ONITSHA

Fintan acechaba los relámpagos. Sentado en la veranda, miraba el cielo por la parte del río, donde venía la tormenta. Cada atardecer igual. Con el crepúsculo, el cielo se oscurecía al oeste, hacia Asaba, por encima de la isla Brokkedon. Desde lo alto de la terraza, Fintan podía vigilar toda la extensión del río, las desembocaduras de los afluentes, Anambara, Omerun, y la gran isla llana de Jersey, cubierta de cañas y árboles. Más abajo, el río iba formando una lenta curva hacia el sur, tan vasta como un brazo de mar, con las inciertas manchas de los islotes, que semejaban balsas a la deriva. La tormenta se arremolinaba. Había en el cielo sangrientas cicatrices, desgarrones. Al poco, con gran rapidez, el negro nubarrón remontaba el río, espantando bandadas de ibis todavía clareadas por el sol.

La casa de Geoffroy estaba situada en un cerro que dominaba el río, un poco más arriba de la ciudad de Onitsha, como en el corazón de un inmenso cruce de cursos de agua. En aquel momento resonaban los primeros truenos, pero aún muy atrás, por la parte de las colinas de Ihni y Munshi, en la selva. El fragor sacudía el suelo con violencia. Hacía mucho calor, mucho bochorno.

La primera vez, Maou estrechó a Fintan contra su pecho, tan fuerte que él sintió en su oído los latidos de su corazón. «Tengo miedo, cuenta conmigo, Fintan, cuenta los segundos…» Le explicó que el ruido corría para atrapar la luz a trescientos treinta y tres metros por segundo. «Cuenta, Fintan, uno, dos, tres, cuatro, cinco…» Antes de llegar a diez, el trueno retumbaba bajo tierra, repercutía en toda la casa, hacía temblar el piso bajo los pies. «Tres kilómetros», decía Fintan. Acto seguido nuevos fulgores rasgaban el cielo, hacían visible con nitidez el agua del gran río, las ondas, las islas, el negro contorno de las palmeras. «Cuenta, uno, dos, no, más despacio, tres, cuatro, cinco…»

Los relámpagos se multiplicaban, surgían entre las nubes, y empezaba a descargar la lluvia, primero un tamborileo espaciado en el techo de chapa, como si rodaran pequeños guijarros por las acanaladuras, y el ruido crecía, se volvía estrepitoso, aterrador. Fintan sentía que se le aceleraba el pulso. Al abrigo de la veranda, miraba la oscura cortina que remontaba el río, igual que una nube, y el fulgor de los relámpagos ya no iluminaba ni las orillas ni las islas. Todo quedaba a merced del agua del cielo, del agua del río, todo quedaba anegado, diluido.

Paralizado en la veranda, Fintan no podía apartar la vista. Aterido, tembloroso. Le costaba respirar, como si la nube le atravesara el cuerpo, le inundara los pulmones.

El estrépito lo invadía todo, hasta el fondo del cielo. El agua se precipitaba desde el techo de chapa en poderosos chorros bombeados como la sangre, se escurría por la tierra, corría colina abajo hacia el río. Agua cayendo, agua fluyendo, eso era todo.

Unos gritos atravesaban el estrépito, sacaban a Fintan de su estupor. Unos niños corrían por el jardín, por la carretera, con sus cuerpos brillando a la luz de los relámpagos. Gritaban el nombre de la lluvia: Ozoo! Ozoo!… Otras voces llegaban desde el interior de la casa. Elijah, el cocinero, y Maou recorrían la casa con cubos en la mano para achicar agua. El techo de chapa tenía fugas por todas parte. Las chapas oxidadas de la veranda se curvaban bajo el peso del agua, y la lluvia saltaba a las habitaciones, color sangre. Geoffroy apareció en la veranda empapado de los pies a la cabeza, con el torso desnudo, mechones de su pelo gris pegados a la frente y los espejuelos de las gafas empañados. Fintan lo miraba perplejo. «Entra, no te quedes afuera.» Maou arrastraba a Fintan hasta la parte trasera de la casa, hasta la cocina, la única pieza a salvo del agua. Ella tenía la mirada vacía. Sus ropas también estaban empapadas, parecía aterrada. Fintan la estrechaba contra él. Contaba por ella, despacio, tras cada cegador destello. «Uno, dos, tres, cuatro…» Un instante después no pudo llegar hasta tres: el estruendo del trueno sacudió la tierra y la casa, todo cuanto era de vidrio, dio la impresión de hacerse añicos. Maou se apretó la cara con las manos, se presionó los ojos con las palmas de las manos.

Al cabo pasó la tormenta. Remontaba el curso del río en dirección a las colinas. Fintan regresó a la terraza. Las islas aparecían de nuevo, chatas y alargadas, verdaderos animales prehistóricos. Se alejó la noche, quedó la luz gris de un crepúsculo. Podía verse en el interior de la casa, se veían los herbazales, las palmas, el dibujo del río. De repente comenzó a hacer calor, y un aire inmóvil y agobiante. Surgía un vaho de la tierra empantanada. El fragor del trueno había desaparecido. Fintan escuchaba las voces, los gritos de los niños, las llamadas: «Aua! Aua!» También ladridos, a lo lejos, por donde la aldea.

Con la noche se pusieron a cantar los sapos. Maou se estremeció al oír que Geoffroy ponía en marcha el motor del V 8. Geoffroy gritó algo, iba a ver los cobertizos, la lluvia había invadido los almacenes de los docks.

Los niños se alejaron de la casa, se seguían oyendo sus voces pero, ocultos en la noche, no se los veía. Fintan bajó de la terraza y echó a andar por las empapadas hierbas. Los relámpagos quedaba ahora lejos, había de vez en cuando un fulgor sobre los árboles, pero ya no se oía el fragor del trueno. El lodo le absorbía ios pies. Fintan se quitó los zapatos y se los colgó del cuello por los cordones, como un salvaje.

Avanzó enmedio de la noche a través de aquel inmenso jardín. Maou estaba acostada en la hamaca, en el gran cuarto vacío. Tiritaba de fiebre, no podía mantener los ojos abiertos. La luz de la lámpara de petróleo de la mesilla le quemaba los párpados. La embargaba la soledad: un hueco en lo más profundo de sí misma que no lograba colmar. O tal vez todo era debido a la amibiasis que la había postrado dos meses después de su llegada a Onitsha. Experimentaba una extrema insensibilidad, una dolorosa lucidez. Sabía lo que llevaba dentro, la devoraba, y no podía hacer nada. Guardaba en su mente cada instante posterior a su llegada a Onitsha, la instalación en la gran casa vacía, apenas aquellas paredes de madera y aquel techo de chapa sostenido por el maderamen que resonaba a cada tormenta. Las hamacas, los catres individuales, amparados por el mosquitero, como en el dormitorio de un internado. Y sobre todo esa incómoda sensación, ese hombre que ahora era un extraño, su rostro endurecido, su pelo gris, su cuerpo delgado y el color de su piel. La felicidad soñada en la cubierta del Surabaya no existía aquí. Y luego qué mirada la de Fintan a su padre, una mirada cuajada de desconfianza y odio instintivo, y la fría cólera de Geoffroy cada vez que Fintan lo desafiaba.

Ahora, en el silencio de la noche poco a poco recobrado, tan sólo alterado por el estridor de los insectos y los alaridos de los sapos, Maou se mecía en su hamaca mientras miraba la luz de la lámpara. Cantaba a media voz en italiano, una cantilena infantil, un estribillo. Se interrumpía, retiraba las manos de la cara, decía una sola vez, sin elevar la voz:

«¿Fintan?»

Oía el eco de su voz en la casa vacía. Geoffroy estaba en el Wharf, Elijah se había marchado a su casa. Pero ¿Fintan? No se atrevía a bajar de la hamaca, andar hasta el pequeño cuarto al fondo del pasillo, ver en medio del cuarto la hamaca vacía colgada de las anillas sujetas en las paredes. Y la ventana abierta de par en par a la negra noche.

Lo recordaba bien, había centrado grandes esperanzas en esta nueva vida, Onitsha, este mundo desconocido, nada se parecería a lo vivido anteriormente, ni cosas, ni gente, ni olores, ni siquiera el color del cielo y el sabor del agua. Tal vez era por el filtro, el gran cilindro de porcelana blanca que Elijah llenaba cada mañana con agua del pozo, que tan fina y blanca salía luego por el grifo de latón. Después se puso enferma, creyó que iba a morirse de fiebre y de diarreas, y ahora el filtro la horrorizaba, el agua salía tan insípida; ella soñaba con fuentes, arroyos helados, como en San Martín.

Además estaba ese nombre que ella repetía a diario durante la guerra, en San Martín, Santa Anna, luego en Niza, Marsella, ese nombre que parecía una clave de todos sus sueños. Entonces se lo hacía pronunciar cada día a Fintan, a escondidas, para que tía Aurelia y tía Rosa no lo oyeran. El adoptaba una gravedad que casi la intimidaba, o le provocaba un ataque de risa. «Cuando estemos en Onitsha…» El decía: «¿Las cosas son así en Onitsha?» Pero jamás se refería a Geoffroy, nunca quería decir «mi padre». Pensaba que no era cierto. Geoffroy era únicamente un desconocido que escribía cartas.

Y por fin tomó la decisión de partir, de ir hasta allá y reunirse con él. Lo preparó todo con mimo, sin anunciar nada a nadie, ni siquiera a Aurelia. Hubo que formalizar los pasaportes, conseguir el dinero para los pasajes del barco. Se fue a Niza a vender sus joyas, un reloj de oro que perteneció a su padre y unos luises que le regalaron antes de su boda. La abuela Aurelia no mentaba a Geoffroy Alien. Era un inglés, un enemigo. La tía Rosa era más dicharachera, le gustaba decir: Porco inglese. Le gustaba hacérselo repetir a Fintan cuando era pequeñito. Ella siempre admiró a Don Benito, hasta cuando se volvió loco y envió a los jóvenes a la degollina. Fintan repetía con ella: Porco inglese! y se mondaba de risa. Tenía cinco años. Era un secreto entre él y Rosa. Un día, Maou lo oyó, miró a la vieja solterona con dos cuchillas azules. «Como vuelvas a hacerle decir eso a Fintan, me largo con él en el acto.» No tenía ningún sitio donde ir. La tía Rosa lo sabía de sobra, le traía sin cuidado la amenaza. El ático del 18 de la rué des Accoules no disponía más que de dos habitaciones y una cocina estrecha, pintada de amarillo, que daba a un patio de luces.

Maou anunció la noticia apenas un mes antes del viaje. Aurelia palideció del pasmo. No dijo nada porque sabía que no valía la pena. Se limitó a preguntar:

«¿Y Fintan?»

«Nos vamos los dos juntos.»

Maou sabía que la abuela Aurelia lo sentía más por Fintan que por ella. Sabía que muy probablemente no volverían a verla. Rosa en cambio no sufría. Lo suyo era despecho. El odio al «inglés». Así es que no paraba de perorar; un borbotón de insanias, negros augurios, bilis.

Maou dio un largo abrazo en el umbral del pequeño inmueble a la que había sido su madre. La calle estaba concurrida, animada por un guirigay de voces, gritos infantiles, llamados de los vencejos. Era el inicio del verano. La noche no caía. El tren salía hacia Burdeos a las siete.

En el último momento, cuando el taxi se detuvo, Aurelia no pudo aguantar más. Se ahogaba. Balbució: «Déjame ir contigo hasta Burdeos, ¡por favor!» Maou la rechazó con dureza: «No, no sería razonable.» Fintan se quedó con el olor de la ropa, el pelo de su abuela. No entendía mucho. Se apartaba, la rechazaba. Había puesto a cero su mente. ¿Qué quería decir «hasta la vista» si no iban a verse nunca más?


Nunca había visto tanto espacio. Ibusun, la casa de Geoffroy, se hallaba fuera de la ciudad, río arriba, por encima de la desembocadura del Omerun, donde empezaban los cañaverales. Al otro lado del cerro, hacia levante, se extendía una pradera de hierbas amarillas que se perdía en el horizonte en dirección a las colinas de Ihni y Munshi, donde quedaban retenidas las nubes. En el transcurso de una recepción, el nuevo D.O. Gerald Simpson le explicó a Maou que por aquella parte, en las colinas, se escondían los últimos gorilas de llanura. La atrajo hasta la ventana de la residencia, desde donde se veían las masas azules en el horizonte. Geoffroy se encogió de hombros. Pero por eso precisamente le gustaba a Fintan acercarse al lindero del herbazal. Las colinas se mostraban siempre en sombra, misteriosas.

Al alba, antes incluso de que Geoffroy se hubiera levantado, Fintan se aventuraba por senderos apenas distinguibles. Antes de llegar al río Omerun daba a una especie de claro, luego descendía hacia una playa de arena. Allí iban las mujeres de los contornos a bañarse y lavar la colada. Bony enseñó a Fintan el sitio. Era un lugar secreto, lleno de risas y canciones, un lugar al que los muchachos no podían asomarse so pena de invectivas y zurras. Las mujeres se metían en el agua soltándose la ropa, se sentaban y departían con el agua del río fluyendo alrededor. Después volvían a anudarse los vestidos por la cintura, y lavaban la colada golpeándola encima de las rocas planas. Les brillaban los hombros, los senos les colgaban balanceándose al ritmo de los golpes. Por la mañana hacía casi frío.

La bruma descendía con lentitud por el afluente, se incorporaba al gran río, alcanzaba las copas de los árboles, engullía las islas. Era un momento mágico.

Bony era el hijo de un pescador. Se presentaba de vez en cuando para ofrecer pescado, camarones a Maou. Esperaba a Fintan detrás de la casa, en el lindero del gran herbazal amarillento. Su verdadero nombre era Josip, o Josef, pero como era alto y delgado le habían puesto Bony, o sea esmirriado. Tenía un rostro terso y unos ojos risueños, llenos de inteligencia. Fintan se hizo enseguida amigo suyo. Hablaba pidgin, y también un poco de francés, porque su tío materno era duala. Empleaba frases hechas, «qué tal, jefe», «hola, compadre», «caray», expresiones de ese tipo. Se sabía toda clase de tacos y palabrotas en inglés, le enseñó a Fintan lo que era «cunt» y otras cosas que no conocía. También sabía hablar por gestos. Fintan aprendió con rapidez a manejar el mismo lenguaje.

Bony sabía todo sobre el río y los contornos. Era capaz de correr a la velocidad del perro con los pies desnudos por las altas hierbas. Al principio Fintan se ponía sus botas negras y los calcetines de lana que llevaban los ingleses. El doctor Charon había insistido ante Maou: «Mire usted, esto no es Francia. Hay escorpiones, serpientes, los espinos están envenenados. Yo sé lo que me digo. En Afikpo, hace seis meses, un D.O. murió de gangrena porque creyó que en África uno puede pasearse en sandalias con los pies al aire como en Brighton.» Pero por andar un día sin mirar dónde ponía los pies, a Fintan se le llenaron los calcetines de hormigas rojas. Se le alojaron en los puntos de la lana hincando las mandíbulas con tal ferocidad que, al intentar arrancarlas, las cabezas se le quedaron agarradas a la piel. A partir de ese día Fintan no quiso volver a llevar botas ni calcetines.

Bony hizo que le tocara la planta de los pies, dura como una suela de madera. Fintan escondió los dichosos calcetines en su hamaca, guardó las botas negras en el armario metálico y se puso a caminar descalzo entre las hierbas.

Al alba, la pradera amarilla parecía una inmensidad. Los senderos se ocultaban a la vista. Bony conocía los lugares de paso entre las charcas enlodadas, los zarzales. Las perdices surgían rechinando. En los claros, ahuyentaban a su paso bandadas de pintadas. Bony sabía imitar los chillidos de las aves con la ayuda de hojas, cañas o metiéndose sin más un dedo en la boca.

Era buen cazador, y, sin embargo, se negaba a matar ciertos animales. Un día, Geoffroy salió al terraplén frente a su casa. Las gallinas cacareaban porque un halcón describía círculos en el cielo. Geoffroy se echó al hombro la carabina, disparó y el pájaro cayó. Bony estaba a la entrada del jardín, lo vio todo. Montó en cólera. Su expresión dejó de ser risueña. Señaló el vacío cielo donde el halcón describía sus círculos. «Him god!» Es un dios, repetía sin cesar. Pronunció el nombre del pájaro: «Ugo». Fintan se avergonzó, y tuvo miedo. Qué extraño. Ugo era un dios, también el nombre de la abuela de Bony, Geoffroy lo había matado. También por ello se negó en adelante a ponerse las botas negras para correr por el herbazal. Eran botas de porco inglese.

Al final de la pradera había una especie de claro de tierra roja. Fintan lo descubrió él solo cuando en los primeros días se aventuró tan lejos. Era la ciudad de las termitas.

Los termiteros estaban construidos como chimeneas bien erguidas al cielo, algunos más altos que el propio Fintan, en el centro de un espacio de tierra pelada y resquebrajada por el sol. Imperaba un extraño silencio sobre esta ciudad, y sin saber por qué, Fintan empuñó un palo y se aplicó a descargarlo sobre los termiteros. Fue tal vez el miedo, la soledad en medio de esta ciudad silenciosa. Las chimeneas de tierra endurecida restumbaban como bajo el fuego de los cañonazos. El palo rebotaba, seguía golpeando. Poco a poco aparecían grietas en lo alto de los termiteros. Se desplomaban lienzos de pared convertidos en polvo, dejando al descubierto las galerías, desperdigando por el suelo a las lívidas larvas, que se retorcían en la tierra roja.

Fintan la emprendió con los termiteros uno a uno, con rabia. El sudor le bañaba la frente, los ojos, le empapaba la camisa. Ya no sabía realmente lo que hacía. Debía de ser por olvidar, por destruir acaso. Por reducir a polvo su propia imagen. Por desvanecer el rostro de Geoffroy, la fría cólera que a veces brillaba en los círculos de sus gafas.

Llegó Bony. Unos diez termiteros estaban reventados. Se mantenían en pie algunos lienzos de pared, a modo de ruinas, donde se retorcían las larvas a la luz del sol en medio de las ciegas termitas. Fintan estaba sentado en el suelo, el pelo y la ropa rojos de polvo y las manos doloridas de tanto ensañarse. Bony le clavó la mirada. Fintan nunca olvidaría esa mirada. Encerraba la misma cólera que cuando Geoffroy Alien mató al halcón negro. «You ravin mad, you crazy!» Apuñó la tierra y las larvas de las termitas. «¡Es Dios!» siguió diciendo en pidgin, manteniendo su sombría mirada. Las termitas nos guardaban de las langostas, sin ellas el mundo se vería devastado. Fintan experimentó la misma vergüenza. Durante semanas no volvió a aparecer Bony por Ibusun. Fintan aguardaba su llegada abajo, en el ruinoso primer embarcadero, con la esperanza de verlo pasar en la larga canoa de su padre.


Antes de la lluvia, el sol abrasaba. Las tardes resultaban interminables, sin un soplo de aire. Nada se movía. Maou se tumbaba en el catre de tijera, en la habitación de paso, cuyas paredes de cemento preservaban del calor. Geoffroy regresaba tarde, siempre quedaban asuntos pendientes en el Wharf, los arribos de mercancías, las reuniones en el Club, en casa de Simpson. Cuando regresaba, muerto de cansancio, se encerraba en su despacho, dormía hasta las seis o las siete. Maou había soñado un.África de excursiones a caballo en la sabana, raucos rugidos de fieras en la noche, profundas espesuras infestadas de tornasoladas flores venenosas, senderos de acceso a lo secreto. No había imaginado aquello, largas y monótonas jornadas, la espera en la veranda, y una ciudad de techos de chapa al rojo vivo. No había imaginado que Geoffroy Alien fuese este empleado de las compañías comerciales de África Occidental que se pasaba la mayor parte del tiempo haciendo inventario de las cajas llegadas de Inglaterra, con jabón, papel higiénico, latas de corned-beef [2] y harina resolutiva. Las fieras no existían, salvo en las baladronadas de los oficiales, y la selva había desaparecido hacía mucho tiempo para dejar paso a los campos de ñames y a las plantaciones de palma de aceite.

Mucho menos se había imaginado Maou las reuniones en casa del D.O. una vez a la semana, los hombres de pie en la terraza, con indumentaria caqui, zapatos negros y medias de lana hasta la rodilla, esgrimiendo un vaso de whisky y sus batallitas de oficina, y sus mujeres con vestidos claros y escarpines suspirando por los problemas de servicio. Una tarde, no se había cumplido un mes desde su llegada, Maou acompañó a Geoffroy a casa de Gerald Simpson. Vivía éste en una casona de madera no lejos de los docks, una casa bastante vetusta que se había propuesto restaurar. Se le había metido en la cabeza abrir una piscina en su jardín para los miembros del Club.

Era a la hora del té, hacía un calor bastante tórrido. Los trabajadores negros eran presidiarios que Simpson había obtenido del residente Rally, bien porque fuera incapaz de encontrar a nadie más o con la intención de evitarse el menor desembolso. Llegaban al mismo tiempo que los invitados, arrastrando una larga cadena enganchada a los grilletes de su tobillo izquierdo, y para no caer, estaban obligados a llevar el mismo paso, como en un desfile.

Maou estaba en la terraza, miraba con asombro a estos hombres encadenados que atravesaban el jardín, pala al hombro, haciendo su ruido regular cada vez que los grilletes de los tobillos arrastraban la cadena; izquierda, izquierda. En medio de aquellos harapos su piel negra brillaba como el metal. Algunos miraban hacia la terraza, tenían el rostro satinado de cansancio y sufrimiento.

Luego sirvieron la colación al amparo de la veranda; grandes fuentes de fufú [3] y de asado de cordero, y vasos de zumo de guayaba con hielo picado hasta el borde. La larga mesa lucía un mantel blanco y ramilletes de flores dispuestos por la mujer del residente en persona. Los invitados hablaban con estrépito, reían a carcajadas, pero Maou no podía apartar la vista del grupo de forzados que comenzaba ya a cavar al otro extremo del jardín. Los guardias los habían liberado de la larga cadena, pero seguían amarrados por los grilletes que ceñían sus tobillos. Con pico y pala, abrían la tierra roja donde Simpson tendría su piscina. Daba pavor. Maou sólo oía los golpes en la tierra dura, el ruido de la respiración de los forzados, el tintineo de los grilletes en torno a sus tobillos. Sentía un nudo en la garganta como si estuviera a punto de llorar. Miraba a los oficiales ingleses que rodeaban la inmaculada mesa, buscaba la mirada de Geoffroy. Pero nadie le prestaba atención y las mujeres seguían comiendo y riendo. La mirada de Gerald Simpson tropezó con ella un instante. Un extraño reflejo emanaba de sus ojos, tras los espejuelos de las gafas. Se estaba limpiando el rubio bigotillo con una servilleta. A Maou la embargó tal odio que tuvo que desviar la vista.

Al fondo del jardín, pegados a la reja que hacía las veces de valla, los negros se quemaban al sol, las espaldas, los hombros les resplandecían de sudor. Y no cesaba el ruido de sus respiraciones, un ¡ah! de dolor cada vez que descargaban sus golpes en la tierra.

De pronto, Maou se levantó, y con un temblor de cólera en la voz, con el cómico acento franco-italiano que le salía en inglés, dijo:

«¡Hay que darles de comer y beber!; miren a esa pobre gente, ¡tienen hambre y sed!» Dijo «fellow», como en pidgin.

Se hizo un estupefacto silencio durante un minuto interminable, todas las caras de los invitados, vueltas hacia ella, la miraban, y comprobó que el mismo Geoffroy la consideraba con estupor, ruborizado, con las comisuras de los labios alicaídas y los puños crispados encima de la mesa.

Gerald Simpson fue el primero en volver de su asombro, y se limitó a decir con aplomo: «Ah sí, muy cierto, supongo…»

Llamó al boy [4] y le transmitió unas órdenes. En un instante, los guardias pusieron a los forzados fuera del alcance de la vista, detrás de la casa. El D.O. añadió, mirando a Maou con ironía: «Bueno, así está mejor, ¿no es cierto? Hacían un condenado ruido, ahora podremos estar todos un poco más tranquilos.»

Los invitados se rieron con la boca pequeña. Los hombres reanudaron su charla, continuaron bebiendo café y fumando cigarros puros, instalados en sus sillones de bejuco al final de la veranda. Las mujeres permanecieron en torno a la mesa, de cotorreo con la señora Rally.

Entonces Geoffroy agarró a Maou del brazo y se la llevó de regreso en el V 8, rodando a toda velocidad por la desierta pista. No pronunció una sola palabra sobre los forzados. Pero después de aquello, no volvió a pedirle a Maou nunca más que lo acompañara a casa del D.O., ni a la del residente. Y cuando Gerald Simpson se cruzaba con Maou por azar, en la calle, o en el Wharf, la saludaba con la mayor frialdad, sin expresar nada, como es de rigor, con su mirada azul acero, o a lo sumo un ligero desdén.


El sol cocía la tierra roja. Bony se lo descubrió a Fintan. Iba a buscar la tierra más roja a la orilla del Omerun, y la traía bien empapada en un pantalón viejo con las patas previamente anudadas. En un claro, al abrigo de un bosquecillo, los chiquillos iban tomando porciones de tierra y confeccionaban estatuillas que secaban al sol. Modelaban vasijas, platos, tazas, y también figuritas, máscaras, muñecas. Fintan modelaba animales, caballos, elefantes, un cocodrilo. Bony sobre todo hombres y mujeres de pie sobre un zócalo de terracota, con una ramita a modo de columna vertebral e hierba seca para simular el pelo. Sabía plasmar con precisión las facciones de la cara, los ojos rasgados, la nariz, la boca, así como los dedos de las manos y los pies. A los hombres les ponía un sexo erecto, a las mujeres, los pezones y el pubis, un triángulo hendido en el centro. Les hacía gracia.

Un día, mientras orinaban juntos en las altas hierbas, Fintan le vio el sexo a Bony, largo y coronado por una cabeza tan roja como una herida. Era la primera vez que veía un sexo circunciso.

Bony orinaba agachado como una niña. Como Fintan lo hacía de pie, se burlaba de él. Un día le dijo: «Cheese.» A partir de entonces solía repetirlo con frecuencia, cuando Fintan hacía algo que no le gustaba. «¿Qué quiere decir "cheese", Maou?» «Queso en inglés.» Lo que no aclaraba gran cosa. Más adelante, Bony le explicó que los sexos sin circuncidar estaban siempre sucios, acumulaban debajo de la piel algo semejante al queso.

Las tardes discurrían con el sol pegando en el cemento de la terraza. Fintan trasladaba hasta allí las estatuas y los tarros para cocerlos, y los miraba tanto rato que todo acababa por verse negro y quemado, recordando las sombras en la nieve.

Las nubes se amontonaban sobre las islas. Cuando la sombra ganaba Jersey y Brokkedon, Fintan tenía la certeza de que iba a llover. Entonces Asaba, la del nombre de serpiente, en la ladera opuesta, donde zumbaban las serrerías, encendía su alumbrado eléctrico. La lluvia comenzaba a caer sobre el cemento de la terraza, tan recalentado que el vapor ascendía al aire de inmediato. Los escorpiones buscaban refugio en los huecos de las piedras, en los cimientos. Las espesas gotas se precipitaban sobre las vasijas y las estatuas de barro, hacían aparecer manchas de sangre. Eran ciudades que se desplomaban, ciudades enteras con sus casas, estanques, las estatuas de sus dioses. El último, al ser el más grande, el que Bony llamaba Orun, se mantenía en pie en medio de los escombros. La columna vertebral le sobresalía por la espalda, su sexo se difuminaba, ya no le quedaba cara. «Orun, Orun!» gritaba Fintan. Bony decía que Shango había matado al sol. Decía que Jakuta, el tirador de piedras, había sepultado al sol. Y enseñó a Fintan a bailar bajo la lluvia, con su cuerpo brillando como el metal y los pies rojos como la sangre de los hombres.


De noche ocurrían cosas inexplicables, espantosas. No se sabía qué era, no se veía nada, pero era algo que rondaba la casa, se movía por el exterior, por las hierbas del jardín, y más allá, donde la cuesta, en las ciénagas del Omerun. Bony decía que era Oya, la madre de las aguas. Decía que era Asaba, la gran serpiente que vive en las fallas del terreno, hacia levante. Había que hablarles en voz baja, de noche, y no olvidar dejarles alguna ofrenda escondida entre la hierba, en una hoja de llantén, fruta, pan, dinero incluso.

Geoffroy Allen se encontraba ausente, volvía tarde. Iba a casa de Gerald Simpson, a la del juez, iba a la gran recepción del residente en honor del comandante del VI batallón de Enugu. Coincidía con los demás representantes de las compañías mercantiles, la Sociedad Comercial de África Occidental, Jackel amp; Co, Ollivant, Chanrai amp; Co, John Holt amp; Co, African Oil Nuts. Nombres raros que Fintan cogía al vuelo cuando Geoffroy hablaba con Maou, nombres de gente desconocida que compraba y vendía, enviaba facturas detalladas, telegramas, requerimientos de pago. Un nombre se repetía sobre todo, United Africa; Fintan lo recordaba de los paquetes que Geoffroy mandaba a Francia, mermeladas de Suráfrica, latas de té, azúcar terciado. En Onitsha, este nombre era omnipresente, se leía en los folios del despacho de Geoffroy, en los negros baúles metálicos, en las placas de cobre que colgaban en los edificios, en el Wharf. En el barco que atracaba cada semana con las mercancías y el correo.

Por la noche, la lluvia caía con suavidad en el techo de chapa, corría por los canalones, colmaba los grandes bastidores pintados de rojo sobre los que estaban tendidos lienzos de tela baza para impedir que aovaran los mosquitos. Era la canción del agua, Fintan se acordaba de antes, en San Martín, soñaba con los ojos abiertos bajo la pálida mosquitera mirando cómo vacilaba la llama de la lámpara Punkah. En las paredes, los lagartos transparentes avanzaban con ritmo atropellado, hasta que se arrellanaban lanzando un gemidito de satisfacción.

Fintan estaba atento al ruido del V 8, que subía el repecho empedrado hasta la casa. A veces llegaban los ásperos chillidos de los gatos salvajes que perseguían entre las hierbas a la gata Mollie, el silbido indiscreto de una lechuza instalada en los árboles, la lacrimosa voz de las zumayas. Entonces le parecía que fuera de allí no había nada, nada en ningún sitio, que jamás había existido nada al margen del río, las chozas techadas de chapa, aquella casona vacía poblada de escorpiones y lagartos grises, y la inmensa extensión de herbazales donde merodeaban los espíritus nocturnos. Eso mismo pensó cuando subió al tren y comenzó a alejarse la dársena de la estación, arramblando con la abuela Aurelia, y tía Rosa, meras muñecas viejas. Y luego en el camarote del Surabaya, cuando se puso a escribir esa historia, UN LARGO VIAJE, atormentado por el ruido lancinante de los martillazos en las cuadernas oxidadas.

Ahora sabía que estaba en el corazón mismo de su sueño, en el punto más ardiente, más áspero, comparable a ese lugar donde afluía y refluía toda la sangre de su cuerpo.

De noche, redoblaban los tambores. Empezaban hacia el atardecer, cuando los hombres habían vuelto del trabajo y Maou estaba sentada en la veranda, leyendo o escribiendo en su lengua. Fintan se tumbaba en el suelo, con el dorso desnudo debido al calor. Bajaba los peldaños y se colgaba de la barra del trapecio que Geoffroy había fijado al techo de la veranda. Con una ramita, se entretenía en levantar la alfombra al pie de la escalera para ver cómo se agitaban los escorpiones. En algunas ocasiones descubría una hembra con sus crías a cuestas.

Los travesaños rayaban el cielo, que se iba oscureciendo, y sin saber cómo, de repente, allí estaba el redoble de tambores, todavía muy lejano, ahogado, y al mismo tiempo se daba uno cuenta de que había empezado hacía un buen rato, en la otra orilla del gran río, tal vez en Asaba, y ahora más cerca, más alto, insistente, proveniente del este, del poblado de Omerun, y Maou enderezaba la cabeza tratando de oír.

Por la noche, era un extraño ruido, muy suave, una palpitación, un leve roce que calmara la violencia de los truenos. A Fintan le encantaba escuchar el redoble, pensaba en Orun, en el señor Shango, a ellos dedicaban los hombres esta música.

La primera vez que Fintan oyó los tambores, se abrazó a Maou, que estaba asustada. Dijo no sé qué para tranquilizarse, «escucha, hay fiesta en algún poblado…» Puede que no dijera nada, ya que no era como el trueno, no podían contarse los segundos. Casi todas las veladas se sentía aquella ligera trepidación, aquella voz que llegaba de todas partes, del río Omerun, de las colinas, de la ciudad, hasta de la serrería de Asaba. Las lluvias se acababan, se desvanecían los relámpagos.

Maou estaba a solas con Fintan. Geoffroy seguía volviendo a casa muy tarde. Cuando calculaba que Fintan se habría quedado dormido ya en su lecho, Maou abandonaba la hamaca, andaba descalza por la casona vacía alumbrándose con la linterna eléctrica por los escorpiones. En la veranda no había más luz que la de una vacilante lamparilla. Maou se sentaba en un sillón al final de la terraza para intentar ver la ciudad y el río. Las luces brillaban sobre el agua, y si todavía despuntaba algún relámpago, veía su superficie dura y lisa como el metal, el fantasmagórico follaje de los árboles. Se estremecía, pero no de miedo, era más bien la fiebre, el amargo sabor a quinina instalado en su cuerpo.

Estaba al tanto de la menor alteración que afectara al dulce ruido de los tambores. En el silencio la noche brillaba más si cabe. Alrededor de Ibusun, rechinaban los insectos, se ahuecaban los ladridos de los sapos, y al final, también ellos callaban. Maou permanecía mucho tiempo, tal vez horas, sin moverse de su sillón de bejuco. No pensaba en nada. Recordaba, sin más. El niño que crecía en su vientre, la espera en Fiésole, el silencio. Las cartas de África que no llegaban. El nacimiento de Fintan, la partida hacia Niza. No quedaba dinero, había que trabajar, coser a domicilio, realizar tareas caseras. La guerra. Geoffroy escribió una carta nada más, para decir que se disponía a cruzar el Sahara hasta Argel e ir en su busca. Y luego ya nada. Los alemanes codiciaban Camerún, bloqueaban los mares. Antes de marcharse a San Martín recibió una señal, un libro abandonado delante de su puerta. Era la novela de Margaret Mitchell. Era el año en que se conocieron en Fiésole, ella se lo llevaba a todas partes, un libro en cartoné forrado con tela azul, de delicadísima impresión. Cuando Geoffroy partió hacia África, se lo confió, y ahora, allí estaba, ante su puerta, una señal llegaba de ninguna parte. No les comentó nada a Aurelia y a Rosa. Le aterraba la idea de que le dijeran que eso significaba que el inglés había muerto en algún lugar de África.

Las voces de los sapos, los crujidos de los insectos, el infatigable redoble de los tambores, en la otra orilla del río. Era otra música. Maou se miraba las manos, movía un dedo tras otro. Se acordaba del teclado del piano de Livorno, tan pesado y recargado como un catafalco. Había discurrido tanto tiempo. De noche, podían volver los lejanos sonidos del piano. Después de llegar, en su primera semana en Onitsha, descubrió con alegría el piano del Club en la gran sala adyacente a la casa del D.O. Simpson, donde los ingleses, sentados, solían eternizarse leyendo su Nigeria Gazette y su African Advertiser. Ella se acomodó en el taburete, quitó de un soplo el polvo rojo acumulado en la tapa y tocó unas notas, algunos compases de las Gimnopedias o de las Gnosianas. El sonido del piano retumbaba hasta en los jardines. Se volvió, y vio todas aquellas caras inmóviles, sintió sobre ella aquellas miradas, aquel silencio helado. Los sirvientes negros del Club se detuvieron en el umbral, petrificados de estupor. No sólo se había introducido una mujer en el Club, sino que además interpretaba música.

Maou abandonó el lugar ruborizada de vergüenza e irritación, caminó deprisa, corrió por las polvorientas calles de la ciudad. Le venía a la mente la voz de Gerald Simpson en el barco, cuando parodiaba a los negros: «Spose Missus he fight black fellow he cry too mus!» Algún tiempo después se acercó a la puerta del Club a recoger a Geoffroy y comprobó que el piano había desaparecido. En su lugar, una mesa y un ramo de flores, obra más que probable de la señora Rally.

Aguardaba en plena noche, con las manos puestas en la cara para no ver el fulgor vacilante de la lamparilla. De noche, cuando todos los ruidos humanos se apagaban, persistía el leve redoble de los intermitentes tambores, y creía oír el ruido del río tan grande como el mar. O acaso era el recuerdo del ruido de las olas en San Remo, en la habitación de las persianas entreabiertas. El mar nocturno, cuando hacía demasiado calor para dormir. Se propuso enseñar a Geoffroy su tierra natal, Fiésole, en las suaves colinas cercanas a Florencia. Sabía de sobra que no iba a encontrar ya nada, a nadie, ni siquiera el recuerdo de su padre y de su madre, a quienes nunca llegó a conocer. Puede que por eso la hubiera elegido Geoffroy, porque estaba sola, no le había tocado en suerte, como a él, una familia de la que renegar. La abuela Aurelia, en Livorno, en Genova, se limitó a ejercer de nodriza, y tía Rosa no fue nunca su hermana, sino una mera solterona amargada y aviesa con la que Aurelia compartía su vida. Maou conoció a Geoffroy Alien en la primavera de 1935, en Niza, en donde recalaba tras completar en Londres su carrera de ingeniero. Era alto, delgado, romántico, se encontraba sin dinero y, como ella, sin familia, ya que acababa de romper con sus padres. Estaba loca por él y lo siguió a Italia, a San Remo, Florencia. No tenía más que dieciocho años, pero ya estaba habituada a tomar sus propias decisiones. Deseó ese niño de inmediato, por ella, para dejar de estar sola, sin decir nada a nadie.

Era agradable pensar de nuevo en aquel tiempo en el silencio de la noche. Le venía a la memoria lo que él le contaba entonces, su obsesión por ponerse en marcha hacia Egipto, hacia Sudán, por llegar hasta Meroe, seguir su rastro. No tenía otro tema de conversación, el último reino del Nilo, la reina negra y su travesía del desierto hasta el corazón de África. Hablaba de ello como si nada en el mundo presente importara lo más mínimo, como si la luz de la leyenda brillara más que el sol que vemos.

Al final del verano se casaron, para entonces crecía ya el niño en el vientre de Maou. Aurelia dio su consentimiento, sabía de sobra que era inútil poner obstáculos. Pero Rosa dijo lo de Porco inglese, por envidia, ella no había encontrado con quien casarse.

GeofFroy Alien partió de inmediato hacia África Occidental, hacia el río Níger. Presentó su candidatura a una plaza en la United África Company y lo contrataron. Allí se ocuparía de cuestiones de negocios, compra-venta, y sobre todo podría seguir el curso de su sueño, remontar el tiempo hasta el lugar en que la reina de Meroe fundó su nueva ciudadela.

Maou guardaba todas sus cartas. La recorría tal escalofrío de entusiasmo que las leía en voz alta a solas en su cuarto, en Niza.

La guerra hacía estragos en España, en Eritrea, el mundo sufría un ataque de locura, pero todo carecía de importancia. Geoffroy estaba allí, a orillas del gran río, a punto de descubrir el secreto de la última reina de Meroe. Preparaba el viaje de Maou, decía: «Cuando estemos juntos de nuevo en Onitsha.» Tía Rosa rezongaba: «Porco inglese, ¡está loco! En vez de venir a cuidarte! ¡Ahora que va a nacer la criatura!» El niño nació en marzo, Maou escribió entonces una larga carta, casi una novela, para ponerle al corriente de todo, el nacimiento, el nombre elegido, que tenía que ver con Irlanda, las perspectivas de futuro. Pero la respuesta se hizo esperar. Había huelgas, estaban con el agua al cuello. El dinero faltaba. Se hablaba cada vez más de la guerra, se multiplicaban las manifestaciones por las calles de Niza en contra de los judíos, los periódicos destilaban odio.

Cuando Italia entró en guerra, se hizo preciso abandonar Niza, buscar refugio en la montaña, en San Martín. Por culpa de Geoffroy, había que ocultarse, cambiar de nombre. Hablaban de los campos de prisioneros donde encerraban a los ingleses en Borgo San Dalmazzo.

El futuro estaba perdido. Sólo quedaba el silencio cotidiano, que agotaba la historia. Maou pensaba en la reina negra de Meroe, en el imposible viaje a través del desierto. ¿Por qué Geoffroy no estaba a su lado?

Eran los años distantes, ajenos. Ahora, Maou se había incorporado al río, se hallaba, por fin, en esta tierra tantas veces soñada. Y todo era tan banal; Ollivant, Chanrai, United África, ¿merecían esos nombres tanta vida?


África abrasa como un secreto, como una fiebre. Geoffroy Alien no puede despegar la vista, un solo instante, no puede soñar otro sueño. Es el rostro tallado con las marcas itsi, el rostro desfigurado de los umundri. En los muelles de Onitsha, por la mañana, aguardan, inmóviles, apoyados en una pierna, cual estatuas calcinadas, los enviados de Chuku en la tierra.

Por ellos decidió Geoffroy quedarse en esta ciudad, pese al horror que le inspiran las oficinas de la United África, pese al Club, al residente Rally y su mujer, y a sus perros, que no comen más que solomillo y duermen bajo mosquiteras. Pese al clima, pese a la rutina del Wharf. Pese a su separación de Maou, y de este hijo nacido a tanta distancia a quien no ha visto crecer, para quien no es más que un extraño.

Ellos, un día y otro, en el muelle, desde el alba, aguardan no sabe qué, tal vez una canoa que los traslade río arriba, que les traiga un mensaje misterioso. Luego se van, desaparecen, internándose por las hierbas altas hacia el este, por los caminos de Awgu, de Owerri. Geoffroy intenta conversar con ellos, unas palabras en ibo, frases en yoruba, en pidgin, y ellos, silenciosos, impertérritos, no altaneros,

mas ausentes, que desaparecen con diligencia en fila india siguiendo el curso del río, se pierden entre las altas hierbas que amarillea la sequía. Ellos, los umundri, los ndinze, los «precursores», los «iniciados». El pueblo de Chuku, el sol, rodeado de su halo como un padre lo está de sus hijos.

Es el signo itsi. El que Geoffroy descubrió en los rostros cuando llegó a Onitsha por vez primera. El signo grabado en la piel de los rostros de los hombres, como una escritura en piedra. El signo se abrió paso en su interior, le alcanzó en el cozarón, le marcó también a él la cara, demasiado blanca, esa piel suya que carece desde el nacimiento de la huella de la quemadura. Pero al presente siente esa quemadura, ese secreto. Hombres y mujeres del pueblo umundri, por las calles de Onitsha, sombras absurdas errando por los paseos de polvo rojo entre bosquecillos de acacias, con sus rebaños de cabras, sus perros. Sólo unos cuantos entre ellos llevan en el rostro el signo de su antepasado Ndri, el signo del sol.

El silencio domina en torno a ellos. Un día, no obstante, un viejo llamado Moisés, que se acuerda de Aro Chuku y el oráculo, contó a Geoffroy la historia del primer Eze Ndri, en Aguleri: en aquel tiempo, dijo, no había alimento, a los hombres no les quedaba más remedio que comer la tierra y las hierbas. Entonces Chuku, el sol, envió desde el cielo a Eri y a Namaku. Pero Ndri no fue enviado por el cielo. Tuvo que esperar encima de un hormiguero, ya que la tierra no era sino una ciénaga. El se quejaba: ¿por qué mis hermanos tienen qué comer? Chuku envió un hombre de Awka, con las herramientas de la forja, el fuelle, las brasas, y el hombre logró secar la tierra. Eri y Namaku eran alimentados por Chuku, comían lo que llaman Azu Igwe, el lomo del cielo. Quienes lo comían no dormían jamás.

Luego murió Eri, y Chuku cesó de enviar Azu Igwe, el lomo del cielo. Ndri tenía hambre, se lamentaba. Chuku le dijo: Obedéceme sin pensarlo y obtendrás tu alimento. ¿Qué debo hacer?, preguntó Ndri. Chuku respondió: Has de matar al mayor de tus hijos y a la mayor de tus hijas, y enterrarlos. Ndri replicó: Lo que me pides es terrible, no puedo hacerlo. Entonces Chuku envió a Dioka hasta Ndri, y Dioka era el padre de los Iniciados, el que había tallado el primer signo itsi en su rostro. Y Dioka marcó el rostro de los niños. Entonces Chuku dijo a Ndri: Ahora, haz lo que te he ordenado. Y Ndri mató a sus hijos y cavó dos tumbas para ellos. Pasaron tres semanas de cuatro días, y nacieron en las tumbas tiernos brotes. En la de su hijo mayor, Ndri desenterró un ñame. Lo coció y se lo comió, y le resultó excelente. Y acto seguido cayó en un sueño profundo, tan profundo que todo el mundo lo creía muerto.

Al día siguiente, en la tumba de su hija, Ndri desenterró una raíz koko, se la comió y volvió a quedarse dormido. Por ello llaman al ñame hijo de Ndri y a la raíz koko, hija de Ndri.

Esta es la razón por que, incluso hoy día, el Eze Ndri ha de marcar el rostro de su hijo y de su hija mayores con el signo itsi, en memoria de los primeros niños, que trajeron con su muerte el alimento a los hombres.

Así es que algo se abre en el corazón de Geoffroy. Es el signo marcado en la piel del rostro, tallado a cuchillo y espolvoreado con cobre. El signo que convierte a los hombres y mujeres adolescentes en hijos del sol.

En la frente, los signos del sol y de la luna.

En las mejillas, las plumas de las alas y de la cola del halcón.

El dibujo del cielo, a fin de que quienes lo reciben no conozcan el miedo nunca más ni vuelvan a temer el sufrimiento. El signo que libera a quienes lo llevan. Sus enemigos ya no pueden matarlos, los ingleses ya no pueden encadenarlos y obligarlos a trabajar. Son criaturas de Chuku, hijos del sol.

De pronto, Geoffroy siente vértigo. Sabe por qué ha venido aquí, a esta ciudad, a este río. Como si estuviera preestablecido que el secreto debiera abrasarlo. Como si todo lo que ha vivido y soñado no fuera nada al lado del signo tallado en la frente de los últimos aros.


Era la estación roja, la estación de un viento que agrietaba las riberas del río. Fintan se internaba cada vez más lejos, a la aventura. En cuanto terminaba de estudiar inglés y cálculo con Maou, se precipitaba a través del herzabal, bajaba hasta el río Omerun. La tierra estaba quemada y resquebrajada bajo sus pies desnudos, los arbustos ennegrecidos por el sol. Escuchaba el ruido de sus pasos, que resonaba ante él en el silencio de la sabana.

A mediodía el cielo estaba limpio, no quedaba ni una nube en las colinas, al este. Tan sólo algunas veces, con el crepúsculo, las nubes tomaban cuerpo por el lado del mar. El herbazal parecía un océano de sequedad. Al correr, las largas hierbas endurecidas le fustigaban la cara y las manos como si fueran correas. No se oía otro ruido que el impacto de sus talones en el suelo, los latidos del corazón en su pecho, el carraspeo de su hálito.

A estas alturas Fintan sabía correr sin cansarse. La planta de sus pies no tenía nada que ver con aquella piel desvaída y frágil que un día liberó de su calzado. Era una dura suela color tierra. Los dedos, con las uñas partidas, se le habían separado para agarrarse mejor al terreno, a las piedras, a los troncos de los árboles.

En los primeros tiempos, Bony se burlaba de él y de sus botas negras. Le decía: «Fintan pikni!» Los demás muchachos secundaban su risa. Ahora era capaz de correr igual que los demás, incluso pisando los espinos o los hormigueros.

La aldea de Bony se extendía a lo largo de la desembocadura del Omerun. El agua de este afluente era transparente y lisa, reflejaba el cielo. Fintan jamás había visto un lugar tan hermoso. En la aldea no tenían casas para ingleses, ni siquiera chozas de chapa, como en Onitsha. El embarcadero era simplemente de barro endurecido, y las cabañas presentaban techumbres de hojas. Las canoas estaban varadas en la playa, donde jugaban los niños pequeños y los viejos reparaban las redes y los aparejos de pesca. Río arriba, en una playa de grava y cantos rodados, las mujeres hacían la colada y se lavaban al caer el crepúsculo.

Cuando aparecía Fintan, las mujeres le chillaban improperios, le tiraban piedras. Se reían, se burlaban en su idioma de él. Por entonces Bony le mostró un paso a través de las cañas, al final de la playa.

Las jovencitas, rutilantes en el agua del río, eran estilizadas y muy bellas. Bony se lo llevaba siempre con la idea de contemplar a una extraña mujer a través de las cañas. La primera vez que la vio, fue al poco de llegar; llovía todavía. Ella no se juntaba con las demás chicas, se mantenía algo apartada, se bañaba en el río. Tenía cara de niña, muy tersa, pero su cuerpo y sus senos eran los de una mujer. Llevaba el pelo ceñido con un paño rojo, y un collar de cauri alrededor del cuello. Los chavales y el resto de las chicas se burlaban de ella, le tiraban chinas, huesos de fruta. La temían. No era de ningún sitio, llegó un buen día a bordo de una canoa que venía del sur y se quedó. Se llamaba Oya. Llevaba el vestido azul de las misiones, y un crucifijo alrededor del cuello. Decían que era una prostituta de Lagos, que había pasado por la cárcel. Decían que iba a menudo al pecio del barco inglés embarrancado en el extremo de la isla Brokkedon, en medio del río. Por eso las jóvenes se burlaban de ella y le tiraban huesos de fruta.

Bony y Fintan se acercaban a menudo a la playita, a la desembocadura del Omerun, para espiar a Oya. Era un rincón salvaje con aves, grullas, garzas. Al caer la tarde, el cielo se volvía amarillo, los llanos herbazales se cubrían de sombras. Fintan se inquietaba. Llamaba a Bony bajito: «¡Venga! ¡Vámonos ya!»

Bony no perdía detalle de Oya. Estaba desnuda en medio del río, se lavaba, lavaba sus prendas de vestir. El corazón de Fintan latía con intensidad mientras la miraba a través de las cañas. Bony estaba delante de él, igual que un gato al acecho.

Ahí, en medio del agua, Oya no daba la impresión de ser la loca a la que tiraban pipos los niños. Era guapa, su cuerpo brillaba a la luz, sus senos eran voluminosos.como los de una auténtica mujer. Volvía hacia ellos su rostro liso, de ojos alargados. Puede que supiera que estaban allí, escondidos entre las cañas. Era la diosa negra que cruzó el desierto, la que reinaba en el río.

Un día, Bony se atrevió a aproximarse a Oya. Cuando llegó a la playa, la joven lo miró sin temor. Se limitó a recoger su vestido mojado de la ribera y a ponérselo. Luego se internó con soltura entre las cañas, hasta el camino que subía hacia la ciudad. Bony la acompañaba.

Fintan anduvo un instante por la playa. El sol tardío cegaba. Todo se encontraba vacío y en silencio, de no ser por el rumor del agua del río y, de cuando en cuando, la breve nota de algún ave. Fintan avanzó entre las altas hierbas con el corazón palpitante. De pronto, vio a Oya. Estaba tumbada en el suelo y Bony la tenía agarrada, como si luchara con ella. Volvió la cara, el miedo se leía en sus dilatados ojos. No gritaba, tan sólo resoplaba con fuerza, como quien llama sin voz. De súbito, sin entender lo que hacía, Fintan se abalanzó sobre Bony, dándole puñetazos y patadas, con la ira de un crío que se empeña en hacerle daño a alguien mayor que él. Bony se retiró hacia atrás. Tenía el sexo empinado. Fintan seguía golpeando, así es que Bony se lo quitó de encima empujándolo violentamente con las manos abiertas. Le salía una voz baja, ahogada por la ira. «Pissop fool, you gughe!»

Oya se deslizó sobre la hierba, tenía el vestido embarrado, su rostro expresaba odio, ira. De un salto se lanzó sobre Fintan y le dio tal mordisco en la mano que le hizo aullar de dolor. Luego salió disparada hacia lo alto de la colina.

Fintan fue a lavarse la mano al río. Los dientes de Oya le dejaron una profunda marca, en semicírculo. El agua del río resplandecía con un brillo metálico, un velo blanco nublaba las copas de los árboles. Cuando se volvió, Bony había desaparecido.

Fintan regresó corriendo hasta Ibusun. Maou lo aguardaba en la veranda. Estaba lívida, con visibles ojeras.

«¿Qué te pasa, Maou?»

«¿Dónde estabas?»

«Abajo, en el río.»

Procuraba ocultar la herida de la mano. No quería de ninguna manera que ella se la viera, le daba vergüenza. Sería un secreto. Bony no vendría jamás a Ibusun.

«No te veo nunca, estás fuera todo el tiempo. Sabes que tu padre no quiere que estés con ese muchacho, ese tal Bony.»

Maou conocía a Bony. Lo había visto en el malecón ayudando a su padre a descargar el pescado. A Elijan no le caía bien. Era un extranjero, pues venía de la costa, de Degema, de Victoria.

Fintan se metía en su habitación, cogía el famoso cuaderno escolar, escribía UN LARGO VIAJE. Ahora la reina negra se llamaba Oya, la que gobernaba la gran ciudad a orillas del río adonde llegaba Esther. Por ella escribía él en pidgin, inventaba una lengua. Hablaba con signos.

Maou encendía la lámpara de petróleo en la terraza. Miraba la noche. Le gustaba la irrupción de la tormenta, era una liberación. Aguardaba el ruido del V 8 que subía el repecho hacia Ibusun. Fintan se acercaba hasta ella, con sigilo. Igual que al día siguiente de su llegada a Onitsha. Estaban a solas en plena noche. Se estrechaban con fuerza, con los ojos cuajados de relámpagos, contando lentamente los segundos.


Sabine Rodes moraba en una especie de castillo de madera y chapa pintado de blanco, en la otra punta de la ciudad, por encima del viejo embarcadero, donde se hallaba la playa de limo que elegían los pescadores para varar sus canoas. La primera vez que Fintan entró en su casa fue con Maou, poco después de que llegaran. Geoffroy iba a visitarlo casi a diario por aquella época, para consultar libros, mapas relacionados con sus pesquisas. Sabine Rodes disponía de una biblioteca muy bien provista de libros de arqueología y antropología de África Occidental, y de una colección de objetos y máscaras de Benin, del Níger e incluso de los baulé de Costa de Marfil.

Maou se alegró mucho en un principio de conocer a Rodes. Lo veía un poco como ella, al margen de la sociedad respetable de Onitsha. De pronto, sin venir a cuento, pasó a odiarlo con saña, sin que Fintan pudiese adivinar el porqué. Dejó de acompañar a Geoffroy cuando éste iba a visitarlo y hasta prohibió a Fintan que volviera a poner los pies en aquella casa, sin dar explicaciones, con la voz breve y definitiva que empleaba cuando alguien le resultaba desagradable.

Geoffroy continuó yendo a la casa blanqueada, a la entrada de la ciudad. Sabine Rodes tenía demasiado encanto para dejar de verlo así como así. Fintan se llegaba también hasta la casona, a escondidas de Maou. Llamaba al portalón, entraba al jardín. Allí volvió a ver a Oya.

Sabine Rodes vivía solo en la casa, un antiguo edificio de las aduanas, de la época de los «consulados del río». Un día pidió a Fintan que entrara. Le enseñó las señales de las balas todavía incrustadas en la madera de la fachada, un recuerdo del tiempo de Njawhaw, los «Destructores». Fintan siguió a Sabine Rodes con el corazón palpitante. La casona crujía como el casco de un buque. Las termitas carcomían el maderamen, remendado con placas de cinc. Entraron en una inmensa habitación con las persianas bajadas, las paredes de madera pintadas de color crema, con una franja color chocolate en su base. En medio de la penumbra, Fintan columbró una barbaridad de objetos extraordinarios, oscuras pieles de leopardo de la selva colgadas en las paredes y rodeadas de cuero trenzado, tablas talladas, tronos, escabeles, estatuas baúles de ojos rasgados, escudos bantúes, máscaras fang, piedras preciosas con perlas engastadas, telas. Un escabel de ébano estaba decorado con desnudos de hombres y mujeres, otro ofrecía motivos de órganos sexuales masculinos y femeninos, en orden alternativo, esculpidos en relieve; todo impregnado de un olor extraño a cuero de Rusia, incienso, madera de sándalo.

«Aquí jamás entra nadie, dijo Sabine. Salvo de vez en cuando tu padre, a ver sus dioses de Egipto. Y Okawho.» Okawho era el criado negro de Rodes, un silencioso joven que se desplazaba descalzo sin delatar su presencia. Fintan no salía de su asombro al verle la cara, exacta a las máscaras de la gran habitación a oscuras: una cara alargada de frente abombada y ojos oblicuos. Unas marcas violetas le sajaban las mejillas y la frente. Tenía brazos y piernas interminables, y manos de afilados dedos. «Es mi hijo, dijo Rodes. Todo lo que hay aquí le pertenece.»

Cuando Fintan pasó a su altura, el joven se echó a un lado, se desvaneció como una sombra. La esclerótica de sus ojos brillaba en la ocuridad, él se confundía con las estatuas.

Sabine Rodes era el hombre más extraño que Fintan había visto en su vida. Y sin duda el hombre más detestado por la pequeña comunidad europea de Onitsha. Corrían sobre él toda clase de leyendas. Se decía que fue actor en la compañía de Old Vic de Bristol, que se enroló en el ejército. Contaban que trabajó de espía, y que aún mantenía relaciones en la Secretaría de Defensa. A los cuarenta y dos años era un hombre enjuto, de maneras adolescentes, pero pelo ya gris. Tenía un bello rostro bien proporcionado, ojos azul gris de mirada penetrante, dos arrugas señaladas en las comisuras de la boca que le daban una expresión de ironía y júbilo, siendo como era incapaz de reír.

No tenía nada en común con los demás ingleses, y probablemente esto explicaba la fascinación de Geoffroy. Se mostraba generoso, burlón, entusiasta, y también colérico, cínico, mentiroso. Se decía que había gastado varias novatadas de consideración, llegando hasta convencer al residente y al D.O. de la visita del Príncipe de Gales, de incógnito, a bordo de un vapor que arribaría por el Níger. Bebía whisky y vino que encargaba en Francia gracias a Geoffroy. Leía mucho, teatro francés, e incluso a poetas alemanes. Rehusaba vestir a la moda de los pequeños funcionarios de la colonia. Se mofaba de sus pantalones cortos demasiado largos, sus medias de lana, de sus cascos Cawnpore y sus impecables paraguas negros. Él no llevaba más que viejos pantalones de tela ajados y agujereados, una camisa Lacoste y sandalias de cuero, y cuando se quedaba en casa, se ponía una larga túnica azul cielo a la manera de los hausas de Kano.

Dominaba la mayoría de las lenguas del río, sabía peule y árabe. Su francés no tenía acento. Cuando hablaba con Maou le encantaba citar versos de Manzoni y Alfieri, como si supiera que eran los preferidos de ella. Había viajado hasta el último rincón del África Occidental, hasta la parte alta del río, hasta Tombuctú. Pero no hablaba de ello. Lo que le gustaba era escuchar música en su gramófono e ir a pescar al río con Okawho.

Maou no soportaba que Fintan frecuentara la casa de Sabine Rodes. Intentó advertírselo a Geoffroy, pero éste no la escuchaba. Un día, Fintan oyó una rara conversación. Maou se dirigía a Geoffroy en su cuarto, su voz era aguda, inquieta, con aquel acento italiano que de pronto se volvía más acusado. Se refería a un peligro, decía cosas medio incomprensibles en relación a Okawho y Oya, decía que él quería convertirlos en sus esclavos. Llegó incluso a exclamar: «Ese hombre es el diablo», lo que desató las risas en Geoffroy.

Tras esta discusión, Geoffroy habló con Fintan. Llevaba prisa, tenía una cita en el Wharf. Le dijo, no hay que pasarse más por casa de Rodes. Añadió, Rodes no es un nombre muy decente, no es un nombre como el nuestro. ¿Entiendes? Fintan no entendió nada.

Lo que era estupendo era colocarse a proa en la canoa, cuando Sabine Rodes iba por el río. Él se sentaba en una sillita de madera en medio de la canoa, y Okawho manejaba el motor fuera borda, un Evinrude de cuarenta caballos que levantaba un ruido como de avión. En la parte delantera de la canoa se iba más deprisa que el ruido, y Fintan no captaba más que el sonido del viento en sus oídos y la fricción del agua con la proa. Rodes pidió a Fintan que estuviese atento a los troncos. Sentado delante, con los pies rozando las ondas, Fintan se tomaba en serio su cometido. Iba señalando todos los escollos moviendo el brazo a derecha e izquierda. Cuando se acercaba un tronco bajo el agua, hacía un gesto con la mano para que Okawho elevara el eje del motor.

El río, más abajo, se hacía tan vasto como el mar. Al acercarse la canoa, las zaidas levantaban vuelo a ras de la metálica y sombría agua e iban a posarse algo más allá, donde los cañaverales. Se cruzaban con otras canoas, cargadas de ñames, llantén, tan repletas que parecían a punto de irse a pique, y que los hombres achicaban sin descanso. Haciendo presión con sus largas pértigas, los barqueros desplazaban sus embarcaciones bien ceñidos a ambas orillas, donde la corriente era más lenta. Otras canoas motoras avanzaban por el centro del río, con la popa hundida por el peso del motor, envueltas en un estrépito que retumbaba como los truenos. Cuando pasaba la canoa de Sabine Rodes, los prácticos hacían señas. Pero los que perchaban no se inmutaban, impasibles. En el río no se hablaba. Bastaba con deslizarse entre el agua y el deslumbrador reflejo del sol.

La canoa se internó luego por un angosto afluente casi cegado por la vegetación. Okawho desconectó el motor y, de pie al borde de la canoa, se puso a hacer fuerza con la pértiga. Se le veía enjuto y arqueado, su rostro cosido a cicatrices brillaba al sol.

La canoa avanzaba con lentitud entre los árboles. La selva prensaba el agua como una muralla. El silencio aceleraba los latidos del corazón de Fintan, como cuando se penetra en el interior de una gruta. Se notaba un soplo de aire frío que venía de la espesura, olores agudos, acres. Allí es donde iba a pescar Sabine Rodes con arpón, o en ocasiones a cazar cocodrilos, serpientes grandes.

Al girarse a medias, Fintan vio a Rodes de pie en la canoa, justo a su lado, empuñando su fusil lanzaarpones. Se leía una extraña expresión en su rostro, alegría, o ferocidad tal vez. Ya no le acompañaba su habitual expresión de ironía, ni ese tono ausente de aburrimiento que afectaba cuando hablaba con los ingleses de Onitsha. Su mirada azul gris brillaba con dureza.

«¡Mira!» Musitó mientras señalaba a Fintan un paso entre las ramas. La canoa avanzaba con lentitud, Okawho se encorvaba para pasar bajo la bóveda vegetal. Fintan miraba con horrorizada fascinación el agua opaca. No sabía qué mirar. En el interior del agua se deslizaban oscuras formas, había remolinos. En la profundidad del agua habitaban los monstruos. El sol abrasaba a través de la frondosidad de los árboles.

Sabine decidió dar marcha atrás. Apoyó el fusil en el fondo de la canoa. Ya iba remitiendo la claridad del día. Había vuelto el monzón. Se aglomeraban en el cielo negros nubarrones, río abajo, por la parte del mar. De improviso rugió el trueno, el viento rompió a soplar. En el momento en que la canoa ingresaba en el río, a la altura de la isla de Jersey, se abatió la tormenta sobre ellos. Era una cortina gris que avanzaba por el río, aniquilando el paisaje a su paso. Los relámpagos dibujaban sus latigazos en las nubes que tenían encima. El viento era tan violento que arrancaba olas en la superficie del río. Sabine Rodes gritaba en ibo: «Ozoo! Je kanyi la!» De pie en la popa, Okawho manejaba el motor con una sola mano esforzándose por no perder de vista los troncos a la deriva. Fintan se acurrucó en medio de la canoa, arropado con un impermeable que le dio Rodes. Era demasiado tarde para llegar al embarcadero de Onitsha. En la penumbra, al volverse, Fintan vio brillar las luces del Wharf, muy a lo lejos, perdidas en la líquida inmensidad. La canoa iba contracorriente hacia la isla de Jersey. Sabine Rodes achicaba el agua con una calabaza.

La lluvia no les cayó encima enseguida. Se abrió, formando dos brazos que rodeaban la isla. Okawho aprovechó la circunstancia para enfilar el arenal con la canoa, y Sabine Rodes arrastró a Fintan corriendo hasta un chamizo de hojas. Por fin descargó la lluvia, con tal violencia que segaba las hojas de los árboles. El viento empujaba con su soplo una bruma de agua que penetraba en la choza, impedía respirar. Era como si no quedara ni tierra ni río, sino sólo esa nube por doquier, ese polvo frío que se metía en el cuerpo.

Duró mucho. Fintan se agazapó junto a la pared de la choza. Estaba helado. Sabine Rodes se sentó a su lado. Se despojó de la camisa para abrigarlo. Sus gestos eran muy delicados, paternales. Fintan experimentaba una gran calma interior.

Sabine Rodes hablaba casi bajito. Pronunciaba palabras al azar. Estaban solos. Por la abertura de la choza el río parecía sin límites. Daba la impresión de estar en una isla desierta, en medio de los océanos.

«Tú me comprendes, tú sabes quién soy. No te ciega el odio de los otros, tienes claro quién soy.»

Fintan lo miró. Se mostraba perdido, una especie de vaho le cubría la mirada, una turbación que Fintan no entendía. Fintan pensó que nunca sería capaz de odiarlo, ni aunque fuera lo que decía Maou, ni aunque fuera el mismo diablo.

«Todos se marchan, cambian. No cambies, pikni, no cambies jamás, ni aunque se derrumbe todo a tu alrededor.»

De sopetón, igual que vino, cesó la lluvia. El sol salió de nuevo, una cálida y dorada luz crepuscular. Al echar a andar por el arenal, Fintan y Sabine Rodes vieron desaparecer la nube gris río abajo. Brokkedon emergió del río, con el pecio encallado en su popa igual que un animal enorme atascado en el lodo.

«Mira, pikni. Es el George Shotton, mi barco.» «¿Es suyo de verdad?», preguntó Fintan con ingenuidad. «Mío, de Oya, de Okawho, ¿qué importancia tiene?» Fintan estaba helado. Temblaba tanto que le fallaban las piernas. Sabine Rodes se lo echó a cuestas y lo llevó hasta la canoa. De pie, con el cuerpo cubierto de gotas de lluvia, Okawho esperaba en la canoa. Su rostro expresaba un gozo salvaje. Sabine Rodes dejó a Fintan, siempre arropado con su vieja camisa, en el sillón de madera.

Je kanyi la! La proa de la canoa apuntaba hacia el embarcadero de Onitsha. El estrave rompía las olas y el rugido de avión del fuera borda llenaba toda la extensión visible del río, de una ribera a otra.


Siempre hacia el atardecer se daba un momento de paz, un momento de vacío. Fintan estaba en el embarcadero de los pescadores, esperaba. Sabía que Bony había subido ya en dirección a la polvorienta pista por donde debían pasar los forzados encadenados.

El agua del río corría despacio, haciendo una especie de nudos, remolinos, leves ruidos de succión. Sabine Rodes decía que era el río más grande del mundo porque llevaba en sus aguas toda la historia de los hombres, desde el comienzo. Y en el despacho de Geoffroy, Fintan había visto un plano de gran tamaño prendido en la pared, un mapa que representaba el Nilo y el Níger. En la parte alta del mapa se leía PTOLEMAIS, y todo lo llenaban nombres raros, AMÓN, Lago Liconedes, Garamantiké, Pharax, Melanogaituloi, Geira, Nigeira Metrópolis. Entre los ríos se veía señalada con lápiz rojo la ruta que siguió, cuando partió en busca de un nuevo mundo con todo su pueblo, la reina de Meroe.

Fintan miraba la ribera opuesta, tan alejada bajo aquella mortecina luz que parecía irreal, como la costa africana no hacía mucho vista desde la cubierta del Surabaya. Las islas estaban suspendidas sobre el agua reluciente. Jersey, Brokkedon y los bancos de tierra sin nombre donde quedaban retenidos los troncos. En la punta de Brokkedon estaba el pecio del George Shotton encenagado en la arena, cubierto de árboles; recordaba la osamenta de un hirsuto gigante. Sabine Rodes prometió a Fintan llevarlo hasta el pecio, pero a condición de no hablarlo con nadie.

Así pues, Fintan se acercaba a ver el río, aguardaba la llegada de las canoas. Había algo terrible y tranquilizador al mismo tiempo en el movimiento del agua que bajaba, algo que aceleraba las palpitaciones del corazón, que abrasaba entre los ojos. Por la noche, cuando no lograba conciliar el sueño, Fintan volvía a echar mano del viejo cuaderno escolar, y continuaba la historia, UN LARGO VIAJE, el barco de Esther remontaba el río, era del tamaño de una ciudad flotante, albergaba a bordo a todo el pueblo de Meroe. Esther era reina, se dirigían con ella a esa tierra cuyo precioso nombre había leído Fintan en el mapa prendido en la pared: GAO.

En la polvorienta carretera aguardaba Bony. Todas las tardes a las seis, cuando el sol se ponía al otro lado del río, los forzados abandonaban el terreno del D.O. Simpson y regresaban a presidio, en la ciudad. Medio escondido tras la empalizada que rodeaba el terreno, Bony acechaba su llegada. En la polvorienta carretera se daba cita más gente, mujeres sobre todo, niños. Traían comida, cigarrillos. Era la única oportunidad de entregarles paquetes, cartas, o de llamarlos, decir sus nombres sin más.

Al principio se oía el ruido de la cadena que avanzaba a trompicones, luego la voz de los policías que marcaban el paso: «…One!…One!» Si un forzado lo equivocaba, el peso de la cadena le arrollaba la pierna izquierda y lo derribaba.

Fintan acababa de juntarse con Bony al borde de la carretera en el instante en que llegó el grupo. Uno tras otro, los andrajosos presos apuraban el paso, con el pico o la pala al hombro. Les brillaba la cara de sudor, tenían el cuerpo cubierto de polvo rojo.

A ambos lados de la formación, policías con uniforme caqui, negros zapatones y el casco Cawnpore calado llevaban, fusil al hombro, el mismo paso que los forzados. Las mujeres llamaban a los presos desde el borde de la carretera, corrían con la intención de darles lo que les habían traído, pero los policías las obligaban a retroceder a culatazos: «Go away! Pissop fool!»

En medio de la formación se apreciaba a un hombre alto y enjuto, con el rostro estragado de cansancio. Al pasar detuvo su mirada en Bony, luego en Fintan. Era una insólita mirada, vacía y al tiempo cargada de sentido. Bony dijo nada más «Ogbo», pues era su tío. La formación desfiló ante ellos marcando bien el paso, descendiendo por la polvorienta carretera hacia la ciudad. La luz del sol poniente realzaba las copas de los árboles, daba brillo a la sudorosa piel de los forzados. Parecía que la raedura de la larga cadena arrancara algo de la tierra. La formación se internó por fin en la ciudad, seguida por la retahíla de mujeres que insistían en sus invocaciones a los presos. Bony se volvió hacia el río. No pronunciaba palabra. Fintan lo acompañó hasta el embarcadero, por ver el lento movimiento del agua. No quería regresar a Ibusun. Quería partir, embarcar en una canoa y dejarse llevar en cualquier dirección, como si ya no existiera la tierra.


Maou mantenía los ojos abiertos en plena noche. Escuchaba los ruidos nocturnos, los crujidos del maderamen, el viento que barría el polvo en el tejado de chapa. El viento venía del desierto, quemaba la cara. El interior de la habitación era rojo. Maou corrió el tul de la mosquitera. La lámpara Punkah iluminaba la pared de tablas formando un halo en torno al cual se agolpaban los lagartos grises. Por instantes crecía el chirrido de las langostas, volvía a caer. Luego estaba el pasito furtivo de Mollie, de caza, y, cada atardecer, los maullidos de los gatos salvajes que se desgañitaban de amor por ella en los tejados de chapa.

Geoffroy no estaba. ¿Qué hora sería? Se quedó dormida sin cenar leyendo un libro, The Witch de Joyce Cary. Fintan no había vuelto todavía. Lo estuvo esperando en la veranda hasta que decidió irse a la cama. Tenía fiebre.

De repente se estremeció. Oía el redoble de los tambores, muy lejanos, al otro lado del río, como una respiración. Este era el ruido que la despertó, sin darse cuenta, como un escalofrío en la piel.

Quería ver la hora, pero había dejado su reloj de pulsera en la mesita, junto a la lamparilla. El libro estaba en el suelo. Ya no recordaba qué decía. Recordaba que se le cerraban los párpados a pesar suyo, que se le cruzaban las líneas. Tenía que releer varias veces la misma frase, y cada vez parecía otra.

Ahora estaba desvelada por completo. A la luz de la lámpara podía distinguir cada detalle, cada sombra, cada objeto, en la mesa, el baúl, las tablas de la pared, la tela del cielo tocada por la herrumbre. No lograba apartar la vista de esas manchas, esas sombras, como si tratara de descifrar un enigma.

El lejano redoble cesaba, se reanudaba. Una respiración. También esto quería decir algo, pero ¿qué? Maou no acertaba a entender. No podía pensar en nada, de no ser en la soledad, la noche, el calor, el ruido de los insectos.

Sintió deseos de incorporarse, ir a beber. Ya no le interesaba la hora. Caminó descalza por la casa, hasta el filtro de loza, en la antecocina. Esperó a que el cortadillo de estaño se llenara. Bebió sin respirar el agua desabrida.

El redoble de los tambores enmudeció. Ni siquiera estaba muy segura de haberlo oído. Puede que se tratara tan sólo del rugido de la tormenta, en la lejanía, o del ruido de su propia sangre en las arterias. Andaba descalza, intentando adivinar en la penumbra la presencia de escorpiones o cucarachas. El corazón se le salía del pecho, un escalofrío le recorría la nuca, toda la espalda. Se dedicó a entrar en todos los cuartos de la casa. La habitación de Fintan estaba vacía. La mosquitera, en su sitio. Maou continuó hasta el despacho de Geoffroy. De un tiempo a esta parte, Geoffroy no pisaba en el despacho para poner al día sus registros. En la mesa había libros y papeles en desorden. Con una linterna, Maou alumbró la mesa. Para reprimir su inquietud, simulaba interesarse en los libros y los periódicos, ejemplares ajados del Ajrican Advertiser, del West Ajrican Star, un número del War Cry, la revista del Ejército de Salvación. Encima de una tabla sostenida por dos ladrillos había libros de derecho, el Anuario de los Puertos de Comercio del Oeste. Y otros libros encuadernados, estropeados por la humedad, que Geoffroy había comprado en Londres. Maou leía los nombres en voz alta: Talk boy de Margaret Mead, que Geoffroy le dio recién llegada para que leyera, y Black Byzantium de Siegfried Nadel. Varios libros de E. A. Wallis Budge, Osiris and the Egyptian resurrection, The Chapter of the Coming Forth y From Fetish to God. También algunas novelas que había empezado a leer, Mr Johnson, Sanders of the River, de Joyce Cary, Plain tales from the Hills de Rudyard Kipling, y relatos de viaje, Percy Amaury Talbot, C. K. Meek, y Loose Among the Devils de Sinclair Gordon.

Salió a la veranda y la sorprendió la suavidad de la noche. La luna llena alumbraba con fuerza. A través de la enramada podía ver en la lejanía el gran río, resplandeciente como el mar.

Por eso se estremecía, por esta noche tan hermosa, esta luz de luna azul plata, este silencio que ascendía de la tierra y se confundía con los latidos de su corazón. Sentía deseos de hablar, de llamar a alguien:

«¡Fintan! ¿Dónde estás?»

Pero se le hacía un nudo en la garganta. No podía romper el silencio.

Se introdujo de nuevo en la casa, cerró la puerta. En el despacho de Geoffroy, encendió la lámpara y al instante vio achicharrarse a las mariposas y a las hormigas voladoras en la lumbre crepitando. En el salón, prendió otras lámparas. Los sillones africanos de madera roja resultaban aterradores. El vacío lo llenaba todo, la mesa grande, las estanterías acristaladas que albergaban los vasos y los platos esmaltados.

«¡Fintan! ¿Dónde estás?» Maou daba vueltas por las habitaciones, encendía las lámparas una tras otra. Ahora estaba iluminada toda la casa, como dispuesta para una fiesta. Las lámparas calentaban el aire, desprendían un irrespirable olor a petróleo. Maou se sentó en el suelo, en la veranda, con una lámpara a mano. El aire fresco provocaba la oscilación de la llama. Desde el fondo de la noche se precipitaban los insectos, se estrellaban contra las paredes, su vorágine alrededor de las llamas sugería la locura. En la piel Maou sentía pegada su camisa de algodón, y el frío cosquilleo de las gotas de sudor en las costillas, en las axilas.

De repente, echó a andar. Lo más rápido que pudo, pateando con los pies desnudos el camino de laterita que bajaba hacia la ciudad. Corría en dirección al río, por la carretera que alumbraba la luz lunar. Oía el ruido de su corazón, o tal vez el redoble de los tambores ocultos al otro lado del río. El viento le pegaba la camisa a vientre y pecho, sentía bajo sus plantas la dura y fría tierra, esa tierra que resonaba como una piel llena de vida.

Llegó a la ciudad. Las luces eléctricas refulgían frente a los edificios de las aduanas, en la zona del hospital. En el Wharf lucía una hilera de farolas. La gente se apartaba ante ella. Oía gritos, silbidos. Los perros aullaban a su paso. Algunas mujeres enfundadas en largos vestidos multicolores, sentadas en el umbral de las casas, daban rienda suelta a sus risas chillonas.

Maou avanzaba sin saber muy bien adónde. Vislumbró los cobertizos de la Compañía, pero aparte de las lámparas que iluminaban las puertas, todo estaba a oscuras y cerrado. Un tanto elevada, en medio de su jardín de recreo, que rodeaba una verja, la casa del residente Rally. Siguió caminando hasta la casa del D.O., hasta el Club. Allí se detuvo, y sin siquiera recobrar el aliento, se puso a golpear la puerta con los nudillos de los dedos y a llamar a voces. Justo en la trasera del Club se abría el boquete de la futura piscina lleno de un agua fangosa. A la claridad de aquella luz eléctrica se veían cosas flotando, se diría que cagajones, o ratas.

En el acto, antes incluso de que se abrieran las ventanas y la puerta y aparecieran, vaso en ristre, los miembros del Club con aquellos semblantes alelados que le hacían reír en medio mismo de las lágrimas, Maou sintió que le flaqueaban las piernas, como si alguien, un enano oculto, le hubiera echado la zancadilla. Se desplomó como un trapo, con las manos crispadas en el pecho y el aliento detenido en su interior, temblando de pies a cabeza.

«María Luisa, María Luisa…»

Se hallaba en brazos de Geoffroy, que la llevaba como a un niño, la trasladaba al coche. «Qué te pasa, estás enferma, dime algo.» Le salía la voz rara, un poco tomada. Olía a alcohol. Maou captaba otras voces, la endeble voz de Rally, el sarcástico acento de Gerald Simpson. Rally repetía: «Si puedo hacer algo…» En el coche, que rodaba por la carretera, perforando la noche con sus faros, Maou sintió que todo se desencajaba en ella. Acertó a decir: «Fintan no está en casa, estoy asustada…»

Recordó al mismo tiempo que no tenía que haber dicho eso, porque ahora Geoffroy pegaría con su vara a Fintan como cada vez que agarraba un enfado. Intentó arreglarlo: «Seguro que tenía calor y salió a dar una vuelta. Entiéndeme, estaba yo sola en esa casa.»

Ante la casa iluminada aguardaba Elijan. Geoffroy acompañó a Maou hasta su dormitorio, la acostó bajo la protección del mosquitero. «Duerme, María Luisa. Fintan ya volvió.» «¿Verdad que no vas a pegarle?», rogó Maou.

Geoffroy salió. Llegaron algunos gritos. Luego nada más. Geoffroy vino a sentarse al borde de la cama, con la parte superior del cuerpo dentro del mosquitero.

«Estaba en el embarcadero. Elijah lo trajo de vuelta a casa.»

Maou sentía ganas de reír, y los ojos bañados en lágrimas. Geoffroy salió a apagar todas las luces, una a una. Al cabo volvió para acostarse. Maou estaba helada. Se abrazó a Geoffroy.


Quería revivir las palabras de Geoffroy, todo lo que él le decía entonces, antes de la boda, tanto tiempo atrás… Aún quedaban lejos la guerra, el gueto de San Martín, la huida a través de las montañas, hasta Santa Anna. Todo era tan fresco aquellos años, tan inocente. En San Remo, en el cuartito de las persianas verdes, por la tarde, acariciados por el murmullo de las tórtolas, el resplandor del mar. Hacían el amor, prolongado y suave, luminoso como el ardor del sol. Entonces sobraban las palabras, algunas veces Geoffroy la despertaba a media noche para decirle cosas en inglés. Por ejemplo, «I am so fond of you, Marilu.» Se convirtió en su complicidad. Él le pedía que le hablara en italiano, que le contara algo, pero ella no se sabía más que las letrillas de Aurelia.

Ninna nanna ninna-o!

Questo bimbo a chi lo do?

Lo daro alia Befana

che lo tiene una settimana.

Lo daro all'uomo Nero

che lo tiene un mese intero!

Al atardecer iban a la tibia mar, tan llana como un lago, a bañarse entre las rocas que cubrían erizos violetas incrustados. Nadaban juntos, muy despacio, para ver la puesta de sol en las colinas que incendiaba los invernaderos. El mar se volvía celeste, impalpable, irreal. Un día él le dijo, pues partía hacia África: «Allí, la gente cree que un niño nace el día en que es creado, y pertenece a la tierra en que fue concebido.» Recordaba que se estremeció toda, porque ya sabía que esperaba un bebé desde el comienzo del verano. Pero no se lo dijo. No quería que se inquietara, renunciara a su viaje. Se casaron a finales de verano, y Geoffroy se embarcó de inmediato con destino a África. Fintan nació en marzo del 36 en una vetusta clínica del viejo Niza. Maou escribió entonces a Geoffroy una larga carta en que le ponía al corriente de todo, pero no recibió la contestación hasta tres meses después debido a las huelgas. Pasó el tiempo. Fintan era demasiado pequeño, Aurelia no les habría permitido de ninguna manera partir tan lejos, para tanto tiempo. Geoffroy regresó el verano de 1939. Tomaron el tren hasta San Remo, como si fuera todavía el mismo verano, el mismo cuarto de las persianas verdes cerradas a los fulgores del mar. Fintan dormía al lado de ellos, en su cuna. Soñaban con una vida distinta, en África. A Maou le hubiera gustado Canadá, la isla de Vancouver. Luego Geoffroy se fue de nuevo de viaje, días antes de la declaración de guerra. Era demasiado tarde, se acabaron las cartas. Cuando Italia declaró la guerra en junio del 40, no hubo más remedio que escapar en compañía de Aurelia y Rosa, esconderse en la montaña, en San Martín, procurarse documentación falsa, nombres falsos. Todo quedaba ahora tan lejos. Maou conservaba bien presentes en la memoria el sabor de las lágrimas, aquellas jornadas tan largas, tan solitarias.

El aliento de Geoffroy le abrasaba la nuca, podía sentir los latidos de su corazón. O acaso el redoble de los tambores en medio de la noche, en la otra ribera del río, pero ya no estaba asustada. «Te quiero.» Oía su voz, su respiración. «I am so fond of you, Marilu.» La estrechaba en sus brazos, ella sentía una onda que ascendía en su interior, como antes, cuando todo era nuevo. «No ha sucedido nada, no te he dejado sola ni un solo instante.» La onda crecía en su interior, atravesaba incluso el cuerpo de Geoffroy. El redoble, grave y continuo, se unió a la onda, los arrastraba consigo por el río, como el mar entonces en Italia; era un ruido que embriagaba, aplacaba, era el ruido de la tormenta que se desvanece en otra ribera.


Soplaba el harmatán. [5] El cálido viento había secado el cielo y la tierra, el barro del río aparecía surcado de arrugas, como la piel de un viejísimo animal. El río, azul celeste, ofrecía sus inmensas playas plagadas de aves. El vapor ya no lo remontaba hasta Onitsha, se detenía en Degema para desembarcar las mercancías. En la punta de la isla Brokkedon, el George Shotton descansaba en el lodo semejante en todo a la armazón de un mostruo marino.

Durante el día Geoffroy ya no iba al Wharf. Las oficinas de la United África eran auténticos hornos, debido a los techos de chapa. Sólo bajaba cuando caía la tarde, a recoger el correo, revisar los libros de cuentas, el movimiento de mercancías. Luego se llegaba al Club, pero cada vez aguantaba menos su atmósfera. El D.O. Simpson contaba, vaso en mano, sus sempiternas batallitas de caza. Después del incidente con Maou se mostraba insolente, sarcástico, odioso. Su piscina no avanzaba. La apuntalaron mal y uno de los laterales se derrumbó causando heridos entre los forzados. Geoffroy volvió a casa indignado: «¡Ese cerdo podría al menos haberles librado de la cadena para trabajar!»

Maou estaba al borde del llanto:

«No entiendo cómo puedes ir a visitarlo, ¡entrar en su casa!»

«Pienso comentárselo al residente, esto no puede seguir así.» Y se olvidaba del asunto, Se encerraba en su habitación, ante su escritorio, donde estaba prendido el gran mapa de Ptolomeo. Leía, tomaba notas, consultaba planos.

Una tarde, Fintan se hallaba en el umbral de la puerta. Miraba con timidez y Geoffroy lo llamó; parecía agitado, tenía revuelto el pelo gris, la coronilla se le apreciaba un tanto despoblada. Fintan trataba de pensar en él como en su padre. No era demasiado sencillo.

«Sabes, boy, creo que tengo la clave del problema.» Se expresaba con relativa vehemencia. Señalaba el mapa prendido en la pared. «Toda la explicación radica en Ptolomeo. El oasis de Júpiter Amón está demasiado al norte, imposible. La ruta es la de Kufra, a través de los montes etíopes, baja luego hacia el sur, a causa de Girgiri, hasta las marismas Quilónides, o incluso aún más al sur, hacia el territorio nubio. Los nubios eran aliados de los últimos ocupantes de Meroe. A partir de allí, siguiendo el curso subterráneo del río, de noche, por capilaridad, encontraban toda el agua que necesitaban para ellos y su ganado. Hasta que un día, años después, tuvieron que dar con el gran río, el nuevo Nilo.»

Hablaba andando arriba y abajo, colocándose y quitándose las gafas. Fintan estaba un poco asustado, y al mismo tiempo escuchaba las briznas de esta extraordinaria historia, los nombres de las montañas, de los pozos en el desierto.

«Meroe, la ciudad de la reina negra, la última representante de Osiris, la última descendiente de los faraones. Kemit, la nación negra. En el 350, el saqueo de Meroe por el rey Ezana de Aksum. Entró en la ciudad con sus tropas, mercenarios de origen nubio, y todas las gentes de Meroe, escribas, sabios, arquitectos, llevando consigo los rebaños y sus tesoros sagrados, partieron, se pusieron en marcha tras su reina en busca de un nuevo mundo…»

Hablaba como si se tratara de su propa historia, como si él hubiera llegado hasta allí, al término del viaje, a orillas del río Geir, a aquella misteriosa ciudad que se convirtió en la nueva Meroe, como si el río que corría frente a Onitsha fuese la vía hacia otra vertiente del mundo, hacia Hesperiu Keras, el Cuerno de Occidente, hacia Theón Ochema, el Carro de los Dioses, hacia los pueblos guardianes de la selva.

Fintan escuchaba esos nombres, escuchaba la voz de ese hombre que era su padre, sentía lágrimas en los ojos sin comprender por qué. Puede que se debiera al sonido de su voz, tan apagada, que no se dirigía a él sino que hablaba sola, o más bien, acaso, a lo que decía, ese sueño que venía de tan lejos, esos nombres de lengua desconocida que leía deprisa y corriendo en el mapa prendido en la pared, como si en un instante fuera a ser demasiado tarde, todo fuera a esfumarse: Garamantes, Thumelitha, Panagra, Tayama, y ese nombre escrito en rojo y mayúsculas, NIGEIRA METRÓPOLIS, en la confluencia de los ríos, en el confín del desierto y la selva, en ese punto en que el mundo empezó de nuevo. La ciudad de la reina negra.

Hacía calor. Las hormigas aladas revoloteaban en torno a las lámparas, los lagartos grises se aferraban a las manchas de luz, con su cabeza de ojos fijos en el centro de una aureola de mosquitos.

Fintan se mantuvo en el umbral. Miraba a ese hombre febril que iba y venía frente a su mapa, escuchaba su voz. Procuraba imaginarse aquella ciudad en el centro del río, aquella misteriosa ciudad donde se detuvo el tiempo. Pero lo que veía era Onitsha, inmóvil a orillas del río, con sus polvorientas calles y sus casas con el techo de chapa oxidado, sus embarcaderos, los edificios de la United África, el palacio de Sabine Rodes y el boquete abierto delante de la casa de Gerald Simpson. Puede que ahora sí fuera demasiado tarde.

«Vete, déjame solo.»

Geoffroy se sentó en su mesa atestada de papeles. Parecía cansado. Fintan retrocedió sin hacer ruido.

«Cierra la puerta.»

Qué modo de decir «la pue'ta»; por eso pensó Fintan que podría quererlo, pese a su mala idea, su severidad. Cerró la puerta soltando muy despacio el picaporte, como si temiera despertarlo. Y al instante sintió en la garganta un estrangulamiento, y en la vista unas lágrimas. Fue en busca de Maou a su habitación, se abrazó fuerte a ella. Tenía miedo de lo que pudiera avecinarse, prefería no haber llegado nunca hasta aquí, hasta Onitsha. «Háblame en tu lengua.» Ella le cantó una letrilla, igual que antes.


Las primeras líneas del tatuaje son el emblema del sol, o Itsi Ngweri, los hijos de Eri, el primero de los umundri, la descendencia del Edze Ndri. Moisés, que habla todas las lenguas de la bahía de Biafra, le dice a Geoffroy:

«Las gentes de Agbaja llaman Ogo a los signos tatuados en las mejillas de los hombres jóvenes, es decir, a las alas y la cola del halcón. Pero todos llaman a Dios Chuku, o sea el Sol.»

Habla del dios que envía la lluvia y las cosechas. Dice: «Está en todas partes, es el espíritu del cielo.»

Geoffroy escribe dicha sentencia, luego repite las palabras del Libro de los Muertos egipcio, cuando dice:


Yo soy el dios Shu, el que está en el ojo del padre.


Moisés habla del «chi», del alma, habla del Anyanu, el Señor Sol, a quien se ofrendaban sacrificios de sangre. Moisés dice: «Siendo yo todavía niño, las gentes de Awka recibían el nombre de Hijos del Sol, porque eran fieles a nuestro dios.»

Sigue diciendo: «Los jukun, a orillas del río Benue, llaman al sol Anu.»

Geoffroy se estremece al oír ese nombre, porque le vienen a la mente las palabras del Libro de los Muertos, y el nombre del rey de Heliópolis, Iunu, el Sol.

Es puro vértigo. La verdad abrasa, enajena. El mundo no es más que una sombra pasajera, un velo a través del cual aparecen los nombres más antiguos de la creación. Al norte, las gentes de Adamawa llaman al sol Anyara, el hijo de Ra. Los ibos del sur dicen Anyanu, el ojo de Anu, a quien la Biblia nombra On.

La palabra del Libro de los Muertos resuena con fuerza, sigue viva aquí, en Onitsha, a orillas del río:


La ciudad de Anu es como él, Osiris, un Dios.

Anu es como él, un dios. Anu es como es, Ra.

Anu es como es, Ra.

Su madre es Anu. Su padre es Anu, él es él mismo, Anu, nacido de Anu.


El saber es infinito. El río no ha cesado nunca de fluir entre esas mismas riberas. Su agua es la misma. Ahora Geoffroy la ve bajar, con sus propios ojos, la pesada agua cargada con la sangre de los hombres, el río destripador de tierra, devorador de selva.

Camina por el muelle frente a los edificios desiertos. El sol arranca destellos en la superficie del río. Busca a los hombres del rostro marcado con el signo de Itsi. Las canoas surcan la superficie de las aguas entre troncos a la deriva cuyas ramas sumergidas semejan bestiales brazos.

«En otro tiempo, dice Moisés, los jefes de tribu de Benin sentían celos del Oba, y decidieron vengarse en su hijo único, llamado Ginuwa. El Oba, como entendiera que tras su muerte los jefes de las tribus asesinarían a su hijo, ordenó fabricar una gran arca. En esta arca encerró a setenta y dos hijos e hijas de las familias de los jefes de las tribus y ordenó subir a su propio hijo al arca, provisto de alimento y una vara mágica. Luego ordenó que echaran el arca al agua, en la desembocadura, con el fin de que fuera a dar al mar. El arca se mantuvo a flote durante días, hasta quedar varada en una ciudad llamada Ugharegi, cerca de la ciudad de Sapele. Allí se abrió el arca, y Ginuwa puso pie a tierra en la ribera, en compañía de los setenta y dos niños y niñas.»

No hay más que una leyenda, un único río. Set, el enemigo, encierra a Osiris en un arca hecha a su imagen, con la ayuda de setenta y dos cómplices, y sella el arca con plomo fundido. Luego da orden de arrojar el arca al Nilo, para que la arrastre hasta la desembocadura, hasta el mar. Entonces Osiris se erige por encima de la muerte, se convierte en Dios.

Geoffroy mira el río hasta sentir vértigo. Al atardecer, cuando los umundri regresan en sus largas canoas, camina hacia ellos, repite el saludo ritual, algo similar a las palabras de una fórmula mágica, las palabras antiguas de Ginuwa:

«Ka ts'i so, ka ts'i so… Hasta que el sol salga de nuevo…»

Quiere recibir el chi, quiere ser igual que ellos, abrazar el saber eterno, abrazar el más antiguo camino del mundo. Abrazar el río y el cielo, abrazar a Anyanu, Inu, Igwe, abrazar al padre de Ale, a la tierra, al padre de Amodi Oha, el relámpago, ser un solo rostro que lleve marcado en la piel, con polvo de cobre, el signo de la eternidad: Ongwa, la luna, Anyanu, el sol, y abriéndose sobre las mejillas Odudu egbé, las plumas de las alas y la cola del halcón. Así:


Geoffroy recorre al revés la ruta infinita.

Ahora la ve a ella en un sueño, ella, la reina negra, la última reina de Meroe, alejándose de los escombros de la ciudad saqueada por los soldados de Aksum. Ella, rodeada por la turba que conforma su pueblo, los dignatarios y ministros, los hombres de ciencia, los arquitectos, pero también los campesinos y pescadores, herreros, músicos, tejedores, alfareros. Rodeada por un enjambre de niños que transporta los cestos de comida, guía los rebaños de cabras, las vacas de ojazos rasgados cuyos cuernos en forma de lira llevan el disco solar.

Ella está sola ante esta turba, es la única que conoce su destino. ¿Cuál es su nombre, el de esta última reina de Meroe, a quien los hombres del norte han arrojado de su reino y lanzado a la más grande aventura que haya visto la tierra?

Es a ella a quien él quiere ver ahora, a Candada, tal vez, como la reina negra de Meroe, tuerta y del vigor de un hombre, que mandaba las tropas contra César y conquistó la isla Elefantina. Estrabón la citaba así, pero su verdadero nombre era Amanirenas.

Cuatrocientos años después de ella, la joven reina sabe que nunca más volverá a ver el agua del gran río y que el sol no saldrá más sobre las tumbas de los antiguos reyes de Meroe: Kashta, Shabako, Shebitku, Taharqa, Anlamani, Karkamani. No habrá más libros donde escribir el nombre de las reinas, Bartare, Shanakdajete, Lajideamani… Su hijo se llamará quizá Sharkarer, como el rey que derrotó al ejército egipcio en Jebel Qeili.

Pero la que él ve no es una reina de boato, transportada en un palanquín bajo un palio de plumas, rodeada de sacerdotes y músicos. Es una mujer famélica, velada de blanco, con los pies desnudos en la arena del desierto, en medio de la horda hambrienta. El desgreñado cabello le cae sobre los hombros, la luz del sol le quema el rostro, los brazos, el pecho. Sigue llevando en la frente el círculo de oro de Osiris, Jenti Amenti, el Señor de Abydos, de Busiris, y la diadema en que se inscriben los signos del sol y de la luna, y las plumas de las alas del halcón. Alrededor del cuello, la cabeza de Maat, el padre de los dioses, el morueco de antenas de escarabajo que encierra a Anj, el perfil de la vida, y a Usr, la palabra de la fuerza, así:


Ya desde hace días marcha en compañía de su pueblo, abre la pista que conduce a donde el sol desaparece cada atardecer, Ateb, la entrada del túnel de la ribera oeste del celeste río. Marcha por el más terrible de los desiertos, con su pueblo, ese lugar donde sopla el viento ardiente, donde el horizonte no es sino un lago de fuego, ese lugar donde no habitan más que escorpiones y víboras, donde la fiebre y la muerte rondan de noche entre las tiendas, arrebatan la respiración a los viejos y a los niños.

Como ha llegado el día de la partida, la reina negra ha reunido a su pueblo en la plaza de Kasu, ante las humeantes ruinas de los templos incendiados por los guerreros de Himyar, por los soldados de Aksum, de Atbara. Los sumos sacerdotes del Dios, con la cabeza rapada y los pies desnudos en señal de luto, se han puesto en cuclillas en la plaza. Sostienen en sus manos emblemas del poder y la fuerza eterna del cielo, los espejos de bronce, los betilos. En un arca de madera se hallan a buen recaudo todos los libros, el libro de los muertos, el libro del aliento, el libro de la resurrección y del juicio. No ha rayado el alba, el cielo permanece más oscuro que la tierra.

Luego, cuando despunta el sol clareando la extensión del río, las playas donde están preparadas las balsas, resuena la oración por última vez en Meroe, y todos los hombres y todas las mujeres del pueblo se vuelven hacia el resplandeciente disco que surge de la tierra sostenido por el invisible Anj:

«¡Oh disco, señor de la tierra, forjador de los seres del cielo y de la tierra, forjador del mundo y las profundidades abisales, que incorporas a la existencia a hombres y mujeres, oh disco, vida y fuerza, beldad, nosotros te saludamos!»

La voz de los sumos sacerdotes ha dejado de resonar en el silencio de las ruinas. Se desata entonces el lento ruido de la partida, las mujeres que gritan para reunir los animales, los llantos de los niños, las llamadas de los hombres que empujan las balsas de cañas hacia el interior del río.

Por todas partes acechan los ejércitos de ios enemigos, dispuestos a saciar su sed de venganza con los últimos habitantes de Kasu, los hijos de Atón, los últimos sacerdotes del sol. Al sur y al este, los guerreros rojos, los soldados del rey Aganés, llegados desde los montes de Etiopía, de la lejana ciudad de Aksum.

Algunos hombres y mujeres de Meroe han partido ya hacia el sur, remontando el curso del río en busca de una nueva tierra. Se cuenta que han llegado hasta el punto en que el río se divide, un brazo hacia el sur, hacia los Montes de la Luna, un brazo hacia el este, y que han navegado por este brazo hasta un lugar llamado Aiwa. ¿Quién sabe que habrá sido de ellos?

Pero ahora ya es demasiado tarde. Los guerreros de Aksum han bloqueado la vía hacia el sur, los etíopes ocupan la ribera derecha. Entonces, una noche, la reina negra recibe una revelación. En un sueño han visto otra tierra, otro reino, tan lejano que ningún hombre podría alcanzarlo en vida, y que sólo sus hijos podrían llegar a ver. Un reino más allá del desierto y las montañas, un reino al lado mismo de las raíces del mundo, donde el sol termina su recorrido, en el emplazamiento en que se abre el túnel que atraviesa los abismos hasta los dominios del Tuat, bajo el universo de los hombres.

Todo lo ha visto con claridad, pues se trataba de un sueño que le enviaba Ra, el señor de la eterna vida. En ese otro mundo, al otro lado del desierto, un gran río semejante al Nilo discurre hacia el sur. En sus márgenes se extienden inmensas selvas pobladas de bestias feroces. Luego se abren paso las fértiles llanuras, las sabanas donde vagan las manadas de búfalos, los elefantes, los rinocerontes, donde rugen los leones. Allí coinciden playas, islas, innumerables afluentes, cañaverales habitados por aves y cocodrilos, y un río que parece un mar sin límites. En una isla en medio del río la reina ha visto su nuevo reino, la ciudad nueva en que se instalará su pueblo, los hijos de Atón, los últimos habitantes de Kasu, de Meroe. Esta ciudad, con sus templos, sus casas, sus animadas plazas, es lo que ha visto en la isla sin nombre del centro del río. Por eso ha decidido ponerse en marcha con el pueblo de Meroe.

Durante toda la noche han permanecido juntos ante las ruinas y las tumbas, vigilantes, dispuestos a librar la última batalla. Han recluido los rebaños en círculos de piedras. Los hombres han preparado las tiendas, los sacos de trigo, han preparado las armas y las herramientas. Los animales que no pueden llevarse han sido sacrificados, y durante la noche las mujeres han ahumado la carne. Todo está listo antes de acabada la noche. Los hombres han pegado fuego a sus propias moradas, de modo que todo quede reducido a cenizas y no pueda aprovechar a los enemigos. Nadie ha dormido esta noche.

Al alba, en la plaza de Kasu, han rezado y recibido la bendición de Atón, que inicia su navegación siguiendo el río del cielo. Las balsas de cañas van dejando la ribera, una a una, en silencio. Son tan numerosas que conforman una ruta movediza a través del río.

Durante nueve días las balsas se deslizan ceñidas a las riberas, en dirección poniente, hasta la gran curva donde el río aborda su descenso hacia el norte. Al pie de las escarpas se congrega el pueblo con el ganado y los víveres.

Al alba del décimo día, reciben la bendición del disco alado. Las mujeres se echan los cuévanos a hombros, los niños reúnen los rebaños, y emprenden la marcha por la ruta sin fin, hacia los montes de Manu, donde dicen que el sol se mete cada tarde.

Al abandonar la ribera del río, antes de internarse en las colinas pedregosas, la reina dirige hacia atrás una última mirada. Pero ya no tiene lágrimas en los ojos. Siente un gran vacío en lo más hondo, porque sabe que jamás verá de nuevo el río, y que su hija, y la hija de su hija tampoco lo verán más. Con lentitud, va elevándose en el cielo el disco alado. Su mirada sin desmayo ilumina el mundo. La reina se ha puesto en marcha, con los pies desnudos en la tierra quemada sigue a su silente pueblo por el invisible camino de su sueño.


«Mira, pikni. Te presento a George Shotton en persona.» La canoa de Sabine Rodes se acercaba al negro pecio revolcado en el cieno, en la punta de Brokkedon. La proa cortaba las olas del río. A popa estaba erguido Okawho, presionando con el pie el brazo del motor fuera borda, el rostro reluciente de cicatrices. A su lado estaba Oya. En el momento de embarcar apareció en el pontón, y Sabine Rodes le hizo una seña para que subiera a bordo. Ella mantenía la vista al frente, con indiferencia.

Pero el semblante de Sabine Rodes expresaba un extraño regocijo. Hablaba a voces, con teatralidad.

«George Shotton, pikni. Ahora no es más que un viejo armazón podrido, pero no siempre fue así. Era el casco más grande del río antes de la guerra. Era el orgullo del Imperio. Estaba blindado como un acorazado de guerra, con ruedas de alabes, remontaba el río hasta el norte, hasta Yola, Borgawa, Bussa, Gungawá.» Pronunciaba estos nombres con parsimonia, como si quisiera que Fintan los recordara siempre. El viento hacía ondear sus cabellos de blancos mechones, la luz le aclaraba las arrugas de la cara, aclaraba sus ojos azulísimos. Su mirada no reflejaba el menor rasgo de maldad en ese instante, sino mero entretenimiento.

El estrave de la canoa iba derecho al casco. El rugido del motor invadía todo el río, espantaba las garzas ocultas en los cañaverales. En lo alto del pecio, Fintan distinguía con nitidez los árboles que habían echado raíces en cubierta, en las escotillas.

«Mira, pikni, George Shotton era el barco más poderoso del Imperio en este río, con sus cañones ametralladores. ¡Imagina, imagínatelo remontando el río, y los salvajes bailando, los brujos con sus jujus para que este enorme animal regresara al lugar de donde venía, a las profundidades marinas!»

De pie en medio de la canoa, declamaba. Como el agua no daba para más, Okawho detuvo el motor. Estaban cerca de tocar fondo, se deslizaban entre los cañaverales, al abrigo del inmenso casco cubierto de conchas incrustadas.

«¡Mira, pikni! ¡En este casco los oficiales permanecían firmes cuando sir Frederick Lugard subía a bordo con su gran sombrero de plumas! Con él subían los reyes de Calabar, Owerri, Kabba, Onitsha, Ilorin, en compañía de sus mujeres, sus esclavos. Chukuani de Udi… Onuoorah de Nnawi… El Obi de Otólo, el viejo Nuosu ataviado con sus ropajes de piel de leopardo… Los señores de la guerra de Ohafia… Hasta los enviados del Obi de Benin, incluso Jaja, el viejo zorro Jaja de Opobo, que tanto tiempo plantó cara a los ingleses… Todos subieron al George Shotton a firmar los tratados de paz.»

La canoa avanzaba entre los cañaverales, un poco atravesada, aprovechando su inercia. Sólo se oía el fluir del agua, los chillidos de los zaidas en la lejanía, las olas levantando capas de fango de la orilla. Ante ellos estaba el negro pecio, ladeado, enorme muro herrumbroso al que se agarraban las hierbas. Quién sabe si para eliminar la inquietud, Sabine Rodes proseguía su perorata, briznas de frase, al tiempo que la canoa bordeaba el casco. «Mira, pikni, era el barco más hermoso del río, transportaba los víveres, las armas, los cañones Nordenfelt plantados en sus trípodes, y también a los oficiales, los médicos, los residentes. Fondeaba aquí mismo, en medio del río, y los botes cubrían los recorridos entre él y la orilla, desembarcaban las mercancías… Lo llamaban el Consulado del Río. Ahora, mira; le han crecido árboles…»

La proa de la canoa tropezaba aquí y allá haciendo que retumbara el inmenso casco vacío. El agua chapoteaba al estrellarse en las herrumbrosas chapas. Pululaban nubes de mosquitos. En lo alto del casco, donde antaño estuviera el castillo, habían crecido los árboles como en una isla.

Oya también estaba de pie, semejando una estatua de piedra negra. Tenía el vestido de las misiones pegado al cuerpo de tanto sudor. Fintan miraba su terso rostro, su boca desdeñosa, sus ojos estirados hacia las sienes. El crucifijo desprendía destellos en su pecho. Se le ocurría que ella era la princesa del antiguo reino, esa cuyo nombre perseguía Geoffroy, regresaba al río para contemplar de cerca la ruina de quienes derrotaron a su pueblo.

Por vez primera, Fintan sentía en el fondo de sí mismo el vínculo que unía a Okawho y Oya con el río. Y ello acentuaba el ímpetu de su corazón, entrañaba una aprensión, una impaciencia. Ya no tenía oídos para las palabras de Sabine Rodes. De pie en la proa de la canoa, miraba el agua, las cañas que se apartaban a su paso, la sombra del casco.

La canoa quedó inmovilizada junto al flanco mismo del pecio. En ese punto había una escalera metálica medio desencajada. Oya brincó la primera, seguida por Okawho, que amarró la canoa. Fintan se aferró a la batayola y se encaramó a la escalera.

Los peldaños metálicos flaqueaban bajo sus plantas, produciendo un extraño eco en el silencio del pecio. Oya se encontraba ya arriba, y corría por cubierta entre los zarzales. Parecía conocer el camino.

Fintan permaneció en cubierta agarrado a la batayola de la escalera. Okawho desapareció en el vientre del pecio. La cubierta era de tablas de madera, la mayoría partidas o podridas. Debido a la inclinación, Fintan tuvo que ponerse a cuatro patas para avanzar.

El pecio, inmenso, estaba vacío. A la vista aquí y allá los fragmentos de lo que en tiempos fue la toldilla, el castillo de proa y los troncos de los mástiles. El castillo de popa no era más que un revoltijo de chapas. Los crecidos árboles sobresalían por las ventanas.

Una escotilla abierta daba a los vestigios de una barroca escalera. Sabine Rodes se introdujo escalera abajo tras Oya y Okawho. Fintan descendió a su vez al interior del casco.

Inclinado hacia adelante, se esforzó por distinguir algo, pero estaba tan cegado como al penetrar en una gruta. La escalera descendía en espiral hasta una amplia sala que era pasto de las lianas y las ramas muertas. El ambiente era sofocante, un ensordecedor hervidero de insectos. Fintan mirabasin arriesgar el menor movimiento. Le pareció ver el destello metálico de una serpiente. Sintió escalofríos.

El ruido de su respiración inundaba la sala. Cerca de una ventana obstruida por donde se filtraba la claridad, Fintan distinguió un mamparo desmantelado, y el interior de un antiguo cuarto de baño presidido por una bañera verde turquesa. En la pared, un gran espejo oval alumbraba como una ventana. Entonces los vio, a Oya y Okawho, en el suelo del cuarto de baño. El ruido de sus hálitos, rápido, ahogado, anulaba el resto. Oya estaba echada y Okawho, que la sostenía, daba la impresión de hacerle daño. En la penumbra, Fintan vislumbró el semblante de Oya; exhibía una expresión extraña, una especie de vacío. Tenía nublada la vista.

Fintan se estremeció. Sabine Rodes también estaba allí, oculto en la oscuridad. Tenía la mirada clavada en la pareja, como si no pudiera apartarla, y sus labios murmuraban palabras incomprensibles. Fintan retrocedió, intentó localizar con la vista la escalera para salir de allí. El corazón le latía con brutalidad, estaba asustado.

De pronto se oyó un violento ruido, un estruendo. Al volverse, Fintan vio a Okawho de pie en la penumbra, desnudo, empuñando un arma. Enseguida comprendió que con un trozo de la cañería Okawho acababa de hacer añicos el espejo grande. Oya estaba a su lado, de pie, apoyada en la pared. Una sonrisa le iluminaba el rostro. Parecía una guerrera salvaje. Lanzó un grito gutural que resonó en el interior del casco. Sabine Rodes agarró a Fintan del brazo, lo obligó a retroceder.

«Ven, pikni. No la mires. Está loca.»

Volvieron escalera arriba. Okawho se quedó abajo, con ella. Después de unos minutos eternos subió por fin. Su rostro señalado de cicatrices era una verdadera máscara, no se podía leer nada en él. Parecía también un guerrero.

Una vez instalados en la canoa, Okawho soltó la amarra. Oya apareció en cubierta, entre los zarzales. La canoa iniciaba con lentitud su movimiento a lo largo del casco, como si fueran a partir de ella. Con vivacidad propia de un animal, Oya se dejó deslizar agarrada a las lianas y las asperezas, y saltó a la canoa en el momento en que Okawho tiraba de la cuerdecilla del arranque. El ruido del motor se adueñó de todo el río, resonó en el interior del casco vacío.

El agua borbollaba en torno a la hélice. La canoa se abrió paso entre las cañas. Al cabo de un instante se encontraban en medio del río. El agua salía despedida a ambos lados del estrave, el viento taponaba los oídos. En la proa de la canoa se encontraba Oya, de pie. Llevaba los brazos algo separados, las gotas que perlaban su cuerpo resplandecían, su rostro de diosa estaba un tanto vuelto de lado hacia las profundidades del río.

Llegaron a Onitsha con el crepúsculo.


Así pues, todo no es más que un sueño que sueña Geoffroy Allen, de noche, junto a Maou dormida. La ciudad es una balsa en el río por el que fluye la más antigua memoria del mundo. Esta es la ciudad que él, ahora, quiere ver. Se le ocurre que si pudiera llegar hasta ella algo se detendría en el inhumano movimiento, en el deslizamiento del mundo hacia la muerte. Como si la maquinación de los hombres pudiese trastocar su oscilación, y los restos de las civilizaciones perdidas salir de la tierra, brotar, con sus secretos y sus poderes, hacer realidad la luz eterna.

Ese movimiento, la lenta marcha del pueblo de Meroe hacia poniente, recorriendo año tras otro cada fisura de la tierra, en busca de agua, del ruido del viento en las palmeras, en busca del resplandeciente cuerpo del río.

Ahora la ve, a la vieja enjuta y vacilante que no puede apoyar más sus pies cianóticos en tierra y han de llevarla en parihuelas, protegerla del sol con un trozo de tela desgarrada que sostiene un niño en la punta de una vara, irrisorio estandarte.

Cubre sus ojos rasgados, sus ojos otrora tan hermosos, un blanco velo que le permite ver tan sólo la alternancia del día y de la noche. Por ello nunca da orden de partir la vieja reina hasta la hora en que el sol, tras franquear su cénit, emprende el descenso hacia la entrada del mundo de los muertos.

El pueblo sigue su invisible camino. A veces los sacerdotes entonan un canto de tristeza y muerte que ella ya no entiende, como si un muro la separara ahora de los vivos. La reina negra se inclina en su litera, mecida al ritmo de los hombros de sus guerreros. Frente a ella brilla, a través del velo de sus ojos, el lejano fulgor que jamás logra atrapar. Tras ella, en la tierra desierta, se extiende el rastro de los pies desnudos, el reguero de muerte y sufrimientos. Los huesos de los ancianos y los niños pequeños han quedado diseminados por esta tierra con, por toda sepultura, las anfractuosidades de las rocas, las hondonadas habitadas por las víboras. Al lado mismo de los pozos salobres, retazos de su pueblo han quedado enganchados como andrajos a las espinas de las acacias. Los que no podían, no querían perseverar. Los que ya no creían en el sueño. Y cada día, con el cenit, la voz de los sacerdotes resuena en el desierto, para anunciar al pueblo de Meroe que su reina ha reanudado la marcha hacia poniente.

Un día, sin embargo, ella ha convocado a los escribas y los adivinos. Ha dictado sus últimos designios. En un rollo de papel reseco han escrito por última vez su visión, esa ciudad de paz extendida sobre el río como una inmensa balsa. Eso mismo que ella ha guardado en su corazón al perder la vista, y que no puede aparecer con claridad salvo cuando la luz del sol poniente se posa en su rostro, abre su ruta resplandeciente. Ahora sabe que jamás alcanzará su sueño. El río se mantendrá desconocido. Ahora sabe que va a entrar en otro mundo, frío y descarnado, donde no sale el sol. A su hija Arsinoe ha transmitido su visión. A ella, todavía una niña, corresponde ser la nueva reina del pueblo de Meroe. En su frente de piedra negra, en el secreto de la tienda sagrada, los sacerdotes de Osiris han fijado el signo divino, el poderoso dibujo del disco alado. Luego le han practicado su escisión ritual, para que, en medio de su dolor, sea en todo momento la esposa del sol.

El pueblo de Meroe ha reanudado la marcha, y al presente, es la joven reina Arsinoe quien lo precede en la ruta. Igual que un río de huesos y carne, así corre el pueblo por la tierra roja, baja al fondo de las grietas, fluye por los valles desecados. El sol, inmenso y rojo, sale al este, una nube de arena cubre la tierra.

Igual que un río, el pueblo de Meroe se derrama frente al refugio de ramas y tela en que yace Amanirenas, envuelta en sombra, a las puertas del reino de la muerte. Ella no ha oído pasar a la muchedumbre, no ha oído los llantos de las mujeres, los gritos de los niños o los llamados de las bestias de carga. Sólo se ha quedado a velarla el viejo sacerdote, ciego como ella, el que fuera siempre su compañía. Se ha reservado un poco de agua y unos dátiles para sostener la espera hasta el tránsito. Amanirenas ya no oye sus plegarias. Siente que la última palpitación se le fuga del cuerpo y se propaga en el desierto. En una piedra oblicua, a la entrada de la choza, un escriba ha dibujado su nombre. Los guerreros han construid un muro de piedras en torno a la tumba,para que los chacales no puedan entrar. Han enganchado mágicas ínfulas en las espinas de las ramas. El río humano se ha dejado ir con lentitud hacia el oeste y de nuevo reina el silencio, mientras el sol traspasa el cenit e inicia su descenso hacia el horizonte. Amanirenas oye que su corazón aminora su pulso, ve el debilitamiento de la mancha de luz en el fondo de sus ojos, como un fuego que se apaga. Ya el viento le cubre la cara de polvo. El viejo sacerdote le cierra los ojos, coloca en sus manos los atributos del poder y entre sus tobillos la caja del libro de los muertos. Amanirenas ya no es más que un rastro, un montículo perdido en la desnuda inmensidad.

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