CARA CUATRO: EMPUJE FINAL

VIERNES 8 DE JULIO
Capítulo 22

La primera página la ocupaba una matanza con grandes fotos en color del autobús rojo londinense de dos pisos y supervivientes salpicados de sangre y hollín con la mirada vacua, entre ellos una mujer con una enorme compresa en la cara. Edimburgo vivía los hechos como una molestia postraumática. El autobús de Princes Street con amenaza de bomba había sido remolcado tras su explosión controlada, e igual procedimiento se aplicó a una bolsa abandonada en una tienda cercana. Quedaban restos de vidrio en la calzada y algún parterre destrozado durante los disturbios del miércoles, pero todo parecía haber sucedido hacía ya mucho tiempo. La gente había vuelto al trabajo, los escaparates lucían sin planchas de madera y las barreras, desmontadas, se las llevaron en camiones. También Gleneagles se vaciaba de manifestantes. Blair regresó en avión desde Londres a tiempo para la ceremonia de clausura, en la que hubo discursos y firmas, pero la gente no sabía qué pensar de todo aquello. Las bombas de Londres habían servido de excusa perfecta para abreviar las conversaciones comerciales. Se concedería una ayuda extra a África, pero no tanta como la reclamada en la campaña de protestas. Antes de acabar con la pobreza, los políticos tenían otra guerra en que luchar.

Rebus cerró el periódico y lo tiró sobre la mesita junto a la silla. Se encontraba en la Jefatura de la Policía de Lothian y Borders en Fettes Avenue por haber recibido la orden de presentarse a primera hora de la mañana. La secretaria del jefe superior replicó en forma tajante a su protesta por la premura.

– Inmediatamente -dijo.

Por eso Rebus únicamente hizo un alto para tomar un café con un bollo y comprar un periódico. Aún le quedaba un trozo de rosca en la mano cuando se abrió la puerta. Se puso en pie, pensando que entraría, pero por lo visto a Corbyn le bastaba con despacharlo en el pasillo.

– Creí que le había advertido debidamente, inspector Rebus, que quedaba apartado del caso.

– Sí, señor.

– ¿Entonces?

– Mire, señor, yo sabía que no estaba autorizado a trabajar en el caso de Auchterarder, pero pensé que debía aclarar algunos flecos en relación con Ben Webster.

– Está suspendido de servicio.

– ¿No únicamente en un caso? -replicó Rebus estupefacto.

– Sabe perfectamente lo que significa una suspensión.

– Lo siento, señor, será por la edad…

– Qué duda cabe -susurró Corbyn-. Tiene ya derecho a pensión máxima por jubilación. No sé por qué sigue en el cuerpo.

– No tengo nada mejor que hacer, señor. -Rebus hizo una pausa-. Por cierto, ¿es delito que un elector pregunte a su diputado?

– Es el ministro de Comercio, Rebus. Lo que quiere decir mano derecha del primer ministro. Hoy concluye el G-8 y no queremos ningún desdoro a estas alturas.

– Bien, no tengo motivo para molestar de nuevo al ministro.

– Ya lo creo que no; ni a nadie más. Es su última oportunidad. En este caso tal vez se libre con una reprimenda oficial, pero si su nombre vuelve a aterrizar en mi mesa una vez más… -añadió Corbyn esgrimiendo un dedo para dar énfasis a sus palabras.

– Entendido, señor.

El teléfono de Rebus comenzó a sonar, y lo sacó del bolsillo para comprobar el número: no lo conocía y arrimó al oído el aparatito plateado.

– Diga.

– ¿Rebus? Soy Stan Hackman. Quería llamarle ayer, pero en vista de lo ocurrido…

Rebus notaba los ojos de Corbyn clavados en su persona.

– Cariño -canturreó al micrófono-, ahora te llamo, te lo prometo. -Añadió el sonido de un besito y cortó la comunicación-. Era una amiga -dijo a Corbyn.

– Una mujer con entereza -comentó el jefe de policía abriendo la puerta de su despacho y poniendo fin a la entrevista.


* * *

– ¿Keith?

Siobhan estaba sentada en el coche, con el cristal de la ventanilla bajado. Keith Carberry iba camino de la sala de billar. El local abría a las ocho y Siobhan, para mayor seguridad, llevaba un cuarto de hora esperando, viendo obreros cansados llegar a la parada del autobús. Le hizo seña con la mano para que se acercara al coche, y el jovenzuelo miró a derecha e izquierda, temiéndose una emboscada; llevaba bajo el brazo un estuche negro alargado: su taco privado, que podía servir de arma en caso necesario.

– ¿Sí? -dijo él.

– ¿Te acuerdas de mí?

– Hasta aquí llega la peste a poli. -Llevaba echada la capucha de su casaca de marinero sobre la gorra clara de béisbol. La misma indumentaria con que aparecía en las fotos-. Ya sabía que volveríamos a vernos; la otra noche estaba calentona -añadió cogiéndose la entrepierna con la mano.

– ¿Qué tal en los juzgados?

– Estupendamente.

– Sí, con una condena por alteración del orden y en libertad provisional con prohibición de acercarte a Princes Street y obligado a presentarte a diario en la comisaría de Craigmillar -recitó ella.

– ¿Qué es esto, un acoso? Me han dicho que hay mujeres con verdadera obsesión. -Se echó a reír y se irguió-. ¿Hemos acabado?

– Hemos empezado.

– Muy bien -dijo él-. Pues, dentro la espero.

Siobhan le llamó por su nombre pero él, sin hacer caso, abrió la puerta del local y entró a los billares. Siobhan subió el cristal de la ventanilla, salió del coche, lo cerró y entró en Billares Lonnie's, «Las mejores mesas de Restalrig».

Había poca luz y olía a cerrado, como por falta de limpieza, y sólo en dos mesas había jugadores; Carberry echó monedas en una máquina de bebidas y sacó una lata de Coca-Cola.

Siobhan no vio a ningún encargado, lo que seguramente quería decir que estaba jugando una partida. Se oía el chocar de bolas y el sonido al caer en las troneras más las maldiciones protocolarias entre tiro y tiro.

– Potrero de los cojones.

– Vete a la mierda. La bola seis va al agujero de la esquina. Verás, idiota.

– Tía a la vista.

Cuatro pares de ojos la miraban. Sólo Carberry se hacía el ausente, bebiendo su refresco. Al fondo del local sonaba una radio mal sintonizada.

– ¿Qué desea, guapa? -preguntó uno de los que jugaban.

– Quería jugar unas partidas -dijo Siobhan tendiéndole un billete de cinco libras-. ¿Me da cambio?

El interfecto no tenía ni veinte años, pero con toda evidencia era el encargado del primer turno. Cogió el billete, abrió la caja de detrás del mostrador y contó diez monedas de cincuenta peniques.

– Las mesas no son gran cosa -comentó ella.

– Son una mierda -terció otro de los jugadores.

– Cierra el pico, Jimmy -replicó el joven encargado, pero el otro estaba embalado.

– Eh, guapa, ¿viste la película del Acusado? Si te da la vena como a Jodie Foster podemos echar el cerrojo a la puerta.

– Intenta algo y serás tú quien echará a correr -replicó Siobhan.

– No le haga caso -dijo el jovenzuelo-. Jugamos una partida, si quiere.

– Es conmigo con quien quiere jugarla -dijo en voz alta Keith Carberry, lanzando un eructo al tiempo que estrujaba la lata con un puño.

– Tal vez después -dijo Siobhan al jovenzuelo, acercándose a la mesa de Carberry. Se agachó y metió la moneda en la ranura-. Colócalas -dijo.

Carberry cogió el triángulo y reunió las bolas mientras ella elegía taco. El cuero de la punta era una pena y no había tiza. Carberry abrió su estuche, enroscó las dos piezas de su taco, sacó una tiza nueva azul del bolsillo del pantalón, frotó la punta del taco y volvió a guardársela, dirigiendo un guiño a Siobhan…

– Si quiere tiza, cójala -dijo-. ¿Lo echamos a cara o cruz?

Se oyeron unas risotadas, pero Siobhan ya estaba inclinada para tirar con la bola blanca. Era un tapete descolorido y con desgarrones, pero a pesar de ello hizo un buen tiro, dispersando bien las bolas y metiendo una rayada en la tronera del medio. A continuación metió otras dos y luego falló una en el rincón.

– Juega mejor que tú, Keith -comentó un jugador de otra mesa.

Carberry, sin hacerle caso, metió tres bolas seguidas e intentó meter una cuarta muy difícil tirando a tres bandas, pero falló por dos centímetros. Siobhan jugaba a lo seguro y él trataba de superar su ventaja con aquel tiro difícil fallido.

– Tengo dos tiros -dijo Siobhan.

Los necesitaba para meter una, y a continuación hizo doblete con otras dos, arrancando un murmullo de admiración en los jugadores de la otra mesa, que habían dejado de jugar para mirar. Metió directas las dos que quedaban y en la mesa quedó sólo la negra, que tiró de corrido por la banda inferior, pero se paró justo ante la tronera. Carberry remató la partida.

– ¿Quiere otra lección? -preguntó con sonrisa de satisfacción.

– Primero voy a beber algo -dijo ella acercándose a la máquina y sacando una Fanta.

Carberry la siguió. Los otros jugadores reanudaron sus partidas, mientras ella pensaba que no había quedado tan mal.

– No les has dicho quién soy -dijo en voz queda-. Gracias.

– ¿Qué es lo que busca?

– Te busco a ti, Keith -respondió Siobhan tendiéndole un papel doblado, copia de la foto del parque de Princes Street.

Él lo cogió, lo miró e hizo gesto de devolvérselo.

– ¿Y qué? -preguntó.

– Mira bien otra vez a esa mujer a quien golpeaste… -dijo ella dando un trago a la lata-. ¿No encuentras parecido?

– No me diga que… -replicó él mirándola.

Ella asintió con la cabeza.

– Mi madre acabó en el hospital por tu culpa, Keith. A ti no te importaba a quién golpeabas ni si hacías mucho daño. Fuiste allí a organizar jaleo a cuenta de quien fuese.

– Y ya he pasado por los juzgados.

– He leído las actas, Keith, pero al fiscal no le consta esa agresión -dijo Siobhan dando unos golpecitos en la foto-, simplemente el testimonio ocular del agente que te sacó de entre la multitud y te vio tirar el palo. ¿Sabes lo que te caerá? ¿Una multa de cincuenta libras?

– A pagar con una libra semanal a descontar de mi paga.

– Pero si yo les doy esta foto, y otras que tengo, será más bien pena de cárcel, ¿no crees?

– Ya me las arreglaré -replicó él seguro de sí mismo.

Ella asintió con la cabeza.

– Porque ya has estado otras veces, claro. Pero hay condenas -hizo una pausa- y condenas.

– ¿Cómo?

– Una palabra mía y de buenas a primeras los polis no serán tan amables. Y pueden enviarte a una galería donde sólo van los peores presos: delincuentes sexuales, psicópatas, condenados a prisión perpetua con nada que perder. Tu expediente dice que has estado como delincuente juvenil en prisión abierta. ¿Sabes por qué dices que te las puedes arreglar? Porque no has pasado por ello.

– ¿Todo esto porque su madre se interpuso al palo?

– Todo esto -replicó ella- porque puedo. Y voy a decirte una cosa, tu amigo Tench se enteró de todo anoche… Qué raro que no te avisara.

El muchacho encargado de los billares miró un mensaje de texto y les llamó:

– Eh, pichoncitos, el jefe quiere hablaros.

– ¿Qué? -exclamó Carberry apartando la vista de Siobhan.

– El jefe -dijo el encargado señalando una puerta con el rótulo de «Privado», sobre la cual se veía una cámara de seguridad.

– Mejor será que vayamos -dijo Siobhan-, ¿no crees?

Se dirigió a la puerta y la abrió. Había un pasillo y una escalera. El despacho era un altillo con mesa, sillas y archivadores, algunos tacos rotos y una enfriadora de agua vacía. La luz entraba a través de dos ventanucos polvorientos del techo.

Allí les esperaba Big Ger Cafferty.

– Tú debes de ser Keith -dijo tendiendo la mano.

Carberry se la estrechó mirando alternativamente al gángster y a Siobhan.

– No sé si sabes quién soy.

Carberry dudó un instante hasta asentir con la cabeza.

– Sí, claro que lo sabes -añadió Cafferty señalándole una silla, mientras Siobhan permanecía de pie.

– ¿Es usted el dueño de estos billares? -preguntó Carberry con un temblor casi imperceptible.

– Desde hace años.

– ¿Y Lonnie?

– Murió antes de que tu nacieses, hijo -contestó Cafferty pasándose la mano por la pernera del pantalón como si estuviera manchada de tiza-. Bien, Keith… Me han hablado muy bien de ti, pero a mí me parece que has tomado un camino equivocado y ya es hora de que lo enmiendes ahora que estás a tiempo. Tu madre sufre por ti y tu padre ha perdido la chaveta porque ya no puede sacudirte sin recibir él, y tienes a tu hermano mayor encerrado en Shotts por robo de coches -añadió Cafferty meneando con disgusto la cabeza-. Pareces tener un destino trazado de antemano contra el que nada puedes. -Hizo una pausa-. Pero podemos arreglarlo, Keith, si estás dispuesto a ayudarnos.

Carberry no salía de su aturdimiento.

– ¿Me van a dar una paliza o qué? -dijo.

Cafferty alzó los hombros.

– Sí, eso también podemos arreglarlo, claro. A la sargento Clarke aquí presente nada le gustaría más que verte llorar como un niño. Y es lógico, visto lo que le hiciste a su madre. -Hizo otra pausa-. Pero hay una posibilidad.

Siobhan se rebulló ligeramente, con ganas de llevarse a Carberry de allí y huir de la voz hipnótica de Cafferty. El gángster debió de advertirlo y la miró, aguardando su decisión.

– ¿Qué es lo que quieren? -preguntó Keith Carberry.

Cafferty no contestó y siguió mirando a Siobhan.

– A Gareth Tench -dijo ella-. Sólo a él.

– Y tú, Keith, nos lo vas a entregar.

– ¿Entregar?

Siobhan advirtió que a Carberry casi no le sostenían las piernas. Cafferty le tenía aterrado y probablemente ella también.

«Tú te lo has buscado», se dijo para sus adentros.

– Tench te está utilizando, Keith -añadió Cafferty con voz suave como de nana-Él no es tu amigo ni piensa serlo.

– No me dijo que lo fuese -balbució el joven.

– Eso es -dijo Cafferty levantándose despacio y mostrándose casi tan ancho como la mesa-. Repítetelo una y mil veces -añadió-, para que te sea más fácil cuando llegue el momento.

– ¿Qué momento? -repitió Carberry.

– El momento de entregárnoslo.


* * *

– Perdone por lo de antes -dijo Rebus a Hackman.

– ¿Qué es lo que interrumpí?

– Una bronca del jefe de la policía.

Hackman se echó a reír.

– Es usted un hombre que me gusta, Johnny, pero ¿a cuento de qué me llamó «cariño»? Ah, claro, deje que piense -añadió alzando una mano-. No quería que se enterase de que era una llamada profesional… porque se supone que no tiene que estar de servicio, ¿verdad?

– Me han suspendido de servicio -dijo Rebus.

Hackman dio una palmada y volvió a reír.

Estaban sentados en un pub llamado The Crags recién abierto, y eran los únicos clientes. Era el bar más cercano a Pollock Halls, frecuentado por estudiantes atraídos por su batería de videojuegos y juegos de tablero, hilo musical y hamburguesas baratas.

– Me alegro de que haya alguien a quien tanto le divierta mi vida -musitó Rebus.

– Bueno, ¿a cuántos anarquistas aporreó?

Rebus negó con la cabeza.

– Lo que hice fue meter la nariz donde no debía.

– Se lo repito, John, es un hombre que me gusta. Por cierto, no le he dado las gracias como es debido por indicarme The Nook.

– Me satisface que le gustara.

– ¿Acabó en la cama con la bailarina?

– No.

– La verdad, era la mejor de un conjunto mediocre. Ni me molesté en entrar en el reservado especial -dijo con la mirada perdida un instante, rememorando algo, pero inmediatamente parpadeó y volvió a la realidad-. Bien, ahora que le han mostrado tarjeta roja, ¿qué hago? ¿Le doy la información o la dejo en la bandeja de «pendiente»?

Rebus dio un sorbo a su vaso de zumo de naranja. Hackman ya había despachado la mitad de su cerveza.

– Somos dos simples combatientes que sostienen una conversación -dijo Rebus.

– Eso es -dijo el inglés asintiendo pensativo con la cabeza-. Y que se toman juntos una copa antes de volver a casa.

– ¿Se marcha a Londres?

– Hoy por la tarde -contestó Hackman-. Y, la verdad, no lo he pasado mal.

– Vuelva en otra ocasión -dijo Rebus- y le enseñaré el resto de las vistas.

– Aja, dicho lo cual, se esfumaron mis reservas -dijo Hackman arrimando levemente la silla-. ¿Recuerda que le dije que Trevor Guest estuvo un tiempo en Escocia? Bien, pues pedí a un compañero que desempolvara archivadores -añadió metiendo la mano en el bolsillo, cogiendo la libreta y abriendo una página con apuntes-. Trevor estuvo en Borders cierto tiempo, pero la mayor parte lo pasó en Edimburgo; tenía una habitación en Craigmillar y trabajó temporalmente en un centro de mayores; seguramente en aquel entonces no se pedían informes de antecedentes.

– ¿Un centro de día para adultos?

– Para ancianos. Los llevaba en la silla de ruedas al váter y al comedor. Al menos, es lo que declaró.

– ¿Estaba ya fichado?

– Por un par de robos con allanamiento, pequeña posesión y maltrato a una novia que no quiso denunciarle. Eso significa que dos de sus víctimas tienen una relación local.

– Sí -dijo Rebus-. ¿De qué fecha estamos hablando?

– De hará cuatro o cinco años.

– ¿Me disculpa un minuto, Stan?

Se levantó y fue al aparcamiento, cogió el móvil y llamó a Mairie Henderson.

– Soy John -dijo.

– Ya era hora. ¿Por qué no dais ninguna información sobre el caso de la Fuente Clootie? Mi jefe de redacción dice que soy tonta.

– Acabo de descubrir que la segunda víctima vivió un tiempo en Edimburgo y trabajó en un centro de ancianos de Craigmillar. Lo que no sé es si se metería en algún lío mientras vivió aquí.

– ¿No tiene la policía ordenadores para averiguarlo?

– Yo prefiero servirme de los contactos tradicionales.

– Bueno, puedo hacer una búsqueda en el banco de datos y tal vez preguntar a uno que conozco de los juzgados por si sabe algo. Joe Cowrie tiene ese empleo hace años y se acuerda de todos los casos.

– Ah, pues mejor, porque éste podría ser de hace cinco años. Llámame con lo que averigües.

– ¿Crees que el asesino está aquí en Edimburgo?

– Yo no le diría eso al jefe de redacción. Que reserve sus esperanzas para más adelante.

Rebus cortó la comunicación y volvió al pub. Hackman tenía delante otra pinta de cerveza y señaló con la barbilla el vaso de Rebus.

– ¿No se ofende si le invito a otro de eso?

– No, gracias -contestó Rebus-. Y gracias por tomarse la molestia con esto -añadió dando unos golpecitos sobre la libreta abierta.

– Por un compañero que lo necesita se hace lo que sea -dijo Hackman alzando el vaso.

– Por cierto, ¿qué tal están los ánimos en la residencia?

A Hackman se le ensombreció el rostro.

– Anoche todos estábamos deprimidos y muchos de la metropolitana no paraban de hablar por el móvil; otros ya se habían marchado. Todos detestamos Londres, pero cuando vi por la tele a los londinenses, demostrando que la vida sigue a pesar de todo…

Rebus asintió con la cabeza.

– Soy un poco como usted, ¿eh, John? -dijo Hackman riendo de nuevo-. Leo en su cara que no piensa renunciar porque le hayan metido un puro.

Rebus reflexionó un instante una réplica, pero lo que hizo fue preguntar a Hackman si no tenía por casualidad la dirección del asilo de Craigmillar.

Quedaba apenas a cinco minutos en coche desde The Crags.

Antes de volver a Pollock Halls a hacer la maleta, Hackman se despidió con un apretón de manos y la advertencia de que no olvidase la promesa de un recorrido por los bares de destape «más allá de The Nook».

– Le doy mi palabra -dijo Rebus, a sabiendas de que ninguno de los dos sabían si se presentaría la ocasión.

Por el camino, Rebus contestó a una llamada de Mairie, que no encontraba nada sobre la época en que Trevor Guest vivió en Edimburgo. Si Joe Cowrie no lo recordaba es que no había comparecido ante los tribunales. Rebus le dio las gracias y le prometió que tendría la exclusiva de cualquier cosa que él averiguara.

El asilo estaba junto a un polígono industrial. Rebus olió a emanaciones de diesel y a algo parecido a goma quemada; las gaviotas graznaban sobre su cabeza al atisbo de algo que comer. El centro era un chalé ampliado con una zona protegida para tomar el sol y por las ventanas vio ancianos escuchando música de acordeón.

– Dentro de diez años y con suerte, John -musitó.

La muy eficiente secretaria, la señora Eadie -no le dijo su nombre de pila-, conservaba el expediente de Trevor en el archivador a pesar de que éste sólo había trabajado un par de horas a la semana durante un mes más o menos. No se lo podía enseñar, por el derecho a la intimidad, etcétera, a menos que le presentara una autorización.

Rebus asintió con la cabeza. El termostato del edificio estaba a tope y le sudaba la espalda en aquella oficina pequeña y cerrada, con un desagradable olor a polvos de talco.

– Este individuo -comentó a la señora Eadie- tuvo problemas con la policía. ¿Cómo es que no lo sabían cuando le contrataron?

– Sabíamos que tenía problemas, inspector. Nos lo dijo Gareth.

– ¿El concejal Gareth? -le preguntó Rebus mirándola-. ¿Fue él quien trajo a Trevor Guest?

– No es fácil encontrar hombres fuertes que quieran trabajar en un sitio como éste -respondió la señora Eadie- y tenemos amistad con el concejal.

– ¿Quiere decir que les trae voluntarios?

Ella asintió con la cabeza.

– Tenemos mucho que agradecerle.

– Estoy seguro de que un día de estos vendrá a cobrárselo.

Cinco minutos después salía a la calle y oyó que el acordeón había sido reemplazado por un disco de Moira Anderson. En aquel preciso instante se juró suicidarse antes que resignarse a una silla con una mantita para que le alimentaran con una cuchara al son de Charlie Is My Darling.

Siobhan aguardaba hacía tiempo sentada en el coche frente a la casa de Rebus. Había subido al piso pero él no estaba. Bueno, casi mejor, porque aún temblaba. Sentía un nerviosismo interior y no creía que fuese por la cafeína. Se miró en el retrovisor y, al comprobar una leve palidez, se dio palmaditas en las mejillas para recuperar el color. Tenía la radio puesta, pero había prescindido de las noticias, porque las voces le sonaban demasiado frágiles y desvalidas o edulcoradas y conniventes, y sintonizó música clásica en FM. Conocía aquella melodía pero no recordaba qué era. Ni podía esforzarse por recordar.

Keith Carberry salió de los Billares Lonnie's como un condenado a quien su abogado acaba de salvarle del corredor de la muerte: con verdadera ansia de respirar aire fresco. El joven encargado tuvo que decirle que no se le olvidara el taco.

Siobhan contempló la escena por el monitor de la cámara de seguridad; unas figuras borrosas en aquella pantalla grasienta a la que Cafferty había dotado de sonido que llegaba distorsionado desde el destartalado altavoz situado a pocos pasos.

– ¿A qué tanta prisa, Keith?

– Olvídame, mierdosa.

– Te dejas tu espada mágica.

Carberry apenas hizo alto un instante para guardar su taco en el estuche.

– Creo que le hemos doblegado -dijo Cafferty pausadamente.

– Para lo que nos va a servir… -replicó Siobhan.

– Hay que tener paciencia -añadió Cafferty-. La lección ha valido la pena, sargento Clarke.

Una vez en su coche, Siobhan sopesó las posibilidades y pensó que lo más sencillo sería entregar las pruebas al fiscal para que Keith Carberry compareciera de nuevo ante el juez con un cargo grave. Así, Tench saldría bien librado. Bueno, ¿y qué? Aun suponiendo que el concejal hubiese ideado las agresiones al campamento de Niddrie, lo cierto era que había salido en su defensa en los jardincillos traseros de los bloques, y Carberry no iba en broma con ella, porque estaba embalado por la adrenalina.

Sí, Carberry la amenazó en serio y había disfrutado al verla atemorizada y con pánico. Era algo que a veces una no puede dominar. Y Tench había salvado la situación.

Eso no podía negarlo.

Pero por otro lado, a Carberry no podía perdonarle lo de su madre. No sería justo. Ella quería más. Algo más que disculpas o muestras de remordimiento, no una simple sentencia de semanas o meses con libertad condicional.

Cuando sonó el teléfono tuvo que aflojar los dedos con que aferraba el volante. Por la pantalla vio que era Eric Bain. Murmuró una maldición y contestó:

– ¿Qué se te ofrece, Eric? -preguntó con un entusiasmo algo exagerado.

– ¿Cómo va todo, Siobhan?

– Lentamente -respondió riendo, pellizcándose el puente de la nariz. «Nada de histerismos», se dijo.

– Bueno, no sé si… pero conozco a alguien con quien a lo mejor te convendría hablar.

– ¿Ah, sí?

– Es una amiga que trabaja en la universidad, a quien hace unos meses ayudé en una simulación por ordenador…

– Ah, qué bien.

Se hizo un silencio.

– ¿Seguro que te encuentras bien?

– Muy bien, Eric. ¿Y tú, qué tal? ¿Cómo está Molly?

– Molly, estupendamente… Bueno, te decía que esa universitaria…

– Sí, sí, dime. ¿Crees que debería ir a verla?

– Bueno, podrías llamarla antes. Quiero decir, a lo mejor no te sirve de nada.

– Es lo que suele suceder, Eric.

– Sí; no vale la pena.

Siobhan cerró los ojos y suspiró hondo.

– Perdona, Eric, perdona por desahogarme contigo.

– ¿Desahogarte de qué?

– De toda una semana de mierda.

– Te acepto la disculpa -dijo él riendo-. Te llamo más tarde cuando estés…

– Un momento, por favor -replicó ella estirando el brazo y sacando la libreta del bolso que tenía en el asiento del pasajero-. Dame su número de teléfono y hablaré con ella.

Bain le dijo el número y ella lo anotó, escribiendo el apellido lo mejor que supo, porque ninguno de los dos sabían bien cómo se deletreaba.

– Bien, ¿en qué crees tú que podrá ayudarme? -preguntó.

– Con algunas de sus descabelladas teorías.

– Ah, fantástico.

– No se pierde nada por escucharlas -comentó Bain.

Pero Siobhan pensaba de modo muy distinto. Sabía que escuchar podía tener sus repercusiones. Y adversas.


* * *

Hacía tiempo que Rebus no había estado en el ayuntamiento. El edificio estaba en High Street frente a la catedral de St. Giles, en un tramo de calzada cerrado a la circulación rodada, en principio; pero como la mayoría de los habitantes de Edimburgo, él no hizo caso de los indicadores y aparcó junto al bordillo. Creyó recordar que se había construido aquel inmueble como sede del comercio, pero los comerciantes no se aprovecharon y se lo quedaron los políticos. Con todo, no tardarían mucho en mudarse, porque dentro de los planes de desarrollo estaba previsto un nuevo aparcamiento cerca de la estación de Waverley, del que aún se ignoraba, naturalmente, en cuánto sobrepasaría el presupuesto, pero, de suceder como con el parlamento, en los bares de Edimburgo pronto habría tema de conversación que inflamara la indignación de los clientes.

El ayuntamiento se alzaba sobre una calle clausurada cuando la epidemia de la peste, llamada Mary King's Close, donde años atrás había investigado Rebus un asesinato en el húmedo laberinto subterráneo, el del hijo de Cafferty. Ahora era una zona rehabilitada y atracción turística en verano. Fuera, una empleada con cofia de sirvienta y enaguas repartía octavillas y trató de darle un vale de descuento. Rebus negó con la cabeza. Los periódicos informaban de que las atracciones se resentían por efecto de los disturbios del G-8 y que toda aquella semana los turistas habían brillado por su ausencia.

Hi-ho, silver lining -musitó Rebus silbando los primeros compases de la canción.

La recepcionista del mostrador le preguntó si la canción era Kylie y acto seguido sonrió dándole a entender que era una broma.

– Quiero hablar con Gareth Tench, por favor -dijo Rebus.

– Dudo que esté -contestó ella-. Al ser viernes, ya sabe… Muchos concejales aprovechan el viernes para visitar los distritos electorales.

– ¿Como excusa para salir antes? -aventuró Rebus.

– No sé qué quiere insinuar -replicó ella.

Aunque por la sonrisa con que lo dijo, él comprendió que lo sabía perfectamente. A Rebus le gustó. Miró si llevaba anillo de casada y, efectivamente, por lo que se puso a silbar «Otro que muerde el polvo».

La mujer comprobó una lista en una carpeta.

– Pues me parece que va a tener suerte -dijo-. Está con el Subgrupo del Comité de Regeneración Urbana… -añadió mirando el reloj que tenía a su espalda- y la reunión acaba dentro de cinco minutos. Le diré a la secretaria que le espera el ¿señor…?

– El inspector Rebus -contestó él-. John, si lo prefiere -añadió con una sonrisa.

– Siéntese, John.

Rebus le dirigió una leve inclinación de cabeza a guisa de gracias. Una segunda recepcionista atendía con menos fortuna a un matrimonio anciano que quería hablar con alguien sobre los contenedores de basura de su calle.

– Están a rebosar de las bolsas que tiran a deshora.

– Tenemos apuntadas las matrículas, pero no viene nadie a…

Rebus se sentó y optó por no coger nada de la oferta de lectura, que no era más que propaganda de las concejalías en formato de revista. A él le llegaba periódicamente al buzón, haciéndole contribuir a la campaña de reciclaje de papel. Sonó el móvil y lo abrió. Era el número de Mairie Henderson.

– ¿Qué se te ofrece, Mairie? -dijo.

– Esta mañana se me olvidó decirte que estoy averiguando cosas sobre Richard Pennen.

– A ver -dijo él saliendo del cuadrángulo del vestíbulo.

Vio el Rover del alcalde aparcado junto a las puertas de cristal. Se acercó a él y encendió un cigarrillo.

– El corresponsal de la sección financiera de un periódico de Londres me puso en contacto con un periodista por cuenta propia que vende artículos a revistas como Prívate Eye y éste me dio el contacto de un productor de televisión que sigue la pista a Pennen desde que la empresa se desgajó del Ministerio de Defensa.

– De acuerdo; te has ganado el sueldo esta semana.

– Bueno, a lo mejor me acerco a Harvey Nicks a gastármelo.

– De acuerdo, no hago más comentarios.

– Resulta que Pennen está relacionado con una empresa americana llamada TriMerino que actualmente tiene personal en Irak. Durante la guerra, mucho equipamiento quedó fuera de servicio y también armamento, naturalmente, y TriMerino se dedica a rearmar a los buenos…

– Sean quienes sean.

– … asegurándose de que la policía iraquí y las nuevas fuerzas armadas se basten por sí solas. Lo consideran -no te lo pierdas- ayuda humanitaria.

– ¿O sea que aguardan subvenciones?

– A Irak van a parar miles de millones y se han perdido ya unos cuantos, pero eso es otra historia. El sucio mundo de la ayuda externa: ése es el tema del productor de televisión.

– ¿Y piensa atrapar con su lazo a Richard Pennen?

– Eso es.

– ¿Y qué tiene que ver con mi difunto político? ¿Aparece algún dato que indique que Ben Webster controlaba dinero de la ayuda a Irak?

– Aún no -dijo ella.

Rebus advirtió que había caído ceniza del pitillo en el reluciente capó del Rover.

– Tengo la impresión de que me ocultas algo.

– Nada que tenga que ver con tu político fallecido.

– ¿No piensas compartirlo con tío John?

– Tal vez no lleve a ninguna parte. -Hizo una pausa-. Pero a mí me puede servir para un artículo. Soy la primera periodista a quien ese productor ha contado la historia.

– Enhorabuena.

– Podrías repetirlo con algo más de entusiasmo.

– Lo siento, Mairie, estoy pensando en otras cosas. Si puedes apretar los tornillos a Pennen, tanto mejor.

– Pero a ti no te ayuda en nada necesariamente, ¿no es eso?

– Me has hecho muchos favores, pero siempre sacas algo de ellos.

– Eso mismo pienso yo. -Volvió a hacer una pausa-. ¿Avanzas en el caso? Me imagino que habrás ido al asilo en que trabajó Trevor Guest.

– No averigüé gran cosa.

– ¿Hay algo a compartir?

– Todavía no.

– Eso suena a evasiva.

Rebus se apartó del coche al ver que salía gente del edificio: un chófer uniformado y otro individuo de uniforme y con una cartera, precediendo al alcalde en persona, quien advirtió la ceniza del capó, frunció el ceño y ocupó el asiento de atrás sin dejar de mirarle. Los dos hombres se acomodaron delante y Rebus pensó que la cartera guardaría el collar del cargo del alcalde.

– Gracias por la información sobre Pennen -dijo-. No dejes de llamarme.

– Te toca llamar a ti -replicó ella-. Ahora que volvemos a hablarnos, no voy a consentir una relación unilateral.

Rebus cortó la comunicación, tiró la colilla y volvió a entrar en el edificio, donde la recepcionista que le había atendido intervenía ahora en la discusión sobre las basuras.

– Tienen que hablar con Salud Ambiental -decía.

– No, guapa, esos no hacen caso.

– ¡Tienen que hacer algo! -gritó la esposa del hombre-. ¡Estamos hartos de que nos traten como a números!

– Bueno -terció la primera recepcionista, cediendo con un suspiro-, veré si hay alguien que les pueda atender. Coja un resguardo de la máquina -añadió señalando con la barbilla la expendedora.

El anciano sacó un papelito y se lo quedó mirando. Era un número. La recepcionista de Rebus le hizo seña para que se acercase y se inclinó a susurrarle que el concejal estaba a punto de bajar, sin dejar de mirar a la pareja para darle a entender que no quería que se enterasen.

– Supongo que es algo oficial -añadió con curiosidad.

Rebus se inclinó hacia su oído y sintió el perfume que despedía.

– Quiero que me limpien el alcantarillado -musitó.

La mujer se sorprendió y luego le dirigió una sonrisa aviesa por la gruesa broma. Momentos después aparecía Tench muy serio en el vestíbulo. Aferraba una cartera contra su pecho como si fuese un escudo.

– Esto ya es rayano en acoso pertinaz -dijo entre dientes. Rebus asintió con la cabeza como dándole la razón y estiró un brazo en dirección al matrimonio anciano.

– Aquí tienen al concejal Tench, que es muy atento -dijo.

La pareja se puso en pie sin que se lo dijeran dos veces y se acercó a él.

– Le espero fuera mientras les atiende -añadió Rebus.

Se había fumado otro pitillo cuando salió Tench. A través de los cristales, Rebus vio que la pareja había vuelto a sentarse, satisfecha de momento, como si hubiesen concertado otra entrevista.

– Es un mal nacido, Rebus -gruñó Tench-. Deme uno de esos pitillos.

– No sabía que le atraía el vicio.

Tench cogió un cigarrillo.

– Sólo cuando estoy estresado… y mientras entra en vigor la prohibición voy a aprovecharme. -Aspiró con fuerza y expulsó el humo por la nariz-. Es el único placer que tienen algunos, ¿sabe? ¿Recuerda lo que decía John Reid de las madres solteras de los suburbios?

Rebus lo recordaba perfectamente. Pero el secretario de Defensa John Reid había dejado de fumar y no era un apologeta apropiado del hábito.

– Perdone que le hiciera eso -dijo Rebus señalando con la barbilla hacia el interior del edificio.

– Les asiste la razón -dijo Tench- y va a atenderles un funcionario. No crea que le ha hecho mucha gracia que le convocara. Seguramente estaría ya viendo los hoyos y el birdie.

Sonrió y Rebus le secundó. Fumaron en silencio un instante en una situación que habría podido calificarse de amigable. Pero Tench tuvo que estropearlo.

– ¿Por qué está de parte de Cafferty, que es cien mil veces peor que yo?

– No se lo discuto.

– ¿Entonces?

– Yo no estoy de su parte -afirmó Rebus.

– Pues es lo que parece.

– Porque usted no ve el conjunto.

– Yo desempeño bien mis asuntos, Rebus. Si no me cree pregunte a mis representados.

– Estoy seguro de que es fantástico en sus asuntos, señor Tench. Y formar parte del Comité de Regeneración seguro que le procura buenas asignaciones para su distrito y sus representados serán más felices, gozarán de mejor salud y se comportarán debidamente.

– Se han construido nuevas viviendas donde sólo había casuchas, se han concedido incentivos para la instalación de industrias…

– ¿Se han mejorado los asilos? -añadió Rebus.

– Por supuesto.

– ¿Y se ha dado trabajo a sus recomendados, como es el caso de Trevor Guest?

– ¿Quién?

– Uno que venía de Newcastle a quien hace tiempo colocó usted en un asilo.

Tench asintió despacio con la cabeza.

– Sí, uno con problemas con la bebida y las drogas. No sería el único, ¿verdad, inspector? -añadió Tench con una mirada intencionada-. Yo traté de reinsertarle en la sociedad.

– Pero no dio resultado. Se marchó al sur y allí murió asesinado.

– ¿Asesinado?

– Es una de las víctimas cuyos efectos personales encontramos en Auchterarder. Otra es Cyril Colliar, quien, curiosamente, trabajaba para Big Ger Cafferty.

– ¡Qué manía la suya con colgarme algo! -exclamó Tench haciendo un gesto enfático con el cigarrillo.

– Sólo quiero hacerle unas preguntas sobre la víctima. Cómo le conoció y por qué se propuso ayudarle.

– ¡Vuelvo a repetirle que eso forma parte de mis obligaciones!

– Cafferty piensa que está reclutando matones.

Tench puso los ojos en blanco.

– Ya hemos hablado de ese tema. Yo lo único que quiero es verle acabar en el estercolero.

– ¿Y si nosotros no lo hacemos, lo hará usted?

– Yo haré cuanto pueda. Y no digo más -replicó pasándose las manos por la cara como si se lavara-. ¿Es que no lo ve, Rebus? Suponiendo que le tenga metido en el bolsillo, ¿no se le ha ocurrido que puede estar utilizándole para perjudicarme a mí? En mi distrito hay un grave problema de drogas, y me he propuesto controlarlo. Sin mí, Cafferty camparía a sus anchas.

– Usted lo que controla son pandillas.

– No.

– He visto cómo actúa. Ese enano suyo de la capucha va por ahí desmadrándose, lo que a usted le da pie para pedir más dinero a las autoridades. Saca dinero de los conflictos sociales.

Tench le miró, suspiró hondo y después dirigió la vista a derecha e izquierda.

– ¿Le digo una cosa y que quede entre nosotros?

Rebus guardó silencio.

– Muy bien, tal vez haya algo de verdad en lo que dice. El dinero para la regeneración es el objetivo. Si quiere le enseño los libros y verá que consta en ellos hasta el último céntimo.

– ¿Está Carberry incluido en el saldo?

– A Keith Carberry no se le puede controlar. A veces se le puede encarrilar en cierto modo. -Tench alzó los hombros-. Yo no tengo nada que ver con lo que sucedió en Princes Street.

El cigarrillo de Rebus se había consumido hasta el filtro y lo tiró.

– ¿Y ese Trevor Guest? -inquirió.

– Era un hombre en apuros que vino a pedirme ayuda, diciéndome que quería redimirse por algo que había hecho.

– ¿El qué?

Tench negó despacio con la cabeza, aplastó la colilla con el pie y adoptó una actitud reflexiva.

– A mí me dio la impresión de que sucedió algo que le causó un terror mortal.

– ¿Algo como qué?

Tench alzó los hombros.

– Drogas tal vez… La noche oscura del alma. Sí que tuvo problemas con la policía, pero a mí me pareció que era por otra cosa.

– Finalmente fue a la cárcel por reincidir en robo con allanamiento, agresión e intento de agresión sexual. Su comedia de buen samaritano no sirvió para regenerarle.

– Espero que no fuese comedia -comentó Tench pausadamente mirando al suelo.

– Ahora mismo la está haciendo -replicó Rebus-. Y creo que recurre a ella porque se le da bien. La misma comedia con que sedujo a Ellen Wylie; con unos vasos de vino y simpatía, sin mencionarle para nada a la señora que tiene en casa viendo la televisión.

Tench adoptó una actitud compungida, pero Rebus se contentó con una discreta risita sarcástica.

– Lo que me intriga -añadió- es su interés por Vigilancia de la Bestia, el modo de enredar a Ellen y a su hermana. En la página tuvo que ver la foto de su antiguo amigo Trevor, y es curioso que no lo mencionara.

– ¿Para arriesgarme a que usted cerrara aún más su cerco sobre mí? -replicó Tench negando despacio con la cabeza.

– Necesito una declaración completa sobre Trevor Guest; todo cuanto me ha contado y cualquier detalle que pueda añadir. Puede dejarla en Gayfield Square esta misma tarde. Espero que no le robe tiempo de su partida de golf.

– ¿Cómo sabe que juego al golf? -preguntó Tench mirándole.

– Por el modo en que se expresó comprendí que hablaba del tema con conocimiento de causa. -Rebus se inclinó hacia él-. No es difícil adivinar lo que piensa, concejal. En comparación con algunos que he conocido, usted es de lo más corriente.

Dejó a Tench con la palabra en la boca y al acercarse al coche y ver a un vigilante rondando, le señaló el letrero de policía del parabrisas.

– Es a criterio nuestro -replicó el hombre.

Rebus le dirigió un beso con la mano y se sentó al volante. Al arrancar vio por el retrovisor que alguien miraba al edificio desde la catedral: era Keith Carberry, con el mismo atuendo del día en que le había visto salir de los juzgados. Aminoró la marcha al ver que desviaba la mirada; paró el Saab y siguió observándole por el retrovisor, esperando que cruzara y fuese a hablar con su jefe, pero vio que permanecía quieto con las manos metidas en los bolsillos delanteros de su chaqueta con capucha y una especie de estuche negro bajo el brazo, ajeno a los grupos de turistas y mirando al otro lado de la calle, hacia el ayuntamiento y Gareth Tench.

Capítulo 23

– ¿Qué has estado haciendo? -preguntó Rebus al llegar.

Pensó que tal vez convendría darle una llave a Siobhan si utilizaban su piso como oficina.

– No mucho -respondió ella, quitándose la chaqueta-. ¿Y tú?

Entraron en la cocina y él enchufó el hervidor y le mencionó la relación de Trevor Guest y el concejal Tench. Siobhan hizo un par de preguntas mirando como echaba el café en polvo en las dos tazas.

– Eso explica el vínculo con Edimburgo -dijo.

– En cierto modo.

– ¿Por qué lo dudas?

Él meneó la cabeza.

– Tú misma lo dijiste; y Ellen también. Trevor Guest podría ser la clave. Para empezar, se diferencia de los otros por todas esas heridas… -dijo, dejando la frase en el aire.

– ¿Qué ocurre?

Pero Rebus volvió a negar con la cabeza y removió el café con la cucharilla.

– Tench cree que a Trevor le sucedió algo. Se drogaba y bebía bastante… Pero después se larga al norte y acaba en Craigmillar, conoce al concejal y trabaja unas semanas en un asilo de ancianos.

– En las notas no hay ningún dato que indique que hiciera algo antes o después.

– Pero es fácil que ocurra cuando se es ladrón y se necesita dinero.

– A menos que pensara robar en ese centro. ¿Te dijeron en el asilo si había desaparecido dinero?

Rebus negó con la cabeza, pero sacó el teléfono y llamó a la señora Eadie para preguntárselo. Ella le contestó diciendo que no. Siobhan se había sentado a la mesa del cuarto de estar y examinaba la documentación.

– ¿Y el tiempo que vivió en Edimburgo? -preguntó.

– Pedí a Mairie que lo comprobara. No quería que nadie más advirtiera que seguimos trabajando.

– ¿Y qué te dijo Mairie?

– Nada determinante.

– Tendremos que recurrir a Ellen.

Rebus sabía que tenía razón; hizo la llamada y previno a Ellen Wylie para que actuara con discreción.

– Si empiezas a buscar con el ordenador se darán cuenta.

– Ya soy mayorcita, John.

– No digo que no, pero el jefe supremo está alerta.

– Pierda cuidado.

Le deseó buena suerte y se guardó el móvil en el bolsillo.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó a Siobhan.

– ¿Por qué?

– Me pareció que estabas ausente. ¿Has hablado con tus padres?

– Desde que se marcharon, no.

– Lo mejor que puedes hacer es entregar esas fotos al fiscal para que le condenen.

Ella asintió con la cabeza, no muy convencida.

– Lo haré, ¿vale? -replicó-. Si alguien hubiese golpeado a quien tú más quieres…

– No hay mucho sitio en la cornisa, Shiv.

– ¿En qué cornisa? -replico ella mirándole.

– La cornisa en la que da la casualidad que yo me encuentro siempre. Ya sabes que no te conviene situarte cerca.

– ¿Se puede saber qué significa eso?

– Significa que entregues las fotos y lo dejes en manos del juez y el jurado.

– Probablemente tienes razón -añadió ella sin desviar la mirada.

– No hay alternativa -dijo Rebus- que merezca consideración.

– Es cierto.

– O, si quieres, pídeme que le dé una tunda a míster Gorra de Béisbol.

– ¿No eres un poco mayor para eso? -comentó ella con una leve sonrisa.

– Probablemente -asintió él-. Pero no me impediría intentarlo.

– Bueno, no hace falta. Yo sólo quería saber la verdad, al pensar que el agresor era uno del cuerpo -añadió ella pensativa.

– Con la semana que hemos tenido, bien podría haberlo sido -dijo él en voz baja acercando una silla y sentándose frente a ella.

– Pero no lo habría soportado, John. Es lo que quiero decir.

Él arrimó hacia sí con gesto aparatoso parte de los papeles.

– ¿Lo has descartado ya? -dijo.

– Sí, pero era una opción.

– ¿Estás ya menos ofuscada?

Aguardó a que se lo confirmara y vio que asentía débilmente con la cabeza y cogía unos papeles.

– ¿Por qué no habrá vuelto a matar?

Rebus tardó un instante en centrarse. Había estado a punto de decirle que había visto a Keith Carberry.

– No tengo ni idea -contestó finalmente.

– Generalmente, le toman gusto rápido, ¿no?

– En teoría.

– ¿Y nunca paran?

– Algunos puede que sí. Habrá algo en su interior que… se desconecta -añadió alzando los hombros-. No soy un experto.

– Ni yo. Por eso vamos a ver a alguien que dice serlo.

– ¿Qué?

Siobhan miró el reloj.

– Dentro de una hora. Lo que nos da tiempo a pensar las preguntas que queremos plantear.


* * *

El Departamento de Psicología de la Universidad de Edimburgo estaba en George Square. Dos lados de la primitiva construcción georgiana habían sido derribados y sustituidos por una serie de cajas de hormigón, pero el Departamento de Psicología era un edificio aparte en medio de dos de aquellos bloques. La doctora Gilreagh tenía un despacho en el último piso con vistas a los jardines.

– Es bonito y tranquilo en esta época del año -comentó Siobhan-, por la ausencia de estudiantes, me refiero.

– Sí, pero en agosto en los jardines se celebran espectáculos del Festival -replicó la doctora.

– Que ofrecen todo un laboratorio humano -añadió Rebus.

Era un despacho pequeño y lleno de luz. La doctora Gilreagh tenía treinta años cumplidos, pelo rubio rizado que le caía hasta la espalda y mejillas chupadas que Rebus interpretó como indicio de su origen irlandés a pesar de su deje local. Al sonreír al comentario que hizo él, su aguileña nariz y la barbilla se acentuaron aún más.

– Por el camino le he explicado al inspector Rebus -dijo Siobhan- que usted está considerada experta en este campo.

– Yo no diría tanto -alegó la doctora Gilreagh-, pero hay buenas perspectivas en el terreno de la investigación sobre perfil de delincuentes. En el aparcamiento de Crichton Street van a construir nuestro nuevo centro de informática, parte del cual se destinará a análisis conductual, lo que sumado a neurociencia y psiquiatría supondrá un enorme potencial -añadió sonriéndoles encantada.

– Pero usted no trabaja para ninguno de esos dos departamentos -no pudo por menos de señalar Rebus.

– Cierto, cierto -asintió ella locuaz y rebulléndose en la silla, como si fuese delito estar quieto. Delante de su rostro bailaban motas de polvo en los rayos de sol.

– ¿No podríamos echar la persiana? -preguntó Rebus, entornando los ojos en apoyo a su petición.

Ella se levantó de un salto, se disculpó y bajó la persiana veneciana amarillo claro, un simple toldo transparente que apenas aminoró la intensa luz del cuarto. Rebus miró a Siobhan, como tratando de comentarle que si la doctora Gilreagh estaba confinada en aquel ático por algo sería.

– Explíquele al inspector Rebus sus investigaciones -dijo ella para darle pie.

– Bien -dijo la doctora Gilreagh juntando las manos, estirando la espalda, rebulléndose y lanzando un profundo suspiro-. La pauta conductual de delincuentes no es nada nuevo, pero yo he centrado mis estudios en las víctimas. Profundizando en la conducta de la víctima podemos entender por qué el delincuente actúa de una forma u otra; si lo hizo por impulso o según un enfoque predeterminado.

– Ni que decir tiene -comentó Rebus con una sonrisa.

– Como ya no hay clases y tengo más tiempo para pequeños proyectos personales, me intrigó el pequeño «santuario» -digamos que sería la calificación adecuada- de Auchterarder. Los artículos de prensa eran algo sucintos, pero decidí echar un vistazo, y luego, como si hubiera estado predestinado, la sargento Clarke me pidió una entrevista -añadió con otro hondo suspiro-. En fin, mis conclusiones no están realmente… Quiero decir, que apenas he raspado la superficie.

– Podríamos dejarle las notas del caso, si de algo le sirven -dijo Siobhan-, pero entretanto le agradeceríamos cualquier orientación.

La doctora Gilreagh juntó las manos de nuevo, desplazando partículas de polvo del plano inmediato a su rostro.

– Bien -dijo-, dado que me interesa la victimología…

Rebus trató de intercambiar una mirada con Siobhan, pero ella se abstuvo.

– …he de confesar que ese paraje atizó mi curiosidad. Y les diré por qué. Imagino que habrán considerado la posibilidad de que el asesino viva en las cercanías o conozca desde hace tiempo la zona. -Aguardó hasta que Siobhan asintió con la cabeza-. Y habrán especulado igualmente sobre si el asesino conoce la Fuente Clootie dado que su existencia figura en diversas guías así como en abundantes sitios de Internet.

Siobhan miró de reojo a Rebus.

– En realidad no hemos seguido esa vía de investigación -dijo.

– Aparece en diversos sitios -insistió la doctora Gilreagh-. En New Age y en directorios de paganismo, mitos, leyendas, misterios del mundo… Lo que unido al hecho de que alguien conozca su homónimo de Black Isle permite suponer que haya averiguado la existencia del de Perthshire.

– No creo que esto añada nada a lo que sabemos -dijo Rebus.

Siobhan volvió a mirarle.

– ¿Y si la gente que entraba en Vigilancia de la Bestia lo hacía también en sitios relativos a la Fuente Clootie? -dijo.

– ¿Cómo podemos saberlo?

– Tiene razón el inspector -terció la doctora Gilreagh- aunque, claro, ustedes tendrán especialistas en informática… Pero, en cualquier caso, hay que considerar que el paraje guarda algún significado para el criminal. -Aguardó y Rebus asintió-En cuyo caso, tendría también significado para las víctimas…

– ¿En qué sentido? -inquirió Rebus entornando los ojos.

– El campo…, los bosques… si bien, cercanos a viviendas. ¿Era el tipo de terreno en que vivían las víctimas?

– No creo -dijo Rebus con un gesto al desgaire-. Cyril Colliar era de Edimburgo, un gorila recién salido de la cárcel. No le veo yo con mochila y una chocolatina de menta.

– Pero Edward Isley anduvo por la M6 -replicó Siobhan- y ése es el distrito de los lagos, ¿no? Además, Trevor Guest vivió un tiempo en Borders…

– Y en Newcastle y Edimburgo -añadió Rebus volviéndose hacia la psicóloga-. Los tres estuvieron en la cárcel, ése es el único factor común.

– Lo que no significa que no haya otros -insistió Siobhan.

– O que sigan una pista errónea -añadió la doctora Gilreagh con una amable sonrisa.

– ¿Errónea? -repitió Siobhan.

– Según pautas inexistentes o pautas que el asesino deja a la vista.

– ¿Para jugar con nosotros? -aventuró Siobhan.

– Cabe la posibilidad. Hay tantos elementos lúdicos que… -La psicóloga dejó la frase en el aire y frunció el ceño-. Perdonen si les parece frívolo pero es la única palabra que se me ocurre. Se trata de un asesino decidido a que se le detecte, como demuestran los indicios que deja en la Fuente Clootie, y que, inmediatamente después del descubrimiento de esas señales, desaparece como tras una cortina de humo.

Rebus se inclinó hacia delante apoyando los codos en las rodillas.

– ¿Quiere decir que las tres víctimas son una cortina de humo? -inquirió.

La psicóloga efectuó un escueto balanceo con los hombros que él interpretó como inhibición.

– ¿Una cortina de humo para qué? -insistió.

Ella volvió a repetir el movimiento y Rebus miró exasperadamente a Siobhan.

– Toda esa exhibición falla en algo -comentó finalmente la psicóloga-. Un trozo de cazadora, una camiseta deportiva, unos pantalones de pana… Es inconsistente, ¿comprende? Los trofeos de un asesino en serie normalmente son muy parecidos: sólo camisas o sólo trozos de tela. La colección que deja es desordenada, hay algo que no cuadra.

– Es muy interesante, doctora Gilreagh -dijo Siobhan con voz queda-, pero ¿adónde nos lleva eso?

– Yo no soy policía -contestó la psicóloga-, pero, volviendo al leitmotiv rural y a los indicios, que podrían ser el recurso tradicional de un prestidigitador… me pregunto por qué eligió concretamente a esas víctimas -añadió asintiendo con la cabeza-. Miren, a veces las víctimas se eligen ellas mismas, en el sentido de que responden a las necesidades básicas del asesino. A veces el asunto se reduce a una mujer sola en circunstancias de desamparo, aunque lo más frecuente es que entren otros factores en juego. -Centró su atención en Siobhan-. Cuando hablamos por teléfono, sargento Clarke, mencionó ciertas discrepancias. Esas discrepancias pueden ser de por sí significantes. -Hizo una pausa para dar énfasis-. Pero el examen de las notas del caso podría servirme para establecer una conclusión más firme. Comprendo su escepticismo, inspector -prosiguió mirando a Rebus-, pero, pese a toda evidencia visual, no estoy chalada.

– Estoy seguro de ello, doctora Gilreagh.

La psicóloga juntó las manos y se levantó de la silla dándoles a entender que la entrevista había concluido.

– Y ténganlo en cuenta -dijo-: ruralismo y discrepancias, ruralismo y discrepancias -repitió alzando dos dedos, y a continuación alzó el tercero-. Y tal vez más que nada, intención de que vean lo que no es.


* * *

– ¿Existe la palabra ruralismo? -preguntó Rebus.

– Ya existe -contestó Siobhan girando la llave de contacto.

– ¿Y tú vas a darle las notas?

– Vale la pena.

– ¿Porque no tenemos otra cosa?

– A menos que se te ocurra algo mejor.

Pero no era el caso, y Rebus bajó el cristal de la ventanilla para fumar. Pasaron ante el antiguo aparcamiento.

– Informática -musitó él, mientras ella ponía el intermitente derecho en dirección a los Meadows y Arden Street.

– La discrepancia es Trevor Guest -dijo ella al cabo de unos minutos-. Lo dijimos desde el principio.

– ¿Y qué?

– Que sabemos que vivió un tiempo en Borders; ahí acaba lo rural.

– Muy alejado de Auchterarder y Black Isle -añadió Rebus.

– Pero le sucedió algo en Borders.

– Sólo tenemos la palabra de Tench.

– Tienes razón -comentó ella.

Rebus miró el número de Hackman y le llamó.

– ¿Listo para largarse? -dijo.

– ¿Ya me echa de menos? -respondió Hackman al reconocer la voz de Rebus.

– Quería hacerle una pregunta. ¿Dónde vivió Trevor Guest en Borders?

– Se agarra a un clavo ardiendo, ¿eh? -comentó Hackman.

– Algo así -respondió Rebus.

– Bueno, no sé si podré salvarle la vida, pero creo recordar que Guest mencionó Borders en un interrogatorio.

– Aún no hemos visto las transcripciones -dijo Rebus.

– Los de Newcastle siempre tan eficientes. ¿Tiene una dirección de correo electrónico, John?

Rebus se la deletreó.

– Mire en el ordenador dentro de una hora aproximadamente. Pero tenga en cuenta que es fin de semana y en el DIC ya casi no habrá nadie.

– Le agradezco lo que pueda hacer, Stan. Buen viaje. -Rebus cerró el móvil-. Es fin de semana -añadió a Siobhan.

– Sí, mañana sábado -repitió ella.

– Por cierto, ¿vas a ir a ver a T in the Park?

– No estoy segura.

– Pues bien que te esforzaste por conseguir entrada.

– Tal vez aguarde hasta la noche. Aún podré ver a New Order.

– ¿Después de trabajar a mogollón todo el sábado?

– ¿Estabas pensando en un paseo por la playa de Portobello?

– Depende de Newcastle, ¿no? Hace tiempo que no he viajado a Borders.

Siobhan aparcó y los dos subieron los dos tramos de escalera. El plan era hacer una revisión rápida de las notas, decidir qué podía ser útil para la doctora Gilreagh e ir a una tienda para hacer fotocopias. Acabaron con un montón de dos centímetros.

– Buena suerte -dijo Rebus cuando ella iba por el pasillo.

Oyó un bocinazo abajo: un conductor que no podía salir. Abrió la ventana para que entrara aire y se derrumbó en el sillón. Estaba rendido. Le picaban los ojos y le dolían el cuello y los hombros. Pensó de nuevo en el masaje que Ellen Wylie había insinuado. ¿Lo habría dicho con intención? Daba igual; menos mal que no había sucedido nada. Le apretaba el cinturón. Se aflojó la corbata y se desabrochó dos botones de la camisa. Notó alivio y se aflojó también el cinturón.

– Un chándal es lo que necesitas, gordo -se reprendió a sí mismo.

Chándal y zapatillas. Y ayuda doméstica. De hecho, todo menos Charlie Is My Darling.

– Y un poco de autocompasión.

Se restregó una rodilla. Seguía despertándole por las noches un calambre allí. Reuma, artritis, desgaste; sabía que no valía la pena ir al médico; había recurrido a él por la tensión y le había dicho que menos sal y azúcar, reducción de grasas y ejercicio. Y controlar el tabaco y la priva.

La reacción de Rebus fue una pregunta: «¿Sabe lo que es sentirse con ganas de dejar una nota escrita en el tablero del trabajo y quedarse sentado en casa toda la tarde?».

Y obtuvo como respuesta una sonrisa más cansada que la de un alumno de primero en la foto de colegio.

Sonó el teléfono y pensó: «Que le den». Si tan importante era, que le llamaran al móvil. Medio minuto después sonó. Tardó un instante en cogerlo: Ellen Wylie.

– Dime, Ellen -respondió, diciéndose que era mejor no comentarle que hacía muy poco rato había pensado en ella.

– Sólo hubo un incidente durante la estancia de Trevor Guest en nuestra bella ciudad.

– Ilústrame -dijo él reclinándose en el sillón y cerrando los ojos.

– Se enzarzó en una pelea en Radcliffe Terrace. ¿Lo conoce?

– ¿Donde ponen gasolina los taxistas? Anoche estuve allí.

– Enfrente hay un pub llamado Swany's.

– He entrado en él varias veces.

– Ahora viene la sorpresa. Bien, Guest estuvo allí, una vez al menos, y un cliente se metió con él y salieron a la calle a pelearse. En la gasolinera había un coche patrulla, seguramente comprando algo. Total, que los dos contendientes acabaron en el calabozo.

– ¿Nada más?

– No comparecieron ante el juez. Según los testigos fue el otro cliente el primero en dar un puñetazo. En la comisaría preguntaron a Guest si quería presentar denuncia y él renunció.

– Supongo que no sabrás por qué se peleaban…

– Puedo intentar preguntar a los agentes que los detuvieron.

– No, no creo que tenga importancia. ¿Cómo se llamaba el otro?

– Duncan Barclay. -Hizo una pausa-. Pero no era de allí; dio una dirección de Coldstream. ¿Eso está en las Highlands?

– Te equivocas de meridiano, Ellen -replicó él abriendo los ojos y levantándose-. Está en el centro de Borders. -Rebus le dijo que aguardase un momento a que cogiera papel y bolígrafo y volvió a ponerse al aparato-. Bien, dame los datos.

Capítulo 24

Unos focos iluminaban la zona de salida del campo de golf. Aún no había oscurecido y aquella intensa luz daba al lugar aspecto de escenario de rodaje cinematográfico. Mairie había alquilado tres palos y una bolsa con cincuenta bolas. Los dos primeros puestos estaban ocupados, pero a continuación se veían huecos libres. Eran puntos de salida automáticos y no hacía falta agacharse a poner la bola después de cada tiro. La zona estaba dividida en secciones de cincuenta metros porque allí nadie alcanzaba doscientos cincuenta. En el césped, una máquina parecida a una segadora en miniatura, con el conductor protegido por una tela metálica, recogía las bolas; Mairie vio que la última pista estaba ocupada por alguien con un monitor; el jugador tanteó la bola, efectuó el giro de lanzamiento y la envió a más de setenta metros.

– Mejor -mintió el monitor-, pero procure no flexionar la rodilla.

– ¿Me he torcido otra vez? -comentó el alumno.

Mairie dejó la cesta metálica en el césped en la sección contigua y se puso a practicar con unos swings para relajar los hombros. Entrenador y alumno no parecieron muy contentos con su presencia.

– Perdone -dijo el monitor.

Mairie se volvió a mirarle y vio que sonreía desde su sección.

– Esta sección la tenemos alquilada.

– Pero no la usan -replicó Mairie.

– Bueno, pero la hemos pagado.

– Es nuestra -terció en tono irritado el jugador, que en ese momento reconoció a Mairie-. Oh, por Dios bendito.

El monitor se volvió hacia él.

– ¿La conoce, señor Pennen?

– Es una maldita periodista -dijo Richard Pennen, y añadió a Mairie-: No sé qué es lo que quiere, pero no hago declaraciones.

– Me parece muy bien -replicó Mairie preparándose para el primer tiro.

La bola voló limpiamente en línea recta hasta el banderín de doscientos metros.

– Muy bien -comentó el monitor.

– Me enseñó mi padre -dijo ella-. Usted es profesional, ¿verdad? -añadió-. Creo haberle visto en algún torneo.

El hombre asintió con la cabeza.

– ¿Sería en el Open?

– No llegué -contestó el hombre ruborizándose.

– Si han terminado la conversación… -interrumpió Richard Pennen.

Mairie se encogió de hombros y se preparó para otro tiro. Pennen se dispuso a hacer lo propio, pero renunció.

– Escuche -dijo-, ¿qué demonios quiere?

Mairie no dijo nada hasta que su pelota emprendió el vuelo y aterrizó casi a los doscientos metros, un poco desviada a la izquierda.

– Necesito afinarlo un poco -musitó, y a continuación respondió a Pennen-: Pensé que le interesaría que le hiciera una franca advertencia.

– ¿Una franca advertencia a propósito de qué?

– Probablemente no saldrá en el periódico hasta el lunes -musitó ella- y así tendrá tiempo de preparar algún tipo de respuesta.

– ¿Quiere provocarme, señorita…?

– Henderson -respondió ella-. Mairie Henderson; esa es la firma que verá el lunes.

– ¿Y cómo se titula el artículo? ¿«Pennen Industries garantiza puestos de trabajo en Escocia en el G-8»?

– Ése aparecerá en las páginas de economía -replicó ella-, pero el mío irá en primera y el título depende del jefe de redacción -añadió fingiéndose la pensativa-¿Qué le parece «Gobierno y oposición implicados en un escándalo de préstamos»?

Pennen lanzó una risa seca, balanceando el palo con una mano hacia delante y hacia atrás.

– Ésa es su gran exclusiva, ¿verdad?

– Bueno, me atrevería a decir que otras muchas cosas saldrán a la luz: sus manejos en Irak, sus sobornos en Kenia y otros países, pero de momento creo que me centraré en los préstamos. Un pajarito me ha dicho que ha estado financiando tanto a laboristas como a conservadores. Las donaciones se registran mientras que los préstamos pueden hacerse a escondidas. En resumen, dudo mucho que ninguno de los dos partidos sepa que apoya al rival. Claro que yo lo entiendo: Pennen se desgajó del Ministerio de Defensa de acuerdo con las decisiones adoptadas por el último gobierno conservador y los laboristas decidieron no poner trabas a cuenta de los favores que les debían a ambos.

– No hay nada ilegal en los préstamos comerciales, señorita Henderson, secretos o no -alegó Pennen, que seguía balanceando el palo de golf.

– Eso no quita para que sea un escándalo, una vez que se publique en la prensa -replicó Mairie-. Y, como le dije, ¿quién sabe qué más saldrá a la luz?

Pennen golpeó con fuerza en la divisoria con el palo.

– ¿Sabe cómo hemos trabajado esta semana firmando contratos por valor de decenas de millones para la industria del Reino Unido, mientras que usted, qué hacía, aparte de remover porquería?

– Todos tenemos nuestro lugar bajo el sol, señor Pennen -replicó ella sonriente-Ya sé que lo de «señor» será por poco tiempo. Claro, con tanto dinero como ha desembolsado, el título de sir debe de estar al caer. Pero le advierto que cuando Tony Blair descubra que ha financiado a sus contrarios…

– ¿Ocurre algo aquí, señor?

Mairie se volvió y vio tres uniformes de policía. El que había intervenido miraba a Pennen y los otros dos, exclusivamente a ella. Y con mala cara.

– Creo que esta mujer se marcha -musitó Pennen.

Mairie miró con parsimonia la divisoria.

– Vaya, ¿tiene una lámpara maravillosa? Cuando yo llamo a la policía, tarda media hora en aparecer.

– Hacemos una patrulla de rutina -dijo el que había hablado.

Mairie le miró de arriba abajo: uniforme sin insignias, la tez morena, pelo a cepillo y mandíbula cuadrada.

– Una pregunta -dijo-. ¿Saben que es delito la suplantación de personalidad de agente de policía?

El jefe frunció el ceño e hizo un ademán para sujetarla, pero Mairie se zafó y echó a correr por el césped hacia la salida, esquivando los tiros de las dos primeras secciones y arrancando gritos de indignación de los jugadores. Llegó a la puerta antes que sus perseguidores. La mujer de la caja le preguntó dónde estaban los palos, pero ella, sin contestar, abrió de golpe otra puerta y salió al aparcamiento, sin dejar de correr hasta su coche y pulsando el mando a distancia. No tenía tiempo de volver la cabeza. Se sentó al volante y bloqueó las portezuelas. Cuando ponía la llave de contacto, un puño golpeó el cristal. El jefe de los uniformados agarró inútilmente el picaporte de la portezuela y luego se situó delante el coche. Mairie le miró al desgaire, haciéndole comprender que le tenía sin cuidado, y pisó el acelerador.

– ¡Cuidado, Jacko, la jai está loca!

Jacko tuvo que tirarse a un lado para que no le atropellase. Mairie vio por el retrovisor que se levantaba, al tiempo que un coche paraba a su lado; un vehículo también sin distintivos. Mairie entró a toda velocidad en la carretera: aeropuerto a la izquierda, centro ciudad a la derecha. Mejor la carretera de Edimburgo para darles esquinazo.

«Jacko». Recordaría aquel nombre. Uno de los otros había dicho la «jai», un término que ella sólo había oído en boca de los soldados. Se trataba de ex militares con un bronceado de climas cálidos. Irak; empleados de seguridad privada con uniforme de policía.

Miró por el retrovisor: ni rastro de ellos. Lo que no quería decir que no fueran siguiéndola. Tomó el desvío a la A8 rebasando el límite de velocidad y lanzando ráfagas de prevención a otros automovilistas.

¿Adónde iría? A ellos no les costaría averiguar su dirección; simple bagatela para un hombre como Richard Pennen. Allan estaba ocupado con un trabajo y no volvería hasta el lunes. Bueno, podía ir al Scotsman a redactar el artículo; tenía el portátil en el maletero con toda la información, las notas, las citas y el borrador, y podía quedarse en la redacción toda la noche, a base de cafés y algo para picar, aislada del mundo exterior.

Redactando el hundimiento de Richard Pennen.


* * *

Fue Ellen Wylie quien dio a Rebus la noticia. Él, a su vez, llamó a Siobhan, quien le recogió en su coche veinte minutos más tarde para ir a Niddrie en silencio cuando ya anochecía. Habían desmontado completamente el campamento en el centro Jack Kane: no quedaban tiendas, duchas ni váteres, la mitad de las vallas habían desaparecido y ahora, en vez de vigilantes, se veían agentes de uniforme, camilleros de ambulancia y los mismos empleados del depósito que habían recogido los restos destrozados de Ben Webster al pie del castillo. Siobhan aparcó junto a la fila de vehículos. Rebus reconoció a algunos agentes de St. Leonard y de Craigmillar, que les saludaron con una inclinación de cabeza.

– No es vuestra demarcación -comentó uno de ellos.

– Pongamos que nos interesa el difunto -replicó Rebus.

Siobhan iba a su lado y se inclinó para decirle algo sin que la pudieran oír.

– No les ha llegado la noticia de que estamos suspendidos de servicio.

Rebus asintió sin decir nada. Llegaron junto a un círculo de agentes de la policía científica agachados en el escenario del crimen. El médico de servicio acababa de certificar la defunción y firmaba los formularios en una carpeta portapapeles. Centelleaban los fogonazos de los flashes de los fotógrafos y se veía el haz de las linternas buscando algún indicio en la hierba. Una docena de agentes uniformados, mientras montaban el cordón de seguridad, mantenían a raya a los curiosos: niños en bicicleta y madres con niños en carrito. No había nada que atrajera tanto a la gente como el escenario de un crimen.

Siobhan comenzó a orientarse.

– Aquí más o menos plantaron mis padres la tienda -dijo.

– Supongo que no dejarían ellos toda esta basura -dijo Rebus dando una patada a una botella de plástico.

Había restos diseminados por el parque: pancartas y octavillas, envases de comida rápida, un pañuelo y un guante, un sonajero y un pañal enrollado. Los de la científica guardaban algunos artículos en bolsas de plásticos por si había restos de sangre o huellas dactilares.

– Me encanta que tengan que analizar el ADN de eso -comentó Rebus señalando con la barbilla un condón usado-. ¿Tú crees que quizá tus padres…?

Siobhan le miró disgustada.

– Yo me quedo aquí -dijo ella.

Él alzó los hombros y siguió acercándose. El concejal Gareth Tench yacía con el tronco en tierra y las piernas dobladas, como si hubiese caído al saltar. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado con los ojos abiertos. En la espalda de la chaqueta se apreciaba una mancha oscura.

– ¿Apuñalado? -preguntó Rebus al médico.

– Tres veces y en la espalda -confirmó el hombre-. No me han parecido heridas muy profundas.

– No es necesario que lo sean -comentó Rebus-. ¿Con qué tipo de cuchillo?

– Es difícil determinarlo en este momento -contestó el médico mirando por encima de las gafas de media luna-. La hoja tendrá algo más de dos centímetros, o quizás algo menos.

– ¿No falta nada?

– Lleva algo de dinero, las tarjetas de crédito y documentación. Gracias a ello se le pudo identificar -dijo el médico con una sonrisa cansina, volviendo la carpeta portapapeles hacia Rebus-. ¿ Quiere firmar aquí, inspector…?

– Yo no me encargo del caso, doctor -comentó Rebus alzando las manos.

El médico se volvió hacia Siobhan, pero Rebus negó con la cabeza y se apartó con ella.

– Tres puñaladas -le dijo.

Ella miró la cara de Tench y tembló imperceptiblemente.

– ¿Tienes frío? -preguntó Rebus.

– Es él; sí -musitó ella.

– ¿Pensabas que era indestructible?

– No -contestó Siobhan, sin poder apartar la vista del cadáver.

– Supongo que debemos informar a alguien -dijo él mirando a su alrededor en busca de un posible candidato.

– ¿Informar de qué?

– De que hemos estado dando la vara a Tench. Saldrá a relucir más pronto o más…

Ella le agarró de la mano y le arrastró hacia la pared de hormigón del centro deportivo.

– ¿Qué sucede?

Pero ella no contestó hasta que consideró que estaban suficientemente apartados. Aun así, se acercó tanto a él que parecían una pareja a punto de bailar, pero la sombra le velaba el rostro.

– ¡Siobhan! -exclamó él.

– ¿Sabes quién lo mató? -dijo ella.

– ¿Quién?

– Keith Carberry -dijo entre dientes.

Y como Rebus permanecía impasible, alzó el rostro al cielo y cerró los ojos. Él advirtió que tenía los puños cerrados y que estaba en tensión.

– ¿Qué ocurre? -preguntó en voz baja-. Siobhan, ¿qué demonios has hecho?

Ella abrió finalmente los ojos, conteniendo las lágrimas y recuperando el ritmo normal de la respiración.

– Esta mañana vi a Carberry y le dijimos… -Hizo una pausa-. Le dije que quería hundir a Gareth Tench -añadió mirando en dirección al cadáver-. Debió de ser su manera de entenderlo.

Rebus aguardó a que le mirara a la cara.

– Yo le vi esta tarde -dijo-. Estaba vigilando a Tench frente al ayuntamiento. Has dicho «le dijimos», Siobhan… -añadió metiendo las manos en los bolsillos.

– ¿Ah, sí?

– ¿Dónde hablaste con él?

– En los billares.

– ¿En los que nos dijo Cafferty? -Vio que asentía con la cabeza-. Y Cafferty estaba allí, ¿verdad? -Leyó la respuesta en sus ojos; sacó las manos de los bolsillos y dio un palmetazo en el muro-. ¡Por Dios bendito! -espetó-. ¿Tú con Cafferty? Siobhan, una vez que te tenga en sus garras no te soltará. Tenías que haberlo visto en todos estos años que me conoces.

– ¿Qué hago ahora?

Él reflexionó un instante.

– Si te callas, Cafferty comprenderá que te tiene en su poder.

– Pero si hablo…

– No lo sé -comentó él-. Tal vez vuelvas a vestir el uniforme.

– Mejor será que redacte mi dimisión ahora mismo.

– ¿Qué le dijo Cafferty a Carberry?

– Que nos entregara al concejal.

– ¿Quién es «nos», Cafferty o la ley?

Ella se encogió de hombros.

– ¿Y cómo lo iba a entregar?

– Hostia, John, no lo sé. Tú mismo viste que seguía a Tench.

Rebus miró hacia el escenario del crimen.

– De eso a darle tres puñaladas, media una gran distancia.

– Tal vez no para la mentalidad de Keith Carberry.

Rebus reflexionó un instante sobre el comentario de Siobhan.

– De momento, no hagamos nada -dijo-. ¿Quién más te vio con Cafferty?

– Únicamente Carberry. Había gente en los billares, pero arriba en el despacho sólo estuvimos los tres.

– ¿Y tú sabías que Cafferty iba a estar allí? ¿Lo preparaste todo con él? Sin decírmelo -espetó Rebus para desahogar su rabia.

– Cafferty vino a mi casa anoche -confesó Siobhan.

– Dios…

– Es el dueño de los billares y sabía que Carberry iba por allí.

– Tienes que alejarte de él, Shiv.

– Lo sé.

– El mal ya está hecho, pero podemos intentar arreglarlo.

– ¿Podemos?

Él la miró.

– Quiero decir «puedo».

– ¿John Rebus lo arregla todo? -replicó ella con gesto un tanto adusto-. Yo misma puedo aplicarme el cuento, John. No tienes que hacer siempre de caballero andante.

Rebus puso los brazos en jarras.

– ¿Has acabado de hablar con metáforas?

– ¿Sabes por qué hice caso a Cafferty? ¿Por qué fui a los billares sabiendo que estaría allí? -replicó ella con voz temblorosa de emoción-. Porque me ofrecía algo que no iba a conseguir con la ley. Tú lo has visto aquí esta semana: cómo actúan los ricos y poderosos y cómo se salen con la suya. Keith Carberry fue a Princes Street aquel día porque pensó que era lo que su jefe quería. Pensó que obtendría la aprobación de Gareth Tench de cuanta violencia apeteciera.

Rebus aguardó a ver si decía algo más y luego le puso las manos en los hombros.

– Cafferty quería eliminar a Gareth Tench -dijo pausadamente- y se sirvió de ti para ello.

– Me dijo que no lo quería muerto.

– Pues a mí me dijo que sí. Y bien explícitamente, a voces.

– No le dijimos a Keith Carberry que lo matase -añadió ella.

– Siobhan -dijo Rebus-, tú misma lo has comentado hace un minuto: Keith hace lo que la gente quiere de él, la gente con poder que tiene cierto dominio en él. Gente como Tench, Cafferty y… tú -espetó señalándola con el dedo.

– ¿Así que la culpa es mía? -replicó ella entornando los ojos.

– Todos cometemos errores, Siobhan.

– Ah, bien, muchas gracias -dijo ella girando sobre sus talones y echando a andar por el terreno de juego.

Rebus miró a sus pies, lanzó un suspiro y metió la mano en el bolsillo para sacar el tabaco y el encendedor.

El encendedor estaba vacío. Lo agitó, lo basculó, lo sopló, lo restregó y apenas consiguió una chispa. Se acercó a la hilera de vehículos policiales y pidió fuego a un agente uniformado. El hombre se lo ofreció, y Rebus pensó que bien podía pedirle otro favor.

– Necesito un coche patrulla -dijo mirando los pilotos de posición del coche de Siobhan, que se alejaba en la noche.

No podía creer que Cafferty la tuviera en sus garras. No; no podía creerlo. Ella había querido demostrar algo a sus padres; no simplemente que tuviera éxito en su trabajo, sino algo más importante; que vieran que todo era posible, que había soluciones para todo. Precisamente lo que le había prometido Cafferty.

Con un precio: su precio.

Siobhan había dejado de pensar como un agente de policía para volver a ser la hija de sus padres. El mismo se había ido apartando de su familia; primero de su mujer y luego de su hermano; marginándolos porque su profesión lo requería, le exigía una dedicación incondicional y no le dejaba sitio para otras cosas… Ahora ya no había remedio.

Pero sí en el caso de Siobhan.

– ¿Quiere que le llevemos? -preguntó un agente uniformado a Rebus.

Él asintió con la cabeza y subió al coche patrulla.


* * *

Primero pararon en la comisaría de Craigmillar. Tomó una taza de café mientras aguardaba a que se reuniera el equipo del DIC; lógicamente montarían allí la sala de control del homicidio. Efectivamente, los coches comenzaron a llegar. No conocía a los agentes, pero se presentó a uno de ellos.

– Hable con el sargento McManus -dijo el hombre ladeando la cara.

El sargento McManus entraba en aquel momento. Era incluso más joven que Siobhan, quizá no había cumplido aún treinta años; tenía rasgos infantiles, era alto y delgado. Rebus tuvo la impresión de que era del barrio; le dio la mano y se presentó.

– Casi pensaba que era usted un mito -dijo McManus con una sonrisa-. Me dijeron que estuvo destinado a esta comisaría bastante tiempo.

– Cierto.

– Y que trabajó con Bain y Maclay.

– Por mis pecados.

– Bueno, hace tiempo ya que no están aquí, así que no se preocupe. -Caminaban por el largo pasillo de detrás del mostrador de recepción-. ¿Qué se le ofrece, Rebus?

– Sólo quería decirle algo que debe saber.

– ¿Ah, sí?

– Últimamente tuve algún enfrentamiento con el difunto.

– ¿Ah, sí? -inquirió McManus mirándole.

– Estuve trabajando en el caso de Cyril Colliar.

– ¿Se sustenta lo de otras dos víctimas?

Rebus asintió con la cabeza.

– Tench tuvo relación con una de ellas, un tipo que trabajó en un asilo cerca de aquí. Fue Tench quien le procuró el empleo.

– Entiendo.

– Cuando interroguen a la viuda probablemente les dirá que los de homicidios estuvieron en su casa.

– ¿Usted?

– Sí, una colega y yo.

Doblaron por un pasillo a la izquierda y Rebus entró tras los pasos de McManus en la sala del DIC, donde ya se congregaba el equipo de agentes.

– ¿Hay algo más que crea que debo saber?

Rebus fingió estrujarse el cerebro y, finalmente, negó con la cabeza.

– Nada más -dijo.

– ¿Tench era sospechoso?

– Pues no -respondió Rebus-, pero nos preocupaba su relación con un gamberro llamado Keith Carberry.

– Yo conozco a ese Keith -dijo McManus.

– Compareció ante el juez acusado de alteración del orden en Princes Street y a la salida del juzgado el concejal Tench estaba esperándole. Parecían bastante amigos. Por una grabación de las cámaras de vigilancia en la que Carberry golpea a un transeúnte cabía pensar que se trataba de una imputación más grave. A la hora del almuerzo yo estuve en el ayuntamiento hablando con el concejal Tench y al marcharme vi a Carberry observando desde la acera de enfrente.

Rebus concluyó su relato alzando los hombros como dando a entender que no tenía idea de lo que podía significar. McManus le miraba.

– ¿Carberry les vio a ustedes dos juntos? ¿Y eso fue a la hora del almuerzo?

– A mí me dio la impresión de que vigilaba al concejal.

– ¿No se acercó a preguntárselo?

– Estaba ya en el coche y lo vi por el retrovisor.

McManus se mordisqueó el labio inferior.

– Necesito resolver este caso rápidamente -dijo casi para sus adentros-. Tench gozaba de popularidad porque hizo muchas cosas buenas en esta zona y habrá gente muy soliviantada.

– Sin duda -asintió Rebus-. ¿Conocía al concejal?

– Era amigo de mi tío desde que iban al colegio.

– Usted es del barrio -afirmó Rebus.

– Me crié a la sombra del castillo de Craigmillar.

– O sea, que conocía desde hace tiempo al concejal.

– Hace sus buenos años.

Rebus procuró que la pregunta sonase intrascendente.

– ¿Nunca oyó rumores sobre él?

– ¿Qué clase de rumores?

– No sé… Lo habitual, asuntos de faldas, dinero que desaparece de las arcas…

– Por favor, aún está tibio -protestó McManus.

– Era un decir -alegó Rebus-. No trato de insinuar nada.

McManus miró hacia su equipo de siete agentes, incluidas dos mujeres, que fingían no escucharles. Se apartó de Rebus y se situó frente a los agentes.

– Hay que ir a su casa y dar la noticia a la familia para que alguien haga la identificación oficial. Después -añadió casi volviéndose hacia Rebus- traemos a Keith Carberry para hacerle unas preguntas.

– ¿Como, por ejemplo, «dónde está el cuchillo, Keith»? -dijo uno de los agentes.

McManus no dijo nada.

– Ya sé que esta semana han estado aquí Bush, Blair y Bono, pero Gareth Tench era un personaje en Craigmillar. Así que hay que esmerarse. Cuantas más casillas podamos rellenar, mejor.

Se oyeron débiles gruñidos. A Rebus le dio la impresión de que McManus gozaba de estima entre sus hombres y que éstos harían de buena gana horas extra.

– ¿Hay horas extra? -preguntó uno.

– ¿No has tenido bastante con el G-8, Ben? -replicó McManus.

Rebus permaneció indeciso un momento sin saber si decir «gracias» o «buena suerte», pero McManus ya sólo prestaba atención al nuevo caso y se dedicaba a distribuir las tareas.

– Ray, Bárbara, comprobad si hay grabación de cámaras de seguridad en los terrenos del centro Jack Kane. Billy, Tom, id a meter prisa a nuestro estimado patólogo, y lo mismo a esos gandules del equipo forense. Jimmy, tú y Kaye id a por Keith Carberry y hacedle sudar en el calabozo hasta que yo vuelva. Ben, tú vienes conmigo a casa del concejal en Duddingston Park. ¿Alguna pregunta?

No hubo preguntas.

Rebus se alejó por el pasillo, rogando al cielo que Siobhan quedase al margen. Pero era una incógnita, porque McManus no le debía ningún favor y Carberry podría cantar, pero sería un inconveniente que podrían subsanar. Él ya iba elucubrando una historia al respecto.

«La sargento Clarke sabía que Keith iba a jugar a los billares de Restalrig. Cuando ella llegó, el propietario, Morris Gerald Cafferty, estaba en el local…»

Dudaba mucho que McManus se lo tragara. Podían negar que hubiese tenido lugar aquella reunión, pero habría testigos. Además, negarlo sólo les serviría si Cafferty colaboraba, y si accedía sería únicamente para comprometer más a Siobhan, y ella hipotecaría su futuro; lo mismo que él. Por eso, en recepción, pidió otro coche patrulla para ir a Merchiston.

Los agentes del coche patrulla era charlatanes, pero no le preguntaron qué iba a hacer allí, pensando, tal vez, que los agentes del DIC podían permitirse una vivienda en aquella zona tranquila de calles bordeadas de árboles con casas de estilo victoriano aisladas por setos y tapias. La iluminación de las calles era discreta, para no turbar el sueño de los residentes, y las amplias calles estaban casi desiertas, sin problemas de aparcamiento, pues, además, cada casa contaba con una amplia entrada propia capaz para media docena de coches. Rebus ordenó al conductor parar en Ettrick Road, para mayor discreción. Los agentes tardaron en arrancar con intención de ver en qué casa entraba, pero él les dijo adiós con la mano y se detuvo a encender un cigarrillo. Uno de los agentes le había obsequiado con una docena de cerillas. Restregó una de ellas contra un muro mientras observaba que el coche patrulla ponía el intermitente derecho al final de la calle. Él giró a la derecha al final de Ettrick Road; no se veía el coche ni podía estar oculto en parte alguna. Tampoco había señal de vida, tráfico ni peatones, ni llegaba ningún ruido desde atrás de las gruesas tapias de piedra. Todo eran ventanales protegidos por contraventanas de madera, y los céspedes para jugar a los bolos y al golf estaban desiertos. Volvió a girar a la derecha, caminó hasta la mitad de aquella calle y se detuvo ante un seto de acebo. El porche de la casa, flanqueado por columnas de piedra, estaba iluminado. Rebus cruzó la cancela abierta y llamó al timbre. Dudó en dirigirse a la parte de atrás, donde, en su última visita, pudo comprobar que había un jacuzzi, pero la gruesa puerta de madera se abrió con una sacudida y ante él apareció un joven con cuerpo de gimnasio y camiseta negra para mayor resalte.

– Ve con cuidado con los anabolizantes -dijo Rebus-. ¿Está el amo en casa?

– No quiere nada de lo que venda.

– Yo vendo salvación, hijo. Todos necesitan un poquito, incluso tú.

Por detrás del joven, Rebus vio un par de piernas femeninas bajando la escalera. Eran unos pies descalzos y unas piernas esbeltas y bronceadas cortadas por el albornoz blanco. La mujer se detuvo y se agachó para ver quién estaba en la puerta. Rebus la saludó con la mano y ella, muy educada, le devolvió el saludo a pesar de no conocerle, y, a continuación, dio media vuelta y subió la escalera.

– ¿Trae mandamiento judicial? -preguntó el guardaespaldas.

– Acabáramos -exclamó Rebus-. Mira, tu jefe y yo nos conocemos hace mucho tiempo y ese es el cuarto de estar -añadió señalando una de las numerosas puertas del vestíbulo- donde voy a esperarle.

Dio un paso para entrar, pero el joven se lo impidió poniéndole la palma de la mano en el pecho.

– El jefe está ocupado -dijo.

– Jodiendo con una de sus empleadas -comentó Rebus-, lo que significa que tendré que esperar un par de minutos, y eso contando con que no le dé un ataque cardíaco -añadió mirando aquella mano que le oprimía como una pesa y luego al guardaespaldas-. ¿Te das cuenta de lo que haces? -añadió-. Porque esto lo recordaré cada vez que nos encontremos, hijo, y por muchos fallos de memoria que se me achaquen, tengo ganado un puñado de medallas por saber guardar rencor.

– Y la cuchara de palo de la inoportunidad -ladró una voz desde lo alto de la escalera.

Big Ger Cafferty bajaba ciñéndose con el albornoz su voluminoso físico. Tenía alborotado el poco pelo que le quedaba y rojas las mejillas del sofoco.

– ¿Qué cuernos le trae aquí? -gruñó.

– Como coartada es muy floja -replicó Rebus-. Un guardaespaldas y una novia a la que seguramente pagas por horas…

– ¿Para qué necesito coartada?

– Lo sabes de sobra. Tienes la ropa en la lavadora, ¿no? Pero la sangre no desaparece tan fácilmente.

– ¿Qué bobadas está diciendo?

Pero Rebus advirtió que Cafferty mordía el anzuelo: era el momento de largar carrete.

– Gareth Tench ha muerto -dijo-. Apuñalado por la espalda; tu estilo, lo más probable. ¿Quieres que hablemos delante de Arnie o pasamos al salón?

Cafferty le miró imperturbable. Sus ojos eran dos agujeros negros impenetrables y su boca una línea prieta. Metió las manos en los bolsillos y dirigió al guardaespaldas una imperceptible señal con la cabeza. Éste apartó su mano y Rebus entró tras Cafferty al espacioso estudio. Del techo pendía una araña y junto al ventanal había un piano de cola, con sendos altavoces a cada lado, más el último grito en aparatos de alta fidelidad contra una pared. Los cuadros eran audaces y modernos, con fuertes manchas de color, y sobre la chimenea colgaba un ejemplar enmarcado del libro de Cafferty. Éste se dirigió al mueble bar, dando la espalda a Rebus.

– ¿Whisky? -preguntó.

– ¿Por qué no? -contestó él.

– ¿Apuñalado, ha dicho?

– Tres puñaladas. Junto al centro Jack Kane.

– Asunto del barrio -dijo Cafferty-. ¿Algún atraco malparado?

– Ya sabes que no.

Cafferty se volvió y tendió un vaso a Rebus. Era malta de calidad, oscuro y turbio. Rebus, sin mediar brindis, lo degustó en la boca antes de deglutirlo.

– Tú querías que muriese -prosiguió Rebus, mirando a Cafferty, que daba un sorbito al vaso-. Te oí en persona vociferar y despotricar.

– Fue una reacción impulsiva -admitió Cafferty.

– Un estado en el que habrías sido capaz de cualquier cosa.

Cafferty miró uno de los cuadros hecho con brochazos de blanco sobre un fondo de crudos, grises y rojos.

– No voy a mentirle, Rebus. No lamento que haya muerto. Con ello mi vida será un poco más fácil, pero yo no tengo nada que ver.

– Yo creo que sí.

Cafferty enarcó imperceptiblemente una ceja.

– ¿Y qué dice Siobhan?

– Precisamente por ella estoy aquí.

Cafferty sonrió.

– Ya me lo imaginaba -dijo-. ¿Le contó lo de nuestra charla con Keith Carberry?

– Tras la cual dio la casualidad de que yo le vi espiando a Tench.

– Lo haría por propia iniciativa.

– ¿No se lo ordenaste tú?

– Pregunte a Siobhan, que estuvo presente.

– Se llama sargento Clarke, Cafferty, y no te conoce como te conozco yo.

– ¿Han detenido a Carberry? -preguntó Cafferty dejando de mirar el cuadro.

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– Y me apuesto algo a que canta. Así que si tú le dijiste algo al oído…

– Yo no le dije nada. Si afirma lo contrario, miente. Y tengo a la sargento por testigo.

– A ella no la mezcles, Cafferty -comentó Rebus en tono conminatorio.

– ¿O…?

Rebus negó terminantemente con la cabeza.

– No la mezcles -repitió.

– Ella me gusta, Rebus. Cuando por fin a usted le llegue la hora de que le arrastren pataleando y llorando a las benévolas sombras crepusculares, creo que quedará en buenas manos.

– Apártate de ella y no le dirijas la palabra -replicó Rebus en un tono casi de plegaria.

Cafferty sonrió satisfecho, apuró el whisky, se pasó la lengua por los labios y lanzó un hondo suspiro.

– Quien debe preocuparle es el chico. Apuesto algo a que hablará. Si lo hace, puede acabar mezclando en el asunto a la sargento Clarke. -Hizo una pausa comprobando que Rebus le prestaba atención-. Claro que podríamos asegurarnos de que no hable…

– Ojalá Tench estuviera vivo -musitó Rebus-, porque ahora sí que le ayudaría a hundirte.

– Rebus, es más veleidoso que un día de verano en Edimburgo. La semana que viene estará lanzándome besitos con la mano -dijo Cafferty poniendo boquita de piñón-. Acaban de suspenderle de servicio. ¿Cree que puede permitirse hacerse más enemigos? ¿Cuánto tiempo hace desde que comenzaron a sobrepasar en número a sus amigos?

Rebus miró a su alrededor.

– No veo yo que tú des muchas fiestas.

– No lo ve porque nunca le invito, salvo a la presentación del libro -replicó Cafferty señalando con la barbilla hacia la chimenea.

Rebus volvió a mirar el libro enmarcado.

Transformación: La vida inconformista de un hombre llamado Mr. Big.

– Yo nunca he oído que te llamaran mister Big -comentó Rebus.

Cafferty se encogió de hombros.

– Fue idea de Mairie, no mía. Tengo que llamarla porque parece que me rehúye. Supongo que no será por intervención suya.

Rebus no replicó.

– Ahora que Tench ha desaparecido, extenderás tus tentáculos por Niddrie y Craigmillar.

– ¿Ah, sí?

– Con Carberry y los de su calaña como peones propios.

Cafferty contuvo la risa.

– ¿Quiere que tome nota? Me gustaría no olvidar esta conversación.

– Hablaste con Carberry esta mañana y le diste instrucciones, como la única forma de salvar el pellejo.

– Está asumiendo que yo fui el único que habló con ese Carberry -replicó Cafferty sirviéndose un chorro de whisky.

– ¿Quién más?

– Tal vez a Siobhan se le fuera la mano. ¿No querrán interrogarla? -añadió Cafferty mostrando la punta de la lengua.

– ¿Con quién más hablaste sobre Gareth Tench?

Cafferty agitó el líquido del vaso.

– Se supone que el policía es usted. Yo no puedo estar siempre haciendo su trabajo.

– El día del Juicio se acerca, Cafferty. Para ti y para mí. -Rebus hizo una pausa-. Lo sabes, ¿verdad?

El gángster meneó despacio la cabeza.

– Ya me imagino a nosotros dos en una tumbona; hace calor, sí, pero tenemos bebidas frescas y hablamos de las diferencias que tuvimos en los viejos tiempos cuando se sabía quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Algo que deberíamos haber aprendido esta semana es que todo puede cambiar de pronto. Las protestas se apagan, la pobreza se olvida, se refuerzan ciertas alianzas y otras se debilitan. Todos los esfuerzos quedan a un lado y las voces callan. En un santiamén -añadió chasqueando los dedos-. Y todo el afanoso quehacer resulta una minucia sin importancia, ¿no le parece? ¿Y cree que va a acordarse alguien de Gareth Tench dentro de un año? -espetó apurando otra vez el vaso-. Bien, ahora tengo que irme arriba. Entiéndame, no es que no me agraden nuestras charlas -dijo poniendo el vaso en la mesa y dirigiendo un ademán a Rebus para que hiciera lo propio.

Al salir del cuarto apagó la luz y murmuró algo sobre su aportación a la reducción del calentamiento global.

El guardaespaldas continuaba en el vestíbulo, brazos caídos y manos juntas.

– ¿Has trabajado alguna vez de gorila? -preguntó Rebus-. Uno de tus colegas llamado Colliar acabó en una mesa de acero inoxidable. Es uno de los incentivos del empleo que desempeñas.

Cafferty subía ya la escalera. A Rebus le alegró ver que tenía que agarrarse al pasamanos para salvar los escalones. Pero la verdad era que él también hacía lo mismo cuando volvía al piso.

El guardaespaldas abrió la puerta y Rebus salió bruscamente, rozándole, sin que el joven se inmutara. Tras oír el portazo a sus espaldas permaneció un instante en el camino de entrada, luego ganó la cancela, la cruzó y cerró de golpe. Frotó otra cerilla, encendió un pitillo andando y se detuvo bajo una de las farolas de discreta potencia. Sacó el móvil y marcó el número de Siobhan, pero no contestaba. Siguió hasta el final de la calle y, cuando regresaba sobre sus pasos, un zorro esquelético salió del camino de entrada de una casa y entró en la contigua. Empezaba a vérselos a menudo en Edimburgo campando sin ningún temor o recato y mirando a los seres humanos con desdén y desagrado. Habían prohibido su caza y los habitantes de las zonas urbanas les dejaban restos de comida. Apenas parecían depredadores, pero lo eran por naturaleza.

Depredadores a los que se daba trato de animales domésticos. Una transformación.

Transcurrió otra media hora hasta que oyó llegar el taxi con su runrún de motor diesel tan característico, como un gorjeo de pájaro. Subió al asiento trasero, cerró la portezuela y dijo al taxista que esperaban a otra persona.

– No recuerdo si se paga al contado o es abono -añadió.

– Es por abono.

– De MGC Holdings, ¿verdad?

– De The Nook -respondió el taxista.

– ¿Con destino a?

El taxista se volvió en el asiento.

– Oiga, amigo, ¿qué juego es éste?

– No es ningún juego.

– En la hoja de ruta figura el nombre de una mujer, y si busca una puta llame a uno de esos programas de consolación de la radio.

– Gracias por el consejo -dijo Rebus agazapándose en el rincón.

Se abrió y se cerró la puerta de casa de Cafferty. Oyó un taconeo en la acera y al abrirse la portezuela se esparció el aroma de un perfume.

– Sube -dijo Rebus antes de que la mujer tuviera tiempo de decir nada-. Sólo quiero que me dejes en casa.

La mujer titubeó un instante, pero finalmente entró en el taxi y se sentó lo más distante posible de Rebus. El vio que el botón rojo estaba encendido y que el taxista podía oír lo que hablaban, pero encontró la llave correspondiente y lo apagó.

– ¿Trabajas en The Nook? -preguntó en voz baja-. No sabía que Cafferty echara allí sus zarpas.

– ¿A usted qué le importa? -replicó la mujer.

– Es por dar conversación. ¿Eres amiga de Molly?

– No sé quién es.

– Iba a preguntarte cómo estaba. Yo soy el que se llevó al diplomático del local la otra noche.

La mujer le miró despacio.

– Molly está bien -dijo finalmente-. ¿Cómo sabía que no iba a tener que esperar hasta que amaneciera? -añadió.

– Pura psicología -respondió él alzando los hombros-. Nunca me ha parecido que Cafferty sea de los que dejen que la mujer se quede toda la noche.

– Muy listo -comentó ella esbozando una leve sonrisa.

Dentro del taxi era difícil distinguir bien sus rasgos. Iba bien peinada, con labios brillantes de carmín y perfumada; lucía joyas, tacones altos y un abrigo tres cuartos que dejaba ver por la abertura una prenda mucho más corta. Mucho maquillaje y exageradas pestañas.

Rebus probó de nuevo.

– ¿Así que Molly está bien?

– Que yo sepa.

– ¿Qué tal Cafferty como jefe?

– Bien -le contestó ella volviéndose hacia el cristal de la ventanilla, haciendo que la luz bañara la mitad de su rostro-. Me habló de usted…

– Soy policía.

Ella asintió con la cabeza.

– Cuando oyó su voz en el vestíbulo fue como si cambiara de onda.

– Yo causo ese efecto. ¿Vamos a The Nook?

– Yo vivo en Grassmarket.

– Muy a mano para tu trabajo -comentó Rebus.

– ¿Qué es lo que quiere?

– ¿Aparte de la carrera a expensas de Cafferty? -dijo Rebus encogiéndose de hombros-. Pues tal vez nada más que averiguar cómo es que hay gente que se acerca a él, porque, la verdad, empiezo a creer que tiene un virus y que afecta a todo lo que toca.

– Usted le conoce hace más tiempo que yo -replicó ella.

– Cierto.

– ¿O sea que es inmune?

– No, no soy inmune -contestó él negando con la cabeza.

– A mí, aún no me ha afectado -añadió ella.

– Me alegro… pero el mal no siempre es inmediato.

Giraron hacia Lady Lawson Street y el taxista puso el intermitente derecho. En un minuto llegarían a Grassmarket.

– ¿Ha terminado su sermón de buen samaritano? -preguntó ella volviéndose hacia él de frente.

– Allá tú con tu vida…

– Exacto -espetó ella inclinándose hacia la divisoria del taxi-. Pare después del semáforo.

El taxista frenó y comenzó a rellenar el resguardo de abono, pero Rebus le dijo que tenía que llevarle a otro sitio. La mujer se bajó del vehículo y él aguardó a que dijera algo, pero ella cerró con fuerza la portezuela, cruzó la calle y desapareció por un callejón oscuro. El taxista esperó a arrancar hasta ver un rayo de luz al abrirse el portal.

– Con los tiempos que corren, siempre me gusta asegurarme -comentó a Rebus-. ¿Adónde vamos, jefe?

– Dé media vuelta y déjeme en The Nook -dijo Rebus.

Fue un trayecto de dos minutos, al final del cual Rebus dijo al hombre que añadiera veinte libras de propina, firmó con su nombre y le devolvió el albarán.

– ¿Está seguro, jefe? -inquirió el taxista.

– No es problema cuando lo paga otro -respondió él bajando.

Los porteros de The Nook le reconocieron, aunque no muy contentos de volver a verle.

– ¿Qué, mucho trabajo, muchachos? -dijo Rebus.

– Los días de paga no falta. Y ésta ha sido una buena semana de horas extra.

Rebus comprendió la alusión nada más entrar. Un numeroso grupo de policías bebidos acaparaba a las tres bailarinas en una mesa abarrotada de copas de champán y vasos de cerveza. No eran los únicos en dar la nota, porque al fondo del local una pandilla en despedida de soltero jaleaba también la competición. Rebus no conocía a los agentes pero hablaban con acento escocés; era la última noche en Edimburgo para la abigarrada compañía antes de regresar con sus esposas y novias a Glasgow, Inverness, Aberdeen…

En el pequeño escenario central evolucionaban dos mujeres y una tercera se contorsionaba encima de la barra para fruición de los que bebían allí sentados; se agachó para abrirse de piernas y que uno le metiera un billete de cinco libras en el tanga, recompensándole con un beso en la mejilla picada de viruelas. Sólo había un taburete libre y Rebus lo ocupó. De detrás de una cortina surgieron dos bailarinas que comenzaron a evolucionar entre las mesas. No podía saberse si salían de ejecutar un número de baile privado o de fumarse un cigarrillo. Una de ellas se acercó a Rebus, pero su sonrisa se quebró al verle decir «no» con la cabeza: el camarero le preguntó qué tomaba.

– No tomo -contestó él-. Sólo quiero que me preste el encendedor.

Un par de tacones altos se detuvieron frente a él y la propietaria se agachó contoneándose hasta que los ojos de ambos estuvieron a la misma altura. Rebus encendió morosamente el pitillo, dándole a entender que quería hablar con ella.

– Dentro de cinco minutos tengo un descanso -dijo Molly Clark-. Ronnie -añadió volviéndose hacia el camarero-: ponle una copa a este amigo.

– Muy bien -contestó Ronnie-, lo cargo a tu cuenta.

Ella, sin replicar, se incorporó y se alejó a pasitos hacia el otro extremo de la barra.

– Un whisky, Ronnie, por favor -dijo Rebus guardándose a hurtadillas el encendedor-. Y el agua me la pongo yo.

A pesar de ello, habría jurado que lo que le sirvió de la botella ya tenía su buena adulteración y esgrimió un dedo hacia el camarero.

– Hable con Regulación de Comercio si quiere -se apresuró a contraatacar el hombre.

Rebus dejó la copa a un lado y se dio la vuelta en el taburete como centrando el interés en las bailarinas. ¿Qué es lo que diferenciaba a aquellos hombres?, pensó. Muchos tenían bigote, todos iban con buen corte de pelo; casi todos conservaban la corbata, pero con la chaqueta colgada en el respaldo de la silla, y eran de diversa edad y contextura física, pese a lo cual daba la impresión de que había algo «uniforme» en ellos. Se comportaban como una tribu aparte, distinta al resto y máxime cuando habían estado toda la semana encargados de la capital y se consideraban sus poderosos e invencibles amos.

«Mira mis obras…»

¿Se veía Gareth Tench a sí mismo así también? Rebus pensó que no era tan sencillo. Tench sabía que era falible, pero, pese a ello, no cedía en sus intentos.

Rebus había meditado sobre la inconsistente conjetura de que fuese el asesino y sus «obras» la modesta galería de horrores de Auchterarder. Decidido a librar al mundo de monstruos, Cafferty incluido, la muerte de Cyril Colliar era un envite, y una investigación negligente habría concluido en Cafferty como principal objetivo. Además, Tench conocía a Trevor Guest, le había ayudado y luego, indignado al leer su historial en la página de Internet, debió de sentirse frustrado…

Pero quedaba Fast Eddie Isley, sin vinculación con Tench, y él era la primera víctima poniendo en marcha el asunto. Y ahora Tench había muerto y las culpas recaían sobre Keith Carberry.

«¿Con quién más has hablado de Gareth Tench?»

«El policía es usted.»

Una evasiva que no colaba. Rebus cogió el vaso por hacer algo. Las bailarinas del escenario evolucionaban con cara de aburrimiento deseando moverse entre las mesas de abajo donde los hombres se gastaban la paga por una miradita al sujetador o al exiguo tanga. Seguro que hacían turnos rotativos y les llegaría su momento, pensó. Entraron unos con aspecto de ejecutivos y uno de ellos hizo aspavientos de agobio por la música atronadora. Era gordo y de movimientos torpes, pero allí nadie se reiría de él; era la ventaja de un local como The Nook, donde no existían inhibiciones.

Rebus pensó en la década de los setenta, cuando la mayoría de los bares de Edimburgo tenían un espectáculo de strip-tease con almuerzo y los clientes se tapaban la cara con la pinta de cerveza cuando la bailarina miraba en su dirección. Todo aquel pudor se había desvanecido en pocas décadas. Los ejecutivos comenzaron a jalear al iniciar una de las bailarinas un contoneo frente a la mesa de los policías, mientras la víctima permanecía sentada con las piernas separadas y las manos en las rodillas, sonriente y abochornada.

Molly se acercó a Rebus, que no había advertido que había terminado su número.

– Dos minutos que me ponga un abrigo y nos vemos fuera -dijo ella.

El asintió con la cabeza como ausente.

– ¿En qué piensa? -preguntó ella con curiosidad.

– En cómo ha cambiado esto del sexo con los años. Antes éramos un país muy timorato.

– ¿Y ahora?

La bailarina balanceaba las caderas a dos centímetros de la nariz de su víctima.

– Ahora -contestó Rebus-, pues ya ves…

– ¿Te lo ponen en la cara? -aventuró ella.

Él asintió con la cabeza y dejó el vaso vacío en la barra.


* * *

Ella le ofreció un cigarrillo. Se había puesto un abrigo negro largo de lana y estaba apoyada en la fachada de The Nook, alejada de los porteros para que no oyeran lo que hablaban.

– En el piso no fumabas -comentó Rebus.

– Porque Eric es alérgico al humo.

– De Eric quería hablarte yo -dijo Rebus simulando mirar atentamente la punta del cigarrillo.

– ¿Qué pasa? -le preguntó ella cambiando el peso de un pie a otro.

Él advirtió que había cambiado los zapatos de tacones de aguja por zapatillas de deporte.

– La primera vez que hablamos me dijiste que está al corriente de cómo te ganas la vida.

– ¿Y?

Rebus alzó los hombros.

– No quiero que lo pase mal y por eso creo que debes dejarle.

– ¿Dejarle?

– Para que no tenga que decirle yo que has estado sacándole información y pasándosela a tu jefe. Mira, acabo de hablar con Cafferty y de pronto lo he visto claro. Él sabe cosas que no tenía por qué saber, cosas que provienen directamente del cuerpo, y, ¿quién mejor que Cerebro para saberlas?

Ella lanzó un bufido.

– Usted le llama Cerebro… ¿Por qué no le concede algo más de mérito?

– ¿Qué quieres decir?

– Usted cree que yo soy la mala, el gancho que, con mimos, obtiene información del pobre bobo -dijo ella pasándose un dedo por el labio superior.

– Bueno, no sólo eso; a mí me parece que vives con Eric porque Cafferty te lo ordena y… probablemente estimula tu enganche a la cocaína para sacar partido de ello. El día que nos conocimos creí que era puro nerviosismo.

Ella no se molestó en negarlo.

– En cuanto Eric deje de ser útil -prosiguió Rebus- le dejarás tirado como una colilla. Mi consejo es que lo hagas ahora mismo.

– Rebus, le he dicho que Eric no es idiota. Él ha estado constantemente al corriente de todo.

Rebus entornó los ojos.

– En su piso, dijiste que tú habías impedido que aceptara otros trabajos, ¿cómo se lo tomará cuando sepa que fue porque a tu jefe de nada podía servirle en el sector privado?

– Él me cuenta cosas porque quiere y sabe perfectamente adonde van a parar -añadió ella.

– La trampa de la miel -musitó Rebus.

– Una vez que se prueba… -dijo ella en tono irónico.

– Bien, de todos modos, vas a dejarle -insistió Rebus.

– ¿Y si no? -replicó ella taladrándole con la mirada-. ¿Irá a contarle algo que él ya sabe?

– Tarde o temprano, Cafferty naufragará. ¿Quieres compartirlo?

– Yo sé nadar bien.

– No es en el agua donde acabarás, Molly. El tiempo que pases en la cárcel arruinará tu figura, te lo aseguro. Escucha, pasar datos confidenciales a un criminal es delito grave.

– Rebus, si me mete en la cárcel, Eric irá detrás. Piénselo.

– Habrá que pagar un precio -dijo Rebus tirando la colilla-. Mañana a primera hora hablaré con él, y más vale que tengas preparadas las maletas.

– ¿Y si el señor Cafferty se niega?

– No se negará, porque una vez descubierta tu identidad, el DIC puede pasar información falsa para hacerle picar y echarle el guante.

Ella no apartaba los ojos de él.

– ¿Por qué no lo hacen? -preguntó.

– De las operaciones de intoxicación hay que informar a la superioridad y eso sí que sería la ruina de Eric. Tú lárgate y yo le salvo. Tu jefe ya ha destrozado bastantes vidas, Molly. Yo sólo quiero compensarlo en parte -dijo sacando el tabaco del bolsillo y ofreciéndole un cigarrillo-. ¿Qué me dices?

– Es tu turno -dijo uno de los porteros, pulsando el auricular-. Hay tres filas de clientes.

Ella miró a Rebus.

– Es mi turno -repitió, dirigiéndose hacia la puerta de artistas.

Rebus la vio alejarse, encendió otro cigarrillo y decidió que le sentaría bien volver a casa cruzando los Meadows.


* * *

Cuando abría la puerta sonó el teléfono. Lo cogió sentado en el sillón.

– Rebus -dijo.

– Soy yo -anunció Ellen Wylie-. ¿Qué demonios ha sucedido?

– ¿A qué te refieres?

– Acabo de hablar con Siobhan por teléfono y no sé lo que usted le habrá dicho, pero está fuera de sí.

– Se cree en parte responsable de la muerte de Gareth Tench.

– Yo he intentado decirle que está loca.

– De algo habrá servido -dijo Rebus encendiendo las luces. Quería tenerlas todas; no sólo las del cuarto de estar, sino en la cocina, el baño y el dormitorio.

– Parecía muy cabreada con usted.

– No hace falta que lo digas con tanta alegría.

– ¡Me he pasado veinte minutos calmándola! -gritó Wylie-. ¡No intente insinuar que esto me divierte!

– Perdona, Ellen -dijo Rebus serio, sentándose al borde de la bañera con los hombros caídos y el teléfono sujeto con la barbilla.

– Estamos cansados, John, ése es el problema.

– Creo que mi problema es algo peor, Ellen.

– Pues no se preocupe mucho; no es la primera vez.

Él expulsó aire.

– ¿Y en qué quedó lo de Siobhan al final? -preguntó.

– A lo mejor mañana se habrá calmado. Yo le dije que fuese a ver T in the Park para desahogarse.

– No es mala idea.

Pero él tenía pensado ir a Borders aquel fin de semana y ahora tendría que hacer el viaje al sur en solitario. A Ellen no podía pedirle que fuera porque no quería que se enterara Siobhan.

– Al menos podemos descartar a Tench como sospechoso -dijo Wylie.

– Tal vez.

– Siobhan me dijo que iban a detener al chico de Niddrie.

– Probablemente ya estará detenido.

– Entonces, ¿no tienen nada que ver con la Fuente Clootie y Vigilancia de la Bestia?

– Pura coincidencia.

– ¿Y ahora qué?

– Tu idea de un descanso el fin de semana es lo mejor. El lunes volvemos todos al trabajo, a ver si organizamos bien la investigación.

– ¿Así que no me necesita?

– Hay sitio para ti si quieres, Ellen. Tienes cuarenta y ocho horas por delante para pensarlo.

– Gracias, John.

– Pero hazme un favor… Llama a Siobhan mañana y dile que estoy preocupado.

– ¿Preocupado y que lo lamenta?

– Díselo como tú creas conveniente. Buenas noches, Ellen.

Cortó la comunicación y se miró en el espejo del cuarto de baño. Le sorprendió no ver quemaduras en carne viva. Era piel casi del color cetrino habitual; necesitaba un afeitado, estaba despeinado y tenía ojeras. Se dio unos palmetazos en las mejillas y fue a la cocina a hacerse un café de sobre -solo, porque la leche estaba agria- y se sentó a la mesa del cuarto de estar. Las mismas caras le miraban desde la pared: Cyril Colliar, Trevor Guest y Edward Isley.

En la tele seguirían hablando de las explosiones de Londres. Los expertos expondrían lo que habría debido hacerse y lo que había que hacer y el resto de las noticias pasaría a un segundo plano. Y a él aún le quedaban aquellos tres homicidios por resolver. Mejor dicho, a Siobhan, ahora que lo pensaba, porque el jefe supremo la había encargado a ella del caso. Y estaba Ben Webster, cada vez más relegado al olvido, desplazado por el ciclo de los informativos.

«Nadie te reprocha que te lo tomes con calma.»

Apoyó la cabeza en los brazos cruzados y vio al bien alimentado Cafferty bajar la escalera de un millón de libras; a Siobhan cayendo en la trampa; a Cyril Colliar haciendo sus maldades, a Keith Carberry haciendo el trabajo sucio y Molly y Eric Bain más trabajo sucio. Cafferty bajando la escalera, perfumado, recién salido de la ducha oliendo a rosas.

Cafferty el gángster conocía el nombre de Steelforth.

Cafferty el autor conocía personalmente a Richard Pennen.

«¿Con quién más…?» «¿Con quién más has hablado?»

Cafferty mostrando la punta de la lengua. «Tal vez la propia Siobhan…»

No, Siobhan no. Rebus había visto su reacción en el escenario del crimen: ella no sabía nada.

Lo que no quería decir que no hubiera deseado que ocurriera, que no hubiese consentido que se produjera mirando un segundo de más a Cafferty a los ojos.

Rebus oyó un avión tomando altura hacia el oeste. No había en Edimburgo muchos vuelos nocturnos, y pensó si no sería Tony Blair o alguno de sus acólitos. Gracias, Escocia, y buenas noches. Los mandatarios del G-8 habrían disfrutado de lo mejor que tenía el país: paisaje, whisky, ambiente y comida. Los canapés hechos polvo cuando explotó el autobús rojo de Londres. Y, entre tanto, había tres muertos malos y un muerto bueno -Ben Webster-, y otro que no tenía muy claro cómo era. Probablemente Gareth Tench actuase con toda buena intención, pero con la conciencia martilleada por plegarse a las circunstancias.

O a lo mejor estaba a punto de arrebatar a Cafferty su marchita corona.

Rebus dudaba mucho que llegara a saberlo. Miró el teléfono que descansaba en la mesa: siete cifras le conectarían con el piso de Siobhan, siete leves pulsaciones en el teclado. ¿Por qué le costaba tanto?

– ¿Qué te hace pensar que no está mejor sin ti? -se sorprendió diciendo al objeto plateado.

Éste respondió con un pitido y él alzó la cabeza y lo cogió con ansia, pero el aparato simplemente le prevenía de que estaba agotándose la batería.

– Como la mía -musitó, levantándose despacio en busca del recargador.

Acababa de enchufarlo cuando sonó: Mairie Henderson.

– Buenas noches, Mairie -dijo.

– ¿John, dónde estás?

– En casa. ¿Qué ocurre?

– ¿Puedo enviarte un correo electrónico? Es el artículo que estoy escribiendo sobre Richard Pennen.

– ¿Necesitas mi experiencia como corrector de pruebas?

– Es que quería…

– ¿Qué ha ocurrido, Mairie?

– He tenido un tropezón con tres gorilas de Pennen. Iban de uniforme, pero no eran policías.

Rebus se sentó en el brazo del sillón.

– ¿Uno de ellos llamado Jacko?

– ¿Cómo lo sabes?

– Yo también me lo tropecé. ¿Qué sucedió?

Mairie le explicó el incidente, añadiendo que sospechaba que habían pasado algún tiempo en Irak.

– ¿Y ahora tienes miedo y quieres por eso que quede copia de tu artículo? -dijo Rebus.

– Voy a enviar unas cuantas.

– Pero no a otros periodistas, ¿verdad?

– No, prefiero evitar tentaciones.

– Los escándalos no tienen derechos de autor -comentó Rebus-. ¿Quieres llevar las cosas más lejos?

– ¿A qué te refieres?

– A que es lo que tú dices: suplantar la personalidad de policía es muy grave.

– Una vez que haya entregado mi copia, no hay peligro.

– ¿Estás segura?

– Segura, pero gracias por decírmelo.

– Mairie, si me necesitas, tienes mi número.

– Gracias, John. Buenas noches.

Se cortó la comunicación y Rebus permaneció mirando el teléfono. Volvió a aparecer el icono de «carga» y la electricidad nutrió la batería. Fue a la mesa y enchufó el portátil, conectó el cable al teléfono y obtuvo línea. No dejaba de maravillarle que aquello funcionase. Apareció el mensaje de Mairie. Pulsó «descargar» y lo guardó en un archivo, con esperanzas de volver a encontrarlo. Tenía otro mensaje: de Stan Hackman.

«Más vale tarde que nunca. Aquí estoy de nuevo en Newcastle y listo para una singladura por clubs nocturnos. Nada más quería darle una información sobre Trev. En las notas del interrogatorio figura que estuvo viviendo cierto tiempo en Coldstream; pero no se especifica porqué ni cuánto tiempo. Espero que le sirva. Su amigo, Stan.»

Coldstream; el mismo lugar del hombre con quien se había peleado en el Swany's de Radcliffe Terrace.

«Aja», pensó Rebus, diciéndose que aquello merecía un trago.

SÁBADO 9 DE JULIO
Capítulo 25

Hacía tan sólo una semana que Rebus había cruzado los Meadows y se había encontrado con toda aquella multitud vestida de blanco.

Era mucho tiempo en términos políticos, como solía decirse. La vida continuaba. Las hordas de gente que aquel día viajaron al norte irían hoy a las afueras de Kinross para ver a T in the Park. Los amantes del deporte se encaminarían más al oeste, hasta el Loch Lomond, a ver las finales del campeonato escocés de Open Golf. Rebus contaba con que su viaje al sur le llevara menos de dos horas, pero antes tenía que desviarse un par de veces; la primera a Slateford Road. Permaneció sentado en el coche con el motor en marcha mirando a las ventanas del antiguo almacén rehabilitado, casi seguro de que aquellas que no tenían echadas las cortinas eran las del piso de Eric Bain. Puso de nuevo el CD de Elbow, en donde el cantante comparaba a los líderes del mundo libre con niños tirando piedras. Estaba a punto de salir del coche cuando vio aparecer a Bain andando aturdido de vuelta de la tienda de la esquina; iba despeinado y sin afeitar y con la camisa fuera de los pantalones, con un cartón de leche y una cara atolondrada que en cualquier otra persona Rebus habría achacado al cansancio. Bajó el cristal de la ventanilla y tocó el claxon. Bain tardó un par de segundos en reconocerle y en cruzar la calle, hasta acercarse al coche.

– Ah, pues sí que eres tú -dijo Rebus.

Bain no replicó, asintió con la cabeza, ausente.

– ¿Ya te ha dejado?

La pregunta tuvo el efecto de centrar la atención de Bain.

– Con una nota diciendo que enviará a alguien a recoger sus cosas.

Rebus asintió con la cabeza.

– Sube, Eric -dijo-. Tenemos que hablar.

– ¿Cómo lo sabías? -replicó Bain sin moverse.

– Eric, si preguntas por ahí, te dirán que yo soy la persona menos indicada para dar consejos sobre una relación. -Rebus hizo una pausa-. Por otro lado, no podíamos consentir que estuvieras pasándole información a Big Ger Cafferty.

– ¿Tú…? -exclamó Bain mirándole.

– Hablé anoche con Molly. Si se ha largado, eso quiere decir que prefiere seguir trabajando en The Nook a seguir contigo.

– Yo no… no creo que… -Bain abrió exageradamente los ojos como si hubiese recibido una inyección de cafeína.

Apretó los dientes con rabia y el cartón de leche se le cayó de las manos y fue a buscar el cuello de Rebus. Él dobló el tronco hacia el asiento del pasajero, zafándose con una mano del ataque de Bain y buscando con la otra el botón de la ventanilla. Subió el cristal y atrapó a Bain, se desplazó al asiento del pasajero, salió del coche y dio la vuelta. Bain ya sacaba los brazos de la portezuela y al volverse recibió de Rebus un rodillazo en la entrepierna que le hizo caer de rodillas sobre el charco de leche. Rebus le propinó un directo en la barbilla, tumbándole de espaldas, y se montó encima de él agarrándole de la camisa.

– Tú lo has querido, Eric. Un solo movimiento y escupes los hígados. Según tu «novia» te encantaba pasar información aun sabiendo que no se te preguntaba por simple curiosidad. Eso te hacía sentirte importante, ¿verdad? Sí, es la razón por la que la mayoría de los confidentes empiezan a delatar.

Bain no ofrecía resistencia alguna, con excepción de un temblor de hombros que fue cediendo. La verdad era que sollozaba, con la cara salpicada de leche, como un niño que ha perdido su juguete preferido. Rebus se puso en pie y se alisó el traje.

– Levántate -ordenó.

Pero Bain parecía contento de estar tendido en el suelo y tuvo que levantarle él.

– Mírame, Eric -añadió sacando un pañuelo del bolsillo y tendiéndoselo-. Ten, límpiate la cara.

Bain hizo lo que le decía y se limpió unos mocos en forma de burbuja que pendían de su nariz.

– Escúchame bien -dijo Rebus-. El trato que hice con ella fue que si se marchaba no ocurriría nada. Es decir, que yo no iría a Fettes a contarlo y tú conservarías el empleo. ¿Me oyes? -añadió Rebus ladeando la cabeza hasta que Bain le miró a la cara.

– Empleos hay muchos.

– ¿De informática y tecnología en la empresa privada? Sí, claro, están deseando dárselos a uno que no es capaz de guardar secretos con una de alterne.

– Yo la amo, Rebus.

– Puede, pero ella jugaba contigo como Clapton con la guitarra de seis cuerdas… ¿De qué te ríes?

– Yo me llamo así por él… Mi padre lo admira mucho.

– ¿En serio?

Bain alzó la vista al cielo, recuperando poco a poco el ritmo normal de respiración.

– Yo creía de verdad que ella…

– Cafferty te estaba manipulando, Eric. Punto. Pero ten bien en cuenta una cosa… -añadió aguardando a que le mirara-. No la busques ni te acerques a The Nook bajo ningún concepto. Ella va a enviar a alguien a recoger sus pertenencias porque sabe perfectamente cómo se hacen las cosas -sentenció Rebus cortando el aire con un golpe de kárate para mayor énfasis.

– Tú la viste aquel día en mi piso, Rebus… Tengo que haberle gustado un poco cuando menos.

– Aférrate a esa idea si quieres, pero no vayas a preguntárselo. Si me entero de que intentas ponerte en contacto con ella, ten la seguridad de que hablo con Corbyn.

Bain musitó algo que Rebus no entendió. Le dijo que lo repitiese y Bain le taladró con la mirada.

– Al principio no era por Cafferty -dijo.

– Lo que tú digas, Eric. Pero al final todo fue por él. De eso no te quepa la menor duda.

Bain calló un instante y miró a la calzada.

– Tendré que ir otra vez a por leche -dijo.

– Mejor será que te laves antes. Escucha, yo tengo que salir de Edimburgo. Tú dedica el día a pensártelo. ¿Te parece que te llame mañana y me digas lo que has decidido?

Bain asintió despacio con la cabeza y tendió a Rebus su pañuelo.

– Quédatelo. Y busca un amigo con quien desahogarte.

– En Internet.

– Lo que sea -dijo Rebus dándole una palmadita en el hombro-. ¿Te encuentras ya bien? Yo tengo que irme.

– No te preocupes.

– Estupendo. -Rebus lanzó un profundo suspiro-. No voy a disculparme por esto, Eric, pero lamento haberte hecho daño.

Bain volvió a asentir con la cabeza.

– Soy yo quien…

Pero Rebus le hizo guardar silencio.

– No se hable más. Sobreponte y adelante. Date una ducha y como si nada.

– No te creas que es tan fácil -replicó Bain despacio.

Rebus asintió con la cabeza.

– De todos modos, por algo se empieza.


* * *

Siobhan dedicó casi tres cuartos de hora a darse un buen baño. Generalmente sólo disponía de tiempo para una ducha por la mañana, pero aquel día decidió cuidarse echando mano de casi un tercio de la botella de espuma Space NK, preparándose un zumo natural de naranja, música de la BBC 6 en su radio digital y desconectando el móvil. Tenía la entrada para T in the Park en el sofá del cuarto de estar, junto a una lista de cosas que necesitaba: agua mineral y algo para picar, el chubasquero y protector solar (nunca se sabía). Por la noche había estado a punto de llamar a Bobby Greig para ofrecerle la entrada, pero ¿a cuento de qué? Si no iba al concierto, se quedaría tumbada en el sofá viendo la tele. Ellen Wylie la había llamado a primera hora para decirle que había hablado con Rebus.

– Dice que lo lamenta.

– ¿Que lamenta qué?

– Pues todo y nada.

– Ah, muy bonito que te lo diga a ti, y no a mí.

– Ha sido culpa mía -añadió Ellen-. Yo le dije que debería dejarte en paz un par de días.

– Gracias. ¿Cómo está Denise?

– Sigue en cama. Bien, ¿qué plan tienes hoy? ¿Dar saltos hasta sudar en Kinross o prefieres que vayamos a algún sitio y olvidemos penas?

– Tendré en cuenta el ofrecimiento, pero creo que tienes razón; Kinross es tal vez lo que necesito.

No se quedaría hasta muy tarde. Aunque era una entrada válida para dos días, ya había pasado tiempo de sobra al aire libre. Pensó si aún andaría por allí el camello de Stirling. Quizás esta vez cediera a la tentación e infringiera otra regla. Ella conocía a muchos compañeros que fumaban y había oído de algunos que incluso tomaban cocaína los fines de semana. Cualquier cosa con tal de relajarse. Se hizo una composición de lugar y pensó que convenía llevar un par de condones por si acababa en la tienda de alguien. Conocía a dos mujeres policía que iban al festival y le habían dicho que se pondrían en contacto por medio de un mensaje de texto. Eran dos buenas piezas encaprichadas por los solistas de Killers y de Keane, y ya estaban en Kinross para coger sitio en primera fila.

– Mándanos un mensaje en cuanto llegues -le dijeron a Siobhan-. Porque si tardas a lo mejor nos encontramos ya en estado lamentable.

«Que lo lamenta… Por todo y por nada.»

Pero ¿qué tenía que lamentar Rebus? ¿Había estado él en el Bentley GT escuchando el plan de Cafferty? ¿Había subido la escalera con Keith Carberry para ser testigo de cómo le conminaba Cafferty? Cerró los ojos y hundió la cabeza en el agua de la bañera.

«La culpa es mía», se dijo. Las palabras le resonaban dentro de la cabeza. Gareth Tench, tan vivo, con su vozarrón, carismático como buen comediante, ahuyentando «por azar» a Carberry y sus colegas como demostrando que dominaba la situación. Una bravuconada fingida, una astucia para ganar subvenciones para sus electores. Exuberante e incansable… y ahora frío y desnudo en un frigorífico del depósito municipal, convertido en objeto de incisiones y datos estadísticos.

Alguien le había dicho en cierta ocasión: basta con una hoja de tres centímetros. Tres simples centímetros de acero podían desbaratar todo un mundo.

Emergió a la luz del día, escupiendo y apartándose el pelo y las pompas de jabón de la cara. Le pareció oír el teléfono, pero no; era el crujido de una tabla del suelo del piso de arriba. Rebus le había dicho que se mantuviera lejos de Cafferty, y tenía razón. Si se descuidaba con Cafferty, saldría perdiendo. Pero ya estaba perdida, ¿no?

– Y no tiene ninguna gracia -musitó poniéndose en cuclillas, estirando el brazo y cogiendo una toalla.

No tardó mucho en llenar la bolsa, la misma que había llevado a Stirling; aunque no fuese a pasar la noche fuera, metió el cepillo y la pasta dentífrica. Tal vez en el coche siguiera carretera adelante. Y si se acababa la tierra tomaría el transbordador a Orkney. Es lo que tenía el coche, que daba ilusión de libertad; la publicidad jugaba siempre con ese concepto de aventura y descubrimiento, pero en su caso se trataba más bien de «huida».

– No lo haré -se dijo ante el espejo del cuarto de baño con el cepillo en la mano.

Lo mismo le había dicho a Rebus, asegurándole que sabría arrostrar las consecuencias. Pero en el caso de Cafferty era mucho arriesgar.

Sabía los pasos que había que dar: ir a ver a James Corbyn, explicarle en qué lío se había metido y acabar volviendo a vestir el uniforme.

– Soy una buena agente -se dijo al espejo, tratando de imaginarse cómo se lo explicaría a su padre; su padre, que tan orgulloso estaba de ella; y su madre, que le había dicho que no tenía importancia.

Que no importaba que la hubieran golpeado.

¿Y por qué a ella le importaba tanto? Realmente, no por la rabia de pensar que hubiera sido otro policía, sino por demostrar que cumplía con su profesión.

– Soy una buena agente -repitió en voz baja y a continuación, limpiando el vaho del espejo, añadió-: Contra toda evidencia.


* * *

Segundo y último desvío: la comisaría de Craigmillar. McManus ya estaba trabajando.

– Muy concienzudo -dijo Rebus entrando en el DIC.

Allí no había nadie más. McManus iba vestido de modo informal con camisa deportiva y vaqueros.

– ¿Qué le trae por aquí? -preguntó McManus humedeciéndose un dedo y pasando una página del informe que estaba leyendo.

– ¿Son los resultados de la autopsia? -dijo Rebus.

– Sí; acabo de llegar -contestó McManus asintiendo con la cabeza.

– Siempre lo mismo -comentó Rebus-. El sábado, con la muerte de Ben Webster, me encontraba en la misma situación que usted.

– No es de extrañar que el profesor Gates estuviera disgustado; dos sábados seguidos…

Rebus se había acercado a la mesa de McManus.

– ¿Hay conclusiones?

– Cuchillo de sierra con una anchura de hoja de siete octavos de pulgada. Gates dice que se usa mucho para cocinar.

– Exacto. ¿Sigue Keith Carberry detenido?

– Ya conoce el reglamento, John. Transcurridas seis horas, o hay cargos imputables, o a la calle.

– ¿Quiere decir que no le imputan nada?

McManus alzó la vista del informe.

– Él ha negado su intervención y tiene la coartada de que se encontraba jugando al billar; hay siete u ocho testigos.

– Seguro que todos ellos son buenos amigos suyos.

McManus se encogió de hombros.

– En la cocina de su madre hay muchos cuchillos, pero no falta ninguno. Nos los llevamos todos para hacer un análisis.

– ¿Y la ropa de Carberry?

– Se ha examinado también y no hay restos de sangre.

– Lo que quiere decir que queda descartada; como el cuchillo.

McManus se recostó en la silla.

– ¿Quién lleva la investigación, Rebus?

Rebus alzó las manos en gesto conciliador.

– Sólo pensaba en voz alta. ¿Quién interrogó a Carberry?

– Yo personalmente.

– ¿Cree que es culpable?

– El chico se mostró sinceramente sorprendido cuando le dijimos que Tench había muerto. Pero en el fondo de sus repugnantes ojos azules me pareció detectar algo.

– ¿El qué?

– Miedo.

– ¿Por estar detenido?

McManus negó con la cabeza.

– Miedo a decir algo.

Rebus se dio la vuelta para que McManus no detectara nada en sus ojos. Decía que Carberry no había sido… ¿Volvía eso a convertir a Cafferty en sospechoso? ¿Estaba el joven asustado por lo mismo y, creyendo que Cafferty se había cargado a Tench, pensaba que iba a ser el próximo?

– ¿Le preguntó por qué espiaba al concejal?

– Declaró que le esperaba para darle las gracias.

– ¿De qué? -inquirió Rebus volviéndose otra vez hacia McManus.

– Por su apoyo moral al pagarle la fianza por alteración del orden.

– ¿Usted se lo cree? -replicó Rebus con un bufido.

– No necesariamente, pero no existía motivo para mantenerle detenido. -McManus hizo una pausa-. El caso es que, cuando le dijimos que podía irse, le vimos titubeante, aunque procuró disimularlo. Salió de aquí mirando a derecha e izquierda como temiéndose algo y echó a correr como una liebre. -McManus hizo otra pausa-. ¿Entiende lo que quiero decir, Rebus?

Rebus asintió con la cabeza.

– Más liebre que zorro.

– Sí, algo así… Lo cual me hace pensar si no me oculta algo.

– Para mí sigue siendo sospechoso.

– En eso, de acuerdo -comentó McManus levantándose de la silla y mirando a Rebus fijamente-. Pero ¿es solamente él a quien hay que interrogar?

– Los concejales tienen enemigos -sentenció Rebus.

– Según la viuda, Tench le incluía a usted entre ellos.

– Esa mujer se equivoca.

McManus ignoró su respuesta y se limitó a cruzarse de brazos.

– Y cree también que vigilaban su casa y que no era Keith Carberry. La descripción que dio fue de un hombre canoso con un cochazo. ¿No le parece que podría ser Big Ger Cafferty?

Rebus alzó los hombros.

– Otra historia que me ha llegado -añadió McManus acercándose a Rebus- se refiere a usted y a un hombre que corresponde a esa misma descripción, haciendo acto de presencia en una reunión del centro parroquial hace unos días. El concejal tuvo unas palabras con ese tercer hombre. ¿Algo que explicarme, Rebus?

Lo tenía tan cerca que Rebus notó su respiración en la mejilla.

– En casos como éste corren muchos rumores -replicó.

McManus se limitó a sonreír.

– Yo nunca he tenido un caso como éste, Rebus. Gareth Tench era querido y apreciado y hay muchos amigos suyos indignados por su muerte que piden explicaciones. Y algunos muy influyentes se han ofrecido a ayudarme en lo que sea.

– Enhorabuena.

– Y es una oferta difícil de rehusar -prosiguió McManus-. Es decir, que quizá sea una oportunidad única -añadió retrocediendo un paso-. Por tanto, inspector Rebus, a la vista de la situación, ¿hay algo que quiera decirme?

No había manera de implicar a Cafferty sin enredar a Siobhan y, por tanto, previamente tenía que estar seguro de que no resultara afectada.

– Creo que no -respondió Rebus cruzando los brazos, al tiempo que McManus asentía con la cabeza.

– Prueba de que me oculta algo.

– ¿Ah, sí? -replicó Rebus metiendo las manos en los bolsillos-. ¿Y usted a mí? -añadió volviéndole la espalda camino de la puerta, dejándole con la duda de en qué momento exactamente había decidido cruzarse de brazos.


* * *

Era un día agradable para ir en coche, a pesar de que la mayor parte del viaje lo había hecho a la zaga de un camión. Fue al sur hasta Dalkeith y de allí a Coldstream. En Dun Law, la carretera cruzaba un parque eólico y era la primera vez que Rebus veía aquellas aspas. Había ovejas y vacas pastando y faisanes y liebres atropellados en el asfalto. Las aves de presa surcaban el cielo, posándose en las vallas. Ochenta kilómetros después llegaba a Coldstream y, tras cruzar el pueblo y un puente, se vio de pronto en Inglaterra. Un indicador le informó que estaba sólo a noventa kilómetros de Newcastle. Dio la vuelta en el aparcamiento de un hotel, volvió a cruzar la frontera y aparcó junto al bordillo. Había una comisaría enmascarada como una de tantas casas con tejado a dos aguas y una puerta azul, con un letrero indicando que sólo abría en días laborables de nueve a doce. En la calle principal de Coldstream proliferaban los bares y las tiendas y coches de excursionistas llenaban en su mayor parte el poco espacio de la calzada. Un autobús de Lesmahagow descargaba su locuaz contingente de turistas frente al Ram's Head, pero él les tomó la delantera y pidió medio whisky del mejor. Miró a su alrededor y vio que habían juntado las mesas para el almuerzo. En la barra había bocadillos y pidió uno de queso y escabeche.

– Tenemos también sopa de pollo con puerros -dijo la camarera.

– ¿De lata?

La mujer chasqueó la lengua.

– ¿Cree que pretendo envenenarle?

– Pues sírvamela -añadió él sonriendo.

Mientras la mujer hacía el pedido a la cocina, Rebus estiró la espalda, flexionando hombros y cuello.

– ¿Adónde va usted? -preguntó la mujer de vuelta a la barra.

– Aquí -contestó él, pero antes de que pudiera entablar conversación comenzaron a entrar los pasajeros del autobús.

La mujer volvió a dar una voz a la cocina y salió una camarera libreta en mano.

El propio cocinero, rubicundo y orondo, sirvió la sopa a Rebus, poniendo los ojos en blanco al ver tanta gente.

– Adivine cuántos querrán empanada -comentó.

– Todos -dijo Rebus.

– ¿Y canapés de queso de cabra?

– Ninguno -añadió Rebus desenrollando la servilleta de papel y sacando la cuchara.

La tele transmitía un partido de golf. A Rebus le pareció que en Loch Lomond hacía viento. Buscó en vano la sal y la pimienta, pero pudo comprobar que la sopa no lo necesitaba. Un hombre con camisa blanca de manga corta ocupó la barra a su lado y se enjugó la cara con un pañuelo. Llevaba el poco pelo que tenía aplastado hacia atrás.

– Qué calor -dijo.

– ¿Ésos son suyos? -preguntó Rebus señalando el barullo de las mesas.

– Más bien soy «yo» suyo -respondió el hombre-. Nunca he visto pasajeros más sabidillos en conducir -añadió balanceando la cabeza.

Imploró a la camarera una pinta de zumo de naranja con gaseosa y mucho hielo. Ella se la sirvió con un guiño, dándole a entender que era por cuenta de la casa. Rebus sabía cómo funcionaba el asunto: el conductor que llevaba allí turistas, bebía siempre de balde. El hombre debió de leerle el pensamiento.

– Así es la vida -comentó.

Rebus asintió con la cabeza. ¿Podía acaso decirse que el G-8 no funcionaba por el estilo? Preguntó al conductor cómo era Lesmahagow.

– Es un lugar que merece la pena por la excursión a Coldstream -dijo mirando de reojo a los turistas, que discutían a propósito de la distribución de las sillas-. Le juro que hasta la ONU tendría lío con esta gente -añadió dando un buen trago a la bebida-. No estaría usted en Edimburgo la semana pasada, ¿verdad?

– Trabajo allí.

El conductor fingió torcer el gesto.

– Yo tuve veintisiete turistas chinos que llegaron en tren de Londres el sábado por la mañana. ¿Cree que pude acercarme a la estación a recogerlos? Y una mierda. ¿Y sabe dónde se alojaban? En el Sheraton de Lothian Road. Había más medidas de seguridad que en la cárcel de Barlinnie. Y luego, el martes, ya a medio camino de Rosslyn Chapel, advertí que había recogido por error a un delegado japonés -añadió conteniendo la risa.

Rebus le secundó, sintiéndose profundamente relajado.

– ¿Así que ha venido a pasar el día? -preguntó el hombre. Rebus asintió con la cabeza-. Hay buenos recorridos a pie, si le gusta el paseo, aunque no me parece la clase de persona…

– Es buen psicólogo.

– Por mi trabajo -dijo el hombre acompañándose de un breve gesto de la cabeza-. ¿Ve ese grupo? Ahora mismo podría decirle quiénes me darán propina al final del viaje, e incluso cuánto.

Rebus hizo un gesto de admiración.

– ¿Quiere tomar otra? -le preguntó al ver vacío el vaso del conductor.

– Mejor que no. Tendría que hacer una parada para mear a media tarde y seguro que la mayor parte de los viajeros harían lo mismo, y luego se tarda media hora en tenerlos a todos a bordo. Encantado de conocerle -añadió tendiéndole la mano.

– Igualmente -contestó él estrechándosela.

Se dirigió a la salida mientras dos ancianas le llamaban y le saludaban con la mano, pero el hombre fingió no advertirlo. Rebus pensó que bien podía tomarse otro medio. La conversación le había animado porque era entrar en contacto con otra vida, un mundo que discurría casi paralelo al que habitaba él.

El mundo corriente y moliente. En el que se conversaba por puro gusto, sin motivaciones ni secretos. La normalidad.

La camarera se lo sirvió en otro vaso.

– Parece que ya está más animado que cuando entró -comentó-. No sabía si iba a darme un puñetazo o lanzarme un beso.

– Gracias a la terapia -dijo él alzando el vaso.

La camarera de mesas ya había anotado lo que querían los turistas y se dirigía veloz a la cocina antes de que nadie cambiara de idea.

– ¿Y qué le trae por Coldstream? -prosiguió la de la barra.

– Soy oficial de policía de Lothian y Borders y estoy indagando el asesinato de un tal Trevor Guest. Era de Tyneside, pero vivió por aquí hace unos años.

– No me suena el nombre.

– A lo mejor usaba otro -dijo Rebus enseñándole una foto de Guest cuando compareció ante el tribunal.

La mujer la examinó acercando el rostro, por la coquetería de no ponerse las gafas, y negó con la cabeza.

– Lo siento, amigo -dijo.

– ¿Hay alguien más a quien preguntar? ¿Tal vez el cocinero…?

La mujer cogió la foto y cruzó la puerta batiente hacia el estruendo de cacerolas y recipientes y volvió menos de medio minuto después a devolverle la foto.

– La verdad es que Rab sólo lleva aquí desde otoño -dijo-. ¿Ha dicho que era de Tyneside? ¿Y por qué vino aquí?

– Puede que en Newcastle no se sintiera seguro -contestó Rebus-, dado que no siempre estuvo en paz con la ley.

Ahora le resultaba más que evidente que lo que había provocado aquel cambio en Guest debió de suceder en Newcastle. Y al huir de allí lo mejor era evitar la AI, de la que se podía salir en Morpeth, tomando una carretera que llevaba directamente a aquel lugar.

– Supongo que sería mucho preguntar si recuerda algo de hace cuatro o cinco años. ¿No hubo una oleada de robos en algunas casas?

La mujer negó con la cabeza mientras unos turistas se acercaban a la barra con una lista.

– Tres cervezas pequeñas, una cerveza con gaseosa, Arthur, mira a ver si es grande o pequeña, un ginger ale, un abocado con gaseosa, pregunta si quiere el abocado con hielo. ¡Arthur, no, espera, son dos cervezas pequeñas y una clara grande!

Rebus apuró su bebida y dijo a la mujer que volvería. Era verdad; si no en aquel viaje, en otro. Trevor Guest le había arrastrado hasta allí, pero si volvía sería por el Ram's Head. Hasta que no estuvo en la calle no se percató de que no había preguntado nada sobre Duncan Barclay. Pasó por delante de un par de tiendas y al llegar a la de prensa se detuvo, entró y enseñó la foto de Trevor Guest. El dueño negó con la cabeza y añadió que era del pueblo. Rebus le dijo el nombre de Duncan Barclay y el hombre asintió.

– Se fue de aquí hace unos años. Se ha ido mucha gente joven.

– ¿Sabe adónde?

El hombre volvió a negar con la cabeza. Rebus le dio las gracias y continuó su recorrido. Entró a una tienda de comestibles, pero sin resultado; la joven dependienta le dijo que sólo trabajaba los sábados y que a lo mejor tenía más suerte el lunes. Lo mismo en todas las otras de aquella acera: antigüedades, peluquería, salón de té, tienda de beneficencia de artículos de segunda mano. Sólo otra persona más conocía a Duncan Barclay.

– Todavía se le ve por aquí.

– Entonces, no se ha ido a vivir lejos -dijo Rebus.

– Creo que a Kelso.

Era el pueblo más próximo. Rebus se detuvo un instante bajo el sol vespertino preguntándose por qué notaba aquel bullir de la sangre. Lógico: estaba trabajando, entregado al tenaz oficio del policía tradicional; era casi como estar de vacaciones. Pero en ese momento vio que le quedaba por comprobar otro pub mucho menos acogedor que el otro.

Era un local bastante más rudimentario que el Ram's Head, con suelo de linóleo rojo desgastado y quemado por las colillas, una diana destartalada adonde lanzaban dardos dos clientes no menos destartalados, y tres jubilados con gorra jugando al dominó en la mesa de un rincón. Todo ello envuelto en una neblina de humo de tabaco. La pantalla del televisor parecía que sangraba, e incluso desde la entrada Rebus tuvo el convencimiento de que los urinarios estarían atascados. Sintió un desánimo, pero se dijo que probablemente aquel era un local más en consonancia con Trevor Guest. El problema es que allí eran escasas las posibilidades de que contestaran a sus preguntas de buena gana. El camarero tenía una nariz como un tomate aplastado, una auténtica cara de borracho surcada de cicatrices y marcas, recuerdo de a saber qué escabrosas circunstancias nocturnas. Rebus sabía que su propio rostro era también reflejo de algunas andanzas suyas. Se acercó a la barra endureciendo el empaque.

– Una grande de la fuerte -dijo con el tabaco ya en la mano. Allí no podía pedir una caña-. ¿Ha visto a Duncan últimamente? -preguntó al camarero.

– ¿A quién?

– A Duncan Barclay.

– No me suena ese nombre. ¿Se ha metido en algún lío?

– No realmente. -No había hecho más que una pregunta y ya le habían calado-. Soy inspector de policía -añadió.

– No me diga.

– Tengo que hacer unas preguntas a Duncan.

– No vive aquí.

– Se marchó a Kelso, ¿verdad?

El camarero se encogió de hombros.

– ¿A qué tasca va ahora?

El camarero seguía sin mirarle a la cara.

– Míreme -insistió Rebus-, no estoy para bromas. ¿Me oye?

Se oyó el rascar de las sillas en el suelo al levantarse los jubilados. Rebus se volvió a medias hacia ellos.

– ¿Aún quieren jaleo a su edad? -preguntó con una sonrisa-. Pues sepan que estoy investigando tres asesinatos -añadió alzando tres dedos- y si quieren que los incluya en el sumario, acérquense. -Hizo una larga pausa hasta que se sentaron-. Buenos chicos -comentó, y añadió dirigiéndose al camarero-: ¿Dónde puedo encontrarle?

– Pregunte a Debbie, que tuvo un rollo con él -musitó el camarero.

– ¿Y dónde encuentro a esa Debbie?

– Trabaja los sábados en la tienda de comestibles.

Rebus permaneció impasible y sacó la manoseada foto de Trevor Guest.

– Estuvo por aquí hace años -admitió el camarero-, pero me dijeron que se largó al sur.

– Le engañaron; se fue a Edimburgo. ¿Cómo se llamaba?

– Le gustaba que le llamasen Clever Boys; no sé por qué.

Probablemente por la canción de Ian Dury, pensó Rebus.

– ¿Venía a beber aquí?

– Pero no por mucho tiempo porque le prohibí la entrada por intentar dar un puñetazo a uno.

– ¿Y vivía aquí?

El camarero negó con la cabeza despacio.

– Creo que en Kelso -contestó-. En Kelso, seguro -añadió asintiendo con la cabeza.

Lo que significaba que Guest había mentido a la policía de Newcastle. Aquello comenzaba a darle mala espina. Salió del pub sin molestarse en pagar. Le había resultado bastante bien. Fuera, tardó unos minutos en recobrar la calma y se dirigió a la tienda de comestibles para hablar con la dependienta de los sábados: Debbie. Ella advirtió que se había enterado y comenzó a dar otra versión, pero él le plantó la mano ante la cara para hacerla callar y, acto seguido, apoyó los nudillos en el mostrador.

– Bien, ¿qué puedes decirme de Duncan Barclay? -preguntó-. Me lo cuentas aquí o en una comisaría de Edimburgo. Elige.

La joven sólo acertó a ruborizarse. De hecho, se puso como un tomate.

– Vive en un chalé de Carlingnose Lane.

– ¿En Kelso?

Ella asintió levemente con la cabeza y se llevó una mano a la frente como si se sintiera mareada.

– Pero suele estar en el bosque mientras hay luz -dijo.

– ¿En qué bosque?

– En el que hay detrás del chalé.

Bosque… ¿Qué había dicho la psicóloga? El bosque puede tener su importancia.

– Debbie, ¿cuánto tiempo hace que le conoces?

– Hace tres… casi cuatro años.

– ¿Es mayor que tú?

– Tiene veintidós años.

– Y tú, ¿dieciséis, diecisiete?

– Voy a cumplir diecinueve.

– ¿Estáis liados?

No era la pregunta más adecuada: la joven enrojeció aún más. Rebus no había visto aquel rojo carmesí ni en las grosellas.

– Somos amigos… Últimamente no le veo mucho.

– ¿A qué se dedica?

– A la talla de madera; hace cuencos y objetos que vende a galerías de Edimburgo.

– Es un artista, ¿eh? ¿Y se le da bien?

– Es estupendo.

– ¿Y usa herramientas bien afiladas?

La joven fue a contestar pero se contuvo.

– ¡Él no ha hecho nada! -exclamó.

– ¿He dicho yo eso? -replicó Rebus fingiéndose el ofendido-. ¿Qué te lo hace pensar?

– ¡Él desconfía!

– ¿De mí? -dijo Rebus desconcertado.

– ¡De la policía!

– Ha tenido líos antes, ¿verdad?

La joven negó despacio con la cabeza.

– Usted no lo entiende -dijo con voz queda, con lágrimas en los ojos-. Él dijo que no le…

– ¿Debbie…?

La joven rompió a llorar, levantó la tabla del mostrador y salió con los brazos por delante. Rebus extendió los suyos, pero ella pasó por debajo y corrió hacia la puerta, que, al abrirse, lanzó un quejido de campanillas.

– ¡Debbie! -gritó él, pero cuando salió a la calle vio que ella ya iba casi por la esquina.

Rebus lanzó una maldición en voz baja y, al reparar en que había a su lado una mujer con una cesta de mimbre vacía en los brazos, alcanzó con la mano el letrero de abierto y le dio vuelta: cerrado.

– El sábado, sólo se despacha medio día -dijo.

– ¿Desde cuándo? -espetó la mujer indignada.

– Bueno -replicó él-, pues sírvase usted misma y deje el dinero en el mostrador -añadió echando a correr.


* * *

Siobhan se sentía de más en aquel jolgorio: la multitud saltaba y la empujaba, coreaba las canciones desafinando y banderas de todas las naciones le tapaban la vista. Veía gamberros de ambos sexos sudorosos lanzando tacos y bailando al estilo escocés con universitarios pijos también de ambos sexos, compartiendo con ellos latas de cerveza espumosa y de sidra barata; el suelo estaba lleno de restos resbaladizos de pizza y se encontraba a cuatrocientos metros del escenario. Y había colas interminables para los servicios. Sonrió nostálgica pensando en su pase privilegiado pare Empuje Final. Había enviado un mensaje a sus amigas, pero no le habían contestado. Allí todo el mundo parecía feliz y eufórico, pero ella no se ambientaba y no dejaba de pensar en Cafferty, Gareth Tench, Keith Carberry, Cyril Colliar, Trevor Guest y Edward Isley.

El jefe de la policía le había encomendado un caso importante con el que habría dado un buen paso en el escalafón, pero lo había descuidado por la agresión a su madre, y sus intentos de descubrir al agresor habían acaparado todo su tiempo llevándola peligrosamente al terreno de Cafferty. Sabía que tenía que centrarse y motivarse de nuevo. El lunes se reanudaría la investigación, seguramente dirigida por el inspector jefe Macrae y el inspector Derek Starr, con un equipo nuevo y bien nutrido.

Y ella estaba con suspensión de servicio. Lo único que podía hacer era localizar a Corbyn, disculparse y convencerle de que la reintegrase. Él seguramente le haría jurar que no iba a consentir que interviniera Rebus y que rompiese los vínculos con él. La idea le dio qué pensar. Sesenta contra cuarenta a que aceptaba si se lo pedía.

Un nuevo grupo salió al escenario principal y aumentaron los decibelios. Miró el móvil por si tenía mensajes de texto.

Sólo una llamada perdida. Comprobó el número: Eric Bain.

– Lo que me faltaba -musitó, sin leer el mensaje que había dejado y guardándose el móvil en el bolsillo.

Sacó otra botella de agua del bolso. Sintió el olor dulzón del hachís, pero no veía al camello de Campamento Horizonte. Los jóvenes del escenario tocaban con ganas, pero en el sonido dominaban los agudos. Se fue alejando. Había parejas tumbadas en el césped besuqueándose o mirando a las estrellas embobadas y sonrientes. Se percató de que seguía andando, sin voluntad de detenerse, hacia donde había dejado el coche. Faltaban horas para la actuación de New Order pero no volvería a verlos. ¿Qué le esperaba en Edimburgo? Quizá llamar a Rebus para decirle que comenzaba a olvidar o tal vez buscar una vinatería para tomarse una botella de chardonnay frío, con la libreta y el bolígrafo preparando el borrador de lo que pensaba decirle al jefe supremo el lunes por la mañana.

«Si le permito reintegrarse al servicio es para que prescinda totalmente de su compañero… ¿Entendido, sargento Clarke?»

«Entendido, señor. Le quedo muy agradecida.» «¿Acepta las condiciones, sargento Clarke? Basta con que diga sí.» Pero no era tan sencillo.


* * *

Otra vez en la M90, ahora rumbo al sur. Veinte minutos después estaba en el puente Forth. Ya no registraban los vehículos como en los días anteriores al G-8. En las afueras de Edimburgo, Siobhan se percató de que Cramond quedaba de paso y decidió acercarse a casa de Ellen Wylie para darle las gracias por haberle aguantado despotricar el día anterior. Dobló a la izquierda en Whitehouse Road y aparcó delante de la casa. No contestaban al timbre y llamó al móvil de Ellen.

– Soy Shiv -dijo cuando descolgó-. Venía a gorrearte un café.

– Estamos paseando.

– Oigo ruido de agua… ¿Estáis detrás de la casa?

Se hizo un silencio.

– Mejor si pasas más tarde.

– Es que estoy aquí mismo.

– Ah, yo más bien había pensado en una copa en Edimburgo; las dos.

– Ah, muy bien -dijo Siobhan, pero frunciendo el ceño.

Fue como si Wylie lo viera.

– Escucha -añadió-, si quieres un café rápido. Nos vemos dentro de cinco minutos.

En lugar de esperar, Siobhan fue hasta el final de los jardines de los adosados y siguió una breve senda que conducía al río Almond. Ellen y Denise habían continuado hasta el molino en ruinas y regresaban. Ellen la saludó con la mano, pero Denise no parecía estar por la labor, aferrada al brazo de su hermana.

«Las dos.»

Denise Wylie era más baja y delgada que su hermana. Por su extremismo de quinceañera y el prurito del peso, le había quedado una figura de anoréxica; su cutis era macilento y el pelo pardusco y lacio. No miró a Siobhan a la cara.

– Hola, Denise -comentó ella, recibiendo un solo gruñido por respuesta.

Ellen, por el contrario, se mostró extrañamente eufórica y parlanchina mientras volvían a la casa.

– Entremos por el jardín -dijo en tono taxativo- y pongo el hervidor, o ¿quieres un grog? Ah, no, que tienes que conducir… Así que, el concierto, ¿no valía mucho? ¿O al final no fuiste? Yo ya no tengo edad para ir a conciertos, aunque haría una excepción con Coldplay, pero con mi buen asiento, porque todo el rato en el césped como un espantapájaros… ¿Te vas arriba, Denise, y te llevo yo una taza de té? -dijo saliendo de la cocina con un plato de mantecadas que puso en la mesa-. ¿Estás bien, Shiv? Ya tengo el agua puesta a hervir. No recuerdo con qué lo tomas…

– Sólo con leche -contestó Siobhan mirando a la ventana del dormitorio-. ¿Se encuentra bien Denise?

En aquel momento vieron a la hermana de Wylie detrás de la ventana y, al percatarse de que Siobhan miraba también, ella abrió los ojos desmesuradamente y corrió las cortinas de golpe. Aunque hacía un calor pegajoso, tenía la ventana cerrada.

– Está bien -contestó Wylie con un leve ademán quitándole importancia.

– ¿Y tú?

– ¿Yo? -repitió Wylie con una risa nerviosa.

– Da la impresión de que habéis tomado dos productos del botiquín totalmente discordantes.

Wylie respondió con otra risa seca y entró a la cocina. Siobhan se levantó despacio, la siguió y se detuvo en el umbral.

– ¿Se lo has dicho? -preguntó.

– ¿El qué? -dijo Wylie abriendo la nevera, cogiendo la leche y, acto seguido, buscando una jarrita.

– Lo de Gareth Tench. ¿Sabe que ha muerto? -añadió Siobhan con las palabras casi estrangulándosele en la garganta.

«Tench engaña a su mujer.»

«Tengo una compañera, Ellen Wylie, cuya hermana…»

«Más sensible que la mayoría…»

– Oh, Dios, Ellen -dijo estirando el brazo y apoyándose en el marco de la puerta.

– ¿Qué sucede?

– Me entiendes, ¿verdad? -añadió Siobhan casi en un susurro.

– No sé a qué te refieres -contestó Wylie, toqueteando la bandeja y poniendo y quitando los platillos.

– Mírame a los ojos y dime que no sabes a qué me refiero.

– No tengo la menor idea de qué…

– Te digo que me mires a los ojos.

Ellen Wylie lo hizo con no poco esfuerzo, manteniendo los labios firmemente apretados.

– Me pareciste tan rara al teléfono -añadió Siobhan- y ahora todo ese tejemaneje y Denise que se encierra en su cuarto.

– Márchate.

– Piénsatelo, Ellen. Pero antes de irme quiero pedir disculpas.

– ¿Disculpas?

Siobhan asintió con la cabeza sin dejar de mirar a Wylie.

– Fui yo quien se lo comentó a Cafferty y a él no le resultaba difícil averiguar la dirección. ¿Estabas tú en casa? -Vio como Wylie bajaba la cabeza-. Claro, vino aquí, ¿verdad? -insistió Siobhan-. Vino aquí y le dijo a Denise que Tench seguía casado. ¿Seguía saliendo con él?

Wylie negó despacio con la cabeza y por sus mejillas cayeron lágrimas hasta las baldosas del suelo.

– Ellen, cuánto lo siento…

Estaba allí en la encimera, al lado del fregadero: el soporte de los cuchillos con un espacio vacío. La cocina estaba impecable y no había indicios de que hubiera estado lavando nada.

– No puedes detenerla -dijo Ellen Wylie sollozando y negando con la cabeza.

– ¿Te enteraste esta mañana cuando se levantó? Se sabrá enseguida, Ellen -dijo Siobhan-. Si sigues negándolo, os hundiré a las dos -añadió, recordando las palabras de Tench: «La pasión es una bestia al acecho en algunos hombres». Sí, y en algunas mujeres.

– No puedes detenerla -repitió Ellen Wylie, ahora en tono apagado de resignación.

– La ayudarán -añadió Siobhan avanzando unos pasos en la reducida cocina y dándole a Ellen Wylie un apretón en el brazo-. Habla con ella y dile que no se preocupe, que tú la apoyarás.

Wylie se restregó la cara con el brazo limpiándose las lágrimas.

– No tienes pruebas -murmuró según lo que tenía pensado decir; el guión por si llegaba el caso.

– ¿Acaso son necesarias? -replicó Siobhan-. Quizá sea mejor que hable yo con Denise…

– No, por favor -replicó Wylie negando de nuevo con la cabeza y taladrándola con la mirada.

– ¿Qué posibilidades hay de que no la viera nadie, Ellen? ¿No aparecerá en alguna grabación de cámaras de seguridad? ¿Crees que no descubrirán la ropa que llevaba y el cuchillo que ha tirado? Si yo investigara el caso, enviaría un par de hombres rana al río. Tal vez por eso fuisteis allí de paseo, para recogerlo y hacerlo desaparecer mejor.

– Oh, Dios -dijo Wylie con voz quebrada.

Siobhan le dio un apretón y notó que comenzaba a temblar y que estaba al borde de un ataque de nervios.

– Tienes que ser fuerte por ella, Ellen. Aguanta un poco más; tienes que aguantar -añadió Siobhan pensando a toda velocidad mientras le friccionaba la espalda.

Si Denise era capaz de matar a Gareth Tench, ¿de qué no sería capaz? Advirtió la tensión de Ellen Wylie y se apartó de ella, mirándose las dos a los ojos.

– Sé lo que estás pensando -dijo Wylie pausadamente.

– ¿Ah, sí?

– Pero Denise casi no miró Vigilancia de la Bestia. Era yo la que estaba interesada, no ella.

– Y eres quien intenta encubrir al asesino de Gareth Tench, Ellen. ¿Quieres que sea a ti a quien interroguemos?

La voz de Siobhan se había endurecido, igual que el rostro de Wylie, que de inmediato quebró una agria sonrisa.

– ¿Eso es cuanto se te ocurre, Siobhan? Puede que no seas tan inteligente como la gente cree. El jefe supremo te habrá encomendado el caso, pero las dos sabemos que es de John Rebus… aunque me imagino que tú te apuntarás los laureles, suponiendo que lo resuelvas. Pues adelante, presenta una acusación contra mí si quieres -añadió tendiendo las muñecas para que la esposara, pero como Siobhan permaneció inmutable, estalló despacio en una risa fría-. No eres tan inteligente como la gente cree -repitió.

«No tan inteligente como la gente cree.»

Capítulo 26

Rebus se encaminó sin pérdida de tiempo a Kelso, que estaba sólo a doce kilómetros, sin ver rastro de Debbie al salir del pueblo. Claro que podía haberse puesto ya en contacto por teléfono con Barclay. De haber prestado atención, el campo le habría parecido esplendoroso. Aceleró al dejar atrás el indicador de bienvenida al pueblo y dio un frenazo al ver al primer peatón. Era una mujer vestida con traje sastre de tweed que paseaba un perro de ojos saltones.

– ¿Sabe dónde está Carlingnose Lane? -preguntó.

– Pues no, lo siento -contestó la mujer, que aún se disculpaba cuando él ya había vuelto a arrancar.

Las tres primeras personas a quienes preguntó al llegar al centro de Kelso le ofrecieron media docena de posibilidades: cerca de Floors Castle, del campo de rugby, el campo de golf y la carretera de Edimburgo.

Finalmente, Floors Castle estaba en la carretera a Edimburgo. Su gran muralla perimetral se extendía cientos de metros. Vio los indicadores del campo de golf y a continuación un parque con postes de rugby, pero las casas que lo bordeaban eran muy nuevas; finalmente, unas colegialas que paseaban el perro le indicaron el sitio.

Era detrás de las casas nuevas.

El Saab se quejó al reducir a primera y Rebus notó que el motor hacía un ruido raro. Carlingnose Lane era una hilera de chalés ruinosos. Los dos primeros estaban remozados y tenían una mano de pintura. El camino no iba más allá del último de los muros enjalbegados, ya amarillentos. Un cartel manual rezaba: SE VENDE ARTESANÍA LOCAL. En el pequeño jardín delantero vio restos de troncos. Rebus detuvo el coche ante la verja de cinco barrotes, pasada la cual, una senda cruzaba un prado hacia un bosque. Llamó a la puerta de Barclay y miró por la ventana; vio un cuarto de estar con una cocinita anexa sucia, donde habían suprimido parte del muro de atrás e instalado puertas acristaladas de salida a un jardín trasero que estaba tan vacío y descuidado como el delantero. Alzó la mirada y vio un poste de suministro de electricidad. No había antena de televisión ni aparato a la vista en el interior.

Ni teléfono. El chalé de al lado sí que tenía un cable que iba hasta el poste telefónico.

«No obsta para que tenga móvil», se dijo Rebus. De hecho, sería lo más probable porque de algún modo tendría que estar en contacto con las galerías de Edimburgo. Junto al chalé había un viejo Land Rover que no parecía utilizarse mucho y cuyo capó estaba frío; pero del contacto colgaba la llave, lo que significaba que allí no había riesgo de robo o era indicio de un primer paso para la huida. Rebus abrió la portezuela del conductor, cogió la llave y se la guardó en el bolsillo; se acercó al prado y encendió un pitillo. Si Debbie había avisado a Barclay, lo habría hecho a pie o con otro vehículo; y habría vuelto al pueblo.

Cogió el móvil. La señal de cobertura era una barra. Lo inclinó y desapareció. Se subió a la verja y probó de nuevo. Cobertura cero.

Pensó que aún había luz de sobra para un paseo por el bosque. No hacía frío y se oía gorjeo de pájaros y el rumor del tráfico. Vio en lo alto un avión con su reluciente tren de aterrizaje. «Voy al encuentro de un desconocido en el quinto pino y sin cobertura -pensó-. Un hombre que se peleó con otro y que está avisado de que llega la policía, a la que tanto detesta…»

– Estupendo, John -dijo en voz alta, algo jadeante, en la cuesta que acababa en el lindero del bosque.

No sabía qué árboles eran aquellos: marrones y con hojas; luego no eran coníferas. Esperaba oír ruidos de hacha o motosierra… No. No, eso no. No le seducía la idea de encontrarse con Barclay esgrimiendo una herramienta de aquellas. No sabía si acaso llamarle a voces; se aclaró la garganta, pero eso fue todo. Ahora que estaba a más altura, a lo mejor el móvil… Cobertura cero.

Desde luego, la panorámica era magnífica. Hizo un alto para recobrar aliento, pensando en que ojalá viviera para recordar aquel paisaje. ¿Por qué le molestaría a Duncan Barclay la presencia de la policía? Bueno, ya se lo preguntaría si le encontraba. Se internaba en el bosque; pisaba humus blando y tenía la impresión de que caminaba por una especie de senda, invisible para quien no la conociera, entre árboles jóvenes y tocones, apenas sin matorrales. El lugar le recordaba el paraje de la Fuente Clootie. No hacía más que mirar a derecha e izquierda y detenerse de vez en cuando prestando oído. Allí estaba, él solo.

De pronto surgió otra senda de anchura suficiente para un vehículo. Se agachó: las huellas de las ruedas eran de al menos varios días. Lanzó un leve bufido.

– De caballo no son -musitó incorporándose y sacudiéndose el barro de los dedos.

– No precisamente -repitió una voz de hombre.

Rebus se volvió y finalmente lo vio. Estaba sentado en un árbol caído con las piernas cruzadas, a unos metros de la senda; con cazadora y pantalón verde oliva.

– Buen camuflaje -dijo Rebus-. ¿Es usted Duncan?

Duncan Barclay le dirigió una leve inclinación de cabeza. Rebus se acercó. Era rubio y de rostro pecoso. Mediría un metro ochenta y era musculoso. Sus ojos eran del mismo color claro que la cazadora.

– Usted es policía -dijo Barclay.

A Rebus ni se le ocurrió negarlo.

– ¿Le avisó Debbie?

– ¿Cómo iba a hacerlo? -replicó Barclay estirando los brazos-. Yo soy un inútil en ese aspecto y muchos otros.

Rebus asintió con la cabeza.

– Ya he visto que no hay teléfono ni televisión en el chalé.

– Y pronto no habrá ni chalé, porque el promotor le tiene echado el ojo. Así que me veré en el campo y luego en el bosque… Sabía que vendría -dijo tras una pausa mirando a Rebus-. No usted, concretamente; alguien de la policía.

– ¿Por qué?

– Por Trevor Guest -contestó el joven-. No sabía que había muerto hasta que lo leí en el periódico. Pero al ver que el caso lo llevaba la policía de Edimburgo, me imaginé que algo saldría a relucir en los archivos.

Rebus asintió con la cabeza y sacó el tabaco.

– ¿Le importa que…?

– Mejor que no; y los árboles piensan igual.

– ¿Son amigos suyos? -preguntó Rebus, guardándose la cajetilla-. ¿Así que se enteró de lo de Trevor Guest?

– Por los periódicos. -Se quedó pensativo-. ¿Fue el miércoles? Yo no compro periódicos. Entiéndame, no tengo tiempo para eso; pero vi los titulares del Scotsman y leí que había acabado con él una especie de asesino en serie.

– Un asesino, sí -dijo Rebus.

Retrocedió un paso al ponerse Barclay de pie; pero el joven se limitó a hacerle seña de que le siguiera y echó a andar.

– Venga conmigo y se lo enseñaré -dijo.

– ¿El qué?

– Lo que le ha traído aquí.

Rebus hizo un alto, pero, finalmente, continuó andando hasta dar alcance a Barclay.

– ¿Eso está muy lejos, Duncan? -preguntó.

Barclay negó con la cabeza y siguió caminando a buen paso.

– ¿Pasa mucho tiempo en el bosque?

– Todo el que puedo.

– Me refiero a otros bosques, no sólo en éste.

– En él encuentro trozos y piezas.

– ¿Trozos y…?

– Ramas, troncos caídos.

– ¿Y la Fuente Clootie?

– ¿Por qué lo pregunta? -replicó Barclay volviéndose.

– ¿Ha estado allí?

– Creo que no -contestó Barclay deteniéndose tan súbitamente que Rebus estuvo a punto de adelantarle.

El joven abrió los ojos exageradamente y se dio con la palma de la mano en la frente. Rebus advirtió sus uñas melladas y las cicatrices de los dedos propias de un artesano.

– ¡Dios bendito, ya entiendo lo que piensa! -dijo Barclay con un grito ahogado.

– ¿Y qué es lo que pienso, Duncan?

– ¡Cree que yo lo hice yo!

– ¿Y es verdad?

– Santa madre de Cristo… -Barclay negó enérgicamente con la cabeza y continuó caminando casi más deprisa.

– Me intriga esa pelea de usted y Trevor Guest -dijo Rebus jadeante-. He venido a recopilar datos.

– ¡Pero cree que yo le maté!

– Bueno, ¿lo mató?

– No.

– Pues no tiene nada que temer -dijo Rebus mirando alrededor, casi desorientado. Sabría volver siguiendo la senda de vehículos, pero ¿encontraría el desvío que llevaba al prado y la civilización?

– Es increíble que piense eso -dijo Barclay meneando de nuevo la cabeza-. Yo doy vida a la madera inerte. Para mí el mundo vivo es lo más importante.

– Trevor Guest no va a regresar en forma de cuenco.

– Trevor Guest era un animal -espetó Barclay, deteniéndose de nuevo en seco.

– ¿No forman parte los animales del mundo vivo? -inquirió Rebus sin aliento.

– Sabe perfectamente que no lo he dicho en ese sentido -replicó Barclay oteando a su alrededor-. Bien lo decía el Scotsman… Estuvo en la cárcel, por robo y violación.

– Agresión sexual, más concretamente.

Barclay continuó hablando sin hacer caso de la observación.

– Lo encarcelaron porque dio la casualidad de que lo detuvieron por un delito, pero hacía tiempo que era un animal -añadió el joven internándose en el bosque, con Rebus a la zaga, intentando expulsar de su mente imágenes de terror de Blair Witch.

El terreno descendía más y más. Ahora sí que se encontraban bien lejos del camino que llevaba a la civilización. Miró a su alrededor en busca de una posible arma, se agachó y cogió una rama que, al sacudirla, se le deshizo en la mano. Estaba podrida.

– ¿Qué es lo que va a enseñarme? -preguntó.

– Paciencia. Un minuto más -comentó Barclay alzando un dedo-. Oiga, no sé cómo se llama.

– Rebus. Inspector Rebus.

– Yo hablé con sus compañeros cuando los hechos, ¿sabe? Quise que indagaran sobre Trevor Guest, pero creo que no hicieron nada. Yo era un muchacho, y ya me llamaban «raro». Coldstream es un pueblucho, inspector. Cuando no se es como ellos es difícil fingir.

– Sí, claro -comentó Rebus en lugar de preguntarle: «¿Qué demonios me está contando?».

– Ahora me va mejor. La gente ve lo que hago y aprecia el mérito de mi trabajo.

– ¿Cuándo vino a vivir a Kelso?

– Llevo aquí tres años.

– Pues ya debe de gustarle…

Barclay miró a Rebus y sonrió.

– Me da conversación, ¿no es eso? ¿Está nervioso?

– No me gustan los juegos -contestó Rebus.

– Pero yo sí sé a quién le gustan: al que dejó esos trofeos en la Fuente Clootie.

– En eso estamos de acuerdo -dijo Rebus, que estuvo a punto de caer y se arañó el tobillo.

– Tenga cuidado -dijo Barclay sin detenerse.

– Gracias -añadió Rebus cojeando tras él.

Pero el joven volvió a detenerse. Había una cadena y más abajo, al final, un chalé moderno.

– El paisaje es espléndido -comentó Barclay-. Y este lugar es bonito y tranquilo. Hay que llegar en coche por ahí -añadió señalando con el dedo la ruta- desde la carretera principal. Aquí es donde murió la mujer -dijo volviéndose de cara a Rebus-. Yo la vi en el pueblo y hablé con ella y fue una verdadera conmoción enterarnos de lo ocurrido. -Su mirada se hizo más penetrante al ver que Rebus no entendía-. Hablo del señor y la señora Webster -añadió entre dientes-. Sí, él murió después, pero aquí es donde fue asesinada su esposa. Ahí dentro -espetó señalando el chalé.

Rebus sintió falta de saliva. ¿La madre de Ben Webster? Sí, claro: aquellas vacaciones en un chalé de Borders. Recordaba las fotos del informe que había recopilado Mairie.

– ¿Quiere decir que la mató Trevor Guest?

– Él vino a vivir aquí unos meses antes y desapareció inmediatamente después. Algunos de los que bebían con él dijeron que era por un problema con la policía de Newcastle. A mí Trevor me acosaba por la calle porque yo era un jovenzuelo de pelo largo y pensaba que sabría dónde encontrar droga. -Hizo una pausa-. Luego, fui una noche con un amigo a Edimburgo a tomar una copa y me lo encontré.

Como había comunicado mis sospechas a la policía, al verle pensé que la investigación había sido una chapuza… -añadió mirando a Rebus con severidad-. ¡No lo investigaron!

– ¿Se lo encontró en aquel pub? -inquirió Rebus pensando a toda velocidad, palpitándole las sienes.

– Sí, y perdí los estribos. Tuve que desahogarme. Cuando después me enteré de que lo habían matado… sentí aún mayor desahogo, como si se hubiera hecho justicia, pues el periódico decía que había estado en la cárcel por robo y violación.

– Agresión sexual -replicó Rebus con voz débil. Una de tantas inexactitudes.

– Eso fue lo que hizo aquí. Entró a robar y mató a la señora Webster.

Y luego huyó a Edimburgo, con súbito arrepentimiento y dispuesto a ayudar a los ancianos y a los débiles. Gareth Tench tenía razón: algo le había sucedido a Trevor Guest. Algo que había cambiado su vida.

De dar crédito a lo que contaba Duncan Barclay.

– Él no la violó -replicó Rebus.

– ¿Cómo dice?

Rebus carraspeó y escupió saliva pastosa.

– La señora Webster no fue violada.

– No, porque era ya mayor, pero la de Newcastle era jovencita.

Efectivamente. Ya lo había dicho Hackman: «Le gustaban más bien jovencitas».

– Ya veo que le pesaba esta historia -dijo Rebus.

– ¡Y aún no me cree!

– Discúlpeme -añadió Rebus recostándose en un árbol y pasándose la mano por el pelo. Estaba sudando.

– Yo no puedo ser sospechoso -prosiguió Barclay- porque no conozco a las otras dos víctimas. Son tres muertos, no uno -añadió con énfasis.

– Exacto, no uno solo.

Un asesino a quien le gustan los juegos. Rebus pensó en la doctora Gilreagh: «Ruralismo y discrepancias».

– Supe que era una mala persona -dijo Barclay- desde el primer día que lo vi en Coldstream.

Trevor Guest, el asesino de la madre de Ben Webster.

El padre murió de pena, es decir, que Guest había matado a un matrimonio, fue a la cárcel por otro delito y había quedado en libertad. Y poco después el diputado Ben Webster muere al caer desde las murallas del castillo de Edimburgo.

«¿Ben Webster?»

– ¡Duncan! -se oyó gritar a lo lejos desde lo alto de la pendiente.

– ¡Debbie, estoy aquí! -exclamó Barclay comenzando a subir la cuesta.

Rebus le siguió con gran esfuerzo. Cuando él llegó a la pista de vehículos, Barclay y Debbie estaban abrazados.

– He venido a avisarte -oyó que decía la joven con la cara hundida en la cazadora de él-. No he encontrado a nadie que me trajera y como sabía que él vendría a por ti -dejó la frase en el aire al ver a Rebus, dando un grito y separándose de Barclay.

– Tranquila -dijo él-. El inspector y yo hemos estado hablando y creo que me ha hecho caso -añadió mirando a Rebus.

Rebus asintió con la cabeza y metió las manos en los bolsillos.

– Pero de todos modos tendrá que venir a Edimburgo -dijo- para que quede grabado cuanto me ha dicho, ¿sabe?

– Después de tanto tiempo será un placer -contestó Barclay con una sonrisa de desgana.

Debbie se alzó sobre la punta de los pies rodeándole la cintura con un brazo.

– No me dejes aquí. Yo voy contigo -dijo.

– El caso es que el inspector -dijo Barclay mirando a Rebus de reojo- me cree sospechoso, y tú serías mi cómplice.

La joven le miró estupefacta. Estrechó con más fuerza a Barclay y exclamó:

– ¡Duncan es incapaz de hacer mal a nadie!

– Ni a una cochinilla del bosque, diría yo -añadió Rebus.

– El bosque me ha protegido -dijo Barclay mirando a Rebus-. Por eso la rama que cogió antes se le deshizo en la mano -añadió con un guiño, y le dijo a Debbie-: ¿Seguro que quieres que nuestra primera cita formal sea en una comisaría de Edimburgo?

La joven respondió alzándose de nuevo sobre la punta de los pies y dándole un beso en la boca. De pronto, los árboles se mecieron movidos por la brisa.

– Volvamos al coche, muchachos -ordenó Rebus dando unos enérgicos pasos por la senda, hasta que Barclay le advirtió que aquel no era el camino.


* * *

Siobhan se dio cuenta de que aquel no era el camino.

No es que no fuera el camino, sino que dependía de adonde fuese; y ése era el problema: no se decidía. Probablemente iría a casa, pero, ¿qué le esperaba allí? Como ya estaba en Silverknowes Road, continuó hasta Marine Drive y estacionó junto al bordillo.

Había más coches aparcados por ser un lugar concurrido los fines de semana para contemplar las vistas al Firth of Forth. Había gente paseando el perro y comiendo bocadillos. Un helicóptero que ascendía para efectuar uno de sus recorridos turísticos le recordó de pronto el que les llevó a Gleneagles. Un año, el día del cumpleaños de Rebus, ella le regaló un billete para aquel recorrido, pero pensaba que no había llegado a utilizarlo.

Estaría a la espera de noticias sobre Denise y Gareth Tench. Ellen Wylie había prometido llamar a Craigmillar para que fuesen a su casa a tomarle declaración, lo que no impidió que ella reclamara el mismo trámite en cuanto salió del adosado de Cramond, casi decidida a ordenar que las detuvieran a las dos. Aún resonaba en sus oídos aquella risa de Wylie, algo más que simple producto de la histeria. Natural, tal vez, dadas las circunstancias, pero de todos modos… Cogió el móvil, respiró hondo y marcó el número de Rebus. Le contestó una grabación con voz de mujer: «En este momento no podemos atender su llamada. Por favor pruebe más tarde».

Miró la pantalla de cristal líquido y recordó que Eric Bain le había dejado un mensaje.

– A ver qué quiere -musitó pulsando teclas.

– Siobhan, soy Eric -sonó la voz borrosa-. Molly me ha dejado y, Dios, no sé… -ruido de tos-. Quisiera que tú… ¿cómo te lo explicaría? -Otra tos seca como si se sintiera mal. Siobhan miró el paisaje sin verlo-. Mierda… He tomado… he tomado… muchas…

Siobhan lanzó una maldición para sus adentros y giró la llave de contacto, puso la marcha y arrancó a toda velocidad con las luces largas puestas y tocando el claxon en los semáforos rojos. Pidió una ambulancia sin soltar el volante, diciéndose que todavía dominaba la situación. y doce minutos después frenaba frente a la casa de Bain sin mayores males que un arañazo en la carrocería y un retrovisor lateral tocado. Otra visita al taller del mecánico amigo de Rebus.

No tuvo que llamar a la puerta de Bain porque estaba abierta. Entró corriendo en el piso y le encontró tendido en el cuarto de estar con la cabeza apoyada en un sillón. Vio una botella vacía de Smirnoff y un frasco de paracetamol también vacío.

Le tomó el pulso y comprobó que estaba tibio y con respiración débil pero acompasada; tenía el rostro sudoroso y la entrepierna mojada por haberse orinado. Pronunció su nombre varias veces, dándole bofetadas y abriéndole los párpados.

– ¡Vamos, Eric, despierta! ¡Despierta, Eric! -exclamó zarandeándole-. ¡Tienes que levantarte, Eric! ¡Vamos, gandul de mierda! -No podía con él y era imposible levantarlo. Comprobó si tenía algo en la boca que impidiera la respiración y volvió a zarandearle-. Eric, ¿cuántas has tomado? ¿Cuántas pastillas, Eric?

Era buena señal que hubiese dejado la puerta abierta en previsión de que entraran. Y la había llamado. ¡La había llamado a ella!

– Siempre fuiste un peliculero, Eric -rezongó Siobhan, apartándole el pelo de la frente. El cuarto era puro desorden-. ¿Y si vuelve Molly y ve cómo tienes el piso? Levántate ahora mismo.

Bain parpadeó y lanzó un profundo gruñido, al tiempo que se oía ruido en la puerta y entraban dos médicos con uniforme verde, uno de ellos con una caja de instrumental.

– ¿Qué ha ingerido?

– Paracetamol.

– ¿Cuánto tiempo hace?

– Un par de horas.

– ¿Cómo se llama?

– Eric.

Siobhan se puso en pie y se apartó para hacerles sitio. Los médicos comprobaron la reacción pupilar con un instrumento.

– ¿Me oye? -preguntó uno de ellos-. ¿Puede decir sí con la cabeza? Pruebe a mover los dedos. ¡Eric! Me llamo Colin y estoy aquí para ayudarle. ¿Eric? Diga que sí con la cabeza si me oye. Eric…

Siobhan contemplaba la escena con los brazos cruzados hasta que Eric, con una convulsión, comenzó a vomitar; uno de los médicos le dijo que mirase por el piso y comprobase si había indicios de que hubiera ingerido algo más.

Al salir del cuarto, Siobhan pensó si no se lo habría dicho para ahorrarle la desagradable escena. En la cocina no había nada; todo estaba impecable, salvo que se había dejado fuera de la nevera un cartón de leche, y al lado el tapón de la Smirnoff. Fue al cuarto de baño. El botiquín estaba abierto y en el lavabo, tirados, unos sobrecitos sin abrir de algo para la gripe, que ella puso en el armarito, donde había un frasco de aspirinas también sin empezar. Por lo que, tal vez, el paracetamol estaría empezado y no habría ingerido tantas pastillas como ella pensaba.

En el dormitorio seguían las cosas de Molly, pero tiradas por el suelo, como si Eric hubiese pensado vengarse en ellas, y una foto de la pareja fuera del marco pero ilesa, como si hubiera sido incapaz de romperla.

Volvió a informar a los médicos. Eric ya no vomitaba, pero el cuarto era una peste.

– Bueno, ha echado setenta centilitros de vodka -dijo el llamado Colin-, mezclados con unas treinta pastillas.

– Lo ha arrojado casi todo -añadió su colega.

– Entonces, ¿está fuera de peligro? -preguntó ella.

– Todo depende de la fase de intoxicación. ¿Dijo que fue hace dos horas?

– Él me llamó hace dos… hace casi tres horas. -Ellos la miraron-. Es que no leí el mensaje hasta… pocos segundos antes de llamar a urgencias.

– ¿Cuál era su estado cuando hizo la llamada?

– Hablaba con dificultad.

– Vaya -comentó el hombre mirando a su colega-. ¿Cómo lo bajamos?

– Sujeto a la camilla.

– Es que la escalera tiene recodos.

– Pues dame otra solución.

– Voy a llamar pidiendo ayuda -añadió Colin poniéndose en pie.

– Yo podría sujetarle las piernas -dijo Siobhan-. No teniendo que hacer maniobras con la camilla, en la escalera hay sitio.

– Buena idea -dijeron mirándose.

El teléfono de Siobhan comenzó a sonar, y cuando iba a desconectarlo vio que marcaba las iniciales JR. Salió al pasillo y contestó.

– No te lo vas a creer -dijo precipitadamente, oyendo simultáneamente que Rebus decía exactamente las mismas palabras.

Capítulo 27

Decidió ir a St. Leonard. Allí había menos posibilidades de que le viera nadie. En el mostrador de recepción no parecían saber que estaba suspendido de servicio, pues no le preguntaron para qué quería un cuarto de interrogatorio y le cedieron un uniformado que hiciera de testigo en la grabación que iba a efectuar.

Duncan Barclay y Debbie Glenister se sentaron juntos con sendas latas de coca-cola y diversas chocolatinas de la máquina expendedora. Rebus abrió un paquete de cintas de casete y puso dos en la máquina. Barclay preguntó por qué dos.

– Una para ti y otra para nosotros -contestó Rebus.

El interrogatorio fue sencillo, el agente no entendía nada y Rebus, tras ponerle en antecedentes, le preguntó si podía disponer transporte para la pareja.

– ¿Hasta Kelso? -replicó él estupefacto.

Debbie se cogió del brazo de Barclay y comentó que podían ir a algún bar de Princes Street. Barclay no parecía muy decidido pero acabó por ceder. Cuando se disponían a marchar, Rebus le dio cuarenta libras.

– Aquí son más caras las consumiciones -dijo-. Tómalo como un préstamo. La próxima vez que vengas a Edimburgo me traes un frutero de los tuyos.

Barclay aceptó los billetes.

– Inspector, ¿todo lo que me ha preguntado le servirá de algo? -dijo el joven.

– Más de lo que cree, señor Barclay -contestó Rebus estrechándole la mano.

Se retiró a un despacho de la planta de arriba. St. Leonard era su comisaría antes del traslado a Gayfield Square y sus estanterías, el depósito de ocho años de homicidios resueltos… Le sorprendió que no quedara ninguna señal de aquello, ninguna marca visible de su presencia ni de todos aquellos casos enrevesados que tan bien recordaba. No había nada en aquellas paredes desnudas y la mayoría de las mesas no se utilizaban y ni siquiera tenían silla. Antes de St. Leonard su destino había sido la comisaría de Great London Road y anteriormente la de High Street. Hacía treinta años que era policía y pensaba que ya poco le quedaba por ver.

Hasta aquel caso que tenía entre manos.

En una pared, había un gran tablero blanco de anotaciones con rotulador. Lo limpió con toallas de papel del lavabo; no salía bien la tinta porque era reseca de hacía semanas: el planteamiento de la Operación Sorbus. Allí habrían estado los agentes apoyados en las mesas y sentados tomando café mientras el jefe les instruía sobre lo que se avecinaba.

Todo lo que él acababa de borrar.

Buscó en los cajones de las mesas más a mano un rotulador y comenzó a escribir en el tablero a partir de arriba, con líneas oblicuas hacia los lados; hizo un subrayado doble en algunas palabras, rodeó otras con un círculo, marcó unas cuantas con signos de interrogación y cuando terminó se apartó para contemplar su organigrama de los crímenes de la Fuente Clootie. Siobhan le había enseñado a hacer aquel tipo de mapas. Ella rara vez resolvía un caso sin recurrir a ellos, aunque generalmente los guardaba en el cajón o en la cartera, sacándolos para repasar algo o reflexionar sobre una pista inexplorada o alguna relación que mereciera más examen. ¿Por qué lo hacía? Pensando que él se reiría de ella. Pero en un caso tan complicado como aquél, el organigrama era la herramienta idónea, porque mediante el análisis se disipaba la complejidad y se veía el núcleo.

Trevor Guest.

La discrepancia: aquella agresión física extrañamente sañuda. La doctora Gilreagh les advirtió que buscaran indicios y que los interpretaran correctamente. Aquel caso no era más que una artimaña de prestidigitación. Rebus sentó sus posaderas en una mesa que crujió discretamente; balanceó levemente las piernas en el aire y apoyó la palma de las manos en la superficie a ambos lados. Se inclinó ligeramente, miró el tablero con flechas, subrayados e interrogantes y comenzó a pensar el modo de resolver las incógnitas. Comenzaba a vislumbrar el conjunto y lo que el asesino trataba de enmascarar.

Hecho lo cual, salió del DIC y de la comisaría a tomar el aire; cruzó la calle y se dirigió a la tienda más próxima, aunque comprendió que no necesitaba nada; pero compró tabaco, un encendedor y chicle. Más el Evening News. Y decidió llamar a Siobhan al hospital para preguntarle si iba a estar mucho rato allí.

– Aquí estoy -le dijo ella, dándole a entender que estaba en St. Leonard-. ¿Dónde demonios andas tú?

– Nos habremos cruzado. -El dependiente de la tienda le llamó al verle abrir la puerta, y Rebus hizo una mueca de disculpa y sacó el dinero del bolsillo. ¿Dónde demonios tenía el…? Le debió de dar a Barclay los últimos dos billetes de veinte libras. Sacó toda la calderilla y la echó sobre el mostrador.

– No suficiente para cigarrillos -dijo el anciano asiático.

Rebus se encogió de hombros y devolvió la cajetilla.

– ¿Dónde estás? -le preguntó Siobhan.

– Comprando chicle.

Y un encendedor, podría haber añadido. Pero tabaco no.


* * *

Se sentaron con sendas tazas de café de sobre, en silencio durante un par de minutos hasta que Rebus preguntó por Bain.

– Lo irónico del caso -dijo ella- es que, a pesar de la cantidad de pastillas que tragó, de lo que se quejó al volver en sí fue de dolor de cabeza.

– De todos modos, es culpa mía -dijo Rebus, explicándole su conversación con Bain y la charla con Molly la noche anterior.

– Así que, después de nuestra bronca junto al cadáver de Tench, ¿fuiste a un club de destape? -replicó Siobhan.

Rebus se encogió de hombros, pensando en que había hecho bien en no contarle su visita a casa de Cafferty.

– Bueno -continuó Siobhan con un suspiro-, ya que estamos en plan de autocrítica…

Ella contó a su vez lo de Bain, T in the Park y Denise y Wylie, tras lo cual se hizo otro largo silencio. Rebus iba por el quinto chicle y, aunque no tenía ganas de tomar un café, necesitaba algún exutorio para el desasosiego que le invadía.

– ¿Crees que Ellen habrá entregado a su hermana? -preguntó finalmente.

– ¿Qué otra cosa iba a hacer?

Él alzó los hombros y ella cogió el teléfono y llamó a Craigmillar.

– Habla con el sargento McManus -dijo Rebus.

Ella le miró como diciendo: «¿Cómo demonios lo sabes?». Él decidió que era el momento de levantarse y buscar una papelera donde tirar la bolita de chicle insípido. Tras hablar por teléfono, Siobhan se acercó a él, ante el tablero.

– Están allí las dos y McManus va a interrogar a Denise con cierto miramiento. Dice que podría alegar el eximente de crueldad mental. -Hizo una pausa-. ¿Cuándo hablaste tú con él exactamente?

Rebus esquivó la cuestión señalando al tablero.

– ¿Ves lo que he hecho, Shiv? Como si hubiera arrancado una página de tu libro, por así decir -añadió dando unos golpecitos en el tablero con los nudillos-. Y todo gira en torno a Trevor Guest.

– ¿Teóricamente? -añadió ella.

– La evidencia viene después -dijo él señalando con el dedo la cronología de los asesinatos-. Digamos que Trevor Guest mató a la madre de Ben Webster. De hecho, no hace falta tenerlo en cuenta, basta que quien mató a Guest lo crea así. El asesino teclea el nombre de Guest en un buscador, encuentra Vigilancia de la Bestia y eso le da la idea de actuar imitando a un asesino en serie. Y según esa orientación, la policía se desvive buscando donde no es. El asesino sabe lo del G-8 y decide dejar unas pistas en aquel paraje ante nuestras narices, convencido de que las encontraremos; el asesino no es suscriptor de Vigilancia de la Bestia y sabe que no tiene nada que temer, porque nos romperemos los cascos siguiendo la pista de los suscriptores y alertando a los delincuentes; y, con el G-8 y todo lo demás, lo más probable es que la investigación acabe en una maraña difícil de desentrañar. Recuerda lo que dijo Gilreagh de que la «prestidigitación» hacía agua. Y tenía razón, porque el asesino sólo iba a por Trevor Guest. Únicamente Trevor Guest -repitió señalando el nombre en el tablero-. El hombre que había destrozado a la familia Webster. Ruralismo y discrepancias, Siobhan, para llevarnos al huerto.

– Pero ¿cómo iba a saberlo el asesino? -inquirió Siobhan.

– Por tener acceso a la investigación del caso y posiblemente estudiándola minuciosamente. Yendo a Borders a preguntar y tomar nota de los comentarios de la gente.

Ella estaba a su lado mirando el tablero.

– ¿Quieres decir que a Cyril Colliar y Eddie Isle los mató para despistar?

– Y dio resultado. Si hubiésemos hecho una indagación completa a lo mejor no habríamos detectado la relación con Kelso -dijo Rebus con una breve risa seca-. Creo recordar que lancé un bufido cuando Gilreagh comenzó a hablar del campo y bosques profundos cerca de núcleos habitados. «¿Es el tipo de terreno donde vivían las víctimas?» Dio en el clavo, doctora -añadió en voz queda.

Siobhan pasó el dedo por el nombre de Ben Webster.

– ¿Y él se mató por eso?

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que al final no pudo aguantar el remordimiento de haber matado a tres hombres, cuando bastaba con uno y, sometido a una gran presión por el G-8, habiendo identificado el trozo de la cazadora de Cyril Colliar… pensó que íbamos a echarle el guante y le entró pánico. ¿No es así como lo ves?

– Yo no estoy seguro de que supiera lo del trozo de cazadora -replicó Rebus despacio-. ¿Y cómo iba a obtener la heroína de las inyecciones letales?

– ¿Y a mí me lo preguntas? -replicó Siobhan sarcástica.

– Porque eres quien acusa a un hombre inocente, sin acceso a archivos policiales ni a drogas duras -dijo Rebus relacionando el nombre de Ben Webster con el de su hermana-, mientras que Stacey…

– ¿Stacey?

– Es policía encubierta. Probablemente conoce a traficantes, ha pasado los últimos meses infiltrada en grupos anarquistas y me dijo que ahora tienden a estar fuera de Londres, en Leeds y Manchester, y en Bradford. Guest murió en Newcastle, Isley en Carlisle; dos lugares no lejos de los Midlands en coche. Siendo policía, tendría acceso a cualquier tipo de información.

– ¿Stacey es la asesina?

– Gracias a tu maravilloso método -dijo Rebus dando una palmada al tablero- es la conclusión obvia.

Siobhan negó despacio con la cabeza.

– Pero si estaba… Nosotros mismos hablamos con ella.

– Sí, es lista -asintió Rebus-. Muy lista. Y ahora está en Londres.

– No tenemos pruebas… ni la menor evidencia.

– No; hasta cierto punto. Si escuchas la cinta de Duncan Barclay le oirás decir que ella estuvo en Kelso el año pasado, preguntando. Incluso habló con él. Y él le mencionó a Trevor Guest. Tenía fama de allanador de moradas y anduvo por la zona en la misma época que mataron a la señora Webster. -Rebus alzó los hombros como para apoyar las evidencias-. A los tres les agredieron por detrás, Siobhan, con un fuerte golpe para que no pudieran reaccionar, como lo haría una mujer. -Hizo una pausa-. Y, además, su nombre. Gilreagh dijo que podía ser algo relacionado con árboles.

– Stacey no es nombre de árbol.

Rebus negó con la cabeza.

– Pero Santal sí. Significa madera de sándalo. Yo creía que era simplemente el nombre de un perfume, y resulta que es un árbol… -Meneó la cabeza pensando en el enrevesado montaje de Stacey Webster-. Y dejó la tarjeta del banco de Trevor Guest -añadió- porque quería estar segura de que nos constaba el nombre para despistarnos. Una fantástica cortina de humo, como dijo Gilreagh.

Siobhan volvió a fijar su atención en el tablero buscando fallos en el organigrama.

– Entonces, ¿qué le ocurrió a Ben? -preguntó al fin.

– Puedo decirte lo que pienso.

– Adelante -dijo ella cruzando los brazos.

– Los vigilantes del castillo creyeron ver a un intruso. Yo imagino que sería Stacey. Ella sabía que su hermano estaba allí y estaría deseando contárselo. Debió de enterarse a través de Steelforth de que estábamos investigando y pensó que había llegado el momento de compartir la noticia de sus hazañas con su hermano. Para ella la muerte de Guest era el final del duelo, y por Dios que se aseguró de que pagara sus crímenes mutilando su cuerpo. Se recreó en el alarde de burlar la guardia del castillo y tal vez envió un mensaje a Ben para que saliera a verse con ella. Le contó todo…

¿Y él se tira al vacío?

Rebus se rascó la nuca.

– Yo creo que ella es la única que puede aclarárnoslo. De hecho, si actuamos bien, Ben Webster va a ser el factor crucial para obtener una confesión. Piensa lo mal que debe de sentirse ella habiendo muerto toda su familia, cuando, además, lo único que iba a servirle para estar más unida a su hermano, según ella, fue la causa de su muerte. Y toda la culpa es suya.

– Pues supo ocultarlo divinamente.

– Sí, tras las máscaras que utiliza -asintió Rebus-. Las diversas facetas de personalidad.

– No te pases -replicó Siobhan-, que empiezas a hablar igual que Gilreagh.

Rebus se echó a reír, pero reprimió su desahogo inmediatamente y volvió a rascarse la cabeza y a pasarse la mano por el pelo.

– ¿Crees que tiene sentido?

Siobhan infló las mejillas y expulsó aire.

– Tengo que pensarlo un poco más. Quiero decir que, expuesto de este modo en el tablero, sí que veo que tiene cierto sentido. Pero no sé cómo podremos probar nada.

– Empezaremos con lo que ocurrió con Ben.

– Muy bien, pero si ella lo niega, nos quedamos en la inopia. Tú mismo acabas de decirlo, John; ella se escuda en diversas máscaras y en cuanto le mencionemos a su hermano puede adoptar una de ellas.

– Hay un modo de averiguarlo -dijo Rebus, que tenía en la mano la tarjeta de Stacey con el número del móvil.

– Piénsalo bien -le previno Siobhan-, porque en cuanto la llames la estarás poniendo en guardia.

– Pues vamos a Londres.

– ¿Y estamos seguros de que Steelforth nos dejará hablar con ella?

Rebus reflexionó un instante.

– Claro, Steelforth… -dijo con voz queda-. Es curioso lo rápido que la mandó volver a Londres, ¿no? Como si supiera que andábamos tras sus pasos.

– ¿Tú crees que él lo sabe?

– En el castillo había cámaras de seguridad y él me dijo que no aparecía nada en la grabación, pero ahora que lo pienso…

– No podremos lograr que nos deje verla -alegó Siobhan-. Que uno de sus agentes sea un asesino, y máxime que se haya cargado a su hermano, no es muy buena publicidad para su departamento.

– Lo que significa que estará dispuesto a negociar.

– ¿Y qué es lo que vamos a negociar con él exactamente?

– El control -respondió Rebus-. Nosotros dejamos en sus manos la solución y si se niega, vamos a ver a Mairie Henderson.

Siobhan reflexionó casi un minuto sobre las alternativas y en ese momento vio que Rebus abría los ojos exageradamente.

– Y ni siquiera hace falta ir a Londres -dijo.

– ¿Por qué no?

– Porque Steelforth no está allí.

– ¿Dónde está?

– A dos pasos de nosotros -contestó Rebus, comenzando a borrar el tablero.


* * *

A dos pasos; es decir, un cuarto de hora en coche en dirección oeste.

Durante el trayecto se dedicaron a repasar la hipótesis de Rebus. Trevor Guest se larga de Newcastle; tal vez por alguna deuda de droga; el mejor destino: un viaje rápido al campo; busca pero no encuentra droga y, sin dinero, recurre a su especialidad: el robo en las casas. Pero la señora Webster está dentro y él la mata. Huye presa del pánico a Edimburgo y allí serena su culpabilidad trabajando con ancianos, con gente como la mujer que ha asesinado. No ha habido agresión sexual porque a él le gustan jovencitas.

Mientras, Stacey Webster, conmocionada por la muerte de su madre, cae en el desconsuelo al morir poco después su padre. Gracias a sus conocimientos policiales sigue la pista del culpable, pero está en la cárcel. No tarda en salir. Dado el tiempo que dedica a su venganza, encuentra a Guest en Vigilancia de la Bestia, junto con otros como él, y elige a sus víctimas según una distribución geográfica de fácil acceso para ella según sus misiones. Por su caracterización de joven contracultural tiene acceso a la heroína. ¿Hizo confesar a Guest antes de matarlo? Es una cuestión sin importancia, porque por entonces ya ha matado a Eddie Isley. Añade una tercera víctima para reforzar la idea de un asesino en serie y hace un alto, sin grandes remordimientos, porque según su punto de vista lo que ha hecho es limpiar de escoria la sociedad. Los planes del SOI2 para el G-8 la llevan a la Fuente Clootie y considera que es el paraje idóneo; alguien irá allí y descubrirá las señales, y para mayor seguridad deja entre ellas un nombre…, el único nombre que importa. No la descubrirán. Es el crimen perfecto. O casi…

– Tengo que admitir que es plausible -dijo Siobhan.

– Porque es lo que sucedió. Piensa que la verdad casi siempre tiene sentido, Siobhan.

Circularon a buena velocidad por la M8 y entraron en la A82. El pueblo de Luss estaba junto a la carretera en la orilla oeste del Loch Lomond.

– Aquí rodaron Take the High Road -comentó Rebus.

– Es una de las pocas series que no he visto.

Por el carril contrario pasaban coches y más coches.

– Hoy debe de haber acabado el partido -comentó Siobhan-. Tendremos que volver mañana.

Pero Rebus no se daba por vencido. El club de golf de Loch Lomond era exclusivamente para socios, y por la celebración del Open se habían reforzado las medidas de seguridad, por lo que los vigilantes de la entrada verificaron minuciosamente sus respectivos carnés de policía y examinaron los bajos del coche con un espejito acoplado a un mango.

– Después de lo del jueves no se puede correr riesgos -comentó el vigilante devolviéndoles los carnés-. En la sede del club les darán razón del comandante Steelforth.

– Gracias -dijo Rebus-. Por cierto, ¿quién va ganando?

– Hay empate entre Tim Clark y Maarten Lafeber, a menos de quince. Tim dio menos de seis golpes hoy. Pero Monty está bien clasificado con menos de diez. Mañana será apoteósico.

Rebus dio las gracias al vigilante y puso la marcha del Saab.

– ¿Te has enterado de algo? -preguntó a Siobhan.

– Sólo sé que Monty es Colin Montgomery.

– Estás tan informada como yo sobre el tradicional deporte real.

– ¿Tú no has jugado nunca?

Rebus negó con la cabeza.

– Sería incapaz de ponerme esos jerséis de colores pastel.

Cuando aparcaron y bajaron del coche, pasaron a su lado media docena de espectadores comentando los acontecimientos de la jornada. Uno vestía un jersey con cuello de pico color rosa y los otros, color amarillo, anaranjado y azul celeste.

– ¿No ves lo que te decía? -comentó Rebus.

Siobhan asintió con la cabeza.

La sede del club era una mansión de estilo regional escocés llamada Rossdhu, ante la que había estacionado un Mercedes plateado con el conductor dormitando al volante. Rebus lo recordó de Gleneagles: era el chófer de Steelforth.

– Gracias, Manitú -dijo alzando la vista al cielo.

Un caballero no muy alto con gafas y enorme bigote, consciente de su importancia, salió a su encuentro. Llevaba colgada del cuello una serie de pases plastificados y tarjetas de identidad que sonaban al compás de sus pasos; ladró una palabra que sonó como «sectario» y que Rebus optó por interpretar como secretario, al tiempo que estrechaba una mano huesuda que apretaba con ahínco. Pero él al menos recibió ese saludo, porque a Siobhan la miró como a un florero.

– Queremos hablar con el comandante David Steelforth -dijo él-. No creo que esté confraternizando con el vulgo.

– ¿Steelforth? -repitió el secretario quitándose las gafas y limpiándolas en su jersey granate-. ¿Es socio?

– Ahí está su chófer -dijo Rebus señalando el Mercedes.

– Pennen Industries -terció Siobhan.

El secretario volvió a ponerse las gafas y respondió a Rebus:

– Ah, sí, el señor Pennen tiene una carpa para invitados -dijo mirando su reloj de pulsera-. Probablemente estén a punto de marcharse.

– ¿Le importa que lo comprobemos?

El secretario torció el gesto, les dijo que esperasen y volvió a entrar en la sede. Rebus miró a Siobhan esperando algún comentario.

– Un burócrata estúpido -dijo ella.

– ¿No pides hoja de reclamaciones?

– ¿Tú has visto a alguna mujer desde que hemos entrado?

Rebus miró a su alrededor y comprobó que tenía razón; al oír un motor eléctrico volvió la cabeza: era un cochecito de golf, que apareció por detrás de la casa conducido por el secretario.

– Suban -les dijo.

– ¿No podemos ir a pie? -preguntó Rebus.

El secretario negó con la cabeza y repitió lo dicho. En la parte posterior había dos asientos de espaldas al conductor.

– Suerte tienes de no ser muy gruesa -dijo Rebus a Siobhan.

El secretario les previno de que se agarrasen bien antes de poner la máquina en marcha a poco más que la velocidad de un peatón.

– Uf -exclamó Siobhan con gesto de decepción.

– ¿Sabes que el jefe supremo es aficionado al golf?

– No me extrañaría.

– Con la suerte que hemos tenido esta semana, seguro que en cualquier momento nos lo cruzamos.

Pero no fue así. En el campo de golf sólo quedaban algunos rezagados, las tribunas estaban vacías y el sol ya se ponía.

– Esto es una maravilla -no pudo por menos de comentar Siobhan mirando las montañas al otro lado del Loch Lomond.

– Me recuerda cuando era niño -añadió Rebus.

– ¿Venías aquí de vacaciones?

Rebus negó con la cabeza.

– Nuestros vecinos; y nos enviaban siempre una tarjeta postal.

Se dio la vuelta lo mejor que pudo y vio que se acercaban a un campamento de carpas rodeado de cordón de seguridad con toldos blancos, música de gaitas y rumor fuerte de conversaciones. El secretario disminuyó la marcha, detuvo el vehículo y señaló con la barbilla una de las carpas más grandes con ventanas de plástico transparente, donde criados de librea servían champán y ostras en bandejas de plata.

– Gracias por traernos -dijo Rebus.

– ¿Les espero?

Rebus negó con la cabeza.

– Sabremos volver. Muchas gracias.

– Policía de Lothian y Borders -dijo Rebus a los vigilantes mostrándoles el carné.

– Su jefe de división está en la carpa del champán -dijo solícito uno de los vigilantes.

Rebus miró a Siobhan. Se acabó la suerte de la semana… Cogió una copa de champán y se abrió paso entre los invitados. Creyó reconocer algunas caras de Prestonfield y delegados del G-8, gente con la que Richard Pennen trataba de hacer negocios. Joseph Kamweze, el diplomático de Kenia, cruzó la mirada con él y rápidamente le volvió la espalda perdiéndose entre los grupos.

– Esto es como las Naciones Unidas -comentó Siobhan, que atraía miradas masculinas.

Había pocas mujeres, pero las presentes eran todas «de adorno»: larga melena, vestido ceñido y corto y sonrisa estándar; ellas se considerarían «modelos» en vez de «azafatas», mujeres contratadas un día para aportar al festejo lustre y lámpara de cuarzo.

– Tendrías que haberte arreglado -dijo Rebus en tono de reprimenda a Siobhan-. Un poco de maquillaje nunca está de más.

– Mira el Karl Lagerfeld éste… -replicó ella.

Rebus le dio unos golpecitos en el hombro.

– Nuestro anfitrión -dijo señalando con una inclinación de cabeza en dirección a Richard Pennen.

Allí estaba, con el mismo peinado impecable, relucientes gemelos y grueso reloj de pulsera. Pero algo había cambiado; su rostro no parecía tan bronceado ni su prestancia tan imperturbable, y, al reír algo que le dijo uno que hablaba con él, echó la cabeza hacia atrás con evidente exageración y abrió demasiado la boca para la carcajada. Fingía. Su interlocutor pareció darse cuenta y le observó intrigado. Los lacayos de Pennen -uno a cada lado, como en Prestonfield- parecían también inquietos por la torpeza de su jefe en representar su papel. Rebus pensó un instante en acercarse a él y preguntarle qué tal iban las cosas, por el gusto de comprobar su reacción. Pero Siobhan le tocó en el brazo para llamar su atención hacia otro lugar.

David Steelforth salía de la carpa del champán en animada charla con el jefe de policía James Corbyn.

– Hostia -dijo Rebus, y tras un profundo suspiro añadió-: De perdidos al río.

Vio que Siobhan no se decidía y se volvió hacia ella.

– Más vale que te lo pienses unos minutos dándote una vuelta.

Pero ella ya había adoptado la decisión y fue la primera en encaminarse hacia los dos jefes.

– Perdonen que les interrumpa -dijo.

Rebus iba a la zaga.

– ¿Qué demonios hacen ustedes dos aquí? -farfulló Corbyn.

– Yo no me pierdo nunca el champán gratis. Supongo que usted tampoco, señor -dijo Rebus alzando la copa.

El rostro de Corbyn enrojeció ostensiblemente.

– Yo soy un invitado -replicó.

– Nosotros también, señor, en cierto modo -terció Siobhan.

– ¿Ah, sí? -inquirió Steelforth risueño.

– Señor, la investigación de un asesinato -dijo Rebus- es como un pase de VIP.

– De supervips -añadió Siobhan.

– ¿Quiere decir que Ben Webster fue asesinado? -preguntó Steelforth clavando los ojos en Rebus.

– No exactamente -respondió Rebus-, pero tenemos idea de la causa. Y parece estar relacionada con la Fuente Clootie -añadió mirando a Corbyn-. Después se lo explicaremos, señor, pero ahora tenemos que hablar con el comandante Steelforth.

– Ya lo hará en otro momento -espetó Corbyn.

Rebus dirigió de nuevo la mirada a Steelforth, quien volvió a sonreír, esta vez a Corbyn.

– Creo que será mejor que escuche lo que el inspector y su colega tengan que decirme.

– Muy bien -dijo el jefe de la policía-. Hágalo.

Rebus intercambió despacio una mirada con Siobhan, que Steelforth interpretó de inmediato mientras tendía con parsimonia su copa a Corbyn.

– Vuelvo enseguida, señor jefe de la policía. Estoy seguro de que sus oficiales se lo explicarán a su debido tiempo.

– Más les valdrá -comentó Corbyn muy serio, clavando la mirada en Siobhan.

Steelforth le dio unos golpecitos en el brazo tranquilizándole y se alejó seguido por los dos hasta llegar al cordón de piquetes blancos, donde se detuvieron. Steelforth dio la espalda a los invitados y miró al campo de golf, donde los empleados se afanaban aplanando terrones y rastrillando los búnkeres. Metió las manos en los bolsillos.

– ¿Qué es lo que tienen? -preguntó displicente.

– Lo sabe perfectamente -respondió Rebus-. Cuando le mencioné la relación entre Webster y la Fuente Clootie usted ni se inmutó, lo que me hace pensar que ya sospechaba algo. Al fin y al cabo, Stacey Webster es agente de su departamento. Probablemente la estaría controlando, intrigado por sus frecuentes viajes al norte, a ciudades como Newcastle y Carlisle. Y por otro lado, me pregunto qué es lo que vio en las grabaciones de segundad aquella noche en el castillo.

– Hable ya -dijo Steelforth entre dientes.

– Creemos que Stacey Webster es el asesino en serie -terció Siobhan-. Quería cargarse a Trevor Guest, pero no dudó en matar a otros dos para encubrir el hecho.

– Y cuando fue a contárselo a su hermano -continuó Rebus-, a él no le pareció bien. Y tal vez saltó o quizá le horrorizó la perspectiva de que se descubriera… y ella decidió que había que silenciarlo -añadió alzando los hombros.

– ¡Pura fantasía! -comentó Steelforth sin mirarlos a la cara-. Si son buenos policías, tendrán que presentar una conclusión irrebatible.

– No nos será difícil, ahora que sabemos lo que buscamos -replicó Rebus-. Naturalmente, para el SOI2 será demoledor…

Steelforth torció el gesto y se dio la vuelta mirando a la fiesta.

– Hasta hace cosa de una hora -dijo pausadamente- les habría dicho que se fueran a hacer gárgaras. ¿Saben por qué?

– Porque Pennen le había ofrecido un trabajo -dijo Rebus, y Steelforth enarcó una ceja-. Razonamiento fundado -añadió Rebus-. Es a él a quien ha estado protegiendo en todo momento, y debía de existir un motivo.

Steelforth asintió despacio con la cabeza.

– Pues sí, tiene razón.

– ¿Y ahora ha cambiado de parecer? -inquirió Siobhan.

– No tienen más que ver cómo actúa. Se está desmoronando, ¿no creen?

– Como una estatua en el desierto -comentó Siobhan mirando a Rebus.

– El lunes iba a presentar mi dimisión -dijo Steelforth entristecido-. Que se fuera al diablo el Departamento Especial.

– Puede decirse que ya se ha ido, visto que uno de sus representantes mata a derecha e izquierda -terció Rebus.

Steelforth seguía mirando a Richard Pennen.

– Es curioso cómo funcionan a veces las cosas… El menor fallo hace que toda la estructura se venga abajo.

– Como sucedió con Al Capone -añadió Siobhan-, a quien sólo consiguieron echar el guante por no pagar impuestos, ¿no fue así?

Steelforth hizo caso omiso del comentario y se volvió hacia Rebus.

– La grabación de las cámaras de seguridad no era concluyente -dijo.

– ¿Se veía a Ben Webster con alguien?

– Diez minutos después de recibir una llamada en el móvil.

– ¿Tenemos que comprobar la grabación de la compañía telefónica o cabe suponer que era Stacey?

– Ya digo que la grabación de la cámara no era concluyente.

– ¿Qué se veía?

Steelforth se encogió de hombros.

– A dos personas hablando… Mucha gesticulación, evidentemente por una discusión. Y al final una que agarra a la otra, pero no se ve bien y está muy oscuro.

– ¿Y?

– A continuación sólo se ve a una persona -contestó Steelforth taladrando a Rebus con la mirada-. Yo creo que en ese instante él deseó que sucediera.

Se hizo un silencio que rompió Siobhan.

– Y lo han metido todo bajo la alfombra para que no trascienda… del mismo modo que despachó a Stacey Webster a Londres.

– Bueno, sí… Sería una suerte que pudieran hablar con la sargento Webster.

– ¿Qué quiere decir?

Steelforth se volvió hacia Siobhan.

– No hemos vuelto a saber nada de ella desde el miércoles. Parece ser que tomó por la noche el exprés hasta Euston.

– ¿El día de las bombas de Londres? -inquirió Siobhan entornando los ojos.

– Será un milagro identificar a todas las víctimas.

– ¡No diga chorradas! -exclamó Rebus arrimando su rostro al de él-. ¡La está encubriendo!

Steelforth se echó a reír.

– Usted ve conspiraciones por doquier, Rebus, ¿verdad?

– Usted sabía lo que había hecho. ¡Lo de las bombas es la coartada perfecta para borrarlo todo!

El rostro de Steelforth se endureció.

– Ha muerto -dijo-. Adelante; recoja cuanta evidencia pueda; no creo que llegue muy lejos.

– Le caerá un volquete de mierda encima -le previno Rebus.

– ¿Ah, sí? -replicó Steelforth alzando la barbilla apenas a unos centímetros del rostro de Rebus-. A la tierra le viene bien un poco de estiércol de vez en cuando, ¿no cree? Ahora, si me permiten, voy a emborracharme del todo a cuenta de Richard Pennen.

Se alejó, sacando las manos de los bolsillos, y recuperó la copa que le sostenía Corbyn. El jefe de la policía dijo algo con un ademán en dirección a los dos agentes de Lothian y Borders, Steelforth negó con la cabeza, se inclinó hacia Corbyn y murmuró unas palabras que hicieron que el jefe de la policía echara hacia atrás la cabeza como presagio de una sonora risotada.

Capítulo 28

– En definitiva, ¿qué es lo que hemos conseguido? -preguntó Siobhan una vez más.

Habían regresado a Edimburgo y estaban en un bar de Broughton Street cerca de su casa.

– Tú entrega las fotos del parque de Princes Street y tu amigo rapado tendrá la pena de cárcel que merece -dijo Rebus.

Ella le miró y forzó una carcajada.

– ¿Y ya está? Cuatro personas muertas por culpa de Stacey Webster, ¿y eso es todo?

– Tenemos salud -replicó Rebus- y todo un bar pendiente de nosotros.

Algunos clientes desviaron la mirada.

Ella había tomado ya cuatro gin tonics y Rebus una cerveza y tres Laphroaigs en el compartimento que ocupaban en aquel local lleno y animado, hasta que comenzaron a hablar de los tres asesinatos, la muerte no aclarada, puñaladas, delincuentes sexuales, George Bush, el Departamento Especial, los disturbios de Princes Street y Bianca Jagger.

– Tenemos que recapitular el caso -dijo Rebus.

Ella replicó con una pedorreta.

– ¿Y de qué nos serviría si es imposible probar nada? -inquirió.

– Hay mucha evidencia circunstancial.

Siobhan lanzó un bufido y comenzó a contar con los dedos.

– Richard Pennen, SOI2, el gobierno, Cafferty, Gareth Tench, un asesino en serie, el G-8… En principio nos parecían relacionados. ¡Sí, claro, relación la hay! -añadió mostrándole siete dedos. Como Rebus no replicó, bajó las manos y se miró los dedos-. ¿Cómo puedes tomártelo con tanta tranquilidad?

– ¿Quién dice que esté tranquilo?

– O sea que te refrenas.

– Tengo mi experiencia.

– Pues yo no -replicó ella negando con la cabeza grotescamente-. En estas circunstancias me dan ganas de gritarlo a los cuatro vientos.

– Yo diría que hemos dado los pasos previos.

Siobhan miró su vaso medio vacío.

– ¿Así que la muerte de Ben Webster no tenía nada que ver con Richard Pennen?

– Nada -contestó Rebus.

– Pero a él también le ha hundido, ¿no?

Rebus asintió escuetamente con la cabeza. Ella musitó algo, él no lo entendió y le pidió que lo repitiera.

– Ni Dios ni amo. No dejo de darle vueltas en la cabeza desde el lunes, suponiendo que sea cierto… ¿A quién recurrir? ¿Quién manda?

– Siobhan, no me considero capaz de responder a eso.

Ella torció el gesto, como quien confirma algo sospechado. Sonó su móvil anunciando un mensaje. Pero Siobhan simplemente miró la pantalla.

– Qué éxito tienes hoy -comentó Rebus, pero ella negó con la cabeza-. A ver si lo adivino, ¿no será Cafferty?

Siobhan le miró furiosa.

– Y si fuera, ¿qué? -espetó.

– Más vale que cambies de número.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Pero sólo después de haberle mandado un buen mensaje de texto diciendo lo que pienso de él. ¿Es mi ronda? -añadió mirando la mesa.

– Tal vez si comemos algo…

– ¿No has tenido bastante con las ostras de Pennen?

– Es un alimento poco sustancial.

– En esta calle hay un restaurante barato.

– Lo sé.

– Sí, claro que lo sabes. Llevas toda tu vida yendo allí.

– Casi toda mi vida -puntualizó él.

– Nunca hemos tenido una semanita como ésta -añadió ella para motivarle.

– Nunca -asintió él-. Acábate la copa y vamos a ese restaurante.

Ella asintió con la cabeza cogiendo el vaso crispada.

– El miércoles mis padres fueron a cenar a un restaurante indio y yo sólo les acompañé a los postres.

– Puedes ir a verlos a Londres.

– Estaba pensando cuánto vivirán -añadió ella con los ojos casi bañados en lágrimas-. ¿Se supone que es esto la raigambre escocesa, John? ¿Tomarse unas copas y ponerte sensiblera?

– Es nuestra condena mirar siempre al pasado -dijo él.

– Y luego va una al DIC y es todavía peor. La gente muere y nosotros rebuscamos su vida sin poder cambiar nada -sentenció Siobhan sin fuerza para alzar el vaso.

– Podemos darle una patada a Keith Carberry -propuso Rebus.

Ella asintió despacio con la cabeza.

– O, ya puestos, a Big Ger Cafferty… o a quien nos parezca. Somos dos -dijo él inclinándose ligeramente tratando de mirarla a los ojos-. Dos contra la naturaleza.

Ella le miró taimada.

– ¿Es la letra de una canción? -aventuró.

– El título de un álbum de Steely Dan.

– ¿Sabes que siempre me ha intrigado de dónde tomaron el nombre? -dijo ella reclinándose en el asiento.

– Te lo diré cuando estés sobria -añadió Rebus apurando la copa.

Rebus notó que los miraban mientras la ayudaba a levantarse y salían del bar. Hacía un viento frío y comenzaba a lloviznar.

– Quizá fuera mejor ir a tu casa y encargar la comida por teléfono -sugirió él.

– ¡No estoy tan borracha!

– Vale; muy bien.

Comenzaron a subir la cuesta uno al lado del otro sin decirse nada. Era la noche del sábado y la ciudad había vuelto a la normalidad: quinceañeros a tope de bebida en sus coches recargados; dinero en busca de sitios para gastarlo y el ronroneo del motor diesel de los taxis. En un momento dado, Siobhan se cogió del brazo de Rebus y dijo algo que él no entendió.

– Ese «bien» que has dicho -repitió- no es cierto. Es sólo metafórico… porque es inútil hacer nada.

– Pero ¿de qué hablas? -replicó él con una sonrisa.

– De nombrar a los muertos -contestó ella apoyando la cabeza en su hombro.

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