Capítulo 9

– ¡BASTA! -el grito de Casey interrumpió el discurso violento de Gil.

– ¿Qué pasa, cariño? ¿No puedes aceptar que te digan la verdad a secas? -y furioso, le impidió hacer el intento de negar sus acusaciones, cualesquiera que esas fueran-. Te quería, Casey. Y mucho. Parecías tan vulnerable, tan inocente. Y fui tan estúpido que pensé que correspondías a mis sentimientos. Risible, a decir verdad. Porque te esmeraste en dejar bien claro que sólo pretendías divertirte conmigo hasta que consiguieras el marido "adecuado"; pobre imbécil.

– ¡No, Gil…!

– ¡Oh, sí, Gil! -se burló él-. Y perdí la cabeza por completo. No era suficientemente bueno para que te casaras conmigo. ¡Pero con un demonio, me aseguré de que te daría algo para recordar! -soltó una carcajada-. Mal chiste. Tú supiste muy bien ponerle fin a eso.

Casey no pudo ya contener el llanto. No sabía por qué estaba llo¬rando. Sólo, que todo lo que había soñado en la vida estaba siendo destrozado en su cara.

– Estás equivocado -protestó ella, pero él no quiso escucharla.

– Durante años, lo único que me motivó fue la necesidad de borrar el recuerdo de cómo me humillaste. Fue esa imagen tuya la que me estimulo hasta que gané lo suficiente para comprarte. Claro que no esperaba que me amaras -sacudió la cabeza-. Ya el amor no formaba parte de la ecuación. Pero no tenía que ser un genio para saber que el dinero bastaría… -ella le dio la espalda tratando de huir, pero él la tomó de la muñeca y la obligó a mirarlo de frente-. Y descubrí que sabía hacer dinero, porque no tenía miedo de tomar riesgos. Soy igual que tu padre, Casey. Sólo que yo tomaba mayores riesgos porque no tenía nada que perder.

Casey estaba inmóvil, estupefacta por la amargura con que Gil le abría su alma. Un suspiro estremecedor escapó de sus labios. El soltó su muñeca y le dio la espalda, luego sus hombros cayeron.

– Yo resulté ser la víctima, Casey. El día que nos casamos aprendí que poseer tu cuerpo jamás sería suficiente, no si tu corazón estaba ausente. Descubrí que necesitaba poseerte completa -paso distraídamente los dedos entre sus cabellos-. Y por algún tiempo tenía la esperanza de que así sería. No inmediatamente. Pero estaba dispuesto a esperar -se enderezó-. Pero tú no tienes corazón, ¿verdad, Casey? ¿Sólo una pequeña bóveda de banco que únicamente abre para depósitos?

Confundida y anonadada por la impresión, incapaz de entender o sentir nada, aunque sabía que sufriría, miró en blanco su rígida espalda.

– Subiré mis cosas al desván -declaró ella sin expresión.

– ¡Eso si que no, Casey! -la miró con los ojos encendidos de ira-. No llevarás tus cosas a ningún lado. Ya he sido célibe por tu culpa demasiado tiempo -miró su reloj y maldijo en voz baja-. Tendremos que continuar esta interesantísima conversación en otro momento. Olvidé decirte… -la miró-, que llevaremos a cenar a Darlene y su esposo esta noche al Club. Les dije que pasaríamos a recogerlos a las siete y media -Casey salió de la parálisis mental que amenazaba dominarla.

– ¿Su esposo?

– Llegó de Sydney hace dos días -Casey supuso que la señora Forster era divorciada, aunque ya no le importaba.

– ¿Esperas que salga contigo esta noche y me muestre sociable como si nada hubiera sucedido? -escuchó como levantaba la voz histéricamente.

– ¿Por qué no? Para una actriz como tú no debe ser difícil. Y cuando uno se casa por dinero, la distracción es parte del paquete. La distracción en todo el sentido de la palabra.

– ¡No me casé contigo por tu dinero!

– No fue eso lo que dijiste cuando almorzamos en el Watermill.

– No lo dije en serio, Gil -ella palideció al recordar aquella conversación.

– Quizá entonces, no. Pero es que entonces creías que no tenía dinero más que para salvar tu pellejo. Aparentemente cambiaste de opinión desde que recibiste la carta de tu madre.

– ¡Eso es mentira!

– ¿Sí? ¿Entonces cómo es que no estás planeando tu boda con Michael Hetherington ahora mismo? Te estaba presionando bastante en el comedor del Bell hace unas semanas.

– ¡Me espiaste antes de que nos casáramos! -un rubor de ira coloreó sus mejillas.

– No. Fue por casualidad, te lo aseguro. Esos pequeños compartimentos son tan discretos; eso me animó más para echar a perder la boda del año; le daba una dimensión extra a la venganza que tenía en mente. El toque final, digamos.

– Dime, Gil -preguntó ella furiosa-, ¿qué hubieras hecho si ya hubiera estado casada?

– Arruinaba a tu padre y después te lo hubiera informado, además de explicarte las razones -contestó él sin titubear.

Ella estaba demasiado pasmada como para responder. Satisfecho, en apariencia, por la impresión que dio, la contempló con frialdad.

– Ahora, con tu permiso, iré por el Jaguar. ¡Al menos ya no tendré que conducir tu maldita carcacha nunca más!

El caminó hacia ella y Casey se encogió deseando escapar lo más rápido que pudiera. Incluso si tuviera adonde huir, sentía las piernas como de hule y no hizo ningún esfuerzo de resistirse cuando él le estampó un beso en los labios con la misma ternura con que un gambusino marca su terreno.

– ¡Gil! -ella lanzó un grito estridente cuando él estaba cerca de la puerta. Casey hizo una pausa tratando de calmarse y de controlar su tono de voz.

– Dime -musitó él con impaciencia, y algo en el interior de ella explotó.

– Si eres tan rico, ¿cómo es que vivimos en una casa que no tiene baño siquiera?

– Considéralo un capricho. Pensé que necesitabas probar lo que se siente vivir del otro lado de la valla.

El cerró la puerta con cuidado dejándola lastimada, furiosa y confusa al centro del pequeño mundo que empezó a considerar su hogar.

Con desgano regresó a la cocina y contempló la carta de su madre. Con pavor de leerla, estiró la mano y la recogió de la mesa. Durante el desayuno leyó sólo hasta donde confesaba su conducta con Gil, pero ahora, si quería comprender el motivo de la molestia en él, tendría que leerla toda.

Pasó rápidamente las dos primeras hojas, y descubrió que una vez terminada la explicación sobre el misterioso despido de Gil, se lanzó a un alegre reporte de la vida en el barco. Mientras leía la versión de su madre sobre una conversación con algunos australianos que conoció en el barco, se le congeló la sangre en las venas. Quedaron muy impresionados de que los señores O'Connor fueran tan afortunados en pescar un partido tan rico como Gil Blake para marido de su hija. De hecho, le decía indignada a su hija, estaba segura de que no le creían hasta que les enseñó el recorte del Melchester Post con la fotografía de la boda que alguien le envió.

"Querida, yo creo que sabías que estaba triste cuando decidiste casarte con Gil Blake tan de repente, pero ahora comprendo que debí confiar en tu buen juicio.

Nadie está más feliz que yo de que tu padre se haya retirado del negocio después que le empezó a ir tan mal, pero creí que Gil había tenido muchas dificultades para disponer del dinero. ¿Cómo pude estar tan equivocada? Dolly me contó que todo mundo en Australia sabe cómo apoyó a un amigo para que fuera a buscar petróleo en un lugar… no recuerdo dónde… y resultó que lo encontró. Ahora ambos son multimillonarios.

Qué lista eres. Viendo hacia atrás, es obvio que no hubieras dejado a Michael, a menos que encontraras algo mejor…"

La carta cayó de sus manos y con un sollozo estremecedor se derrumbó en el piso de la cocina.

Un largo baño en la tina y la cuidadosa aplicación de maquillaje escondió los rastros de su ataque de llanto. Cuando se estaba vistiendo escuchó que Gil regresaba y contuvo el aliento mientras él subía por la escalera. Para alivio suyo él se dirigió al baño, y ella se apresuró a terminar de peinarse para estar lista antes de que él apareciera. Pero sus dedos la traicionaron, los mechones se enredaban al querer amarrar su cabello en un moño y todavía estaba tratando de subir el cierre de su vestido negro de chiffon cuando se abrió la puerta y apareció Gil con una toalla amarrada en la cintura, haciendo que la habitación pareciera mucho más pequeña. Ella perdió el control de sus dedos y dejó caer sus brazos sin fuerzas.

– No tienes por qué esforzarte, Casey. Es la obligación del marido, el placer del marido, subir la cremallera del vestido de su esposa -la colocó de espaldas y se paró detrás de ella, contemplándola fijamente en el espejo del tocador-. Claro que es mayor placer bajarla -sus manos titubearon por un segundo, luego se encogió de hombros y subió la cremallera abrochando después el gancho en el cuello-. Lástima que no tengamos tiempo ahora -Casey se ruborizó, quitó la vista de sus ojos burlones e iba a salir de la habitación-. Siéntate, Casey. Hazme compañía mientras me visto.

Casey obedeció y tomó asiento en el banco del tocador donde se dedicó a contemplar sus uñas mientras Gil andaba por la recámara.

– Ya, ya puedes levantar la vista. Me puse el pantalón -ella alzó la cabeza y lo miró-. Pero necesito que me ayudes con la corbata. Y estoy seguro de que sabes muy bien hacer el nudo de una corbata de moño -le mostró la cinta de seda negra y ella se levantó de mala gana para tomarla.

Gil esbozó una sonrisa al ver que ella tenía que pararse de puntillas para colocar la cinta alrededor de su cuello. Mientras trataba de mantener el equilibrio, Gil colocó sus manos en la cintura de ella para sostenerla. En ese instante ella soltó la corbata.

– ¡Termina! -insistió él, y a pesar de que le temblaban las manos hizo lo que pudo y por lo pronto se liberó de aquellas manos con las que soñaba y que ya nunca le iban a proporcionar la dicha que había experimentado esa tarde. El se inclinó y examinó su trabajo en el espejo.

– Muy bien. Sabía que podías hacerlo. Esa es una de las ventajas de una esposa bien cultivada. Está entrenada en todos los detalles de la sociedad. Eso merece una recompensa.

– ¡Ya basta, Gil!

El ignoró su súplica y abrió el guardarropa. Cuando se acercó de nuevo, sostenía una pequeña cajita de terciopelo. La abrió y le mostró un par de zarcillos con brillantes en gota como complemento del anillo que lucía ella en la mano izquierda.

– No, no puedo aceptarlos -él no dejó de sonreír, pero la contempló con frialdad.

– No seas tonta. Darlene viajó especialmente a Londres para elegirlos -los puso en su mano-. Espera que los luzcas esta noche.

– Bueno, en ese caso, no vamos a ofender a Darlene, ¿verdad? La perfecta, eficiente, hermosa y convenientemente casada Darlene -Casey descubrió que a pesar del rompimiento, podían entablar una conversación. Se miró al espejo-. Tiene muy buen gusto.

– Es una excelente mujer, y su esposo es muy afortunado y lo sabe.

– ¿Y está enterado de sus citas en el Hotel Melchester? -al decirlo se arrepintió.

– ¿Citas? -repitió la palabra en tono amenazador, pero ella ya no podía arrepentirse.

– Los vi -susurró ella-. Le pasaste el brazo cuando entraron al elevador. Le confesaste que había sido un "infierno" sin ella.

– ¿Y qué demonios estabas haciendo en el Hotel Melchester un lunes en la mañana? -Gil la observaba con una extraña expresión que iluminaba sus ojos. No lo negó, sabía muy bien de qué estaba hablando.

– Iba a tomar una habitación. Quería darme un baño.

– ¿Y lo disfrutaste?

– Yo no me quedé -respondió ella negando con la cabeza.

El permaneció en silencio y ella lo miró a la cara, viendo sorprendida una expresión que no pudo descifrar, luego se puso serio.

– Es hora de irnos -se puso la chaqueta y unos minutos después iban por el periférico hacia las nuevas áreas habitacionales en las afueras del pueblo. Darlene y su esposo los estaban esperándola sonrió con calidez cuando vio a Casey.

– Qué gusto me da conocerte al fin, Casey. Gil me ha hablado tanto de ti. Te presento a mi esposo Peter.

Peter, un hombre delgado y rubio, mucho más alto que la pequeña figura morena de su esposa, sonrió y le estrechó la mano.

– Hola, Casey. ¿No gustan tomar una copa antes de irnos?

– Mejor no -dijo Gil-. Estamos un poco atrasados. ¿Están a gusto aquí?

– Por lo pronto sí -respondió Peter en tono amistoso-. Pero Darlene sueña con vivir en un verdadero chalet inglés…

– Fuimos a ver un par de casas que nos gustaron -lo interrumpió Darlene.

– ¿Ya están buscando casa si apenas se acaban de mudar? -intercaló Casey.

– Esta casa es rentada. Gil me instaló en el Melchester después que insistió sin parar, en que viniera antes que Pete. No aguanto estar viviendo con una maleta. Ahora que ya está aquí conmigo quiero que busquemos un sitio permanente.

– Ah, comprendo -dijo ella y se percató de que Gil la miraba divertido, y que sabía que no comprendía nada.,

– Peter se encargará de manejar como es debido a Construcciones O'Connor -le explicó Gil cuando iban a entrar al auto.

– ¿Eres constructor, Peter? -preguntó Casey, por encima de su hombro.

– Soy contador -respondió él, sonriendo ante su sorprendida expresión-. Pero O'Connor está a salvo. Ya Gil me advirtió que no debo arriesgar los cubiertos de plata de la familia.

Ella tornó a mirar el rígido perfil de Gil cuando entraba por las rejas de hierro forjado del Club y se estacionaba en la entrada principal para que se bajaran; luego fue a buscar un lugar donde dejar el auto.

– Algunos empleados ahí trabajaron muchos años para mi padre -le comentó ella a Peter.

– Gil dijo que es muy importante para ti.

– Ya veo que no quiso esperar para darte los zarcillos -Darlene se rió, mientras entregaban sus abrigos en el guardarropa. Casey los tocó consciente de sí misma.

– Me dijo que tengo que agradecerte a ti la elección.

– ¿A mí? -ella negó con la cabeza-. Yo los recogí cuando fui a traer a Peter al aeropuerto, pero Gil los ordenó cuando tuvo que ira Londres hace dos semanas.

– ¿Dos semanas?

– Sí. Por poco me come por estropear su fin de semana, pero cuando la bolsa de valores comenzó a vacilar tuve que llamarlo. Para eso me trajo, después de todo, para tenerlo al tanto…

– ¿La bolsa de valores? ¿En domingo? -Casey sintió frío.

– Era lunes en Oz -la corrigió Darlene.

– ¿Lunes? -Casey trató de comprender. Empezaba a sonar como retrasada mental, repitiendo cada palabra que Darlene decía-. Ah. Sí, no lo había pensado.

De alguna manera pasó la cena, y si Darlene y Peter sintieron que sus anfitriones estaban algo distraídos, ellos estaban demasiado ensimismados uno en el otro como para que les molestara. Casey los observó bailar juntos, abrazados estrechamente.

– Podríamos bailar también, si quieres -le sugirió Gil irrumpiendo en sus pensamientos.

– Claro -era su esposa comprada y pagada, y ahora comprendía que tendría que dar todo lo que podía para que valiera la pena el precio que pagó por ella.

Gil bailaba con facilidad y gracia, tenía la mano puesta en su cintura y la mantenía cerca de él. En otra ocasión, en algún otro lugar, hubiera sido el paraíso. Ahora, el contacto de su mano en su cuerpo, de sus muslos contra los suyos cuando se movían juntos, era un tormento.

– ¿Te estás divirtiendo, querida? -le susurró él al oído.

Ella se esmeró toda la noche en sonreír de modo que sentía que sus labios estaban fijos en un gesto permanente.

– Es absolutamente perfecto -respondió entre dientes-. Querido -reclinó la cabeza para mirarlo a la cara-. Y no tuve ocasión de agradecerte por los preciosos zarcillos como es debido.

– Podrás hacerlo más tarde -susurró él en su oído. Ella tomó aire, reforzó su sonrisa y murmuró:

– No puedo esperar -él se tropezó y le sugirió que se sentaran, con rudeza. Casey frunció el ceño cuando él detuvo a un camarero para ordenar un brandy. El lo notó y levantó la copa.

– Brindo por camas suaves y batallas duras -y lo bebió de un trago. Darlene y Peter retornaron a la mesa, pero sólo para disculparse.

– Peter está cansado del viaje -se disculpó Darlene-. Tuve que llamar un taxi.

– Pero si nosotros los podemos llevar a casa -protestó Casey.

– No. Ustedes quédense y disfruten. Gracias por tan adorable velada.

– Te llamaré durante la semana -le prometió Casey-. Podemos almorzar y te presentaré a Charlotte. Si existe algún chalet en venta ella de seguro lo sabrá.

– ¡Qué cansado del viaje ni que nada! -musitó Gil cuando desaparecían del salón-. Están ansiosos de meterse en la cama juntos -Casey levantó la vista y se percató de repente de que su marido bebió demasiado.

– Creo que seguiremos su ejemplo -dijo ella con firmeza y se puso de pie.

– Oh, Casey. ¡No puedo creerlo! -replicó y sonrió con ironía.

Como respuesta ella deslizó el brazo por su cintura y metió la mano dentro del bolsillo del pantalón. El abrió los ojos, impresionado, mientras la chica encontraba las llaves del auto y las sacaba antes de que se diera cuenta de lo que hacía.

– ¡Casey!-él se balanceó junto a ella.

– Vámonos, Gil -Casey le mostró las llaves-. Considero que es mi deber como esposa, sacarte de aquí antes de que hagas el papel de tonto.

Encontró el auto y Gil obedeció sin protestar y tomó asiento junto a ella. Casey examinó el volante y los controles nerviosa, pero no quería pedirle ayuda. Una vez que estuvo segura de cuál era la reversa, avanzó hacia atrás con extremo cuidado, consciente de que le temblaba el pie en el clutch.

Sacó despacio el auto y entró a la carretera. Complacida, cambió de velocidad, disfrutando la agradable sensación y adquiriendo confianza a medida que se familiarizaba con los controles.

– Podríamos ir más rápido, Casey -sugirió Gil cuando entraron al periférico-. Te he visto manejar tu pequeña camioneta dos veces más rápido.

– ¿Te pasas la vida espiándome? -preguntó Casey. Como él no le contestó, clavó el pie en el acelerador y Gil maldijo al ver que el auto se disparaba, haciéndolos recargarse en los asientos.

– ¡Dios mío! Olvida lo que dije. ¡Ibas manejando muy bien! -pero Casey lo ignoró, y sólo disminuyó la velocidad cuando llegaron a la salida. Se estacionó frente a su camioneta y salió del auto. Gil abrió la puerta y encendió las luces.

– Creo que necesito otra copa -declaró él-. Fue una experiencia muy dura…

– No -él se detuvo antes de llenar la copa y la observó, brillaban los ojos de ella y tenía las mejillas encendidas

– ¿No?

– No quisiera pensar que tienes que emborracharte para hacerme el amor.

Casey trató de borrar de su mente la pasión de aquella tarde. Respondió a sus caricias, no podía evitarlo y gritó de placer cuando él la llevó de nuevo al éxtasis. Pero después, él se recostó dándole la espalda, y ya no pudo contener las lágrimas, aunque tuvo cuidado de no despertarlo con sus sollozos.

– ¿Estas bien, Casey? -le preguntó Jennie temerosa-. Te ves muy pálida.

Casey controló su irritación con la chica. No tenía excusa para su mal humor. Quiso ayudar con gusto a Michael en su romance secreto, y, aunque Jennie al principio se mostró un poco tímida con ella, una vez que comprendió que Casey no era una amenaza, resultó ser una gran ayuda. Pasó los dedos por su frente. Si tan sólo se le quitara el dolor de cabeza, podría tolerarlo. Sintiéndose culpable, forzó una sonrisa.

– Estoy bien, Jennie. De veras. ¿Cómo van los floristas con los adornos para las columnas en la recepción?

– Casi han terminado. Se ve fabuloso. Creo que nunca he visto tantas flores juntas.

– Sí, son muchas. A decir verdad el tema de "rosas y luz de luna" es un poco cursi para mi gusto, pero sí se ve muy bonito -se le hundió el corazón al ver a la señora Hetherington acercarse.

– Parece que todo va a estar listo a tiempo, Casey -dijo la señora y miró a Jennie-. ¿Quién es ésta?

– Jennie Stanford. Es mi mano derecha. No sé que hubiera hecho sin su ayuda.

La señora hizo un gesto cordial moviendo la cabeza, posesionada ya de su papel principal del gran baile.

– Bueno, espero que te diviertas mucho esta noche.

– Michael ha tenido la amabilidad de ofrecerse en acompañar a Jennie esta noche -se apresuró a decir Casey.

La mujer observó con mayor interés a la chica, luego, como no notara nada que la perturbara en su delgada figura, vestida en jeans y con el cabello recogido, sonrió y siguió su camino. Casey y la joven intercambiaron miradas y soltaron una carcajada.

– Encárgate de disfrutar y divertirte mucho esta noche, Jennie -Casey imitó a la señora mientras recogía una caja de alfileres.

– Pondré todo de mi parte -respondió la chica con seriedad-. Sólo tendré una noche de bodas -Casey tornó a verla asombrada.

– ¿Noche de bodas? -preguntó casi sin aliento.

– Michael y yo nos casamos esta mañana en el registro civil de Penborough. Ahí vivo yo. Vivía -se corrigió la joven.

– ¡Caramba! Muchas felicidades. Pero… -calló. No tenía sentido estropearle el día comentando la obvia reacción de la señora Hetherington cuando se enterara. Además, por la manera en que se casaron, parecía que ya lo sabían.

– Nos iremos temprano del baile -comentó la chica sonriendo-. Michael me llevará a Francia de luna de miel -contempló la expresión de duda en el rostro de Casey-. Nos enfrentaremos a la familia cuando regresemos.

– Espero que ambos sean muy felices. Y si puedo ayudar en algo para su fuga, pídemelo.

– Todo está arreglado. Conseguimos una recámara aquí para cambiarnos esta noche, será muy fácil -frunció el ceño-. Oye Casey, ¿por qué no subes a recostarte un rato? Ya no queda mucho qué hacer. Yo puedo terminar de poner los alfileres.

– Es que…

– Vamos. No te necesito.

– Sí, de eso estoy convencida -declaró Casey.

– Te subiré una taza de té cuando termine.

Casey se estiró en la cama y trató de descansar. Al menos ahí estaba lejos de la constante tensión en su relación con Gil.

La pesadilla de despertar cada mañana, sabiendo que su matrimonio era una farsa, una tortura planeada por el hombre a quien amaba para castigarla por imaginarios crímenes, le estaba haciendo mella. Estaba más delgada que nunca, la semana anterior Charlotte le recomendó ir con el médico.

No existía ningún médico en el mundo que pudiera curarla de su mal. Sólo Gil podía hacerlo. Y él había dejado muy claro que sería su esposa hasta que él decidiera lo contrario. Por el momento, había decidido que siguiera con él.

Ya no se atrevió a sugerir que se mudara al desván, ni le negó sus derechos como marido. Noche tras noche despertaba en ella la apasionada respuesta que desencadenó desde la primera vez que hicieron el amor, pero sin calor y sin ternura. Y después le daba la espalda sin decir palabra y se quedaba profundamente dormido. La única esperanza era que con el tiempo él se cansaría de esa relación de ira y la abandonaría para que rehiciera su vida sola.

Se movió inquieta en la cama, no podía descansar. Al fin, se levantó y caminó hasta la ventana. Abajo, los trabajadores instalaban luces en la entrada. Había arreglos florales cerca de la piscina y un ejército de gentes contratadas para la ocasión colocaban pequeñas mesas. Hacía muy buen clima, y ella estaba segura de que los invitados abandonarían el salón de baile después de cenar, para disfrutar de la brisa fresca junto a la piscina.

Oyó que alguien abría la puerta tras ella y descubrió que era Jennie que llevaba una charola con el té, que colocó en una mesa.

– Creí que subiste a descansar-la regañó.

– No pude. Estoy nerviosa.

– Tranquilízate. Todo estará bien.

– Has sido una gran ayuda. Sobre todo, considerando que tienes problemas.

– Me ayudó estar ocupada -sirvió el té-. Ven a sentarte. Pareces una sombra de lo cansada que estás.

– Ten cuidado. Esos halagos se me pueden subir a la cabeza.

– Dios mío -exclamó Jennie-. No debí decirte eso. Lo siento.

– No importa. Es que tengo un fuerte dolor de cabeza. Me sentará de maravilla el té. ¿Cuánto tiempo tenemos?

– Una hora -respondió Jennie consultando su reloj-. La señora Hetherington dio órdenes estrictas de que deberíamos estar en el salón de baile a las siete y media.

– Para que nos dé las merecidas gracias por todas las horas que nos hemos esforzado para que ella quede bien.

– Imagínate su cara mañana, cuando lea la nota de Michael -Jennie sonrió con malicia.

– ¡Jennie! Si es tu suegra. ¡Siempre estuve convencida de que nadie merecía ese castigo, ¡y también lo estoy de que no te merece a ti!

– ¿Por eso decidiste rechazar a Michael? -preguntó riendo la joven.

– Durante un tiempo pensé que Michael y yo estábamos hecho el uno para el otro -declaró Casey en tono serio-. Pero al final m convencí de que estaba equivocada. No puede uno casarse sin amor -y a menudo ni eso es suficiente, añadió para sí.

Jennie ganó el volado para usar primero el baño y para cuando Casey salió, llevaba puesto un sencillo vestido negro largo que la hacía ver más peligrosa que con sus jeans.

– ¡Te ves muy guapa! -exclamó Casey y la abrazó. Tocaron en la puerta y entró Michael para llevarse a su "compañera" a pasear a los jardines.

Casey se maquilló con cuidado para esconder las grandes y negras ojeras que lucía. Estaba poniéndose los zarcillos de brillantes cuando volvieron a tocar.

– Pase -dijo nerviosa.

– ¿Ya estás…? -Gil calló cuando Casey se puso de pie y lo miró.

– Lista -respondió en un tono helado que parecía no ser su voz-. De hecho ya me retrasé. De nuevo va a ponerme una mala calificación la señora Hetherington -recogió el pequeño bolso que hacía juego con el vestido largo de tafetán azul. No era nuevo. No tenía dinero propio para comprar un vestido nuevo, y no quiso darle la satisfacción a Gil de pedírselo-. ¿Nos vamos?

– Espera un momento -él- se acercó y Casey sintió que vibraba de ansiedad por abrazarlo y confesarle cuánto lo amaba. El sacó una caja larga del bolsillo de su chaqueta-. Siéntate, Casey.

Ella volvió a sentarse en el banco frente al tocador y Gil le abrochó un collar de brillantes en el cuello dejando las manos sobre sus hombros; la contempló en el espejo.

– Es precioso -murmuró ella.

– Sí. Es precioso. Se complementan a la perfección. Y ambos son muy caros. Puedo darme el lujo del collar; sólo cuesta dinero. Pero empiezo a preguntarme si el costo de tenerte es superior a lo que cuerpo y alma pueden soportar.

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