CARA TRES: NI DIOS, NI AMO

MIÉRCOLES 6 DE JULIO
Capítulo 16

Casi todos los dignatarios del G-8 aterrizaban en el aeropuerto de Prestwick, al sudoeste de Glasgow. Un total de casi ciento cincuenta aviones iba a tomar tierra a lo largo del día. A continuación, mandatarios y esposas, con el personal de su séquito, serían trasladados en helicóptero a Gleneagles, mientras flotas de coches con chófer llevaban a los miembros de las delegaciones a sus respectivos alojamientos. El perro rastreador de Bush ocupaba coche propio. Bush cumplía cincuenta y nueve años. Jack McConnell, primer ministro del Parlamento escocés, esperaba a pie de pista a los líderes mundiales. No hubo protestas ni incidentes visibles.

Pero en Stirling, el noticiario de la mañana mostró a manifestantes enmascarados abollando coches y furgones, rompiendo los cristales de un Burger King, bloqueando la A9 y asaltando gasolineras. En Edimburgo, cortaron el tráfico en Queensferry Road, en Lothian Road había en reserva una hilera de furgones de la policía y un cordón de uniformados protegía el Hotel Sheraton y a unos setecientos delegados. Policía a caballo patrullaba las calles, generalmente transitadas por la gente que acudía al trabajo a primera hora, y aquel día vacías. En Waterloo Place aguardaba una fila de autobuses para el traslado de los manifestantes al norte, a Auchterarder. Pero aún no estaba claro y no se sabía con seguridad si había autorización de ruta oficial. La marcha se suspendió, volvió a anunciarse y se suspendió de nuevo. La policía ordenó a los conductores de los autobuses que no movieran los vehículos del sitio hasta que se confirmara una u otra cosa.

Luego, empezó a llover, por lo que se pensó que el concierto de la tarde «Empujón final» no se celebraría. Los músicos y los famosos andaban ya en el estadio Murrayfield atareados con las pruebas de sonido y los ensayos. Bob Geldof estaba en el Hotel Balmoral listo para acudir a Gleneagles con su amigo Bono, suponiendo que las diversas manifestaciones se lo permitieran, y la reina iba también camino del norte para ofrecer un banquete a los delegados.

Los presentadores del telediario hablaban de forma entrecortada y se mantenían en pie a base de cafeína. Siobhan, tras pasar la noche en el coche, se tomó un café aguado en una pastelería del pueblo. Los otros clientes centraban su interés en los acontecimientos que se sucedían en la pantalla del televisor de la pared tras el mostrador.

– Eso es Bannockburn -dijo una joven-. Y eso, Springkerse. ¡Están por todas partes!

– Se hacen fuertes -comentó su amigo, suscitando algunas sonrisas.

Los manifestantes habían salido de Campamento Horizonte a las dos de la madrugada, sorprendiendo a la policía dormida.

– No entiendo cómo esos puñeteros políticos pueden decir que esto es bueno para Escocia -comentó un hombre en mono de pintor, mientras esperaba su panecillo de beicon-. Tengo un trabajo en Dunblane y otro en Creiff y Dios sabe si podré llegar.

De vuelta al coche, Siobhan puso la calefacción para entrar en calor, pero aún le crujía la columna y tenía tortícolis. Se había quedado en Stirling porque volver a casa habría supuesto pasar de nuevo aquella mañana los mismos controles o tal vez otros peores. Se tomó dos aspirinas y se dirigió a la A9. No había avanzado mucho por el doble carril cuando las luces destellantes de un coche algo más adelante le hicieron comprender que estaba bloqueado el tráfico. Los conductores se bajaban de los coches para despotricar contra unos hombres y mujeres vestidos de payaso tumbados en medio de la calzada, algunos de ellos encadenados a las barreras protectoras del centro. Por los campos colindantes, la policía perseguía a otras figuras estrambóticas. Siobhan dejó el coche en el arcén, avanzó hasta el principio del atasco y enseñó su carné al oficial que estaba al mando de los uniformados.

– Tengo que ir a Auchterarder -le dijo.

El policía señaló con la porra corta hacia una moto de la policía.

– Si Archie tiene un casco de más, la lleva en un santiamén.

Archie tenía un casco extra.

– Va a pasar mucho frío ahí detrás -dijo a Siobhan.

– Pues me haré un ovillo -replicó ella.

Pero en cuanto el motorista aceleró, lo del «ovillo» pasó a segundo término y lo que hizo fue agarrarse a él como pudo. El casco tenía auricular incorporado y pudo oír los mensajes de Operación Sorbus: unos cinco mil manifestantes iban camino de Auchterarder dispuestos a penetrar en el recinto del hotel. Siobhan sabía que era fútil: aún se encontrarían a medio kilómetro del edificio, y sus consignas se las llevaría el viento; dentro de Gleneagles, los mandatarios ni se enterarían de la marcha y de las protestas. Los manifestantes se aproximaban a campo traviesa desde todas direcciones pero, tras la valla de seguridad, la policía estaba preparada. Siobhan había visto al salir de Stirling una pintada reciente en un establecimiento de comida rápida» «diez mil faraones, seis mil millones de esclavos», cuyo significado seguía intrigándole.

Un frenazo repentino de Archie la hizo inclinarse hacia delante y pudo ver por encima de su hombro la escena que se desarrollaba ante ellos. Antidisturbios con escudos y perros, y policías a caballo. Sobre sus cabezas evolucionaba un helicóptero Chinook bimotor y había una bandera americana en llamas.

Era una sentada de protesta que ocupaba toda la calzada. En cuanto la policía comenzó a abrir brecha, Archie enfiló la moto hacia el hueco y cruzó. De no haber tenido los nudillos entumecidos de frío, Siobhan se habría soltado un instante para darle una palmada en la espalda. Oyó por el auricular que la estación de tren de Stirling volvería a abrir en breve, pero que tal vez los anarquistas utilizaran la línea como atajo para llegar a Gleneagles. Recordó que el hotel tenía estación propia, pero dudaba que alguien la utilizase aquel día. Eran mejores las noticias de Edimburgo, donde una lluvia torrencial había aguado los ánimos de los manifestantes.

Archie volvió la cabeza.

– ¡El tiempo escocés! -gritó-. ¿Qué haríamos sin él?

La carretera del puente Forth funcionaba con «interrupciones mínimas» y habían despejado las barreras de Quality Street y Corstorphine Road. Archie frenó para atravesar otro bloqueo y Siobhan aprovechó la oportunidad para limpiar con la manga el vaho del visor. En el momento en que el motorista ponía el intermitente para salir del doble carril, vieron que otro helicóptero más pequeño les seguía. Archie detuvo la moto.

– Final de trayecto -dijo.

No habían llegado a las afueras del pueblo, pero ella comprendió que tenía razón. Ante ellos, tras un cordón policial, había un mar de banderas y pancartas y se oían cantos, silbidos y abucheos.

«Bush, Blair, CÍA, ¿cuántos niños habéis matado hoy?» La misma consigna que voceaban en la ceremonia de «Nombrar a los muertos».

«George Bush, te conocemos, tu padre era también un asesino.» Ah, ésta era nueva.

Siobhan se bajó del sillín trasero, devolvió el casco y dio las gracias a Archie, quien le sonrió.

– No hay muchos días tan emocionantes como éste -dijo dando media vuelta con la moto.

Al acelerar le dijo adiós con la mano y ella le devolvió el saludo ya casi desentumecida. Un policía rubicundo se le acercó inmediatamente, pero ella ya tenía el carné preparado.

– ¡Está loca! -ladró-. ¡Y parece una de ésas! -dijo señalando con el dedo hacia los manifestantes contenidos-. Si la ven detrás de nuestras líneas la reclamarán. Así que desparezca o póngase el uniforme.

– No olvide que hay una tercera vía -añadió Siobhan.

Con una sonrisa, fue hacia el cordón policial, se abrió hueco entre dos antidisturbios y, agachándose, pasó por debajo de los escudos y se situó en la primera fila de la manifestación. El rubicundo oficial se quedó pasmado.

– ¡Poneos las insignias! -gritó un manifestante a los agentes.

El antidisturbios que tenía frente a ella vestía una especie de mono y en el casco, sobre la visera, se veían escritas en blanco las letras ZH. Pensó si los de Princes Street llevaban las mismas iniciales, pero ella únicamente recordaba XS.

El oficial, con las mejillas sudorosas, conservaba la serenidad y daba órdenes al cordón policial:

– ¡Cierren filas! Con calma. ¡Empújenlos!

En ambos bandos se advertía un elemento concertado de tira y afloja. Un manifestante decía en voz alta y tranquilo que la marcha estaba autorizada y que si la policía violaba el acuerdo, él no podía hacerse responsable de las consecuencias. Mientras hablaba se llevó un móvil al oído, al tiempo que los fotógrafos alzaban sus cámaras para tomar instantáneas de la escena.

Siobhan comenzó a retroceder y a continuación se desplazó hacia un lado hasta situarse fuera de la masa de manifestantes; escrutó la multitud para localizar a Santal. A su lado tenía un jovenzuelo de dientes picados y cabeza rapada que comenzó a proferir insultos con un acento que a Siobhan le pareció escocés; en un momento en que se le abrió la chaqueta, mostró en el cinturón algo muy parecido a un cuchillo.

El chico utilizaba el móvil para tomar instantáneas que enviaba a sus amigos. Siobhan miró alrededor, pero no había manera de avisar a los agentes. Si se acercaban a detenerle se desencadenaría un buen tumulto, por lo que optó por situarse detrás esperando el momento propicio. Vio la oportunidad cuando la multitud comenzó a cantar alzando los brazos. Le agarró del brazo y se lo retorció hacia atrás empujándole para que cayera de rodillas, y con la otra mano le quitó el cuchillo y le tumbó en el suelo. Se mezcló entre la multitud, tiró el cuchillo a unas matas más allá de un muro y alzó los brazos dando palmadas. El chico se abría paso a codazos rojo de indignación buscando a su agresor. No iba a encontrarlo.

Siobhan esbozó apenas una sonrisa, consciente de que su propia búsqueda podía resultar probablemente tan infructuosa como la del gamberro. Estaba en medio de la manifestación, y en cualquier momento podía degenerar en disturbio.

«Daría cualquier cosa por tomar un café con leche en Starbucks.» El peor sitio y en el peor momento, decididamente.


* * *

En el vestíbulo del Hotel Balmoral, Mairie vio que se abría la puerta del ascensor y que salía el hombre del traje azul. Se levantó de la silla y él fue a su encuentro tendiéndole la mano.

– ¿El señor Kamweze?

Él asintió con la cabeza y se dieron la mano.

– Le agradezco que haya aceptado la entrevista apenas sin antelación -comentó Mairie tratando de no mostrarse muy obsequiosa, al contrario de lo que había hecho por teléfono, fingiéndose una novata, impresionada por entrevistar a una gran figura de la política africana y suplicándole unos minutos para completar el perfil que estaba redactando.

Ya no necesitaba fingir. Allí estaba su personaje. Bien, de todos modos, no quería espantarle.

– ¿Le apetece un té? -preguntó el africano señalando hacia Palm Court.

– Me encanta su traje -comentó Mairie.

Él retiró la silla de la mesa para que se sentara. Ella se alisó la falda al hacerlo y Joseph Kamweze lo observó con suma complacencia.

– Gracias -dijo él sentándose frente a ella.

– ¿Es de diseño?

– Lo compré en Singapur cuando regresaba de Canberra con la delegación. En realidad no fue muy caro. -Se inclinó sobre la mesa y añadió en tono conspirativo-Pero no se lo diga a nadie. -Su gran sonrisa dejó ver una muela de oro.

– Bien, vuelvo a darle las gracias por concederme la entrevista -dijo Mairie sacando del bolso el bloc de notas y el bolígrafo.

Llevaba también una pequeña grabadora digital y le preguntó si no le importaba que quedara constancia de la entrevista.

– Depende de las preguntas -respondió él con otra sonrisa.

Llegó la camarera y el africano pidió Lapsang Souchong para los dos. Mairie detestaba aquel té, pero se lo calló.

– Permítame que pague -dijo, pero él lo descartó con un gesto.

– No tiene importancia -comentó.

Mairie enarcó una ceja. No había acabado de colocar los útiles de su oficio cuando lanzó la primera pregunta.

– ¿Le ha pagado el viaje Pennen Industries?

La sonrisa se esfumó del rostro del africano y su mirada se endureció.

– ¿Cómo dice?

– Quería saber simplemente quién paga su viaje aquí -añadió ella con cara de la más perfecta ingenuidad.

– ¿Qué es lo que pretende? -replicó él con voz fría, rozando con la yema de los dedos el borde de la mesa.

Mairie fingió que consultaba sus notas.

– Señor Kamweze, forma usted parte de la delegación comercial de Kenia. ¿Cuáles son exactamente sus expectativas respecto al G-8? -preguntó comprobando si la grabadora funcionaba y colocándola en la mesa entre ambos.

Joseph Kamweze se mostró muy sorprendido por una pregunta tan burda.

– La condonación de la deuda externa es vital para la recuperación de África -recitó-. El canciller del Exchequer Brown ha señalado que algunos países vecinos de Kenia… -Interrumpió su discurso, preocupado-. ¿Por qué ha venido usted aquí? ¿Es realmente Henderson su verdadero nombre? No sé por qué no le he pedido la credencial…

– Aquí la tengo -dijo Mairie rebuscando en el bolso.

– ¿Por qué ha mencionado a Richard Pennen? -interrumpió Kamweze.

Ella le miró parpadeando.

– No lo he mencionado.

– Mentirosa.

– He mencionado Pennen Industries, que es una empresa.

– Usted acompañaba a aquel policía de Prestonfield House.

Era una afirmación tal vez improvisada, pero Mairie no lo negó.

– Más vale que se marche -añadió él.

– ¿Está seguro? -replicó ella con voz firme y sosteniéndole la mirada-. Si me despide de este modo voy a plantar una foto suya en la primera página del periódico.

– No diga tonterías.

– Como no es muy nítida, habrá que ampliarla y quedará algo borrosa, pero se le verá delante de una bailarina que se contorsionaba, con las manos en las rodillas y mirando embobado sus senos desnudos. Se llama Molly y trabaja en The Nook de Bread Street. Esta misma mañana conseguí la filmación de la cámara de seguridad.

Era todo mentira, pero vio con fruición el efecto que causaba en Kamweze, que hundió las uñas en la mesa y comenzó a sudar por la raíz del pelo corto.

– Después fue interrogado en la comisaría, señor Kamweze. Y seguro que eso también quedó grabado.

– ¿Qué quiere de mí? -dijo él entre dientes.

Pero se sobrepuso al ver llegar a la camarera con el té y unas mantecadas. Mairie, que no había desayunado, dio un bocado a una. Aquel té olía a algas asadas, y, en cuanto le sirvió la camarera, apartó la taza a un lado. El keniano hizo igual.

– ¿No tiene sed? -preguntó ella sin poder contener una sonrisa.

– Ese policía se lo ha contado todo -dijo Kamweze, recordando-. Él también me amenazó.

– Sí, pero él no puede imputarle nada. Mientras que yo… Bien, a menos que me convenza debidamente de que no prepare una exclusiva en primera página -lograba impresionarle-, una primera página que dará la vuelta al mundo. ¿Cuánto tardará la prensa de su país en recoger la noticia y reproducirla? ¿Cuánto tardarán los ministros de su gobierno en enterarse? Sus vecinos, sus amigos…

– Basta -gruñó el keniano con la vista clavada en la brillante superficie de la mesa, que le devolvía su propia imagen-. Basta -repitió, esta vez con un tono que a ella le dio a entender que cedía-. ¿Qué es lo que quiere?

Mairie mordió otra mantecada.

– Realmente, no mucho -dijo-. Únicamente todo lo que pueda contarme sobre Richard Pennen.

– ¿Quiere que sea su Garganta Profunda, señorita Henderson?

– Si eso le entusiasma…

Pero pensó que aquel hombre no era más que un incauto, un funcionario tonto pillado in fraganti.

Su chivato particular.


* * *

Era su segundo funeral en una semana.

Había salido a paso de tortuga de Edimburgo, todavía conmocionada por los acontecimientos. En el puente Forth, la policía de Fife paraba camiones y furgonetas para comprobar la carga como posibilidad de barricadas, pero pasado el puente, el tráfico era fluido. En realidad, llegaba antes de la hora. Fue al centro de Dundee, aparcó en el paseo marítimo y fumó un cigarrillo, con la radio sintonizada en las noticias. Curiosamente, las emisoras inglesas hablaban de la candidatura olímpica y apenas mencionaban Edimburgo. Tony Blair regresaba de Singapur. Rebus se preguntó si pretendería acumular horas de vuelo.

En las noticias sobre Escocia, haciéndose eco del artículo de Mairie, hablaban del «asesino del G-8». El jefe de policía James Corbyn no hacía declaraciones. El Departamento Especial aseguraba que los mandatarios reunidos en Gleneagles no corrían ningún peligro.

Dos funerales en una semana. Rebus pensó si una de las razones por las que trabajaba con tanto tesón no sería para dejar de pensar en su hermano Mickey. Había cogido el CD de Quadrophenia y fue escuchándolo por el camino. Daltrey repetía insistentemente con su voz áspera: «¿Adviertes mi auténtico yo?». Tenía las fotos en el asiento del pasajero: el castillo de Edimburgo, esmóquines y pajaritas, Ben Webster, dos horas antes de su muerte, igual que los demás. Claro, los suicidas no llevaban ningún signo distintivo. Ni los asesinos en serie, los gángsteres o los políticos corruptos. Debajo de las fotos oficiales estaba el primer plano que había tomado Mungo de Santal; lo miró un instante y lo dejó encima. Puso el motor en marcha y se dirigió al crematorio.

Estaba a rebosar. Familia y amigos, y representantes de todos los partidos políticos. Y también diputados laboristas. Los medios de información se mantenían a discreta distancia agrupados a la entrada del crematorio. Probablemente serían los novatos, con cara larga, conscientes de que los veteranos andarían cubriendo el G-8, buscando titulares para la primera plana del jueves. Rebus se quedó rezagado mientras entraban los verdaderos invitados. Algunos le miraron intrigados, extrañados de que tuviera alguna relación con el diputado y tomándole por alguna especie de buitre al acecho del duelo ajeno.

Quizás estaban en lo cierto.

En un hotel de Broughty Ferry la familia ofrecía un piscolabis después de la ceremonia. «La familia me ha pedido que diga que todos son bienvenidos», anunció el reverendo a la concurrencia. Pero sus ojos decían otra cosa: sólo familiares y allegados, por favor. Era lógico. Rebus dudaba que hubiese en Broughty Ferry un hotel con capacidad para tanta gente.

Se sentó en la fila de atrás. El sacerdote rogó a un colega de Ben Webster que se levantase y dijera unas palabras. A Rebus le sonaron igual que las del panegírico del funeral de Mickey: un buen hombre, que tanto echarían de menos los suyos y muchas otras personas, amante de su familia y querido en la comunidad. Pensó que ya había esperado bastante sin que hubiera rastro de Stacey. Realmente no había pensado mucho en ella desde la conversación fuera del depósito. Suponía que habría regresado a Londres o que estaría arreglando cosas de la casa de su hermano, ocupada con los bancos, el seguro y otras gestiones.

Pero no acudir al funeral…

Entre la muerte de Mickey y el funeral transcurrió más de una semana. ¿Y en el caso de Ben Webster? Ni cinco días. ¿Cabía considerarlo una precipitación indecorosa? ¿Sería decisión de Stacey Webster o de otra persona? Fuera, en el aparcamiento, encendió otro cigarrillo y dejó pasar cinco minutos más. Tras lo cual abrió el coche y se sentó al volante.

«¿Adviertes mi auténtico yo?»

– Sí, ya lo creo -musitó girando la llave de contacto.


* * *

Alboroto en Auchterarder.

Corrió el rumor de que llegaba el helicóptero de Bush. Siobhan miró el reloj, a sabiendas de que no aterrizaba en Prestwick hasta media tarde. La multitud, diseminada por campos y paseos y encaramada a las vallas de los jardines particulares, abucheaba y aullaba a todos los helicópteros que sobrevolaban la zona. El propósito tácito de la concentración era llegar al cordón policial, «rebasarlo». Ésa sería la auténtica victoria. Aunque sólo llegasen a medio kilómetro del hotel, habrían entrado en la finca de Gleneagles. Vio a algunos miembros de la Clown Army y a dos manifestantes con pantalones de golf y las bolsas con los palos de la People's Golfing Association, cuya misión era hacer un hoyo en el sagrado campo de torneos internacionales; oyó hablar con acento estadounidense, español y alemán, y vio a un grupo de anarquistas vestidos de negro, con gorro y la cara tapada, confabulándose. Sobre sus cabezas voló una avioneta de reconocimiento.

Pero de Santal ni rastro.

En la calle principal de Auchterarder corrió la noticia de que en Edimburgo no dejaban salir a los manifestantes.

– Pues harán allí la marcha -dijo alguien entusiasmado-. Los antidisturbios van a tener que multiplicarse.

Siobhan lo dudaba. De todos modos llamó a sus padres al móvil. Contestó su padre y dijo que llevaban horas sentados en el autobús.

– Prometedme que no iréis a ninguna marcha -imploró Siobhan.

– Prometido -dijo su padre, pasando el aparato a su esposa, a quien Siobhan hizo la misma súplica.

Al concluir la llamada, Siobhan se sintió como una imbécil. ¿Qué hacía ella allí, pudiendo estar con sus padres? Otra marcha significaba más antidisturbios, y tal vez su madre reconociera al agresor o algún detalle que le sirviera para recordar algo concreto.

Lanzó una maldición para sus adentros y, al darse la vuelta, se dio de bruces con lo que buscaba.

– Santal -exclamó.

– ¿Qué hace aquí? -preguntó la joven bajando la cámara.

– ¿Le sorprende?

– Pues, sí, en cierto modo. ¿Y sus padres?

– Están bloqueados en Edimburgo. Veo que ha mejorado su ceceo.

– ¿Cómo?

– El lunes en el parque de Princes Street -continuó Siobhan- estuvo muy ocupada con su cámara. Sólo que no enfocaba a la policía. ¿Cómo es eso?

– No sé muy bien qué quiere decir -replicó Santal mirando a derecha e izquierda como temiendo que las oyesen.

– Que no quiso enseñarme las fotos por lo que pudieran revelar.

– ¿Qué le iban a revelar? -replicó la joven sin vacilación y con auténtica curiosidad.

– Que le interesaban más sus amigos alborotadores que las fuerzas de la ley y el orden.

– ¿Y?

– Pues que he estado pensando en el motivo y debería haberme dado cuenta antes. Al fin y al cabo, todo el mundo lo decía en Niddrie y en Stirling. -Se acercó un paso y quedaron cara a cara. Se inclinó y le musitó al oído-: Es agente de policía encubierta. -Retrocedió un paso admirando el disfraz-. Los pendientes y los piercings… ¿son falsos? ¿Los tatuajes son una imitación? Y esa peluca está muy lograda -añadió escrutando las trenzas-. Lo que no sé es por qué se tomó la molestia del ceceo. ¿Tal vez por retener algo de su auténtica identidad? -Hizo una pausa-. ¿Me equivoco?

Santal puso los ojos en blanco. Sonó un móvil y metió las manos en los bolsillos sacando dos, uno de ellos con la pantalla iluminada; fijó en ella la vista y a continuación desvió la mirada por encima de Siobhan.

– Aquí están los dos -dijo.

Siobhan receló porque era un truco muy manido, de libro de texto, pero, de todos modos, volvió la cabeza.

Efectivamente: era John Rebus con el móvil en una mano y una tarjeta de visita en la otra.

– No domino muy bien las reglas -dijo aproximándose-. ¿Si enciendo algo cien por cien tabaco, me delataré como esclavo del imperio del mal? -añadió encogiéndose de hombros y sacando el paquete de cigarrillos.

– Santal es policía encubierta -dijo Siobhan.

– No creo que sea el lugar más adecuado para divulgarlo -añadió Santal entre dientes.

– Dígame algo menos obvio -le replicó Siobhan con gesto de desdén.

– Yo podría decírtelo -terció Rebus pero mirando a Santal-. ¿Se pierde el funeral de su hermano por amor al deber?

– ¿Viene de allí? -espetó ella, mirándole enfurecida.

Rebus asintió con la cabeza.

– Aunque debo confesar que he tardado mucho en descubrirla por más que miré y remiré la foto de «Santal».

– Lo tomo como un cumplido.

– Bien puede decirlo.

– Yo quería asistir, ¿sabe?

– ¿Qué excusa dio?

En ese momento intervino Siobhan.

– ¿Es usted la hermana de Ben Webster?

– ¡Se hizo la luz! -comentó Rebus-. Sargento Clarke, le presento a Stacey Webster -añadió sin apartar la mirada de la joven-. Aunque tal vez convendría seguir llamándola Santal.

– Ya es un poco tarde para eso -replicó ella, justo en el momento en que un joven con una banda roja en la frente se acercaba a ellos.

– ¿Ocurre algo?

– Estamos hablando con una antigua amiga -le advirtió Rebus.

– Para mí que son polis -replicó el joven mirando sucesivamente a Rebus y a Siobhan.

– Oye, déjame solventarlo a mí -intervino Stacey, de nuevo en su personaje de Santal, la dura, capaz de vérselas con quien fuera. El joven bajó la mirada.

– Bueno, si tú lo dices… -añadió, alejándose.

Ella, de nuevo en el papel de Stacey, se volvió hacia ellos dos.

– Aquí no pueden quedarse -dijo-. Vienen a relevarme dentro de una hora. Ya hablaremos después.

– ¿Dónde?

Ella reflexionó un instante.

– Dentro del recinto de seguridad hay una zona detrás del hotel donde se reúnen los chóferes. Espérenme allí.

– ¿Y cómo llegamos? -preguntó Siobhan mirando la multitud que les rodeaba.

– Demuestren un poco de iniciativa -respondió Stacey con una sonrisa.

– Creo que está insinuando que nos hagamos arrestar -comentó Rebus.

Capítulo 17

Rebus tardó sus buenos diez minutos en abrirse paso hasta la primera fila de los manifestantes. Siobhan le siguió al amparo de su espalda. Él se arrimó a un escudo arañado y pintarrajeado y situó su carné de policía sobre el refuerzo de plástico a la altura de los ojos del agente antidisturbios.

– Sáquenos de aquí -articuló con los labios.

El agente no se lo tragó y llamó al jefe. El oficial asomó sofocado la cabeza por encima del hombro del subordinado y reconoció inmediatamente a Siobhan, quien trató de adoptar una sumisa actitud de arrepentida.

El oficial lanzó un resoplido con la nariz y dio una orden. El cordón policial se abrió una fracción y unas manos agarraron a Rebus y a Siobhan. En el bando de los manifestantes aumentaron perceptiblemente las protestas.

– Enséñenles el carné -ordenó el oficial.

Rebus y Siobhan hicieron lo que decía y el oficial añadió con un megáfono que no los estaban deteniendo y, al puntualizar que se trataba de policías, se oyó un abucheo fenomenal. De todos modos, la situación parecía amainar.

– Esa incursión suya figurará en el parte de servicio -dijo el oficial a Siobhan.

– Somos de la Brigada Criminal -mintió Rebus con desparpajo-. Teníamos que hablar con una persona, ¿qué íbamos a hacer?

El oficial le miró, pero otras urgencias reclamaban su atención. Uno de sus hombres había caído y los manifestantes pretendían aprovechar la brecha del cordón. Mientras vociferaba unas órdenes por el megáfono, Rebus hizo señal a Siobhan dándole a entender que era mejor esfumarse. Se abrieron las puertas de unos furgones y llegaron más agentes para reforzar el cordón. Un médico preguntó a Siobhan si se encontraba bien.

– No estoy herida -contestó ella.

En la carretera había un helicóptero pequeño con el rotor en marcha. Rebus se agachó y, tras hablar con el piloto, hizo señal a Siobhan con la mano.

– Nos lleva al recinto.

El piloto, con gafas de sol de espejo, asintió con la cabeza.

– No hay problema -dijo con acento estadounidense.

Medio minuto después estaban los dos a bordo y el helicóptero despegaba levantando polvo y residuos. Rebus comenzó a silbar la Cabalgata de las Valkirias de Apocalypse Now, pero Siobhan ni se dignó mirarle y, aunque apenas se podía hablar a causa del ruido, le preguntó qué le había contado al piloto. Él articuló con los labios: Brigada Criminal.

El hotel distaba una milla en dirección sur y desde allí arriba se distinguían bien la valla de seguridad y las torres de vigilancia y se dominaban miles de hectáreas de campo ondulado deshabitado, con algunos núcleos de manifestantes rodeados por agentes de uniforme negro.

– Al hotel no puedo acercarme mucho porque nos largarían un misil -gritó el piloto.

Prueba de que hablaba en serio fue el amplio arco que trazó sobre el perímetro del complejo. Vieron diversas estructuras provisionales, probablemente para uso de los medios de comunicación, y antenas parabólicas en furgonetas sin distintivo: de la televisión o tal vez del servicio secreto. Rebus distinguió una pista que unía un gran dosel blanco con el perímetro. El terreno estaba desbrozado y había una H gigante pintada con spray marcando el punto de aterrizaje de helicópteros. Fue un vuelo de apenas dos minutos. Rebus dio la mano al piloto y se bajó de un salto, seguido por Siobhan.

– Hoy no paro de viajar a lo grande -musitó ella-. A la A9 me llevaron en moto.

– Aquí reina un ambiente de sitio -dijo Rebus-. Esta semana, para los de seguridad sólo hay «ellos» y «nosotros».

Se les acercó un soldado en uniforme de campaña, con metralleta y cara de pocos amigos, a quien enseñaron los carnés de policía sin lograr impresionarle. Rebus reparó en que no llevaba distintivo del ejército. Les dijo que le entregaran los carnés.

– Aguarden aquí -ordenó señalando el terreno que pisaban y dando media vuelta.

Rebus hizo un ligero amago de pasitos de baile y dirigió un guiño a Siobhan, mientras el soldado entraba en un gran remolque, donde había un centinela de guardia.

– Me da la impresión de que esto ya no es Kansas -dijo Rebus.

– ¿Y que yo soy tu ayudante Toto?

– Ven a ver qué hay ahí -añadió Rebus encaminándose hacia el dosel, que era en realidad una cubierta fija a base de elementos de plástico sostenidos por postes que daba sombra a una nutrida hilera de limusinas.

Los chóferes uniformados charlaban y se ofrecían cigarrillos. El atuendo más llamativo era el de un cocinero con chaqueta blanca, pantalones a cuadros y gorro alto; preparaba una especie de tortillas detrás de una plataforma junto a una gran bombona de gas, y las servía en platos auténticos con cubierto de plata a unas mesas dispuestas para los chóferes.

– Me hablaron de esto cuando estuve aquí con el inspector jefe -comentó Siobhan-. El personal del hotel accede por una pista a espaldas del recinto y deja los coches en la finca contigua.

– Supongo que les habrán sometido a investigación como ahora a nosotros -dijo Rebus mirando hacia el remolque y saludando a continuación con la mano a un grupo de chóferes-. ¿Está buena la tortilla, muchachos? -preguntó, y ellos respondieron afirmativamente.

En aquel momento el cocinero aguardaba nuevos pedidos.

– Sírvame una con guarnición de todo -dijo Rebus, y se volvió hacia Siobhan.

– A mí también -dijo ella.

El cocinero manipuló en sus recipientes de plástico llenos de tacos de jamón, champiñones troceados y pimiento picado y Rebus cogió tenedor y cuchillo.

– Vaya cambio de decorado para usted -comentó al cocinero. El hombre se limitó a sonreír-. Todas las comodidades modernas -continuó Rebus en tono de admiración-, váteres químicos, comida caliente, protección de la lluvia…

– En la mayoría de los coches hay tele -dijo uno de los chóferes-, pero no se capta bien la señal.

– Es una lástima -comentó Rebus a modo de consuelo-. ¿Se puede entrar a esos remolques?

Los chóferes negaron con la cabeza.

– Están repletos de chismes -comentó uno de ellos-. Tuve ocasión de echar un vistazo y había toda clase de ordenadores y aparatos.

– Ah, y esa antena del techo será para ver Coronation Street -dijo Rebus señalándola.

Los chóferes se echaron a reír justo en el momento en que se abría la puerta del remolque y salía el soldado, tampoco ahora muy contento al ver que Rebus y Siobhan no se habían quedado donde les había dicho. Mientras se les acercaba, Rebus cogió la tortilla que le tendía el cocinero y se llevó un trozo a la boca. Estaba felicitándole cuando el soldado se detuvo frente a él.

– ¿Quiere probarla? -dijo Rebus ofreciéndole el tenedor.

– Una bronca va a probar usted -replicó el soldado.

Rebus se volvió hacia Siobhan.

– Muy buena réplica -comentó ella cogiendo su tortilla.

– La sargento Clarke es una experta -añadió Rebus-. Sólo queremos acabar de comer y echarnos la siesta en un Mercedes viendo Colombo.

– Sus carnés han quedado retenidos a efectos de verificación -dijo el soldado.

– O sea que estamos empantanados aquí.

– ¿En qué canal programan Colombo? -preguntó uno de los chóferes-. A mí me gusta.

– Vendrá en las páginas de la tele -respondió uno de sus colegas.

El soldado alzó bruscamente la cabeza al oír el ruido ensordecedor del helicóptero y salió del dosel para ver mejor.

– No puedo creérmelo -comentó Rebus al verle ponerse firme presentando armas.

– Lo hace cada dos por tres -dijo uno de los chóferes a gritos.

Otro preguntaba si era Bush quien llegaba y todos miraron su reloj, mientras el cocinero tapaba sus ingredientes para protegerlos de posibles partículas voladoras.

– Estará a punto de llegar -conjeturó alguien.

– Yo traje a Boki desde Prestwick -añadió un tercero, explicando que era el nombre del perro del presidente.

El helicóptero desapareció tras una fila de árboles y lo oyeron aterrizar.

– ¿Qué hacen las esposas de los mandatarios mientras sus maridos discuten? -preguntó Siobhan.

– Las llevamos nosotros a dar una vuelta turística.

– O de compras.

– O a museos y galerías de arte.

– A donde quieran, aunque haya que cortar el tráfico o desalojar las tiendas. Pero, además, para entretenerlas, van a traer artistas, escritores y pintores de Edimburgo.

– Y a Bono, claro -añadió otro chófer-. Él y Geldof vendrán esta tarde a saludar a los mandamases.

– Por cierto -dijo Siobhan mirando la hora en su móvil-. Me han ofrecido una entrada para el concierto del Empuje Final.

– ¿Quién? -preguntó Rebus, sabiendo que no había podido conseguirla en taquilla.

– Uno de los vigilantes de Niddrie. ¿Tú crees que volveremos a tiempo?

Rebus se encogió de hombros.

– Ah, quería comentarte una cosa -dijo.

– ¿Qué?

– He nombrado miembro del equipo a Ellen Wylie.

Siobhan le miró enfurecida.

– Ella sabe más de Vigilancia de la Bestia que tú y yo -porfió Rebus sin mirarla de frente.

– Sí, bastante más -replicó Siobhan.

– ¿A qué te refieres?

– Me refiero a que ella está muy involucrada, John. ¡Piensa lo que alegaría un abogado defensor ante el tribunal! -añadió Siobhan sin darse cuenta de que levantaba la voz-. ¿Por qué no me lo preguntaste antes? ¡Si el asunto sale mal, soy yo la que pagará los platos rotos!

– Es sólo para tareas administrativas -alegó Rebus, consciente de que era una disculpa lastimosa.

Le salvó de la situación el soldado que se llegó hasta ellos a zancadas.

– Debo informar sobre el asunto que les trae aquí -le dijo secamente.

– Bueno, es asunto del Departamento de Investigación Criminal -replicó Rebus- y también por parte de mi colega aquí presente. Nos dieron cita aquí.

– ¿Con quién? ¿Por orden de quién?

Rebus se dio unos golpecitos en la ventana de la nariz.

– Es confidencial -contestó con voz queda.

Los chóferes ya no prestaban atención y charlaban entre sí sobre las estrellas a quienes iban a transportar al Open escocés del sábado.

– Yo no -presumió uno-. Yo hago la ruta entre Glasgow y el concierto de T in the Park.

– Usted, inspector, es de Edimburgo y está fuera de su demarcación -dijo el soldado.

– Para investigar un homicidio -replicó Rebus.

– Tres, en realidad -añadió Siobhan.

– Y eso no es cuestión de demarcaciones -sentenció Rebus.

– Con la salvedad -insistió el soldado- de que les han ordenado aplazar esa investigación -añadió, complacido por el efecto de sus palabras, sobre todo en Siobhan.

– Muy bien, ya veo que se ha informado por teléfono -añadió Rebus sin darle importancia.

– A su jefe no le hizo mucha gracia -dijo el soldado con ojos risueños-. Ni tampoco a…

Rebus siguió la dirección de la mirada del hombre y vio que se aproximaba un Land Rover con la ventanilla del pasajero abierta, asomando por ella la cabeza de Steelforth, como si fuera atado con una correa.

– Mierda -musitó Siobhan.

– Barbilla alta y hombros rectos -dijo Rebus.

Ella le miró furiosa.

El coche se detuvo con un chirrido de neumáticos y Steelforth bajó de un salto gritando:

– ¿Saben los meses de adiestramiento y preparativos, y las semanas de vigilancia secreta…? ¿Saben que acaban de hacer polvo todo eso?

– Creo que no le sigo -replicó Rebus jovial, devolviendo su plato vacío al cocinero.

– Creo que se refiere a Santal -terció Siobhan.

– ¡Por supuesto! -afirmó Steelforth mirándola furioso.

– Ah, ¿es de su equipo? -preguntó Rebus, asintiendo con la cabeza como si cayera en la cuenta-. Sí, claro. La envió al campamento de Niddrie y le ordenó tomar fotos de los manifestantes para disponer de un buen banco de datos para el futuro. Algo tan valioso para usted que ni le permitió asistir al funeral de su hermano.

– Fue decisión suya, Rebus -espetó Steelforth.

Colombo ha empezado a las dos -dijo uno de los chóferes.

Steelforth continuó erre que erre:

– En una operación de vigilancia como ésta aguantan sin abandonar el servicio a menos que los descubran. ¡Y ella llevaba meses infiltrada!

Rebus le miró con intención, y Steelforth asintió con la cabeza.

– ¿Cuánta gente les habrá visto hoy con ella? -prosiguió-. ¿Cuántos les habrán calado como policías? Ahora desconfiarán y la intoxicarán con datos falsos.

– Si ella hubiera confiado en nosotros… -comenzó a alegar Siobhan, pero la cortó una carcajada de Steelforth.

– ¿Confiar en ustedes? -volvió a reír inclinándose por el esfuerzo-. Dios mío, ésa sí que es buena.

– Debería haber estado aquí antes -replicó Siobhan-. Nuestro amigo el militar sí que dio buena réplica.

– Y, por cierto -añadió Rebus-, no le he dado las gracias por encerrarme en un calabozo.

– Yo nada puedo hacer si mis oficiales deciden tomar una iniciativa si su jefe no contesta al teléfono.

– ¿O sea, que eran policías de verdad? -inquirió Rebus.

Steelforth apoyó las manos en las caderas, miró al suelo y a continuación a ellos dos.

– Les suspenderán del servicio por esto.

– No estamos a sus órdenes.

– Esta semana están todos a mis órdenes -replicó mirando a Siobhan-. Y usted no volverá a ver a la sargento Webster.

– Ella tiene pruebas de…

– ¿Pruebas de qué? ¿De que golpearan a su madre con una porra en los disturbios? Que presente una denuncia si quiere. ¿Se lo ha preguntado?

– Yo… -balbució Siobhan.

– No, usted emprende su cruzada particular. La sargento Webster tiene orden de volver a casa. Por culpa de usted; no mía.

– Hablando de pruebas -terció Rebus-, ¿qué fue de las grabaciones de las cámaras de seguridad?

– ¿Grabaciones? -repitió Steelforth con el ceño fruncido.

– De la sala de operaciones del castillo de Edimburgo. La videovigilancia de las murallas.

– Las hemos examinado docenas de veces y nadie ha visto nada -gruñó Steelforth.

– ¿Podría ver yo las cintas?

– Hágalo, si las encuentra.

– ¿Las han borrado? -aventuró Rebus. Steelforth ni se molestó en contestar-. Pero en eso de nuestra suspensión de servicio se le ha olvidado -prosiguió Rebus- el requisito de «a tenor de una investigación». Y me imagino que es porque no tendrá lugar.

– De ustedes depende -dijo Steelforth encogiéndose de hombros.

– ¿Depende de cómo nos portemos? ¿Prescindiendo de las grabaciones?

Steelforth volvió a encogerse de hombros.

– Difícilmente podrán librarse. Yo puedo intervenir a favor o en contra…

El transmisor que llevaba Steelforth en el cinturón crepitó. Una de las torres de vigilancia informaba de que habían roto el cinturón de seguridad. Steelforth se acercó el radiotransmisor a la boca, ordenó que acudiera un Chinook de refuerzo y se dirigió a zancadas al Land Rover. Uno de los chóferes se interpuso a su paso.

– Comandante, permita que me presente. Soy Steve y estoy encargado de llevarle en coche al Open…

Steelforth gruñó una maldición que hizo que aquél se detuviera en seco, mientras los otros chóferes comentaban entre risas que se había quedado sin propina aquel fin de semana. El Land Rover de Steelforth ya tenía el motor en marcha.

– ¿Se va sin darnos un beso de despedida? -comentó Rebus diciéndole adiós con la mano.

Siobhan le miró fijamente.

– Tú sólo esperas la jubilación, pero aún hay quien espera hacer carrera.

– Shiv, ya has visto cómo es; cuando pase todo esto, no nos molestará más -replicó Rebus moviendo la mano en gesto de despedida hasta que el vehículo arrancó a toda velocidad.

El soldado estaba frente a ellos tendiéndoles los carnés.

– Ahora, váyanse -espetó.

– ¿Dónde exactamente? -inquirió Siobhan.

– O más bien, ¿cómo? -añadió Rebus.

Uno de los chóferes carraspeó y señaló en dirección a la hilera de lujosos coches.

– Acabo de recibir un mensaje de texto para recoger a un ejecutivo que tiene que regresar a Glasgow. Yo puedo llevarles a algún sitio.

Siobhan y Rebus intercambiaron una mirada. Ella sonrió al chófer y ambos se encaminaron hacia los coches.

– ¿Podemos elegir? -preguntó Siobhan.

Acabaron sentados en el asiento trasero de un Audi A8 de seis litros, con cinco mil kilómetros, en su mayoría rodados aquella misma mañana. Desprendía un fuerte olor a cuero y sus cromados relucían. Siobhan preguntó si funcionaba el televisor y Rebus la miró.

– Tengo curiosidad por saber si Londres ha conseguido la sede olímpica -dijo ella.

Pasaron tres controles con verificación de carnés entre el helipuerto y los terrenos del hotel.

– Al hotel mismo no vamos -dijo el chófer-. Tengo que recoger al ejecutivo en el centro de recepción junto al pabellón de la prensa.

Eran dos instalaciones próximas al aparcamiento del hotel. Rebus vio que no había nadie jugando en el campo de golf; por los céspedes sólo patrullaban despacio agentes de seguridad impecablemente vestidos.

– Cuesta creer que suceda algo -comentó Siobhan con apenas un susurro en consonancia con el ambiente.

Rebus también sentía aquel imperativo de no llamar la atención.

– Será un segundo -dijo el conductor deteniendo el Audi y poniéndose la gorra al bajar.

Rebus decidió salir del coche. No veía tiradores en los tejados, pero se imaginó que los habría. Habían aparcado junto a una casa de estilo regional escocés al lado de un invernadero, y pensó que podría ser el restaurante.

– Un fin de semana aquí me vendría de perlas -comentó a Siobhan, que en ese momento salía del Audi.

– Tendrías que vender perlas para pagártelo -replicó ella.

En el centro de prensa -una instalación entoldada de tabiques sólidos- se veían periodistas tecleando en sus portátiles. Rebus estaba encendiendo un cigarrillo cuando oyó ruido y se volvió: una bicicleta daba la vuelta a la esquina del hotel, guiada por uno inclinado sobre el manillar con cara de velocidad. Tras él apareció otra bicicleta. El primer ciclista pasó a diez metros de ellos y, al percatarse de su presencia, les saludó con la mano, y Rebus correspondió alzando la punta del pitillo. Pero el hecho de levantar la mano del manillar hizo que el hombre perdiera el equilibrio y que la rueda delantera, bamboleante, patinase en la grava. El ciclista que le seguía trató de esquivarlo, pero el frenazo le hizo volar por encima del manillar. Como por arte de magia, aparecieron unos hombres con traje oscuro, que rodearon en círculo a los caídos.

– ¿Ha sido culpa nuestra? -musitó Siobhan.

Rebus no contestó, tiró el cigarrillo y volvió a sentarse en el Audi. Siobhan hizo lo propio y a través del parabrisas contemplaron cómo ayudaban a levantarse del suelo al primer ciclista, que se frotaba los nudillos. El otro seguía en el suelo sin que nadie se ocupara de él. Cuestión de protocolo, pensó Rebus.

El presidente George W. Bush tiene prioridad de atención absoluta.

– ¿Ha sido culpa nuestra? -repitió Siobhan con voz temblorosa.

El chófer salió del centro de recepción acompañado de un hombre de traje gris con dos voluminosas carteras. Igual que el chófer, se detuvo un instante a ver qué sucedía. El chófer abrió la portezuela del pasajero y el funcionario subió dirigiendo apenas una inclinación de cabeza hacia el asiento trasero. El chófer se sentó al volante, con la gorra rozando el techo del Audi, y preguntó qué es lo que había ocurrido.

– Intríngulis de protocolo -respondió Rebus.

El funcionario decidió al fin admitir que -posiblemente muy a su pesar- no era el único pasajero.

– Mi nombre es Dobbs. De la FCO -dijo.

La Foreign and Commonwealth Office. Rebus le tendió la mano.

– Llámeme John -dijo-. Soy amigo de Richard Pennen.

Siobhan fingió permanecer al margen sin dejar de prestar atención, mientras arrancaban, a la escena que dejaban atrás. El séquito de seguridad impedía taxativamente a dos hombres con bata verde de sanitarios acercarse al presidente de Estados Unidos. Del hotel había salido personal a curiosear y también miraban dos periodistas del centro de prensa.

– Feliz cumpleaños, señor presidente -canturreó Siobhan con voz ronca.

– Encantado de conocerle -dijo Dobbs a Rebus.

– ¿Ha llegado ya Richard? -preguntó Rebus.

– No creo que esté en la lista de invitados -respondió el hombre frunciendo el ceño, como si le hubieran cogido en falta.

– A mí me dijo que sí -mintió Rebus sin empacho-. Me comentó que el secretario de Asuntos Exteriores tenía un asunto para él.

– Es muy posible -añadió Dobbs, tratando de parecer más seguro de sí mismo de lo que estaba.

– El presidente Bush se ha caído de la bicicleta -terció Siobhan.

Era como si tuviera necesidad de enunciarlo para que el hecho se materializara.

– ¿Ah, sí? -dijo Dobbs, casi sin escuchar, abriendo una de las carteras y dispuesto a sumergirse en la lectura.

Rebus comprendió que el hombre ya habría aguantado muchas conversaciones intrascendentes y su mente viraba a cosas de mayor envergadura: estadísticas, presupuestos y cifras de comercio. Pero decidió dar un último envite.

– ¿Estuvo en el castillo?

– No -respondió Dobbs estirando el vocablo-. ¿Y usted?

– Yo sí que estuve. Qué terrible lo de Ben Webster, ¿no es cierto?

– Espantoso. Era el mejor diputado escocés que teníamos.

Siobhan comprendió de pronto el sentido de la conversación. Rebus le hizo un guiño.

– Richard no acaba de creer que se tirara él -comentó Rebus.

– ¿Cree que fue un accidente? -replicó Dobbs.

– Que le empujaron -dijo Rebus.

El funcionario dejó sobre su regazo el montón de papeles y volvió la cabeza hacia el asiento de atrás.

– ¿Que le «empujaron»? -Miró a Rebus y vio que éste asentía despacio con la cabeza-. ¿Quién diablos iría a hacerlo?

Rebus se encogió de hombros.

– Quizá tenía enemigos. Hay políticos que los tienen.

– Igual que su amigo Pennen -replicó el funcionario.

– ¿A qué se refiere? -inquirió Rebus en tono ofendido.

– Su empresa antes era pública. Y ahora se está forrando con los impuestos que pagamos para Investigación y Desarrollo.

– Nos está bien merecido por vendérsela -terció Siobhan.

– Quizás el gobierno obró mal aconsejado -dijo Rebus con guasa al funcionario.

– El gobierno sabía perfectamente lo que hacía.

– ¿Y por qué se la vendió a Pennen? -preguntó Siobhan con auténtica curiosidad.

Dobbs volvió a revolver entre sus papeles. El chófer hablaba por teléfono preguntando qué rutas estaban abiertas.

– Los departamentos de Investigación y Desarrollo son costosos -dijo Dobbs-. Cuando el Ministerio de Defensa tiene que hacer recortes, es de mal efecto que sean las fuerzas armadas quienes paguen el pato. Mientras que si despide a unos cuantos científicos, la prensa no dice ni mu.

– No acabo de entenderlo -dijo Siobhan.

– Tenga en cuenta que una empresa privada -prosiguió Dobbs- puede vender a quien le plazca por no existir tantas limitaciones como en el caso de Defensa, un organismo de la Commonwealth o el Ministerio de Industria. ¿En qué se traduce eso? En ganancias más rápidas.

– Ganancias obtenidas -añadió Rebus- vendiendo a dudosos dictadores y a países paupérrimos ahogados por la deuda externa.

– ¿No dijo que era amigo de…? -Dobbs dejó la frase en el aire al percatarse de que, en realidad, hablaba con unos desconocidos-. ¿Cómo dijo que se llamaba? -inquirió.

– John -contestó Rebus-. Y ella es colega mía.

– ¿Pero no trabaja para Pennen Industries?

– Yo no he dicho semejante cosa -añadió Rebus-. Somos de la policía de Lothian y Borders, señor Dobbs. Y le quedo agradecido por sus sinceras explicaciones -añadió Rebus mirando por encima del asiento al regazo del funcionario-. Está usted despachurrando esa valiosa documentación. ¿O va destinada a la máquina trituradora?


* * *

Ellen Wylie atendía los teléfonos cuando regresaron a Gayfield Square. Siobhan había llamado a sus padres, que habían desistido del viaje a Auchterarder y de la airada manifestación en Princes Street. Los altercados se extendieron desde The Mound hasta la Ciudad Vieja y los manifestantes, enrabiados por no poder salir de la ciudad, se enfrentaron a los antidisturbios. Cuando él y Siobhan entraban a la sala del DIC, Wylie les miró.

Rebus comprendió que ella también estaba a punto de manifestarse por haberse quedado todo el día sola en la comisaría, pero en ese preciso momento salió alguien del despacho de Derek Starr que no era Starr, sino el jefe de policía James Corbyn, con las manos cruzadas a la espalda y gesto de impaciencia. Rebus miró a Wylie, quien se encogió de hombros, dándole a entender que aquél le había impedido enviarle un mensaje de texto.

– Ah, aquí están los dos -espetó Corbyn dando media vuelta hacia el despacho de Starr-. Entren y cierren la puerta -añadió sentándose en la única silla y permaneciendo ellos de pie.

– Me alegro de verle, señor -dijo Rebus para romper el hielo-, porque quería hacerle unas preguntas sobre la noche en que murió Ben Webster.

– ¿Qué preguntas? -replicó Corbyn desprevenido.

– Usted estuvo en el banquete, señor, y creo que habría debido informarnos desde un principio.

– No estamos aquí para hablar de mí, inspector Rebus, sino para suspenderles a los dos del servicio activo con efecto inmediato.

Rebus asintió despacio con la cabeza, como si fuera una noticia esperada.

– De todos modos, señor, ya que está aquí, lo mejor es que le tomemos declaración. Porque, en caso contrario, parecería que ocultamos algo. Los periodistas revolotean como buitres y no interesa en absoluto que el jefe de la policía esté…

Corbyn se puso en pie.

– ¿Acaso no lo ha oído, inspector? Usted ya no forma parte de ninguna investigación. Quiero que ustedes dos salgan de la comisaría antes de cinco minutos. Márchense a casa y siéntense cerca del teléfono en espera de noticias sobre mis indagaciones a propósito de su conducta. ¿Está claro?

– Necesito unos minutos para ordenar mis notas, señor, y que esta conversación quede incorporada a ellas.

Corbyn le apuntó con un dedo.

– Ya me han hablado de usted, Rebus. -Dirigió la mirada a Siobhan-. Tal vez eso explique su reticencia a darme el nombre de su colega cuando la encargué del caso.

– Perdone, señor, pero no me lo preguntó -replicó Siobhan.

– Pero sabía perfectamente que tendríamos lío -añadió él volviendo a clavar los ojos en Rebus- tratándose de él.

– Con todo respeto, señor… -quiso argüir Siobhan.

Corbyn golpeó la mesa con el puño.

– ¡Le dije que suspendiera la investigación! ¡Y ahora resulta que aparece en la primera página de los periódicos y aterrizan ustedes en Gleneagles! Cuando saben perfectamente que el caso está cerrado. Se acabó. Sayonara. Finito.

– Sí que ha aprendido léxico en el banquete, señor -comentó Rebus haciendo un guiño.

A Corbyn se le salieron los ojos de las órbitas y ellos rogaron por que no le diera un ataque. No, lo que hizo fue salir furioso del despacho tropezando con Siobhan y un armario de libros. Rebus expulsó aire, se pasó la mano por el pelo y se rascó la nariz.

– Bueno, ¿qué quieres hacer ahora? -preguntó.

– ¿Qué te parece, por ejemplo, si recojo mis cosas? -replicó ella mirándole.

– Sí, desde luego, hay que recoger -añadió Rebus-. Recogemos todas las notas y los archivadores, los llevamos a mi casa y nos largamos de aquí.

– John…

– Tienes razón -insistió él, tergiversando la objeción-. Los echarían de menos, así que tendremos que hacer fotocopias.

Siobhan no pudo por menos de sonreír.

– Las hago yo, si quieres -añadió Rebus-, dado que tú tienes una cita amorosa.

– Bajo la lluvia.

– Lo único que espera Travis para interpretar su puñetera canción -comentó saliendo del despacho de Starr-. Ellen, ¿te has enterado de lo que nos ha dicho?

Wylie colgaba en ese momento el teléfono.

– No pude avisarle -dijo.

– No importa. Claro que ahora Corbyn ya sabrá quién eres -dijo Rebus sentándose en la esquina de la mesa.

– No parecía muy interesado. Me preguntó nombre y grado y no se molestó en saber si pertenecía a esta comisaría.

– Perfecto -comentó Rebus-. Por consiguiente, puedes continuar siendo nuestros ojos y oídos.

– Un momento -terció Siobhan-. Eso no es de tu competencia.

– Entendido, señora.

Siobhan, sin hacerle caso, miró a Ellen Wylie.

– El caso es mío, Ellen. ¿Entendido?

– No te preocupes, Siobhan, sé cuándo estoy de más.

– No he dicho que estés de más, pero quiero estar segura de que estás de nuestra parte.

– ¿De parte de quién, si no? -replicó Wylie visiblemente irritada.

– Señoras, señoras -terció Rebus interponiéndose entre ellas como un árbitro de lucha libre de los viejos tiempos y mirando a Siobhan-. Jefa, un par de manos más no nos vendrá mal, reconócelo.

Siobhan cedió son una sonrisa. Lo de «jefa» había hecho su efecto; pero seguía mirando fijamente a Wylie.

– A pesar de todo -dijo- no podemos pedirte que espíes por cuenta nuestra. Una cosa es que John y yo estemos en apuros y otra que tú te sitúes en el punto de mira.

– No me importa -dijo Wylie-. Por cierto, qué peto tan bonito.

– Sí, pero tendré que cambiarme antes del concierto.

Siobhan volvió a sonreír y Rebus expulsó aire al ver superado el punto crítico.

– Bien, ¿qué novedades ha habido por aquí? -preguntó a Wylie.

– He estado avisando a todos los de la lista de Vigilancia de la Bestia y he recomendado a las diversas jefaturas que les informen de la alerta.

– ¿Y lo aceptaron con entusiasmo?

– No tanto. Y, además, he recopilado el eco que se han hecho otros periodistas del artículo de la primera página -añadió dando unos golpecitos en el titular de Mairie Henderson, en el periódico que tenía a su lado-. Es fantástico de dónde saca tiempo esa mujer -comentó.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Rebus.

Wylie abrió el periódico por la página doble central, donde había una entrevista firmada por Mairie Henderson con el concejal Gareth Tench y una gran foto en medio del campamento de Niddrie.

– Yo estaba allí cuando lo entrevistó -comentó Siobhan.

– Yo lo conozco -añadió Wylie sin poderlo evitar.

Rebus la miró.

– Explícate.

– Lo conozco -contestó ella, encogiéndose de hombros como quitándole importancia.

– Ellen -insistió Rebus pronunciando su nombre con énfasis.

– Ha estado saliendo con Denise -respondió Wylie con un suspiro.

– ¿Con tu hermana Denise? -inquirió Siobhan.

Wylie asintió con la cabeza.

– Fui yo quien les puse en contacto… más o menos.

– ¿Son pareja? -preguntó Rebus rodeándose el cuerpo con los brazos como una camisa de fuerza.

– Han salido varias veces. Él ha sido… -añadió, sin dar con las palabras adecuadas-. Le ha servido de mucho y la ha ayudado a superarse.

– ¿Con ayuda de unos vasos de vino? -aventuró Rebus-. ¿Cómo le conociste?

– A través de Vigilancia de la Bestia -respondió ella despacio sin mirarle a la cara.

– No me digas.

– Él leyó mi escrito y me envió un elogioso mensaje por correo electrónico.

Rebus puso los pies en el suelo y abrió los brazos, buscando en la mesa una hoja: la lista que les había dado Bain de los suscriptores de Vigilancia de la Bestia.

– ¿Cuál de ellos es? -preguntó enseñándosela.

– Éste -respondió Wylie.

– ¿Ozyman? -preguntó Rebus, y vio que ella asentía-. ¿Qué clase de apellido es ése? ¿Australiano?

– De los ozymanos tal vez -dijo Siobhan.

– Más bien de Ozzy Osbourne -replicó Rebus.

Siobhan se inclinó sobre un teclado y escribió un nombre en un buscador. Hizo un par más de clics y apareció una biografía.

– Rey de Reyes -dijo Siobhan-. Erigió una enorme estatua de sí mismo.

Hizo dos clics más y se vio un poema de Shelley.

– «¡Mira mis obras, Todopoderoso y desespérate!» -recitó. Se volvió hacia Wylie-. Vaya si es engreído.

– No se puede negar -admitió ella-. Yo lo único que he dicho es que se portó bien con Denise.

– Tenemos que hablar con él -dijo Rebus mirando la lista de nombres y pensando cuántos de ellos vivirían en Edimburgo-. Y tú, Ellen, podrías habérnoslo dicho antes.

– No sabía que había una lista -replicó ella a la defensiva.

– Si se puso en contacto contigo a través de Internet es lógico que tengamos que interrogarle. Dios sabe las pocas pistas que tenemos.

– O demasiadas -terció Siobhan-. Víctimas en tres regiones e indicios en otra. Está todo muy difuso.

– ¿No ibas a casa a cambiarte?

Ella asintió con la cabeza y miró a su alrededor.

– ¿De verdad que piensas llevarte todo eso?

– ¿Por qué no? Puedo copiar las notas. A Ellen no le importará quedarse y ayudarme. ¿Verdad, Ellen? -añadió mirándola con intención.

– Ése es mi castigo, ¿no?

– Comprendo que no quisieras ver implicada a Denise -dijo Rebus-, pero, aun así, habrías debido contarnos lo de Tench.

– John -interrumpió Siobhan-, ten en cuenta que el concejal me salvó de una paliza aquella noche en Niddrie.

Rebus asintió con la cabeza. Podría haber replicado que él había visto otra faceta de Gareth Tench, pero se lo calló.

– Que te diviertas en el concierto -dijo.

Siobhan volvió a prestar atención a Ellen Wylie.

– Es mi equipo, Ellen. Y si nos ocultas algo más…

– Entendido.

Siobhan asintió despacio con la cabeza y, de pronto, reflexionó un instante.

– ¿Los suscriptores de Vigilancia de la Bestia celebraban algún tipo de reunión?

– Que yo sepa no.

– Pero sí que mantenían contactos.

– Obviamente.

– ¿Sabías quién era Gareth Tench antes de conocerle?

– En el primer correo electrónico que envió decía que vivía en Edimburgo y firmó con su verdadero nombre.

– ¿Y tú le dijiste que eras policía?

Wylie asintió con la cabeza.

– ¿Qué estás pensando? -preguntó Rebus a Siobhan.

– Aún no estoy segura -contestó ella recogiendo sus cosas, mientras Rebus y Wylie la observaban. Finalmente, les dijo adiós por encima del hombro y se fue.

Ellen Wylie dobló el periódico y lo tiró a la papelera. Rebus llenó el hervidor y lo enchufó.

– Yo sé perfectamente lo que piensa -dijo Wylie.

– Pues eres más lista que yo.

– Siobhan sabe que los asesinos no siempre actúan solos. Y que a veces necesitan aprobación.

– No lo capto, Ellen.

– Yo creo que sí, John. Sé que usted reflexiona de forma muy parecida a ella. Si alguien decide matar a pervertidos, querrá contárselo a alguien, como pidiendo permiso, o para desahogarse una vez hecho.

– De acuerdo -dijo Rebus preparando las tazas.

– No es muy apetecible formar parte de un equipo siendo sospechosa.

– De verdad que agradezco tu ayuda, Ellen -comentó Rebus y, tras una pausa, añadió-: con tal de que te limites a hacer lo que tienes que hacer.

Wylie se levantó de la silla como movida por un resorte y puso los brazos en jarras. Rebus había oído decir que aquello se hacía para parecer más grande y amenazador, menos vulnerable.

– ¿Usted cree -dijo ella- que me paso aquí media jornada para proteger a Denise?

– No… pero creo que la gente es capaz de muchas cosas para proteger a miembros de su familia.

– ¿Como en el caso de Siobhan y su madre, por ejemplo?

– No irás a decir que nosotros no haríamos lo mismo.

– John…, estoy aquí porque me lo pidió.

– Y te he dado las gracias, pero se trata de lo siguiente, Ellen: Siobhan y yo estamos fuera de juego y necesitamos a alguien que trabaje por nosotros y en quien podamos confiar -dijo echando cucharadas de café en las tazas desconchadas.

Olió la leche y la dio por buena. Estaba dándole tiempo a Wylie para que pensara.

– De acuerdo -dijo ella al fin.

– ¿Se acabaron los secretos? -preguntó Rebus, y ella asintió con la cabeza-. ¿No hay alguna cosa que deba yo saber? -Wylie negó con la cabeza-. ¿Quieres estar presente cuando interrogue a Tench?

– ¿Cómo piensa hacerlo? -replicó ella enarcando una ceja-. Recuerde que está suspendido de servicio.

Rebus hizo una mueca y se dio unas palmaditas en la cabeza.

– Me falla la memoria a corto plazo -le comentó-. Gajes del oficio.

Después de tomar café se pusieron a trabajar. Rebus cargó de papel la fotocopiadora y Wylie le preguntó qué quería copiar de los datos del ordenador. El teléfono sonó seis veces pero no contestaron.

– Por cierto -dijo Wylie en determinado momento-, ¿se ha enterado de que Londres ha obtenido la sede olímpica?

– ¡Yupi!

– Sí, fue estupendo. Todo el mundo bailaba en Trafalgar Square. Ha perdido París.

– No sé cómo se lo habrá tomado Chirac -dijo Rebus mirando el reloj-. Ahora estará cenando con la reina.

– Y Tony Blair mirando con su sonrisa de gato de Cheshire, seguro.

Rebus sonrió. Sí, y el Hotel Gleneagles sirviendo al presidente francés los mejores platos de Caledonia. Pensó en su incursión a pocos centenares de metros de los poderosos huéspedes y la caída de Bush de la bicicleta, dolorosa advertencia de que era tan falible como cualquier otra persona.

– ¿Qué significa la G? -preguntó. Wyllie le miró desconcertada-. En G-8, quiero decir.

– ¿Gobierno? -aventuró ella, encogiéndose de hombros.

Llamaron a la puerta. Era un uniformado de recepción.

– Le esperan abajo, señor -anunció mirando insistentemente al teléfono más cercano.

– Ya; no hemos contestado -dijo Rebus-. ¿Quién es?

– Una mujer que se llama Webster. Quería ver a la sargento Clarke, pero dijo que en caso de apuro hablaría con usted.

Capítulo 18

Entre bastidores en el concierto Empuje Final.

Corrió el rumor de que habían lanzado un cohete desde las cercanas vías del tren y que poco faltó para que acertara en el objetivo.

– Lleno de pintura roja -dijo Bobby Greig a Siobhan.

Vestía de paisano con vaqueros desgastados y una cazadora a juego, y estaba mojado pero animado al ver que la llovizna amainaba. Siobhan había optado por pantalones de pana negra con camiseta verde claro y una cazadora de motero de segunda mano comprada en una tienda de la organización benéfica Oxfam. Greig le sonrió.

– ¿Por qué será que a pesar de la ropa sigue teniendo aspecto de policía?

Ella, sin molestarse en contestar, continuó jugueteando con el pase plastificado que llevaba colgado al cuello, que mostraba el contorno de África con la inscripción «Acceso entre bastidores». A ella le pareció fantástico, pero Greig se encargó de explicarle la validez exacta; en el pase de él, por ejemplo, figuraba «Acceso a todas las zonas», pero por encima de ambos había dos niveles más: VIP y WIP. Siobhan había visto a Midge Ure y a Claudia Schiffer, los de la zona WIP. Greig le presentó a los promotores del concierto, Steve Daws y Emma Diprose, una pareja rutilante a pesar de la lluvia.

– Fantástico elenco -comentó Siobhan.

– Gracias -respondió Daws, al tiempo que Diprose preguntaba a Siobhan si tenía un artista preferido en particular.

Ella negó con la cabeza.

Durante la conversación, Greig no mencionó que ella fuera policía.

En el exterior de Murrayfield quedaba público sin entradas, ansioso por adquirir alguna de reventa, pero el precio sólo tentaba a los más pudientes o desesperados. Siobhan, gracias al pase, pudo deambular al pie del escenario y por el terreno de juego, donde se mezcló con sesenta mil admiradores empapados. Pero las miradas de envidia que despertaba su pequeño rectángulo plastificado le hicieron sentir mala conciencia y enseguida se retiró tras la valla de seguridad. Greig estaba devorando la cena gratis y tenía en la mano una botella de cerveza europea. Los Proclaimers habían abierto el concierto con 500 Miles coreada por el público, y se comentaba que Eddie Izzard tocaría al piano la versión de Vienna de Midge Ure. Más tarde actuaban Texas, Show Patrol y Travis, Bono acompañado por los Corrs y habría una apoteosis con James Brown.

Pero la frenética actividad entre bastidores la hacía sentirse vieja. No conocía a la mitad de los músicos, que tan importantes le parecían yendo de un lado para otro con su séquito, aunque sus rostros no le decían nada. De pronto pensó que sus padres tal vez marchasen el viernes, con lo que sólo le quedaba un día más para estar con ellos. Les había llamado y le habían dicho que iban a su piso, comprando provisiones por el camino, y que a lo mejor salían a cenar. Los dos, dijo su padre, como restringiéndole el acceso.

O tal vez para que no tuviera mala conciencia por haber ido al concierto.

Trataba de relajarse y ponerse en la onda, pero su profesión se interponía. Rebus seguiría plenamente dedicado y sin descansar hasta apaciguar a sus demonios; pero todo triunfo es efímero y cada una de aquellas batallas le agotaba cada vez un poco más. El sol ya se ocultaba y en el estadio parpadeaban los tenues fogonazos de las cámaras de los móviles y ya comenzaban a despuntar y balancearse las varitas luminosas. Al ver que la lluvia arreciaba, Greig sacó de algún sitio un paraguas y se lo tendió a Siobhan.

– ¿Hubo algún problema más en Niddrie? -preguntó ella.

Él negó con la cabeza.

– Allí ya se hicieron ver -dijo- y probablemente habrán pensado que en Edimburgo hay más posibilidad de armar jaleo -añadió tirando la botella a un contenedor-. ¿Ha visto la manifestación de hoy?

– Estaba en Auchterarder -contestó ella.

Él la miró admirado.

– He visto escenas por la tele y parecía zona de guerra.

– No fue para tanto. ¿Qué tal por aquí?

– Se organizó cierta protesta cuando impidieron la salida de los autobuses, pero nada comparable a lo del lunes. Ésa es Annie Lennox -dijo señalando con la barbilla por encima del hombro. Efectivamente, vio que la cantante pasaba a menos de tres metros de ellos sonriéndoles, en dirección a los camerinos-. ¡Cómo cantaste en Hyde Park! -le gritó Greig, y ella continuó sonriendo pensando en su inminente actuación.

Greig fue a por más cervezas. Casi todos los que veía Siobhan por allí deambulaban como aburridos. Eran técnicos de montaje que no tenían nada que hacer hasta desmontar el escenario cuando acabaran las actuaciones, personal auxiliar y ejecutivos de las discográficas, estos últimos uniformados con traje oscuro y suéter de cuello de pico, gafas de sol y el móvil pegado al oído; personal del servicio de comidas, promotores y advenedizos. Ella era como uno de éstos porque nadie le había preguntado qué hacía allí, pues nadie pensaba que perteneciese a ningún conjunto.

«Mi lugar son las gradas -pensó-. O el Departamento de Investigación Criminal.»

Qué distinta se sentía de aquella quinceañera que fue en autostop a Grenham Common para cantar We Shall Overcome cogida de la mano en corro con otra gente frente a la base aérea. A ella, la marcha del sábado contra la pobreza le parecía ya cosa del pasado. Y sin embargo, a Bono y a Geldof les habían permitido cruzar el cinturón de seguridad para plantear la problemática a los dirigentes del G-8; habían conseguido que aquellos hombres se enterasen de la realidad y que millones de personas esperaban algo de ellos. Al día siguiente se adoptarían decisiones cruciales. Era un día de suma importancia.

Tenía el móvil en la mano y estuvo a punto de llamar a Rebus. Pero sabía que se echaría a reír y le diría que cortase la comunicación y que se lo pasara bien. De pronto le entró la duda de si iría al concierto de T in the Park a pesar de tener la entrada sujeta por un imán a la nevera. Seguramente no se habrían resuelto los homicidios, y más ahora que estaba apartada oficialmente del caso. Su caso. Aunque Rebus había incorporado a Wylie… Le dolía que no se lo hubiera consultado; le dolía que tuviera razón y necesitaran ayuda. Y, además, resultaba que Wylie conocía a Gareth Tench y que Tench conocía a la hermana de Wylie…

Bobby Greig volvió y le tendió la cerveza.

– Bueno, ¿qué le parece? -preguntó.

– Me parece que no son nada del otro mundo -contestó ella. El asintió con la cabeza.

– Las estrellas pop han debido de ser los burros de la clase, y se vengan así. Aunque, como observará, tienen la cabeza normal…

Greig advirtió que Siobhan no atendía a lo que le estaba diciendo.

– ¿Qué hará éste aquí? -preguntó ella.

Greig miró, reconoció al hombre y saludó con la mano. El concejal Gareth Tench le devolvió el saludo. Hablaba con Daws y Diprose, pero los dejó, dando una palmadita en el hombro al primero y un beso en sendas mejillas a la segunda, y se dirigió hacia ellos.

– Es el coordinador de Cultura del ayuntamiento -dijo Greig, tendiendo la mano al concejal.

– ¿Cómo está, muchacho? -dijo Tench.

– Muy bien.

– ¿Alejada de los disturbios? -preguntó a Siobhan, quien le estrechó la mano con firmeza.

– Se hace lo que se puede.

Tench se volvió hacia Greig.

– Perdone, no acabo de acordarme de qué le conozco…

– Del campamento. Me llamo Bobby Greig.

– Claro, claro -dijo Tench, meneando la cabeza por su despiste-, por supuesto. ¿No es maravilloso? -añadió juntando las manos y mirando a su alrededor-. El mundo entero pendiente de Edimburgo.

– O del concierto, en cualquier caso -no pudo por menos que comentar Siobhan.

Tench puso los ojos en blanco.

– Pues hay gente a quien no le gusta. ¿Le ha hecho entrar Bobby sin pagar?

Siobhan asintió con la cabeza.

– ¿Y aún se queja? -insistió él conteniendo la risa-. No se le olvide hacer una aportación antes de irse, ¿eh?, para que no parezca un soborno.

– No diga eso -protestó Greig.

Pero Tench descartó su comentario con un gesto.

– ¿Y su colega? -preguntó a Siobhan.

– ¿Se refiere al inspector Rebus?

– Exacto. Me ha parecido bastante buen amigo del gangsterismo local.

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno, trabajando juntos… seguro que le hará confidencias. La otra noche… -hizo una pausa como recordando- di en el Centro Religioso de Craigmillar una conferencia y apareció su colega Rebus con un monstruo llamado Cafferty. -Hizo otra pausa-. Supongo que le conoce.

– Le conozco -admitió Siobhan.

– Me resulta chocante que las fuerzas de la ley y el orden tengan que… -se detuvo como buscando la palabra adecuada- «fraternizar». -Hizo otra pausa y miró fijamente a Siobhan-. Supongo que el inspector Rebus no habrá omitido decírselo. Quiero decir, que ya lo sabía, ¿no?

Siobhan se sintió como un pez tentado por un persistente cebo.

– Todos tenemos nuestra vida privada, señor Tench -fue la única respuesta que se le ocurrió, aunque a Tench no se le escapó su apuro-. Y usted -prosiguió-, ¿a qué ha venido, a tratar de convencer a algún grupo para que toque en el centro Jack Kane?

Tench se restregó otra vez las manos.

– Si se presenta la ocasión…

Dejó la frase en el aire al ver una cara conocida, que Siobhan reconoció: Marti Pellow, de Wet Wet Wet. El nombre le hizo enderezar el paraguas sobre el que la lluvia tamborileó mientras Tench se dirigía hacia el recién llegado.

– ¿De qué hablaba ese hombre? -preguntó Greig, pero ella negó con la cabeza-. No sé, pero me da la impresión de que está usted en otra parte.

– Perdone -dijo ella.

Greig miraba a Tench y al cantante.

– Qué rapidez, ¿no? Y no se corta… Yo creo que por eso le escucha la gente. ¿Le ha oído en algún discurso? Pone la piel de gallina.

Siobhan asintió distraída con la cabeza, pensando en Rebus y en Cafferty; no le sorprendía que Rebus no le hubiese dicho nada. Volvió a mirar el móvil. Ahora tenía un pretexto para llamarle, pero se contuvo.

«Tengo derecho a mi vida privada y a salir una noche.»

Si no, se volvería como Rebus, una ofuscada, excluida, despreciada y desconfiada. Él llevaba en el puesto de inspector casi veinte años, pero ella aspiraba a más; aspiraba a hacer bien su trabajo y a ser capaz de desconectarse cuando fuese preciso. Quería una vida al margen de la profesión, y no una profesión que la acaparase por completo. Rebus había perdido a familia y amigos, dándoles de lado para dedicarse a cadáveres y a ex presidiarios, ladronzuelos, violadores, matones, chantajistas y racistas; cuando salía a beber lo hacía solo, sentado a la barra frente al botellero. No tenía aficiones, no le interesaba ningún deporte ni se tomaba vacaciones; si tenía un par de semanas libres, era frecuente verle en el Bar Oxford, en la mesa de un rincón, fingiendo leer el periódico o mirando aburrido la tele.

Ella quería más.

Decidió hacer una llamada y cuando contestaron esbozó una sonrisa.

– ¿Papá? ¿Estáis aún en el restaurante? Di que pongan otro servicio de postres.


* * *

Stacey Webster había recuperado su personalidad.

Iba vestida casi igual que el día de su entrevista con Rebus fuera del depósito, y llevaba camiseta de manga larga.

– ¿Es para ocultar los tatuajes? -preguntó él.

– No son permanentes y acaban por borrarse -contestó ella.

– Como casi todo. -Rebus vio la maleta con soporte de ruedas-. ¿Vuelve a Londres?

– En coche cama -dijo ella.

– Escuche, siento que le hiciéramos… -Miró a su alrededor por el vestíbulo como renuente a mirarle a la cara.

– Son cosas que pasan -dijo ella-. A lo mejor nadie me descubrió, pero el comandante Steelforth no quiere correr riesgos -añadió con un extraño aire de indecisión, como prisionera entre dos personalidades distintas.

– ¿Le apetece una copa? -preguntó Rebus.

– He venido a ver a Siobhan -contestó ella metiendo la mano en el bolsillo-. ¿Cómo está su madre?

– Recuperándose en el piso de Siobhan -respondió él.

– Bueno, Santal no podrá decirle adiós -añadió ella tendiéndole un sobre de plástico transparente con un disco plateado-. Es un CD con copia de lo que filmé con la cámara aquella tarde en Princes Street.

– Ya se lo daré -dijo Rebus asintiendo con la cabeza.

– El comandante me mataría si se…

– Será un secreto -dijo Rebus, guardándose el disco en el bolsillo interior de la chaqueta-. Bueno, vamos a tomar esa copa.

Había muchos pubs en Leith Walk, pero el primero ante el que pasaron estaba lleno y el televisor retransmitía a todo volumen el concierto de Murrayfield. Un poco más abajo encontraron otro tranquilo, tradicional, con tocadiscos y una máquina tragaperras. Stacey, que había dejado la maleta detrás del mostrador de recepción de Gayfield Square, le dijo que quería descargarse de moneda escocesa como excusa para pagar la consumición. Se sentaron en una mesa apartada.

– ¿Ha viajado antes en coche cama? -preguntó Rebus.

– Por eso tomo un vodka con tónica, para poder dormir en ese maldito tren.

– ¿Se acabó lo de Santal?

– Depende.

– Steelforth dijo que llevaba varios meses de agente encubierta.

– Meses -asintió ella.

– En Londres no le resultaría tan fácil, por el riesgo casual de que alguien la reconociera.

– En cierta ocasión pasé al lado de Ben.

– ¿Con su disfraz de Santal?

– Y no me conoció -añadió ella reclinándose en el asiento-. Por eso dejé que Santal se acercase a Siobhan, aunque ya sabía por sus padres que era policía.

– ¿Quería comprobar si el disfraz era eficaz?

Rebus vio que asentía con la cabeza y pensó que la entendía en cierto modo. Para Stacey, la muerte de su hermano habría sido demoledora, pero a Santal le habría importado muy poco. El problema era que el dolor seguía reprimido; algo que conocía bien.

– De todos modos, Londres no era mi base de servicio -dijo Stacey-. Muchos grupos se han marchado de allí, donde nos resultaba más fácil tenerlos vigilados. Ahora casi todo el tiempo estoy en Manchester, Bradford, Leeds…

– ¿Cree que hay alguna diferencia?

Ella reflexionó un instante.

– Siempre se espera que sí, ¿no cree?

Rebus asintió en silencio, dio un trago de cerveza y dejó el vaso en la mesa.

– Sigo investigando la muerte de Ben -dijo.

– Lo sé.

– ¿Se lo dijo el comandante?

Ella asintió.

– No ha dejado de ponerme trabas.

– Probablemente considera que es su trabajo, inspector. No es nada personal.

– A mí más bien me parece que trata de proteger a un tal Richard Pennen.

– ¿De Pennen Industries?

Rebus asintió con la cabeza.

– Es curioso -dijo ella-. No se llevaban muy bien.

– ¿Cómo es eso?

– Ben había viajado a muchas zonas de guerra -dijo ella mirándole- y sabía los horrores que siembra el comercio de armas.

– Según tengo entendido, Pennen vende tecnología más que armamento.

Ella lanzó un bufido.

– Es sólo cuestión de tiempo. Ben trató de impedirlo cuando estaba en su mano. Debería leer Hansard, los discursos de sus intervenciones parlamentarias, plantea toda clase de preguntas espinosas.

– Pero Pennen le pagaba el hotel…

– Y él estaría encantado. Aceptaba las invitaciones de los dictadores y luego durante el viaje no cesaba de criticarlos. -Hizo una pausa, meneó la bebida y volvió a mirarle a la cara-. Cree que era un soborno, ¿verdad? ¿Que Pennen compraba a Ben?

Rebus guardó silencio.

– Mi hermano era una buena persona, inspector. Y ni siquiera pude asistir a su funeral -añadió con lágrimas en los ojos.

– Él lo habría entendido -dijo Rebus-. Mi… -Tuvo que hacer una pausa para aclararse la garganta-. Mi hermano murió hace una semana. El viernes estuve en el crematorio.

– Cuánto lo siento.

Rebus se llevó el vaso a los labios.

– Tenía algo más de cincuenta años. El médico dijo que fue un derrame cerebral.

– ¿Estaban muy unidos?

– Nos llamábamos por teléfono. -Hizo una pausa-. Una vez le metí en la cárcel por tráfico de drogas -añadió observando su reacción.

– ¿Y eso le duele? -preguntó Stacey.

– ¿Cómo?

– No haberle dicho… -Hizo un esfuerzo por articular las palabras, con un rictus al sentir que le brotaban las lágrimas-. ¿No haberle dicho que lo sentía?

Se levantó de la mesa y se dirigió al servicio, ya del todo identificada con su personalidad de Stacey Webster. Rebus pensó que quizá debía ir tras sus pasos, o decir algo a la camarera, pero se quedó sentado moviendo el vaso hasta hacer espuma, pensando en las familias. Ellen Wylie y su hermana, los Jensen y su hija Vicky, Stacey Webster y su hermano Ben.

– Mickey -musitó. Nombraba a los muertos para que supieran que no los olvidaba.

Ben Webster, Cyril Colliar, Edward Isley, Trevor Guest.

– Michael Rebus -añadió en voz alta con gesto de brindis.

Luego, se levantó y pidió otra ronda: una IPA y vodka con tónica. Aguardó en la barra a que le dieran la vuelta. Dos parroquianos discutían sobre las posibilidades de Gran Bretaña para la candidatura olímpica de 2012.

– ¿Por qué Londres siempre se lo lleva todo? -dijo uno de ellos.

– Qué raro que no quisieran lo del G-8 -añadió su interlocutor.

– Sabían lo que se les venía encima.

Rebus reflexionó un instante. Era miércoles, pero el viernes todo habría acabado. Un día más y Edimburgo volvería a la normalidad. Steelforth y Pennen y los demás intrusos se habrían ido al sur.

«No se llevaban muy bien.»

Lo decía por Ben Webster y Richard Pennen, porque el diputado intentaba poner trabas a los planes de expansión del empresario. Él estaba equivocado respecto a Ben Webster, creyéndole un vendido. Y Steelforth le impidió acercarse a la habitación del hotel, no porque no quisiera publicidad ni que molestasen a los peces gordos con preguntas e hipótesis, sino para proteger a Richard Pennen.

«No se llevaban muy bien.»

Lo cual arrojaba sospechas sobre Richard Pennen; o al menos aportaba un motivo. Cualquiera de los que estaban de guardia en el castillo podía haber empujado al diputado al vacío. Habría guardaespaldas mezclados con los invitados. Y servicio secreto; al menos un agente personal para la protección del secretario de Exteriores y del ministro de Defensa. Steelforth era del SOI2, el departamento inmediatamente inferior al MI5 y al MI6. Pero si uno quiere desembarazarse de alguien, ¿por qué elegir ese método? Era demasiado público, demasiado espectacular. Rebus sabía por experiencia que los asesinatos perfectos eran aquellos en los que no había asesinato: víctima asfixiada durante el sueño, drogada y metida en un vehículo en marcha, o desaparecida sin más.

«Dios, John, acabarás viendo duendes verdes», se regañó. La culpa era de las circunstancias; aquella semana del G-8 se imaginaba uno cualquier conspiración. Dejó las bebidas en la mesa, un tanto preocupado al ver que Stacey seguía sin salir de los servicios; pero le vino al pensamiento que había estado en la barra, de espaldas, esperando las bebidas. Aguardó otros cinco minutos y luego pidió a la camarera que fuese a mirar. La mujer salió del lavabo de señoras negando con la cabeza.

– Tres libras en balde -dijo señalando la copa de Stacey-. De todas formas, perdone que le diga, pero era muy joven para usted.

Había vuelto a Gayfield Square a por su maleta y le dejaba una nota.

«Buena suerte y recuerde que Ben era mi hermano, no el suyo. No deje de apurar su propio duelo.»

Faltaban unas horas para la salida del tren nocturno. Podía ir a Waverley, pero optó por no hacerlo; no estaba seguro de que hubiera mucho más que decirse. Tal vez ella tuviera razón; indagando la muerte de Ben conservaba patente el recuerdo de Mickey. De pronto se le ocurrió una pregunta que quería haberle hecho.

«¿Qué cree que le sucedió a su hermano?»

Bueno, tenía la tarjeta que le había dado enfrente del depósito. Tal vez la llamara al día siguiente para preguntarle si había dormido en el viaje a Londres; le diría que seguía investigando la muerte de su hermano y ella diría: «Lo sé». Sin preguntas ni hipótesis por su parte. ¿Prevenida por Steelforth? Un buen soldado siempre obedece las órdenes. Pero seguro que ella también había estado pensando y sopesando posibilidades.

Una caída. Un salto. Un empujón.

– Mañana -se dijo camino del DIC, con toda una noche por delante de fotocopia clandestina.

JUEVES 7 DE JULIO
Capítulo 19

El zumbador le despertó.

Cruzó el pasillo tambaleándose y apretó el botón del intercomunicador.

– ¿Quién es? -preguntó con voz pastosa.

– Yo creía que íbamos a trabajar aquí.

Era la voz lejana y distorsionada de Siobhan.

– ¿Qué hora es? -preguntó él tosiendo.

– Las ocho.

– ¿Las ocho?

– El inicio de nuestra jornada laboral.

– Estamos suspendidos de servicio, ¿recuerdas?

– ¿Te he pillado en pijama?

– No uso pijama.

– ¿Y me vas a hacer esperar aquí en la calle?

– Te dejaré abierta la puerta del piso -contestó él pulsando el aparato.

Recogió la ropa de la butaca del dormitorio y se encerró en el cuarto de baño. La oyó dar con los nudillos en la puerta y abrirla.

– ¡Dos minutos! -gritó entrando en la bañera para meterse bajo la ducha.

Cuando salió, ella estaba sentada a la mesa del comedor organizando las fotocopias de la noche anterior.

– No te acomodes -dijo él, haciéndose el nudo de la corbata, pero al recordar que no iba a la comisaría, se la quitó y la tiró al sofá-, que necesitamos provisiones -añadió.

– Y yo necesito un favor.

– ¿Cuál?

– Un par de horas para el almuerzo. Quiero llevar a mis padres a un restaurante.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Cómo está tu madre?

– Está bien. Han decidido no ir a Gleneagles a pesar del cambio de tiempo.

– ¿Se vuelven mañana a Londres?

– Probablemente.

– ¿Qué tal el concierto anoche? Vi la última parte en la tele y esperaba verte a ti saltando en primera fila.

Siobhan no contestó de inmediato.

– Yo ya me había ido.

– Ah.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Qué es lo que hay que comprar?

– El desayuno.

– Yo ya he desayunado.

– Bueno, pues me contemplarás devorando un bocadillo de beicon. Hay un café en Marchmont Road y mientras yo como, tú puedes llamar al consejero Tench para concertar una entrevista.

– Anoche le vi en el concierto.

– Ese hombre está en todas partes, ¿no crees? -comentó Rebus mirándola.

Ella se había acercado al tocadiscos. Había vinilos en una estantería y cogió uno.

– Eso es de antes de que tú nacieras -comentó Rebus-. Canciones de amor y odio, de Leonard Cohen.

– Escucha esto -dijo ella leyendo el reverso de la funda-: «Encarcelaron a un hombre que quería dominar el mundo, pero los imbéciles se equivocaron de hombre». ¿Qué querrá decir?

– ¿Se trataría de un caso de error de identidad? -aventuró Rebus.

– Yo creo que se refiere a la ambición -replicó ella-. Gareth Tench me dijo que te vio con…

– Aja.

– Con Cafferty.

Rebus asintió con la cabeza.

– Big Ger dice que el concejal pretende ponerle fuera de juego.

Siobhan dejó el disco y se volvió hacia él.

– Estupendo, ¿no?

– Depende del sustituto. Según Cafferty, es Tench quien aspira a serlo.

– ¿Tú le crees?

Rebus hizo una pausa reflexiva.

– ¿Sabes lo que necesito saber para contestarte?

– ¿Pruebas? -preguntó ella.

Rebus negó con la cabeza.

– Café -contestó.


* * *

A las nueve menos cuarto Rebus iba por la segunda taza, con los restos del bocadillo en un plato manchado de grasa. En el café había una buena selección de periódicos, y Siobhan leía noticias sobre Empuje Final mientras él señalaba con el dedo fotos del escenario de sus respectivas correrías la víspera en Gleneagles.

– ¿No vimos a ese chico? -preguntó señalando una imagen.

Ella asintió con la cabeza.

– Sí, pero sin sangre en la cara.

Rebus volvió la página hacia sí.

– En realidad, es lo que quieren, ¿sabes? Un poco de sangre siempre va bien para las noticias.

– Y dejarnos a nosotros como los malos de la película.

– Por cierto… -añadió él sacando el compacto del bolsillo-. Ten; un regalo de despedida de Stacey Webster, o Santal, como gustes.

Siobhan cogió el disco ente dos dedos mientras él le explicaba cómo se lo había dado. Cuando terminó, sacó del bolsillo la tarjeta de Stacey y marcó el número. No contestaron; al volver a guardar el móvil en la chaqueta notó un leve aroma al perfume de Molly Clarke, pero pensó que a Siobhan no tenía por qué decírselo, pues no estaba seguro de su reacción. Aún andaba dándole vueltas en la cabeza cuando entró Gareth Tench. Les estrechó la mano. Rebus le dio las gracias por haber ido y le indicó que se sentara.

– ¿Qué quiere tomar?

Tench negó con la cabeza. Rebus vio un coche aparcado y, al lado, los escoltas.

– Buena idea -dijo Rebus señalando la escena con la barbilla-. Debería haber más vecinos de Marchmont con guardaespaldas.

Tench se limitó a sonreír.

– ¿Hoy no trabaja? -preguntó.

– Es una entrevista informal -le replicó Rebus-. Preferimos no hablar con los políticos en activo en un cuarto de interrogatorios de la comisaría.

– Se lo agradezco -dijo Tench arrellanándose para estar cómodo, pero sin la menor intención de quitarse el abrigo-. Bien, ¿qué desea, inspector?

Pero fue Siobhan quien tomó la palabra.

– Señor Tench, como sabe, estamos investigando una serie de asesinatos, de los cuales se encontraron ciertos indicios en Auchterarder.

Tench entornó los ojos sin dejar de mirar a Rebus, pero era evidente que esperaba que la conversación hubiera tomado otro derrotero, sobre Cafferty, tal vez, o sobre Niddrie.

– No acabo de… -arguyó.

– El nombre de las tres víctimas figuraba en un sitio de Internet llamado Vigilancia de la Bestia -continuó Siobhan. Hizo una pausa-. Que usted conoce, naturalmente.

– ¿Ah, sí?

– Nos consta esa información -añadió ella desplegando un papel y mostrándoselo-. Ozyman… es usted, ¿no es cierto?

Tench reflexionó un instante. Siobhan volvió a doblar el papel y se lo guardó en el bolsillo. Rebus dirigió un guiño al concejal, como comentario admirativo a propósito de la eficacia de Siobhan y como advertencia: «Así que no nos venga con cuentos».

– Soy yo -dijo Tench finalmente-. ¿Y qué?

Siobhan se encogió de hombros.

– ¿Por qué le interesa Vigilancia de la Bestia, señor Tench?

– ¿Me consideran sospechoso?

Rebus lanzó una falsa carcajada.

– Eso es mucho decir, señor -dijo.

Tench le fulminó con la mirada.

– No me imaginaba que Cafferty fuese a tramar algo como esto… con ayuda de sus amigos.

– Creo que nos alejamos del tema -terció Siobhan-. Tenemos que interrogar a los que tienen acceso a esa página, señor. Es el reglamento. Nada más.

– Sigo sin comprender cómo han relacionado ese seudónimo con mi persona.

– No olvide, señor Tench -dijo Rebus irónico-, que esta semana están aquí los mejores agentes de inteligencia del mundo y son capaces de maravillas. -Tench iba a decir algo, pero le cortó-. Es una elección curiosa. Ozymandias es un poema de Shelley, ¿verdad? Sobre un rey con manías de grandeza que erige una estatua colosal de sí mismo, que se desmorona sola en el desierto. -Hizo una pausa-. Sí, una interesante elección.

– ¿Por qué?

Rebus cruzó los brazos.

– Bueno, pues porque indica que era un rey con mucho ego, pero la moraleja del poema es que por mucha grandeza y poder que se tenga, todo es perecedero. Y cuando se es un tirano, más dura es la caída. -Se inclinó levemente sobre la mesa-. Quien eligió ese nombre no era tonto; sabía que no se refería al poder como tal…

– Sino a la influencia corruptora del poder -añadió Tench sonriente asintiendo con la cabeza.

– El inspector Rebus hace evidentes progresos -terció Siobhan-. Ayer mismo todavía elucubraba sobre si no sería usted australiano.

Tench amplió su sonrisa sin quitar ojo a Rebus.

– Es un poema que estudiamos en el colegio -dijo-. Tuve un profesor de inglés muy entregado que nos lo hizo aprender de memoria -añadió alzando los hombros-. Es sólo un nombre, inspector. No le dé más vueltas. Debe de ser el peligro de la profesión -añadió mirando a Siobhan- buscar siempre una motivación. Por cierto, ¿cuál es la motivación de ese asesino? ¿Lo han considerado?

– Creemos que es alguien que hace la guerra por su cuenta -contestó Siobhan.

– ¿Y elige a sus víctimas en ese portal de Internet? -inquirió Tench no muy convencido.

– Aún no nos ha explicado -añadió Rebus despacio- el porqué de su interés por Vigilancia de la Bestia -terminó abriendo los brazos y apoyando la palma de las manos a ambos lados de la taza.

– Mi distrito es un basurero, Rebus. Usted que lo ha visto no lo negara. Las instituciones nos traen a los problemáticos sin vivienda, a los traficantes de poca monta, a los irrecuperables; delincuentes sexuales, heroinómanos y vagabundos de todo tipo. En sitios como Vigilancia de la Bestia encuentro un espacio de réplica en donde puedo polemizar desde mi perspectiva sobre los problemas que se me echan encima.

– ¿Y ha logrado algo? -preguntó Siobhan.

– Hace tres meses pusieron en libertad a un maníaco sexual y conseguí que no reincidiese aquí.

– Cargándole el problema a otro -comentó Siobhan.

– Yo siempre he actuado así. Y si aparece alguien como Cafferty, pienso seguir el mismo método.

– Cafferty lleva mucho tiempo en la plaza -dijo Rebus.

– ¿Quiere decir que a pesar de ustedes o precisamente por ello? -Rebus no replicó y la sonrisa de Tench adquirió un aire despectivo-. No es de recibo que haya durado tanto de no ser por ciertos apoyos -espetó reclinándose en el asiento balanceando los hombros-. ¿Hemos terminado?

– ¿Hasta qué extremo conoce a los Jensen? -preguntó Siobhan.

– ¿A quién?

– Al matrimonio que gestionaba la página.

– No los conozco -contestó Tench.

– ¿De verdad? -comentó Siobhan sorprendida-. Viven aquí, en Edimburgo.

– Como otro medio millón de personas. Yo me muevo bastante, sargento Clarke, pero no estoy hecho de goma elástica.

– ¿De qué está usted hecho, concejal Tench? -inquirió Rebus.

– De ira, tesón y anhelo de la verdad y la justicia -replicó Tench lanzando un profundo suspiro que acabó en un silbido-. Podríamos pasarnos aquí el día entero -añadió displicente con otra sonrisa, poniéndose en pie-. Bobby se quedó muy triste cuando lo abandonó anoche en el concierto, sargento Clarke. Tenga cuidado, porque la pasión de algunos hombres alimenta un rencor bestial -espetó con una leve reverencia, y salió del local.

– Volveremos a hablar -replicó Siobhan.

Rebus vio a través del cristal como uno de los guardaespaldas abría la portezuela trasera del coche y el corpachón de Tench desaparecía en el interior.

– ¿Te has percatado de que los concejales suelen estar bien alimentados? -comentó.

Siobhan se pasó la mano por la frente.

– Podríamos haber manejado mejor la situación.

– ¿Te escabulliste anoche de Empujón Final?

– No acababa de ambientarme.

– ¿Tuvo algo que ver nuestro estimado concejal?

Ella negó con la cabeza.

– Destructor y conservador -musitó Rebus.

– ¿Cómo?

– Es otro verso de Shelley.

– ¿Cuál de los dos epítetos es aplicable a Gareth Tench?

El coche se apartaba en aquel momento del bordillo.

– Tal vez los dos -contestó Rebus con un bostezo-. ¿No podríamos tomarnos hoy un descanso?

Ella le miró.

– Podrías hacerlo a la hora de almorzar y te podría presentar a mis padres.

– ¿Quedo eximido del estatus de paria? -preguntó él enarcando una ceja.

– John… -dijo ella en tono admonitorio.

– ¿No los quieres para ti sola?

– Tal vez he sido un poco egoísta -comentó ella encogiéndose de hombros.


* * *

Rebus había descolgado dos cuadros de una de las paredes del cuarto de estar para tener los datos de las tres víctimas clavados con chinchetas en un espacio continuo. Él estaba sentado a la mesa y Siobhan se había tumbado en el sofá; leían los dos, haciendo de vez en cuando una pregunta o una observación.

– Supongo que no habrás tenido tiempo de escuchar la cinta de Ellen Wylie -dijo Rebus-. Bueno, no es imprescindible.

– Hay muchos otros suscriptores con quien hablar -dijo ella.

– Primero hay que saber quiénes son. ¿Crees que Cerebro podría hacer eso sin que se enterasen Corbyn y Steelforth?

– Tench habló de una motivación… ¿No se nos escapará algún detalle?

– ¿Un factor común a los tres?

– Ya que lo dices, ¿por qué no habrá habido más víctimas?

– La explicación lógica sería que se ha marchado a otro lugar, que le hemos detenido por otro delito, o bien, que sabe que le seguimos los pasos.

– No le seguimos los pasos.

– La prensa dice que sí.

– Para empezar, ¿a cuento de qué dejar rastros en la Fuente Clootie? ¿Porque existía la posibilidad de que fuésemos allí?

– No podemos descartar una relación local.

– ¿Y si no tiene nada que ver con Vigilancia de la Bestia?

– En ese caso estamos perdiendo el tiempo miserablemente.

– ¿No será una especie de mensaje para el G-8? A lo mejor está aquí, en Edimburgo, con una pancarta por las calles.

– Su foto podría estar en ese compacto…

– Y nunca lo sabremos.

– Si dejó los rastros para desafiarnos, ¿cómo es que no ha seguido haciéndolo? ¿No sería lógico que continuara el juego?

– Tal vez no tenga que continuarlo.

– ¿A qué te refieres?

– Podría estar más cerca de lo que pensamos.

– Hombre, muchas gracias.

– ¿Quieres una taza de té?

– Adelante.

– En realidad, te toca a ti. Yo pagué el café.

– Tiene que haber una pauta, ¿sabes? Nos falta algo.

El teléfono de Siobhan dio unos pitidos; era un mensaje de texto y lo leyó.

– Pon la tele -dijo.

Pero bajó las piernas del sofá y ella misma pulsó el botón. Encontró el mando a distancia y cambió de canales. AVANCE DE NOTICIAS, EXPLOSIONES EN LONDRES.

– Es Eric quien me ha enviado el texto -dijo con voz queda.

Rebus se acercó al sofá. La información era escueta: una serie de explosiones en el metro de Londres con docenas de heridos.

– Se atribuye a una sobrecarga de la red eléctrica -decía el presentador no muy convencido.

– ¡Qué cojones, una sobrecarga! -refunfuñó Rebus.

Estaban cerradas las principales estaciones de ferrocarril, los hospitales habían decretado la situación de alerta y se recomendaba al público no circular por el centro. Siobhan volvió a sentarse en el sofá con la cabeza entre las manos y los codos apoyados en las rodillas.

– Están ciegos -dijo con voz queda.

– Tal vez no sea sólo en Londres -añadió Rebus. Pero probablemente sí.

Era la hora punta de la mañana, con muchísima gente camino del trabajo; y la policía de transportes públicos trasladada a Escocia para el G-8 y reforzada con agentes de Londres. Cerró los ojos, pensando: «Suerte que no fue ayer cuando miles de personas celebraban en Trafalgar Square la designación de la sede olímpica, o el sábado por la noche en Hyde Park con doscientas mil personas».

La red nacional de electricidad confirmaba que no había ninguna avería en sus líneas. Aldgate. King's Cross. Edgware Road.

Corría el rumor de que había también un autobús «destruido». El locutor estaba demudado y un número de teléfono de urgencias destellaba en la base de la pantalla.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Siobhan.

Aparecieron imágenes de los lugares de las explosiones con médicos corriendo atropelladamente, entre emanaciones de humo y heridos sentados en el bordillo de la acera, pisando cristales y con el ruido de fondo de las sirenas y las alarmas de los coches y los comercios cercanos.

– ¿Qué hacemos…? -repitió Rebus, sin necesidad de respuesta, al sonar el teléfono de Siobhan.

– ¿Mamá? -dijo ella-. Sí, lo estamos viendo. -Hizo una pausa, escuchando-. Seguro que están bien… Sí, podrías llamarlos. Pero a lo mejor tarda la comunicación. -Hizo otra pausa-. ¿Qué? ¿Hoy? King's Cross estará cerrada -dijo medio volviéndose hacia Rebus.

Él optó por salir del cuarto y dejarla a solas para que hablara lo que quisiera. En la cocina, abrió el grifo y llenó el hervidor escuchando el sonido del agua, un sonido básico que casi nunca oía. Pero existía.

Normal y cotidiano.

Al cerrar el grifo oyó un débil jadeo. Era curioso que le pareciera oírlo por primera vez. Cuando volvió al cuarto de estar, Siobhan se había levantado del sofá.

– Mamá quiere volver a Londres -dijo- para saber si los vecinos están bien.

– ¿Dónde viven?

– En Forest Hill, al sur del Támesis -contestó ella.

– Entonces, ¿no hay almuerzo?

Siobhan negó con la cabeza. Rebus le tendió un trozo de rollo de cocina para que se sonara.

– Una cosa como ésta te hace verlo todo en su justa medida -dijo ella.

– No creas. Ha estado flotando en el aire toda la semana. Hubo momentos en que casi lo olfateaba.

– Hay tres bolsitas -dijo Siobhan.

– ¿Cómo?

– Que has puesto tres bolsitas de té en esa taza. ¿Era en eso en lo que pensabas? -añadió tendiéndole la tetera.

– Sí, es posible -admitió él.

Mentalmente se representó una estatua en el desierto desmoronándose.


* * *

Siobhan se marchó a casa para ayudar a sus padres y llevarlos al tren, si seguía en vigor el plan. Rebus se quedó viendo la televisión. Era un autobús rojo de dos pisos con el techo en la calzada. Pero había supervivientes. A él le parecía un milagro. Resistía el impulso de abrir la botella y servirse una copa. Los testigos presenciales daban su versión; el primer ministro regresaba a Londres, dejando en Gleneagles al secretario de Asuntos Exteriores al frente de la delegación. Antes de emprender viaje, Blair hizo una declaración flanqueado por sus colegas del G-8 y pudieron verse las tiritas en los nudillos del presidente Bush. En el noticiario sobre el atentado, la gente explicaba que habían tenido que arrastrarse en medio de miembros humanos para salir de los vagones, entre humo y sangre. Algunos habían tomado fotos con los móviles para captar el horror. Rebus se preguntó qué instinto les habría impulsado a hacerlo a modo de corresponsales de guerra.

Miró la botella de la repisa de la chimenea, con la taza de té frío en la mano. Tres personas habían sido elegidas para morir por otra u otras personas. Ben Webster había encontrado la muerte; Big Ger Cafferty y Gareth Tench se ponían en guardia mutuamente. «Ver las cosas en su justa medida», había dicho Siobhan. Él no estaba tan seguro. Porque ahora más que nunca necesitaba respuestas, rostros y nombres. Él no podía hacer nada por aquello de Londres, de terroristas suicidas de una matanza a semejante escala como la que estaba viendo. Lo único que podía hacer era meter en la cárcel a malhechores de vez en cuando; magros resultados que en nada modificaban el panorama global. Recordó una imagen: Mickey de niño, en la playa de Kirkcaldy o de vacaciones en St. Andrews o Blackpool, construyendo con tesón barreras de arena húmeda frente a las olas que morían en la orilla; trabajando como si en ello le fuera la vida. Y John, su hermano mayor, ayudándole a amontonar arena con la palita de plástico. Mickey la apelmazaba. Una barrera de cinco metros de largo y quizá de quince centímetros de alto. Pero las primeras lenguas de espuma que la alcanzaban deshacían indefectiblemente la construcción, que se desmoronaba fundiéndose en la propia arena; ellos chillaban de rabia, pataleaban y esgrimían sus pequeños puños frente al agua invasora, la traicionera orilla y el cielo impasible.

Y Dios. Dios por encima de todo.

La botella parecía aumentar de tamaño, o quizá fuese que él se empequeñecía. Pensó en la letra de una canción de Jackie Leven: «Pero mi barca es muy pequeña y tu mar tan inmenso». Sí, inmenso, pero ¿por qué demonios estaba lleno de putos tiburones?

Al oír el teléfono pensó en no contestar; dudó diez segundos. Era Ellen Wylie.

– ¿Alguna novedad? -preguntó. Tras lo cual lanzó una breve carcajada sarcástica y se apretó el puente de la nariz-. Aparte de lo obvio, claro.

– Aquí estamos conmocionados -dijo ella-. Ni se darán cuenta de que fotocopió todo el papeleo para llevárselo a casa. Creo que nadie revisará nada hasta la semana que viene. He pensado si volver a Torphichen a ver cómo les va en mi comisaría.

– Buena idea.

– Los refuerzos de Londres regresan y es muy posible que hagamos falta todos.

– Bien, no pasa nada.

– En realidad, hasta los anarquistas están estupefactos. Según las noticias, en Gleneagles todo está tranquilo y mucha gente quiere volver a casa.

Rebus se levantó del sillón y se acercó a la repisa de la chimenea.

– En ocasiones como ésta lo lógico es estar con los seres queridos.

– John, ¿se encuentra bien?

– De perillas, Ellen -contestó, pasando un dedo a lo largo de la botella. Era Dewar's de color oro pálido-. Vuelve a Torphichen.

– ¿Quiere que pase más tarde?

– No creo que hagamos mucho.

– Entonces, ¿hasta mañana?

– Muy bien. Mañana hablamos -añadió, cortando la comunicación y apoyando las manos en la repisa de la chimenea.

Habría jurado que la botella le miraba.

Capítulo 20

Salían autobuses hacia el sur y los padres de Siobhan decidieron irse en uno de ellos.

– Nos habríamos marchado mañana, de todos modos -dijo su padre dándole un abrazo.

– Al final, no habéis ido a Gleneagles -comentó ella.

Él la besó en la mejilla, junto a la mandíbula, como solía, y por un instante se sintió niña otra vez. Siempre la besaba así, en Navidad o el día de su cumpleaños, cuando traía buenas notas o simplemente porque estaba contento.

Dio otro abrazo a su madre y ella le susurró: «No tiene importancia», refiriéndose a las contusiones del rostro, a que no se ofuscara buscando al culpable. Y finalmente, después del apretón, con los brazos estirados, juntas las manos, añadió:

– No tardes en venir a vernos.

– Lo prometo -dijo Siobhan.

Sin ellos, el piso parecía vacío. Y de pronto pensó que vivía allí la mayor parte de su tiempo en silencio. Bueno, en silencio no, porque siempre tenía música, la radio o la tele, pero con pocas visitas con quien hablar; sin nadie que silbase por el pasillo o tararease fregando los platos.

Ella sola.

Trató de hablar con Rebus pero no contestaba al teléfono. Seguía con la tele puesta, incapaz de apagarla. Treinta muertos, cuarenta muertos, tal vez cincuenta… El alcalde de Londres había hecho un buen discurso; Al Qaeda había reivindicado el atentado; la reina estaba «muy conmocionada»; los que vivían fuera de Londres salían del trabajo y emprendían el largo viaje de regreso a casa. Los comentaristas se preguntaban por qué el grado de alerta había sido modificado de «grave en general» a «importante». A ella le habría gustado preguntarles qué diferencia había.

Fue a la nevera. Su madre había comprado de todo: filetes de pato, un trozo de queso, zumos de fruta biológica. Miró en el congelador y sacó una barra de helado de vainilla Mackie; cogió una cuchara y se la llevó al cuarto de estar. Por hacer algo, enchufó el ordenador. Tenía cincuenta y tres mensajes. De una ojeada consideró que podía borrarlos casi todos, y en aquel momento recordó, metió la mano en el bolsillo y sacó el compacto. Lo pasó al disco duro y con un par de clics con el ratón aparecieron en la pantalla fotos del tamaño de una uña. Stacey Webster había tomado algunas de la madre joven con su rosado bebé. Sonrió. Era evidente que la mujer lo utilizaba como elemento disuasorio, repitiendo la escena del cambio de pañales en diversos lugares siempre de cara al cordón policial. Era una buena oportunidad para hacer una foto y para un posible estallido; había incluso una imagen con varios fotógrafos, Mungo entre ellos, pero Stacey se había centrado en los manifestantes, compilando un buen archivo para sus jefes del SOI2. Muchos agentes de la plantilla, que serían de la policía de Londres, irían ya camino de casa para prestar ayuda tras los atentados, ver a sus seres queridos y tal vez asistir al funeral de algún compañero. Si el agresor de su madre era de Londres… no sabía qué haría.

Su madre había dicho: «No tiene importancia».

Desechó la idea. Examinó cincuenta o sesenta fotos hasta llegar a la de sus padres, en la que se veía a Teddy Clarke tratando de rescatar a su mujer de la primera fila, en medio de un revuelo de manifestantes y policía: porras en alto, bocas abiertas y gesticulaciones. Volaban cubos de basura, desperdicios y plantas arrancadas.

Y un palo percutiendo en la cara de su madre. Siobhan, estremecida, se esforzó por escrutar la imagen. Parecía recogido del suelo; no era una porra, y la trayectoria del impacto procedía del lado de los manifestantes, y el agresor se escabullía. De pronto Siobhan lo vio claro. Era lo que había dicho Mungo, el fotógrafo: atacan a los policías y cuando ellos responden, el agresor se retira y quedan en primera línea quienes no han hecho nada. La mejor propaganda para hacer que los policías aparezcan como represores. Se veía a su madre tambaleándose por efecto del golpe y con el rostro desenfocado por el movimiento, pero la mueca de dolor era evidente. Siobhan pasó el dedo por la pantalla como para paliar el mal y siguió por el palo hasta el brazo desnudo del agresor, que llegaba hasta el hombro, pero no al rostro. Retrocedió varios fotogramas y avanzó algunos más posteriores al golpe.

Allí estaba; escondiendo el palo detrás de la espalda, pero seguía allí. Y Stacey le había captado de frente, con el júbilo reflejado en los ojos y su aviesa sonrisa. Unos fotogramas más y se le veía de puntillas vociferando, con la gorra de béisbol bien encasquetada pero inconfundible.

Era el jovenzuelo de Niddrie, el jefecillo de la pandilla. Había acudido a Princes Street como tantos otros gamberros a armar jaleo.

Siobhan le había visto por última vez a la salida de los juzgados donde le aguardaba el concejal Gareth Tench. «Dos de mis electores fueron detenidos en los disturbios», comentó. Sí, Tench correspondiendo al saludo del culpable cuando salía de los juzgados… A Siobhan le tembló la mano levemente cuando volvió a marcar el número de Rebus. No contestaba. Se levantó, paseó por el piso y entró en todas las habitaciones. En el cuarto de baño tenía las toallas bien dobladas y apiladas; en el cubo de la basura de la cocina había un envase de cartón de sopa, enjuagado para que no oliera. Eran pequeños detalles de su madre. Se detuvo frente al espejo de pie del dormitorio para detectar un parecido con ella; pero pensó que se parecía más a su padre. Ahora estarían en la AI camino del sur. No les había dicho quién era Santal, y muy probablemente no se lo diría nunca. Volvió al ordenador, repasó el resto de las fotos y volvió al principio, buscando una sola figura: un gamberro delgaducho con gorra de béisbol, camiseta, vaqueros y zapatillas de deporte. Decidió imprimir varias, pero apareció el cuadro de advertencia de bajo nivel de tinta. En Leith Walk había una tienda de informática. Cogió las llaves y el bolso.


* * *

La botella estaba vacía y en casa no le quedaba ninguna. Rebus había encontrado una botella pequeña de vodka polaca en la nevera, pero apenas llegaba para una copa; como no le apetecía salir a comprar otra, se preparó una taza de té y se sentó a la mesa del comedor, hojeando las notas del caso. A Ellen Wylie le había impresionado el currículo de Ben Webster y a él también; lo repasó. Viajes a puntos conflictivos del planeta; era algo que atraía a mucha gente: aventureros, periodistas, mercenarios. A él le habían comentado hacía años que el novio de Mairie Henderson era operador de cámara y que había estado en Sierra Leona, Afganistán e Irak, pero a él le daba la impresión de que la motivación de los viajes de Ben Webster a aquellos lugares no era la del viajero ávido de emociones, ni porque se identificara con «buenas» causas, sino su estricta obligación.

«Es uno de nuestros deberes básicos como seres humanos ayudar de forma sustancial al desarrollo allá donde sea y en la medida de lo posible en las zonas más precarias y más pobres del mundo», afirmaba en una de sus intervenciones parlamentarias. Era un argumento repetido sin cesar ante diversos comités, auditorios públicos y en entrevistas de prensa.

«Mi hermano era una buena persona.»

Rebus no lo dudaba. Ni veía motivo alguno para que alguien le empujara en las murallas del castillo. Pese a ser un trabajador infatigable, Ben Webster apenas representaba amenaza alguna para Pennen Industries. Rebus volvió a considerar la posibilidad del suicidio. Quizá Webster sufriera una depresión por los conflictos, hambrunas y catástrofes de que había sido testigo; tal vez conociera de antemano los escasos resultados del G-8, y sus anhelos de un mundo mejor le llevaran a un callejón sin salida. ¿Había saltado al vacío para llamar la atención a propósito de la situación? A Rebus no acababa de convencerle. Webster había asistido a aquel banquete con hombres poderosos e influyentes, diplomáticos y políticos de diversos países. ¿Por qué no manifestarles sus preocupaciones? ¿O armar un escándalo en público, a voces, a gritos?

Aquel grito en la noche al caer…

– No sé -dijo Rebus, meneando la cabeza.

Le parecía tener el rompecabezas completo pero con algunas piezas mal puestas.

– No -repitió, volviendo a sumergirse en la lectura.

«Un buen hombre…»

Al cabo de veinte minutos encontró una entrevista de un suplemento dominical de hacía un año en la que preguntaban a Webster a propósito de sus primeros pasos como diputado. Tenía una especie de mentor, también escocés y diputado, figura relevante del partido laborista, Colin Anderson.

El que representaba a Rebus en el parlamento.

– No te vi en el funeral, Colin -musitó Rebus mientras subrayaba un par de frases.

«Webster menciona sin dudarlo dos veces a Anderson por la ayuda que le brindó en su andadura como diputado novel: Me impidió caer en las trampas habituales y le quedo inmensamente agradecido. En cambio, Webster se muestra mucho más reticente cuando se le pregunta si tiene fundamento la idea de que fuera Anderson quien le encumbró a su actual cargo de secretario privado del Parlamento, situándole en un puesto prometedor como principal candidato a ayudante del ministro de Comercio…»

– Vaya, vaya -murmuró Rebus, soplando sobre el té, a pesar de que ya estaba más que tibio.


* * *

– Había olvidado totalmente -dijo Rebus, arrastrando una silla hacia la mesa- que mi propio representante en el Parlamento es el ministro de Comercio. Sé que está ocupado, así que seré breve.

El restaurante estaba en la zona sur de Edimburgo, y aunque no era muy tarde se encontraba lleno. El personal acudió a entregarle la carta y ponerle un cubierto en la mesa para dos que ocupaba el honorable diputado Colin Anderson con su esposa.

– ¿Quién diablos es usted? -inquirió el parlamentario.

Rebus devolvió la carta al camarero.

– No voy a cenar -comentó, y dirigiéndose al diputado añadió-: Me llamo John Rebus y soy inspector de policía. ¿No se lo dijo su secretaria?

– ¿Me enseña su credencial? -replicó Anderson.

– En realidad, no es culpa de ella -añadió Rebus-. Exageré un poco y dije que era urgente -dijo tendiéndole el carné.

El diputado lo examinó mientras Rebus ofrecía una sonrisa a la esposa.

– ¿Quiere que…? -preguntó ella haciendo gesto de levantarse.

– No se trata de ningún secreto -dijo Rebus cogiendo el carné que le devolvía Anderson.

– Permita que le diga, inspector, que esto es una intrusión.

– Yo pensé que su secretaria le habría avisado.

Anderson alzó el móvil de la mesa.

– No hay cobertura -dijo.

– Pues debería usted subsanarlo -comentó Rebus-. Hay mucha gente en Edimburgo que…

– ¿Ha bebido, inspector?

– Sólo lo hago fuera de servicio, señor -respondió él hurgando en el bolsillo hasta encontrar la cajetilla.

– Aquí no se puede fumar -le previno Anderson.

Rebus miró el paquete de cigarrillos como si se hubiera materializado en su mano sin que él se lo propusiera. Se disculpó y volvió a guardárselo.

– No le vi en el funeral -dijo al diputado.

– ¿Qué funeral?

– El de Ben Webster. Usted fue buen amigo suyo al principio de su carrera.

– Tenía un compromiso -replicó el diputado mirando ostensiblemente el reloj.

– La hermana de Webster me dijo que una vez muerto Ben, el partido laborista le olvidaría.

– Creo que eso es excesivo. Ben era amigo mío y yo quería asistir al funeral…

– Pero estaba ocupado -añadió Rebus con gesto comprensivo-. Y ahora que se dispone a cenar apaciblemente con su esposa, yo me presento sin avisar.

– Da la casualidad de que es el cumpleaños de mi esposa. Y hemos conseguido, Dios sabe cómo, encontrar este hueco libre.

– Y yo vengo a estropeárselo. Que cumpla muchos más -añadió, dirigiéndose a la esposa.

El camarero puso una copa para vino frente a Rebus.

– ¿No sería mejor de agua, quizá? -dijo Anderson.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Ha estado muy atareado con el G-8? -preguntó la esposa del diputado inclinándose hacia delante.

– Atareado a pesar del G-8 -replicó Rebus.

Vio como mujer y marido intercambiaban una mirada y comprendió lo que pensaban. Un policía con resaca, afectado por las manifestaciones y los disturbios y ahora por las bombas de Londres. Una situación delicada.

– ¿No podríamos hablar mañana, inspector? -preguntó Anderson pausadamente.

– Estoy investigando la muerte de Ben Webster -dijo Rebus con una voz nasal de la que él mismo era consciente, y notando una especie de neblina que envolvía la escena- y no acabo de encontrar ninguna motivación que explique que quisiera quitarse la vida.

– Yo creo que debió de ser un accidente -dijo la esposa del diputado.

– O que le empujaron -añadió Rebus.

– ¡Qué dice! -dijo Anderson dejando de ordenar los cubiertos.

– Richard Pennen quiere vincular la ayuda extranjera a la venta de armas, ¿no es cierto? ¿Cómo conseguirlo? Haciendo una buena donación a cambio de que haya manga ancha.

– No diga cosas absurdas -replicó el diputado sin ocultar su irritación.

– ¿Estuvo usted en el castillo aquella noche?

– Estaba ocupado en Westminster.

– ¿Cabe la posibilidad de que Webster tuviera una conversación con Pennen? ¿Tal vez a petición de usted?

– ¿Qué clase de conversación?

– Sobre la reducción del comercio de armas y en el sentido de que la asignación para cañones se destinase a agricultura.

– Escuche, no puede ir por ahí difamando a Richard Pennen. Si hay alguna prueba, me gustaría verla.

– A mí también -dijo Rebus.

– ¿Quiere decir que la hay? ¿En qué basa usted exactamente esta caza de brujas, inspector?

– En el hecho de que el Departamento Especial quiso apartarme del caso, o cuando menos encarrilarme.

– ¿Y usted prefiere descarrilarse?

– Es la única manera de llegar a donde se desea.

– Ben Webster era un notable parlamentario y una figura en ascenso dentro de su partido…

– Y le habría apoyado a usted sin reservas en cualquier candidatura -no pudo por menos de añadir Rebus.

– ¡Eso sí que son difamaciones fuera de lugar! -exclamó Anderson con un gruñido.

– ¿Era la clase de persona que repudiaba los grandes negocios? -le preguntó Rebus-. ¿La clase de persona insobornable? -Notaba que su mente se embotaba más y más.

– Inspector, está agotado -dijo la esposa del diputado en tono afable-. ¿No podrían hablar en otro momento?

Rebus negó con la cabeza, notando la pesadez de su cuerpo y consciente de que estaba a punto de desmoronarse, arrastrado hasta el suelo por la masa corporal.

– Querido, ahí está Rosie -dijo la esposa del diputado.

Una joven obviamente nerviosa se abría paso entre las mesas. Los camareros se miraron preocupados, temiendo que fueran a encargar servicio para cuatro en una mesa de dos.

– Le he enviado varios mensajes seguidos -dijo Rosie- y luego pensé que quizá no los recibía.

– Aquí no hay cobertura -gruñó Anderson, dando unos golpecitos al móvil-. Éste es el inspector.

Rebus se puso en pie para ofrecer la silla a la secretaria de Anderson, pero ella negó con la cabeza sin mirarle.

– El inspector -dijo la secretaria al diputado- está suspendido de servicio y pendiente de investigación por su conducta. Hice un par de llamadas -añadió mirando a Rebus a la cara.

Anderson enarcó una de sus espesas cejas.

– Ya le dije que estaba fuera de servicio -alegó Rebus.

– No me parece que fuese hasta tal punto explícito. Ah, las entradas. -Dos camareros sirvieron un salmón ahumado y un cuenco de sopa de color naranja respectivamente-. Ahora váyase, inspector -añadió el diputado tajante.

– Ben Webster merece cierta consideración, ¿no cree?

El diputado ignoró el comentario y desplegó la servilleta. Pero su secretaria no tuvo tantos remilgos.

– ¡Lárguese! -gruñó.

Rebus asintió con la cabeza y fue a dar media vuelta, pero recordó algo.

– La calzada de mi calle está hecha polvo. A ver si puede hacer un hueco para dedicar algún tiempo a sus electores -dijo antes de alejarse.


* * *

– Sube -ordenó la voz.

Rebus se dio la vuelta y vio que Siobhan estaba estacionada frente a su casa.

– Ha quedado muy bien el coche -comentó.

– Faltaría más, con lo que me ha cobrado tu amigo el mecánico.

– Yo iba a subir a casa…

– Pues cambia de plan. Necesito que me acompañes. -Hizo una pausa-. ¿Te encuentras bien?

– Me tomé un par de copas y he hecho algo tal vez inconveniente.

– Vaya novedad.

Siobhan fingió quedarse pasmada cuando le explicó su incursión en el restaurante.

– Otra tontería en mi haber -concluyó Rebus.

– No me digas -comentó Siobhan cerrando la portezuela mientras él se acomodaba en el asiento del pasajero.

– ¿Y tú…? -preguntó Rebus.

Siobhan le contó que se habían marchado sus padres y que ella había estado examinando las fotos de Stacey. Estiró el brazo hacia el asiento de atrás y le tendió las pruebas de la agresión.

– Entonces, ¿vamos a hablar con el concejal? -aventuró Rebus.

– Es lo que he decidido. ¿De qué te ríes?

El fingió examinar las fotos.

– Tu madre dice que no le importa el golpe, nadie parece preocuparse por la muerte de Ben Webster y aquí estamos los dos dale que dale -dijo alzando la vista hacia ella con sonrisa de desgana.

– Es nuestro trabajo -replicó ella despacio.

– Eso es lo que yo creo, al margen de lo que otros puedan pensar o decir, pero me preocupa habértelo contagiado.

– Concédeme un margen de criterio propio -replicó ella poniendo en marcha el motor.


* * *

El concejal Gareth Tench vivía en un gran chalé victoriano en la calle principal de Duddingston Park, en donde la distancia de las casas a la calzada les confería buena intimidad. Era una zona a cinco minutos en coche de Niddrie, pero otro mundo de clase media respetable y tranquilo. Detrás de las casas había un campo de golf y la playa de Portobello no estaba lejos.

Siobhan cruzó por Niddrie y vieron que el campamento estaba casi desmontado.

– ¿Quieres parar a ver a tu novio? -dijo Rebus en guasa.

– Quizá sea mejor que te quedes tú en el coche y que hable yo con Tench -replicó ella.

– Estoy sobrio como un juez -alegó Rebus-. Bueno…, casi.

Pararon en una gasolinera en Radcliffe Terrace para comprar una botella de Irn-Bru y paracetamol.

– El que inventó esto merece el premio Nobel -comentó Rebus sin especificar a cuál de las dos cosas se refería.

En un sector pavimentado del jardín delantero de la casa de Tench había dos coches aparcados y vieron que el cuarto de estar estaba profusamente iluminado.

– ¿Policía bueno, policía malo? -sugirió Rebus mientras Siobhan llamaba al timbre.

Ella respondió con una escueta sonrisa. Abrió la puerta una mujer.

– ¿La señora Tench? -preguntó Siobhan tendiéndole el carné de policía-. ¿Podemos hablar con su esposo?

– Louisa, ¿quién es? -se oyó la voz de Tench dentro de la casa.

– La policía, Gareth -gritó ella en respuesta, apartándose levemente como invitándoles a pasar.

No se hicieron de rogar y apenas entraban en el cuarto de estar cuando Tench bajó despacio la escalera. A Rebus no le gustó la decoración del cuarto: cortinas de terciopelo en las ventanas, apliques de bronce en la pared flanqueando la chimenea y dos enormes sofás que ocupaban casi todo el espacio. También el calificativo de enorme y ordinaria era aplicable a Louisa Tench, con aquellos pendientes y tantas pulseras. Su bronceado era de pote o de lámpara de cuarzo, igual que el castaño rojizo del pelo. Además de un exceso de sombreado azul en los ojos y rosa en los labios. Rebus contó cinco relojes de mesa y pensó que nada de lo que había allí era cosa del concejal.

– Buenas noches, señor -dijo Siobhan al entrar Tench, quien, como respuesta, alzó la vista al techo.

– Dios mío, ¿es que no paran? ¿Los denuncio por acoso?

– Antes de hacerlo, señor Tench -prosiguió Siobhan con calma-, quizá convenga que eche una ojeada a estas fotos -añadió tendiéndoselas-. Reconoce a su elector, ¿verdad?

– Es el mismo con quien tan buenas migas hacía a la salida de los juzgados -remachó Rebus-. Y, por cierto, saludos de Denise.

Tench miró atemorizado en dirección a su esposa, que había vuelto a sentarse a ver la televisión sin sonido.

– Bueno, ¿qué sucede con esas fotos? -preguntó Tench alzando la voz más de lo necesario.

– Como ve, golpea con un palo a una mujer -prosiguió Siobhan, mientras Rebus observaba y escuchaba atentamente-. Y en la otra imagen aparece tratando de escabullirse entre la multitud. No podrá negar que se trata de una agresión a un simple espectador.

Tench adoptó una actitud escéptica mirando ambas fotos.

– Son digitales, ¿verdad? -comentó-. Fáciles de manipular.

– No son las fotos las que están manipuladas, señor Tench -añadió Rebus, convencido de que era su deber.

– ¿Qué es lo que insinúa?

– Queremos que nos diga su nombre -dijo Siobhan-. Podemos obtenerlo mañana por la mañana en los juzgados, pero preferimos que nos lo dé usted.

– ¿Y por qué? -inquirió Tench entornando los ojos.

– Porque… -Siobhan hizo una pausa-. Quisiera saber qué relación existe. En el campamento, hubo dos ocasiones en que apareció usted en el momento crucial… a sacarle de apuros -añadió señalando la foto-. Luego, le espera a la salida de los juzgados, y ahora esto.

– Es un muchacho como tantos otros de una zona marginada -alegó Tench, en voz queda pero marcando bien las palabras-. Se crían en un mal ambiente hogareño, tienen mala conducta en el colegio y malas compañías cada dos por tres. Pero es de mi circunscripción y por lo tanto me ocupo de él, como haría con cualquier otro muchacho desgraciado en sus mismas circunstancias. Si eso es un crimen, sargento Clarke, estoy dispuesto a sentarme en el banquillo y defenderme -espetó, sin evitar que una mota de saliva salpicase en la mejilla a Siobhan, quien se la limpió con la punta del dedo.

– Su nombre -repitió ella.

– Ya ha tenido una denuncia.

Louisa Tench seguía sentada con las piernas cruzadas y los ojos clavados en el televisor.

– Gareth, Emmerdale -dijo.

– No querrá que su esposa se pierda la comedia, ¿verdad, señor Tench? -añadió Rebus, mirando los títulos que comenzaban a llenar la pantalla.

La mujer tenía en la mano el mando a distancia y pulsó el botón del volumen. Tres pares de ojos estaban pendientes de Gareth Tench y Rebus volvió a articular con los labios el nombre de Denise.

– Carberry -dijo Tench-. Keith Carberry.

La música brotó de pronto del televisor, Tench metió las manos en los bolsillos y salió airado del cuarto. Siobhan aguardó un instante por decir adiós a la mujer, que ya estaba en el sillón sentada sobre sus piernas, pero siguió absorta en su mundo sin hacerles caso. Tench estaba ya junto a la puerta de entrada abierta, cruzado de brazos y con las piernas separadas, esperando a que se fueran.

– Una campaña de desprestigio no va a ser buena para nadie -comentó.

– Hacemos nuestro trabajo, señor.

– Yo me crié cerca de una granja, sargento Clarke -dijo Tench- y sé lo que es la mierda.

Siobhan le miró de arriba abajo.

– Y yo sé lo que es un payaso, aunque lo vea sin disfraz -replicó andando hacia la calzada.

Rebus se detuvo delante de Tench y se inclinó para decirle al oído:

– La mujer a quien golpeó ese chico que usted protege es su madre. -Señaló a Siobhan-. Lo cual significa que vamos hasta el final, ¿entendido? Y no nos daremos por satisfechos hasta obtener resultados -añadió apartándose y asintiendo con la cabeza para mayor énfasis-. Así que, ¿su esposa no sabe lo de Denise? -espetó.

– Ah, claro, ahora me explico cómo me relacionó con Ozyman -replicó Tench-. Fue Ellen Wylie quien se lo dijo.

– No ha sido muy inteligente por su parte enredarse con otra. Esto es como un pueblo y más tarde o más temprano será de dominio público.

– ¡Dios, Rebus, no es lo que piensa! -dijo Tench entre dientes.

– No soy yo quien tiene que decirlo, señor.

– Y ahora, supongo que irá a contárselo a su «jefe». Bueno, que haga lo que quiera, yo no voy a doblegarme ante los de su clase ni… ante los de la suya, inspector -dijo Tench con gesto de desafío.

Rebus permaneció quieto un instante más, sonrió y siguió a Siobhan hacia el coche.

– ¿Me concedes una dispensa? -preguntó él tras ponerse el cinturón de seguridad. Ella miró y vio que esgrimía el paquete de tabaco.

– Deja abierta la ventanilla -ordenó Siobhan.

Rebus encendió el pitillo y expulsó humo hacia el cielo de la noche. Tan sólo habían recorrido unos cuarenta metros cuando les adelantó un coche que frenó de pronto bloqueando el paso.

– ¿Qué demonios es esto? -dijo Rebus entre dientes.

– Un Bentley -contestó Siobhan.

Y, al apagarse las luces de los frenos, vieron que se apeaba Cafferty, que se dirigió decidido hacia ellos y se inclinó sobre la ventanilla abierta de Rebus.

– Estás muy lejos de tu territorio -dijo Rebus serio.

– Y usted. Vienen de hacer una visita a Gareth Tench, ¿no? Espero que no haya tratado de comprarles.

– Sí, como piensa que tú nos pasas quinientas libras semanales -dijo Rebus con voz cansina-, nos hizo una contraoferta de dos mil -añadió expulsando humo al rostro del otro.

– He adquirido un pub en Portobello. Vengan a tomar una copa -añadió Cafferty, acompañando sus palabras con un movimiento de manos.

– Es lo que menos falta me hace -replicó Rebus.

– Pues un refresco.

– ¿Qué es lo que quiere? -terció Siobhan sin apartar las manos del volante.

– ¿Es una impresión mía -preguntó Cafferty a Rebus- o se está endureciendo?

De pronto introdujo el brazo por la ventanilla y cogió una de las fotos del regazo de Rebus, retrocedió unos pasos y se la acercó a los ojos. Siobhan se bajó rápidamente del coche y se aproximó a él.

– No estoy dispuesta a aguantar esto, Cafferty.

– Un momento, es que he oído una historia sobre su madre y sé quién es este cabroncete -replicó él.

Siobhan detuvo en seco su ademán de arrebatarle la foto.

– Se llama Kevin o Keith -continuó Cafferty.

– Keith Carberry -dijo ella.

Rebus bajó del coche y advirtió que Cafferty la tenía enganchada.

– Tú no te metas en eso -le previno Rebus.

– Claro que no -respondió Cafferty-. Comprendo que es algo personal. Lo único que me planteaba es si podía ayudar.

– ¿Ayudar, cómo? -inquirió Siobhan.

– No le escuches -dijo Rebus, pero la mirada de Cafferty tenía paralizada a Siobhan.

– De la manera que sea -contestó Cafferty-. Keith trabaja para Tench, ¿verdad? ¿No sería mejor hundirles a los dos y no sólo al mensajero?

– Tench no estaba en el parque de Princes Street.

– Y el joven Keith es tonto de nacimiento -replicó Cafferty-. Los chicos como él se dejan manipular.

– Por Dios, Siobhan -imploró Rebus cogiéndola del brazo-, él quiere cargarse a Tench y no reparará en medios. A ella no la mezcles -añadió esgrimiendo un dedo ante Cafferty.

– Yo sólo me ofrecía… -dijo Cafferty alzando las manos en gesto de rendición.

– ¿A qué tanto empeño? ¿Llevas en el Bentley un bate de béisbol y una pala?

Cafferty ignoró sus palabras y devolvió la foto a Siobhan.

– Me apuesto una libra contra un penique a que Keith está jugando al billar en una sala de Restalrig. Para comprobarlo sólo habría que…

Siobhan no apartaba los ojos de la foto. Al oír a Cafferty pronunciar aquel nombre, parpadeó y le miró. Pero dijo que no moviendo la cabeza.

– Más adelante -añadió.

– Como quiera -replicó él alzando los hombros.

– Sin usted -espetó ella.

– No es justo después de todo lo que le he dicho -rezongó Cafferty haciéndose el ofendido.

– Sin usted -repitió ella.

Cafferty se volvió hacia Rebus.

– ¿No le he dicho que se estaba endureciendo? Puede que me quedara corto.

– Puede -sentenció Rebus.

Capítulo 21

Llevaba sumergido en la bañera veinte minutos cuando oyó el zumbido del intercomunicador. Decidió no hacer caso, pero oyó sonar el móvil; era un mensaje, a juzgar por el pitido final. Cuando Siobhan le dejó en casa él le había dicho que se fuera directamente a descansar a la suya.

– Mierda -dijo, pensando en que podía estar en apuros.

Salió de la bañera, se enrolló una toalla y fue al cuarto de estar dejando el suelo lleno de pisadas mojadas. Pero no era un mensaje de Siobhan, sino de Ellen Wylie, que estaba abajo en el coche.

– Nunca he tenido tanto éxito con las mujeres -musitó pulsando el botón de respuesta de llamada-. Dame cinco minutos -dijo.

Fue a cambiarse. El intercomunicador sonó de nuevo y él abrió el portal y la esperó en la puerta del piso, oyendo el sonido de lija que hacían sus zapatos subiendo los dos tramos de escalones de piedra.

– Ellen, es un placer -dijo.

– Lo siento, John. Estábamos todos en el pub y no he podido apartarlo de mi mente.

– ¿Lo de las bombas?

Ella negó con la cabeza.

– Su caso -contestó.

Una vez en el cuarto de estar, ella fue hacia la mesa con el papeleo, pero vio la pared y se acercó a mirar las fotos sujetas con chinchetas.

– Me he pasado medio día leyendo datos sobre esos monstruos, leyendo las opiniones de las familias de las víctimas sobre cada uno, para después tener que avisar a esos mal nacidos de que tal vez alguien busque vengarse.

– Es correcto, Ellen. En las actuales circunstancias tenemos que convencernos de que hacemos algo.

– Supongamos que en vez de ser violadores pusieran bombas.

– ¿A cuento de qué dices eso? -preguntó él y aguardó, pero ella se encogió de hombros-. ¿Quieres beber algo?

– Tal vez un té -contestó medio vuelta hacia Rebus-. Me perdona que haya irrumpido así, ¿verdad?

– Estoy encantado de tu compañía -mintió yendo a la cocina.

Cuando volvió con las dos tazas, ella estaba sentada ante la mesa mirando el primer montón de papeles.

– ¿Cómo está Denise? -preguntó Rebus.

– Bien.

– Ellen, dime una cosa. -Hizo una pausa hasta obtener su atención-. ¿Sabías que Tench está casado?

– Separado -replicó ella.

– No mucho -añadió Rebus frunciendo los labios-. Los dos viven en la misma casa.

– ¿Por qué los hombres son unos mal nacidos, John? -replicó ella sin parpadear-. Mejorando lo presente, por supuesto.

– A mí lo que me extraña -añadió Rebus- es por qué le interesa tanto Denise.

– No está tan mal.

Rebus asintió con una mueca imperceptible.

– De todos modos, sospecho que a ese concejal le atraen las víctimas. A algunos hombres les sucede eso, ¿no es cierto?

– ¿Adonde quiere ir a parar?

– No lo sé realmente… Sólo intento hacerme una idea de su forma de ser.

– ¿Lo incluye entre los sospechosos?

– ¿Cuántos son?

Ellen se encogió de hombros.

– Eric Bain ha recopilado algunos nombres y datos de la lista de suscriptores, pero supongo que serán familias de las víctimas o profesionales que trabajan en ese campo.

– ¿A qué campo pertenece Tench?

– A ninguno de los dos. ¿Eso le convierte en sospechoso?

Rebus estaba a su lado mirando las notas.

– Necesitamos un perfil del asesino. Lo único que sabemos de momento es que no da la cara a sus víctimas.

– Sí, pero a Trevor Guest le dejó en un estado deplorable… Cortes, arañazos, contusiones. Y con la tarjeta del banco para que supiéramos su nombre.

– ¿Ves en ello una discrepancia?

Ella asintió con la cabeza.

– Pero también podría considerarse que la discrepancia es Cyril Colliar por ser el único escocés.

Rebus miró la foto del rostro de Trevor Guest.

– Guest vivió un tiempo en Escocia -dijo-, según me informó Hackman.

– ¿Sabemos dónde?

Rebus negó despacio con la cabeza.

– Habrá una ficha en algún archivo.

– ¿Existe alguna posibilidad de que la tercera víctima tuviera alguna relación con Escocia?

– Supongo que podría haberla.

– Tal vez sea ésa la clave. En lugar de centrarnos en Vigilancia de la Bestia deberíamos pensar más en las tres víctimas.

– Pareces a punto de ponerte las pilas.

Ella le miró.

– Estoy muy nerviosa para dormir. ¿Y usted? Puedo llevarme trabajo a casa.

Rebus volvió a negar con la cabeza.

– Estás muy bien donde estás -dijo cogiendo una serie de informes, dirigiéndose al sillón y encendiendo la lámpara de pie. Se sentó-. ¿No estará Denise preocupada por tu ausencia?

– Le enviaré un mensaje de texto diciendo que me quedo a trabajar hasta tarde.

– Mejor no decirle dónde… No quiero chismorreos.

Ella sonrió.

– No, claro que no. Por cierto, ¿debería saberlo Siobhan?

– ¿Saber, qué?

– Es ella la encargada del caso, ¿no?

– Siempre lo olvido -contestó Rebus como quien no quiere la cosa, y siguió leyendo.

Era casi medianoche cuando se despertó. Ellen volvía de la cocina de puntillas con una taza de té.

– Lo siento -se disculpó ella.

– Me he quedado dormido -comentó Rebus.

– Ya hace más de una hora -dijo ella soplando sobre el líquido.

– ¿Alguna novedad?

– Ninguna. ¿Por qué no se acuesta?

– ¿Y te dejo a ti sola currando? -replicó estirando los brazos y sintiendo crujir las vértebras-. Estoy bien.

– Tiene cara de estar rendido.

– No paran de decírmelo. -Se levantó y se acercó a la mesa-. ¿Hasta dónde has avanzado?

– No encuentro ninguna relación entre Edward Isley y Escocia; aquí no tiene familia y no ha trabajado ni ha venido de vacaciones. No sé yo si no será un enfoque equivocado.

– ¿Qué quieres decir?

– Quizás era Colliar quien estaba relacionado con el norte de Inglaterra.

– Tienes razón.

– Pero tampoco eso lleva a ninguna parte.

– Tal vez te venga bien una pausa.

– ¿No estoy en ello? -replicó ella alzando la taza.

– Me refiero a algo más sustancial.

Ella balanceó los hombros.

– ¿Es que hay aquí un yacuzzi o un masajista? -dijo, y al ver la cara que él ponía, añadió-: Era una broma. Y no creo que a usted se le den muy bien las friegas en la espalda. Además… -Sin acabar la frase, se llevó la taza a los labios.

– ¿Además, qué?

Ellen dejó la taza en la mesa.

– Pues que usted y Siobhan…

– Somos compañeros -añadió él-. Compañeros y amigos. Y nada más, pese a los rumores.

– Es que circulan por ahí historias -alegó ella.

– Y eso es lo que son: historias, ficción.

– No sería la primera vez, ¿verdad? Me refiero a la comisaria Templer…

– Lo de Templer fue hace años, Ellen.

– Sí, ya lo sé -dijo ella mirando al vacío-. Esta profesión nuestra… ¿a cuántos conoce que mantengan una relación continuada?

– Hay algunos. Shug Davidson lleva veinte años casado.

Ellen asintió.

– Pero usted, Siobhan, yo y docenas que podría nombrar…

– Son gajes del oficio, Ellen.

– Tantas vidas como conocemos… -añadió ella dirigiendo una mano hacia los expedientes- y nos vemos incapaces de labrarnos una propia. ¿De verdad que no hay nada entre usted y Siobhan? -espetó mirándole.

Él negó con la cabeza.

– Así que no pienses que puedes abrir una brecha entre los dos.

Ella trató de aparentar sentirse ofendida, pero no fue capaz de encontrar una réplica.

– Estás flirteando -añadió él-. Y la única razón que se me ocurre es que lo haces únicamente por fastidiar a Siobhan.

– Dios bendito -exclamó ella poniendo de golpe la taza en la mesa y salpicando los papeles-. Habrase visto arrogante, descaminado y terco… -añadió haciendo ademán de levantarse de la silla.

– Escucha, si me he equivocado, perdona. Es medianoche y tal vez convendría que durmiéramos algo.

– Y no estaría de más darme las gracias.

– ¿Por qué?

– ¡Por aguantar trabajando mientras roncaba! ¡Por ayudarle arriesgándome a ganarme una bronca! ¡Por todo!

Rebus se levantó como aturdido, y tardó un instante aún en pronunciar la palabra que esperaba.

– Gracias.

– Y que le den, John -replicó ella, cogiendo el abrigo y el bolso.

Él se apartó para dejarla pasar y oyó que salía dando un portazo. Sacó un pañuelo del bolsillo y secó los papeles.

– No es mucho estropicio -murmuró-. No es mucho estropicio…


* * *

– Gracias por venir -dijo Morris Gerald Cafferty abriendo la puerta del pasajero.

Siobhan dudó un instante y finalmente subió.

– Es para una simple conversación -le previno ella.

– Naturalmente -dijo él cerrando suavemente la portezuela y dando la vuelta por delante del coche hasta sentarse al volante-. Ha sido un día movido, ¿no es cierto? -añadió-, con esa amenaza de bomba en Princes Street.

– No arranque el coche -dijo ella, sin hacerle caso.

Cafferty cerró la portezuela y se volvió hacia ella.

– Podríamos haber hablado arriba -dijo.

Ella negó con la cabeza.

– Tiene prohibido ese portal -espetó.

Cafferty encajó en silencio la tara de su mala fama y miró por la ventanilla hacia el piso de Siobhan.

– Pensaba que viviría en un lugar mejor -dijo.

– Estoy bien aquí -replicó ella-. Pero me gustaría saber cómo me ha localizado.

Cafferty sonrió afable.

– Tengo amistades -dijo-. Ha bastado con una llamada.

– ¿Y con Gareth Tench podría hacer lo mismo? Una llamada a un profesional y nunca más se supo…

– No quiero que muera -replicó Cafferty, pensándose las palabras-, sólo rebajarle.

– ¿Humillarle, acobardarle, asustarle?

– Creo que ha llegado la hora de que la gente lo vea tal como es -dijo inclinándose levemente hacia ella-. Ahora usted ya sabe cómo es. Pero si se centra en Keith Carberry errará el tiro -añadió con otra sonrisa-. Le hablo en términos de aficionados al fútbol, aunque seamos de distinto equipo.

– Estamos en distinto equipo en todo, Cafferty. Téngalo en cuenta.

Él inclinó levemente la cabeza.

– ¿Sabe que se expresa igual que él?

– ¿Igual que quién?

– Igual que Rebus, por supuesto. Ustedes dos tienen en común esa engreída actitud de creerse que lo saben todo mejor que nadie…, que son mejor que nadie.

– Vaya, sesión de ayuda psicológica…

– ¿No lo ve? Siempre igual. Es como si Rebus moviera los hilos de una marioneta -añadió conteniendo la risa-. Ya es hora de que sea usted misma, Siobhan. Y tiene que hacerlo antes de que Rebus se jubile; es decir, pronto. -Hizo una pausa-. Mejor ahora que nunca.

– Lo que menos necesito son consejos suyos.

– No le estoy dando consejos; le ofrezco ayuda. Entre los dos podemos hundir a Tench.

– Es la misma oferta que le hizo a John aquella noche en el auditorio religioso, ¿verdad? Y me imagino que diría que no.

– Pues quería decir sí.

– Pero no lo dijo.

– Rebus y yo hace mucho tiempo que somos enemigos, Siobhan. Casi se nos ha olvidado cómo empezó. Pero entre usted y yo no hay enemistad.

– Usted es un gángster, señor Cafferty, y aceptar su ayuda sería ponerme a su altura.

– No -replicó él meneando la cabeza-; conseguiría meter en la cárcel a los responsables de lo que le sucedió a su madre. Si lo único que tiene para empezar es esa foto, no irá más allá de Keith Carberry.

– ¿Y usted me ofrece mucho más, como esos timadores de los canales de compras? -dijo ella.

– No sea cruel -replicó él en tono de riña.

– Cruel pero sincera -replicó Siobhan. Miró por el parabrisas y vio que un taxi dejaba a una pareja borracha delante de su casa. Al arrancar el vehículo, estuvieron a punto de caer al suelo abrazados y besándose-. ¿Qué tal un escándalo? -dijo-. Algo que hiciera que el consejero apareciera en los tabloides.

– ¿Tiene pensado algo?

– Tench engaña a su mujer -contestó ella-. Mientras su esposa está en casa viendo la tele, él se dedica a visitar a sus amantes.

– ¿Cómo lo sabe?

– Una compañera mía, Ellen Wylie, tiene una hermana… -Se interrumpió al percatarse de que si estallaba el escándalo no sería sólo Tench quien saliera en los periódicos, sino también Denise-. No -dijo negando con la cabeza-. Olvídelo.

«Imbécil, imbécil, imbécil.»

– ¿Por qué?

– Porque haríamos daño a una mujer muy sensible.

– Pues como si no lo hubiera dicho.

Ella se volvió a mirarle.

– Bien, dígame, ¿qué haría usted en mi caso? ¿Cómo atacaría a Gareth Tench?

– A través del joven Keith, por supuesto -contestó Cafferty, como si fuera la cosa más evidente del mundo.


* * *

Mairie estaba disfrutando con el acoso.

Aquello no eran artículos de fondo, ni un elogio dando bombo a un amigo del jefe de redacción o una entrevista de mercadotecnia para dar publicidad a un libro o una película. Era una investigación. Por eso se había hecho ella periodista.

Incluso las pistas que no llevaban a ninguna parte eran emocionantes. Y, aunque había seguido varios caminos erróneos, acababa de ponerse en contacto con un periodista de Londres, también autónomo. En la primera conversación por teléfono ambos se dedicaron a darle rodeos al tema. Él trabajaba en un proyecto televisivo: un documental sobre Irak titulado Mi pequeña lavandería de Bagdad, y al principio no quiso explicarle la razón de aquel título, pero al mencionar ella su contacto de Kenia, vio que el de Londres cedía y, en ese momento, una sonrisa cruzó su rostro: ahora era ella quien marcaba la pauta. Iba a titularse lavandería de Bagdad en referencia al dinero que se blanqueaba en Irak y especialmente en la capital. No se sabía adonde habían ido a parar la mayor parte de los miles de millones de dólares estadounidenses destinados a la reconstrucción; maletas repletas de billetes para sobornar a funcionarios del país y untar la mano a la gente asegurando a toda costa elecciones, porque las empresas estadounidenses entraban en el jugoso mercado «con extrema cautela», según su amigo, y el dinero corría a raudales porque había que tranquilizar a los diversos bandos en conflicto en aquella situación tan inestable.

Había que armarlos.

A chiítas, suníes y kurdos. Claro, el agua y la electricidad eran imprescindibles, pero también cañones y lanzacohetes eficaces; sólo para la defensa, naturalmente, porque la reconstrucción sólo es posible si la gente se siente protegida.

– Yo creía que las armas no entraban en juego -comentó Mairie.

– Hasta que vuelvan a entrar cuando nadie preste atención.

– ¿Y estás indagando para establecer una relación entre Pennen y todo el cotarro? -preguntó finalmente Mairie, sin dejar de tomar nota a toda velocidad con el teléfono sujeto entre la mejilla y el hombro.

– Eso es el chocolate del loro. Pennen no es más que una simple nota a pie de página, tan sólo una P.D. al final de una carta. Y, en realidad, no él personalmente, sino la empresa que dirige.

– Y de la que es propietario -no pudo por menos de añadir Mairie-. En Kenia se ha asegurado sacar tajada de ambos bandos.

– ¿Subvencionando al gobierno y a la oposición? Sí, estoy al corriente, pero por lo que tengo entendido no es una operación de envergadura.

Pero el diplomático Kamweze le había dado a ella algún dato más. Coches para los ministros, construcción de carreteras en provincias gobernadas por la oposición y casas nuevas para los líderes tribales más importantes. Todo ello bajo el capítulo de «ayuda», mientras las armas teledirigidas con tecnología de Pennen lastraban la deuda interna.

– En Irak -prosiguió el periodista de Londres-, Pennen Industries financia una zona dudosa de reconstrucción, es decir, contratistas de defensa privados, armados y financiados por Pennen. Tal vez sea la primera guerra de la historia organizada en gran medida por el sector privado.

– ¿Y a qué se dedican esos contratistas de defensa particulares?

– Actúan de guardaespaldas de quienes van al país a hacer negocios. Se ocupan de las barreras, protegen la Zona Verde y garantizan que los mandatarios puedan girar la llave de contacto del coche sin peligro de una intervención del Padrino.

– Ya veo. Son mercenarios, ¿no es eso?

– En absoluto; son totalmente legales.

– ¿Pero les paga Pennen?

– Hasta cierto punto.

Finalmente, Mairie colgó, tras mutua promesa de seguir en contacto y hacer hincapié el de Londres que mientras ella no metiera mano a los datos de Irak podrían ayudarse recíprocamente. Mairie pasó a máquina sus notas y se dirigió al cuarto de estar, donde Allan estaba hundido en el sillón viendo Die Hard 3 y disfrutando de nuevo de sus películas preferidas ahora que tenía cine en casa; ella le dio un abrazo y sirvió dos vasos de vino.

– ¿Qué se celebra? -preguntó él dándole un beso en la mejilla.

– Allan -dijo ella-, tú que has estado en Irak, cuéntame cómo es aquello.

Aquella noche, a hora avanzada, Mairie se levantó. Sonaba su teléfono; era el corresponsal de Westminster del periódico Herald. Años atrás se habían sentado juntos en un banquete de distribución de premios, dando cuenta del asado de cordero y riendo de los finalistas de las diversas categorías. Mairie mantuvo contacto con él porque le gustaba bastante aunque era un hombre casado, feliz en su matrimonio, por lo que sabía. Se sentó en la escalera enmoquetada, cubierta sólo por una camiseta hasta las rodillas, leyendo el texto.

«Tendrías que haberme dicho que te interesaba Pennen. Llámame. ¡Tengo datos!»

Pero no se contentó con llamarle. Fue en plena noche a Glasgow en coche y se vieron en un café de los que están abiertos veinticuatro horas, lleno de estudiantes bebidos, pero más agotados que escandalosos. Su amigo se llamaba Cameron Bruce, y siempre hacían bromas con aquel nombre que servía igual para un roto que para un descosido. Él se presentó con sudadera, pantalones de chándal y despeinado.

– Buenos días -dijo mirando el reloj.

– La culpa es tuya -le regañó ella en broma- por coquetear con una chica a medianoche.

– Suele pasar -replicó él.

Por el guiño que le dirigió, Mairie comprendió que convenía comprobar el estado del feliz matrimonio y dio gracias al cielo por no haber quedado con él en un hotel.

– Cuéntame -dijo.

– No está mal el café -dijo él alzando la taza.

– Oye, no he cruzado en coche media Escocia para oírte cosas insulsas, Cammy.

– ¿A qué has venido, entonces?

Ella se reclinó en el asiento y le explicó por qué tenía interés en Richard Pennen. No le contó todo, por supuesto, pues él, al fin y al cabo, era de la competencia aunque fuese amigo. Cammy se percató de que había lagunas en lo que explicaba cada vez que hacía una pausa o cambiaba el sentido de la historia, pero se limitó a sonreír discretamente. En un momento determinado ella interrumpió el relato mientras, con gran profesionalidad y rapidez, el personal se hacía cargo de un cliente alborotador poniéndole de patitas en la calle. El hombre dio unos puntapiés a la puerta y puñetazos en la luna, pero acabó marchándose.

Pidieron más café y tostadas con mantequilla, y Cameron le contó lo que sabía.

O más bien, lo que sospechaba, basado todo ello en comentarios que circulaban.

– Por consiguiente, hay que interpretarlo con cierta precaución.

Ella asintió con la cabeza.

– Se trata de financiación de partidos -añadió él.

La reacción de Mairie fue fingir un bostezo repentino. Bruce se echó a reír y dijo que era un capítulo muy interesante.

– No me digas.

Se decía que Richard Pennen hacía importantes donativos personales al partido laborista. No era de extrañar, ya que su propia empresa se beneficiaba de los contratos del gobierno.

– Igual que con Capita y tantos otros -comentó Bruce.

– ¿Me has hecho venir hasta aquí para decirme que lo que hace Pennen es perfectamente legal y transparente? -replicó Mairie con gesto de decepción.

– Bueno, no estoy tan seguro, dado que el señor Pennen juega con dos barajas.

– ¿Da dinero a conservadores y laboristas?

– En cierto modo, sí. Pennen Industries ha financiado varias juergas de los torys y sus gerifaltes.

– Pero es más bien la empresa; no él personalmente. Así que no vulnera la ley.

– Mairie -dijo Bruce sonriendo-, no hay que vulnerar la ley para tener problemas en política.

– Hay algo más, ¿verdad? -dijo ella mirándole furiosa.

– Tal vez -añadió él mordiendo una tostada.

Загрузка...