Capítulo 2

Casey había salido temprano del trabajo y estaba escogiendo ropa para la venta de garaje de las Brownies cuando sonó el teléfono.

– Casey O'Connor-dijo ella, dejándose caer en un sillón. No hubo respuesta-. ¿Hola?

– Hola, Casey O'Connor, ¿cómo estás? -Casey se enderezó de golpe, rígida al reconocer la voz, pero no pudo, no quiso creerlo.

– ¿Quién llama?

– Creo que sabes muy bien quien soy, Casey -ahora fue su turno de quedarse callada. No podía ser él. Y sin embargo, la excitación que vibraba en sus venas le indicaba que así era.

– ¿Gil? -su corazón dio un vuelco y no sabía qué responder.

– No fue muy difícil, ¿verdad? Reservé una mesa en el Oíd Bell a la una -hizo una pausa. Espero que no tengas compromisos.

– Yo…

– Muy bien. Nos veremos entonces -colgó el auricular. Suspiró y pensó en que no era una invitación sino una orden. Se quedó inmóvil en el sillón, con los puños cerrados. No iría. De ninguna manera. Casey consultó su reloj, era un poco después de las doce. No le había dado mucho tiempo, y ni siquiera había esperado que contestara.

Claro que siempre había estado muy seguro de sí mismo, pensó y recordó la primera vez que la invitó a tomar una copa. Había esperado con paciencia mientras ella titubeaba, atraída irresistiblemente por su aspecto; tan musculoso, rudo, masculino, ella sabía que su, madre desaprobaría por completo que saliera con uno de los trabajadores de su padre, por más atractivo que fuera. Ésta ocasión lo dejaría sentado allí, junto a la chimenea en el Bell, mirando el reloj, esperándola. Pero, pensó furiosa, que no la esperaría. Ya una vez había tratado de hacerlo esperar, en una lucha desesperada para adquirir más poder en una relación que no pudo manejar con cuidado. En aquella ocasión se había ido cuando ella llegó.

Se puso de pie y corrió al guardarropa, para elegir lo que se iba a poner. El gris no. No para Gil. Detuvo la mano sobre el vestido de jersey negro que había comprado hacía meses por un impulso y que no había estrenado. Siempre le había parecido demasiado corto para usarlo cuando salía con Michael, él no hubiera dicho nada, claro, era todo un caballero, pero no quiso arriesgarse. Sin embargo, ahora la invadió de pronto un ansia de desafío. Si iba a almorzar con alguien tan inadecuado como Gil Blake, entonces se vestiría inadecuadamente. Le pareció la elección perfecta.

Tomó una ducha rápida y luego se aplicó un poco más de maquillaje que el de costumbre, pero con mucho cuidado. Se levantó el cabello en un moño, dejando caer mechones a los lados de sus mejillas, y luego se puso del perfume que usaba siempre en las noches. Colocó dos grandes arracadas en sus orejas y sonrió al ver el resultado en el espejo.

Se metió el ceñido vestido negro que mostraba todas sus curvas a la perfección y revelaba sus piernas con medias negras más de lo que hubiera querido, pero ya era demasiado tarde para cambiar de opinión. Se acomodó el cuello alto, hasta que estuvo satisfecha, y luego se puso zapatos negros de tacón alto. Después de tomar un chal de cachemira negro, su diminuta bolsa y, verse una vez más al espejo, abrió la puerta y descendió por la escalera. Faltaban cinco para la una. Le tomaría diez minutos llegar al Bell. Perfecto, lo suficiente para hacerlo esperar, pero no tanto para que pudiera irse.

Entró al Bell detrás de dos hombres de negocios, y él no la notó de inmediato. Estaba mirando el fuego de la chimenea y tenía un pie sobre el guardafuego. Su cabello no estaba tan despeinado ni tan largo como antes, pero era negro, abundante y quebrado en la frente. No llevaba los jeans de siempre; no lo hubieran dejado entrar así al comedor del Bell. Pero el costoso y elegante traje sastre la tomó por sorpresa. En ese momento él levantó la vista y la miró sorprendido, frunció el ceño, y se acercó a recibirla.

– Casey, se te hizo tarde. Ven a sentarte junto a la chimenea -contempló su vestido y esbozó una sonrisa-. Debes tener frío -Casey se ruborizó, arrepentida del estúpido impulso que la hizo ir vestida de manera criticable a un sitio tan exclusivo-. Ordené champaña. Me pareció apropiado -se inclinó, tomó la botella de la hielera y sirvió dos copas. Las levantó y le ofreció una a ella-. ¿Brindamos? -ella tomó la copa y bebió indecisa-. Como no llegabas ordené por ti. Espero que no te importe -este hombre elegante y decidido era un extraño. No era el alocado jovencito que le había robado el corazón, y casi todo lo demás, tantos años atrás.

– ¡Gil! -susurró suplicante y él arqueó la ceja.

– ¿Qué pasó? -preguntó él mirando su traje-. ¿Esperabas verme en pantalón de mezclilla y camiseta? -señaló a su apariencia-. Si es así, querida, tú estás un poco… no, no exageremos. Nadie diría que te has engalanado.

– Si hubiera sabido que me invitaste para insultarme, jamás hubiera venido -replicó ella furiosa.

– Te invité a almorzar para discutir una proposición de negocios. Si hubiera imaginado que vendrías vestida como una ramera cara, te hubiera llevado a otro lugar-dejó notar cierta burla en los labios.

– Me inclino ante tu experiencia en ese renglón, Gil -la chica se ruborizó-. Personalmente, nunca he conocido a una ramera cara.

– Su mesa está lista, señor. Gustan seguirme, por favor -el mesero interrumpió su desagradable conversación. Gil se puso de pie y se hizo a un lado para que ella siguiera al camarero. En la entrada del restaurante Casey se detuvo, arrepentida de no haberse puesto el traje gris conservador. Respiró profundamente y cruzó el salón, consciente de que todos los hombres la observaban. Caminó despacio; no tenía alternativa, ya que los tacones tan altos y la falda entallada no le permitían hacerlo más aprisa, y al menos tuvo la satisfacción de ver la mirada de ira de Blake, cuando tomó asiento frente a ella.

– Toda una actuación, Casey. Te suplico que no vuelvas a repetirla.

– Puedes estar seguro de que no lo haré. No pienso volver a pasar por esta experiencia. Jamás -la furia en sus palabras lo hizo sonreír.

– Tengo una proposición que hacerte. Espera a que termine del hacerla antes de apresurarte a hacer conclusiones -ella esperó. El empezó a comer el mousse de aguacate.

– ¿Y? -preguntó ella.

– El placer antes de los negocios, querida -respondió él y señaló su plato-. Quiero que disfrutes de la comida -el camarero llevó una botella de vino y Gil ordenó que la abriera.

Casey estaba furiosa, pero no iba a hacer una escena en un restaurante donde era tan conocida, y estaba segura de que Gil lo sabía también. Fue un error haber ido. Debió escuchar a sus instintos y quedarse en casa, escogiendo la ropa para el bazar. La única forma de salvar su dignidad era comer su almuerzo y luego despedirse de Gil Blake. Realmente no lo conocía, y no quería conocerlo.

Después del mousse sirvieron un filete acompañado de verduras Casey apenas lo probó y no quiso postre, ni brandy.

– Sólo café para mí, por favor. Voy manejando -pidió ella.

– ¿Por eso no bebiste el vino? Creí que escogí uno que no te agradó.

– Tienes muy buen gusto. Y estoy segura de que no necesitas que yo te lo diga. ¿No tenías algo que decirme? -Casey miró su reloj.

– No hay prisa -él colocó los codos en la mesa y desenvolvió uní chocolate de menta-. Creí que te interesaría saber qué he estado haciendo desde la última vez que nos vimos.

– No tengo el menor interés -mintió ella. El sonrió divertido y ella; tuvo la gracia de ruborizarse.

– No importa. Te lo voy a decir de todas maneras. ¿Estás segura de que no gustas un licor? Yo te puedo llevar a casa -ella negó con la cabeza-. Bueno. Cuando tú lograste que me despidieran… -Casey abrió la boca para protestar, pero Gil se lo impidió moviendo el dedo-. Espera a que termine. Cuando lograste que me despidieran porque no supe respetar los límites con la hija del patrón, me fui a Australia. Me pareció necesario poner toda esa distancia entre nosotros.

– ¡No! -no había sido así. Lo había amenazado, pero su ira estaba dirigida a ella, no a él. Nunca se lo había mencionado a su padre. Y, cuando ella fue a buscarlo, el se había ido. Desapareció.

– Te pedí que no me interrumpieras -un músculo brincaba junto a su boca y su mirada era de acero-. Te acepto que no supieras que estabas jugando con fuego. Y yo debí percatarme de que no eras como ninguna de las otras muchachas con las que había salido. Eras un botón de rosa muy protegido, ¿verdad? -contempló su vestido-. Al menos, eso ya cambió.

Ella hubiera querido pararse y gritarle que nada había cambiado, que era la misma, sólo que mayor de edad, y esperaba que con más juicio. Pero se quedó sentada y escuchó toda la historia de cómo había trabajado por un salario semanal y construido primero una casa durante los fines de semana, luego otras y por fin había fundado su propia compañía.

– ¿Has regresado para establecerte? -preguntó ella al fin.

– Claro que sí -las palabras eran casi una amenaza, lo mismo que la sonrisa-. Vendí Blake Estafes y he regresado a casa.

– ¿A casa?

– Sí. Voy a comprar un negocio aquí en Melchester y pienso casarme.

Le tomó un momento comprender las palabras y sintió como un hueco en el estómago que le recordaba sin querer cuánto lo había deseado, y que seguía siendo tan atractivo y peligroso como siempre

– .¿Te vas a casar?

– Sí, tan pronto firmen los contratos.

– ¿Contratos? No comprendo, Gil.

– Estoy seguro de eso. No-pretendería encontrarte… inmaculada. Viviste fuera de casa; has sido la fiel compañera de Michael Hetherington por mucho tiempo. Sería un iluso. Y yo soy realista -sus ojos sombríos no mostraban humor cuando la miró con fijeza.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo sé. Siempre averiguo lo que me interesa. He seguido de cerca a la familia O'Connor. Incluso sé que Michael Hetherington te está presionando para fijar la fecha de la boda.

– ¿Cómo demonios…?

– ¿Por qué no llevas un anillo de compromiso? -la interrumpió él.

– ¡Eso es asunto mío!

– Pues pienso hacerlo mío. Ahora mismo -eran estremecedores sus ojos en su rostro inmóvil-. Esta es mi proposición. Salvaré a tu padre de la bancarrota. A cambio quiero la Constructora O'Connor. Y te quiero a ti.

– Eso es una tontería -ella rió con nerviosismo-. Mi padre no está en bancarrota -él se quedó callado.

"¿Gil? Con profunda aprensión comprendió que había hablado en serio. Y Casey recordó lo distraído que últimamente había estado su padre, y que había logrado vender muy pocas casas en sus nuevas propiedades-. Creo que aceptaré el brandy, si no te importa -murmuró ella, y le pareció que en un segundo lo tuvo en la mano y se lo bebió.

– No quiero que te hagas ilusiones sobre la situación. Tu padre no tiene a quién recurrir. Sólo tú tienes el poder de salvarlo. Si lo convences de que te vas a casar conmigo porque me quieres, estará más contento. Eso quedará entre nosotros dos. Quizá no quieras ayudarlo. Ha sido muy tonto -miró por la ventana hacia el río.

– Pero, como ya lo has dicho, yo voy a casarme con Michael -declaró ella con desesperación y él la contempló.

– ¿Cuál de ellos? ¿Hetherington, Hetherington o Hetherington?

– Ninguno de ellos-replicó ella subiendo la voz.

– ¿Ni siquiera es socio? ¿Crees que podrá salvar a tu padre? Tendrá que vaciar su bolsillo. Tu padre tiene serios problemas -su rostro era inexpresivo-. Quizá piense que vales la pena. Me lleva ventaja.

Casey lo había escuchado con creciente sensación de pánico. Gil Blake estaba perfectamente enterado de lo que había sucedido.

– ¿Cómo sabes que mi padre tiene problemas?

– Porque siempre averiguo lo que me interesa. Siempre navegó con la corriente e hizo lo que quiso. Tarde o temprano tu padre tendría que estancarse; le pasa a gente como él. Yo no tuve más que esperar -sonrió y se recargó en el respaldo; por fin terminó el chocolate de menta.

– ¿Por qué tenemos que casarnos, Gil? ¿No te daría lo mismo sin la bendición de la iglesia? -él dejó de sonreír.

– ¿Para que regreses corriendo con Hetherington después de que este ogro haya terminado contigo? No, Casey. Todo o nada -ella se puso de pie y-él también; y ya no podía permanecer sentada escuchando esa pesadilla. Sintió un dolor en el corazón. Gil le entregó una tarjeta-Tú y yo Casey, tenemos negocios pendientes. Llama a este número cuando hayas tomado una decisión. Lo único que tienes que decir es "sí" o "no" -ella lo miró de frente con el rostro pálido.

– Te lo puedo decir de una vez, Gil Blake. La respuesta es no.

– Espero oírlo. No te tornes mucho tiempo. Podría cambiar de opinión -movió la cabeza indicando que estaba satisfecho con la proposición-. Ya puedes irte.

Ella abrió la boca. Luego La cerró. La habían despedido. Casey giró sobre sus altos tacones y con la cabeza erguida, abandonó el Bell, jurando para sí no volver a pisar el recinto.

A la mañana siguiente, cuando despertó, Casey abrió los ojos y durante un instante de pánico empujó el peso que la presionaba.

Luego Gil se movió y recordó con claridad dónde estaba. Estaba oprimida contra el pecho del hombre con quien había contraído matrimonio, el cuerpo desnudo de él acomodado a lo largo de su espalda; yacían juntos allí como tórtolos sumergidos en la mitad del viejo colchón.

El debió entrar al lecho en la madrugada, y ahora estaba acostado junto a ella respirando profundamente, por lo que dedujo que estaba bien dormido.

Casey se quedó rígida por un momento; luego, al notar que él no se movió más, sé relajó y disfrutó del placer de sentir su cuerpo, de aspirar su aroma masculino y cálido; recordó cuánto había deseado precisamente eso. Qué fácil sería estar en sus brazos, despertarlo con un beso y permitir que le hiciera el amor.

Demasiado fácil. El había decidido humillarla, pensó. Suspiró y se deslizó fuera del lecho. El se movió y se recostó sobre la espalda, dejando caer un brazo en el espacio que ella había desocupado.

Dormido parecía más joven; un mechón de cabello oscuro caía en su frente. Era casi el Gil Blake que había conocido seis años atrás y por quien había perdido la cabeza, locamente enamorada. Casi. Tomó con rapidez un montón de ropa y salió corriendo al retrete de la planta baja donde estaba más segura, porque podía cerrar la puerta con llave. Después de tomar un baño, vestirse y cepillar su cabello, sintió que tenía mayor control de sí misma. Mientras hervía el agua se puso a revisar el contenido de los anaqueles. Casi no había nada, pero encontró jabón de lavar. Estaba parada en la mesita desenganchando las cortinas cuando escuchó a Gil que bajaba por la escalera.

– Me alegro de que al menos tomes en serio tus obligaciones caseras -comentó, acercándose cuando ella desenganchaba el último gancho. Levantó las manos y las colocó en su cintura. Esbozó una sonrisa al notar como lo miraba. Muévete, así, muy bien. Me vendría bien un desayuno.

– Serías tan amable de descolgar las cortinas de arriba mientras yo lo preparo -le sugirió ella, en el tono más pedante que sabía emplear.

– No, gracias. Tengo que ir a recoger un documento. Eso te mantendrá ocupada mientras yo estoy en el trabajo.

– ¡Trabajo! Pero, si es domingo… -él levantó una ceja intrigado.

– ¿Puedes sugerirme una forma más divertida de pasar la mañana?

– No. Ninguna -replicó ella y dio un paso atrás -él se volvió y la miró antes de abrir la puerta principal,

– Tienes despeinado el cabello -ella lo alisó furiosa, tiró las cortinas y entró al anexo de la cocina. En el refrigerador encontró media docena de huevos y tocino.

Gil desayunó, concentrado en el periódico. Ella estaba furiosa. Al fin, empujó la silla y se puso de pie.

– Regresaré a almorzar -le advirtió.

– ¡Aquí no! ¡No hay comida!

– Entonces hice bien en reservar una mesa en el Watermill, ¿no crees? Sirven una exquisita comida.

– ¡Oh! -exclamó ella desalentada-. ¿A qué hora reservaste?

– Tarde, a las dos. Comprendí que íbamos a estar bastante ocupados esta mañana -contestó Gil.

– ¡Y tenías razón! Yo pienso estar muy ocupada. Me llevará toda la mañana cambiar el aspecto de esta habitación.

– De eso se trata. Mantente ocupada -mostró los dientes como si sonriera- También noté que las ventanas necesitan lavarse; por si te da tiempo.

– No tengo escalera-le gritó ella.

– ¿No hay escalera? -se burló él-. ¡Qué barbaridad! ¿Ya buscaste en el cobertizo? -movió la cabeza con tristeza-. ¿Qué clase de marido puede privara su mujer de necesidades tan sencillas?

– Un marido indeseado -replicó ella con frialdad y contuvo el aliento cuando él le apretó el brazo con la mano.

– No, Casey. Fue tu decisión. Caminaste por el pasillo de la iglesia sobre tus dos pies y prometiste amarme y adorarme… hasta la muerte. Yo haré que cumplas tu promesa -la soltó y ella se balanceó-. Ahora, te sugiero que empieces a trabajar porque no terminarás para la hora del almuerzo.

Molesta, empezó a limpiar la casa. Era todo tan diferente de lo que había planeado. Mientras lavaba las cortinas, dejó que su mente divagara en los diseños que tanto había soñado para la casa de la que sería dueña. La amplia sala desde donde podía admirar las colinas, la cocina de caoba, el baño cómodo y cálido.

Desde la ventana descubrió a un gatito que la observaba inmóvil desde el muro de enfrente y le sonrió. El gato dio un brinco hasta el suelo y cuando ella salió a colgar las cortinas, el animal se enroscó en sus piernas maullando patéticamente.

– Hola, gatito -se inclinó y le acarició el lomo-. ¿Cómo te llamas? El gato maulló y ella estaba contenta de tenerlo de compañía cuando tuvo que explorar el oscuro cobertizo lleno de telarañas para buscar la escalera. Le ofreció un poco de leche y se puso a limpiar las ventanas.

Mientras restregaba el vidrio y contemplaba las terrazas grises de las casas vecinas, suspiraba. No tenía sentido pensar en lo que pudo haber sido. Su padre la había vendido para pagar al banco y tendría que acomodarse con lo que tenía. Si Gil la amara no le importaría cómo fuera esa casa. Hubiera vivido con él en una cueva.

Pero no la amaba. Además, era parte del paquete de venganza, porque su padre lo había despedido y Gil la culpaba a ella; y les había pagado con la misma moneda. Los había comprado en cuerpo y alma.

Terminó cerca de la una. La pequeña habitación brillaba. Satisfecha, se concentró ahora en su apariencia.

Se había cepillado el cabello, y lo levantó en un suave moño. Contemplaba el contenido de su guardarropa cuando escuchó la llave de Gil en la cerradura. Rápidamente descolgó un vestido color turquesa con un cinturón de ante del mismo tono y se lo puso mientras él subía por la escalera. La contempló con interés, mientras ella trataba de colocar en sus orejas las perlas, con las manos temblorosas.

– Muy bonito -ella miró el vestido.

– Gracias.

– No me refería al vestido -él miró su reloj fingiendo que no notaba el rubor de sus mejillas-. Ya tenemos que irnos.

El Watermill estaba lleno, pero Gil logró convencer al capitán de que les diera una mesa junto a la ventana. De inmediato llevaron una botella de champaña y el camarero la abrió con gran ceremonia, atrayendo la mirada y la sonrisa de los otros comensales. Gil levantó su copa.

– Por nosotros, Casey -si su sonrisa parecía alejo triste, sólo ella lo notó-. "Hasta que la muerte nos separe".

– Parece más una sentencia de muerte que un brindis -murmuró ella.

– Como quieras, querida. Pero es una sentencia mutua. Ambos estamos cautivos.

Un agudo dolor en la garganta amenazó de pronto avasallarla y corrió al tocador. Se encerró en un cubículo y metió sus nudillos en la boca para no gritar con fuerza; poco a poco recuperó el control, pero cuando se dirigió a la puerta escuchó voces.

– ¿Viste a Casey O'Connor con el hombre con el que se casó? -Casey sintió que palidecía.

– Es obvio por qué la atrajo. Junto a él Michael Hetherington luce bastante flacucho.

– Fue muy repentino, ¿verdad? ¿Crees que está embarazada?

– ¿Qué? ¿La doncella de hielo? -la mujer soltó una carcajada-. No, el chisme en el Club es que fue su dinero lo que la atrajo. Parece que es rico como Midas.

– Dios, algunas mujeres no saben qué suerte tienen -las voces se acallaron y Casey hizo girar el picaporte. Tenía que regresar al comedor y fingir que no había escuchado esa conversación. Contempló en el espejo sus ojos grandes en el pálido rostro, y sonrió. La perfecta imagen de una recién casada. Se alisó la falda, levantó la cabeza y se preparó a enfrentar al mundo.

Tan pronto salió del tocador, vio a las mujeres que habían estado hablando de ella. Entre ellas intercambiaron miradas, pensando que quizá las había oído. Casey las conocía de vista y las saludó cortes-mente al pasar, sin traicionar por nada las ganas que tenía de sacarles los ojos, y sonrió entusiasmada a Gil cuando él se levantó al verla.

– ¿Estás bien? -preguntó él desconcertado por tan amplia sonrisa.

– Excelente -afirmó ella, y levantó la copa para hacer una brillante imitación de la feliz recién casada para beneficio de alguien que lo dudara. El frunció el ceño y se inclinó sobre la mesa.

– ¿Qué sucedió?

– Nada -respondió ella alegre, pero le brillaban demasiado los ojos y no logró engañarlo.

Apareció el camarero para tomar la orden y Gil tuvo que posponer el asunto, pero tan pronto se alejó insistió con sus preguntas.

– Dime qué sucedió -y cuando ella abrió la boca para negar que algo había pasado, él la interrumpió-. No vuelvas a decir que "nada". Se nota que algo te ha trastornado -Casey lo contempló incrédula.

– ¿Me ha trastornado? -murmuró.

– Algo más -declaró él moviendo la cabeza con impaciencia.

– Sufrí el destino de todos los que escuchan tras la puerta, Gil. No dijeron nada bueno de mí.

– ¿No?

– Parece que tienen opiniones divididas acerca de los motivos que tuve para casarme contigo tan apresuradamente.

– ¡Oh! -exclamó él aliviado y sonrió-. Creo que puedo adivinar los más obvios. ¿Cuál era la otra alternativa?

– Tu dinero. Piensan que eres tan rico como el rey Midas -él estalló en carcajadas haciendo que los demás se volvieran a verlos.

– Tú podrías desengañarlas, ¿no cariño? En ambos aspectos -Casey sintió que se sonrojaba.

– ¡Gil, por amor de Dios! -exclamó.

– No es muy halagador que digamos. Tengo otros… atributos que cualquier mujer encontraría envidiables en un marido. Dame tu mano -él colocó el codo en la mesa y extendió el brazo hacia ella.

– ¿Qué?

– Tu mano, señora Blake -ansiosa de no provocar una escena, ella colocó sus dedos en los de él, y sin prevenirla él inclinó la cabeza y se los besó.

– ¡Gil! -él levantó los ojos indescifrables en su rostro bronceado.

– Pensé que sería divertido jugar un juego. Vamos a convencer a esas chismosas de que nos casamos por pura lujuria. Con eso de veras tendrán bastante de que murmurar -Casey movió la cabeza sin quitar su mano.

– No. No me dejaste terminar de decirte lo demás. Descartaron el embarazo. La "doncella de hielo" no pudo haberse casado por lujuria -quitó la mano cuando el camarero llevó el platillo de camarones. Gil titubeó antes de tomar el tenedor; tenía un extraño brillo en los ojos.

– ¿Doncella de hielo? -preguntó-. Quizá están mejor informadas de lo que imaginaba.

– De modo que no cabe duda alguna de que me casé contigo por tu dinero.

– Siento resultarte una desilusión.

Cuando retornaron, Gil abrió la puerta del auto y acompañó a Casey a la casa.

– Tengo que regresar a la oficina por un rato, Casey. Necesito hacer varias llamadas. Aquí no hay teléfono…

Afligida y angustiada a la vez, la joven observó cuando él se marchaba. Se puso los pantalones de mezclilla, una sudadera y empezó a desempacar sus cosas. Su lámpara china y algunas figuras de porcelana le dieron un aspecto más hogareño a la sala; desempacó sus excelentes utensilios de cocina y los guardó en los anaqueles.

Pasó el resto de la tarde midiendo las habitaciones y las ventanas, seguida por el travieso gato, que se sentaba a sus pies mientras ella pensaba como rediseñar cada habitación. Empezaría por organizar las composturas en la casa tan pronto llegara-al día siguiente a su mesa de dibujo en la oficina. Su prioridad número uno era el cuarto de baño.

Se preparó un emparedado y trabajó hasta sentirse tensa y congelada. Había tratado de ignorar la larga ausencia de Gil, pero furiosa, a las diez, se metió a la cama. Le dejó una nota pegada a la repisa de la chimenea: "tu cena está en el refrigerador". Se quedó despierta, acostada con su pijama de seda blanca que Charlotte consideró apropiada para una sexy luna de miel.

De pronto escuchó el auto afuera y, poco después, la llave en la cerradura. Cerró los ojos y fingió estar dormida cuando escuchó a Gil subir por la escalera. Pensó que él no la despertaría, pero estaba equivocada. Tiró la nota en su almohada y le quitó las sábanas.

– No me hizo ninguna gracia, Casey. Unos huevos revueltos y pan tostado serán suficiente.

– Es muy tarde -murmuró ella entreabriendo los ojos.

– Por eso mismo, es preferible que te apures a prepararlo para que puedas acostarte de nuevo -la escudriñó con la mirada, sobre la delgada tela que se ceñía al cuerpo de la joven-. Mejor será que te levantes, Casey, antes de que olvide que soy un caballero -susurró él.

Ella pasó saliva y deslizó los pies al suelo se sintió más segura cuando se puso la bata.

– ¿Huevos revueltos? -él la tomó del brazo.

– ¿No me quieres acompañar a comer?

– Vaya, muchas gracias, es usted muy amable -le respondió. Le hizo una caravana de burla y luego huyó al ver que se ensombrecía su rostro.

Mientras preparaba la cena, furiosa, se prometió que recogería los regalos de boda en la casa de sus padres al día siguiente.

Era un consuelo que se hubieran marchado de viaje; así no tendría que enfrentar la curiosidad de su madre. Ya estarían a bordo del crucero que tomaría un mes. Una segunda luna de miel.

– ¡Ja! -exclamó en voz alta azotando la sartén en la estufa. Encendió el tostador para el pan-. Una segunda luna de miel. Estaría bien una primera luna de miel.

– ¿Encontraste todo lo que necesitabas? -irguió la cabeza y descubrió que Gil la observaba divertido.

– ¡No! -replicó y se ruborizó de ira-. Necesito el auto mañana para recoger el horno de microondas, el tostador, la tetera eléctrica…

– ¿Crees que la instalación de luz aguantará tanta tecnología moderna? -preguntó él.

– ¡La aguantará cuando yo termine de arreglarla! -respondió ella levantando la voz mientras batía los huevos.

– ¿Piensas modernizar este vejestorio? -preguntó él sorprendido. Ella puso mantequilla en el pan y vació los huevos encima.

– Claro. No porque me hayas traído a una casa anticuada, pienso dejarla así -le ofreció el platillo-. Ahora, si no te importa, me voy a dormir -se envolvió en la bata y esperó a que él se hiciera a un lado para poder pasar.

– No se me había ocurrido que quisieras modernizar esto -murmuró él bastante desconcertado. Luego sonrió y se hizo a un lado. Te veré al rato. Gracias por la cena.

– ¡Si esperas que te diga "de nada", olvídalo!

Todavía estaba despierta cuando él llegó a acostarse. Casey se aferró a su orilla luchando contra el traicionero hoyo en medio del colchón, que la arrastraba al centro. El se desvistió sin encender la luz y se recostó junto a ella. Por un instante se quedaron así, inmóviles, pero separados; luego Gil murmuró:

– Buenas noches, Casey -se recostó de lado y en unos minutos estaba respirando con el lento ritmo del sueño.

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