Capítulo V

Después de salir del puente se detuvo un instante a contemplar la increíble inmensidad de la ciudad que tenía ante sus ojos. Estaba maravillado.

—¡Qué grande es! —dijo—. Nunca he estado en una ciudad tan grande.

—Has nacido en ella — le recordó Rata.

Alan se echó a reír.

—Pero sólo me dejaron estar en ella un par de semanas, a lo sumo, y de esto hace trescientos años. Ha de haber crecido el doble desde entonces. Y…

—¡Circule! — bramó una voz detrás de él.

Volvióse Alan y vio a un hombre alto, con cara de pocos amigos, que estaba sobre una plataforma que dominaba la calle. Vestía un uniforme gris plata con galones luminescentes en las mangas.

—Está usted interrumpiendo la circulación — dijo el hombre alto.

Hablaba con un acento extraño, muy marcado, y pronunciaba las palabras guturalmente. A Alan le costaba bastante trabajo entenderle. El lenguaje que se hablaba a bordo de la nave no cambiaba nunca; el que se hablaba en la Tierra estaba evolucionando constantemente.

—¡Vuélvase usted al Recinto o siga andando, si no quiere que le imponga una multa!

Alan dio dos pasos al frente para acercarse al hombre.

—¡Oiga, amigo! ¿Se puede saber quién…?

—Es un policía —le musitó al oído Rata—. Cállate, no protestes. Haz lo que te ha dicho.

El muchacho dominó su cólera, saludó al policía con una inclinación de cabeza y siguió andando. Era un forastero y sabía que no podía esperar que le tratasen con la misma afabilidad que sus jefes y compañeros a bordo de la nave.

Estaba en una ciudad, en una ciudad terrestre llena de gente. Esta gente no había estado en las estrellas e ignoraban cómo se vivía en ellas. No creían que tuvieran que ser corteses con los moradores de los otros mundos.

Alan llegó a un cruce. Allí empezaron sus dudas. ¿Por dónde tenía que seguir? Había supuesto que encontraría a Steve tan fácilmente como si ambos estuvieran en la nave. Lo encontraría en la Cubierta A o en la Cubierta B… Pero se estaba dando cuenta Alan de que en las ciudades no existía una organización tan perfecta como en las astronaves.

Una calle ancha y larga se extendía paralela al río. Las casas que en ella se veían estaban ocupadas por almacenes y oficinas. Delante de Alan había una avenida —que parecía ser la mayor; arteria de la ciudad— por la que pasaba mucha gente y muchos vehículos. Cuando para dejar paso a los peatones, se pararon los automóviles —los cuales eran de tamaño pequeño y tenían forma de proyectil—, Alan cruzó la calle que miraba al río para trasladarse a la avenida.

Pensaba el joven que quizás en el Ayuntamiento llevarían un registro de ciudadanos. Si Steve vivía en la ciudad, lo encontraría, y si no…

A cada lado de la calle había edificios inmensos. Para pasar de los edificios de un lado de la calle a los del otro, había —cada tres bloques de casas— puentes aéreos, situados a alturas que daban vértigo. Alan miró hacia arriba y vio puntos negros, que parecían hormigas y eran las personas que pasaban por tales puentes.

Las calles estaban concurridas. Por ellas pasaban, andando muy de prisa y con cara seria, los ciudadanos. Alan estaba acostumbrado a la vida ordenada y pacífica de la astronave y le hacían poca gracia los empujones que le daban los transeúntes.

A Alan le sorprendió ver tantos vendedores ambulantes que andaban detrás de unos vehículos de propulsión propia que rodaban lentamente e iban llenos de hortalizas, frutas y otras cosas. A cada momento pregonaban sus mercancías. Uno de ellos se paró delante de Alan y le dirigió una mirada implorante. Era hombre de pequeña estatura, iba mal trajeado, y en su cara, que llevaba sucia, mostraba una roja cicatriz en la mejilla izquierda.

—¡Muchacho! —dijo, y hablaba farfullando—. Cómprame algo, muchacho.

Alan lo miró con asombro. El vendedor cogió una cosa de color amarillo y, poniéndola casi debajo de las narices del mozo, dijo:

—Recréate el paladar con esto. Está recién cogido y tiene un gusto riquísimo. No te cobraré más que medio crédito{El autor llama crédito a la imaginaria unidad monetaria, siguiendo en esto la norma establecida por Heinlein, Asimov, Brown y otros. (N. del T.)}.

El chico echó mano al bolsillo y sacó una moneda de medio crédito. Le habían dado algunas piezas de esas en la Administración del Recinto. Había oído decir que era costumbre en aquella ciudad que el forastero que ponía los pies en ella tenía que comprar la primera cosa que le ofreciesen. Se dijo que el mejor modo de quitarse de encima aquel hombre era comprarle algo. Y además, tenía apetito. Le entregó la moneda.

—Me lo quedo.

El vendedor le dio aquello. Alan lo examinó Le hacía poca gracia la piel amarilla que tenía.

El hombre soltó una carcajada.

—¿Qué te pasa, muchacho? ¿Es que no has visto un plátano en tu vida o no tienes hambre?

—¡Un plátano!

Alan retrocedió un par de pasos para separarse del vendedor, que casi estaba pegado a él. Se metió una de las puntas del plátano en la boca, e iba a morder en ella, cuando le entraron tales ganas de reír, que no pudo hacerlo.

—¡Mírenlo! —gritó el vendedor—. ¡Miren si es tonto este astronauta! ¡No sabe cómo se come un plátano!

El mozo se sacó el plátano de la boca, sin haberlo mordido, y se quedó mirándolo. No había comprendido lo que le había dicho el vendedor. Estaba turbado. No estaba preparado para que le tratasen de ese modo los extraños. A bordo de la nave nadie se metía con nadie, no se gastaban bromas de mala ley; uno hacía su trabajo, iba a sus cosas, y nada más. Así tenían que obrar los que tenían que convivir hasta la muerte con los mismos hombres y mujeres en una astronave.

Pero el vendedor no se marchaba. Parecía divertirse de lo lindo.

—Tú eres astronauta, ¿verdad?

Habíase formado un corrillo que rodeaba a los actores de aquella escena callejera.

Alan asintió con la cabeza.

—Te enseñaré cómo se hace —dijo el vendedor burlón, quitándole el plátano, mondándolo y volviéndoselo a dar—. Cómetelo así. Sin la piel está mejor.

Uno de los del corro de mirones dijo:

—¿Qué hace en la ciudad este mozo? ¿Se ha escapado del Recinto?

Y otro:

—¿Por qué no está en el Recinto con sus compañeros?

Crecía la confusión de Alan ante los mirones. No quería armar escándalo, pero tampoco quería que se mofaran de él los terrícolas. Probó el plátano y encontró agradable su sabor. Sin hacer caso de los gritos y la rechifla de aquella gente mal educada, se lo acabó de comer.

—Ya sabe el astronauta cómo se come un plátano —dijo entonces el vendedor—. ¿Quieres otro?

—No quiero más.

—¿No te ha gustado? ¿No te gustan las cosas buenas que tenemos en la Tierra? Claro, no se hizo la miel para la boca de los asnos, y los asnos son… los astronautas. ¡Ja, ja!

—Vámonos de aquí — dijo Rata en voz baja.

Era un buen consejo. Aquella gente lo acosaba como una traílla de galgos que persiguen a una liebre. Alan movió el hombro para dar a entender a Rata que estaba dispuesto a seguir su consejo.

—Cómprame otro — volvió a decir el pesado y terco vendedor.

—Ya te he dicho que no. ¡Déjame en paz!

No se movió nadie. El vendedor y su vehículo impedían el paso a Alan.

—Déjame pasar.

Alan cogió la piel del plátano que se había comido y se la tiró a la cara al vendedor, diciendo:

—Masca esto un rato.

Se abrió paso empujando con el hombro a los que se lo impedían y antes de que los mirones pudieran decir o hacer algo, ya había recorrido media calle. Luego se perdió entre los transeúntes. Le fue fácil hacerlo, pese al llamativo uniforme que llevaba. ¡Pasaba tanta gente!

Pudo andar un buen rato sin que le molestara nadie, sin volver la cabeza para mirar atrás, y pensó que ya no le molestarían. Miró a Rata. El pequeño ser extraterrestre, como de costumbre, iba abismado en sus pensamientos, en sus misteriosos pensamientos.

—¡Rata!

—¿Qué?

—¿Por qué hace eso la gente? Soy forastero.

—Porque eres forastero, precisamente. No les gustas por eso. Tú tienes al mismo tiempo trescientos años y diecisiete. No entienden esto. A esa gente no les gustan los astronautas. Los habitantes de esta ciudad no irán nunca a las estrellas para verlas, Alan. Para ellos las estrellas no son más que puntitos de luz que ven a través de la niebla nocturna. Te envidian, y, para que sepas lo mucho que te envidian, hacen esas cosas.

—¿Por qué esa envidia? Si supieran la vida que llevamos los astronautas, si supieran que luchamos con la Contracción, si supieran que salimos de nuestra patria con pocas esperanzas de volver a ella…

—Nada saben de eso, Alan. Sólo saben que tú has estado en las estrellas, y ellos no. Y les duele.

Alan se encogió de hombros.

—Que vayan al espacio, entonces, si no les gusta estar aquí. Nadie se lo impedirá. Siguieron andando en silencio un rato. Alan iba pensando en lo que le había pasado con el vendedor ambulante y los curiosos. Se daba cuenta de que aún tenía que aprender muchas cosas para saber tratar con la gente, sobre todo con los terrícolas. En la nave se sabía conducir bien; pero en una ciudad de la Tierra le tomaban por un palurdo y tenía que andar con pies de plomo.

El mozo miraba con tristeza el laberinto de calles que se extendía ante él. Se arrepentía de haber salido del Recinto. Pero Steve debía de estar en la ciudad, y él tenía que encontrar a su hermano y resolver el problema de la hiperpropulsión.

Era difícil lograr lo que se proponía. Tenía que actuar y no sabía cómo empezar. Pensaba que lo primero que convenía hacer era ver si encontraba una persona que tuviera expresión amable, para preguntarle si en el Ayuntamiento llevaban un registro de ciudadanos. Se decía que el tiempo vuela y que la Valhalla iba a partir dentro de dos días.

Se cruzaba con muchas personas, pero ninguna tenia aspecto tan amable como para contestar a la pregunta que él quería formular. Se detuvo.

—¡Pase, señor, pase! ¡Entre usted aquí! — decía una voz fría y metálica casi detrás del oído izquierdo del joven.

Asustado, Alan volvió la cabeza hacia la izquierda y vio a un robot delante de la puerta de lo que parecía un comercio.

—¡Pase, señor, pase! — repitió el robot en voz más baja, como si se diera cuenta de que Alan le escuchaba —. Con un crédito puede ganar diez, con cinco, cien créditos. ¡Entre usted, amigo!

El joven se acercó más y echó una mirada al interior del establecimiento. A través del cristal de la puerta pudo ver vagamente largas filas de mesas. Delante de todas estas mesas se sentaban algunos hombres. De dentro salía la voz de otro robot que cantaba números sin parar.

—No se quede parado, amigo —dijo el robot que estaba en la calle—. La puerta se ha hecho para entrar. Pase usted.

Alan tocó con el codo a Rata y, picado por la curiosidad, preguntó:

—¿Qué será esto?

El ser extraterrestre respondió:

—Soy tan forastero como tú, pero me figuro que es una casa de juego.

Alan se registró los bolsillos.

—Si tuviera tiempo, me gustaría entrar. Pero…

—Adelante, amigo, adelante —canturreó el robot, y su voz metálica sonaba casi como la voz humana—. Entre. Con un crédito puede ganar diez, con cinco, cien créditos.

—Entraré otro día — dijo Alan.

—Pero, amigo… con un crédito puede ganar…

—Ya lo he oído.

—…diez —siguió diciendo el robot como si tal cosa—. Con cinco, cien créditos.

Y el robot avanzó de lado para no dejar pasar por la calle a Alan.

—¿También habré de tener una agarrada contigo? A lo que parece, en esta ciudad todo el mundo intenta vender algo.

El robot, invitador, señalaba hacia la puerta.

—¿Por qué no lo prueba? —decía con voz melosa—. Es el juego más sencillo que se ha visto. ¡Ganan todos! Entre usted, amigo.

A Alan se le agotaba la paciencia y fruncía el ceño. Le estaba poniendo fuera de sí la incesante propaganda del robot. A bordo, nadie obligaba a nadie a hacer las cosas. Si a uno le decían que tenía que hacer un trabajo, lo hacía sin rechistar. Estando franco de servicio, uno podía hacer lo que se le antojase.

—¡No quiero jugar! ¡No quiero probar suerte!

La cara de vanadio, sin manchas, del robot, no expresaba sentimiento alguno.

—No está bien esa actitud de usted, amigo. Juega todo el mundo.

Sin hacerle caso, Alan echó a andar hacia adelante; pero el robot se puso delante del joven para no dejarle pasar.

—Entre, aunque sólo sea una vez.

—Mira; soy un ciudadano libre y no quiero que me obliguen a hacer cosas así. Apártate de mi camino y déjame en paz, si no quieres que te tire el abrelatas a la cabeza.

—No es correcta su actitud. Se lo ruego, como amigo.

—Como amigo, te ruego yo que no me molestes más y me dejes marchar. No tienen ningún derecho a poner una máquina en la calle para molestar a la gente — replicó el encolerizado Alan.

El muchacho anduvo unos pasos más y el robot le asió de la manga de la chaqueta.

—¿Se niega en redondo? —dijo el robot con voz en la que había un acento de incredulidad—. Todo el mundo juega a este juego, ¿sabe usted? Negarse es una actitud negativa de consumidor, es anticiudadano, es hacer un mal negocio, es no querer alternar con otras personas, es…

Alan, exasperado, dio un empujón al robot, el cual cayó de espaldas con una facilidad en verdad sorprendente, produciendo un gran estrépito.

—¿Está seguro…? — empezó a decir la máquina.

Y luego la voz del robot fue reemplazada por un zumbido que era el ruido que producían los engranajes al desengranarse.

—¡Lo he roto! —exclamó Alan, mirando al caído robot, que había quedado en posición supina—. No ha sido culpa mía. No me dejaba pasar.

—Mejor será que nos marchemos — dijo Rata.

Pero ya era demasiado tarde. Un hombre corpulento, embutido en un abrigo, abrió la puerta del garito y se encaró con el joven astronauta.

—¿Qué has hecho? ¿Qué le has hecho a nuestro empleado?

—No me dejaba pasar, me agarró y quiso hacerme entrar ahí a viva fuerza.

—Y ¿qué? Para eso está. La ley autoriza el empleo de robots pregoneros y propagandistas. ¿De veras no quieres entrar?

También en el semblante del hombre se pintaba la incredulidad.

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Aunque hubiese querido entrar, ahora no quiero; porque su robot no tiene maneras de tratar a la gente; me ha agarrado del brazo y…

—¡Cuidado, joven! Sin chillar. Tu manera de hablar es propia de personas que no saben alternar. Te puede costar un disgusto. Entra, juega una vez o dos, y te perdonaré lo que has hecho. Ni siquiera te haré pagar los gastos de reparación de mi empleado.

—¡Hacerme pagar! Lo que tendría que hacer yo es denunciarle por obstruir la calle. He dicho no sé cuantas veces a su robot que no quería perder el tiempo jugando en la casa de usted.

—¿Por qué?

—El porqué no le importa a usted. ¡Hemos concluido!

Resoplando de rabia, Alan se alejó de aquel sitio. Pero antes oyó decir al hombretón:

—¡Guárdate de que te vuelva a ver por aquí, cochino astronauta!

Pensaba Alan que sucedían allí cosas muy raras. Le habían llamado cochino astronauta. Los terrestres tenían un odio ciego, irrazonable, a los desdichados que navegaban por el espacio. Les envidiaban algo que no les envidiarían si conocieran les penas y sinsabores que costaba lograrlo.

El muchacho se sintió de pronto muy cansado.

No estaba acostumbrado a caminar y llevaba más de una hora andando. La Valhalla era una nave muy grande, pero se podía ir de un extremo a otro de ella en menos de una hora, y muy rara vez estaba uno de pie, bajo los efectos de la plena gravedad, hasta una hora. La gravedad de trabajo era de 0,93 comparada con la de la Tierra, y aquel 7 por ciento de diferencia era importante.

Tenía que encontrar a alguien que le pusiera sobre la pista de Steve. Iba pensando Alan en que alguno de los hombres que había visto en la ciudad podía ser su hermano, un Steve envejecido que no se parecía gran cosa al Steve que había convivido con él en la nave.

Al doblar la esquina vio un parque, un pedacito de terreno cubierto de verdura con dos o tres árboles achaparrados y un banco, pero que era un verdadero parque; rodeado por los gigantescos rascacielos, casi parecía abandonado.

En el banco estaba sentado un hombre — la primera persona de aspecto ocioso que veía en la ciudad. Aparentaba unos treinta o treinta y cinco años de edad y llevaba un vestido gris, que parecía un saco, con botones de latón deslustrados. Su semblante era feo, pero era de una fealdad agradable: la nariz algo grande, las mejillas hundidas y el mentón prominente. Y sonreía. Tenía aire de persona afable.

—Usted dispense, señor —dijo Alan sentándose junto a él—. Soy forastero. Quisiera preguntarle…

De súbito, una voz conocida gritó:

—¡Ahí está!

Volvióse Alan y vio al vendedor de fruta, que le estaba señalando con el dedo. Detrás de él había tres policías de uniforme.

—Es el chico que no me ha querido comprar. No sabe alternar. ¡Cochino, maldito morador del espacio!

Uno de los policías se adelantó. Era un hombretón de cara colorada, que parecía de carne cruda.

—Este hombre ha presentado una grave denuncia contra usted. Enséñeme su tarjeta de identidad profesional.

—Vivo en las estrellas y carezco de ese documento.

—Peor que peor. Tendrá usted que venir a declarar. Ustedes vienen aquí e intentan…

—¡Un momento, guardia!

Dijo esto una voz melodiosa, y el dueño de ella era el hombre risueño que compartía el banco con Alan.

—Este joven —añadió— no quiere molestar a nadie. Yo respondo por él.

—Y usted ¿quién es? ¡A ver su tarjeta!

Sin dejar de sonreír, el caballero se metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó la cartera. Entregó una tarjeta al policía, y Alan observó que, debajo de la tarjeta, había un billete de cinco créditos.

El policía hizo ver que examinaba con mucha atención la tarjeta y se guardó el billete con el mismo disimulo que se lo habían dado a él.

—¿Se llama usted Max Hawkes? Sin profesión.

El llamado Hawkes contestó que sí con una cabezada.

—¿Es amigo de usted este chico?

—Mi mejor amigo.

—Está bien. Usted responde de él, de que no cometerá más faltas en lo sucesivo.

El policía dio media vuelta y se marchó con sus compañeros. El vendedor de fruta lanzó a Alan una mirada que quería decir: «¡me las pagarás!»; pero considerando, sin duda, que no le iba a ser fácil tomarse venganza fiera, fuese también.

Alan se quedó solo con su desconocido bienhechor.

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