Capítulo VII

En la puerta de la oficina decía: REGISTRO DE NO AGREMIADOS. Hawkes llamó con los nudillos, y entraron.

Los visitantes se dirigieron en derechura a la mesa del Jefe del Negociado. Detrás de la mesa, que era de un material llamado neoplástico, estaba sentado un hombre grueso con cara de pastel, el cual tenía delante de sí un alto montón de papeles; el funcionario tomaba los papeles uno a uno y estampaba sobre ellos su firma. Había polvo en toda la inmensa sala y en todas las cosas que ésta encerraba.

El jefe alzó la vista, miró a los recién llegados y saludó a Hawkes diciéndole:

—¿Lleva usted ya vida de persona decente?

—Eso no lo verá usted nunca —le contestó Hawkes—. Vengo a consultar el Registro. Alan, éste es el señor Macintosh, jefe del Negociado. Mi amigo Alan Donnell, astronauta.

—¿Es astronauta? —dijo Macintosh, dejando de sonreír—. Entonces sabrá usted lo que es llevar el estómago vacío. Aquí, el que no trabaja no come, muchacho.

—No vengo a… — principió a decir Alan.

Hawkes no le dejó seguir. Dijo al jefe:

—Este chico no viene a inscribirse. Ya le he dicho a usted antes que deseaba consultar el Registro. Mi amigo está en la ciudad con permiso. Su nave partirá dentro de dos días, y él irá a bordo de ella Alan busca a un hermano suyo que se escapó del Recinto hace nueve años.

—¡Ah! ¿Han estado ustedes abajo?

—Sí. Y no hay nada.

—No me sorprende. Los astronautas que dejan la nave suelen venir a inscribirse aquí. Son muy pocos los que obtienen la tarjeta profesional. ¿Qué es eso que lleva usted en el hombro, joven?

—Es un nativo de la Bellatrix VII.

—¿Inteligente?

—¡Inteligente, sí, señor! —terció el indignado Rata—. Se figuran ustedes que porque uno tiene (algún parecido en lo físico con ese animal asqueroso que en la Tierra llaman roedor…

—¡Cálmese! —dijo Macintosh, riéndose—. No he querido ofenderle a usted. Tendrán que solicitar el visado si piensan permanecer más de tres días aquí.

—¿El visado? — repitió Alan frunciendo el ceño.

Intervino Hawkes y dijo:

—El chico ha de volver a la nave, como le he dicho. No necesitará el visado para nada.

—Bueno —dijo el funcionario—. Luego, ¿busca usted a un hermano suyo? Déme datos: nombre y apellidos, fecha el nacimiento, etc.

—Steve Donnell. Nació en 3576. Desapareció en…

—Son astronautas — indicó Hawkes.

Macintosh alzó los hombros.

—Siga, joven.

—Desapareció en 3867. No sé qué año era en la Tierra…

—¿Señas personales?

—Nos parecemos mucho; somos mellizos.

Macintosh anotó los datos que le dio Alan. Los traspasó luego a una cartulina perforada.

—No me suena el apellido Donnell —dijo—. Es mucho tiempo nueve años. Se inscriben tantos aquí… Solamente astronautas, quince o veinte al año. Sin contar los que se inscriben en las demás oficinas del país. Siempre hay alguno que sale del Recinto para divertirse un poco, se entretiene más de la cuenta, y cuando vuelve, se encuentra con que ha partido su nave. A uno que se escapó del Recinto de San Francisco le robaron el dinero y le dieron una paliza fenomenal. Se fue su nave sin él, porque hubo de hospitalizarse y tardó en sanar más de una semana. Está inscrito aquí. Bueno; haremos buscar la ficha de Steve Donnell. Podría ser que no esté en los archivos, pues ya saben ustedes que la inscripción no es obligatoria.

—Sí, señor — respondió Alan, que estaba deseando que acabase de hablar el funcionario y diera orden de buscar la ficha de su hermano.

Eran ya las cuatro de la tarde, y el muchacho, que había salido del Recinto a mediodía, tenía hambre. Además, si tenía que pasar la noche en la ciudad, habría de buscarse sitio para dormir.

Macintosh se alzó de su asiento y fue adonde estaba el tubo neumático.

—Tardarán algunos minutos en contestar —dijo al volver—. ¿Quieren echar un traguito para entretener la espera?

—¡Qué amable está hoy el amigo Macintosh! —burlóse Hawkes—. ¿Puede saberse lo que hay en la botella de tinta?

—¡Whisky escocés! Whisky sintético del mejor que fabricaron en Escocia el siglo pasado.

El funcionario abrió un cajón de su mesa y sacó tres vasos bastante sucios y una botella azul que tenía pegada una etiqueta que decía TINTA.

Echó licor en un vaso para Hawkes, en otro para él y, cuando iba a verter en el tercero para dárselo a Alan, éste sacudió la cabeza y dijo:

—Gracias, no bebo. La Ordenanza prohíbe las bebidas a bordo.

—No está usted de servicio ahora.

Alan meneó otra vez la cabeza. Macintosh se encogió de hombros y volvió a guardar en el cajón el vaso.

—¡Por Steve Donnell! —dijo el funcionario—. ¡Ojalá haya tenido el buen acuerdo de inscribirse aquí!

Bebieron. Alan miraba. Súbitamente salió del tubo el receptáculo, sonando el timbre.

Alan esperaba con ansiedad mientras Macintosh atravesaba la sala para sacar lo que contenía el receptáculo. El obeso jefe del Negociado paseó la vista por el papel, y en seguida iluminó su rostro una sonrisa.

—Tiene usted suerte, joven. Su hermano está inscrito. Estas son las fotocopias de los documentos.

Las examinó Alan. Una de ellas decía «SOLICITUD DE ADMISIÓN COMO NO AGREMIADO», y vio el mozo el formulario que había llenado su hermano de su propio puño y letra. Llevaba fecha de 4 de junio de 3867, y en ella constaban: el nombre del solicitante, Steve Donnell; año de nacimiento, 3576; edad cronológica, diecisiete años, y profesión, astronauta. Había en ella un cajetín en que se leía: «Aprobada. Inscrito el 11 de junio de 3867.»

—Me alegro de que esté inscrito —dijo Alan—. ¿Cómo haremos ahora para encontrarle?

Hawkes tomó las fotocopias y las examinó atentamente. Escribió algo en un papel y luego respondió:

—En ésta lo dice. El número de su televector indica que está en esta ciudad. Mejor que sea así.

Miró la fotografía de Steve, reproducida en el dorso de la fotocopia, y comparó el rostro de éste con el de Alan. Comentó:

—Aquí se parecen como un huevo a otro huevo estos dos; pero me apuesto cualquier cosa a que está muy cambiado actualmente, después de nueve años de no agremiado en esta ciudad.

—Aquí sólo están bien los favorecidos de la Fortuna, ¿verdad, Hawkes? — preguntó Macintosh con segunda intención.

Sonrióse maliciosamente Hawkes y respondió:

—Algunos de nosotros no lo pasamos del todo mal. Hay que ingeniárselas, claro está, para ir tirando; si no, te comes los codos de hambre. ¡Vamos, muchacho! Subiremos unos cuantos pisos más, a los archivos del televector. Gracias por su atención, Macintosh. Es usted un buen amigo.

—No hay que agradecer nada. Me limito a cumplir con mi deber. ¿Nos veremos esta noche, como de costumbre?

—Lo dudo. Estaré fuera esta noche. Ciertos asuntillos…

—Quedará el campo libre para los aficionados, ¿no? Tal vez vaya yo.

—Usted sabrá lo que le conviene —replicó Hawkes fríamente—. ¡Vámonos, muchacho!

Tomaron el ascensor y lo pararon en el último piso. Penetraron en la sala más grande que había visto Alan, más grande que las de los pisos que habían visitado ya, pues medía treinta metros de altura por ciento veinte de anchura.

Toda ella estaba llena de máquinas de calcular y computadoras.

—Esto es el centro nervioso del mundo —dijo Hawkes—. Si se hacen correctamente las preguntas, se puede saber dónde se halla en cualquier momento una persona, esté en la parte del mundo que esté.

—¿Cómo se puede hacer eso?

Hawkes tocó con el índice de la mano diestra una fibra metálica delgadísima que estaba incrustada en la sortija que adornaba el dedo anular de su mano izquierda.

—Aquí está mi televector transmisor. Todos los agremiados, y también los no agremiados inscritos, llevan uno, ya sea en un anillo, ya en un guardapelo que llevan colgando de una cadenita en el cuello. Algunos se lo hacen injertar en el cuerpo por un cirujano. Emite ondas de resonancia. Son poquísimas las posibilidades de que existan ondas idénticas. Los instrumentos que hay en esta sala pueden captar ondas de todo género y decir exactamente en qué lugar se halla la persona que se busca.

—¿No será, pues, difícil encontrar a Steve?

El semblante de Hawkes se oscureció.

—Es de esperar que no. Hubo un caso en que el televector descubrió a un hombre que hacía cinco años que estaba en el fondo del mar. Pero no te asustes; lo más probable es que Steve esté sano y salvo.

Hawkes sacó el papel en que había anotado elnúmero del televector de Steve y escribió este número en el formulario de solicitud de información.

—Entonces, con este sistema —dijo Alan—, no es posible ocultarse en la Tierra, a no ser que uno se quite el televector, transmisor.

—No se puede hacer eso. Es absolutamente ilegal. Se detectan señales de alarma cuando un individuo se separa más de medio metro de su televector transmisor, y el individuo se hace sospechoso a las autoridades. Al que hace tonterías con su transmisor le retiran su tarjeta profesional, y si es un no agremiado, le imponen una multa de diez mil créditos.

—¿Y si no pueden pagar la multa?

—Lo condenan a trabajos forzados, a hacer de picapedrero en el Penal de la Antártida; un año de trabajos por cada mil créditos. El sistema es perfecto, y tiene que serlo. Estando la Tierra tan superpoblada, es necesario un sistema como éste; si no, se cometerían diez veces más delitos que ahora.

—¿Se cometen delitos todavía?

—¡Que si se cometen! Siempre hay alguien que no tiene un pedazo de pan que llevarse a la boca, y lo roba, aun a riesgo de que lo metan en la cárcel. Los crímenes cruentos son menos frecuentes.

Hawkes introdujo el formulario en la ranura y añadió:

—Te sorprenderá lo perfecto que es este sistema. Gracias al mismo, no es fácil huir para esconderse en Sudamérica, pues cualquier persona puede venir a esta casa y enterarse de dónde está el fugitivo.

Al cabo de un momento salió un papel de color rosa por la misma ranura.

Alan lo leyó. Decía:


SECCIÓN DE TELEVECTORES

21 mayo 3876 Hora: 16.43:21

En este instante Steve Donnell de halla en YC83-10j649ok37618


Seguía el mapa de una calle de la ciudad que comprendía quince manzanas de casas, y se veía un brillante punto rojo en el centro del mapa.

Hawkes consultó el mapa y se sonrió:

—¡Ya me figuraba yo que estaba en ese sitio!

—¿En qué sitio?

—En la Avenida 68 y Calle 424.

—¿Vive allí? — preguntó Alan.

—No. El televector sólo dice que está allí ahora. Me atrevo a decir que es el local en que trata de sus negocios.

—No le entiendo a usted.

—Es que es el domicilio de la Atlas, una casa de juego muy conocida. Tu hermano Steve se pasa allí gran parte del día y de la noche, cuando tiene dinero para ir. Conozco el sitio. Es un garito sórdido, donde las ganancias son pequeñas pero seguras. Suelen frecuentarlo los pelagatos.

—Según usted, Steve se entrega al vicio del juego.

—Como muchos de los no agremiados. Es uno de los pocos modos de ganarse la vida que tienen los que no poseen la tarjeta profesional. No existe el gremio de tahúres. Puede uno hacer otras cosas, pero arriesgándose más, pues con la vigilancia que se ejerce por medio del televector, no es posible dedicarse a esa clase de negocios por largo tiempo.

Alan se humedeció los labios y preguntó:

—Pues… ¿cómo se gana la vida usted?

—Jugando. Pero yo sé el oficio. No sé si tu hermano lo habrá aprendido ya. He de suponer que, al cabo de nueve años, si lo supiera y tuviera algún dinero, no estaría operando en esa casa.

—¿Es libre la entrada? Quisiera poder ir ahora mismo.

—Paciencia, muchacho. Hay tiempo de sobra. ¿Cuándo sale tu nave?

—Dentro de dos días.

—Entonces, no es necesario ir en seguida. Antes, meteremos algo entre pecho y espalda; después iremos a descansar un poco. Nos dejaremos caer por allí mañana.

—Pero mi hermano…

—Tu hermano hace ya nueve años que está en la ciudad de York. Steve será de los asiduos a ese establecimiento y se pasará todas las noches allí. Mañana iremos. Lo primero es llenar el buche.

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