Capítulo VIII

Repararon las fuerzas en un restaurante de mala muerte situado tres esquinas más abajo del edificio del Registro Central de Habitantes. Estaba lleno el local, como todos los lugares parecían estarlo en la Tierra. Tuvieron que hacer cola hora y media para que les dieran una mesa al fondo del salón.

El reloj de pared marcaba las 17.32 horas.

Se les acercó un robot-camarero con la lista de platos entre sus metálicas manos. Hawkes inclinó el cuerpo hacia adelante e hizo agujeritos en la lista al lado de los nombres de los platos que quería le sirviesen. A Alan le costó un poco más de tiempo elegir la minuta; finalmente se decidió por un bistec de proteínas, verdura y café sintético. El robot chasqueó para indicar que se daba por enterado y luego se llegó a la mesa de al lado para preguntar a los clientes que la ocupaban qué querían comer.

—¿Usted cree que mi hermano vive del juego, señor Hawkes? — preguntó a éste Alan.

El interpelado asintió, Y añadió en voz alta:

Parece como si quisieras significar con eso que tu hermano es un raterillo, un caco, un cortabolsas, un carterista, y como si ésas fuesen varias de las maneras ilícitas de ganar el pan cotidiano.

Los ojos de Hawkes adquirieron de repente una mirada dura. En voz sosegada, siguió hablando así:

—En la Tierra, hijo mío, si quieres ahorrarte disgustos, no te metas a predicador. Este mundo nada tiene de bonito. Vive en él demasiada gente, y pocos son los que pueden permitirse el lujo de adquirir pasaje para la Gamma Leonis IV o la Algol VII o alguna otra de las hermosas colonias siderales. Mientras te halles en la Tierra abre mucho los ojos y ten cerrada la boca; no metas la nariz en sitios y cosas que huelen mal, y no quieras averiguar los medios viles que emplean algunas personas para ganarse el sustento.

Notó Alan que se ponía como la grana y se alegró de que llegasen en aquel momento las bandejas con la comida, lo que impidió que Hawkes se diese cuenta de la turbación del mozo.

—Perdone usted, señor Hawkes. No es mi intención hacerme predicador.

—Lo sé, muchacho. En las astronaves lleváis una vida muy tranquila. Y nadie se puede acomodar en un día a la vida que se lleva en la Tierra. ¿Te parece que remojemos estos manjares con buenos tragos de whisky?

Alan iba a decir que no era bebedor, pero se abstuvo de hacerlo. Se hallaba en la Tierra, y no a bordo de la Valhalla. No tenía que cumplir las Ordenanzas de la nave y no quería darse aires de superioridad.

—¿Es lo que me ofreció Macintosh?

—Sí.

—Pues venga; lo probaré.

Hawkes hizo señas a un robot-camarero. El autómata acudió al instante, y Hawkes movió una palanca que en uno de sus costados tenía la máquina, la cual se puso a chasquear y a brillar. Un segundo después se abrió una puertecita que tenía el robot en lo que podría llamarse el abdomen, y dentro de esta cavidad había dos vasos. Con sus tentáculos de alambre sacó el robot los vasos —que ya contenían licor— y los puso sobre la mesa. Hawkes metió una moneda en una ranura que tenía el metálico camarero en el otro costado, y la máquina se retiró.

—Esto es whisky dijo Hawkes, señalando los vasos, llenos de un líquido color de ámbar—. Bebe.

Y para dar ejemplo, llevóse el vaso a la boca y apuró su contenido de un solo trago con manifiesto deleite.

Alan alzó su vaso y lo tuvo un ratito delante de sus ojos. Miró al hombre que tenía enfrente a través del líquido transparente. Visto así, Hawkes tenía un aspecto muy raro.

Sonrió Alan y quiso brindar; pero, como no sabía con qué palabras hacerlo, se bebió el licor sin decir nada. Le quemó la garganta y siguió ardiendo en su estómago; luego se propagó el fuego subiendo hasta el cerebro. Por un momento experimentó la sensación de que aquello estaba dentro de su cabeza y le saltaba la tapa de los sesos. Le lloraban los ojos.

—¡Qué fuerte es esto!

—Del mejor que hay aquí —dijo Hawkes—. Esos chicos conocen bien la receta para fabricarlo.

Alan estuvo un rato viendo dobles las cosas, pero ese rato pasó pronto. Luego sintió un grato calorcillo interior. Atrajo hacia sí la bandeja y se puso a atacar la verdura y el bistec sintético.

Comía despacio y sin dar conversación a su acompañante. Tocaban música ligera. No se apartaba Steve de su pensamiento. ¡Su hermano era jugador! Y arrastraba una vida mísera el desdichado, según le había dicho Hawkes. Se preguntaba si Steve querría volver a la nave, y qué pasaría si Steve se negaba a volver.

Se decía con tristeza que estaba muerta la antigua camaradería. Durante diecisiete años habían compartido todas las cosas; lo que era del uno era del otro. Habían crecido, jugado y trabajado juntos. Hasta hacía seis semanas habían estado tan unidos, que Steve adivinaba los pensamientos de Alan y Alan los de Steve, Se avenían mucho los dos.

Pero todo eso había terminado ya. Steve sería un extraño a bordo de la Valhalla, un hombre con más años y más experiencia — la experiencia adquirida en nueve años de mal vivir en la Tierra. Vería en Alan un chiquillo, un palurdo; eso era natural. Se sentirían molestos en presencia el uno del otro; ya no existiría entre ellos la familiaridad de antes, tan próxima a la telepatía. Los separaría aquel abismo de nueve años.

—¿Estás pensando en tu hermano? — le preguntó Hawkes.

—Sí. ¿Cómo lo ha adivinado usted?

—Un jugador ha de tener imaginación. Todo el mundo lo puede leer, porque lo llevas escrito en la frente en letras indelebles. Quisieras saber lo que pasará en la primera entrevista que tengáis los dos. ¿Qué te apuestas?

—Nada, porque ganaría usted la apuesta.

—¿Quieres saber lo que pasará? Yo te lo puedo decir, Alan. Sentirás náuseas, te avergonzarás de tu hermano. Pero eso pasará pronto. Mirarás para atrás, para ver lo que esos nueve años le han hecho, y volverás a ver a tu hermano allá. Él te verá a ti también. Y no será tan mala cosa como crees.

Alan se tranquilizó algo.

—¿Está usted seguro de ello?

—Sí. Si me tomo tanto interés por este asunto tuyo es porque yo tengo también un hermano; mejor dicho, tenía un hermano.

—¿Ha muerto?

—No; vive aún. Un chico de tu edad. Me vi en un conflicto parecido al tuyo. Nacimos en el gremio de barrenderos; pero nos salimos de él y nos inscribimos en el Registro de No Agremiados. Yo me hice jugador. El rondaba por el Recinto, pues quería ser astronauta.

—¿Qué hizo, pues?

—Salirse con la suya. Había una astronave en la ciudad que necesitaba un muchacho. Dave era entonces un chico de mucha labia y consiguió que lo admitieran.

—¿En qué nave fue? — preguntó Alan.

—En la Startreader. Emprendieron un viaje a la Beta Crucis XVIII, que dista 465 años luz. Hará cosa de año y medio que partieron. La nave no regresará a la Tierra hasta dentro de unos novecientos treinta años. Ya no viviré yo para entonces. Salgamos de aquí. Hay gente que espera mesa.

Ya en la calle, Alan observó que el sol estababajo en el firmamento. Eran las seis de la tarde e iba oscureciendo. Pero estaban las calles rutilantes de luz. Todas las casas, y hasta el pavimento, estaban iluminados. No se echaba de menos la claridad del día.

Era algo tarde ya, y en el Recinto habrían notado la ausencia de Alan. Si el capitán Donnell se había enterado de que su hijo había salido del Recinto para ir a la ciudad terrestre… Se acordaba Alan de que el capitán había mandado borrar el nombre de su hermano de la nómina de la Valhalla, como si Steve nunca hubiese existido.

—¿Vamos a ir a la Atlas ahora?

—No. Puedes ir tú solo, si quieres.

—Solo, no me atrevo.

—No te puedo acompañar. Tengo tarjeta de la categoría A, y ese local es de la categoría C.

—¿Están clasificadas y reglamentadas las casas de juego?

—Sí; tiene que ser así. Formamos parte de una sociedad muy complicada, Alan. Yo soy jugador de primera clase. Tengo acreditada mi competencia de una manera empírica en quince años de actuación profesional. Como me enriquecería jugando con principiantes, han legislado contra mí. Si los ingresos o ganancias se elevan a determinada cifra, nos incluyen en la categoría A y nos prohíben terminantemente poner los pies en los locales de inferior categoría, como el Atlas. Si descubren que frecuentas las casas de categoría inferior y no te enmiendas dentro del plazo improrrogable de tres años, te quitan la tarjeta. Yo he cometido algunas faltas de esas y está a punto de vencer el plazo señalado.

—Tendré que ir solo, entonces. De todos modos le agradezco lo que usted ha hecho por mí. Y ¿cómo podré entrar en la Atlas?

—Despacio, joven —dijo Hawkes, sujetando a Alan por la muñeca—. Se puede perder mucho dinero en un local de la categoría C. Si no entras como aprendiz, tendrás que jugar.

—¿Qué debo hacer, pues?

—Yo te llevaré esta noche a un local de la categoría A. Me conocen allí todos y te presentaré como novato. Te enseñaré las artes del juego para que no te desplumen. A la salida, te vendrás a dormir a mi casa, y mañana iremos a la Atlas a buscar a tu hermano. Yo no entraré, por supuesto; me quedaré esperándote en la calle.

Alan se encogió de hombros. Empezaba a notar que estaba algo nervioso por la entrevista que iba a celebrar con su hermano y pensaba que acaso era conveniente demorarla un poco. Aunque se quedase esa noche en la ciudad, podría regresar al Recinto antes de la salida de la Valhalla.

—¿Conformes? — preguntó Hawkes.

—Conformes — contestó Alan.

Tomaron esta vez el metro. Bajaron a la estación por la escalera mecánica, Alan detrás de Hawkes. Estaba la estación profusamente iluminada, y en ella había comercios, restaurantes, vendedores de periódicos y mucho público esperando para tomar los coches.

Hawkes entregó al joven una cosa pequeña de forma ovalada que mostraba varios números grabados.

—La chapa, Alan. Tendrás que meterla en la ranura para subir en el tubo.

Pasaron por las puertas giratorias y siguieron las flechas que les llevaron al tubo de la parte occidental. Paróse uno que tenía forma de proyectil, sin ventanillas. Ya estaba casi lleno de viajeros abonados cuando entraron Hawkes y Alan; no había asientos desocupados, y todos se daban empujones y codazos para hacer valer su derecho a viajar de pie. En un rótulo al final del tubo se leía: Tubo X#3174-WS.

El viaje solamente duró unos minutos, y ellos salieron a la otra parte de la gigantesca ciudad. El barrio estaba menos concurrido, y reinaba en él menos bullicio que en el barrio comercial.

Hirió la vista de Alan un rótulo de neón, que decía:


CASA DE JUEGO
CATEGORÍA A

A la puerta había un robot en todo semejante al que había derribado Alan horas antes.

—Categoría A solamente —dijo el robot al acercarse Hawkes y su amigo—. Esta casa es para categoría A solamente.

Hawkes manipuló el fotocontacto de la puerta. Alan entró detrás de él.

La sala estaba alumbrada con poca luz, como todos los locales de espectáculos y recreo que había en la Tierra. Alan vio al fondo una doble hilera de mesas. En cada mesa había una persona que observaba un tablero en que se apagaban y encendían lámparas de diferentes colores.

Salió al encuentro de los recién llegados otro robot, el cual dijo:

—La tarjeta, por favor.

Hawkes puso su tarjeta ante los exploradores fotónicos, y el robot hizo un clic para indicar que la había examinado. Luego se apartó para dejar paso a Hawkes. Después se volvió hacia Alan y le dijo:

—Su tarjeta, por favor.

—No tengo…

—Viene conmigo —dijo Hawkes—. Aprendiz.

Un hombre con smoking gris lleno de manchas se acercó a ellos.

—Hola, Hawkes; Macintosh está aquí ya. Me ha dicho que no ibas a venir esta noche.

—En efecto, no pensaba venir; pero he mudado de parecer. Traigo conmigo a este amigo, Alan Donnell, que quiere aprender a jugar. Alan, te presento a Joe Luckman, dueño de esta casa.

Luckman saludó distraídamente al joven con una ligera inclinación de cabeza. Alan le devolvió el saludo.

—¿Quieres tu mesa de siempre? — preguntó Luckman a Hawkes.

—Si puede ser, sí.

—Puede ser. Está libre toda la noche.

Luckman los condujo por un largo pasillo al fondo de la inmensa sala, donde había una mesa desocupada. Hawkes se sentó y dijo a Alan que se pusiera detrás de él y observara con atención.

—Empezaremos en seguida.

Alan miró a su alrededor. En todas partes había hombres con la vista clavada en los tableros en que se encendían y apagaban bombillas de colores. En sus rostros había expresión de concentración profunda. En uno de los ángulos vio Alan la cara de pastel del obeso Macintosh, el jefe del Registro de No Agremiados. El funcionario estaba bañado en su propio sudor, sentado con el cuerpo muy erguido y como hipnotizado.

Hawkes dijo a Alan:

—Mira lo que hago yo. No te fijes en lo que hacen los otros. Voy a empezar.

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