Capítulo XVIII

La Cavour estaba a unos ochocientos metros del lugar en que se hallaban los restos de la otra astronave. Alan se puso el traje espacial y, pasando por la esclusa de aire, salió al desierto barrido por el viento.

El joven se sentía un poco aturdido, pues la gravedad era solamente el 0,8 de la normal en la Tierra, y, además, era demasiado rico en oxígeno el aire que había dentro de su traje espacial — ese aire era perpetuamente renovado por el generador que llevaba sujeto a la espalda con unos atalajes.

Pensó Alan que tenía que moderar el suministro de oxígeno; pero, antes de que el joven pudiese hacerlo, el exceso de oxígeno produjo el efecto que tenía que producir. Alan empezó a canturrear; luego, se puso a bailar en la arena; después, se puso a cantar a voz en cuello una balada del espacio que creía haber olvidado, y, finalmente, dio con su cuerpo en la arena.

Pero, aunque seguía aturdido, no lo estaba tanto como para no darse cuenta de que se hallaba en peligro. Haciendo un esfuerzo, pudo moderar por fin el suministro de oxígeno y notó en seguida que se le iba despejando la cabeza.

Caminaba por un desierto fantástico. Venus era un tumulto de colores, todos ellos suaves: azules, grises, rojos, verdes. El cielo, o más bien la capa nebulosa, dominaba con su color rosa la atmósfera. Era un mundo mudo… un mundo muerto.

El muchacho veía a lo lejos los restos de la astronave; más allá de éstos, empezaba a elevarse el terreno de una manera imperceptible hacia una colina que tenía, aquí y allá, afloramientos caprichosos que parecían obra de un escultor de imaginación delirante.

Un cuarto de hora después llegó al lugar en que estaba la nave, mejor dicho, el esqueleto de ésta. No se había estrellado. Durante los siglos que había transcurrido, los vientos cargados de arena habían corroído el metal que era su carne y su piel, no dejando más que la osamenta pelada, la armazón.

Alan dio la vuelta a la nave y, tras andar unos veinte pasos, entró en la cueva.

Encendió su linterna y vio…

En el fondo de la cueva había un esqueleto y un montón de restos oxidados y que habían perdido la forma que antes tuvieron: generadores de atmósfera, herramientas, instrumentos.

Cavour había llegado a Venus sin novedad, pero no había podido salir de allí.

Con gran asombro suyo, Alan halló, debajo del montón de huesos, un libro con cubiertas metálicas, el cual había resistido el paso del tiempo en aquella tranquila cueva. En la cuarta página había escrito su autor:


DIARIO DE JAMES HUDSON CAVOUR

Volumen XVII

20 de octubre de 2570


Durante los seis días del viaje de regreso Alan tuvo tiempo de sobra para leer y releer lo escrito por Cavour en los últimos días de su vida y para sacar copias fotográficas de las ajadas páginas de su Diario.

El viaje a Venus había sido fácil para Cavour; había descendido a la hora y el día señalados y había convertido la cueva en morada suya. Pero Cavour decía en su Diario que iba perdiendo las fuerzas a medida que pasaba el tiempo.

Tenía ya más de ochenta años, que no es edad para ir solo a un planeta desconocido. Había que hacer aún algunas cosillas en la nave exploradora para ponerla en buenas condiciones de navegación; pero él no se había sentido con ánimo para hacer ese trabajo.

Intentó hacerlo varias veces, y no pudo. Un día se cayó y se fracturó la articulación de la cadera. Pudo meterse en la cueva; pero, como estaba solo, sin nadie que lo cuidara, no abrigaba esperanzas de salvación.

Le era imposible acabar de dotar a la nave de todo lo que ésta necesitaba. No podía realizar sus sueños. Sus ecuaciones y sus planos morirían con él.

En su último día advirtió que había dejado de hacer una cosa, la más importante de todas: acabar los diseños de su generador, el mecanismo clave sin el cual era imposible lograr la navegación hiperespacial. Luchando con la muerte, James Hudson Cavour escribió otra página en su Diario encabezada así: Para los que continúen mi obra.

Pensó Alan que en esa página estaba todo: los diagramas, las descripciones detalladas de la máquina, las ecuaciones. Con todo eso sería posible construir la nave.

La última página del Diario contenía los pensamientos del moribundo Cavour. En ella perdonaba al mundo el desprecio que le había mostrado. Añadía que esperaba que, algún día, el hombre llegaría fácilmente a las estrellas. Se dijo Alan que era el testamento de un gran hombre.

Pasaron los días, y el disco verde de la Tierra apareció en la pantalla. A la caída del sexto día la Cavour penetró en la atmósfera de la Tierra, y Alan le hizo seguir la trayectoria que había computado aquella misma tarde.

La nave aterrizó en el astropuerto.

Alan llamó por teléfono a Jesperson.

—¿Cuándo ha llegado?

—Ahora mismo.

—¿Ha…?

—Sí. ¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado!

Podrá parecer extraño, pero Alan ya no tenia prisa por salir de la Tierra. Poseía ya el Diario de Cavour, pero quería hacer una obra perfecta.

Leyendo ese libro, dábase cuenta Alan de que sabía pocas matemáticas, y esto le desesperaba. Pero vencer este obstáculo era solamente cosa de tiempo. Contrató matemáticos, físicos e ingenieros.

Hizo construir un soberbio edificio y alojó en él el Laboratorio Hawkes. Los científicos que allí tenía Alan trabajaban sin descanso, hacían experimentos y pruebas.

La primera prueba del generador Cavour se hizo a principios del año 3881. Llamado por el director del Laboratorio, Alan regresó inmediatamente de África, donde estaba pasando sus vacaciones.

El generador estaba encerrado en un edificio bastante apartado del Laboratorio. No tenía ventanas ese edificio, porque la energía que había de desarrollar la máquina hacía necesaria esa precaución. Alan hizo funcionar el generador. Presenciaban la prueba los científicos, desde el Laboratorio, ante la pantalla televisora.

El generador se hizo borroso y poco después desapareció de la vista.

Al cabo de quince minutos volvió a hacerse visible. Causó averías en la mitad de las líneas de energía eléctrica del distrito.

Sonreía Alan cuando volvieron a encenderse las luces del laboratorio.

—No está mal para empezar —dijo—. Ha desaparecido el generador. Y ésta es la parte más dura y difícil de la batalla que hemos de ganar. Seguiremos trabajando en el modelo número dos.

El modelo número dos estuvo terminado a finales de año, y esa vez fueron mejor controladas las pruebas. El éxito de las mismas no fue total. Alan no se llevó ningún desengaño. No le convenía el éxito prematuro.

Transcurrieron los años 3882 y 3883. Alan era ya un hombre alto y recio, conocido en todo el planeta Tierra. El millón de créditos que le dejó Max, gracias a la buena administración de Jesperson, se había convertido en un capital imponente, y Alan empleaba gran parte de él en hacer investigaciones sobre la navegación hiperespacial. Pero Alan Donnell no era objeto de desdén como lo había sido James Hudson Cavour. Nadie se burlaba de él cuando afirmaba que en 3885 sería una realidad la navegación hiperespacial.

También pasó el año 3884. Se iba acercando el momento del triunfo. Alan se pasaba horas enteras en el laboratorio, haciendo experimentos y pruebas, como los científicos que allí trabajaban.

El 11 de marzo de 3885 se hizo la prueba final con resultado satisfactorio. La nave de Alan, la Cavour, había sido reformada para acomodarla al nuevo sistema de propulsión. Y había que hacer otra prueba: la definitiva.

La prueba definitiva consistía en un viaje en la Cavour. Desoyendo los consejos de sus amigos, Alan quiso ser el primer hombre que la pilotase en su ascensión a las estrellas.

Habían pasado nueve años desde que un mocito temerario llamado Alan Donnell había salido del Recinto de los Astronautas, cruzado el puente y entrado en la desconcertante ciudad de York.

Alan tenía veintiséis años, no era un niño ya. Era de la misma edad que tenía Steve cuando éste fue llevado, dormido, a bordo de la Valhalla.

Y la Valhalla estaba aún haciendo su largo viaje a Proción. La gigantesca astronave tardaría aún otro año en llegar a uno de los planetas de Proción.

Pero, para los tripulantes de la Valhalla, la Contracción de Fitzgerald había reducido esos nueve años a unos cuantos meses.

Steve Donnell tenía veintiséis años todavía.

Y Alan tenía ya la misma edad que su hermano. La Contracción había igualado la edad de ambos. Volvían a ser mellizos.

Y la Cavour estaba preparada para dar el salto en el hiperespacio.

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