CARA UNO: LA SANGRE OBLIGA

VIERNES 1 DE JULIO DE 2005
Capítulo 1

En lugar de himno al final se oyó la música de Love Reign O'er Me de The Who. Rebus lo reconoció nada más empezar, al tiempo que los truenos y una intensa lluvia sacudían la iglesia. Estaba en el primer banco: Chrissie se había empeñado. Él habría preferido situarse atrás del todo, su lugar habitual en los funerales. Tenía sentados a su lado al hijo y a la hija de Chrissie. Lesley consolaba a su madre llorosa pasándole un brazo por los hombros. Kenny miraba fijamente al frente, conteniendo sus emociones para más tarde. Aquella mañana, en la casa, Rebus le había preguntado qué edad tenía. Iba a cumplir treinta años el próximo mes. Lesley tenía dos años menos. Hermano y hermana se parecían a la madre, y Rebus recordó que la gente decía lo mismo de Michael y él: «Sois el vivo retrato de vuestra mamá». Michael… Mickey si lo preferís. Su hermano más joven estaba allí muerto, en un ataúd reluciente, con cincuenta y cuatro años; la tasa de mortalidad de Escocia era igual a la de un país tercermundista. El estilo de vida, la dieta, los genes… Muchas teorías. Aún no se conocían los resultados de la autopsia. Chrissie le había dicho a Rebus por teléfono derrame cerebral masivo, añadiendo que había sido «súbito», como si eso cambiara algo.

Súbito significaba que Rebus no había podido despedirle. Significaba que lo último que le había dicho a Michael hacía tres meses y por teléfono era un chiste simplón sobre su adorado equipo de fútbol Raith Rovers. Junto con las coronas, habían puesto sobre el féretro un pañuelo de los Raith blanco y azul marino. Kenny lucía una corbata de su padre con el escudo del Raith, un extraño animal sujetando una hebilla de cinturón. Rebus le preguntó qué significaba, pero Kenny se había encogido de hombros. Rebus miró a lo largo del banco y vio que, a un gesto del oficiante, todos se ponían de pie. Chrissie echó a andar por la nave lateral flanqueada por sus hijos. El oficiante miró a Rebus, pero él no se movió del sitio. Volvió a sentarse para dar a entender a los demás que no le esperasen. La canción iba ya por un poco más de la mitad. Era la última de Quadrophenia. Michael era un gran admirador de The Who, mientras que él, Rebus, prefería los Stones, aunque tenía que admitir que en álbumes como Tommy y Quadrophenia, The Who hacían una música de la que los Stones nunca habrían sido capaces. Daltrey daba alaridos pidiendo un trago. Rebus no podía estar más de acuerdo, pero había que tener en cuenta la vuelta en coche a Edimburgo.

Habían alquilado la sala de actos de un hotel de la localidad. Estaban todos invitados, tal como había dicho el sacerdote desde el púlpito. Habría whisky y té, y sándwiches. Se contarían anécdotas, se hablaría de recuerdos, con sonrisas, frenando con el dedo alguna lágrima furtiva, todo sin levantar la voz, y los camareros se moverían sin hacer ruido, con respeto. Rebus trataba de preparar mentalmente frases, las palabras con que iba a excusarse.

«Tengo que volver, Chrissie. Hay mucho trabajo.»

Podía mentir y alegar lo de la reunión del G-8. Aquella mañana, en la casa, Lesley había comentado que tendría que estar ocupado con el dispositivo de organización. Podría haberle dicho: «Soy el único policía que por lo visto está de más». Iban a recibirse refuerzos de agentes de todas partes. Sólo de Londres se esperaban quinientos. Y, sin embargo, el inspector John Rebus estaba excedente. Alguien tenía que tomar el timón del barco: eso había dicho el inspector jefe James Macrae, mientras por encima de su hombro sonreía satisfecho su acólito, el inspector Derek Starr, que se consideraba candidato indiscutible al trono de Macrae. Algún día dirigiría la comisaría de policía de Gayfield Square. John Rebus no era rival para nadie al quedarle apenas un año para la jubilación. El propio Starr lo había comentado: «Nadie te reprocha que te lo tomes con calma, John. A tu edad, es lo normal». Tal vez, pero los Stones eran más viejos que él; y Daltrey y Townshend, también. Y todavía tocaban, todavía salían de gira.

La canción estaba a punto de terminar, y Rebus volvió a ponerse en pie. Estaba solo en la iglesia. Echó una última mirada al biombo de terciopelo morado. Tal vez el féretro seguía detrás; o quizás lo habían trasladado a otro lugar del crematorio. Pensó en la adolescencia; dos hermanos que compartían habitación, que ponían discos de 45 comprados en High Street de Kirkcaldy. My Generation y Substitute. Mickey le preguntó un día sobre aquel tartamudeo de Daltrey en el primero, y él le contestó que había leído que era por las drogas. La única droga que habían probado ellos dos era el alcohol en tragos robados de las botellas de la despensa o una lata de cerveza dulzona compartida después de apagar las luces en casa. Los dos parados en el paseo marítimo de Kirkcaldy, mirando el mar, y Mickey cantando I Can See For Miles. Pero ¿había sucedido realmente aquello? El disco salió en el 66 o el 67, y él entonces estaba en el ejército. Tuvo que ser durante algún permiso en casa. Sí, los dos: Mickey con su pelo largo hasta los hombros, imitando a Daltrey, y él, con el corte militar al rape, inventándose historias para que la vida de cuartel pareciera más emocionante, cuando aún no había ido a Irlanda del Norte.

En aquella época estaban muy unidos, y él le escribía cartas y postales; su padre se sentía orgulloso de él, orgulloso de los chicos.

«El vivo retrato de vuestra mamá.»

Salió fuera. Llevaba ya en la mano la cajetilla abierta. Había más gente fumando. Le dirigieron inclinaciones de cabeza, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra. Ahora las coronas y las tarjetas estaban en fila junto a la puerta y la concurrencia las miraba. Se oirían las palabras de rigor «pésame», «pérdida» y «dolor», «os acompañamos en el sentimiento», a la familia. No se pronunciaría el nombre de Michael. La muerte tiene su protocolo. Los más jóvenes comprobaban si tenían mensajes en el móvil. Rebus sacó el suyo del bolsillo y lo encendió. Cinco llamadas, todas del mismo número. Se lo sabía de memoria; pulsó los botones y se acercó el aparato al oído. La sargento Siobhan Clarke contestó de inmediato.

– Te he estado llamando toda la mañana -dijo dolida.

– Lo tenía apagado.

– Bueno, pero ¿dónde estás?

– Sigo en Kirkcaldy.

Se oyó un hondo suspiro.

– Hostia, John, lo había olvidado totalmente.

– No te preocupes.

Vio a Kenny abrir la puerta del coche a Chrissie. Lesley le hizo seña de que iban al hotel. El coche era un BMW, pues a Kenny le iba muy bien como ingeniero mecánico. No estaba casado; tenía novia, pero ella no había podido asistir al funeral. Lesley estaba divorciada y sus hijos, chico y chica, de vacaciones con el padre. Rebus asintió con la cabeza y ella subió al asiento de atrás.

– Pensé que era la semana que viene -dijo Siobhan.

– O sea que llamabas para regodearte -replicó Rebus echando a andar hacia su Saab.

Siobhan llevaba dos días en Perthshire acompañando a Macrae para un reconocimiento de seguridad sobre el G-8. Macrae era muy amigo del subcomisario de Tayside y lo que menos deseaba era que su solícito amigo metiera la nariz en todo. La reunión de los líderes del G-8 se celebraría en el Hotel de Gleneagles, en las afueras de Auchterarder, aislado en la campiña y rodeado de un perímetro de vallas de seguridad. La prensa abundaba en artículos sobre el riesgo de amenazas y los tres mil marines estadounidenses preparados para desembarcar en Escocia y proteger a su presidente. Mencionaban una conjura anarquista para bloquear carreteras y puentes con camiones tomados en autostop. Bob Geldof quería que invadiera Edimburgo un millón de manifestantes que la gente alojaría en sus habitaciones de invitados, cocheras y jardines; se enviarían barcos a Francia para recoger manifestantes. Grupos con nombres como Ya Basta y el Black Bloc sembrarían el caos, y la People's Golfing Association pretendía romper el cordón de seguridad y jugar unos hoyos en el famoso campo de Gleneagles.

– Son dos días con el inspector jefe Macrae -dijo Siobhan-. ¿Qué regodeo ves tú?

Rebus abrió la portezuela del coche y se inclinó para poner la llave de contacto. Volvió a estirarse, dio una última calada al cigarrillo y tiró la colilla a la calzada. Siobhan decía algo sobre un equipo en el escenario del crimen.

– Un momento -le interrumpió Rebus-. ¿Cómo dices?

– Es igual. Tú ya tienes bastante sin esto.

– ¿Sin qué?

– ¿Te acuerdas de Cyril Colliar?

– A pesar de mi edad no he perdido la memoria.

– Ha sucedido algo muy extraño.

– ¿El qué?

– Creo que he encontrado la pieza que faltaba.

– ¿De qué?

– De la chaqueta.

– No lo entiendo -dijo Rebus, percatándose de que ya estaba sentado.

– Yo tampoco -replicó Siobhan con una risita nerviosa.

– ¿Dónde estás en este momento?

– En Auchterarder.

– ¿Y es ahí donde ha aparecido la chaqueta?

– Por así decir.

Rebus metió las piernas en el coche y cerró la portezuela.

– Pues voy a echar un vistazo. ¿Está ahí Macrae?

– Se ha ido al centro de control del G-8 en Glenrothes -hizo una pausa-. ¿Tú crees que puedes intervenir en esto?

– Primero tengo que dar el pésame -respondió Rebus encendiendo el motor-, pero puedo estar ahí antes de una hora. ¿Se puede llegar a Auchterarder sin problemas?

– En estos momentos se vive la calma que precede a la tormenta. Cuando cruces el pueblo busca el indicador de la Fuente Clootie.

– ¿De la qué?

– Mejor será que vengas y lo veas tú mismo.

– Eso es lo que voy a hacer. ¿Está en camino el equipo de la científica?

– Sí.

– Lo que significa que correrá la noticia.

– ¿Se lo comunico al inspector jefe?

– Decídelo tú -respondió Rebus, sujetando el móvil entre el hombro y la mejilla para tomar el laberíntico camino hacia las puertas del crematorio.

– Rompes la camaradería -dijo Siobhan.

«No, si puedo evitarlo», pensó Rebus.


* * *

A Cyril Colliar lo habían asesinado seis semanas antes. Tenía veinte años y había sido encarcelado con una condena de diez años por violación con saña. Cumplida la sentencia le habían puesto en libertad pese a las reservas de la dirección de la cárcel, la policía y los servicios sociales. Sabían que seguía siendo un gran peligro, pues no mostraba remordimientos y negaba su culpabilidad pese a las pruebas del ADN. Colliar regresó a su Edimburgo natal. Toda la gimnasia que había hecho en la cárcel le vino bien, pues trabajó de gorila por la noche y de matón por el día. Su jefe en ambas especialidades era Morris Gerald Cafferty. Big Ger era un viejo malhechor, y fue Rebus quien tuvo que inquirir sobre su reciente empleado.

– ¿A mí qué me cuenta? -había replicado Cafferty.

– Es peligroso.

– Tiene más paciencia que un santo para aguantar su acoso.

Cafferty se balanceaba de un lado a otro en su sillón giratorio de cuero tras la mesa de MGC Lettings. A Rebus le constaba que si alguien se demoraba en pagar el alquiler mensual de alguna de las viviendas de Cafferty, era Colliar quien entraba en juego. Cafferty era igualmente propietario de minitaxis y de al menos tres bares de bronca en las zonas menos salubres de la ciudad. Trabajo de sobra para Cyril Colliar.

Hasta la noche en que apareció muerto. Con el cráneo fracturado; un golpe por detrás. El forense creía que había muerto como consecuencia del mismo, pero para mayor seguridad le habían inyectado una jeringuilla de heroína pura. No había pruebas de que el finado fuese heroinómano. «Finado» era la palabra que emplearon, aunque entre dientes, la mayoría de los policías que intervinieron en el caso. Nadie utilizó el término «víctima». Ni nadie fue capaz de decir en voz alta: «El cabrón tuvo lo que se merecía». Ahora eso no se hacía.

Pero no por eso dejaban de pensarlo, compartiéndolo con miradas y asintiendo con la cabeza. Rebus y Siobhan habían trabajado en el caso, pero como en uno de tantos. Había pocas pistas y demasiados sospechosos; interrogaron a la víctima de la violación, a su familia y a su novio de entonces. Y cuando se hablaba del fin de Colliar todos coincidían en un vocablo: «Estupendo».

El cadáver apareció junto al coche en una bocacalle cerca del bar donde trabajaba. No había testigos ni pruebas en el escenario del crimen. Sólo algo curioso: de aquella característica cazadora de nailon habían recortado el emblema CC Rider de la espalda con un filo aguzado, dejando al descubierto el forro interior. No abundaban las hipótesis. Se trataba de un torpe intento de enmascarar la identidad del muerto, o en el forro había habido algo escondido. Los análisis sobre restos de droga fueron negativos, y los policías se encogieron de hombros y se rascaron la cabeza.

A Rebus le pareció una venganza. Colliar se había hecho algún enemigo; o alguien enviaba un aviso a Cafferty. Pero en las diversas entrevistas con el jefe del muerto no había sacado nada en claro.

– Mala cosa para mi reputación -fue la única reacción de Cafferty-. Porque o atrapa a quien lo hizo…

– ¿O?

Pero Cafferty no necesitaba contestar. Y si Cafferty aparecía como el principal culpable, se la había jugado para siempre.

En ambos casos era mal asunto. La indagación quedó atascada casi por las mismas fechas en que los preparativos del G-8 comenzaban a distraer la atención de todos -en su mayoría animados ante la perspectiva de las horas extra- hacia otros emplazamientos. Y, además, habían surgido otros casos con víctimas, víctimas de verdad, y el equipo que investigaba el homicidio de Colliar quedó disuelto.

Rebus bajó el cristal de la ventanilla, agradecido por la fresca brisa. No sabía cuál era el camino más rápido para Auchterarder; le constaba que a Gleneagles se iba por Kinross y hacia allí se dirigió. Dos meses atrás había comprado un navegador para el coche, pero no había tenido tiempo de leer las instrucciones. Lo llevaba en el asiento del pasajero con la pantalla apagada. Un día de éstos iría al taller donde le habían instalado el reproductor de compactos. Su inspección ocular del asiento trasero, suelos y maletero no le había revelado nada de The Who, y por eso escuchaba a Elbow, una recomendación de Siobhan. Le gustaba la canción Leaders of the Free World. Apretó el botón de repetir: el cantante pensaba que algo se había estropeado después de los años sesenta. Rebus estaba básicamente de acuerdo, aunque lo viera desde diferente perspectiva. Sabía que al cantante le habría gustado más cambio, un mundo dirigido por Greenpeace y los antinucleares, en el que no hubiera pobreza. Él también había participado en alguna manifestación en los sesenta, antes y después de alistarse en el ejército. Era una manera de conocer chicas, cuando menos, y después, generalmente, siempre había una fiesta en algún sitio. Pero ahora, él veía los sesenta como el final de algo. Un admirador de los Stones había sido apuñalado en uno de sus conciertos en 1969 y la década echó el cierre. Loa años sesenta habían sido para la juventud una experiencia de rebeldía; no creían en el viejo orden, ni sentían por él el menor respeto. Pensó en los miles que acudirían a Gleneagles y en los enfrentamientos que se producirían.

Costaba imaginarlo en aquel paisaje de granjas y colinas, ríos y glens o vallecitos. Sabía que el emplazamiento aislado de Gleneagles había sido determinante a la hora de elegir la sede de la reunión. Los mandatarios del mundo libre estarían allí seguros para firmar sus decisiones previas. El grupo del disco entonaba un tema sobre un terremoto. La imagen se le quedó grabada a Rebus hasta las afueras de Auchterarder.

No había estado allí nunca. Pero era como si conociera el lugar. Un típico pueblo escocés con una calle principal bien definida, con sus bocacalles, construido según el criterio de que la gente fuese a comprar a los comercios a pie. Tiendas pequeñas, independientes, desde luego; nada susceptible de exacerbar a los manifestantes antiglobalización. En la panadería vendían incluso alguna tarta anti G-8.

Se acordó de que las buenas gentes de Auchterarder habían sido sometidas a investigación, encubierta bajo el pretexto de proveerles de una tarjeta de identidad para cruzar las barreras. Pero tal como le había comentado Siobhan, reinaba una extraña tranquilidad en el pueblo. Sólo se veía a algunas personas de compras y un carpintero que debía de estar midiendo escaparates para instalar tableros de protección. Los coches eran todoterrenos embarrados que probablemente habían rodado más tiempo por pistas rurales que por carreteras. Una mujer al volante de uno de ellos se cubría la cabeza con un pañuelo, algo que Rebus no veía desde hacía tiempo. Al cabo de un par de minutos estaba en el otro extremo del pueblo camino de la A9. Dio una vuelta casi en redondo, bien atento a cualquier indicador. El que buscaba estaba junto a un pub y señalaba un camino. Puso el intermitente y entró por el desvío, cruzando setos y entradas de coches hasta una urbanización nueva. Ante él se extendía un paisaje con colinas en el horizonte. De pronto se encontró fuera ya del pueblo, rodando entre setos bien recortados que le arañarían el coche si tenía que arrimarse para ceder paso a un tractor o una furgoneta. Había un bosque a la izquierda, y gracias a otro indicador vio que por allí se iba a la Fuente Clootie. Aquella palabra escocesa le recordaba un postre, envuelto en «paño», que hacía su madre, de sabor muy parecido al pudín de Navidad. Su estómago le dio un aviso recordándole que hacía horas que no comía. Había hecho un breve alto en el hotel para decirle algunas palabras en voz baja a Chrissie. Ella le dio un abrazo, igual que por la mañana en la casa. Con tanto tiempo como hacía que la conocía, qué pocos abrazos se habían dado. Al principio, en realidad, a él le gustaba; extraño, dadas las circunstancias, parecía que ella lo había notado. Luego, él fue el padrino de boda, y cuando la sacó a bailar, ella le susurró maliciosa al oído. Después, en las pocas ocasiones en que se habían visto tras separarse de Mickey, Rebus se había puesto de parte de su hermano. Se imaginaba que habría podido llamarla, decirle algo, pero no lo había hecho. Y cuando Mickey se metió en aquel asunto y acabó en la cárcel, él no fue a verla tampoco. La verdad es que tampoco había ido muchas veces a visitar a Mickey, ni a la cárcel ni después.

Había más historia: cuando él y su esposa se separaron, Chrissie se lo reprochó a él exclusivamente. Ella se llevaba bien con Rhona y después del divorcio las dos se mantuvieron en contacto. Eso era la familia. Tácticas, campañas y diplomacia: la política era más fácil en comparación.

En el hotel, Lesley siguió el ejemplo de su madre y le abrazó también. Kenny dudó un instante pero Rebus le sacó de apuros tendiéndole una mano. Se preguntaba si habría algún altercado, cosa frecuente en los funerales. El dolor acarrea reproches y resentimientos. Mejor no haberse quedado. En el terreno del enfrentamiento, John Rebus tenía más empuje de lo que daba a entender su no desdeñable corpulencia.

Había un aparcamiento junto a la carretera. Parecía recién construido, habían talado árboles y en tierra quedaban restos de corteza. Había espacio para cuatro coches, pero no había más que uno. Siobhan Clarke estaba recostada en él y cruzada de brazos. Rebus echó el freno y se bajó del Saab.

– Bonito paraje -dijo.

– Llevo un siglo aquí -replicó ella.

– Pues no me parecía haber conducido tan despacio.

Ella se limitó a fruncir ligeramente los labios y se encaminó hacia el bosque con los brazos cruzados. Iba vestida más formalmente que de costumbre: falda negra hasta la rodilla con leotardos negros. Tenía los zapatos manchados de barro de recorrer aquella senda.

– Fue ayer cuando vi el indicador -dijo ella-. El de la calle principal. Y decidí echar un vistazo.

– Bueno, entre esto y Glenrothes, la elección…

– Hay un panel informativo en el claro, que explica la historia del lugar. Toda clase de brujerías a lo largo de los años. -Subían por una cuesta que rodeaba una gruesa encina retorcida-. La gente del pueblo concluyó que lo habitaban duendes, porque se oían gritos en la oscuridad y ese tipo de cosas.

– Seguramente serían los jornaleros -aventuró Rebus.

Siobhan asintió con la cabeza.

– En cualquier caso, empezaron a dejar ofrendas -añadió mirando en derredor-Tú que eres el único escocés presente, ¿sabes lo que significa «clootie»?

A Rebus le vino a la mente la imagen de su madre sacando el pudín de la cazuela. El pudín envuelto en…

– Paño -respondió.

– Y ropa -dijo ella en el momento en que entraban en otro claro.

Se detuvieron y Rebus respiró hondo. Paño mojado…, húmedo, paño podrido. Hacía medio minuto que lo olía. Era el olor que desprendían en la casa de su infancia los paños tendidos si se enmohecían. De los árboles del paraje pendían trapos y jirones de tela y había trozos en el suelo pudriéndose en una especie de mantillo.

– Según la tradición -añadió Siobhan con voz queda-, los dejaban aquí para propiciar la buena suerte. Abrigan a los duendes y ellos impiden las maldades. Otra tradición dice que cuando moría un niño los padres dejaban algo aquí a modo de recuerdo -añadió con voz apagada y aclarándose la garganta.

– No soy tan frágil -dijo Rebus-. Puedes decir palabras como «recuerdo», que no voy a echarme a llorar.

Siobhan asintió de nuevo con la cabeza. Rebus dio la vuelta al claro. Pisaba hojas y musgo blando, se oía el rumor de un arroyo y un sordo borboteo de agua, y había velas y monedas en las orillas.

– No es gran cosa como fuente -comentó.

Ella se encogió de hombros.

– Estuve aquí hace unos minutos y no me gustó el ambiente. Pero advertí que hay algunas prendas nuevas.

Rebus las vio inmediatamente. De las ramas de los árboles colgaban un chal, un mono, un pañuelo rojo moteado y una zapatilla de deporte casi nueva con los cordones fuera. Incluso ropa interior y algo que parecían unos leotardos de niño.

– Dios, Siobhan -musitó Rebus sin saber qué decir. El olor aumentaba. Tuvo otro fogonazo del pasado: después de una borrachera de diez días, hacía muchos años… al descubrir que se había dejado la ropa en la lavadora sin tender, cuando al abrirla le asaltó aquel mismo olor. Lo volvió a lavar todo, pero tuvo que tirarlo-. ¿Y la cazadora?

Siobhan se limitó a señalarla. Rebus se acercó despacio al árbol. El nailon estaba atravesado en una rama corta y el viento lo agitaba suavemente. Estaba deshilachada, pero se veía perfectamente la marca.

– CC Rider -musitó Rebus mientras Siobhan se pasaba las manos por el pelo. Imaginó que se habría estado planteando preguntas, dándoles vueltas en la cabeza mientras estaba esperando-. Bien. ¿Qué hacemos? -añadió.

– Es el escenario de un crimen -respondió ella-. Va a venir un equipo de la científica de Stirling. Hay que precintar el lugar y peinar la zona en busca de pruebas. Habrá que reunir el equipo originario de homicidios y comenzar a preguntar puerta a puerta en la localidad.

– ¿Incluyendo Gleneagles? -interrumpió Rebus-. ¿Tú sabes las veces que han investigado al personal del hotel? ¿Cómo vamos a ir preguntando de puerta en puerta en plena semana de manifestaciones? Aislar el lugar no será un problema; ten en cuenta que dispondremos de los agentes secretos que queramos…

Naturalmente, ella habría considerado todas aquellas circunstancias. Se dio cuenta y dejó de hablar.

– Lo mantendremos sin publicidad hasta que acabe la semana -dijo ella.

– Me gusta -añadió él.

– Sólo porque te da a ti una buena posición de salida -comentó ella sonriendo.

Él lo corroboró con un guiño.

– Hay que decírselo a Macrae -dijo Siobhan con un suspiro-. Lo que significa que él se lo comunicará a la policía de Tayside.

– Pero el equipo de la científica viene de Stirling -replicó Rebus- y Stirling es de la comandancia de la Zona Central.

– Así que serán tres departamentos de policía a los que deberemos informar… No habrá ningún problema en mantenerlo reservado.

– Si al menos pudiésemos hacer un examen y tomar fotos -dijo Rebus echando un vistazo a su alrededor- y llevar la prenda al laboratorio…

– ¿Antes de que comiencen los festejos?

Rebus lanzó un bufido.

– Empiezan el miércoles, ¿no?

– El G-8 sí, pero mañana es la Marcha contra la Pobreza y hay otra prevista para el lunes.

– En Edimburgo, no en Auchterarder…

En aquel momento comprendió a lo que ella se refería: incluso con la prueba en el laboratorio, todos los lugares estarían en estado de sitio y para ir de Gayfield Square al laboratorio de Howdenhall había que cruzar Edimburgo. Eso contando con que los técnicos pudiesen llegar a su trabajo.

– ¿Por qué lo dejarían aquí? -inquirió Siobhan, escrutando otra vez el trozo de tela-. ¿Como una especie de trofeo?

– Y si es así, ¿por qué aquí concretamente?

– Tal vez sea uno del pueblo. ¿Existirá alguna relación con la familia en esta zona?

– Creo que Colliar era de Edimburgo.

Ella le miró.

– Me refería a la víctima de la violación.

Rebus hizo una O con la boca.

– Es algo a considerar -añadió ella. Hizo una pausa-. ¿Qué es ese ruido?

Rebus se dio unas palmaditas en el estómago.

– Hace un buen rato que no he comido. ¿Crees que en Gleneagles habrá algún sitio abierto para merendar?

– En función de tu cuenta corriente, no, pero los habrá en el pueblo. Uno de los dos tiene que quedarse hasta que llegue la científica.

– Será mejor que te quedes tú. No quiero que me acusen de protagonismo. De hecho, creo que mereces una invitación a una buena taza de té de Auchterarder -dijo él, dándose la vuelta para irse, pero ella le detuvo.

– ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora? -dijo abriendo los brazos.

– ¿Por qué no? -respondió él-. Digamos que es el destino.

– Ya sabes a lo que me refiero.

Él se volvió hacia ella.

– Lo que quiero decir -añadió Siobhan despacio- es que no estoy segura, si quiero que los detengan. Si los detienen y ha sido por mi intervención…

– Si los detienen, Shiv, será por su jodido crimen -dijo Rebus señalando la senda-. Eso, y tal vez cierto trabajo en equipo…


* * *

Al equipo de Escenario del Crimen no le hizo mucha gracia que Rebus y Siobhan hubiesen entrado en el paraje. Habría que tomar huellas de sus pisadas, para eliminarlas, y muestras de pelo.

– Con cuidado -dijo Rebus-. No puedo prescindir de mucho.

El de la científica se excusó.

– Tengo que sacarlos con raíz, si no, no sirven para el ADN.

Al tercer intento con las pinzas lo consiguió. Uno de sus colegas casi había terminado con el vídeo del escenario, otro continuaba haciendo fotos y un cuarto preguntaba a Siobhan qué otros trozos de tela había que retirar para el laboratorio.

– Sólo los más recientes -contestó ella mirando a Rebus.

Él asintió con la cabeza, de acuerdo con su planteamiento mental. Aunque lo de Colliar fuera un aviso para Cafferty, no era óbice para que hubiese otros mensajes.

– Las camisetas tienen marca -comentó el de la científica.

– Más fácil para su trabajo -dijo Siobhan sonriente.

– Mi trabajo es recoger. El resto es de su competencia.

– A propósito -terció Rebus-, ¿podríamos llevarlo todo a Edimburgo en vez de a Stirling?

El de la científica se puso rígido. Rebus no le conocía pero sabía la clase de individuo que era: casi cincuentón y con años de experiencia. Existía mucha rivalidad en la policía entre las diversas zonas, claro. Alzó las manos en gesto de conciliación.

– Lo que quiero decir es que se trata de un caso de Edimburgo y es lógico que no tengamos que estar yendo y viniendo a Stirling cada vez que los jefes pidan algo.

Siobhan sonrió otra vez, por la mención a los jefes, pero asintió ligeramente con la cabeza, admitiendo la habilidad de Rebus.

– Y más ahora -añadió él-, con las manifestaciones y todo lo demás.

Alzó la vista hacia un helicóptero que volaba en círculo. Tenía que ser la vigilancia de Gleneagles. Les había llamado la atención que hubieran aparecido de pronto en la Fuente Clootie dos coches y dos furgonetas blancas sin distintivo. Volvió los ojos hacia el de la científica y comprendió que el helicóptero había sido determinante. En semejantes circunstancias la colaboración era fundamental. Se lo habían machacado en un memorando tras otro. El propio Macrae lo había estado repitiendo en las últimas diez o doce reuniones en la comisaría. «Sean amables. Colaboren. Ayuden a los demás. Porque en estos pocos días el mundo tiene puestos los ojos en nosotros.»

Tal vez el de la científica hubiera asistido también a ese tipo de reuniones, porque asintió despacio con la cabeza y dio media vuelta para proseguir su trabajo. Rebus y Siobhan intercambiaron otra mirada, y él se metió la mano en el bolsillo para sacar el tabaco.

– No pise el terreno, por favor -comentó otro del equipo científico.

Rebus se retiró hacia el aparcamiento. Estaba encendiendo el pitillo cuando llegó otro coche. «Cuantos más, más divertido», dijo para sus adentros mirando al inspector jefe Macrae bajar de un salto. Llevaba traje nuevo, corbata nueva y camisa blanca impecable. Tenía pelo canoso escaso, cara fofa y nariz bulbosa con venillas rojas.

«Teniendo mi misma edad, ¿por qué parece más viejo?», pensó Rebus.

– Buenas tardes, señor -dijo.

– Creí que estaba en un funeral -comentó Macrae en tono de reproche como si Rebus se hubiera inventado lo del fallecimiento para tener el viernes libre.

– La sargento Clarke interrumpió la ceremonia -respondió Rebus- y yo he venido voluntariamente -añadió en un tono como de sacrificio, que ejerció su efecto, porque Macrae relajó un tanto la tensión de la mandíbula.

«Tengo buena racha -pensó Rebus-. Primero el de la científica y ahora el jefe.» En realidad, Macrae se había portado bien y en cuanto llegó la noticia de la muerte de Mickey le había dado luz verde diciéndole que se tomase un día libre, añadiendo que «se fuera a la mierda» -la manera escocesa de tratar las defunciones-, y Rebus no se hizo rogar. Se vio en una parte de la ciudad que no conocía, adonde había llegado sin saber cómo, y entró en una farmacia a que le orientaran: estaba en Colinton Village. En agradecimiento compró aspirinas.

– Lo siento, John -dijo Macrae con un profundo suspiro-. ¿Qué tal ha ido? -añadió haciéndose el preocupado.

– Bien -replicó Rebus lacónico. Miró el helicóptero bajar en picado, ostensiblemente rumbo a la base.

– Espero por todos los santos que no sea la televisión -comentó Macrae.

– No hay mucho que ver, aun suponiendo que fuese. Perdone que le hayamos hecho venir de Glenrothes, señor. ¿Qué tal va Sorbus?

Operación Sorbus: el dispositivo policial para la semana del G-8. A Rebus le había sonado como un producto que echan al té en lugar de azúcar los que hacen dieta, pero Siobhan le explicó que era un tipo de árbol.

– Estamos preparados para cualquier eventualidad -replicó Macrae enérgico.

– Salvo ésta, quizá -se sintió obligado a añadir Rebus.

– Todo puede esperar hasta la próxima semana, John -musitó su jefe.

Macrae siguió la mirada de Rebus y vio que se aproximaba un coche. Un Mercedes plateado con cristal opaco en las ventanillas traseras.

– Probablemente el helicóptero no era de la televisión -comentó Rebus para información de Macrae.

Estiró el brazo hasta el asiento del pasajero de su coche y cogió los restos de un panecillo relleno. Jamón con ensalada. El jamón se lo había tragado.

– ¿Qué demonios es esto? -exclamó Macrae entre dientes.

El Mercedes frenó junto a una de las furgonetas de la científica. Se abrió la puerta del conductor, bajó éste, dio la vuelta al coche y abrió la portezuela del lado del pasajero. El recién llegado tardó unos instantes en bajar. Era alto y delgado y ocultaba sus ojos con gafas de sol. Mientras se abrochaba los tres botones de la chaqueta escrutó las dos furgonetas blancas y los tres coches sin distintivo de la policía. Finalmente, alzó la vista al cielo, dijo algo al chófer y se alejó del coche, pero en vez de ir hacia Rebus y Macrae se acercó al tablero de información turística sobre la Fuente Clootie, mientras el conductor volvía a sentarse al volante sin dejar de mirar a Rebus y a Macrae. Rebus hizo una mueca y le lanzó un besito como de satisfacción por quedar a la espera de que el recién llegado se dignara presentarse. También en este caso sabía de qué clase de individuo se trataba: frío y calculador, haciendo gala de su poder. Tenía que ser de algún departamento de seguridad en respuesta al aviso del helicóptero.

Macrae estalló al cabo de unos segundos. Se dirigió a zancadas hacia el desconocido y le preguntó quién era.

– Soy del SOI2, ¿quién demonios es usted? -replicó el hombre en tono mesurado.

Tal vez no había asistido a las reuniones sobre colaboración amistosa. Tenía acento inglés, advirtió Rebus. Era lógico. El SOI2 era un departamento especial con sede en Londres. Puerta con puerta con el de los espías.

– Vamos a ver -prosiguió, sin dejar de simular que estaba leyendo el cartel-, yo sé quién es usted. Es de Homicidios. Y esas furgonetas son de la científica, y en ese claro hay unos hombres con mono blanco protector efectuando un minucioso examen de los árboles y el suelo. -Se volvió finalmente hacia Macrae, se llevó la mano a la cara y se quitó las gafas de sol-. ¿Voy bien?

Macrae había enrojecido de furor. Durante toda la jornada le habían tratado con la deferencia que merecía y ahora, aquello.

– ¿Me permite ver su tarjeta de identidad? -espetó.

El hombre le miró fijamente y esbozó una sonrisa torcida como diciendo: «¿Eso es cuanto tiene que decir?». Mientras metía la mano en el bolsillo interior sin molestarse en desabrocharse la chaqueta, desvió la mirada de Macrae hacia Rebus sin dejar de sonreír, como invitándole a que captara el mensaje, y esgrimió una cartera de cuero negra, que abrió para que Macrae la viera.

– Ahí tiene -dijo cerrándola de golpe-. Ahora ya sabe cuanto tiene que saber de mí.

– Es usted Steelforth -dijo Macrae con un carraspeo. Derrotado, se volvió hacia Rebus-. El comandante Steelforth está al mando de la seguridad del G-8 -dijo. Pero Rebus ya se lo había imaginado. Macrae se volvió hacia Steelforth-. Estuve esta mañana en Glenrothes invitado por el subdirector Finnigan. Y, ayer en Gleneagles… -añadió, dejando la frase en el aire al ver que Steelforth se apartaba y se acercaba a Rebus.

– No interrumpiré su tasa de colesterol, ¿verdad? -inquirió mirando el panecillo.

Rebus lanzó el eructo que creyó adecuado a la pregunta, y Steelforth le miró con ojos como ranuras.

– No todos podemos permitirnos un almuerzo a costa del contribuyente -replicó Rebus-. Por cierto, ¿qué tal se come en Gleneagles?

– No creo que tenga oportunidad de comprobarlo, sargento.

– No se equivoca, señor, pero su vista le engaña.

– Le presento al inspector Rebus -terció Macrae-. Yo soy el inspector jefe Macrae de Lothian y Borders.

– ¿De qué comisaría? -preguntó Steelforth.

– De Gayfield Square -contestó Macrae.

– De Edimburgo -añadió Rebus.

– Están muy lejos de su demarcación, caballeros -comentó Steelforth echando a andar por la senda.

– Mataron a un hombre en Edimburgo -dijo Rebus- y en la fuente se ha encontrado ropa suya.

– ¿Sabemos por qué?

– Voy a tratar de seguir la pista, comandante -añadió Macrae-. Cuando terminen los de la científica intervendremos de inmediato.

Iba pisando los talones a Steelforth y Rebus le seguía a la zaga.

– ¿No entra en el programa que algún presidente o primer ministro venga a hacer una ofrenda? -dijo Rebus.

Steelforth, en lugar de replicar, entró en el claro, pero el encargado del equipo de la científica le detuvo poniéndole la mano en el pecho.

– Ya está bien de pisotearlo todo -dijo con un gruñido.

– ¿Sabe quién soy? -replicó Steelforth mirando enfurecido aquella mano.

– Me importa un huevo, amigo. Si me deshace el escenario del crimen, aténgase a las consecuencias.

El del Departamento Especial se lo pensó un instante, pero finalmente retrocedió unos pasos hasta el borde del claro, mirando satisfecho lo que hacían. Sonó su móvil y contestó, apartándose de ellos para que no lo oyeran. Siobhan hizo un gesto inquisitivo y Rebus articuló sin voz «después» y sacó del bolsillo un billete de diez libras.

– Tenga -dijo dándoselo al del equipo científico.

– ¿Esto por qué?

Rebus hizo un guiño y el hombre se guardó el dinero, con un discreto «gracias».

– Siempre doy propina por servicios más allá del deber -comentó Rebus a Macrae.

Éste asintió con la cabeza, metió la mano en el bolsillo y le dio un billete de cinco libras.

– Vamos a medias -dijo el inspector jefe.

Steelforth volvió del claro.

– Asuntos más importantes me reclaman. ¿Cuándo habrán terminado aquí?

– Dentro de media hora -contestó uno de los del equipo científico.

– O más si es necesario -añadió la bestia negra de Steelforth-. El escenario del crimen es el escenario del crimen, al margen de cualquier otra consideración.

Igual que Rebus momentos antes, había comprendido enseguida el papel de Steelforth.

El del Departamento Especial se volvió hacia Macrae.

– Informaré al subdirector Finnigan y le diré que cuento con su plena colaboración y aquiescencia, ¿le parece?

– Lo que usted crea, señor.

Steelforth ablandó un tanto la expresión de su rostro y dio un codazo a Macrae.

– Me atrevería a decir que no ha visto todo lo que hay que ver. Pásese por Gleneagles cuando haya acabado aquí y yo le brindaré un recorrido «de verdad».

Macrae se derritió de gusto, como un crío el día de Navidad, pero recobró la compostura y se puso firme.

– Gracias, mi comandante.

– David para usted.

Agachado, como si estuviera buscando pruebas, a cierta distancia detrás de Steelforth, el encargado del equipo de la científica hizo un gesto exagerado metiéndose un dedo en la boca como si se atragantara.


* * *

La vuelta a Edimburgo la harían en tres coches. Rebus tembló pensando en lo que dirían los ecologistas. El primero en largarse fue Macrae, camino de Gleneagles. Rebus había pasado ya por delante del hotel. Mucho antes de llegar a Auchterarder, desde Kinross, se veían el edificio y los terrenos circundantes; miles de hectáreas con pocos indicios de vigilancia, salvo un tramo de valla que atisbo al llamarle la atención una estructura improvisada que imaginó que sería una torre de observación.

Rebus se colocó detrás de Macrae y el jefe hizo sonar el claxon al entrar en el camino privado del hotel. Siobhan optó por la ruta de Perth como más rápida, pero él decidió seguir el mismo recorrido que a la ida y luego tomar la M90. Aún estaba azul el cielo. Los veranos en Escocia eran una bendición, un premio después del largo invierno crepuscular. Bajó el volumen de la música y llamó al móvil de Siobhan.

– Manos libres, espero -dijo ella.

– No seas lista.

– De lo contrario, das mal ejemplo.

– Antes que nada: ¿qué te ha parecido el amigo de Londres?

– Yo, a diferencia de ti, no tengo esas manías.

– ¿Qué manías?

– Con la jerarquía… con los ingleses… con… -Hizo una pausa-. ¿Sigo?

– Oye, si no recuerdo mal, todavía soy tu superior.

– ¿Y bien?

– Que podría dar parte por insubordinación.

– ¿Para que los jefes se carcajearan?

Hubo un silencio más que elocuente. O ella empezaba a irse de la lengua con los años o él se hacía viejo. Las dos cosas probablemente.

– ¿Crees que podremos convencer a los cerebritos del laboratorio de que trabajen el sábado? -preguntó.

– Depende.

– ¿Qué me dices de Ray Duff? Una palabra tuya y seguro que accede.

– Y a cambio yo tendré que pasarme todo un día con él, rulando en ese coche viejo que apesta.

– Es un modelo clásico.

– Sí, no se cansa de decírmelo.

– Reconstruido a partir de cero.

Oyó su profundo suspiro.

– ¿Y los forenses? -añadió ella-. Todos tienen sus hobbies.

– ¿Se lo pedirás?

– Se lo pediré. ¿Sales de pubs esta noche?

– Tengo turno de noche.

– ¿El mismo día del funeral?

– Alguien tiene que hacerlo.

– Me apuesto algo a que insististe en hacerlo.

Rebus no contestó y le preguntó qué planes tenía ella.

– Descansar. Quiero tener la cabeza despejada para levantarme temprano para la marcha.

– ¿Qué servicio te ha tocado?

Siobhan se echó a reír.

– No tengo servicio, John… Voy porque quiero.

– Hostias.

– Tú también deberías venir.

– Sí, claro. Como si yo fuera imprescindible. Prefiero quedarme en casa para protestar.

– ¿De qué?

– Del puto Bob Geldof. -Oyó que se reía-. Porque si acuden tantos como él quiere, parecerá que ha sido cosa suya. Eso no lo aguanto, Siobhan. Piénsatelo antes de unirte a la causa.

– Voy a ir, John. Porque además tengo que estar con mis padres…

– ¿Tus padres…?

– Vienen de Londres, y no por lo que haya dicho Geldof.

– ¿Vienen a la marcha?

– Sí.

– ¿Me los presentarás?

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque tú eres la clase de policía que temen que acabe siendo yo.

Se suponía que tenía que reírse, pero era una broma sólo a medias.

– Muy acertado -contestó.

– ¿Te has librado del jefe? -Un cambio de tema muy adecuado.

– Le dejé en ese aparcamiento con mayordomo.

– No te rías. En Gleneagles lo hay. ¿Tocó el claxon como despedida?

– ¿Tú qué crees?

– Sabía que lo haría. Este viaje le ha quitado años de encima.

– Y le ha escaqueado de la comisaría.

– Así todos salen ganando -Hizo una pausa-. Piensas que es tu gran oportunidad, ¿verdad?

– ¿A qué te refieres?

– A Cyril Colliar. La semana que viene no habrá quien te meta en cintura.

– No sabía que ocupara tan alto puesto en la escala de tu estima.

– John, te falta un año para la jubilación. Y sé que quieres dar el último envite a Cafferty.

– Por lo visto, además, soy transparente.

– Escucha, sólo quería…

– Lo sé; me conmueves.

– ¿Crees de verdad que Cafferty puede andar detrás de esto?

– Si no lo está él, irá a por quien lo esté. Escucha, si te pone nerviosa que conozca a tus padres… -¿quién cambiaba de tema ahora?-, mándame un mensaje de texto y tomamos una copa.

– De acuerdo, lo haré. Ya puedes subir el volumen del CD de Elbow.

– Ah, te has dado cuenta. Hasta luego.

Rebus cortó la comunicación y le dio al botón siguiendo el consejo de Siobhan.

Capítulo 2

Estaban montando las barreras. Los obreros las colocaban ya en el puente George IV y en Princes Street. De las obras en las calles y en los edificios en construcción habían retirado andamios y pasarelas para evitar que se desmontaran y sirvieran de proyectil. Habían sellado los buzones y reforzado las tiendas. Se había dado aviso a las instituciones financieras para que el personal no acudiera trajeado en prevención de ser identificado. Para ser viernes por la tarde, la ciudad estaba tranquila. Furgonetas de la policía patrullaban las calles del centro con protectores de tela metálica en el parabrisas y había más furgonetas discretamente aparcadas en las bocacalles, dentro de las cuales agentes con equipo antidisturbios bromeaban contándose historias de anteriores enfrentamientos. Algunos veteranos habían intervenido en la última ola de las huelgas mineras, y otros trataban de integrar en sus historias anécdotas de refriegas futbolísticas, manifestaciones contra los impuestos municipales o de protesta por la circunvalación de Newbury. Y se intercambiaban rumores sobre la previsible magnitud del contingente de anarquistas italianos.

– Génova los endureció.

– Como a nosotros nos gusta, ¿eh, chicos?

Bravatas, nervios y camaradería. Las conversaciones se interrumpían cada vez que crepitaban los transmisores.

En la estación de ferrocarril patrullaban policías con chaqueta amarilla reflectante. También allí levantaban barreras y bloqueaban los accesos, dejando sólo una vía de entrada y salida, y había agentes con cámaras para fotografiar a los pasajeros que llegaban en los trenes de Londres; habían dispuesto vagones especiales para los manifestantes para identificarlos mejor, aunque apenas era necesario porque desembarcaban cantando, con sus mochilas, y era fácil distinguirlos por las insignias, camisetas y muñequeras, las banderas que enarbolaban y la indumentaria: pantalones desgastados, chaquetas de camuflaje y botas de excursionismo. Los informes de Inteligencia señalaban que del sur de Inglaterra habían salido autobuses repletos; según los primeros cálculos, cincuenta mil personas, pero de acuerdo con los últimos, más de cien mil. Lo que, añadido a los turistas estivales, incrementaría sobremanera la población de Edimburgo.

Se había convocado una concentración en algún punto de la ciudad para anunciar el programa de actos alternativos al G-8, una semana de marchas y reuniones. Allí habría más policía. Y en caso necesario, agentes a caballo y un buen número con perros, cuatro de ellos en Waverley Station. El plan era sencillo: exhibición de fuerza. Que los alborotadores vieran a lo que se exponían. Viseras, porras y esposas; caballos, perros y furgonetas de patrulla.

La fuerza numérica. Las herramientas del oficio. La táctica.

En los primeros tiempos de la historia de Edimburgo, la población, presa fácil de invasiones, se refugiaba tras las murallas, y si el enemigo abría brecha en ellas se retiraba a las madrigueras del subsuelo del castillo y de High Street, dejando al invasor una ciudad vacía, una victoria huera. Era un recurso que los ciudadanos seguían repitiendo en el Festival de Agosto anual. Cuando la población aumentaba, los naturales se diluían en el entorno. El hecho explicaría también ese apego de Edimburgo por industrias incorpóreas como la banca y los seguros. Hasta no hace mucho se decía que St. Andrews Square era el lugar más rico de Europa por ser la sede central de grandes corporaciones. Pero la plusvalía del espacio, la construcción de nuevos edificios había desplazado la zona a Lothian Road y en dirección oeste hacia el aeropuerto. La sede del Royal Bank en Gogarburn era uno de ellos, recién terminado y considerado uno de los blancos de las protestas, así como los edificios de Standard Life y Scottish Widows. Circulando por las calles para matar el tiempo, Siobhan se dijo que Edimburgo iba a enfrentarse en los próximos días a una situación nueva en su historia.

La adelantó un convoy de coches de policía haciendo sonar la sirena. Era evidente la sonrisa pueril de entusiasmo del conductor, encantado de tener Edimburgo por pista de carreras particular. Lo seguía un Nissan rojo chupando rueda y cargado de jovenzuelos. Siobhan le dio diez segundos y puso el intermitente para volver a incorporarse al tráfico. Iba camino de un campamento provisional en Niddrie, una de las zonas menos agradables de Edimburgo, donde se recomendaba a los participantes de la marcha plantar sus tiendas para que no lo hicieran en los jardines privados.

El ayuntamiento había designado una pradera contigua al centro Jack Kane. Esperaban unos diez mil campistas, tal vez quince mil, y habían instalado váteres portátiles, duchas, y de la seguridad del recinto se encargaba una firma privada; probablemente para disuadir a las pandillas locales y no por los manifestantes, pensó Siobhan. En el barrio se decía en broma que aquella semana se trapichearía en torno a los pubs no pocas tiendas y artículos de acampada. Siobhan había ofrecido el piso a sus padres. Lógico, pues ellos la habían ayudado a comprarlo. Dormirían en su cama y ella se las arreglaría en el sofá. Pero no había habido manera: ellos se empeñaron en viajar en autobús y acampar «con los demás». Estudiantes en la década de los sesenta, era una pareja que no había roto los vínculos con aquella época. Su padre, aunque cerca ya de los sesenta años -la generación de Rebus-, aún llevaba el pelo recogido atrás, en una especie de cola de caballo, y su madre solía ponerse un caftán de vez en cuando. Siobhan pensó en lo que le había dicho a Rebus: «Tú eres la clase de policía que temen que acabe siendo yo». La verdad era que, en parte, se había alistado en la policía más que nada porque sabía que a ellos no les iba a gustar. Después de todos los cuidados y el cariño que había recibido tenía que rebelarse; hacérselo pagar por las veces que por su profesión de maestros había cambiado de casa y de colegio. Hacérselo pagar por la sencilla razón de que podía. Cuando se lo dijo, por la cara que pusieron estuvo a punto de arrepentirse, pero habría sido muestra de debilidad. Ellos, claro, no se habían opuesto, aunque le dieron a entender que la profesión de policía tal vez no fuese lo más adecuado para «realizarse». Y eso fue lo que más la decidió a mantenerse en sus trece.

Se hizo policía. No en Londres, donde ellos vivían, sino en Escocia, un lugar que ella conocía únicamente por haber estudiado en la universidad. Un último ruego de sus padres: «Donde quieras menos en Glasgow».

Glasgow: con su imagen de hombres duros y puñaladas, su sectarismo. Sin embargo, a ella le parecía un lugar genial para ir de compras. Un sitio adonde iba a veces con sus amigas, en esas salidas de chicas solas que las llevaban a pasar allí la noche en algún hotel de diseño, degustando la vida nocturna, evitando los bares de entrada vigilada por gorilas, un protocolo convenido entre ella y Rebus cuando iban a tomar copas. Edimburgo, por el contrario, había resultado más peligroso de lo que sus padres habrían podido imaginar.

Eso no iba a decírselo, claro. Cuando les llamaba los domingos trataba de eludir las preguntas de su madre y era ella quien preguntaba. Se había ofrecido a esperarlos a la llegada del autobús, pero ellos tenían que montar la tienda. Detenida ante el semáforo, la imagen la hizo sonreír. Una pareja de casi sesenta años montando una tienda de campaña. Se habían prejubilado hacía un año y tenían una casa bastante grande en Forest Hill con la hipoteca pagada. Siempre le estaban diciendo si necesitaba dinero…

«Yo os pago un hotel», les había dicho ella por teléfono, pero le dijeron que ni hablar. Al arrancar en el semáforo pensó si no sería cosa de demencia senil.

Aparcó ante The Wisp, sin hacer caso de los conos naranja de tráfico, y puso el cartón de «policía de servicio» por dentro del parabrisas. Al oír su motor al ralentí, se acercó un vigilante de seguridad con chaqueta amarilla, que le hizo un gesto negativo con la cabeza señalando el cartón, cruzando su garganta con el dedo y señalando con la barbilla el bloque más cercano.

Siobhan quitó el cartón pero dejó allí el coche.

– Aquí hay pandillas -dijo el vigilante- y un letrero como ése es como un trapo rojo ante un toro -añadió metiendo las manos en los bolsillos-. ¿Qué le trae por aquí, agente?

Tenía el cráneo rapado, pero lucía una buena barba negra y cejas pobladas.

– Obligaciones sociales, en realidad -contestó Siobhan, enseñándole la tarjeta de policía-. Busco a un matrimonio llamado Clarke con quien tengo que hablar.

– Pues entre -dijo el vigilante cruzando la puerta de la valla.

El recinto era una especie de Gleneagles en miniatura. Había incluso algo parecido a una torre de observación y un vigilante cada diez metros aproximadamente a lo largo de la valla.

– Tenga, póngase esto -añadió su nuevo amigo, entregándole una muñequera- y pasará más inadvertida. Con ello mantenemos mejor vigilados a nuestros alegres campistas.

– Y que lo diga -dijo ella cogiendo la muñequera-. ¿Qué tal va todo de momento?

– A los jóvenes de la localidad no les hace mucha gracia. Por ahora se han contentado con acercarse -dijo, encogiéndose de hombros.

Caminaban por un paso de metal y tuvieron que apartarse para hacer sitio a una niña en patines a quien su madre observaba con las piernas cruzadas delante de la tienda de campaña.

– ¿Cuántos acampados hay? -preguntó Siobhan ante la dificultad de hacer un cálculo.

– Mil tal vez. Mañana habrá más.

– ¿No registran a los que entran?

– Ni apuntamos los nombres… Así que no sé cómo va a encontrar a sus amigos. Lo único que estamos autorizados a exigir es la cuota de acampada.

Siobhan miró a su alrededor. Tras el seco verano la tierra que pisaban era sólida. Más allá de los bloques y las casas se veían otras moles más antiguas: Holyrood Park y el Arthur's Seat. Sonaban canciones en voz baja y alguna guitarra y flautas de baratillo; niños riendo y un bebé llorando de hambre; aplausos y charlas, que cesaron de pronto al oírse por el megáfono a un hombre de voluminosa pelambrera a guisa de sombrero, con pantalones de patchwork a la altura de la rodilla y chancletas.

– En la tienda blanca grande se sirve arroz con verduras, a cuatro libras, por gentileza de la mezquita local. Sólo cuatro libras.

– A lo mejor los encuentra ahí -dijo el guía de Siobhan.

Ella le dio las gracias y el hombre regresó a su puesto.

La «tienda blanca grande» era un entoldado que debía de hacer la función de centro de reunión general. Otra persona anunciaba que un grupo se disponía a ir al pueblo a tomar una copa: el punto de reunión en cinco minutos junto a la bandera roja. Siobhan dejó atrás una fila de váteres portátiles, grifos y duchas. Únicamente le faltaba mirar en las tiendas. La cola para la comida era ordenada. Le ofrecieron una cuchara de plástico y nada más negar con la cabeza recordó que hacía un buen rato que no comía nada. Con el plato de plástico bien lleno, decidió dar una vuelta despacio por el campamento. Vio gente cocinando en hornillos, y un individuo la señaló con el dedo.

– ¿Se acuerda de mí de Glastonbury? -gritó.

Siobhan se limitó a negar con la cabeza. Y en ese momento vio a sus padres y sonrió. Estaban acampados a lo grande con una tienda espaciosa, roja, con ventanas y porche cubierto, mesa y sillas plegables y una botella de vino tinto con vasos de cristal. Se levantaron al verla y se dieron abrazos y besos, disculpándose ellos por no haber llevado más que dos sillas.

– Me sentaré en la hierba -dijo ella decidida.

Había otra mujer joven sentada así, que no se había movido al verla llegar.

– Estábamos contándole cosas de ti a Santal -dijo la madre de Siobhan.

Eve Clarke aparentaba menos edad de la que tenía, sólo las arrugas de la sonrisa delataban sus años. Del padre, Teddy, no podía decirse lo mismo: había echado panza, le colgaba la piel, tenía menos pelo y su cola de caballo era más escuálida y gris que nunca. Volvió a llenar los vasos con entusiasmo sin dejar de mirar la botella.

– Seguro que a Santal le habrá fascinado -comentó Siobhan aceptando un vaso.

La joven hizo un leve esbozo de sonrisa. Llevaba el pelo rubio ceniza, con fijador o mal peinado, cortado a la altura del cuello y alborotado en mechones y trenzas. No iba maquillada, pero exhibía múltiples perforaciones en las orejas y otra en el lateral de la nariz. Su camiseta sin mangas dejaba ver unos tatuajes celtas en los hombros y en su estómago al descubierto destacaba otro piercing en el ombligo. Lucía numerosos colgantes en el cuello y debajo de ellos pendía lo que parecía una cámara digital de vídeo.

– Usted es Siobhan -dijo con una especie de ceceo.

– Eso me temo -contestó Siobhan brindando por los presentes.

Habían sacado otro vaso y una botella más de vino de una cesta.

– No te pases, Teddy -dijo Eve Clarke.

– Tengo que rellenar a Santal -replicó el padre, aunque Siobhan no pudo por menos de advertir que el vaso de Santal estaba casi tan lleno como el suyo.

– ¿Habéis viajado los tres juntos? -preguntó.

– Santal hizo autostop desde Aylesbury -le comentó Teddy Garlee-. Después del viajecito que hemos tenido en autobús, creo que la próxima vez haré como ella -añadió poniendo los ojos en blanco y rebulléndose en la silla, disponiéndose a abrir la botella de vino-. Vino de tapón de rosca, Santal. No digas que el mundo moderno no tiene sus ventajas.

Santal no dijo nada. Siobhan no se explicaba su súbito desagrado por la desconocida salvo por el simple hecho de que fuera una desconocida, y de lo que ella tenía ganas era de estar a solas con sus padres. Ellos tres.

– Santal tiene la tienda de al lado -dijo Eve-. Menos mal que nos echó una mano…

Su marido se echó a reír de pronto con ganas y se rellenó el vaso.

– Hacía tiempo que no íbamos de acampada -añadió.

– Es una tienda nueva -comentó Siobhan.

– Nos la prestaron unos vecinos -dijo su madre en voz baja.

– Tengo que irme -terció Santal levantándose.

– Por nosotros no lo hagas -replicó Teddy Clarke.

– Es que vamos en grupo a un pub.

– Qué cámara tan bonita -comentó Siobhan.

– Si un poli me hace una foto, yo se la hago también. Es justo, ¿no? -dijo con una mirada penetrante que exigía conformidad.

Siobhan se volvió hacia su padre.

– Le habéis hablado de mí -comentó imperturbable.

– Y no se avergüenza, ¿verdad? -añadió Santal escupiendo las palabras.

– Todo lo contrario, en realidad -replicó Siobhan mirando sucesivamente a su padre y a su madre.

Ambos, de pronto, no apartaban la vista de la botella de vino. Cuando volvió a mirar a Santal vio que la enfocaba con la cámara.

– Una foto para el álbum familiar -dijo-. Se la enviaré en un archivo de imagen.

– Gracias -respondió Siobhan con frialdad-. Santal es un nombre raro, ¿no es cierto?

– Significa madera de sándalo -terció Eve Clarke.

– Y al menos es fácil de escribir -añadió Santal.

Teddy Clarke se echó a reír.

– Le conté a Santal que te hicimos cargar con un nombre que nadie es capaz de pronunciar en el sur -dijo.

– ¿Le habéis contado alguna historia más de familia? -le espetó Siobhan-. ¿Alguna cosa embarazosa sobre la que deba estar prevenida?

– Qué suspicaz -comentó Santal a la madre de Siobhan.

– Es que a nosotros no nos gustaba que fuese… -añadió Eve Clarke dejando la frase en el aire.

– ¡Mamá, por Dios bendito! -exclamó Siobhan.

Pero su protesta quedó interrumpida de pronto por ruidos procedentes de la valla y vieron que unos vigilantes corrían hacia aquel lugar. Fuera del recinto, unos jóvenes vestidos con anoraks militares negros y capucha hacían el saludo nazi diciendo a gritos a los vigilantes que echaran de allí a «aquella basura hippy».

– ¡Aquí ensayan la revolución! -gritó uno de ellos-. ¡Al paredón con esos capullos!

– ¡Patético! -dijo entre dientes la madre de Siobhan.

Comenzaron a volar proyectiles por el cielo del atardecer.

– Agachaos -les previno Siobhan, empujando a su madre dentro de la tienda, no muy segura de que ofreciera protección contra aquella lluvia de piedras y botellas.

Su padre dio dos pasos en dirección al altercado, pero ella le retuvo. Santal, sin moverse del sitio, enfocaba la escena con su cámara.

– ¡No sois más que turistas! -gritó otro de los alborotadores-. ¡Largaos a casa en los carricoches en que habéis venido!

Hubo risotadas, abucheos y aspavientos. Los acampados no salían pero querían que lo hicieran los vigilantes, quienes no estaban por la labor. El que había acompañado a Siobhan pidió refuerzos por radio. Una situación como aquélla podía apagarse en cuestión de segundos o degenerar en batalla campal. El vigilante vio por encima del hombro que Siobhan se le había acercado.

– No se preocupe -dijo-. Supongo que tendrá seguro.

Ella tardó un segundo en comprender a qué se refería.

– ¡Mi coche! -exclamó dirigiéndose a la salida.

Tuvo que abrirse paso a codazos entre otros vigilantes y echó a correr por la calle. Tenía el capó abollado y rayado, y la ventanilla trasera rota. Habían pintado con spray EJN. Equipo Joven Niddrie.

Y la miraban, en fila, riéndose de ella. Uno de ellos alzó el móvil para hacer una foto.

– Haz todas las fotos que quieras -dijo ella-. Será incluso más fácil para identificarte.

– ¡Polis de mierda! -espetó otro que estaba en el centro, flanqueado por dos lugartenientes.

El cabecilla.

– Los polis están muy bien -replicó ella-. Con diez minutos en la comisaría de Craigmillar sabré más cosas de ti que tu propia madre -añadió señalándole con el dedo para mayor énfasis.

Pero el jovenzuelo hizo un gesto de desdén. Sólo se le veía un tercio de la cara, pero a Siobhan no se le olvidaría. Llegó un coche con tres hombres y ella reconoció al del asiento de atrás: un concejal de la localidad.

– ¡Largaos! -gritó el hombre al bajarse, agitando los brazos como quien mete ovejas en un redil.

El jefecillo hizo un remedo de tembleque, pero Siobhan vio que su tropa parecía indecisa. Acudieron media docena de vigilantes de seguridad del recinto con el de barba en cabeza, al tiempo que se oía el ulular de sirenas aproximándose.

– ¡Largo de aquí, joder! -insistió el concejal.

– Ese campamento está lleno de tortis y maricas -replicó con un gruñido el cabecilla-. ¿Y quién lo paga todo? ¿Eh?

– Dudo mucho que seas tú, hijo -replicó el concejal, a quien flanquearon sus dos acompañantes, dos tipos robustos que probablemente no se habían arredrado en su vida ante una pelea. La clase de recaudadores de votos ideales para un político de Niddrie.

El cabecilla escupió en el suelo, dio media vuelta y se alejó.

– Gracias por su intervención -dijo Siobhan tendiendo la mano al concejal.

– No hay de qué -replicó éste, como dispuesto a olvidar el incidente.

Siobhan se acercó a estrechar la mano del de la barba, a quien, evidentemente, conocía.

– ¿No ha sucedido nada aparte de eso? -preguntó el concejal.

El vigilante contuvo la risa.

– ¿Qué le trae por aquí, señor Tench?

El concejal miró a su alrededor.

– He creído conveniente acercarme para decir a esta encantadora gente que mi distrito electoral apoya firmemente su lucha contra la pobreza y la injusticia en el mundo. -Ya se había congregado medio centenar de campistas al otro lado de la valla-. En esta zona de Edimburgo sabemos bien lo que son esas dos cosas -añadió a voces-, pero eso no quiere decir que olvidemos a quienes están peor que nosotros; quiero creer en nuestro gran corazón. -Vio que Siobhan examinaba los desperfectos del coche-. Desconsiderados no faltan, claro, pero ¿dónde no los hay? -añadió sonriendo y abriendo a continuación los brazos como un predicador exaltado-. ¡Bienvenidos a Niddrie! ¡Bienvenidos todos!


* * *

Rebus estaba solo en el DIC. Había tardado media hora en encontrar las notas de la investigación sobre el homicidio: cuatro cajas y varias carpetas, más disquetes flexibles y un solo CD. Dejó estos últimos en la estantería del archivo y desplegó parte de la documentación sobre media docena de mesas, despejadas de sus respectivas bandejas de entrada de correspondencia y teclados de ordenador. Así, yendo de un extremo al otro de la sala podía examinar las diversas fases de la investigación; desde el escenario del crimen hasta los primeros interrogatorios; el perfil de la víctima y los interrogatorios sucesivos; el expediente de la cárcel; su relación con Cafferty, la autopsia y los análisis de toxicología. El teléfono del compartimento del inspector titular había sonado un par de veces pero no contestó; no era él quien tenía ese cargo, sino Derek Starr. En viernes por la noche, el zalamero cabrón andaría por ahí en Edimburgo, según explicaba él mismo a todo quisque los lunes por la mañana: un par de copas en el Hallion Club, y luego a casa, darse una ducha y cambiarse para volver a salir y de nuevo al Hallion si estaba animado, pero a continuación e inexorablemente, a George Street, al Opal Lounge, el Candy Bar y el Living Room. Ultima copa en el Indigo Yard si la suerte no le había acompañado en el periplo. Estaba prevista la apertura de un nuevo local de jazz en Queen Street, propiedad de Jools Holland, y Starr ya había hecho indagaciones para enterarse de las condiciones para ser socio.

Volvió a sonar el teléfono, pero Rebus no hizo caso. Si era urgente, llamarían a Starr al móvil, y si era una llamada a través de recepción, sabían perfectamente que estaba trabajando; lo lógico es que pasasen la llamada al DIC y no a Starr. Quizá pretendieran tomarle el pelo. Rebus conocía perfectamente el lugar que ocupaba en la cadena de alimentación: él se situaba en los aledaños del plancton; en premio a años de insubordinación y conducta temeraria. No importaba que hubiese conseguido éxitos también; lo único que contaba para los jefazos actuales era «la manera» de obtener los buenos resultados; la eficiencia y la contabilidad, la percepción del público, las reglas estrictas y el reglamento.

El código de Rebus era no pillarse los dedos.

Se detuvo ante una carpeta con fotografías, de la cual había sacado ya unas cuantas que tenía esparcidas sobre la mesa. Examinó el resto. Historia pública de Cyril Colliar: recortes de prensa, polaroids de la familia y amigos, fotos oficiales de su detención y el juicio. Alguien había tomado una no muy nítida de su estancia en la cárcel, tumbado en la cama y con las manos en la nuca mirando la tele; era la que había publicado en primera página la prensa amarilla: «¿Habrá vida más cómoda para la fiera violadora?».

Pero había acabado su vida.

Siguiente mesa: datos sobre la familia de la víctima de la violación y su nombre no revelado al público. Se trataba de Victoria Jensen, de dieciocho años en el momento de la agresión. Vicky para los íntimos. La habían seguido al salir de una discoteca cuando se dirigía con dos amigas a la parada de autobús y, a quinientos metros escasos de su domicilio, él se lanzó sobre ella, le tapó la boca con la mano y la arrastró hasta un callejón.

En las imágenes de las cámaras de seguridad se le veía salir de la discoteca detrás de ella, subir al autobús y sentarse. Las muestras de ADN de la agresión fueron determinantes. Al juicio habían asistido algunos amigos suyos que amenazaron a la familia de la víctima. No hubo denuncia.

El padre de Vicky era veterinario y su esposa trabajaba en Standard Life. El propio Rebus había dado la noticia de la muerte de Cyril Colliar a los padres, residentes en Leith.

– Gracias por decírnoslo -añadió el padre-. Se lo comunicaré a Vicky.

– No me entiende, señor -replico Rebus-. Tengo que hacerle unas preguntas.

«¿Lo hizo usted?»

«¿Lo encargó a algún sicario?»

«¿Sabe de alguien que haya podido hacerlo?»

Los veterinarios tenían acceso a drogas. Tal vez no a heroína, pero sí a fármacos que podían cambiarse por heroína. Los camellos vendían ketamina a los discotequeros -era una observación del propio Starr- y los veterinarios la usaban en el tratamiento de caballos. A Vicky la habían violado en un callejón y a Colliar lo habían matado en otro. Thomas Jensen se mostró ofendido por las insinuaciones.

– ¿De verdad que nunca pensó en hacerlo, señor? ¿No pensó en alguna clase de venganza?

Naturalmente que sí: había fantaseado con escenas de Colliar pudriéndose en el calabozo y ardiendo en el infierno.

– Pero eso nunca sucede, ¿verdad, inspector? Al menos en este mundo.

Habían interrogado también a las amigas de Vicky, pero ninguna declaró nada.

Rebus pasó a la siguiente mesa. Morris Gerald Cafferty le miraba desde unas fotografías y transcripciones de entrevistas. Rebus tuvo que dar explicaciones para que Macrae le dejara intervenir en aquel caso porque reinaba la impresión de que entre el gángster y él existía una relación ambigua, y, aunque había quienes sabían que eran enemigos irreconciliables, no faltaban otros que pensaban que eran tal para cual y demasiado amigos. Starr en cierta ocasión expresó su preocupación delante de Rebus y el inspector jefe Macrae, y Rebus agarró con un gruñido a su colega por la pechera de la camisa.

– Otro de tus numeritos, John -comentó Macrae después del incidente.

Cafferty era hábil y andaba mezclado en numerosos asuntos delictivos. Saunas y protección; matones e intimidación. Y en drogas; por lo que tendría acceso a la heroína. Y si no personalmente, seguro que los gorilas compañeros de Colliar sí. No era de extrañar que clausuraran discotecas al descubrir que los supuestos porteros controlaban el flujo de droga en el local. Cualquiera de ellos podría haber decidido deshacerse de la «fiera violadora», o incluso podría tratarse de un asunto personal, por un comentario ofensivo, por un desaire a una novia. Se habían analizado los muchos y variados posibles móviles, pero superficialmente, y a ello siguió una investigación de libro de texto; eso no se podía negar. Sin embargo… Rebus era consciente de que el equipo investigador no se lo había tomado con interés. Había esporádicas omisiones de ciertas preguntas y no se habían indagado algunas pistas. Eran notas mecanografiadas con negligencia, algo que sólo alguien muy al corriente del caso podía detectar. Los esfuerzos se habían dirigido exclusivamente a demostrar lo que pensaban los agentes de la «víctima».

La autopsia, por el contrario, había sido escrupulosa. No era la primera vez que el profesor Gates lo decía: a él le tenía sin cuidado de quién fuese el cadáver que tenía en la mesa de disección. Todos eran seres humanos, hijos o hijas de alguien.

– Nadie ha nacido malo, John -musitó inclinado, escalpelo en mano.

– Pero nadie les obliga tampoco a ser malos -replicó Rebus.

– Ah, esa es la incógnita que han tratado de desentrañar durante siglos y siglos cerebros más privilegiados que el nuestro -admitió Gates-. ¿Qué impulsa al ser humano a cometer contra sus semejantes atrocidades como ésta?

Él no contestó. Pero aún resonaba en su mente otra frase del profesor cuando se acercó a la mesa de Siobhan a por las fotos de la autopsia de Colliar. «En la muerte todos regresamos a la inocencia, John.» Era cierto que Colliar presentaba un rostro sereno, como exento de preocupaciones.

El teléfono sonó de nuevo en el despacho de Starr. Rebus dejó que sonara y cogió el de la mesa de Siobhan. En el lateral del disco duro había un papelito adhesivo con nombres y números, pero sabía que no era cuestión de llamar al laboratorio, por lo que marcó un número de móvil.

Ray Duff respondió casi de inmediato.

– Ray. Soy el inspector Rebus.

– ¿Para hacerme la rosca invitándome a copas un viernes por la noche? -Ante el silencio de Rebus lanzó un suspiro-. ¿Por qué no me sorprende?

– A mí sí que me sorprendes, Ray, rehuyendo tu deber.

– No duermo en el laboratorio, ¿sabe?

– A los dos nos consta que es mentira.

– Okay, me quedo alguna tarde.

– Y eso es lo que me gusta de ti, Ray. Ya ves, a los dos nos anima la misma pasión por el trabajo.

– Una pasión que iré a olvidar esta noche participando en el concurso de preguntas de mi pub habitual.

– No es asunto mío juzgarte, Ray. Sólo quería saber cómo iba esa prueba de Colliar.

Rebus oyó una leve risita contenida y cansada al otro extremo de la línea.

– No para nunca, ¿verdad?

– Yo nunca, Ray. Estoy echando una mano a Siobhan. Y esto podría ser un paso importante en su carrera si lo resuelve, pues fue ella quien descubrió el trozo de tela.

– No hace ni tres horas que hemos recibido la prueba…

– ¿Sabes eso de que hay que machacar el hierro cuando está caliente?

– La cerveza que tengo delante está bien fría, John.

– Siobhan te lo agradecería mucho. Está deseando que ganes el premio.

– ¿Qué premio?

– La posibilidad de que le enseñes tu coche. Un día en el campo, los dos, por esas tortuosas carreteras. Quién sabe, tal vez una habitación de hotel al final de la excursión si sabes jugar bien tus bazas. -Rebus hizo una pausa-. ¿Qué es esa música que suena?

– Hay que acertarla con diez preguntas.

– Parece Steely Dan. Reeling in the Years.

– Pero ¿de dónde tomó el nombre el grupo?

– De un consolador de una novela de William Burroughs. Bien, asegúrame que después irás directamente al laboratorio.

Más que satisfecho con el resultado, Rebus se ofreció una taza de café mientras estiraba las piernas. El edificio estaba tranquilo. Había sustituido al sargento de recepción un joven agente que Rebus no conocía, pero le saludó con una inclinación de cabeza.

– Intento pasar una llamada al DIC y no responden -dijo el agente, aflojándose con el dedo la presión del cuello de la camisa, donde su piel presentaba acné o algún tipo de erupción.

– Entonces es para mí -dijo Rebus-. ¿Qué ocurre?

– Problemas en el castillo, señor.

– ¿Ya han comenzado las protestas?

El agente negó con la cabeza.

– Comunican que se han oído gritos y que desde la muralla ha caído un cuerpo al parque de Princes Street.

– A esta hora no está abierto el castillo -dijo Rebus frunciendo el ceño.

– Celebran en él una cena de capitostes.

– Ah. ¿Y quién es el que ha caído?

El agente se encogió de hombros.

– ¿Digo que aquí no hay nadie?

– No seas tonto, hijo -replicó Rebus echando a andar y recogiendo su chaqueta.


* * *

Aparte de importante atracción turística, el castillo de Edimburgo servía de puesto de operaciones. Así se lo recalcó el comandante David Steelforth a Rebus nada más interceptarle frente al rastrillo.

– Qué movilidad la suya -dijo Rebus por toda respuesta.

El hombre del Departamento Especial iba vestido de gala: pajarita, fajín, esmoquin y zapatos de charol.

– Lo cual significa en concreto que está bajo la égida de las fuerzas armadas.

– No sé muy bien qué quiere decir «égida», comandante.

– Quiere decir -replicó Steelforth entre dientes, exasperado- que será la Policía Militar quien se encargue de investigar las circunstancias de lo ocurrido.

– ¿Ha cenado bien? -dijo Rebus sin dejar de caminar.

El sendero ascendía y los dos estaban sufriendo el azote de las rachas de viento.

– Inspector Rebus, los comensales son gente importante.

En ese preciso momento, por una especie de túnel, surgió un coche camino de la salida que obligó a Rebus y a Steelforth a apartarse. Rebus atisbo un rostro en el asiento de atrás y un brillo de gafas con montura de metal; era un rostro delgado, pálido, con aire de preocupación. La verdad es que el secretario de Asuntos Exteriores siempre parecía preocupado, como le comentó a Steelforth. El del Departamento Especial frunció el ceño, fastidiado porque Rebus le hubiera reconocido.

– Espero no tener que interrogarle -añadió Rebus.

– Escuche, inspector…

Pero Rebus ya echaba a andar.

– Resulta, comandante -dijo por encima del hombro-, que la víctima ha caído o ha saltado, o las «circunstancias» que sean, y no le discuto que fuese asunto del ejército en el momento de ocurrir, pero ha aterrizado en los jardines de Princes Street y el caso es de mi competencia -añadió con una sonrisa.

Siguió andando, tratando de recordar la última vez que había estado en las murallas del castillo. Sí, había llevado a su hija allí, pero hacía más de veinte años. El castillo dominaba Edimburgo y se veía desde Bruntsfield e Inverleith. Aproximándose a la ciudad desde el aeropuerto aparecía como una guarida siniestra de Transilvania que hacía pensar a quien lo contemplaba si no sufría un deterioro de la visión cromática. Desde Princes Street, Lothian Road y Johnston Terrace, sus laderas volcánicas aparecían cortadas a pico e inexpugnables, como históricamente se había demostrado, mientras que desde Lawnmarket, su acceso era una pendiente suave que no impedía hacerse una buena idea de la monumentalidad.

Poco había faltado para que Rebus quedara detenido en el trayecto en coche desde Gayfield Square. Agentes uniformados le impedían cruzar el puente de Waverley, donde ya colocaban entre chirridos y ruidos metálicos unas barreras en previsión de la marcha del día siguiente. Él tocó insistentemente el claxon ajeno a los aspavientos de que se desviara, y cuando se le acercó un agente, bajó el cristal de la ventanilla y enseñó el carné de policía.

– Está cerrado -replicó el hombre, con acento inglés, tal vez de Lancashire.

– Soy del Departamento de Investigación Criminal -alegó Rebus-. Y detrás de mí va a llegar una ambulancia, el forense y una furgoneta de la científica. ¿Va a decirles lo mismo?

– ¿Qué ha ocurrido?

– Uno que ha aterrizado en el parque -contestó Rebus señalando con la barbilla hacia el castillo.

– Malditos manifestantes. Ayer uno se quedó bloqueado en las rocas y tuvieron que bajarle los bomberos.

– Bien, por mucho que me encante la cháchara…

El agente le miró furioso pero le abrió la barrera.

Y ahora se encontraba con otra barrera: el comandante David Steelforth.

– Éste es un juego peligroso, inspector. Mejor es que nos lo deje a los expertos en Inteligencia.

Rebus entrecerró los ojos.

– ¿Me está llamando burro?

– Ni mucho menos -replicó Steelforth con una carcajada seca.

– Ah, bueno -dijo Rebus prosiguiendo camino a donde tenía que llegar. Ya había miembros de la policía militar inclinados sobre el parapeto de la muralla y un grupo de hombres mayores de aspecto distinguido vestidos de etiqueta, merodeando cerca y fumando puros.

– ¿Cayó desde aquí? -preguntó Rebus a los soldados, con el carné preparado, aunque decidió no identificarse como policía civil.

– Más o menos -contestó uno.

– ¿Alguien lo vio?

Varios negaron con la cabeza.

– No es el primer incidente -añadió el mismo soldado-. Un idiota se quedó bloqueado subiendo por las rocas y nos han advertido que a lo mejor hay más que lo intentan.

– ¿Y?

– Y el soldado Andrews dice que le pareció ver algo en la muralla del otro lado.

– Pero no es seguro -alegó el tal Andrews.

– ¿Y todos salisteis pitando para el lado contrario? -dijo Rebus haciendo una aparatosa inspiración-. En mis tiempos eso se llamaba «deserción de puesto».

– El inspector Rebus no tiene jurisdicción en el castillo -dijo Steelforth al grupo.

– Y habría sido considerado traición -sentenció Rebus.

– ¿Se sabe quién falta? -preguntó uno de los hombres mayores.

Rebus oyó que se aproximaba otro coche al rastrillo y vio en la muralla las sombras fantasmagóricas que proyectaban sus faros.

– Es difícil saberlo si todo el mundo se escaquea -dijo en voz baja.

– Nadie se «escaquea» -espetó Steelforth.

– Sí, claro, será que todos tienen que acudir a otro compromiso -añadió Rebus.

– Son gente muy ocupada, inspector, y están adoptando decisiones que pueden cambiar el mundo.

– No cambiarán lo que le ocurrió al infeliz de ahí abajo -replicó Rebus señalando con la barbilla hacia la muralla y volviéndose hacia Steelforth-. ¿Qué se resolvía aquí esta noche, comandante?

– Era una cena de trabajo, previa a la ratificación.

– Buenas noticias para todo quisque. ¿Quiénes son los comensales?

– Representantes del G-8, ministros de Asuntos Exteriores, personal de seguridad y altos funcionarios.

– Sí, seguro que no les habrán servido pizza con un par de cajas de cerveza.

– En estas reuniones se solventan muchos asuntos.

Rebus se asomó a la muralla. Nunca le habían gustado las alturas y se limitó a echar una breve ojeada.

– No se ve nada -comentó.

– Nosotros le oímos -dijo un soldado.

– ¿El qué exactamente? -preguntó Rebus.

– El grito que dio al caer -contestó el soldado mirando a sus compañeros como buscando confirmación.

Uno de ellos asintió con la cabeza.

– No dejó de gritar mientras caía -dijo con un estremecimiento.

– No sé si eso descarta el suicidio -especuló Rebus-. ¿Qué cree usted, comandante?

– Creo que usted no tiene nada que averiguar aquí, inspector. Y creo que es extraño que aparezca tan de repente en donde acaba de ocurrir un hecho tan luctuoso.

– Tiene gracia, yo estaba pensando lo mismo -replicó Rebus mirando a Steelforth a los ojos- de usted.


* * *

Con el equipo de rescate colaboraron agentes con chaqueta amarilla del servicio de barreras y, gracias a las linternas, dieron pronto con el cadáver. Los auxiliares médicos afirmaron que estaba muerto, cosa que habría podido decir cualquiera. Tenía el cuello torcido de un modo antinatural, una pierna doblada en dos por efecto del impacto y el cráneo lleno de sangre. Había perdido un zapato en la caída y la camisa estaba totalmente desgarrada, quizá por haber rozado con un saliente.

La jefatura había enviado un equipo de la policía científica, que fotografiaba los restos.

– ¿Apostamos algo sobre la causa de la muerte? -preguntó uno del equipo a Rebus.

– Ni hablar, Tam.

El tal Tam no había perdido la apuesta en similares ocasiones cincuenta veces sobre sesenta.

– Saltó o le empujaron. ¿Es eso lo que está pensando?

– Lees el pensamiento, Tam. ¿Se te dan tan bien las huellas dactilares?

– No, pero les hago fotos. -Para demostrarlo se acercó a una mano de la víctima-. Las muescas y arañazos pueden ser muy útiles, John. ¿Sabe por qué?

– A ver, ¿por qué?

– Si le empujaron intentaría aferrarse y se habrá escoriado las uñas con la piedra.

– Añade algo que yo no sepa.

El de la científica tomó otra foto con un fogonazo del flash.

– Se llama Ben Webster -añadió, volviéndose para ver la reacción de Rebus y contento con el resultado-. Lo he reconocido por la cara; bueno, lo que queda de ella.

– ¿Le conocías?

– Sé quién era. Un miembro del Parlamento, natural de Dundee.

– ¿Del Parlamento de Escocia?

El hombre negó con la cabeza.

– De Londres. Se ocupa de algo relacionado con Desarrollo Internacional… al menos la última vez que lo vi.

– Tam… -dijo Rebus en tono exasperado-. ¿Cómo demonios sabes todo eso?

– John, tiene que ponerse al día en política. Es lo que mueve el mundo. Y, además, nuestro joven amigo tiene el mismo nombre que mi tenor preferido.

Rebus bajaba ya a saltitos por la cuesta de césped. El cadáver había aterrizado en una repisa a unos cinco metros de los senderos que serpenteaban por la base de la antigua afloración volcánica. Steelforth, que estaba allí en el sendero, hablando por el móvil, lo cerró de golpe al ver llegar a Rebus.

– ¿Recuerda que vimos al secretario de Asuntos Exteriores saliendo en coche con chófer? Es curioso que se marchara sin uno de sus ayudantes.

– Ben Webster -dijo Steelforth-. Acabo de hablar con el castillo, y él es el único que falta.

– Desarrollo Internacional.

– Está muy bien informado, inspector -comentó Steelforth mirando a Rebus de arriba abajo con aire de admiración-. A lo mejor le he subestimado. Pero Desarrollo Internacional es un departamento que no pertenece a Asuntos Exteriores. Webster era SPP, secretario privado del Parlamento.

– Lo que quiere decir…

– Que era la mano derecha del ministro.

– Perdone mi ignorancia.

– No tiene importancia. Aún no salgo de mi asombro.

– ¿Y ahora va a engatusarme para que me quite de en medio?

– No suele haber necesidad -replicó Steelforth sonriente.

– Tal vez en mi caso sí.

Pero Steelforth negó con la cabeza.

– Dudo mucho que se le pueda disuadir de esa manera. No obstante, sabemos los dos que en pocas horas le habrán arrancado este caso de las manos. ¿A qué perder el tiempo? Los batalladores como usted suelen saber cuándo es el momento de retirarse a recuperar fuerzas.

– ¿Me está invitando al Gran Hall a un oporto con puro?

– Le estoy diciendo la pura verdad.

Rebus vio que por la calzada inferior al lugar en que estaban subía otra furgoneta. Sería del depósito de cadáveres para recoger al muerto. Otro trabajo para el profesor Gates y su equipo.

– ¿Sabe lo que yo creo que en realidad le molesta a usted, inspector? -añadió Steelforth acercándose un paso mientras sonaba el móvil sin que él contestara-. Que considera todo esto una intromisión porque Edimburgo es «su ciudad» y está deseando que nos larguemos. ¿No es eso?

– Más o menos -replicó Rebus sin pensárselo dos veces.

– Dentro de unos días habrá acabado todo y sólo habrá sido un mal sueño. Pero mientras tanto… se aguanta -añadió casi susurrando al oído de Rebus y alejándose.

– No parece mal tipo -comentó Tam irónico.

Rebus se volvió hacia él.

– ¿Hace rato que estás aquí?

– No mucho.

– ¿Puedes decirme algo?

– Ya se lo dirá el forense.

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– Claro; es que pensé…

– No hay ningún indicio en contra del suicidio.

– Pero cayó gritando hasta estrellarse. ¿Crees que un suicida haría eso?

– Yo sí lo haría. Pero, claro, es que padezco vértigo.

Rebus se frotó el maxilar y miró hacia arriba al castillo.

– Así que se cayó o se tiró.

– O le empujaron de pronto sin que le diera tiempo a pensar en agarrarse a algo -añadió Tam.

– Gracias por decirlo.

– Tal vez animaba la cena música de gaita y se le quitaron las ganas de vivir.

– Eres un fanático del jazz, Tam.

– Y que lo diga.

– ¿En la chaqueta no llevaba ningún papel?

Tam negó con la cabeza.

– Pero no sé si darle esto o no -añadió tendiéndole una carterita de cartón-. Por lo visto se alojaba en el Balmoral.

– Gracias mil -dijo Rebus abriendo la carterita, que contenía una tarjeta-llave. La cerró y miró la firma de Webster y el número de habitación.

– Tal vez encuentre allí alguna nota de despedida -le comentó Tam.

– Sólo hay una manera de saberlo -contestó Rebus, guardándose la llave en el bolsillo-. Gracias, Tam.

– No olvide que fue usted quien la encontró. No quiero líos.

– Entendido.

Permanecieron un instante en silencio. Eran dos veteranos del cuerpo que habían visto de todo en su profesión. Llegaron los del depósito de cadáveres, uno de ellos con una gran bolsa al efecto.

– Hace una buena noche -comentó-. ¿Has acabado ya, Tam?

– Pero el médico aún no ha venido.

El empleado miró su reloj.

– ¿Tú crees que tardará?

– Depende de quien esté de guardia -contestó Tam encogiéndose de hombros.

– Esta noche sí que acabaremos tarde -añadió el del depósito de cadáveres expulsando aire.

– Bien tarde -repitió su compañero.

– ¿Sabe que nos han hecho despejar el depósito de cadáveres?

– ¿Y eso por qué? -preguntó Rebus.

– Han vaciado también los calabozos de los juzgados -añadió Tam.

– Intervención y Emergencia están alerta -añadió su compañero.

– Habláis como si fuese Apocalypse Now -dijo Rebus.

Sonó su móvil y se apartó unos pasos. Era Siobhan.

– ¿Qué se te ofrece? -dijo Rebus.

– Necesito tomar una copa.

– ¿Has tenido problemas con los del barrio?

– Me han estropeado el coche.

– ¿Les sorprendiste en el acto?

– En cierto modo. Bueno, ¿qué te parece el Bar Oxford?

– Me gustaría, pero estoy con algo. ¿Y si en vez de eso…?

– ¿Qué?

– Podríamos quedar en el Balmoral.

– ¿Vas a gastarte las horas extra?

– Podrás juzgar por ti misma.

– ¿Dentro de veinte minutos?

– Muy bien -dijo él cerrando el móvil.

– La tragedia se ceba en esta familia -comentó Tam.

– ¿En cuál?

El de la científica señaló hacia el cadáver con la barbilla.

– La madre fue víctima hace unos años de una agresión a consecuencia de la cual murió. -Hizo una pausa-. Tal vez a raíz de eso algo le estuvo reconcomiendo…

– A veces basta con un simple detonante -añadió otro de los empleados del depósito.

Rebus se dijo para sus adentros que todos se las daban de psicólogos.


* * *

Decidió dejar el coche allí e ir andando. Era más rápido que volver a discutir en las barreras.

Al cabo de dos minutos estaba en Waverley, aunque tuvo que superar un par de obstáculos. Unos desafortunados turistas que acababan de llegar en tren, ante la ausencia de taxis, aguardaban aturdidos y desamparados tras la barandilla de la estación. Los esquivó, giró en la esquina hacia Princes Street y llegó al Hotel Balmoral. Había quien todavía lo llamaba North British pese a haber cambiado de nombre hacía años; el gran reloj luminoso de su torre iba unos minutos adelantado para que los viajeros no perdieran los trenes. Un portero uniformado acompañó a Rebus al vestíbulo, donde un conserje de mirada sagaz lo caracterizó de inmediato como posible problema.

– Buenas noches, señor. ¿En qué puedo servirle?

Rebus le enseñó el carné de policía con una mano y la carterita de cartón con la otra.

– Tengo que hacer una inspección en esta habitación -dijo.

– ¿Por qué motivo, inspector?

– Porque el huésped se marchó antes de lo previsto.

– Lo lamento.

– Y me da la impresión de que alguien querrá pagar su cuenta. En realidad, usted podría comprobarlo.

– Tengo que consultarlo con el director de guardia. Serán dos minutos…

Rebus le siguió hasta el mostrador de recepción.

– Sara, ¿está en el hotel Angela?

– Creo que ha subido a una planta. La llamo por el busca.

– Y yo miraré en la oficina -le dijo el conserje.

Le dejó junto al mostrador viendo cómo la recepcionista tecleaba los números en el teléfono y a continuación colgaba. Alzó la vista hacia él y sonrió. Sabía que ocurría algo y quería enterarse.

– Es un cliente que acaba de morir -dijo Rebus.

– Qué tragedia -comentó ella con ojos muy abiertos.

– El señor Webster de la habitación 214. ¿Se alojaba solo?

La mujer manipuló sobre el teclado.

– Es una habitación doble; se entregó una sola llave. No creo recordarle…

– ¿Tiene indicada la dirección de su domicilio?

– Londres -contestó ella.

Rebus se imaginó que sería una segunda vivienda para los días laborables. Se inclinó sobre el mostrador como quien no quiere la cosa pensando en qué preguntas haría para sonsacarla.

– ¿Pagaba con tarjeta de crédito, Sara?

La mujer miró la pantalla.

– Con cargo a… -Dejó la frase en el aire al advertir que se acercaba el conserje.

– ¿Con cargo a…? -repitió Rebus.

– Inspector -dijo alzando la voz el conserje, percatándose de que algo tramaba.

Sonó el teléfono de Sara y la mujer lo cogió.

– Recepción -gorjeó-. Ah, hola, Angela. Aquí hay otro policía…

«¿Otro?»

– ¿Baja o le hago subir?

El conserje llegó junto a Rebus.

– Yo acompaño al inspector -dijo a Sara.

«Otro policía arriba.» A Rebus le dio mala espina y en cuanto oyó el ruido de apertura de las puertas del ascensor se dio la vuelta y vio salir a David Steelforth. El hombre del Departamento Especial esbozó una leve sonrisa y meneó despacio la cabeza de un lado a otro. El significado no podía estar más claro. Amiguito, tú no vas a entrar en la habitación 214. Rebus se volvió hacia el mostrador y giró hacia sí la pantalla del ordenador. El conserje le hizo una llave en el brazo, Sara lanzó un grito al teléfono que probablemente ensordecería a la directora, y, mientras, Steelforth llegó hasta ellos en dos zancadas.

– Esto es inconcebible -dijo entre dientes el conserje.

Le apretaba con la fuerza de un torniquete, y Rebus, comprendiendo que debía de haber sido hombre de acción, optó por ceder. Soltó la pantalla, que Sara hizo girar hacia dentro.

– Suelte ya -dijo, y el conserje así lo hizo.

Sara le miraba estupefacta con el teléfono en la mano. Rebus se volvió hacia Steelforth.

– Va a decirme que no puedo inspeccionar la habitación 214.

– Yo no -replicó Steelforth con una amplia sonrisa-. Al fin y al cabo eso es potestad de la directora.

Como movida por un resorte, Sara se acercó el teléfono al oído.

– Ahora mismo viene -dijo.

– Ya me lo imagino -rezongó Rebus, que no apartaba la vista de Steelforth.

Detrás de él vio otra figura: Siobhan.

– El bar sigue abierto, ¿no? -preguntó al conserje.

El hombre habría deseado con toda su alma decir que no, pero habría sido una flagrante mentira.

– No es para invitarle a usted -añadió Rebus, dirigiéndose a Steelforth.

Se apartó de ambos, subió la escalinata del Palm Court y, mientras se apoyaba en la barra esperando la llegada de Siobhan, lanzó un profundo suspiro y echó mano al bolsillo para coger un pitillo.

– ¿Tenías problemitas con la dirección? -preguntó Siobhan.

– ¿Has visto a nuestro amigo del SO12?

– Vaya chollo que tienen los del Departamento Especial.

– No sé si él se aloja aquí, pero un tal Ben Webster sí que tenía una habitación.

– ¿El diputado laborista?

– Exacto.

– Tengo la impresión de que andas en alguna historia.

Rebus advirtió que hundía levemente los hombros y recordó que ella también había tenido aquella tarde sus aventuras.

– Cuenta la tuya primero -dijo.

El camarero puso ante ellos un cuenco con algo para picar.

– Un Highland Park para mí y vodka con tónica para la señorita -dijo Rebus.

Siobhan asintió con la cabeza. Al alejarse el camarero, Rebus cogió una servilleta de papel, sacó un bolígrafo del bolsillo y escribió algo. Siobhan inclinó la cabeza para ver mejor.

– ¿Qué es eso de Pennen Industries?

– No lo sé, pero tienen dinero y un código postal de Londres.

Con el rabillo del ojo vio que Steelforth observaba desde la puerta; le dijo adiós con un gesto exagerado agitando la servilleta, después la dobló y la guardó en el bolsillo.

– Bueno, ¿quién la tomó con tu coche, los de la campaña antinuclear, Greenpeace o los pacifistas?

– Niddrie -respondió Siobhan-. El Equipo Joven de Niddrie, concretamente.

– ¿Crees que podremos convencer al G-8 para que los incluya en la lista de células terroristas?

– Unos miles de marines arreglarían este asunto divinamente.

– Pero, lamentablemente, en Niddrie no hay petróleo -dijo Rebus estirando el brazo para coger el vaso de whisky, notando tan sólo un levísimo temblor.

Brindó por su Siobhan, el G-8 y los marines, y hasta lo habría hecho por Steelforth.

Pero ya no había nadie en la puerta

SÁBADO 2 DE JULIO
Capítulo 3

Rebus se despertó a la primera luz y comprobó que no había corrido las cortinas por la noche. El televisor daba el primer informativo; la principal noticia era el concierto de Hyde Park, y entrevistaban a los organizadores sin mencionar Edimburgo. Lo apagó y fue al dormitorio. Se quitó la ropa de la víspera y se puso una camisa de manga corta y pantalones amplios de algodón. Tras echarse agua en la cara, miró los resultados en el espejo y comprendió que necesitaba algo más. Cogió las llaves y el móvil -lo había puesto a recargar por la noche, así que no debía de llegar muy borracho- y salió del piso. Dos tramos de escalera hasta el portal. El barrio en que vivía -Marchmont- era zona de estudiantes y su ventaja era la tranquilidad en verano cuando a finales de junio levantaban el campamento, cargando de cosas sus coches o los de los padres, forzando los edredones en los resquicios posibles. Previamente habían tenido sus fiestas celebrando el final de los exámenes. La consecuencia de estos acontecimientos era que, dos veces al año, Rebus tenía que quitar conos de tráfico del techo de su coche. Se detuvo en la calzada a respirar el escaso frescor remanente de la noche y acto seguido se encaminó a Marchmont Road, donde acababa de abrir la tienda de prensa. Al pasar dos ruidosos autobuses de un piso, pensó que se habrían equivocado de itinerario, pero enseguida recordó el motivo cuando empezaron a sonar los martillos neumáticos: estaban arreglando un circuito de altavoces. Pagó al tendero y abrió la botella de Irn-Bru, que despachó de un trago; daba igual porque había comprado una de reserva. Abrió la piel del plátano y se lo fue comiendo por el camino. No fue directamente a casa, sino hasta el final de Marchmont Road, que desembocaba en los Meadows. Siglos atrás los Meadows eran prados a las afueras de Edimburgo, y el propio Marchmont, una simple granja entre campos de labor. En la actualidad se utilizaban para jugar al fútbol y al criquet, correr y hacer picnic.

Aquel día no. Melville Drive estaba ya cortada y la importante arteria urbana era aparcamiento de autobuses. Había docenas; la fila llegaba hasta más allá de la curva, con tres en batería en algunos tramos. Procedían de Derby, Macclesfield y Hull, Swansea y Ripon, Carlisle, Epping. De ellos descendía gente vestida de blanco. Blanco: Rebus recordó que habían anunciado que todos acudieran vestidos igual para configurar una inmensa cinta bien visible cuando la marcha cruzara la ciudad. Miró su propio atuendo: iba con unos pantalones color café con leche y camisa azul claro. Menos mal.

Muchos de los viajeros eran gente mayor, algunos casi provectos ancianos. Pero llevaban todos su respectiva muñequera y la camisa con el emblema. Se veían pancartas caseras y se notaba que estaban encantados de encontrarse allí. Más allá había entoldados y comenzaban a llegar las furgonetas de venta de patatas fritas y hamburguesas vegetarianas a las masas hambrientas. Habían levantado escenarios e instalado una exposición de piezas gigantes de rompecabezas junto a una serie de grúas. Tardó unos segundos en leer las palabras ACABAD CON LA POBREZA. Había policías de uniforme por los alrededores, pero ninguno que él conociera. Seguramente ni serían de Edimburgo. Miró el reloj. Las nueve pasadas, tres horas hasta el cambio de turno; y apenas había una nube en el cielo. Un furgón policial decidió que lo más rápido era subirse al bordillo y Rebus tuvo que apartarse pisando el césped. Miró furioso al conductor, que sostuvo la mirada y bajó el cristal de la ventanilla.

– ¿Pasa algo, abuelo?

Rebus le hizo el gesto obsceno de levantar dos dedos para ver si se detenía y podía cruzar unas palabritas con él. Pero el del furgón siguió su camino. Ya había terminado el plátano y estuvo a punto de tirar la piel, pero pensó en las normas ecológicas y de reciclaje y se dirigió a un contenedor.

– Tenga -dijo una joven tendiéndole una bolsa.

Rebus miró en el interior y vio un par de pegatinas y una camiseta con el lema «Ayuda a los ancianos».

– ¿Para qué demonios me da esto a mí? -gruñó.

La joven retiró la bolsa tratando de recomponer su aire risueño.

Rebus se alejó abriendo la Irn-Bru de reserva. Se sentía más despejado, pero advirtió que le sudaba la espalda. Un recuerdo difuso trataba de abrirse paso en su mente, y de pronto cristalizó: Mickey y él en las excursiones de catequesis a Burntisland, en autobuses, ondeando banderines en la ventanilla; la hilera de autobuses aguardando al regreso después de la excursión; los concursos de carreras por la hierba… Mickey siempre le ganaba y él al final había desistido. Su única arma contra el pertinaz tesón físico de su hermano… La caja de cartón con el almuerzo: bocadillo de jamón, pastel helado y a veces un huevo duro; el huevo duro siempre se lo dejaban.

Aquellos fines de semana estivales eran interminables y monótonos. Ahora Rebus los odiaba. Odiaba que fueran tan monótonos. Los lunes representaban su verdadera liberación del sofá, el taburete del bar, el supermercado y el restaurante indio. Sus colegas volvían al trabajo contando cosas, hablando de compras estupendas, partidos de fútbol, paseos en bicicleta con los niños. Siobhan habría ido a Glasgow o Dundee para no perder contacto con sus amigas; habrían ido al cine o a dar un paseo en Leith a la orilla del mar. A él ya nadie le preguntaba cómo había pasado el fin de semana. Sabían que se encogería de hombros.

«Nadie te reprocha que te lo tomes con calma.»

Pero precisamente él no tenía tiempo para tomárselo con calma. Sin su profesión era como si dejara de existir. Por eso marcó un número en el móvil y aguardó hasta oír la señal del contestador.

– Buenos días, Ray -dijo en cuanto cesó-. Aquí el despertador. Te llamaré cada hora hasta que contestes. Hasta luego.

A continuación hizo otra llamada y dejó el mismo mensaje en el contestador automático del teléfono del domicilio de Ray Duff. Cubiertos los expedientes del móvil y el fijo, lo único que podía hacer era esperar. El concierto de Live 8 empezaba hacia las dos, pero se imaginaba que The Who y Pink Floyd no actuarían hasta más tarde. Tenía tiempo de sobra para repasar las notas del caso Colliar, continuar con el de Ben Webster y apurar el sábado hasta que fuese domingo.

Estaba convencido de que aguantaría.


* * *

Los únicos datos que obtuvo del listín sobre Pennen Industries fueron el número de teléfono y una dirección del centro de Londres. Llamó, pero el contestador le respondió que la centralita no atendía llamadas hasta el lunes por la mañana. Tenía un recurso mejor y llamó al cuartel general de Operación Sorbus en Glenrothes.

– Aquí el Departamento de Investigación Criminal, división B de Edimburgo -dijo cruzando el cuarto de estar y mirando por la ventana. Un matrimonio, con niños con la cara pintada, se dirigía a los Meadows-. Hemos oído rumores sobre una tal Clown Army que por lo visto ha puesto sus miras en una empresa llamada… -Hizo una pausa efectista, como si consultase un documento-. Pennen Industries. Estamos en blanco y hemos pensado si sus cerebros grises podrían aclararnos algo.

– ¿Pennen?

Rebus lo deletreó.

– Y usted es…

– El inspector Starr… Derek Starr -mintió Rebus alegremente. Sin imaginarse que fuera a enterarse Steelforth.

– Espere diez minutos.

Rebus iba a dar las gracias, pero habían colgado. Había contestado una voz masculina, con un fondo de sonidos de un centro informativo en plena actividad, y comprendió por qué no había tenido necesidad de preguntarle el número de teléfono, que habría aparecido sobre alguna pantalla o dispositivo, quedando registrado. Y localizable.

– Ay -musitó en voz baja, yendo hacia la cocina para tomarse un café.

Recordó que Siobhan le había dejado en el Balmoral después de tomar dos copas y que él tomó otra más y luego cruzó la calle para rematar la noche con una última en el Café Royal. Vio que tenía vinagre en los dedos, indicio de que había comido patatas fritas camino de casa. Sí, recordó que el taxista le dejó al final de los Meadows porque él le dijo que seguiría a pie. Pensó en llamar a Siobhan para saber si había llegado bien; pero a ella le molestaba que lo hiciera. Seguramente habría salido ya para reunirse con sus padres en la marcha. Tenía muchas ganas de ver a Eddie Izzard y a Gael García Bernal, y había otros que harían discursos: Bianca Jagger, Sharleen Spiteri… Siobhan hablaba de aquello como si fuese una fiesta de carnaval. Esperaba que así fuera.

Además, ella tenía que llevar el coche al taller de reparaciones. Rebus conocía al concejal Tench; bueno, sabía cosas de él. Era una especie de predicador laico que solía situarse en un mismo lugar al pie de la montaña del castillo instando a los compradores del fin de semana al arrepentimiento. Solía verlo allí cuando iba camino del Oxford a almorzar. Tenía buena fama en Niddrie por conseguir fondos para el municipio, las organizaciones de beneficencia y hasta la UE. Se lo había comentado a Siobhan antes de darle el número de teléfono de un chapista de Buccleuch Street, un especialista en Volkswagen que le debía un favor.

Sonó el teléfono. Se llevó el café a la sala de estar y contestó.

– Usted no está en la comisaría -dijo desde Glenrothes la misma voz de antes.

– Estoy en casa.

Oyó el sonido de un helicóptero a través de la ventana. Tal vez la vigilancia o la televisión. ¿O sería Bono lanzándose en paracaídas para dar un sermón?

– Pennen no tiene oficinas en Escocia -añadió la voz.

– Entonces no hay problema -dijo Rebus, como sin darle importancia-. En las circunstancias actuales la rumorología hace horas extra, igual que nosotros -añadió riendo, y estaba a punto de hacer un comentario impertinente, pero la voz lo evitó.

– Son contratistas de Defensa, así que los rumores pueden merecer consideración.

– ¿De Defensa?

– Era una empresa del ministerio pero la vendieron hace unos años.

– Sí, creo recordarlo -comentó Rebus con énfasis-. ¿No está en Londres la central?

– Sí. Pero el director se encuentra ahora aquí.

– Un posible objetivo -comentó Rebus con un silbido.

– De todos modos figura en la lista de individuos con riesgo y estará seguro -dijo el joven sin gran aplomo.

Rebus comprendió que le habían aleccionado con la fórmula no hacía mucho.

Tal vez Steelforth.

– Se aloja en el Balmoral, ¿cierto? -preguntó Rebus.

– ¿Cómo lo sabe?

– Son rumores. Pero ¿dice que tiene protección?

– Sí.

– ¿Propia o nuestra?

El del centro de Operación Sorbus hizo una pausa antes de contestar.

– ¿Por qué quiere saberlo?

– Por cuenta del contribuyente -replicó Rebus riendo otra vez-. ¿Cree que deberíamos hablar con él? -añadió en tono de consulta como si su interlocutor fuera el jefe.

– Puedo pasar su aviso.

– Cuanto más tiempo esté en Edimburgo, más riesgo… -Rebus no completó la frase-. Además, ni siquiera sé su nombre -añadió.

De pronto intervino otra voz.

– ¿Inspector Starr? ¿Es el inspector Starr quien está al habla?

Era Steelforth.

Rebus hizo una honda inspiración.

– Oiga -insistió Steelforth-. ¿Se ha quedado mudo?

Rebus cortó la comunicación. Se maldijo para sus adentros y marcó el número de la centralita de un periódico local.

– Póngame con redacción de artículos, por favor -dijo.

– Creo que no hay nadie -contestó la telefonista.

– ¿Y en noticias?

– Ni un alma, dadas las circunstancias -replicó la mujer como si estuviera deseando ausentarse también ella, pero pasó la llamada, que tardaron un rato en contestar.

– Soy el inspector Rebus, del Departamento de Investigación Criminal de Gayfield.

– Encantado de hablar con un representante de la ley -contestó el periodista con voz jovial-. Oficial y extraoficialmente.

– No es para ninguna noticia, hijo. Sólo quiero hablar con Mairie Henderson.

– Ella trabaja por libre. Y es de artículos, no de noticias.

– Ah, sí, en primera página se publicó un artículo suyo sobre Big Cafferty, ¿no es cierto?

– Se me ocurrió a mí hace unos años, ¿sabe? -dijo el periodista como con ganas de charla-. No sólo de Cafferty, sino de entrevistas con todos los gángsteres de la costa este y oeste. Cómo habían empezado, sus códigos de conducta…

– Bien, gracias por explicármelo, pero es que he sintonizado con Parkinson ¿o qué?

El periodista lanzó un bufido.

– Sólo quería darle conversación.

– No me diga. Ahí no hay nadie, ¿verdad? ¿Están todos fuera portátil en mano, intentando convertir la marcha en elegante prosa? Bien, se trata de lo siguiente: anoche cayó un hombre desde las murallas del castillo y no he visto la menor mención de ello en su periódico esta mañana.

– Nos llegó la noticia demasiado tarde -contestó el periodista-. Un suicidio evidente, ¿no es eso?

– ¿Usted qué cree?

– Yo he hecho la pregunta primero.

– En realidad, fui yo quien preguntó primero, pidiendo el número de teléfono de Mairie Henderson.

– ¿Para qué?

– Déme su número y le diré algo que no le diré a ella.

El periodista pensó un instante y a continuación pidió que esperase. Volvió al cabo de medio minuto, tiempo durante el cual el aparato de Rebus emitió un zumbido indicador de que entraba una llamada. No hizo caso y anotó el número que le dio el periodista.

– Gracias -dijo.

– Bien, ¿y lo prometido?

– Plantéese lo siguiente: si es suicidio evidente, ¿por qué un tipo impresentable del Departamento Especial llamado Steelforth impide cualquier averiguación?

– ¿Cómo se escribe Steelforth?

Pero Rebus había cortado la comunicación. Inmediatamente comenzó a sonar el teléfono. No contestó, pues de sobra se imaginaba quién sería. Operación Sorbus tenía el número y Steelforth no habría tardado ni un minuto en averiguar dirección y abonado. Y otro minuto para llamar a Derek Starr y comprobar que él no sabía nada del asunto.

Breeeep-breeeep-breeeep.

Rebus volvió a enchufar la tele y pulsó el botón de sin sonido en el mando a distancia. No había noticias, sólo programas para niños y vídeos pop. El helicóptero volvía a volar en círculo. Fue a comprobar que no fuera alrededor de su casa.

– John, no seas paranoico -musitó.

El teléfono dejó de sonar y él marcó el número de Mairie Henderson. Hacía unos años habían sido buenos amigos e intercambiaban información por artículos y datos por información. Luego, ella se desapegó y escribió la biografía de Cafferty, con la colaboración del gángster, y pidió una entrevista a Rebus, quien se negó. Al cabo de un tiempo volvió a pedírsela.

– Por lo que dice Big Ger de ti -alegó ella zalamera- pensé que debería conocer tu versión.

Rebus distaba mucho de pensar lo mismo.

Lo que no había impedido que el libro fuese un éxito sonado, no sólo en Escocia sino fuera de ella, en Estados Unidos, Canadá, Australia, amén de las traducciones a dieciséis idiomas. Durante cierto tiempo no podía leer el periódico sin tropezarse con el tema. Había obtenido un par de premios y espacio en programas de debate de la televisión. No bastaba con que Cafferty hubiera dedicado toda su vida a hacer mal a la gente y a la sociedad, a sembrar el terror, era un famoso en toda regla.

Ella le envió un ejemplar del libro, pero Rebus lo devolvió al remitente. Después, dos semanas más tarde salió a comprar uno a mitad de precio en Princes Street. Lo hojeó pero no tuvo ánimo de leerlo. Nada le daba más náuseas que el arrepentimiento.

– Diga.

– Mairie, soy John Rebus.

– Perdone, el John Rebus que yo conozco está muerto.

– Vamos, no es para tanto.

– ¡Me devolviste el libro! ¡Después de que te lo había dedicado y todo!

– ¿Me lo habías dedicado?

– ¿Ni siquiera leíste la dedicatoria?

– ¿Qué decía?

– Decía: «No sé qué querrás, pero que te zurzan».

– Lo siento, Mairie. Te ofrezco un desagravio.

– ¿A cambio de un favor?

– ¿Cómo lo has adivinado? -dijo sonriendo-. ¿Vas a la marcha?

– Me lo estoy pensando.

– Te invitaría a una hamburguesa sin carne.

– Hace tiempo que dejé de ser una cita tan barata -replicó ella con un bufido.

– Y a una taza de descafeinado.

– ¿Qué demonios quieres, John? -preguntó con voz fría pero algo más condescendiente.

– Necesito datos sobre una firma llamada Pennen Industries. Era contratista del Ministerio de Defensa. Creo que esta semana están en Edimburgo.

– ¿Y a mí qué me aporta?

– A ti no, pero a mí sí. -Hizo una pausa para encender un cigarrillo y expulsó humo mientras hablaba-. ¿Te has enterado de lo del amigo de Cafferty?

– ¿Qué amigo? -replicó ella como haciéndose la desinteresada.

– Cyril Colliar. Ha aparecido el trozo que faltaba de su cazadora.

– ¿Con la confesión escrita? Ya me dijo Cafferty que tú nunca abandonas.

– Pensé que debía decírtelo. No es de dominio público.

Ella guardó silencio un instante.

– ¿Y Pennen Industries?

– Eso es algo totalmente distinto. ¿Has oído hablar de Ben Webster?

– He leído la noticia.

– Pennen pagaba su estancia en el Balmoral.

– ¿Y?

– Y me gustaría saber algo más sobre esa empresa.

– El nombre del director es Richard Pennen -dijo ella riendo, imaginándose su estupor-. ¿Has oído hablar de Google?

– ¿Lo has buscado mientras hablábamos?

– ¿Tú tienes ordenador en casa?

– Me he comprado un portátil.

– Pues tendrás Internet.

– En teoría -admitió él-. Pero sólo soy especialista en jugar a Minesweeper.

Ella se echó a reír otra vez y Rebus comprendió que iba a restablecerse la relación. Oyó un silbido y entrechocar de copas de ruido de fondo.

– ¿En qué café estás? -preguntó.

– En el Montpelier. La calle está llena de gente vestida de blanco.

El Montpelier estaba en Bruntsfield, a cinco minutos en coche.

– Puedo acercarme y te invito a ese café que he dicho. Y me enseñas cómo funciona el portátil.

– Yo ya me marcho. ¿Quieres que nos veamos después en los Meadows?

– No especialmente. ¿Y si tomamos una copa?

– Quizás. Veré lo que puedo averiguar sobre Pennen y te llamaré cuando lo tenga.

– Eres un sol, Mairie.

– Y una superventas por añadidura -Hizo una pausa-. Oye, Cafferty entregó sus haberes a obras de beneficencia.

– Bien se puede permitir ser generoso. Hasta luego.

Cortó la comunicación y optó por comprobar los mensajes. Sólo tenía uno. La voz de Steelforth masculló una docena de palabras y Rebus cerró el aparato. La amenaza truncada resonó en su cabeza mientras se acercaba al tocadiscos para llenar el cuarto con música de los Groundhogs.

«No se las dé de listo conmigo, Rebus, o acabará con…»


* * *

– «… Los huesos principales rotos» -dijo el profesor Gates, encogiéndose de hombros-. Con semejante caída ¿qué puede esperarse?

Estaba practicando la autopsia porque Ben Webster era noticia y un caso urgente que todos deseaban ver cerrado lo antes posible.

– Un claro dictamen de suicidio -había dicho momentos antes Gates.

Le secundaba en la autopsia el doctor Curt, pues, según la ley escocesa, era necesaria la presencia de dos patólogos para corroborar los resultados y que todo estuviera claro ante el juez. Gates era el más robusto de los dos, con un rostro marcado por venillas, nariz deforme por su pasión juvenil por el rugby -según su versión- o alguna pelea estudiantil adversa. Curt, cuatro o cinco años más joven que él, era algo más alto y mucho más delgado. Ambos eran catedráticos de la Universidad de Edimburgo. Ahora, terminado el curso, habrían podido estado tomando el sol en cualquier lugar, pero nunca se les había visto de vacaciones, como si tanto uno como otro lo hubiesen considerado signo de debilidad.

– ¿No va a la marcha, John? -preguntó Curt.

Estaban los tres en torno a una mesa de acero en el depósito de cadáveres de Cowgate. Detrás de ellos, un ayudante movía recipientes e instrumentos metálicos que emitían diversos ruidos y chirridos.

– Para mí tiene poco aliciente -contestó Rebus-. El lunes sí que me echaré a la calle.

– Con los demás anarquistas -añadió Gates, haciendo una incisión al cadáver.

El depósito tenía una zona de espectadores algo más retirada y separada por un panel de metacrilato, donde se situaba habitualmente Rebus, pero Gates había dicho que «como era fin de semana, podían prescindir de formalismos». No era la primera vez que Rebus veía las interioridades de un cadáver, pero, de todos modos, desvió la mirada.

– ¿Qué edad tenía, treinta y cuatro o treinta y cinco años? -preguntó Gates.

– Treinta y cuatro -confirmó el ayudante.

– Y bastante bien llevados, teniendo en cuenta…

– La hermana comentó que era aficionado a correr y a nadar y que iba al gimnasio.

– ¿Es ella quien le ha identificado? -preguntó Rebus.

– Sus padres han muerto. '

– Lo publicaron los periódicos, ¿verdad? -añadió Curt arrastrando las palabras sin quitar ojo de las manipulaciones de su colega-. ¿Está bien afilado el escalpelo, Sandy?

Gates no contestó.

– La madre murió cuando entraron a robar a la casa. Una verdadera desgracia. Y el padre fue incapaz de vivir sin ella.

– Se dejó morir, ¿verdad? -añadió Curt-. ¿Quieres que siga yo, Sandy? No me extraña que estés cansado con la semana que hemos tenido.

– Deja de dar la lata.

Curt lanzó un suspiro y se encogió de hombros mirando a Rebus.

– ¿La hermana vino desde Dundee? -le preguntó Rebus al ayudante.

– Trabaja en Londres. Es policía y muy guapa, no como otros.

– Te quedas sin regalo del día de San Valentín -espetó Rebus.

– Mejorando lo presente, por supuesto.

– Pobre muchacha -comentó Curt-. Perder a toda la familia…

– ¿Estaban muy unidos? -añadió Rebus sin poder evitar la pregunta, que causó extrañeza en Gates, quien alzó la vista; pero Rebus permaneció imperturbable.

– Creo que últimamente no se veían mucho -dijo el ayudante.

«Como Michael y yo.»

– En cualquier caso, se encuentra muy afectada.

– Pero no habrá venido sola, ¿verdad? -inquirió Rebus.

– No había nadie con ella en la identificación -respondió el ayudante como si no tuviera importancia-. Después, la acompañé yo a la sala de espera y le ofrecí una taza de té.

– ¡No seguirá allí todavía…! -espetó Gates.

El ayudante miró a su alrededor sin saber qué mal había hecho.

– Yo tenía que preparar las cizallas -dijo.

– No hay nadie en el depósito aparte de nosotros -ladró Gates-. Ve a ver si se encuentra bien.

– Iré yo -dijo Rebus.

Gates se volvió hacia él con las manos llenas de relucientes entrañas.

– ¿Qué ocurre, John? ¿Se le ha revuelto el estómago?


* * *

En la sala de espera no había nadie. Únicamente, en el suelo, junto a una silla, una taza vacía con la insignia de Glasgow Rangers FC. Rebus la tocó y vio que estaba tibia. Fue a la entrada principal, aunque la del público era por un callejón de Cowgate, y miró en la calle de arriba abajo, pero no vio a nadie. Dobló la esquina de Cowgate y la vio sentada en el murete que rodeaba el edificio del depósito, observando la guardería de la otra acera. Rebus se detuvo frente a ella.

– ¿Tiene un cigarrillo? -preguntó la mujer.

– ¿Quiere uno?

– Es una ocasión como cualquier otra.

– Lo que quiere decir que no fuma.

– ¿Y qué?

– No estoy dispuesto a enviciarla.

Ella le miró. Era rubia con el pelo corto y un rostro redondo de barbilla prominente. Llevaba falda hasta la rodilla y dejaba ver dos centímetros de pierna por encima de unas botas marrones con reborde de pelo animal. En el murete, a su lado, tenía un bolsón, seguramente con lo que había recogido aprisa y al azar para salir corriendo hacia el norte.

– Soy el inspector Rebus -dijo-. Siento lo de su hermano.

Ella asintió con la cabeza despacio, volviendo la vista hacia la guardería.

– ¿Ese establecimiento funciona? -preguntó haciendo un gesto en dirección al edificio.

– Que yo sepa, sí. Hoy no está abierto, por supuesto.

– Una guardería… Justo enfrente de «esto» -añadió ella, volviéndose a mirar el depósito, a su espalda-. Muy cerca, ¿no, inspector Rebus?

– Sí, tiene razón. Siento no haber estado presente cuando identificó el cadáver.

– ¿Por qué? ¿Conocía a Ben?

– No… Lo decía por… ¿Cómo no la ha acompañado nadie?

– ¿Nadie, de dónde?

– De su distrito electoral… Del partido.

– ¿Cree que al Partido Laborista le importa algo él ahora? -replicó ella con una risita sarcástica-. Estarán todos encabezando esa mierda de marcha, atentos a salir en la foto. Ben no dejaba de hablar de lo cerca que estaba de llegar al poder. De poco le ha servido.

– Ojo con lo que dice -la interrumpió Rebus-. Parece más bien simpatizante de la marcha. -Ella lanzó un resoplido, pero no replicó-. ¿Tiene idea de por qué…? -añadió Rebus, dejando la pregunta en el aire-. ¿Sabe que es mi obligación?

– Soy policía, como usted -contestó ella mirando cómo sacaba la cajetilla-. Sólo uno -suplicó.

No podía negarse. Encendió dos y se recostó en la pared a su lado.

– No pasa ningún coche -comentó ella.

– La ciudad está sitiada -dijo él-. Será difícil encontrar taxi, pero tengo el coche…

– Iré a pie -le interrumpió ella-. No dejó ninguna nota -añadió-, si es eso lo que quería saber. Anoche parecía estar bien, muy relajado, etcétera. Los colegas no se lo explican… No tenía problemas en su trabajo. -Hizo una pausa y levantó la vista hacia el cielo-. Pero «siempre» tenía problemas en el trabajo.

– ¿Debo entender que estaban muy unidos?

– Él pasaba en Londres los días laborables. Llevábamos sin vernos quizás un mes, bueno, tal vez dos, pero nos enviábamos mensajes de texto, correos electrónicos… -añadió dando una calada al cigarrillo.

– ¿Tenía problemas en su trabajo? -inquirió Rebus.

– Trabajaba en el sector de ayuda al tercer mundo, intervenía en las decisiones de disposición de ayuda a algún decrépito dictador africano.

– Eso explica su presencia en Edimburgo -dijo Rebus casi para sus adentros.

Ella asintió despacio con la cabeza, tristemente.

– Camino del poder, en un banquete en el castillo para hablar de los pobres y los hambrientos del mundo.

– ¿Él era consciente de la ironía? -aventuró Rebus.

– Oh, sí.

– ¿Y de la futilidad?

Ella le miró a los ojos.

– Jamás -respondió en voz queda-. No era propio de Ben. -Pestañeó para contener las lágrimas, sorbió por la nariz y suspiró, tirando el cigarrillo casi entero al suelo-. Tengo que irme -añadió sacando una cartera del bolso que llevaba en bandolera y entregándole una tarjeta en la que sólo figuraba su nombre y el número de un teléfono móvil.

– ¿Cuánto tiempo lleva en la policía, Stacey?

– Ocho años. Los tres últimos en Scotland Yard -dijo mirándole a los ojos-. Tendrá que interrogarme, ¿no? Si Ben tenía enemigos, problemas económicos, si se había enemistado con alguien… Pero más tarde, por favor. Deme un día o dos y llámeme.

– De acuerdo.

– ¿No hay indicios de que…? -Le costaba pronunciar la palabra, y aspiró aire para hacerlo-. ¿No hay indicios de que no se arrojara él?

– Si había tomado un par de vasos de vino, a lo mejor estaba mareado.

– ¿No hay testigos?

Rebus se encogió de hombros.

– ¿De verdad que no quiere que la lleve en mi coche?

– Necesito caminar -replicó ella, negando con la cabeza.

– Un consejo: no se acerque al itinerario de la marcha. Quizás volvamos a vernos… Siento de verdad lo de Ben.

– Lo dice en serio, como si lo sintiera -replicó ella mirándole de hito en hito.

Él estuvo a punto de sincerarse con ella -«Ayer mismo despedí a mi hermano en un féretro»- pero sólo respondió con un rictus nervioso, temiendo que le preguntase: «¿Estaban muy unidos?» «¿Se encuentra muy afectado?». Vio cómo emprendía su largo y solitario paseo por Cowgate y entró al depósito para asistir al final de la autopsia.

Capítulo 4

Cuando Siobhan llegó a los Meadows, la cola de los que se incorporaban a la marcha llegaba hasta el lateral del antiguo hospital y llenaba los campos de juego junto a la fila de casas. Uno, provisto de un megáfono, advertía a quienes la formaban que tal vez tardaran un par de horas en comenzar a moverse.

– Es por la bofia -comentó alguien-. Sólo dejan avanzar en grupos de cuarenta o cincuenta.

Siobhan estuvo a punto de salir en defensa de aquella táctica, pero se habría delatado. Avanzó despacio al paso de la masa pensando en cómo encontrar a sus padres. Habría cien mil personas, quizás el doble. Nunca, había visto tanta gente; en el concierto del festival T in the Park cupieron sesenta mil; un partido de los dos equipos locales, si hacía buen día, atraería a unas dieciocho mil, y en Nochevieja, en torno a Hogmanay y Princes Street se congregaban casi cien mil personas.

Allí había más.

Y todos con la sonrisa en los labios.

Apenas se veía policía de uniforme ni servicio de orden. Había un aluvión de familias de Morningside, Tollcross y Newington y se había tropezado con media docena de conocidos y vecinos. El alcalde iba en cabeza. Se decía que también estaba Gordon Brown y que más tarde se dirigiría a la multitud, abrigado por la Patrulla de Protección de la policía, aunque él, en la Operación Sorbus, era un personaje conceptuado «de bajo riesgo» por sus fervientes declaraciones a favor de la paz y del comercio justo. A Siobhan le habían enseñado una lista de famosos que tenían anunciada su llegada a Edimburgo: Geldof y Bono, naturalmente; tal vez incluso Ewan McGregor -que, de todos modos, tenía que asistir a un acto en Dunblane-; Julie Christie; Claudia Schiffer; George Clooney; Susan Sarandon…

Después de abrirse paso entre la muchedumbre desde delante hacia atrás, se dirigió al escenario principal. Tocaba una banda y había gente bailando con entusiasmo, pero la mayoría miraba sentada en el césped. En el pequeño campamento de tiendas de campaña instalado allí mismo había actividades infantiles, botiquín, mesa de firmas y exposiciones, se vendían productos de artesanía y se repartían octavillas. Por lo visto, un tabloide había distribuido carteles de «Acabad con la Pobreza» y la gente recortaba el encabezamiento suprimiendo la mancha del rotativo. Globos hinchados con helio surcaban el cielo, una improvisada banda de metal daba la vuelta al campo seguida de otra de percusión africana. Más bailes, más sonrisas. Siobhan comprendió que no iba a pasar nada. Que en aquella marcha no habría disturbios.

Miró el móvil. No tenía mensajes. Había llamado dos veces a sus padres pero no contestaban. Decidió dar otra vuelta al recinto. Junto a la caja de un camión habían levantado un pequeño escenario con cámaras de televisión donde hacían entrevistas a la gente. Reconoció a Peter Postlewhaite y a Billy Boyd y en un momento dado vio a Billy Bragg. Ella quería ver a Gael García Bernal para comprobar si en persona era tan estupendo.

Las colas en las camionetas de comida vegetariana eran más largas que las de las hamburguesas. También ella había sido vegetariana, pero lo abandonó años atrás por culpa -decía- de Rebus y los panecillos de tocino que se zampaba en su presencia. Pensó en mandarle un mensaje de texto para que fuera. ¿Qué otra cosa tendría que hacer que tumbarse en el sofá o sentarse a la barra del Oxford? Pero lo que hizo fue enviar un mensaje de texto a sus padres y volver a mirar en las colas. Ahora, con las pancartas en alto, tocaban silbatos y redoblaban tambores. Tanta energía en el aire… Rebus diría que era un despilfarro. Había comentado que los acuerdos políticos ya estaban adoptados y tenía razón; era lo mismo que habían dicho los del cuartel general de Sorbus. Gleneagles era para las alianzas secretas y para salir en la foto. La verdadera negociación la habían llevado a cabo previamente personajes menos conocidos, y el principal entre ellos, el ministro de Hacienda. Se había preparado todo sin publicidad para la ratificación de las ocho firmas el último día de la reunión del G-8.

«¿Cuánto costará todo esto?», pensó Siobhan.

– Ciento cincuenta mil millones, más o menos.

La respuesta se produjo con una profunda aspiración de sorpresa del inspector jefe Macrae. Siobhan frunció los labios sin decir nada.

– Sé lo que estás pensando -prosiguió su interlocutor-. Que con esa cantidad se pueden comprar muchas vacunas.

Todos los paseos de los Meadows estaban ya abarrotados de filas de manifestantes de cuatro en fondo y se había formado otra cola de espera que llegaba hasta las canchas de tenis y Buccleuch Street. Mientras se abría paso entre la gente sin rastro de sus padres, vio de reojo algo de color que se movía. Eran chaquetas amarillo brillante avanzando deprisa por Meadow Lane. Vio como daban la vuelta a la esquina de Buccleuch Place y se quedó de piedra.

Había unos sesenta manifestantes acorralados por el doble de policías. Los manifestantes emitían un sonido quejumbroso y ensordecedor con sus bocinas, llevaban gafas de sol y pañuelos negros cubriéndoles la cara y algunos se tapaban con capucha; vestían pantalones negros de combate, botas, unos cuantos se cubrían con casco. Aquel grupo no llevaba pancartas ni esgrimía sonrisas. Entre ellos y la policía sólo se interponían los escudos transparentes antidisturbios, en uno de los cuales alguien había pintado con spray el símbolo anarquista. La masa de manifestantes trataba de abrirse paso hacia los Meadows, pero la policía aplicaba inflexible la táctica de la contención a toda costa. Un manifestante contenido era un manifestante neutralizado. Siobhan quedó impresionada: sus colegas debían saber que aquel grupo de protesta iba camino de aquel lugar concreto por la rapidez con que habían tomado posición para impedir que los hechos fueran a más. Había mirones, indecisos entre quedarse o unirse a la marcha, y vio que algunos sacaban los móviles con cámara. Miró a su alrededor para asegurarse de que no aparecieran más antidisturbios y quedar bloqueada. Del grupo acorralado surgían voces que parecían extranjeras, gritos en español o italiano. Ella conocía alguno de aquellos colectivos, Ya Basta y Black Bloc, pero no veía allí nada estrafalario como en el caso de los Wombles o de la Rebel Clown Army.

Metió la mano en el bolsillo y apretó su carné de policía, dispuesta a tenerlo preparado y enseñarlo si las cosas se ponían feas. Oyó un helicóptero sobrevolando el lugar y vio a un policía que filmaba con vídeo desde la escalinata de los edificios de la universidad barriendo la calle con la cámara; la fijó en ella un instante y volvió a enfocar al resto de los curiosos. Pero de pronto llamó su atención otra cámara que la enfocaba directamente.

Era Santal, que, al otro lado del cordón policial, lo filmaba todo con su vídeo digital. Iba vestida como los demás, con una mochila colgada al hombro y ensimismada en su tarea, sin secundar cantos ni consignas. Los manifestantes también querían grabar aquella escena para verlo después y reconocerse, aprender las tácticas de la policía y saber contrarrestarlas, y por si se producían -quizás deseándolos- malos tratos. Estaban versados en técnicas de comunicación y tenían abogados entre los activistas. La película de Génova había causado sensación en todo el mundo y sin duda una filmación reciente sobre acción policial violenta sería igualmente eficaz.

Siobhan se percató de que Santal la había visto. Ahora enfocaba la cámara hacia ella y, bajo el visor, su boca era un rictus de furor. Pensó que no era precisamente el momento de acercarse a preguntarle si había visto a sus padres. Oyó el zumbido del móvil indicándole que entraba una llamada y miró el número, pero no lo conocía.

– Siobhan Clarke -dijo llevándose el aparato al oído.

– ¿Shiv? Soy Ray Duff. Que sepas que me estoy ganando a pulso esa excursión.

– ¿Qué excursión?

– La que me debes. -Hizo una pausa-. A menos que no sea eso lo que has convenido con Rebus.

Siobhan se echó a reír.

– Depende. ¿Estás en el laboratorio?

– Trabajando como un burro por ti.

– ¿En la muestra de la Fuente Clootie?

– A lo mejor tengo algo que te interesa, aunque no sé si te gustará. ¿Cuánto tardarás en llegar?

– Media hora -contestó ella volviendo la cabeza al oír de pronto un bocinazo.

– No hace falta que me digas dónde estás -añadió Duff-. Lo estoy viendo en el noticiario.

– ¿La marcha o la manifestación?

– La manifestación, por supuesto. Los felices y legales caminantes de la marcha apenas son noticia, a pesar de que suman un cuarto de millón.

– ¿Un cuarto de millón?

– Eso dicen. Nos vemos dentro de media hora.

– Adiós, Ray.

Cortó la comunicación. Vaya cifra… Más de la mitad de la población de Edimburgo y equiparable a tres millones en las calles de Londres. Y sólo sesenta individuos vestidos de negro acaparando las noticias en las dos horas siguientes aproximadamente.

Porque a continuación, todos los ojos se volverían hacia el concierto Live 8 de Londres.

«No, no, no -pensó-, eres demasiado cínica, Siobhan; piensas como el maldito John Rebus. Nadie puede ignorar una cadena humana que rodea la ciudad, una cinta blanca llena de pasión y esperanza.»

Ella sí.

¿Había pensado realmente en incorporar su humilde ser a la cifra estadística? Ahora ya era tarde. Ya se disculparía después con sus padres. De momento, tenía que alejarse de los Meadows. Lo mejor era llegar a St. Leonard, la comisaría más próxima, y que la llevara un coche patrulla, o hacer autostop si era preciso, porque tenía su coche en aquel taller que le había recomendado Rebus y el mecánico le había dicho que llamase el lunes. Recordó que el dueño de un 4x4 lo había sacado de la ciudad mientras durase aquello, en previsión de destrozos. Otra noticia agorera; al menos es lo que había pensado ella.

Santal no pareció percatarse de que se marchaba.


* * *

– … No se puede ni echar cartas -dijo Ray Duff-. Han precintado los buzones en previsión de que metan alguna bomba.

– En Princes Street hay escaparates protegidos con tableros -añadió Siobhan.

– Bueno, ¿vamos al grano? -terció Rebus.

– Ya veo que teme perderse el gran acontecimiento -comentó Duff con un resoplido.

– ¿Qué gran acontecimiento? -dijo Siobhan mirando a Rebus.

– Pink Floyd -respondió él-. Pero si hay algo como McCartney y U2, paso.

Estaban los tres en uno de los laboratorios de la Unidad Científica

Forense de Lothian y Borders de Howdenhall Road. Duff, con treinta años cumplidos, pelo castaño y un pronunciado pico de viuda, se limpiaba las gafas con un extremo de su bata blanca. En opinión de Rebus, el éxito televisivo de CSI había ejercido un efecto nocivo en los cerebritos de Howdenhall. Pese a su carencia de recursos, glamour y banda sonora estridente, todos parecían creerse actores. Además, algunos inspectores jefe habían comenzado a aceptarlo y les pedían que imitaran las técnicas forenses más enrevesadas de las películas de la tele. Por lo visto, Duff había decidido adoptar el papel de genio excéntrico y, en consecuencia, había prescindido de sus lentes de contacto, volvía a usar gafas tipo Seguridad Social con montura de Eric Morecambe y aumentaba visiblemente el surtido de rotuladores de color en el bolsillo superior de la bata. Y, además, en la solapa, llevaba una batería de gruesos clips. Tal como Rebus había comentado nada más entrar, parecía salido de un vídeo de Devo.

Y ahora les iba encarrilando hacia la información.

– Cuando quieras -dijo Rebus.

Estaban delante de un banco de trabajo con varios trozos de tela a los que Duff había adosado unos cuadraditos numerados, disponiendo otros más pequeños -al parecer, según un código de colores- junto a las manchas o deterioros de cada pieza.

– Cuanto antes terminemos, antes podrás volver a sacar brillo al cromado de tu MG.

– Por cierto -terció Siobhan-, gracias por ofrecerme a Ray.

– Tendrías que haber visto a la del primer premio -musitó Rebus-. ¿Qué es todo eso, profesor?

– Barro y mierda de pájaro la mayor parte -contestó Duff apoyando las manos en la cadera-. Marrón lo primero y gris lo segundo -añadió señalando con la barbilla los cuadrados.

– Y el azul y el rosa…

– El azul es algo que requiere más análisis.

– No me digas que el rosa es de pintalabios -dijo Siobhan con voz queda.

– De sangre -replicó Duff con gesto teatral.

– Ah, bien -comentó Rebus mirando a Siobhan-. ¿Cuántas manchas hay?

– De momento, dos… Número uno y número dos. Uno, en unos pantalones de pana marrón. La sangre resulta muy difícil de distinguir sobre fondo marrón, porque parece óxido. Y dos, en una camiseta de deporte, amarillo claro, como puede ver.

– No la veo -dijo Rebus inclinándose para mirar más de cerca. La camiseta estaba toda sucia-. ¿Qué es eso de la izquierda de la pechera, una insignia?

– Dice exactamente Talleres Keogh. La salpicadura de sangre está por detrás.

– ¿Salpicadura?

Duff asintió con la cabeza.

– Que coincide con un golpe en la cabeza con algo parecido a un martillo que hace contacto, rompe la piel y, al retirarlo, la sangre brota en todas direcciones.

– ¿Talleres Keogh? -preguntó Siobhan a Rebus, quien se encogió de hombros, pero Duff carraspeó.

– No aparece en el listín telefónico de Perthshire. Ni en el de Edimburgo.

– Ha sido un trabajo rápido, Ray -comentó Siobhan con gesto de aprobación.

– Ray, aquí hay otro punto marrón -dijo Rebus con un guiño-. ¿Relacionado con el número uno?

Duff asintió con la cabeza.

– Pero éste no es de salpicadura. Es un pegote en la pernera derecha, a la altura de la rodilla. Cuando alguien recibe un golpe en la cabeza se producen gotas como ésa.

– O sea, que tenemos tres víctimas, ¿y un solo agresor?

Duff se encogió de hombros.

– No se puede demostrar, por supuesto. Pero ¿qué posibilidades hay de que sean pruebas relativas a tres víctimas y a tres agresores distintos que vayan a parar a tan extraño lugar?

– Tienes razón, Ray -dijo Rebus.

– Así que se trata de un asesino en serie -añadió Siobhan-. Supongo que serán grupos sanguíneos distintos -añadió mirando a Duff-. ¿Tienes idea del orden en que murieron?

– La muestra del CC Rider es la más reciente. Y creo que la de la camiseta deportiva es la más antigua.

– ¿No hay ninguna pista en la del pantalón?

Duff negó con la cabeza despacio y a continuación metió la mano en el bolsillo de su bata y sacó una bolsita de plástico.

– A menos que se tenga esto en cuenta, claro.

– ¿Qué es eso? -preguntó Siobhan.

– Una tarjeta de cajero automático -respondió Duff, recreándose un instante-. A nombre de Trevor Guest. Así que no me digas que no me he ganado el premio.


* * *

En la calle, Rebus encendió un cigarrillo, mientras Siobhan paseaba a lo largo del aparcamiento con los brazos cruzados.

– Un asesino -dijo.

– Pues sí.

– Dos víctimas con nombre y la tercera un mecánico.

– O un vendedor de coches -dijo Rebus pensativo-. O alguien con una camiseta con el anuncio de un taller.

– Gracias por ampliar el campo de investigación.

Él se encogió de hombros.

– Si hubiéramos encontrado un pañuelo del Hibs, ¿nos concentraríamos en el equipo de fútbol?

– De acuerdo; entendido -dijo ella deteniéndose de pronto-. ¿Tienes que volver a la autopsia?

Rebus negó con la cabeza.

– Uno de los dos tendrá que darle la noticia a Macrae -dijo.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Lo haré yo -dijo.

– Hoy poco más se puede hacer.

– Entonces, ¿vas a ver el concierto Live 8?

Rebus alzó los hombros.

– ¿Y tú vas a los Meadows? -preguntó.

Ella asintió con la cabeza pensando en otra cosa.

– ¿Por qué habrá tenido que ocurrir en una semana como ésta?

– Para eso nos pagan una pasta -dijo Rebus aspirando con fruición la nicotina.


* * *

Un gran paquete aguardaba a Rebus a la puerta de su piso. Le había dicho a Siobhan que después de los Meadows pasara por su casa a tomar una copa. Advirtió que la sala de estar necesitaba ventilarse y abrió de par en par la ventana. Llegaban ruidos de la marcha y voces de megáfono, tambores y silbatos. La tele retransmitía ya el Live 8, pero no había ningún grupo que él conociera. Bajó el volumen y abrió el paquete; dentro había una nota de Mairie -NO TE LO MERECES- seguida de páginas y páginas impresas: noticias sobre Pennen Industries a partir de su segregación del Ministerio de Defensa, recortes de las páginas de negocios con datos sobre aumentos de beneficios, perfiles con elogios y fotos de Richard Pennen. El perfecto hombre de negocios: acicalado, bien vestido, bien peinado, pelo canoso a pesar de sus escasos cuarenta y tantos años, gafas de montura metálica y una mandíbula cuadrada bajo una dentadura impecable.

Richard Pennen había sido empleado del ministerio, algo así como un as del microchip y de los programas de ordenador, insistía en que su empresa no vendía armas sino simplemente componentes para hacerlas lo más eficaces posible, y citaban su afirmación: «Que en resumen es la mejor alternativa para todos». Rebus hojeó rápidamente entrevistas y datos sobre antecedentes. No había nada que vinculase a Pennen con Ben Webster, salvo que los dos eran del ámbito del «comercio». No era nada extraño que la empresa pagase a un parlamentario un hotel de cinco estrellas. Cogió otro grupo de páginas grapadas y dirigió un «gracias» silencioso a Mairie. La periodista le adjuntaba hojas y más hojas sobre Ben Webster. No incluían mucho sobre su carrera parlamentaria, pero cinco años atrás la prensa había dedicado atención a la familia tras la extraña agresión a la madre de Webster. Ella y el marido pasaban unas vacaciones en Borders, en un chalé alquilado cerca de Kelso; una tarde el padre salió al pueblo a comprar y a su regreso se encontró con que habían allanado el chalé y a su mujer estrangulada con un cordón de las persianas venecianas; agredida pero sin violación. Nada más faltaba dinero del bolso y el móvil.

Calderilla y un teléfono. Y la vida de una mujer.

La investigación se había alargado varias semanas. Rebus miró las fotos del chalé, la víctima, el dolido esposo y los hijos, Ben y Stacey. Sacó del bolsillo la tarjeta que Stacey le había dado y pasó los dedos por los bordes mientras proseguía la lectura. Ben era diputado por Dundee Norte; Stacey, agente de policía de Londres, calificada por sus colegas de «diligente y muy apreciada»; el chalé estaba en el linde de unos bosques, en terreno de colinas ondulantes y sin vecinos a la vista. Al matrimonio le gustaba dar largos paseos y se mencionaba su presencia regular en bares y restaurantes de Kelso. Pasaban sus vacaciones en aquella comarca hacía años. Los concejales de la zona hacían hincapié en que en Borders «casi no se cometen crímenes y es un remanso de paz». Por no espantar al turismo.

No se descubrió al culpable, y el caso saltó de la primera página a las interiores y luego a las de atrás, hasta reaparecer esporádicamente en algún párrafo de los perfiles de Ben Webster. Había una amplia entrevista de la época en que pasó a ocupar el cargo de secretario privado del Parlamento, pero en ella se negó a hablar del trágico acontecimiento.

Trágicos, en realidad; en plural, porque el padre no había sobrevivido mucho al asesinato de su esposa. Muerto por causas naturales. «Había perdido las ganas de vivir. Ahora está en paz con el amor de su esposa», decía un vecino de Broughty Ferry.

Rebus volvió a mirar la foto de Stacey el día del funeral de la madre. Al parecer, había salido en televisión para hacer un llamamiento a quien pudiera dar alguna pista. Era más fuerte que su hermano, que no quiso acompañarla en la conferencia de prensa; Rebus esperaba que conservara esa fortaleza.

El suicidio parecía la conclusión definitiva: la pena había podido finalmente con el hijo huérfano. Salvo que Ben Webster cayó gritando y los soldados de guardia habían advertido la presencia de algún intruso. Además, ¿por qué precisamente aquella noche? ¿En aquel lugar? Con todos los medios de comunicación mundiales en Edimburgo…

Era un gesto público.

Y Steelforth… Sí, Steelforth quería echar tierra al asunto. Que nada distrajera la atención del G-8, que no se perturbase la estancia de las delegaciones. Rebus, muy a su pesar, tenía que reconocer que la insistencia por aferrarse al caso era simplemente por fastidiar al hombre del Departamento Especial. Se levantó de la mesa y fue a la cocina, se hizo un café cargado y se lo llevó a la sala de estar. Cambió el canal de la televisión pero no encontró noticias sobre la marcha. La multitud de Hyde Park parecía pasarlo bien, aunque había un recinto justo delante del escenario medio vacío. Sería seguramente para los miembros de seguridad, o para los medios. Geldof no pedía dinero esta vez; Live 8 pretendía centrar mentes y corazones. Rebus pensó cuántos asistentes al concierto responderían al llamamiento y se desplazarían seiscientos kilómetros hasta Escocia. Encendió un cigarrillo y se sentó en un sillón mirando la pantalla con el café en la mano. Volvió a pensar en la Fuente Clootie y el ritual del paraje. Si Ray Duff estaba en lo cierto, había al menos tres víctimas, y un asesino había erigido una especie de santuario. ¿Tendría alguna relación con la localidad? ¿Hasta qué punto era conocida la Fuente Clootie fuera de Auchterarder? ¿Figuraba en las guías de viaje o en los folletos turísticos? ¿Lo habían elegido por su proximidad a la cumbre del G-8, porque el asesino pensó que con tal número de policías patrullando era muy probable que descubrieran su siniestra ofrenda? En cuyo caso, ¿había ya acabado de matar?

Tres víctimas. Aquello no podrían ocultárselo a los periodistas. CC Rider, Talleres Keogh y una tarjeta de banco… El asesino se lo ponía fácil; quería que supieran que andaba rondando. La prensa mundial estaba concentrada en Escocia como nunca en la historia y ello le procuraba un protagonismo global. Y Macrae se relamería ante la oportunidad, presentándose ante los periodistas, sacando pecho al contestar a sus preguntas, acompañado de Derek Starr.

Había quedado con Siobhan en que ella llamaría a Macrae desde la marcha para comunicarle los hallazgos del laboratorio. Ray Duff, mientras tanto, proseguiría sus análisis para ver si hallaba restos de ADN en la sangre, tratando de aislar algún pelo, alguna fibra que identificar. Rebus pensó de nuevo en Cyril Colliar. No podía decirse que fuera la típica víctima. Los asesinos en serie solían atacar a los débiles y a los marginados. ¿Sería la casualidad de haberse encontrado en el lugar que no debía en el momento menos oportuno? Lo habían matado en Edimburgo, pero el trozo de la cazadora había ido a parar al bosque de Auchterarder, justo cuando se iniciaba la operación Sorbus. Sorbus: una especie de árbol, el trozo del CC Rider dejado en el claro de un bosque… Si había alguna relación con el G-8, sabía que los de espionaje les arrebatarían el caso a Siobhan y a él. Steelforth no cedería. Mientras, el asesino se burlaba de ellos y les dejaba tarjetas de visita.

Llamaron a la puerta. Tenía que ser Siobhan. Apagó la colilla, se levantó y echó un vistazo a la habitación; no estaba muy desordenada ni había latas de cerveza vacías ni envases de pizza; recogió la botella de whisky, que estaba junto al sillón, y la puso en la repisa de la chimenea. Cambió el canal de la televisión y fue a la puerta. La abrió de par en par y al ver aquella cara se le encogió el estómago.

– Se te ha removido la conciencia, ¿no? -dijo fingiendo indiferencia.

– La tengo más limpia que la puta nieve, Rebus. ¿Puede decir lo mismo?

No era Siobhan. Era Morris Gerald Cafferty, con la camiseta blanca del emblema «Acabad con la pobreza» y las manos metidas en los bolsillos del pantalón, que sacó despacio, alzándolas para que se viera que iba desarmado. Su cabeza era del tamaño de una esfera de jugar a los bolos, brillante y casi sin pelo, con ojillos hundidos y labios relucientes y apenas sin cuello. Rebus hizo gesto de cerrarle la puerta pero Cafferty lo impidió con la mano.

– ¿Son esas maneras de tratar a un viejo amigo?

– Vete al infierno.

– Ya veo que me ha superado. ¿Le ha quitado esa camisa a un espantapájaros?

– ¿Y a ti quién te viste, Trinity & Susannah?

Cafferty lanzó un resoplido.

– Pues en realidad las conocí en un desayuno de la tele. ¿No es mejor que charlemos un ratito?

Rebus ya no intentaba cerrar la puerta.

– ¿Qué demonios quieres, Cafferty?

Cafferty se miró la palma de las manos y se limpió una mugre inexistente.

– ¿Cuánto hace que vive aquí, Rebus? Por lo menos treinta años.

– ¿Y qué?

– ¿No ha oído hablar de la jerarquía habitacional?

– Dios, no vendrás ahora con lo de «Inmejorable situación. Se alquila».

– No hace nada por mejorar su situación, y no lo entiendo.

– Tal vez debería escribir un libro explicándolo.

Cafferty sonrió.

– Y yo podría escribir una continuación contando algunos de nuestros pequeños «desacuerdos».

– ¿A eso has venido? Quieres refrescar vivencias, ¿verdad?

– He venido por lo de mi muchacho, Cyril -replicó Cafferty con rostro sombrío.

– ¿Qué pasa?

– Me he enterado de que la investigación progresa. Y quería saber.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– ¿Así que es cierto?

– ¿Y crees que iba a contarte algo si así fuese?

Cafferty profirió un gruñido, estiró los brazos y empujó a Rebus hacia el pasillo, haciéndole chocar contra la pared, y volvió a agarrarlo, enseñando los dientes, pero Rebus, superada la sorpresa, logró asirle de la camiseta. Forcejearon, zarandeándose y dando vueltas, impulsados por la inercia pasillo adelante hasta la puerta de la sala de estar sin decir palabra: sólo hablaban los ojos y la fuerza corporal. Pero Cafferty miró al cuarto y se quedó de piedra.

– Dios bendito -exclamó mirando las dos cajas del sofá.

Eran las notas del caso Colliar que Rebus se había llevado la noche anterior de la comisaría de Gayfield. Encima estaban las fotos de la autopsia, y por debajo de ellas asomaba una vieja foto del propio Cafferty.

– ¿Por qué tiene aquí todo esto? -preguntó Cafferty jadeante.

– No es asunto tuyo.

– No renuncia a tratar de hundirme.

– Ahora ya no tanto -respondió Rebus. Fue hasta la repisa de la chimenea a coger la botella de whisky; recogió el vaso del suelo y se sirvió-. Pronto se hará pública la noticia -añadió, haciendo una pausa para beber-. Creemos que Colliar no es la única víctima.

Cafferty entrecerró los ojos tratando de comprender.

– ¿Quién más? -preguntó.

Rebus negó con la cabeza.

– Ahora lárgate -dijo.

– Yo puedo ayudar -dijo Cafferty-. Conozco gente.

– ¿Ah, sí? ¿Te suena Trevor Guest?

Cafferty reflexionó un instante y al cabo dijo que no.

– ¿Y Talleres Keogh?

Cafferty cuadró los hombros.

– Puedo averiguarlo, Rebus. Tengo contactos en lugares que le harían temblar.

– Todo lo tuyo me hace temblar, Cafferty; por miedo a la contaminación, supongo. ¿Por qué te sulfuras tanto por lo de Colliar?

Cafferty miró hacia la botella de whisky.

– ¿Hay otro vaso? -preguntó.

Rebus fue a buscarlo a la cocina. Cuando volvió, Cafferty leía la nota de Mairie.

– Ya veo que la señorita Henderson le echa una mano -dijo con fría sonrisa-. Conozco su escritura.

Rebus, sin replicar, sirvió un poco de whisky en el vaso.

– Preferiría malta -dijo Cafferty en tono de reproche balanceando el whisky bajo la nariz-. ¿A qué viene ese interés por Pennen Industries?

– Ibas a hablarme de Cyril Colliar -replicó Rebus.

Cafferty se dirigió al sofá.

– No te sientes -ordenó Rebus-. No vas a estar mucho tiempo.

Cafferty apuró el whisky y dejó el vaso en la mesa.

– No es en realidad Cyril en sí quien me interesa -dijo-. Es que cuando ocurre algo así… empiezan a correr rumores. Rumores de una venganza. Y eso no es bueno para el negocio. Como bien sabe, Rebus, tuve enemigos en mis tiempos.

– Sí, de quienes ya no veo ni rastro, curiosamente.

– Hay por ahí muchos chacales deseando repartirse los despojos; mis despojos -añadió señalándose con un dedo el pecho.

– Te estás volviendo viejo, Cafferty.

– Igual que usted. Pero en mi tipo de negocio no hay pensión.

– ¿Y entretanto, aparecen chacales más jóvenes y hambrientos? -aventuró Rebus-. Y tú tienes que demostrar quién eres.

– Yo nunca me he arrugado, Rebus. No pienso hacerlo.

– Pronto se hará público, Cafferty. Si no existe relación entre las otras víctimas y tú ya no habrá motivos de venganza.

– Pero mientras tanto…

– Mientras tanto, ¿qué?

– Talleres Keogh y Trevor Guest -añadió Cafferty con un guiño.

– Déjanoslo a nosotros, Cafferty.

– Quién sabe, Rebus. A lo mejor miro a ver qué puedo averiguar sobre Pennen Industries -dijo Cafferty echando a andar hacia el pasillo-. Gracias por la copa y la gimnasia. Creo que me uniré a la cola de la marcha. La pobreza siempre me ha preocupado mucho. -Hizo una pausa en el vestíbulo, mirando a su alrededor-. Pero nunca había visto una tan flagrante -añadió saliendo al rellano.

Capítulo 5

El muy honorable Gordon Brown, ministro de Hacienda, ya había iniciado su intervención cuando entró Siobhan. Novecientas personas se habían congregado en la Sala de Asambleas en la cumbre de The Mound. La última vez que ella había pisado aquel local era aún sede provisional del Parlamento de Escocia, que ahora albergaba un nuevo y lujoso edificio en Holyrood frente a la residencia de la reina, por lo que la Sala de Asambleas era de nuevo propiedad de la Iglesia de Escocia, organizadora de aquel acto vespertino a medias con Christian Aid.

Siobhan acudía al encuentro del jefe de la policía de Edimburgo, James Corbyn, que ocupaba el cargo hacía poco más de un año en sustitución de sir David Strathern. Un nombramiento que había sido objeto de murmuraciones. Era inglés, un jefe «obsesionado por los números» y «demasiado joven», pero había demostrado ser un policía entregado que hacía visitas habituales a primera línea. Vio que estaba sentado en una de las primeras filas de atrás, con uniforme de gala y la gorra en el regazo; Siobhan sabía que la esperaba y se situó cerca de la entrada, conformándose con escuchar desde allí las cuitas y promesas del ministro de Hacienda. Cuando dijo que a los treinta y ocho países más pobres de África se les cancelaría la deuda hubo un aplauso unánime en la sala, pero al cesar los aplausos, Siobhan oyó una voz disidente. La de un único descontento que, puesto en pie, alzó su falda escocesa y enseñó una foto de Tony Blair en los calzoncillos. Los ujieres entraron rápidamente en acción secundados por el público cercano al hombre, y mientras le arrastraban hacia la salida, recibieron otro unánime aplauso. El ministro, ocupado en el lapsus en ordenar sus notas, prosiguió su parlamento en el punto en que había sido interrumpido.

Pero el incidente sirvió de oportuna excusa a James Corbyn para abandonar la sala. Siobhan le siguió al vestíbulo y se presentó. Ya no había rastro del alborotador ni de sus captores, sólo algunos funcionarios, a la espera de que su jefe concluyera el discurso, que paseaban de arriba abajo con carpetas de documentación y móviles y cara de agotados por los acontecimientos de la jornada.

– Me ha dicho el inspector jefe que tenemos un problema -afirmó Corbyn sin andarse con rodeos ni preámbulos.

Pasaba de los cuarenta y llevaba el pelo negro con raya a la izquierda; era de complexión robusta y de más de un metro ochenta de alto y con un gran lunar en la mejilla derecha, a propósito del cual Siobhan iba prevenida.

«Es muy difícil mirarle a los ojos con esa maldita mancha en el campo visual», le había dicho Macrae.

– Es posible que haya tres víctimas -dijo Siobhan.

– ¿Y un escenario del crimen puerta con puerta del G-8? -espetó Corbyn.

– No exactamente, señor. No creo que allí encontremos cadáveres; sólo restos de evidencia.

– El viernes se marchan de Gleneagles. Podemos aplazar la investigación hasta ese día.

– Pero por otro lado -insinuó Siobhan-, los mandatarios no llegan hasta el miércoles, lo cual nos da tres días.

– ¿Cuál es su plan?

– Mantener el asunto discretamente y trabajar cuanto podamos. Para entonces, los forenses habrán hecho un examen completo. La única víctima confirmada es competencia de Edimburgo y no hay necesidad de importunar a los mandatarios.

Corbyn la miró un instante.

– Es usted sargento, ¿verdad?

Siobhan asintió con la cabeza.

– Es un poco joven para encargarse de un caso como éste -añadió Corbyn sin tono de crítica sino como simple constatación.

– Me acompaña un inspector de la comisaría, señor, que trabajó conmigo en la investigación inicial.

– ¿Cuántos agentes necesitará?

– Me temo que no habrá muchos disponibles.

– La situación es muy delicada estos días, sargento Clarke -dijo Corbyn sonriente.

– Lo sé.

– No me cabe la menor duda. Y ese inspector que dice… ¿es de confianza?

Siobhan asintió con la cabeza sin dejar de mirarle a los ojos sin pestañear, mientras pensaba: «Tal vez sea demasiado nuevo en la plaza para haber oído hablar de John Rebus».

– ¿Le gusta trabajar en domingo? -inquirió Corbyn.

– A mí sí, pero no estoy tan segura respecto al equipo forense.

– Le servirá de ayuda que yo diga una palabra. No ha habido incidentes en la marcha -añadió pensativo- y tal vez resulte todo más fácil de lo que pensábamos.

– Sí, señor.

Corbyn volvió a mirarla con atención.

– Su acento es inglés -comentó.

– Sí, señor.

– ¿Le ha causado algún problema?

– Burlas esporádicas.

Él asintió con la cabeza.

– Muy bien -añadió poniéndose firme-. Haga lo que pueda antes del miércoles. Si surge cualquier problema, comuníquemelo. Pero no pise el terreno a nadie -añadió mirando hacia los funcionarios.

– Señor, hay un funcionario del SOI2 llamado Steelforth que tal vez plantee alguna objeción.

Corbyn miró su reloj.

– Remítale a mi despacho -dijo calándose su gorra con galones-. Ya tenía que estar en otro sitio. ¿Se da cuenta de la enorme responsabilidad que…?

– Sí, señor.

– Que su colega se haga cargo igualmente.

– Lo entenderá, señor.

– Muy bien -dijo Corbyn tendiéndole la mano-. Suerte, sargento Clarke.

Se estrecharon la mano.


* * *

Por la radio emitieron un reportaje sobre la marcha y al final, en un añadido, dieron la noticia de la muerte del secretario de Desarrollo Internacional Ben Webster comentando que «se consideraba un trágico accidente». Pero la noticia más importante era el concierto de Hyde Park. Siobhan había oído numerosas quejas de la muchedumbre reunida en los Meadows comentando que los artistas pop iban a hacer sombra a los actos de Edimburgo.

– Publicidad y venta de discos, eso es lo que buscan. Son unos hijos de mala madre, egocentristas -comentó un hombre.

Los últimos datos sobre el número de concurrentes a la marcha eran de doscientos veinticinco mil. Siobhan no sabía cuántos asistirían al concierto de Londres, pero dudaba mucho que llegasen a la mitad de esa cifra.

Ya era de noche y se veían las calles llenas de coches y peatones, y muchos autobuses saliendo de la ciudad en dirección sur. Vio al pasar tiendas y restaurantes con carteles de «Apoyamos a Acabad con la pobreza», «Sólo vendemos productos de comercio justo», «Pequeño comercio detallista», «Bienvenidos los de la marcha». También había pintadas: símbolos anarquistas y mensajes instando a los peatones a «Activistas 8, Agitadores 8, Manifestantes 8». Una de ellas rezaba: «No se saqueó Roma en un día». Pensó que ojalá no se equivocara el jefe de policía; pero quedaban muchos días por delante.

Fuera del campamento de Niddrie habían aparcado autobuses. El poblado de tiendas de campaña había crecido y estaba de servicio el vigilante de la víspera. Siobhan le preguntó su nombre.

– Bobby Greig.

– Me llamo Siobhan, Bobby. Sí que hay movimiento esta noche.

Él se encogió de hombros.

– Unos dos mil, quizás. Seguro que no habrá más.

– Lo dice como decepcionado.

– El ayuntamiento ha gastado un millón en las instalaciones, y con esa suma podía haberles pagado un hotel en vez de aparcarlos en pleno campo. Ya veo que trae vehículo de sustitución -añadió señalando con la cabeza el coche que acababa de cerrar.

– Es del parque móvil de St. Leonard. ¿Ha habido más conflictos con los pandilleros?

– No han vuelto a molestar -contestó el vigilante-. Pero tenga en cuenta que ahora es de noche y es cuando salen. ¿Sabe lo que parece esto? -añadió mirando al recinto-. Una de esas películas de zombis.

Siobhan sonrió.

– Eso le convierte a usted en la última esperanza de la humanidad, Bobby. Debería sentirse halagado.

– ¡Yo acabo el turno a medianoche! -gritó a su espalda mientras se dirigía a la tienda de sus padres.

No había nadie. Abrió la cremallera de la entrada y miró al interior. La mesa y las sillas estaban plegadas y los sacos de dormir enrollados. Arrancó una hoja de su libreta y dejó un mensaje. Como en las tiendas contiguas tampoco vio signos de vida, pensó si habrían ido con Santal a tomar una copa.

Santal: la última vez la había visto entre los manifestantes de Buccleuch Place, lo que significaba que podría dar problemas…, buscarse problemas.

«¿Te das cuenta de lo que estás pensando? Tienes miedo de que tus padres se hayan dejado embaucar…».

Se dijo que era una tonta y decidió matar el tiempo dando una vuelta por el campamento. Había cambiado poco desde el día anterior: un rasgueo de guitarra, un corro de cantores sentados con las piernas cruzadas, niños jugando descalzos en el césped, colas para la comida barata del entoldado. A los recién llegados, cansados de la marcha, les entregaban la muñequera indicándoles dónde plantar la tienda. Aún había en el cielo una luz crepuscular y se divisaba una extraña silueta del Arthur's Seat. Pensó que a lo mejor subiría allí al día siguiente; se tomaría una hora de asueto. La vista desde arriba era estupenda. Suponiendo que pudiera tomarse una hora libre. Tenía que llamar a Rebus para ver cómo iban a enfocar el caso. Probablemente estaría en casa viendo la tele. Tenía tiempo de sobra para hablarlo con él.

– Bueno, es sábado por la noche -dijo Bobby Greig, detrás de ella, con una linterna y su emisor-receptor-. ¿No debería estar por ahí, divirtiéndose?

– Por lo visto debe de ser lo que hacen mis amigos -replicó ella señalando con la cabeza la tienda de sus padres.

– Yo voy a tomar una copa cuando termine -insinuó él.

– Yo tengo que trabajar mañana.

– Espero que sean horas extra.

– De todos modos, gracias por… Tal vez otro día.

Él se encogió de hombros.

– Era por no sentirme fuera de servicio. -Su transmisor cobró vida con un chasquido de parásitos y él se lo acercó a la boca-. Repite, torre.

– Ahí vuelven -se oyó decir a una voz distorsionada.

Siobhan miró hacia la valla, pero no veía nada. Siguió a Bobby Greig hasta la puerta. Sí; eran una docena de jóvenes, con cazadora de capucha bien ajustada a la cara y los ojos en sombra bajo las viseras de sus gorras de béisbol. Sin armas, aparte de un botellón que se pasaban unos a otros. Media docena de vigilantes se habían congregado junto a la puerta por dentro del recinto esperando a que llegara Greig. Éste volvió la cabeza como fastidiado por la aparición.

– ¿Llamamos a la policía? -preguntó uno de los vigilantes de seguridad.

– No llevan armas -replicó Greig-. Podemos solventarlo.

La pandilla se fue acercando a la valla. Siobhan reconoció en el centro al cabecilla del viernes. El mecánico del taller que le había recomendado Rebus había calculado una reparación de unas seiscientas libras.

– Puede que el seguro pague una parte -añadió como único consuelo. Ella le preguntó si le sonaba el nombre de Talleres Keogh, pero el hombre negó con la cabeza.

– ¿Lo puede preguntar a alguien más?

El mecánico dijo que lo haría y a continuación le pidió una señal y ella tuvo que sacar cien libras de la cuenta del banco; le quedaban quinientas por pagar y ahora allí estaban los culpables, a menos de tres metros. Deseó tener la cámara de Santal para tomar unas instantáneas y ver si en la comisaría de Craigmillar podían poner nombres a las caras. Allí, en Niddrie, seguro que había videovigilancia en algún lugar. Quizá podría…

Claro que podía, pero no iba a hacerlo.

– Largaos -dijo Bobby Greig con voz firme.

– Niddrie es nuestro -espetó el cabecilla-. ¡Largaos vosotros!

– Te entiendo, pero no podemos.

– Te crees muy importante, haciendo de canguro de un montón de hippies de mierda, ¿eh?

– Gracias por decírnoslo -fue el comentario de Bobby Greig.

El cabecilla soltó una carcajada, uno de ellos escupió en la valla y otro le secundó.

– Podemos cogerlos, Bobby -comentó uno de los vigilantes en voz baja.

– No hay necesidad.

– Gordo, hijo de puta -exclamó el cabecilla provocativo.

– Gordo mariconazo -añadió uno de sus lugartenientes.

– Pedófilo.

– Borracho.

– Calvorota de ojos saltones, lameculos.

Greig miraba fijamente a Siobhan, como dispuesto a tomar una decisión. Ella meneó despacio la cabeza: «Que no se salgan con la suya».

– Enganchado.

– Barbudo.

– Gordinflón grasiento.

Bobby Greig volvió la cabeza hacia el vigilante que estaba a su lado y asintió levemente con la cabeza.

– Cuenta hasta tres -añadió en voz baja.

– No vale la pena, Bobby -dijo el vigilante llegándose a la puerta seguido por sus compañeros.

La pandilla se dispersó pero se reagrupó al otro lado de la calle.

– ¡Venga, venid aquí!

– ¡Cuando queráis!

– Aquí estamos.

Siobhan sabía lo que pretendían. Querían que los vigilantes les persiguieran por el laberinto de calles. Guerrilla urbana en la que el dominio del terreno podía prevalecer sobre la capacidad de fuego. Tal vez tuvieran armas, preparadas o improvisadas, o a lo mejor había más pandillas ocultas tras los setos y en los callejones sin luz. Y, mientras, el campamento se quedaba sin vigilantes.

No lo dudó más y llamó por el móvil. «Agente pidiendo ayuda.» Dio las indicaciones sobre dónde se encontraba. Llegarían en dos o tres minutos. La comisaría de Craigmillar no estaba tan lejos. El cabecilla se agachó dando la espalda a Bobby Greig y le mostró el trasero. Uno de los vigilantes respondió por él a la afrenta y echó a correr hacia el jefecillo, que hizo lo que Siobhan temía: retroceder por el paseo hacia el centro de los bloques.

– ¡Cuidado! -le advirtió ella.

Pero nadie escuchaba. Se volvió y vio que algunos de los acampados miraban la escena.

– La policía está a punto de llegar -les dijo.

– Cerdos -comentó uno de los acampados con visible disgusto.

Siobhan echó a correr hacia el paseo. La pandilla se había dispersado; al menos eso parecía. Siguió por el camino que había tomado Bobby Greig hacia un recodo sin salida. Eran bloques de poca altura en una de las últimas calles, vieja y desastrada; en la calzada había un esqueleto de bicicleta, y junto al bordillo, los restos de un carrito de supermercado. Sombras, discusiones, gritos y el ruido de cristales rotos; era una pelea pero no veía nada. Aquellos jardincillos traseros servían de campo de batalla, igual que las escaleras de los edificios. Vio caras en las ventanas que se ocultaban rápido, quedando sólo en las habitaciones el resplandor azulado, frío, de los televisores. Continuó, mirando a derecha e izquierda, preguntándose si Greig habría reaccionado de aquel modo si ella no hubiera estado presente. Malditos hombres y su maldito machismo.

Final de la calle: nada. Giró a la izquierda y después a la derecha. En un jardín delantero había un coche sobre soportes de ladrillos y un poste de alumbrado con la caja de inspección rota y los cables arrancados. Aquello era un laberinto. ¿Por qué no se oían ya las malditas sirenas? Tampoco oía ya gritos, sólo una discusión aislada en uno de los bloques. Un crío en monopatín -diez u once años como mucho- iba hacia ella sin dejar de mirarla descaradamente hasta que la rebasó. Pensó que doblando a la izquierda saldría a la calle principal, pero fue a meterse en otro callejón y lanzó una maldición para sus adentros: no se veía ni la acera. Sabía que la ruta más rápida sería dar la vuelta a la última casa de la hilera y saltar la valla. Un bloque más y estaría en el punto de partida.

Tal vez.

– De perdidos al río -dijo continuando por las losetas rotas de la calzada.

Pero después de la hilera de casas no había más que malas hierbas y abrojos y los restos de un tendedero rotatorio. La valla estaba vencida y se podía pasar a la siguiente hilera de patios traseros.

– Este parterre es mío -dijo una voz con fingido tono de protesta.

Siobhan se dio la vuelta y se vio cara a cara con el cabecilla, que la miraba con sus ojos azul lechoso.

– ¡Estás buenísima! -añadió recorriendo con la vista su cuerpo de arriba abajo.

– ¿Qué quieres, buscarte más líos? -inquirió ella.

– ¿De qué líos hablas?

– Del coche que me estropeaste ayer.

– No sé a qué te refieres -replicó él dando un paso hacia ella.

A su espalda, a derecha e izquierda, Siobhan vio dos siluetas.

– Lo mejor que podéis hacer es largaros -les dijo.

Ellos respondieron con risas sordas.

– Soy policía, y si sucede algo lo pagaréis de por vida -añadió, con la angustia de que no le temblara la voz.

– ¿Ah sí? ¿Y por qué tiemblas tanto?

Siobhan no se había movido ni había retrocedido un centímetro y ya casi se tocaban las caras. Lo tenía a tiro de un rodillazo en el bajo vientre y sintió que recuperaba entereza.

– Lárgate -dijo en voz baja.

– Será si quiero.

– A lo mejor sí -tronó una voz profunda.

Siobhan miró a su espalda y vio al concejal Tench, con las manos cruzadas y las piernas levemente separadas, llenando su campo visual.

– Con usted no va nada -replicó el cabecilla esgrimiendo un dedo en dirección al concejal.

– Todo lo que sucede aquí tiene algo que ver conmigo. Quien me conoce lo sabe. Ahora largaos a vuestras madrigueras y a callar.

– Se cree un tío importante -dijo despectivo uno de la pandilla.

– El único tío grande de mi mundo, hijo, está ahí arriba -replicó Tench señalando al cielo.

– Siga soñando, predicador -dijo el cabecilla; pero dio media vuelta y se perdió en la oscuridad con sus acólitos.

Tench separó las manos y relajó los hombros.

– Podría haber ocurrido algo grave -dijo.

– Podría -dijo Siobhan, presentándose.

– Ya lo pensé el otro día: esta joven debe de ser policía.

– Se diría que hace usted su patrulla de pacificación habitual -añadió Siobhan.

El concejal hizo un ademán de modestia, como quitándose importancia.

– Es rara la noche que ocurre algo, pero ha venido usted en una mala semana.

Se oyó una sirena que se aproximaba.

– ¿Llamó a la caballería? -comentó Tench echando a andar hacia el campamento.


* * *

El coche que le habían prestado en St. Leonard ostentaba una pintada con las siglas EJN.

– Esto es el colmo -musitó Siobhan entre dientes, y le preguntó a Tench si podía darle nombres.

– Nombres no -respondió él.

– Pero sabe quiénes son.

– ¿Y qué lograría?

Ella se volvió hacia los agentes uniformados de Craigmillar y les dio la descripción de la estatura, la ropa y los ojos del cabecilla, pero ellos negaron con la cabeza despacio.

– En el campamento no ha ocurrido nada -comentó uno de ellos-. Eso es lo que cuenta -añadió en un tono que daba a entender que era ella quien les había llamado y allí no tenían nada que ver ni hacer; simplemente se habían producido insultos y algunas bravuconadas -supuestas- y no había vigilantes heridos, circunstancia por la que parecían eufóricos, por tratarse de compañeros de fatigas; el campamento no corría peligro y no se apreciaban daños. Salvo su coche, pensó Siobhan.

En resumen: viaje en vano.

Tench iba de tienda en tienda presentándose y estrechando manos y acariciando cabezas de niños y hasta aceptó una taza de infusión. Bobby Greig se curaba unos nudillos magullados, que lo único que habían golpeado, a decir de uno de los vigilantes, era una pared.

– Para animar un poco el ambiente, ¿no? -comentó a Siobhan.

Ella no respondió. Se acercó al entoldado y le dieron una taza de manzanilla. Se fue con ella en la mano soplando el líquido cuando vio junto a Tench a una mujer con una grabadora portátil. Conocía a aquella periodista, amiga de Rebus y que se llamaba… Mairie Henderson. Se acercó y oyó que Tench discurseaba sobre el barrio.

– El G-8 está muy bien, pero el gobierno debería prestar más atención a su propio país. Los muchachos aquí no ven ningún futuro. Inversiones, infraestructuras e industria es lo que haría falta para recuperar una comunidad hecha trizas. Esto es un barrio depauperado, pero la depauperación puede atajarse y, con un programa de ayuda, estos chicos tendrían algo de qué enorgullecerse, algo que los mantuviera ocupados y productivos. Tal como dice el eslogan es muy bonito pensar en términos globales… pero no debe desatenderse la intervención local. Muchas gracias.

Tras sus declaraciones, continuó recorriendo el campamento, estrechando manos y acariciando la cabeza de algún niño. La periodista vio a Siobhan y se acercó a ella, grabadora en mano.

– ¿Le importaría añadir algún comentario desde la perspectiva policial, sargento Clarke?

– Pues sí.

– Me he enterado de que ha estado aquí dos noches seguidas… ¿Debido a qué?

– No estoy de humor, Mairie -dijo Siobhan-. ¿Va a escribir realmente un artículo sobre esto?

– El mundo tiene los ojos puestos en nosotros -respondió la periodista apagando la grabadora-. Dígale a John que espero que haya recibido el paquete.

– ¿Qué paquete?

– Uno con información sobre Pennen Industries y Ben Webster. No sé si le servirá para sacar algo en limpio.

– Algo encontrará.

Mairie asintió con la cabeza.

– Espero que no me olvide si así es -añadió mirando la taza de Siobhan-. ¿Eso es té? Estoy rabiando por tomar uno.

– Ahí, en el entoldado -dijo Siobhan señalando con la cabeza-. Es algo flojo. Diga que se lo sirvan fuerte.

– Gracias -dijo la periodista, alejándose.

– No hay de qué -respondió Siobhan tirando la infusión al suelo.


* * *

En el último noticiero de la noche informaron sobe el concierto Live 8. No sólo Londres, también en Filadelfia, el Edén Project y en otras localidades. Se calculaba una asistencia de cientos de miles y se temía que, si se prolongaban las actuaciones, las multitudes tuvieran que dormir aquella noche a la intemperie.

– ¡Vaya! -comentó Rebus apurando los restos de la última lata de cerveza.

Apareció en pantalla la marcha de Acabad con la Pobreza y un famoso afirmó vociferante que había creído necesario «estar allí, haciendo historia y contribuyendo a que la pobreza fuera cosa del pasado». Rebus cambió al canal 5: «Ley y orden: Unidad de víctimas especiales». No comprendía aquel título. ¿No eran todas las víctimas algo especial? Pero pensó en Cyril Colliar y admitió que la respuesta era «no».

Cyril Colliar, matón de Big Cafferty, que en principio parecía una víctima específica y ahora ya no tanto: estaría donde no debía en el momento menos adecuado.

Trevor Guest; de momento era sólo un trozo de plástico, pero por los números del código averiguarían su identidad; él había buscado en el listín telefónico y los apellidados Guest totalizaban una veintena; llamó a la mitad, sólo contestaron cuatro y ninguno de ellos conocía a nadie llamado Trevor.

Talleres Keogh. En el listín de Edimburgo figuraban una docena de Keogh, pero Rebus había descartado el criterio de que las tres víctimas fuesen de Edimburgo. Trazando un amplio círculo en torno a Auchterarder se situaban Dundee y Stirling, además de Edimburgo, e incluso, ¿por qué no?, Glasgow y Aberdeen. Las víctimas podrían ser de cualquier procedencia. Hasta el lunes no podía hacer nada más.

Nada, salvo estar sentado en casa, triste, bebiendo una cerveza tras otra, con una escapada a la tienda de la esquina a por un plato preparado de salchichas de Lincolnshire con salsa de cebolla y parmesano y otras cuatro cervezas. La gente que hacía cola en la caja le sonrió. No se habían quitado las camisetas blancas y le comentaron «qué tarde tan fantástica».

Rebus asintió con la cabeza.

La autopsia de un diputado y tres víctimas de un misterioso asesino.

A él no acaba de parecerle tan «fantástica».

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