Capítulo 6

– QUE generosa. Según recuerdo la última vez sólo permitías que me asomara por la ventana -ella lo miró extrañada por el súbito cambio en su tono de voz. La estaba mirando con dureza y una vena temblaba en su frente.

– Pero… -protestó ella. El no la escuchó. Caminaba a grandes zancadas frente a ella y no pudo hacer más que seguirlo, aunque de mala gana. Claro que no pudieron entrar la última vez. No se había completado la venta -no era posible que Gil no lo entendiera.

El la esperaba impaciente en la puerta principal y ella le entregó la llave.

– ¿No vas a entrar? -preguntó Gil.

– Mejor no -respondió ella moviendo la cabeza.

– Deberías entrar. Sería muy irresponsable de tu parte permitir a cualquier patán deambular por aquí sin compañía.

– Pero tú no eres cualquier patán… -Gil tenía una expresión tan decidida que ella suspiró y entró delante de él.

– Y, por cierto, ¿quién es tu cliente?

– ¿Qué, tú no sabes? -preguntó ella sorprendida-. Si dijiste que O'Connor hizo las modificaciones.

– Nos dio instrucciones un arquitecto que representa una compañía costera.

– A mí también -dijo ella y él movió la cabeza distraído, paseando por la casa, admirando el paisaje exterior y revisando el trabajo que realizó su personal.

– Esto me gusta -Gil señaló dos pequeñas habitaciones convertidas en una gran sala con ventanas en tres lados. La vista daba hacia una brecha que formaban las colinas y cuando niña, Casey creía quejera el mar.

– Sí. Quedó estupendo -respondió ella desanimada. Era muy doloroso. Casey no quería estar allí con Gil y sintió ansias de irse, pero él estaba revisando la calefacción.

– Ya era tiempo de que la remodelaran. Estaba muy deteriorada -había una crítica latente en sus palabras, que la irritó.

– Mi papá la rentó a una compañía local hasta hace poco. Era demasiado grande para mí…

– Mucho -aceptó él-. Era para cuando te casaras. Lo recuerdo -Gil se levantó y contempló el valle-. Va a quedar maravillosa, Casey. Tu padre nunca debió despojarte de ella. Fue un caso desesperado; debió comprender que no sería suficiente para salvar su situación.

– Me imagino que lo sabía -admitió Casey-. Pero yo insistí. Creo que estaba más desesperada que él.

– Comprendo -ella comenzó a sentir de nuevo el dolor de cabeza y se estremeció sintiendo un frío que no tenía nada que ver con el clima.

– Vámonos, Gil. Fue un error venir aquí contigo -esperó hasta que él la alcanzó en la entrada y cerró con fuerza la puerta.

– Una vez me trajiste aquí a ver la casa. ¿Recuerdas ese día, Casey?

Ella no pudo responder. Comenzó a correr hacia el.bosque, ignorando que la llamaba, y se detuvo sólo cuando llegó al refugio de los árboles. Débil y mareada, se dejó caer bajo su sombra. Claro que recordaba ese día. ¿Cómo podría olvidarlo? Había sido joven y estaba enamorada, trajo a Gil a conocer su casa, esperando que le fascinara tanto como a ella.

Quiso transmitirle que no existía ninguna barrera entre ellos para casarse. Su madre lo rechazaría, quería un casamiento entre la alta sociedad, pero ella poseía su casa y podrían vivir ahí juntos y felices para siempre. Qué ingenua y qué estúpida había sido.

Sucedió una semana antes de cumplir los dieciocho años y lo había soñado. Preparó un picnic y trajo a Gil al bosque con la intención de convertir su sueño en realidad. Terminaron de comer y descansaban sobre un tronco de árbol; se terminaron una botella de vino.

– La semana entrante será mi cumpleaños. Me van a hacer una fiesta en el Club. ¿Vas a venir? -le preguntó con timidez.

– No lo creo. A tu mamacita no le gustaría, ¿verdad? Y a los caddies les está prohibido entrar a los salones del Club.

– ¿Eres un caddy? -exclamó ella divertida-. Nunca te había visto.

– Lo fui antes. Cuando terminé la escuela. Estuve poco tiempo. Mejor lo celebramos privadamente -le murmuró inclinándose a besarla-, tú y yo solos-ella no insistió; no le importaba la fiesta. Había algo mucho más importante. Se levantó y estiró la mano.

– Ven conmigo, Gil. Quiero enseñarte algo. Es el regalo de cumpleaños que me dio mi papá -él la siguió hasta el borde del bosque y miró hacia el valle protegiendo sus ojos del sol.

– Mira, ahí. Mi casa -ella lo miró esperando que comprendiera lo que le quería decir.

– Es enorme. ¿Para qué ibas a querer una casa como esa? -preguntó él entrecerrando los ojos. Ella sabía que él se sonrojó.

– Es para cuando me case -lo había dicho y esperó, sin aliento, a que él le propusiera matrimonio.

– ¿Piensas vivir aquí, cuando te cases? -él hizo eco de sus palabras.

– Sí. Hace años papá convenció a la señora que vivía aquí, de que le diera prioridad, y como ahora ya está demasiado vieja para vivir sola decidió irse a un asilo -lo tomó de las manos con impaciencia-. Mañana será mía cuando firmen los contratos. Ven a ver -lo animó-. No por dentro, pero si por las ventanas -él se resistió y exclamó:

– ¡No!-giró sobre sus talones y la llevó tras él de regreso al bosque hasta un prado oculto entre los altos árboles-. No me interesa una casa vieja, Casey O'Connor. Lo único que me interesa eres tú -la empujó al suelo junto a él y rodó por encima de ella atrapándola bajo su cuerpo, luego envolvió un grueso mechón de sus largos cabellos en su muñeca. Ella se carcajeó, fascinada por el poder que ejercía sobre un hombre seis años mayor que ella, que tenía una experiencia mundana que ella apenas iba a adquirir.

La besó con suavidad, cortando su risa y ella-respondió con placer, disfrutando el peso de su cuerpo, enroscando los dedos en los rizos de su nuca. Abrió la boca permitiéndole explorar su interior con la lengua y sabiendo que no iba a ser suficiente.

Ella deslizó sus manos por la espalda de Gil hasta donde se le había zafado la camiseta del pantalón, y acarició su cuerpo musculoso y su piel cálida.

– Casey -él susurra su nombre mientras con la mano desabotonaba su blusa y ella se arqueó de pasión cuando él mordisqueó sus pechos, conteniendo el aliento mientras los besaba. Necesitaba acariciarlo, sentir la urgente necesidad que la estaba encendiendo, haciendo que su cuerpo hirviera de calor a tal grado que ansiaba desnudarse. El ya se encargaba de eso. Levantó las caderas para que él la despojara del pantalón y gritó al sentir su mano acariciarla hasta que se perdía en un abismo de placer nunca imaginado. Y él estaba a punto de hacerla mujer. Su mujer.

– Recuerda esto, Casey -le susurró Gil con voz ronca por el deseo-. Recuérdalo cuando estés casada y viviendo en tu casa vieja con el tipo de hombre que escogen las niñas ricas para marido. Recuerda esto.

Casey lo miró. Sus palabras le habían caído como un balde de agua fría, haciéndola de pronto consciente de dónde estaba y de lo que hacía.

– ¡No! -el grito resonó y asustó a las palomas que reposaban en la rama de un árbol-. ¡No! -repitió y con sus manos empujó el pecho de Gil hasta rodar libre y ponerse de pie. Tomó su ropa y se vistió con frenética desesperación, mientras Gil gruñía frustrado. Ella ignoró las lágrimas que resbalaban por sus mejillas, por la urgencia de huir inmediatamente.

Lo había llevado allí para mostrarle su casa, concia esperanza de que él querría compartirla con ella. Pero no fue así. Y por lo que le dijo era obvio que no existía un futuro para los dos. Persiguió a la hija del patrón hasta el punto de su rendición. Eso fue lo único que quería. Y ella sabía cómo era eso. De seguro hubo apuestas de cuánto tardaría ella en sucumbir. El se había vestido con igual rapidez y avanzaba hacia ella con el rostro pálido y furioso.

– Óyeme, Casey… -la tomó del brazo y ella lo retiró.

– ¡No me toques! -gritó, pero él no prestó atención, de modo que en su desesperación tuvo que amenazarlo-. ¡Si vuelves a poner un dedo sobre mí, Gil Blake, haré que te despidan! ¡De todas maneras haré que te despidan!

Había sido suficiente. El se había quedado inmóvil con el rostro como piedra y sus brazos cayeron a los lados. Por un momento ella se quedó allí contemplando la ira en su mirada. Luego echó a correr. Corrió hasta su casa y se escondió en su recámara maldiciéndose por tonta; ahí se quedó hasta que no tuvo más lágrimas que derramar, helada y vacía.

Continuó sus estudios lejos de allí, y cuando regresó con su diploma, lista para trabajar en la oficina de dibujo, conoció a Michael.

Pero Michael no tenía la fuerza de hacerla olvidar a Gil. Regresó a ese sitio una y mil veces para volver a vivir ese momento. Y cada vez que lo recordaba era peor su agonía, arrepentida de no haber vivido el idilio que Gil le ofreció; de poseer ese recuerdo y atesorarlo.

– ¿Sigues huyendo, Casey? -ella levantó la vista. Gil estaba parado junto a ella. Por un instante la sensación de seguridad fue tal, que ella esperaba que la condujera adentro del bosque como aquella ocasión. Pero él no se acercó.

– No, he dejado de huir, Gil -respondió la chica y se estremeció.

– No sé cuántas veces he soñado con este lugar. No ha cambiado en nada -comentó él mirando alrededor.

– No, no ha cambiado -él apartó su mirada de ella y miró al cielo.

– Va a llover -declaró de pronto-. Será mejor que vayamos a casa -pasó el brazo por sus hombros y los dos corrieron hasta el auto, pero la lluvia los alcanzó en el camino y llegaron empapados al coche. Viajaron en silencio a través del pueblo y por primera vez, Casey se alegró de llegar a su pequeña casa.

Gil encendió los leños que ya estaban en la hoguera mientras ella puso a hervir la tetera. El entró a la cocina con una toalla y comenzó a secar su cabello; ella se recargó en él disfrutando de la sensación.

– Ve a cambiarte, Casey. Te puedes resfriar -dijo él con voz ronca.

– La verdad es que… -se volvió para mirarlo-, Gil, me gustaría tomar un baño primero -sintió que se sonrojaba ante su propuesta

– ¿Estás segura?

– Completamente -ella asintió con la cabeza.

– Voy a traer la tina. Pero ve y quítate la ropa mojada.

Ella subió de prisa por la escalera. Tomó una decisión y estaba en paz consigo misma. Se quitó la ropa mojada y se envolvió en su bata de toalla. No se apuró, se quedó frente al tocador contemplando su imagen en el espejo.

Era una tonta. No importaba cuáles fueran los motivos, Gil regresó a ella. Hubiera deseado que fuera amor lo que lo hizo volver; sin embargo, ya no importaba. Ni su orgullo importaba. Si lo que él buscaba era vengarse, no lo iba a lograr porque ella aún lo deseaba; siempre lo había deseado. Se cepilló el cabello. Si buscaba venganza no debió forzarla a casarse con él. Su presencia no le dolía. Era su propio rechazo hacia él lo que la acongojaba. Tocó sus labios, recordando la promesa de su beso el día de la boda, y sonrió.

Cuando se puso de pie y amarró el cinturón de su bata, sonó el teléfono. Haciendo un gesto de irritación corrió y bajó por la escalera, pero ya Gil había contestado, así que ella hizo una pausa en el descanso y escuchó cómo él hablaba muy bajo en un teléfono portátil que ella nunca había visto antes.

– Te pedí que no me llamaras aquí -dijo él, de espaldas a ella-. No me importa que… -Casey escuchaba sin dar crédito a lo que oía mientras él continuó-. Sí, es mal momento. El peor momento posible… No, no querida, iré de inmediato… Es sólo que…-giró y descubrió a Casey parada al pie de la escalera-. Dame veinte minutos -colgó y ella entró a la sala-. Casey… tengo que salir.

– Sí, lo escuché. No dejes que yo te detenga.

– Es un asunto de negocios. No iría, pero…-ella sintió una oleada de hielo en la sangre ante su descarada mentira, e instintivamente se cerró más la bata y luego se frotó los brazos para calentarse.

– ¿Negocios con morenas? -lo retó-. ¿El tipo de negocio llamado "querida"? -él trató de acercarse, pero ella levantó la mano para detenerlo-. Por favor no trates de inventar excusas. No podría soportarlo. Vete ya.

– ¿Querida? -él movió la cabeza-. No, Casey, no es lo que te imaginas -miró el reloj con desesperación-. No tengo tiempo para explicarte.

– No hay nada que explicar, Gil.

– Así es -asintió él, y luego levantó los brazos-. ¡Maldición! -y sin decir más, salió de la casa.

Casey se acercó a la chimenea, se abrazaba moviéndose para ver si lograba calmarse y aliviar la herida que la estaba destrozando.

– Va a morirse de frío con la ropa mojada -se dirigió a la gatita que había estado afuera en la lluvia. Como respuesta, el animal extendió una de sus patas con elegancia y comenzó a lamerla.

Le pareció una estupidez desperdiciar el baño. Se sumergió en la tina hasta calentar sus huesos, luego la vació en el patio de atrás. Después paseó por la casa, sin lograr descansar.

Intentó llamar a Charlotte. ¿Qué podía decirle? ¿Que llevaba una semana de casada y se quedó sola en domingo por la tarde? No. Su orgullo le exigía que sufriera sus heridas en privado.

Finalmente, sin saber en qué ocupar su tiempo, puso a hervir el agua. Furiosa consigo misma, agarró su bolso y abandonó la casa. Encendió el motor de la camioneta y manejó sin rumbo, con la única idea de huir de la poderosa presencia de Gil que, aunque no estaba ahí, parecía estar por todos los rincones.

Por fin se estacionó a un lado de la carretera desde donde podía admirar las colinas que llegaban a Oxford, pero cerró los ojos al panorama. Estuvo a punto de sucumbir. Y tan confiado estaba él de que finalmente así era, que se fue corriendo a los brazos de otra mujer en el momento del triunfo. Parpadeó iracunda, evitando llorar. Ya había llorado demasiado por Gil Blake. No tenía más alternativa que compartir su casa y el lecho con la espada del orgullo entre los dos. Pero orgullo era lo único que le quedaba hasta que él cediera y la dejara ir.

Llamó su atención un puesto de plantas en el otro extremo del recodo y ella se acercó, atraída por los brillantes colores. Había macetas de pensamientos amarillo brillante y blanco. Impulsivamente los compró y los colocó donde los pudiera ver desde la ventana de la cocina.

La tristeza la condujo al fin hacia la cama. No se molestó en encender la luz del dormitorio y cuando iba a encender la de la mesita de noche quedó congelada por un ruido que venía de la cama. Un movimiento de algo blanco la paralizó totalmente. Luego, con gran alivio reconoció el ruido. Encendió la luz y la gatita maulló suavemente.

– Mira nada mas, que muchachita tan ingeniosa -dijo Casey y contó los gatitos-. Cinco. Y por el tono amarillo de ese chiquito no tengo que preguntarte quién es el papá, ¿verdad? -la gatita lamió a los recién nacidos, maullando de orgullo-. Bueno, eso termina con mis posibilidades de dormir en cama esta noche -la gata la miró con ansiedad-. No. No te quitaré de allí ahora -sacó su pijama y algunas sábanas del armario y apagó la luz.

Abajo, apagó el fuego y le escribió un recado a Gil para advertirle que no entrara al dormitorio. Se cobijó y trató de dormir, pero no dejaban de estacionarse coches afuera. Cada vez que escuchaba una puerta cerrarse, reaccionaba segura de que sería Gil. Finalmente arrojó la sábana y fue a calentar leche. Pensó que la gatita querría beber y vació algo en un plato. Subió, encendió la luz y le ofreció al animal que la bebió con ansias mientras ella sostenía el plato.

Escuchó la puerta de un auto cerrarse y brincó derramando la leche, cuando escuchó a Gil meter la llave en la cerradura. La gatita todavía estaba bebiendo no podía moverse hasta que terminara. Pero no tuvo que apurarse a bajar. Gil irrumpió en el dormitorio con el rostro negro de ira y la nota en la mano.

– ¿Qué demonios significa esto? -exclamó furioso, agitando el papel. Luego se detuvo contemplando la escena. Casey se incorporó.

– Temo que esta noche nuestro lecho está ocupado -se disculpó-. La quitaré de ahí mañana.

– Yo pensé… -él pasó la mano entre sus cabellos.

– ¿Qué?

– Que era una reacción a lo que sucedió… antes de irme -ella le quitó la nota y leyó en voz alta:

"POR FAVOR NO ENTRES A LA RECAMARA ". ¿Qué tiene eso de malo? Creí que iba a estar dormida cuando llegaras y no quería que vinieras a molestar a la gatita.

– Y es justo lo que hice, porque tú estabas aquí -ella notó las ojeras-. Creí que era por eso que no querías que subiera -Casey entendió apenas.

– No es bueno llegar a conclusiones precipitadas, Gil. Vamos a dejarla en paz -apagó la luz y él la siguió por la escalera. Se había cambiado la ropa mojada, llevaba un traje oscuro y una camisa rayada limpia. Notó que ella lo observaba y bajó la vista.

– Siempre tengo un cambio de ropa en la oficina.

– ¿En la oficina? -señaló ella con sequedad-. Que conveniente. ¿Y una rasuradora? -él ignoró la pregunta.

– ¿No acabas de decir que no hay que llegar a conclusiones precipitadas?

– No me estoy precipitando, Gil. Voy paso a paso. Pero llego a las mismas conclusiones. Te casaste conmigo por una especie de venganza perversa de algo que piensas que yo te hice. Créeme, me arrepentí, todavía me arrepiento, a pesar de que tenía razón. Eso debería ser suficiente venganza para ti -abrió más los ojos para implorarle-. ¿Sería tan difícil ponerle fin a esta farsa? Ahora mismo.

– No debiste hacer que me despidieran, Casey -señaló él y le brillaron los ojos-. Fue un abuso de poder.

– Yo no hice nada para que te despidieran-respondió ella frunciendo el ceño y confundida-. Nunca dije a nadie ni una palabra del juego que te permitiste conmigo.

– ¿Juego? -hizo un ademán de desesperación con la mano-. No me mientas, Casey. Todavía tengo esa carta. No que pensara yo en quedarme. Fui a la oficina aquel lunes en la mañana para decirles que renunciaba, y me estaban esperando junto con mis tarjetas y el cheque. Un cheque personal de tu padre. Por mucho dinero para que no hubiera problemas.

– ¿Un cheque? -ella sintió que se ruborizaba-. Comprendo. Así fue como empezaste tus negocios. Quizá deberías estar agradecido con mi padre, en vez de…

– ¡Comprendes!-la interrumpió él furioso-. ¡No comprendes nada, Casey! Yo rompí el maldito cheque. No quería su asqueroso dinero. Pero conservé la carta. Y cada vez que sentía que se había aplacado mi ira, la agudizaba leyendo cada palabra. ¡Eso fue lo que me hizo empezar mis negocios, no el dinero de tu padre! -ella se puso de pie reflejando en su rostro la vergüenza de lo que ella y su padre le habían hecho.

– Cómo debes odiarme… -susurró la chica.

– Yo…-él dio un paso hacia ella.

– Si tienes hambre hay pollo frío en el refrigerador -le dijo ella para interrumpirlo. Cualquier cosa con tal de que no le dijera más. El suspiró y se dirigió a la puerta.

– Ya cené.

– No lo dudo -con la hermosa trigueña-. Buenas noches, Gil.

– ¡Casey! -protestó él y de nuevo caminó hacia ella, pero Casey apretó su camisón, levantó la sábana y la sostuvo como una armadura entre ellos.

– Yo dormiré en el desván-declaró ella, sorprendida con el tono calmado en su voz que parecía no ser la suya.

– ¿Y dónde se supone que dormiré yo? -preguntó él.

– ¿Qué tal en tu oficina? -le sugirió ella con frialdad-. Parece tener todas las comodidades.

Luego salió de prisa para que él no pudiera ver las lágrimas que corrían por sus mejillas y subió pesadamente los dos pisos hasta el desván. Escuchó que él venía tras ella, y contuvo el aliento, pero no la siguió hasta arriba. Recostada y sin dormir, escuchó cómo él se paseaba durante un rato. Luego debió quedarse dormida. Una luz gris se filtraba por la ventana cuando las pisadas de Gil en la escalera la despertaron.

– ¿Casey? -murmuró él.

Ella mantuvo los ojos cerrados y no se movió. El la llamó una vez más y, después de una pausa, volvió a bajar. Unos minutos más tarde ella escuchó cómo cerraba la puerta principal con cuidado y luego al auto que avanzaba por el camino. Sólo entonces se incorporó.

Encontró la sábana de Gil en la sala, bien doblada, la chimenea encendida y en la pequeña mesa, una nota. La tomó con manos temblorosas.

"No se te olvide que tenemos invitados a cenar mañana. Trataré de estar en casa antes de que lleguen. Gil".

Y había una carta. Era vieja y amarillenta, los dobleces gastados y rotos. Casey la abrió con cuidado. Estaba membreteada con el nombre de la compañía O'Connor, y el contenido le avisaba cortésmente a Gil que ya no requerían más de sus servicios. Nada extraordinario. Nada que mostrara algo más de lo que parecía. Un despido normal. Excepto que Gil le había dicho que la acompañó un cheque personal, por una cantidad exagerada. Observó de nuevo la carta y entrecerró los ojos.

– ¡Oh, mamá! -susurró-. ¿Cómo pudiste? -la carta estaba firmada como "J O'Connor", sin duda. Pero la J era por June, no James. Por eso había sido un cheque personal. Su padre nunca se había enterado y de alguna manera eso hacía que las cosas parecieran mejor. O quizá peor. No estaba segura. Pero después de pensarlo decidió con una amarga sonrisa, que su padre hubiera reaccionado muy diferente. Si hubiera descubierto lo que pasó en el bosque, lleva la escopeta y exige que se casen. No le hubiera importado para nada que Gil no perteneciera a su clase social.

Se hundió en el sillón. Ahora ya no hacía ninguna diferencia. Volvió a leer la nota de Gil. La había tomado en serio y se había mudado de ahí. Y esta vez ella tendría que irse. Se lo debía a las personas que trabajaban allí, cuyas vidas estaban atadas a la compañía O'Connor.

No inmediatamente, claro. Darían la apariencia de seguir casados por un tiempo, pero Gil no podía abandonar Melchester ahora que era dueño de la compañía.

Casey comprendía con claridad la necesidad de Gil de irse lejos de ahí. Además, en Melchester no cabían los dos.

Recogió la leche que estaba en la puerta y saludó con la mano a la vecina de enfrente. Encontró a la gatita con sus gatitos en el anexo de la cocina acurrucados en una caja con la toalla vieja en el fondo y se preguntó que pasaría con la sábana.

Todo el día estuvo pensando cómo podía seguir viviendo con el corazón destrozado. Como él le prometió, mandó al plomero a instalar la cañería para el baño y ella se las ingenió para mantener una charla animada. Seleccionó los platillos para la cena, pulió y limpió la casa hasta que no quedó huella de polvo. Pero la tristeza persistió, un constante y doloroso pesar por algo que pudo haber sido, pero que nunca tuvo una verdadera posibilidad.

– ¿El señor Blake? -no pudo telefonear, pero si encontró el tiempo para llamar a los plomeros. Se sonrojó de ira-. En ese caso, pasen por favor,-se hizo a un lado y observó como pisaban con sus botas sucias la alfombra y la escalera que tanto había limpiado. Prometió hablar con el señor Blake en cuanto apareciera, sobre su tino de escoger el momento apropiado.

Incapaz de observar el caos, se retiró a la cocina y prosiguió con los preparativos de la cena. Luego dejó a los hombres martillando arriba y fue al salón de belleza.

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