CARA DOS: BAILANDO CON EL DIABLO

DOMINGO 3 DE JULIO
Capítulo 6

– ¿Y qué tal The Who? -preguntó Siobhan.

Era ya media mañana del domingo y había invitado a Rebus al almuerzo. Su aportación: un paquete de salchichas y cuatro panecillos blandos. Ella lo dejó aparte y preparó huevos revueltos, a los que añadió ya en el plato lonchas de salmón ahumado y alcaparras.

– The Who estuvo bien -contestó Rebus apartando las alcaparras con el tenedor al borde del plato.

– Prueba una al menos -le reconvino ella, pero él arrugó la nariz y no lo hizo.

– Los Floyd también estuvieron bien -añadió él-. No hubo grandes fallos.

Estaban sentados cara a cara en una pequeña mesa plegable de la sala de estar. Siobhan vivía en un piso en Broughton Street, a cinco minutos a pie de Gayfield Square.

– ¿Y tú? -preguntó él echando una mirada a la habitación-. No veo señales del desenfreno del sábado por la noche.

– Qué más quisiera yo -replicó ella con una sonrisa que se desvaneció al contarle lo de Niddrie.

– Suerte que saliste indemne -comentó Rebus.

– Vi allí a tu amiga Mairie que cubría un artículo sobre el concejal Tench, y me mencionó algo sobre unas notas que ella te había enviado.

– Sobre Richard Pennen y Ben Webster -asintió él.

– ¿Sacaste algo en claro?

– Algo he profundizado, Shiv. Probé también a llamar a unos cuantos Guest y Keogh, pero sin resultado. Más me habría valido andar persiguiendo encapuchados por los bloques. -Limpió el plato, dejando a un lado las alcaparras, y se arrellanó en el asiento. Tenía ganas de un cigarrillo, pero había que esperar a que ella terminase de comer-. Ah, y, por cierto, tuve un encuentro interesante.

Le contó lo de Cafferty y cuando acabó vio que ella tenía ya el plato limpio.

– Sólo nos faltaba ése -comentó Siobhan levantándose.

Rebus hizo gesto de ofrecerse a retirar la mesa, pero ella le señaló la ventana con la barbilla. Sonriendo, Rebus se acercó a abrirla; entró aire fresco y él se inclinó para encender el pitillo y echar el humo hacia la calle, manteniéndolo fuera entre calada y calada. Era el reglamento de Siobhan.

– ¿Quieres más café? -preguntó ella alzando la voz.

– Sí, vale -contestó él.

Ella llevó de la cocina café recién hecho.

– Más tarde hay otra marcha de Abajo la Coalición de Guerra -comentó.

– A buenas horas, diría yo.

– Y hay actos alternativos al G-8. Va a hablar George Galloway.

Rebus dio un resoplido y aplastó la colilla en el alféizar de la ventana. Siobhan había limpiado la mesa, y puso en ella la caja que le había pedido a Rebus.

El caso de Cyril Colliar.

La oferta de paga doble -aprobada por James Corbyn- sirvió de acicate para que la científica organizase un equipo que se ocupara de la Fuente Clootie. Siobhan les recomendó que trabajaran con discreción: «Que no metan la nariz los de la comisaría local». Y al comentarles que dos días antes había examinado el lugar un equipo de Sterling, un miembro del equipo de Edimburgo esbozó una sonrisa.

– Los veteranos nos hacemos cargo -comentó.

Siobhan no tenía grandes esperanzas. Pero daba igual; lo del viernes no era más que una simple recogida en bolsas de plástico de pruebas de un crimen, pero ahora los indicios apuntaban a dos más. Valía la pena una nueva inspección y una selección.

Comenzó a vaciar los archivadores y carpetas de las cajas.

– ¿Lo has repasado tú ya? -preguntó.

Rebus cerró la ventana.

– Y lo único que he sacado en claro es que Colliar era un gran hijo de puta y que es muy posible que tuviera más enemigos que amigos.

– ¿Y en cuanto a la posibilidad de que fuera víctima de un homicidio casual?

– Escasa; eso ya lo sabemos.

– Pero parece que así ocurrió.

Rebus levantó un dedo.

– Estamos distorsionando dos simples trozos de tela de dueño desconocido.

– Yo traté de comprobar si el nombre de Trevor Guest figuraba entre los de personas desaparecidas.

– ¿Y?

Siobhan negó con la cabeza.

– En los archivos locales no hay nada -dijo tirando la caja vacía sobre el sofá-. Es domingo por la mañana y julio, John. Poco podemos hacer hasta mañana.

El asintió con la cabeza.

– ¿Y la tarjeta bancaria de Guest?

– Es del HSBC, que sólo tiene una sucursal en Edimburgo y pocas más en toda Escocia.

– ¿Eso es bueno o malo?

Siobhan lanzó un suspiro.

– Llamé a uno de sus teléfonos de información y me dijeron que hablara con la sucursal el lunes.

– ¿La tarjeta tiene el número del código de la agencia?

Siobhan asintió con la cabeza.

– Pero esa información no la dan por teléfono.

– ¿Y Talleres Keogh? -preguntó Rebus sentándose a la mesa.

– Lo buscaron en información de abonados, pero no figura en la red.

– Es un apellido irlandés.

– En el listín hay una docena de Keogh.

– Ah, ¿también miraste tú? -preguntó él sonriendo.

– En cuanto envié al equipo forense.

– Sí que has estado ocupada -comentó Rebus abriendo una carpeta que ya había revisado.

– Ray Duff me prometió ir hoy al laboratorio.

– Está encandilado con el premio.

Ella le miró seria y vació la última caja con cierto esfuerzo por el peso de los papeles.

– Así que día de descanso, ¿eh? -dijo Rebus.

Sonó un teléfono.

– Es el tuyo -dijo Siobhan. El fue al sofá y sacó el móvil del bolsillo interior de su chaqueta.

– Rebus -contestó, escuchando un instante con cara de preocupación-. Eso es porque no estoy yo ahí. -Volvió a escuchar-. No, iré yo. ¿Dónde nos vemos? -Miró el reloj-. ¿Cuarenta minutos? Espérame ahí -añadió mirando a Siobhan y cerrando el móvil.

– ¿Cafferty? -aventuró ella.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque se te nota en la voz y en la cara. ¿Qué quiere?

– Ayer fue a mi piso y ahora dice que tengo que ver una cosa. No iba a consentir que se presentara aquí.

– Se te agradece.

– Está en tratos para la compra de un terreno y ha ido a verlo.

– Te acompaño.

Rebus no podía negarse.


* * *

Queen Street, Charlotte Square, Lothian Road. Iban en el Saab de Rebus; Siobhan de pasajera recelosa, agarrada al marco de la ventanilla con la mano izquierda. Les pararon en las barreras y tuvieron que enseñar el carné a varios agentes de uniforme. Aquel domingo llegaban más refuerzos a Edimburgo; era el día del gran desplazamiento de fuerza policial al norte; Siobhan se había enterado en aquellos dos días que había acompañado a Macrae y se lo dijo a Rebus.

– Ahora eres especialista en un nuevo tema para Masterbore -comentó él.

Mientras esperaban en el semáforo de Lothian Road vieron gente a la puerta del Usher Hall.

– Ahí se celebra la Cumbre Alternativa -dijo Siobhan-. Hablará Bianca Jagger.

Rebus puso los ojos en blanco y ella le propino un puñetazo en el muslo.

– ¿Viste la marcha en la tele? ¡Doscientas mil personas!

– Un éxito para los interesados -comentó Rebus-. Pero no cambiará el mundo en que yo vivo -añadió mirándola-. ¿Y Niddrie, anoche? ¿Llegaron allí también las ondas de las buenas vibraciones?

– No eran más que una docena, contra dos mil en el campamento.

– Yo tengo claro por quién apostaría.

Continuaron en silencio hasta llegar a Fountainbridge.

Antigua zona de cervecerías, donde se había criado Sean Connery, Fountainbridge cambiaba a ojos vista. Las viejas industrias estaban a punto de desaparecer y en la zona se iba infiltrando el barrio financiero. Ya había bares elegantes y uno de los pubs preferidos de Rebus había sucumbido a la piqueta. Él estaba seguro de que el bingo de al lado -el llamado Palais de Danse- no tardaría en caer; habían limpiado el canal, poco menos que una alcantarilla en otra época, y ahora podrían pasear por él familias en bicicleta que echarían comida a los cisnes. Cerca del Cine World destacaban las puertas cerradas de una decrépita cervecería. Rebus detuvo el coche y tocó el claxon. Un joven con traje apareció junto a la verja, abrió el candado y empujó una hoja de la puerta lo justo para dar paso al Saab.

– ¿Es usted el señor Rebus? -preguntó junto a la ventanilla del conductor.

– Sí.

El joven aguardó a ver si Rebus presentaba a Siobhan y al cabo le dirigió una sonrisa nerviosa y le entregó un folleto. Rebus lo miró por encima y se lo dio a ella.

– ¿Es agente de la propiedad?

– Trabajo para Bishop Solicitors, señor Rebus. Propiedad comercial. Le daré mi tarjeta -añadió metiendo la mano en el bolsillo.

– ¿Dónde está Cafferty?

El tono en que Rebus hizo la pregunta puso más nervioso al joven.

– Está ahí estacionado; al doblar la esquina.

Rebus no preguntó más.

– Se cree que eres del equipo de Cafferty -dijo Siobhan-. Y por el sudor sobre el labio superior, yo diría que sabe quién es Cafferty.

– Al margen de lo que crea, es bueno que Cafferty haya llegado.

– ¿Por qué?

– Porque así es menos probable que sea una trampa -contestó Rebus mirándola.

El coche de Cafferty era un Bentley GT azul oscuro, junto al que estaba, de pie, apretando sobre el capó un plano del terreno para impedir que volara.

– Sujete esa punta, ¿quiere? -dijo Cafferty a Siobhan, quien así lo hizo. Le dirigió una sonrisa-. Sargento Clarke, es un placer volver a verla. Poco debe faltarle para el ascenso, ¿eh? Y más ahora que el jefe de la policía le confía un caso tan importante.

Siobhan miró a Rebus, quien negó con la cabeza, dándole a entender que no era la fuente de información.

– Filtraciones del Departamento de Investigación Criminal, que es como un colador -añadió Cafferty-. Siempre lo ha sido y lo será.

– ¿Qué es lo que le interesa de este lugar? -preguntó Siobhan intrigada.

Cafferty dio una palmada sobre el rebelde papel.

– Los terrenos, sargento Clarke. No nos damos bien cuenta del gran valor que representan en Edimburgo. Con el Firth of Forth al norte, el Mar del Norte al este y las montañas Pentland al sur, los promotores no paran de buscar solares para construir y de presionar al ayuntamiento para que recalifique el Cinturón Verde. Y esto es un terreno de veinte acres a escasos minutos a pie del barrio financiero.

– ¿Y qué piensa hacer aquí?

– Aparte de -Rebus hizo una pausa- enterrar varios cadáveres en los cimientos.

Cafferty optó por reírse.

– Mi libro me ha dado algo de dinero y tenía que invertirlo.

– Mairie Henderson anda convencida de que destinaste tu parte a obras de caridad -comentó Rebus.

Cafferty hizo caso omiso.

– ¿Lo ha leído, sargento Clarke? -preguntó.

Siobhan guardó silencio.

– ¿Le gustó? -insistió Cafferty.

– La verdad, no me acuerdo.

– Hay un proyecto para hacer una película. De los primeros capítulos, en todo caso -añadió cogiendo el plano, doblándolo y tirándolo en el asiento del Bentley-. No estoy muy decidido con esta fábrica -continuó mirando a Rebus-. Ha hablado de cadáveres, y eso es precisamente lo que me hace pensar… Todos los que trabajaron aquí… muertos, y con ellos, la industria escocesa. En mi familia hubo muchos mineros. Me apuesto algo a que no lo sabía. -Hizo una pausa-. Rebus, usted es de Fife y seguro que se crió entre carbón. -Hizo otra pausa-. Siento lo de su hermano.

– La compasión del diablo1 -dijo Rebus-. Lo que me faltaba.

1 Sympathy for the Devil. Canción de Rolling Stones. (N. del T.)

– Un asesino con conciencia social -añadió Siobhan en voz baja.

– No sería el primero -dijo Cafferty como en un eco, restregándose por debajo de la nariz-. Bueno, tengo esto para ustedes -añadió estirando el brazo y abriendo la guantera, de donde sacó unos papeles enrollados que entregó a Siobhan.

– Dígame de qué se trata -dijo ella con las manos en las caderas.

– Se trata de su caso, sargento Clarke. Pruebas de que nos las vemos con un gran hijo de mala madre. Un malvado cabrón que va a por otros hijos de mala madre.

Ella cogió los papeles sin mirarlos.

– ¿«Nos» las vemos? -inquirió mirándole.

Cafferty se volvió hacia Rebus.

– ¿No sabe lo del trato? -preguntó refiriéndose a ella.

– Trato no hay ninguno -replicó Rebus.

– Lo quiera o no, yo en este caso estoy de su lado -añadió Cafferty mirando de nuevo a Siobhan-. Esos papeles me han costado mis buenos favores, pero si les sirven para capturarle, pues bien. Pero yo también intentaré cazarle; con ustedes o no.

– ¿Y por qué nos ayuda?

Cafferty esbozó un rictus.

– Da emoción a la caza -replicó empujando el asiento del pasajero hacia delante-. Atrás hay espacio de sobra. Pónganse cómodos.

Rebus y Siobhan ocuparon el asiento trasero mientras Cafferty se sentaba al volante, observándoles para ver qué efecto causaba su información.

Rebus hizo verdaderos esfuerzos por no mostrarse impresionado; lo cierto era que más que impresionado estaba asombrado.

Talleres Keogh estaba en Carlisle y uno de los mecánicos, Edward Isley, había aparecido asesinado tres meses atrás en un basurero de las afueras de Edimburgo, con un golpe en la cabeza, una dosis mortal de heroína y desnudo de cintura para arriba. No había testigos, pistas ni sospechosos.

Siobhan miró a Rebus a los ojos.

– ¿Tiene un hermano? -preguntó él.

– ¿Es alguna referencia musical críptica? -aventuró ella.

– Lea, lea, Macduff-terció Cafferty.

Eran simplemente notas recuperadas de los archivos policiales en los que figuraba que Isley había trabajado poco más de un mes después de salir en libertad tras una condena de seis meses por agresión y violación. Las dos víctimas eran prostitutas: una recogida en Penrith y la otra más al sur, en Lancaster, donde trabajaban la M6 al acecho de camioneros; se mencionaba la posibilidad de más agredidas que no lo hubieran denunciado por temor a ser reconocidas.

– ¿Cómo has conseguido esto? -inquirió de pronto Rebus, provocando una risita de Cafferty.

– Las redes son algo estupendo, Rebus. Debería saberlo.

– Sí, claro, habrás untado unas cuantas manos.

– Dios, John -exclamó Siobhan entre dientes-, mira esto.

Rebus volvió a la lectura. Las notas sobre Trevor Guest comenzaban con datos sobre el banco y el domicilio: Newcastle. Guest había estado sin trabajo desde su puesta en libertad tras una condena de tres años por repetidos robos con allanamiento de morada y agresión a un hombre a la puerta de un pub; en uno de los robos intentó agredir sexualmente a una canguro menor de veinte años.

– Otro buen elemento -musitó Rebus.

– Que siguió el mismo destino que los otros -comentó Siobhan señalando con el índice las palabras clave.

Cadáver tirado a orillas del Tynemouth, al este de Newcastle. Con la cabeza machacada… Dosis letal de heroína. Lo habían matado hacía dos meses.

– Llevaba fuera de la cárcel dos semanas…

Edward Isley: hacía tres meses.

Trevor Guest: dos.

Cyril Colliar: mes y medio.

– Al parecer Guest ofreció resistencia -comentó Siobhan.

Así era: cuatro dedos rotos; magulladuras en rostro y pecho y todo el cuerpo vapuleado.

– Así que se trata de un asesino que se carga a cabronazos -añadió Rebus a guisa de resumen.

– ¿Y está pensando «pues que se cargue a más»? -aventuró Cafferty.

– Es un francotirador que nos limpia de violadores -añadió Siobhan.

– Nuestro amigo el ladrón no violó a nadie -se sintió impulsado a puntualizar Rebus.

– Pero lo intentó -dijo Cafferty-. Vamos a ver. ¿Todo eso le facilita el trabajo o se lo complica?

Siobhan se encogió de hombros.

– Actúa a intervalos regulares -comentó a Rebus.

– Tres meses, dos meses y mes y medio -añadió él-. Lo que significa que hay otro al caer.

– A lo mejor ya ha caído.

– Pero, ¿a cuento de qué las pistas de Auchterarder? -preguntó Cafferty.

Era una buena pregunta.

– A veces recogen trofeos.

– ¿Y los cuelgan a la vista del público? -dijo Cafferty frunciendo el ceño.

– A la Fuente Clootie no acude mucha gente -añadió Siobhan pensativa, volviendo atrás a la primera página para releerla.

Rebus bajó del coche. El olor del cuero comenzaba a fastidiarle. Intentó encender un pitillo pero el viento apagaba la llama. Oyó que la portezuela del Bentley se abría y se cerraba.

– Tenga -dijo Cafferty tendiéndole el encendedor cromado.

Rebus lo cogió, encendió el cigarrillo y se lo devolvió con una imperceptible inclinación de cabeza.

– Rebus, siempre había buen rollo conmigo, en los viejos tiempos.

– Eso es un mito que os traéis todos los criminales. No olvides, Cafferty, que sé todo lo que le hacías a la gente.

– Era otro mundo -replicó Cafferty encogiéndose de hombros.

Rebus expulsó humo.

– De todos modos, puedes estar tranquilo. A tu hombre lo mataron, pero no por nada relacionado contigo.

– Quien lo hizo actuó por resentimiento.

– Y bien grande -asintió Rebus.

– Y tiene datos de los presos, cuándo los dejan en libertad y lo que hacen a continuación.

Rebus asintió con la cabeza, rascando con el tacón los surcos del asfalto.

– ¿Va a echarle el guante? -preguntó Cafferty.

– Para eso me pagan.

– Usted nunca se ha movido por dinero, Rebus, como los que hacen un simple trabajo.

– Tú que sabes.

– Sí que lo sé -replicó Cafferty asintiendo con la cabeza-. Si no, habría podido tentarle con mi nómina, como a tantos de sus colegas todos estos años.

Rebus tiró el resto del cigarrillo al suelo y el viento hizo volar unas motas de ceniza hacia la chaqueta de Cafferty.

– ¿En serio vas a comprar esta porquería? -preguntó.

– Probablemente no, pero podría permitírmelo -respondió Cafferty.

– ¿Y eso te satisface?

– La mayoría de las cosas son alcanzables, Rebus. Pero lo que ocurre es que nos da miedo pensar lo que nos espera una vez conseguidas.

Siobhan bajó del coche, señalando con el dedo al final de la última hoja.

– ¿Qué es esto? -preguntó mientras daba la vuelta al Bentley acercándose a ellos. Cafferty entornó los ojos, pensativo.

– Supongo que un sitio de Internet -dijo.

– Claro que es un sitio -espetó ella-. Del que proviene casi toda esta información -añadió agitando los papeles en los morros de Cafferty.

– ¿Quiere decir que es una pista? -preguntó él con aire de suficiencia.

Ella le dio la espalda y se dirigió al Saab de Rebus, haciéndole un gesto con el brazo para indicarle que se iban.

– Se está adaptando muy bien al trabajo, ¿verdad? -dijo Cafferty en voz baja a Rebus.

Pero a él no le pareció un cumplido, sino una insinuación de que el mérito era suyo.

En el camino de vuelta a Edimburgo Rebus sintonizó otra emisora. En Dunblane se celebraba una cumbre alternativa infantil.

– No puedo oír ese nombre sin estremecerme -dijo Siobhan.

– Te diré un secreto: el profesor Gates fue uno de los forenses.

– Pues nunca se lo he oído decir.

– Él no habla de su trabajo -añadió Rebus, subiendo un poco el volumen de la radio. Bianca Jagger hablaba al público en el Usher Hall.

«Han impulsado brillantemente nuestra campaña para poner fin a la pobreza…»

– Se refiere a Bono y compañía -dijo Siobhan.

Rebus asintió con la cabeza.

«Bob Geldof no sólo ha bailado con el diablo sino que ha dormido con él…»

Sonó un cerrado aplauso y Rebus redujo otra vez el volumen. El locutor decía que no parecía que el público de Hyde Park fuese a emprender la marcha hacia el norte. Efectivamente, muchos de los que habían acudido a la marcha del sábado de Edimburgo ya habían regresado.

– Baile con el diablo -comentó Rebus-. Es una canción de Cozy Powell, si no recuerdo mal.

Calló de pronto dando un frenazo y pisando el embrague. Un convoy de furgones blancos llegaba a toda velocidad hacia el Saab en dirección contraria haciendo señales con los faros pero sin tocar la sirena; tenían parabrisas con protector de alambre e invadieron el carril del Saab para adelantar a otros dos vehículos. A través de los vidrios vieron policías con equipo antidisturbios. El primer furgón, casi rozando el Saab, maniobró hacia el carril que le correspondía, seguido por los otros.

– Hostia -musitó Siobhan.

– Viva el estado policial -añadió Rebus. Se le había calado el motor y volvió a accionar la llave de contacto-. Habrás visto que habría aprobado el examen de frenazo de emergencia -comentó.

– ¿Eran de los nuestros? -preguntó Siobhan volviéndose en el asiento, viendo alejarse el convoy.

– Yo no he visto ningún distintivo.

– ¿Crees que habrá algún disturbio? -dijo ella, pensando en Niddrie.

Rebus negó con la cabeza.

– Me parece que volvían a sus alojamientos en Pollock Halls a tomar el té e hicieron el numerito porque pueden.

– Hablas de ellos como si no fuésemos en el mismo barco.

– Está por ver, Siobhan. ¿Te apetece un café? Necesito algo que reanime mi viejo corazón.

Había un Starbucks en la esquina de Lothian Road y Bread Street, pero sin sitio para aparcar. Rebus comentó que estaban muy cerca del Usher Hall y optó por dejar el coche en línea amarilla, poniendo el tarjetón de policía en el parabrisas. En el café, Siobhan preguntó al jovencísimo cajero si no tenía miedo de las manifestaciones. El muchacho se encogió de hombros.

– Nos han dado instrucciones.

Siobhan echó una moneda de una libra en el bote. Al llegar a la mesa sacó el portátil del bolso en bandolera y lo encendió.

– ¿Vamos a dar clase? -dijo Rebus soplando la superficie de su café.

Optó por uno de filtro, quejándose de que por el precio de las ofertas más caras se pudiera comprar un tarro. Siobhan metió el dedo en la nata de su chocolate.

– ¿Ves la pantalla? -preguntó, y Rebus asintió con la cabeza-. Pues mira esto.

Se puso a teclear nombres en una casilla: Edward Isley. Trevor Guest. Cyril Colliar.

– Hay muchas respuestas, pero sólo una con los tres nombres -dijo ella bajando el cursor por la página y volviendo al principio.

Hizo doble clic con el ratón y aguardó.

– Teníamos que haberlo comprobado, desde luego -comentó.

– Desde luego -repitió Rebus.

– Bueno… Alguno de nosotros debería haberlo hecho. Pero para ello habríamos tenido que tener el apellido Isley -dijo mirando a Rebus-. Cafferty nos ha ahorrado la tarea de un día.

– No por eso me voy a afiliar a su club de admiradores.

Apareció un portal de bienvenida. Siobhan lo examinó. Rebus se acercó un poco para ver mejor. El sitio se llamaba Vigilancia de la Bestia. Aparecían fotos granulosas hasta la altura de los hombros de media docena de hombres con un texto a la derecha.

– Escucha esto -dijo Siobhan siguiendo con el dedo las líneas de la pantalla-. «Como padres de una víctima de violación nos consideramos con perfecto derecho a saber por dónde anda el agresor tras salir de la cárcel. El propósito de este portal es dar la oportunidad a las familias y amigos -y a las propias víctimas- de enviar datos sobre la fecha de puesta en libertad, junto con fotos y descripciones, para mejor prevención de la comunidad adonde vaya la bestia…»

Su voz se fue apagando hasta vocalizar en silencio el resto de la introducción. Había vínculos de una galería de fotos llamada La Bestia a la Vista, un tablón de avisos y un grupo de debate, así como una ficha de afiliación en línea. Siobhan movió el cursor hasta la foto de Edward Isley e hizo clic. Apareció una página con datos en la que figuraba la fecha prevista de salida de la cárcel de Isley, su apodo -Fast Eddie- y las zonas que solía frecuentar.

– Dice «fecha de libertad prevista» -comentó Siobhan.

Rebus asintió con la cabeza.

– Y está muy al día, pero no parece que supieran dónde trabajaba.

– Pero señala que era mecánico de coches y también menciona Carlisie. Enviado por… -Siobhan buscó el remitente-. Sólo consta «Preocupado».

A continuación miró en Trevor Guest.

– El mismo procedimiento -comentó Rebus.

– Y remitente anónimo.

Siobhan volvió a la página principal e hizo clic en Cyril Colliar.

– Es la misma foto de nuestros archivos -dijo.

– Es la de los periódicos sensacionalistas -añadió Rebus, mirando otras fotos de Colliar que iban apareciendo.

Siobhan farfulló algo.

– ¿Qué ocurre?

– Escucha: «Éste es el bestia que hizo sufrir a nuestra querida hija y que arruinó nuestras vidas. Pronto saldrá de la cárcel, sin dar muestras de arrepentimiento ni reconocer su culpabilidad a pesar de las pruebas. Nos ha conmocionado de tal modo tenerlo de nuevo entre nosotros, que quisimos hacer algo y esta página es el resultado. Queremos dar las gracias a cuantos nos alentaron. Creemos que debe de ser la primera de este tipo en Gran Bretaña, aunque en otros países ya existen, y han sido en particular nuestros amigos de Estados Unidos quienes en gran medida nos han ayudado a ponerla en funcionamiento».

– ¿Son los padres de Vicky Jensen? -preguntó Rebus.

– Por lo visto.

– ¿Y cómo no lo sabíamos?

Siobhan se encogió de hombros y siguió leyendo atentamente.

– El tío los selecciona ahí, ¿no es eso? -añadió Rebus.

– Él o ella -puntualizó Siobhan.

– Tenemos que saber quién ha entrado en esa página.

– Eric Bain de Fettes puede ayudarnos.

Rebus la miro.

– ¿Te refieres a Cerebro? ¿Seguís hablándoos?

– Hace tiempo que no le he visto.

– ¿Desde que le diste calabazas?

Ella le miró furiosa y él alzó las manos en gesto de paz.

– Vale la pena probar, de todos modos -añadió-. Si quieres se lo digo yo.

Ella se arrellanó en la silla y se cruzó de brazos.

– Te fastidia, ¿verdad? -inquirió.

– ¿El qué?

– Que yo sea sargento y tú inspector y que Corbyn me haya encargado a mí el caso.

– A mí ni me va ni me viene -replicó Rebus tratando de no dar importancia al reproche.

– ¿Estás seguro? Porque si vamos a trabajar juntos en esto…

– Simplemente te he dicho si querías que hablase yo con Cerebro -añadió Rebus ya un tanto irritado.

Siobhan desplegó los brazos y agachó la cabeza.

– Perdona, John.

– Menos mal que no has tomado un café solo -replicó él.

– Habría estado bien tener el día libre -dijo ella con una sonrisa.

– Bueno, pues vete a casa y descansa.

– ¿O bien?

– Podríamos ir a hablar con el señor y la señora Jensen -dijo él acercando la mano al portátil-. A ver qué nos dicen de su modesta contribución a Internet.

Siobhan asintió despacio con la cabeza y volvió a meter el dedo en la nata.

– Pues probablemente haremos eso -dijo.


* * *

Los Jensen vivían en una casa de cuatro pisos con vistas al campo de golf de Leith. La planta baja era la vivienda de Vicky, con entrada propia a la que se accedía por una breve escalinata de piedra; la puerta tenía candado, unas rejas protegían las dos ventanas que la flanqueaban y había una pegatina advirtiendo a los intrusos de la existencia de un sistema de alarma. Medidas todas innecesarias antes de la agresión de Cyril Colliar, cuando Vicky era una buena alumna de dieciocho años de la Universidad de Napier. Al cabo de diez años seguía viviendo con sus padres.

Rebus permaneció parado frente a la puerta, indeciso.

– La diplomacia nunca ha sido mi fuerte -comentó a Siobhan.

– Pues hablaré yo -comentó ella estirando el brazo y tocando el timbre.

Thomas Jensen abrió quitándose las gafas de leer y al reconocer a Rebus se quedó atónito.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Nada que pueda preocuparle, señor Jensen -dijo Siobhan, enseñando el carné de policía-. Sólo queremos hacerle unas preguntas.

– ¿Aún buscan al asesino? -aventuró Jensen. Era un hombre de estatura media de más de cincuenta años con las sienes plateadas. Vestía un jersey de cuello en pico nuevo y caro. Tal vez de cachemir-. ¿Por qué demonios piensan que iba yo a ayudarles?

– Nos interesa su página de Internet.

Jensen frunció el ceño.

– Es algo muy corriente en la actualidad, si uno es veteri…

– No la suya, señor -dijo Rebus.

– La de Vigilancia de la Bestia -añadió Siobhan.

– Ah, ésa -dijo Jensen, con un suspiro, bajando la vista-. Es un capricho de Dolly.

– ¿Es su esposa?

– Sí, Dorothy.

– ¿Está ella en casa, señor Jensen?

El hombre negó con la cabeza y miró más allá de ellos dos como observando la calle a ver si llegaba.

– Ha ido al Usher Hall.

Rebus asintió con la cabeza como si aquello lo aclarase todo.

– El caso es que tenemos un problema, señor.

– Dígame.

– En relación con esa página. Si lo permite -añadió Rebus señalando hacia el vestíbulo- lo podríamos hablar.

Jensen no parecía muy dispuesto a dejarles entrar, pero prevaleció la cortesía. Les hizo pasar a la sala de estar, anexa a un comedor con la mesa llena de periódicos.

– Me paso el día leyéndolos -dijo Jensen guardándose las gafas en el bolsillo.

Les invitó a sentarse y Siobhan se acomodó en el sofá mientras él ocupaba un sillón. Rebus permaneció de pie junto a las puertas cristaleras del comedor, observando a través de ellas los periódicos, pero no veía nada relevante: ni artículos ni párrafos marcados.

– El problema, señor Jensen, es el siguiente -dijo Siobhan con voz medida-: Cyril Colliar ha muerto, y ha sucedido lo mismo a otros dos hombres.

– No comprendo.

– Y creemos que se trata de un único culpable.

– Pero…

– Un culpable que puede haber seleccionado los nombres de las tres víctimas en su página de Internet.

– ¿Qué tres?

– Edward Isley y Trevor Guest -recitó Rebus-. Y hay muchos más nombres en su galería de la infamia. No sé quién será el próximo.

– Debe tratarse de un error -dijo Jensen pálido.

– ¿Conoce Auchterarder, señor? -inquirió Rebus.

– Pues… no, no.

– ¿Y Gleneagles?

– Estuvimos una vez allí… en un congreso de veterinaria.

– ¿No fueron tal vez en autobús a la Fuente Clootie?

Jensen negó con la cabeza.

– No hubo más que seminarios y una cena con baile -replicó aturdido-. Miren, creo que yo no puedo ayudarles.

– ¿Lo de la página de Internet fue idea de su esposa? -preguntó Siobhan pausadamente.

– Fue un modo de tratar de… Entró en la red para buscar ayuda.

– ¿Ayuda?

– De familias de víctimas. Quería saber cómo ayudar a Vicky. Y sobre la marcha se le ocurrió esa idea.

– ¿Configuró ella misma la página?

– La encargamos a una empresa especializada.

– ¿Y los otros sitios de Estados Unidos?

– Ah, sí, nos ayudaron a prepararla una vez configurada… -añadió Jensen encogiéndose de hombros-. Tengo entendido que prácticamente funciona sola.

– ¿Hay suscriptores?

Jensen asintió con la cabeza.

– Los que quieren el boletín trimestral, sí. Pero no estoy seguro. Es Dolly quien lo lleva.

– Entonces, ¿existe una lista de suscriptores? -preguntó Rebus.

Siobhan le miró.

– No es necesario ser suscriptor para consultar la página -comentó ella.

– Una lista sí que debe de haber -dijo Jensen.

– ¿Desde cuándo funciona? -inquirió Siobhan.

– Desde hace ocho o nueve meses. Faltaba poco para que a él le pusieran en libertad y Dolly estaba cada vez más angustiada. -Hizo una pausa-. Quiero decir por Vicky.

Como si fuera el momento justo, oyeron abrirse y cerrarse la puerta de la casa y desde el pasillo llegó una voz jadeante.

– ¡Lo he conseguido, papá! ¡He llegado hasta la playa!

Era patente el sobrepeso de la mujer que hablaba desde el marco de la puerta con la cara enrojecida, quien, al ver que su padre no estaba solo, lanzó un chillido de sorpresa.

– Pasa, pasa, Vicky.

Pero ella dio media vuelta y desapareció. Oyeron sus pisadas bajando a su refugio de la planta baja. Thomas Jensen hundió los hombros abatido.

– Es incapaz de ir sola más allá de la playa -comentó.

Rebus asintió con la cabeza. La distancia apenas superaba el medio kilómetro. Ahora comprendía por qué Jensen estaba tan nervioso al llegar ellos oteando la calle.

– Pagamos a una persona que la acompaña entre semana -continuó Jensen con las manos en el regazo- y así podemos trabajar los dos.

– ¿Le dijo usted que Colliar había muerto? -preguntó Rebus.

– Sí -contestó Jensen.

– ¿La interrogaron sobre ello?

Jensen negó con la cabeza.

– El agente que vino a indagar fue muy comprensivo cuando le explicamos el estado de Vicky.

Rebus y Siobhan intercambiaron una mirada: «Actuar por inercia; sin esforzarse…».

– Nosotros no lo matamos, ¿sabe? Aunque lo hubiera tenido delante de mí… -Jensen miró aturdido al vacío- no creo que hubiera sido capaz.

– Los tres murieron por efecto de una inyección, señor Jensen -comentó Siobhan.

El veterinario parpadeó un par de veces, alzó una mano despacio y se pellizcó el puente de la nariz.

– Si van a acusarme de algo, quiero que esté presente mi abogado.

– Sólo queremos que nos ayude, señor.

Él la miró.

– Pues eso no lo pienso hacer -comentó.

– Tendremos que hablar con su esposa y su hija -dijo Siobhan.

Pero Jensen ya se había levantado.

– Váyanse ya. Tengo que cuidar de Vicky.

– Naturalmente, señor -dijo Rebus.

– Pero volveremos -añadió Siobhan-. Con abogado o sin abogado. Y recuerde, señor Jensen, que manipular pruebas puede llevarle a la cárcel -espetó echando a andar hacia el vestíbulo, seguida por Rebus.

En la calle, él encendió un cigarrillo mirando un partido de fútbol improvisado en el campo de golf.

– ¿Ves lo que decía de que la diplomacia no es mi fuerte?

– ¿Y qué?

– Cinco minutos más y le sacudes.

– No digas tonterías -replicó ella, ruborizada, con un resoplido, farfullando algo irritada.

– ¿Qué quisiste decir con lo de manipular pruebas? -le preguntó Rebus.

– Que las páginas de Internet pueden eliminarse -respondió ella-. Y las listas de suscriptores pueden «perderse».

– Lo que quiere decir que cuanto antes hablemos con Cerebro, mucho mejor.


* * *

Eric Bain estaba viendo el concierto Live 8 en su ordenador; eso le pareció al menos a Rebus, pero él le sacó del error.

– En realidad, lo estoy editando.

– ¿Descargándolo? -aventuró Siobhan, pero Bain negó con la cabeza.

– Lo pasé a DVD y ahora estoy eliminando lo que no me interesa.

– Eso llevará su tiempo -comentó Rebus.

– No es difícil si dominas el programa.

– Creo -terció Siobhan- que el inspector Rebus se refiere a que tendrás que eliminar muchas cosas.

Bain sonrió. No se había puesto en pie al entrar ellos y apenas había apartado la vista de la pantalla. Fue su novia, Molly, quien les abrió y les preguntó si querían una taza de té. Estaba en la cocina preparando el hervidor, mientras Bain proseguía su tarea en el cuarto de estar.

Era un último piso de un almacén rehabilitado de Slateford Road, que muy probablemente en el folleto de venta figurase como «ático». Las pequeñas ventanas ofrecían una buena panorámica, sobre todo de chimeneas y fábricas cerradas. A lo lejos se veía la cumbre de Corstorphine Hill. El orden de la habitación superaba las expectativas de Rebus, pues no se veían metros de cable, cajas de cartón, soldadores ni video-consolas. Casi no parecía la vivienda de un fanático de los aparatos, como él mismo confesaba.

– ¿Desde cuándo vives aquí, Eric? -preguntó Rebus.

– Desde hace un par de meses.

– ¿Os habéis mudado juntos?

– Eso es lo que hay. Enseguida estoy con vosotros.

Rebus asintió con la cabeza y se sentó cómodamente en el sofá. Molly, rebosante de energía, entró con la bandeja del té. Iba en zapatillas, con unos vaqueros ceñidos de pernera hasta mitad de pantorrilla y una camiseta roja con la efigie del Che Guevara. Tenía un cuerpazo y pelo rubio largo, teñido, pero le sentaba bien. Rebus admitió para sus adentros que estaba impresionado. Miró varias veces a Siobhan, pero ella no dejaba de observar a Molly como un científico a un cobaya, pensando, evidentemente también, que Bain se había apuntado un éxito.

Y además había ejercido su influencia en Cerebro acostumbrándole al orden. ¿Cómo decía la canción de Elton John? «Casi me amarras con cuerdas…» En realidad era de Bernie Taupin, el original Captain Fantastic and the Brown Dirt Cowboy.

– Está muy bien este piso -dijo Rebus a Molly al recogerle la taza, ganando el premio de sus labios rosados con una sonrisa de dientes perfectos y blancos-. No he captado tu apellido -añadió.

– Clark -contestó ella.

– Igual que Siobhan -dijo él.

Molly miró a Siobhan como para recibir confirmación.

– El mío, con «e» final -dijo Siobhan.

– El mío no -replicó Molly sentándose en el sofá al lado de Rebus sin dejar de mover el trasero como si se sintiera incómoda.

– De todos modos, tenéis algo en común -añadió Rebus, guasón, ganándose una mirada furibunda de Siobhan-. ¿Cuánto tiempo hace que sois pareja?

– Quince semanas -contestó ella con afán-. No es mucho, ¿verdad? Pero hay veces que enseguida sabes…

Rebus asintió con la cabeza.

– Es lo que yo siempre le digo a Siobhan, que debería buscarse pareja fija. Es la manera de realizarte, ¿no, Molly?

Molly no parecía muy convencida, pero miró a Siobhan con gesto de pretendida simpatía.

– Ya lo creo -dijo.

Siobhan miró enfadada a Rebus y cogió la taza que le daba Molly.

– En realidad -prosiguió Rebus- hubo un momento en que parecía que Siobhan y Eric fueran a formar pareja.

– Éramos simples amigos -comentó Siobhan, forzando una carcajada.

Bain, como si se hubiera quedado de piedra, miraba la pantalla del ordenador con la mano paralizada sobre el ratón.

– ¿No es así, Eric? -añadió Rebus.

– John está de broma -terció Siobhan dirigiéndose a Molly-. No le hagas caso.

Rebus lanzó un guiño a Molly, que no dejaba de rebullirse.

– Es un té muy bueno -comentó.

– Y perdonad que hayamos irrumpido así en domingo -añadió Siobhan-. Es que se trata de algo urgente.

Bain se levantó de la silla con un crujido. Rebus advirtió que había perdido bastante peso, tal vez seis kilos; conservaba su gorda cara pálida, pero había desaparecido la panza.

– ¿Aún estás en el Departamento Forense Informático? -preguntó Siobhan.

– Sí -contestó él cogiendo su taza y sentándose al lado de Molly.

Ella le pasó un brazo protector por los hombros, tensando la tela de la camiseta, acentuando aún más la forma de sus pechos. Rebus trató de fijar plenamente la atención en Bain.

– En este momento tengo trabajo con lo del G-8 en control de informes de Inteligencia -añadió Bain.

– ¿Qué clase de informes? -preguntó Rebus, levantándose como para estirar las piernas porque, con Bain en el sofá, estaban apretados, y se acercó a pasitos al ordenador.

– Informes secretos -contestó Bain.

– ¿Te has tropezado con el nombre de Steelforth?

– No. ¿Por qué?

– Es uno del SOI2 que parece un mandamás.

Pero Bain negó con la cabeza despacio y les preguntó qué querían. Siobhan le tendió la hoja de papel.

– Es un sitio de Internet que tal vez no tarde en desaparecer -le comentó-, y queremos todo lo que puedas encontrar: lista de suscriptores y quien haya descargado información. A ver si puedes conseguir datos.

– Es un trabajito.

– Lo sé, Eric -replicó Siobhan, dando una entonación a su nombre que a él debió tocarle alguna fibra y le hizo levantarse para ir a la ventana; tal vez para que Molly no viese el rubor de su cuello.

Rebus cogió un papel que había junto al ordenador. Era una carta con membrete de Axios Systems, firmada por un tal Tasos Symeonides.

– ¿Es un nombre griego? -preguntó.

Eric Bain vio el cielo abierto para cambiar de tema.

– Es una firma local de informática -dijo.

– Perdona que fisgue, Eric -dijo Rebus, agitando el papel delante de él.

– Es una oferta de trabajo -terció Molly-. Recibe muchas -añadió levantándose, acercándose a la ventana y pasándole el brazo por los hombros-. Y yo tengo que convencerle de que es imprescindible en la policía.

Rebus dejó la carta y volvió al sofá.

– ¿Puedo tomar otro? -preguntó.

Molly se acercó encantada a servirle, momento que aprovechó Bain para mirar fijamente a Siobhan, transmitiéndole en segundos un montón de palabras.

– Ah, estupendo -añadió Rebus aceptando un poco de leche de Molly, que había vuelto a sentarse a su lado.

– ¿Cuándo crees que tardarán en cerrarla? -preguntó Bain.

– No lo sé -contestó Siobhan.

– ¿Esta noche?

– Más bien mañana.

Bain examinó el papel.

– De acuerdo -dijo.

– Qué bien, ¿no? -comentó Rebus como dirigiéndose a todos.

Pero Molly, que estaba en otra cosa, se palmeó la cara con las manos y abrió la boca.

– Se me olvidaron las galletas -dijo poniéndose en pie de un salto-. ¿Cómo seré tan tonta? Y todos callados… -añadió volviéndose hacia Bain-. ¡Podías habérmelo dicho! -exclamó ruborizada, saliendo del cuarto.

En ese momento, Rebus se dio cuenta de que la vivienda no estaba simplemente ordenada.

Era un orden neurótico.

Capítulo 7

Siobhan vio la marcha con sus cantos antibelicistas, sus pancartas y la policía cubriendo la carretera en previsión de disturbios. Notó el olor dulzón del cannabis, pero dudaba mucho que detuvieran a nadie por ello: así constaba en las instrucciones para la operación Sorbus.

«Si pasan fumando a su lado, deténganlos; si no, déjenlos…»

Quien eligiera a sus víctimas en la página Vigilancia de la Bestia tenía acceso a la heroína. Volvió a pensar en el aparentemente afable Thomas Jensen. Los veterinarios, aunque no tuvieran acceso a la heroína, podían cambiarla por otros productos.

Acceso a la heroína y rencor. Aquellas dos amigas de Vicky que fueron con ella a la discoteca y la acompañaron en el autobús… Tal vez convendría interrogarlas.

Y el golpe en la cabeza, siempre por detrás… Era alguien físicamente más débil que las víctimas, y las tumbaba previamente para ponerles la inyección. ¿Se habría ensañado con Trevor Guest por no haber logrado noquearlo? ¿O era prueba de que el asesino perdía los estribos, se hacía más sádico y le tomaba gusto al crimen?

Pero Guest era la segunda víctima; con la tercera, Cyril Colliar, no se había ensañado. ¿Sería porque tal vez de pronto apareció alguien y el asesino había huido sin darse esa satisfacción? ¿Habría vuelto a matar? En caso de…, Siobhan dio un chasquido con la lengua. «Él o ella», dijo para sus adentros.

«Bush, Blair, CIA, ¿cuántos niños habéis matado hoy?»

La multitud coreaba la consigna iniciando la subida a Calton Hill, y Siobhan siguió a aquellos miles de personas camino del punto de concentración. Hacía un viento frío que soplaba con ganas en la cumbre, donde la panorámica abarcaba Fife y la parte oeste de Edimburgo, Holyrood y el Parlamento al sur, acordonados día y noche. Siobhan recordó que Calton Hill era otro de los volcanes extinguidos de Edimburgo; el castillo se alzaba sobre uno de ellos, y el tercero era Arthur's Seat. Allí en la cumbre de Calton Hill había un observatorio y varios monumentos; el mejor de todos era el «fallo», el lateral de lo que había querido ser réplica del Partenón de Atenas y cuyo lunático mecenas había muerto sin concluir. Allí subía la gente de la marcha mientras el resto se congregaba alrededor para escuchar los discursos. Una joven, ajena a todo, bailaba canturreando y dando vueltas.

– No esperábamos verte aquí, cariño.

– Pues yo sí -dijo Siobhan abrazando a sus padres-. Ayer no conseguí dar con vosotros en los Meadows.

– ¿A que fue estupendo?

El padre de Siobhan se echó a reír.

– Tu madre pasó todo el rato llorando de emoción -dijo.

– Fue impresionante -comentó ella.

– Fui por la noche a buscaros al campamento.

– Es que salimos a tomar una copa.

– ¿Con Santal? -preguntó Siobhan como sin darle importancia y pasándose la mano por la cabeza tratando de borrar una voz interior: «¡Vuestra hija soy yo, no ella!».

– Vino con nosotros pero no estuvo mucho tiempo.

La multitud aplaudió y vitoreó al primer orador.

– Después hablará Billy Bragg -dijo Teddy Clarke.

– Podríamos ir a comer algo -dijo Siobhan-. Hay un restaurante en Waterloo Place.

– ¿Tú tienes hambre, querido? -preguntó Eve Clarke a su esposo.

– Pues no.

– Yo tampoco.

Siobhan se encogió de hombros.

– Bueno; tal vez más tarde.

Su padre se llevó un dedo a los labios.

– Van a empezar -dijo en un susurro.

– ¿El qué? -preguntó Siobhan.

– A nombrar a los muertos.

Efectivamente: comenzó la lectura de mil víctimas de la guerra de Irak, gentes de todos los bandos implicados en el conflicto. Mil nombres que los oradores leerían por turnos mientras el público guardaba silencio. Incluso la joven dejó de bailar y permaneció inmóvil mirando al vacío. Siobhan retrocedió unos pasos en un momento dado al darse cuenta de que tenía encendido el móvil; lo sacó del bolsillo y lo conectó en modo de vibración, alejándose un poco más hasta donde aún se oía los nombres de la lista. Desde allí veía el estadio Hibernian a sus pies, vacío tras la temporada; el Mar del Norte estaba en calma y Berwick Law al este parecía otro volcán apagado. Y la ristra de nombres proseguía, haciendo surgir en ella una sonrisa sombría y triste.

Porque aquello era lo que hacía ella a lo largo de su vida laboral. Nombrar a los muertos; tomaba nota de los últimos datos de su vida y trataba de averiguar quiénes eran, por qué habían muerto, daba voz a los olvidados y á los desaparecidos en un mundo cargado de víctimas que confiaban en ella y otros policías. Como Rebus, que se atormentaba en cada uno de los casos; o que dejaba que le atormentasen; él nunca desistía, porque eso habría sido la última ofensa a aquellos nombres. Vibró su teléfono y se lo llevó al oído.

– Sí que fueron rápidos -dijo Eric Bain.

– ¿Ya no está la página?

– No.

Siobhan lanzó una maldición para sus adentros.

– ¿Has conseguido algo?

– Alguna cosilla. Pero no he podido trabajar mucho con la máquina que tengo en casa.

– ¿No has podido recuperar ninguna lista de suscriptores?

– Me temo que no.

Otro orador había sustituido al anterior al micrófono y los nombres continuaban.

– ¿Te queda algo más por intentar? -preguntó ella.

– Desde la oficina sí; tal vez un par de trucos.

– ¿Mañana?

– Si no me copan los del G-8. -Hizo una pausa-. Me alegró verte, Siobhan. Siento que hayas tenido que ver a…

– Eric -dijo tajante-. No.

– ¿No, qué?

– Todo y nada. Dejémoslo, ¿de acuerdo?

Se hizo un largo silencio al otro lado.

– ¿Seguimos siendo amigos? -preguntó él finalmente.

– Por supuesto. Llámame mañana -dijo ella cortando la comunicación. Forzosamente, porque si no, no habría podido evitar decirle: «Que te aproveche tu novia nerviosa, melindres y pechugona… Seréis muy felices».

Cosas más raras se habían visto.

Contempló a sus padres por detrás. Se agarraban de la mano y su madre reclinaba la cabeza en el hombro de su padre. Casi se le saltaron las lágrimas, pero las contuvo. Recordó a Vicky Jensen echando a correr hacia su cuarto, y a Molly, avergonzándose. Las dos atemorizadas ante la vida. Cuando era adolescente, ella había echado a correr de muchas habitaciones donde estuvieran sus padres, por rabietas, rupturas, contiendas entre inteligencias, juegos de poder. Ahora, lo único que deseaba era estar allí detrás de ellos; lo deseaba, pero era incapaz. Se alejó cincuenta pasos más anhelando que volviesen la cabeza.

Pero sus padres sólo escuchaban nombres de personas desconocidas.


* * *

– Le agradezco que haya venido -dijo Steelforth levantándose, tendiendo la mano a Rebus.

Le aguardaba en el Hotel Balmoral, sentado, con las piernas cruzadas. Rebus le había hecho esperar un cuarto de hora, que dedicó a pasear de arriba abajo por delante del hotel, echando ojeadas al interior, receloso de alguna trampa. La marcha de Parad la Guerra había concluido, pero aún vio la cola avanzando despacio por Waterloo Place. Siobhan le había dicho que iba a ir a ver si encontraba a sus padres.

– Tienes poco tiempo que dedicarles -comentó él comprensivo.

– Y viceversa -musitó ella.

Había guardia de seguridad en la puerta del hotel; no el simple portero de librea y el conserje -distinto al de la noche anterior-, sino unos de paisano que supuso que serían agentes al mando de Steelforth. El del Departamento Especial estaba más acicalado que nunca, con traje de raya diplomática de chaqueta cruzada. Tras darle la mano hizo un gesto en dirección al Palm Court.

– ¿Un whisky?

– Depende de quién pague.

– Permítamelo a mí.

– En ese caso -le previno Rebus-, tomaré uno doble.

Steelforth soltó una carcajada forzada. Encontraron mesa en un rincón y apareció una camarera como por arte de ensalmo.

– Carla -dijo Steelforth-, queremos un par de whiskys. Dobles -añadió mirando a Rebus.

– Laphroaig -dijo él-. Cuanta más solera, mejor.

Carla les dirigió una inclinación de cabeza y se fue. Steelforth se alisó la chaqueta en espera de que se hubiera alejado lo suficiente para iniciar la conversación. Pero Rebus optó por tomarle la delantera.

– ¿Qué intenta, echar tierra sobre el diputado muerto? -preguntó en voz alta.

– ¿A qué tengo que echar tierra?

– Dígamelo usted.

– Por lo que yo puedo determinar, inspector Rebus, su propia investigación hasta el momento no ha progresado más allá de una entrevista personal con la hermana del finado. -Tras dejar de alisarse la chaqueta, Steelforth cruzó las manos-. Una entrevista efectuada, además, lamentablemente apenas acababa ella de cumplir con el formalismo de la identificación. -Hizo una pausa teatral-. No pretendo ofenderle, inspector.

– No me considero ofendido, comandante.

– Por supuesto, es posible que se haya ocupado de otros menesteres. He sabido que dos periodistas han estado removiendo las brasas.

Rebus fingió sorpresa. Mairie Henderson y el de noticias del Scotsman con quien había hablado por teléfono. Les debía un favor.

– Bueno -dijo Rebus-, como no hay nada que ocultar, supongo que la prensa no llegará muy lejos. -Hizo una pausa-. Dijo que iban a arrebatarme la investigación, pero no parece que haya sido así.

Steelforth alzó los hombros.

– Porque no hay nada que investigar. Dictamen: muerte por accidente -añadió, separando las manos al ver que llegaban las bebidas con una jarrita de agua y un cuenco con cubitos de hielo.

– ¿Desea dejar la cuenta abierta? -preguntó la camarera.

Steelforth miró a Rebus y negó con la cabeza.

– Sólo tomaremos uno -dijo firmando la nota con el número de habitación.

– ¿Es a cargo del contribuyente -preguntó Rebus- o hay que agradecérselo al señor Pennen?

– Richard Pennen es título de honor para este país -replicó Steelforth sirviéndose agua en exceso-. La economía escocesa, en concreto, se resentiría sin su contribución.

– No sabía que el Balmoral fuese tan caro.

Steelforth entrecerró los ojos.

– Estoy hablando de puestos de trabajo en Defensa, como sabe de sobra.

– ¿Y si le interrogo sobre el fallecimiento de Ben Webster?

Steelforth se inclinó sobre la mesa.

– Supongo que comprenderá que merece un trato deferente.

Rebus olfateó el aroma de la malta y se llevó el vaso a los labios.

– Salud -dijo Steelforth con un gruñido.

Slainte -respondió Rebus.

– Tengo entendido que usted es amigo de su buen vaso de whisky -añadió Steelforth-. Quizá algo más que un simple vaso.

– Ha hablado con las personas adecuadas.

– A mí, que alguien beba no me importa… siempre que no afecte a su trabajo. Pero también he oído que afecta a su percepción.

– A mi percepción del carácter no -dijo Rebus dejando el vaso en la mesa-. Sobrio o curda, sé muy bien que es usted un cabronazo de primera.

Steelforth fingió un brindis con su vaso.

– Iba a ofrecerle algo para compensar su decepción -dijo.

– ¿Le parezco decepcionado?

– En el caso de Ben Webster no va a llegar a ninguna parte; suicidio o no suicidio.

– ¿De pronto habla ahora de suicidio? ¿Quiere eso decir que hay una nota?

– ¡No hay ninguna maldita nota! -exclamó Steelforth perdiendo la paciencia-. No hay nada de nada.

– Un suicidio muy raro, ¿no cree?

– Muerte casual.

– Ésa es la versión oficial -comentó Rebus alzando de nuevo el vaso-. ¿Qué es lo que iba a ofrecerme?

Steelforth le miró un instante y contestó:

– Hombres a mis órdenes para ese caso de homicidio del que se encarga. He sabido que ya son tres víctimas, y me imagino que no dará abasto. En este momento sólo se ocupan de ello usted y la sargento Clarke, ¿no es así?

– Más o menos.

– Yo dispongo aquí de muchos hombres, Rebus. Muy buenos agentes y con diversidad de especialistas entre ellos.

– ¿Y nos los va a prestar?

– Ésa era mi intención.

– ¿Para que podamos concentrarnos en los homicidios y abandonemos el caso del parlamentario? -Rebus fingió exageradamente reflexionar sobre la propuesta, llegando incluso a juntar las manos y a apoyar la barbilla en la punta de los dedos-. Los centinelas del castillo dijeron que hubo un intruso -añadió en voz baja como si hablara consigo mismo.

– No hay pruebas de ello -replicó Steelforth, al quite.

– Tampoco se ha aclarado por qué estaba Webster en la muralla.

– Saldría a respirar aire fresco.

– ¿Se disculpó por abandonar la sala del banquete?

– Estaría cargado. El oporto, los puros…

– ¿Dijo que salía? -preguntó Rebus mirando a Steelforth.

– No concretamente. La gente se levantaba para ir a estirar las piernas.

– ¿Ha interrogado a todo el mundo? -añadió Rebus.

– A casi todos -respondió el del Departamento Especial.

– ¿Al secretario de Asuntos Exteriores? -añadió Rebus esperando una respuesta que no llegó-. No, creo que no. ¿Y a las delegaciones extranjeras?

– A algunas sí. He hecho bastante de lo que habría hecho usted, inspector.

– Usted no sabe lo que yo habría hecho.

Steelforth asintió con una leve inclinación de cabeza. No había tocado su bebida.

– ¿Y no tiene dudas? -añadió Rebus-. ¿Ninguna pregunta que hacer?

– Ninguna.

– Pero no sabe por qué ocurrió -dijo Rebus meneando la cabeza despacio-. Usted, Steelforth, no tiene nada de policía, ¿sabe? Será un as estrechando manos y en reuniones informativas, pero en lo que a indagaciones respecta apuesto a que no tiene la menor idea. Es un adorno; nada más -añadió levantándose.

– ¿Y qué es usted exactamente, inspector Rebus?

– ¿Yo? -replicó Rebus pensativo un instante-. Yo soy el conserje, digamos; el que le sigue los pasos. -Hizo una pausa buscando cómo rematar la frase-. Le sigue los pasos y le corta el paso, si hace falta.

Mutis por la derecha del escenario.


* * *

Antes de abandonar el Balmoral, en el vestíbulo, fue a echar un vistazo al restaurante, cruzando la antesala como quien no quiere la cosa pese a los esfuerzos del personal. Estaba lleno, pero no vio a Richard Pennen en ninguna mesa. Subió la escalinata hasta Princes Street y decidió pasarse por el Café Royal. El pub estaba extrañamente tranquilo.

– Un día fatal -comentó el encargado-. A muchos clientes ni les veremos el pelo estos días.

Después de tomarse dos copas, Rebus caminó por George Street. Habían interrumpido las obras por orden del ayuntamiento y reordenaban la calle con un nuevo sistema de dirección única, complicando la confusión de los conductores. Hasta los agentes de tráfico pensaban que era una torpeza y no ponían gran empeño en hacer cumplir las señales de prohibido el paso. Ahora reinaba la tranquilidad y no quedaban miembros de las huestes de Geldof. Los gorilas de la entrada del Dome le dijeron que el local estaba casi vacío. En Young Street habían cambiado de lado el estrecho carril de una sola dirección. Rebus empujó la puerta del Bar Oxford sonriendo por un comentario que había oído sobre el cambio de direcciones.

«Lo hacen por fases: puedes ir un rato en una dirección y otro en otra.»

– Una pinta de IPA, Harry -dijo sacando el tabaco.

– Quedan ocho meses -musitó Harry, tirando de la palanca de presión.

– No me lo recuerdes.

Harry llevaba la cuenta de los meses que faltaban para que entrase en vigor la ley antitabaco en Escocia.

– ¿Sucede algo en la calle? -dijo uno de los clientes habituales.

Rebus negó con la cabeza, consciente de que en el mundo cerrado de aquel hombre un asesino en serie no entraba en la categoría de suceso.

– ¿No había una marcha? -añadió Harry.

– Es en Calton Hill -dijo otro cliente-. Con el dinero que se están gastando podrían comprarles una cesta de Jenner's a todos los niños africanos.

– Marcando un tanto para Escocia en la escena mundial -añadió Harry señalando con la cabeza hacia Charlotte Square, residencia del primer ministro-. Un precio que Jack piensa que vale la pena.

– Porque el dinero no es suyo -gruñó el cliente-. Mi mujer trabaja en la nueva zapatería de Frederick Street y dice que más les valdría cerrar toda la semana.

– El Royal Bank no abre mañana -añadió Harry.

– Sí, mañana será el peor día -musitó el cliente.

– Y pensar que yo he venido a alegrarme un rato -dijo Rebus.

– De sobra debería saber que no, John -comentó Harry mirándole extrañado-. ¿Otra?

Rebus no estaba muy decidido, pero asintió con la cabeza.

Tras dos pintas más y devorar el último panecillo relleno que quedaba en el expositor, decidió irse a casa. Había leído el Evening News, visto las noticias del Tour de Francia en la tele y escuchado nuevas protestas por la reordenación de la calle.

– Si no la dejan como antes, mi mujer dice que más vale que cierren la tienda donde trabaja. ¿Se lo he comentado? Está empleada en esa nueva zapatería de Frederick Street.

Harry puso los ojos en blanco y Rebus fue hacia la puerta. La alternativa era ir a casa andando o llamar a Gayfield para ver si había algún coche patrulla de servicio que le recogiera. Muchos taxis evitaban el centro, pero ante el Hotel Roxburghe podría intentarlo tratando de hacerse pasar por turista pudiente.

Oyó abrirse las puertas pero tardó en darse la vuelta. Sintió que le agarraban de los brazos y tiraban de él hacia atrás.

– ¿Unas copas de más? -ladró una voz-. No te vendrá mal una noche en el calabozo, hijo.

– ¡Soltadme! -replicó Rebus retorciéndose inútilmente.

Sintió las esposas de plástico rodearle las muñecas, bien prietas para impedir la circulación, de aquellas que no había manera de aflojar una vez puestas si no era cortándolas.

– ¿Qué demonios es esto? -exclamó entre dientes-. Soy del DIC.

– No me lo pareces -replicó la voz-. Apestas a cerveza y a tabaco, y vistes como un pordiosero.

Era acento inglés; tal vez de Londres. Rebus vio un uniforme y otros dos a continuación. Eran rostros sombríos, o morenos quizá, pero angulosos y decididos. Tenían una furgoneta pequeña y sin distintivos, con las puertas traseras abiertas, y le empujaron dentro.

– Llevo el carné del DIC en el bolsillo -dijo, sentándose en un banco.

Las ventanillas estaban pintadas de negro, protegidas por fuera con rejilla metálica, y olía ligeramente a vómito. Otra rejilla separaba la parte de atrás de los asientos delanteros con un tablero de contrachapado que impedía el paso.

– ¡Es un grave error! -exclamó Rebus.

– A otro perro con ese hueso -respondió uno.

La furgoneta se puso en marcha. Rebus vio unos faros por la ventanilla de atrás. Era lógico: tres no cabían delante; irían en otro vehículo. Daba igual que le llevaran a Gayfield Square, al West End o a St. Leonard, porque allí le conocían; no había por qué preocuparse, salvo por los dedos hinchados y la falta de circulación. Sentía también un dolor tremendo en los hombros, forzados hacia atrás por las esposas, y durante el trayecto tuvo que abrir las piernas para no caerse; iban tal vez a noventa y sin parar en los semáforos. Oyó chillar a dos peatones. Circulaban sin sirena, pero la luz del techo lanzaba destellos, aunque el coche que les seguía rodaba sin sirena ni luz de destellos. Por tanto no era un coche patrulla y aquello tampoco era precisamente un vehículo según las ordenanzas. Le dio la impresión de que iban en dirección este, hacia Gayfield, pero de pronto doblaron bruscamente a la izquierda hacia la Ciudad Nueva, traqueteando cuesta abajo, y se dio con la cabeza en el techo.

«¿Dónde demonios…?» Si había estado borracho, ahora ya iba sereno. El único destino que se le ocurría era Fettes, pero era la jefatura; no iban a llevar a borrachos a dormir la mona a la sede de los jefazos, James Corbyn y sus amigotes. Bien; giraban a la izquierda en Ferry Road, pero no doblaban en dirección a Fettes.

Sólo quedaba la comisaría de Drylaw; un baluarte perdido al norte de Edimburgo. Precinto Trece, la llamaban algunos. Un triste cobertizo. Pararon en la puerta, lo sacaron de mala manera y le hicieron entrar. No había nadie de servicio en el mostrador y aquello estaba desierto. Mientras lo llevaban al fondo hasta la sección de las celdas, todas ellas con la puerta abierta, sintió que cedía la presión en una muñeca y la sangre volvía a circular por los dedos. Le hicieron entrar de un empujón y tambaleándose en una de las celdas y cerraron de golpe.

– ¡Eh! -gritó-. ¿Qué broma es ésta?

– ¿Tenemos pinta de bromistas, hijo? ¿O piensas que se trata de un episodio de Dirty Sánchez? -Oyó una risa tras la puerta.

– Que duermas bien -añadió otra voz- y no des la lata, que no tengamos que entrar a administrarte uno de nuestros sedantes especiales, ¿verdad, Jacko?

Le pareció oír mascullar algo entre dientes y se hizo un silencio. Comprendió por qué: se les había escapado el nombre de Jacko.

Trató de precisar el recuerdo de sus caras para mejor obtener su eventual revancha, pero sólo recordaba que eran morenos o curtidos, aunque, desde luego, su voz no la olvidaría. No había nada raro en los uniformes, salvo que no llevaban insignias en las hombreras. Sin insignias no podía saber quiénes eran.

Pegó patadas a la puerta y metió la mano en el bolsillo para sacar el teléfono.

No lo tenía. Se lo habían quitado o se le había caído. Pero conservaba la cartera y el carné de policía, tabaco y encendedor. Se sentó en la fría repisa de cemento que hacía de cama y se miró las muñecas; la esposa de plástico le oprimía aún la izquierda, pero le habían cortado la de la derecha. Comenzó a masajearse el brazo de arriba abajo, la muñeca, la palma y los dedos para restablecer la circulación. Con el encendedor podía quemarla, pero se abrasaría la piel. Encendió un cigarrillo e intentó calmarse, fue de nuevo a la puerta y dio golpes con el puño; luego, de espaldas a ella, siguió golpeándola con el talón.

Recordó que siempre que iba a las celdas en St. Leonard se oía aquel tamborileo: bum, bum, bum, y las manidas bromas sobre el ojo de la cerradura.

Bum, bum, bum. El sonido de la inútil esperanza. Volvió a sentarse. No había váter ni lavabo; sólo un cubo en el rincón y, en la pared, restos de heces y graffiti arañados en el enlucido: «Big Malky manda», «Pandilla de Wardie», «Hearts hijos de puta». Y otro increíble de alguien que sabía latín, encerrado allí: Nemo me impune lacessit. En escocés, Whau Daur Meddle Wi'Me, o su equivalente: «Si me jodéis, os jodo».

Rebus volvió a levantarse; ya sabía lo que sucedía. Debió de imaginárselo desde el principio: Steelforth.

Le resultaría fácil disponer de algunos uniformes y enviar un comando de tres de sus hombres; los mismos que le había ofrecido a él. Probablemente le habrían visto salir del hotel, le habrían seguido de un pub a otro hasta el lugar apropiado y la calle del Bar Oxford era ideal.

– ¡Steelforth! -gritó en la puerta-. ¡Venga aquí a hablar conmigo! ¿Es tan cobarde como matón?

Pegó el oído a la puerta pero no se oía el menor ruido; la mirilla y la ventanilla para pasar la comida estaban cerradas. Paseó por la celda, abrió la cajetilla, pero pensó que debía racionar los pitillos. Cambió de idea y, al ir a encender uno, el encendedor chisporroteó con una llamita. Cara o cruz, a ver qué se acababa antes. Su reloj marcaba las diez en punto; faltaba rato para el amanecer.

LUNES 4 DE JULIO
Capítulo 8

Le despertó el ruido de la llave en la cerradura. La puerta se abrió con un chirrido y lo primero que vio fue un agente joven de uniforme, atónito y con la boca abierta. A su izquierda, el inspector jefe James Macrae con cara de indignación y despeinado. Rebus miró el reloj: casi las cuatro; es decir, la madrugada del lunes.

– ¿Tienen una navaja? -preguntó con la boca seca, mostrándoles la muñeca hinchada, la palma y los dedos blancos.

El agente sacó un cortaplumas del bolsillo.

– ¿Cómo entró aquí? -preguntó con voz temblorosa.

– ¿Quién guardaba el fuerte anoche a las diez?

– Recibimos una llamada -respondió el agente- y cerramos al salir.

Rebus no tenía motivo para dudar de la explicación.

– ¿Y cómo fue?

– Fue una falsa alarma. Cuánto lo siento… ¿Por qué no gritó o hizo algo?

– Supongo que no hay nada anotado en el registro.

Las esposas cayeron al suelo y Rebus comenzó a frotarse los dedos para desentumecérselos.

– Nada. Y cuando las celdas están vacías no hacemos inspección.

– ¿Sabían que estaban vacías?

– Las vaciamos por si había que encerrar a los alborotadores.

Macrae miró la mano izquierda de Rebus.

– Eso tendrá que verlo un médico -dijo.

– No es nada -replicó Rebus con un rictus-. ¿Cómo me ha encontrado?

– Recibí un mensaje de texto en el teléfono que estaba recargándose en mi estudio; el pitido despertó a mi esposa.

– ¿Puedo verlo?

Macrae le tendió el teléfono. En la parte superior de la pantalla aparecía el número desde el que habían llamado con un mensaje en mayúsculas debajo: REBUS EN UN CALABOZO DE DRYLAW. Rebus pulsó el botón de devolver llamada, pero la conexión le remitió a un contestador automático que anunciaba que el número no pertenecía a ningún cliente. Devolvió el teléfono a Macrae.

– Según la pantalla, la llamada fue a medianoche.

Macrae desvió la mirada.

– Tardamos algo en oírlo -dijo en voz baja. Pero a continuación, imbuido de la importancia de su cargo, irguió el torso-. ¿Quieres explicarme qué sucedió?

– Una broma de los muchachos -contestó, improvisando, y sin dejar de flexionar la muñeca izquierda, pero sin traslucir el dolor que sentía.

– ¿Nombres?

– Ni nombres, ni castigo, señor.

– ¿Y qué contestamos al mensaje?

– Ese número ya no existe, señor.

– Unas copas de más anoche, ¿eh? -comentó Macrae mirándole de arriba abajo.

– Algunas -respondió él-. ¿No habrán dejado un móvil en el mostrador por casualidad? -añadió mirando al agente uniformado.

El joven negó con la cabeza. Rebus se inclinó hacia él.

– Si esto trasciende se reirán a mi cuenta, pero todavía más de vosotros. Las celdas sin revisar, la comisaría sin nadie, la puerta abierta…

– Cerramos la puerta -alegó el agente.

– En cualquier caso, no quedaréis en muy buen lugar, ¿no crees?

Macrae dio una palmadita en el hombro al agente.

– Que todo quede entre nosotros, ¿de acuerdo? Bien, vamos, inspector Rebus, le dejaré en su casa antes de que vuelvan a cerrar las barreras.

Fuera, en la calle, Macrae se detuvo al llegar a su Rover.

– Comprendo que quieras que esto no se sepa, pero ten la seguridad de que, si doy con los culpables, lo sentirán.

– Sí, señor -dijo Rebus-. Lamento haber sido la causa.

– No es culpa tuya, John. Vamos, sube.

Cruzaron Edimburgo en dirección sur sin hablar cuando ya comenzaba a amanecer. Pasaban camionetas de reparto y algún peatón con cara de sueño, pero el nuevo día era una incógnita. Aquel lunes estaba programado el «Carnaval Alegría a Tope», para la policía, eufemismo de disturbios; era el día en que la Clown Army, los Wombles y el Black Bloc entraban en acción y tratarían de cerrar la ciudad. Macrae puso la radio y sintonizó una emisora local a tiempo de escuchar un resumen de noticias: un conato de precintar con cadenas los surtidores de una gasolinera en Queensferry Road.

– Lo del fin de semana fue un aperitivo -comentó Macrae al parar en Arden Street-. Bien, espero que te hayas divertido.

– Ha sido estupendo y relajante, señor -contestó Rebus abriendo la portezuela-. Gracias por traerme -añadió dando unas palmaditas en el techo del coche.

Miró como se alejaba y subió los dos tramos de escaleras buscando las llaves en los bolsillos. No las tenía.

Claro que no: estaban allí, en la cerradura. Lanzó una maldición, abrió y entró con el manojo de llaves apretado en el puño derecho; pasó al vestíbulo de puntillas. No oía ruido ni se veían luces. Llegó con sigilo hasta las puertas de la cocina y el dormitorio y entró en el cuarto de estar. Las notas del caso Colliar no estaban, por supuesto, porque se las había llevado a Siobhan, pero la información que le había recopilado Mairie Henderson sobre Pennen Industries y el diputado Ben Webster yacía esparcida por el suelo. Cogió el móvil de la mesa. Muy amables por devolvérselo. Se preguntó si habrían examinado muy a fondo las llamadas de entrada y salida y los mensajes de texto. En realidad, le tenía sin cuidado porque los borraba al final del día. Lo que no era óbice para que estuvieran ocultos en el chip, y ellos tendrían autoridad para pedir a su compañía telefónica las grabaciones; siendo del SOI2 no existirían muchos impedimentos.

Fue al cuarto de baño y abrió el grifo. Siempre tardaba un poco en salir el agua caliente. Se pasaría un buen cuarto de hora bajo la ducha. Miró en la cocina y en los dos dormitorios y no vio nada desordenado, lo que, en sí, tampoco significaba gran cosa. Llenó el hervidor y lo enchufó. ¿Habrían colocado micrófonos? No podía comprobarlo, no sería tan sencillo descubrirlo con sólo destornillar la placa inferior del teléfono. Tenía toda la información sobre Pennen tirada por el suelo, pero no se la habían llevado. ¿Por qué? Porque sabían que no le era difícil reuniría otra vez; al fin y al cabo, era de dominio público y bastaba con darle al ratón.

Porque no tenía importancia.

Porque con ella no iba a llegar a descubrir lo que Steelforth trataba de ocultar.

Y le habían dejado las llaves en la cerradura y el teléfono a la vista para mayor recochineo. Volvió a flexionar la muñeca izquierda, pensando en cómo podía saberse si tenía un coágulo o trombosis. Se llevó el té al cuarto de baño, cerró el grifo del lavabo, se desvistió y se metió en la ducha. Trataría de dejar su mente en blanco sobre las últimas setenta y dos horas escuchando su disco para una isla desierta, pero no acababa de decidir qué canción de Argus le apetecía oír. Estaba considerándolo todavía mientras salía de la ducha secándose, cuando de pronto se encontró tarareando «Tira la espada».

– Eso sí que no -manifestó ante el espejo.

Decidió dormir, después de cinco horas de intranquilidad, encogido sobre una plancha de cemento. Pero primero tenía que recargar el teléfono. Lo enchufó y optó por mirar si tenía mensajes. Había uno de texto del mismo número anónimo: ACORDEMOS UNA TREGUA.

Enviado apenas hacía media hora. Lo que quería decir dos cosas: que sabían que estaba en casa y que el número «inexistente» volvía a funcionar. Pensó en una docena de respuestas, pero al final decidió desenchufarlo otra vez. Tomó otra taza de té y se dirigió al dormitorio.


* * *

Pánico en las calles de Edimburgo.

Siobhan nunca había visto aquella tensión en la ciudad. Ni durante los partidos de los dos equipos de fútbol locales, Hibs y Hearts, ni durante las manifestaciones de republicanos y unionistas. El aire era más denso, como surcado por una corriente eléctrica. Y no sólo en Edimburgo; habían montado un Campamento por la Paz en Stirling, donde se habían producido esporádicos brotes de violencia. Y todavía faltaban dos días para el inicio de las reuniones del G-8, pero ya habían llegado algunas delegaciones. Gran número de estadounidenses se alojaban en el balneario de Dunblane, a pocos minutos en coche de Gleneagles; algunos periodistas extranjeros habían encontrado habitación en hoteles más alejados, en Glasgow, y los funcionarios japoneses ocupaban numerosas habitaciones del Sheraton de Edimburgo, cerca del barrio financiero. Por instinto, Siobhan pensó que lo mejor era entrar al aparcamiento del hotel, pero una cadena se lo impedía. Se le acercó un agente uniformado en cuanto bajó el cristal de la ventanilla y le enseñó el carné de policía.

– Lo siento, señora -dijo el agente con cortés acento inglés-. No se puede. Órdenes superiores. Tiene que dar la vuelta. Hay unos imbéciles en la calzada -añadió señalando hacia la entrada a la circunvalación Oeste- y estamos tratando de encauzarlos hacia Cannon Street. Unos payasos, parece ser.

Hizo lo que el agente le indicaba y por fin logró encontrar un sitio en línea amarilla frente al Lyceum Theatre. Cruzó el semáforo, pero en vez de dirigirse a la sede de Standard Life, decidió seguir hasta los carriles de hormigón que formaban una maraña en aquella zona. Al dar la vuelta a la esquina en Canning Street se encontró cortado el paso por un cordón policial. Al otro lado había manifestantes vestidos de negro mezclados con monigotes de circo. Unos payasos; exacto. Era la primera vez que Siobhan veía la Rebel Clown Army. Lucían pelucas rojas y moradas con la cara pintada de blanco; unos enarbolaban plumeros y otros, claveles. En el escudo de un antidisturbios habían pintado un rostro sonriente. También los policías vestían de negro, pero con protectores en rodillas y codos; traje a prueba de puñaladas y casco con visera. Un manifestante había logrado encaramarse a una tapia y meneaba las nalgas desnudas ante la policía. Había gente asomada a las ventanas y obreros mirando. Mucho ruido, pero el furor aún no se había desatado. Al ver que acudía más policía, Siobhan retrocedió a la pasarela de peatones que cruzaba hasta la entrada de la circunvalación Oeste; también allí había mucha más policía que manifestantes, uno de ellos en silla de ruedas con una bandera del león rampante en el respaldo, que ondeaba al viento. El tráfico de entrada a la ciudad estaba atascado y sonaban silbatos, pero los caballos de la policía estaban tranquilos. Una fila de antidisturbios desfiló bajo la pasarela cubriéndose la cabeza con los escudos.

La situación parecía bajo control y no había indicios de que fuese a variar, por lo que Siobhan, finalmente, se dirigió a su destino.

La puerta giratoria que daba paso a la recepción de Standard Life estaba cerrada. Desde el interior la miró un vigilante antes de pulsar el botón para abrir.

– ¿Puedo ver su pase, señorita?

– No trabajo aquí -dijo Siobhan enseñando el carné de policía.

El hombre lo cogió y lo examinó, se lo devolvió y le señaló con la cabeza el mostrador de recepción.

– ¿Han tenido problemas? -preguntó ella.

– Un par de imbéciles que han intentado entrar. Uno ha escalado por la parte oeste del edificio y creo que está colgado tres pisos más arriba.

– Así nos divertimos todos.

– Yo hago mi trabajo, señorita -dijo el hombre señalando otra vez hacia el mostrador-. Gina la atenderá.

Gina, efectivamente, la atendió. Primero le dio un pase de visitante -«para llevar a la vista en todo momento, por favor»- y luego hizo una llamada a la planta. La sala de espera era de lujo evidente, con sofás, revistas, café y una pantalla de televisión plana en la que se veía un programa de media mañana sobre diseño. Una mujer se acercó a Siobhan con paso veloz.

– ¿Es usted la sargento Clarke? La acompaño arriba.

– ¿Usted es la señora Jensen?

La mujer negó con la cabeza.

– Siento haberla hecho esperar. Comprenda que son momentos de tensión.

– No tiene importancia. Me he dedicado a pensar qué lámpara de pie voy a comprarme.

La mujer sonrió sin entender la gracia y la condujo hasta los ascensores. Mientras esperaban, se dedicó a mirarse la ropa.

– Hoy venimos todos de paisano -añadió a guisa de justificación por la blusa y los pantalones.

– Es una buena idea.

– Resulta gracioso ver a los hombres en vaqueros y camiseta; algunos son irreconocibles. -Hizo una pausa-. ¿Viene por algo relacionado con los alborotadores?

– No.

– Es que como la señora Jensen no sabía nada…

– Es cuestión mía explicárselo, ¿no cree? -replicó Siobhan con una sonrisa al abrirse las puertas del ascensor.

La placa del despacho de Dolly Jensen testificaba que era Dorothy Jensen, sin indicar su cometido. Debía de tener un cargo importante. La secretaria de Jensen llamó a la puerta y se retiró a su mesa. Era una planta sin divisorias donde muchas caras desviaron la mirada de la pantalla del ordenador hacia la recién llegada. Había empleados junto a las ventanas, taza en mano, mirando a la calle.

– Adelante -dijo una voz.

Siobhan abrió la puerta, la cerró a sus espaldas y estrechó la mano de Dorothy Jensen, quien la invitó a sentarse.

– ¿Sabe por qué he venido? -preguntó.

– Tom me habló de ello -dijo Jensen arrellanándose en el asiento.

– Ha estado ocupada desde entonces, ¿verdad?

Jensen miró la mesa. Tenía la misma edad que su marido y era ancha de espaldas y de rostro masculino. Su pelo negro -las canas teñidas- le caía en ondas perfectas hasta los hombros. Lucía al cuello un sencillo collar de perlas.

– No me refiero al despacho, señora Jensen -añadió Siobhan en tono irritado-, sino en su casa, borrando las huellas de su página de Internet.

– ¿Es un delito?

– Se llama «obstrucción a la investigación». Hay quien ha comparecido ante los tribunales por esa causa. Incluso, en ocasiones, se acusa de conspiración criminal.

Jensen cogió un bolígrafo de la mesa y le dio vueltas, abriéndolo y cerrándolo. Siobhan se alegró de haber quebrado sus defensas.

– Necesito todo lo que tenga, señora Jensen. Documentos, direcciones electrónicas, nombres. Tenemos que interrogar a esas personas, y a usted y a su esposo, si queremos capturar al asesino. -Hizo una pausa-. Ya sé lo que estará pensando, su esposo nos dijo lo mismo y comprendo lo que sentían. Pero tiene que entender que quien haya cometido esos homicidios no va a parar. Puede haber bajado los datos de todos los que aparecían en la página y eso les convierte en posibles víctimas, no muy distintas a Vicky.

Al oír el nombre de su hija Jensen clavó los ojos en Siobhan, pero no tardaron en llenársele de lágrimas. Dejó caer el bolígrafo y abrió un cajón, de donde sacó un pañuelo para enjugárselas.

– Lo intenté… Intenté perdonar, ¿sabe? El perdón, al fin y al cabo, es algo que enaltece, ¿no? -Forzó una risa falsa-. Esos hombres fueron a la cárcel en castigo, pero también esperábamos que cambiasen. Los que no cambian… ¿de qué sirven? Vuelven a la sociedad e incurren en sus delitos una y otra vez.

Siobhan conocía bien el razonamiento y ella misma lo había pensado muchas veces. Pero guardó silencio.

– No mostró ningún arrepentimiento, ningún indicio de culpabilidad ni de compasión… ¿Qué clase de ser es ése? ¿Un ser humano? En el juicio, la defensa insistió en que era hijo de padres separados, que se drogaba, categorizándolo como forma de vida «caótica». Pero fue él quien decidió la ruina de Vicky, quien impuso su violencia. No hay nada caótico en eso -añadió Jensen con voz trémula, tras lo cual suspiró hondo, se enderezó en el asiento y se fue calmando poco a poco-. Trabajo en los seguros en asuntos de elección y riesgo, y sé muy bien de qué hablo.

– ¿Hay papeles impresos, señora Jensen? -preguntó Siobhan con voz queda.

– Algunos -contestó Jensen-. No muchos.

– ¿Y correos electrónicos? Habrá contestado a los que entraban en la página…

Jensen asintió despacio con la cabeza.

– Sí, a los padres de las víctimas. ¿Son también sospechosos?

– ¿Cuándo podrá entregármelos?

– ¿Debo hablar con mi abogado?

– Tal vez sea buena idea. Mientras tanto, voy a enviar a su casa a un técnico en informática. Yendo a su domicilio nos ahorra llevarnos el ordenador.

– Muy bien.

– Se llama Bain -«Eric Bain el de la novia pechugona». Siobhan se rebulló en el asiento y se aclaró la garganta-. Es sargento, como yo. ¿A qué hora de esta tarde le viene bien?


* * *

– Tienes aspecto de enfermo -dijo Mairie Henderson a Rebus, que se esforzaba por acoplarse en el asiento de su coche deportivo.

– No he dormido bien -replicó él. Lo que no le dijo fue que le había despertado su llamada a las diez-. ¿Puede echarse este asiento más hacia atrás?

Ella se agachó y presionó una palanca que disparó el asiento hacia atrás. Rebus se volvió para ver qué espacio quedaba a su espalda.

– Conozco todos los chistes de Douglas Bader -le advirtió ella- y todos los de piernas.

– Pues ya la he pringado -dijo él abrochándose el cinturón de seguridad-. Por cierto, gracias por la invitación.

– Pagarás tú las copas.

– ¿De qué copas hablas?

– Es el pretexto para presentarnos allí -contestó ella yendo hacia el final de Arden Street. Girando a la derecha y luego a la izquierda saldrían a Grange Road y de allí a Prestonfield House en cinco minutos.

El Hotel Prestonfield House era uno de los secretos a voces de Edimburgo. Rodeado de chalés de los años treinta y con vistas a los suburbios de Craigmillar y Niddrie, no parecía estar en el lugar ideal para una mansión de estilo regional escocés, pero el vasto terreno que lo circundaba, incluido un campo de golf, le confería intimidad. La única ocasión en que había aparecido en los periódicos, que Rebus supiera, fue cuando un diputado del Parlamento escocés quiso prender fuego a las cortinas al final de una fiesta.

– Quería preguntártelo por teléfono -dijo Rebus.

– ¿El qué?

– ¿De qué conoces este sitio?

– Contactos, John. Un periodista no debe salir de casa si no los tiene.

– Lo que sí te has dejado en casa son los frenos de esta trampa mortífera.

– Es un coche para correr y no reacciona bien si va despacio -replicó ella, aunque levantó un poco el pie del acelerador.

– Gracias -dijo él-. Bueno, ¿cuál es el acontecimiento?

– Un desayuno, larga su rollo y almuerzo.

– ¿Dónde exactamente?

Ella se encogió de hombros.

– En una sala de reuniones, supongo. Quizás en el restaurante del almuerzo -dijo señalando la entrada de coches del hotel.

– ¿Y nosotros a qué venimos?

– En busca de un poco de tranquilidad y de paz huyendo del jaleo de esta semana. Y a tomarnos un té para dos.

Unos empleados aguardaban ya a la entrada y Mairie les expuso lo que deseaban. Había una habitación a la izquierda donde podían complacerles, y otra a la derecha, después de una puerta cerrada.

– ¿Se celebra algo ahí? -preguntó Mairie señalándola.

– Hay una reunión de negocios -contestó el empleado.

– Bien, si no meten mucho jaleo, estaremos bien aquí -dijo ella entrando en la habitación contigua.

Rebus oyó graznido de faisanes afuera en el césped.

– ¿Desean tomar té? -preguntó el joven.

– Para mí, café -dijo Rebus.

– Yo, té con menta, si tienen -dijo Mairie-. Si no, manzanilla.

Nada más salir el empleado, ella pegó el oído a la pared.

– Yo pensaba que la electrónica había sustituido a lo de escuchar a través de las paredes -comentó Rebus.

– Si está a tu alcance -musitó Mairie apartando el oído-. Sólo se oyen susurros.

– Reserva la primera página.

Mairie, sin hacerle caso, acercó una silla a la puerta para ver si alguien entraba o salía de la reunión.

– Seguro que el almuerzo es a las doce en punto, con lo que el anfitrión se gana sus simpatías -dijo mirando el reloj.

– Yo traje a una mujer a almorzar aquí una vez -comentó Rebus pensativo-. Después tomamos café en la biblioteca. Está en el piso de arriba y tiene unas paredes como de cuajada roja. Me dijeron que era cuero.

– ¿Forro de cuero? Qué estrafalario -comentó Mairie con una sonrisa.

– Por cierto, no te he dado las gracias por no haber perdido tiempo en contarle a Cafferty las novedades sobre Cyril Colliar -añadió él mirándola a los ojos, y ella tuvo el buen talante de ruborizarse ligeramente.

– No hay de qué -dijo.

– Es muy agradable saber que cuando yo te doy una información confidencial tú se la pasas al peor bandido de Edimburgo.

– Ha sido una vez, John.

– Una vez muy a menudo.

– La muerte de Colliar le tiene atormentado.

– Como me gusta a mí verlo.

Ella esbozó una sonrisa cansada.

– Una sola vez; por favor… -repitió-. Y no te olvides de agradecerme el gran favor que te hago.

Rebus optó por no contestar y salió al vestíbulo. El mostrador de recepción quedaba al fondo, a continuación del restaurante. Había cambiado algo desde que él se hubo gastado media paga en aquella invitación. Los cortinajes eran pesados, los muebles raros y había flecos por doquier. Un hombre de piel oscura con traje azul de seda pasó junto a él y le dirigió una leve reverencia.

– Buenos días -dijo Rebus.

– Buenos días -respondió el hombre, en tono seco-. ¿Está a punto de acabar la reunión?

– No lo sé.

– Lo siento, creí que tal vez… -dijo el hombre repitiendo la reverencia y, dejando la frase en el aire, continuó hasta la puerta, a la que llamó antes de entrar.

Mairie se había asomado a mirar.

– No ha llamado de ningún modo raro -comentó Rebus.

– No es una reunión de masones.

Rebus no estaba muy seguro. Al fin y al cabo, ¿qué era el G-8, sino un club privado?

Volvió a abrirse la puerta y salieron dos hombres, que fueron hasta el camino de entrada de coches, donde se pararon a encender un cigarrillo.

– Debe de ser el descanso para el almuerzo -aventuró Rebus y entró con Mairie en el reservado para mirar a los que salían.

Algunos tenían aspecto africano y otros parecían asiáticos y de Oriente Medio, e incluso vestían lo que debía de ser el atuendo típico de sus respectivos países.

– Quizá de Kenia, de Sierra Leona o de Nigeria -musitó Mairie.

– Lo que quiere decir que no tienes ni idea -replicó Rebus en voz baja.

– La geografía nunca fue mi fuerte -dijo ella cruzando los brazos.

Un hombre de imponente estatura se unió al resto, estrechando manos y hablando con unos y otros. Rebus lo reconoció por los recortes de prensa de Mairie. Tenía un rostro alargado, bronceado, con arrugas, y pelo castaño con algo de tinte. Llevaba un traje de raya diplomática e impecable camisa blanca de puños almidonados; sonreía a todos y parecía conocerles personalmente. Mairie retrocedió unos pasos dentro del reservado, pero Rebus permaneció en el umbral de la puerta. Richard Pennen era fotogénico, y aunque en persona su rostro era algo más escuálido y de párpados más pesados, no dejaba de tener un aspecto insultantemente saludable, como si hubiera pasado el fin de semana en una playa tropical. Le flanqueaban sus secretarios, susurrándole datos al oído, como garantía de que aquella fase de la jornada, igual que la anterior y la sucesiva, discurriría sin el menor tropiezo.

De pronto un empleado tapó la visión a Rebus. Llevaba la bandeja con el té y el café y, al apartarse para dejarle pasar, Rebus advirtió que había llamado la atención de Pennen.

– Creo que es tu ronda -dijo Mairie.

Rebus se dio la vuelta para entrar en el reservado y pagar la consumición.

– Vaya, vaya, el inspector Rebus.

La profunda voz era la de Richard Pennen. Estaba a pocos pasos de la puerta, flanqueado por sus secretarios.

Mairie dio unos pasos hacia él y le tendió la mano.

– Señor Pennen, soy Mairie Henderson. Qué terrible tragedia, la otra noche en el castillo…

– Terrible -repitió Pennen.

– Tengo entendido que usted asistía a la cena.

– Efectivamente.

– Es una periodista, señor -dijo uno de los secretarios.

– Nunca lo habría pensado -añadió Pennen con una sonrisa.

– Me pregunto yo -añadió Mairie lanzada- ¿por qué pagaba usted la estancia del señor Webster en el hotel?

– Yo no. Mi empresa.

– ¿Cuál es su interés en la reducción de la deuda, señor?

Pero Pennen centraba su atención en Rebus.

– Me dijeron que quizá me lo encontraría -dijo.

– Qué bien que cuente con el comandante Steelforth en su equipo.

Pennen miró a Rebus de arriba abajo.

– La descripción que me dio no le hace justicia, inspector -dijo.

– De todos modos, fue muy amable en tomarse la molestia.

«Porque quiere decir que le he puesto nervioso», pensó en añadir Rebus.

– ¿Se da cuenta de lo que le puede caer si diéramos parte de esta intromisión?

– Estamos tomando una taza de té, señor -replicó Rebus-. En mi opinión, es más bien usted quien se entromete.

Pennen volvió a sonreír.

– Muy ingenioso -comentó volviéndose hacia Mairie-. Ben Webster era un excelente diputado y secretario del parlamento, señorita Henderson, y muy escrupuloso en sus funciones. Como sabrá, cualquier obsequio en metálico de parte de mi empresa debe figurar en la lista de patrimonio de los diputados.

– No ha respondido a mi pregunta.

A Pennen le tembló la mandíbula y respiró hondo.

– Pennen Industries realiza la mayor parte de sus negocios en el extranjero, pregunte a su redactor jefe de economía y se enterará de la importancia de nuestro volumen de exportación.

– De armas -añadió Mairie.

– De tecnología -replicó Pennen-. Y es más, destinamos dinero a algunos de los países más pobres. Es de lo que se ocupaba Ben Webster -añadió volviendo a mirar a Rebus-. No hay ninguna tapadera, inspector. David Steelforth se limita a cumplir con su deber. En los próximos días se firmarán seguramente muchos contratos y se dará luz verde a grandes proyectos. Se han hecho los contactos para asegurar puestos de trabajo. No se trata del tipo de asunto de buena conciencia que los medios de comunicación dan a entender. Bien, si me disculpan… -añadió dándoles la espalda, para regocijo de Rebus al ver que en el tacón de sus elegantes zapatos de cuero negro llevaba pegado algo que habría apostado que era mierda de faisán.

Mairie se dejó caer en el sofá, que crujió como quejándose.

– Maldita sea -exclamó sirviéndose té.

Rebus notó el olor a menta y se sirvió de la pequeña cafetera.

– Repíteme cuánto cuesta todo esto -dijo.

– ¿El G-8? -Mairie aguardó a que él asintiera con la cabeza y expulsó aire como tratando de recordar-. ¿Ciento cincuenta?

– ¿Millones?

– Millones.

– Y todo para que hombres de negocios como el señor Pennen puedan seguir comerciando.

– Hombre, puede que sea por «algo» más -añadió Mairie sonriendo-, pero tienes razón; en cierto sentido las decisiones ya están tomadas.

– Así que lo de Gleneagles no será más que un bonito banquete y unos cuantos apretones de manos ante las cámaras.

– Para publicidad de Escocia -aventuró Mairie.

– Sí, claro -comentó Rebus apurando el café-. Tal vez debiéramos quedarnos a almorzar y ver si podemos fastidiar un poco más a Pennen.

– ¿Estás seguro de que puedes pagarlo?

Rebus miró a su alrededor.

– Por cierto, ese lacayo no me ha devuelto el cambio.

– ¿El «cambio»? -dijo Mairie riendo.

Rebus comprendió y decidió vaciar la cafetera hasta la última gota.


* * *

Según informaba el noticiario televisivo, el centro de Edimburgo era zona de guerra.

A las dos y media del lunes normalmente en Princes Street había gente cargada de bolsas, y en el contiguo parque de los Gardens gente paseando o descansando en sus bancos conmemorativos.

Aquel lunes no.

El presentador cortó para dar paso a imágenes de la protesta en la base naval de Faslane, albergue de los cuatro submarinos Trident de Gran Bretaña, asediada por unos dos mil manifestantes. La policía de Fife se hacía cargo del control de la carretera del puente Forth por primera vez en la historia, parando a todos los coches en dirección norte para hacer un registro. Las carreteras que salían de la capital estaban bloqueadas por sentadas de manifestantes y cerca del Campamento por la Paz en Stirling se habían producido refriegas.

En Princes Street había disturbios y la policía esgrimía las porras en plan disuasorio tras unos escudos redondos que Siobhan no había visto hasta entonces. En la zona de Canning Street seguía habiendo jaleo y los manifestantes cortaban el tráfico en el distribuidor del sector Oeste. El estudio volvió a dar la imagen de Princes Street. Los manifestantes eran pocos comparados no ya con los agentes de policía, sino con las cámaras. Había muchos empujones por ambos bandos.

– Intentan provocar el enfrentamiento -dijo Eric Bain, que había ido a Gayfield para mostrar a Siobhan lo poco que había descubierto.

– Podía haber esperado a que hubieras ido a casa de la señora Jensen -comentó ella.

Bain se encogió de hombros.

Estaban solos en la oficina del DIC.

– ¿Ves lo que hacen? -dijo Bain señalando la pantalla-. Un manifestante se adelanta y retrocede entre la multitud, el agente más próximo esgrime la porra y los periodistas toman una foto de algún infeliz en primera fila que recibe el golpe, mientras que el provocador desaparece en las filas de atrás, y espera la ocasión para repetirlo.

– Y así parece que actuamos con mano dura -comentó Siobhan, asintiendo con la cabeza.

– Que es lo que pretenden los alborotadores -añadió Bain cruzando los brazos-. Después de Génova han aprendido muchos trucos.

– Y nosotros también -dijo Siobhan-. En primer lugar la estrategia de contención. Ya hace cuatro horas que tienen acorralado al grupo de Canning Street.

En el estudio de televisión uno de los presentadores dio línea directa a Midge Ure, que exhortaba a los manifestantes a marcharse a casa.

– Lástima que no puedan verle -comentó Bain.

– ¿Vas a hablar con la señora Jensen? -preguntó Siobhan.

– Sí, jefa. ¿Hasta dónde debo presionarla?

– Yo ya la he advertido de que podríamos acusarla de obstrucción a la justicia. Recuérdaselo -añadió escribiendo la dirección de los Jensen en una hoja de la libreta, que arrancó y tendió a Bain.

Éste miraba otra vez la pantalla del televisor con más escenas de Princes Street; había manifestantes encaramados al monumento de Escocia y otros traspasaban la verja del parque, daban patadas a los escudos, arrojaban a la policía terrones de tierra y a continuación, bancos y papeleras.

– Se está poniendo feo -musitó Bain. La pantalla centelleó y apareció otro escenario: Torphichen Street, sede de la comisaría del West End. Allí lanzaban palos y botellas-. Menos mal que no estamos cercados allí.

– No; pero lo estamos aquí -comentó Siobhan.

– ¿Preferirías encontrarte en pleno jaleo? -preguntó él mirándola.

Siobhan se encogió de hombros y miró a la pantalla. Una mujer llamaba al estudio de televisión a través del móvil; había salido de compras y se encontraba atrapada como tantos otros en la sucursal de British Home Stores de Princes Street.

– Nosotros somos simples espectadores -decía- y lo que queremos es salir, pero la policía nos trata como si fuéramos alborotadores… Madres con niños, ancianos…

– ¿La policía se emplea con mano dura? -preguntó el presentador del estudio.

Siobhan cambió de canales con el mando a distancia: Colombo en uno, Diagnosis: Asesinato en otro, y una película en el canal cuatro.

– Es Kidnapped -dijo Bain-. Es estupenda.

– Lo siento -dijo ella, buscando otro canal de noticias.

Los mismos disturbios captados desde otro ángulo y el mismo manifestante de Canning Street seguía sentado en lo alto de la tapia, balanceando las piernas, y sólo se le veían los ojos por la abertura del pasamontañas. Tenía un móvil arrimado al oído.

– Eso me recuerda -dijo Bain- que me ha llamado Rebus para preguntarme cómo es posible que un número fuera de servicio siga en activo.

Siobhan le miró.

– ¿Te dijo para qué? -Bain negó con la cabeza-. ¿Y tú qué le has dicho?

– Se puede clonar la tarjeta del móvil o configurarlo para hacer llamadas únicamente -respondió Bain encogiéndose de hombros-. Hay muchas maneras de hacerlo.

Siobhan asintió con la cabeza y volvió a mirar la pantalla. Bain se pasó una mano por la nuca.

– ¿Qué te pareció Molly? -preguntó.

– Eres un hombre afortunado, Eric.

– Es lo que me digo yo -replicó con una sonrisa de oreja a oreja.

– Dime una cosa -añadió Siobhan reprochándose en su interior plantear semejante pregunta-, ¿es siempre tan nerviosa?

A Bain se le borró la sonrisa del rostro.

– Perdona, Eric, no he debido decirlo.

– Tú le has caído bien -añadió Bain-. Es un trozo de pan.

– Es estupenda -dijo Siobhan, sintiendo que fingía-. ¿Cómo os conocisteis?

Bain se quedó helado un instante.

– En una discoteca -respondió, sobreponiéndose.

– No pensaba yo que se te diera el baile, Eric -dijo ella mirándole.

– Molly baila divinamente.

– Tiene cuerpo para ello…

Sintió alivio al oír sonar su móvil. Esperaba con toda su alma que fuese una excusa para irse de allí, pero era el número de sus padres.

– Diga.

Al principio pensó que el ruido eran parásitos de la línea, pero inmediatamente comprendió que oía gritos, abucheos y silbidos. Los mismos ruidos del reportaje sobre Princes Street.

– ¿Mamá? -dijo-. ¿Papá?

Oyó una voz: era su padre.

– Siobhan, ¿me oyes?

– ¿Papá? ¿Qué demonios hacéis ahí?

– Tu madre…

– ¿Qué? Papá, dile que se ponga, haz el favor.

– Tu madre…

– ¿Qué ocurre?

– Estaba sangrando… La ambulancia…

– ¡Papá, no se te oye! ¿Dónde estáis exactamente?

– El quiosco… El parque… Gardens…

La comunicación se cortó. Siobhan miró el pequeño rectángulo de la pantalla.

– Llamada perdida -musitó.

– ¿Qué sucede? -preguntó Bain.

– Son mis padres… Están ahí -añadió señalando el televisor con la barbilla-. ¿Me llevas en tu coche?

– ¿Adónde?

– Ahí -respondió ella esgrimiendo un dedo contra la pantalla.

Capítulo 9

No pasaron de George Street. Siobhan se bajó del coche, le dijo a Bain que no se olvidara de los Jensen y él le dijo a ella, al cerrar la portezuela de golpe, que tuviera cuidado.

Allí había también manifestantes corriendo por Frederick Street. Los empleados de las tiendas miraban fascinados y horrorizados desde dentro de los establecimientos y detrás de los escaparates, los peatones se arrimaban a la pared para no mezclarse y el suelo estaba lleno de restos. Hicieron retroceder a los manifestantes hacia Princes Street y nadie intentó detener a Siobhan al cruzar el cordón policial hacia allí. Entrar era fácil; salir sería otra cosa.

Sólo había un quiosco, que ella supiera, junto al monumento de Escocia. Se encontró cerradas las puertas del parque y fue directamente a la verja. Las escaramuzas se habían trasladado al interior del parque y volaba basura mezclada con piedras y otros proyectiles. Una mano la agarró de la chaqueta.

– Alto.

Se volvió y vio que era un policía que lucía las siglas XS sobre la visera, pero ella tenía el carné preparado.

– Soy del DIC -gritó.

– Pues debe de estar loca -comentó el agente soltándola.

– Ya me lo han dicho -dijo ella, a horcajadas sobre los pinchos.

Miró a su alrededor y vio que a los alborotadores se habían sumado gamberros proclives a la violencia. No todos los días podían agredir a la policía con buenas posibilidades de irse de rositas; se tapaban con pañuelos de equipos de fútbol y la cremallera de la cazadora cerrada hasta arriba. Al menos llevaban zapatillas deportivas en vez de botas Marten. Llegó al quiosco de helados y refrescos, vio trozos de vidrio por todas partes y comprobó que estaba cerrado; dio una vuelta alrededor agachada, sin ver a su padre, pero advirtió manchas de sangre en el suelo y siguió el reguero hasta casi las puertas del parque. Volvió a dar la vuelta al quiosco y llamó con el puño en la ventanilla. Repitió los golpes y oyó débilmente una voz dentro.

– ¿Siobhan?

– Papá, ¿estás ahí?

La puerta lateral se abrió de golpe y allí estaba su padre, junto a la propietaria horrorizada.

– ¿Y mamá? -preguntó Siobhan con voz temblorosa.

– Se la llevaron en una ambulancia. Yo no… no me dejaron cruzar el cordón.

Siobhan no recordaba haber visto llorar a su padre, pero ahora era testigo. Lloraba y parecía conmocionado.

– Tenemos que salir de aquí -dijo.

– Yo me quedo -dijo la mujer meneando la cabeza-. Yo guardo el fuerte; pero he visto lo que ha sucedido. Maldita policía; ella no hacía nada…

– Le golpearon con una porra en la cabeza -añadió su padre.

– Y cómo sangraba…

Siobhan impuso silencio a la mujer con una mirada.

– ¿Cómo se llama? -preguntó.

– Frances… Frances Neagley.

– Bien, Frances Neagley, le aconsejo que salga de aquí. Vámonos -añadió dirigiéndose a su padre.

– ¿Cómo…?

– Tenemos que ir con mamá.

– ¿Pero y…?

– Es igual. Vámonos -dijo agarrándole del brazo, pensando en sacarlo de allí en brazos si era necesario.

Frances Neagley cerró la puerta con llave nada más salir ellos.

Otro terrón de tierra voló a su lado. Siobhan sabía que el día siguiente, en Edimburgo, no se hablaría de otra cosa que de los destrozos en los famosos parterres de flores. Los manifestantes de Frederick Street habían forzado las puertas del parque y la policía arrastraba detrás del cordón a un hombre vestido de guerrero escocés. Delante del cordón, una joven madre cambiaba tranquilamente los pañales de su rosado bebé. Vio que enarbolaban una pancarta con el emblema NI DIOS NI AMO; las iniciales XS, el bebé rosado y el emblema le resultaron impactantes, como fogonazos de un significado que no acababa de dilucidar.

«Es como una pauta con cierto sentido. Se lo preguntaré después a mi padre.»

Hacía quince años le había explicado qué era la semiótica ayudándola con unos ejercicios, pero la había confundido aún más, y después ella, en clase, dijo «seminótica» y el profesor se echó a reír.

Miró a ver si veía alguna cara conocida y no vio a nadie, pero había un agente con el rótulo de «Médico Policía» en el chaleco y tiró de su padre hacia allí con el carné de policía por delante.

– Soy del DIC -dijo-. Una ambulancia se ha llevado a la esposa de este hombre. Tengo que trasladarle al hospital.

El agente asintió con la cabeza y los escoltó a través del cordón policial.

– ¿A cuál? -preguntó el agente.

– ¿A cuál cree que la habrán llevado?

– No lo sé -dijo el agente mirándola-. Yo soy de Aberdeen.

– El más cercano es el Western General -comentó Siobhan-. ¿Hay algún coche disponible?

– En la calle que cruza al final -respondió el agente señalando hacia Frederick Street.

– ¿En George Street?

El agente negó con la cabeza.

– La siguiente.

– ¿Queen Street? -Vio que asentía con la cabeza-. Gracias -dijo-. Más vale que vuelva a su puesto.

– Pues sí -dijo el de Aberdeen no con mucho entusiasmo-. Algunos se están pasando. Los nuestros no; los de Londres.

Siobhan se volvió hacia su padre.

– ¿Sabrías identificarle?

– ¿A quién?

– Al que golpeó a mamá.

– Creo que no -respondió él restregándose los ojos.

Ella profirió un leve gruñido y caminaron cuesta arriba hacia Queen Street.

Vio una hilera de coches patrulla aparcados y le chocó que hubiera tráfico allí; los coches y camiones desviados de su ruta habitual, circulando como en un día cualquiera en horas de trabajo. Siobhan explicó a un agente al volante lo que quería, y el hombre pareció contento de salir de allí. Ocuparon el asiento de atrás.

– Luz azul y sirena -ordenó Siobhan al conductor.

Tras adelantar la cola de tráfico continuaron rápido.

– ¿Voy bien por aquí? -gritó el conductor.

– ¿De dónde es usted?

– De Peterborough.

– Siga recto y ya le diré dónde tiene que girar -dijo ella apretando la mano a su padre-. ¿Tú no estás herido?

Teddy Clarke negó con la cabeza y la miró.

– ¿Y tú?

– ¿Yo?

– Eres fantástica -dijo su padre con sonrisa desmayada-. Has actuado de tal manera, tan segura de ti misma…

– No soy sólo una cara bonita, ¿eh?

– Nunca pensé… -añadió él, otra vez al borde de las lágrimas, mordiéndose el labio inferior por contenerlas.

Ella le dio otro apretón de mano.

– Nunca me imaginé -añadió él- que fueras tan buena en tu profesión.

– Da las gracias a que no llevo uniforme; si no, a lo mejor me habría visto armada con una porra.

– Tú no habrías golpeado a una mujer que no hacía nada -dijo él.

– No pare en el semáforo -ordenó Siobhan al conductor, y volvió a mirar a su padre-. Es duro decirlo, ¿sabes?, pero no sabemos de qué somos capaces hasta que lo hacemos.

– Tú, no -replicó él con firmeza.

– Probablemente no -dijo ella-. ¿Qué demonios estabais haciendo allí, si puede saberse? ¿Os llevó Santal?

Él negó con la cabeza.

– No… Estábamos… mirando, como simples espectadores. Pero la policía no pensó lo mismo.

– Si descubro quién…

– La verdad es que no le vi la cara.

– Allí había muchas cámaras y no habrá pasado inadvertido.

– ¿Los fotógrafos?

Ella asintió con la cabeza.

– Más la videovigilancia, la prensa y nosotros, naturalmente -añadió ella mirándole-. La policía lo habrá filmado todo.

– Pero no…

– ¿Qué?

– ¿Cómo vas a saber quién fue entre tantos como había?

– ¿Te apuestas algo?

Él la miró un instante.

– No, creo que no -dijo.


* * *

Casi cien detenidos. No les faltaría trabajo a los tribunales el martes. Por la tarde, los manifestantes se desplazaron desde el parque de Princes Street a Rose Street, donde levantaron los adoquines para usarlos como proyectiles, y hubo escaramuzas en el puente de Waverley, Cockburn Street e Infirmary Street, pero a las nueve y media la situación amainó. El último incidente tuvo lugar ante el McDonald's de South St. Andrew Street.

Ahora, los agentes uniformados volvían a Gayfield Square y entraban al DIC con hamburguesas que llenaron la sala con su aroma. Rebus miraba en el televisor un documental sobre un matadero y Eric Bain acababa de enviar una lista de direcciones de correo electrónico de los usuarios de Vigilancia de la Bestia, añadiendo al final un mensaje que decía: «Shiv, ¡dime si te ha ido bien!». Rebus la llamó al móvil pero no obtuvo respuesta. Bain explicaba que los Jensen no le habían dado problemas, pero que habían «cooperado a regañadientes».

Rebus tenía abierto el Evening News. En la portada aparecía una foto de la marcha del sábado con el titular de «Votan con los pies», que bien podría servirles para el día siguiente con la foto del manifestante dando patadas al escudo del policía. En la página de televisión encontró el título de la película sobre el matadero: Matadero: tarea sangrienta. Se levantó y fue a una de las mesas libres. Las notas del caso Colliar le miraban. Siobhan se había portado bien: ahora tenía los informes de la policía y de la cárcel sobre Fast Eddie Isley y Trevor Guest.

Guest: ladrón allanador de moradas, matón, agresor sexual.

Isley: violador.

Colliar: violador.

Se puso a examinar las notas sobre Vigilancia de la Bestia. La página había recibido datos sobre otros veintiocho violadores y pederastas; vio un largo y airado artículo de alguien que firmaba «Corazón Roto» -le pareció una mujer- despotricando contra el sistema judicial y su taxativa diferenciación entre «estupro» y «agresión sexual». Era muy arduo que dictaran condena por violación, cuando resultaba que la «agresión sexual» era tan horrible, violenta y degradante como el estupro y, sin embargo, la pena era mucho menor. Parecía entender de leyes, pero no era fácil determinar si era de Escocia o del sur de la frontera. Volvió a repasar el texto, para ver si mencionaba «allanamiento de morada» o «violación de domicilio», como decían en Escocia, pero las únicas palabras que usaba eran «agresión» y «agresor». De todos modos, Rebus pensó que merecía respuesta. Encendió el ordenador de Siobhan y accedió a su cuenta de correo electrónico; sabía que ella utilizaba la misma contraseña para todo. Pasó el dedo por la lista de Bain hasta encontrar la dirección de «Corazón Roto» y comenzó a teclear.

«Acabo de leer su comunicación en Vigilancia de la Bestia. Me ha interesado mucho y quisiera hablar con usted. Dispongo de cierta información que tal vez le interese. Llámeme, por favor, al…»

Reflexionó un instante. No había manera de saber cuánto tiempo estaría el móvil de Siobhan sin conexión. Decidió poner su propio número y firmar «Siobhan Clarke». Así había más posibilidades de que, si era mujer, contestase a otra mujer. Releyó el mensaje, pensó que se notaba que lo había redactado un policía y lo rehízo:

«He leído lo que dice en Vigilancia de la Bestia. ¿Sabe que han cerrado la página? Me gustaría hablar con usted, quizá por teléfono».

Añadió su número y el nombre de Siobhan a secas. Menos formalismo. Hizo clic en «enviar». Cuando pocos minutos después comenzó a vibrar su móvil, no acababa de creérselo, y con toda la razón.

– Hombre de paja -oyó decir arrastrando las palabras: era la voz de Cafferty.

– ¿No te cansarás de llamarme por ese sobrenombre?

Cafferty contuvo la risa.

– ¿Cuánto tiempo hará? -dijo.

Quizá dieciséis años; Rebus testificaba contra Cafferty en el banquillo, y uno de los abogados le confundió con otro testigo y le llamó Stroman.

– ¿Hay alguna información? -preguntó Cafferty.

– ¿Por qué iba a dártela?

Otra risa contenida, más fría que la primera.

– Supongamos que le captura y lleva ante el tribunal. ¿Qué le parecería que declarara que le ayudé en la tarea? Habría que dar bastantes explicaciones e incluso se podría anular el juicio.

– Pensaba que querías que le echara el guante.

Cafferty guardó silencio, y Rebus sopesó lo que iba a decir.

– La cosa va bien.

– ¿Cómo de bien?

– Va despacio.

– Es natural con el follón que hay en Edimburgo.

Otra vez la risita; Rebus pensó si Cafferty no habría bebido.

– Hoy podría haber hecho un atraco de órdago y ustedes, la policía, ni se habrían enterado con tanto trabajo.

– ¿Y por qué no lo has hecho?

– Soy otro hombre, Rebus. Ahora estoy de su parte, ¿recuerda? Así que, si en algo puedo ayudar…

– En este momento no.

– Pero si me necesita, dígamelo.

– Tú mismo lo has dicho, Cafferty. Cuanto más intervengas más difícil resultará condenarle.

– Conozco el juego, Rebus.

– Pues entonces sabrás cuándo conviene dejar pasar una mano -dijo Rebus apartando la vista de la pantalla del televisor, donde una máquina despellejaba el cadáver de una res.

– Llámeme, Rebus.

– En realidad…

– ¿Qué?

– Hay unos agentes con quienes me gustaría hablar. Son ingleses, pero están aquí por lo del G-8.

– Pues hable con ellos.

– Es que no es tan fácil. No llevan insignias y circulan por ahí en un coche y una furgoneta sin distintivo.

– ¿Por qué quiere hablar con ellos?

– Ya te lo diré.

– ¿Cuál es su descripción?

– Creo que son de Londres. Forman un trío y tienen la piel morena.

– O sea que se diferencian de todos los demás -interrumpió Cafferty.

– El jefe se llama Jacko. Podría ser que estuviesen a las órdenes de uno del Departamento Especial llamado David Steelforth.

– Ya conozco a Steelforth.

Rebus se inclinó sobre la mesa.

– ¿De qué?

– Metió en chirona a muchos conocidos míos a lo largo de los años. ¿Está aquí?

– Se aloja en el Balmoral. -Rebus hizo una pausa-. No me importaría saber quién le paga la cuenta del hotel.

– Y pensar que uno cree haberlo visto todo -dijo Cafferty-. Ahora John Rebus me pide que vaya a indagar el Departamento Especial… Tengo la impresión de que esto no tiene nada que ver con Cyril Colliar.

– Ya te he dicho que te lo contaré.

– ¿Qué hace en este momento?

– Estoy trabajando.

– ¿Nos vemos para tomar una copa?

– No estoy tan sediento.

– Yo tampoco. Era por invitarle.

Rebus reflexionó un instante; casi una tentación. Pero habían colgado. Se sentó y acercó hacia sí un bloc tamaño folio en el que tenía resumidos sus esfuerzos de la tarde.

¿Rencor?

¿Posible víctima?

Acceso a la heroína…

Auchterarder, ¿conexión local?

¿Quién es el próximo?

Entrecerró los ojos mirando la última anotación. Era curioso: igual que el título de un álbum de The Who2, otro de los preferidos de su hermano Michael. Incluía el tema Won't Get Fooled Again, que ahora servía de música de fondo al programa CSI. Sintió de pronto ganas de hablar con alguien, tal vez su hija o su mujer. El tirón de la familia. Pensó en Siobhan y en sus padres y trató de no sentirse desairado porque no hubiera querido presentárselos. Ella nunca hablaba de ellos, y la verdad es que no sabía nada de su familia.

– Porque no preguntas -se reprendió en voz alta.

Su móvil le avisó que tenía un mensaje. Remitente: Shiv. Lo abrió.

«¿Puedes venir @ HWG?»

Al hospital Western General. No había oído ninguna noticia de policías heridos y no había motivos para pensar que ella hubiese estado en Princes Street o aledaños.

«¡Dime si te ha ido bien!»

Marcó de nuevo el número de Siobhan mientras se dirigía al aparcamiento. Sólo daba señal de comunicar. Subió al coche y tiró el móvil sobre el asiento del pasajero, pero sonó al cabo de recorrer unos cincuenta metros. Lo cogió y lo abrió.

– ¿Siobhan? -preguntó.

– ¿Cómo? -respondió una voz de mujer.

– Diga -dijo entre dientes, conduciendo con una mano.

– Es… Quería hablar… Bueno, es igual.

Se cortó la comunicación. Rebus volvió a tirar el móvil en el asiento, pero rebotó y cayó al suelo. Agarró el volante con las dos manos y pisó fuerte el acelerador.


2 Who's Next. (N. del T.)

Capítulo 10

Había caravana en el puente de Forth Road, pero no le dieron importancia porque tenían mucho de qué hablar. Y mucho que pensar. Siobhan le contó lo que había ocurrido. Teddy Clarke se había quedado a la cabecera de su esposa, en una cama provisional, y a primera hora de la mañana estaba prevista una ecografía para comprobar si había lesión cerebral. El golpe de porra afectaba a la porción superior del rostro y tenía los ojos hinchados y magullados -uno no lo podía abrir- y una gasa le cubría la nariz, pero no estaba rota. Rebus preguntó si existía riesgo de que perdiera la vista, y Siobhan le respondió que quizás en un ojo.

– Después de la ecografía la trasladarán al pabellón de oftalmología. ¿Sabes lo que ha sido más duro, John?

– ¿Comprobar que tu madre es vulnerable como todo el mundo? -aventuró él.

Siobhan negó despacio con la cabeza.

– Que fueran a interrogarla.

– ¿Quién?

– La policía.

– Eso sí que es bueno.

Siobhan reaccionó con una risa áspera al comentario.

– Ni se molestaron en averiguar quién la había golpeado; sólo le preguntaron qué había hecho…

Evidente, porque ¿no iba ella con los alborotadores? ¿No estaba en primera fila?

– Dios -musitó Rebus-. ¿Tú estabas allí?

– Si hubiera estado, se habría armado la gorda. Yo vi cómo actuaban, John -añadió en voz baja tras una pausa.

– Fue bastante horripilante, a juzgar por la tele.

– A la policía se le fue la mano -afirmó ella mirándole fríamente, deseando que la contradijera.

– Estás disgustada -se limitó a decir él, bajando el cristal de la ventanilla al aproximarse al control.

Al llegar a Glenrothes, Rebus le contó lo que había hecho por la tarde y le previno de que a lo mejor recibía un correo electrónico de «Corazón Roto». Siobhan apenas escuchaba. En la jefatura de policía de Fife tuvieron que enseñar tres veces el carné para acceder a Operación Sorbus. Rebus decidió no mencionar su noche en el calabozo; no era problema de ella. Su mano izquierda se había recuperado casi del todo gracias a una caja de ibuprofeno.

La sala del centro de control de la operación era como tantas otras: fotos de videovigilancia, personal civil y ordenadores, operadores con auriculares y mapas de Escocia central. Tenían comunicación directa con la valla perimetral de Gleneagles a través de las cámaras situadas en las torres de vigilancia y con Edimburgo, Stirling y el puente Forth, así como imágenes de vídeo del tráfico en la M9, la autovía que discurría junto a Auchterarder.

El turno de noche acababa de salir y las voces eran más apagadas, en un ambiente más relajado, todos se concentraban en su trabajo con tranquilidad y sin prisas.

Rebus no vio a ningún jefazo; ni a Steelforth. Siobhan conocía una o dos caras de su visita de la semana anterior y se acercó a pedir un favor, dejando que Rebus anduviera por la sala a su aire. En aquel momento él vio también a alguien. Era Bobby Hogan, ascendido a inspector jefe después del tiroteo en South Queensferry. El ascenso le había supuesto el traslado a Tayside y Rebus no le veía desde hacía casi un año, pero reconoció su pelo plateado y su peculiar cabeza hundida entre los hombros.

– Bobby -dijo con la mano tendida.

– Dios, John -exclamó Hogan con los ojos muy abiertos-, ¿hasta tú por aquí? No me digas que estamos tan en apuros.

– Tranquilo, Bobby, sólo he venido de chófer. ¿Cómo te va la vida?

– No puedo quejarme. ¿Esa que veo ahí es Siobhan? ¿De qué habla con uno de mis hombres?

– Quiere que le enseñen unos metrajes de filmaciones de seguridad.

– De eso tenemos de sobra. ¿Con qué objeto?

– Para un caso que estamos trabajando, Bobby. Quizás el sospechoso estuviera presente en los disturbios de hoy.

– Será como una aguja en un pajar -comentó Hogan, arrugando la frente. Era un par de años más joven que Rebus, pero con más arrugas en la cara.

– ¿Te gusta ser inspector jefe? -preguntó Rebus para distraer la atención de su amigo.

– Tú deberías probar.

Rebus negó con la cabeza.

– Demasiado tarde, Bobby. ¿Qué tal te va en Dundee?

– Bueno, haciendo vida de soltero.

– Creí que Cora y tú volvíais a vivir juntos.

El rostro de Hogan se arrugó aún más y negó vigorosamente con la cabeza, dándole a entender que era mejor no hablar del tema.

– Menuda sala de operaciones -dijo él para cambiar de tema.

– Es el puesto de mando -añadió Hogan sacando pecho-. Estamos en contacto con Edimburgo, Stirling y Gleneagles.

– ¿Y si las cosas se ponen feas de verdad?

– Está previsto el traslado del G-8 a nuestra antigua academia en Tulliallan.

La Academia de Policía de Escocia. Rebus asintió con la cabeza sin decir nada en muestra de admiración.

– ¿Tienes línea directa con el Departamento Especial, Bobby?

Hogan se encogió de hombros.

– En definitiva, somos nosotros quienes nos encargamos de todo, John; no ellos.

Rebus volvió a asentir con la cabeza, fingiendo estar de acuerdo.

– De todos modos, yo me tropecé con alguno de ellos.

– ¿Con Steelforth?

– Se pasea por Edimburgo como si fuera el amo.

– Es una buena pieza -dijo Hogan.

– Yo lo calificaría de otro modo -añadió Rebus-, pero me abstengo… no sea que seáis los mejores amigos del mundo.

– Ni soñarlo.

– Escucha -añadió Rebus bajando aún más la voz-, no es sólo él. He tenido un encuentro con tres de sus hombres. Visten uniforme sin insignia y circulan en un coche sin distintivo y una furgoneta con luces de destello pero sin sirena.

– ¿Qué ocurrió?

– Yo traté de ser amable, Bobby…

– ¿Y?

– Digamos que me di contra la pared.

– ¿Literalmente? -inquirió Hogan mirándole.

– Como quien dice.

Hogan asintió con la cabeza.

– Y te gustaría saber los nombres correspondientes.

– No puedo darte una buena descripción -añadió Rebus con desazón-. Sólo que son unos tipos de tez morena y uno de ellos se llama Jacko. Me parecieron del sudeste.

– Veremos qué puedo hacer -dijo Hogan pensativo.

– Pero sólo si no corres ningún riesgo, Bobby.

– No te preocupes, John. Ya te digo que aquí mando yo -añadió poniéndole la mano en el brazo para tranquilizarle.

Rebus asintió con la cabeza, dándole las gracias, pensando que no venía a cuento pinchar el globo ilusorio de su amigo.


* * *

Siobhan ya había reducido la búsqueda y repasaba el metraje de lo filmado y sólo lo correspondiente a un período de media hora en el parque de Princes Street. A pesar de ello, tenía por delante un escrutinio de más de mil imágenes y tomas desde una docena de distintos emplazamientos, sin contar el material de las cámaras de seguridad, los vídeos e instantáneas de manifestantes y curiosos, de los medios de comunicación -BBC News, ITV, los canales 4 y 5, Sky y CNN-, y lo que hubieran captado los fotógrafos de los principales periódicos escoceses.

– Empezaré con lo que hay aquí -dijo ella.

– Tenemos una cabina libre.

Dio las gracias a Rebus por haberla traído y le dijo que se marchase, que ella ya se las arreglaría para volver a Edimburgo.

– ¿Vas a quedarte aquí toda la noche?

– Tal vez no tanto -aunque sabían que sí-. Hay cantina abierta veinticuatro horas.

– ¿Y tus padres?

– Iré a verlos en cuanto acabe aquí. -Hizo una pausa-. Si te apañas sin mí…

– Probaremos, ¿no?

– Gracias.

Le dio un abrazo, sin saber muy bien por qué. Tal vez simplemente por sentirse humana, pensando en la noche que tenía por delante.

– Siobhan…, suponiendo que lo identifiques, ¿después, qué? Dirá que él cumplía con su deber.

– Tendré la prueba de que no es cierto.

– No te obceques…

Ella asintió con la cabeza, le hizo un guiño y le dirigió una sonrisa. Eran gestos que había aprendido de él, los que hacía cuando se disponía a saltarse el reglamento.

Un guiño, una sonrisa y la dejó.


* * *

Habían pintado un gran símbolo anarquista en las puertas de la división C del cuartel general de Torphichen Place. Era un viejo edificio que se desmoronaba, más destartalado aún que el de Gayfield Square. Los barrenderos recogían en el exterior restos de vidrio, ladrillos, piedras y envases de comida rápida.

El sargento del mostrador pulsó el botón para dar entrada a Rebus. Algunos manifestantes detenidos en Canning Street habían pasado allí la noche en los calabozos antes de comparecer ante el juez. Rebus no quería ni pensar en la cantidad de yonquis y atracadores que habría sueltos por las calles de Edimburgo. La sala del DIC era larga y estrecha y siempre conservaba aquel olor a sudor, algo que él achacaba a la presencia constante de Reynolds Culo de Rata. Allí estaba con los pies encima de una mesa, la corbata floja y una lata de cerveza en la mano. Otra mesa la ocupaba su jefe, el inspector Shug Davidson, quien se había quitado la corbata, pero al menos trabajaba, pulsando con dos dedos el teclado del ordenador y, a su lado, la lata de cerveza sin abrir.

Reynolds no reprimió un eructo al entrar Rebus.

– ¡El que faltaba! -exclamó a guisa de saludo-. Me han dicho que en el G-8 le temen tanto como a la Rebel Clown Army -añadió alzando la lata de cerveza en gesto de brindis.

– Eso hiere en lo más vivo, Ray. Vaya semana, ¿eh?

– Cobraremos horas extras -dijo Reynolds tendiendo una cerveza a Rebus, pero él negó con la cabeza.

– ¿Has venido a ver la «marcha»? -preguntó Davidson.

– Sólo quería hablar con Ellen -respondió Rebus, señalando con la barbilla a la tercera persona que había en la sala.

La sargento Ellen Wylie alzó la vista del informe tras el que se ocultaba. Llevaba el pelo rubio corto y con raya en medio y estaba algo más gorda desde que había trabajado con él en un par de casos; ahora tenía más llenas las mejillas, que en aquel momento enrojecieron, circunstancia a la que Reynolds no pudo resistir hacer referencia frotándose las manos y estirándolas hacia ella acto seguido como si se las calentara al fuego.

Ellen se levantó pero sin mirar al recién llegado. Davidson preguntó si se trataba de algo de lo que él tuviera que estar al corriente y Rebus se encogió de hombros, mientras Wylie cogía la chaqueta del respaldo de la silla y luego el bolso.

– Ya me iba, de todos modos -dijo en voz alta.

Reynolds lanzó un silbido y dio un codazo al aire.

– Shug, ¿se da cuenta? ¿No es bonito ver nacer el amor entre colegas?

La carcajada los siguió hasta fuera de la sala del DIC y, ya en el pasillo, ella se recostó en la pared y agachó la cabeza.

– ¿Ha sido un día de mucho trabajo? -preguntó Rebus.

– ¿Ha tenido que interrogar alguna vez a un anarcosindicalista alemán?

– Últimamente no.

– Había que cerrar el expediente para que pase mañana a los tribunales.

– Hoy -puntualizó Rebus señalando su reloj.

Ellen miró el suyo.

– ¿Tan tarde es? -comentó con voz cansada-. Dentro de seis horas otra vez aquí.

– Te invitaría a una copa si aún estuvieran abiertos los pubs.

– No necesito una copa.

– ¿Quieres que te lleve a casa?

– Tengo el coche fuera. Ah, no -añadió pensativa-, no, claro, hoy no lo traje.

– Muy acertado, teniendo en cuenta la situación.

– Nos advirtieron que no viniésemos en coche.

– La previsión es una virtud. Y así puedo cumplir mi ofrecimiento. -Aguardó sonriente a que le mirara-. Aún no me has preguntado qué quiero.

– Ya sé lo que quiere -respondió ella algo resentida, y él alzó las manos en gesto de conciliación.

– Tranquilízate -añadió él-. No quiero que te…

– ¿Qué?

– Que se te rompa el corazón -replicó él.


* * *

Ellen Wylie compartía vivienda con su hermana divorciada.

Era un adosado en Cramond con jardín trasero que daba a una pendiente abrupta sobre el río Almond. Hacía una noche agradable y, como Rebus quería fumar, se sentaron a una mesa fuera. Wylie hablaba en voz baja para evitar quejas de los vecinos, aparte de que la ventana del dormitorio de su hermana estaba abierta. Trajo unas tazas de té con leche.

– Es un bonito lugar -comentó Rebus-. Me gusta oír el rumor del agua.

– Y ahí hay un cañizal que amortigua el ruido de los aviones -dijo ella señalando hacia la oscuridad.

Rebus asintió con la cabeza comprendiendo lo que decía: se encontraban exactamente bajo el pasillo de aterrizaje del aeropuerto de Turnhouse. A aquella hora de la noche habían tardado sólo un cuarto de hora desde Torphichen Place, y ella le había contado la historia durante el trayecto.

– Así que escribí una carta a la página; no es nada ilegal, ¿verdad? Estaba tan harta del sistema… Hacemos cuanto podemos para llevar a esas bestias ante los tribunales y luego los abogados consiguen reducir la pena al mínimo con sus triquiñuelas.

– ¿Y sólo eso?

– ¿Qué, si no? -replicó ella rebulléndose en el asiento del pasajero.

– «Corazón Roto» sonaba a algo más personal.

Ella miró por el parabrisas.

– No, John, era sólo indignación. Con tantas horas como he dedicado a casos de violaciones, agresión sexual, malos tratos en el hogar… Pero tal vez haya que ser mujer para entenderlo.

– ¿Por eso llamaste a Siobhan? Reconocí inmediatamente tu voz.

– Sí, eres muy taimado.

– Es mi apodo…

Ahora, sentados en el jardín al frescor de la noche, Rebus se abrochó la chaqueta y le preguntó sobre aquel sitio de Internet. ¿Cómo lo había encontrado? ¿Conocía a los Jensen? ¿Había hablado personalmente con ellos?

– Recordaba el caso -respondió ella.

– ¿El de Vicky Jensen?

Ella asintió despacio con la cabeza.

– ¿Trabajaste en él?

– No -respondió acompañándolo de un leve movimiento de cabeza-, pero me alegro de que él haya muerto. Si me dicen dónde está enterrado bailaré sobre su tumba.

– Edward Isley y Trevor Guest también han muerto.

– Escuche, John, yo lo único que hice fue escribir a un portal para desahogarme.

– Y ahora tres de los que figuraban en la lista de ese sitio han muerto de un golpe en la cabeza y sobredosis de heroína. Tú has trabajado en homicidios, Ellen… ¿Qué te dice ese modus operandi?

– Alguien con acceso a drogas.

– ¿Y algo más?

Ella reflexionó un instante.

– No lo sé -dijo.

– Que el asesino no quería enfrentarse a las víctimas, tal vez porque fueran de mayor talla y más fuertes, pero tampoco quería que sufrieran: las dejó sin conocimiento y a continuación les puso una inyección. ¿No te parece una actuación de mujer?

– ¿Qué tal está el té, John?

– Ellen…

Ella dio una palmada en la mesa.

– Si estaban en la lista de Vigilancia de la Bestia es porque eran unos hijos de puta de campeonato… No espere que les tenga compasión.

– ¿Y no hay que capturar al asesino?

– ¿Qué quiere que le diga?

– ¿Quieres que quede sin castigo?

Ellen miró de nuevo hacia la oscuridad. El viento agitaba los árboles cercanos.

– ¿Sabe lo que ha habido hoy, John? Una guerra bien definida: los buenos y los malos…

Él pensó: «Cuéntaselo a Siobhan».

– Pero no siempre es así, ¿no es cierto? -prosiguió ella-. A veces la divisoria es ambigua -añadió volviéndose hacia él-. Usted debe saberlo mejor que muchos, porque le he visto meterse en terreno resbaladizo.

– Yo soy un mal ejemplo a seguir, Ellen.

– Tal vez, pero trata de capturarle, ¿no?

– A él o a ella. Por eso necesito que declares.

Ella abrió la boca para protestar, pero Rebus levantó la mano.

– Tú eres la única persona que conozco que entró en esa página. Los Jensen la han cerrado y no puedo saber lo que había.

– ¿Y quiere que le ayude?

– Contestando a unas preguntas.

Ella lanzó una risita sorda.

– ¿No sabe que dentro de nada tengo que ir a los juzgados?

Rebus encendió otro cigarrillo.

– ¿Por qué viniste a vivir a Cramond? -preguntó, sorprendiéndola con el cambio de tema.

– Porque es un pueblo -dijo Ellen-, pero un pueblo dentro de la ciudad, y tiene lo mejor de ambos. -Hizo una pausa-. ¿Esto forma ya parte del interrogatorio? ¿O es su modo de hacerme bajar la guardia?

Rebus negó con la cabeza.

– Sólo tenía curiosidad por saber de quién fue la idea.

– La casa es mía, John. Denise vino a vivir conmigo después de… -Profirió un carraspeo-. Perdón, debo de haberme tragado un bicho… Iba a decir que vino después de divorciarse.

Rebus asintió con la cabeza.

– Sí, desde luego, es un lugar tranquilo -dijo-. Aquí se olvida uno fácilmente del trabajo.

La luz de la cocina incidió sobre la sonrisa de Ellen.

– Me da la impresión de que en su caso no funcionaría. Con usted sólo funcionaría algo así como un mazazo.

– O unas cuantas de ésas -replicó Rebus señalando con la barbilla una fila de botellas de vino vacías bajo la ventana de la cocina.


* * *

Hizo despacio el camino de regreso a Edimburgo. Le gustaba la ciudad de noche, con los taxis y los peatones cansinos, el cálido fulgor de las lámparas de sodio de las farolas, las tiendas apagadas y las casas con las cortinas corridas, ciertos sitios adonde podía ir -una pastelería, un mostrador de recepción, un casino-, lugares donde le conocían y servían té, le daban conversación. Años atrás habría podido hacer una alto para charlar con las prostitutas de Coburg Street, pero ahora casi todas se habían desplazado a otras zonas o habían muerto. También después de que él desapareciera, Edimburgo continuaría y se repetirían las mismas escenas en interminable representación. Capturarían a asesinos y los condenarían, y otros seguirían en libertad: el mundo y el submundo coexistente a lo largo de generaciones. A final de semana, el circo del G-8 iría camino de otro lugar. Geldof y Bono encontrarían nuevas causas, Richard Pennen estaría en su sala del consejo y David Steelforth de vuelta en Scotland Yard. A veces le parecía estar a punto de descubrir el mecanismo que coordinaba todo.

A punto. Pero no lo conseguía.

Al girar en Marchmont Road vio que los Meadows estaban desiertos. Aparcó en lo alto de Arden Street y bajó la cuesta hasta su casa. Dos o tres veces por semana le echaban en el buzón octavillas de agencias ofreciéndose a vender el piso. El de encima se había vendido por doscientas mil libras. Una suma así, añadida a su paga de jubilación del DIC, le «resolvería la vida», como decía Siobhan. El problema era que eso a él no le atraía. Se detuvo a recoger el correo. Había un anuncio con el menú de un nuevo establecimiento hindú de platos para llevar, que pinchó en la cocina junto a los otros. Se hizo un bocadillo de jamón y se lo comió de pie allí mismo, mirando la acumulación de latas de cerveza vacías de la encimera. ¿Cuántas botellas tenía Ellen Wylie en el jardín? Quince o veinte; era una buena cantidad de vino, y había visto también un carrito de supermercado vacío en la cocina; seguramente las tiraría de vez en cuando al ir a comprar, cada quince días, por ejemplo. Veinte botellas en dos semanas; diez a la semana. «Denise se vino a vivir conmigo después de… divorciarse.» No había visto insectos nocturnos en la ventana de la cocina. Ellen estaba rendida y cabía atribuirlo a los acontecimientos del día, pero él sabía que era algo más profundo. Aquellas arrugas bajo sus ojos irritados eran un proceso de varias semanas; y no había dejado de engordar durante cierto tiempo. Siobhan había considerado a Ellen, con la misma graduación de sargento, una posible rival, competencia por el ascenso. Pero últimamente no hablaba del tema. Tal vez Ellen no le pareciera ya un peligro.

Llenó un vaso de agua, se lo llevó al cuarto de estar y lo bebió casi entero hasta dejar un dedo, al que añadió un chorro de malta. Volvió a beber y sintió el calor en la garganta. Se sentó en el sillón. Era demasiado tarde para poner música. Apretó el vaso contra su frente y cerró los ojos.

A dormir.

MARTES 5 DE JULIO
Capítulo 11

Lo único que le ofrecieron en Glenrothes fue llevarla a la estación de tren de Markinch.

Siobhan se sentó en el vagón -era demasiado temprano para el aluvión de gente que va al trabajo- y miró el paisaje. Pero no veía nada porque su mente no cesaba de repasar imágenes de la manifestación, todas aquellas horas de filmación que acababa de dejar atrás. El ruido y el furor, maldiciones y aspavientos, los objetos que arrojaban y gruñidos del esfuerzo. Tenía el pulgar entumecido de tanto pulsar el mando a distancia. Pausa, atrás despacio, adelante despacio, normal; adelante rápido, rebobinar, pausa. En algunas fotos aparecían caras rodeadas con un círculo en previsión de interrogatorio; eran rostros de mirada furibunda, por supuesto, pero algunos no eran manifestantes sino gamberros de Edimburgo, tapados con bufandas y gorras de béisbol, dispuestos a armar jaleo. Uno del equipo de la sala de control, al llevarle el café y la chocolatina, le había dicho que en el sur los llamaban de otro modo.

La mujer sentada frente a Siobhan leía el periódico de la mañana, cuya primera plana ocupaban los disturbios. Pero también Tony Blair, que estaba en Singapur defendiendo la candidatura olímpica de Gran Bretaña. A ella, 2012 le parecía una fecha muy lejana, igual que Singapur, y le resultaba inconcebible que llegara a tiempo a Gleneagles para estrechar la mano a tanta gente: Bush, Putin, Schröder y Chirac. El periódico decía que no había indicios de que la multitud congregada el sábado en Hyde Park fuera a emprender viaje al norte.

– Perdone, ¿está ocupado este asiento?

Siobhan negó con la cabeza y el hombre se sentó a su lado.

– Qué horrible jornada ayer, ¿no es cierto? -dijo.

Siobhan replicó con un gruñido, pero la mujer del asiento de enfrente comentó que ella había ido de compras a Rose Street y que estuvo a punto de verse envuelta en el jaleo, y ambos se enzarzaron en contar batallitas, mientras ella volvía a mirar por la ventanilla. Habían sido simples escaramuzas porque la policía había mantenido su táctica: mano dura para demostrarles que la ciudad era suya, no de los manifestantes. En el metraje filmado observó provocaciones descaradas; era de prever, pues no tiene objeto acudir a una manifestación si no es para hacer noticia. Los anarquistas no podían pagarse publicidad y las cargas con porra equivalían a publicidad gratuita. Las fotos del periódico lo demostraban: agentes enseñando los dientes y esgrimiendo sus porras; manifestantes indefensos caídos y arrastrados por agentes de uniforme con el rostro cubierto. Todo muy de George Orwell. Pero ninguna de las escenas le había servido para descubrir quién había agredido a su madre y por qué.

No pensaba rendirse.

Le dolían los ojos al parpadear y a veces al hacerlo se le desenfocaba la visión. Necesitaba dormir, pero sacaba energías de la cafeína y el azúcar.

– Perdone, ¿se encuentra bien?

Era de nuevo el del asiento de al lado, que le rozaba el brazo con la mano. Siobhan parpadeó y abrió los ojos, notando que le resbalaba una lágrima. Se la enjugó.

– No es nada -respondió-. Sólo estoy algo cansada.

– Creí que le habíamos molestado hablando de lo de ayer -dijo la mujer del asiento de enfrente.

Siobhan negó con la cabeza y vio que ya había terminado de leer el periódico.

– ¿Le importa que…?

– No, cielo; tenga.

Siobhan forzó una sonrisa y abrió el diario sensacionalista para mirar las fotos y ver los nombres de los fotógrafos.

En Haymarket hizo cola para tomar un taxi hasta el Western General y fue directamente al pabellón. Su padre estaba en la sala de espera tomando un té; había dormido vestido y estaba sin afeitar. De pronto, lo vio viejo y vulnerable.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Siobhan.

– No está mal. Van a hacerle la ecografía antes de almorzar. ¿Y tú?

– No he descubierto a ese cabrón.

– Me refiero a cómo te encuentras.

– Estoy bien.

– Has estado levantada casi toda la noche, ¿verdad?

– Tal vez un poco más -respondió ella sonriendo.

Sonó su teléfono. No era un mensaje, sino el aviso de que se agotaba la batería. Lo desconectó.

– ¿Puedo pasar a verla?

– Ahora la están acicalando. Me han dicho que me avisarán cuando terminen. ¿Qué tal en la calle?

– Listos para hacer frente a un nuevo día.

– ¿Me aceptas un café?

Ella negó con la cabeza.

– Estoy empapada de café.

– Creo que deberías descansar, cariño. Ven a verla esta tarde, después de la ecografía.

– Quiero saludarla antes -replicó ella señalando hacia la puerta de la sala.

– ¿Y luego te irás a casa?

– Prometido.


* * *

Noticiero matinal: los detenidos de la víspera comparecían en los juzgados de Chambers Street. La vista no era pública. Frente al Centro de Inmigración de Dungavel se formaba una concentración de protesta, pero el servicio de inmigración, previsoramente, había trasladado a los detenidos a otras dependencias. Los organizadores decían que no desconvocaban la manifestación.

Problemas en el Campamento por la Paz de Stirling: la gente comenzaba a dirigirse hacia Gleneagles y la policía estaba decidida a impedirlo recurriendo al artículo 60 para interpelarlos y registrarlos aun a falta de sospechas. En Edimburgo el escrutinio iba muy avanzado. Habían detenido un vehículo con 500 litros de aceite de cocinar, que, vertido en la calzada, habría creado un tramo resbaladizo causando un caos de tráfico en Murrayfield. Ya estaban en marcha los preparativos del concierto Empuje Final del miércoles y montaban el escenario y las luces. Midge Ure esperaba que hiciera «un buen tiempo veraniego escocés». Iban llegando a Edimburgo los músicos y los famosos, entre ellos Richard Branson, que acababa de aterrizar en uno de sus aviones a reacción. El aeropuerto de Prestwick se preparaba para próximas llegadas. Se esperaba al presidente Bush con su perro rastreador y una bici de montaña para mantener su régimen diario de ejercicio. En el estudio de televisión, el presentador leyó un correo electrónico de un oyente que sugería que la cumbre podía haberse celebrado en una de las plataformas petrolíferas abandonadas del Mar del Norte «para ahorrar una fortuna en dispositivos de seguridad y ponérselo difícil a los manifestantes».

Rebus apuró el café y apagó el sonido. Al aparcamiento de la comisaría comenzaban a llegar furgonetas para trasladar a los detenidos ante el juez. Ellen Wylie tenía que estar en los juzgados en cuestión de hora y media para testificar. Él había llamado al móvil de Siobhan un par de veces, pero la llamada entraba directamente al buzón de mensajes, señal de que lo tenía desconectado. Llamó también al cuartel general de Sorbus, donde le dijeron que ya se había marchado a Edimburgo. Probó a localizarla en el hospital y le dijeron que «la señora Clarke había pasado bien la noche». Era una frase que había oído muchas veces en su vida. Una buena noche significaba: «No se preocupe, que no se ha muerto». Alzó la vista y vio que entraba alguien al DIC.

– ¿Qué desea? -preguntó, e inmediatamente reconoció el uniforme-. Perdón, señor.

– No nos conocemos -dijo el jefe de la policía tendiéndole la mano-. Soy James Corbyn.

– Yo soy el inspector Rebus -dijo él estrechándole la mano y comprobando que Corbyn no era masón.

– ¿Trabaja con la sargento Clarke en el caso de Auchterarder?

– Sí, señor.

– He intentado localizarla porque tiene que informarme.

– Hay novedades interesantes, señor: una página de Internet abierta por un matrimonio, que tal vez sirva al asesino para seleccionar a las víctimas.

– ¿Conocen la identidad de las tres víctimas?

– Sí, señor. Y en los tres casos se da el mismo modus operandi.

– ¿Creen que habrá más?

– No podemos saberlo.

– ¿Creen que volverá a actuar?

– Ya le digo, señor, es difícil saberlo.

El jefe de la policía paseó por la sala mirando los gráficos de las paredes, las mesas y las pantallas de ordenador.

– Le dije a Clarke que tenía de plazo hasta mañana. Después, queda cerrado el caso hasta que se clausure el G-8.

– No sé yo si será buena idea.

– Los medios de comunicación no están al corriente y podemos seguir ocultándolo unos días perfectamente.

– Si no tratamos las pistas en caliente, señor, y damos a los sospechosos ese margen de tiempo…

– ¿Hay sospechosos? -replicó Corbyn volviéndose hacia Rebus.

– De momento, no, señor. Pero estamos interrogando a algunas personas.

– El G-8 tiene prioridad, Rebus.

– ¿Me permite que le pregunte por qué, señor?

Corbyn le miró furibundo.

– Porque los ocho hombres más poderosos del mundo vienen a Escocia y se alojarán en el mejor hotel del país. Esa es la noticia que todo el mundo desea. Y el hecho de que un asesino en serie ande suelto por la Escocia central lo estropea todo, ¿no cree?

– En realidad, señor, sólo es escocesa una de las víctimas.

El jefe de la policía se le acercó hasta escasos centímetros.

– No se haga el listo, inspector Rebus. Y no piense que no he conocido a personas como usted.

– ¿Qué clase de personas, señor?

– Las que se creen que porque tienen cierta veteranía saben más que los demás. Ya sabe lo que se dice de los coches: cuantos más kilómetros encima, más cerca están del desguace.

– Yo, señor, prefiero los coches antiguos a los que fabrican ahora. ¿Le doy su recado a la sargento Clarke? Supongo que tendrá usted otros asuntos más importantes. ¿Tiene que acudir a Gleneagles?

– Eso a usted no le importa.

– Entendido -dijo Rebus, dirigiendo al jefe de la policía lo que habría podido interpretarse como un saludo militar.

– Queda cerrado el caso -añadió Corbyn dando una palmada a los papeles que había en la mesa de Rebus-. Y no olvide que la sargento Clarke es la encargada del mismo; no usted, inspector -añadió entornando levemente los ojos.

Y, al ver que Rebus no replicaba, salió airado del DIC.

Rebus aguardó casi un minuto para lanzar un suspiro y a continuación llamó por teléfono.

– ¿Mairie? ¿Tienes novedades para mí? -Escuchó sus disculpas-. Bueno, no te preocupes. Tengo un pequeño premio que darte, si tienes tiempo de tomar un té.

Tardó menos de diez minutos en llegar a pie a Multrees Walk; era un edificio nuevo junto a los grandes almacenes Harvey Nichols, donde quedaban locales comerciales por alquilar. Pero el Vin Caffe estaba abierto y servían tentempiés y café italiano. Rebus pidió un expreso doble.

– Y paga ella -dijo al ver entrar a Mairie Henderson.

– ¿A que no sabes quién cubre esta tarde las comparecencias ante el juez? -dijo ella sentándose.

– ¿Y ésa es tu excusa para no hacer nada de lo de Richard Pennen?

Ella le miró furibunda.

– John, ¿qué más da que Richard Pennen pagara la habitación del hotel a un diputado? No hay modo de probar que fuera soborno a cambio de contratos. Si las competencias de Webster hubieran sido la compra de armas, al menos habría una base de partida -dijo ella con un tono de exasperación y encogiéndose exageradamente de hombros-. De todos modos, no he abandonado el asunto. Espera a que averigüe alguna cosa más sobre Richard Pennen con otras personas.

Rebus se pasó la mano por la cara.

– Es que me intriga que todos traten de protegerle de esa manera. No sólo a Pennen, sino a todos los que estaban aquella noche en el castillo, en realidad. No hay forma de averiguar nada de ellos.

– ¿Crees de verdad que a Webster le dieron un empujón?

– Cabe la posibilidad. A uno de los soldados de guardia le pareció ver a un intruso.

– Bien, si hubo un intruso, por lógica no debió de ser nadie de los que estaban en el banquete -replicó ella ladeando la cabeza en espera de su asentimiento. Como Rebus permaneció impasible volvió a erguirla-. ¿Sabes lo que creo? Que lo que sucede es que tienes algo de anarquista. Estás de su parte, pero en cierto modo te fastidia haber acabado trabajando para el que manda.

Rebus lanzó un resoplido y se echó a reír.

– ¿De dónde sacas eso?

Ella se echó a reír con él.

– Tengo razón, ¿verdad? Tú siempre te consideras al margen… -Interrumpió la frase al llegar el café, hundió la cucharilla en el capuchino y se llevó la espuma a la boca.

– Yo trabajo mucho mejor al margen -añadió Rebus pensativo.

Ella asintió con la cabeza.

– Por eso solíamos llevarnos tan bien.

– Hasta que cambiaste por Cafferty.

Ella alzó los hombros.

– Es más parecido a ti de lo que admites.

– Y yo que iba a hacerte un gran favor…

– De acuerdo -dijo ella entrecerrando los ojos-. Sois como el día y la noche.

– Eso está mejor -añadió él tendiéndole un sobre-. Está escrito por mis propias y honestas manos, por lo que la ortografía tal vez no se ajuste a los exigentes parámetros de tu profesión.

– ¿De qué se trata? -preguntó ella sacando la hoja de papel.

– De algo que mantenemos oculto: otras dos víctimas del mismo asesino de Cyril Colliar. No puedo ofrecerte todo cuanto hemos averiguado, pero eso te servirá de punto de partida.

– Dios, John… -exclamó ella mirándole.

– ¿Qué sucede?

– ¿Por qué me lo das?

– Será debido a mi latente espíritu anarquista -dijo él en broma.

– No creo que llegue a salir en primera página. Al menos, esta semana.

– ¿Por qué?

– Cualquier otra semana menos ésta.

– ¿Le pones peros a caballo regalado?

– Ese asunto del sitio de Internet… -añadió ella leyendo otra vez la hoja.

– Es una primicia, Mairie. Si no te sirve para nada… -replicó tendiendo la mano para coger la hoja-. Trae.

– A ti hay algo que te ha cabreado -dijo ella sonriente-. Porque, si no, no harías esto.

– Dámelo y no se hable más.

Pero Henderson metió la hoja en el sobre y se la guardó en el bolsillo.

– Si en lo que queda del día no hay disturbios, tal vez pueda convencer al jefe de redacción.

– Haz hincapié en la relación con el sitio de Internet -dijo Rebus-. Eso tal vez contribuya a que el resto de los que hay en la lista vaya con más cuidado.

– ¿No se les ha avisado?

– No se ha previsto. Y si el jefe de la policía se sale con la suya, ni se enterarán hasta la semana que viene.

– Y el asesino tendrá tiempo de sobra para volver a actuar.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿De verdad lo haces para salvarles la vida a esos repugnantes tipos?

– Soy protector de la ley y cumplo con mi deber -contestó Rebus esbozando de nuevo una actitud militar.

– ¿No será que te has ganado una reprimenda del jefe de la policía?

Rebus negó pausadamente con la cabeza, como expresando su disgusto por el comentario.

– Y yo que pensé que era el único con tendencia al cinismo… ¿De verdad que vas a seguir investigando sobre Richard Pennen?

– Sí, algo más. Esto tendré que volver a escribirlo a máquina -añadió ella esgrimiendo el sobre-. No me acordaba de que el inglés no es tu lengua materna.


* * *

Siobhan fue a casa y se dio un baño con los ojos cerrados y se despertó de un respingo al tocar con la barbilla la superficie del agua tibia. Salió de la bañera, se cambió de ropa, pidió un taxi y, tras recoger el coche en el taller, fue a Niddrie con la esperanza de que el rayo no cayera dos veces; tres, en realidad, porque había logrado dejar en el aparcamiento de St. Leonard el que le habían prestado sin que nadie la viera, de modo que, si alguien preguntaba, podría decir que la rozadura era de allí.

En la calzada había un autobús al ralentí con el conductor leyendo el periódico, hacia donde se dirigía un grupo de campistas con mochilas atiborradas que pasaron a su lado; iban sonrientes y con cara de sueño, y Bobby Greig les miraba marchar. Siobhan dirigió la vista al recinto donde otros desmontaban las tiendas.

– El sábado fue la noche que más gente hubo -dijo Greig-, pero a partir de entonces cada día han sido menos.

– Así no han tenido que rechazar a nadie -comentó Siobhan.

Él torció el gesto.

– Habían dispuesto servicios para quince mil y sólo ingresaron dos mil. -Hizo una pausa-. Anoche no volvieron sus amigos.

Siobhan advirtió por el modo de decírselo que se había enterado de algo.

– Eran mis padres -confesó.

– ¿Por qué no quiso decírmelo?

– Pues no lo sé, Bobby. Quizá pensé que los padres de una agente de policía no fueran a estar seguros.

– ¿Y se han quedado en su casa?

Siobhan negó con la cabeza.

– Un antidisturbios le partió la cabeza a mi madre y ha pasado la noche hospitalizada.

– Cuánto lo siento. ¿Puedo ayudarla en algo?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Ha habido algún incidente más con los jóvenes de aquí?

– Anoche volvieron a presentarse.

– Son tozudos esos cabroncetes, ¿verdad?

– Pero apareció de nuevo el concejal y no ocurrió nada.

– ¿Tench?

Greig asintió con la cabeza.

– Venía con un pez gordo, a cuento de no sé qué plan de regeneración urbana.

– No le vendría mal al barrio. ¿Qué pez gordo?

Greig se encogió de hombros.

– Alguien del gobierno -contestó él pasándose la mano por la cabeza rapada-. Esto pronto quedará vacío. Que se pudra.

Siobhan no sabía si se refería al campamento o a Niddrie. Dio media vuelta y fue hacia la tienda de sus padres; descorrió la cremallera de la puerta y miró en el interior. Estaba todo tal cual pero con más cosas.

Por lo visto los que se marchaban habían ido dejando en obsequio la comida que les sobraba, velas y agua.

– ¿Dónde están?

Siobhan reconoció la voz de Santal. Salió de la tienda y se irguió. Santal llevaba su mochila y una botella de agua en la mano.

– ¿Se marcha? -preguntó Siobhan.

– En el autobús de Stirling. Venía a despedirme.

– ¿Se va al Campamento por la Paz? -añadió Siobhan. Santal asintió con un balanceo de trenzas. ¿Estuvo ayer en Princes Street?

– Allí vi a sus padres por última vez. ¿Qué ha sido de ellos?

– Mi madre recibió un golpe y está en el hospital.

– Dios, qué horror. ¿Fue uno… de los suyos?

– Uno de los míos -repitió Siobhan-. Y voy a denunciarle. Suerte que la he encontrado.

– ¿Por qué lo dice?

– ¿No hizo fotos? Pensé que a lo mejor viéndolas…

Pero Santal negaba con la cabeza.

– No se preocupe -añadió Siobhan-. No voy a mirar… Sólo me interesan los agentes de uniforme, no los manifestantes.

Pero Santal continuaba negando con la cabeza.

– No llevé la cámara -mintió descaradamente.

– Vamos, Santal. No se negará a ayudarme.

– Hay otros muchos que hicieron fotos -replicó ella señalando el campamento con un gesto del brazo-. Pídaselas.

– Se las pido a usted.

– El autobús está a punto de salir -dijo ella alejándose.

– ¿Quiere que le diga algo a mi madre? -gritó Siobhan-. ¿Los llevo a verla al Campamento por la Paz?

Pero Santal continuaba alejándose.

Siobhan se maldijo para sus adentros. Tenía que habérselo imaginado: para Santal ella era la «bofia», la «pasma», una «poli». El enemigo. Se encontró al lado de Bobby Greig, que miraba como se llenaba el autobús, hasta que las puertas se cerraron con un soplido neumático. De dentro llegaron las notas de una canción a coro. Algunos pasajeros dijeron adiós con la mano al vigilante y él les devolvió el saludo.

– No son mala gente -comentó a Siobhan, ofreciéndole un chicle-, para ser hippies, me refiero -añadió metiendo las manos en los bolsillos-. ¿Tiene entrada para el concierto de mañana por la noche? -preguntó.

– No pude conseguirla -respondió ella.

– Mi empresa se encarga de la seguridad…

– ¿Le sobra una? -inquirió ella mirándole.

– No exactamente, pero como estaré allí, la puedo incluir en mi pase.

– ¿Habla en serio?

– No es por ligar ni nada de eso, sino un simple ofrecimiento.

– Es muy amable, Bobby.

– Bueno, ya sabe… -añadió mirando a todas partes menos a ella.

– Si me da su número de teléfono mañana le digo algo.

– ¿Por si se presenta algo mejor?

Siobhan negó con la cabeza.

– Por si se presenta trabajo -replicó.

– Sargento Clarke, todo el mundo tiene derecho a una noche libre.

– Llámeme Siobhan -dijo ella.


* * *

– ¿Dónde estás? -preguntó Rebus por el móvil.

– Camino del Scotsman.

– ¿Qué hay en el Scotsman?

– Más fotos.

– Tenías el teléfono desconectado.

– Estaba recargándolo.

– Bueno, acabo de tomar declaración a «Corazón Roto».

– ¿A quién?

– Te lo dije ayer.

Pero en ese momento recordó que ella tenía otras cosas en qué pensar, y volvió a explicarle lo de la página de Internet, el mensaje que había enviado y que había contestado Ellen Wylie.

– Guau, frena -exclamó Siobhan-. ¿Nuestra Ellen Wylie?

– Que escribió una carta indignada a Vigilancia de la Bestia.

– ¿Y por qué?

– Porque el sistema ha dejado tirada a su hermana -dijo Rebus.

– ¿Fueron ésas sus palabras?

– Lo tengo grabado. Naturalmente, lo que no tengo es una corroboración porque no había nadie conmigo en el interrogatorio.

– Lo siento. ¿Ellen es sospechosa?

– Tú escucha la grabación y ya me dirás -dijo Rebus mirando a su alrededor en la sala del DIC.

Las ventanas necesitaban una limpieza, pero ¿qué más daba si la vista era al aparcamiento?, y una mano de pintura no le iría mal a las paredes, pero tampoco tardarían en llenarse de fotos del escenario del crimen y datos sobre las víctimas.

– Será tal vez por lo de su hermana -añadió Siobhan.

– ¿El qué?

– Denise; la hermana de Ellen.

– ¿Qué pasa?

– Se fue a vivir con Ellen hará cosa de un año… tal vez menos. Dejó a su compañero.

– ¿Y?

– Él la maltrataba, según me contaron. Vivían en Glasgow. Llamaron a la policía un par de veces, pero no pudieron imputarle nada. Creo que se tenía que tramitar una orden de alejamiento.

«Se vino a vivir conmigo después de… después del divorcio.» Ahora comprendía el «bicho» que se había tragado Ellen.

– No lo sabía -comentó Rebus despacio.

– No, claro…

– ¿Claro, qué?

– Es uno de esos asuntos que las mujeres hablan sólo entre ellas.

– Y no con los hombres, ¿es eso lo que quieres decir? ¿Y es a nosotros a quienes se acusa de sexistas? -Rebus se frotó la nuca con la mano libre. Notaba la piel tensa-. Así que Denise se va a vivir con Ellen y acto seguido se dedica a buscar en Internet portales como el de Vigilancia de la Bestia.

Y se acuesta tan tarde como su hermana, se atiborra de comida y se pasa con la bebida.

– Yo podría hablar con ellas -dijo Siobhan.

– ¿No tienes suficiente con lo tuyo? Por cierto, ¿cómo se encuentra tu madre?

– Van a hacerle una ecografía. Ahora iba a verla.

– Pues hazlo. Supongo que no sacaste nada en limpio de Glenrothes.

– Dolor de espalda.

– Tengo otra llamada. Ya hablaremos. ¿Nos vemos más tarde?

– Claro.

– Que sepas que el jefe supremo ha pasado por aquí.

– Eso pinta mal.

– Pero ya lo hablaremos -añadió él, pulsando el botón para responder a otra llamada-. Inspector Rebus -dijo.

– Estoy ante los juzgados -dijo Mairie Henderson-. Ven y verás lo que tengo para ti. -Se oían gritos y vítores como ruido de fondo-. Ahora tengo que dejarte -añadió.

Rebus fue al aparcamiento y subió a un coche patrulla. Ningún agente de uniforme había intervenido en las escaramuzas de la víspera.

– Estuvimos de reserva sentados en un autobús cuatro horas oyendo la radio -le dijeron-. ¿Va a testificar, inspector?

Rebus no abrió la boca hasta que el coche giró en Chambers Street, con un chirrido de neumáticos que llamó la atención de los periodistas que esperaban ante los juzgados.

– Déjeme aquí -ordenó.

– De nada -dijo el chófer con un gruñido una vez que Rebus pisó la calzada.

Rebus se quedó en la acera opuesta y encendió un cigarrillo junto a la escalinata del Museo de Escocia. Un manifestante más salía en aquel momento de los juzgados entre gritos y vítores de sus compañeros. Alzó el puño y ellos le dieron palmadas en la espalda mientras los fotógrafos de prensa disparaban sus cámaras.

– ¿Cuántos han salido? -preguntó Rebus consciente de que Mairie Henderson estaba a su lado, bloc de notas y grabadora en mano.

– Unos veinte por ahora. A otros los han repartido por diversos juzgados.

– ¿Hay alguna declaración que deba leer mañana?

– ¿Qué te parece «Haz pedazos el sistema»? -respondió ella mirando sus notas-¿O «Mira a un capitalista y sabrás lo que es una sanguijuela»?

– Es un buen parangón.

– Palabras textuales, por lo visto, de Malcolm X -añadió ella cerrando el bloc de notas-. Les conceden a todos la libertad con exhorto de restricción de desplazamiento. Pueden ir a donde quieran menos a Gleneagles, Auchterarder, Stirling y el centro de Edimburgo. -Hizo una pausa-. Detalle conmovedor: uno dijo que tenía una entrada para el concierto de T in the Park este fin de semana y el juez le autorizó a ir a Kinross.

– Siobhan también va -dijo Rebus-. No estaría mal tener bien adelantando el caso Colliar.

– Entonces, no te va a gustar la noticia.

– ¿Cuál, Mairie?

– Algo sobre la Fuente Clootie. Tengo un colega del periódico que ha hecho averiguaciones.

– ¿Y?

– Hay más fuentes.

– ¿Cuántas?

– Al menos una en Escocia. En la Black Isle.

– ¿Al norte de Inverness?

Henderson asintió con la cabeza.

– Ven conmigo -dijo ella dando media vuelta y dirigiéndose al edificio del museo. En el vestíbulo, dobló a la derecha y entró en el Museo de Escocia. Había familias con niños de vacaciones que iban de un lado para otro, los más pequeños chillando y saltando.

– ¿A qué me traes aquí? -preguntó Rebus.

Pero Mairie estaba ya junto al ascensor. Salieron de él y subieron unos escalones. Por la ventana Rebus contempló la espléndida vista de los juzgados a sus pies. Mairie le llevaba hacia el extremo del edificio.

– Yo ya he estado ahí -comentó él.

– Es la sección de muerte y creencias -dijo ella.

– Donde hay unos ataúdes diminutos con muñecos.

Ante esa vitrina se detuvo ella precisamente y Rebus advirtió que tras el cristal había una antigua fotografía en blanco y negro de la Fuente Clootie de Black Isle.

– Hace siglos que los lugareños cuelgan ahí trozos de tela. Le he pedido a mi colega que amplíe la investigación a Inglaterra y Gales, por si acaso. ¿Crees que merece la pena echar un vistazo?

– A Black Isle habrá dos horas en coche -comentó Rebus pensativo sin apartar la vista de la foto.

Los pingajos parecían murciélagos aferrados a las ramas desnudas. Junto a la foto había varillas y trozos de huesos clavados en los guijarros. Muerte y creencias.

– Más bien tres en esta época del año -dijo Mairie-. Nunca acabas de adelantar coches con caravana.

Rebus asintió con la cabeza. Sabía de sobra que la A9 hacia Perth era muy lenta.

– Pediré a la policía de allí que eche un vistazo. Gracias, Mairie.

– Esto lo he bajado de Internet -añadió ella tendiéndole unas hojas.

Era la historia de la Fuente Clootie cercana a Fortrose. Eran fotos muy granuladas -entre ellas una copia de la de la vitrina- casi idénticas a las de su homóloga de Auchterarder.

– Gracias de nuevo -dijo él haciendo un rollo con las hojas y guardándoselas en el bolsillo de la chaqueta-. ¿Mordió el anzuelo tu redactor jefe? -añadió camino del ascensor.

– Depende. Si hay disturbios esta noche nos relegarán a la página cinco.

– Bueno, se trata de probar.

– ¿Hay algo más que puedas decirme, John?

– Te he dado una primicia, ¿qué más quieres?

– Saber si no me estás utilizando descaradamente -contestó ella pulsando el botón del ascensor.

– ¿Me crees capaz?

– Y tan capaz.

Permanecieron en silencio hasta salir a la escalinata. Mairie miró lo que sucedía al otro lado de la calle. Otro manifestante saludaba puño en alto.

– Si lo mantenéis en secreto hasta el viernes, ¿no teméis que el asesino tome más precauciones al leer la noticia en el periódico?

– Más precauciones no puede tomar -replicó él mirándola-. Además, lo único que teníamos era el caso de Cyril Colliar y fue Cafferty quien nos dio los otros nombres.

– ¿Cafferty? -dijo ella con gesto de enfado.

– Tú le contaste que había aparecido un trozo de la cazadora de Colliar y él me hizo una visita. Se fue con los otros dos nombres que le di y volvió con la noticia de que habían muerto.

– ¿Has utilizado a Cafferty? -preguntó ella sorprendida.

– Y él no te lo ha dicho, Mairie. Eso es lo que trato de hacerte entender. Si haces tratos con él comprobarás que no es cuestión de toma y daca. Todo lo que te he contado de los asesinatos, ya lo sabía él; pero no te lo ha dicho.

– Parece como si tuvieras la falsa impresión de que somos muy amigos los dos.

– Lo bastante amigos para ir a contarle datos sobre Colliar.

– Era una promesa que le hice hace tiempo, porque él quería saber cualquier nuevo dato, y no pienses que voy a pedirte perdón -añadió ella entrecerrando los ojos y señalando a la acera de enfrente-. ¿Qué hará Gareth Tench ahí?

– ¿El concejal? -preguntó Rebus mirando hacia donde señalaba-. Predicando a los paganos, tal vez -aventuró, observando que Tench caminaba como un cangrejo por detrás de la fila de fotógrafos-. Tal vez quiera que le hagas otra entrevista.

– ¿Cómo sabes que…? Ah, te lo diría Siobhan.

– Entre ella y yo no hay secretos -replicó él con un guiño.

– ¿Dónde está en este momento?

– Ha ido al Scotsman.

– Entonces, es que veo visiones -dijo Mairie, señalando otra vez.

Efectivamente, era Siobhan, y Tench se detuvo frente a ella y le dio la mano.

– Así que no hay secretos entre vosotros dos, ¿eh?

Pero Rebus había echado a andar hacia Siobhan cruzando aquel tramo de la calle cortado al tráfico.

– Hola -dijo-. ¿Cambiaste de idea?

Siobhan contestó con una leve sonrisa y le presentó a Tench.

– Inspector -saludó el concejal con una inclinación de cabeza.

– ¿Le gusta el teatro callejero, concejal Tench?

– No me molesta en la temporada del Festival -contestó Tench conteniendo la risa.

– A usted, precisamente, no le faltan tablas, ¿no es cierto?

Tench se volvió hacia Siobhan.

– El inspector se refiere a mis sermones del domingo por la mañana al pie de The Mound. Seguramente se detendría alguna vez a escuchar camino de misa.

– Ya no se le ve por allí -añadió Rebus-. ¿Ha perdido la fe?

– Ni mucho menos, inspector. Hay otros modos de convencer aparte de predicar -replicó Tench, adoptando una actitud seria de profesional-. Estoy aquí porque un par de mis electores fueron detenidos en los disturbios de ayer.

– Inocentes peatones, sin duda -comentó Rebus.

Tench le miró y a continuación miró a Siobhan.

– Debe de ser una delicia trabajar con el inspector -comentó.

– De carcajada continua -replicó Siobhan.

– ¡Vaya! ¡Y el cuarto poder también! -exclamó Tench tendiendo la mano a Mairie, quien finalmente había optado por acercarse-. ¿Cuándo se publica la entrevista? Supongo que conocerá a estos dos guardianes de la ley -añadió con un gesto hacia Rebus y Siobhan-. Me prometió dejarme echar una ojeada antes de publicarlo -dijo a Mairie.

– ¿Ah, sí? -replicó ella fingiendo sorpresa.

Pero no convenció a Tench, quien se volvió hacia los dos policías.

– Permítanme un aparte con ella -dijo.

– No se preocupe -replicó Rebus-. Siobhan y yo también tenemos que decirnos algo.

– ¿Ah, sí? -dijo ella.

Pero Rebus ya se había apartado y no le quedó otra opción que seguirle.

– El Sandy Bell's estará abierto -dijo Rebus una vez se hubieron alejado.

Pero Siobhan miró hacia los grupos de gente.

– Tengo que hablar con alguien -dijo-. Es un fotógrafo que conozco y creo que debe de andar por aquí -añadió poniéndose de puntillas-. Ahí lo veo.

Se abrió paso entre la melé de periodistas. Los fotógrafos se enseñaban unos a otros la pantalla de las cámaras y examinaban sus respectivas tomas digitales. Rebus aguardó impaciente y la vio hablar con un hombre enjuto y fuerte de pelo entrecano. Ahora ya lo entendía: en el Scotsman le habían dicho que aquel a quien buscaba estaría allí. A Siobhan le costó un poco convencer al fotógrafo, pero éste finalmente la acompañó hasta donde esperaba Rebus con los brazos cruzados.

– Te presento a Mungo -dijo Siobhan.

– ¿Le apetece una copa, Mungo? -preguntó Rebus.

– Ah, estupendo -contestó el fotógrafo, enjugándose el sudor de la frente.

Sus canas eran prematuras, porque probablemente tendría la misma edad que Siobhan, y su rostro anguloso y curtido, igual que su acento al hablar.

– ¿Es de las Hébridas Exteriores? -aventuró Rebus.

– De Lewis -contestó Mungo.

Rebus tomaba la delantera hacia el Sandy Bell’s. Oyeron vítores a sus espaldas y al volverse vieron a un joven que salía de los juzgados.

– Creo que le conozco -comentó Siobhan en voz baja-. Es el que ha estado fastidiando a los vigilantes del campamento.

– Bueno, como ha pasado la noche en el calabozo, habrán tenido un respiro -dijo Rebus. Se percató de que estaba frotándose la mano izquierda.

El joven saludó a la multitud y varios de los congregados le saludaron a su vez.

Entre ellos -observó Mairie Henderson, pensativa- el concejal Gareth Tench.

Capítulo 12

El Sandy Bell's llevaba abierto sólo diez minutos, pero en la barra ya había un par de clientes habituales,

– Media de la mejor -dijo Mungo al preguntarle qué tomaba. Siobhan quería zumo de naranja. Rebus, por su parte, optó por una pinta de cerveza.

Se acomodaron a una mesa. El interior estrecho y oscuro olía a abrillantador de metales y a lejía. Siobhan explicó a Mungo lo que quería y él abrió el estuche de la cámara y sacó una cajita blanca.

– ¿Es un iPod? -preguntó Siobhan.

– Es muy útil para almacenar fotos -dijo Mungo, mostrándole cómo funcionaba y disculpándose por no haber cubierto toda la jornada.

– ¿Cuántas fotos guarda aquí? -preguntó Rebus, mientras Siobhan le mostraba la pequeña pantalla dándole a la ruedecilla para pasar hacia delante y hacia atrás las imágenes.

– Unas doscientas -contestó Mungo-. He eliminado las que no valen.

– ¿Puedo mirarlas ahora? -preguntó Siobhan.

Mungo se encogió de hombros, y Rebus le ofreció el paquete de cigarrillos.

– En realidad, soy alérgico -comentó el fotógrafo a guisa de advertencia.

Rebus fue a ceder a su adicción al otro extremo del bar junto al cristal. Mientras miraba a Forrest Road vio al concejal Tench camino de los Meadows hablando animadamente con el joven que acababa de salir de los juzgados; dio a su seguidor una palmadita en la espalda. A Mairie no se la veía por ninguna parte. Terminó el pitillo y volvió a la mesa. Siobhan dio vuelta al iPod y le enseñó la pantalla.

– Ésa es mi madre -dijo.

Rebus cogió el aparato y miró de cerca.

– ¿La de la segunda fila?

Siobhan asintió nerviosamente con la cabeza.

– Da la impresión de que intenta alejarse.

– Exacto.

– ¿Sería antes de que la golpearan? -añadió Rebus escrutando las caras de detrás de los escudos; policías con la visera calada y dientes apretados.

– Creo que ese momento no lo capté -comentó Mungo.

– Desde luego, se ve que intenta retroceder y salir de la multitud -insistió Siobhan-. Quería apartarse.

– ¿Y por qué le dieron un golpe en la cabeza? -inquirió Rebus.

– Lo que suele suceder -terció Mungo vocalizando despacio- es que los provocadores se lanzan contra la policía, luego retroceden, y lo más probable es que quienes quedan en primera fila sufran las consecuencias. Luego, en la redacción del periódico, eligen esas fotos.

Rebus apartó un poco la pantalla.

– La verdad, no reconozco a ningún agente -dijo.

– No se les ven la cara ni las insignias -puntualizó Siobhan-. Son todos perfectamente anónimos. Ni siquiera se sabe de dónde son. Algunos llevan la marca XS en la visera. ¿Será un código?

Rebus se encogió de hombros. Recordó que Jacko y sus compañeros tampoco llevaban insignias.

Siobhan recordó algo de pronto y miró de reojo su reloj.

– Tengo que llamar al hospital -dijo, al tiempo que se levantaba.

– ¿Toma otra? -preguntó Rebus señalando el vaso de Mungo. El fotógrafo negó con la cabeza-. ¿Qué más eventos ha cubierto esta semana? -añadió.

– Un poco de todo -respondió Mungo con un resoplido.

– ¿Y ha hecho fotos a los capitostes?

– Cuando he podido.

– ¿Estuvo trabajando el viernes por la noche?

– Pues, sí.

– ¿En el banquete del castillo?

Mungo asintió con la cabeza.

– El jefe de redacción quería una foto del secretario de Asuntos Exteriores. Las que yo tomé tenían poca luz. Lógico, cuando trabajas con flash y tienes un cristal de por medio.

– ¿Y Ben Webster?

Mungo negó con la cabeza.

– Ni siquiera sé quién era. Es una lástima, habría captado su última imagen.

– Nosotros le hicimos unas cuantas en el depósito, por si le sirve de consuelo -dijo Rebus. Al ver que Mungo le miraba con una sonrisa de desgana, añadió-: Me gustaría ver las que hizo.

– Veré lo que puedo hacer.

– ¿Las lleva en el aparatito?

El fotógrafo negó con la cabeza.

– Las tengo en el portátil. Son casi todas de coches subiendo por la rampa del castillo. A los fotógrafos no nos dejaban pasar de la Esplanade. -Hizo una pausa pensativo-. Oiga, hay una foto oficial del banquete. Puede pedirla si tanto le interesa.

– Dudo mucho que me dejen verla.

– Déjelo en mi mano -dijo Mungo con un guiño, y al ver que Rebus apuraba su vaso, añadió-: Mire por dónde la semana que viene volveré a ponerme la ropa de diario.

Rebus sonrió y se pasó el pulgar por los labios.

– Eso decía mi padre cuando volvíamos de las vacaciones.

– No creo que vuelva a darse un acontecimiento como éste en Edimburgo.

– Yo no lo veré -apostilló Rebus.

– ¿Cree que todo esto servirá para algo? Mi novia me regaló el libro sobre 1968, de la primavera de Praga y el mayo parisiense.

«Cree que no pasamos el testigo», pensó Rebus.

– Yo viví el sesenta y ocho, hijo, y no sirvió para nada. -Hizo una pausa-. Ni entonces ni ahora, si te digo la verdad.

– ¿Usted no se enrolló ni fue pasota?

– Yo estaba en el ejército: corte a cepillo y firme.

Siobhan volvió a la mesa.

– No han detectado nada. Van a llevarla a Oftalmología para una revisión y ya está.

– ¿Le dan el alta?

Siobhan asintió con la cabeza y cogió el iPod.

– Hay algo que quería enseñarte. -Se oyó el clic y volvió la pantalla hacia él-. ¿Ves esa mujer del extremo derecho? ¿La de las trenzas?

Rebus la vio. Mungo había enfocado la cámara hacia la fila de escudos, pero en la parte superior del fotograma aparecían algunos mirones, casi todos con móvil de cámara pegado al rostro. Pero en el caso de la mujer de las trenzas era más bien una videocámara.

– Ésa es Santal -añadió Siobhan.

– Muy conocida en su casa a las horas de comer.

– ¿No te hablé de ella? Es quien acampaba al lado de la tienda de mis padres.

– Qué nombre más raro. ¿Es el que le pusieron?

– Significa sándalo -dijo Siobhan.

– El jabón ese huele muy bien -comentó Mungo, pero Siobhan hizo caso omiso.

– ¿Ves lo que hace? -preguntó a Rebus acercándole el iPod.

– Lo mismo que todos.

– No exactamente -replicó Siobhan volviendo el aparato hacia Mungo.

– Todos enfocan a la policía con los móviles -comentó el fotógrafo.

– Todos menos Santal -replicó Siobhan volviendo otra vez la pantalla hacia Rebus y girando la ruedecilla con el pulgar para pasar a la siguiente imagen-. ¿No ves?

Rebus lo vio pero no sabía qué pensar.

– En general, casi todos toman fotos de la policía para utilizarlo como propaganda -terció Mungo.

– Pero Santal está fotografiando a los manifestantes.

– Lo que quiere decir que posiblemente captaría a tu madre -añadió Rebus.

– Ya le pregunté en el campamento, pero se negó a enseñarme las fotos. Además, la vi en la manifestación del sábado y allí hacía también fotos.

– No acabo de entenderlo -comentó Rebus.

– Yo tampoco, pero se podría aclarar con un viaje a Stirling -dijo ella mirándole.

– ¿Por qué a Stirling? -preguntó Rebus.

– Porque es allí adonde se dirigía esta mañana. -Hizo una pausa-. ¿Se notará mi ausencia?

– De todos modos, el jefe supremo quiere que aparquemos el caso de la Fuente Clootie -contestó él metiendo la mano en el bolsillo-. Quería darte esto -añadió tendiéndole el rollo de hojas-. En Black Isle hay otra Fuente Clootie.

– No es realmente una isla, ¿saben? -terció Mungo.

– No irá a decirnos que tampoco es negra -le reconvino Rebus.

– Se supone que el suelo es negro -dijo Mungo-, pero no se nota. Yo conozco el lugar; estuvimos allí unos días el verano pasado. Hay unos árboles llenos de jirones colgando -añadió torciendo el gesto.

Siobhan acabó la lectura.

– ¿Quieres ir a echar un vistazo? -preguntó ella, pero él negó con la cabeza.

– Sin embargo, alguien tendría que hacerlo -dijo Rebus.

– ¿Aunque el caso esté congelado?

– Hasta mañana, no -dijo él-. Según el jefe supremo. Pero eres tú quien lleva el caso, y tú sabrás qué hacer -añadió recostándose en la silla y haciéndola crujir.

– El pabellón de Oftalmología está a cinco minutos de aquí -dijo Siobhan-. Creo que voy a acercarme.

– ¿Y luego un viajecito a Stirling?

– ¿Crees que pasaré por hippy?

– Lo veo problemático -comentó Mungo.

– Tengo unos pantalones de combate -replicó Siobhan mirando a Rebus-. Te lo aviso, John. Cualquier jaleo que organices lo pagaré yo.

– Entendido, jefa -dijo Rebus-. Bueno, ¿quién paga una ronda?

Pero Mungo tenía que ir a hacer otro trabajo, Siobhan se marchaba al hospital y le dejaron solo en el pub.

– Una para el camino -musitó para sí.

En la barra, esperando a que le sirvieran, miró el botellero y las medidas, y volvió a pensar en la foto de la mujer de las trenzas. Se llamaba Santal, y el caso es que a él le recordaba a alguien. Pero era una pantalla muy pequeña para verla bien. Habría debido pedirle a Mungo una ampliación.

– ¿Tiene el día libre? -preguntó el camarero poniéndole delante la cerveza.

– Soy partidario del ocio -dijo Rebus llevándose el vaso a los labios.


* * *

– Gracias por volver -dijo Rebus-. ¿Qué tal en los juzgados?

– No me hicieron comparecer -contestó Ellen Wylie, dejando en el suelo del DIC su bolso en bandolera y el maletín de ejecutivo.

– ¿Te hago un café?

– ¿Hay máquina de expreso?

– Aquí la llamamos por su auténtico nombre italiano.

– ¿Cuál?

– Hervidor.

– Es un chiste tan flojo como sospecho que será el café. ¿En qué quiere que le ayude, John? -preguntó quitándose la chaqueta.

Rebus ya estaba en mangas de camisa. Era verano y la calefacción de la comisaría funcionaba sin que hubiera manera de bajar los radiadores. Cuando llegase octubre estarían tibios. Wylie miró las notas del caso esparcidas sobre tres mesas.

– ¿Estoy incluida en esto? -preguntó.

– Aún no.

– Pero lo estaré -añadió cogiendo por una esquina una foto de Colliar como si temiera el contagio.

– No me dijiste lo de Denise -comentó Rebus.

– No recuerdo que me preguntase.

– ¿Vivía con un maltratador?

– Era una buena pieza -respondió Ellen con una mueca.

– ¿Era?

– Tan sólo significa que está fuera de nuestras vidas -replicó ella mirándole-. No lo va a encontrar hecho picadillo en la Fuente Clootie. -Había una foto del lugar pinchada en la pared, y la miró ladeando la cabeza. Después se volvió y echó un vistazo a la sala-. Buen trabajo tiene por delante, John -añadió.

– No me vendría mal una ayuda.

– ¿Dónde está Siobhan?

– Está ocupada en otra cosa -dijo él mirándola fijamente.

– ¿Por qué demonios tengo que ayudarle yo?

Rebus se encogió de hombros.

– Lo único que se me ocurre decir es por curiosidad.

– ¿Igual que usted?

Él asintió con la cabeza.

– Dos asesinatos en Inglaterra y uno en Escocia… No acabo de ver claro cómo elige a las víctimas. No estaban juntas en la lista de Internet, no se conocían entre sí y los delitos cometidos eran parecidos pero no idénticos. Se trata de víctimas distintas.

– Los tres estuvieron en la cárcel, ¿no es cierto?

– Pero en cárceles distintas.

– Es igual, las noticias corren. Los que han pasado por la cárcel hablan con otros que también han estado y mencionan a esos asquerosos tipos. Los delincuentes sexuales no son como los otros presos.

– Tienes razón -le comentó Rebus, fingiendo que reflexionaba al respecto. En realidad no le parecía importante, pero quería que pensase.

– ¿Ha preguntado en otras comisarías? -inquirió Ellen.

– Todavía no. Creo que Siobhan pidió informes por escrito.

– ¿No es mejor un toque personal, a ver qué le dicen sobre Isley y Guest?

– Estoy demasiado agobiado.

Sus miradas se cruzaron y Rebus comprendió que ella empezaba a tomarse interés. De momento.

– ¿De verdad quiere que le ayude? -preguntó Ellen.

– No eres sospechosa, Ellen -replicó él, tratando de resultar sincero-. Y tú sabes de todo esto más que Siobhan y yo.

– ¿Cómo le sentará a ella que intervenga yo?

– No le importará.

– No estoy tan segura. -Reflexionó un instante y lanzó un suspiro-. Yo sólo envié un mensaje a la página, John. No conozco a los Jensen.

Rebus se limitó a alzar los hombros y ella tardó un minuto en adoptar una decisión.

– Le arrestaron, ¿sabe? Al… -tragó saliva, incapaz de pronunciar la palabra «compañero» o «novio»- de mi hermana. Pero nada más.

– ¿Quieres decir que no fue a la cárcel?

– Ella sigue teniéndole pánico -añadió despacio-. Y está en libertad -espetó desabrochándose los puños de la blusa y remangándose las mangas-. De acuerdo; dígame a quién llamo.

Rebus le dio los números de Tyneside y Cumbria y él mismo cogió el teléfono. En Inverness no acababan de creérselo.

– Que quieren que nosotros…

Rebus advirtió que al otro extremo de la línea trataban de tapar el micrófono con la mano: «Edimburgo quiere que hagamos fotos de la Fuente Clootie. Allí iba yo de niño de excursión…».

El teléfono cambió de manos.

– Aquí el sargento Johnson. ¿Con quién hablo?

– Con el inspector Rebus, de la división B de Edimburgo.

– Creí que estaban ocupados con los troskos y los maoístas.

Se oyó una risa en segundo plano.

– Sí, claro, pero tenemos también tres homicidios. En Auchterarder han aparecido pruebas de los tres en un lugar llamado Fuente Clootie.

– Sólo hay una Fuente Clootie, inspector.

– Parece ser que no. Tal vez en la de ahí encuentren alguna prueba colgada de los árboles.

Era un cebo que el sargento no podía eludir. Pocos momentos de emoción se daban en la demarcación Northern.

– Empiecen por hacer fotos del escenario -prosiguió Rebus-. Tomen muchos primeros planos, y miren si hay algo intacto, vaqueros, cazadoras… Nosotros encontramos una tarjeta bancaria en un bolsillo. Si me pueden enviar las fotos por correo electrónico, mejor. Si no puedo abrirlas yo, ya lo harán aquí -añadió mirando a Ellen Wylie, que estaba sentada en la esquina de una mesa con los muslos marcados por la falda tirante y jugueteando con un bolígrafo mientras hablaba por teléfono.

– ¿Cómo dijo que se llamaba? -preguntó el sargento Johnson.

– Inspector Rebus. De la comisaría de Gayfield Square. Dio un número de contacto y la dirección de correo electrónico y oyó como el sargento Johnson lo anotaba.

– ¿Y si encontramos algo aquí?

– Será señal de que el tipo ha vuelto a actuar.

– ¿No le importa que compruebe su llamada? Es para asegurarme de que no nos tomen el pelo.

– Por supuesto, hágalo. Mi jefe supremo se llama James Corbyn y está al corriente. Pero no pierda más tiempo del necesario.

– El padre de un agente de aquí hace retratos y fotos de fin de carrera.

– Eso no significa que el agente sepa manejar una cámara.

– Yo me refería al padre.

– Lo que crea más conveniente -dijo Rebus colgando al mismo tiempo que Ellen Wylie.

– ¿Ha habido suerte? -preguntó ella.

– Van a enviar a un fotógrafo si no está ocupado con una boda o un cumpleaños. ¿Y tú?

– No he podido hablar con el encargado de la investigación del caso Guest, pero me ha informado un compañero suyo y van a enviar datos complementarios por escrito. Me ha dado la impresión de que no se hicieron las debidas indagaciones.

– Es lo que te enseñan en el adiestramiento: el crimen perfecto es cuando nadie busca a la víctima.

Wylie asintió con la cabeza.

– O, en este caso, cuando nadie llora su muerte. Tal vez pensaran que fue un asunto de drogas que terminó mal.

– Eso sí que es original. ¿Hay pruebas de que el señor Guest fuese adicto?

– Eso parece. Y podría también traficar, deber dinero y no poder… -Calló por la cara que ponía Rebus.

– Ésa es una forma de razonar muy endeble, Ellen. Lo que explicaría por qué nadie pensó en relacionar los tres asesinatos.

– ¿Porque nadie se lo tomó con mucho interés?

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– Bueno, usted mismo se lo puede preguntar -añadió ella.

– Preguntar, ¿a quién?

– No he podido hablar con el jefe porque está aquí.

– ¿En Edimburgo?

– Traslado temporal al D1C de Lothian y Borders -añadió ella mirando sus notas-. Es un sargento llamado Stan Hackman.

– ¿Dónde puedo localizarle?

– Su compañero mencionó las residencias estudiantiles.

– ¿De Pollock Halls?

Ella se encogió de hombros, cogió el bloc de notas y lo volvió hacia él.

– Ahí tiene apuntado el número de su móvil, si lo quiere.

Rebus se acercó de una zancada, ella arrancó la hoja, se la tendió y él se la arrebató de la mano.

– Averigua quién se encargó del caso Isley -dijo-. A ver qué información consigues, y yo voy a hablar con Hackman.

Y se puso la chaqueta.

– Se olvida de dar las gracias. ¿Se acuerda de Brian Holmes? -preguntó Wylie.

– Trabajé con él.

Ella asintió con la cabeza.

– En una ocasión me dijo que usted me apodaba «Suela de Zapato» porque hacía el trabajo de un burro.

– Los burros no llevan zapatos.

– Ya sabe a qué me refiero, John. ¡Usted se escaquea y me deja a mí aquí, que ni siquiera es mi oficina! ¿Qué es lo que soy yo?

Cogió el teléfono que sonaba y gesticuló con él en la mano.

– ¿Es la centralita? -dijo él camino de la puerta.

Capítulo 13

Siobhan no se conformaba con un no.

– Yo creo que tal vez deberíamos hacerle caso esta vez -dijo Teddy Clarke a su esposa.

La madre de Siobhan tenía un ojo tapado con gasa, el otro, hinchado, y en un lado de la nariz se apreciaba un corte. Embotada por los analgésicos, se limitó a asentir con la cabeza a lo que decía su marido.

– ¿Y la ropa? -preguntó el señor Clarke al subir al taxi.

– Podéis ir más tarde al campamento y recoger lo que necesitéis -contestó Siobhan.

– Tenemos el billete de bus para mañana -añadió él pensativo.

Siobhan dio al taxista la dirección de su piso. Su padre se refería a uno de los autobuses de protesta que se dirigirían al G-8. Su esposa dijo algo que él no entendió y se inclinó hacia ella cogiéndole la mano para que se lo repitiera.

– Iremos. El médico ha dicho que no hay problema -añadió la madre para que Siobhan lo oyera.

Él no parecía muy decidido.

– Podéis decidirlo por la mañana -replicó ella-. Pensemos en lo que hay que hacer hoy, ¿de acuerdo?

– Ya te dije que había cambiado -dijo Teddy Clarke sonriendo a su mujer.

Cuando llegaron a casa, Siobhan impidió con un gesto que su padre pagara el taxi; lo hizo ella y subió delante para echar un vistazo al cuarto de estar y al dormitorio. No había bragas por el suelo ni botellas vacías de Smirnoff.

– Pasad -dijo-. Voy a enchufar el hervidor. Poneos cómodos.

– Debe de hacer diez años desde que estuvimos aquí la última vez -comentó su padre dando unos pasos por el cuarto de estar.

– Sin vuestra ayuda no habría podido comprarlo -dijo Siobhan desde la cocina.

Su madre estaría buscando indicios de que viviera allí algún hombre. El propósito de su ayuda había sido contribuir a que se «asentase», ese gran eufemismo. Novio fijo, casarse y tener hijos. Unos planes que ella nunca se había decidido a emprender. Sacó la tetera y las tazas y su padre se levantó a ayudar.

– Sirve tú -dijo ella-. Voy a buscar algo al dormitorio.

Fue al armario, sacó la bolsa de viaje y abrió cajones pensando en lo que iba a llevar. Con un poco de suerte no lo necesitaría, pero era mejor prevenir. Una muda, cepillo de dientes y champú. Rebuscó en el fondo de un par de cajones y cogió las prendas peores, las más arrugadas. Unos pantalones de peto con los que había estado pintando el pasillo, un bolso de bandolera sujeto por un imperdible y una camisa de estopilla que se había dejado un ligue de tres noches.

– No queremos echarte -dijo su padre desde el umbral de la puerta tendiéndole una taza.

– Es un viaje que tengo que hacer y no tiene nada que ver con vosotros. Seguramente no volveré hasta mañana.

– A lo mejor, cuando vuelvas, ya nos hemos ido a Gleneagles.

– Nos veremos allí -dijo ella con un guiño-. Estaréis bien aquí, ¿no? Hay muchas tiendas y restaurantes. Os dejaré una llave.

– Estupendo. -Hizo una pausa-. El viaje, ¿tiene algo que ver con lo que le ocurrió a tu madre?

– Tal vez.

– Es que he estado pensando…

– ¿Qué? -le interrumpió ella alzando la vista de la bolsa.

– Siobhan, tú eres policía, y si sigues adelante con esto es posible que te busques enemistades.

– No se trata de un concurso de simpatía, papá.

– De todos modos…

Siobhan cerró la cremallera de la bolsa, la puso en la cama y cogió la taza.

– Sólo quiero que reconozca que obró mal -dijo dando un sorbo al té tibio.

– ¿Tú crees que lo conseguirás?

– Puede que sí -respondió ella encogiéndose de hombros.

Su padre se sentó en una esquina de la cama.

– Tu madre está decidida a ir a Gleneagles, ¿sabes?

Siobhan asintió con la cabeza.

– Os llevaré al campamento en coche y traéis aquí las cosas. -Se puso en cuclillas delante de su padre y le apretó la rodilla con la mano libre-. ¿Seguro que os quedáis a gusto?

– Perfectamente. ¿Y tú?

– No te preocupes por mí, papá. Estaré rodeada de policías, ¿o no lo has visto?

– Sí, creo que lo advertí en Princes Street -respondió él poniendo su mano sobre la de ella-. De todos modos, ve con cuidado.

Ella sonrió, se incorporó, vio que su madre miraba desde el pasillo y le sonrió también.


* * *

Rebus había estado ya en aquella cantina. Durante el curso estaba llena de estudiantes, muchos en el primer año universitario, con cara recelosa y algunos realmente asustados. Hacía unos años había detenido a uno de segundo curso que traficaba con drogas a la hora del desayuno.

Llevaban portátiles e iPods, por lo que, pese a su número, en el local casi no había ruido aparte del gorjeo de los móviles.

Pero aquel día lo llenaba el estridente ruido de las conversaciones. Rebus sintió en la atmósfera un restallar de testosterona. Había dos mesas juntas como improvisado mostrador donde se servía cerveza francesa. Ajenos a los rótulos de «Se prohíbe fumar», los agentes uniformados se palmeaban la espalda y «chocaban esos cinco» al estilo americano con mayor o menor fortuna, desprovistos ya de los chalecos protectores, que habían dejado en fila contra la pared. Las camareras servían platos de comida frita, con el rostro arrebolado por el ajetreo y los piropos de los agentes forasteros. Rebus escrutó entre la concurrencia en busca de algún indicio o insignia de Newcastle. En la entrada le habían remitido a una construcción de estilo regional escocés donde una funcionaría le informó del número de habitación de Hackman, pero como al llamar a la puerta no respondieron, fue a la cantina a sugerencia de la mujer.

– Claro que puede que esté aún «en campo de acción» -le advirtió ella, recreándose en la oportunidad de emplear aquel término.

– Recibido y entendido -replicó Rebus para animarle el día.

En la cantina no se oía un solo acento escocés y Rebus sólo veía uniformes de la policía metropolitana y transportes de Londres, Gales del Sur y Yorkshire; decidió tomar una taza de té y, al decirle que era gratis, pidió un bocadillo de salchicha y una barrita de Mars. Fue a una mesa, preguntó si podía sentarse y le hicieron sitio.

– ¿Es de la criminal? -inquirió uno de rostro enrojecido y pelo apelmazado por el sudor.

Rebus asintió con la cabeza, consciente de que era el único que llevaba corbata. Había algunas mujeres de uniforme sentadas en grupo, ajenas a los comentarios a cuenta de ellas.

– Estoy buscando a un compañero -dijo sin darle importancia-, el sargento Hackman.

– ¿Usted es de Edimburgo? -preguntó otro agente uniformado al notar el acento de Rebus-. Es una ciudad preciosa. Lástima que la hayamos puesto patas arriba. -Sus compañeros secundaron la carcajada-. No, yo no conozco a ningún Hackman.

– Es de Newcastle -añadió Rebus.

– Ésos de ahí son de Newcastle -dijo el agente señalando a una mesa cerca de la ventana.

– Son de Liverpool -terció el que estaba a su lado.

– Para mí, tanto da.

Nuevas carcajadas.

– ¿De dónde sois vosotros? -preguntó Rebus.

– De Nottingham -contestó el primero-. Los de Robin Hood. La comida es una mierda, ¿verdad? -añadió señalando con la barbilla el panecillo a medio comer de Rebus.

– La he conocido peor. Al menos es gratis.

– Cómo se nota que es escocés -comentó el agente riendo de nuevo-. Siento que no podamos ayudarle a encontrar a su amigo.

Rebus se encogió de hombros.

– ¿Estuvisteis ayer en Princes Street? -preguntó como queriendo dar conversación.

– Medio puto día.

– Unas buenas horas extraordinarias -añadió otro agente.

– Hace unos años tuvimos una situación igual -dijo Rebus-. Una reunión de dirigentes de gobiernos de la Commonwealth. El Gocom, como decíamos nosotros. Aquella semana hubo quienes rescataron una buena porción de la hipoteca.

– Mis horas son para unas vacaciones -dijo el agente-. La mujer quiere ir a Barcelona.

– Y mientras la tienes allí -terció el que estaba a su lado-, ¿adónde vas a llevar a la novia?

Más risotadas y codazos.

– Ayer sí que os ganasteis el jornal -comentó Rebus para volver al tema.

– Sí, algunos -comentó el agente-, pero la mayoría estuvimos sentados en el autobús esperando por si había que intervenir.

Su compañero asintió con la cabeza.

– A pesar de cuanto nos habían dicho, fue como un paseo por el parque -dijo.

– Pues según las fotos de los periódicos de hoy, algunos sí que hicieron sangre.

– Probablemente los de Londres, que se entrenan contra los forofos del Millwall; así que no fue nada de particular.

– Por cierto ¿no conocéis a un tal Jacko, que, según creo, es de la metropolitana?

Todos negaron con la cabeza. Rebus pensó que no iba a sacar nada más en limpio, por lo que, guardándose la barrita de Mars en el bolsillo, se puso en pie, se despidió de ellos y salió a dar una vuelta. Afuera había muchos agentes de uniforme deambulando, y pensó que de no haber amenazado lluvia estarían tumbados en el césped. No oyó ni un solo acento parecido al de Newcastle ni nada sobre una paliza a un pacífico manifestante. Llamó al número de móvil de Hackman y seguía desconectado. Casi decidido a marcharse ya, optó por probar de nuevo en la puerta de la habitación. La puerta se abrió hacia adentro.

– ¿Sargento Hackman?

– ¿Quién demonios pregunta?

– Soy el inspector Rebus -contestó, carné en mano-. ¿Podemos hablar?

– Aquí no, que no caben cuatro gatos. Y tampoco vendría mal algo más de desinfección. Un momento.

Mientras Hackman revolvía en la habitación Rebus hizo un somero inventario ocular: ropa por todas partes, cajetillas vacías, revistas de tías, una minicadena y una lata de sidra junto a la cama en el suelo. Del televisor llegaba el sonido de una carrera de caballos. Hackman cogió un teléfono y el encendedor y se palpó los bolsillos buscando la llave.

– Hablamos fuera, ¿no? -añadió ya en el pasillo encabezando la marcha sin tener en cuenta a Rebus.

Era fornido, tenía un cuello grueso y llevaba el pelo muy corto. Tendría poco más de treinta, cara picada de viruelas y nariz torcida de un golpe. Vestía una camiseta gastada, que dejaba ver por detrás la cinturilla de los calzoncillos, unos vaqueros y zapatillas de deporte.

– ¿Viene de estar de servicio? -preguntó Rebus.

– Acabo de llegar.

– ¿Camuflado?

Hackman asintió con la cabeza.

– Peatón anónimo -dijo.

– ¿Ha tenido problemas de caracterización?

Hackman torció el gesto.

– ¿Usted es policía de Edimburgo?

– Exacto.

– No me vendrían mal algunas indicaciones. Aquí, los bares de destape están en Lothian Road, ¿no es eso? -añadió Hackman volviéndose a mirar a Rebus.

– En Lothian Road y alrededores.

– ¿En cuál me recomienda gastar el producto de mis sudores?

– No soy un experto.

Hackman le miró de arriba abajo.

– ¿Seguro? -preguntó.

Una vez fuera, ofreció un cigarrillo a Rebus, que él aceptó encantado, y le dio fuego.

– En Leith también hay muchas casas de putas, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Aquí están legalizadas?

– Se hace la vista gorda mientras no trabajen en la calle. -Rebus hizo una pausa e inspiró-. Me alegra ver que acompaña el deber con el esparcimiento.

Hackman lanzó una risotada.

– La verdad es que en Newcastle hay mujeres más guapas, vaya si las hay.

– Pero su acento no es de allí.

– Me crié cerca de Brighton y llevo viviendo en el nordeste ocho años.

– ¿Vio jaleo ayer? -preguntó Rebus, fingiendo abstraerse en la panorámica, con el Arthur's Seat al fondo alzándose hacia el cielo.

– ¿Tengo que presentarle un informe?

– Era una simple pregunta.

Hackman entornó los ojos.

– ¿Qué es lo que desea, inspector Rebus?

– Usted trabajó en el homicidio de Trevor Guest.

– Hace meses, y desde entonces han pasado muchos casos por mi bandeja de entrada.

– Es el de Guest el que me interesa. Sus pantalones han aparecido cerca de Gleneagles, con una tarjeta bancada en el bolsillo.

Hackman le miró.

– No tenía pantalones cuando le encontramos.

– Ahora ya sabe por qué: el asesino recoge trofeos.

– ¿Cuántos? -replicó Hackman, al quite.

– De momento hay tres víctimas. Dos semanas después de Guest, volvió a matar. Idéntico modus operandi y un pequeño recuerdo abandonado en el mismo lugar.

– Hostia -exclamó Hackman aspirando con fuerza el cigarrillo-. Nosotros cerramos el caso porque… Bueno, porque la gente de los bajos fondos como Guest se buscan muchos enemigos. Y además era drogadicto; prueba de ello, la heroína.

– ¿Y el caso quedó debajo en su bandeja de entrada? -añadió Rebus, y el otro se encogió de hombros-. ¿Encontraron alguna pista?

– Interrogamos a los que dijeron que le conocían e indagamos lo que hizo la última noche de su vida, pero no llegamos a conclusiones firmes. Puedo enviarle todo el papeleo.

– Ya lo tengo.

– Guest murió hace dos meses. ¿Dice que volvió a matar quince días después? Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Y la tercera víctima?

– Murió hace tres meses.

Hackman reflexionó un instante.

– Doce semanas, ocho y seis. Lo que cabe esperar del asesino es que acelere porque le ha tomado gusto al crimen. Bien, ¿y qué ha sucedido entre tanto? ¿Seis semanas sin matar?

– No parece probable -respondió Rebus.

Hackman le miró.

– Ya ha sopesado lo que acabo de decirle, ¿no es cierto?

– Me gusta su forma de razonar.

Hackman se rascó la entrepierna.

– Todo lo que he razonado estos últimos días es un asco, y ahora me viene usted con esto.

– Lo siento -dijo Rebus tirando la colilla-. Sólo quería saber si podía decirme algo sobre Trevor Guest que le hubiera llamado la atención.

– Por una cerveza fría, mi cerebro será una ostra para usted.

El problema de las ostras, pensó Rebus mientras se dirigían a la cantina, era que había más probabilidades de encontrar arenilla que una perla.

Había disminuido el barullo y encontraron mesa, no sin que antes Hackman se esforzara en presentarse a las uniformadas estrechándoles cortésmente la mano.

– Salud -dijo alzando la botella al volver a la mesa donde esperaba Rebus, al tiempo que se sentaba juntando las manos y frotándoselas.

Rebus repitió el nombre de Trevor Guest.

Hackman despachó media cerveza de un trago.

– Ya le digo, bajos fondos, diversas condenas, robo con allanamiento de morada, venta de objetos robados, algún que otro delito de poca monta y lesiones físicas. Estuvo viviendo aquí hace años y luego no volvió a reincidir, por lo que a nosotros nos consta.

– Cuando dice «aquí», ¿se refiere a Edimburgo?

Hackman lanzó un eructo.

– Más conocida por Escotilandia. No se ofenda.

– No me ofendo -mintió Rebus-. Me pregunto si de algún modo podría haber conocido a la tercera víctima, un gorila de discoteca llamado Cyril Colliar que salió de la cárcel hace tres meses.

– No me suena el nombre. ¿Toma otra?

– Las traigo yo -dijo Rebus casi ya de pie, pero Hackman se lo impidió con un gesto.

Rebus le vio acercarse primero a la mesa de las mujeres a decir si querían tomar algo y una de ellas se echó a reír, detalle que seguramente Hackman se apuntaría como un triunfo. Volvió a la mesa con cuatro botellas.

– No valen nada -comentó empujando dos botellas hacia Rebus-. Además, en algo hay que gastar las ganancias, ¿no?

– Ya he visto que nadie paga alojamiento ni comida.

– Pagan los contribuyentes locales -replicó Hackman abriendo mucho los ojos-. Usted, supongo. Así que muchas gracias -añadió brindando hacia Rebus con una de las nuevas botellas-. ¿No estará libre esta noche para hacer de cicerone?

– Lo siento -respondió Rebus negando con la cabeza.

– Yo invito; tentador para un escocés.

– De todos modos, se lo agradezco.

– Como quiera -añadió Hackman encogiéndose de hombros-. ¿Tiene alguna pista… de ese asesino que busca?

– Que sus víctimas son basura. Tal vez las seleccione de un portal de Internet de apoyo a víctimas.

– Uno que hace la guerra por su cuenta, ¿eh? Eso quiere decir que le mueve un rencor por algo.

– Ésa es la hipótesis.

– El móvil con la primera víctima sería necesidad de dinero. Y en ese caso habría matado una vez y punto. Pero le ha cogido gusto.

Rebus asintió despacio con la cabeza; era su misma conclusión. Fast Eddie Isley, agresor de prostitutas. El asesino de Isley, quizás un proxeneta o un novio, le siguió la pista a través de Vigilancia de la Bestia y luego debió de pensar: «¿Por qué uno sólo?».

– ¿Tantas ganas tiene de dar con ese tipo? -preguntó Hackman-. A mí me retendría el hecho de que es como si estuviera de nuestro lado.

– ¿No considera que la gente pueda cambiar? Esas tres víctimas habían purgado cárcel y no habían vuelto a delinquir.

– Eso a que se refiere es redención -replicó Hackman fingiendo lanzar un escupitajo-. Pero yo nunca he aguantado esas monsergas religiosas. -Hizo una pausa-. ¿De qué se ríe?

– Porque es una frase de una canción de Pink Floyd.

– ¿Ah, sí? Tampoco los he aguantado nunca. Prefiero un poco de Tamla o de Stax para seducir a las tías. Ese Trevor era un tanto mujeriego.

– ¿Trevor Guest?

– Le gustaban más bien jovencitas, a juzgar por las novias que descubrimos -dijo Hackman torciendo el gesto-. La verdad, si hubieran sido un poco más jóvenes, en vez de en una comisaría habríamos ido a hacer el interrogatorio a guarderías -añadió tan complacido por su gracia que le costó deglutir el trago de cerveza-. A mí me gustan algo más maduras -espetó finalmente relamiéndose los labios, como pensativo-. Aquí los periódicos anuncian muchas azafatas como «maduras». ¿A qué edad cree que se refieren? No me gusta el estilo geriátrico.

– Guest agredió a una canguro, ¿no es cierto? -preguntó Rebus.

– Entró en una casa a robar y se la encontró en el sofá. Por lo que yo recuerdo, él sólo quiso que le hiciera una felación, pero ella comenzó a gritar y él se largó -añadió, encogiéndose de hombros.

La silla chirrió sobre el suelo al levantarse Rebus.

– Tengo que irme -dijo.

– Acábese la cerveza.

– Tengo que conducir.

– Si no me equivoco, esta semana podrían pasarle por alto algún pecadillo. Bueno, de todos modos, no va a perderse; eso sí que no -dijo Hackman acercándose la botella de cerveza-. ¿Le apetece una pinta más tarde? Necesito un sherpa que me guíe.

Rebus siguió andando sin hacer caso. Fuera, al fresco, miró de refilón a través de los cristales y vio que Hackman se acercaba a la mesa de las mujeres improvisando unos pasitos de baile.

Capítulo 14

Siobhan tuvo que parar por el camino en cinco controles, y, a pesar de mostrar su carné, un agente de seguridad le hizo abrir el maletero.

– Esa gente tiene toda clase de simpatizantes -comentó el agente.

– Y ahora tendrán uno más -musitó ella.

El llamado Campamento Horizonte de las afueras de Stirling, situado entre un campo de fútbol y un polígono industrial, le recordó a Siobhan aquellos campamentos improvisados ante la base aérea de Greenham Common que ella conocía de la década de los ochenta, cuando era joven y acudía a las protestas antinucleares. Éste contaba no sólo con tiendas de campaña, sino con elaborados tipis y unas estructuras de mimbre que parecían iglús. Entre los árboles vio unos entoldados pintados con el arco iris y el símbolo de la paz; humeaban los fuegos de campamento y flotaba un intenso olor a hachís. Unas placas solares y un pequeño molino de viento generaban electricidad para unas hileras de bombillas de colores, en un remolque grande repartían recomendaciones legales y condones gratis, y en las octavillas caídas en tierra había información de todo tipo, desde el VIH hasta la deuda del tercer mundo.

Los ocupantes del campamento se distribuían en distintas tribus; el contingente antipobreza guardaba su distancia con los anarquistas radicales, de los que lo separaban a modo de frontera unas banderas rojas, y los viejos hippies formaban otro subgrupo en torno a una de las tiendas indias. En un fogón se guisaban unas habichuelas y un cartel improvisado anunciaba sesiones de reiki y medicina holística de cinco a ocho, con tarifas reducidas para parados y estudiantes.

Siobhan preguntó en la entrada a un vigilante por Santal, pero el hombre negó con la cabeza.

– Ni nombres, ni castigos -contestó mirándola de arriba abajo-. ¿Me permite una advertencia?

– ¿Cuál?

– Que parece agente de policía camuflada.

– ¿Es por el peto? -replicó Siobhan, siguiendo la mirada del vigilante.

El hombre volvió a negar con la cabeza.

– Por el pelo limpio.

Siobhan se lo revolvió con la mano sin obtener aprobación.

– ¿Hay alguien más de la secreta?

– Seguro que sí -contestó él sonriente-. Pero a los que estén bien camuflados no es fácil reconocerles, ¿no le parece?

Aquel recinto era mucho mayor que el de Edimburgo y las tiendas estaban más juntas. Ya estaba oscureciendo y tuvo que andar con cuidado para no tropezar con las estacas y los vientos de las tiendas. Pasó dos veces junto a un joven barbudo dedicado a ofrecer a la gente «hierba relajante», y la tercera vez sus miradas se cruzaron.

– ¿Se le ha perdido alguien? -preguntó él.

– Busco a una amiga que se llama Santal.

El joven negó con la cabeza.

– No se me quedan bien los nombres.

Ella le hizo una breve descripción y el joven volvió a negar con la cabeza.

– Si se sienta y se calma tal vez aparezca -añadió tendiéndole un porro ya liado-. Paga la casa.

– ¿Sólo en el caso de nuevos clientes? -aventuró ella.

– Incluso las fuerzas de la ley y el orden necesitan un descanso al final de la jornada.

Siobhan se le quedó mirando.

– Estoy maravillada -dijo-. ¿Es por el pelo?

– Por ese bolso que la delata -replicó el barbudo-. Lo que se lleva es una mochila sucia. Con eso -añadió señalando la pieza incriminada- parece que venga del gimnasio.

– Gracias por el consejo. ¿No se le ocurrió que podría haberle detenido?

– Si quiere provocar disturbios, no se corte -replicó él encogiéndose de hombros.

– Sí, tal vez en otra ocasión -comentó ella con una sonrisa.

– ¿Esa amiga suya no formará parte las fuerzas de vanguardia?

– Depende de a qué se refiera.

El joven hizo una pausa para encender el porro, inhaló profundamente y expulsó el humo mientras hablaba.

– Lógicamente, desde el amanecer montarán un bloqueo para impedir que nos acerquemos al hotel -le comentó ofreciéndole una calada, pero ella negó con la cabeza-. Si no lo prueba no puede saber si le gusta.

– Lo crea o no también yo fui una jovencita… Así que ¿la vanguardia va ya en camino?

– Provista de mapas. Sólo los montes Ochil se interponen a nuestra victoria.

– ¿Y van a campo a través a oscuras?

Él se encogió de hombros y volvió a dar otra calada. Se acercó una joven.

– ¿Qué quieres, costo? -preguntó él.

La transacción se efectuó en medio minuto: un paquetito de envoltorio arrugado a cambio de tres billetes de diez libras.

– Adiós -comentó la joven, quien, mientras se alejaba, añadió para Siobhan con una risita-: Buenas noches, agente.

El joven miró el peto de Siobhan.

– Sé aceptar el fracaso -dijo ella.

– Siga mi consejo; siéntese y tranquilícese. Y encontrará algo que no sabía que buscaba -añadió él atusándose la barba.

– Qué profundo… -comentó Siobhan en un tono que daba a entender totalmente lo contrario.

– Ya verá como sí -replicó él alejándose hacia la oscuridad.

Ella se dirigió a la valla y decidió llamar a Rebus. Como no contestaba, dejó un mensaje.

– Hola, soy yo. Estoy en Stirling pero sin rastro de Santal. Nos vemos mañana, pero llama si me necesitas.

Un grupo, todos ellos a ojos vista agotados pero muy animados, entró al recinto.

Siobhan cerró el móvil y se aproximó para oír qué decían en el momento en que otros acudían a su encuentro.

– Tienen radar detector de calor y perros.

– Y van armados hasta los dientes, tío.

– Usan helicópteros y reflectores.

– Si hubieran querido, nos matan.

– Pero nos persiguieron casi hasta el punto de partida.

A continuación todo fueron preguntas. ¿Se habían acercado demasiado? ¿Había algún fallo de seguridad? ¿Estuvieron cerca del perímetro? ¿Había quedado alguien rezagado?

– Nos dividimos en grupos.

– Sí, llevan metralletas.

– Iban en serio.

– Nos dividimos en diez grupos de tres para camuflarnos mejor.

– Utilizan tecnología punta.

Siguieron haciendo preguntas, mientras Siobhan efectuaba un recuento: eran quince; lo que quería decir que aún había otros quince por los montes. Aprovechó la algarabía para intervenir:

– ¿Y Santal?

Uno de ellos negó con la cabeza.

– No la he vuelto a ver desde que nos separamos.

Otro, que llevaba una linterna frontal, desplegó un mapa para mostrar hasta dónde habían llegado y señaló la ruta con su dedo manchado de barro. Siobhan se acercó más.

– Es zona totalmente restringida.

– Pero habrá algún punto débil.

– Lo único a nuestro favor es la fuerza del número.

– Por la mañana seremos diez mil.

– ¡Canutos de hierba para nuestros bravos soldados!

En cuanto el traficante comenzó a repartirlos, todo fueron risas en el grupo, prueba del alivio de la tensión. Cuando Siobhan se retiraba hacia la parte de atrás, la agarraron del brazo. Era la joven que había comprado droga al barbudo.

– La pasma más vale que se largue -dijo entre dientes.

– ¿O qué? -replicó Siobhan mirándola enfurecida.

– O daré el cante -replicó la joven con sonrisa malévola.

Siobhan, sin replicar, se ajustó el bolso y se alejó del grupo, mientras la joven le decía adiós con la mano. En la puerta hacía guardia el mismo vigilante.

– ¿Le sirvió el disfraz? -preguntó casi con sonrisa de satisfacción.

Siobhan siguió caminando hasta su coche haciendo inútiles esfuerzos por dar con una réplica adecuada.


* * *

Rebus se portó como un caballero y volvió a Gayfield Square con tallarines en lata y empanada de pollo.

– Cómo me cuida -comentó Ellen Wylie enchufando el hervidor.

– Y tienes preferencia para elegir: pollo con champiñones o tallarines con buey.

– Pollo -contestó ella mirando como abría los recipientes de plástico-. ¿Qué tal su incursión?

– Hablé con Hackman.

– ¿Y qué?

– Él quería dar una vuelta por los burdeles.

– ¡Puaj!

– Le dije que no contara conmigo, y lo poco que me explicó ya lo sabíamos.

– ¿O lo podíamos haber imaginado? -aventuró ella acercándose para coger uno de los envases y leer la fecha de caducidad: 5 de julio-. Compra de rebajas -dijo.

– Sabía que te causaría impresión. Pero hay más cosas -dijo Rebus sacando del bolsillo una barrita Mars y tendiéndosela-. ¿Qué novedades tenemos sobre Edward Isley?

– Van a enviarnos también papeleo del Norte -contestó ella-, pero el inspector con quien hablé era un portento y me lo recitó casi todo de memoria.

– A ver si lo adivino: muchos enemigos, alguien que actúa por venganza, diversas perspectivas y nada nuevo de momento.

– Sí, más o menos -asintió Wylie-. Tengo la impresión de que hay cosas que no se han verificado.

– ¿No hay nada que vincule a Fast Eddie con mister Guest?

Ella negó con la cabeza.

– Fueron a distintas cárceles y no hay indicios de que tuvieran amigos comunes. Isley no conocía Newcastle y Guest nunca estuvo en Carlisle ni por la M6.

– Y Cyril Colliar probablemente no conocía a los otros dos.

– Lo que nos vuelve a llevar a su respectiva aparición en Vigilancia de la Bestia -dijo Wylie.

Rebus echó agua a los tallarines, le tendió una cuchara y revolvieron ambos las raciones.

– ¿Has hablado con alguien de Torphichen? -preguntó él.

– Y les conté que le faltaban manos.

– Lo que, a lo mejor, hizo pensar a Culo de Rata que te estaba ayudando a subir una escalera.

– Qué bien conoce a Reynolds -dijo ella con una sonrisa-. Por cierto, han llegado de Inverness unos archivos de fotos.

– Qué rápido -comentó él mientras ella enchufaba el ordenador; poco después aparecían en la pantalla unas fotos del tamaño de una uña, que amplió.

– Es como la de Auchterarder -comentó Rebus.

– El fotógrafo ha tomado algunos primeros planos -dijo Wylie, mostrándolos en la pantalla. Eran restos de tela hechos jirones, pero todos viejos-. ¿Qué cree? -preguntó.

– Nada que pueda interesarnos, ¿no?

– No -asintió ella cogiendo un teléfono que sonaba.

– Que suba -contestó, y colgó-. Un tal Mungo -añadió-. Dice que tiene cita.

– Otro que se invita -dijo Rebus, oliendo el envase que acababa de abrir-. No sé si le gustará este pollo.

A Mungo le encantaba y dio cuenta del ofrecimiento en dos bocados mientras Rebus y Wylie miraban las fotos.

– Ha hecho un trabajo rápido -dijo Rebus a modo de agradecimiento.

– ¿De qué son estas fotos? -preguntó Wylie.

– De un banquete en el castillo el viernes por la noche -contestó Rebus.

– ¿Del suicidio de Ben Webster?

Rebus asintió con la cabeza.

– Este es él -dijo dando unos golpecitos sobre uno de los rostros.

Mungo había cumplido lo prometido, trayendo, además de sus instantáneas en la entrada, copias de las fotos oficiales con muchos hombres bien vestidos y sonrientes, estrechando la mano de otros también muy bien vestidos y risueños. Rebus reconoció sólo a algunos: el secretario de Asuntos Exteriores, el de Defensa, Ben Webster y Richard Pennen.

– ¿Cómo las consiguió? -preguntó Rebus.

– Las ponen a disposición de los medios de comunicación, es el tipo de publicidad que les encanta a los políticos.

– ¿Sabe los nombres de todos ellos?

– De eso se encarga el ayudante de redacción -contestó el fotógrafo dando cuenta del último bocado-. Pero recogí todo lo que pude -añadió sacando de su bolsa unas hojas.

– Gracias -dijo Rebus, más interesado por las fotos del banquete-, probablemente ya las he visto.

– Pero yo no -dijo Wylie cogiéndolas.

– No sabía que Corbyn estuviera allí -comentó él pensativo.

– ¿Quién es Corbyn? -preguntó Mungo.

– Nuestro querido jefe de la policía.

Mungo miró al que señalaba Rebus.

– Ése no se quedó mucho rato -dijo, pasando unas cuantas fotos-. Aquí le tiene, marchándose cuando yo ya estaba recogiendo.

– ¿Cuánto tiempo estuvo desde el principio?

– Apenas media hora. Yo me rezagué por si llegaba alguien con retraso.

Richard Pennen no aparecía en las fotos oficiales, pero Mungo había tomado una instantánea suya en el coche, sorprendiéndole con la boca abierta.

– Aquí dice -terció Ellen Wylie- que Ben Webster intervino en las negociaciones para el alto el fuego en Sierra Leona. Y que estuvo en Irak, Afganistán y Timor Oriental.

– Sus buenos kilómetros ha hecho en avión -comentó Mungo.

– Sí que le gustaba la aventura -añadió ella, volviendo la página-. No sabía que su hermana fuera policía.

Rebus asintió con la cabeza.

– La conocí hace unos días. -Hizo una pausa-. Me parece que mañana es el funeral y tenía que llamarla…

Acto seguido reanudó el examen de las fotografías oficiales. Eran todas de pose y no había nada que llamase la atención: ni personajes hablando en segundo plano ni algún detalle que interesara a los poderosos ocultar al público. Era lo que Mungo había dicho: propaganda de relaciones públicas. Rebus cogió el teléfono y llamó a Mairie al móvil.

– ¿Podrías pasarte por Gayfield? -preguntó.

La oía teclear ante el ordenador.

– Antes tengo que revisar esto.

– ¿Dentro de media hora?

– Haré lo posible.

– Te espera una barrita de Mars.

Wylie adoptó gesto de ofendida. Rebus cortó la comunicación y vio que desenvolvía la chocolatina y le hincaba el diente.

– Adiós soborno -comentó.

– Le dejo las fotos -dio Mungo, sacudiéndose harina de los dedos-. Quédeselas, pero no son para publicar.

– Para nuestro uso exclusivo -asintió Rebus.

Desplegó las instantáneas de los diversos asientos traseros de coches, casi todas ellas borrosas por haber sido tomadas en vehículos que no se detenían ante los fotógrafos. Sin embargo, algunos mandatarios extranjeros sonreían, complacidos tal vez de que su presencia fuese noticia.

– ¿Puede darle esto a Siobhan? -añadió Mungo tendiéndole un sobre grande. Rebus asintió con la cabeza y preguntó qué era-. Fotos de la manifestación de Princes Street. Tenía interés por una mujer que estaba junto a la multitud. He conseguido ampliarla un poco.

Rebus abrió el sobre. La joven de las trenzas sostenía la cámara pegada a la cara. ¿Santal se llamaba? Ah, sí, sándalo. Pensó si Siobhan habría verificado el nombre a través de Operación Sorbus; parecía concentrada en la filmación y su boca era una línea fina, firme. Una persona dedicada: tal vez profesional. En otras instantáneas aparecía con la cámara separada del cuerpo, mirando a derecha e izquierda, como alerta a algo, totalmente ajena a los escudos de los antidisturbios, sin preocuparse de los proyectiles; ni entusiasmada ni atemorizada.

Simplemente haciendo su trabajo.

– Yo se las entregaré -dijo Rebus a Mungo mientras el fotógrafo cerraba la bolsa-. Y gracias por éstas. Le debo un favor.

Mungo asintió despacio con la cabeza.

– ¿Tal vez una llamada si llega el primero a algún escenario de crimen? -dijo.

– No es frecuente, hijo -dijo Rebus-, pero lo tendré en cuenta.

Mungo les estrechó la mano y dio media vuelta hacia la salida mientras Wylie le seguía con la mirada.

– ¿Va a tenerlo en cuenta de verdad? -preguntó en voz baja.

– Ellen, lo jodido es que mi memoria, últimamente, no es lo que era -replicó Rebus cogiendo los tallarines, que ya estaban fríos.

Mairie Henderson, según lo prometido, se presentó al cabo de media hora y puso mala cara al ver en la mesa el envoltorio de la chocolatina.

– No es culpa mía -dijo Rebus alzando las manos.

– He pensado que te gustaría ver esto -dijo ella desplegando la primera página de la edición del periódico del día siguiente-. Tuvimos suerte. Hoy no había artículos importantes.

LA POLICÍA INDAGA UN CRIMEN MISTERIOSO EN EL G-8. Lo acompañaban fotos de la Fuente Clootie y del hotel de Gleneagles. Rebus no se tomó la molestia de leer el texto.

– ¿Qué le acaba de decir a Mungo? -terció Wylie en broma.

Rebus, sin hacer caso, se concentró en las fotos de los mandatarios.

– Mairie, ¿me los puedes nombrar? -preguntó.

Ella hizo una inspiración honda y comenzó a desgranar nombres de ministros de países tan distintos como Sudáfrica, China y México, la mayoría con la cartera de Comercio o Hacienda, y en los casos en que no estaba segura, hizo una llamada a los expertos de su periódico.

– Por tanto, cabe suponer que hablaron de comercio o ayuda financiera -dijo Rebus-. En cuyo caso, ¿qué hacía ahí Richard Pennen? ¿O, más aún, el ministro de Defensa?

– Las armas son también comercio -replicó Mairie.

– ¿Y el jefe de la policía?

Ella se encogió de hombros.

– Probablemente fue una invitación de cortesía. Éste de aquí -añadió dando unos golpecitos sobre una foto- es el señor Transgénicos. Le he visto en la tele discutiendo con los ecologistas.

– ¿Vendemos transgénicos a México? -preguntó Rebus.

Mairie volvió a alzar los hombros.

– ¿Tú crees que realmente ocultan algo?

– ¿Por qué iban a hacerlo? -planteó Rebus como sorprendido.

– Porque pueden -apuntó Ellen Wylie.

– Estos caballeros no son tan tontos. Pennen no es el único hombre de negocios en el candelero -dijo Mairie señalando otras dos caras-. Banca y líneas aéreas -añadió.

– A los personajes importantes les sacaron del castillo a toda prisa en cuanto se descubrió el cadáver de Webster -dijo Rebus.

– Para mí que es el procedimiento habitual -comentó Mairie.

Rebus se dejó caer en la silla más próxima.

– Pennen no desea que removamos nada y Steelforth ha querido darme un escarmiento. ¿Qué os dice eso?

– Que cualquier cosa que se sepa es mala publicidad… cuando se comercia con ciertos gobiernos.

– Me gusta este hombre -comentó Wylie al concluir la lectura de las notas sobre Webster-. Siento que haya muerto. ¿Va a ir al funeral? -preguntó mirando a Rebus.

– Lo estoy pensando.

– ¿Otra ocasión para tropezarte con Pennen y el Departamento Especial? -preguntó Mairie.

– Yo voy a dar el pésame -replicó Rebus- y a decirle a su hermana que no avanzamos nada -añadió cogiendo unos primeros planos de Mungo de las escenas del parque de Princes Street.

Mairie los miró también.

– Por lo que me han dicho, os pasasteis -comentó.

– Actuamos con firmeza -dijo Wylie picada.

– Eran unas cuantas docenas de exaltados contra centenares de antidisturbios.

– ¿Y quién les da el oxígeno de la publicidad? -replicó Wylie dispuesta a enzarzarse.

– Vosotros con las porras -replicó Mairie-. Si no hubiese nada de que informar, no informaríamos.

– Ya, pero yo me refiero al modo de tergiversarlo… -Wylie advirtió que Rebus ya no escuchaba y miraba una foto con los ojos entornados-. ¿John? -Como no contestó, le dio un codazo-. ¿No me echa una mano?

– Ellen, estoy seguro de que sabes defenderte tú sola.

– ¿Qué sucede? -preguntó Mairie mirando la foto por encima de él-. Se diría que has visto un fantasma.

– En cierto modo sí -contestó Rebus. Cogió el teléfono, pero cambió de idea y volvió a colgarlo-. Bueno, después de todo -añadió-, mañana será otro día.

– «Otro» no, John -dijo Mairie-. Mañana todo habrá acabado.

– Y aquí esperamos que Londres no obtenga la sede olímpica -añadió Wylie-. No se hablará de otra cosa hasta el día del juicio.

Rebus se puso en pie sin abandonar su aire pensativo.

– La hora de la cerveza -comentó-. Pago yo la ronda.

– Pensaba que ibas a escaquearte -dijo Mairie con un suspiro.

Wylie recogía la chaqueta y el bolso y él iba camino de la puerta.

– ¿No dejas aquí eso? -dijo Mairie, señalando con la barbilla la foto que Rebus sostenía aún en la mano.

Él bajó la vista, la dobló y se la guardó en el bolsillo. Se palpó los otros bolsillos y puso la mano en el hombro de la periodista.

– Da la casualidad de que no llevo… ¿Podrías hacerme un préstamo?


* * *

A última hora de la tarde Mairie regresó a su casa de Murrayfield. Era propietaria de los dos pisos de la última planta de una casa victoriana y compartía la hipoteca con su novio Allan. Pero Allan era operador de cámara de televisión y se veían muy poco. Aquella semana había sido de órdago. Mairie tenía dedicado a despacho uno de los dormitorios de invitados y a él se dirigió, tirando la chaqueta sobre el respaldo de una silla. En la mesa de centro no cabía ya ni una taza, cubierta como estaba de montones de noticias impresas; sus archivos de recortes ocupaban una pared entera y sus pocos y preciados premios periodísticos los tenía enmarcados encima del ordenador. Se sentó frente al escritorio y se preguntó por qué se sentía tan a gusto en aquel cuarto lleno de cosas y mal ventilado. Tenía una espaciosa cocina, pero allí pasaba poco tiempo, y el cuarto de estar lo había invadido Allan con su cine particular y el equipo de música, pero aquel cuarto -su oficina- era exclusivamente suyo. Miró las estanterías de casetes de las entrevistas que había realizado y que tantas vidas guardaban. La de Cafferty había requerido más de cuarenta horas de conversaciones y las transcripciones llenaban mil páginas. El libro era una meticulosa compilación y sabía que se merecía una puta medalla. Pero no se la habían dado. Que el libro se vendiera a carretadas no había servido para aligerar la hipoteca y era Cafferty quien aparecía en las tertulias de televisión, quien firmaba ejemplares y se personaba en festivales y en fiestas de famosos en Londres. En la tercera edición incluso habían cambiado la sobrecubierta, el nombre de él con letras más grandes y el suyo con letras más pequeñas.

Qué descaro.

Y ahora, cuando se veían, él no dejaba de tomarle el pelo pidiéndole una continuación, insinuando que entonces sí que sacaría una «buena tajada», porque sabía de sobra que ella no iba a dejarse engañar de nuevo. ¿Cómo era el viejo proverbio? Vergüenza para ti si me engañas una vez, vergüenza para mí si me engañas dos veces. Cabrón.

Comprobó los mensajes de correo electrónico, pensando en la copa que había tomado con Rebus. Seguía enfadada con él porque no se había prestado a una entrevista para el libro de Cafferty, porque, a falta de su participación, muchos acontecimientos e incidentes se basaban exclusivamente en la versión de Cafferty. Pues sí; seguía enfadada con Rebus.

Enfadada porque sabía que tenía toda la razón para negarse.

Sus colegas pensaban que había ganado una fortuna con el libro, y algunos habían dejado de hablarle y de contestar a sus llamadas. Era en parte envidia, evidentemente, pero también porque pensaban que no tenían nada que ofrecerle. Agotadas sus fuentes, se vio obligada a cubrir noticias de lo que fuera, a redactar historias sobre concejales y asistentes sociales; artículos de contenido humano con muy poco interés. A los jefes de redacción les extrañaba que necesitase trabajo.

«Pensábamos que habías hecho mucho dinero con Cafferty.»

Naturalmente, no podía decir la verdad, y mentía diciendo que lo hacía por no perder el ritmo.

«Mucho dinero…»

Los pocos ejemplares que le quedaban del libro de Cafferty los tenía allí apilados bajo la mesita de centro. Ya no regalaba ninguno a su familia ni a sus amistades. Dejó de hacerlo después del comentario guasón que soltó Cafferty en una tertulia televisiva, que hizo mucha gracia al público pero que a ella la humilló todavía más. Pero aun ofuscada con Cafferty no dejaba de pensar en Richard Pennen, con su aspecto impecable, estrechando manos en Prestonfield House y mimado por aduladores. Rebus tenía razón en cuanto al banquete en el castillo. No era tanto el hecho de que aquel traficante de armas estuviera entre los comensales, sino que nadie lo hubiera advertido. Pennen declaró que cualquier obsequio que hubiera recibido Ben Webster figuraría en su declaración de patrimonio. Ella lo había investigado y, al parecer, el diputado era íntegro, lo que le sorprendía es que Pennen, sabiéndolo de antemano, la indujera a comprobarlo. ¿Por qué? ¿Porque sabía que no iba a descubrir nada? ¿O para manchar la memoria del difunto?

«Me gusta este hombre», había comentado Ellen Wylie. Sí, y tras unos minutos de charla con quienes tenían acceso al parlamento de Westminster, a ella también había comenzado a gustarle. Lo cual le hacía desconfiar aún más de Richard Pennen. Cogió un vaso de agua del grifo de la cocina y volvió a sentarse ante el ordenador.

Decidió empezar desde cero y tecleó el nombre de Richard Pennen en el primero de sus numerosos buscadores.

Capítulo 15

Apenas a tres pasos del portal de su casa, Rebus oyó que gritaban su nombre. Apretó los puños en los bolsillos, se volvió y vio a Cafferty.

– ¿Qué demonios quieres?

– Desde aquí se huele a alcohol -dijo Cafferty agitando una mano ante la nariz.

– Es para olvidar a gente como tú.

– Pues esta noche se ha gastado el dinero en balde -replicó Cafferty-. Quiero enseñarle una cosa -añadió con un movimiento de cabeza.

Rebus permaneció impasible un instante hasta que la curiosidad le hizo cambiar de idea. Cafferty abrió el Bentley y le hizo un gesto para que subiera. Rebus abrió la puerta del pasajero y se inclinó hacia el interior.

– ¿Adónde vamos?

– A ningún lugar desierto, si es lo que le preocupa. En realidad, a donde vamos habrá mucha gente.

El motor rugió. Con dos cervezas y dos whiskys encima, Rebus sabía que no estaba precisamente despejado, pero subió.

Cafferty le ofreció chicle y él desenvolvió una barrita.

– ¿Qué tal va mi caso? -preguntó Cafferty.

– Muy bien sin tu ayuda.

– Pero no olvide quién le puso en la buena pista -añadió Cafferty con una sonrisita. Iban en dirección este, hacia Marchmont-. ¿Y a Siobhan, qué tal le va?

– Está bien.

– Ah, ¿no será que le ha dejado en la estacada?

Rebus le miró de refilón.

– ¿A qué te refieres?

– Me han dicho que quiere abarcar más de la cuenta.

– ¿Es que nos vigilas?

Cafferty sonrió de nuevo sin contestar. Rebus advirtió que mantenía los puños cerrados sobre el regazo. Con un golpe a la dirección podía enviar el Bentley contra un muro. O agarrar a Cafferty por el cuello y apretar.

– ¿Tiene malos pensamientos, Rebus? -dijo Cafferty-. Recuerde que yo soy contribuyente, y del tramo alto, y que por lo tanto está a mi servicio.

– Debe de darte gran satisfacción.

– Me la da. ¿Avanza en la investigación de ese diputado que saltó desde la muralla?

– ¿A ti qué más te da?

– A mí, nada -Cafferty hizo una breve pausa-. Pero yo conozco a Richard Pennen -continuó volviéndose hacia él, complacido en ver su reacción-. Hemos coincidido un par de veces -añadió.

– No me digas que trató de venderte sus peligrosas armas.

Cafferty se echó a reír.

– Es que tiene intereses en la empresa que publicó mi libro y vino al cóctel. Por cierto, sentí mucho que usted no pudiera asistir.

– Aproveché tu invitación cuando se me acabó el rollo de papel de váter.

– Volví a ver a ese Pennen en el almuerzo para celebrar la venta de cincuenta mil ejemplares. Se celebró en un reservado del Ivy de Londres -añadió mirándole otra vez-. He pensado en mudarme allí, ¿sabe? En el sur yo tenía muchos amigos, por relaciones de negocios.

– ¿Los mismos que Steelforth metió entre rejas? -Rebus reflexionó un instante-. ¿Por qué no me dijiste que conocías también a Pennen?

– Algún secreto tiene que haber entre nosotros -replicó Cafferty sonriente-. Por cierto, indagué sobre su amigo Jacko, pero sin resultado. ¿Está seguro de que es poli?

Rebus respondió a su vez con otra pregunta.

– ¿Y la cuenta de Steelforth en el Balmoral?

– La paga la policía de Lothian y Borders.

– Ya ves qué generosidad la nuestra.

– Y usted, trabaja que trabaja, ¿eh, Rebus?

– ¿Por qué no?

– Porque a veces hay que dejar que las cosas sigan su curso. Lo pasado, pasado. Es lo que me decía Mairie cuando escribíamos el libro.

– He tomado una copa con ella.

– Y no de vino generoso, a juzgar por el olor.

– Es buena chica. Lástima que hayas clavado tus garras en ella.

Una vez en Dalkeith Road, Cafferty puso el intermitente izquierdo en dirección a Craigmillar y Niddrie; o tal vez a la AI al sur de Edimburgo.

– ¿Adónde vamos? -volvió a preguntar Rebus.

– Ya falta poco. En cuanto a Mairie, sabe cuidarse sola.

– ¿Te lo cuenta todo?

– Probablemente no, pero eso no quita para que yo le pregunte. Escuche, a Mairie lo que le hace falta realmente es otro superventas y pedir un porcentaje en vez de ir a un tanto alzado. Yo no dejo de tentarla con historias de esa índole. Así que, tiene que bailarme el agua.

– Peor para ella.

– Tiene gracia -prosiguió Cafferty-, pero hablando de Richard Pennen, ahora recuerdo algunas historias de él. Pero no se las voy a contar -añadió conteniendo la risa. El fulgor de las luces del salpicadero iluminaba su rostro con sombras y manchas como un boceto de gárgola risueña.

«Estoy en el infierno -pensó Rebus-. Es lo que sucede al morir: que uno está condenado a ver a su demonio particular.»

– ¡Busquemos la salvación! -exclamó Cafferty.

Giró bruscamente el volante para cruzar con el Bentley, en un trazado de slalom, una serie de puertas y salpicando grava. Era un auditorio iluminado, adjunto a una iglesia.

– Es hora de renunciar al demonio de la bebida -añadió guasón, apagando el motor y abriendo la portezuela.

Rebus vio un cartel junto a la puerta que anunciaba un acto público del programa alternativo al G-8: «Comunidades en acción: Cómo evitar la crisis que se avecina». La entrada era gratis para estudiantes y parados.

– Más bien tarados -musitó Cafferty al ver una figura barbuda con un cubo de plástico en la mano.

Era un hombre de pelo largo rizado con gafas de gruesa montura negra. Sacudió ante ellos el cubo con algunas monedas. Cafferty abrió teatralmente su cartera y sacó un billete de cincuenta libras.

– Más vale que sean para una buena causa -dijo al postulante.

Rebus entró tras él, señalando el cubo para dar a entender al barbudo que la aportación de Cafferty era por los dos.

En la parte de atrás quedaban tres o cuatro filas de asientos vacíos, pero Cafferty optó por permanecer de pie con los brazos cruzados y las piernas separadas. Estaba bastante lleno, pero el público parecía aburrido, o tal vez estuviera arrobado. En el escenario cuatro hombres y una mujer compartían una exigua mesa de caballete y un micrófono con tendencia a la distorsión. A sus espaldas, unas pancartas proclamaban CRAIGMILLAR DA LA BIENVENIDA A LOS CONTESTATARIOS DEL G-8 y NUESTRA COMUNIDAD ES FUERTE SI HABLA CON UNA SOLA VOZ. La única voz que se oía en aquel momento era la del concejal Gareth Tench.

– Es muy bonito -vociferó- decir que nos dan el medio de hacer el trabajo. ¡Pero en primer lugar es necesario que haya trabajo! Son necesarias propuestas concretas para la mejora de los municipios, y es lo que yo reclamo a mi modesta manera.

No había ninguna modestia en el discurso del concejal. En primer lugar, en un auditorio de aquel tamaño era prácticamente innecesario el micrófono para una persona con la voz de Tench.

– Está enamorado de su propia voz -comentó Cafferty.

Rebus se dijo que tenía razón. Le recordaba las ocasiones en que se había parado a escuchar los sermones de Tench en The Mound. No gritaba para que le oyeran, sino porque su intensa voz le confirmaba su propia importancia en el planeta.

– Pero, amigos y camaradas -prosiguió Tench sin apenas pausa para respirar-, todos, en definitiva, tendemos a considerarnos simples engranajes de la gran maquinaria política. ¿Cómo hacerse oír? ¿Cómo hacer que se nos tenga en cuenta? Pensadlo un instante. Si en los coches y autobuses que habéis utilizado para venir aquí le quitamos al motor una sola pieza, la máquina no funciona. Porque todas las piezas mecánicas tienen la misma importancia: la misma importancia… Y eso es tan cierto en la vida humana como en el motor de combustión interna.

– Gilipollas presumido -musitó Cafferty a Rebus-. Se gusta a sí mismo más que un contorsionista capaz de mamársela.

Rebus, sin poder contener la carcajada, trató inútilmente de disimular tosiendo. Algunas cabezas se volvieron a mirar y hasta Tench interrumpió brevemente su discurso y, al dirigir la mirada al fondo, vio a Morris Gerald Cafferty palmoteando la espalda al inspector John Rebus. Rebus compendió que le había reconocido pese a taparse con la mano la boca y la nariz. Tench, interrumpido en su verborrea, quiso recuperar impulso oratorio, pero parte de su fuerza se había disipado. Pasó el micrófono a la mujer que tenía a su lado, y ésta salió de su estado de trance y desgranó con voz cansina el contenido de unas notas que tenía delante.

Cafferty fue hacia la salida pasando por delante de Rebus, quien, transcurrido un instante, le siguió. Fuera, Cafferty paseaba de arriba abajo por el aparcamiento. Rebus encendió un cigarrillo esperando el momento propicio hasta que su bestia negra se le acercó.

– No lo acabo de entender -dijo sacudiendo la ceniza del pitillo.

Cafferty se encogió de hombros.

– Se supone que el policía es usted.

– Pero no me vendría mal algún dato.

– Pues éste es su territorio, su pequeño feudo, Rebus -dijo Cafferty cruzando los brazos-. Y está ansioso por ampliarlo.

– ¿Te refieres a Tench? -preguntó Rebus entrecerrando los ojos-. ¿Está invadiendo tus dominios?

– Como un demonio -replicó Cafferty bajando los brazos y dándose palmetazos en los muslos, como poniendo punto final a su desahogo.

– Sigo sin entenderlo.

Cafferty le miró furioso.

– Pues simplemente que le parece perfecto desbancarme porque tiene la superioridad moral de hombre recto de su parte y considera que haciéndose con lo ilegal lo transforma en legítimo -añadió Cafferty con un suspiro-. A veces pienso que es así como funciona la mitad del planeta. No es a los de abajo a quienes se debería vigilar, sino a los de arriba. A tipos como Tench y su ralea.

– Él es concejal -replicó Rebus-. No digo que no acepte algún soborno…

Cafferty negó con la cabeza.

– Él quiere poder, Rebus. Quiere tener el control. ¿No ve como le encanta hacer discursos? Cuanto más poder acapare, más podrá hablar y más será escuchado.

– Pues mándale a tus matones a darle un aviso.

– ¿Y eso es todo lo que se le ocurre decir? -replicó Cafferty traspasándole con la mirada.

– Es asunto entre tú y él -dijo Rebus encogiéndose de hombros.

– Se me debe un favor.

– Se te debe la raíz cuadrada de una mierda. Que tenga suerte si te elimina del juego -añadió Rebus tirando al suelo la colilla y aplastándola con el tacón.

– ¿Lo dice en serio? -preguntó Cafferty pausadamente-. ¿Seguro que preferiría que él dominara el cotarro? ¿Un hombre público, con influencia política? ¿Cree que él sería un blanco más fácil? Bueno, en realidad, usted está a punto de jubilarse. Sería más bien tarea de Siobhan. ¿Cómo es el dicho? -añadió Cafferty alzando la cabeza como si las palabras estuvieran escritas en lo alto-. Más vale lo malo conocido…

Rebus cruzó los brazos.

– Tú no me has traído aquí para enseñarme a Gareth Tench -dijo-. Me has hecho venir para que él me viera, para que nos viera juntos y cómo me dabas palmaditas en la espalda. Menuda estampa habremos hecho. Lo que quieres es que piense que me tienes metido en el bolsillo, y conmigo a todo el DIC.

Cafferty fingió sentirse ofendido por la acusación.

– Me sobreestima, Rebus.

– Lo dudo. Todo esto podrías habérmelo contado en Arden Street.

– Pero se habría perdido el espectáculo.

– Sí, y el concejal Tench también. A ver, explícame cómo va a financiar ese ataque y de dónde sacará la milicia.

Cafferty estiró los brazos de nuevo haciendo un giro completo.

– Es el amo de todo este distrito; de lo bueno y de lo malo.

– ¿Y el dinero?

– Lo buscará, Rebus. Es lo que mejor hace.

– Sí que sé liar a la gente, cierto.

Se volvieron los dos y vieron a Gareth Tench en la puerta, con la luz a su espalda.

– Y no me asusto fácilmente, Cafferty; ni de ti ni de tus amigos.

Rebus iba a protestar, pero Tench prosiguió:

– Estoy limpiando la zona, así que puedo seguir con toda la ciudad. Si tus amigos de la policía no te expulsan, ya se encargará la comunidad.

Rebus advirtió a dos hombres fornidos detrás, en la puerta, a ambos lados de Tench.

– Vámonos -dijo a Cafferty.

Lo que menos le apetecía era mediar en una pelea de Cafferty.

De todos modos, tendría que hacerlo.

Agarró por el brazo a Cafferty, pero el gángster se zafó de él.

– Nunca pierdo una batalla -previno Cafferty a Tench-. Piénsalo antes de iniciarla.

– No necesito hacer nada -replicó Tench-. Tu pequeño imperio se está desmoronando. Ya es hora de que te des cuenta. ¿Te cuesta encontrar gorilas para los pubs? ¿No tienes inquilinos en esos pisos de mala muerte? ¿Te faltan conductores de taxi? -En su boca comenzó a dibujarse una sutil sonrisa-. Es tu ocaso, Cafferty. Despierta y encarga el ataúd.

Cafferty fue a dar un salto hacia Tench, pero Rebus lo asió en el preciso instante en que los dos guardaespaldas daban un paso al frente, y, de espaldas a la puerta, empujó al gángster hacia el Bentley.

– Sube y vámonos -le ordenó.

– ¡Yo nunca perdí una batalla! -gritó Cafferty con el rostro congestionado, pero abrió de un tirón la puerta y se dejó caer en el asiento del volante.

Rebus dio la vuelta por delante del coche hacia el asiento del pasajero y miró a la puerta del local. Tench les despedía con una sonrisa diciendo adiós con la mano. Rebus quiso decir algo, aunque sólo fuera para que Tench supiera que él no era un hombre de Cafferty, pero el concejal dio media vuelta y en la entrada sólo quedaron sus adláteres.

– Voy a sacarle los putos ojos y hacérselos tragar como bolas de chicle -gruñó Cafferty, haciendo saltar motas de saliva sobre el parabrisas-. Y si quiere propuestas sólidas, yo mismo prepararé el cemento en bloque y le sacudiré con la pala en la cabeza. ¡Eso sí que será «mejora de la comunidad»!

Cafferty guardó silencio mientras maniobraba para salir del aparcamiento sin que se apaciguase su respiración hasta que, jadeante, finalmente se volvió hacia Rebus.

– Juro por Dios que cuando eche mano a ese gilipollas… -Sus nudillos blancos aferraban el volante.

– Pero si dices algo que pueda ser utilizado en tu contra ante un tribunal… -recitó Rebus.

– No habrá pruebas -replicó Cafferty con una carcajada-. Los forenses tendrán que recoger sus restos con pinzas.

– Pero si dices algo que… -repitió Rebus.

– La cosa empezó hace tres años -dijo Cafferty, tratando de calmar su agitada respiración-. Pedí licencia de máquinas de juego y de apertura de bares, incluso pensaba abrir un servicio de taxis en su territorio y dar trabajo a algunos parados, pero él hizo que el ayuntamiento me negara las licencias una y otra vez.

– O sea, que has dado por fin con alguien con redaños para plantarte cara.

Cafferty miró a Rebus.

– Creía que eso era obligación de usted -replicó.

– Es muy posible.

Finalmente Cafferty rompió el silencio que siguió.

– Necesito una copa -dijo pasándose la lengua por los labios y las comisuras de la boca con hilillos de saliva.

– Buena idea -dijo Rebus-. Beber para olvidar, como yo, seguramente.

Siguió observando a Cafferty durante el resto del trayecto hasta el centro sin intercambiar palabra. Aquel hombre había matado sin que se le pudiera imputar nada, quizá más veces de las que él sabía; había arrojado víctimas a los cerdos hambrientos de una granja de Borders y había arruinado incontables vidas, purgando cuatro condenas de cárcel. Era un violento desde sus años mozos, había hecho su aprendizaje de matón con la mafia londinense…

¿Por qué diablos sentía pena por él?

– Tengo en mi casa un malta de treinta y cinco años -le dijo Cafferty- y dulce de azúcar morena con mantequilla…

– Déjame en Marchmont -insistió Rebus.

– ¿Y esa copa?

Rebus negó con la cabeza.

– ¿No me aconsejabas que renunciase a la bebida? -replicó.

Cafferty lanzó un resoplido pero no dijo nada. En cualquier caso, Rebus notó que estaba deseando tomarse una copa con él, sentados el uno frente al otro, mientras llegaba la noche.

Pero Cafferty no insistió, porque habría sido como rogárselo. Y Cafferty no rogaba. Aún.

Rebus comprendió que lo que Cafferty temía era la pérdida de poder. El mismo temor acosa a tiranos y políticos, sean hampones o mandamases, el temor de que llegue el día en que nadie les haga caso, no se cumplan sus órdenes y, perdida la fama, tengan que enfrentarse a nuevos retos, nuevos rivales y depredadores. Cafferty tendría seguramente sus buenos millones, pero ni una flota entera de coches de lujo podía sustituir al postín y el respeto.

Edimburgo no era una ciudad grande, era fácil para un solo hombre ejercer el control en la mayor parte de la misma. ¿Tench o Cafferty? ¿Cafferty o Tench?

Rebus no pudo evitar plantearse si tendría que elegir.


* * *

Los mandamases.

Todos los del G-8, Pennen y Steelforth inclusive. Todos movidos por el ansia de poder. Era una cadena de mando que afectaba a todos los habitantes del planeta. Todavía reflexionaba Rebus al respecto mirando como se alejaba el Bentley cuando en aquel momento columbró una figura en la penumbra junto al portal de su casa. Apretó los puños y miró alrededor por si hubiera venido Jacko con sus colegas. Pero no fue Jacko quien salió a su encuentro, sino Hackman.

– Buenas noches -dijo.

– He estado a punto de darle un golpe -contestó Rebus relajando los hombros-. ¿Cómo diablos me ha encontrado?

– Cuestión de un par de llamadas. Aquí, la policía es muy servicial. Pero no le hacía yo viviendo en una calle así.

– ¿Dónde se supone que tendría que vivir?

– En un gran piso rehabilitado -contestó Hackman.

– No me diga.

– Con una rubia que le prepare el desayuno los fines de semana.

– Así que, ¿sólo la veo los fines de semana? -replicó Rebus, sin poder evitar una sonrisa.

– No dispone de tiempo para nada más. Un polvo y vuelta al tajo diario.

– Lo tiene todo previsto. Pero eso no explica qué es lo que hace aquí a esta hora.

– Es que me he acordado de algún detalle sobre el caso de Trevor Guest.

– ¿Y me lo va a contar a cambio de una copa? -aventuró Rebus.

Hackman asintió con la cabeza.

– Pero tiene que ser con un buen espectáculo.

– ¿Con espectáculo?

– ¡Nenas!

– No bromee…

Pero Rebus comprendió por la actitud de Hackman que no bromeaba en absoluto.


* * *

Tomaron un taxi en Marchmont Road y fueron a Bread Street. El taxista les dirigió una sonrisa solapada por el retrovisor: dos hombres maduros con unas cuantas copas en ruta hacia los locales de destape.

– Bien, cuente -dijo Rebus.

– ¿El qué? -replicó Hackman.

– Esa información sobre Trevor Guest.

– Si se lo cuento ahora -replicó Hackman esgrimiendo un dedo- igual me deja colgado.

– ¿Si le doy mi palabra de caballero…? -dijo Rebus.

Ya tenía bastante aquella noche y no estaba dispuesto a tragarse una ruta de tugurios de baile de barra en Lothian Road. Recibiría la información y dejaría a Hackman en la calle, indicándole adonde dirigirse.

– Mañana ya se van los hippies -dijo el inglés-. Marchan en autobuses a Gleneagles.

– ¿Y usted?

– Yo haré lo que me manden -contestó Hackman encogiéndose de hombros.

– Pues yo le mando que me cuente lo que sabe de Guest.

– Bien, bien; siempre que me prometa que no se largará en cuanto pare el taxi.

– Por mi honor escocés.

Hackman se reclinó en el asiento.

– Trevor Guest tenía un genio muy vivo y se buscó muchos enemigos. Probó a marcharse a Londres, pero no le salió bien. Siempre le engañaba una puta u otra, y a partir de ahí comenzó a alimentar rencor contra el bello sexo. ¿Dice que acabó en una página de Internet?

– En Vigilancia de la Bestia.

– ¿Tiene idea de quién envió sus datos?

– Un anónimo.

– Trevor era un ladrón de casas más que nada; un ladrón con mal genio, por eso fue a la cárcel.

– ¿Y bien?

– ¿Quién le hizo aparecer en Internet y por qué?

– ¿Usted qué piensa?

Hackman volvió a encogerse de hombros y se agarró al pasamanos al tomar el taxi una curva cerrada.

– Otra cosa -añadió mirando si Rebus prestaba atención-. Cuando se fue a Londres corrió el rumor de que viajó con un alijo de droga, que, incluso, podría haber sido heroína.

– ¿Era heroinómano?

– Usuario ocasional. No creo que se inyectase. Es decir, hasta la noche en que murió.

– ¿Estafó a alguien?

– Podría ser. Escuche, ¿no será que hay una conexión que usted no detecta?

– ¿Qué conexión sería ésa?

– Esos malhechores de baja estofa abarcan a veces más de lo debido.

Rebus reflexionó un instante.

– La víctima de Edimburgo trabajaba para un gángster local.

– Pues ya está -dijo Hackman dando una palmada.

– Supongo que Eddie Isley habría… -dejó la frase en el aire, poco convencido.

El taxi se detuvo y el taxista les dijo que eran cinco libras. Rebus advirtió que estaban a la puerta de The Nook, uno de los bares de destape de cierta categoría de Edimburgo. Hackman bajó inmediatamente a pagar la carrera a través de la ventanilla del pasajero, indicio inequívoco de que era forastero, porque los de Edimburgo pagaban antes de apearse. Rebus consideró sus opciones: quedarse en el taxi o bajar y decirle a Hackman que se marchaba.

La portezuela seguía abierta y el inglés hacía gestos de impaciencia.

Rebus se bajó del taxi en el momento en que se abría la puerta de The Nook y del interior surgía un hombre tambaleante con dos porteros a la zaga.

– ¡Les digo que yo no la toqué! -protestó.

Era alto, bien vestido y de piel oscura. A Rebus, aquel traje azul le resultaba conocido.

– ¡Mentira! -exclamó uno de los porteros señalando al cliente con el dedo.

– Ella quería robarme -protestó el hombre-. Intentó sacarme la cartera de la chaqueta, y al apartarle la mano comenzó a quejarse.

– ¡Otra mentira! -espetó el mismo portero.

Hackman dio un codazo a Rebus en las costillas.

– Vaya locales conoce, John -dijo con aparente fruición.

El otro portero habló por el micrófono de la muñeca.

– Intentó quitarme la cartera -insistió el del traje.

– Entonces, ¿no le robó?

– Si la hubiese dejado, seguro que sí.

– ¿Le robó? Hace un minuto perjuró que sí y que tenía testigos.

El portero volvió la cabeza hacia Rebus y Hackman y el cliente miró también hacia ellos y reconoció a Rebus.

– Amigo, ¿no ve usted en qué situación me encuentro?

– Más o menos -contestó Rebus.

El del traje le estrechó la mano.

– Nos conocimos en el hotel, ¿recuerda? En el estupendo almuerzo que nos brindó mi buen amigo Richard Pennen.

– No fue en el almuerzo -replicó Rebus-. Charlamos en el vestíbulo.

– Sí que tiene relaciones, John -comentó Hackman, conteniendo la risa y dando otro codazo a Rebus.

– Es una situación lamentable y grave -dijo el del traje-. Tenía sed y entré en lo que pensé que sería una especie de mesón…

Los porteros lanzaron un bufido.

– Sí, después de pagar la entrada -dijo el más furioso de los dos.

Incluso Hackman se echó a reír. Pero calló al ver que se abría de nuevo la puerta y quien salía era una mujer; una bailarina, en sujetador y tanga y zapatos de tacón alto. Llevaba un peinado alto y mucho maquillaje.

– Dice que le robé, ¿no? -vociferó.

Hackman miró como si estuviera en la mejor localidad de la pista.

– Nosotros lo solventaremos -dijo el portero malhumorado, mirando enfurecido a su compañero, que era quien obviamente había lanzado la acusación.

– ¡Me debe cincuenta libras de los bailes! -gritó la mujer con la mano abierta, decidida a cobrar-. ¡Y empezó a meterme mano! No hay derecho.

En ese momento pasó un coche patrulla y los agentes miraron la escena. Rebus vio las luces de los frenos y se imaginó que iba a dar media vuelta.

– Soy diplomático -dijo el del traje- y gozo de inmunidad ante falsas alegaciones.

– Vaya, se ha tragado un diccionario -comentó Hackman riendo.

– Tengo inmunidad diplomática -repitió el hombre- en mi condición de miembro de la delegación de Kenia.

El coche patrulla se detuvo y se bajaron dos policías ajustándose la gorra.

– ¿Qué sucede aquí? -preguntó el conductor.

– Estamos acompañando a este caballero fuera del local -contestó el portero, ahora sin enojo.

– ¡Me echaron a la fuerza! -protestó el keniano-. ¡Y casi me roban la cartera!

– Cálmese, señor. Vamos a ver… -El policía de uniforme se volvió hacia Rebus al advertir de reojo un movimiento.

Rebus le puso el carné delante de las narices.

– Hay que llevar a estos dos a la comisaría más cercana -dijo.

– No es para tanto… -intervino el portero.

– ¿Quiere acompañarlos, amigo? -inquirió Rebus interrumpiéndole.

– ¿A qué comisaría? -preguntó el uniformado.

Rebus le miró.

– ¿A cuál pertenece usted?

– A la de Hull.

Rebus profirió un sonido de exasperación.

– Vamos a la de West End -dijo-. Está en Torphichen Place.

El uniformado asintió con la cabeza.

– Cerca de Haymarket, ¿no?

– Exacto -dijo Rebus.

– Tengo inmunidad diplomática -insistió el keniano.

Rebus se volvió hacia él.

– Se trata de un procedimiento imprescindible -dijo buscando palabras largas que contentaran al hombre.

– No querrá que vaya yo… -dijo la mujer señalando sus generosos pechos.

Rebus no osó mirar a Hackman por si se le caía la baba.

– Me temo que sí -dijo Rebus, haciendo un gesto al uniformado.

Cliente y bailarina fueron llevados al coche patrulla.

– Uno delante y otro atrás -dijo el conductor a su compañero.

La bailarina miró a Rebus al pasar junto a él.

– Un momento -dijo él quitándose la chaqueta y echándosela a la mujer por los hombros, y, volviéndose hacia Hackman, añadió-: Tengo que atender este asunto.

– Agradable asunto, ¿no? -comentó el inglés con mirada lasciva.

– No quiero que se produzca un incidente diplomático -replicó Rebus-. ¿Se las apañará solo?

– De maravilla -contestó Hackman, dándole una palmada en la espalda-. Seguro que estos amigos -añadió de modo que los porteros lo oyeran- no harán pagar entrada a un servidor de la ley.

– Un consejo, Stan -dijo Rebus.

– ¿Cuál?

– Que no se le vaya la mano.


* * *

La sala del DIC estaba desierta y no había rastro de Reynolds Culo de Rata ni de Shug Davidson. Sería más fácil conseguir dos cuartos de interrogatorio y una pareja de uniformados que hicieran de canguros.

– Hombre, qué bien -dijo uno de los agentes.

Primero la bailarina. Rebus le llevó un vaso de plástico con té.

– Recuerdo incluso cómo lo tomas -dijo a la mujer.

Molly Clark estaba sentada con los brazos cruzados, cubierta como buenamente podía con la chaqueta de él. Movía los pies, nerviosa, con gesto crispado.

– Podría haber dejado que me cambiase -dijo dolida, sorbiendo por la nariz.

– ¿Temes enfriarte? No te preocupes, dentro de cinco minutos te llevará un coche.

Ella dirigió hacia él su rostro con los ojos cargados de rímel y las mejillas de colorete.

– ¿No me va a denunciar? -preguntó.

– ¿Por qué? Nuestro amigo no querrá presentar denuncia, ya lo verás.

– Soy yo quien debería denunciarle a él.

– Lo que tú digas, Molly -dijo Rebus ofreciéndole un cigarrillo.

– Hay un letrero de «Se prohíbe fumar» -advirtió ella.

– Pues sí -replicó él encendiendo el suyo.

Ella dudó un instante.

– Bueno… -dijo cogiendo el cigarrillo e inclinándose sobre la mesa para que le diera fuego.

El perfume se le quedaría impregnado en la chaqueta durante semanas. Molly inhaló con fuerza y tragó el humo.

– Cuando fuimos el domingo a veros -dijo Rebus-, Eric no dijo cómo os conocisteis. Ahora creo que ya lo sé.

– Bravo -dijo ella mirando la punta al rojo del cigarrillo. Balanceaba levemente el cuerpo moviendo la pierna de arriba abajo.

– Entonces, ¿él sabe cómo te ganas la vida? -preguntó Rebus.

– ¿Es eso asunto suyo?

– En realidad, no.

– Pues, entonces… -Volvió a aspirar con fuerza el cigarrillo como si fuera un nutriente. El humo barrió el rostro de Rebus-. Entre Eric y yo no hay secretos.

– Muy bien.

Finalmente, ella le miró a los ojos.

– Me estaba tocando. Y en cuanto a lo de la cartera… -añadió con un gesto de desdén-. Distinta cultura pero la misma mierda. Por eso Eric significa algo para mí -añadió más calmada.

Rebus asintió con la cabeza.

– Es tu amigo keniano el que tiene problemas; no tú -dijo.

– ¿De veras? -inquirió ella con la misma gran sonrisa del domingo, y la inhóspita sala pareció iluminarse un instante.

– Eric tiene suerte.


* * *

– Tiene usted suerte -dijo Rebus al keniano.

Estaban en el cuarto de interrogatorios número 2, diez minutos después. De The Nook iban a enviar un coche -y algo de ropa- para Molly, que había prometido dejar la chaqueta de Rebus en el mostrador de recepción de la comisaría.

– Me llamo Joseph Kamweze y tengo inmunidad diplomática.

– En tal caso, no tendrá inconveniente en enseñarme su pasaporte, Joseph -dijo Rebus tendiendo la mano-. Si es diplomático, constará en el pasaporte.

– No lo llevo encima.

– ¿Dónde se aloja?

– En el Balmoral.

– Vaya sorpresa. ¿Le paga la habitación Pennen Industries?

– El señor Richard Pennen es un buen amigo de mi país.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Rebus reclinándose en la silla.

– Por asuntos comerciales y de ayuda humanitaria.

– Montando microchips en piezas de armamento.

– No veo la relación.

– ¿Qué está haciendo en Edimburgo, Joseph?

– Formo parte de la misión comercial de mi país.

– ¿Y qué parte de su cometido le llevó esta noche a The Nook?

– Tenía sed, inspector.

– ¿Y estaba un poco caliente?

– No veo muy bien qué trata de insinuar. Ya le he dicho que gozo de inmunidad.

– De lo cual me alegro por usted. ¿No conocerá a un político británico llamado Ben Webster?

Kamweze asintió con la cabeza.

– Le conocí en Nairobi, en la Alta Comisión.

– ¿No le ha visto en este viaje?

– No tuve ocasión de poder hablar con él la noche en que perdió la vida.

– ¿Estaba en el castillo? -inquirió Rebus mirándole.

– Efectivamente.

– ¿Vio allí al señor Webster?

El keniano asintió con la cabeza.

– No consideré necesario hablar con él en esa ocasión ya que íbamos a vernos en el almuerzo de Prestonfield House -contestó Kamweze compungido-. Y después tuvo lugar esa tragedia.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Rebus tenso.

– Por favor, no me malinterprete. Lo que quiero decir es que ha sido una gran pérdida para la comunidad internacional.

– ¿No vio lo que sucedió?

– Nadie. Quizá las cámaras contribuyan a explicarlo.

– ¿Las cámaras de seguridad? -inquirió Rebus, dándose casi una palmada en la frente. Si el castillo era sede del ejército, naturalmente que tenía que haber videovigilancia.

– Nos llevaron en visita guiada al centro de control. Es de una tecnología impresionante. El terrorismo es cada vez una amenaza más grave, ¿no es cierto, inspector?

Rebus permaneció un instante en silencio.

– ¿Qué dijeron los demás sobre el hecho? -preguntó al fin.

– No acabo de entender… -dijo Kamweze con el ceño fruncido.

– Las otras delegaciones, esa pequeña Liga de Naciones con la que estuvo en Prestonfield. ¿Oyó algún rumor respecto al señor Webster?

El keniano negó con la cabeza.

– Dígame una cosa, ¿se muestran todos tan complacidos como usted con Richard Pennen?

– Inspector, le repito que no creo… -Kamweze, sin acabar la frase, se puso en pie, derribando la silla-. Me gustaría marcharme -añadió.

– ¿Tiene algo que ocultar, Joseph?

– Creo que me ha traído aquí con un falso pretexto.

– Podemos volver al primer motivo y hablar de esa delegación de un solo individuo de su país y sus andanzas por los bares de destape de Edimburgo -dijo Rebus inclinándose sobre la mesa y apoyando los brazos-. En esos locales hay también cámaras de seguridad, Joseph, y habrá quedado grabado.

– Gozo de inmunidad…

– No estoy insinuando nada, Joseph. Sólo pienso en la gente de su país. Supongo que tendrá familia en Nairobi… ¿Su padre, su madre, tal vez una esposa e hijos?

– ¡Quiero marcharme! -exclamó Kamweze dando un puñetazo en la mesa.

– Tranquilo -dijo Rebus alzando las manos-. Se trata de una simple charla.

– ¿Desea provocar un incidente diplomático, inspector?

– No lo sé -respondió Rebus pensativo-. ¿Y usted?

– ¡Esto es indignante!

Dio otro puñetazo en la mesa y se dirigió a la puerta. Rebus no se lo impidió. Encendió un cigarrillo, puso las piernas sobre la mesa cruzándolas por los tobillos, se estiró hacia atrás y miró al techo. Naturalmente, Steelforth no había dicho nada de las cámaras de seguridad, y él sabía que le costaría lo suyo conseguir que le dejaran ver el metraje por tratarse de algo exclusivamente propiedad de la guarnición militar y fuera de su jurisdicción.

Lo que no le impediría plantearlo.

Al cabo de un minuto llamaron a la puerta y entró un uniformado.

– Nuestro amigo africano dice que quiere un taxi para volver al Balmoral.

– Dígale que un paseo a pie le vendrá bien -dijo Rebus-. Y coméntele que procure que no le entre sed otra vez.

– ¿Cómo? -inquirió el agente desconcertado.

– Dígaselo tal cual.

– Sí, señor. Ah, otra cosa…

– ¿Qué?

– Aquí no se puede fumar.

Rebus volvió la cabeza y miró fijamente al agente hasta que se marchó. Cuando hubo cerrado la puerta sacó el móvil del bolsillo del pantalón, marcó un número y esperó.

– ¿Mairie? Tengo una información que a lo mejor te sirve -dijo.

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