EPÍLOGO

Capítulo 29

El lunes por la mañana cogió el primer tren hacia el sur. Partió de Waverley a las seis y llegó a King's Cross poco después de las diez. A las ocho llamó a Gayfield Square para decir que estaba enfermo, lo que no andaba muy lejos de la realidad. Pero si le hubiesen preguntado qué tenía, no habría sabido qué alegar.

– Gastándose las horas extra -comentaría el sargento del mostrador.

Rebus fue al vagón restaurante a desayunar, después volvió a ocupar su asiento y leyó el periódico para abstraerse de sus compañeros de viaje. Enfrente, en la mesa, un joven de aspecto hosco seguía con la cabeza el ritmo de la guitarra eléctrica que escuchaba por sus auriculares; a la oficinista que iba a su lado le molestaba ostensiblemente la falta de espacio para extender sus papeles y el otro asiento contiguo estuvo libre hasta Cork.

Hacía años que no viajaba en un tren, repleto de turistas con sus equipajes, niños que lloriquean, gente con el día libre y gente de vuelta al trabajo a Londres. Después de Cork llegó Doncaster y luego Peterborough. El gordinflón que ocupó el asiento vacío se quedó dormido tras decir que tenía reserva de ventanilla, pero que no le importaba ocupar el asiento de pasillo si Rebus quería cambiar.

– Pues muy bien -dijo él.

El quiosco de prensa de Waverley acababa de abrir minutos antes de la salida del tren y Rebus compró el Scotsman. El artículo de Mairie aparecía en primera página; no era el principal y estaba lleno de vocablos como «presunto», «posible» y «potencialmente», pero el titular alegró el corazón de Rebus:

EMPRESARIO ARMAMENTISTA ENVUELTO EN ENTRESIJOS GUBERNAMENTALES.

Era una buena andanada y seguro que Mairie se reservaba unas cuantas más.

Iba sin equipaje porque pensaba regresar en el último tren del día; cabía la posibilidad de tomar coche cama y seguramente lo haría, porque así podría preguntar al personal si alguno había hecho el servicio del expreso de Edimburgo el miércoles. Si el personal de ferrocarriles no se lo desmentía, él sería el último que había visto a Stacey Webster. Si aquella noche la hubiera seguido a la estación de Waverlery, podría haber comprobado si efectivamente tomaba el tren. Pero, en realidad, podía estar en cualquier parte, incluso oculta en algún lugar hasta que Steelforth le procurase una nueva identidad.

Rebus imaginaba que no le resultaría difícil emprender una nueva vida. Por la noche había pensado en las diversas personalidades de la agente encubierta: policía, Santal, hermana, asesina; realmente cuadrofénica, como el álbum de The Who. El domingo, Kenny, el hijo de Mickey, había llegado a su casa en el BMW para decirle que tenía algo para él en el asiento de atrás. Bajó a verlo y era la colección de música de Mickey: álbumes, casetes, compactos y vinilos de 45 rpm.

– Papá te los dejó en el testamento -dijo Kenny.

Después de subirlos al piso y de que Kenny se tomase un vaso de agua, Rebus le dijo adiós con la mano, miró el regalo y se puso en cuclillas junto a las cajas a ver qué había: un mono de Sergeant Pepper, Let It Bleed con el póster de Ned Nelly, muchos de Kinks y Taste y Free, algunos de Van Der Graf y Steve Hillage; más un par de cintas de ocho pistas, Killer de Alice Cooper y un álbum de los Beach Boys. Era un tesoro de recuerdos. Rebus olió las portadas y su aroma le retrotrajo a otra época. Había vinilos pequeños de los Hollies, alabeados por haberlos dejado en el tocadiscos demasiado tiempo después de una fiesta, un ejemplar de Silver Machine en el que Mickey había escrito: «Propiedad de Michael Rebus. ¡Ojo!».

Y Quadrophenia, por supuesto, con las esquinas desgastadas y el vinilo rayado pero audible.

Sentado en el tren, Rebus recordó las últimas palabras de Stacey antes de salir disparada a los servicios: «No le dijo que lo sentía». Él pensó que se refería a Mickey, pero ahora comprendía que también lo decía por ella y por Ben. ¿Sentiría haber matado a tres hombres? ¿Sentiría habérselo dicho a su hermano? Y Ben, dándose cuenta de que tendría que denunciarla, sintiendo en su espalda la dura muralla, imaginando el vacío inmediato… Rebus pensó en las memorias de Cafferty. Transformación. Sí, era un título que podrían usar muchos para su autobiografía. La gente que conoces siempre es igual por fuera -pelo canoso o un michelín en la cintura-, pero nunca se sabe cómo es por dentro.

Justo después de Doncaster sonó su móvil y despertó al que roncaba suavemente a su lado. Era el número de Siobhan, pero como él no respondió, ella le envió un mensaje de texto, que Rebus no leyó hasta después de acabar el periódico y aburrirse con el paisaje.

«Dónde estás. Corbyn quiere hablarnos. Qué le digo. Llámame».

Rebus no podía llamarla desde el tren, porque se imaginaría adónde iba. Para retrasar lo inevitable dejó pasar media hora y envió un mensaje.

«Enfermo en cama llamo después.»

No acababa de dominar los mensajes de texto. Siobhan respondió al instante.

«¿Resaca?»

«Las ostras de Loch Lomond», contestó él.

Apagó el móvil para ahorrar batería y cerró los ojos en el momento en que anunciaban «Londres-King's Cross, próxima y última parada».

«Próxima y última», repitió el altavoz.

Habían anunciado las estaciones del metro que estaban cerradas. La oficinista de rostro severo consultó su plano acercándoselo a los ojos. En las afueras de Londres, Rebus reconoció algunas de las estaciones que cruzaba el tren. Los viajeros habituales comenzaron a ponerse en pie y a recoger sus cosas; la oficinista guardó en el bolso en bandolera portátil, papeles, agenda y plano, y el gordinflón se levantó y dirigió a Rebus una reverencia como si hubieran tenido una prolongada e intensa conversación. Él, sin verdadera prisa, fue uno de los últimos en bajar del tren y cruzar el andén esquivando a los empleados del equipo de limpieza.

En Londres hacía más calor y era más pegajoso que el de Edimburgo. Le sobraba la chaqueta. Salió andando de la estación; no necesitaba taxi ni coger el metro. Encendió un pitillo, sumergido en el ruido y la polución del tráfico. Expulsó un anillo de humo y sacó un papel del bolsillo. Era un plano copiado de un callejero de la A a la Z que le había dado el comandante David Steelforth, a quien había llamado el domingo por la tarde para decirle que se tomarían con calma los asesinatos de la Fuente Clootie y que le comunicarían lo que averiguasen antes de trasladar el caso al fiscal, si es que se llegaba a eso.

– Ah, bien -dijo Steelforth en tono cauto, con el ruido de fondo del aeropuerto de Edimburgo, porque el comandante regresaba a Londres.

Rebus, que acababa de contarle una sarta de mentiras, le pidió un favor.

Resultado: un nombre, una dirección y un plano.

Steelforth incluso le pidió disculpas por los matones de Pennen, explicándole que tenían orden de vigilarle aunque sin llegar a aquellos extremos. «De eso no me enteré hasta más tarde. Es tan difícil controlar a esos hombres…», fue su explicación.

Controlar…

Rebus pensó otra vez en el concejal Tench tratando de encauzar a toda una comunidad e incapaz de eludir su propio destino.

Calculó que habría andado menos de una hora. Y hacía buen día. Una de las bombas había explosionado en un tren del metro entre King's Cross y Russell Square y otra, en un autobús de Euston a Russell Square. Los tres lugares estaban señalados en el plano. El coche cama habría llegado a Euston hacia las siete de la mañana.

Explosión del metro: a las 8:50.

Explosión del autobús: a las 9:47.

No podía creerse que a Stacey Webster le hubiese afectado ni remotamente ninguna de las dos. El maquinista del tren dijo que habían tenido suerte porque en los tres últimos días el servicio terminaba en Finsbury Park. Rebus difícilmente podía creer que Finsbury Park fuese extrapolable.


* * *

Cafferty estaba solo en el salón de billares y cuando entró Siobhan no alzó la vista hasta después de intentar hacer doblete. Pero falló.

Dio la vuelta a la mesa poniendo tiza en el taco y soplando el exceso en la punta.

– Conoce bien el juego -comentó Siobhan.

Él lanzó un gruñido, se inclinó sobre el taco y volvió a fallar.

– Pero juega fatal -añadió ella-. Igual que en todo.

– Muy buenos días, sargento Clarke. ¿Es una visita de cortesía?

– ¿Le parece una visita de cortesía?

Cafferty alzó la vista hacia ella.

– No ha respondido a mis mensajes.

– Tendrá que irse acostumbrando.

– Eso no cambia lo que ocurrió.

– ¿Y qué es lo que ocurrió, exactamente?

Cafferty reflexionó un instante.

– ¿Que los dos conseguimos lo que queríamos? -dijo-. Sí, ahora tiene mala conciencia -añadió apoyando el taco en el suelo-, pero los dos logramos lo que queríamos -repitió.

– Yo no quería que Gareth Tench muriera.

– Pero sí que recibiera un castigo.

Ella dio dos pasos hacia él.

– No intente hacerme creer que actuó por favorecerme.

Cafferty chasqueó la lengua.

– Siobhan, tiene que comenzar a saber disfrutar de estos pequeños triunfos. La vida no ofrece muchos; se lo digo por experiencia.

– Metí la pata, Cafferty, pero he aprendido la lección. Se ha divertido bastante muchos años a costa de John Rebus, pero a partir de ahora tiene otro enemigo al acecho.

Cafferty contuvo la risa.

– ¿Usted? -preguntó apoyándose en el taco-. Pero, Siobhan, admita que formamos buen equipo. Imagínese cómo podríamos dominar Edimburgo entre los dos, con intercambio de información, propinas y tratos. Yo seguiría con mis negocios y usted con ascensos rápidos. ¿No es en definitiva lo que queremos los dos?

– Lo que yo quiero -replicó Siobhan marcando las palabras- es no saber nada de usted hasta verle en el banquillo de los acusados desde el estrado de testigos.

– Bueno, pues buena suerte -dijo Cafferty volviendo a contener una risita y centrando su atención en la mesa de billar-. Mientras, ¿le apetece darme una paliza al billar? Nunca se me ha dado bien este maldito juego.

Cuando se volvió a mirar vio que ella se marchaba y la llamó:

– ¡Siobhan! ¿Recuerda la escena, arriba en mi oficina, nosotros dos y ese mequetrefe de Carberry y el momento en que empezó a achantarse? Lo leí en sus ojos cuando usted le miró.

Ella abrió la puerta y se volvió.

– ¿Leyó qué, Cafferty?

– Que comenzaba a disfrutar de la situación -respondió él relamiéndose-. Sí, vi que decididamente comenzaba a gustarle.

Siobhan salió a la calle oyendo las carcajadas de Cafferty.


* * *

Pentonville Road y luego Upper Street. Era más lejos de lo que pensaba. Se detuvo en un café frente al metro de Highbury e Islington, comió un bocadillo y hojeó el Evening Standard. Nadie hablaba inglés en aquel café y cuando pidió la consumición les costó entenderle. Pero el bocadillo era bueno.

Al salir notó las escoceduras de la planta de los pies. Dobló en St. Paul's Road hacia Highbury Grove, y enfrente de unas canchas de tenis vio la calle que buscaba y encontró el bloque que quería con el número y el timbre. No había nombre, pero lo pulsó.

No contestaron.

Miró el reloj y apretó otros botones hasta que alguien respondió.

– ¿Diga? -oyó decir a una voz entre chasquidos del intercomunicador.

– Tengo un paquete para el número nueve -dijo Rebus.

– Éste es el dieciséis.

– ¿Se lo puedo dejar a usted?

– Pues no.

– ¿Y en la puerta del nueve?

La voz profirió una maldición pero sonó el zumbador de la puerta y Rebus entró. Subió la escalera hasta el apartamento 9. Tenía mirilla. Arrimó el oído a la madera y retrocedió un paso para observar la puerta: era sólida, con media docena de cerrojos y marco de hierro de refuerzo.

«¿Quién vivirá en un apartamento como éste? -pensó-. David, a ti te toca decidir.» Era la frase de anuncio de un programa de televisión titulado Por el ojo de la cerradura. La diferencia era que Rebus sabía quién vivía allí porque había recibido la información recopilada por David Steelforth. Llamó a la puerta con poco entusiasmo y volvió a bajar la escalera. Cortó la tapa de la cajetilla, la introdujo entre la puerta y el marco para impedir que se cerrara y salió a la calle a esperar.

Esperar era lo suyo.


* * *

Había doce espacios de aparcamiento para los vecinos, protegidos por su respectivo poste metálico. El Porsche Cayenne plateado se detuvo y el conductor se bajó a quitar el candado para meter el coche; dio la vuelta al vehículo silbando alegremente y dando una patada a los neumáticos tal como lo hacen los tíos. Limpió con la manga una mota de polvo de la carrocería y lanzó las llaves al aire, recogiéndolas al vuelo y guardándoselas en el bolsillo, del que sacó otro manojo. Le sorprendió ver la puerta sin cerrar en el preciso momento que su rostro chocaba contra ella empujado por detrás y entraba, por efecto del fuerte impulso, hasta la escalera. Rebus no le dio la menor oportunidad. Le agarró del pelo y le estampó la cara contra la pared de cemento, que quedó manchada de sangre. Con un rodillazo en la espalda, Jacko quedó tendido en el suelo, aturdido y semiinconsciente. Rebus le propinó un puñetazo en la nuca y otro en la mandíbula. «El primero por cuenta mía y el segundo por cuenta de Mairie Henderson», se dijo.

Examinó de cerca la cara del hombre: con cicatrices, pero de alguien bien alimentado, fuera del ejército hacía un tiempo, engordando a cuenta del sector privado. Vio que se le vidriaban los ojos y se le cerraban poco a poco. Aguardó un instante por si era fingido, pero el cuerpo de Jacko estaba totalmente desmadejado. Comprobó si el pulso le latía y podía respirar sin trabas, le colocó las manos a la espalda y le puso las esposas de plástico que llevaba preparadas, comprobando que quedaran bien cerradas.

Se puso en pie, le retiró del bolsillo las llaves del coche y salió a la calle, asegurándose de que no pasaba nadie; se acercó al Porsche, arañó un lateral con la llave de contacto, abrió la portezuela del conductor, dejó puesta la llave en el encendido y la portezuela abierta. Hizo una pausa para recobrar aliento y se encaminó a la vía principal. Tomaría el primer taxi o autobús que pasara. Si cogía el tren a las cinco en King's Cross estaría en Edimburgo antes de que cerraran los bares. Tenía billete abierto para cualquier tren. Por menos de lo que le había costado habría podido tomar un avión a Ibiza.

Pero también en Edimburgo le quedaban cosas por hacer.

La suerte le acompañaba: apareció un taxi negro con la luz amarilla encendida. En el asiento de atrás, Rebus metió la mano en el bolsillo, comentó al taxista que le llevara a Euston -King's Cross quedaba a dos pasos- y sacó una hoja de papel y un rollo de cinta adhesiva. Desdobló la hoja y la examinó: toscas pero servirían. Eran dos fotos de Santal/Stacey; una de ellas era la del fotógrafo amigo de Siobhan y la otra de un periódico. Encima de ellas había escrito con rotulador negro DESAPARECIDA subrayado dos veces, más un mensaje al pie que le había parecido aceptable al sexto intento:

«Mis dos amigas, Santal y Stacey, han desaparecido tras las explosiones de las bombas. Llegaron a Euston aquel día por la mañana en el expreso de Edimburgo. Si alguien las ha visto o sabe algo de ellas, se ruega que llame. Quiero saber si están fuera de peligro.»

Sin firma: sólo el número de móvil. En el bolsillo llevaba otras seis copias. Ya había dado parte de ellas como personas desaparecidas al registro de la Policía Nacional, con las dos identidades, estatura, edad, color de los ojos y algún dato más. Al cabo de una semana la descripción aparecería en los refugios para los sin techo y en la guía de ofertas de trabajo. Y cuando Eric Bain saliera del hospital, Rebus le pediría consejo sobre portales de Internet. Quizás, incluso, podrían colgar una página. Si estaba viva era localizable. Rebus no pensaba renunciar a ello.

De momento, ni mucho menos.

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