La casa es la residencia ideal para un huésped como Bobby. Está situada en la punta sur de la bahía, muy avanzada en el promontorio, el único edificio en más de un kilómetro. Y rodeada por el rompiente del oleaje.
Desde la ciudad, las luces de la casa de Bobby Halloway parecen tan alejadas de las luces que siguen la curva interna de la bahía, que los turistas creen que están viendo un bote anclado en el canal, mas allá de nuestras aguas resguardadas. Para los antiguos residentes, la casa es un punto de referencia.
El lugar fue construido hace cuarenta y cinco años, antes de que se implantaran restricciones en la edificación en la costa, y nunca se formó un barrio porque, en aquella época, había abundancia de tierra barata a lo largo de la playa, donde la temperatura y el viento eran mas benignos que en el promontorio, y donde había calles y servicios públicos. Con el tiempo, las parcelas de los terrenos de la playa -con las colinas a sus espaldas- se llenaron, y las regulaciones emitidas por la Comisión de Costas de California hicieron imposible la edificación en los extremos de la bahía.
Mucho antes de que la casa llegara a manos de Bobby, una cláusula legal del abuelo preservo su existencia. Bobby pretendía morir en este lugar singular, decía, velado por el sonido de las olas en los rompientes, aunque no hasta bien pasada la mitad del primer siglo del nuevo milenio.
En el promontorio no hay un camino pavimentado o empedrado, solo un sendero rocoso flanqueado por dunas bajas que se sostienen precariamente en su lugar gracias a una hierba alta esparcida por la costa.
Los promontorios que abrazan la bahía son formaciones naturales, penínsulas curvas: son los restos del borde de un macizo volcánico apagado. La bahía es un cráter de volcán estratificado con arena durante miles de años de mareas. Próximo a la orilla, el promontorio del sur mide unos cien o ciento veinte metros de ancho, pero se estrecha hasta alcanzar los treinta en la punta de tierra.
Cuando había recorrido unos dos tercios del camino hacia la casa de Bobby, tuve que bajar de la bicicleta y continuar a pie. Pequeños montones de arena, de menos de treinta centímetros de grosor, se deslizaban por el sendero rocoso. No serían un obstáculo para el Jeep con tracción en las cuatro ruedas de Bobby, pero a mí me dificultaban el pedaleo.
El paseo habitualmente era tranquilo, muy adecuado para la meditación. Aquella noche el promontorio estaba sereno, aunque parecía tan extraño como una espina de roca en la luna y yo no dejaba de mirar hacia atrás, por si alguien me seguía.
La casa de una planta es de teca, con una cubierta de tejas de madera de cedro. La intemperie le ha dado un lustre gris plateado y la madera recibe la caricia de la luz de la luna como el cuerpo femenino recibe el roce de un amante. Un porche profundo, con mecedoras y columpios, rodea tres lados de la casa.
No hay árboles. El jardín consiste solamente en arena y hierba silvestre. De cualquier modo la vista se satura de la proximidad y de los favores del cielo, del mar y del débil resplandor de las luces de Moonlight Bay, que parecen más distantes que mil doscientos metros.
Me tomé tiempo para calmar mis nervios, apoyé la bicicleta contra la barandilla del porche y me acerque a la casa al final del promontorio. Una vez allí, me detuve con Orson en la parte superior de un talud que descendía hacia la playa desde una altura de diez metros.
El oleaje era tan lento que resultaba difícil captar una ola y el movimiento final se dilataba. Era casi una marea de cuadratura, aunque fuera luna llena. El oleaje era un poco desordenado debido al viento que soplaba en la orilla que era lo bastante fuerte como para provocar alguna agitación, aunque solo eso, porque desaparecía en la ciudad.
El viento terral es el mejor porque calma la superficie del océano. Sopla sobre la cresta de las olas, las sostiene arriba mas tiempo y las obliga a ahuecarse antes de romper.
Bobby y yo hemos practicado el surf desde los once años el durante el día y ambos por la noche. Hay muchos surfistas que remontan las olas a la luz de la luna, algunos cuando la luna esta baja, pero a Bobby y a mi nos gusta hacerlo con olas de temporal sin ni siquiera estrellas.
Juntos fuimos grumetes, molestos bisoños surfistas, pero alcanzamos un completo dominio de la tabla antes de cumplir los catorce años y nos convertimos en autoridades al mismo tiempo que Bobby se graduaba en la escuela superior y yo obtenía el grado equivalente a través de la educación a distancia. Bobby ahora es algo más que una autoridad; es un surfista admirado y personas de todo el mundo se dirigen a él para que descubra en que lugar romperán las grandes olas.
Dios, como me gusta el mar por la noche. Es la oscuridad destilada en un líquido y no existe ningún lugar en este mundo que me haga sentir que me encuentro en casa como estas negras protuberancias. La única luz que siempre se alza en el océano procede del plancton bioluminiscente, que adquiere mayor brillo cuando se le perturba, y aunque pueda convertir una ola entera en un intenso resplandor verde limón, su brillo no me molesta en los ojos. Por la noche el mar no alberga nada de lo que yo deba ocultarme o de lo que deba apartar la vista.
Cuando me dirigí hacia la casa, Bobby me estaba esperando en la puerta. Debido a nuestra amistad, todas las luces de su casa son graduables y el las había rebajado hasta convertirlas en luz de velas.
Ignoro de qué modo se había enterado de nuestra llegada. Ni Orson ni yo habíamos hecho ruido. Pero Bobby siempre lo sabe.
Iba descalzo, aunque fuera marzo, y llevaba téjanos en lugar de traje de baño o pantalón corto. Se había puesto una camisa hawaiana -no admite otro estilo- pero había hecho una concesión a la estación por que llevaba un jersey de manga larga de cuello de cisne, de algodón blanco debajo de la camisa de manga corta, que destacaba con su estampado de extravagantes papagayos y frondosas palmeras.
Mientras subía los escalones del porche, Bobby me hizo un shaka, el signo del surfista, más fácil que el que intercambian los de Star Trek, que probablemente se inspira en el shaka. Doblas hacia la palma de la mano los tres dedos de en medio, extiendes el pulgar y el meñique y luego haces oscilar indolentemente la mano. Significa muchas cosas -hola, ¿que pasa?, tranquilo, buen dibujo- siempre amistosamente, y nunca se toma como un insulto a menos que lo utilices con alguien que no sea surfista, como con alguien de Los Angeles, miembro de una banda, en cuyo caso podría dispararte a matar.
Yo iba dispuesto a contarle todo lo que había sucedido desde la puesta de sol, pero a Bobby le gusta encarar la vida con tranquilidad. Si perdiera su tranquilidad, moriría. Excepto cuando cabalga sobre una ola, valora la tranquilidad. La atesora. Si quieres ser amigo de Bobby Halloway, tienes que aprender a aceptar su punto de vista: nada de lo que suceda mas allá de un kilómetro de la playa tiene la importancia suficiente para preocuparle, y ningún acontecimiento es lo bastante solemne o elegante para justificar que se ponga una corbata. Responde a una conversación lánguida mejor que a una charla y a la vaguedad mejor que a exposiciones directas.
– ¿Me pones una cerveza? -le pedí.
– ¿Corona, Heineken, Löwenbräu? -dijo Bobby.
– Corona para mí.
– ¿Y el del rabo que va a beber esta noche? -pregunto Bobby mientras se dirigía a la sala de estar.
– Una Heine.
– ¿Clara o negra?
– Negra.
– Debe de haber sido una noche agitada para los perros.
– Llena de gruñidos.
La casa consiste en una gran sala de estar, un despacho donde Bobby sigue la pista de las olas por todo el mundo, un dormitorio, una cocina y un cuarto de baño. Las paredes son de teca bien barnizada, oscura y de calidad, las ventanas son grandes, los suelos de pizarra y el mobiliario cómodo.
La decoración -además del marco natural- se limita a ocho excelentes acuarelas de Pia Klick, una mujer de la que Bobby todavía sigue enamorado, aunque ella lo abandono para irse una temporada a Waimea Bay, en la orilla norte de Oahu. Bobby quería acompañarla, pero ella le dijo que necesitaba estar sola en Waimea, su hogar espiritual, la armonía y belleza del lugar se suponía iba a darle la paz mental que necesita para decidir si va a vivir o no con su destino. Ignoro lo que esto significa. Bobby también. Pia dijo que se iba por uno o dos meses. Ya han pasado casi tres años. En Waimea la marejada procede de aguas muy profundas. Las olas son tan altas como paredes. Pia dice que son de un verde translúcido, como el jade. Hay días que sueño que estoy paseando por esa playa y oigo el estruendo de las olas al romperse. Una vez al mes Bobby llama a Pia por teléfono, o ella lo llama a él. A veces hablan durante unos minutos, otras durante horas. No esta con otro hombre y sigue enamorada de Bobby. Pia es una de las personas más encantadoras, amables e inteligentes que he conocido. No entiendo por que está haciendo esto. Bobby tampoco. Los días van pasando. Y él espera.
En la cocina, Bobby saco de la nevera una Corona y me la dio.
Le arranqué la chapa y bebí un trago. Sin lima, sin sal, a palo seco.
Abrió una Heineken para Orson.
– ¿Media o toda?
– Es una noche radical -dije. A pesar de mis espantosas novedades, ya me había sumergido en los ritmos tropicales de Bobbylandia.
Vació la botella en un cuenco hondo, de interior metalizado, que había puesto en el suelo y que reservaba para Orson. En el cuenco había puesto ROSEBUD con letras de imprenta, una referencia al trineo infantil de Ciudadano Kane.
No tengo la intención de inducir a mi compañero canino a convertirse en un alcohólico. No bebe cerveza todos los días y normalmente comparte una botella conmigo. Sin embargo, tiene sus gustos y yo no quiero negarle que se divierta. Considerando el formidable peso de su cuerpo, no se emborracharía solamente con una cerveza. Pero si le das dos, busca una nueva definición para el término «fiesta animal».
Cuando Orson empezó a lamer ruidosamente la Heineken, Bobby se abrió una Corona para el y se apoyó en la nevera.
Yo hice lo mismo en el mostrador, cerca de la pileta. Había una mesa con sillas, pero cuando estábamos en la cocina Bobby y yo casi siempre nos apoyábamos en algo.
Nos parecemos en muchas cosas. Tenemos la misma altura, el mismo peso y la misma complexión. Aunque él tiene los cabellos de color castaño muy oscuro y unos ojos tan negros como un cuervo que parecen tener reflejos azules, nos han llegado a tomar por hermanos.
Ambos coleccionamos callos de surfista y cuando se apoyó en la nevera, Bobby se froto distraídamente con la planta de uno de sus pies desnudos los callos del empeine del otro. Estas protuberancias son depósitos nudosos de calcio que se desarrollan debido a la constante presión contra una tabla de surf, te salen en los dedos del pie y en los empeines, de tanto batir las piernas en posición prona. También los tenemos en las rodillas y Bobby al final de las costillas.
Yo no estoy bronceado como Bobby, claro. El esta más que bronceado. Durante todo el año luce un tono tostado y en verano es una tostada untada con mantequilla. Baila el mambo con el melanoma, quizás un día muera por el mismo sol que el corteja y yo rechazo.
– Hoy he visto unos relámpagos fantásticos allá afuera -dijo- De dos metros y una forma perfecta.
– Parece que han remitido.
– Sí. A la caída del sol.
Bebimos nuestras cervezas mientras Orson se relamía feliz.
– Así -dijo Bobby-, que tu padre ha muerto.
Asentí. Sasha debió de llamarle por teléfono.
– Bien -añadió.
– Sí.
Bobby no es una persona cruel o insensible. Quiso decir que era bueno que mi padre hubiera dejado de sufrir.
Entre nosotros, a menudo decimos mucho con pocas palabras. La gente nos toma por hermanos no porque tengamos la misma estatura, el mismo peso y complexión física.
– Llegaste al hospital a tiempo. Estupendo.
– Sí.
No me preguntó cómo lo estaba llevando. Lo sabía.
– Y después del hospital -dijo-, cantaste un par de números en un minstrel show. [2]
Me llevé una mano tiznada a mi cara tiznada.
– Alguien ha matado a Angela Ferryman y ha incendiado su casa para ocultarlo. Y yo he estado a punto de alcanzar el gran onaula-loa [3] en el cielo.
– ¿Quién ha sido?
– Me gustaría saberlo. Los mismos que han robado el cuerpo de mi padre.
Bobby bebió un poco de cerveza y no dijo nada.
– Asesinaron a un autoestopista y sustituyeron su cuerpo por el de mi padre. No quieras saberlo.
Durante unos instantes, sopesó la sabiduría de la ignorancia contra el aguijón de la curiosidad.
– Puedo olvidar lo que he oído, si esto resulta doloroso.
Orson eructó. La cerveza le produce gases.
– Para ti ya no hay más, cara peluda -le dijo Bobby cuando el perro empezó a mover el rabo y a mirarlo con expresión suplicante.
– Estoy hambriento -dije.
– Y también sucio. Ve a darte una ducha y coge ropa mía. Luego prepararemos unos cuantos tacos.
– Creo que voy a limpiarme nadando.
– Afuera hace fresco.
– Unos dieciséis grados.
– Me refiero a la temperatura del agua. Créeme, la humedad es alta. Será mejor que te duches.
– Orson también necesita un repaso.
– Mételo en la ducha contigo. Hay un montón de toallas.
– Gracias, hermano -dije.
– Sí, soy tan buen cristiano que ya no voy a dibujar olas nunca más; a partir de ahora voy a pasear sobre ellas.
Hacía unos minutos que estaba en Bobbylandia, me había serenado y estaba deseando soltar las novedades. Bobby es algo más que un querido amigo, es un tranquilizante.
De pronto observé que se apartaba de la nevera e inclinaba la cabeza, escuchando.
– ¿Pasa algo? -pregunté.
– Alguien.
Yo no había oído nada, tan sólo la voz cada vez más tenue del viento. Con las ventanas cerradas y el oleaje tan lento, no podía oír el mar, pero observé que Orson también estaba alerta.
Bobby salió de la cocina para ver quién podía ser el visitante.
– Toma, hermano -dije ofreciéndole la Glock.
Se la quedó mirando con expresión de duda y luego me miró a mí.
– No te pases.
– Al autoestopista le arrancaron los ojos.
– ¿Por qué?
Me encogí de hombros.
– ¿Por qué lo hicieron?
Durante unos instantes Bobby consideró lo que le acababa de decir. Luego sacó una llave del bolsillo de los téjanos y abrió el armario de las escobas el cual, según yo recordaba, nunca había tenido una cerradura. Del estrecho armario sacó una pistola, una pistola de aire comprimido.
– Vaya novedad -dije.
– Imbécil repelente.
Esto no era habitual en Bobbylandia.
– No te pases -repuse sin poderlo resistir.
Orson y yo seguimos a Bobby a través de la sala y salimos al porche, en la parte delantera de la casa. La corriente que se dirigía a tierra olía vagamente a algas marinas.
La casa estaba orientada al norte. En la bahía no había ningún barco, o al menos ninguno con las luces encendidas. Hacia el este, las luces de la ciudad parpadeaban a lo largo de la costa y arriba, en las colinas.
Alrededor de la casa, en el extremo del promontorio, destacaban unas dunas bajas y la hierba parecía congelada bajo la luz de la luna. No se veía a nadie.
Orson se quedó en la parte superior de los escalones, rígido, con la cabeza levantada y extendida hacia delante, husmeando el aire y captando un olor más interesante que el de las algas marinas.
Fiándose quizá de su sexto sentido, Bobby no necesitó mirar a Orson para confirmar sus sospechas.
– Quédate aquí. Si pesco a alguien ahí afuera hay que decirle que no puede marcharse hasta que le comprobemos el ticket del aparcamiento.
Bajó los escalones con los pies desnudos y atravesó las dunas para echar un vistazo al escarpe que descendía hacia la playa. Alguien podía estar agachado en el talud, observando la casa desde el escondite.
Bobby caminó por el borde del terraplén, se dirigió al promontorio, observó el talud y la playa más abajo, girándose a cada paso para comprobar el terreno situado entre él y la casa. Sostenía el arma con ambas manos y llevaba la investigación con meticulosidad militar.
Era obvio que había hecho lo mismo en más de una ocasión. Pero no me había dicho que alguien lo acosaba o que le molestaban los intrusos. Generalmente cuando tiene un problema serio, lo comparte conmigo.
Me pregunté qué secreto guardaba.
Tras alejarse de los escalones y meter el hocico entre un par de balaustres en el extremo oriental del porche, Orson no centró su atención hacia el oeste, donde se encontraba Bobby, sino a sus espaldas, hacia el promontorio y la ciudad. Dejó escapar un profundo gruñido. Seguí la dirección de su mirada. Aunque la luna estaba en su plenitud, enredada en jirones de nubes que no la oscurecían, fui incapaz de ver nada.
Con la firmeza del rugido de un motor, el sordo gruñido del perro continúo sin interrumpirse.
Bobby había llegado al promontorio y seguía moviéndose por el borde del terraplén. Aunque podía verle, era poco más que una forma gris contra el telón de fondo negro y estrellado del mar y del cielo.
Mientras había estado mirando hacia el otro lado, alguien podía haber derribado a Bobby con tanta rapidez y violencia que no hubiera podido gritar y yo no me hubiera enterado. La figura borrosa y de color gris que rodeaba el promontorio y se iba acercando a la casa por el lado sur, podía ser la de otro.
– Me estás asustando -le dije al perro, que seguía gruñendo.
Aunque forcé la vista, seguí sin poder distinguir a nadie o a la posible amenaza procedente del este, donde la atención de Orson seguía fija. El único movimiento era la ondulación de la hierba alta y rala. El viento ya no tenía la fuerza suficiente para levantar la arena de las compactas dunas.
Orson dejó de gruñir y bajó pesadamente los escalones del porche, como si fuera a perseguir una pieza. Sin embargo, correteó en la arena a cierta distancia de la parte izquierda del porche, donde levantó una pata trasera y vació la vejiga.
Cuando volvió al porche, sus patas temblaban. De nuevo miró hacia el este, pero ahora sin gruñir, en su lugar, gimió nervioso.
El cambio me preocupó más que si se hubiera echado a ladrar con furia.
Crucé sigilosamente el porche y me dirigí al extremo occidental de la casa, procurando no perder de vista el exterior arenoso y a Bobby -si en realidad era Bobby-, que, bordeando la parte sur del terraplén, desapareció detrás de la casa.
Cuando me di cuenta de que Orson había dejado de gemir, me volví hacia él y observé que había desaparecido.
Pensé que debía de haber ido tras algo y que era sorprendente que lo hubiera hecho con tanto sigilo. Lleno de ansiedad volví sobre mis pasos y me dirigí a los escalones del porche, pero no vi al perro por ningún sitio, ni entre las dunas iluminadas por la luna.
Finalmente lo encontré ante la puerta abierta, escudriñando el exterior. Se había refugiado en la sala de estar, justo un poco más allá del umbral. Tenía las orejas aplastadas contra el cráneo. La cabeza gacha. El pelo del cuello erizado como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. No gruñía ni gemía, pero le temblaban los flancos.
Orson es muchas cosas -entre ellas, raro- pero no es cobarde ni estúpido. Lo que le había hecho retroceder debió de provocarle un miedo respetable.
– ¿Qué pasa, colega?
No me dirigió siquiera una rápida mirada y continuó obsesionado en la árida extensión que se dilataba más allá del porche. Tenía los negros hocicos abiertos y enseñaba los dientes, pero no emitía ningún gruñido. Era obvio que no albergaba ninguna intención agresiva, en cambio, sus dientes desnudos parecían expresar gran aversión, repulsión.
Cuando me volví a escudriñar la oscuridad, observe un movimiento con el rabillo del ojo: la fugaz impresión de un hombre corriendo ligeramente inclinado, atravesando la propiedad de este a oeste, avanzando rápidamente con largas y ágiles zancadas a través de la última hilera de dunas que marcaban el final del talud hacia la playa, a unos cuarenta pies de donde yo me encontraba.
Giré en redondo y levanté la Glock. El corredor, o se había caído al suelo o era un fantasma.
Me pregunté si sería Pinn. No. Orson no hubiera sentido temor de Jesse Pinn o de cualquier otro hombre como él.
Crucé el porche, bajé los tres escalones de madera, me detuve en la arena y eché un vistazo a las dunas de los alrededores. Aquí y allá, la alta hierba rala se balanceaba con la brisa. Algunas luces de la costa parpadeaban en las aguas tranquilas de la bahía. No se movía nada más.
Como el vendaje de tiras deshilachadas de la cara blanca y seca de un faraón momificado, una nube estrecha y larga se apartó de la barbilla de la luna.
Quizás el corredor no fuera otra cosa que la sombra de una nube. Quizá Pero la idea no me convenció.
Eche un vistazo a la puerta abierta de la casa. Orson se había apartado un poco mas del umbral, adentrándose en la habitación. No se sentía cómodo.
Yo tampoco.
Estrellas. Luna. Arena. Hierba. Y la escalofriante sensación de ser observado.
Desde el talud que descendía hacia la playa o desde el somero bajío entre las dunas, a través de una pantalla de hierba, alguien me estaba observando. Una mirada puede pesar, y aquella llegaba hasta mí en oleadas consecutivas, no en un lento oleaje sino en olas de doble altura, que me derribaban.
El perro no fue el único cuyos pelos se erizaron.
Justo cuando me empezaba a preocupar la larga ausencia de Bobby, mi amigo apareció en el extremo oriental de la casa. Mientras se aproximaba, con la arena formando plumas alrededor de sus pies desnudos no me miró ni una sola vez, su atención se centraba en las dunas.
– A Orson se le han puesto los pelos de punta -dije.
– No me lo creo -replico Bobby.
– Completamente erizados. Nunca le había pasado antes. Este perro es la encarnación del valor.
– Bueno -dijo Bobby-, no se lo reprocho. Casi se me han erizado a mi.
– Hay alguien ahí afuera.
– Mas de uno.
– ¿Quien?
Bobby no contesto. Apretó con firmeza el arma y siguió sosteniéndola mientras escudriñaba los alrededores.
– Ya han estado aquí antes -aventuré.
– Si.
– ¿Por que? ¿Que quieren?
– No lo se.
– ¿Quienes son? -pregunte otra vez.
Como antes, no me contesto.
– ¿Bobby? -le urgí.
Una gran masa pálida, a unos cien metros de altura, desapareció gradualmente en la oscuridad sobre el océano, hacia el oeste: una masa densa de niebla que la blanquecina luz de la luna hacia resaltar y que se fue extendiendo hacia el norte y hacia el sur. Tanto si avanzaba hacia tierra o si se detenía sobre la costa toda la noche, el movimiento de la niebla producía una silenciosa presión. Una formación de pelícanos volando bajo y en silencio sobre la península se desvaneció tras cruzar las aguas negras de la bahía. La brisa que se dirigía hacia tierra desapareció, la hierba cayó y se quedo inmóvil y entonces pude percibir mejor el lento romper de las olas en la orilla de la bahía, aunque el sonido no era más que un murmullo en la adormecida quietud.
Más allá del promontorio un grito tan espectral como la llamada de un somormujo cortó el profundo silencio. Un grito de respuesta, igualmente cortante y estridente, se elevo de las dunas más próximas a la casa.
Me acorde de aquellas viejas películas del Oeste en las que los indios se llaman unos a otros en la oscuridad, imitando a los pájaros y a los coyotes para coordinar sus movimientos inmediatamente antes de atacar los carromatos en círculo de los colonos.
Bobby disparo un tiro a un montículo de arena próximo, sorprendiéndome de tal manera que a punto estuvo de estallarme la aorta.
El eco del disparo reboto en la bahía y retrocedió de nuevo hasta que las últimas reverberaciones fueron absorbidas por la gran almohada de niebla en el oeste.
– ¿Por que lo has hecho? -pregunte.
En lugar de responderme, Bobby volvió a cargar y aguzo el oído.
Me acorde de Pinn disparando al techo en el sótano de la iglesia para reforzar sus amenazas al padre Tom Eliot.
– Probablemente no era necesario, aunque no va mal que mediten sobre la idea de recibir un perdigonazo -dijo Bobby, como si pensara en voz alta, cuando ya no se elevaron más gritos de somormujo.
– ¿A quien? ¿A quien estas advirtiendo?
No era la primera vez que lo veía así, aunque nunca tan enigmático como en aquel momento.
Siguió atento a las dunas y pasó otro minuto antes de que me mirara, de pronto, como si hubiera olvidado que yo estaba allí, a su lado.
– Entremos. Tienes que sacarte este disfraz tan malo de Denzel Washington; mientras tanto prepararé unos cuantos tacos asesinos para los dos.
Yo sabía mejor que nadie como tenía que llevar el asunto. Con su actitud misteriosa quería despertar mi curiosidad y recalcar su reputación de rareza o, quizá, tenía una buena razón para mantener el secreto hasta para mí. En ambos casos, Bobby se encontraba en un estado de ánimo especial en el que es inaccesible, como si estuviera en su tabla, a medio camino del extremo del túnel, en la concavidad de una ola.
Mientras recorríamos el camino de vuelta a la casa, continuo la sensación de que alguien me estaba observando. La atención del observador desconocido me producía picor en la espalda, como si un cangrejo ermitaño recorriera una playa sin oleaje. Antes de cerrar la puerta principal, escudriñé la noche una vez más, pero nuestros visitantes siguieron ocultos.
El cuarto de baño es grande y lujoso: el suelo es de granito completamente negro, a juego con las repisas, tiene un hermoso armarito de teca y una gran superficie cubierta de espejos con los bordes biselados. La enorme ducha puede albergar a cuatro personas, lo que la hace ideal para limpiar al perro.
Corky Collins -que construyo la casa de Bobby mucho antes de su nacimiento- era un tipo sin pretensiones, pero se permitía hacer americanadas. Como el jacuzzi para cuatro personas forrado de mármol, en la esquina opuesta a la ducha. Quizá Corky -que se llamaba Toshiro Tagawa antes de cambiarse el nombre- imaginaba orgías con tres chicas o quizá fuera un maniático de la limpieza.
Cuando era joven -un prodigio que se licencio en Derecho en 1941 a la edad de veintiún años- Toshiro fue recluido en Manzanar, el campo de concentración en el que los leales estadounidenses de origen japonés permanecieron prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra, indignado y humillado, se dedico al activismo político, comprometido en proteger a los oprimidos. Cinco años mas tarde perdió la confianza en la posibilidad de una justicia igual para todos y llegó al convencimiento de que la mayoría de los oprimidos, si se les da la oportunidad, se convierten en entusiastas opresores por derecho propio.
Cambió para ejercer de abogado especialista en derecho civil. Como su sabiduría no tenía limites, rápidamente se convirtió en el abogado privado de mas éxito en el área de San Francisco.
Cuatro años después, tras acumular una sustanciosa fortuna, dejó de practicar el derecho. En 1956, a los treinta y seis años, se construyo su casa en la punta sur de Moonlight Bay, e hizo llegar hasta allí corriente eléctrica, agua y teléfono con un gasto considerable. Con un seco sentido del humor resultado del cinismo y el rencor adquiridos, Toshiro Tagawa cambió legalmente su nombre por el de Corky Collins el día en el que se instaló en la casita, y dedicó todos los días del resto de su vida a la playa y al océano.
Le aparecieron nódulos en la punta de los dedos de los pies y en los pies, debajo de las rotulas y en las últimas costillas. Como quería oír libremente el retumbar de las olas, Corky no siempre utilizaba tapones para los oídos cuando practicaba surf, y desarrolló una exóstosis: el canal del oído interno se va estrechando porque se llena de agua fría y, debido al abuso repetido, un tumor benigno de huesos le redujo dicho canal. A los cincuenta años, Corky padecía sordera intermitente en el oído izquierdo. A todos los surfistas nos moquea la nariz después de una fuerte sesión de espuma de mar, porque los senos se vacían violentamente y expulsas toda el agua del mar que has aspirado por las ventanas de la nariz; estas porquerías suelen pasar cuando estas charlando con una chica fantástica con un bikini muy pequeñito. Después de veinte años de absoluta dedicación y de las consiguientes cataratas del Niágara, Corky desarrollo una exóstosis en los conductos de la nariz, que requirió cirugía para aliviar la jaqueca y recuperar el drenaje. En cada aniversario de la operación, organizaba la «fiesta del drenaje». Durante años de exposición a los rayos del sol y al agua salada, Corky también padecía lo que se llama el ojo del surfista -pterygium-, un engrosamiento aliforme de la conjuntiva sobre la esclerótica del ojo, que a veces se extiende a la cornea. Su visión se iba deteriorando poco a poco.
Hace nueve años no sufrió la operación oftalmológica porque murió. No a causa de un melanoma ni de un tiburón, sino de la Gran Madre, el océano. Corky tenía entonces sesenta y nueve años, pero aquel día salió a dibujar las monstruosas olas de una tormenta, gigantes de siete metros, temibles, truenos rodantes que la mayoría de los surfistas con la tercera parte de su edad no hubieran intentado superar. Según los testigos, estaba sobre una de ellas, aullando de alegría, casi volando, recorrió el filo, dibujó correctamente los tajos del carril sagrado, se lanzó a gran velocidad, hasta que desapareció de la vista durante mucho rato y fue abatido por una ola que rompía. Monstruos que pueden pesar miles de toneladas, lo que es mucha agua, demasiada para abrirse paso a través de ella, en las que hasta el nadador más experimentado tiene que permanecer en su interior un minuto y medio o más, a veces mucho más antes de poder tomar aire. Lo peor fue que Corky salió a la superficie justo a tiempo de ser martilleado por la siguiente ola, ahogándose al ser aplastado por las dos olas.
Los surfistas de un extremo al otro de California compartían la opinión de que Corky Collins había llevado una vida perfecta y había encontrado una muerte perfecta. Exóstosis en el oído, exóstosis en los conductos nasales, pterygium en ambos ojos, nada de esto significaba lo mas mínimo para Corky, todo esto era mejor que el aburrimiento o una enfermedad de corazón, mejor que una asquerosa pensión de jubilado ganada pasándose toda la vida en una oficina. La vida era el surf, la muerte era el surf, la fuerza de la naturaleza grande y envolvente, el corazón se exaltaba al pensar en el envidiable paso por el mundo de Corky que tan problemático era para tantos otros.
Bobby heredó la casa.
Este inesperado acontecimiento dejó atónito a Bobby. Ambos conocíamos a Corky Collins desde que teníamos once años, desde la primera vez que nos aventuramos hasta el final del promontorio con nuestras tablas en las bicis. Fue el mentor de toda rata surfista con ansias de experimentar y facilidad para dominar el punto de rompimiento. El no se comportaba como si el punto fuera suyo, pero todos respetaban a Corky como si fuera el propietario de la playa desde Santa Bárbara hasta Santa Cruz. Se mostraba impaciente con todo huevón que robaba o cortaba una buena ola, estropeándola para los demás, y desdeñaba a los surfistas domingueros y sin carácter, pero era un amigo y una inspiración para todos aquellos que estábamos enamorados del mar y en sintonía con su ritmo. Corky tenía legiones de amigos y admiradores, algunos de los cuales conocía desde hacia mas de tres décadas, y por esta razón nos desconcertó que dejara en herencia todas sus posesiones a Bobby, al que conocía tan solo desde hacia ocho años.
Como explicación, el ejecutor del testamento entrego a Bobby una carta de Corky que era una obra maestra de brevedad:
Bobby.
Lo que la mayoría de gente considera importante, tu no lo consideras. Esto es sabiduría.
A lo que crees importante estas dispuesto a entregar la mente, el corazón y el alma. Esto es gracia. Nosotros solo tenemos el mar, el amor y el tiempo. Dios te dio el mar. Por tus acciones siempre encontraras el amor. Así que yo te entrego el tiempo.
Corky vio en Bobby a alguien que poseía la innata comprensión de las verdades que él no había aprendido hasta cumplir los treinta y seis años. Quiso honrar y animar dicha comprensión. Dios le bendiga por ello.
El verano siguiente a su entrada en el Ashdon College, Bobby heredó después de pagar los impuestos, la casa y una modesta suma de dinero. Abandonó la universidad y eso enfureció a sus padres. Sin embargo pasó por alto aquella furia porque la playa, el mar y el futuro eran suyos.
Además, sus padres han estado furiosos por una cosa u otra durante toda su vida y Bobby se ha inmunizado. Propietarios y editores del periódico de la ciudad, se constituyeron en incansables cruzados para orientar la política publica, lo que significa que creen que la mayoría de los ciudadanos o son demasiado egoístas para hacer bien las cosas o demasiado estúpidos para saber lo que es bueno para ellos. Esperaban que Bobby compartiera lo que llamaban su «pasión por los grandes retos de nuestro tiempo», pero Bobby quería escapar del cacareado idealismo de su familia, y de la mal disimulada envidia, rencor y egoísmo que formaban parte de ella. Todo lo que Bobby deseaba era paz. Sus padres también querían paz, la paz en todo el planeta, paz en todos los rincones de la Tierra, pero eran incapaces de proporcionarla dentro de las paredes de su propia casa.
Con la casa y el dinero suficiente para montar el negocio con el que ahora se gana la vida, Bobby encontró la paz.
Las manecillas de los relojes son cizallas, nos recortan trozo a trozo, y cada cronómetro con un marcador nos proyecta hacia una explosión interna. El tiempo es tan precioso que no se puede comprar. Lo que Corky le dio a Bobby no era en realidad tiempo, sino la oportunidad de vivir sin relojes, sin conciencia del paso del tiempo, lo que hace que parezca que pasa con mayor lentitud, con menor furia amputadora.
Mis padres quisieron darme lo mismo a mí. Sin embargo, debido al XP, a veces oigo el tictac. Quizá Bobby también lo oye de vez en cuando. Porque no hay manera de que podamos escapar por completo a la conciencia del paso del tiempo.
La noche de la desesperación de Orson, cuando contemplaba las estrellas con melancolía y rechazaba todos mis esfuerzos por consolarle, pudo haber sido provocada por la conciencia del paso de su tiempo. Decimos que la mente simple de los animales no es capaz de abarcar el concepto de su propia mortalidad. Sin embargo, los animales poseen un instinto de supervivencia y reconocen el peligro. Si luchan por sobrevivir, comprenden la muerte no importa lo que digan los científicos y los filósofos.
No se trata de un sentimentalismo New Age. Es simple sentido común.
En la ducha de Bobby mientras limpiaba de hollín a Orson, el seguía temblando. El agua era templada. Los temblores no tenían nada que ver con el baño.
Cuando envolví al perro con varias toallas y le sequé el pelo con un secador de mano que había dejado allí Pia Klick, sus temblores habían remitido. Mientras me ponía unos téjanos azules de Bobby y un jersey de algodón azul de manga larga, Orson miró hacia la ventana empañada varias veces como si recelara de que pudiera haber alguien allá afuera, aunque parecía haber recuperado la confianza.
Limpié con toallas de papel mi chaqueta de cuero y la gorra. Todavía olían a humo, la gorra mas que la chaqueta.
Bajo la débil luz, apenas pude leer las palabras bordadas encima de la visera: Instrucción Secreta. Pasé la yema del pulgar por las letras bordadas, recordando la habitación de cemento y sin ventanas donde la había encontrado, en uno de los recintos abandonados más extraños de Fort Wyvern.
Recordé las palabras de Angela Ferryman cuando me respondió ante mi afirmación de que Wyvern había sido cerrada un año y medio antes: «Algunas cosas no mueren. No pueden morir. No importa cuanto deseemos que mueran».
Tuve otro flash back del cuarto de baño de la casa de Angela una imagen de sus ojos fijos y muertos y el «oh» silencioso y sorprendido de su boca. De nuevo me asalto el convencimiento de que había pasado por alto un detalle importante respecto a su cuerpo y, como antes, cuando intente una representación mas viva de su rostro cubierto de sangre mi mente, en lugar de aclararse, quedo aun más confundida.
«Es una estafa, Chris… la mayor estafa que se haya hecho nunca… y no se puede retroceder… y deshacer lo que ya se ha hecho.»
Los tacos -rellenos con pollo picado, lechuga, queso y salsa- estaban deliciosos. Nos sentamos a comer en la mesa de la cocina, en lugar de hacerlo apoyados en el fregadero, y regamos la cena con cerveza.
Orson, aunque Sasha le había dado de comer antes, mendigo algunos bocados de pollo, pero no logró convencerme para que le diera otra Heineken.
Bobby conectó la radio y sintonizó el programa de Sasha, que acababa de salir al aire. Ya era medianoche. No me mencionó ni presentó la canción con una dedicatoria, pero puso «Heart Shaped World» de Chris Isaak, porque es mi favorita.
Condensando todos los acontecimientos de la tarde, le hablé a Bobby del incidente en el garaje del hospital, la escena del crematorio de Kirk y del pelotón de hombres sin rostro que me persiguieron a través de las colinas detrás de la funeraria.
– ¿Tabasco? -me pregunto después de escucharlo todo.
– ¿Qué?
– Si quieres añadir picante a la salsa.
– No -dije- Ya es bastante fuerte.
Sacó una botella de Tabasco de la nevera y vertió un poco en su primer taco del que había comido la mitad.
Luego Sasha puso «Two Hearts» de Chris Isaak.
Durante un rato miré varias veces a través de la ventana que había cerca de la mesa, preguntándome si alguien nos estaría observando afuera. En un primer momento pensé que Bobby no compartía mi preocupación, pero después observé que de vez en cuando miraba atentamente a través de la ventana, como por casualidad, hacia la negrura del exterior.
– ¿Bajamos la persiana? -sugerí.
– No. Podrían pensar que estoy preocupado.
Fingíamos no estar intimidados.
– ¿Quienes son?
Se quedo callado, pero esperé.
– No estoy seguro -contesto finalmente.
Cuando continué mi historia, para no ser objeto de las mofas de Bobby, no hice mención del gato que me condujo hasta las alcantarillas en las colinas, pero le hablé de la colección de cráneos ordenados al final de los escalones de la represa. Le hable del jefe Stevenson charlando con el calvo del pendiente y de como encontré la pistola en mi cama.
– Una pistola de puta madre -dijo con admiración.
– Papa optó por una con mira de láser.
– Genial.
A veces Bobby es tan sereno como una roca, tan dueño de si mismo que tienes que preguntarte si te esta escuchando. Cuando era un muchacho, a veces se comportaba así, pero con la edad esta extraña serenidad ha ido en aumento. Acababa de contarle mis sorprendentes y espantosas aventuras y el reaccionaba como si estuviera escuchando los resultados del partido de baloncesto.
Eché un rápido vistazo a la oscuridad que se extendía al otro lado de la ventana, me pregunté si había alguien ahí afuera apuntándome con un arma y me tenía en el centro del punto de mira telescópica. Luego me dije que si hubieran querido dispararnos lo hubieran hecho cuando estábamos afuera en las dunas.
Le conté a Bobby todo lo que había sucedido en casa de Angela Ferryman.
– Licor de albaricoque -dijo haciendo una mueca.
– No bebí mucho.
– Dos vasos de esa basura y estarías hablando a las focas -que en la jerga de los surfistas significaba vomitar.
Cuando le conté lo de Jesse Pinn aterrorizando al padre Tom en la iglesia, íbamos por el tercer taco cada uno. Preparo otros dos y los puso sobre la mesa.
Sasha había puesto «Graduation Day».
– Es un festival de Chris Isaak -dijo Bobby.
– Lo hace por mí.
– Sí, no me imagino a Chris Isaak en la emisora apuntándole con una pistola a la cabeza.
No dijimos nada más hasta que acabamos la ronda de tacos.
Cuando al fin Bobby me hizo una pregunta, lo único que quería saber era lo que había dicho Angela.
– Así que te dijo que era un mono y no lo era.
– Las palabras exactas, que yo recuerde, fueron «Parecía un mono. Y era un mono. Era y no lo era. Y esto era lo malo».
– ¿Te pareció que estaba zumbada?
– Estaba angustiada, dolorida, herida, pero no loca. Además, la mataron para hacerla callar, por algo que había dicho.
Bobby asintió y bebió un poco de cerveza.
Se mantuvo callado durante un buen rato.
– ¿Y ahora que? -dije.
– ¿Me lo dices a mi?
– No estoy hablando con el perro -repuse.
– ¡Basta! -exclamo.
– ¿Qué?
– Olvídalo todo y vive.
– Sé por qué me lo dices -admití.
– ¿Entonces, por que me lo preguntas?
– Bobby es posible que mi madre no muriera de accidente.
– Parece más que una posibilidad.
– Y quizás el cáncer de mi padre no era precisamente un cáncer.
– ¿Así es que quieres dejarte arrastrar por la venganza?
– Esa gente no puede escapar con un asesinato.
– Claro que puede. Siempre hay gente que escapa después de cometer un asesinato.
– Bueno pero ellos no deberían.
– Yo no digo eso. Solo he dicho que lo hacen.
– Sabes, Bobby, quizá la vida no sea tan solo surf, sexo, comida y cerveza.
– Nunca dije que lo fuera. Solo digo que debería serlo.
– Bien -admití, mientras estudiaba la oscuridad mas allá de la ventana- No me voy a rajar.
Bobby lanzo un suspiro y se acomodó en la silla.
– Cuando estas esperando coger una ola, y las condiciones son tremendas, esas grandes olas humeantes a lo largo de la costa, llega una serie de seis metros que te empuja hasta el limite, pero tu crees que puedes dar mas de ti mismo y dominarla; te sientas en la alineación, eres como una boya en la serie, entonces te rajas. Porque de pronto aparece una serie larga de diez metros, un coloso agitándose que viene a llevársete por delante, que viene a despegarte de la tabla, a hundirte, a hacer que mames algas marinas y reces a Jesús. Entonces eliges mantenerte a flote, te rajas y te quedas en la línea. Eres juicioso. Hasta el surfista más rebelde necesita un poco de juicio. Y el tipo que fuerza la ola, aun cuando sepa que va a atravesar la pendiente pero que va a ser totalmente dominado por ella, bueno, es un huevón.
Me sorprendió su larga perorata porque significaba que mi situación le preocupaba mucho.
– Me estas llamando huevón -dije.
– Todavía no. Depende de lo que hagas.
– Soy un huevón a la espera de los acontecimientos.
– Sería como decir que tu huevonada potencial está más allá de la escala Richter.
Negué con un movimiento de la cabeza.
– Desde donde estoy sentado no parece tener diez metros.
– Quizá más.
– Siete como máximo.
Hizo girar sus ojos, como diciendo que él era el único que tenía sentido común.
– Según Angela todo esto viene de un proyecto en Fort Wyvern. Subió a buscar algo que quería enseñarme, una prueba, creo algo que su marido debió de birlar. Fuera lo que fuera, lo destruyó el fuego.
– Fort Wyvern. El Ejército. Los militares.
– ¿Qué?
– Estamos hablando del gobierno -dijo Bobby- Hermano, el gobierno no es una ola de diez metros. Es una ola de treinta metros. Es un maremoto.
– Esto es América.
– Suele serlo.
– Tengo un deber.
– ¿Que deber?
– Un deber moral.
Levantó una ceja se pellizcó el puente de la nariz con el pulgar y el índice, como si escucharme le hubiera producido dolor de cabeza.
– Creo que si oyeras en las noticias de la noche que un cometa va a destruir la Tierra te pondrías la capa y volarías al espacio exterior para desviar a ese mamón al otro extremo de la galaxia -repuso.
– A no ser que la capa estuviera en la tintorería.
– Huevón.
– Huevón.
– Mira -dijo Bobby-. Están llegando datos. Del satélite meteorológico del gobierno británico. Al procesarlos puedes medir el peso de cualquier ola en cualquier parte del mundo.
No había encendido las luces del despacho. Las grandes pantallas de vídeo de los computadores le proporcionaban iluminación suficiente, y a mí más que suficiente. Las barras de los gráficos de colores, los mapas, las fotografías vía satélite aumentadas y el dinámico discurrir del estado del tiempo se movían en las pantallas.
No he entrado en el mundo de la informática y nunca podré hacerlo. Con las gafas de sol anti UV, no me resulta fácil leer lo que aparece en la pantalla, y tampoco puedo arriesgarme a pasar horas ante una de esas pantallas con todos esos rayos bombardeándome. Para los demás son emisiones de bajo nivel, pero considerando los peligros de la acumulación, para mí unas horas ante un computador serían como una tormenta de rayos. Escribo a mano en tablillas: un artículo ocasional, el libro más vendido que dio como resultado el largo artículo en la revista Time sobre mí y el XP.
Este cuarto-computadora es el corazón de Surfcast, el servicio de predicción del oleaje, que proporciona predicciones diarias por fax a suscriptores de todo el mundo, mantiene un Web y tiene un número 900 para la información del estado del oleaje. En las oficinas de Moonlight Bay trabajan cuatro empleados, conectados por red con esta habitación, aunque Bobby realiza el análisis final de los datos y las predicciones del oleaje.
En las costas de los océanos de todo el mundo, aproximadamente seis millones de surfistas remontan las olas con asiduidad, y a unos cinco y medio de ellos les gustan olas con frentes -medidos desde el seno hasta la cresta- de dos a tres metros. Las marejadas oceánicas ocultan su fuerza debajo de la superficie, a profundidades que superan los trescientos metros, y no se convierten en olas hasta que llegan a aguas menos profundas y rompen en la costa; hasta finales de los años ochenta no había manera de predecir con fiabilidad dónde y cuándo podían encontrarse olas de dos metros. Los maniáticos del surf se pasaban días en la playa, esperando que el oleaje fuera suave o plano, mientras que los centenares de miles arriba o abajo de la costa que se sumergían en las rompientes eran devueltos a la orilla, o llegaban hasta el horizonte. Un porcentaje significativo de aquellos cinco millones y medio de surfistas iban a pagar a Bobby un montón de pasta por enterarse dónde iba a producirse la acción, o si ésta iba a depender solamente de la voluntad de Kahuna, el dios del oleaje.
Un montón de pasta. Sólo el número 900 proporcionaba centenares de miles de llamadas al año, a dos dólares el paso. Y Bobby, ironías del destino, el surfista rebelde y holgazán, probablemente es la persona más rica de Moonlight Bay, aunque nadie lo comprenda y él lo regale casi todo.
– Aquí -dijo, dejándose caer en una silla frente a uno de los computadores-. Antes de marcharte a salvar el mundo y de que te salten la tapa de los sesos, piensa en esto.
Cuando Orson irguió la cabeza para mirar la pantalla, Bobby tocó el teclado y solicitó nuevos datos.
El medio millón restante de los seis millones de surfistas remontan olas de cinco metros y probablemente unos diez mil pueden con las de siete metros, pero aunque los tipos más hábiles y cojonudos son muchos menos, un elevado porcentaje de ellos utilizan las predicciones de Bobby. Viven y mueren para cabalgar en las olas; para ellos perderse una sesión de monstruos gigantescos, especialmente en su tierra, sería como una tragedia de Shakespeare con arena.
– El domingo -dijo Bobby, tecleando.
– ¿Este domingo?
– Dentro de dos noches, querrás verlo. Creo que será mejor que estar muerto.
– ¿Se acercan olas grandes?
– Será magnífico.
Quizá trescientos o cuatrocientos surfistas en el mundo poseen la experiencia, el talento y los cojones [4] suficientes para montar olas de siete metros, y un puñado de ellos le paga bien a Bobby para que siga la pista correcta de la ola gigante, aunque sea algo semejante a matarlos. Algunos de estos maniáticos son hombres ricos que volarían a cualquier parte del mundo a desafiar una tempestad con olas gigantes, de diez o hasta de quince metros, a las que con frecuencia son remolcados por un ayudante en un Jet Ski, porque alcanzar tales monolitos de la manera habitual es difícil y, a menudo, imposible. En todo el mundo puedes encontrar olas de diez metros bien formadas y dignas de ser remontadas únicamente unos treinta días al año, y a menudo alcanzan las costas de lugares exóticos. Con la ayuda de mapas, fotos de satélite y las informaciones del tiempo de numerosas fuentes, Bobby puede suministrar predicciones de dos a tres días, tan fiables que sus clientes nunca se han quejado.
– Ahí -Bobby señalo el perfil de una ola en el computador. Orson se acercó a mirar la pantalla-, el punto de rompimiento del oleaje, Moonlight Bay. Va a ser el clásico domingo, la tarde, la noche, hasta el amanecer del lunes lleno de agitación.
– ¿Estoy viendo cuatro metros? -me acerque a la pantalla entornando los ojos.
– De tres a cuatro metros, con la posibilidad de alguna serie de cinco. Pronto alcanzarán Hawai luego nos tocara a nosotros.
– Estarán vivas.
– Completamente vivas. Se aproxima una gran tormenta de movimiento lento por el norte de Tahití. También habrá viento terral, así es que esos monstruos formarán las barreras más secas y con los túneles más locos que hayas visto en sueños.
– Fantástico.
Giró en la silla para mirarme.
– ¿Que prefieres, montar el oleaje del domingo por la noche o el maremoto mortal de Wyvern?
– Ambos.
– Suicida -dijo despectivamente.
– Pato -contesté sonriendo, lo cual es lo mismo que decir «boya», se refiere a esos que se sientan en la línea y no tienen las agallas de coger una ola.
Orson movía la cabeza mirando a uno y otro, como si contemplara un partido de tenis.
– Payaso -dijo Bobby.
– Tramposo -repuse, lo cual es lo mismo que decir «pato».
– Huevón -contestó, lo cual tiene el mismo significado en jerga surfista que en el idioma corriente.
– Presiento que no vas a estar conmigo en esto.
– No puedes ir a la poli. Tampoco al FBI. A todos ellos les paga el otro lado ¿Cómo vas a enterarte de un proyecto secreto en Wyvern? -inquirió levantándose de la silla.
– Ya he descubierto algo.
– Sí, y cuando te enteres de algo más te matarán. Escucha, Chris, no eres Sherlock Holmes o James Bond. En el mejor de los casos, eres Nancy Drew.
– Nancy Drew tenía una elevadísima cota de casos cerrados -le recordé- Atrapo el cien por cien de los hijos de puta que perseguía. Me sentiría honrado de que se me considerase el igual de una luchadora contra el crimen del calibre de doña Nancy Drew.
– Suicida.
– Pato.
– Payaso.
– Tramposo.
– Me pones enfermo -dijo Bobby riendo en voz baja mientras se rascaba la barba.
– Y tú a mí.
Sonó el teléfono y Bobby contestó.
– Hola, encanto, ya he acabado el nuevo formato… siempre Chris Isaak, siempre. Pon «Dancin» para mí, ¿quieres? -me paso el auricular- Es para ti, Nancy.
Me gusta la voz de disk jockey de Sasha. Es ligeramente diferente de su voz real, un poco más profunda, más suave y sedosa, pero el efecto es fuerte. Cuando la oigo deseo revolcarme en la cama con ella. Deseo revolcarme en la cama con ella siempre, tan a menudo como sea posible, pero cuando habla con su voz de la radio, deseo revolcarme en la cama con ella con urgencia. Transforma la voz desde el momento en que entra en el estudio y sigue con ella hasta que sale del trabajo.
– La línea se cortará en un minuto, he tenido que charlar entre los cortes -me dijo-, así es que seré breve. Ha venido uno que esta rondando por la emisora hace un rato, quiere ponerse en contacto contigo. Dice que es cuestión de vida o muerte.
– ¿Quien?
– No puedo decirte el nombre por teléfono. Le he prometido que no lo haría. Cuando le he dicho que probablemente estabas con Bobby esta persona no ha querido llamarte ni ir a verte allí.
– ¿Por que?
– No sé exactamente por que. Pero… esta persona estaba muy nerviosa, Chris «He tenido un encuentro con la noche.» ¿Sabes a lo que me refiero?
«He tenido un encuentro con la noche.»
Era un verso de un poema de Robert Frost.
Mi padre me había inculcado la pasión por la poesía. Y yo he contagiado a Sasha.
– Sí -dije- Creo que sé a lo que te refieres.
– Quiere verte lo antes posible. Dice que es cuestión de vida o muerte. ¿Que esta pasando, Chris?
– El domingo por la tarde tendremos una sesión de grandes olas -conteste.
– No es esto a lo que me refiero.
– Lo se. Luego te contaré el resto.
– Olas. ¿Podré salir?
– Olas de cuatro metros.
– Creo que me quedare en la fiesta de la playa.
– Me encanta tu voz -dije.
– Suave como la bahía.
Colgó el aparato y yo hice lo mismo.
Aunque solo había oído la mitad de la conversación, Bobby confiaba en su intuición e imagino la intención de la llamada de Sasha.
– ¿Que estas tramando?
– Asuntos de Nancy -repuse- No te interesarían.
Cuando Bobby y yo encontramos a Orson todavía inquieto en el porche, en la radio de la cocina empezó a sonar «Dancin», de Chris Isaak.
– Sasha es una mujer encantadora -dijo Bobby.
– Extraordinaria.
– Si te matan ya no pudras estar con ella.
– Tomo nota.
– ¿Llevas las gafas de sol?
Palpe el bolsillo de la camisa.
– Si.
– ¿Te has embadurnado con mi crema antisolar?
– Si, mama.
– Payaso.
– Estaba pensando… -empecé.
– Ya era hora de que empezaras a hacerlo -me interrumpió.
– He estado trabajando en el nuevo libro.
– Al fin te has decidido a mover el culo.
– Trata de la amistad.
– ¿Estoy yo?
– Sorprendentemente, sí.
– Pero no pondrás mi verdadero nombre, ¿no es cierto?
– Te llamas Igor. El asunto es… Temo que los lectores no puedan identificarse con lo que voy a decir, porque tú y yo (todos mis amigos) vivimos una vida muy diferente.
Bobby se detuvo en el borde de los escalones del porche y me miró con su típica mirada burlona.
– Creo que debes de ser muy listo para escribir libros.
– No es obligatorio.
– Obviamente no. Pero hasta el más bobo sabe que todos nosotros llevamos vidas diferentes.
– ¿Si? ¿María Cortez lleva una vida diferente?
María es la hermana pequeña de Manuel Ramírez, tiene veintiocho años como Bobby y yo. Es cosmetóloga y su marido, mecánico de coches. Tienen dos hijos un gato y una casita de folleto con una gran hipoteca.
– No vive la vida en el salón de belleza haciendo peinados, ni en su casa limpiando las alfombras con la aspiradora. Vive su vida dentro de su cabeza. Existe un mundo en el interior de su cráneo, probablemente mas extraño y mas jodido que el tuyo o el mío, con nuestras estupideces, imagino. Seis billones de nosotros se pasean por el planeta, seis billones de mundos más pequeños o más grandes. Vendedores de zapatos y cocineros de segunda clase que parecen aburridos desde fuera, algunos tienen una vida mas fantástica que la tuya. Seis billones de historias, cada una de ellas una epopeya llena de tragedias y de triunfos, de bondad y de maldad, de desespero y de esperanza. Tú y yo no somos especiales, hermano -dijo Bobby.
Me quedé callado un momento. Luego jugueteé con la manga de su camisa de papagayos y palmeras.
– No sabía que fueras filósofo.
Bobby se encogió de hombros.
– ¿Por esta pequeña muestra de sabiduría? Demonios si la encontré en una galletita china.
– Debió de ser el gran hombre blanco de las galletitas.
– Fue un enorme monolito, tío -repuso dirigiéndome una sonrisa socarrona.
La gran muralla de niebla iluminada por la luna que se asomaba a media milla de la costa no estaba ni más cerca ni más lejos que antes. El aire nocturno estaba tan inmóvil como en una habitación de temperatura regulada del Mercy Hospital.
Cuando bajamos los escalones del porche, nadie nos disparo. Ni tampoco nadie lanzo aquel grito de somormujo.
Sin embargo, todavía debían de estar allí ocultos en las dunas o detrás de la cresta del talud que descendía hasta la playa. Sentía su vigilancia como la peligrosa energía que subyace en las espirales de una serpiente cascabel inmóvil a punto de morder.
Bobby había dejado su arma en el interior, pero seguía vigilante. Mientras me acompañaba hasta la bicicleta sin dejar de vigilar, empezó a revelar un interes mayor de lo que antes había admitido por mi historia.
– El mono que menciono Angela.
– ¿Que pasa con el?
– ¿Como era?
– Como un mono.
– ¿Como un chimpancé, u orangután, o que?
Agarré con firmeza el manillar de la bicicleta y le di la vuelta sobre la arena blanda.
– Era un mono rhesus ¿No te lo dije?
– ¿De que tamaño?
– Dijo que de unos sesenta centímetros de alto y quizá de unos once kilos de peso.
– He visto un par de ellos -dijo mientras echaba un vistazo a través de las dunas.
Sorprendido, volví a apoyar la bici en la barandilla del porche.
– ¿Monos rhesus? ¿Aquí?
– Alguna clase de monos, de ese tamaño más o menos.
No existe ninguna especie de mono originaria de California. Los únicos primates en sus bosques y campos son los seres humanos.
– Descubrí a uno de ellos una noche, mirándome por una ventana.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hará unos tres meses.
Orson se movía entre nosotros, como si buscara seguridad.
– ¿Has vuelto a verlos desde entonces? -pregunte.
– Seis o siete veces. Siempre por la noche. Son sigilosos. Aunque últimamente son más osados. Marchan en grupo.
– ¿Grupo?
– Los lobos marchan en manada. Los caballos en recua. Los monos en grupo.
– Has estado investigando ¿Por qué no me lo has contado antes?
Permaneció en silencio, observando las dunas.
Yo también hacía lo mismo.
– ¿Es lo que puede estar aquí afuera?
– Quizá.
– ¿No se lo has contado a nadie? ¿Ni a los de control de animales?
– No.
– ¿Por qué no?
No me respondió enseguida, dudó y luego dijo.
– Me dejé llevar por las tonterías de Pia.
Pia Klick. A Waimea por uno o dos meses y ya hacía tres años que se había ido.
No comprendía cómo Pia había podido convencer a Bobby de que no informara de los monos a los oficiales de control de animales, pero luego él me lo explicó.
– Dice que ha descubierto que es la reencarnación de Kaha Huna -dijo Bobby.
Kaha Huna es la diosa hawaiana del oleaje, en realidad nunca se había encarnado y, por consiguiente, no podía ser re.
Considerando que Pia no era una kamaaina, es decir, natural de Hawai, sino una haole que había nacido en Oskaloosa, Kansas, y allí vivió hasta que dejó su casa a los diecisiete años, parecía una candidata muy poco probable a ser una wher wahine mitológica.
– Le faltan algunas credenciales -dije.
– Es muy seria con todo eso.
– Bueno, es lo bastante guapa para ser Kaha Huna. O cualquier otra diosa.
Estaba al lado de Bobby y no podía ver sus ojos demasiado bien, pero en su rostro había una expresión desolada. Jamás se la había visto antes. Ignoraba que la desolación fuera una alternativa para él.
– Dice que ser Kaha Huna le exige ser célibe.
– Ah.
– Cree que probablemente nunca podrá vivir con un tipo corriente, quiero decir con un mortal. Sería como rechazar su destino con una blasfemia.
– Bestial -dije con simpatía.
– Para ella sería fantástico cohabitar con la reencarnación actual de Kahuna.
Kahuna es el dios del oleaje. Es una creación de los surfistas modernos que extrapolan su leyenda de la vida de un antiguo hechicero hawaiano.
– Tú podrías ser la reencarnación de Kahuna.
– Me niego a serlo.
Por su respuesta deduje que Pia había intentado convencerle de que era, además, el dios del surfing.
– Es tan lista, tan inteligente -dijo Bobby con evidente dolor y confusión.
Pia se había graduado con summa cum laude en la UCLA. Pagó la universidad pintando retratos, ahora sus trabajos hiperrealistas se venden a precios exorbitantes, tan rápidamente como ella quiera producirlos.
– ¿Cómo puede ser tan lista e inteligente -preguntó Bobby- y luego esto?
– A lo mejor eres Kahuna -repuse yo.
– No es divertido -lo cual era una declaración sorprendente, porque de un modo u otro, a Bobby todo le divertía.
La hierba de las dunas se había desplomado bajo la luz de la luna y permanecía inmóvil en la noche sin brisa. El suave ritmo del oleaje, que se alzaba desde la playa de más abajo, era como el murmullo de los rezos de una multitud distante.
Este asunto de Pia era fascinante, pero incomprensible y a mí me interesaban más los monos.
– Estos últimos años -dijo Bobby-, con este asunto de Pia… bueno, a veces está bien, pero otras es como malgastar los días en violentos churly-churly.
Churly-churly para el surfista es un giro incorrecto en el que te llenas de arena y de guijarros, que te saltan a la cara cuando entras en la ola. No es agradable.
– A veces -añadió Bobby-, cuando acabo de tener una conversación telefónica con ella, me armo un lío, la añoro, quiero estar con ella. Y hasta casi logro convencerme a mí mismo de que es Kaha Huna. Es tan sincera… No desvaría, lo sé. Es algo inherente a ella, lo cual hace todo aún más perturbador.
– No sabía que estuvieras perturbado.
– Yo tampoco.
Suspiró, golpeó la arena con un pie desnudo y enlazó el tema de Pia con los monos.
– Cuando vi aquel mono en la ventana la primera vez, fue magnífico, me hizo reír. Pensé que era una mascota que se había perdido… pero la segunda vez vi más de uno. Y fue tan fantasmagórico como toda esta mierda de Kaha Huna, porque no se comportaban como simples monos.
– ¿Qué quieres decir?
– Los monos son juguetones, ridículos. Esos tipos no eran juguetones. Tenían un propósito, eran solemnes y lúgubres. Me observaban y vigilaban la casa, no con curiosidad sino con un plan.
– ¿Qué plan?
Bobby se encogió de hombros.
– Eran tan extraños.
No encontró las palabras y yo tomé una prestada de H. P. Lovecraft, cuyos relatos nos entusiasmaban cuando teníamos trece años.
– Espectros.
– Sí. Eran espectros. Sabía que nadie iba a creerme. Si hasta yo pensé que estaba alucinando. Cogí una cámara pero no pude hacer ninguna fotografía ¿Sabes por que?
– ¿El dedo en la lente?
– No querían ser fotografiados. En cuanto vieron la cámara, corrieron a esconderse, son extraordinariamente rápidos -me miró, esperando mi reacción, luego volvió a dirigir la vista hacia las dunas- Sabían lo que era una cámara de fotos.
– Oye, no los estarás antropomorfizando, ¿verdad? Ya sabes, atribuir características y actitudes humanas a los animales -dije, sin poderlo resistir.
– Después de aquella noche -siguió, pasando por alto mis palabras-, no guardé la cámara en el armario. La dejé en el mostrador de la cocina, para tenerla a mano. Si aparecían de nuevo, pensé que podría hacer un disparo antes de que se dieran cuenta de lo que sucedía. Una noche, hará unas seis semanas, había unas olas de dos metros, un buen terral, llegaban unas tras otras, así que me puse el traje de goma y me pasé unas dos horas en el agua No me llevé la cámara de fotos conmigo.
– ¿Por qué no?
– No había visto a los malditos monos desde hacía una semana. Pensé que quizá ya no los volvería a ver.Cuando volví a casa, me saqué el neopreno, entré en la cocina y cogí una cerveza. Cuando me aparté de la nevera, había monos en las dos ventanas, colgados de los marcos exteriores, contemplándome. Entonces fui a buscar la cámara y había desaparecido.
– La habías cambiado de sitio.
– No. Había desaparecido por las buenas. Cuando fui a la playa aquella noche deje la puerta abierta. Ya no lo he vuelto a hacer nunca más.
– ¿Quieres decir que los monos la cogieron?
– Al día siguiente compré una cámara desechable. La dejé otra vez en el mostrador del horno. Aquella noche dejé las luces encendidas, cerré y bajé con la tabla a la playa.
– ¿Buen surf?
– Lento. Pero quise darles una oportunidad. Y la aprovecharon. Mientras me encontraba fuera, rompieron un paño, abrieron la ventana y robaron la cámara desechable. Nada más. Solo la cámara.
Ahora entendía por qué guardaba la pistola en un armario cerrado con llave.
La casa en el promontorio, sin vecindario, siempre me había atraído como un magnífico refugio. Por la noche, cuando los surfistas desaparecen, el cielo y el mar forman una esfera en la que la casa permanece como un diorama en uno de esos pisapapeles de cristal que se llenan de copos de nieve cuando los agitas, aunque en lugar de ventisca allí había una profunda paz y una gloriosa soledad. Ahora, sin embargo, la extraordinaria paz se había convertido en un aislamiento enervante. En lugar de proporcionar sensación de paz, la noche era densa y silenciosa.
– Y me dejaron un aviso -dijo Bobby.
Imaginé una nota de amenaza escrita laboriosamente con letras mayúsculas: VIGILA EL CULO. Firmado: LOS MONOS.
Pero eran demasiado listos para dejar un papel.
– Uno de ellos se cagó en mi cama -añadió Bobby.
– Oh, que amable.
– Son muy sigilosos, como ya te he dicho. Decidí no intentar siquiera fotografiarlos. Si conseguía disparar el flash una noche… Creo que se hubieran cabreado.
– Les tienes miedo. No sabía que estuvieras inquieto, ni que tuvieras miedo. Me estoy enterando de muchas cosas esta noche, hermano.
Bobby no admitió que sentía miedo.
– Compraste el arma -le apremié.
– Porque creo que es conveniente desafiarlos de vez en cuando, bueno, para demostrarles a esos hijos de puta que soy territorial, y que este es mi territorio. En realidad no tengo miedo. Solo son unos monos.
– Y no lo son.
– Hay días que me pregunto si me he contagiado de algún virus New Age por vía telefónica de Pia, desde Waimea… y ahora, mientras ella esta obsesionada con ser Kaha Huna, yo estoy obsesionado con los monos y el nuevo milenio. Sospecho que así los llamarían en la prensa sensacionalista, ¿no crees?
– Los monos del milenio. Tiene tirón.
– Por esta razón no he informado. No voy a convertirme en blanco de la prensa ni de nadie. No voy a ser el payaso que vio a Bigfoot o a extraterrestres en una nave espacial en forma de tostadora. Mi vida cambiaría por completo.
– Serías un raro como yo.
– Exacto.
La sensación de ser observado se intensificó. Me apropié de un truco de Orson, casi un gruñido sordo en la garganta.
El perro seguía todavía entre Bobby y yo, alerta e inmóvil, con la cabeza levantada y una oreja erguida. Ya no temblaba, aunque sentía respeto hacia aquello que nos estaba observando desde la oscuridad.
– Lo que te he contado de Angela, ya sabes, eso de que los monos tienen algo que ver con lo que se ha estado haciendo en Fort Wyvern -dije-, no es ninguna noticia sensacionalista producto de la fantasía. Es algo real, vivo, y nosotros podemos hacer algo al respecto.
– Aun esta en marcha -comento Bobby.
– ¿Que?
– Según te dijo Angela, Wyvern no esta parado del todo.
– Lo abandonaron hace dieciocho meses. Si todavía hay personal llevando a cabo alguna operación, nosotros lo sabremos. Si hay personas que viven en la base, bajarán a comprar a la ciudad, irán al cine.
– Dices que Angela lo llamó apocalipsis. Dijo que era el fin del mundo.
– Sí ¿Y?
– Si estuvieras ocupado trabajando en un proyecto para destruir el mundo, no tendrías tiempo de ir al cine a la ciudad. De todas formas, como yo digo, esto es un maremoto, Chris. Es el gobierno. No hay manera de hacer surf en estas aguas y sobrevivir.
Agarré el manillar de la bicicleta y la volví a enderezar. -A pesar de los monos y de todo lo que has visto, ¿quieres abandonar?
– Si mantengo la calma, es posible que se vayan. No vienen todas las noches. Una o dos veces por semana. Si los espero fuera. Mi vida podría volver a ser como era antes.
– Si, pero quizás Angela no estuviera soñando. Quizá ya no existe una oportunidad, ninguna, de que las cosas vuelvan a ser lo que eran.
– Entonces, ¿por que te entregas en cuerpo y alma si es una causa perdida?
– Para los xeperos -dije con solemnidad burlona-, no existen las causas perdidas.
– Suicida.
– Pato.
– Payaso.
– Tramposo -dije con afecto, mientras me alejaba con la bicicleta de la casa a través de la blanda arena.
Orson emitió un suave plañido de protesta cuando nos alejábamos de la relativa protección de la casa, pero no intento volver. No se separó de mí, olfateaba el aire de la noche mientras nos dirigíamos hacia el interior.
Habíamos recorrido unos treinta pies cuando Bobby, levantando pequeñas nubes de arena, llegó corriendo hasta nosotros y nos bloqueó el paso.
– ¿Sabes cual es tu problema?
– ¿La elección de mis amigos? -pregunte.
– Tu problema es que quieres dejar una impronta en el mundo. Quieres dejar algo atrás que diga «Yo estuve aquí».
– Eso no me preocupa.
– Mentiroso de mierda.
– Vigila tu lenguaje. Hay un perro presente.
– Por eso escribes los artículos, los libros -dijo-. Para dejar una marca.
– Escribo porque me divierte hacerlo.
– Eres un hijo de puta.
– Porque es lo más difícil que he hecho nunca, pero además es gratificante.
– ¿Y sabes por qué es tan difícil? Porque no es natural.
– Quizá lo sea para la gente que no puede leer y escribir.
– No venimos aquí a dejar una marca, hermano. Monumentos, herencias, marcas… por su causa siempre empeoramos. Venimos a divertirnos, a sumergirnos en las maravillas del mundo, a disfrutar de la cabalgada.
– Orson, mira, aquí esta otra vez Bob el filósofo.
– El mundo es perfecto tal y como es, es bello de un horizonte a otro. Cualquier marca que intentemos dejar, demonios, solo es una pintada. Nada puede superar el mundo que nos ha sido dado. Cualquier marca que se deje solo es vandalismo.
– La música de Mozart -dije.
– Vandalismo -repuso Bobby.
– El arte de Miguel Ángel.
– Una pintada.
– Renoir -apunte.
– Una pintada.
– Bach, los Beatles.
– Pintadas auditivas -dijo ferozmente.
Mientras conversábamos, Orson daba latigazos con el rabo.
– Matisse, Beethoven, Wallace Stevens, Shakespeare.
– Vándalos pandilleros.
– Dick Dale -deje caer el nombre sagrado del rey de la Surf Guitar, el padre de toda la música surf.
– Una pintada -repuso Bobby haciendo un guiño.
– Estas enfermo.
– Yo soy la persona mas sana que conoces. Abandona esta enfermiza cruzada, Chris.
– Estaba en una escuela de holgazanes cuando una pequeña curiosidad se estudió como cruzada.
– Vive la vida. Sumérgete en ella. Diviértete. Esto es lo que tienes que hacer.
– Yo me divierto a mi manera -le asegure- No te preocupes, soy tan zángano y aficionado a las pajas como tu.
– Eso quisieras.
Intenté dar la vuelta con la bici, pero el volvió a interponerse en mi camino.
– Está bien -dijo con resignación- Esta bien. Pero lleva la bici con una mano y coge la Glock con la otra hasta que llegues a tierra firme y puedas montarla. Entonces pedalea rápido.
Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta, hundido por el peso de la pistola. En casa de Angela había disparado un tiro accidentalmente. Quedaban nueve en la recamara.
– Pero si solo son monos -me hice eco de las palabras de Bobby.
– Y no lo son.
Busque su mirada oscura.
– ¿Hay algo mas que debería saber?
Se mordió el labio inferior.
– A lo mejor soy Kahuna -dijo finalmente.
– No es esto lo que ibas a decirme.
– No, pero no es tan loco como lo que iba a decirte -su mirada erró momentáneamente por las dunas- El jefe del grupo… Solo lo he visto de lejos en la oscuridad, apenas algo más que una sombra. Es más grande que los demás.
– ¿Hasta que punto?
Nuestras miradas se cruzaron.
– Creo que es un fulano de mi tamaño.
Antes, cuando estaba en el porche esperando a que Bobby volviera de su investigación por el acantilado, había observado un movimiento con el rabillo del ojo la fugaz impresión de un hombre corriendo con paso largo y elástico a través de las dunas. Cuando me di la vuelta empuñando la Glock no vi a nadie.
– ¿Un hombre? -dije- ¿Corriendo con los monos del milenio, conduciendo el grupo? ¿Nuestro Tarzán de Moonlight Bay?
– Bueno, creo que se trata de un hombre.
– ¿Y eso que significa?
Bobby aparto la mirada y se encogió de hombros.
– Lo que quiero decir es que no solo he visto monos. Con ellos hay algo o alguien grande.
Contemplé las luces de Moonlight Bay.
– Es como si hubiera un reloj funcionando en algún sitio, una bomba de relojería, y la ciudad estuviera llena de explosivos.
– Yo también lo creo, hermano. Aléjate de la zona de detonación.
Sosteniendo la bici con una mano saque la Glock del bolsillo de la chaqueta.
– Cuando estés metido en tus locas y peligrosas aventuras xepero -dijo Bobby-, hay algo que debes tener presente.
– Dominar siempre la tabla.
– Cualquier cosa que haya pasado en Wyvern, o lo que todavía este sucediendo, puede haber implicado a un gran equipo de científicos. Fulanos extraordinariamente formados, con la frente mas ancha que tu cara. Y también muchos tipos del gobierno y militares. La élite del sistema. Promotores y protagonistas ¿Sabes por qué formaban parte de todo esto antes de que les saliera mal?
– ¿Deudas que pagar, una familia que mantener?
– Todos ellos querían dejar su marca.
– No se trata de ambición. Yo solo quiero saber por que murieron mis padres.
– Tienes la cabeza mas dura que la concha de una ostra.
– Si, pero hay una perla dentro.
– No hay una perla -me aseguro- Sino mierda de gaviota fosilizada.
– Manejas bien el lenguaje. Deberías escribir un libro.
Emitió una risita despectiva tan fina como una viruta de piel de limón.
– Preferiría joder con un cactus.
– Es bastante parecido. Pero gratificante.
– Esta ola va a llevarte al circuito de lavado y luego al de secado.
– Quizá. Pero será un viaje fantástico. ¿No eres tú el que decía que estamos aquí para disfrutar del viaje?
Finalmente se dio por vencido; se apartó de mi camino, levantó la mano derecha y me hizo el signo sasha.
Sostuve la bici con la mano con la que sujetaba el arma el tiempo suficiente para hacer el signo de Star Trek.
Me respondió con un gesto con el dedo.
Con Orson a mi lado, me encaminé con la bici hacia el este a través de la arena, hacia la parte más rocosa de la península. Antes de que me hubiera alejado más, oí que Bobby decía algo a mis espaldas, pero no pude entender sus palabras.
Me detuve, me volví y lo vi dirigiéndose hacia la casa.
– ¿Qué has dicho?
– Que se acerca la niebla -repitió.
Miré más allá de donde se encontraba y vi blancas masas enormes que descendían desde el lado oeste, una avalancha de vapor con una pátina de luz de luna. Como una pared de muerte derribándose silenciosamente en un sueño.
Las luces de la ciudad parecían las de un continente lejano.