LEJOS DE ONITSHA

Bath Boy's Grammar School, otoño de 1968.


Fintan mira la clase de francés, y piensa que no ha olvidado sus nombres, todos aquellos nombres, Warren, Johnson, Lloyd, James, Strand, Harrison, Beckford, Metcalfe, Andrew, Dixon, Mall, Pembro, Calway, Putt, Tinsley, Temple, Watts, Robin, Gascoyne, Goddard, Graham Douglas, Stapilton, Albert Trillo, Say, Holmes, Le Grice, Somerville, Love. Cuando entró en el colegio, pensó que nada tendría importancia, que sería un trabajo como cualquier otro, meras caras, apariencias. El dormitorio de los internos es una gran sala fría con las ventanas enrejadas. A través de las ventanas se veía los árboles coloreados por el otoño. Nada ha cambiado. Ayer mismo, acababa de llegar, Geoffroy lo condujo hasta el colegio, le estrechó la mano y se marchó de nuevo. Entonces coexistían dos vidas. La que empezaba a vivir en el colegio, en la fría sala del dormitorio común, en las clases, con los otros muchachos, y la voz gangosa del señor Spinck que recitaba los versos de Horacio, o lente lente currite noctis equi. Y luego lo que veía cuando cerraba los ojos, en la penumbra, deslizándose por el río Omerun, o meciéndose en la hamaca de sisal escuchando el estrépito de las tormentas.

Hay que olvidar. En Bath nadie sabe nada de Onitsha, ni del río. Nadie quiere saber nada de los nombres que allá tenían tanta importancia. Cuando llegó al colegio Fintan hablaba pidgin por descuido. Decía, He don go nawnaw, he tok say, decía Di book bilong mi. Provocaba las risas de todos y el administrador general [9] creyó que lo hacía a propósito, para sembrar el desorden. Lo castigó a permanecer de pie contra la pared durante dos horas, con los brazos en cruz. No quedaba más remedio que olvidarlas también, esas palabras que se escapaban, que bullían en la boca.

Había que olvidar a Bony. En el colegio los muchachos eran más pueriles, y al mismo tiempo sabían mucho, eran resabiados y desconfiados, daban la impresión de ser mayores de lo que en realidad eran. Eran poco agraciados de cara, desvaídos. Cuchicheaban bajito en el dormitorio, hablaban del sexo de las mujeres como si nunca lo hubieran visto. Fintan recuerda cómo los contemplaba al principio, con una mezcla de temor y curiosidad. No era capaz de leer en sus miradas, no entendía qué querían. Era igual que un sordomudo cauteloso, siempre vigilante. Eso fue hace mucho. Ahora le toca estar en el bando de los profesores, pasante de francés y latín, para ganarse la vida. Jenny es enfermera en el hospital de Bristol. Todo el mundo dice que van a casarse. Puede que este invierno, por Navidad. Irán a la zona de Penzance, o a Tintagel, a ver el mar. Cuando estalló la guerra allí, en Biafra, Fintan deseaba partir de inmediato, tratar de entender. Se quedó por Jenny. De todas formas, ¿qué podía hacer él? El mundo que conoció está clausurado, ya es demasiado tarde. Los mercenarios se han puesto al servicio de las compañías de petróleo, la Gulf Oil, la British Petroleum; van a Calabar, Bonny, Enugu, Aba. Habría que haberse quedado en Onitsha, Omerun, no haberse ido nunca. No perder jamás de vista el solitario árbol que dominaba el herbazal, donde su amigo lo esperaba, donde empezaba la aventura.

Fintan se acostumbró. Ahora recuerda muy bien a los que era preciso evitar, a los que podían resultar peligrosos. Entre los primeros estaban James, Harrison, Watts, Robin. James era el cabecilla. Pegaban de a dos, Harrison te sujetaba, James daba los puñetazos. En el segundo grupo estaban Somerville, Albert Trillo, Love, Le Grice. Le Grice era un poco gordinflón, tranquilo. Pensaba dedicarse a la magistratura, como su padre. A los quince años daba la imagen de un hombre, con su traje, el chai, el cabello ya ralo, el bigotillo.

Love era diferente. Era un muchacho delgado y pálido, encorvado, de ojazos circundados de bistre y una expresión de desolada languidez. Los demás se mofaban de él, lo trataban como a una chica. Recién llegado al colegio, Fintan sintió por él una cierta simpatía tocada de compasión. Love hablaba de cosas que no tenían que ver con el sexo de las mujeres. Escribía poesía. Se la enseñó a Fintan: complicados versos en torno al amor y los remordimientos. Un poema, Fintan lo recuerda, se titulaba One thousandyears. Hablaba de un alma que vagaba por los pantanos. Fintan pensó en Oya, en su escondrijo en el río, en el pecio. Pero tampoco esto podía compartirlo con nadie.

Ahora Oya es una vieja, muy probablemente. Y el niño que nació en el río tal vez forma parte de esos adolescentes con el cráneo rapado, armados con simples palos a guisa de fusiles, que vio en Okigwi John Birch durante su misión en nombre del Save the Children Fund. Fintan escruta las fotografías, como si fuera a poder reconocer el rostro de Bony entre los soldados de Benjamin Adekunle, el «Escorpión negro», que se enfrentan a los Mig 17 y a los Iliuchín 18, y a los cañones de 105 mm en plena sabana, alrededor de Aba. Cuando estalló la guerra allí, tan lejos, fue por él por quien Fintan quiso partir, por encontrar a Okeke, ayudarlo y protegerlo, él, que vio nacer al hijo de Oya en el vientre del George Shotton, que fue como su hermano. ¿Dónde estará en este momento? Puede que yazca entre las hierbas, con un agujero en el costado, en la carretera de Aba, donde aguardan miles de criaturas famélicas, con el semblante paralizado por el sufrimiento, idénticas a minúsculos ancianos. Cuando Jenny mira las fotos en las revistas no puede reprimir las lágrimas. Es Fintan, precisamente, quien tiene que consolarla, como si él pudiera olvidar.

Ahora, sin saber por qué, el recuerdo de Love insiste en imponerse. Sus dulcísimos, luminosos ojos, su voz temblorosa cuando leía sus poemas. Era el último año del colegio. Love resultaba a duras penas soportable. Esperaba a Fintan a la salida de clase, buscaba refugio a su lado. Sabía engatusar con las palabras, era receloso, siempre con exigencias. Le escribía cartas.

Un día Fintan hizo algo imperdonable. Se unió al grupo que maltrataba a Love, que le daba bofetadas para hacerle llorar. Repelió al muchacho que se agarraba a sus faldones, vio aquella mirada tan tierna empañarse de lágrimas y apartó la suya. Después de aquello, cada vez que Love se le acercaba para hablarle, le respondía con crueldad, como en su día Bony en la carretera, tras la muerte de su hermano mayor: «Pissop gughe, fool!» Love dejó el colegio antes de terminar el año. Su madre fue a recogerlo. Era la primera vez que Fintan la veía. Era una hermosa joven, muy pálida, de precioso pelo oscuro, y los mismo ojos que Love, dulces y brillantes como el terciopelo. Miró a Fintan y él se sintió abochornado. Love presentó a Fintan a su madre: «Era mi único amigo aquí.» Era terrible. Había que ser duro, no olvidar en la vida lo ocurrido. La memoria del río y del cielo, los castillos de las termitas saltando al sol en mil pedazos, el gran herbazal y los barrancos que semejaban sangrientas heridas, todo ello ayudaba a no sucumbir a las trampas, a mantenerse brillante y duro, insensible, a la manera de las piedras negras de la sabana, al modo de los rostros marcados de los umundri.

«¿En qué piensas?» inquiere a veces Jenny. Su cuerpo es suave y cálido, con el aroma de su pelo cerca del cuello. Pero Fintan no puede olvidar la mirada de los niños famélicos, ni a los jovencitos que yacen entre las hierbas, por Owerri, Omerun, donde otrora corría él pisando descalzo la tierra endurecida. No puede olvidar la explosión que destruyó en un suspiro la columna de camiones que transportaba armas hacia Onitsha, el 25 de marzo de 1968. No puede olvidar a aquella mujer calcinada en un jeep, su mano crispada hacia el blanco cielo. No puede olvidar los nombres de los oleoductos, Ugheli Field, Nun River, Ignita, Apara, Afam, Korokovo. No puede olvidar ese terrible nombre: Kwashiorkor.


Había que ser duro, cuando Carpet, el major de la clase, te empujaba por los hombros contra la pared del cobertizo del patio, y te mandaba quitarte el pantalón para sacudirte con la vara. Fintan cerraba los ojos, pensaba en la columna de los forzados que atravesaba la ciudad, en el ruido de la cadena que les trababa los tobillos. Fintan no lloraba, no se lo permitía ni al recibir los bastonazos del major. Si acaso de noche, en el dormitorio común, mordiéndose los labios para que no lo oyeran. Pero no por los bastonazos. Era por el río Níger. Fintan lo oía correr a ras del patio del colegio, un ruido lento, profundo y dulce, y también el ruido ahogado de las tormentas que rodaban bajo las nubes, se acercaban. Al principio, recién llegado al colegio, Fintan se quedaba dormido pensando en el río, soñaba que navegaba en la larga canoa, Oya a proa, acurrucada, con la cabeza vuelta hacia las islas. Se despertaba palpitando, con las sábanas de la cama empapadas de un líquido caliente. El colmo del bochorno; tenía que ir con las sábanas al lavadero aguantando las rechiflas de los demás internos. Pero nunca le pegaron a cuenta de eso.

Había, pues, que refrenar los sueños, devolverlos al interior del cuerpo, dejar de escuchar el canto del río, no imaginar nunca más el fragor de las tormentas. En Bath, en invierno, no llueve. Nieva. Todavía hoy a Fintan lo sigue intimidando el frío. En el cuartillo de la buhardilla, en los suburbios de Bristol, el agua se hiela en las jarras. Jenny se aprieta a él para comunicarle su calor. Sus senos son suaves, su vientre, su voz susurra su nombre mientras duerme. Es muy posible que no haya nada más verdadero y hermoso en el mundo.

Para ir al colegio a dar clase, Fintan ha comprado una vieja moto. Hace tanto frío en la carretera que hay que meterse periódicos bajo la ropa. Pero a Fintan le encanta sentir la mordedura del viento. Es un cuchillo que trunca los recuerdos. Te deja desnudo como los árboles en invierno.

Fintan se acuerda de cuando se marchó Maou, el otoño de 1958. Cayó enferma en Londres, y Geoffroy se la llevó con Marima hacia el sur. Marima tenía diez años, se parecía mucho a Maou, tenía el mismo color de pelo entreverado de cobre, la misma obstinada frente, los mismos ojos capaces de reflejar la luz. Fintan la quería con locura. Le escribía casi a diario, y una vez a la semana enviaba las cartas en un único sobre grande. La ponía al corriente de todo; su vida, su amigo Le Grice, las perrerías que gastaban al señor Spinck, el major Carpet, que se las daba de jefecillo; la hacía partícipe de sus planes de fuga para reunirse con ella en el Midi.

Geoffroy se negó siempre a volver a Niza debido al recuerdo de la abuela Aurelia. Nunca tuvo familia, ni quiso tenerla. Puede que por culpa de tía Rosa, a quien detestaba. Tras la muerte de Aurelia, la solterona regresó a Italia, nadie sabía adónde, a la zona de Florencia, tal vez a Fiésole. Geoffroy compró una vieja casa cerca de Opio. Maou se volcó en la cría de pollos. Geoffroy encontró trabajo en un banco inglés, en Cannes. Quería que Fintan siguiera en Inglaterra hasta el final de sus estudios, interno en Bath. Marima por su parte ingresó en una escuela religiosa de Cannes. La separación era definitiva. Cuando concluyó en Bath, Fintan se trasladó a la Universidad de Bristol a estudiar derecho. Para ganarse la vida, aceptó este puesto de pasante de francés-latín en el colegio de Bath, donde los profesores conservaban curiosamente un buen recuerdo de su estancia allí.

Ahora todo es distinto. La guerra borra los recuerdos, devora los herbazales, los barrancos, las casas de las aldeas e incluso los nombres que tan bien conociera. Puede que al final no quede nada de Onitsha. Será como si todo ello no hubiera existido más que en sueños, tal la balsa que trasladaba al pueblo de Arsinoe hacia la nueva Meroe, por el río eterno.


Invierno de 1968


Marima, ¿qué más puedo decirte para hacerte entender cómo eran allí las cosas, en Onitsha? Ahora no queda ya nada de lo que conocí. Al final del verano las tropas federales entraron en Onitsha, tras un breve bombardeo de mortero que echó abajo las últimas casas aún en pie al borde del río. Desde Asaba, los soldados cruzaron el río en pontones, pasaron ante las ruinas del puente francés, ante las islas anegadas por la crecida. Allí mismo nació Okeke, el hijo de Oya y Okawho, hace ya veinte años. Los pontones atracaron en la otra orilla, donde se encontraba el embarcadero de los pescadores, junto a las ruinas del Wharf y los cobertizos despanzurrados de la United África. Onitsha se hallaba desierta, ardían las casas. Había perros famélicos y, en las alturas del terreno, mujeres, niños de aspecto perturbado. A lo lejos, en los herbazales, por los senderos empantanados, marchaban hacia el este, hacia Awka, Owerri, Aro Chuku, las columnas de refugiados. Puede que pasaran sin verlos frente a los mágicos castillos de las termitas, que son quienes mantienen a raya a las langostas. Puede que el ruido de sus pasos y sus voces despertara a la gran serpiente verde que se oculta entre las hierbas, pero nadie tenía en mente hablarle. Marima, ¿qué queda ahora de Ibusun, la casa en que naciste, los grandes árboles donde se encaramaban los buitres, los limeros enjaretados por las hormigas, y al fondo del llano, en el camino de Omerun, el mango bajo el que Bony se sentaba a esperarme?

¿Qué queda de la casa de Sabine Rodes, de la gran sala de las persianas echadas, las paredes adornadas con máscaras, donde se encerraba para olvidarse del mundo? En el dormitorio del internado soñé que él, Sabine Rodes, era mi verdadero padre, que era por él por lo que había viajado a África Maou, por eso por lo que lo odiaba con tanta fuerza. Incluso se lo dije un día, cuando supe que se iba a Francia contigo y con Geoffroy, se lo dije con mala intención, como si esa locura lo aclarara todo, y bien sabía que luego, para ambos, nada sería como antes. Ya no me acuerdo de lo que respondió, puede que se limitara a reír encogiéndose de hombros. Maou partió contigo y con Geoffroy hacia el sur de Francia, y comprendí que nunca vería de nuevo el río ni las islas, ni nada de lo que conocí en Onitsha.

Marima, cómo me gustaría que sintieras lo que siento. ¿Acaso para ti África es un mero nombre, una tierra como cualquier otra, un continente del que se habla en los periódicos y los libros, un lugar que se cita porque está en guerra? En Niza, en tu habitación de la ciudad universitaria con su nombre angelical, estás al margen, no hay nada que preserve el hilo. Cuando estalló la guerra civil, hace un año, y empezó a hablarse de Biafra, ni siquiera tenías muy claro dónde estaba, no acababas de entender que era la tierra donde has nacido.

No obstante, has tenido que sentir un escalofrío, un estremecimiento, como si algo muy antiguo y secreto se hiciera pedazos en tu interior. Puede que hayas recordado lo que un día te escribí, por tu cumpleaños, en una carta que te envié desde Inglaterra, que allí, en Onitsha, uno pertenece a la tierra en que fue concebido, y no a aquella que lo vio nacer. En tu habitación de la ciudad universitaria, desde donde se ve muy bien el mar, al mirar el tormentoso cielo, tal vez has pensado que se trataba de la misma lluvia que caía sobre las ruinas de Onitsha.

Me hubiera gustado decirte más, Marima. Me hubiera gustado ir allí, como Jacques Languillaume, que murió a los mandos del Superconstellation intentando franquear el bloqueo para llevar medicinas y víveres a los insurrectos, estar allí como el padre James en Ututu, tan cerca de Aro Chuku. Me hubiera gustado estar en Aba cercada, no en testigo, sino para tender la mano a los que caen, dar de beber a los moribundos. Me he quedado aquí, lejos de Onitsha. Puede que me haya faltado valor, puede que no haya sabido actuar, que de todos modos fuera demasiado tarde. Desde hace un año no he dejado de pensar en ello, no he cesado de ver en mi mente todo lo que iban arrancando y destruyendo. Los periódicos, las noticias de la BBC son lacónicos. Las bombas, las aldeas arrasadas, los niños que mueren de hambre en los campos de batalla se despachan en unas pocas líneas. En Umahia, Okigwi, Ikot Ekpene, las fotos de los niños fulminados por el hambre, sus caras hinchadas, sus ojos agrandados. La muerte tiene un nombre sonoro y aterrador, Kwashiorkor. Es el nombre que le han asignado los médicos. Antes de morir, a los niños les cambia el color del pelo, su piel reseca se cuartea igual que el pergamino. Por el control de algunos pozos de petróleo se han cerrado para ellos las puertas del mundo, las puertas de los ríos, las islas del mar, las riberas. Sólo les queda la selva, vacía y en silencio.

No he olvidado nada, Marima. Ahora mismo, desde tan lejos, aspiro el olor del pescado frito al borde del río, el olor del ñame y el fufú. Cierro los ojos y tengo en la boca el dulcísimo sabor de la sopa de cacahuete. Aspiro el lento aroma de las humaredas que se elevan al atardecer sobre el herbazal, oigo los gritos de los niños. ¿Es que todo ello ha de desaparecer para siempre?

Ni un solo instante he dejado de ver Ibusun, el herbazal, los techos de chapa que el sol recalienta, el río con las islas, Jersey, Brokkedon. Incluso lo que había olvidado ha vuelto a aflorar en el momento de la destrucción, como esa apresurada secuencia de imágenes que al parecer entrevén los ahogados en el momento de hundirse. A ti te lo doy, Marima, a ti que no has tenido el menor conocimiento de ello, a ti que naciste en esa tierra roja donde ahora corre la sangre, y que sé que no volveré a ver.


Primavera de 1969


El tren circula hacia el sur en la fría noche. Fintan tiene la extraña impresión de estar de vacaciones, como si viniera del corazón del invierno y, a la llegada, el alba fuera a ser cálida y húmeda, penetrada del ruido de los insectos y los olores de la tierra. En el último trayecto en moto entre Bath y Bristol, la carretera estaba obstruida por amontonamientos de nieve. En el parque del colegio, los desnudos árboles estaban rígidos por el hielo. Hacía tanto frío que, pese a los periódicos que llevaba doblados bajo la ropa, Fintan tenía la sensación de que el viento le perforaba el pecho. Pero el cielo estaba azul. La naturaleza se mostraba muy hermosa, muy pura y hermosa.

Todo se decidió con gran celeridad. Fintan llamó por teléfono, dijo a Maou maquinalmente, como siempre: «Hola, ¿qué tal?» Maou tenía una voz muy rara, ahogada. Ella, que no quería nunca dramatizar lo más mínimo a propósito de la enfermedad de Geoffroy, le contestó: «Mal, fatal. Está muy débil, ya no come ni bebe. Está a punto de morir.»

Fintan anunció su baja al director del colegio. No sabía cuándo regresaría. Jenny lo acompañó a la estación. Allí estaba, bien firme en el andén, con sus mejillas sonrosadas, sus ojos azules; tenía en verdad todo el aspecto de una buena chica. Fintan estaba conmovido, pensaba que quizá no volviera a verla nunca más. El tren se puso en marcha, ella besó a Fintan muy fuerte en los labios.

En la noche, cada sacudida de los bogies sobre las agujas lo acerca a Opio. Es el tren que ha cogido todos los veranos en dirección al sur para reunirse con Marima y Maou, para ver a Geoffroy de nuevo. Medir en sus semblantes el tiempo transcurrido. Ahora todo es distinto. Es como una luz que deja de brillar. Geoffroy se muere.

Fintan piensa en la estrecha carretera que sube desde Valbonne, a la clara luz de la mañana. La casa está en equilibrio al fondo de un vallejo, en lo alto de los bancales En la parte baja del terreno se encuentra, en estado casi ruinoso, el gallinero. Maou, al llegar, instaló series de gallinas y pollos, llegó a tener más de cien. Una vez que cayó enfermo Geoífroy, dejó de ocuparse de la cría, ya no le queda más que una decena de gallinas. Varias son viejas y estériles. Son apenas útiles para vender algunos huevos a los vecinos. Está también esa vieja gallina negra de despeluzadas plumas que sigue como un perro a Maou por todas partes y le salta al hombro, e intenta picotearle su diente de oro.

Maou sigue siendo bella. Su pelo es gris, el sol y el viento le han surcado de arrugas las comisuras de los ojos, de los labios. Se le han endurecido las manos. Dice que se ha transformado en lo que siempre quiso ser, una campesina italiana. Una mujer de Santa Anna.

Ya no escribe por la tarde en sus cuadernos escolares esos largos poemas que recuerdan cartas. Cuando Geoffroy y ella partieron hacia el sur de Francia con Marima, hace más de quince años, Maou entregó todos sus cuadernos a Fintan, en un sobre grande. En el sobre anotó las ninnenanne que tanto gustaban a Fintan, la de la Befana y el Uomo nero, la del puente del Stura. Fintan fue leyendo todos los cuadernos, uno tras otro, durante un año. Después de tanto tiempo aún se sabe páginas de memoria.

Por medio de uno de esos cuadernos, Fintan descubrió el secreto del nacimiento de Marima, su anuncio por la mantis religiosa, y su pertenencia al río a orillas del cual había sido concebida. Hurgando bien en su memoria logró dar incluso con el día en que ocurrió, durante las lluvias.

En el cuarto, con las persianas echadas para evitar la luz de la tarde, Geoffroy está tendido en la cama. Su macilento rostro está ya minado por una muerte cada vez más próxima.

Hace mucho que la esclerosis se ha adueñado de su cuerpo y no puede moverse. No oye los ruidos del exterior, el ruido del viento entre las zarzas, el ruido de la tierra seca que azota las persianas. Una cubierta de plástico, en algún sitio, que aletea.

Lo han devuelto del hospital porque no hay esperanza. La vida aminora su marcha, a pesar del gota a gota que dosifica el suero en su vena. La vida es un agua que se escurre. Maou fue quien decidió que lo devolvieran a casa. Sigue esperando, contra toda razón. Mira el rostro de depurados rasgos, la sombra que pesa sobre los párpados. El hálito es tan liviano que una nimiedad puede anularlo.

Por la mañana viene la enfermera a ayudarla a lavar a Geoffroy, a cambiar los pañales de protección. Baña las úlceras y las escaras con una solución de bórax. Los ojos se mantienen cerrados, los párpados pegados. A veces se forma una lágrima fugitiva en el ángulo interno del ojo, se engarza en las cejas, brilla a la luz. Los ojos parpadean, algo resbala por la cara, una onda, una nube. Cada día Maou habla con Geoffroy. Con el paso del tiempo ya no está muy segura de qué le cuenta. No dice nada importante, habla, eso es todo. Por la tarde llega Marima. Se sienta en la silla de rejilla, junto al lecho, y también habla a Geoffroy. Su voz es muy fresca, tan joven. Puede que la oiga Geoffroy, allí, en esa lejanía donde se desliza su espíritu y se desprende de su cuerpo. Igual que antes, en San Remo, cuando escuchaba la voz de Maou, la música de su desvanecida dicha. «I am so fond of you, Marilu…»

Es aún más lejos, hace mucho, como en otro mundo. La nueva ciudad, en las islas, en medio del río ambarino. Como en un sueño. Geoffroy se desliza sobre el agua, transportado por la balsa de cañas. Ve las riberas cubiertas de tupidas selvas, y de improviso, al borde de la playa, las casas de adobe, los templos. Aquí, a la orilla del gran río, fue donde se detuvo Arsinoe. El pueblo ha desbrozado y roturado la selva, ha abierto los caminos. Las canoas se desplazan con lentitud entre las islas, los pescadores lanzan las redes en los cañaverales. Algunas aves levantan vuelo en el pálido cielo del alba, grullas, zaidas, patos. De pronto aparece el dorado disco solar, alumbra los templos, alumbra la estela de basalto que lleva inscrito el signo de Osiris, el ojo y el ala del halcón. Es el signo itsi, Geoffroy lo reconoce, está grabado en el rostro de Oya, el sol y la luna en la frente, las plumas de las alas y la cola del halcón en las mejillas. El signo lo ciega, pupila que lanzaran como un dardo hasta el fondo de su cuerpo. En el islote Brokkedon, la estela mira erecta hacia el sol naciente. Geoffroy siente que la luz entra en él, lo abrasa en lo más hondo. La verdad no es más que eso, sólo el peso de su cuerpo le impedía verla. Brokkedon, con el pecio del George Shotton, osamenta antediluviana. La luz es muy hermosa y tan cegadora como la dicha. Geoffroy mira la estela, que luce el mágico signo, ve el rostro de Oya, y todo se vuelve evidente, legible hasta el fin de los tiempos. La nueva Meroe se extiende a ambas laderas del río, frente a la isla entre Onitsha y Asaba, en el lugar mismo donde ha esperado todos estos años, en el Wharf, en el desgastado piso de las oficinas de la United África, al sofocante amparo de los cobertizos. Aquí es donde la reina negra condujo a su pueblo, a las cenagosas orillas donde vienen a descargar los barcos las cajas de mercancías. Aquí es donde ella mandó erigir la estela del sol, el signo sagrado de los umundri. Aquí volvió Oya, para dar a luz a su hijo. La luz de la verdad es tan fuerte que ilumina un instante el rostro de Geoffroy, pasa por su frente y sus mejillas, a modo de reflejo dichoso, y todo su cuerpo se pone a temblar.

«Geoffroy, Geoffroy, ¿qué te ocurre?» Maou se inclina sobre él, lo mira. El semblante de Geoffroy expresa una indecible alegría, un centelleo. Se levanta de la silla, se arrodilla junto a la cama. Afuera, la noche está a punto de caer sobre las colinas, la luz es suave y gris, del color del follaje de los olivos. Se oyen los chirridos de las urracas, los angustiados chillidos de los mirlos. Los crujidos de los insectos se hinchan en la hierba en fermentación. Se oyen los primeros reclamos de los sapos en el aljibe grande, más abajo. Maou no puede dejar de pensar en la noche, tal como era entonces, en Onitsha, en la inquietud y la euforia que transmitía la noche; un escalofrío le recorre la piel.


Cada anochecer, desde que regresaron al sur, ese mismo escalofrío la vincula a lo que ya ha desaparecido.

En la habitación de al lado duerme Marima tumbada sin desvestirse en la colcha blanca de su cama, con el brazo doblado encima de la cara. Está cansada por haber velado a su padre la noche anterior. Sueña que Julien, al que Maou llama con rechifla su «novio», la lleva en su moto a lo largo de las umbrías carreteras hasta el borde del mar. Marima aún es muy joven, Maou no quería que se quedara, que presenciara todo esto. Es ella la que insiste en preparar la comida, ayudar a asear a Geoffroy, lavar mudas y pañales. Siempre habla de Fintan, que ha de presentarse de un momento a otro, como si todo fuese a cambiar en cuanto él llegue. Maou piensa: «¿Traemos hijos al mundo para que nos cierren los ojos?»

En la habitación, Maou se ha incorporado. Ya no se atreve a hablar. Examina con atención el rostro de Geoffroy, los ojos, cuyos finos párpados tiemblan como si por fin fueran a abrirse. Apenas un instante y el calor y la luz pasan, al otro lado de los párpados, como un reflejo sobre el agua.

La luz del sol brilla en las paredes y las murallas de la ciudad, los templos de las islas, la piedra negra que luce el mágico signo. Es algo fuerte y extraño, lejano, intrincado en el corazón del sueño de Geoffroy Allen. Disminuye la luz. La oscuridad penetra en la pequeña habitación, le cubre el rostro al hombre que va a morir, sella para siempre sus párpados. La arena del desierto cubrió los huesos del pueblo de Arsinoe. La ruta de Meroe no tiene fin.


Poco antes de anochecer llegó Fintan. Todo está en perfecta calma en la vieja casa encaramada en lo alto de la colina, con si acaso el ruido del viento entre las zarzas y el calor del sol que aún emana de las paredes. Queda tan lejos de todo, tan fuera del tiempo. Delante de la puerta, a la luz de la bombilla eléctrica, la vieja gallina despeluzada persigue mariposas con gestos de insomne.

Maou ha besado a Fintan. No necesita decir nada, a él le basta con mirar su rostro desencajado para comprender en qué momento llega. Entra en la habitación de Geoffroy, y siente que algo se agita en su corazón, como hace mucho, antes de abandonar Onitsha. Geoffroy tiene la cara muy blanca, muy fría, con una expresión de dulzura y paz que Fintan no ha visto en su vida. Ya no hay el menor hálito. Es una noche como las otras, bella y tranquila. Se va sintiendo la primavera. Afuera rechinan enloquecidos los insectos, los sapos han reanudado su canto en el aljibe.

En la habitación de al lado, acostada en la estrecha cama, Marima duerme profundamente, con la cabeza ladeada, el pelo castaño se le ha resbalado sobre el hombro. Es hermosa.

Fintan se sienta en el suelo, al lado de Maou, en el cuarto inundado por las sombras. Juntos escuchan los gritos de los insectos, que resuenan alegremente.


Todo ha terminado. En Umahia, Aba, Owerri, a los niños famélicos no les quedan fuerzas para sostener las armas. De todos modos, sólo disponían de palos y piedras frente a los aviones y los cañones. En Nun River, en Ugheli Field, los técnicos han reparado los oleoductos, y los buques podrán llenar sus depósitos en la isla de Bonny. El mundo entero aparta la mirada. Sólo el oráculo de Aro Chuku, por un acuerdo misterioso, se ha salvado de las bombas.

Pocas semanas antes de decidir su despedida definitiva del colegio, y su regreso al sur, Fintan recibió una carta de una notaría de Londres. Cuatro palabras para decirle que Sabine Rodes había encontrado la muerte durante el bombardeo de Onitsha, a finales del verano de 1968. El mismo había dado instrucciones de que se comunicara su muerte a Fintan. La carta precisaba que su verdadero nombre era Roderick Matthews, y que era oficial de la Orden del Imperio Británico.

Загрузка...