entrada y hacer sonar el timbre. Con un asesinato a mis espaldas parecía estúpido tener escrúpulos por un allanamiento de morada. Sin embargo, quería evitar tener que entrar rompiendo algo porque el sonido de cristales rotos alertaría al cura.

Cuatro ventanas daban al porche. Intenté abrirlas una tras otra, la tercera no tenía puesto el cerrojo. Tuve que meterme la Glock en el bolsillo de la chaqueta, porque la humedad había hinchado la madera de la ventana y costaba abrirla, necesité ambas manos para levantar el bastidor más bajo, haciendo presión primero en el marco y después metiendo los dedos debajo del raíl inferior La deslicé hacia arriba con chirridos y estridencias suficientes para dar ambiente a una película de Wes Craven.

Orson hizo un gesto despectivo sobre mi habilidad como infractor de la ley. Crítico con todo el mundo.

Esperé hasta que me convencí de que el ruido no se había oído en el piso de arriba y entonces me deslicé por la ventana abierta a una habitación tan negra como el bolso de una bruja.

– Vamos, colega -murmuré, porque no quería dejarlo solo afuera, sin una pistola.

Orson saltó adentro y cerré la ventana tan silenciosamente como me fue posible. También pasé el pestillo. Aunque no creía que nos estuvieran vigilando los miembros del grupo ni otros, no quise dar facilidades a alguien o a algo para seguirnos al interior de la rectoría.

Un rápido vistazo con el lápiz linterna me reveló que estábamos en el comedor. Dos puertas -una a mi derecha y la otra en la pared opuesta a las ventanas- se abrían en la habitación.

Apagué la linterna, volví a sacar la Glock y me acerqué a la puerta más próxima, a la derecha. Detrás estaba la cocina. El brillo de los números de los relojes digitales de dos hornos y el microondas iluminaban lo suficiente para permitirme ir hasta la puerta basculante que daba al vestíbulo sin chocar contra la nevera o la cocina.

Al pasillo daban unas habitaciones oscuras y la entrada estaba iluminada únicamente por una velita. En una mesa de tres patas y en media luna apoyada en una de las paredes había un altarcito dedicado a la Santa Madre. Una vela votiva en un vaso de color rojo rubí parpadeaba irregularmente en el centímetro de cera que quedaba.

En medio del inconstante latido de la luz, el rostro de porcelana de la imagen de María era el retrato de la pena y no de la gracia. Al parecer, sabía que el residente de la rectoría era más un cautivo del miedo que un capitán de la fe.

Con Orson a mi lado, subí los dos tramos de escalera hasta el segundo piso. El malvado hippie y su pariente de cuatro patas.

El pasillo del segundo piso formaba una L, con el rellano en el punto de unión. El tramo de la izquierda estaba a oscuras. Al final del pasillo, directamente delante de mí, había una escalera plegable abierta que descendía de una trampilla del techo; debía de haber encendida una lámpara en un extremo del ático, aunque sólo un brillo fantasmal descendía por los peldaños de la escalera.

Una luz más fuerte llegaba procedente de una puerta abierta, a la derecha. Crucé el pasillo hasta el umbral, me asomé al interior cautelosamente y me encontré con el austero dormitorio del padre Tom, en el que un crucifijo colgaba encima de una cama sencilla de pino oscuro. El cura no estaba allí; evidentemente había subido al ático. La colcha había sido retirada, las mantas estaban bien dobladas a los pies de la cama, y las sábanas en su sitio.

Las dos lámparas de las mesillas de noche estaban encendidas, lo cual hacía que la zona estuviera demasiado iluminada para mí, aunque me interesaba más el otro extremo del cuarto, donde había un escritorio apoyado en la pared. Bajo la lámpara de bronce con una pantalla de cristal verde, había un libro abierto y una pluma. El libro parecía un diario.

A mis espaldas, Orson emitió un suave gruñido.

Me volví y vi que estaba al pie de la escalera, mirando con suspicacia hacia el ático débilmente iluminado encima de la trampilla abierta. Cuando me miró, levanté un dedo hasta los labios, le ordené callar suavemente y que viniera a mi lado.

Y lo hizo, en lugar de saltar como un perro circense hasta lo alto de la escalera. Por ahora parecía disfrutar de la novedad de la obediencia.

El padre Tom haría bastante ruido al bajar del ático y me alertaría de su llegada con el tiempo suficiente. De todos modos, situé a Orson ante la puerta del dormitorio, desde donde podía ver la escalera.

Protegiéndome la cara de la luz que rodeaba la cama, crucé la habitación hacia el escritorio no sin antes echar un vistazo al otro lado de la puerta abierta del cuarto de baño contiguo. No había nadie.

En el escritorio, además del diario, había una garrafa llena al parecer de whisky escocés. Junto a la garrafa, un vaso de doble dosis casi lleno de un líquido dorado. El cura había estado bebiendo a palo seco, sin hielo. O quizá no precisamente bebiendo.

Levanté el diario. La caligrafía del padre Tom era apretada y precisa, como la de una máquina de escribir. Me metí en la zona más oscura de la habitación, porque mis ojos adaptados a la oscuridad necesitaban poca luz para leer, y examiné el último párrafo de la página, que se refería a su hermana. Se había interrumpido en la mitad de una frase:

Cuando llegue el final, no podré salvarme. Sé que no podré salvar a Laura, porque ya no es quien era. Casi se ha ido. Sólo queda de ella la cáscara, y quizás hasta esto ha cambiado. O Dios se ha llevado su alma a Su seno mientras ha dejado su cuerpo habitado por la entidad en que se ha convertido, o Él la ha abandonado. Por consiguiente, también nos abandonará a nosotros. Creo en la gracia de Cristo. Creo en la gracia de Cristo. Creo porque no tengo nada más por lo que vivir. Y si creo, debo vivir para mi fe y salvar a los que pueda. Si no puedo salvarme a mí o a Laura, al menos puedo rescatar a esas tristes criaturas que vienen a mí para liberarse del tormento y del control. Jesse Pinn o los otros que les dan órdenes pueden matar a Laura, pero ella ya no es Laura, Laura se ha perdido para siempre y no puedo permitir que sus amenazas detengan mi labor. Pueden matarme, pero hasta que lo

Orson permanecía alerta ante la puerta abierta, vigilando el pasillo. Fui a la primera página del diario y observé que la anotación inicial estaba fechada el primero de enero del mismo año:

Laura esta retenida hace ya mas de nueve meses, y yo he perdido toda esperanza de volverla a ver. Si se me da la oportunidad de volverla a ver, debo negarme, Dios me perdone, porque me daría mucho miedo enfrentarme con lo que puede haberse convertido. Todas las noches le pido a la Santa Madre que interceda ante su Hijo para que prive a Laura de los sufrimientos de este mundo.

Para comprender del todo la situación y la condición de su hermana, hubiera tenido que encontrar el volumen o volúmenes anteriores del diario, pero no tenía tiempo de buscarlos.

Sonó un golpe en el ático. Me quede inmóvil, contemplando el techo, escuchando. Orson, ante el umbral de la puerta, levantó una oreja.

Pasó medio minuto sin que se escuchara otro sonido y volví a centrar mi atención en el diario. Con la sensación de que el tiempo discurre a toda prisa, busque apresuradamente en el libro y leí al azar.

La mayor parte del contenido hacía referencia a las dudas teológicas y a los tormentos del cura. Se esforzaba a diario en recordar -para convencerse, para implorarse que tenía que recordar- que su fe siempre lo había sostenido y que se perdería irremediablemente si no podía sostener su fe en momentos de crisis. Esos fragmentos eran desagradables y podían haber sido una lectura fascinante por el retrato que proporcionaban de una mente torturada, pero no revelaban nada acerca de la conspiración de Wyvern que había infectado Moonlight Bay. En consecuencia, los examine superficialmente.

Encontré una página y luego otras más en las que la caligrafía del padre Tom se convertía en un garabato. Los fragmentos eran bastante incoherentes, altisonantes y paranoicos, y deduje que debió de haberlos escrito después de haber bebido el suficiente whisky como para hablar balbuciendo.

Más turbadoras aún fueron las anotaciones fechadas el 5 de febrero, tres páginas en las que la elegante escritura era precisa hasta la obsesión.

Creo en la gracia de Cristo. Creo en la gracia de Cristo. Creo en la gracia de Cristo. Creo en la gracia de Cristo. Creo en la gracia de Cristo.

Las seis palabras se repetían una línea tras otra, aproximadamente doscientas veces. Ni siquiera una aparecía escrita apresuradamente, cada frase había sido escrita en la página con tanta meticulosidad, que un sello de goma o un tampón no hubieran producido un resultado tan uniforme. Al recorrer estas anotaciones, comprendí la desesperación y el terror que debía de sentir el cura cuando las escribía, como si sus turbulentas emociones hubieran entrado en el papel junto con la tinta, para expandirlas por siempre jamás.

«Creo en la gracia de Cristo.»

Me pregunté qué incidente habría llevado al padre Tom el 5 de febrero al borde del abismo espiritual y emocional ¿Qué debió ver? Me pregunté si quizá lo habría escrito en un momento de apasionado y desesperado conjuro después de experimentar una pesadilla similar a los sueños de violación y mutilaciones que habían atormentado -y por último le habían hecho disfrutar- a Lewis Stevenson.

Seguí pasando páginas y revisando anotaciones y encontré una observación interesante fechada el 11 de febrero. Se hallaba en medio de un pasaje largo y torturado en el que el cura argüía consigo mismo sobre la existencia y la naturaleza de Dios, jugando a ser creyente y escéptico a la vez, y hubiera pasado por encima si mi vista no hubiera tropezado con la palabra grupo.

Este nuevo grupo, en cuya libertad me he comprometido, me da esperanzas precisamente porque es la antítesis del grupo original. En estas nuevas criaturas no hay maldad, ni sed de violencia, ni rabia…

Un grito desesperado procedente del ático desvió mi atención del diario. Fue un sollozo sin palabras, de miedo y de dolor, tan espantoso y patético que reverberó como un gong tremendo a través de mi mente y a la vez me rozó la fibra sensible. La voz parecía la de un niño, quizá de tres o cuatro años, perdido, temeroso y angustiado al mismo tiempo.

A Orson le afectó tanto aquel grito que salió rápidamente del cuarto al pasillo.

El diario del cura era demasiado grande para que entrara en uno de los bolsillos de mi chaqueta. Me lo metí bajo el cinturón de los téjanos, en la región lumbar.

Cuando salí al pasillo tras el perro, lo encontré al pie de la escalera, observando las sombras plegadas y la suave luz procedente del ático de la rectoría. Volvió hacia mí sus expresivos ojos y supe que si hubiera podido hablar, hubiera dicho: «Tenemos que hacer algo».

Este perro peculiar alberga un montón de misterios, posee la mayor inteligencia que un perro puede poseer y con frecuencia tiene un sentido muy definido de responsabilidad moral. Incluso antes de los acontecimientos que escribo. Algunas veces me preguntaba si la reencarnación no sería algo más que una superstición, porque podía imaginar a Orson como un maestro, un policía o hasta una prudente enfermera en una antigua vida, renacidos en un cuerpo más pequeño, peludo y con rabo.

Pensamientos de este tipo me hubieran cualificado como candidato al premio Pia Klick por la excepcional obra en el campo de especulaciones descabelladas. De los verdaderos orígenes de Orson me iba a enterar pronto y, aunque no fueran sobrenaturales, resultarían más sorprendentes que cualquier escenario que Pia Klick y yo, en ferviente colaboración, hubiéramos podido imaginar.

Descendió un segundo grito, y a Orson le afectó tanto que soltó un gemido de angustia demasiado suave para que llegara hasta el ático. Como la vez anterior, la voz que sollozaba parecía la de un niño de corta edad.

Le siguió otra voz, demasiado baja para que pudiera distinguir las palabras. Hubiera asegurado que era la del padre Tom, pero no pude oír su tono con la suficiente claridad para decir si era de consuelo o de amenaza.

28

De haberme fiado del instinto, hubiera salido volando de la rectoría y me hubiera ido directamente a casa. Tras prepararme una taza de té y untar un panecillo con mermelada de limón, hubiera puesto una película de Jackie Chan y me hubiera pasado las dos horas siguientes en el sofá, con un afgano en el regazo y mi curiosidad en el bolsillo.

En lugar de eso, y para no tener que admitir que tenía un sentido de la responsabilidad moral menos desarrollado que mi perro, hice una señal a Orson para que se quedara quieto y esperara. Luego subí la escalera con la Glock de 9 milímetros en la mano derecha y el diario del padre Tom clavado en la región lumbar.

Como un cuervo batiendo las alas frenéticamente en el interior de la jaula, me vino el recuerdo de las oscuras imágenes de las descripciones de los sueños enfermizos de Lewis Stevenson. El jefe tenía fantasías con niñas de la edad de su nieta, pero los sollozos que acababa de oír parecían los de un niño menor. Si el rector de St. Bernadette estaba al borde de la misma demencia que Stevenson, no iba a importarle la edad de su víctima.

Cerca de la cima de la escalera, con una mano en la frágil barandilla, volví la cabeza y vi a Orson en el pasillo, mirando hacia arriba. Tal como le había ordenado, no me seguía.

Había sido muy obediente durante una hora y no había discutido mis órdenes sin gestos sarcásticos o giros de ojos. Esta moderación significaba una mejora en su comportamiento. Una mejora de al menos media hora, todo un récord olímpico.

Finalmente me metí en el ático, esperando recibir una patada en la cabeza con una bota eclesiástica. Pero había sido lo bastante discreto para no llamar la atención del padre Tom, porque no me estaba esperando para incrustarme de una patada los huesos de la nariz en el lóbulo frontal.

La trampilla estaba en el centro de un pequeño espacio rodeado, hasta donde pude ver, por un laberinto de cajas de cartón de varios tamaños, muebles viejos y otros objetos que no pude identificar amontonados hasta una altura de casi dos metros. La bombilla que daba directamente sobre la trampilla no estaba encendida, y la única luz llegaba procedente de la izquierda, del extremo que daba a la fachada de la casa.

Avance agachado por el amplio ático, aunque hubiera podido hacerlo erecto. La inclinación del tejado normando me daba la posibilidad de hacerlo. Aunque no me preocupaba darme de cara contra una viga del techo, intuí, sin embargo que podía recibir un porrazo en la cabeza, un tiro entre las cejas o una puñalada en el corazón de manos de un cura loco. Si hubiera podido arrastrarme sobre el vientre como una serpiente no hubiera avanzado agachado.

El aire húmedo olía a tiempo destilado y embotellado a polvo, a viejo cartón rancio, a la persistente fragancia de la madera de las cabrias, a moho y al extraño hedor de algún animal muerto, un pajaro o un ratón pudriéndose en un rincón sin luz.

A la izquierda se abrían dos entradas al laberinto, una de ellas de metro y medio de ancho y la otra de poco más de un metro. Considerando que el pasillo era el camino más directo para atravesar el desordenado ático y era el único que seguramente el cura utilizaba para aproximarse a su prisionero -si se trataba de un prisionero-, me deslicé silenciosamente por el estrecho pasadizo. Prefería coger al padre Tom por sorpresa que encontrármelo accidentalmente en alguna esquina.

Había cajas a ambos lados, algunas atadas con cordel, otras festoneadas con peladuras de papel adhesivo que me rozaron la cara como antenas de insectos. Avance despacio, tanteando el camino con la mano porque las sombras confundían y no quería hacer ruido.

Cuando llegue al cruce de la T no lo atravesé inmediatamente Me quedé en el borde, agucé el oído unos instantes, contuve la respiración pero no oí nada.

Salí sigilosamente del primer pasillo y escudriñe a derecha e izquierda del nuevo corredor, que también tenía un metro de ancho. A la izquierda la luz de la lámpara brillaba un poco más que antes. A la derecha se extendía una profunda penumbra que no quiso revelar sus secretos ni siquiera a unos ojos acostumbrados a la noche como los míos. Me dio la sensación de que un habitante hostil de esa oscuridad permanecía al alcance de mi mano al acecho, dispuesto a saltar.

Me dije que los trolls viven bajo los puentes, que los gnomos malvados lo hacen en cuevas, que los gremlins solo habitan en las tramoyas y que los goblins -entes demoníacos- no establecerían su residencia en una rectoría. Avancé por el nuevo pasillo y giré a la izquierda, dando la espalda a la impenetrable oscuridad.

De pronto se escucho un grito, tan escalofriante que giré en redondo y apunte con el arma hacia la oscuridad, seguro de que los trolls, los gnomos malvados, los gremlins, goblins, fantasmas, zombies y varios monaguillos mutantes sicóticos venían hacia mi. Por suerte no apreté el gatillo, la locura transitoria pasó porque el grito procedía de la misma dirección que antes: de la zona iluminada del fondo.

El tercer grito que oculto el ruido que yo hice al volverme para enfrentarme a la horda imaginaria procedía de la misma fuente que los otros dos, y en el ático sonó de manera diferente. No se parecía tanto a la voz de un niño. Y lo más desconcertante era una voz muy extraña, fuera de contexto, como varios compases de una música metálica saliendo de una garganta humana.

Pensé retirarme a la escalera, pero estaba demasiado adelantado para volver atrás. Existía la posibilidad remota, sin embargo, de que estuviera oyendo a un niño en peligro.

Por otro lado, si me echaba atrás, mi perro sabría que me había rajado. Y el era uno de los tres amigos íntimos que tenía en un mundo en el que solo importaban los amigos y la familia, y yo ya no tenía familia; me importaba mucho que tuviera una buena opinión de mi.

Las cajas que había a mi izquierda daban paso a unas sillas de mimbre amontonadas. Una desordenada colección de cestas bardadas y laqueadas de mimbre y caña, una cómoda con espejo ovalado tan mugriento que ni siquiera reflejo mi sombra, objetos amontonados cubiertos con trapos y luego más cajas.

Giré una esquina y entonces pude oír la voz del padre Tom. Hablaba en voz baja, con suavidad, pero no conseguí entender una palabra de lo que decía.

Me metí en una barrera de telarañas, retrocedí cuando se me pegaron en la cara y me rozaron la boca como labios de fantasma. Aparte, con la mano izquierda, las tiras rotas de las mejillas y de la visera de la gorra. Los hilos de la telaraña tenían un gusto amargo a hongos. Con una mueca, procuré escupir sin hacer ningún sonido.

Como esperaba nuevas revelaciones, sentí el impulso de seguir la voz del cura como hubiera seguido la música de una flauta en Hamelin. Tuve que reprimir el deseo de estornudar, provocado por el polvo depositado con un olor tan rancio que debía proceder del siglo pasado.

Tras dar otro giro, llegue al ultimo tramo del pasillo A unos dos metros mas allá del extremo del estrecho corredor de cajas, descendía la armadura de la parte interna del tejado hacia la fachada del edificio. Las cabrias, los puntales, las entrecintas y la parte interna del entablado del tejado, al cual estaba pegada la pizarra, proyectaban una luz de un amarillo opaco, procedente de una fuente fuera de mi vista, a la derecha.

Cuando me arrastraba hasta el final del pasillo, oí el débil crujido de las tablas del piso. No fueron unos ruidos más fuertes o más sospechosos que los habituales en este elevado reducto, aunque podían traicionarme.

La voz del padre Tom se hizo mas clara, pero solo podía entender una palabra entre cinco o seis.

Escuche otra voz, temblorosa y de un tono mas elevado. Parecía la voz de un niño muy pequeño y, sin embargo, no era exactamente así. No era tan musical como el habla de un niño. Ni tan inocente. No pude distinguir lo que decía, si decía algo. Escuché como se transformaba en un grito espectral que me hizo detener.

El pasadizo terminaba en un corredor final que se extendía a lo largo del lado este del laberíntico ático. Me arriesgue a asomarme a este tramo recto.

A la izquierda estaba oscuro, pero a la derecha, en el extremo sureste del edificio, esperaba encontrar la fuente de luz y al cura con su cautivo. Pero no fue así, porque la lámpara permanecía fuera de la vista, a la vuelta de otra esquina, en la pared sur.

Continué por ese corredor de dos metros de ancho, ligeramente agachado, porque la pared de mi izquierda era la parte inclinada del tejado. Pase ante la oscura boca de otro corredor entre cajas amontonadas y muebles viejos y luego me detuve, únicamente con la última pared de objetos amontonados entre la lámpara y yo.

De pronto una sombra serpenteante saltó hacia las cabrias y el entablado que formaban la pared que tenía ante mí: un violento y erizado desgranamiento de miembros dentados con una protuberancia bulbosa en el centro, tan extraño que estuve a punto de gritar del susto. Sujete la Glock con ambas manos.

Luego me di cuenta de que la aparición era la sombra distorsionada de una araña suspendida en un hilo. Debía de encontrarme cerca de la fuente de luz porque su imagen se proyectaba, muy agrandada, en las superficies que tenía ante mí.

Como asesino era bastante asustadizo. Quizá la culpable era la cafeína de la Pepsi que me bebí para endulzar el sabor amargo del vomito. La próxima vez que mate a alguien y vomite, tomaré un brebaje sin cafeína y lo acompañaré con un valium, para no empañar mi imagen de maquina homicida eficiente y carente de sentimientos.

Olvidada la araña, escuche la voz del cura con la claridad suficiente para entender sus palabras.

– … duele, si, claro, duele mucho. Te he sacado el emisor, lo he extraído y lo he triturado, y ya no podrán seguirte más.

Me vino a la memoria Jesse Pinn cruzando el cementerio, con un extraño aparato en la mano, escuchando unos raros tonos electrónicos y leyendo unos datos en una pantallita que emitía una luz verde. Evidentemente estaba siguiendo la señal de un emisor implantado con cirugía a esta criatura ¿Era un mono? ¿No era un mono?

– La incisión no era profunda -siguió diciendo el cura- El emisor estaba justo debajo de la grasa subcutánea. He esterilizado la herida y la he suturado -suspiro- Me gustaría saber hasta que punto me entiendes.

En el diario el padre Tom se refería a los miembros de un grupo nuevo, menos hostil y menos violento que el primero y escribía que se había comprometido en su liberación. Yo no podía saber por que era un nuevo grupo, tan opuesto al antiguo, o por qué andaban sueltos por el mundo con emisores bajo la piel, ni como habían aparecido esos monos tan inteligentes de ambos grupos. Estaba claro que el cura se consideraba un abolicionista de nuestros días luchando por los derechos de los oprimidos y que la rectoría era un refugio clave para el camino hacia la libertad.

Cuando Pinn se enfrentó al padre Tom en el sótano de la iglesia, debió creer que el fugitivo ya había sufrido la extracción quirúrgica y había sido trasladado, y que el rastreador estaba emitiendo la señal del emisor que ya no estaba implantado en la criatura que se proponía identificar. En cambio, el fugitivo se estaba recuperando en el ático.

El misterioso visitante del cura gimoteo suavemente, y el cura replicó con un murmullo de simpatía, como si le hablase a un bebé.

Animado por el recuerdo de la mansedumbre con la que había respondido el cura al empleado de la funeraria, recorrí los dos pasos que me separaban de la pared final de cajas. Me detuve con la espalda apoyada en el extremo de la hilera y doblé solo un poco las rodillas para acomodarme a la inclinación del tejado. Desde allí, para ver al cura y a la criatura que estaba con él, solo tenía que inclinarme a la derecha, girar la cabeza y asomarme.

No quise revelar mi presencia porque recordé algunas de las extrañas anotaciones en el diario del cura: los pasajes delirantes y paranoicos que bordeaban la incoherencia, las doscientas repeticiones de «Creo en la gracia de Cristo». Quizá no siempre fuera tan manso como lo había sido con Jesse Pinn.

Cubriendo el olor a moho, a polvo y a cartón viejo, había un nuevo aroma a medicina compuesto por alcohol, yodo y un antiséptico astringente.

En algún lugar del ala mas próxima, la gruesa araña trepo por su filamento, alejándose de la luz de la lámpara, y la sombra magnificada del arácnido disminuyo rápidamente por el techo oblicuo, se contrajo en una mancha negra y, finalmente, desapareció.

El padre Tom, mientras tanto, le hablaba a su paciente.

– Tengo antibiótico en polvo, capsulas de varios derivados de la penicilina, pero no tengo un analgésico eficaz. Me gustaría tenerlo. Pero este mundo es un valle de lágrimas, ¿verdad? Pronto estarás bien. Te recuperarás. Te lo prometo. Dios te ayudará a través mío.

Si el rector de St. Bernadette era un santo o un villano, una de las pocas personas con la cabeza en su sitio que quedaban en Moonlight Bay o bien un loco, yo no lo podía juzgar. No tenía bastantes datos ni comprendía el contexto de sus actos.

Sólo estaba seguro de una cosa: aunque el padre Tom pareciera racional e hiciera bien las cosas, su cabeza, sin embargo, tenía los cables lo suficientemente cruzados como para que dejarle sostener a un niño durante el bautismo fuera una imprudencia.

– Tengo conocimientos médicos básicos -le dijo el cura a su paciente-, porque, tres años después de acabar el seminario, estuve en una misión, en Uganda.

Creí oír al paciente un murmullo que me recordó -aunque no del todo- el suave arrullo de las palomas mezclado con el ronroneo, más gutural, de un gato.

– Estoy seguro de que te pondrás bien -siguió el padre Tom- Aunque deberás quedarte aquí unos días para que pueda administrarte los antibióticos y vigilarte la herida ¿Me comprendes? -y añadió con una nota de frustración y desespero- ¿Comprendes todo lo que te digo?

Cuando iba a inclinarme hacia la derecha y asomarme al otro lado de la pared de cajas, el Otro contestó al cura El Otro esto es lo que pensé del fugitivo cuando le oí hablar desde ese lugar más próximo, porque aquella voz no podía ser la de un niño o la de un mono, ni de nadie más en el Gran libro de la Creación de Dios.

Me quedé helado Deslicé el dedo en el gatillo.

Es cierto que en parte sonaba como la de un niño, o una niña, y en parte como la de un mono. Y también como un montón de cosas, de hecho, como si un técnico de sonido de Hollywood muy creativo estuviera jugando con una biblioteca de voces humanas y animales, mezclándolas en la consola de audio hasta conseguir la voz de un extraterrestre.

Lo más sorprendente del habla del Otro no era su escala tonal, ni sus inflexiones, ni siquiera la gravedad y la emoción que demostraba. Lo que más me impresionó fue percibir lo que significaba. No estaba oyendo un barboteo de ruidos animales. No era inglés, desde luego, no había una palabra de inglés, y aunque no soy políglota, estaba seguro de que no oía una lengua extranjera, porque no era lo bastante compleja para ser un lenguaje de verdad. Sin embargo, oía una serie fluida de sonidos exóticos compuestos como palabras rudimentarias, un fuerte y primitivo intento de lenguaje, con un pequeño vocabulario polisílabo, marcado por ritmos rápidos.

El Otro parecía querer comunicarse desesperadamente. Me sorprendió que aquella soledad, angustia y anhelo que expresaba su voz me emocionara. No me lo estaba imaginando. Era tan real como las tablas que tenía bajo los pies, el montón de cajas a mi espalda y los acelerados latidos de mi corazón.

Cuando el Otro y el cura hicieron un silencio, no fui capaz de asomarme por la esquina. Sospechaba que fuera cual fuera el aspecto del visitante del cura, no podría pasar por un mono de verdad, a diferencia de los miembros del grupo original que nos habían molestado, a Orson y a mí, cuando los encontramos en la punta sur de la bahía. Y si tenían algún parecido con los rhesus, las diferencias serían mayores y seguramente más numerosas que el maléfico color amarillo de los ojos de los otros monos.

Me dio miedo lo que pudiera encontrar, y mi temor no tenía nada que ver con el posible horror de este Otro resultado del laboratorio. El nudo de emoción que sentía en el pecho me impedía casi respirar y a duras penas podía tragar saliva. Lo que temía era mirar de frente a aquella entidad y ver en sus ojos mi propio aislamiento, mis ansias de normalidad, lo que había estado negando durante veintiocho años con el éxito suficiente como para ser feliz con mi destino. Pero mi felicidad, como todo lo demás, es frágil. Había captado un terrible anhelo en la voz de esa criatura, semejante al agudo anhelo a cuyo alrededor había ido formando durante años una concha de indiferencia y de muda resignación. Temí que al encontrarme con los ojos del Otro, la resonancia entre ambos hiciera estallar la concha y me dejara en una situación vulnerable.

Estaba temblando.

Esta es la razón por la que no puedo, no me atrevo, a expresar mi pena, mi dolor cuando la vida me hiere o se lleva de mi lado a alguien a quien quiero. El dolor conduce con demasiada facilidad al desespero. Y en este fértil campo, puede brotar y prosperar la autocompasión. Yo no puedo dejarme arrastrar por la autocompasión, porque si enumerara y me regodeara en mis limitaciones, caería en un agujero tan profundo que jamás podría salir de él. Tengo que ser un poco hijo de puta para sobrevivir, tengo que ir con una coraza sin grietas alrededor del corazón, al menos en lo que se refiere al dolor por los muertos. Soy capaz de expresar amor por la vida, abrazar a mis amigos sin reservas, entregar mi corazón sin preocuparme que vayan a abusar de el. Pero el día en que murió mi padre, tuve que burlarme de la muerte, del crematorio, de la vida, de todas las malditas cosas, porque no podía arriesgarme -no quise arriesgarme- a descender del dolor al desespero, a la autocompasión y, finalmente, al foso de rabia, soledad y odio hacia mí mismo, porque hubiera sido horrible. No puedo amar a los muertos. No importa lo desesperadamente que desee recordarlos y llevarlos en mi corazón, tengo que dejarlos ir, y rápidamente. Tengo que arrancarlos de mi corazón mientras aun están calientes en su lecho de muerte. Y también tengo que burlarme de mí mismo como asesino porque si pensara demasiado en lo que realmente significa haber asesinado a un hombre, aunque fuera un monstruo como Lewis Stevenson, tendría que preguntarme si soy en realidad el monstruo que aquellos pequeños y detestables mierdas de mi infancia aseguraban que era la lombriz nocturna, el niño vampiro, Chris el repugnante. No debo pensar demasiado en la muerte, en la de aquellos que quiero y en la de aquellos que desprecio. No debo pensar demasiado en que me he quedado solo. No debo pensar en lo que no puedo cambiar. Al igual que todos nosotros en esta confusión entre el nacimiento y la muerte no puedo introducir grandes cambios en el mundo, solo pequeños cambios para mejorar, espero, la vida de aquellos que amo. Lo cual significa que para vivir no debo preocuparme de lo que soy sino de lo que puedo transformar, no del pasado sino del futuro, no tanto de mi mismo sino del alegre círculo de amigos que me proporcionan la única luz en la que soy capaz de florecer.

Temblaba al pensar en la posibilidad de doblar la esquina y enfrentarme al Otro, en cuyos ojos podía ver demasiado de mi mismo. Apretaba la Glock como si en lugar de un arma fuera un talismán, como si fuera un crucifijo con el que podría defenderme de todo lo que pudiera destruirme y me obligué a actuar. Me incline hacia la derecha, gire la cabeza, y no vi a nadie.

El pasillo situado en el lado sur del ático era mas amplio que el del lado este, quizá tendría unos dos metros y medio; en el suelo de madera, doblado contra las guardacabias, había un colchón pequeño y un lío de mantas. La iluminación procedía de una lámpara de mesa con pantalla cónica colocada en un receptáculo GFI montado sobre un puntal de la guardacabia. Junto al colchón había un termómetro, una bandeja con fruta pelada y pan con mantequilla, una jarra con agua, potes con medícamentos y alcohol, los útiles para hacer vendajes, una toalla doblada y un paño húmedo manchado de sangre.

El cura y su invitado parecían haberse desvanecido como por encanto.

Aunque me había quedado inmovilizado por el impacto que me había producido la voz desesperada del Otro, no estuve en el extremo de la fila de cajas mas de un minuto, probablemente medio minuto, después que la criatura se quedara en silencio Y ni el padre Tom ni su visitante se veían en el pasillo que tenía delante.

Silencio absoluto. No escuché ni el sonido de unos pasos. Ni ningún crujido, chasquido o palpitación de la madera que fuera diferente a los ruidos típicos de asiento.

Busque entre las cabrias hacia el centro del espacio, convencido por el extraño presentimiento de que los desaparecidos habían aprendido el truco de la inteligente araña, habían fabricado finísimas telarañas y se habían acurrucado formando gruesas bolas en las sombras que se extendían sobre mi cabeza.

Mientras me quedara junto a la pared de cajas, a mi derecha, tenía suficiente espacio para permanecer derecho. Elevándose de las guardacabias, a la izquierda, las cabrias muy inclinadas distaban seis u ocho pulgadas de mi cabeza. No obstante, cambie de posición y avance agachado a la defensiva.

La lámpara no propagaba una luz peligrosa y la pantalla cónica alejaba la luz, así que me acerqué al colchón para mirar de cerca lo que había allí. Con la punta del zapato, removí el montón de mantas, aunque no estaba seguro de lo que esperaba encontrar debajo porque lo que encontré fue un montón de nada.

No me preocupaba que el padre Tom bajara las escaleras y descubriera a Orson. Por un lado, no creía que hubiera acabado su trabajo en el ático. Además, mi experimentado chucho tendría la astucia callejera de ponerse a cubierto y esconderse hasta que escapar fuera más factible.

Pero si el cura bajaba, también podía plegar la escalera y cerrar la trampilla. Podía forzarla desde arriba y abrir la escalera, aunque casi con tanto ruido como hicieron Satán y sus conspiradores cuando los echaron del cielo.

En lugar de seguir ese corredor hasta la siguiente entrada al laberinto y arriesgarme a topar con el cura y el Otro en el camino que debían de haber tomado, di la vuelta y retrocedí por donde había venido, diciéndome que era conveniente tener los pies ligeros. Las tablas del suelo de madera tenían algunos huecos, y estaban ajustadas en lugar de clavadas a las vigas del suelo, así que fui virtualmente silencioso aun con las prisas.

Cuando di la vuelta al extremo de la hilera de cajas, el padre Tom emergió con un ruido sordo de las sombras donde yo había estado hacia uno o dos minutos. No iba vestido para decir misa ni para irse a la cama, sino que llevaba un chándal gris, sudado, como si hubiera estado haciendo ejercicios gimnásticos.

– ¡Tu! -exclamo amargamente cuando me reconoció, como si no fuera Christopher Snow sino el diablo Baal y hubiera salido del pentáculo de tiza de un conjuro, sin pedir primero permiso o sin poseer un pase exculpatorio.

El cura dulce, jovial, de buen carácter que yo había conocido estaba pasando unas vacaciones en Palm Springs y le había dejado las llaves de su parroquia a su diablo gemelo. Me pegó en el pecho con el extremo romo de un bate de béisbol, lo bastante fuerte como para hacerme daño.

Como hasta un xepero está sometido a las leyes de la física, el golpe me impulsó hacia atrás, tropecé con las guardacabias y me golpeé la parte de atrás de la cabeza con una cabria. No vi las estrellas, ni siquiera a un actor de gran carácter como M. Emmet Walsh o a Rip Torn, y si no hubiera sido por el amortiguador de mis tupidos cabellos a lo James Dean, me habría dejado fuera de combate.

Mientras me volvía a golpear con el extremo romo del bate de béisbol, el padre Tom gritaba.

– ¡Tú! ¡Tú!.

Desde luego era yo, nunca había dicho que fuera otro, así que no sabía por qué estaba tan furioso.

– ¡Tú! -exclamó con un nuevo ataque de ira.

Esta vez me atestó un golpe en el estomago con el endemoniado bate que me dobló, pero que hubiera sido peor si yo no lo hubiera visto venir. Justo antes de que me largara el golpe, encogí el estomago y apreté los músculos abdominales, y como acababa de vomitar los restos de los tacos de pollo de Bobby, la única consecuencia fue una ardiente punzada de dolor, desde la ingle hasta el esternón. Hubiera sido de risa si hubiera llevado la armadura del uniforme de superhéroe debajo de la ropa de calle.

Le apunté con la Glock y la agité con gesto amenazador, pero él o era un hombre de Dios sin ningún temor a la muerte, o le faltaba un tormillo. Sujetando el bate con ambas manos para poder dar con más fuerza, lo dirigió salvajemente contra mi estómago, pero yo me hice a un lado y esquivé el golpe, aunque desgraciadamente me despeiné con el borde afilado de una cabria.

Me desconcertaba estar peleando con un cura. El encuentro parecía más absurdo que alarmante, aunque era lo suficientemente preocupante como para hacerme palpitar el corazón y para que me preocupara tener que devolverle a Bobby sus téjanos con manchas de orina.

– ¡Tú! ¡Tú! -exclamó más enfadado que antes, sorprendido, como si mi aparición en su polvoriento ático fuera tan fantástica e inusitada que su sorpresa iría creciendo cada vez más hasta convertir su cerebro en una nova.

Otra vez blandió el palo y hubiera errado el golpe aunque yo no hubiera esquivado el bate. Después de todo era un cura, y no un ninja asesino. Y era un hombre de mediana edad con exceso de peso.

El bate de béisbol golpeo con violencia una de las cajas de cartón, la agujereó, la sacó del montón y fue a parar más allá, en el pasillo vacío. Al bueno del cura, que ignoraba los principios básicos de las artes marciales y carecía del físico de un poderoso luchador, no le faltaba entusiasmo.

No podía imaginarme disparándole un tiro, pero tampoco podía permitir que me aporreara hasta matarme. Me alejé de él, hacia la lámpara y el colchón en el ancho pasillo del lado sur del ático, con la esperanza de que recuperara el sentido común.

Pero el cura me persiguió. Blandía el bate de derecha a izquierda, cortaba el aire con un silbido e inmediatamente otra vez de derecha a izquierda, mientras seguía con la misma cantinela, «¡Tú!», entre una oscilación y otra.

Tenía los cabellos revueltos, le caían sobre las cejas, y en su rostro aparecía una mueca de terror y de rabia. Las aletas de la nariz, dilatadas, temblaban con cada respiración estentórea y le salía de la boca saliva con cada repetición explosiva del pronombre que parecía constituir su único vocabulario.

Iba derecho a la muerte si esperaba que el padre Tom recuperara la lucidez. Si el sentido común no le había abandonado, en ese momento no lo llevaba consigo. Lo debió dejar en algún sitio, quizás en la iglesia, encerrado junto con la astilla de la tibia de un santo en el relicario del altar.

Cuando volvió a abalanzarse hacia mí, busque el brillo animal que había visto en los ojos de Lewis Stevenson, porque la visión breve de aquel extraño brillo hubiera justificado responder con violencia a la violencia. Hubiera significado que estaba peleando no con un cura o con un hombre normal, sino con algo que tenía un pie en el otro lado. No vi ni rastro de ella. Quizás el padre Tom estaba infectado con la misma enfermedad que había corrompido la mente del jefe de policía, pero si era así, no parecía tan avanzada como en el poli.

Me retiré sin perder de vista el bate de béisbol y me enganché el pie con el cordón de la lámpara. Iba a ser víctima de un cura gordo y maduro, pensé mientras caía de espaldas y aterrizaba en el suelo dándome un golpe en la nuca.

La lámpara también cayó. Por suerte la luz no deslumbró mis sensibles ojos.

Me desembarace del enredo del cordón y me largue al otro extremo a tiempo, porque el padre Tom se abalanzó y golpeó el suelo con el bate.

No me tocó las piernas por unas pulgadas, mientras recalcaba su asalto con esa acusación que ya me era familiar en segunda persona del singular «¡Tú!».

– ¡Tú! -exclame con cierta histeria, devolviéndosela mientras se guía apartándome de su camino.

Me pregunte dónde estaba toda esa gente que se suponía me reverenciaba. Yo estaba más que dispuesto a que se me reverenciara un poco, pero Stevenson y el padre Tom no cumplían los requisitos para la Sociedad de Admiradores de Christopher Snow.

Aunque el cura sudaba a mares y jadeaba, estaba fuera de toda cuestión que tenía aguante. Parecía un troll encorvado, con una joroba en el hombro, al acecho, de vacaciones del puente que tenía asignado. Esta postura encorvada le permitía levantar el bate por encima de la cabeza sin que chocara contra una cabria. Quería mantenerlo encima de su cabeza porque estaba claro que quería jugar a Babe Ruth con mi cráneo y sacarme el cerebro por las orejas.

Con o sin brillo en los ojos, tenía que detener a ese tipo sin dilación. No podía escapar porque podía revolverse contra mí, y aunque estaba un poco histérico -bueno, estaba histérico- podía imaginarme las posibilidades bastante bien para saber que ni siquiera el más ávido corredor de apuestas de Las Vegas cubriría una apuesta por mi supervivencia. Presa del pánico, martillado por el terror y por una vertiginosa y peligrosa sensación de lo absurdo, pensé que lo más humano sería dispararle un tiro en los cojones porque había hecho voto de celibato.

Por suerte no tuve la oportunidad de demostrarme a mí mismo el experto tirador que un disparo en aquel lugar hubiera requerido.

Apunté a la entrepierna y el dedo fue hacia el gatillo. No tuve tiempo de utilizar la visión láser. Antes de que pudiera darme cuenta, algo monstruoso salió del corredor detrás del cura y un gran predador oscuro se abalanzó sobre su espalda. El cura lanzó un grito y dejó caer el bate de béisbol mientras él iba a parar al suelo del ático.

Por un instante, me sorprendió que el Otro se pareciera tan poco a un rhesus y que atacara al padre Tom, su enfermera y su campeón, en lugar de lanzarse a mi cuello. Pero, claro, el gran predador oscuro no era el Otro era Orson.

El perro cogió al cura por la espalda y le mordió el cuello sudado del traje. Desgarrón en el tejido. Gruñía de tal modo que temí que ya le hubiera hecho daño al padre Tom.

Lo llamé mientras me ponía de pie. El chucho obedeció enseguida, sin infligirle una herida, no era tan sanguinario como había querido dar a entender.

El cura no hizo ningún esfuerzo para levantarse. Permaneció en el suelo con la cabeza vuelta a un lado y la cara medio cubierta por el pelo enmarañado y empapado de sudor. Le costaba respirar y sollozaba, y después de tres o cuatro intentos, dijo con amargura:

– Tú…

Obviamente sabía lo suficiente acerca de lo que estaba sucediendo en Fort Wyvern y en Moonlight Bay para responder a muchas, si no a todas, mis preguntas más urgentes. Pero no quise hablar con él. No pude hablar con él.

El Otro no debía de haber salido de la rectoría, todavía debía de estar ahí, escondido en la penumbra del ático. Aunque no creía que constituyera un serio peligro para mí o para Orson, sobre todo porque tenía la Glock, como no lo había visto no podía descartarlo como una amenaza. Tampoco quise buscarlo -o que me buscara- en aquel espacio claustrofóbico.

Claro que el Otro fue una mera excusa para salir de allí volando.

Lo que verdaderamente temía eran las respuestas que el padre Tom pudiera dar a mis preguntas. Porque aunque estaba dispuesto a escucharlas, no estaba preparado para ciertas verdades.

«Tú.»

Decía esa palabra con un odio desbordante, con una oscura emoción poco habitual en un hombre de Dios y en un hombre que siempre era amable y gentil. Transformó el simple pronombre en una denuncia y una blasfemia.

«Tú.»

Yo no había hecho nada para granjearme su enemistad. Yo no había dado la vida a esas desgraciadas criaturas que él se había comprometido a liberar. Yo no había formado parte del programa de Wyvern que había infectado a su hermana y posiblemente a él también. Lo cual significaba que no me odiaba a mí como persona, sino que me odiaba a causa de quien era.

¿Y quien era? ¿Quien era yo sino el hijo de mi madre?

Según Roosevelt Frost -y también el jefe Stevenson- había quienes me reverenciaban porque era hijo de mi madre, aunque todavía no los había conocido. Y por la misma causa era odiado.

Christopher Nicholas Snow, único hijo de Wisteria [7] Jane (Milbury) Snow, cuya madre le había puesto nombre de flor. Christopher, nacido de Wisteria, vino a este mundo demasiado brillante cerca del comienzo de la Década Disco. Nacido en una época de fascinación por las tendencias vulgares y la búsqueda de la frivolidad, cuando el país acababa de liquidar una guerra a duras penas y cuando el máximo temor lo constituía un mero holocausto nuclear.

¿Qué podía haber hecho mi brillante y querida madre para que se me reverenciara o se me insultara?

Tendido en el suelo del ático, atormentado por las emociones, el padre Tom Eliot conocía las respuestas al misterio y casi con total certeza las contestaría cuando hubiera recuperado su compostura.

En lugar de hacer la pregunta que subyacía en el centro de todo lo que había pasado aquella noche, me disculpe con voz temblorosa ante el sollozante cura.

– Lo siento Yo… Yo no debería haber venido. Dios. Escuche. Lo siento mucho. Por favor, discúlpeme. Por favor.

¿Qué había hecho mi madre?

No pregunté.

No pregunté.

Si hubiera empezado a responder a la pregunta que no había planteado, me hubiera tapado los oídos con las manos.

Llamé a Orson y me lo llevé del lado del cura, al laberinto, caminando tan rápido como pude. Los estrechos corredores se torcían y se ramificaban de tal manera que no parecía que estuviera en un ático, sino en una red de catacumbas. En algunos lugares la oscuridad era casi total, pero, como es sabido, soy el chico de la oscuridad y para mí nunca ha sido un impedimento. Llegamos rápidamente a la puerta abierta de la trampilla.

Aunque Orson había subido por la escalera, escudriño los peldaños descendentes con ansiedad y dudó antes de encontrar el camino al rellano de abajo. Hasta para un acróbata de cuatro patas, bajar una escalera empinada era mucho más difícil que subir por ella.

Debido a la gran cantidad de cajas grandes que se guardaban en el ático y a la cantidad de muebles que también se almacenaban, supuse que debía existir otra trampilla, mayor que la primera, con un sistema de poleas incorporado para subir y bajar objetos pesados al segundo piso. No quería buscarla, aunque no sabía como iba a bajar por la escalerilla del ático cargando con un perro de cuarenta kilos.

Desde el extremo más alejado de la gran habitación, el cura me estaba llamando.

– Christopher -su voz delataba remordimiento- Christopher, estoy perdido.

No quería decir que estaba perdido en su propio laberinto. Nada tan simple como eso, ni tan prometedor.

– Christopher, estoy perdido. Discúlpame. Estoy tan perdido.

Desde algún lugar de la penumbra llegó la voz de niño mono que no es de este mundo que pertenecía al Otro: esforzándose por hablar, desesperado por hacerse entender, lleno de anhelo y soledad, tan desolado como un campo de hielo ártico y, además, y peor aún, lleno de una esperanza temeraria hacia algo que jamás se haría realidad.

El lastimero gemido fue tan insoportable que obligó a Orson a bajar la escalera y ni siquiera necesité ayudarlo. Cuando estaba a medio camino del final, bajó dando un brinco los peldaños que lo separaban del rellano.

El diario del cura se me había deslizado del cinturón hasta los fondillos de los pantalones. Mientras bajaba la escalera, la fricción del libro en la base de la espina me hacía daño. Cuando llegué al pie, lo saqué y lo cogí con la mano izquierda mientras que con la derecha sostenía la Glock. Orson y yo corrimos juntos a través de la rectoría, pasamos junto al altar de la Santa Virgen, donde la vela se apagó por la corriente de aire que levantaba nuestro paso. Recorrimos apresuradamente el vestíbulo de la planta baja, atravesamos la cocina con sus tres relojes digitales verdes, cruzamos la puerta de atrás, el porche y salimos a la noche y a la niebla, como si escapáramos de la Casa de Usher momentos antes de que se desplomase y se hundiera en el profundo y húmedo lago.

Pasamos por la parte de atrás de la iglesia. Su formidable masa era un maremoto de piedra y mientras estuvimos en sus sombras nocturnas pareció que se encrespaba, se quebraba y nos trituraba.

Mire atrás dos veces. El cura no nos seguía. Y tampoco nadie más.

Imaginé por un momento que la bicicleta ya no estaría o la encontraría rota, pero estaba apoyada en la lápida, en el mismo sitio donde la había dejado. No se veían monos por ninguna parte.

No me detuve a hablar un poco con Noah Joseph James. En un mundo tan jodido como el nuestro, noventa y seis años de vida ya no parecían tan deseables como solo unas horas antes.

Tras guardarme la pistola en el bolsillo y meterme el diario dentro de la camisa, corrí con la bicicleta por una avenida entre hileras de tumbas, balanceándome en ella mientras avanzaba. Cubrí de un salto la curva hacia la calle, inclinándome sobre el manillar y, pedaleando con fuerza, me abrí paso como un taladro a través de la niebla, dejando atrás un túnel temporal en la revuelta bruma.

A Orson ya no le interesaba seguir el rastro de las ardillas. Estaba tan ansioso como yo de poner distancia entre nosotros y St. Bernadette.

Habíamos recorrido unas cuantas manzanas cuando empecé a comprender que no era posible escapar. El inevitable amanecer me restringía a los alrededores de Moonlight Bay y la locura de la rectoría de St. Bernadette la iba a encontrar en cada esquina de la ciudad.

Deseaba más que nada alejarme de una amenaza de la que nunca podría escapar, ni siquiera volando a la isla más remota o a la cima del mundo. Fuera donde fuera, llevaría conmigo lo que me producía miedo: la necesidad de saber. Ya no temía las respuestas que pudiera recibir cuando preguntara acerca de mi madre. Lo que temía de verdad eran las propias preguntas, porque su naturaleza, tanto si eran contestadas o no, cambiarían mi vida para siempre.

29

Desde un banco del parque, en la esquina de Palm Street y Grace Drive, Orson y yo contemplamos la escultura de una cimitarra de acero en equilibrio sobre un par de dados tumbados, tallados en mármol blanco, sobre una representación muy refinada de la Tierra, labrada en mármol azul, que a su vez se asentaba sobre un gran montículo de bronce fundido, que parecía un montón de caca de perro.

Esta obra de arte había estado en el centro del parque, rodeada por una fuente burbujeante, durante casi tres años. Nos sentábamos aquí muchas noches, comentando el significado de esta creación que nos intrigaba, nos incitaba y desafiaba, aunque no nos instruía particularmente.

Al principio creíamos que su significado era claro. La cimitarra representa la guerra o la muerte. Los dados tumbados, el destino La esfera de mármol azul, que es la Tierra, es el símbolo de nuestras vidas. Únelo todo y ya tienes una exposición de la condición humana, nuestra vida o muerte según los caprichos del destino, nuestras vidas en este mundo regladas por el frío azar. La caca de perro de bronce en la base es una repetición minimalista del mismo tema: la vida es una mierda.

A este primer análisis siguieron otros muchos. La cimitarra, por ejemplo, podía no ser una cimitarra después de todo, podía ser una luna creciente. Las formas como dados, terrones de azúcar. La esfera azul podía no ser nuestro planeta, sino una bola de bolos. Lo que las distintas formas simbolizan puede interpretarse de una infinidad de maneras aunque es imposible concebir el bronce fundido como otra cosa que no sea caca de perro.

Vista como Luna, terrones de azúcar o bola de bolos, la obra maestra puede interpretarse de este modo; nuestras mayores aspiraciones (alcanzar la Luna) no se pueden conseguir si castigamos nuestros cuerpos y agitamos nuestras mentes comiendo demasiados dulces. O si soportamos el dolor con mala cara al probar suerte con la bola con demasiada fuerza de torsión, cuando estamos desesperados por ganar la media partida. La caca de perro de bronce nos revela las últimas consecuencias de una mala dieta combinada con la obsesión por el juego de bolos: la vida es una mierda.

Hay cuatro bancos situados alrededor del extenso paso que rodea la fuente en la que esta la escultura. Y hemos visto la obra desde todas las perspectivas.

Las farolas del parque llevan un contador y se apagan a media noche para ahorrar fondos a la ciudad. La fuente también deja de echar agua. El suave chapoteo del agua ayuda a la meditación y nos gustaría que funcionara toda la noche, aunque no fuera xepero, también preferiría el parque a oscuras. La luz ambiental no sólo es suficiente, sino ideal para el estudio de la escultura, y una buena niebla espesa puede ayudar inconmensurablemente a tu apreciación de la visión del artista.

Antes de que se erigiera este monumento, en la parte central de la fuente y desde hacia más de cien años, había una simple estatua en bronce de Junípero Serra. Fue un misionero español que trabajó con los indios de California, hace dos siglos y medio: el hombre que estableció la red de misiones que ahora son edificios sobresalientes, tesoro público y atracción para turistas propensos a la historia.

Los padres de Bobby y un grupo de ciudadanos de la misma mentalidad formaron un comité de presión para desterrar la estatua de Junípero Serra, con la excusa de que un monumento a un personaje religioso no podía estar en un parque creado y mantenido con fondos públicos. Separación de la Iglesia y el Estado. La Constitución de Estados Unidos, dijeron, es muy clara en este punto.

Wisteria Jane (Milbury) Snow -Wissi para los amigos, «mamá» para mi-, pese a ser científico y racionalista, lideró el comité de oposición que quería preservar la estatua de Serra «Cuando una sociedad reniega de su pasado, por la razón que sea, no puede tener futuro», decía.

Mamá perdió el debate. Lo ganaron los parientes de Bob.

La noche en que se tomó la decisión, Bobby y yo nos reunimos en las más solemnes circunstancias de nuestra larga amistad, para determinar si el honor familiar y las sagradas obligaciones de la consanguinidad nos demandaban llevar a cabo una lucha entre familias encarnizada y sin tregua, a la manera de los legendarios Hatfield y McCoy, hasta que los primos mas lejanos hubieran sido enviados a dormir con los gusanos o hasta que uno de nosotros hubiera muerto. Tras consumir bastante cerveza para aclarar las ideas, decidimos que era imposible una lucha entre familias y encontrar tiempo, además, para cabalgar las series de monolitos hinchados y cristalinos que el buen mar envía a la orilla. Por no hablar de todo el tiempo gastado en matar y mutilar que podía haber sido ocupado ligando chicas con diminutos bikinis.

Entré en la clave del número de Bobby del móvil y presione marcar.

Subí un poco el volumen para que Orson pudiera escucharnos a los dos. Cuando me di cuenta de lo que había hecho, me dije que inconscientemente había aceptado la más fantástica posibilidad del proyecto Wyvern como hecho probado, aunque todavía pretendiera tener mis dudas.

Bobby contesto a la segunda llamada.

– Vete.

– ¿Dormías?

– Si.

– Estoy sentado en el parque la vida es una mierda.

– ¿Y a mi que?

– Ha pasado algo horrible.

– Es la salsa de esos tacos -dijo.

– No puedo hablar de ello por teléfono.

– Bien.

– Estoy preocupado por ti.

– Suena bien.

– Estas en peligro real, Bobby.

– Juro que utilizo el hilo de seda, mamá.

Orson se esponjo, divertido. Una experiencia desagradable que no sufría.

– ¿Estas despierto ahora? -le pregunté a Bobby.

– No.

– No creo que estuvieras dormido cuando has contestado.

Hubo un silencio.

– Bueno, desde que te fuiste han estado pasando toda la noche una película de espanto.

¿El planeta de los simios? -aventuré.

– En pantalla panorámica de trescientos sesenta grados.

– ¿Que están haciendo?

– Oh, ya sabes, las habituales monerías.

– ¿Nada mas amenazador?

– Creen que son encantadores. Uno de ellos está ahora delante de la ventana, haciéndome burla.

– Sí, ¿pero no empezaste tú?

– Tengo el presentimiento de que están intentando irritarme para que vuelva a salir.

– No lo hagas -dije alarmado.

– No soy imbécil.

– Perdona.

– Soy un huevón.

– Es verdad. -Existe una gran diferencia entre un imbécil y un huevón.

– Estoy de acuerdo.

– Que milagro.

– ¿Tienes el arma contigo?

– Oye, Snow, ¿no acabas de decir que no soy un imbécil?

– Si podemos mantenernos a flote en este túnel hasta el amanecer, creo que estaremos a salvo hasta la puesta de sol de mañana.

– Ahora están en el tejado.

– ¿Haciendo que?

– No lo se -hizo una pausa para escuchar- Hay al menos dos. Corren arriba y abajo. Quizá busquen un acceso.

Orson saltó del banco y se puso tenso, una oreja apuntando al teléfono con aire preocupado. Parecía deseoso de demostrar su inteligencia perruna si eso no me molestaba.

– ¿Hay un modo de entrar por el tejado? -pregunte a Bobby.

– Los respiraderos del cuarto de baño y la cocina no son lo bastante anchos para que quepan esos hijos de puta.

Sorprendentemente, y considerando otras comodidades, la casa no tiene chimenea. Corky Collins -antiguamente Toshiro Tagawa- estaba en contra de las chimeneas porque, a diferencia de las aguas de un jacuzzi, la piedra y el duro ladrillo de una chimenea no es un lugar ideal para meterse con un par de chicas desnudas. Gracias a su mente lasciva, no había una chimenea en la que cupieran los monos.

– Tengo que hacer de Nancy antes del amanecer -dije.

– ¿Que vas a hacer? -pregunto Bobby.

– Pasare el día en casa de Sasha y lo primero que haremos al anochecer será ir a tu casa.

– ¿Quieres decir que tendré que hacer otra vez la cena?

– Llevaremos una pizza. Oye, creo que vamos a colgar de golpe. Al menos uno de los dos. Y la única manera de evitarlo es hacerlo a la vez. Será mejor que duermas lo que puedas durante el día. Mañana por la noche podrías rajarte en el momento decisivo.

– ¿Así que vas a maniobrar tu solo? -dijo Bob.

– No hay nada que maniobrar.

– No eres tan atractivo como Nancy Drew.

No iba a mentirle, ni a el ni a Orson ni a Sasha.

– No hay solución. No hay modo de cerrar el carril. Suceda lo que suceda aquí, tendremos que vivir con ello el resto de nuestra vida. Pero quizá podamos encontrar el modo de encarar la ola, aunque sea una gigantesca y espantosa losa.

– ¿Que pasa, hermano? -inquino Bob, tras un silencio.

– ¿No acabo de decirlo?

– No todo.

– Ya te lo he dicho, no es para hablarlo por teléfono.

– No me refiero a los detalles. Estoy hablando de ti.

Orson apoyó la cabeza en mi regazo, como si creyera que yo sacaría algún consuelo acariciando a mi mascota y rascándole detrás de las orejas. De hecho, lo obtuve. Siempre funciona. Un buen perro es una medicina para la melancolía y mejor alivio para el estrés que el valium.

– Te haces el duro -dijo Bobby-, pero no eres duro.

– Bob Freud, nieto bastardo de Sigmund.

– Vete a tomar por culo.

Acaricie la pelambre de Orson en un intento de calmar los nervios. Luego suspire y dije.

– Bueno, y resumiendo, es posible que mi madre destruya el mundo.

– Fantástico.

– Eso es, ¿no es cierto?

– ¿Asuntos científicos?

– Genética.

– Recuerda que te avisé contra querer dejar tu marca.

– Creo que esto es peor. Es posible que al principio intentara hallar un modo de curarme.

– El final del mundo, ¿eh?

– El final del mundo que nosotros conocemos -dije, recordando la puntualización de Roosevelt Frost.

– La madre de Beave Cleaver nunca hizo mucho más que meter en el horno un pastel.

Me eche a reír.

– ¿Que haría yo sin ti, hermano?

– Solo he hecho una cosa importante por ti.

– ¿Que es?

– Enseñarte perspectiva.

Asentí.

– ¿Que es importante y que no lo es?

– La mayoría de las cosas no lo son -me recordó.

– ¿Ni siquiera esto?

– Haz el amor con Sasha. Pégate una buena dormida. Mañana tendremos una cena de puta madre. Les daremos por el culo a algunos malditos monos. Encararemos unas olas épicas. Dentro de una semana, en tu corazón, tu madre volverá a ser tu madre, si quieres dejar estar todo esto.

– Quizá -dije titubeante.

– La actitud, hermano. Lo es todo.

– Pensare en ello.

– Pero me pregunto una cosa.

– ¿Que?

– Tu madre debió de cabrearse de verdad cuando perdió la lucha por mantener la estatua en el parque.

Bobby cortó la comunicación. Y yo desconecte el teléfono.

¿Realmente es una estrategia sabia para vivir? Insistir que la mayor parte de las cosas de la vida no han de tomarse en serio. Contemplar todo esto como una broma cósmica. Tener solo cuatro principios: uno, hacer a los demás el menor daño posible, dos, estar siempre para tus amigos, tres, ser responsable de ti mismo y no pedir nada a los demás, cuatro agarrar todas las diversiones que puedas. No te fíes de las opiniones de nadie, solo de las de los más allegados. Olvídate de dejar una huella en el mundo. Olvida las grandes cuestiones de tu época; en su lugar mejora la digestión. No vivas en el pasado. No te preocupes del futuro. Vive en el presente. Confía en la finalidad de tu existencia y deja que el significado venga a ti en lugar de esforzarte por descubrirlo. Cuando la vida te tumba de un puñetazo, encógete, pero hazlo con una risa. Engancha la ola, tío.

Así es como vive Bobby, y es la persona más feliz y más equilibrada que he conocido.

Intento vivir como Bobby Halloway, pero no lo consigo. A veces pataleo cuando debería flotar. Paso mucho tiempo anticipando y demasiado poco dejando que la vida me sorprenda. Quizás es que no me esfuerzo lo suficiente por vivir como Bobby, o quizá me esfuerzo demasiado.

Orson se acercó al estanque que rodeaba la escultura. Dio unos ruidosos lametones al agua clara, saboreando el gusto y el frescor.

Recordé aquella noche de julio en el patio cuando contemplaba fijamente las estrellas y se hundió en la desesperación. No tenía la medida precisa para determinar hasta que punto Orson era más inteligente que un perro común y corriente. Porque su inteligencia posee algo que ha sido mejorado por el proyecto Wyvern, posee un conocimiento mucho más vasto que el que la naturaleza jamás concedió a un perro. Aquella noche de julio, y reconociendo con todo su revolucionario potencial quizá por primera vez, comprendiendo las terribles limitaciones debidas a su naturaleza física, cayó en un estado de abatimiento que casi lo atrapo del todo. Ser inteligente sin una laringe compleja y otras características físicas que hacen posible el habla, ser inteligente sin manos para escribir o para confeccionar herramientas, ser inteligente pero estar atrapado en un envoltorio físico que siempre impedirá la plena expresión de tu inteligencia sería semejante a una persona que hubiera nacido sorda, muda y desmembrada.

Ahora miraba a Orson sorprendido, con una nueva apreciación de su valor, y con una ternura que nunca había sentido por nadie en la tierra.

Volvió del estanque, lamiéndose el agua que le caía de los belfos, sonriendo de placer. Cuando se dio cuenta de que lo estaba mirando, movió el rabo, feliz de atraer mi atención o por estar a mi lado en aquella extraña noche.

Por todas sus limitaciones y a pesar de todas las buenas razones por las que debería estar perpetuamente angustiado, mi perro, por Dios, se parece más a Bobby Halloway que yo.

¿Por qué Bobby tiene una idea tan sabia de la vida? ¿Por qué Orson también la posee? Espero que un día habré madurado lo bastante para vivir tan acertadamente con mi filosofía como ellos lo hacen.

Me levanté del banco y señale la escultura.

– No es una cimitarra. No es una luna. Es la sonrisa del invisible gato de Cheshire de Alicia en el país de las Maravillas.

Orson se giró para echarle un vistazo a la obra maestra.

– Ni dados. Ni terrones de azúcar -continué- Las galletas para crecer y para menguar que Alicia se tomó en el cuento.

Orson lo consideró con interés. Había visto en vídeo la versión del clásico relato en dibujos animados de Disney.

– No es un símbolo de la Tierra. Ni una bola azul de bolos. Es un gran ojo azul. Júntalo todo y ¿qué significa?

Orson me miró para que se lo explicase.

– La sonrisa Cheshire es la risa del artista ante los bobos que le pagaron tan generosamente. El par de galletas representan las drogas que se había tomado cuando creó esta basura. El ojo azul es su ojo, y la razón por la que no puedes ver el otro ojo es porque lo está guiñando. El montón de bronce en la base es, desde luego, caca de perro, que intenta ser un cáustico comentario crítico a la obra, porque, como todo el mundo sabe, los perros son los críticos más perceptivos.

Si el vigor con el que Orson movió el rabo era una indicación fidedigna, disfruto enormemente con esta interpretación.

Trotó alrededor del estanque de la fuente, observando la escultura desde todos los lados. Quizás el propósito para el que he nacido no es el de escribir sobre mi vida en busca de algún significado universal que pueda ayudar a los demás a comprender mejor sus propias vidas, lo cual, en mis momentos más egocéntricos, es una misión que había abrazado. En lugar de esforzarme por dejar siquiera la mínima huella en el mundo, quizá debiera considerar que, posiblemente, el único propósito por el cual he nacido es para distraer a Orson, no ser su maestro sino su amante hermano, para hacer más fácil su difícil vida, para deleitarla y premiarla cuanto sea posible. Esto constituiría un fin tan significativo como la mayoría y más noble que algunos.

Tan satisfecho con el movimiento del rabo de Orson como él con mi perorata sobre la escultura, consulté el reloj de pulsera. Faltaban menos de dos horas para el amanecer. Tenía que ir a dos lugares antes de que el sol me obligara a ocultarme. El primero era Fort Wyvern.

Desde el parque a Palm Street y Grace Drive en el cuadrante sureste de Moonlight Bay, el viaje a Fort Wyvern dura menos de diez minutos en bicicleta, a un paso que no canse a tu compañero canino. Conozco un atajo a través de una alcantarilla que discurre por debajo de la Autopista 1. Más allá de la alcantarilla, se abre un canal de drenaje de cemento de tres metros de ancho, que continúa por debajo de los terrenos de la base militar después de ser biseccionado por la reja de eslabones, coronada con afilado alambre, que define el perímetro de la propiedad.

A lo largo de la reja -y a través de los terrenos de Fort Wyvern- grandes señales pintadas en negro y blanco advierten que los intrusos serán perseguidos según las leyes federales y que la sentencia mínima a los convictos no es menor de un año. Siempre he desdeñado estas amenazas, en gran parte porque sabiendo mi condición, ningún juez me sentenciaría a prisión por esta infracción menor. Y puedo afrontar los diez mil dólares de la multa.

Una noche, hace dieciocho meses, poco después de que Wyvern fuera cerrado oficialmente, utilicé un cortador para romper la cadena que descendía hasta el canal de drenaje. La oportunidad de explorar el vasto reino era demasiado excitante para resistirse.

Si mi excitación te parece extraña -considerando que no era un muchacho aventurero sino un hombre de veintiséis años-, entonces probablemente eres alguien que no puede coger un avión hasta Londres si lo desea, navegar hasta Puerto Vallarta por capricho o tomar el Orient Express de París a Estambul. Probablemente tienes carnet de conducir y coche. Y no te pasas toda la vida dentro de los límites de una ciudad de doce mil habitantes, y paseas por ella sin cesar por la noche hasta que conoces cada uno de sus caminos apartados tan íntimamente como conoces tu dormitorio, y no precisamente como lo hace un loco por nuevos lugares y nuevas experiencias. Así que basta de rollos.

Fort Wyvern, que debe su nombre al general Harrison Blair Wyvern, un héroe muy condecorado de la Primera Guerra Mundial, fue creado en 1939 como campo de adiestramiento y de servicios de apoyo. Tiene una superficie de 54 hectáreas, lo cual la convierte en una base militar de mediana extensión en el estado de California.

Durante la Segunda Guerra Mundial, en Fort Wyvern se estableció una escuela de carros de combate, para dar instrucción sobre manejo y mantenimiento de los vehículos pesados en los campos de batalla de Europa y en el teatro asiático. Otras escuelas bajo la férula de Wyvern proporcionaban una educación de primera clase en demoliciones y neutralización de bombas, en sabotaje, artillería de campaña, servicio médico de campaña, policía militar y criptografía, así como instrucción básica a miles de hombres de infantería. Dentro de sus límites, había un campo de tiro de artillería, una enorme red de búnkeres que servían como deposito de munición, un campo de vuelo y más edificios dentro de los límites de la ciudad de Moonlight Bay.

En el punto culminante de la Guerra Fría, el personal en activo asignado a Fort Wyvern era, oficialmente, de 36.400 personas. Contaba además, con 12.904 subordinados y el personal civil relacionado con la base superaba las cuatro mil personas. El presupuesto militar superaba los setecientos millones de dólares anuales y el gasto por contratos superaba los ciento cincuenta millones de dólares por año.

Cuando Wyvern se clausuró por recomendación de la Comisión de Cierre y Redespliegue de Defensa, el ruido del dinero que chupaba de la economía del condado fue tan sonoro que los comerciantes locales no podían dormir por su culpa y sus bebes lloraban por la noche, temerosos de quedarse sin la cuota de reserva para el colegio cuando tuvieran que necesitarla. La KBAY, que casi perdió un tercio de su audiencia en el condado y casi la mitad de sus oyentes nocturnos, se vio forzada a recortar el equipo directivo, y esta era la razón por la cual Sasha era pinchadiscos pasada la media noche y directora general y por que Doogie Sassman trabajaba ocho horas extra por semana con un salario regular y nunca flexionaba sus tatuados bíceps para protestar.

En los terrenos de Fort Wyvern se llevaban a cabo proyectos de alta seguridad por concesionarios militares cuyos empleados eran obligados a mantener el secreto y que sufrían, de por vida, el riesgo de ser acusados de traición por darle a la lengua. Según un rumor, debido a su historial de centro de instrucción militar y de educación, Wyvern fue elegido para albergar un importante centro de investigación biológica y para ello se construyó un complejo subterráneo independiente y biológicamente seguro.

Debido a los acontecimientos de las últimas doce horas, confiaba que bajo aquellos rumores hubiera algo más que un atisbo de verdad, aunque nunca he visto ni la más mínima prueba de la existencia de la fortaleza.

La base abandonada ofrece un espectáculo tan prometedor que te sorprende, te sobrecoge, y te hace reflexionar sobre el grado de locura del hombre, igual que si estuvieras en un laboratorio de guerra criobiológica. Imagino Fort Wyvern, en su estado actual, como un parque temático, dividido en varios territorios como Disneylandia, con la diferencia de que sólo un amo, con su fiel perro, es admitido cada vez.

La Ciudad Muerta es uno de mis lugares favoritos.

La llamo Ciudad Muerta, y no con el nombre con el que se la llamaba cuando prosperaba Fort Wyvern. Alberga más de trescientas viviendas unifamiliares y bungalows dúplex en los que habitaba el personal casado en activo y sus empleados si elegían quedarse en la base. Desde un punto de vista arquitectónico, estas modestas estructuras tienen poco que admirar: cada una es exactamente igual a la otra. Tienen las comodidades mínimas para la mayoría de las familias jóvenes que las ocuparon, solo un par de años cada una, después de las décadas de las guerras. Pero a pesar de su uniformidad, son casas agradables, y cuando te paseas por sus habitaciones vacías, puedes sentir que se vivía bien en ellas, se hacia el amor, se reía y los amigos se reunían.

Las calles de la Ciudad Muerta exhibían un aspecto militar, con montones de polvo contra los bordillos y plantas rodadoras secas esperando el viento. Después de la estación de las lluvias, la hierba se vuelve de color marrón y permanece así durante la mayor parte del año. Los arbustos están marchitos y muchos árboles, muertos, con sus ramas sin hojas mas negras que el cielo negro en el que parecen clavarse Los ratones se han adueñado de las casas y las aves construyen sus nidos en los dinteles de las puertas, pintando los porches con sus deyecciones.

Uno esperaba que las estructuras se mantendrían para necesidades futuras o bien serían demolidas, pero no había dinero para ninguna de las dos soluciones. Los materiales y los accesorios de los edificios valían menos que el coste de salvarlos, así que no se pudo negociar ningún contrato para disponer de ellos. Con el paso del tiempo se han deteriorado, como las ciudades fantasma de la época de la fiebre del oro.

Cuando paseas por la Ciudad Muerta te sientes como si todo el mundo hubiera desaparecido o muerto a causa de una plaga y estuvieras solo en la faz de la tierra. O que te has vuelto loco y solo existes en una espantosa fantasía, rodeado de gente que no quiere verte. O que te has muerto y te has ido al infierno, donde tu condena particular consiste en el aislamiento eterno. Cuando ves uno o dos coyotes merodeando por las casas, los flancos inclinados, sus largos dientes y sus ojos ardientes, te parecen demonios y que el Hades esta más cerca de lo que uno cree. Si tu padre era profesor de poesía, sin embargo, y tú estás bendecido o maldito con una mente con un circo de trescientas pistas, puedes imaginarte infinitos escenarios para describir el lugar.

Esta noche del mes de marzo, atravesé con la bicicleta un par de calles de la Ciudad Muerta, pero no me detuve para visitarla. La niebla no había alcanzado esta isla lejana y el aire seco era más calido que la húmeda bruma que se extendía por la costa. Aunque la luna estaba en su plenitud, las estrellas brillaban y era una noche ideal para contemplar el espectáculo. Para explorar a conciencia el parque temático en que se ha convertido Wyvern necesitas, sin embargo, una semana entera.

No era consciente de que me vigilaran. Después de lo que me había enterado en las últimas horas, sabía que me debieron controlar al menos de vez en cuando durante mis visitas anteriores.

Junto a los márgenes de la Ciudad Muerta había muchos barracones y otros edificios. Una antigua comisaría, una barbería, un comercio de lavado en seco, una floristería, una panadería, un banco los rótulos pelados y llenos de polvo. Un centro de asistencia diurna. Los mocosos de los militares en edad escolar asistían a clase en Moonlight Bay, pero aquí hay un jardín de infancia y una escuela elemental. En la biblioteca de la base, los estantes llenos de telarañas estaban desnudos de libros a excepción de una copia de El guardián entre el centeno. Clínicas dentales y médicas. Un cine con nada en la marquesina excepto una palabra enigmática: quien. Una bolera. Una piscina olímpica seca cuarteada y llena de detritos. Un centro de fitness. Hileras de establos, que ya no albergan caballos, las puertas abiertas moviéndose con desagradable coro de roces y crujidos cuando sopla el viento. El campo de soft ball esta lleno de malas hierbas y la carcasa podrida de un puma que yace allí hace más de un año en la jaula del bateador es, por fin, solo un esqueleto.

Pero no me interesaba nada de todo esto. Pasé por delante con la bicicleta hasta un edificio similar a un hangar que se levanta sobre la madriguera de cámaras subterráneas donde encontré la gorra Instrucción Secreta el pasado otoño.

Sujeta a la parte trasera de la bicicleta llevo una linterna de policía en la que se puede regular la intensidad de la luz. Aparqué en el hangar y saqué la linterna de la rejilla.

Orson encuentra Fort Wyvern interesante y aterrador al mismo tiempo, pero a pesar de la reacción de una noche particular, permanece a mi lado, impasible. Esta vez estaba asustado, pero no vaciló ni se quejó.

La puertecita del tamaño de un hombre en una de las grandes puertas del hangar estaba abierta. La atravesé guiándome con la linterna y con Orson pisándome los talones.

El hangar es un edificio contiguo al campo de vuelo, y es improbable que aquí hubiera algún avión de servicio. Arriba están los carriles en los que una cabria móvil, ahora desaparecida, se movía de extremo a extremo de la estructura. A juzgar por la solidez de la lámina y la complejidad de los soportes de acero de esos elaborados raíles, la cabria debía levantar objetos de mucho peso. Había también unas planchas de acero con abrazadera, todavía atornilladas al hormigón, una de ellas debió de sostener maquinaria muy fuerte. En el suelo, unos receptáculos de formas curiosas, ahora vacíos, debieron de albergar mecanismos hidráulicos cuya función me era desconocida.

Con el foco de la linterna ilumine unas formas geométricas de luces y sombras que proyectaban las cabrias. Como ideogramas de una lengua desconocida, decoraban las paredes y las planchas curvas del techo y ponían al descubierto que la mitad de los paños de las altas ventanas con galería estaban rotos. Me desconcertó la sensación de que no estaba en un almacén de maquinaria vacío ni en un centro de mantenimiento, sino en una iglesia abandonada. El aceite y las manchas de productos químicos en el suelo emanaban un aroma semejante al incienso. El frío penetrante no era solamente una sensación física sino que también afectaba al espíritu, como si se tratara de un lugar sin consagrar.

Un vestíbulo, en uno de los extremos del hangar, albergaba un tramo de escaleras y un gran pozo de ascensor del cual se habían retirado el mecanismo de elevación y los cables. No puedo asegurarlo, pero a juzgar por el abandono de aquellos que habían dejado el edificio, el acceso al vestíbulo debió de hacerse a través de otra cámara. Y sospecho que la existencia del ascensor y las escaleras se mantuvo en secreto para la mayoría del personal que trabajaba en el hangar o que tenía que atravesarlo.

En la parte superior de la caja de la escalera permanece todavía una formidable armadura de acero y una entrada, pero la puerta ha desaparecido. Aparté unas arañas y cochinillas de humedad de los escalones con la linterna y baje con Orson a través de una película de polvo que únicamente tenía las huellas que nosotros habíamos dejado durante otras visitas.

Los escalones llevaban a tres plantas subterráneas, con unas huellas de pisadas considerablemente más grandes que las del hangar. La red de corredores y habitaciones sin ventanas habían sido desalojadas de todo el mobiliario que pudiera dar una clave de la naturaleza del trabajo que allí se realizaba se lo habían llevado todo y solo habían dejado las paredes de cemento. Hasta los aparatos más pequeños de filtración de aire y de los sistemas de cañerías habían desaparecido.

Tengo la sensación de que la meticulosa erradicación solo se explica en parte por su deseo de evitar que nadie se enterase del verdadero propósito del lugar. Aunque solo se trataba de una intuición, creo que cuando hicieron desaparecer toda huella del trabajo que allí se había llevado a cabo, en parte estaban motivados por la vergüenza.

No creo, sin embargo, que sea este el servicio de guerra químico-biológica que he mencionado antes. Considerando el alto grado de aislamiento requerido, este complejo subterráneo se encuentra seguramente en un rincón más alejado de Fort Wyvern, es mucho más grande que estas tres inmensas plantas, está más oculto y enterrado a mayor profundidad.

Además aquel servicio al parecer todavía esta operativo.

Sin embargo, no estoy seguro de que actividades peligrosas y extraordinarias de un tipo u otro no se llevaran a cabo debajo del hangar. Muchas de las cámaras, reducidas a cuatro paredes de hormigón, tienen peculiaridades que son desconcertantes y profundamente inquietantes.

Una de esas enigmáticas cámaras se encuentra en el nivel mas bajo, donde el polvo todavía no ha entrado, en el centro de la planta y rodeada por corredores y habitaciones más pequeñas. Es de forma ovoide, de unos seis metros de longitud, no menos de dieciocho metros de diámetro en el punto más ancho, que va disminuyendo hacia los extremos. Las paredes, el techo y el suelo son curvos, así que ahí dentro te sientes como si estuvieras en el interior de la cáscara de un huevo gigante.

Se entra a través de un pequeño espacio contiguo que podía haber sido ocupado con una antecámara de compresión. En lugar de puertas debía de tener una compuerta, la única abertura en las paredes de la cámara ovoide es un círculo de metro y medio de diámetro.

Crucé el umbral curvo y pasé a través de la abertura con Orson, deslicé el haz de luz por las paredes y, como siempre, me quedé maravillado: metro y medio de hormigón con refuerzos de acero.

En el interior del gigantesco huevo, la curva lisa y continua de las paredes, el suelo y el techo están cubiertos por lo que parece ser un cristal lechoso, ligeramente dorado y translúcido, como es irrompible, cuando pisas fuerte produce un sonido de campanas tubulares. Además, no hay ninguna grieta en ningún sitio.

Este raro material está muy pulimentado y posee la textura de la porcelana. El foco de la linterna penetra el revestimiento, vibra y parpadea a través de él, ilumina las espirales doradas de su interior y brilla tenuemente por su superficie. Sin embargo, ese material no era en absoluto resbaladizo cuando cruzamos hacia el centro de la cámara.

Las suelas de goma de mis zapatos apenas chirriaron. Las uñas de Orson produjeron una tenue música mágica, tañendo el suelo con un tinc-ting como de campanillas.

En la noche de la muerte de mi padre, en la noche de las noches, quise volver a este lugar en el que había encontrado la gorra Instrucción Secreta el último otoño. Estaba en el centro de la habitación en forma de huevo, el único objeto olvidado en las tres plantas bajo el hangar.

Pensé al principio que el último trabajador o el inspector la debieron dejar olvidada allí. Pero ahora sospechaba que una cierta noche de octubre, unos desconocidos me habían descubierto explorando estos lugares, me habían seguido de una planta a otra sin que yo me apercibiera, me habían adelantado sigilosamente y habían dejado la gorra donde pudiera encontrarla.

Si fue así, no parecía un acto de provocación sino más bien un saludo o hasta una gentileza. La intuición me decía que las palabras Instrucción Secreta tenían algo que ver con el trabajo de mi madre. Veintiún meses después de su muerte, alguien me había dado la gorra porque era un lazo de unión con ella y quienquiera que me había hecho el regalo era alguien que admiraba a mi madre y me respetaba a mí porque yo era su hijo.

Esto es lo que deseaba creer: que en la impenetrable conspiración había alguien que no consideraba a mi madre como una villana, alguien amistoso, aunque no me reverenciara, como había dicho Roosevelt. Deseaba creer fervientemente que allí dentro había buenos tipos, no sólo malvados, porque cuando me enteré de lo que mi madre había hecho para destruir este mundo, prefería recibir la información de personas que estaban convencidas, por lo menos, de que sus intenciones habían sido buenas.

No quería enterarme de la verdad por boca de personas que odiaban a mi madre y a mí me perseguían y que soltaban con amargura aquella acusación: «¡Tú!».

– ¿Hay alguien ahí? -pregunte.

La pregunta se alzó en espiral en ambas direcciones, rebotó en las paredes de la habitación en forma de huevo y volvió a mí en dos ecos separados, como el murmullo de la brisa a través del agua.

Ninguno de los dos recibió respuesta.

– No busco venganza -exclamé- No la quiero.

Nada.

– No voy a ir a las autoridades. Es demasiado tarde y lo hecho, hecho está. Lo acepto.

El eco de mi voz desapareció poco a poco. Otra vez la habitación se llenó de un silencio sobrecogedor tan denso como el agua.

Esperé un minuto antes de romperlo de nuevo.

– No quiero que Moonlight Bay quede borrada del mapa, y mis amigos tampoco. Bajo ninguna razón. Todo lo que deseo es comprender.

Nadie apareció para darme explicaciones.

Ir allí había sido una apuesta arriesgada.

Pero no me sentí desilusionado. Rara vez me había permitido sentir desilusión por algo. La lección de mi vida es la paciencia.

Sobre aquellas cavernas construidas por el hombre, el amanecer se estaba aproximando rápidamente y no podía perder más tiempo en Fort Wyvern. Tenía otro asunto importante que resolver antes de ir a casa de Sasha a esperar la desaparición del reinado del sol.

Orson y yo atravesamos el sonoro suelo, en el que el haz de luz de la linterna era refractado con espirales de un brillo dorado como galaxias de estrellas bajo los pies.

Al otro lado del pórtico de la entrada, junto a la pared de cemento de color parduzco de lo que debió de ser una cámara de descompresión, encontré la maleta de mi padre. La que dejé en el garaje del hospital.

No estaba cuando había pasado por allí hacía cinco minutos.

Me aproxime a la maleta y busque con la luz de la linterna a mi alrededor. No había nadie.

Orson husmeó la maleta y yo volví a su lado. Cuando levanté la maleta, era tan ligera que pensé que estaba vacía, pero escuché un ruidito en su interior.

Al ir a abrirla el corazón se me encogió: podía encontrar un par de ojos dentro. Para superar la horrible visión, imaginé el rostro encantador de Sasha y el corazón volvió a latir.

Cuando abrí la tapa, la maleta sólo parecía contener aire. Las ropas, los objetos de aseo, los libros de bolsillo y demás efectos habían desaparecido.

Entonces vi la fotografía en un rincón de la maleta. La instantánea de mi madre que había prometido incinerar con el cuerpo de mi padre.

Iluminé el retrato con la linterna. Estaba preciosa y sus ojos tenían el brillo de la inteligencia.

Vi en su rostro ciertos rasgos de mi semblante que me hicieron comprender por qué Sasha, a pesar de todo, me mira con buenos ojos. En el retrato mi madre estaba sonriendo y su sonrisa era como la mía.

Orson quería ver la fotografía y se la enseñé. Durante unos segundos su mirada se deslizó por la imagen. El suave gemido que emitió cuando apartó la vista de su rostro, fue la esencia de la tristeza.

Orson y yo somos hermanos. Yo soy el fruto del corazón y el seno de Wisteria. Orson es el fruto de su mente. No compartimos la misma sangre, pero compartimos cosas más importantes que la sangre.

Orson volvió a gemir.

– Muertos y enterrados -dije con firmeza, centrado en el futuro que ahora iba a venir con el día.

Dirigí una última mirada a la fotografía y me la guardé en el bolsillo.

Sin dolor, sin desespero. Sin autocompasión.

De cualquier modo mi madre no está del todo muerta. Vive en mí y en Orson y quizás en otros como Orson.

A pesar de los crímenes contra la humanidad de los que mi madre podría ser acusada, vive en nosotros, vive en el hombre elefante y en su extraño perro. Y con la debida humildad, creo que para nosotros es bueno estar en el mundo. No somos los malos.

– Gracias -dije mientras abandonaba el lugar, dirigiéndome a quien me había dejado la fotografía. Aunque no sabía si podía oírme, consideraba que sus intenciones habían sido buenas.

Arriba, fuera del hangar, la bicicleta me estaba esperando en el mismo sitio donde la había dejado. Las estrellas también.

Me alejé pedaleando a buen ritmo de la Ciudad Muerta y recorrí el camino de vuelta hacia Moonlight Bay donde la niebla -y algo más- me esperaban.

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