ARO CHUKU

Llegó la noticia, de manera insidiosa. Maou se lo figuró todo mucho antes de que se supiera. Una mañana, al alba, se despertó. Geoffroy dormía a su lado, desnudo el busto, la piel cubierta de gotitas de sudor. Ya la pálida claridad del día entraba por la ventana con las persianas subidas e iluminaba el interior del mosquitero. Geoffroy dormía curvado hacia atrás, y Maou pensó: «Tenemos que irnos de aquí, no podemos continuar ni un minuto más…» Era una evidencia, un pensamiento que dolía, como un diente enfermo que de pronto te recuerda que sigue ahí. También pensó: «Tengo que irme, he de llevarme a Fintan antes de que sea demasiado tarde.» ¿Por qué habría de ser demasiado tarde? No tenía respuesta.

Maou se levantó, fue a beber al filtro, a la antecocina. Afuera, en la veranda, el aire era fresco, el cielo color perla. Ya los pájaros invadían el jardín, daban saltitos en los techos de chapa, volaban de árbol en árbol cotorreando. Maou miraba hacia el río. En la pendiente, blancas humaredas delataban cada una de las casamatas, donde las mujeres preparaban los ñames. Escuchaba con atención casi dolorosa los ruidos de la vida ordinaria, los reclamos de los gallos, los ladridos de los perros, los hachazos, el traqueteo de los motores de las canoas de pesca, el fragor de los camiones circulando por la pista de Enugu. Aguardaba la irrupción del lejano tintineo del generador que pondría en marcha el engranaje de la serrería al otro lado del río.

Todo lo escuchaba como si tuviera la certeza de que nunca más oiría esos ruidos. De que iba a marcharse muy lejos, olvidar las cosas y los seres que ella amaba, esa ciudad tan alejada de la guerra y las atrocidades, esas gentes a quienes se sentía tan vinculada como no lo había estado jamás.

Al llegar a Onitsha era una criatura que llamaba la atención. Los niños caminaban tras ella por las polvorientas calles, soportaba sus burlas, la llamaban en pidgin, se mofaban. La primera vez, bien se acordaba, echó a correr, sin sombrero, con el vestido azul escotado de las veladas del Surabaya. Buscaba a Mollie, la gata, que había desaparecido hacía dos días; Elijah creía haberla visto en una calle de la ciudad, por la parte del Wharf. Ella abordaba a la gente, chapurreaba en pidgin: «You seen cat bilong mi?» El ruido corrió por toda la ciudad: «He don los da nyam.» Las mujeres se reían. Respondían: «No ben see da nyam!!» Fue su primer mote, nyam. Luego la gata regresó, preñada. El mote caló, y Maou oía su eco al pasar, como si fuera su propio nombre. «Nyam!»

En su vida había amado a nadie como a aquellas gentes. Eran tan dulces, tenían una expresión tan luminosa, unos gestos tan puros, tan elegantes. Cuando en su trayecto hacia el Wharf atravesaba los barrios de la ciudad, los niños se le acercaban sin timidez, le acariciaban los brazos, las mujeres le cogían la mano, le hablaban en esa dulce y zumbona lengua que sonaba a música.

Es verdad que al principio la asustaban un poco esas miradas tan brillantes, el toqueteo de aquellas manos que se le pegaban al cuerpo. No estaba habituada. Se acordaba de lo que contaba Florizel en el barco. Los del Club también contaban cosas terribles. Gente que desaparecía, niños que raptaban. El Long Juju, los sacrificios humanos. Los pedazos de carne humana salada que vendían en los mercados, en las zonas alejadas de los centros urbanos. Simpson se divertía asustándola, contaba por ejemplo: «A cincuenta millas de aquí, cerca de Owerri, se encontraba el oráculo de Aro Chuku, el centro de la brujería de todo el oeste, ¡el lugar donde se predicaba la guerra santa contra el Imperio británico! ¡Cráneos apilados, altares embadurnados de sangre! ¿No oye los tambores al anochecer? ¿Sabe qué mensaje transmiten mientras usted duerme?»

Gerald Simpson se mofaba de ella, de sus expediciones a la ciudad, de su amistad con las mujeres de los pescadores, con la gente del mercado. Luego, después de que tomara la defensa de los presidiarios que cavaban su piscina, pasó a verla con desdén y rencor. No asumía su papel de esposa de funcionario que se acoge a los garden-parties [6] de sombrilla y reina sobre una legión de criados. En el Club, Geoffroy padecía la mirada irónica de Simpson, sus mordaces indirectas. Ambos sabían que la situación del agente de la United África se hallaba cada vez más comprometida debido a los contactos del D.O. «Cada cual en su sitio» era la divisa de Simpson. Veía la sociedad colonial como un andamiaje riguroso en el que cada uno debía cumplir su papel. Como es natural, él se había reservado el más importante, junto al residente y el juez. La piedra angular. «Weather cock, ¡la veleta!» corregía Geoffroy. Gerald Simpson no perdonaba a Maou su independencia, su imaginación. De hecho, lo asustaba la mirada crítica con que ella le obsequiaba. Decidió que Geoffroy y ella abandonaran Onitsha.

En el Club, las relaciones eran cada vez más tensas. Tal vez esperaban que Geoffroy adoptara una decisión, repudiara a la intrusa, la devolviera a su casa, a ese país latino del que con tanto descaro conservaba el acento, las maneras y hasta el tono demasiado mate de la tez. El residente Rally trató de advertir a Geoffroy. El también estaba al corriente de la enemistad que Simpson profesaba a Maou.

«¿Se imagina el grosor del expediente que tienen de usted en Londres?»

Como estaba al tanto de todo, añadió:

«Debía usted suponerlo… Simpson redacta un informe a la semana. Debería usted solicitar de inmediato su traslado.»

A Geoffroy lo dejó sin aliento semejante injusticia. Regresó a casa abrumado:

«Ya no hay nada que podamos hacer. En mi opinión, le han encargado transmitirme la sentencia.»

Empezaba la estación de las lluvias. El gran río tenía un color plomizo bajo las nubes, el viento plegaba con violencia las copas de los árboles. Maou ya no salía de casa por la tarde. Permanecía en la veranda, escuchando la ascensión de las tormentas en la lejanía, hacia las fuentes del Omerun. El calor dislocaba la tierra roja antes de llover. El aire danzaba sobre los tejados de chapa. Desde su atalaya podía ver el río, las islas. No le quedaban ganas de escribir, ni siquiera de leer. Tan sólo sentía necesidad de mirar, escuchar, como si el tiempo ahora careciera de importancia.

De repente era consciente de lo que había aprendido al venir aquí, a Onitsha, y que jamás habría aprendido en otra parte. La lentitud era esto, un interminable y regular movimiento, semejante al agua del río que discurría hacia el mar, semejante a las nubes, al agobio de las tardes, cuando la luz inundaba la casa y los techos de chapa eran como la pared de un horno. La vida se detenía, el tiempo se hacía pesado. Todo se volvía impreciso, quedaba reducido al flujo del agua, ese tronco líquido y la multitud de sus ramificaciones, fuentes, riachuelos disimulados en la espesura.

Lo recordaba bien, al principio se mostraba demasiado impaciente. Estaba segura de no haber odiado nunca nada con tanta fuerza como esta pequeña ciudad colonial aplastada por el sol que dormía cara al cenagoso río. A bordo del Surabaya, ella imaginaba las sabanas, las manadas de gacelas brincando en la hierba salvaje, el eco en las selvas del grito de los monos y las aves. Se había imaginado hombres salvajes, desnudos y con pinturas de guerra. Aventureros, misioneros, médicos minados por los trópicos, heroicas muertes. En Onitsha, en cambio, encontró aquella sociedad de sabihondos y tediosos funcionarios, vestidos con ridículos trajes y tocados con cascos, que se pasaban todo el tiempo jugando al bridge, bebiendo y espiándose, sin olvidar a sus mujeres, envaradas en sus respetables principios, dedicadas a contar sus cuartos y hablar a sus criadas con dureza, a la espera del billete de vuelta hacia Inglaterra. Su primer impulso la llevó a odiar para siempre esas polvorientas calles, esos barrios pobres con las cabanas abarrotadas de niños, ese pueblo de mirada impenetrable, y esa caricatura de lengua, ese pidgin que daba tanta risa a Gerald Simpson y a los señores del Club mientras los forzados excavaban el boquete en la colina, como una tumba colectiva. Nadie se le antojaba merecedor de su indulgencia, ni siquiera el doctor Charon, o el residente Rally y su mujer, tan atentos y descoloridos, con sus gozques mimados como niños.

Entonces vivía sin más aliciente que la hora del regreso de Geoffroy, recorriendo nerviosa la casa de arriba a abajo, ocupándose del jardín para hacer tiempo, o recitándole sus lecciones a Fintan. Cuando Geoffroy volvía de las oficinas de la United África, lo acosaba con febriles preguntas que él no podía responder. Se acostaba tarde, mucho después que él, al abrigo del blanco palio del mosquitero. Contemplaba su sueño. Pensaba en las noches de San Remo, cuando tenían toda la vida por delante. Recordaba el sabor del amor, el escalofrío del alba. ¡Todo quedaba ahora tan lejos! La guerra lo borró todo. Geoffroy se transformó en otro hombre, en ese extraño al que se refería Fintan cada vez que preguntaba: «¿Por qué te casaste con ese hombre?» Se eclipsó. Ya no hablaba de sus investigaciones, de la nueva Meroe. Se lo guardaba para sí, era su secreto.

Maou intentó sacar el tema a colación, entender:

«Es ella, ¿no es cierto?»

«¿Ella?» Geoffroy la miraba.

«Sí, ella, la reina negra, antes me hablabas de ella. Se ha instalado en tu vida, ya no queda sitio para mí.»

«No dices más que tonterías.»

«Te hablo en serio, tal vez debería marcharme con Fintan, dejarte con tus ideas, te molesto, aquí molesto a todo el mundo.»

La miró con gesto ido, sin saber ya qué decir. A lo mejor estaba loca de verdad.

Maou se quedó, y poco a poco entró en el mismo sueño, se transformó en alguien distinto. Todo lo que vivió antes de Onitsha, Niza, San Martín, la guerra, la espera en Marsella, todo ello resultaba ahora ajeno, lejano, como vivido por otra persona.

Ahora pertenecía al río, a esta ciudad. Conocía cada calle, cada casa, era capaz de reconocer los árboles y las aves, sabía leer en el cielo, adivinar el viento, oír cada detalle de la noche. Conocía también a la gente, sabía sus nombres, incluso sus remoquetes en pidgin.

Y luego estaba Marima, la mujer de Elijah. Cuando llegó parecía todavía una niña, frágil y esquiva, enfundada en su vestidito nuevo. Permanecía siempre entre las cuatro paredes del bohío de Elijah, no se atrevía ni a asomarse. «Está algo asustada», explicaba Elijah. Poco a poco fue haciéndose más sociable. Maou la invitaba a sentarse a su lado en un tronco que servía de banqueta, frente al bohío de Elijah. No abría la boca. No hablaba pidgin. Maou le enseñaba revistas, diarios. Le gustaba ver las fotos, las estampas de los vestidos, los anuncios. Ladeaba un poco la revista para verla mejor. Le daba risa.

Maou aprendía palabras en su lengua. Ulo, la casa. Mmiri, agua. Umu, los niños. Aja, perro. Odeluede, es dulce. Je nuo, beber. Ofee, me gusta. So! ¡Habla! Tekateka, el tiempo pasa… Escribía las palabras en su cuaderno de poesías y las leía en voz alta, y Marima se tronchaba de risa.


Oya también terminó por venir. Al principio, con timidez, se sentaba en una piedra, a la entrada de Ibusun, y miraba el jardín. Cuando se acercaba Maou, salía corriendo. Tenía a la vez algo salvaje e inocente que asustaba a Elijah; él veía en ella a una bruja. Intentaba echarla a pedradas, la insultaba a voces.

Un buen día, Maou logró acercarse hasta ella, cogerla de la mano, introducirla en el jardín. Oya no quería entrar en la casa. Se sentaba afuera, en el suelo, reclinada en las escaleras de la terraza, a la sombra de los guayabos. Allí se quedaba, sentada a la turca, apoyando las palmas de las manos en su vestido azul. Maou intentó interesarla por las revistas, corno a Marima, pero la traían sin cuidado. Era la suya una mirada extraña, pulida y dura como la obsidiana, rebosante de una luz desconocida. Los párpados se le alargaban hacia las sienes, dibujaban un fino ribete, al genuino estilo de las máscaras egipcias, pensaba Maou. Maou no había visto en su vida un rostro tan puro; el arco de las cejas, la frente alta, la leve sonrisa de los labios. Y aquellos ojos rasgados, unos ojos de libélula o cigarra. Cuando la mirada de Oya se detenía en ella, Maou se estremecía, como si en aquella mirada se filtraran pensamientos extraordinariamente lejanos y evidentes, imágenes de ensueño.

Maou se esmeraba en hablarle con el lenguaje de la mímica. Se acordaba vagamente de ciertas señas. Cuando era niña, en Fiésole, solía cruzarse con los niños sordomudos de un hospicio, los miraba con fascinación. Para decir mujer, señalaba los cabellos, para hombre el mentón. Para niño, hacía un gesto con la mano sobre la imaginaria cabeza de un crío muy pequeño. Otras señas las inventaba. Para decir río, imitaba el movimiento de la corriente; para selva, separaba los dedos delante de la cara. Oya al principio la miraba con indiferencia. Luego ella también empezó a hablar. Era un juego que duraba horas. En los peldaños de la escalera, por la tarde, antes de que lloviera, era un placer. Oya enseñó a Maou toda clase de gestos, para significar alegría, miedo, para interrogar. Se le animaba entonces la cara, le brillaban los ojos. Hacía unas muecas muy divertidas, parodiaba a la gente, sus andares, sus gestos típicos. Se burlaba de Elijah porque siendo su mujer tan joven, él era viejo. Se reían las dos juntas. Oya tenía un modo particular de reír sin ruido, con la boca dejando al descubierto sus blanquísimos dientes y los ojos contraídos como dos ranuras. O bien, cuando estaba triste, se le empañaban los ojos, se ovillaba, inclinando la cabeza, con las manos en la nuca.

Ahora Maou comprendía casi todo, podía hablar con Oya. Qué extraordinarios momentos, por la tarde, antes de que lloviera; Maou tenía la impresión de penetrar en otro mundo. Pero Oya recelaba de la gente. Cuando llegaba Fintan, volvía la cabeza, no tenía nada más que decir. Elijah no la veía con buenos ojos. Decía que era mala, que aojaba. Cuando Maou se enteró de que vivía en casa de Sabine Rodes, en casa de ese hombre al que detestaba, lo intentó todo para sacar a Oya de allí. Lo habló con la madre superiora del convento, una irlandesa de enérgico carácter. Pero Sabine Rodes estaba por encima de la moral y las buenas costumbres. Todo lo que Maou sacó en limpio fue el acérrimo rencor de aquel hombre. Maou llegó a la conclusión de que más valía olvidar, no volver a ver a Oya. Le dolía, era extraño, en la vida había experimentado algo semejante. Oya iba a diario, o casi. Llegaba sin ruido, se sentaba en los escalones, acariciaba a Mollie, aguardaba con su terso rostro ofrecido a la luz. Parecía una niña.

Lo que seducía a Maou era aquella sensación de libertad.

Oya no conocía trabas, veía el mundo tal como era, con la mirada franca de las aves o los niños muy pequeños. Esa mirada le aceleraba el pulso a Maou, la turbaba.

En ocasiones, cuando estaba harta de hablar con la gente, Oya dejaba descansar su cabeza en el hombro de Maou. Lentamente, sus dedos empezaban a acariciar la piel del brazo de Maou, se entretenían en ponerle carne de gallina. Maou al principio mostraba su desagrado poniéndose rígida, como si fuera a verlas alguien e ir contando cosas por ahí, pero acabó por habituarse a las caricias. Al final de la tarde, antes de romper a llover, reinaba tal silencio en Ibusun, la luz era tan suave, tan cálida. Un sueño, podría decirse; Maou rememoraba recuerdos muy antiguos, de cuando era niña: el verano en Fiésole, el calor de la hierba y los chirridos de los insectos, los delicadísimos dedos de su amiga Elena, que le acariciaba sus hombros desnudos, el perfume de su piel, de su sudor. La turbaba el olor de Oya y, al volverse hacia ella, el resplandor de sus ojos en la negrura de su rostro, joyas rebosantes de vida.

Un buen día, con total naturalidad, Oya le hizo sentir el niño que llevaba en su vientre, guió la mano de Maou por el escote de su vestido hasta el lugar en que, apenas perceptible, palpitaba el feto, leve como un nervio que temblara bajo la piel. Maou posó largo rato su mano en el vientre, sin atreverse al menor movimiento. Oya era dulce y cálida, se recostó sobre ella, dio la impresión de quedarse dormida. Al cabo de un instante, sin razón aparente, pegó un brinco y desapareció corriendo por la polvorienta carretera.

Tal vez gracias a Oya aprendió Maou a amar la lluvia. Con las manos abiertas delante de la cara, como si ella misma abriera las compuertas del cielo. Ozoo, la lluvia que bajaba desde la parte alta del río a la velocidad del viento y cubría la agrietada tierra con su sombra bienhechora.

Cada atardecer, tras la marcha de Oya, solía mirar la llegada de la lluvia, toda una representación. Desde las altiplanicies, donde el cielo tomaba un baño de tinta negra, llegaba el sonido amortiguado de los truenos. Ya no tenían necesidad de contar los segundos. Fintan se sentaba a su lado, en el suelo de la veranda. Ella observaba su cara abrasada, sus enmarañados cabellos. Tenía la misma frente que ella, la misma tupida cabellera, cortada «a tazón»; le daba el aspecto de un indio americano. No tenía nada que ver con el niño introvertido y frágil que un día desembarcó en los muelles de Port Harcourt. Las facciones y el cuerpo se le habían endurecido, los pies, ensanchado y fortalecido como los de los niños de Onitsha. Pero sobre todo, su fisonomía reflejaba algún cambio, en la mirada, los gestos, que delataba el comienzo de la mayor aventura de la vida, el paso a la edad adulta. Era espantoso, Maou no quería ni pensarlo. De repente estrechaba a Fintan entre sus brazos, con todas sus fuerzas, como jugando. El forcejeaba, se reía. Por unos instantes seguía siendo un niño.

«Tienes todas las piernas arañadas, mira, ¿dónde has ido a correr?»

«Por allí, hacia Omerun.»

«¿Sigues yendo con Josip, quiero decir, Bony?»

Él miraba para otro lado. Sabía que Maou estaba intranquila cuando se iba con Bony.

«No te alejes demasiado, es peligroso, sabes que tu padre tiene ya bastantes preocupaciones.»

«¿Ése? Ni se entera.»

«No digas eso, sabes que te quiere.»

«Es malo, a ese hombre lo detesto.»

Le enseñaba el brazo, bajo el hombro; un moratón.

«Mira, me lo hizo él, con su vara.»

«Tienes que ser obediente, no le gusta que andes por ahí cuando anochece.»

Fintan alimentaba su rencor.

«Pero le he roto la vara, tendrá que hacerse otra.»

«¿Y si te muerde una serpiente?»

«No me asustan las serpientes. Bony sabe hablar con ellas. Dice que conoce su chi. Conoce los secretos.»

«Y esos secretos ¿cuáles son?»

«No puedo decírtelo.»

La lluvia se precipitaba sobre las chapas provocando un estruendo metálico. Al poco llegaba el frío, un soplo de aire venido del fondo del río. Era tal el estrépito que para entenderse se imponía gritar. La tierra era surcada por regueros rojizos.

Al anochecer Maou cogía los cuadernos y los libros, con la idea de hacer trabajar a Fintan. Era la hora de las matemáticas, la geografía, la gramática inglesa, el francés. Se sentaba en el sillón de bejuco y Fintan se acomodaba en el suelo de la veranda. Hasta cuando la lluvia amainaba era difícil trabajar. Fintan miraba la cortina de lluvia, escuchaba la crepitación de las gotas y el agua que caía en cascada en los bastidores cubiertos de tela. Cuando terminaba sus tareas, iba por el libro que más le gustaba. Era un librito antiguo que había descubierto en la biblioteca de Geoffroy. Se llamaba The Child's Guide to Knowledge. Era un libro compuesto únicamente de preguntas y respuestas. Fintan se lo daba a Maou para que le leyera pasajes traduciéndolos. Encerraba respuestas a todas las preguntas, por ejemplo:

«¿Qué es un telescopio?

– Es un instrumento óptico provisto de varias lentes que nos acerca a la vista los objetos lejanos.

¿Quién lo inventó?

– Zacarías Jansen, un holandés de Middleburgh, en Zelanda, de profesión fabricante de gafas.

¿Cómo lo inventó Jansen?

– Por pura casualidad, ya que al colocar dos gafas a una cierta distancia una de otra, se percató de que los dos cristales así dispuestos aumentaban considerablemente los objetos.

¿Cómo procedió?

– Instaló los cristales en esa posición, y en el año 1590 fabricó el primer telescopio, que midió doce pulgadas.

¿Y quién perfeccionó su invento?

– Galileo, un italiano nacido en Florencia.

¿Le ocasionaron daños sus investigaciones y el continuado uso de gafas?

– Sí, perdió la vista.»

Cuando ella terminaba con la Guía del conocimiento, Fintan le pedía:

«Maou, habíame en tu lengua.»

La luz era baja, caía la noche. Maou se mecía en el sillón de bejuco, canturreaba filastrocche, ninnenanne [7] bajito al principio, luego más alto. Sonaban raras aquellas canciones, y la lengua italiana se confundía dulcísima con el rumor del agua, como antes en San Martín.

Se acordaba bien; al poco de llegar, llevó a Fintan a una recepción en casa del residente. En los jardines sirvieron té y pastas. Fintan corría por los paseos, los perritos ladraban. Maou llamó a Fintan en italiano. Apareció entonces la señora Rally, y dijo con su amedrentada vocecita: «Disculpe, ¿qué clase de lengua habla usted?» Más tarde Geoffroy riñó a Maou. Le dijo bajando la voz, para dejar claro que él no gritaba, quizá también porque era muy consciente de su sinrazón: «No quiero que vuelvas a dirigirte a Fintan en italiano, sobre todo en casa del residente.» Maou contestó: «Sin embargo, antes te encantaba.» Tal vez aquel fue el día en que cambió todo.

El rugido del V 8 barrenaba la noche. Resonaba pese al fragor de la tormenta, como viniendo de la lejanía; un avión surgido de la tempestad. Fintan se ponía a salvo en su mosquitero. Si Geoffroy lo veía levantado se prepararía otra buena.

Maou aguardaba en la veranda. Se oía el ruido de los pasos en el jardín, el crujido de los peldaños de madera. Geoffroy estaba pálido, con aspecto cansado. La lluvia le había calado la camisa, chafado el pelo, haciendo más llamativa la calvicie de su coronilla.

«Llegó esta tarde.»

Alargaba una hoja de papel ajada por la lluvia. Era una carta de despido, Geoffroy había dejado de trabajar para la United África Company. Unas escuetas líneas de la dirección notificándole que no se le renovaba el contrato. Una decisión injustificada, por consiguiente inapelable. Maou sintió una especie de alivio, y ganas de llorar al mismo tiempo. Ahora sí había que irse.

Para contener su emoción, acertó a decir:

«¿Qué vamos a hacer?»

«Marcharnos, supongo.» Y añadió iracundo: «He telegrafiado a Londres. ¡No voy a dejar que me avasallen sin decir nada!»

Tenía la mente puesta en sus pesquisas, en la ruta de Meroe, en la fundación del nuevo imperio en la isla, en medio del río. No iba a disponer de tiempo.

Sentado en la veranda, seguía examinando la carta a la luz de la lámpara, como si no hubiera terminado de leerla.

«No me iré. Tenemos derecho a permanecer aquí algún tiempo más.»

«¿Cuánto tiempo?, preguntó Maou. ¿Si nadie quiere que te quedes?»

«¿Y quién puede determinarlo?, zanjó Geoffroy. Iré a otra parte, hacia el norte, a Jos, a Kano.»

Pero bien sabía él que no era posible. Seguía sentado en el sillón viendo caer la lluvia. No se distinguían otras luces. El río era invisible.

En su cama, Fintan no dormía. Tenía la mirada fija en un rayo de luz reflejado en el techo, llegaba desde la veranda a través de una rendija de la persiana.


«Ven», dijo Bony.

Sabía que Fintan partiría algún día, que nunca más volverían a verse. Aunque no explicó nada, Fintan lo entendió enseguida, en su mirada, tal vez en su prisa. Juntos cruzaron el gran herbazal, descendieron hasta el río Omerun. El gris del alba colgaba aún de los árboles, seguían humeando los hogares de las casas. Los pájaros surgieron de pronto entre las hojas, se arremolinaron en el cielo emitiendo gritos agudos. A Fintan le encantaba este descenso hacia el río. El cielo parecía inmenso.

Bony avanzaba a la carrera entre las hierbas más altas que él. De cuando en cuando, Fintan distinguía su negra silueta, que se escurría con ligereza. No se llamaban. Los acompañaba tan sólo el ruido de sus respiraciones resonando en el silencio, un silbido un tanto rauco. Cuando Fintan perdía de vista a Bony, seguía su pista, las hierbas aplastadas, olfateaba el olor de su amigo. Ahora era capaz de hacerlo, caminar con los pies desnudos sin temor a las hormigas o los espinos, y seguir un rastro con el olfato, cazar de noche. Adivinaba la presencia de los animales ocultos entre las hierbas, las pintadas acurrucadas junto a un árbol, el movimiento rápido de las serpientes, incluso a veces el acre olor de un gato salvaje.

Hoy Bony no se dirigía hacia Omerun. Marchaba hacia el este, en dirección a las colinas de Nkwele, donde empezaban las nubes. De repente salió el sol sobre la tierra, alumbrando esplendoroso. Bony se detuvo un instante. Agazapado encima de una roca plana, dominando las hierbas, con las manos unidas en la nuca, miró al frente como si tratara de recordar la ruta que seguir. Fintan lo alcanzó, se sentó en la roca.

El calor del sol ya abrasaba, arrancaba a la piel gotas de sudor.

«¿Adónde vamos?» preguntó Fintan.

Bony señaló las colinas, más allá de los campos de ñame.

«Allí. Dormiremos allí esta noche.» Hablaba en inglés, no en pidgin.

«¿Qué hay allí?»

Bony tenía un rostro brillante, impenetrable. Fintan vio de pronto que se parecía a Okawho.

«Aquello es mbiam», se limitó a decir.

Bony ya había pronunciado varias veces ese nombre. Era un secreto. Le había dicho: «Un día, vendrás conmigo al agua mbiam.» Fintan comprendió que era el día señalado, porque debía irse de Onitsha. Se le aceleró el pulso. Pensó en Maou, en sus lágrimas, en Geoffroy enfurecido. Pero era un secreto, no podía ya echarse atrás.

Reanudaron la marcha, uno detrás del otro ahora. Atravesaron un caos de rocas, se internaron por breñas. Fintan seguía a Bony, sin notar cansancio. Los abrojos les desgarraron las ropas. Les sangraban las piernas.

Hacia el mediodía, llegaron a las colinas. Algunas casas dispersas con perros ladrando. Bony escaló una desgastada peña gris oscuro que se desmoronaba en laminillas bajo los pies. Desde lo alto de la peña podía verse toda la extensión de la planicie, las aldeas lejanas, los campos, y casi irreal, el lecho de un pequeño río brillando entre los árboles. Pero lo que atraía la mirada era una gran falla en la planicie donde la tierra roja lucía como los labios de una llaga.

Fintan miraba cada detalle del paisaje. Reinaba un imponente silencio, quebrado tan sólo por el leve roce del viento en los esquistos, y el apagado eco de los perros. Fintan no se atrevía a hablar. Vio que también Bony contemplaba la extensión de la planicie y la falla roja. Era un lugar misterioso, alejado del mundo, un lugar donde era posible olvidar todo. «Debería venir aquí», se dijo Fintan pensando en Geoffroy. Se extrañó al mismo tiempo de no sentir ya rencor alguno. Era un lugar capaz de anularlo todo, hasta la quemadura del sol y las picaduras de las hojas venenosas, la sed y el hambre incluso. O los palos con la vara.

«El agua mbiam queda por allí», dijo Bony.

Bajaron la pendiente de las colinas hacia el norte. El camino era difícil, los muchachos tenían que saltar de peña en peña, evitar las breñas, las fisuras del terreno. Enseguida llegaron a un angosto valle por el que discurría un arroyo. Los árboles componían una oscura y húmeda bóveda. El aire estaba infestado de mosquitos. Fintan veía ante él la fina silueta de Bony que se escurría entre los árboles. En un momento dado sintió que el miedo le atenazaba la garganta. Bony había desaparecido. Todo lo que oía eran los latidos de su corazón. Entonces echó a correr siguiendo el arroyo, entre los árboles, gritando: «¡Bony! ¡Bony!…»

En el fondo del barranco, el riachuelo corría por las rocas. Fintan se arrodilló en la orilla y bebió con avidez, arrimando la cara al agua como un animal. Oyó un ruido tras él, se volvió estremecido. Era Bony. Caminaba despacio haciendo extraños gestos, como si acechara algún peligro.

Condujo a Fintan por el río un poco más arriba. De repente, tras doblar un árbol, apareció ante sus ojos el agua mbiam. Era una hoya de agua muy profunda, rodeada de elevados árboles y una barrera de lianas. Al extremo del fondo de la hoya manaba una fuente, una pequeña cascada que brotaba de la espesura.

Fintan sintió un agradable frescor. Parado ante la hoya, Bony miraba el agua, inmóvil. Su expresión reflejaba una misteriosa alegría. Muy despacio, se introdujo en la hoya, y se lavó la cara y el cuerpo. Se giró hacia Fintan: «¡Ven!»

Cogió agua en el hueco de la mano y le roció a Fintan la cara con ella. El agua fría le resbalaba por la piel, tuvo la impresión de que se le introducía en el cuerpo y le lavaba el cansancio y el miedo. Lo invadía una paz como el peso del sueño.

Los árboles eran inmensos y silenciosos. El agua era satinada y oscura. El cielo se puso muy claro, como siempre que llega la noche. Bony escogió un rincón, en un pequeño arenal, al amor de la hoya. Con ramas y hojas se ingenió un abrigo para pasar la noche, para cobijarse del sereno. Allí durmieron, envueltos en la paz del agua. Al despuntar el día, regresaron a Onitsha.


Es de noche, Geoffroy mantiene los ojos abiertos. Ve la luz de su sueño. A esta misma luz, intrincado en la sabana, se le apareció el río al pueblo de Meroe igual que un dragón metálico. En invierno, el viento abrasa el rojo cielo, el sol se encuentra en el centro de su halo, como la reina en medio de su pueblo. Antes del alba, se oye un ruido, un rumor, de improviso. Los jóvenes que se adelantan cada noche para reconocer el terreno han regresado a toda prisa. Cuentan cómo, desde una peña que habían escalado para cazar perdices, descubrieron un río inmenso que reflejaba la luz del cielo. Entonces el pueblo de Meroe, que levantó un campamento para resguardarse de la tormenta de arena, reemprende la marcha. Parten primero los hombres y los niños atropelladamente, los sacerdotes transportan el palanquín de la joven reina. Todos han dejado donde estaban sus efectos personales, las provisiones, los utensilios de cocina, las viejas esperan con los rebaños. Por la chirriante arena se extiende un ruido de pasos, una respiración acompasada. El día entero caminan sin descanso.

Llegan hasta el borde de un otero y se detienen, paralizados por el estupor. Enseguida crece el ruido de las voces, se hincha como un canto: ¡el río! ¡Mirad, es el río! Después de tanto tiempo, tantos muertos, han llegado al término del viaje, han llegado a Ateb, de donde arranca el río del cielo.

Rodeada por los sacerdotes, Arsinoe también mira el brillo del río a la luz del sol poniente. Todavía un instante se mantiene el disco suspendido sobre el horizonte, enorme, color sangre. Como si el tiempo se hubiera detenido, ya nada pudiera alterarse y no hubiera lugar para más muerte.

En este instante, el pueblo de Meroe rememora el día de la partida, cuando Amanirenas, rodeada por los adivinos y los sumos sacerdotes de Atón, anunciaba el comienzo del viaje hacia el otro lado del mundo, hacia la puerta de Tuat, hacia la tierra donde se oculta el sol. Es el mismo estremecimiento, el mismo rumor, el mismo canto. Arsinoe lo recuerda. Ella era muy pequeña entonces, su madre aún se encontraba joven y pletórica de fuerza. La ruta que enlaza las dos vertientes del mundo es infinitamente breve, como si no fuera más que el haz y el envés de un espejo. Los ríos se tocan en el cielo, el gran dios Hapy color esmeralda, que fluye sin fin hacia el norte, y este dios nuevo de luz y cieno, que divide de un tajo las amarillentas hierbas de la sabana y se deja ir hacia el sur con parsimonia.

En el lugar desde el que divisaron el río por vez primera, en el borde del otero, los sacerdotes de Meroe ordenan erigir una estela, cara al ocaso. Con un cincel, graban en la piedra el nombre de Horus, señor del mundo, creador de la tierra y los abismos. En la cara de poniente, por donde el disco se ha demorado tanto tiempo, graban el signo de Temu, el disco alado. Así ha nacido la marca sagrada que ha de imponerse a cada primogénito, en memoria de la llegada del pueblo de Meroe a las riberas del río.

La joven reina Arsinoe es la primera en recibir la marca de Osiris y Horus. El último sumo sacerdote murió hace ya mucho tiempo, encerrado en la tumba de Amanirenas en medio del desierto. Es un nubio de Aiwa, llamado Geberatu, el que graba los signos sagrados; en la frente los dos ojos del pájaro celeste, en representación del sol y de la luna, y en las mejillas las estrías oblicuas de las plumas de las alas y la cola del halcón. Saja el rostro de la reina con el cuchillo ritual y espolvorea las marcas con limalla de cobre. La misma noche, todos los primogénitos, muchachos y muchachas, reciben el mismo signo con el fin de que ninguno olvide el instante en que el dios se detuvo en su trayectoria y alumbró para el pueblo de Meroe el lecho del gran río.

Pero no han llegado al término del viaje. Embarcadas en balsas de cañas, las gentes de Meroe han emprendido el descenso del curso del río en busca de una isla donde establecer la nueva ciudad. Los hombres y las mujeres más válidos han partido primero, escoltando la balsa de la reina. Siguiendo las riberas, los rebaños se desplazan con lentitud guiados por los niños y los ancianos. Geberatu lleva consigo un pedazo de la estela con el fin de poner los fundamentos de los futuros templos. Por el resplandeciente río, al alba, se deslizan lentamente decenas de balsas, retenidas por las largas pértigas hundidas en el fango.

Cada día que pasa, el río parece más grande, las riberas más pobladas de árboles. Arsinoe, sentada bajo su palio de hojarasca, mira estas nuevas tierras, intenta adivinar una señal del destino. A veces aparecen grandes islas chatas, a flor de agua, similares a las balsas. «Hay que proseguir el descenso», dice Geberatu. Con el crepúsculo, los hombres de Meroe se detienen en las playas para implorar a los dioses, Horus, Osiris, Thoth, el del ojo del halcón celeste, Ra, el señor del horizonte al este del cielo, el guardián de la puerta de Tuat. En los braseros manda quemar incienso Geberatu, y lee el porvenir en las volutas de humo. Con el acompañamiento de músicos nubios que tocan el tambor, salmodia y gira la cabeza entrechocando sus collares de cauri. Los ojos se le ponen en blanco, arquea el cuerpo encima de la tierra. Entonces habla al dios del cielo, a las nubes, la lluvia, las estrellas. Cuando el fuego ha consumido el incienso, Geberatu recoge el hollín y se unta la frente, los párpados, el ombligo, los dedos de los pies. Arsinoe aguarda, pero Geberatu sigue sin ver el final del viaje. Las gentes de Meroe están exhaustas. Dicen: «Detengámonos aquí, no podemos continuar caminando. Los rebaños nos siguen muy de lejos. Nuestros ojos ya no pueden ver nada.» Cada mañana, al alba, como otrora Amanirenas, Arsinoe da la señal de partida, y el pueblo de Meroe se reincorpora a las balsas. En la proa de la primera, delante del palio de la joven reina, se mantiene de pie Geberatu, que sostiene la larga lanza arpón como símbolo de su magia. Un abrigo de piel de leopardo cubre su cuerpo fino y negro.

Las gentes de Meroe murmuran que la joven soberana es ahora presa de su poder, que él reina incluso sobre su cuerpo. Sentada al amparo de la techumbre de hojarasca con la cara orientada hacia la orilla infinita, suspira: «¿Cuándo llegaremos?» Y Geberatu responde: «Estamos en la balsa de Harpócrates, el escarabajo sagrado está a tu lado, a popa gobierna Maat, el padre de los dioses, que lleva su testa de ariete. Los doce dioses de las horas te empujan hacia el lugar de la vida eterna. Cuando tu balsa toque tierra en la isla del cenit, habremos llegado.»

El río baja lentamente, intruso en el cuerpo de Geoffroy, mientras dura su sueño. El pueblo de Meroe pasa en su interior, él siente sus miradas orientadas a las riberas en sombra por los árboles. Ante ellos levantan vuelo los ibis. Cada atardecer un poco más lejos. Cada velada, el hechizo del adivino, la faz paralizada por el éxtasis, y el humo del incienso ascendiendo en plena noche. En busca de un signo entre los astros, un signo de la espesura de la selva. Escuchando los gritos de las aves, escrutando los rastros de las serpientes en el limo de las riberas.

Por fin, una jornada a mediodía, aparece la isla en el centro del río, cubierta de cañas, similar a una balsa de gran tamaño. El pueblo de Meroe sabe entonces que ha llegado. Aquí está, en la curva del río, el lugar que tanto han anhelado. El final del largo viaje, porque ya no quedan fuerzas ni esperanza, tan sólo un inmenso cansancio. En la isla salvaje fundan la nueva Meroe, con sus casas, sus templos. Allí nace la hija de Arsinoe y el sacerdote Geberatu, la que llevará el nombre de Amanirenas, o Candada, como su abuela muerta en el desierto. Con ella, fruto de la unión de la última reina de Meroe y del adivino Geberatu, sueña ahora Geoffroy. Sueña con su rostro, su cuerpo, su magia, su mirada puesta en un mundo en que todo comienza.

Su rostro, terso, y puro como una máscara de piedra negra, la forma alargada de su cráneo, su perfil de una belleza irreal, la sonrisa que dibujan los labios, el arco de las cejas que arrancan del puente de la nariz y se elevan muy arriba como dos alas, y sobre todo, el ojo rasgado, aguzado, como el cuerpo del halcón celeste.

Ella, Amanirenas, la primera reina del río, heredera del Imperio Egipcio, nacida para hacer de la isla la metrópoli de un nuevo mundo, para unir a todos los pueblos de la selva y del desierto bajo la ley del cielo. Pero ya su nombre ha dejado de existir en esta lejana lengua consumida y desgarrada por la travesía del desierto. Su nombre vive en la lengua del río: ella se llama Oya, es el cuerpo mismo del río, la esposa de Shango. Es Yemoja, la fuerza del agua, la hija de Obatala Sibu y de Odudua Osiris. Los pueblos negros de Osimiri se han aliado con las gentes de Meroe. Han traído el grano, la fruta, el pescado, las maderas preciosas, la miel silvestre, las pieles de leopardo y los dientes de elefante. Las gentes de Meroe han aportado su magia, su ciencia. El secreto de los metales, la alfarería, la medicina, el conocimiento de los astros. Han aportado los secretos del mundo de los muertos. Y los signos sagrados del sol y de la luna, y de las alas y la cola del halcón, están grabados en los rostros de los primogénitos.

El la ve, ella agita su sueño. Oya se desplaza sigilosa hasta la proa de la canoa sosteniendo la pértiga en equilibrio como un balancín. Ahora la reconoce -es ella, sin duda- en su interior, loca y muda, errando a lo largo de las orillas del río en busca de su morada. Esa a quien espían los hombres entre los cañaverales, a quien tiran piedras los niños porque dicen que se lleva las almas al fondo del río.

Geoffroy Allen se despierta bruscamente. Su cuerpo está empapado de sudor. El nombre de Oya le quema en la mente como una marca. Sin hacer ruido, se desliza fuera del mosquitero, sale a la veranda. Al pie de la pendiente invisible, el cuerpo de Oya brilla en la noche, confundido con el cuerpo del río.


Geoffroy no volvió al Club. Por medio del viejo Moisés, que trabajaba en el Wharf, sabía que el rumor tenía un nombre, el del sustituto que llegaría de modo inminente a bordo de un barco proveniente de Southampton. Se llamaba Shakxon, había trabajado para Gillet de Cornhill, también para Samuel Montagu. Gracias a Sabine Rodes se conocían todos estos detalles. Para un hombre que no ponía jamás los pies en el círculo inglés de Onitsha, disponía de una información más que notable.

Fue entonces cuando Maou cometió aquella locura, desesperada. Una tarde, mientras Geoffroy se hallaba en las oficinas de la United África, se llevó a Fintan hasta la otra punta de la ciudad, por encima del embarcadero, donde se encontraba la casa de Sabine Rodes, en todo igual a un fortín, con su empalizada de estacas y su puerta cochera. Maou se presentó ante la puerta, con Fintan de la mano. Se abrió la puerta baja a la izquierda de la cochera y apareció Okawho, casi desnudo, con su rostro marcado brillando a la luz. Miró a Maou con ilimitado fastidio por toda expresión.

«¿Puedo ver al señor Rodes?», preguntó Maou.

Okawho se dio la vuelta sin responder, sigiloso y ágil como un felino.

Regresó, e hizo pasar a Maou al salón de las colecciones, con sus persianas cerradas como siempre. En la penumbra relucían de modo inquietante las máscaras africanas, los muebles, los jarrones de porcelana bañados de perlas. Maou distinguió por fin a Sabine Rodes en persona, recostado en una tumbona, frente a un ventilador ronroneante. Tenía puesta su larga vestidura hausa azul pálido y fumaba un cigarro puro.

Maou no lo había visto más que una vez, poco después de su llegada a Onitsha. Se sintió impresionada por el color de su piel, un amarillo ceroso que resaltaba en la oscuridad del salón, y contrastaba con el negro casi azul de Okawho.

Al entrar Maou y Fintan, se levantó y les acercó dos sillas. «Tomen asiento, tenga la bondad, señora Allen.» A Maou la extrañó un poco el tono de falsa delicadeza. Dijo:

«Fintan, espérame en el jardín.»

«Okawho va a enseñarte los gatitos que nacieron ayer por la noche», secundó Rodes.

Tenía una suave voz, pero ella percibió de inmediato la maldad de su mirada. Pensó que sabía de sobra el por qué de su visita.

Afuera, en el jardín, el sol era cegador. Fintan siguió a Okawho alrededor de la casona. En el patio trasero, cerca de la cocina, estaba Oya sentada en el suelo a la sombra de un árbol. Lucía el vestizo azul de la misión que llevaba el día que subieron al George Shotton. Tenía la vista al frente, clavada en un cartón tapizado con trapos en el que una gata tricolor daba de mamar a sus crías. No pestañeó siquiera cuando Fintan se le acercó. Bajo el vestido tenía hinchados el vientre y los senos. De pie ante ella, Fintan la miró sin decir nada. Oya giró la cabeza. Fintan vio sus ojos extraordinariamente grandes y alargados hacia las sienes. Su piel cobriza era oscura, brillante y tersa. Tenía los cabellos recogidos como siempre, con el mismo fular rojo, y llevaba alrededor del cuello el mismo collar de cauri. Oya detuvo un instante en Fintan esa insensata mirada suya que daba vértigo. Y reanudó su contemplación de la gata y de sus crías.

En la sala de las colecciones, Maou tenía el corazón en un puño. Sabine Rodes la hacía objeto de su más insoportable guasa. Le decía signorina, hablaba tan pronto en italiano como en francés, pronunciando fuerte las erres como ella. Era odioso todo lo que decía. Era aún peor que los demás, pensó Maou. Ahora no le quedaba ninguna duda, él había tramado el despido de Geoffroy de la United África Company. «Querida signorina, ya sabe, a diario vemos pasar gente como su marido, creen que van a reformarlo todo. No pretendo que esté equivocado, ni usted tampoco, pero hay que ser realista, hay que ver las cosas como son y no como nos gustaría que fueran. Somos colonizadores, no bienhechores de la humanidad. ¿Se le ha ocurrido pensar lo que pasaría si los ingleses que tan abiertamente desprecia retiraran sus cañones y sus fusiles? ¿No se le ha ocurrido que este país se vería salvajemente asolado, y que sería por usted, querida signorina, por usted y por su hijo por quienes empezarían, a pesar de todas sus generosas ideas, todos sus principios y sus amables conversaciones con las mujeres del mercado?»

Maou hizo un esfuerzo, fingió no haber entendido. «¿No hay nada que hacer, no queda ninguna posibilidad?» Quería decir: «¡Haga algo, diga algo en su favor, aquí es donde quiere vivir, no quiere abandonar este país!» Sabine Rodes se encogió de hombros, dio unas chupadas a su puro. De pronto lo aburría la situación. «Okawho, ¿el té?» Los sentimientos de esta mujer, su sombría mirada, su acento italiano, el esfuerzo que hacía por no dejar traslucir su angustia; resultaba molesto, era demasiado patético. Prefería pasar a otro tema, se refería ahora a los estudios de Geoffroy, a su obsesión por Egipto. «Sabe, yo fui el primero en hablarle de la influencia egipcia en el África Occidental, de las semejanzas con los mitos yorubas, con Benin. Yo le hablé de las piedras levantadas que vi a orillas del río Cross, por la parte de Aro Chuku. Cuando llegó, le di a leer todos los libros, Amaury Talbot, León Frobenius, Nachtigal, Barth, y Hasan Ibn Mohamed al-Wasan al-Fasi, a quien llaman León el Africano. Yo le hablé de Aro Chuku, del último lugar del culto a Osiris, fue idea mía. Imagino que se lo ha contado, ¿es así? ¿Le ha dicho a usted quiénes son las gentes de Aro Chuku, le ha dicho que quiere llegar hasta allí?» Parecía presa de una cierta excitación, se incorporó en su tumbona, llamó: «Okawho! Wa!» con la voz transformada, sonora. «¡Ve a buscar a Oya enseguida!»

La joven entró en la sala, seguida de Fintan. A contraluz su silueta parecía enorme, su vientre dilatado por el embarazo le daba la apariencia de una gigante. Se detuvo en el umbral. Sabine Rodes se acercó a ella, la acompañó hasta Maou.

«Mírela bien, signorina Alien, ¡ella es quien obsesiona a su marido, es la diosa del río, la última reina de Meroe! Ella no tiene ni idea, desde luego. Está loca y es muda. Un buen día llegó aquí, nadie sabe de dónde, vagaba siguiendo el río de una ciudad a otra, se vendía por un poco de alimento, por un collar de cauri. Se instaló en el casco del George Shotton. Mírela bien, ¿acaso no tiene todo el aire de una reina?»

Sabine Rodes se levantó, tomó a la joven de la mano, la hizo andar hasta Maou. Detrás, al amparo de la puerta, Okawho no perdía detalle. Maou se indignó.

«Déjela tranquila, no es una reina, ni una loca. Es una pobre muchacha sordomuda de la que todo el mundo se aprovecha, ¡no tiene usted derecho a tratarla como a una esclava!»

«Ahora es la mujer de Okawho, se la he dado yo.» Sabine Rodes volvió a sentarse en su sillón. Oya retrocedió despacio, hasta la puerta. Se deslizó al exterior cruzándose con Fintan que observaba la escena.

«¡Pero podría habérsela dado a su marido!»

Añadió con perfidia, mientras su azul mirada escrutaba a Maou: «¿Quién sabe de quién es la criatura que guarda en su vientre?»

Maou, colérica, sintió que le subía la sangre a la cabeza.

«¡Cómo puede! ¡No tiene usted el menor sentido de… del honor!»

«¡El honor!» Repitió, pronunciando fuerte la erre como Maou. «¡El honorrr!»

Se le había pasado el aburrimiento. Podía soltar su habitual discurso. Se levantó, bajándose las mangas de la túnica con un movimiento de los brazos: «¡El honor, signorina! ¡Pero, mire a su alrededor! ¡Todos, todos tenemos los días contados! ¡Los buenos y los malos, la gente de honor y la gente como yo! ¡Se acabó el imperio, signorina, se derrumba por doquier, se deshace en polvo, el gran barco del imperio naufraga con todos los honores! ¡Usted habla de caridad, y su marido vive inmerso en sus quimeras, y al mismo tiempo todo se derrumba! Pero yo no me iré. Me quedaré aquí para verlo todo, es mi misión, mi vocación, ¡ver cómo se va a pique el navío!»

Maou cogió la mano de Fintan. «Está usted loco.» Tales fueron sus últimas palabras en la casa de Sabine Rodes. Buscó deprisa la puerta. En el jardín, Oya había vuelto a sentarse frente a la gata metida en su caja.

Cuando Geoffroy se enteró de lo ocurrido, de la tentativa de Maou, se puso furibundo. Su voz retumbaba en la casa vacía, se confundía con los truenos de la tormenta. Fintan se escondió en el cuarto de cemento, al fondo de la casa. Podía oír la voz de Geoffroy, dura, malintencionada:

«Es culpa tuya, es lo que también tú querías, has puesto todo de tu parte para lograrlo, para que tuviéramos que irnos.»

El corazón, a Maou, se le salía del pecho, se le atascaba la voz de ira e indignación, decía que no era cierto, que era infame, lloraba.

Fintan cerró los ojos. Se sentía el fragor de la lluvia sobre la chapa. El olor a cemento fresco era más fuerte que todo lo demás. Pensó: mañana iré a Omerun, a casa de la abuela de Bony. Jamás regresaré. Jamás iré a Inglaterra. Con una piedra grabó en la pared de cemento POKO INGEZI.


El fuego es más abrasador, más preciso ahora que ya nada lo protege, que nada se interpone entre él y su sueño. Geoffroy remonta con lentitud el río Cross en una canoa cargada hasta los topes que pugna contra la fuerza de la corriente, crecida por las lluvias, que arrastra el cieno y las ramas rotas. Esta mañana ha llovido en las colinas, y se han desbordado los afluentes del Cross, impregnando de sangre el agua del río. Okawho está sentado en la proa de la canoa. Apenas se mueve, de vez en cuando coge un poco de agua en el hueco de la mano y bebe, o se rocía la cara. Ha aceptado venir con Geoffroy, guiarlo hasta Aro Chuku. Sin dudarlo ni un instante. Sin decirle nada a Sabine Rodes. Se llegó de mañana al embarcadero, subió al Ford V 8, que se dirige a Owerri. No cogió objetos personales para el viaje. no lleva más que el pantalón corto caqui y la camisa rasgada de todos los días.

Ahora la canoa remonta el río Cross, transportando pasajeros hacia Nbidi, Afikpo, hacia las minas de plomo de Aboinia Achara, Mujeres, niños cargados con sus equipajes, hombres escoltando las mercancías, el aceite, el petróleo, el arroz, las latas de corned-beef y leche condensada. Geoffroy sabe que se dirige a la verdad, al corazón, La canoa remonta el río, hacia la senda de Aro Chuku, remonta el curso del tiempo.

En el mes de diciembre de 1901, el coronel Montanaro, jefe de las fuerzas británicas de Aro, remontó este mismo río en un barco de vapor con una dotación de 87 oficiales ingleses, 1.550 soldados negros y 2.100 porteadores. Luego, a través de la sabana, dividido en cuatro columnas, el ejército se puso en marcha hacia Aro Chuku, continuando hacia Oguta, Akwete, Unwuna, Itu. Un verdadero cuerpo expedicionario, como en la época de Stanley, con sus cirujanos, geógrafos, oficiales civiles e incluso un pastor anglicano. Son los valedores del poder del imperio, tienen orden de avanzar cueste lo que cueste, con el fin de reducir la bolsa de resistencia de Aro Chuku y destruir para siempre el oráculo de Long Juju. El teniente coronel Montanaro es un hombre enjuto y pálido pese a los años pasados al sol de África. Las órdenes son inapelables: destruir Aro Chuku, reducir a cenizas la ciudad rebelde con todos sus templos, fetiches, altares para los sacrificios. Nada debe salvarse en este lugar maldito. Hay que matar a todos los hombres, viejos y niños varones de más de diez años. ¡No debe quedar ni rastro de esa ralea! ¿Da vueltas en su mente a las consignas de guerra contra el pueblo aro, contra el oráculo que preconiza la destrucción de los ingleses? Las cuatro columnas avanzan a través de la sabana, guiadas por los exploradores venidos desde Calabar, Degema, Onitsha, Lagos.

¿Acaso es esto lo que Geoffroy ha venido a buscar, como una confirmación del inminente fin del imperio, o como el final de su propia aventura africana? Geoffroy recuerda la primera vez que remontó el tiempo, al llegar a esta tierra. El viaje a caballo atravesando las espesuras de Obudu, por las tenebrosas colinas que habitan los gorilas, en Sankwala, Umaji, Enggo, Olum, Wula, el descubrimiento de los templos abandonados en la selva, las piedras erguidas como gigantescos sexos dirigidos al cielo, las estelas grabadas con jeroglíficos. Escribió a Maou una larga carta para decirle que había encontrado el final de la ruta de Meroe, los signos dejados por el pueblo de Arsinoe. Luego estalló la guerra, y la pista volvió a cerrarse. ¿Podrá encontrar de nuevo todo eso? Mientras la canoa remonta el río, Geoffroy escruta las riberas, en busca de un indicio que le permita orientarse. Aro Chuku es la verdad y el corazón que no ha cesado de latir. La luz rodea a Geoffroy, se arremolina en torno a la canoa. El sudor da brillo al rostro de Okawho, sus cicatrices parecen abiertas.

Han desembarcado en la playa, donde el río forma un recodo, con el declinar de la tarde. Okawho dice que allí comienza la senda de Aro Chuku. En algún lugar de la orilla opuesta la selva oculta las piedras erectas. Geoffroy dispone sus bártulos para pasar la noche, mientras la canoa prosigue su recorrido, lleva su carga de hombres y mercancías hacia la parte alta del río. Okawho está sentado en una piedra, mira el agua sin decir nada. Su rostro está esculpido en brillante y negra piedra. Unos espesos párpados le velan la mirada, sus arqueados labios dibujan una media sonrisa. En su frente y sus mejillas relucen las marcas itsi como si el polvo de cobre se hubiera reavivado. En la frente, el sol y la luna, los ojos del pájaro celeste. En las mejillas, las plumas de las alas y la cola del halcón. Cuando cae la noche, Geoffroy se envuelve en una sábana para evitar las picaduras de los mosquitos. La playa recoge el eco de los sonidos del río. Sabe que se halla al lado mismo del corazón, al lado mismo de la razón de todos los viajes. No puede conciliar el sueño.


A las lluvias torrenciales y los tornados de julio sucedía un breve período de calma en el mes de agosto que era conocido como la «pequeña estación seca».

Geoffroy decidió aprovechar ese momento para dirigirse al este. Por la mañana, al levantarse, Fintan veía las nubes suspendidas en el cielo por encima del río. Ya se iba agrietando la tierra roja, formaba coágulos, pero el río continuaba acarreando un agua cenagosa, oscura, violeta, atascada de troncos arrancados a las riberas del Benue.

A Fintan no se le había ocurrido nunca que esta corta estación pudiera causarle semejante dicha. Tal vez se debía a Omerun, a la aldea, al río. Por la tarde Maou reposaba en la habitación de las persianas echadas, Fintan corría descalzo por la sabana hasta el gran árbol donde lo esperaba Bony. Antes de llegar al lugar de la cita Fintan oía la suave música de la sanza [8] que se confundía con los chirridos de los insectos. Parecía una música de invocación a la lluvia.

Por donde la gran falla, por el lado de Agulu, de Nanka y del río Mamu se agolpaban las nubes, formaban una cadena montañosa. Se elevaban humaredas en la planicie, por encima de las aldeas y las granjas. Fintan oía cada tanto los aullidos de los perros, se interpelaban de punta a punta de los campos. Mientras se aproximaba al árbol, Fintan prestaba oído a todo, miraba con una especie de avidez, como si fuera la última ocasión.

Geoffroy se había marchado, por la carretera de Owerri. ¿Habría salido en busca de una nueva casa, teniendo en cuenta que el sustituto iba a ocupar su sitio en Ibusun? Aunque también habló de ese extraño lugar, esa misteriosa y mágica ciudad metida en la sabana, Aro Chuku. Antes de subir al V 8 su comportamiento fue de lo más extravagante. Abrazó con fuerza a Fintan, le acarició los cabellos mientras le decía, deprisa y en voz baja: «Perdóname, boy, no tenía que haberme enfadado tanto. Estaba cansado, lo entiendes ¿verdad?» A Fintan se le aceleraban los latidos del corazón, ya no sabía qué pensar, era como si tuviera ganas de llorar. Geoffroy añadió entre dientes: «Hasta la vista, boy, cuida bien de tu madre.» Luego montó en el vehículo, encogió su corpachón al volante. Colocó una cartera en el asiento, a su lado, como cuando se marchaba a Port Harcourt a despachar asuntos. «¿Se va para siempre?», inquirió Fintan. Pero ya estaba arrepintiéndose de su pregunta.

Maou se puso a hablar de Owerri, Abakaliki, Ogoja, de las gentes que vería, de la casa que esperaba encontrar allí. Por primera vez decía: «tu padre». Así es que tal vez pudieran quedarse, acaso no tuvieran que regresar a Marsella. El V 8 rodó hasta el camino envuelto en una nube de polvo rojo, luego bajó el repecho y se perdió en las calles de Onitsha.

El árbol grande se hallaba en lo alto de un montículo desde el que se veía el valle de Omerun. Bony se sentaba en las raíces, tocaba la sanza con la vista perdida en la lejanía. Desde que su hermano cayó prisionero era otro. Ya no se pasaba por casa de Geoffroy, y cuando se topaba con Fintan en la ciudad, cambiaba de orilla.

Sabía que Geoffroy había partido. Mentó Owerri, Aro Chuku. Fintan no se extrañó lo más mínimo. Bony lo sabía todo, como si pudiera oír a la gente hablar a distancia.

Fintan no le hablaba nunca de Geoffroy. Sólo una vez, después de la noche que pasaron al sereno, junto al agua mbiam; Geoffroy lo había azotado a cintazos. Fintan le enseñó las marcas en las piernas, la espalda. Dijo «Poko Ingezi» y Bony encontró divertido repetir también él «Poko Ingezi». A Fintan le gustaba mucho Omerun. La cabaña de la abuela de Bony estaba al borde del río. La anciana les invitaba a comer, fufú, ñames tostados, patatas dulces, asadas entre cenizas. Era una mujer pequeña, con un nombre sorprendente para una persona tan entrada en carnes, pues se llamaba Ugo, es decir, el ave rapaz que vuela por el cielo, un halcón, un águila. Ella a su vez llamaba a Fintan umu, como si también fuera su nieto. Algunas veces Fintan pensaba que aquella era su familia de verdad, que su piel se había vuelto como la de Bony, negra y tersa.


Maou seguía durmiendo bajo el dosel del mosquitero con las persianas entornadas. Fintan se acercaba a verla sigiloso, con los pies desnudos, conteniendo la respiración por miedo a despertarla. Así era como la prefería, en pleno sueño, con los bucles castaños enmarañados tapándole las mejillas y el reflejo del alba en los hombros. Igual que antes, en San Martín, como cuando estaban los dos solos en el camarote del Surabaya.

Desde que se marchó Geoffroy, hacia Owerri y el río Cross, todo era distinto. Una extraordinaria paz reinaba en la casa, y Fintan ni siquiera tenía ya ganas de salir. El mundo se había detenido, se había dormido con el mismo sueño que Maou; por eso dejó de llover. Todo se podía olvidar. Nada de Club ni de Wharf; los cobertizos de la United África permanecían cerrados. Tampoco a Maou le apetecía bajar a la ciudad. Se contentaba con mirar el río desde lo alto de la terraza, o daba a Fintan sus lecciones, le hacía repetir las tablas de multiplicar, los verbos irregulares ingleses. Volvió incluso a escribir poemas en su cuaderno; hablaba del río, del mercado, de las hogueras encendidas, del olor a pescado frito, del ñame, de la fruta demasiado madura. Tenía tanto que decir que no sabía por dónde empezar. También era algo triste, porque se sentía urgida, impaciente, como durante los días que precedieron a su partida de Marsella. Y ahora, ¿qué dirección tomar?

Bony dejó de presentarse a la cita del árbol. Era debido a la fiesta del ñame. En Omerun reina Eze Enu, que mora en el cielo y cuyo ojo es Anyanu, el sol. También lo llaman Chuku abia ama, el que planea en el aire como un pájaro blanco. Cuando las nubes se alejan, dice Bony -mientras imita con los brazos el planeo de un ave- es el momento de dar el alimento a Eze Enu. Se le ofrenda el primer ñame, muy blanco, en un blanco lienzo extendido en el suelo. En el lienzo se coloca una pluma de águila blanca, una pluma de pintada blanca, y el ñame, más blanco que la espuma.

Esa misma noche iba a comenzar la fiesta. Marima propuso a Maou que fuera con ella a Omerun para ver el «juego de la luna». Era un misterio. Ni ella ni Maou habían ido nunca.


Desde su puesto de observación en el viejo embarcadero de madera, Fintan contemplaba el desplazamiento de los barcos por el río. Los pontones cargados con toneladas de aceite bajaban con lentitud, derivando en los remolinos, frenados por medio de las largas pértigas flexibles que esgrimían los hombres. De vez en cuando surcaba las aguas una canoa envuelta en el rugido de su motor fuera borda cuyo eje largo se sumergía muy atrás como un brazo frenético. Río arriba las islas parecían flotar contracorriente. Brokkedon, el pecio del George Shotton, y en la desembocadura del Omerun, la gran isla de jersey, con su tenebrosa espesura. Fintan pensaba en Oya, su cuerpo tendido en el interior del pecio, su mirada traspuesta mientras Okawho la penetraba, el furor acto seguido del joven guerrero, el ruido atronador cuando hizo añicos el espejo. Pensaba en la playa, entre las cañas, cuando Bony pretendió tomar a Oya por la fuerza, en el sendero, el furor que se apoderó de él, como un ardor en el cuerpo, y la marca en la mano de la mordedura de Oya.

Dado todo lo ocurrido, Fintan ya no creía en la posibilidad de abandonar Onitsha, regresar a Europa. Tenía la impresión de haber nacido aquí, junto a este río, bajo este cielo, de haber conocido esto desde siempre. Era el parsimonioso poderío del río, el agua en eterno descenso, el agua en sombra y roja, porteadora de los troncos de los árboles, el agua hecha cuerpo, el cuerpo de Oya esplendente y dilatado por el embarazo. Fintan miraba el río, le latía el corazón, sentía en su interior una parte de esa mágica fuerza, una parte de esa dicha. Nunca más sería extranjero. Lo sucedido allí, en el pecio del George Shotton, había sellado un pacto, un secreto. Se acordaba de la primera vez que vio a la joven, en la playa de Omerun, desnuda en el río. «Oya.» Bony pronunció su nombre en voz baja. Como si fuera hija del río, con su color agua profunda, su cuerpo terso, sus senos, su rostro de ojos de egipcia. Entonces los dos permanecían echados en el fondo de la canoa, disimulados entre los cañaverales, sin hacer ruido, como a la caza de un animal. Fintan sentía un nudo en la garganta. Bony miraba con una atención dolorosa, el semblante paralizado, pétreo.

Jamás podría separarse del río, tan lento, tan premioso. Fintan permanecía inmóvil en el embarcadero hasta que el sol descendía hacia la otra orilla; el ojo de Anyanu escindiendo el mundo.


La luna estaba en lo alto del cielo negruzco. Maou andaba por el camino de Omerun, junto a Marima. Fintan y Bony marchaban un poco más atrás. Entre las hierbas los sapos producían sus ruidos. Las hierbas se confundían con la negrura, pero las hojas de los árboles brillaban con un lustre metálico, y el camino refulgía a la claridad de la luna.

Maou se detuvo, cogió a Fintan de la mano.

«¡Mira qué bonito!»

En cierto momento, en lo alto de la pendiente, se volvió a mirar en dirección al río. Se veía con nitidez el estuario, las islas.

Caminaba más gente por la carretera de Omerun, todos se daban prisa para llegar a la fiesta. Venían de Onitsha, o incluso de la otra orilla, de Asaba, de Anambara. Pasaban bicicletas zigzagueando y tocando el timbre. De vez en cuando un camión perforaba la noche con sus faros levantando una nube de polvo acre. Maou se cubría con un velo, al estilo de las mujeres del norte. El ruido de los pasos crecía en la noche. Un resplandor como de incendio dominaba la aldea. Maou se asustó, pensó en decirle a Fintan: «Ven, nos damos la vuelta.» Pero la mano de Marima tiró de ella instándola a seguir: «Wa! ¡Adelante!»

De pronto comprendió el motivo de su aprensión. Se había desatado en algún rincón del sur el redoble de los tambores y se fundía con el fragor amortiguado de una tormenta eléctrica. Pero en esta carretera, con tanta gente en plena marcha, el tronido perdía su poder aterrador. No era más que un rumor familiar que llegaba desde el fondo de la noche, un ruido humano, un ruido tan tranquilizador como la luz de las aldeas que brillaba a lo largo del río, hasta los límites de la selva. Maou pensaba en Oya, en la criatura que iba a nacer aquí, a orillas del río. Ya no se sentía embargada por soledad alguna, sino liberada de la opresión de las casas coloniales, de sus empalizadas, donde se ocultaban los blancos para aislarse del mundo.

Caminaba ligera, con el apresurado paso de las gentes de la sabana. Apagó su linterna para ver mejor la luz de la luna. A la vez estaba pensando en Geoffroy, le hubiera gustado tenerlo a su lado en esa carretera, con el corazón palpitando al compás de los tambores. Estaba decidido. Cuando Geoffroy regresara, abandonarían Onitsha. Se llevarían a Oya y a su bebé lejos del señor Rodes, se marcharían, sin despedirse de nadie. Le dejarían todo a Marima, todo lo que tenían, e irían hacia el norte. Esto era con mucho lo más triste, renunciar a la infantil carita de Marima, al regalo de su risa cuando Maou le recitaba sus lecciones de ibo, Je nuo, ofee, ulo, umu, aja y todo lo que había aprendido con ella, cuando preparaba la comida fuera, en las piedras del hogar, el fufú, el gari de cazabe, isusise, el ñame hervido, y la ground nut soup, la sopa de cacahuete.

Maou apretaba la mano de Pintan. Ardía en deseos de decirle sin tardanza, cuando vuelva Geoffroy iremos a vivir a una aldea, lejos de toda esa gente malvada, de esa gente indiferente y cruel que quiso echarnos, arruinarnos. «¿Adonde iremos, Maou?» Maou quería hacer gala de una voz alegre, despreocupada. Apretó la mano de Fintan con más fuerza. «Ya veremos, tal vez a Ogoja. Puede que remontemos el río hasta el desierto. Lo más lejos posible.» Soñaba andando. La luz de la luna era nuevecita, resplandeciente, embriagadora.

Cuando llegaron a la aldea, la plaza estaba abarrotada. Ardían los anafes, se aspiraba el olor a aceite caliente, a buñuelos de ñame. Resonaban las voces, los gritos de los niños que corrían en la noche, y muy cerca, la música de los tambores. De tarde en tarde, las agudas notas de la sanza.

Marima guiaba a Maou entre el gentío. Y de improviso se encontraron en el corazón de la fiesta. En la superficie de tierra endurecida bailaban los hombres, con sus cuerpos brillando al fulgor de las lumbres. Eran muchachos jóvenes, delgados y de elevada estatura, con un calzón caqui hecho trizas por toda vestimenta. Batían el suelo con la planta de los pies, separados los brazos, ojos saltones. Marima arrastró a Maou y Fintan lejos del círculo de los bailarines. Bony desapareció entre la multitud.

De pie, arrimados a la pared de las casas, Maou y Fintan miraban a los bailarines. También danzaban mujeres, que giraban la cara hasta el mareo. Marima cogió a Maou del brazo: «¡No temas!» gritaba. Maou había metido la cabeza entre los hombros, se apoyaba en el muro para ocultarse en la sombra. Al mismo tiempo, era incapaz de apartar la vista de las siluetas de los bailarines que evolucionaban en medio de las lumbres. De repente, unos hombres que erigían dos postes en la plaza atrajeron su atención. Entre ambos postes tendieron una larga cuerda. Uno de los postes tenía forma de horca.

La música de los tambores no se detenía. Pero el guirigay de la multitud fue acallándose poco a poco, y los agotados bailarines se tumbaron en el suelo. Maou quería hablar, pero una especie de inquietud incomprensible le trababa la garganta. Apretó muy fuerte la mano de Fintan. Sentía en su espalda el muro de barro que aún conservaba el calor del sol. Vio que guindaban dos siluetas en cada poste, y al principio creyó que se trataba de muñecotes de trapo. Acto seguido las siluetas empezaron a moverse, a bailar a caballo en la cuerda, y comprendió que eran hombres. Uno llevaba un vestido largo de mujer y lucía unas plumas en la cabeza. El otro iba desnudo, con el cuerpo pintado de rayas amarillas, salpicado de puntos blancos, y un gran pico de madera le enmascaraba el rostro. Haciendo equilibrios en la cuerda con sus largas piernas colgando en el vacío, avanzaban entre contorsiones, al compás de la música de los tambores. La multitud se había agolpado debajo, lanzaba extraños gritos, llamamientos. Los dos hombres parecían sendos pájaros fantásticos, Volcaban la cabeza hacia atrás, separaban los brazos imitando unas alas. El pájaro macho arrimaba el pico, y el pájaro hembra lo esquivaba, se evadía y regresaba, en medio de las risas y los gritos de la concurrencia.

Algo irresistible atraía a Maou hacia el espectáculo de los hombres pájaro. Ahora la música de los tambores resonaba en lo más hondo de su interior, daba vértigo. Se hallaba en el corazón mismo del misterioso redoble que oía desde su llegada a Onitsha.

Los grotescos pájaros bailaban ante ella, ahora suspendidos de la cuerda a la luz de la luna, agitando sus máscaras de ojos rasgados. Realizaban movimientos lascivos y, de improviso, dio la impresión que combatían. En torno a ella también bailaban los espectadores. Vio el destello de sus ojos, la dureza de sus invulnerables cuerpos. En medio de la plaza flameaba una cortina de llamas, y los hombres y los niños la cruzaban saltando entre gritos.

Maou se sintió tan aterrada que apenas podía respirar. A tientas, se volvió hacia la pared de la casa, tratando de localizar con la mirada a Fintan y Marima. La música de los tambores resonaba poderosa. Los pájaros fabulosos se unieron en la cuerda, formando una pareja grotesca de la que sobresalían sus desmesuradas piernas. Luego parecieron caer mansamente, y la multitud arrambló con ellos.

Maou se estremeció al notar que una mano se apoderaba de la suya. Era Marima. Fintan estaba con ella. Maou quería llorar, estaba exhausta. «¡Ven!» dijo Marima. La condujo hasta la salida de la aldea, a la carretera que subía a través de las altas hierbas. «¿Se han matado?» preguntó Maou. Marima no respondió. Maou no entendía por qué todo esto revestía tanta importancia. No era más que un juego a la luz de la luna. Pensaba en Geoffroy. Sentía que la invadía la fiebre.


Geoffroy está al lado mismo del lago de vida. Ayer vio los monolitos Akawanshi, en la ribera del Cross, erguidos en la hierba como si fueran dioses. En compañía de Okawho se acercó a los bloques de basalto. Parecían caídos en vertical del cielo, ensartados en el limo rojo del río. Okawho dice que los grandes magos de Aro Chuku los han traído de Camerún con sus poderes. Una de las piedras tiene la altura de un obelisco, puede que mida treinta pies. En la cara que mira hacia poniente Geoffroy ha reconocido el signo de Anyanu, el ojo de Anu, el sol, la dilatadísima pupila de Usiri, que viaja en las alas del halcón. Es el signo de Meroe, el último signo inscrito en el rostro de los hombres en memoria de Junsu, el joven dios egipcio que llevaba tatuados en la frente los dibujos de la luna y el sol. Geoffroy recuerda las palabras del Libro de los Muertos en la traducción de Wallis Budge, puede recitarlas de corrido, en voz alta, como una oración, un escalofrío en el aire inmóvil:


La ciudad de Anu es como él, Osiris, un dios.

Anu es como él, un dios. Anu es como es, Ra.

Anu es como es, Ra. Su madre es Anu.

Su padre es Anu, él es él mismo, Anu, nacido de Anu.


La piedra negra es la imagen más lejana del dios Min, el del sexo erecto. En la cara negra, el signo Ndri brilla con fuerza a la luz rasante del declinar del día. La vida gira en torno a los dioses. Hay insectos suspendidos en el aire, surcos labrados en la tierra roja. En una libreta Geoffroy dibuja el emblema sagrado de la reina de Meroe, Ongwa la luna, Anyanu el sol, Odudu egbé, las alas y la cola del halcón, Alrededor del signo hay cincuenta y seis puntos tallados en la piedra, el halo de los umundri, los niños que circundan el sol.

Okawho está de pie junto a la piedra. En su rostro brilla el mismo signo.

Luego cae la noche. Okawho improvisa un abrigo de circunstancias contra la lluvia.

Las estrellas rotan despacio alrededor de las piedras negras.

Al alba reanudan la marcha a lo largo del río. Una canoa de pescador los conduce a la orilla derecha del Cross, un poco por encima de los monolitos. Allí hay un arroyo medio cegado por los árboles arrastrados por la última crecida.

«Ite Brinyan», dice Okawho. Ese es Atabli Inyang, el lugar donde se encuentra el lago de vida. Geoffroy sigue a Okawho, que se introduce en el agua hasta la cintura, abre a machetazos un camino entre las ramas. Cruzan el agua negruzca, casi fría. Caminan luego sobre unas peñas. El sol está en lo alto del cielo, Okawho se ha desvestido para que el ramaje no lo frene. Su negro cuerpo brilla como el metal. Brinca hacia adelante, va abriendo el paso. Geoffroy marcha detrás con dificultades. Su ronco jadeo resuena en el silencio de la selva. El sol abrasa en su interior, después de tantos días, el sol abrasa en el centro de su cuerpo, sobrenatural mirada.

¿Qué he venido a buscar? se dice Geoffroy, y no es capaz de encontrar una respuesta. Debido al cansancio y al ardor de este sol en el fondo de su cuerpo, se le ha nublado todo atisbo de razón. Sólo importa avanzar, seguir a Okawho por este laberinto.

Poco antes del crepúsculo, Geoffroy y Okawho llegan a Ite Brinyan. El angosto arroyo que han seguido durante la jornada, rompiendo con esfuerzo los cerrojos de los árboles, atravesando un caos de rocas apiladas, a lo largo de lo que a veces no era más que un corredor en plena selva, se abre de pronto a la manera de una gruta que se mudara en una inmensa sala subterránea. Se hallan frente a un lago que refleja el color del cielo.

Okawho se detuvo en una peña. Hay en su semblante una expresión que Geoffroy jamás había visto en ningún otro rostro. Tal vez en una máscara; algo sobrehumano y lleno de dureza. Los ojos silueteados por un fino trazo que vacía la mirada y dilata las pupilas.

No hay el menor signo de vida, ni en el agua ni en la selva que rodea el lago. Reina tal silencio que Geoffroy cree oír el flujo de la sangre en sus arterias.

A continuación Okawho se introduce con parsimonia en la lóbrega agua. Al otro lado de la bahía los árboles forman un impenetrable muro. Algunos árboles son tan altos que la luz del sol sigue engarzada en sus copas.

Ahora Geoffroy oye el ruido del agua. Un suspiro entre los árboles, entre las piedras. Siguiendo los pasos de Okawho, Geoffroy se introduce en el lago y avanza despacio hacia la fuente. En medio de los bloques de gres negro mana una cascada.

«Es Ite Brinyan, el lago de vida.» Ha dicho Okawho en voz baja. O quizá Geoffroy ha creído oírlo. Se estremece ante el agua, que brota como en el instante primero del universo. Hace frío. Del bosque llega un soplo, un aliento.

En la copa de sus manos, Okawho coge agua y se lava la cara. Geoffroy cruza el lago, resbala en las rocas. El peso de la ropa empapada le impide subir a la orilla. Okawho le tiende la mano y lo ayuda a encaramarse a las rocas que rodean la fuente. Allí Geoffroy se lava la cara, bebe con detenimiento. El agua fría aplaca el ardor del centro de su cuerpo. Piensa en el bautismo, nunca en adelante volverá a ser el mismo.

Cae la noche. Es muy grande el silencio, perturbado tan sólo por la voz de la fuente. Geoffroy se echa sobre las piedras, aún calientes por la luz del sol. Tras tantas adversidades y fatigas, le parece haber alcanzado por fin su meta. Antes de morir piensa en Maou, en Fintan. Este es el sitio al que habrá que traerlos para escapar de Onitsha, huir de la traición. Aquí podrá escribir su libro, culminar sus indagaciones. Como la reina de Meroe, por fin ha encontrado el lugar de la vida nueva.

Al amanecer Geoffroy descubre el árbol. No lo había reconocido, debido tal vez a la oscuridad de la noche. Lo tenía encima y no lo sabía. Es un árbol inmenso, de tronco escindido, que despliega sus ramas sobre el agua a la altura de la fuente. Okawho ha dormido un poco más arriba, en las raíces. En tierra, cerca del tronco, hay un altar primitivo: tinajas rotas, calabazas, una piedra negra.

Geoffroy dedica toda la mañana a explorar el entorno de la fuente en busca de otros indicios. Pero no hay nada. Okawho se impacienta, quiere regresar esta misma tarde. Bajan el arroyo de nuevo hasta el río Cross. En la orilla, a la espera de una canoa, construyen un abrigo.

Durante la noche, un ardor múltiple que le atormenta el cuerpo despierta a Geoffroy. El haz de la linterna le muestra el suelo plagado de pulgas, tan numerosas que la tierra parece desplazarse. Okawho y Geoffroy se refugian en la playa. Al despuntar el día Geoffroy tirita de fiebre, no puede moverse. Orina un líquido negruzco, color sangre. Okawho le pasa la mano por la cara y dices «Es el mbiam. El agua es mbiam.»

Hacia el mediodía se detiene una canoa motora. Okawho traslada a cuestas a Geoffroy y lo instala bajo una lona para protegerlo del sol. La canoa se desliza río abajo a gran velocidad, hacia Itu. El cielo es inmenso, de un azul casi negruzco. Geoffroy siente el fuego que se ha reavivado en el centro de su cuerpo, y el frío del agua que asciende en oleadas y lo invade por completo. Piensa: todo ha terminado. No existe el paraíso.


Cuando sintió que había llegado el momento, Oya abandonó el dispensario y caminó hasta el río. Era el alba, no había todavía nadie en las laderas, Oya estaba inquieta, buscaba un sitio, como hiciera la gata tricolor, en el jardín de Sabine Rodes, antes de parir. En el embarcadero encontró una canoa. La desamarró y, estribada en la larga pértiga, se dio impulso hacia el centro del agua, en dirección a Brokkedon, Se sentía apremiada. Ya dolorosas oleadas le dilataban el útero. Al encontrarse encima del agua se le pasó el miedo, y el dolor resultaba más soportable. Todo le venía de estar enclaustrada en la blanca sala del dispensario, con todas aquellas mujeres enfermas y el olor a éter. El río estaba en calma, la bruma se enzarzaba en los árboles, se veían bandadas de aves blancas. Enfrente no se distinguía el pecio, inmerso en la bruma, confundido con la isla por su camuflaje de cañas y árboles.

Lanzó la canoa a través de la corriente, concentrando en la pértiga todas sus fuerzas para tomar impulso, y la canoa siguió su derrota por el empuje adquirido, un poco atravesada. Oya sufrió un acceso de violentos espasmos. Tuvo que sentarse, con las manos aferradas a la pértiga. La corriente la arrastraba hacia abajo, y tuvo que servirse de la pértiga como si fuera una rama. El dolor se acompasaba al movimiento de sus brazos, descargaba su peso sobre el agua. Consiguió atravesar la corriente. Se dejó ir un poco, entre gemidos, vencida hacia adelante, mientras la canoa se deslizaba suavemente bordeando los cañaverales de Brokkedon. Ahora se encontraba en la zona tranquila, tropezaba con las cañas espantando a miríadas de mosquitos. La proa de la canoa chocó por fin con el pecio. Oya hundió la pértiga en el cieno para inmovilizar la canoa, y comenzó a subir la vieja escalera de hierro hasta cubierta. El dolor la obligó a detenerse, para respirar, con las manos aferradas al herrumbroso pasamanos. Aspiraba el aire profundamente, con los ojos cerrados. Al abandonar el dispensario, dejó en el armario el vestido azul de la misión, y partió con la camisa blanca, ahora toda empapada de sudor y manchada de barro. Pero conservó el crucifijo de estaño. Por la mañana, antes del alba, rompió aguas, y se enroscó una sábana a la altura de los riñones.

Muy despacio, a cuatro patas, se desplazó por la cubierta, hasta la escalera que conducía a los devastados salones. Allí, junto al cuarto de baño, estaba su refugio. Oya desató la sábana y la extendió en el suelo, se tumbó encima. Palpó en busca de los tubos que colgaban de las paredes. Una pálida luz entraba por las aberturas del casco, a través del ramaje de los árboles. El agua del río corría bordeando el pecio, provocando una continua vibración que penetraba en el cuerpo de Oya y se sumaba a la onda de su dolor. Con los ojos abiertos dirigidos a la luz, Oya esperó que llegara el momento, mientras cada ola de dolor le sacudía el cuerpo y la forzaba a apretar las manos a la vieja cañería oxidada que tenía encima. Se acompañaba con una canción que no era capaz de oír, una larga vibración igual al movimiento del río que bajaba rozando el casco.


Fintan y Bony se introdujeron en el pecio. No oyeron ningún ruido, salvo el silbido de la respiración de Oya, ronca, ahogada. Bien respaldada en el suelo del antiguo cuarto de baño, empujaba con las manos aferradas a algo que Fintan tomó al principio por una rama; era la cañería de la que Okawho arrancó un trozo para destrozar el espejo. Bony también se acercó. Planeaba un misterio, no podían articular palabra, sólo mirar. Cuando Fintan llegó al embarcadero, al alba, Bony lo puso al corriente de todo, la huida de Oya, que el niño iba a nacer. A bordo de la canoa de su tío, Bony trasladó a Fintan hasta el pecio. Bony no quería ascender la escalera de hierro, pero terminó por seguir a Fintan. Era algo terrible y atrayente a la vez, y permanecieron unos instantes en la oscuridad, en el interior del casco, para mirar.

Por momentos Oya arqueaba su cuerpo, como si estuviera luchando, afianzada en sus piernas separadas. Se quejaba bajito, con gemidos agudos, como una canción. Fintan recordaba cuando Okawho la tumbó en el suelo, su extraña mirada, aquel semblante traspuesto, como si le doliera, y ausente al mismo tiempo. En vano buscaba su mirada; la onda de dolor pasaba sobre ella, que apartaba a un lado la cara, hacia lo oscuro. La camisa blanca del dispensario estaba sucia de barro y sudor, su rostro brillaba en la penumbra.

Ahora sí había llegado el momento, después de tantos meses de deambular por las calles de Onitsha con su paso vacilante. Fintan miró a su alrededor en busca de Bony, pero ya no estaba. Sin hacer el menor ruido, se había deslizado al exterior y, tras montar en la canoa, había remado hasta la orilla en busca de las mujeres del dispensario. Fintan estaba solo en el vientre del pecio con Oya en pleno alumbramiento.

Había llegado el momento. De pronto se volvió hacia él, lo miró y él se le acercó. Estrujaba la mano de Fintan como para triturársela. También él tenía que hacer algo, participar en el alumbramiento. No sentía el dolor de la mano. Escuchaba, admiraba este extraordinario acontecimiento. En el interior del George Shotton algo se hacía presente, inundaba el espacio, crecía, un aliento, un agua desbordante, una luz. El corazón de Fintan latía hasta el dolor, mientras la onda resbalaba por el cuerpo de Oya, le volcaba la cara hacia atrás, le abría la boca como tras una inmersión. De repente, lanzó un grito y expulsó al suelo al bebé, astro rojizo en el nimbo de la placenta. Oya se echó hacia adelante, recogió al bebé y con los dientes cortó el cordón, luego volvió a tenderse, con los ojos cerrados. La criatura, con todo el brillo aún de las aguas del parto, comenzó a chillar. Oya la acercó a sus hinchados senos. También a Oya le brillaban el cuerpo y el rostro, como si hubiera nadado en las mismas aguas.

Fintan salió tambaleándose del interior del casco. Tenía las ropas empapadas en sudor. Afuera, el río parecía metal en fusión. Un velo blanco nublaba las orillas. Fintan vio que el sol se hallaba ahora en su cénit, y fue presa de un vértigo. Había transcurrido tanto tiempo, algo tan importante, extraordinario había tenido lugar, y en su mente apenas había supuesto un breve minuto, un escalofrío, un grito. Seguía resonando en sus oídos la desgarradora llamada del retoño, después de que Oya hubiera guiado su raquítico cuerpo hasta la punta de sus senos, donde manaba la leche. Seguía oyendo la voz de Oya, esa canción que sólo ella oía, un lamento, la leve vibración del agua del río que discurría con placidez alrededor del casco. Fintan se sentó en lo alto de la escalera de hierro y esperó a que Bony regresara del dispensario en la canoa.


Pasó la breve estación seca. De nuevo, las nubes cubrían el río. Hacía calor, bochorno, el viento no soplaba más que al declinar el día, tras largas horas de espera. Maou ya no dejaba la habitación en que yacía Geoffroy. Escuchaba los crujidos que provocaba en el techo de chapa el calor del sol, era testigo de cómo le subía la fiebre al cuerpo de Geoffroy. El dormitaba, con su rostro ceroso comido por la barba, sus cabellos apelmazados por el sudor. Ella advertía que se había quedado calvo en la coronilla, y le resultaba más bien tranquilizador. En su imaginación le encontraba parecido con su padre. Hacia las tres de la tarde abría los ojos, el temor le vaciaba la mirada. Era como una pesadilla. Decía: «Tengo frío. Tanto frío…» Ella le hacía beber una botella de un cuarto de agua con el comprimido de quinina. Cada vez el mismo combate.

Los primeros días, tras el regreso de Aro Chuku, el doctor Charon insistió en su terrible diagnóstico: «blackwater fever» -la malaria negra-. Maou le ponía a Geoffroy en la mano la pildora amarga. Ella se creía que la tragaba con el agua. Pero Geoffroy empeoraba sin parar. Ya no se mantenía en pie. Deliraba. Creía que Sabine Rodes entraba en su cuarto. Gritaba palabras incomprensibles, insultos en inglés. Orinaba con dificultad, un pis negro, pestilente. Elijah vino a verlo, consideró a Geoffroy con detenimiento, y dijo al cabo meneando la cabeza, como si anunciara una decisión penosa: «Se va a morir.»

Maou entendió. Geoffroy no tomaba las pildoras de quinina. En su delirio creía que el doctor Charon quería envenenarlo. Maou encontró las pildoras escondidas debajo de la almohada. Geoffroy ya no comía. Beber le producía dolorosos retortijones.

El doctor volvió con una jeringuilla. Tras las dos primeras inyecciones de quinina Geoffroy mejoró. Consiguieron que aceptara tomar las tabletas. Las crisis comenzaron a espaciarse, a resultar menos alarmantes. Cesó la hemorragia.

Fintan permanecía en casa, para estar con Maou. No hacía preguntas, pero su mirada traslucía la misma ansiedad. Maou decía: «104 esta mañana.» Fintan desconocía los grados Fahrenheit, ella le traducía: «40.»

En la veranda, Fintan leía la Guía del conocimiento. Estaba bien. Permitía abstraerse.

«¿Qué historia corre a propósito de la imprenta?

– Dicen que Lorenzo Coster, de Haarlem, se entretenía tallando letras en corteza de abedul y tuvo así la idea de imprimirlas en papel con la ayuda de un poco de tinta.

¿Qué es el mercurio o azogue?

– Un metal imperfecto, similar a la plata líquida, muy útil para la industria y la medicina. Es el más pesado de los fluidos.

¿Dónde se da?

– En Alemania, Hungría, Italia, España y Suramérica.

¿No hay una célebre mina de mercurio en Perú?

– Sí, en Guanca Velica. Hace trescientos años que se explota. Es una verdadera ciudad subterránea, con calles, plazoletas y una iglesia. Miles de antorchas la iluminan día y noche.»

Fintan disfrutaba imaginándose todas esas cosas extraordinarias, esos reyes, esas maravillas, esos pueblos fabulosos.

Fue de mañana, antes de llover, cuando estalló la revuelta. Fintan lo comprendió enseguida. Marima se acercó a prevenirlos, toda la ciudad estaba dominada por una especie de fiebre. Fintan salió de la casa, corrió por la polvorienta carretera. Otras personas se precipitaban hacia la ciudad, mujeres, niños.

La revuelta estalló en casa de Gerald Simpson, entre los forzados que cavaban el boquete para la piscina. El D.O. creyó al principio que todo se normalizaría de inmediato y ordenó que les administraran algunos bastonazos. Los presidiarios atraparon a uno de los guardias y lo ahogaron en el boquete lleno de agua fangosa; luego, no se sabía cómo, unos cuantos lograron liberarse de la cadena y en lugar de escapar se hicieron fuertes en la parte alta del terreno, junto a la reja, gritando y lanzando amenazas al D.O. y a los ingleses del Club.

Viendo que la situación se le iba de las manos, Simpson se refugió en el interior de la casa, con sus invitados. Llamó por teléfono al residente instantes antes de que los amotinados echaran abajo el poste, y el residente alertó al cuartel.

Fintan llegó al mismo tiempo que el camión militar. Al ver la casa de Simpson notó que tragaba saliva de puro miedo. El cielo se encontraba tan hermoso, con sus nubes ovilladas, los árboles tan verdes; resultaba increíble que pudiera desatarse semejante violencia.

Llegó a caballo el teniente Fry, y los soldados ocuparon posiciones alrededor del terreno, frente al gran boquete de agua fangosa. Sonaban las voces de los forzados, los gritos de las mujeres. Por un megáfono el teniente daba órdenes en pidgin que el eco volvía ininteligibles.

En la terraza de la casa blanca los ingleses contemplaban la escena, medio escondidos por las columnatas. Fintan reconoció la chaqueta blanca de Gerald Simpson, su pelo rubio. Divisó asimismo al pastor anglicano, y a otra gente que no conocía. Al lado de Simpson había un hombrecillo rechoncho con el rostro muy blanco rematado por un Cawnpore. Fintan pensó que debía ser el tipo que esperaban, el sustituto de Geoffroy en la United África, con ese nombre tan raro, Shakxon. Todos permanecían inmóviles, a la espera de lo que pudiera ocurrir.

En el fondo del boquete habían cesado ahora de gritar los presidiarios, ya no se oían sus amenazas. Los que seguían encadenados se mantenían agrupados al borde del agua fangosa, con el brillo de sus sudorosos rostros orientado hacia el semicírculo que formaban los soldados. La cadena que atenazaba sus tobillos les daba un aire de autómatas interrumpidos en pleno ademán. Arriba, los forzados que habían logrado soltarse retrocedieron hasta la reja. Intentaron arrancarla sin conseguirlo. En algunos lugares la reja se encontraba abombada. Los forzados seguían gritando a ratos, pero el suyo era más bien un canto de muerte, una lúgubre y resignada llamada. Los soldados no se movían. El corazón le latía a Pintan con gran intensidad en el pecho.

Se oyeron gritos. Los espectadores abandonaron la terraza y se abalanzaron al interior de la casa, derribando a su paso las mesas y los sillones de bejuco. Al mirar hacia el boquete fangoso, Fintan distinguió humo. Los reos encadenados yacían apelotonados en el suelo. Fintan se percató entonces de que había oído disparos. Al pie de la reja yacían algunos cuerpos. Un negro muy alto, el torso desnudo, uno de los cabecillas del motín, se hallaba medio enganchado a la reja como un monigote desarticulado. Resultaba aterrador; el humo de las armas, y ahora el silencio, el cielo vacío, la casa blanca desalojada, sin espectadores. Los soldados corrían pendiente arriba, el fusil por delante, en un instante cayeron sobre los forzados y los redujeron.

Fintan corría por la carretera. Sus pies desnudos batían sin parar la tierra roja, el aire le abrasaba la garganta como si se hubiera desgañotado. Al final de la calle se detuvo sin aliento. Estaba aturdido por el estrépito de las armas de fuego.

«¡Ven, aprisa!»

Era Marima. Lo cogió del brazo y lo arrastró consigo. Su terso rostro tenía una expresión que subyugó a Fintan. Decía, cuidado, no hay que quedarse aquí. Se llevó a Fintan de vuelta a Ibusun. En la carretera, cada vez que se cruzaban con un grupo de hombres bajando hacia el río, escondía a Fintan con un lado de su velo.

Maou aguardaba en el jardín, a pleno sol. Estaba pálida.

«He pasado mucho miedo, es terrible. ¿Qué ha ocurrido abajo?»

Fintan trataba de hablar, sollozaba. «Dispararon, los han matado, dispararon sobre los encadenados, cayeron todos.» Apretaba los dientes para no llorar. Odiaba a Gerald Simpson, al residente y a su mujer, al teniente, a los soldados, odiaba sobre todo a Shakxon. «Quiero irme de aquí, no quiero seguir ni un minuto más.» Maou lo estrechaba en sus brazos, le acariciaba el pelo.

Más tarde, aquella misma noche, después de la cena, Fintan fue a ver a Geoffroy. Geoffroy estaba en la cama, en pijama, demacrado y descolorido. Leía un periódico a la luz de la lámpara de petróleo, casi encima de la cara, no tenía las gafas. Fintan se fijó en la señal que le hacían las gafas en el puente de la nariz. Por primera vez pensó que era su padre. No un desconocido, un usurpador, sino su propio padre. No había conocido a Maou insertando anuncios por palabras en los diarios, no les tendió trampa alguna prometiéndoles el oro y el moro. Lo eligió Maou, lo amaba, ella decidió casarse con él, juntos hicieron un viaje de novios, a Italia, a San Remo. Tantas veces se lo contó Maou, en Marsella; le habló del mar, de las calesas que recorrían la playa, del agua, tan tibia cuando se bañaban de noche, de la música de los quioscos. Antes de la guerra.

«¿Cómo estás, boy?» le dijo Geoffroy. Sin las gafas, sus ojos eran de un azul vivo, muy juveniles.

«¿Nos vamos a marchar pronto?» preguntó Fintan.

Geoffroy se concentró un poco.

«Sí, tienes razón, boy. Creo que lo más sensato será marcharse ahora.»

«¿Y tus investigaciones? ¿Y la historia de la reina de Meroe?»

Geoffroy se echó a reír. Le brillaban los ojos.

«¿Conque estás al corriente de todo? Es cierto, yo mismo te he hablado algo de ello. Tendría que ir hacia el norte, también a Egipto, a Sudán. Y luego están los documentos, en el British Museum, en Londres. Además…» Se puso a dudar, como si le costara recobrar un sentido a todo ello. «Luego regresaremos, dentro de dos o tres años, cuando hayas avanzado un poco en tus estudios. Buscaremos la nueva Meroe, ría arriba, más arriba, donde forma una gran uve doble. Iremos a Gao, donde empezó todo, Benin, los yorubas, los ibos, buscaremos los manuscritos, las inscripciones, los monumentos.»

De repente el cansancio le vació la mirada, su cabeza se desplomó en la almohada.

«Más tarde, boy, más tarde.»

Aquella noche Fintan, antes de dormirse, hundió su rostro en la curva del cuello de Maou, como solía entonces, en San Martín. Ella le acariciaba el pelo, le cantaba letrillas en ligur, la que prefería, en el puente del Stura:

«Al tram ch’a va Caïroli

Al Bourg-Neu fas ferma pas!

S'ferma mai sul pount d'la Stura

S'ferma mai sul pount d'la Stura

per la serva del Cura.

Chiribi tantou countent quant a lou sent

che lou cimenta!

Ferramiu, ferramiu, ferramiu,

Sauta Giuf»

Al despuntar el día, Okawho ha botado la larga canoa al agua del río. Oya se sienta a proa, su lugar preferido. Lleva a la espalda a su bebé embutido en un amplio paño azul. De vez en cuando lo orienta hacia su seno para que mame la leche. Es niño, y ella no sabe su nombre. Se llama Okeke, porque nació el tercer día de la semana. La canoa avanza despacio a favor de corriente, pasa ante los embarcaderos, donde aguardan los pescadores. Okawho ni se vuelve para mirar la casa de Sabine Rodes, bien alejada ya, perdida entre los árboles. Cuando regresó de Aro Chuku compró la canoa a un pescador del río, adquirió algunas provisiones en el Wharf, arroz, pescado en salazón, camarones, latas de conserva, una lámpara de petróleo y algunos útiles de cocina, sin olvidar un retal de tela. Luego fue en busca de Oya al dispensario y se la llevó junto a su hijo.

La canoa se desliza por la corriente, sin esfuerzo. Okawho apenas si hace presión con la pagaya las raras veces que ha de hacerlo. Se dirige hacia aguas abajo, hacia las tierras del delta, hacia Degema, Brass, la isla de Bonny. Allí donde el oleaje de la marea remonta el río, con los peces sierra y los delfines yendo y viniendo en el agua revuelta. El sol refulge sobre el río en sombra. Las aves levantan vuelo al acercarse la proa de la canoa, buscan cobijo en las islas. Atrás quedan la gran ciudad de chapa y tablones, el Wharf, la fábrica de maderas, cuyo motor empieza ahora a ronronear. Quedan las dos islas grandes extendidas a ras del agua, y el armazón del George Shotton, animal antediluviano. Ya todo se desvanece en la lejanía, se confunde con la línea de los árboles. Cuando Okawho regresó de Aro Chuku no fue a casa de Sabine Rodes. Durmió al sereno, cerca del dispensario. Ya se había esfumado, alejado a otro mundo en compañía de Oya. Sabine Rodes no era capaz de entenderlo. Caminó por toda la ciudad, él, que no salía de casa sino para ir al río, buscó a Okawho alrededor del Wharf, Se atrevió incluso a llegarse hasta Ibusun, a espiar. Interrogó a las monjas del dispensario. Era la primera vez que algo, alguien, se le escapaba. Cuando por fin se hubo convencido, se encerró en su amplia y lúgubre sala, la sala de las máscaras, con las persianas bajadas como siempre, y se sentó a fumar en un sillón.

La canoa se desliza despacio sobre el agua del río, Okawho no dice nada, está habituado al silencio, Oya ha recostado a su hijo en la proa de la canoa, bajo la protección de un techo de ramas que cubrió con la tela azul. El sol se eleva en el cíelo con lentitud, cruza el río como sobre un inmenso arco invisible. Un día tras otro navegan hacia el estuario. El río es tan vasto como el mar. Ya no hay orilla ni tierra, sólo islas desperdigadas, verdaderas balsas entre los remolinos del agua. Precisamente a la isla de Bonny enviaron las grandes compañías petroleras, Gulf, British Petroleum, a sus prospectores para sondar el fango del río, Sabine Rodes los vio llegar un día al embarcadero, unos curiosos gigantes de tez rojiza ataviados con gorras y camisas de colores. Nadie había visto nunca gente así en el río. Comentó a Okawho, aunque puede que hablara solo: «El fin del imperio.» Los extranjeros se instalaron en el sur, en Nun River, Ughelli, Ignita, Apara, Afam. Todo va a cambiar. Los oleoductos van a correr a través del manglar, en la isla de Bonny surgirá una ciudad nueva, llegarán los cargueros más grandes del mundo, se erigirán altísimas chimeneas, cobertizos, gigantescos depósitos,

La canoa se desliza por el agua color orín. Las nubes penden sobre el mar formando una tenebrosa bóveda, Oya está de píe, esperando la lluvia. La cortina avanza por el río, disuelve las orillas. Se acabaron los árboles, las islas; no quedan más que el agua y el cielo fundidos en la itinerante nube. Oya se desviste, está de pie en la proa con su hijo ceñido a la cintura, su mano izquierda agarra la larga pértiga apoyada en el estrave. Okawho imprime más energía a la pagaya, se internan en la cortina de agua. Luego pasa la tormenta, remonta el río hacia la selva, los herbazales, las lejanas colinas. Al caer la noche, una luz roja que brilla en el horizonte, hacia el mar, guía a los viajeros como una constelación.


El 28 de noviembre de 1902 Aro Chuku cayó en poder de los ingleses sin ofrecer apenas resistencia. Al despuntar el día, las tropas del teniente coronel Montanaro tomaron contacto con los otros tres cuerpos expedicionarios en medio de la sabana, a cierta distancia del oráculo. Con el frescor de la mañana, el cielo azulísimo, aquello parecía más bien una jornada campestre. Los soldados negros, ibos, ibibios, yorubas, que inicialmente habían acogido con gran aprensión esta expedición contra el oráculo, el Long Juju, se tranquilizan al ver despejada la extensión de la sabana. La sequía ha resquebrajado la tierra, la hierba amarillenta está tan seca que una chispa podría convertir la pradera en una hoguera.

Con gran sigilo, guiadas por los exploradores de Owerri, las tropas de Montanaro marchan hacia el norte, acampan al borde de un pequeño afluente del río Cross. El oráculo está ya tan cerca que, al atardecer, los soldados vislumbran el humo de las casas y oyen el sordo percutir de Ekwe, el gran tambor de guerra. Por la noche comienzan a correr extrañas historias en el campamento de los mercenarios. Cuentan que ha hablado el oráculo ofa,, anunciando la victoria de los aros y la derrota y la muerte de todos los ingleses. Puesto al corriente de tales habladurías, Montanaro, temiendo una deserción masiva, decide atacar Aro Chuku cinco días más tarde, el 2 de diciembre. Tras dar orden de cercar el oráculo, entran en acción los cañones acarreados a través de la sabana. Al alba del 3 de diciembre, cuando aún no se ha mostrado ni un solo enemigo, la primera facción de Montanaro, armada con ametralladoras Maxim y fusiles milimétricos, ataca la aldea. Algunos disparos dan la réplica, mueren unos pocos mercenarios. Los aros, tras agotar la pólvora, se exponen a una salida armados tan sólo con lanzas y espadas, y caen abatidos por las ráfagas de las Maxim.

Hacia las dos de la tarde, bajo un sol resplandeciente, las tropas del teniente coronel Montanaro entran en el recinto del palacio de Oji, rey de Aro Chuku. Entre las ruinas del palacio de adobe, despanzurrado por los obuses, aparecía vacío el trono cubierto de pieles de leopardo. Junto a él permanece un niño de diez años escasos; dice ser Kanu Oji, el hijo del rey, y que su padre yace muerto bajo los escombros. El niño, inmóvil e impasible pese al miedo que le dilata los ojos, ve cómo las tropas se adueñan de los restos del palacio, saquean los objetos y las joyas rituales. Sin derramar una lágrima, sin expresar la menor queja, parte a unirse al grueso de los prisioneros concentrados ante las ruinas del palacio, mujeres, viejos, esclavos, todos enjutos y famélicos.

«¿Dónde está el oráculo? ¿Long Juju?» pregunta Montanaro.

Kanu Oji conduce a los oficiales ingleses a lo largo de un riachuelo, hasta una especie de caleta rodeada de grandes árboles. Allí, en un barranco denominado Ebritum, encuentran el oráculo que ha abrazado todo el oeste africano: una gran fosa ovalada de unos setenta pies de profundidad, sesenta yardas de largo y cincuenta de ancho.

Al borde del torrente, Montanaro y los demás oficiales superan dos barreras de espinos abatiéndolas a golpes de sable. En un claro, el agua se divide formando una isla rocosa. En la isla se erigen dos altares, uno rodeado de fusiles clavados en tierra, con las culatas coronadas de cráneos humanos. El otro, en forma de pirámide, presenta las últimas ofrendas: jarras de vino de palma, panes de cazabe. En la cima de la roca, una choza de cañas con la techumbre cubierta de cráneos. Un silencio de muerte se cierne sobre el oráculo.

Montanaro ordena demoler los altares con los picos. Bajo el montón de piedras no encuentran nada. El ejército pega fuego a las casas de la aldea, termina de arrasar el palacio de Oji. El niño ve arder la casa de su padre. Su terso rostro no expresa odio ni tristeza. En su frente y en sus mejillas brilla el signo itsi, el sol y la luna y las plumas de las alas y la cola del halcón.

Los últimos guerreros aros son trasladados en calidad de prisioneros de guerra a Calabar. Montanaro manda cavar una gran fosa donde arrojan los cuerpos de los enemigos abatidos, así como los cráneos que ornaban los altares. El resto de la población, mujeres, niños, viejos, forma una larga columna que se pone en marcha hacia Bende. Desde allí, los últimos aros se reparten entre las aldeas del sureste, Owerri, Aboh, Osomari, Awka. Aro Chuku, el oráculo, ha dejado de existir. Sólo sigue vivo, en el rostro de los niños primogénitos, el signo itsi.

No se los llevan como esclavos, no van encadenados, tal es el privilegio de los umundri, los hijos de Ndri. En memoria del pacto, del primer sacrificio, cuando de los cuerpos de los niños brotaron las primeras cosechas nutricias.

Los ingleses no saben nada de esta alianza. Los hijos de Ndri inician su vida errante, mendigando el alimento en los mercados, de población en población, viajando en las largas canoas de pesca. Así ha crecido Okawho, hasta su encuentro con Oya, que lleva en su seno el último mensaje del oráculo, a la espera del día en que todo pueda renacer.


En el catre de tijera, Geoffroy escucha la respiración de Maou. Y cierra los ojos. Sabe que no verá ese día. La ruta de Meroe se ha perdido en la arena del desierto. Todo se ha desvanecido, salvo los signos itsi en las piedras y en el rostro de los últimos descendientes del pueblo de Amanirenas. Pero ya no se impacienta. El tiempo no tiene fin, como el curso del río. Geoffroy se inclina sobre Maou y le susurra en el oído, igual que antes, las palabras que la hacían sonreír, su canción: «I am so fond of you, Marilu.» Aspira su olor nocturno, dulce y lento, escucha la respiración de Maou, que duerme, y de pronto es lo más importante del mundo.


Llovía a cántaros sobre Port Harcourt cuando el chófer del señor Rally aparcó el V 8 verde en el muelle, frente a las oficinas de la Holland África Line, como hiciera Geoffroy, hacía más de un año, para esperar a Maou y a Fintan a la bajada del barco. Pero esta vez no estaba atracado el Surabaya. Era un barco mucho más grande y moderno, un carguero portaconteedores que no precisaba que nadie le quitara la herrumbre, y que se llamaba el Amstelkerk. El chófer apagó el contacto, y Geoffroy salió del V 8 con la ayuda de Maou y Fintan. El coche ya no le pertenecía. Unos días antes se lo había vendido al señor Shakxon, el individuo que iba a ocupar su puesto en las oficinas de la United África. Al principio Geoffroy estaba indignado: «Este coche es mío, ¡prefiero dárselo a Elijah antes que vendérselo a ese… a ese Shakxon!» El residente Rally intervino, con sus maneras de gentleman. «Se lo compra a buen precio, y a él le será de gran utilidad, que es como decir a toda nuestra comunidad, ¿me comprende?» Maou le dijo: «Si se lo regalas a Elijah, se lo volverán a quitar, no le sacará ningún provecho. Ni siquiera sabe conducir.» Geoffroy acabó cediendo, con la condición de que Rally se encargara de la transacción y él pudiera disponer del auto para llegar hasta el barco que los trasladaría a Europa. El residente incluso le ofreció su chófer: Geoffroy no estaba en condiciones de conducir.

En cuanto a Ibusun, el asunto fue más complicado. Cuando Shakxon exigió instalarse de inmediato en la casa, Fintan dijo: «¡Cuando nos marchemos la quemo!» Sin embargo, se impuso partir y despejarlo todo enseguida. Maou regaló muchas cosas, cajas de jabón, vajilla, provisiones. En el jardín de Ibusun se celebró una especie de fiesta, una kermesse. Por más que Maou aparentara jovialidad, todo era tristeza, pensó Fintan. Geoffroy, por su parte, se encerró en su despacho: clasificaba los papeles, los libros, quemaba sus notas como si fueran archivos secretos.

Las mujeres, envueltas en los armoniosos pliegues de sus largas vestiduras, formaban una cola delante de Maou y Marima. Ellas iban repartiendo, cada una con su lote, una cazuela, platos, jabón, arroz, mermelada, cajas de galletas, café, una sábana, un cojín. Los niños corrían en la veranda, entraban en la casa, sisaban cosillas, lapiceros, tijeras. Cortaron las cuerdas del columpio y el trapecio, se llevaron las hamacas. A Fintan no le hacía ninguna gracia. Maou se encogía de hombros: «Déjalos, ¿qué importa? Shakxon no tiene hijos.»

Hacia las cinco de la tarde concluyó la fiesta. Ibusun estaba vacío, más vacío que cuando se instaló Geoffroy, antes de la llegada de Maou. Estaba cansado. Se tumbó en el catre de tijera, el único mueble que quedaba en la habitación. Estaba pálido, la barba gris le cubría las mejillas. Con las gafas metálicas y las botas de cuero negro que calzaba, parecía un viejo soldado arrestado. Por primera vez Fintan sintió algo al mirarlo. Le apetecía quedarse a su lado, hablarle. Le apetecía mentirle, decirle que volverían, que empezarían de nuevo, que partirían río arriba hasta dar con la nueva Meroe, la estela de Arsinoe, las marcas dejadas por el pueblo de Osiris.

«Allá donde vayas iré contigo, seré tu ayudante, descubriremos los secretos, nos haremos sabios.» Fintan se acordaba de los nombres que había visto en los cuadernos de Geoffroy: Belzoni, Vivant Denon, David Roberts, Prisse d'Avennes, los colosos negros de Abu Simbel, descubiertos por Burckhardt. Por un instante brillaban los ojos de Geoffroy, como cuando vio la luz del sol dibujar las marcas itsitn la piedra de basalto, a la entrada de Aro Chuku. Luego se dormía, agotado, blanco como un muerto, con las manos heladas. El doctor Charon dijo a Maou: «Lleve a su marido a Europa, oblíguelo a comer. Aquí no acabará de reponerse.» Había que irse. Irse a Londres, o quizá a Francia, a Niza tal vez para estar más cerca de Italia. Una nueva vida esperaba. Fintan iría a la escuela. Tendría amigos de su edad, aprendería a jugar, a reír con ellos, a pegarse como suelen los críos, sin darse en la cara. Patinaría, montaría en bicicleta, comería patatas, pan blanco, bebería leche, jarabes, comería manzanas. Dejaría de tomar pescado en salazón, guindilla, llantén, okra. Se olvidaría del fufú, el ñame tostado, la sopa de cacahuete. Aprendería a andar con zapatos, a cruzar las calles rodeado de autos. Olvidaría el pidgin, no diría nunca más: «Da buk we yu bin gimmi a don los am.» Ya no espetaría «Chaka!» al borracho que va dando tumbos por la polvorienta carretera. No volvería a llamar «Nana» a la vieja Ugo, la abuela de Bony. Y ella no volvería a nombrarlo con ese dulce nombrecito que tanto le gustaba: Umu. En Marsella, la abuela Aurelia podría decirle otra vez bellino, abrazándolo muy fuerte, y llevarlo al cine. Era como si nunca se hubiera ido.

El último día en Ibusun, Fintan salió muy temprano, antes del alba, para correr una vez más descalzo por el gran herbazal. Cerca de los castillos de las termitas, aguardó a que apareciera el sol. Todo era tan vasto; el cielo lavado por las lluvias, invadido por las volutas de las nubes. El leve sonido del viento entre la hierba, los crujidos de los insectos, las voces agudas de las pintadas, bien escondidas en algún rincón entre los árboles. Fintan aguardó un largo rato, sin moverse.

Oyó incluso el cercano deslizamiento de una serpiente entre las hierbas, con su lento zumbido de escamas. Fintan le habló en voz alta, como hacía Bony: «Serpiente, estás en tus dominios, esta es tu casa, déjame pasar.» Cogió un poco de tierra roja y se embadurnó la cara, la frente, las mejillas.

Bony no se presentó. Después de la revuelta de los forzados no quería volver a ver a Fintan. Entre los fusilados en la reja por el destacamento del teniente Fry figuraban su hermano mayor y su tío. Un día se cruzaron en la carretera de Oraerun. Bony mostraba un semblante hermético, unos ojos indistintos tras los oblicuos párpados. No dijo palabra, ni le arrojó una sola piedra, ni le dirigió el menor insulto. Pasó, y a Fintan lo embargó el bochorno. También la rabia, y le asomaban lágrimas en los ojos, porque lo que habían hecho Simpson y el teniente Fry no era culpa suya. Los odiaba tanto como Bony. Dejó que se fuera. Pensó: «Si matara a Simpson, ¿me reconciliaría con Bony?» Entonces se llegó hasta la casa blanca cercana al río. Vio la reja deformada, donde corrió la sangre e impregnó el lodo. El gran boquete de la piscina semejaba una tumba inundada. El agua era fangosa, color sangre. Dos soldados armados con fusiles montaban guardia ante el portón. Pero la casa parecía extrañamente vacía, abandonada. De pronto comprendió Fintan que Gerald Simpson no tendría nunca su piscina. Después de lo ocurrido ya no vendría nadie a excavar la tierra. El gran boquete se inundaría de agua fangosa una estación tras otra, y los sapos se instalarían allí a cantar cada noche. Le dio la risa, una risa que era un modo de venganza. Simpson había perdido.

El grupo de árboles, en lo alto de la loma, se hallaba en soledad. Desde allí Fintan podía otear las casas de Omerun y, por todos los alrededores, las humaredas de las demás aldeas, que ascendían en el frío aire de la mañana. Era un día como cualquier otro en su comienzo. Se oían voces, ladridos de perros. El tintineo agudo del martillo del herrero, los sordos golpes de los mazos triturando el mijo. A Fintan le daba la impresión de aspirar el excelente aroma de lo que cocinaban, el pescado frito, el ñame asado, el fufú. Era la última vez. Caminó con lentitud hacia el río. El primer embarcadero estaba desierto. Las podridas tablas se desplomaban una tras otra, dejando a la intemperie los ennegrecidos postes incrustados de hierbas. Más abajo, amarrado al Wharf, estaba el barco que venía de Degema a recoger los ñames y el llantén, un curioso barco de madera que recordaba las carabelas de los portugueses. Al despertarse, Fintan oyó la sirena, y se sobresaltó. Supuso que Geoffroy también la habría oído: era el día en que llegaba por el río el correo lento, así como las mercancías de consumo corriente. Desembarcarían las cajas de jabón delante del cobertizo de la United África, y el viejo Moisés, a rastras, las pondría al amparo de los techos de chapa. Shakxon estaría ya allí mismo, impaciente, arriba y abajo por el Wharf vestido con su impecable traje de lino blanco (que mudaba dos veces al día), tocado con el casco Cawnpore. El residente Rally también se habría personado a recibir a los eventuales visitantes y charlar con el capitán. En cuanto a Simpson, faltaría a la cita más que probablemente. A resultas de la revuelta lo convocaron en Port Harcourt. Corría ya el rumor de que lo trasladarían, tal vez con destino a algún despacho en Londres donde sería menos peligroso.


Fintan se sentó en el ruidoso embarcadero a mirar el río. Debido a las lluvias estaba crecido. El agua, premiosa, en sombra, bajaba entre remolinos, arrastrando ramas arrancadas a los árboles, hojarasca, amarillenta espuma. A veces pasaba un objeto heteróclito, llegado de quién sabía dónde, una botella, una tabla, un viejo cesto, un trapo. Bony decía que era cosa de la diosa que vivía en el interior del río, se la oía respirar y gemir de noche, raptaba a los jóvenes en las orillas y los ahogaba. Fintan pensaba en Oya, en su cuerpo tendido en la oscura sala, su ronco jadeo en el momento del parto. Fintan asistió a la venida al mundo del bebé sin atreverse al menor movimiento, sin poder decir nada. Después, cuando el niño lanzó su primer berrido, un violento berrido, chirriante, saltó a cubierta a esperar a que llegaran Bony y las asistencias. Maou se encargó de acompañar a Oya hasta el dispensario, se mantuvo pendiente de ella en todo momento. Fintan no podría olvidar el modo en que Oya estrechaba en sus brazos al recién nacido mientras la trasladaban en camilla hasta el hospital. El bebé era varón, no tenía nombre. Ahora Oya se había marchado con su hijo, jamás regresaría.

En medio del río, en la punta de Brokkedon, el pecio era apenas visible. De pronto una inquietud muy grande se apoderó de Fintan, como si este casco que allí estaba fuera lo más importante de su vida. En el otro embarcadero encontró una canoa, y se impulsó hacia el centro del río, en dirección a Asaba. Bony le había enseñado a remar con pagaya, hundiéndola un poco de lado y dejándola un instante en paralelo a la canoa para avanzar bien derecho. El agua del río estaba en sombra, las nubes habían ganado ya la otra orilla. Entre los árboles brillaban las bombillas eléctricas de la serrería.

La canoa se situó enseguida en medio del agua. La corriente era poderosa, un ruido de cascada rodeaba la canoa, y Fintan sintió que perdía el rumbo, derivando río abajo. Un instante después lograba enderezarlo y mantener proa hacia el pecio. El George Shotton comenzó a hundirse, como había anunciado Sabine Rodes. Era una mera forma, una especie de gran osamenta negra que sobresalía entre los cañaverales semejante a la mandíbula de un cachalote, donde se habían enganchado los troncos arrastrados por la crecida y los grumos de espuma amarilla arrojada por los remolinos. Los impactos de los árboles arrancados de cuajo habían destripado la cubierta, el agua se había colado en el interior del pecio. Mientras la corriente lo empujaba derecho al islote, Fintan comprobó que la crecida se había llevado las escaleras por las que subieron Oya y Okawho. Sólo aguantaban el último escalón y la barandilla, que se agitaba sumergida en la corriente. Las aves ya no se alojaban en el pecio.

En la punta de Brokkedon, la canoa salió del canal y entró en la zona tranquila. Asaba se hallaba muy cerca. Fintan veía con claridad el muelle, los edificios de la serrería. Con el corazón en un puño, Fintan dio media vuelta hacia Onitsha. Oya había partido. Era ella quien amparaba el George Shotton. Sin ella, los troncos a la deriva iban a destruir lo que quedaba del pecio, y lo sepultaría el cieno.

Por la tarde, antes de que lloviera, Fintan fabricó por última vez muñequitas de barro como aprendiera en su día. Bony lo llamaba «hacer los dioses». Con mimo, modeló las máscaras de Eze Enu, que vive en el cielo; Shango, que envía el relámpago, y los dos primeros niños del mundo, Aginju y su hermana Yemoja, cuya boca dio origen al agua de los ríos. Formó también soldados y espíritus, y los barcos en los que navegan, y las casas que habitan. Cuando hubo terminado, puso todo a cocer al sol sobre el cemento de la terraza.

En la casa vacía dormían Maou y Geoffroy, en la habitación de las persianas cerradas. Yacían uno junto al otro en el estrecho catre. De vez en cuando se despertaban, hasta Fintan llegaban sus voces, sus risas. Parecían dichosos.

Era una larguísima jornada, una jornada casi interminable, como la que precedió a la partida de Maou y Fintan, en Marsella.

Fintan no quería concederse descanso alguno. Quería verlo todo, guardarlo todo, para los meses, los años venideros. Cada calle de la ciudad, cada casa, cada tienda del mercado, los telares, los cobertizos del Wharf. Quería correr descalzo, sin parar, como el día en que Bony lo llevó hasta el borde del precipicio, a la gran piedra gris desde la que vio el barranco y el valle del río Mamu. Quería conservar la memoria de todo, de por vida. Cada habitación de Ibusun, cada señal en las puertas, el olor a cemento fresco de la habitación de paso, la alfombra de los escorpiones, el limero del jardín con sus hojas enjaretadas por las hormigas, el vuelo de los buitres en cielo tormentoso. De pie en la veranda miraba los relámpagos. A la espera del fragor del trueno, como al día siguiente de su llegada. No podía dejar nada en el olvido.

La lluvia entraba en escena. Fintan experimentó una ebriedad, como los primeros días, nada más llegar. Echó a correr a través de las hierbas, por la cuesta que llevaba al río Omerun. En medio de la pradera se elevaban los castillos de las termitas, cual torres de terracota. Fintan encontró entre las hierbas una rama de árbol quebrada por la tormenta. Con esforzada rabia comenzó a descargar golpes sobre los termiteros. Cada impacto retumbaba hasta el fondo mismo de su cuerpo. Golpeaba en los termiteros, gritaba con todo su resuello: ¡Rau, raah, arrh! Los lienzos de las paredes se venían abajo, despidiendo a las larvas y los insectos ciegos a la mortal luz del sol. De vez en cuando se detenía para respirar. Le dolían las manos. En su mente oía la voz de Bony diciéndole: «¡Pero que son dioses!»

Ya nada era cierto. Al final de esta tarde, al final de este año, ya no quedaba nada, Fintan nada había conservado. Todo era engañoso, como esas historias que se cuenta a los niños para que les brillen los ojos.

Fintan dejó de golpear. Cogió un poco de tierra roja en sus manos, un leve polvo que alojaba una larva preciosa como una gema.

Soplaba el viento de la lluvia. Hacía frío, como de noche. El cielo hacia las colinas tenía color hollín. Los relámpagos bailaban sin descanso.


Maou miraba el cielo en la misma dirección, sentada en los escalones de la veranda. Había hecho un tremendo calor por la mañana, el sol seguía abrasando a través del techo. Afuera no había el menor ruido. Fintan corría por la pradera. Maou sabía que no regresaría hasta la noche. Era el último día. Pensaba en ello sin tristeza. Ahora inaugurarían una nueva vida. No lograba imaginar cómo sería lejos de Onitsha. Imaginaba que lo que echaría de menos, allá en Europa, sería la dulzura de los rostros de las mujeres, las risas de los niños, sus caricias.

Algo había cambiado en ella. Marima colocó la mano en su vientre, profirió la palabra «niño». Empleó el término pidgin, «pikni». Maou se rió, y Marima también rompió a reír. Pero era verdad. ¿Cómo pudo adivinarlo Marima? En el jardín, Marima interrogó a la mantis religiosa, que lo sabe todo del sexo de los niños que van a nacer. La mantis replegó sus pinzas sobre el pecho: «Es una niña», concluyó Marima. A Maou la estremeció un escalofrío de felicidad. «La llamaré Marima, como tú.» Marima añadió: «Ha nacido aquí.» Y mostraba la tierra a su alrededor, los árboles, el cielo, el gran río. Maou recordaba lo que Geoffroy le contó hacía tiempo, antes de partir hacia África: «Allí la gente cree que un niño nace el día en que es creado, y pertenece a la tierra en que fue concebido.»

Marima era la única en saberlo. «No se lo digas a nadie.» Marima meneó la cabeza.

Ahora Marima se había marchado. A mediodía se despidió Elijah. Regresaba a su aldea, al otro lado de la frontera, a Nkongsamba. Le apretó las manos a Geoffroy, acostado en su lecho. Afuera aguardaba Marima, al sol, frente a la casa. La rodeaba todo su equipaje, maletas, cajas de cartón repletas de cazuelas. Había incluso una máquina de coser, una hermosa Triumph que le compró Maou en el Wharf.

Maou bajó, besó a Marima. Sabía de sobra que no volvería a verla y, sin embargo, la despedida no era triste. Marima cogió las manos de Maou, las extendió en su vientre, y Maou sintió que también esperaba un bebé. Era la misma bendición.

Luego llegó un camión con cubierta de lona, se detuvo en la carretera. Marima y Elijan encaramaron sus bultos a la plataforma, y Marima montó delante, junto al chófer. Desaparecieron envueltos en una nube de polvo.


Antes de las cinco se puso a llover. Fintan se sentó en su sitio predilecto, en un talud que dominaba levemente el gran río. Veía la otra orilla, el perfil en sombra de los árboles, las rojas escarpas, que semejaban un muro. Un cielo negruzco se cernía sobre Asaba, un agujero abierto hasta la nada. Las nubes corrían a ras de los árboles, extendían filamentos, pasaban reptando suavemente. El río seguía alumbrado por el sol. El agua era inmensa, color cieno, salpicada de oro. Se veían las islas parcialmente emergidas. En la lejanía, Jersey, rodeada de islotes de dimensión apenas mayor que las canoas. Por debajo, en la desembocadura del Omerun, Brokkedon, estiradísima, indistinta. El George Shotton se había ido a pique probablemente durante la noche, no quedaba ni rastro de él. Fintan pensaba que era mejor así. Recordaba lo que Sabine Rodes repetía sobre la caída del imperio. Ahora que habían partido Oya y Okawho todo iba a cambiar, desaparecer como el pecio, perderse en los dorados aluviones del río.

En primer plano, frente a Fintan, se recortaban los árboles sobre la luz del cielo. La tierra agrietada esperaba la tormenta. Fintan se daba cuenta de que conocía cada árbol de la orilla del río, el gran mango con su follaje en enorme bola, los arbustos espinosos, los grises penachos de las palmeras vencidas por el viento del norte. En las tierras calvas, ante las casas, jugaban los niños.

De repente se precipitó la tormenta sobre el río. La cortina de la lluvia ocultó Onitsha. Las primeras gotas sacudieron el suelo crepitando, levantando nubes de polvo acre, arrancando las hojas de los árboles. A Fintan le arañaron la cara; en un instante quedó empapado.

Abajo reaparecieron los niños que se habían escondido, gritando y corriendo campo a través. Fintan sintió una felicidad desbordante. Imitó a los niños. Se quitó la ropa, y con el calzón por toda vestimenta, echó a correr bajo el azote de la lluvia, con la cara dirigida al cielo. En su vida se había sentido tan libre, tan vivo. Corría. Gritaba: Ozoo! Ozoo! Los niños desnudos, resplandecientes bajo la lluvia, corrían con él. Le respondían: Oso! Oso! ¡Corre! El agua le chorreaba por la boca; los ojos, tan abundante que se ahogaba. Pero qué bien, era magnífico.

La lluvia recorría la tierra, color sangre, arramblando con todo, las hojas y las ramas de los árboles, los detritus, hasta el calzado desperdigado. A través de la cortina que formaban las gotas, Fintan veía el agua del inmenso, rebosante río. Jamás había estado tan cerca de la lluvia, tan poseído por el olor y el ruido de la lluvia, tan lleno del frío viento de la lluvia.

Cuando regresó a Ibusun lo esperaba Maou, de pie en la veranda. Parecía irritada. La expresión de sus ojos era dura, casi malvada, enseñaba una amarga arruga a ambos lados de la boca. «¿Pero qué te pasa?» Maou no respondía. Atrapó a Fintan por el brazo, lo empujó dentro de la casa. Le hacía daño. El no entendía nada. «¿Te has visto la facha?» No le gritaba, pero le hablaba con dureza. Luego se desplomó en una silla, de sopetón. Se apretaba el vientre con las manos. Fintan se dio cuenta de que estaba llorando.

«¿Por qué lloras, Maou, estás enferma?» Fintan tenía el corazón en un puño. Colocó la mano en el vientre de Maou.

«Estoy cansada, cansada. Me gustaría tanto estar lejos y que todo hubiera pasado.»

Fintan rodeó a Maou con sus brazos, la estrechó con fuerza.

«No llores, todo saldrá bien, ya verás. Estaré siempre a tu lado, incluso cuando seas vieja.»

Maou logró sonreír entre sus lágrimas.

En la penumbra de la habitación, Geoffroy tenía los ojos abiertos. El rugido de la tormenta iba en aumento. Los relámpagos iluminaban la habitación vacía.

Esa noche, tras un almuerzo improvisado (una sopa Campbell calentada en el infiernillo de petróleo, una lata de judías rojas, galletas y los últimos pedazos de queso holandés raspados ya al borde de la costra roja) Maou y Fintan se acostaron en la misma cama, para no molestar a Geoffroy. El fragor del trueno los mantuvo despiertos casi hasta el alba. El V 8 verde no tardaría en llegar. El chófer del señor Rally se presentaría con el primer rayo de sol.

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