Otoño Azteca
Gary Jennings
1
Todavía puedo verlo arder.
Aquel lejano día en que contemplé como prendían fuego a un hombre yo tenía dieciocho años, de manera
que ya había visto morir a otras personas, ya fuera ofrecidas a los dioses en sacrificio, ejecutadas por algún
crimen atroz o, simplemente, muertos de forma accidental. Pero los sacrificios siempre se habían l evado a
cabo por medio del cuchil o de obsidiana que arranca el corazón. Las ejecuciones siempre se habían
realizado con la espada maquáhuitl, con flechas o con la "guirnalda de flores" que estrangula. Los muertos
de forma accidental eran en su mayoría pescadores de nuestra ciudad, una ciudad situada al lado del
océano, que de algún modo habían caído en desgracia de la diosa del agua y se habían ahogado. En los
años transcurridos desde aquel día he visto también morir a gente en la guerra y de otras muchas y
variadas maneras, pero nunca antes había visto dar muerte a un hombre prendiéndole fuego
deliberadamente, ni he vuelto a verlo desde entonces.
Mi madre y mi tío estaban entre la inmensa multitud a la que los soldados españoles de la ciudad habían
ordenado asistir a la ceremonia, de manera que supuse que aquel acontecimiento iba encaminado a ser
una especie de lección para todos los que no éramos españoles. En realidad los soldados agruparon,
empujaron y l evaron en manada a tantos de los nuestros hasta la plaza central de la ciudad, que en el a
estábamos apretujados unos contra otros. Dentro de un espacio delimitado por un cordón de soldados se
alzaba un poste de metal que estaba clavado a las losas de la plaza. Aun lado del mismo se había
construido para la ocasión una plataforma y sobre el a se encontraban sentados o de pie varios sacerdotes
cristianos españoles, todos el os, igual que nuestros sacerdotes, ataviados con túnicas negras que
ondeaban al viento.
Dos fornidos soldados españoles condujeron al condenado hasta la plaza y lo empujaron con rudeza dentro
de aquel espacio despejado. Cuando vimos que no se trataba de un español pálido y barbudo, sino de un
miembro de nuestro propio pueblo, oí que mi madre exclamaba con un suspiro: -Ayya ouíya...
Y lo mismo hicieron muchos otros entre la multitud.
El hombre vestía una prenda suelta, informe y descolorida, y en la cabeza l evaba una escuálida corona de
hierba. Que yo alcanzaba a ver, su único adorno era cierta clase de colgante que l evaba atado con un
cordel de cuero alrededor del cuel o y que bril aba cuando le daba el sol.
El hombre era bastante viejo, incluso mayor que mi tío, y no ofreció resistencia ante los guardias. En efecto,
aquel hombre parecía estar o bien resignado a su destino o bien indiferente a él, así que no sé por qué
decidieron sujetarlo fuertemente con ligaduras. Un tremendo pedazo de cadena de metal se descolgó sobre
él, una cadena de tales dimensiones que un solo eslabón de la misma bastó para que le introdujeran la
cabeza a la fuerza y le aprisionaran el cuel o. Luego fijaron la cadena al poste vertical y los guardias
empezaron a apilarle alrededor de los pies un montón de leña. Mientras hacían aquel o, el más viejo de los
sacerdotes de la plataforma -el jefe de todos el os, supuse- empezó a hablarle al prisionero, dirigiéndose a
él por un nombre español, Juan Damasceno. Luego comenzó a hacer una larga arenga, en español,
naturalmente, lengua que en aquel a época yo aún no había aprendido. Pero un sacerdote más joven que
iba ataviado con unas vestimentas ligeramente distintas a las de los demás fue traduciendo las palabras de
su jefe en fluido náhuatl, lo que para mí supuso una considerable sorpresa.
Eso me permitió comprender que el sacerdote más viejo estaba enumerando las acusaciones contra el
condenado, y también que intentaba, con voz alternativamente zalamera o enojada, convencer a aquel
hombre de que se enmendase, mostrase contrición o algo por el estilo. Pero incluso traducidos a mi idioma
nativo, los términos y expresiones empleados por el sacerdote me resultaban desconcertantes. Después de
un rato largo y prolijo, al prisionero se le concedió permiso para hablar. Lo hizo en español, y cuando lo que
decía se tradujo al náhuatl, lo entendí con claridad.
-Excelencia, una vez, cuando todavía era un niño pequeño, me prometí a mi mismo que si alguna vez me
elegían para la Muerte Floral, aunque fuese en un altar extranjero, no degradaría la dignidad de mi partida.
Juan Damasceno no dijo nada más, pero entre los sacerdotes, guardias y otros funcionarios presentes se
produjo un gran revuelo; se pusieron a conferenciar y a gesticular antes de que finalmente se diera una
orden muy firme y uno de los soldados aplicase una antorcha a la pila de leña que había a los pies del
prisionero.
Como es bien sabido, los dioses y diosas obtienen un malévolo placer cuando dejan perplejos a los
mortales. Con frecuencia confunden nuestras mejores intenciones, complican nuestros planes más
sencil os y frustran hasta la más pequeña de nuestras ambiciones. Y a menudo hacen esas cosas con
facilidad, simplemente organizando lo que parece ser una mera cuestión de coincidencia. Y si yo no supiera
que no es así, habría asegurado que no había sido más que una mera coincidencia lo que nos l evó a los
tres, a Mixtzin -mi tío-, a su hermana Cuicani y al hijo de ésta -yo mismo, Tenamaxtli-, a la Ciudad de
México en aquel día concreto. Doce años antes bien cumplidos, en nuestra propia ciudad de Aztlán, el
Lugar de las Garcetas Nevadas, lejos hacia el noroeste, en la costa del mar Occidental, nos había l egado
la primera noticia asombrosa: que el Único Mundo había sido invadido por forasteros de piel pálida y tupida
barba. Se decía que habían venido de más al á del mar Oriental en casas enormes que flotaban sobre el
agua y estaban impulsadas por enormes alas como las de las aves. Yo sólo tenía seis años por entonces, y
todavía tendría que esperar otros siete para poder vestir, debajo del manto, el taparrabos máxtiatl que
significa haber alcanzado la virilidad. Yo era, por lo tanto, una persona insignificante, sin importancia alguna.
Pero tenía una curiosidad precoz y era muy agudo de oído. Además mi madre, Cuicáni, y yo residíamos en
el palacio de Aztlán con mi tío Mixtzin, su hijo Yeyac y su hija Améyatl, así que me podía enterar de
cualquier noticia que l egase y de cualquier comentario que esa noticia provocase entre el Consejo de
Portavoces de mi tío.
Como indica el sufijo "tzin" del nombre de mi tío, éste era un noble, el más alto noble entre nosotros los
aztecas, y era el Uey-Tecutli, -el Gobernador Reverenciado, de Aztlán. Algún tiempo antes, cuando yo era
sólo un bebé que apenas daba sus primeros pasos, el difunto Uey-Tlatoani Moctezuma, Portavoz Venerado
de los mexicas, la nación más poderosa de todo el Único Mundo, había concedido a nuestra entonces
pequeña aldea el estatus de "colonia autónoma de los mexicas". Ennobleció a mi tío Mixtli como el señor
Mixtzin, lo puso a gobernar Aztlán y le ordenó construir aquel lugar y convertirlo en una colonia próspera,
populosa y civilizada de la cual los mexicas pudieran enorgul ecerse. Así que, aunque estábamos muy
distantes de la ciudad capital, Tenochtitlan, el corazón del Único Mundo, los veloces mensajeros de
Moctezuma l evaban rutinariamente a nuestro palacio de Aztlán, igual que a las demás colonias, cualquier
noticia que se estimase de interés para sus subgobernadores. Desde luego la noticia de aquel os intrusos
del otro lado del mar era cualquier cosa menos rutinaria. Causó no poca consternación y especulaciones
entre el Consejo de Portavoces de Aztlán.
-En los antiguos archivos de diversas naciones de nuestro Único Mundo -dijo el anciano Canaútli, nuestro
Evocador de la Historia, que casualmente también era el abuelo de mi tío y de mi madre- esta escrito que a
la Serpiente Emplumada, el en otro tiempo más grande de todos los monarcas, el Quetzalcóatl de los
toltecas (que con el tiempo fue venerado como el mayor de los dioses), se le describía con la piel muy
blanca y la cara barbuda.
-¿Acaso estás sugiriendo...? -intervino otro de los miembros del Consejo, un sacerdote de Huitzilopochtli,
nuestro dios de la guerra.
Pero Canaútli le hizo cal ar, como yo habría podido advertirle al sacerdote que ocurriría, pues sabía bien
cómo le gustaba hablar a mi bisabuelo.
-También está escrito que Quetzalcóatl abdicó de su gobierno de los toltecas a consecuencia de haber
hecho algo vergonzoso. Puede que su pueblo nunca lo hubiera sabido, pero él lo confesó todo. En estado
de embriaguez, después de haber abusado del octli, la bebida embriagadora, cometió el acto de ahuilnema
con su propia hermana. O, según dicen algunos, con su propia hija. Los toltecas adoraban tanto a la
Serpiente Emplumada que sin duda le hubieran perdonado su mala conducta, pero él no pudo perdonarse a
si mismo.
Varios de los consejeros asintieron solemnemente. Canaútli continuó hablando:
-Por eso construyó una balsa a la oril a del mar (unos dicen que la construyó con plumas entretejidas, otros
que la hizo con serpientes entrelazadas) y se fue flotando hacia el otro lado del mar Oriental. Sus súbditos
se postraron en la playa y comenzaron a lamentarse a voz en grito de su partida. Así que él les habló y les
aseguró que algún día, cuando hubiera hecho suficiente penitencia en el exilio, regresaría. Pero con el paso
de los años los toltecas se fueron extinguiendo poco a poco hasta desaparecer. Y a Quetzalcóatl no se le
ha vuelto a ver.
-¿Hasta ahora? -rugió el tío Mixtzin. Casi nunca demostraba un temperamento muy acalorado ni alegre, y la
noticia que había l evado el mensajero no era como para l enarlo de regocijo-. ¿Es eso lo que quieres decir,
Canaútli?
El anciano se encogió de hombros y dijo: -¿Aquin ixnentla?
-¿Quién sabe? -le hizo eco otro de los ancianos del Consejo-. Yo sé de eso, pues he sido pescador durante
mi vida de trabajo. Sería casi imposible hacer que una balsa se fuera flotando hasta el otro lado del mar.
Imposible hacerla pasar más al á de las olas grandes, de las olas largas y rizadas y del flujo hacia tierra que
forman las olas.
-Quizá no sea imposible para un dios -sugirió otro-. De todos modos, si la Serpiente Emplumada tuvo
grandes dificultades para hacerlo, parece que ha aprendido de la experiencia, si ahora ha viajado desde al í
con casas haladas.
-¿Y para qué habría de necesitar la Serpiente Emplumada más de uno de esos buques? -preguntó otro-. Se
marchó solo. Pero parece que regresa con una tripulación numerosa. O con pasajeros.
-Han transcurrido haces y haces de años desde que se marchó -dijo Canaútli-. Dondequiera que haya ido,
bien podría haberse casado con una esposa tras otra y haber así engendrado naciones enteras de
progenie.
-Si éste es realmente Quetzalcóatl que vuelve -intervino el sacerdote del dios de la guerra con una voz que
le temblaba ligeramente- ¿alguno de vosotros es consciente de los efectos que puede tener este hecho?
-Espero que haya muchos cambios, y para mejor -respondió mi tío, que encontraba cierto placer en
desconcertar a los sacerdotes-. La Serpiente Emplumada fue un dios apacible y beneficioso. Todas las
historias concuerdan: nunca antes de su época, ni después de la misma, el Único Mundo ha disfrutado de
tanta paz, felicidad y buena fortuna como entonces.
-Pero nuestros demás dioses quedarán relegados a una posición inferior, incluso sumidos en la oscuridad
-dijo el sacerdote de Huitzilopochtli al tiempo que se retorcía las manos-. Y eso es lo que nos ocurrira a
todos nosotros, los sacerdotes de los demás dioses. Se nos rebajara, caeremos más bajo que los más
bajos de los esclavos. Seremos depuestos... despedidos... desechados para que mendiguemos y muramos
de hambre.
-Tal como he dicho -gruñó mi irreverente tío-. Cambios para mejor.
Bien, el Uey-Tecutli Mixtzin y su Consejo de Portavoces pronto quedaron desengañados de cualquier idea
acerca de que los recién l egados trajeran consigo al dios Quetzalcóatl o fueran sus representantes.
Durante el año y medio siguiente más o menos, apenas pasó un mes sin que un mensajero veloz
procedente de Tenochtitlan trajera noticias cada vez más asombrosas y desconcertantes. Por uno de el os
supimos que los forasteros no eran más que hombres, no dioses ni de la progenie de los dioses, y que se
hacían l amar españoles o castel anos. Los dos nombres parecían ser intercambiables, pero el segundo era
para nosotros más fácil de transmutar al náhuatl, así que durante mucho tiempo todos nosotros nos
referíamos a los extranjeros como los caxtiltecas. Luego, el siguiente mensajero que l egó hasta nosotros
nos informaría de que los caxtiltecas se parecían a los dioses, por lo menos a los dioses de la guerra, en
que eran rapaces, feroces, despiadados y ávidos de conquista, porque ahora se estaban abriendo camino a
la fuerza hacia tierra adentro desde el mar Oriental.
Más tarde el siguiente mensajero nos informaría de que los caxtiltecas exhibían ciertamente atributos
divinos, o al menos mágicos, tanto en sus métodos como en sus armas de guerra, porque muchos de el os
cabalgaban montados en gigantescos ciervos machos sin cuernos, algunos blandían temibles tubos que
descargaban truenos y relámpagos y otros tenían flechas y lanzas cuyo extremo era de un metal que nunca
se doblaba ni se rompía, y todos el os l evaban armadura del mismo metal, armadura que resultaba
impenetrable para los proyectiles ordinarios.
Luego l egó un mensajero que l evaba puesto el manto blanco de luto y el pelo trenzado del modo que era
indicativo de malas noticias. La información que nos dio fue que los invasores habían ido derrotando tribu
tras tribu y nación tras nación en su avance hacia el oeste: los totonacas, los tepeyahuacas, los texcaltecas;
y luego habían engrosado sus propias filas con los guerreros nativos supervivientes. De modo que el
número de combatientes de que disponían no disminuía, sino que aumentaba continuamente a medida que
avanzaban. (Yo podría mencionar, desde mi ventajosa percepción retrospectiva, que muchos de aquel os
guerreros nativos no eran demasiado reacios a unirse a las fuerzas de los extranjeros, porque su propia
gente había estado pagando de mala gana y durante mucho tiempo tributos a Tenochtitlan, y ahora tenían
esperanzas de resarcirse contra los dominadores mexicas.
Por último l egó a Aztlán un mensajero veloz, con manto blanco y peinado que significaba malas noticias,
para decirnos que los hombres blancos caxtiltecas y sus aliados nativos ya se habían adentrado en el
propio Tenochtitlan, el corazón del Único Mundo, e, inconcebiblemente, por invitación personal del en otro
tiempo poderoso y ahora irresoluto Portavoz Venerado Moctezuma. Además, aquel os intrusos no sólo
habían seguido avanzando y continuaban hacia el oeste, sino que habían ocupado la ciudad y parecían
inclinados a establecerse y quedarse al í.
El único miembro de nuestro Consejo de Portavoces que había temido en gran medida la l egada de
aquel os extranjeros, me refiero al sacerdote del dios Huitzilopochtli, últimamente se había sentido muy
animado al saber que no estaba a punto de ser depuesto al regreso de Quetzalcóatl. Pero quedó
consternado de nuevo cuando este último mensajero veloz también informó de otras cosas:
-En cada ciudad, en cada pueblo y en cada aldea a lo largo del camino hacia Tenochtitlan, los bárbaros
caxtiltecas han destruido todos los templos teocali, han derribado las pirámides tlamanacali y han volcado y
destruido las estatuas de todos y cada uno de nuestros dioses y diosas. Y en su lugar los extranjeros han
erigido toscas efigies de madera de una mujer blanca sosamente remilgada que sostiene en los brazos a un
bebé blanco. Estas imágenes, dicen los bárbaros, representan a la madre mortal que dio a luz a un niño
dios, y son los cimientos de su religión, l amada Crixtanóyotl.
Así que nuestro sacerdote se retorció un poco más las manos. Por lo visto estaba fatalmente condenado a
que se le desplazara de todos modos... y ni siquiera por uno de los antiguos dioses de nuestra propia tierra,
uno que tenía grandeza y estatura, sino por una nueva religión incomprensible que, evidentemente, rendía
culto a una mujer corriente y a un niño carente de ingenio.
Aquel mensajero fue el último que l egó hasta nosotros desde Tenochtitlan o desde cualquier otro lugar de
las tierras de los mexicas que trajera lo que podíamos asumir como noticias dignas de crédito y autorizadas.
Después sólo oímos rumores que se propagaban de una comunidad a otra y que acababan por l egar hasta
nosotros por medio de algún viajero que recorría la región o que remaba en una canoa acali costa arriba.
De todos esos rumores había que cribar lo imposible y lo ilógico, milagros y presagios supuestamente
vistos por sacerdotes y clarividentes, exageraciones atribuibles a las supersticiones de la gente común, esa
clase de cosas, porque, de todos modos, lo que quedaba después de la criba que podía reconocerse por lo
menos como posible, ya resultaba de por sí bastante espantoso.
En el transcurso del tiempo oímos decir, y no teníamos motivos para no creerlas, las siguientes cosas: que
Moctezuma había muerto a manos de los caxtiltecas; que los dos Portavoces Venerados que le habían
sucedido, aunque por poco tiempo, también habían perecido; que la ciudad de Tenochtitlan, -casas,
palacios, templos, mercados, incluso la imponente icpac tlamanacali , la Gran Pirámide- había sido
derribada y reducida a escombros; que las tierras de los mexicas y de sus naciones tributarias ya eran
propiedad de los caxtiltecas; que cada vez venían más casas flotantes del otro lado del mar Oriental y
vomitaban un número mayor de aquel os hombres blancos, y que aquel os guerreros extranjeros se
extendían en abanico hacia el norte, el oeste y el sur para seguir conquistando y sometiendo a otros
pueblos y tierras más lejanos. Y según estos rumores, dondequiera que fueran los caxtiltecas apenas
necesitaban hacer uso de sus letales armas.
-Deben de ser sus dioses, esa mujer blanca con el niño, que Mictlan maldiga, quienes hacen la carnicería
-nos dijo un informador-. Infligen a poblaciones enteras enfermedades que matan a todos excepto a los
hombres blancos.
-Y son enfermedades horribles -nos informó otro transeúnte-. He oído decir que la piel de las personas se
l ena de forúnculos y pústulas espantosas, y que sufren agonías indecibles durante mucho tiempo antes de
que la muerte los libere piadosamente.
-Hordas enteras de nuestra gente se mueren de esa plaga -nos explicó otro-. Pero los hombres blancos
parecen inmunes. Tiene que ser un encantamiento maligno realizado por la diosa y el diosecito.
También oímos decir que a los supervivientes útiles, ya fueran hombres, mujeres o niños, dentro de
Tenochtitlan y en sus alrededores, se los obligaba a realizar trabajos de esclavo, y que se utilizaba cualquier
material que pudiera rescatarse de entre las ruinas para reconstruir la ciudad. Pero ahora ésta iba a ser
conocida, por orden de los conquistadores, como la Ciudad de México. Seguía siendo la capital de lo que
había sido el Unico Mundo, pero éste, por orden de los conquistadores, de al í en adelante se l amaría
Nueva España. Y según decían los rumores, la nueva ciudad no se parecía en nada a la vieja; los edificios
eran de diseño muy complejo y tenían una ornamentación que los caxtiltecas debían de hacer para recordar
a su Vieja España, dondequiera que estuviese.
Cuando finalmente l egó hasta nosotros, los de Aztlán, la voz de que los hombres blancos estaban luchando
para subyugar los territorios de los pueblos otoml y purepecha, esperábamos que aquel os intrusos l egaran
pronto hasta el umbral, por así decirlo, de nuestras tierras, porque el límite norte de la tierra de los
purepechas, l amada Michoacán, no está a más de noventa y una carreras largas de Aztlán. Sin embargo
los purepechas opusieron una fiera e incansable resistencia que mantuvo a los invasores atascados al í, en
Michoacán, durante varios años. Mientras tanto el pueblo otoml simplemente se derritió ante los atacantes y
les permitió tomar aquel país con todo lo que tuviera de valor. Y no tenía mucho para nadie, ni siquiera para
los rapaces caxtiltecas, porque no era ni es mas que lo que l amamos la Tierra de los Huesos Muertos:
Árida, inhóspita y desierta, como lo es también toda la región situada al norte de Michoacán.
Así que finalmente los hombres blancos se dieron por satisfechos y detuvieron su avance en el límite
meridional de aquel nada hermoso desierto (lo que el os l aman el Gran Lugar Yermo). En otras palabras,
establecieron la frontera septentrional de su Nueva España a lo largo de una línea que se extendía por el
oeste desde el lago Chapalan hasta la costa del mar Oriental aproximadamente, y así ha permanecido
hasta el día de hoy. Dónde quedó por fin establecida la frontera meridional de Nueva España, no tengo ni
idea. Sí sé que algunos destacamentos de los caxtiltecas conquistaron y se asentaron en los territorios, que
en otro tiempo fueron de los mayas, de Uluúmil Kutz y Quautemalan, y todavía más al sur en las ardientes y
humeantes Tierras Calientes. En otro tiempo, los mexicas habían comerciado con esas tierras, pero a pesar
de su enorme poder no habían tenido deseos de quedárselas o habitarlas.
Durante los azarosos años cuya crónica he esbozado aquí, también tuvieron lugar otros acontecimientos
concernientes a mi propia juventud, que eran más de esperar y menos de hacer época. El día en que
cumplí siete años me l evaron ante el viejo y apergaminado tonalpoqui de Aztlán, el que pone los nombres,
para que pudiera consultar el libro tonálmatl de nombres (y sopesar todos los augurios, buenos y malos,
que concurrieron a la hora de mi nacimiento) y así fijar en mí el apelativo que l evaría para siempre desde
entonces. Mi primer nombre, naturalmente, había de ser simplemente el del día en que vine al mundo:
Chicuace-Xóchitl, Seis-Flor. De segundo nombre, el viejo vidente eligió para mi, por tener "buenos
portentos", según él, Téotl-Tenamaxtli, Aguerrido y Fuerte como la Piedra.
Al mismo tiempo que me convertí en Tenamaxtli comencé mi escolarización en las dos telpochcaltin de
Aztlán, la Casa de Acumular Fuerza y la Casa de Aprender Modales. Cuando cumplí los trece años y vestí
el taparrabos de la virilidad, me gradué en esas dos escuelas inferiores y asistí sólo a la szalmécac de la
ciudad, donde sacerdotes importados de Tenochtitlan, que eran a la vez profesores, enseñaban el arte de
conocer las palabras y muchas otras materias: historia, medicina, geografía, poesía... casi cualquier clase
de conocimiento que un discípulo deseara poseer.
-También es hora -me dijo mi tío Mixtzin el día en que cumplí trece años- de que celebres otro tipo de
graduación. Ven conmigo, Tenamaxtli.
Me acompañó por las cal es hasta el mejor anyanicati de Aztlán y, de las numerosas hembras que residían
al í, eligió la más atractiva, una chica casi tan joven y casi tan bel a como la propia Améyatl, la hija de mi tío,
y le recomendó:
-Este joven se hace hombre hoy. Querría que le enseñases todo lo que un hombre debe saber acerca del
acto de ahuilnema. Dedica la noche entera a su educación.
La muchacha sonrió y respondió que así lo haría. Y lo hizo. Debo decir que disfruté completamente con sus
atenciones y con las actividades de la noche, y por el o le quedé poderosamente agradecido a mi generoso
tío. Pero también debo confesar que, sin que él lo supiera, yo ya había estado saboreando de antemano
aquel os placeres durante algunos meses antes de merecer el taparrabos viril.
Así las cosas, durante aquel os años y los que siguieron, Aztlán nunca fue visitada ni siquiera por una
patrul a perdida de las fuerzas caxtiltecas, ni lo fueron ninguna de las comunidades con las cuales nosotros,
los aztecas, nos comunicábamos. Desde luego, las tierras al norte de Nueva España habían estado
siempre escasamente pobladas en comparación con las tierras del centro. No me habría sorprendido si, al
norte de nuestras tierras, existieran tribus ermitañas que aún no hubieran ni oído ni siquiera que el Unico
Mundo había sido invadido o que existía algo como hombres de piel blanca.
Aztlán y esas otras comunidades se sintieron, naturalmente, aliviadas al comprobar que los conquistadores
no las molestaban, pero también hal amos que aquel a seguridad nuestra basada en el aislamiento l evaba
consigo algunas desventajas. Puesto que nosotros y nuestros vecinos no queríamos atraer la atención de
los caxtiltecas, no enviamos a ninguno de nuestros mercaderes viajeros pochtecas, ni siquiera a algún
mensajero veloz, para que se aventurasen a cruzar la frontera de Nueva España. Aquel o significó que
nosotros nos quedamos voluntariamente apartados de cualquier comercio con las comunidades situadas al
sur de aquel a línea. Y aquel os habían sido antes los mejores mercados para vender nuestros productos
cultivados y fabricados en casa: leche de coco, dulces, licor, jabón, perlas y esponjas; y de esas
comunidades nos habíamos procurado artículos que no se encontraban en nuestras tierras: toda clase de
comodidades, desde granos de cacao hasta algodón, incluso la obsidiana que necesitábamos para
nuestras herramientas y armas. Así que los jefes de diversos pueblos de nuestro alrededor, Yakóreke,
Tépiz, Tecuexe y otros, empezaron a enviar discretos grupos de exploradores en dirección sur. Iban en
grupos de tres; uno de el os siempre era una mujer, iban desarmados y sin armadura y l evaban ropa
sencil a de campesinos para así aparentar ser sencil a gente de campo que caminaban denodadamente
para dirigirse a alguna inocua reunión familiar en alguna parte. No l evaban consigo nada que pudiera
levantar las sospechas o la rapacidad de ningún soldado fronterizo caxtilteca; normalmente no l evaban
más que una bolsa de cuero que contenía agua y otra de pinoli para l evar las provisiones del viaje.
Los exploradores avanzaban con aprensión comprensible sin saber qué peligros podrían encontrar en el
camino. Pero también iban l enos de curiosidad, y su misión consistía en informar al regreso a sus jefes de
lo que hubieran visto acerca de la vida en las tierras centrales, en los pueblos y ciudades y, en especial, en
la Ciudad de México, ahora que todo estaba gobernado por los hombres blancos. De aquel os informes
dependería la decisión de nuestros pueblos: bien iniciar una aproximación y aliarnos con los
conquistadores, con la esperanza de reanudar el comercio normal y el intercambio social; bien permanecer
apartados, inadvertidos e independientes, aunque por el o más pobres; o bien concentrarnos en reunir
fuerzas poderosas, defensas inexpugnables y un arsenal de armas para luchar por nuestras tierras cuando
los caxtiltecas l egaran a venir, si es que venían.
Bien, con el tiempo casi todos los exploradores fueron regresando a intervalos, ilesos y a salvo de cualquier
infortunio, ya fuera a la ida o a la vuelta. Sólo uno o dos grupos habían l egado a ver un centinela fronterizo,
pero excepto que los exploradores habían quedado sobrecogidos de pavoroso respeto al ver por primera
vez a un hombre blanco de carne y hueso, no tenían nada que informar acerca del hecho de cruzar la
frontera. Aquel os guardias los habían ignorado como si no fueran más que lagartos del desierto que iban
en busca de un nuevo terreno donde buscar comida. Y por toda Nueva España, en el campo, en las aldeas,
en los pueblos y ciudades, incluida la Ciudad de México, no habían visto -ni habían oído de boca de
ninguno de los habitantes de aquel os parajes- evidencia alguna de que los señores dominadores fueran,
en nada, más estrictos o severos de lo que habían sido los gobernantes mexicas.
-Mis exploradores -dijo Kévari, tlatocapili de la aldea de Yakóreke- me informan de que a todos los pipiltin
supervivientes de la corte de Tenochtitlan, y a los herederos de aquel os señores que no l egaron a
sobrevivir, se les ha permitido conservar las tierras y demás propiedades de sus familias, así como sus
privilegios de nobles. Se les ha tratado con gran indulgencia por parte de los conquistadores.
-Sin embargo, excepto esos pocos que se siguen considerando señores o nobles -intervino Teciuapil, jefe
de Tecuexe-, ya no quedan pipiltin. Ni macehualtin de la clase obrera ni siquiera tíacotin esclavos. Nuestra
gente es considerada igual, y todos trabajan en lo que aquel os hombres blancos les ordenan hacer. Eso
me han dicho mis exploradores.
-Sólo uno de mis exploradores ha regresado -dijo Tototl, jefe de Tépiz-. Y me informa de que la Ciudad de
México está casi terminada, excepto algunos edificios grandiosos que siguen en construcción. Desde luego,
ya no son templos de los antiguos dioses. Pero los mercados, me ha dicho, son como hormigueros
florecientes. Por eso mis otros dos exploradores, un matrimonio, Netzlin y Citlali, prefirieron quedarse al í a
probar fortuna.
-No me sorprende -gruñó mi tío Mixtzin, a quien los demás jefes habían venido a informar-. Semejantes
patanes campesinos nunca, en su vida, habrían visto una ciudad. No es de extrañar que den informes
favorables de los nuevos gobernantes. Son demasiado ignorantes para hacer comparaciones.
-¡Ayya! -bufó Kévari-. Por lo menos nosotros y nuestro pueblo hicimos un esfuerzo por investigar, mientras
tus aztecas y tú os quedasteis sentados aquí, muy complacidos.
-Kévari tiene razón -opinó Teciuapil-. Acordamos que todos nosotros, los jefes, nos reuniríamos,
hablaríamos de lo que nos hubiéramos enterado y luego decidiríamos nuestra línea de actuación con
respecto a los invasores caxtiltecas. Pero tú, Mixtzin, lo único que haces es hablar con desprecio.
-Sí -dijo Tototl-. Si tanto menosprecias los honrados esfuerzos de nuestros patanes campesinos, Mixtzin,
envía a alguno de tus educados y refinados aztecas. O a alguno de tus domesticados inmigrantes mexicas.
Pospondremos nuestras decisiones hasta que el os regresen.
-No -respondió mi tío tras unos instantes de profunda reflexión-. Como esos mexicas que ahora viven entre
nosotros, yo también vi una vez la ciudad de Tenochtitlan cuando estaba en el cenit de su poder y de su
gloria. Iré en persona. -Se dio la vuelta hacia mi-. Tenamaxtli, prepárate y dile a tu madre que se prepare.
El a y tú me acompañaréis.
De manera que ése fue el orden de los acontecimientos que nos l evaron a los tres de viaje a la Ciudad de
México, donde yo obtendría el reacio permiso de mi tío para quedarme y residir durante algún tiempo y
donde yo aprendería muchas cosas, incluida vuestra lengua española. Sin embargo nunca me tomé el
tiempo necesario para aprender a leer y a escribir vuestra lengua, que es por lo que en este momento te
estoy relatando mis recuerdos, mi querida muchacha, mi inteligente, bel ísima y adorada Verónica, para que
tú puedas escribir mis palabras a fin de que todos mis hijos y todos los hijos de nuestros hijos las lean algún
día.
Y la culminación de aquel a sucesión de acontecimientos fue que mi tío, mi madre y yo l egamos a la
Ciudad de México en el mes de Panquétzalíztli, en el año Trece-Junco, que vosotros l amaríais octubre, del
año de Cristo 1531, en el preciso día -cualquiera, menos los dioses caprichosos y traviesos lo habría
considerado una coincidencia- en que el viejo Juan Damasceno fue quemado hasta morir.
Todavía puedo verlo arder.
2
Para gobernar Aztlán durante su ausencia, Mixtzin nombró corregentes a su hija Améyatl y a Kauri, consorte
de ésta, junto con mi bisabuelo Canaútli (que ya debía de tener casi dos haces de años por entonces, pero
era evidente que iba a vivir eternamente), que debía ejercer de sabio consejero. Luego, sin nada más que
hacer y sin ceremonias de partida, Mixtzin, Cuikani y yo salimos de la ciudad en dirección al sudeste. Era la
primera vez que me alejaba considerablemente del lugar donde había nacido. Así que, aunque era
realmente consciente de la seria intención de nuestra aventura, para mí el horizonte era una sonrisa amplia
y acogedora. Me l amaba toda clase de experiencias y cosas nuevas que ver. Por ejemplo, en Aztlán el alba
siempre l egaba tarde y con luminosidad plena, porque primero tenía que saltar por encima de las montañas
que había tierra adentro. Ahora, una vez que hubimos cruzado esas montañas y nos encontramos ya en un
terreno más l ano, realmente vi romper el alba, o más bien lo vi desplegarse como una cinta de color tras
otra: violeta, azul, rosa, perla, dorado. Luego los pájaros empezaron a dejarse oír para saludar el nuevo día;
cantaban una música toda el a de notas verdes. Era otoño, así que no se esperaban l uvias, pero el hielo
era del color del viento y por él se mecían las nubes, l evadas por el aire, que eran siempre las mismas pero
nunca eran las mismas. Los árboles que soplaban y danzaban eran música visible, y las flores que
inclinaban la cabeza y asentían las plegarias que el as mismas decían. Cuando el crepúsculo oscureció la
tierra las flores se cerraron, pero las estrel as se abrieron en el cielo. Siempre me he alegrado de que esas
flores de las estrel as estén fuera del alcance de los hombres, pues de otro modo las habrían robado hace
mucho tiempo. Por fin, al caer la noche, se alzaron las suaves brumas de color paloma, que yo creo son
agradecidos suspiros de la tierra que se va a acostar cansada.
El viaje era largo, más de doscientas carreras largas, porque no podía hacerse en línea recta. También era
a menudo arduo y con frecuencia cansado, pero nunca resultó realmente peligroso, porque Mixtzin ya había
recorrido antes aquel a ruta. Lo había hecho unos quince años atrás, pero todavía recordaba el camino más
corto para atravesar abrasadoras zonas de desierto, la manera más fácil de rodear las bases de las
montañas en lugar de tener que trepar por el as y los lugares menos profundos por donde podíamos vadear
los ríos sin tener que esperar, confiando en que pasara alguien en un acali. Sin embargo, a menudo
tuvimos que desviarnos para alejarnos de los senderos que él recordaba a fin de dar un prudente rodeo en
aquel as partes de Michoacán donde, según nos dijeron los lugareños, todavía se libraban batal as entre los
implacables caxtiltecas y los orgul osos y testarudos purepechas.
Cuando en algún lugar de las tierras de los tepanecas por fin empezamos a encontrarnos de vez en cuando
con algún hombre blanco, con aquel os animales l amados cabal os, con los otros animales l amados vacas
y con los otros animales l amados perros, hicimos cuanto pudimos por asumir un aire de indiferencia, como
si l eváramos toda la vida acostumbrados a verlos. Los hombres blancos parecían igualmente indiferentes a
nuestro paso, como si nosotros también fuéramos animales corrientes y molientes.
Durante todo el camino, el tío Mixtzin no dejó de señalarnos a mi madre y a mi los lugares de interés que
recordaba de su anterior viaje: montañas de forma curiosa; estanques de agua demasiado amarga para ser
potable, pero tan caliente que echaba vapor al sol; árboles y cactus de especies que no crecían donde
nosotros vivíamos, algunos de los cuales tenían frutos deliciosos. También hizo algún comentario (aunque
nosotros ya habíamos oído todo eso antes, y más de una vez) acerca de las dificultades de aquel a
excursión anterior a Tenochtitlan.
-Como sabéis, mis hombres y yo l evábamos rodando el gigantesco disco de piedra tal ada que representa
a Coyolxauqui, la diosa de la luna; lo l evábamos para ofrecérselo como regalo al Portavoz Venerado
Moctezuma. Un disco es redondo, cierto, y se podría suponer que rodaría fácilmente por el camino. Pero un
disco también es plano por ambas caras. Así que un bache inesperado en el suelo o una súbita desigualdad
hacia que se ladease. Y aunque mis hombres eran fornidos y estaban atentos a lo que hacían, no siempre
conseguían evitar que la piedra cayera por completo de lado; incluso a veces, y me duele decirlo, la querida
diosa caía plana de cara. ¿Y lo que pesaba? Levantar aquel a cosa y ponerla de pie de nuevo requería que
cada vez, lo juro por Mictían, tuviésemos que suplicar la ayuda de cualquier hombre que se encontrase en
los alrededores... -Y Mixtzin seguía evocando, como había hecho más de una vez anteriormente-: Incluso
estuve a punto de no conocer al Uey-Tlatoani Moctezuma, porque me prendieron los guardias del palacio y
por muy poco me meten en prisión por saquear la ciudad. Como podéis imaginar, todos íbamos sucios y
fatigados cuando l egamos, y nuestra ropa estaba rota y maltrecha, de manera que sin duda parecíamos
salvajes que hubieran l egado al í a la deriva desde algún lugar remoto. Además, Tenochtitlan era la primera
y única ciudad de todas las que habíamos atravesado que tenía cal es y unas calzadas estupendas
pavimentadas con piedras. No se nos ocurrió que al hacer rodar nuestra maciza Piedra de la Luna por
aquel as cal es aplastaría y rompería el elegante pavimento. Y entonces los guardias, muy enojados, se
echaron sobre nosotros...
Y Mixtzin se echó a reír al recordarlo. A medida que nos acercábamos a Tenochtitlan nos enterábamos, por
medio de la gente por cuyas comunidades pasábamos, de unas cuantas cosas que nos prepararon para
que al l egar a nuestro destino no pareciésemos unos absolutos patanes de campo. En primer lugar nos
enteramos de que a los hombres blancos no les gustaba que los l amasen caxtiltecas. Nos habíamos
equivocado al suponer que los dos nombres, castel anos y españoles, eran intercambiables. Desde luego,
más tarde l egué a comprender que todos los castel anos eran españoles, pero que no todos los españoles
eran castel anos; que estos últimos procedían de una provincia en particular de Vieja España l amada
Castil a. De cualquier manera, de al í en adelante los tres tuvimos buen cuidado de referirnos a los hombres
blancos como españoles y a su lengua como el español. También nos aconsejaron que tuviéramos cuidado
en cuanto a l amar la atención de los españoles hacia nosotros.
-No paseéis por la ciudad boquiabiertos -nos recomendó un individuo del campo que había estado al í hacía
poco- Caminad siempre a paso vivo, como si tuvierais un objetivo preciso hacia el que os dirigís. Y al
hacerlo es prudente también l evar siempre algo a cuestas. Me refiero a ladril os para la construcción,
bloques de madera o rol os de cuerda, como si fuerais de camino a alguna tarea que se os hubiera
asignado. De otro modo, si andáis por ahí con las manos vacías, cualquier español que se encargue de
supervisar algún proyecto de obra, con toda seguridad os dar un trabajo que hacer. Y es mejor que lo
hagáis.
Así, advertidos de antemano, los tres continuamos camino. E incluso desde el primer momento en que la
vimos, desde lejos, la Ciudad de México, que se alza desde el fondo de aquel val e en forma de tazón, nos
resultó impresionante con aquel volumen enorme. Sin embargo nuestra entrada fue un poco decepcionante.
Mientras caminábamos por una calzada de piedra larga, amplia y con barandil a, que nos l evó desde el
pueblo de Tepeyaca, en tierra firme, hasta las islas de la ciudad, mi tío murmuró:
-Es extraño. Esta calzada pasaba por encima de una extensión de agua que se hal aba casi siempre como
un hormiguero l eno de acaltin de todos los tamaños. Pero ahora mirad cómo está.
Así lo hicimos, y no vimos otra cosa debajo de nosotros que una inmensa extensión de tierra mojada más
bien maloliente y l ena de fango, malas hierbas y ranas junto con unas cuantas garzas; muy parecido a los
pantanos que rodeaban Aztlán antes de que fueran drenados.
Pero más al á de la calzada estaba la ciudad. Y yo, aunque estaba advertido de antemano, sentí de
inmediato, lo que me sucedió en varias ocasiones a lo largo de aquel día, la tentación de hacer
precisamente lo que nos habían dicho que no hiciéramos; porque la grandeza y magnificencia de la Ciudad
de México eran tales que me quedé pasmado y sumido en una inmóvil actitud de admiración y de
comérmelo todo con los ojos. Afortunadamente en estas ocasiones mi tío me daba un empujón para que
avanzase, porque él, por su parte, no estaba muy impresionado por las hermosas vistas de aquel lugar,
pues había tenido ocasión de ver la panorámica de la desaparecida Tenochtitlan. Y de nuevo nos hizo un
comentario a mi madre y a mi.
-Ahora nos encontramos en el barrio de Ixacualco, sin duda el mejor distrito residencial de la ciudad, donde
vivía aquel amigo mio l amado también Mixtli, el que me había convencido para que me trajese la Piedra de
la Luna; lo visité en su casa mientras estuve aquí. Su casa y las que la rodeaban eran entonces mucho más
variadas y hermosas. Estas nuevas se parecen unas a otras. Amigo -le preguntó a un transeúnte que
l evaba una carga de leña sujeta con una correa alrededor de la frente al tiempo que lo tomaba de la mano-,
amigo, ¿este barrio de la ciudad todavía se conoce con el nombre de Iixacualco?
-Ayya -mascul ó el hombre mientras le dirigía a Mixtzin una mirada recelosa-. ¿Cómo es que no lo sabes?
Este barrio ahora se l ama San Sebastián Ixacualco.
-¿Y qué significa "San Sebastián"? -quiso saber mi tío.
El hombre puso en el suelo la carga de leña.
-Santo es una clase de dios menor de los cristianos españoles. Sebastián es el nombre de uno de esos
santos, pero de qué es dios, eso nunca me lo han dicho.
Así que seguimos adelante y el tío Mixtzin continuó con su narración:
-Fijaos. Aquí había un canal ancho, siempre concurrido y l eno de tráfico de inmensos acaltin de carga. No
tengo idea de por qué lo habrán rel enado y pavimentado hasta convertirlo en una cal e. Y al í... ayyo, ahí,
delante de vosotros, hermana, sobrino -hizo un gesto impresionante y amplio con ambos brazos-, ahí,
cercado por la ondulante Mural a Serpiente pintada de muchos y vivos colores, eso era un extenso espacio
abierto, una plaza de mármol reluciente que era el centro del Corazón del Unico Mundo. Y en el a, al á a lo
lejos, estaba el suntuoso palacio de Moctezuma. Y al í estaba la pista para los juegos de pelota tiachúl
ceremoniales. Y al í la Piedra de Tizoc, donde los guerreros se batían en duelo a muerte. Y al á... -Se
interrumpió para coger por el brazo a un transeúnte que l evaba un cesto de mortero de cal-. Dime, amigo,
¿qué es ese edificio gigantesco y tan feo que todavía se encuentra en construcción al í?
-¿Eso? ¿No lo sabes? Pues ése ser el templo central de los sacerdotes cristianos. Quiero decir la catedral.
La iglesia catedral de San Francisco.
-Otro de sus santos, ¿eh? -dijo Mixtzin-. ¿Y de qué aspecto del mundo es responsable ese dios menor?
El hombre respondió con desasosiego:
-Por lo que yo sé, forastero, da la casualidad de que sólo es el dios favorito y personal del obispo
Zumárraga, el jefe de todos los sacerdotes cristianos.
Y luego el hombre se alejó muy ligero.
-Yya ayya -se lamentó el tío Mixtzin-. Ninotlancuicui en Teo Francisco. Me importa un bledo el pequeño dios
Francisco. Si ése es su templo, resulta pobre sustituto de su predecesor. Porque al í, hermana, sobrino, al í
se alzaba el más sobrecogedor edificio que se erigió nunca en el Unico Mundo. Era la Gran Pirámide, una
construcción maciza pero grácil, y tan elevada hacia el cielo que había que escalar ciento cincuenta y seis
peldaños de mármol para alcanzar la cima; y al í uno se sobrecogía de nuevo al contemplar los templos de
bril antes colores y los tejados peinados de los dioses Tláloc y Huitzilopochtli. Ayyo, pero esta ciudad tenía
dioses dignos de celebrarse en aquel os días! Y. .
Se interrumpió bruscamente cuando a los tres nos empujaron de pronto hacia adelante. Hubiéramos podido
estar de pie en una playa de espaldas al mar, sin contar las olas, y así haber recibido la avalancha
inesperada de la siempre grande séptima ola. Lo que nos empujó por detrás fue una multitud de gente a la
que los soldados estaban conduciendo en manada al interior de la plaza abierta que nosotros habíamos
estado contemplando. Nos encontrábamos en la parte delantera de la multitud y logramos permanecer los
tres juntos. Así, cuando la plaza estuvo l ena a rebosar, hubo cesado el trasiego y todo estuvo tranquilo, nos
dimos cuenta de que teníamos una vista sin obstáculos de la plataforma a la cual estaban subiendo los
sacerdotes y del poste de metal hasta el cual se condujo y se ató al acusado. Teníamos una vista bastante
mejor de lo que, mirando hacia el pasado en retrospectiva, hubiera deseado tener. Porque todavía puedo
verlo arder.
Como he dicho, el anciano Juan Damasceno sólo habló brevemente antes de que se aplicara la antorcha a
la leña que había amontonada alrededor de él. Y luego no profirió queja ni gemido alguno, ni siquiera
suspiró a medida que el fuego le consumía el cuerpo. Y ninguno de los que presenciamos aquel o emitimos
sonido alguno tampoco, excepto mi madre, que exhaló un único sol ozo. Pero no obstante había sonidos.
Todavía puedo oírlo arder.
Entre aquel os sonidos estaban el crepitar de la madera al cumplir su función de combustible, los ávidos
lengüetazos y lametazos de las l amas, los sonidos cercanos producidos por la piel del hombre al abultarse
hasta formar ampol as que reventaban al instante, el chisporroteo y el siseo de la carne, el silbido de la
sangre al evaporarse, los chasquidos y crujidos que se producían al contraérsele tensamente los músculos
por el calor hasta romperle los huesos de su interior y, hacia el final, el indescriptible y horrendo sonido del
cráneo al estal ar en fragmentos a causa de la presión del cerebro que hervía dentro de él.
Todos pudimos también olerlo mientras ardía. El aroma de la carne humana al cocerse es, al principio, tan
deliciosamente apetitoso como el de cualquier otra clase de carne que se esté asando como es debido.
Pero luego aquel a carne asada en particular empezó a quemarse y se percibió el olor a chamuscado y a
humo, el olor rancio de la grasa de debajo de la piel al burbujear y derretirse, el duradero olor a quemado
de su única prenda al desintegrarse, el tufo más breve, aunque más agudo, que se produjo cuando el pelo
de la cabeza desapareció en una l amarada, el hedor de los órganos, las membranas y las vísceras al
asarse, el empalagoso, dulce y nauseabundo olor de la sangre al convertirse en vapor, y al cabo de un rato
el olor caliente y metálico que se levantó cuando la cadena que lo sujetaba parecía intentar arder el a
también, y el polvoriento olor de los huesos al convertirse en cenizas, y la peste repulsiva cuando el
intestino de aquel hombre y sus contenidos fecales fueron incinerados.
Puesto que el hombre que estaba atado al poste también podía ver, oír y oler todas aquel as cosas variadas
que le sucedían a él mismo, empecé a preguntarme qué le estaría pasando por la cabeza durante aquel
tiempo. No emitió ni un sonido, pero seguramente tenía que estar pensando en algo. ¿En qué?
¿Lamentaría las cosas que había hecho o dejado de hacer y que le habían conducido a aquel espantoso
final? ¿Se recrearía y saborearía los pequeños placeres, incluso las aventuras que hubiera disfrutado en
algún momento de su vida? ¿Pensaría en los seres queridos que dejaba atrás? No, con la edad que tenía lo
más probable era que hubiese sobrevivido a todos el os, excepto quizá a sus hijos y a sus nietos, si es que
los había tenido, pero por fuerza tenía que haber habido mujeres en su vida; aunque viejo, todavía era un
hombre de buen aspecto cuando subió al poste. Además había l egado a aquel indecible destino sin miedo
y sin rebajarse; en sus buenos tiempos seguro que había sido un hombre importante. ¿Quizá estuviera
ahora, a pesar del dolor atroz que padecía, riéndose por dentro de la ironía de haber sido en otro tiempo
alto y poderoso y de haber caído tan bajo al final?
¿Y cuál de sus sentidos, me preguntaba yo, sería el primero en extinguirse? ¿Le duraría la visión lo
suficiente para poder ver cómo lo miraban sus ejecutores y cómo sus paisanos se apiñaban alrededor? ¿Se
estaría preguntando en qué pensaban los vivos al verle morir? ¿Podía ver cómo sus propias piernas se
encogían, retorciéndose, ennegreciéndose, mientras él colgaba suspendido de la cadena que se rizaba
contra su vientre? ¿Y luego cómo los brazos hacían lo mismo, encogiéndose, tostándose y enroscándosele
en el pecho como si sus miembros estuvieran tratando de proteger el torso para el que habían trabajado
fielmente durante su vida? ¿O le habría quemado ya el calor los globos oculares cuando todo eso ocurrió,
de manera que no le quedase más luz ni vista para verlo?
Luego, ciego, ¿seguiría por el oído y el olfato el progreso de su corrupción? Los sonidos de las burbujas
que formaban las ampol as de la piel al aumentar, hacer erupción y estal ar viscosamente... ¿podría oírlos?
¿Podría oler su propia carne humana mientras se convertía en aquel a nauseabunda carroña que ni
siquiera los buitres tzopilotin querrían comerse? ¿O simplemente sentiría todo eso? Si era así, ¿lo sentiría
por separado, como pinchazos identificables, o como una agonía que lo engul ía todo?
Pero aunque hubiera sido privado de la vista, del oído, del olfato -y espero que de las sensaciones-, todavía
durante un rato le quedó el cerebro. ¿Seguiría pensando hasta el último instante? ¿Temería la noche
interminable y la nada del infierno Mictían? ¿O soñaría con una vida nueva y eterna en la tierra feliz,
exuberante y bril ante de Tonatiuh, el dios del sol? ¿O simplemente el cerebro trataría de aferrarse
desesperadamente, aunque sólo fuese por un poco más de tiempo, a los recuerdos de este mundo y de la
vida que fueran los más queridos para él? ¿Recuerdos de juventud, de cielo y luz de sol, de amorosas
caricias, de hazañas y proezas, de lugares que visitara en otro tiempo y que nunca volvería a visitar?
¿Habría logrado conservar esos pensamientos y recuerdos para su último y patético solaz hasta el instante
en que su propia cabeza se resquebrajó y todo acabó?
Si aquel espectáculo realmente tenía la intención de dar alguna clase de lección edificante para nosotros, a
quienes se nos había ordenado mirar, me parece que habíamos tenido más que suficiente desde hacía ya
mucho rato. Para empezar, vimos que aquel hombre, Juan Damasceno, moría sin ningún propósito útil: ni
su corazón, ni siquiera su sangre fueron a nutrir a ningún dios, a ninguno de nuestros dioses ni tampoco a
los de los cristianos. Pero los soldados no nos dejaron marchar antes de que lo hicieran los sacerdotes que
presidían el acto, y éstos permanecieron en aquel a plataforma hasta que de su víctima no quedó nada que
no fuera hedor y humo. Estuvieron observando aquel proceso con esa expresión seria de quien cumple con
un deber desagradable, esa expresión que cualquier sacerdote de cualquier religión sabe asumir tan
virtuosamente. Pero sus ojos contradecían la expresión que tenían en el rostro. Los ojos de los sacerdotes
bril aban l enos de ávido regocijo y de aprobación ante lo que estaban contemplando. Todos los sacerdotes
menos uno, debo expresarlo así: aquel más joven que había hecho la traducción al náhuatl.
El rostro de este hombre no estaba serio sino triste, sus ojos no se regodeaban sino que sufrían. Y cuando
finalmente los demás sacerdotes bajaron de la plataforma y se marcharon, y los soldados nos ordenaron a
nosotros que nos dispersásemos, aquel joven sacerdote se quedó al í un poco más. Se detuvo delante de la
cadena que colgaba y se balanceaba de un lado a otro, con los eslabones al rojo vivo, y miró l eno de pena
hacia abajo, hacia los insignificantes restos de lo que aquel a cadena había sujetado.
Los demás, incluidos mi madre y mi tío, se apresuraron a marcharse de la plaza. Pero yo también me
quedé, junto con el sacerdote; me puse a su lado y me dirigí a él en el idioma que ambos hablábamos.
-Tlamacazqui -le dije con el debido respeto.
El levantó una mano en señal de protesta.
-¿Sacerdote? No soy sacerdote -me explicó-. Pero puedo l amar a uno si me dices por qué deseas hablar
con un sacerdote.
-Yo quiero hablar contigo -le indiqué-. No hablo el español de los demás sacerdotes.
-Y yo te repito que no soy sacerdote. Y a veces me alegro de el o. Yo sólo soy Alonso de Molina, notario de
mi señor el obispo de Zumárraga. Y como me tomé la molestia de aprender vuestro idioma, hago también
de intérprete de su excelencia entre tu pueblo y el nuestro.
Yo no tenía ni idea de lo que pudiera ser un notario, pero aquel hombre parecía amistoso y había
demostrado cierta compasión humana durante la ejecución, cosa que los demás oficiantes no habían
hecho.
De modo que ahora me dirigí a él con el tratamiento honorífico que significa más que "amigo"; de hecho,
"hermano", o incluso "hermano gemelo".
-Cuatl Alonso -le dije-. Me l amo Tenamaxtli. Unos parientes míos y yo acabamos de l egar de muy lejos
para admirar por primera vez vuestra Ciudad de México. No esperábamos que a los visitantes se les
proporcionase un... espectáculo público. Sólo quiero preguntarte esto: a pesar de tu excelente traducción no
he podido, en mi ignorancia provinciana, comprender esos términos de aspecto legal que has pronunciado.
¿Tendrías la bondad de explicarme, en palabras sencil as, de qué se acusaba a ese hombre y por qué se le
ha ejecutado?
El notario me estuvo contemplando durante unos instantes. Luego me preguntó:
-¿No eres cristiano?
-No, cuatl Alonso. He oído hablar de Crixtanóyotl, pero no sé nada de esa religión.
-Bien. En palabras sencil as, como pides, te diré que a don Juan Damasceno se le encontró culpable de
haber fingido abrazar nuestra fe cristiana, cuando en realidad había permanecido todo el tiempo sin creer
en el a. Se negó a confesar esto, se negó a renunciar a su antigua religión, y por eso se le sentenció a
muerte.
-Empiezo a comprender. Gracias, cuatl. Los hombres pueden elegir entre hacerse cristianos o que los
ejecuten.
-Espera, espera. No es eso exactamente, Tenamaxtli. Pero una vez que alguien se hace cristiano, ha de
seguir siéndolo.
-O vuestros tribunales de justicia ordenan que a esa persona se la queme viva.
-Tampoco es eso exactamente -repuso el notario frunciendo el entrecejo-. Los tribunales seglares pueden
adjudicar diversos castigos para los distintos tipos de delito. Y si votan por la pena capital, hay varias
maneras de l evarla a cabo: se le puede fusilar, se le puede matar con la espada, con el hacha de verdugo
o...
-O del modo más cruel de todos -terminé yo por él-. En la hoguera.
-No. -El notario movió la cabeza de un lado a otro; ahora daba la impresión de estar un poco incómodo-.
Sólo los tribunales eclesiásticos de la Inquisición pueden pronunciar esa sentencia. Desde luego, ése es el
único medio de ejecución que la Iglesia puede especificar. Verás, la Iglesia tiene poder para castigar a
brujos, brujas y herejes como este difunto Juan Damasceno, pero le está prohibido derramar sangre. Y está
claro que si se quema a alguien no hay derramamiento de sangre. De ese modo está establecido en la ley
canónica, dice cómo debe la Iglesia ejecutar a esas personas. Por las l amas... y sólo por las l amas.
-Comprendo -dije-. Si, hay que obedecer la ley.
-Me complace decir que esas ejecuciones se l evan a cabo con escasa frecuencia -me explicó el notario-.
Han pasado tres años enteros desde que un marrano fue ejecutado en este mismo lugar por haberse
mofado de la fe de un modo parecido.
-Perdóname, cuatl Alonso -le interrumpí-. Pero ¿qué es un marrano?
-Un judío. Es decir, una persona que habiendo sido anteriormente judía se convierte al cristianismo. Y
Hernando Halevi de León parecía un converso sincero. Incluso comía cerdo. Así que se le otorgó una
rentable concesión real de encomienda propia en Actopan, al norte de aquí. Y se le permitió casarse con la
hermosa Isabel de Aguilar, la hija cristiana de una de las mejores familias españolas. Pero luego se
descubrió que el marrano le prohibía a doña Isabel que asistiera a misa en los días del mes en que tenía la
hemorragia femenina. Obviamente, De León era un falso converso que seguía observando en secreto las
perniciosas reglas del judaísmo.
Para mí aquel o no tenía ningún sentido, así que volví al asunto que más me importaba y le dije:
-Este hombre de hoy, cuatl... no parecías muy feliz de verlo arder.
-Ayya, no te confundas -se apresuró a responder-. Según las creencias, leyes y normas de nuestra Iglesia,
este Damasceno con toda certeza merecía ese destino. Yo no discutiría eso en absoluto. Es sólo que...
bueno, con los años le había tomado cariño al viejo. -Echó una última mirada a las cenizas-. Y ahora, cuatl
Tenamaxtli, debes excusarme. Tengo obligaciones. Sin embargo, me sentiré muy complacido de volver a
conversar contigo en otra ocasión, siempre que estés en la ciudad.
Yo había seguido con los ojos aquel a mirada suya a las cenizas, y me había percatado al instante de que,
aparte de la cadena de metal y el poste vertical de metal, sólo una cosa había sobrevivido a las l amas. Era
el colgante que yo había visto fugazmente antes, aquel objeto que reflejaba la luz, que el hombre muerto
había l evado colgado alrededor del cuel o.
Cuando el notario Alonso se dio la vuelta, me apresuré a agacharme y cogí el objeto; tuve que pasármelo
de una mano a otra durante un buen rato porque todavía abrasaba. Se trataba de un pequeño disco de
alguna clase de cristal amaril o, y estaba pulido de un modo curioso aunque suave, plano por un lado,
curvado hacia adentro por el otro. El objeto había colgado de un cordel de cuero, que naturalmente había
desaparecido, y era evidente que había estado montado en un anil o de cobre porque aún quedaban restos
del mismo, aunque la mayor parte se había fundido.
Ninguno de los soldados que patrul aban por la zona ni cualquier otra persona española de las que
circulaban, despacio o de prisa, por al í haciendo recados y que cruzaban la extensa plaza abierta, prestó
atención a aquel a acción mía de coger el talismán amaril o o lo que fuese. Así que me lo metí debajo del
manto y me marché en busca de mi madre y de mi tío.
Los encontré de pie en un puente que salvaba uno de los pocos canales que quedaban en la ciudad. Mi
madre había estado l orando, pues todavía tenía el rostro mojado por las lágrimas, y su hermano había
tratado de consolarla rodeándole los hombros con un brazo. Además mi tío estaba gruñendo, más para si
mismo que dirigiéndose a mi madre:
-Esos exploradores nos dieron buenas informaciones acerca del gobierno de los hombres blancos. Pero no
es posible que presenciasen nada como esto. Desde luego, cuando regresemos insistiré todo lo que pueda
para que nosotros los aztecas nos mantengamos alejados de estos aborrecibles... -Se interrumpió para
exigirme con enojo-: ¿En qué te has entretenido, sobrino? Bien hubiéramos podido decidir emprender el
camino de regreso a casa sin ti.
-Me he quedado para intercambiar unas palabras con ese español que habla nuestra lengua. Me ha dicho
que él le tenía cariño a Juan Damasceno.
-Ése no era el nombre verdadero de aquel hombre -me corrigió mi tío con voz hosca.
Mi madre volvió a emitir un pequeño sol ozo. La miré con cierto recelo y dije titubeante:
-Tene, tú has suspirado y has l orado en la plaza. ¿Qué preocupación terrena ha podido ser ese hombre
para ti?
-Lo conocía -dijo mi madre.
-¿Cómo es posible, querida Lene? Tú nunca habías puesto los pies antes en esta ciudad.
-No -reconoció el a-. Pero él vino una vez, hace mucho tiempo, a Aztlán.
-Aunque tan sólo hubiera sido por el ojo amaril o -me explicó mi tío-, Cuicani y yo lo habríamos reconocido.
-¿El ojo amaril o? -repetí-. ¿Os referís a esto?
Y saqué el cristal que había cogido de entre las cenizas.
-¡Ayyo! -gritó mi madre con júbilo-. Un recuerdo del ser querido que se ha marchado.
-¿Por qué has l amado ojo a esto? -le pregunté al tío Mixtzin-. Y si ese hombre no era quien decían, Juan
Damasceno... entonces, ¿quién era?
-Te he hablado de ese hombre muchas veces, sobrino, pero supongo que no me acordé de decirte lo del
ojo amaril o. El era ese forastero mexicatl que vino a Aztlán y resultó que tenía el mismo nombre que yo,
Tliléctic-Mixtli. Él fue quien me inspiró el deseo de empezar a aprender el arte de conocer las palabras. Y
fue la causa de que yo más tarde trajera a esta ciudad la Piedra de la Luna, y de que me diera la
bienvenida el difunto Moctezuma, y de que el mismo Moctezuma me regalase todos esos guerreros,
artistas, maestros y artesanos que regresaron conmigo a Aztlán.
-Desde luego, recuerdo que me has contado lo que has dicho, tío. No obstante, ¿qué tiene que ver el ojo
amaril o con todo eso?
-Ayya, ese pobre cuatl Mixtli tenía un defecto físico, cierta debilidad de la visión. Ese objeto que tienes en la
mano es un disco de topacio amaril o, muy especial y quizá molido y pulido de forma mágica. Ese otro Mixtli
solía ponérselo delante de los ojos siempre que deseaba ver algo con claridad. Pero esa discapacidad
nunca le impidió l evar a cabo sus aventuras y exploraciones. Y si se me permite decirlo, en el caso de
nuestro Aztlán por lo menos, no le impidió realizar buenas y grandes acciones.
-Bien puedes decirlo -murmuré, impresionado-. Y desde luego deberíamos l orarlo. Ese otro Mixtli nos ha
dado mucho.
-Y a ti, Tenamaxtli, mucho más aún -dijo en voz baja mi madre-. Ese otro Mixtli era tu padre.
Me quedé atónito y sin habla, incapaz durante largo rato de hacer otra cosa que mirar hacia abajo, al
topacio que tenía en la mano, el único recuerdo del hombre que me había engendrado. Por fin, aunque
sintiendo que me ahogaba, logré barbotear:
-Entonces, ¿por qué nos quedamos aquí parados? ¿No vamos a hacer nada? ¿Es que yo, su hijo, no voy a
hacer nada para vengarme de esos asesinos por la espantosa muerte de mi padre?
3
En aquel a época todavía había mucha gente viva en Aztlán que recordaba la visita de aquel mexicatl
l amado Tliléctic Mixtli, Nube Oscura. El tío Mixtzin la recordaba, desde luego, y también su hijo Yeyac y su
hija Améyatl, aunque por entonces no eran más que niños pequeños. (Su madre, esposa de mi tío, que fue
la primera de todos los aztecas que había hablado con aquel visitante, murió de fiebre de los pantanos poco
después.) Otro que la recordaba era el anciano Canaútli, porque había mantenido muchas y largas
conversaciones con aquel Mixtli en las que le había contado la historia de nuestra Aztlán. Y la nieta de
Canaútli también lo recordaba, naturalmente, porque el a, Cuicani, había sido la más hospitalaria y
acogedora de todos los aztecas, pues había compartido su jergón con el visitante, había quedado encinta
de él y con el tiempo había dado a luz al hijo de aquel hombre, es decir, a mí.
Estos y otros muchos aztecas recordaban también cuando, más tarde, mi tío había emprendido viaje a
Tenochtitlan acompañado de un grupo numeroso de hombres que le ayudaron a l evar rodando la Piedra de
la Luna. Y el triunfal regreso de mi tío de aquel viaje lo recuerdan vívidamente todos los habitantes de
Aztlán que vivían en aquel a época, incluido yo mismo, que por entonces tenía tres o cuatro años. Cuando
se marchó sólo era Tliléctic-Mixtli, tlatocapili de Aztlán. El título de tlatocapili no era gran cosa, sólo
significaba "jefe de tribu", y su dominio se limitaba a una aldea insignificante rodeada de pantanos. Mi tío
mismo había descrito Aztlán en varias ocasiones como "este agujero en el culo del mundo". Pero regresó
al í con muchas joyas en los dedos, engalanado con un tocado de plumas y acompañado de muchos
sirvientes. Y ahora se le conocería por el nuevo y noble nombre de Tliléctic-Mixtzin, señor Nube Oscura, y
l evaría el titulo de Uey-Tecutli, Gobernador Reverenciado.
Nada más l egar, puesto que la población adulta se había reunido para ver y admirar su nuevo esplendor, le
habló a su pueblo. Puedo repetir sus palabras con bastante exactitud, porque Canaútli se las aprendió de
memoria y me las repitió cuando fui lo bastante mayor para comprender.
-Amigos aztecas -comenzó a hablar el Uey-Tecutli Mixtzin en voz alta y con determinación-. En este día
reanudamos nuestra conexión familiar, largamente olvidada, con nuestros primos los mexicas, el pueblo
más poderoso del Unico Mundo. De ahora en adelante somos una colonia, y una colonia importante, de
esos mexicas, porque el os no han tenido con anterioridad un puesto avanzado ni un baluarte cercano al
mar Occidental al norte de Tenochtitlan que esté tan lejos como éste. Y nosotros seremos un baluarte! -Hizo
un gesto hacia el considerable séquito de personas que lo habían acompañado-. Los hombres que han
venido hasta aquí conmigo no lo han hecho sólo para hacer de mi regreso un espectáculo impresionante.
El os y sus familias se van a asentar entre nosotros, van a crear aquí sus hogares como en otro tiempo lo
hicieron sus antepasados. A cada uno de estos valientes, desde guerreros hasta conocedores de las
palabras, se le eligió por su destreza y experiencia en diversos oficios y artes. El os os mostrarán lo que
puede ser este remoto bastión de Tenochtitlan, otra Tenochtitlan en miniatura, fuerte, civilizada, culta,
próspera y orgul osa. -La voz se le hizo aún más fuerte, exigente-. Y vosotros escucharéis, haréis caso y
obedeceréis a estos maestros. Y ya nunca más nosotros, los de Aztlán, seremos torpes, incultos ni
ignorantes, ni estaremos descontentos de serlo. Desde hoy en adelante todo hombre, mujer y niño
aprenderá, trabajará y luchará hasta que seamos, en todos los aspectos, equiparables a nuestros
admirables primos mexicas.
Recuerdo sólo vagamente cómo era Aztlán en aquel os días. Tened en cuenta que yo entonces no era más
que un niño. Y un niño ni estima ni desprecia el pueblo donde vive, no lo percibe ni como grandioso ni como
miserable; es lo que siempre ha conocido y a lo que se ha acostumbrado. Pero bien sea por retazos de
recuerdos, bien por lo que me contaron en años posteriores, estoy en condiciones de describir bastante
bien el Lugar de las Garcetas Nevadas tal como era cuando aquel otro Tliléctic-Mixtli, el explorador, l egó a
él.
En primer lugar el "palacio" en el cual vivían mi tío el tíatocapili y sus dos hijos -igual que mi madre y yo,
porque el a se convirtió en el ama de l aves de su hermano después de que muriera la esposa de éste-
tenía numerosas habitaciones, pero era de una sola planta. Estaba hecho de madera, juncos y hojas de
palmera y, hasta cierto punto, lo habían fortificado y "ornamentado", pues lo habían cubierto con una
especie de cemento hecho de conchas machacadas. El resto de los edificios de Aztlán dedicados a
viviendas y al comercio eran, si es que puede creerse, aún más endebles y de construcción menos
hermosa.
La ciudad estaba asentada sobre una isla de forma ovalada que se encontraba en medio de un lago de
tamaño considerable. Los lados más lejanos del lago no tenían bordes ni oril as. Sus aguas, salobres y no
potables, simplemente se iban haciendo cada vez menos profundas con la distancia, todo alrededor,
mezclándose con la rezumante tierra pantanosa que, al oeste, se fundía con el mar. Aquel os pantanos
exudaban brumas nocturnas húmedas y malsanas, insectos infecciosos y quizá malos espíritus. Mi tía sólo
fue una de las muchas personas que morían cada año a causa de una fiebre que las consumía, y nuestros
médicos afirmaban que la fiebre la infligían los pantanos de algún modo sobre nosotros.
A pesar de que Aztlán era un pueblo atrasado en muchos aspectos, nosotros los aztecas por lo menos
comíamos bien. más al á de las tierras pantanosas estaba el mar Occidental, y del fondo del mismo
nuestros pescadores sacaban, bien fuera con redes, con anzuelo o con arpones, no sólo los peces
comunes y abundantes: rayas, peces espada, platijas, cangrejos y calamares, sino también sabrosas
delicadezas: ostras, berberechos, orejas de mar, tortugas y huevos de tortuga, camarones y cigalas. A
veces, después de una lucha violenta y prolongada que solía hacer que uno o más de nuestros pescadores
se ahogase o quedase inválido, conseguían l evar a la oril a un yeyemichi. Es un gigantesco pez gris
-algunos l egan a ser tan grandes como un palacio- cuya captura bien vale la pena. Nosotros, los del
pueblo, nos dábamos un atracón con los innumerables y deliciosos filetes que se cortaban de tan sólo uno
de aquel os inmensos peces. En aquel mar también se encontraban ostras con perlas, pero nos
conteníamos de cosecharlas por los motivos que explicaré más adelante.
En cuanto a las verduras, además de las numerosas algas comestibles, también teníamos una variedad de
el as que crecían en los pantanos. Y las setas se encontraban por doquier; a menudo, sin que nadie las
invitase, en el suelo de tierra siempre húmedo de nuestras casas. La única verdura que en realidad
cultivábamos era picíetl, que se secaba para fumarla. Con la carne de los cocos se confeccionaban
nuestros dulces, y la leche de coco se convertía en una bebida mucho más embriagadora que el octli, tan
popular en todos los demás lugares del Unico Mundo. Otra clase de palmera nos daba los frutos
coyacapuli, y la pulpa interior de otra palmera se secaba y se molía hasta convertirla en sabrosa harina.
Incluso otra palmera nos proporcionaba fibra para tejer y hacer tela. Y la piel de tiburón constituye el mejor y
más duradero cuero que se pueda desear. Las pieles de las nutrias marinas cubrían nuestros suaves
jergones de dormir y servían para hacer capas de pieles para aquel os viajeros que se adentraban en las
frías y altas montañas de tierra adentro. Tanto de los cocos como de los peces extraíamos el aceite que
utilizábamos en nuestras lámparas. (Concederé que, para cualquier recién l egado no habituado, el olor que
producía aquel aceite al arder debía de resultar abrumadoramente rancio.)
Mientras los maestros mexicas de diversas artes paseaban por Aztlán en un primer recorrido de inspección
para ver en qué podían contribuir a la mejora de la ciudad, debieron de tener dificultad para contener las
risas y las mofas. Seguramente encontraron nuestro concepto de "palacio" bastante ridículo. Y el único
templo de nuestra isla, dedicado a Coyolxauqui, la diosa de la luna, la deidad que en aquel os días nosotros
adorábamos casi en exclusiva, no estaba construido de forma más elegante de lo que lo estaba el palacio,
aunque tenía algunas caracolas, buccinos, Strombus y otras conchas incrustadas en el cemento alrededor
de la puerta.
Sea como fuere, los artesanos no se desanimaron por lo que vieron. Inmediatamente se pusieron a trabajar
y encontraron un sitio a cierta distancia de Aztlán, en otra zona del lago, un montículo que en comparación
no estaba tan empapado como el resto, en el cual levantar temporalmente las casas para el os y sus
familias. Las mujeres hacían la mayor parte del trabajo de construcción de las casas, utilizando para el o
todo lo que hubiera a mano: juncos, hojas de palmera y barro. Mientras tanto los hombres se fueron tierra
adentro, hacia el este, y no tuvieron que recorrer una gran distancia antes de encontrarse en las montañas.
Talaron robles y pinos, movieron a brazo los troncos para al anar el terreno del lado del río y los partieron,
los quemaron, los azolaron y los convirtieron en acaltin mucho más grandes que cualquiera de nuestras
naves de pescadores, lo bastante grandes como para transportar cargas pesadas. Aquel as cargas también
procedían de las montañas, porque algunos de los hombres eran canteros expertos que estuvieron
buscando hasta encontrar depósitos de tierra caliza que excavaron profundamente, y luego rompieron la
piedra para formar grandes bloques y losas. Y en aquel mismo lugar de la cantera los cuadraban, los
nivelaban toscamente y luego los cargaban en los acaltin, que los transportaban por un río hasta el mar, y
de al í continuaban bordeando la costa hasta un entrante que había en el mar y que conducía hasta nuestro
lago.
Los albañiles mexicas empezaron por alisar y pulir las primeras piedras que se trajeron y luego las utilizaron
para erigir un palacio nuevo como es debido para mi tío Mixtzin. Cuando estuvo terminado se vio que quizá
no hubiera podido rivalizar con ninguno de los palacios de Tenochtitlan, pero para nuestra ciudad, sin
embargo, era un edificio ante el cual nos quedábamos maravil ados. Tenía una altura de dos plantas y un
tejado curvo que lo hacía el doble de alto; contenía tantas habitaciones -incluido un imponente salón del
trono para el Uey-Tecutli- que incluso Yeyac, Améyatl y yo teníamos cada uno un dormitorio individual. Eso
era algo que por entonces desconocían casi todas las personas de Aztlán, no digamos ya tres niños de
doce, nueve y cinco años de edad respectivamente. Antes de que ninguno de nosotros se fuera a vivir al í,
un enjambre de obreros -carpinteros, escultores, pintores, tejedoras- se dedicó a decorar las habitaciones
con estatuil as, murales y colgaduras en las paredes y otras cosas por el estilo.
Al mismo tiempo otros mexicas iban limpiando y recanalizando las aguas de Aztlán y sus alrededores.
Dragaron la vieja inmundicia y la basura de los canales que siempre habían cruzado por varias partes la isla
y recubrieron el cauce con piedra. Drenaron los pantanos que había alrededor del lago y excavaron nuevos
canales que se l evaron el agua vieja y dejaron entrar agua nueva procedente de ríos de tierra adentro. El
lago siguió siendo salobre, pues era de agua de mar mezclada con agua dulce, pero ya no permanecía
estancada, y los pantanos empezaron a secarse y a convertirse en tierra firme. El resultado fue una
inmediata disminución de las nocivas brumas nocturnas y de aquel as molestas multitudes de insectos que
había antes, y desde entonces -lo que demostró que nuestros médicos estaban en lo cierto- los espíritus de
los pantanos sólo afligieron a un par de personas cada año con aquel as fiebres malignas.
Mientras tanto los albañiles pasaron directamente de construir el palacio a hacer un templo de piedra para
la diosa patrona de nuestra ciudad, Coyolxauqui, un templo que puso en evidencia el antiguo. Estaba tan
bien diseñado y era tan grácil que hizo que Mixtzin refunfuñase:
-Ahora me arrepiento de haber l evado a Tenochtitlan la piedra que representaba a la diosa... ahora que
tiene un templo que está a la altura de su bel eza serena y su bondad.
-Estás comportándote como un tonto -le dijo mi madre-. Si no lo hubieras hecho, ahora no tendríamos el
templo. Ni ninguno de los otros beneficios que nos ha traído ese regalo que le hicimos a Moctezuma.
Mi tío refunfuñó un poco más: no le gustaba que le discutieran sus opiniones; pero no le quedó más
remedio que reconocer que su hermana tenía razón.
A continuación los albañiles erigieron un tlamanacali de un modo que todos consideramos ingeniosísimo,
práctico e interesante de ver. Mientras los que trabajaban la piedra colocaban losas inclinadas hacia
adentro formando el simple caparazón de una pirámide, obreros comunes traían, sirviéndose para el o de
unas tiras que se pasaban alrededor de la frente o del pecho, cargas de tierra, piedras, cantos rodados,
madera a la deriva venida del mar... es decir, toda clase de escombros imaginables; los descargaban para
rel enar el caparazón de piedra y los apisonaban firmemente. Así que al final se alzó una pirámide perfecta
rematada en punta que parecía de reluciente piedra caliza maciza.
Y desde luego tenía la consistencia suficiente para sostener en lo alto los dos pequeños templos que la
coronaban: uno dedicado a Huitzilopochtli y el otro a Tláloc, el dios de la l uvia; y también lo suficientemente
robusta como para soportar la escalera que conducía a lo alto de su parte frontal y a los innumerables
sacerdotes, adoradores, dignatarios y víctimas de los sacrificios que habrían de pisar aquel as escaleras en
los años siguientes. No afirmo que nuestra tlamanacali fuera tan impresionante como la famosa Gran
Pirámide de Tenochtitlan -porque ésa, desde luego, nunca la vi-, pero la nuestra era seguramente el edificio
más magnífico que se alzaba en cualquier parte al norte de las tierras de los mexicas.
A continuación los albañiles erigieron templos de piedra dedicados a otros dioses y diosas de los mexicas, a
todos el os, supongo, aunque algunas de las deidades menores tuvieron que agruparse de tres en tres o de
cuatro en cuatro para compartir un templo. Entre los muchos, muchísimos mexicas que habían venido al
norte con mi tío, había sacerdotes de todos esos dioses. Durante los primeros años trabajaron al lado de los
constructores, y trabajaron mucho, exactamente igual que los otros. Luego, cuando aquel os templos
estuvieron terminados, los sacerdotes también dedicaron tiempo, además de atender a sus deberes
espirituales, a enseñar en nuestras escuelas, que fueron los edificios que se construyeron a continuación. Y
cuando los terminaron, los mexicas se dedicaron a la construcción de edificios menos importantes: un
granero, tal eres, almacenes, un arsenal y otras necesidades semejantes de la civilización. Y por fin se
pusieron a transportar la madera de los bosques de las montañas y a edificar casas sólidas de madera para
el os así como para aquel as familias aztecas que quisieran una, cosa que incluyó a todos excepto a unos
cuantos descontentos y misántropos eremitas que prefirieron el antiguo estilo de vida.
Cuando digo que "los mexicas" hicieron esto o aquel o, debes comprender que no me refiero a que lo
hiciesen sin ayuda. Cada grupo de picapedreros, albañiles, carpinteros, lo que fueran, reclutaba a todo un
equipo de nuestros hombres (y para los trabajos ligeros, a mujeres e incluso a niños) para que los
ayudasen en esos proyectos. Los mexicas enseñaron a los aztecas a l evar a cabo cualquier cosa que
hiciera falta, supervisaron su realización y continuaron enseñando, reprendiendo, corrigiendo errores,
reprobando y aprobando hasta que, al cabo de un tiempo, los aztecas sabían hacer una buena cantidad de
cosas nuevas el os solos. Yo, por mi parte, bien consciente del día por el que l evaba el nombre,
transportaba cargas ligeras, iba a buscar herramientas y repartía agua y comida a los trabajadores. Las
mujeres y las muchachas estaban aprendiendo a coser y a tejer con materiales nuevos: algodón, paño metl
e hilo y plumas de garceta, que eran mucho más finos que las palmas que habían utilizado hasta entonces.
Cuando nuestros hombres l egaban al final de una jornada de trabajo, los supervisores mexicas no se
limitaban a dejarlos irse a sus casas a tumbarse y a emborracharse con su pócima de coco fermentado. No,
los capataces entregaban nuestros hombres a los guerreros mexicas. Éstos también podían haber realizado
ya una jornada de duro trabajo, pero eran infatigables. Ponían a nuestros hombres a aprender ejercicios, a
desfilar y a hacer otros elementos básicos militares; luego los iniciaron en el uso -y con el tiempo en la
maestría- de la espada de obsidiana maquáhuitl, el arco y las flechas, la lanza, y después a aprender
diversas tácticas y maniobras del campo de batal a. Las mujeres y las chicas jóvenes estaban exentas de
aquel entrenamiento; de todos modos no muchas de el as se sentían inclinadas, como lo estaban sus
hombres, a malgastar el tiempo libre en beber y dejarse l evar por la indolencia. Los muchachos, incluido
yo, nos habríamos sentido colmados de júbilo de tomar parte en entrenamiento militar, pero no se nos
permitía hacerlo hasta tener la edad de vestir el taparrabos.
Fíjate, nada de esta total remodelación de Aztlán y de su gente tuvo lugar de manera brusca, como puede
que haya dado a entender mi relato. Repito, yo era sólo un niño cuando todo empezó. Así que el proceso
de despejar la vieja Aztlán y construir la nueva pareció -me lo pareció a mi- ir al paso de mi propio
crecimiento, de mi fortalecimiento, de mi crecimiento, en definitiva, en madurez y sapiencia. De ahí que,
para mí, lo que sucedió en mi ciudad fue igualmente imperceptible y poco notable. Sólo ahora, viendo las
cosas en retrospectiva, puedo recordar las muy numerosas pruebas, errores, trabajos, sudores y años que
transcurrieron para l evar a cabo el proceso de civilización de Aztlán. Y no me he molestado en dar cuenta
de los casi igualmente numerosos reveses, frustraciones e intentos fal idos que también l evó consigo el
proceso. Pero los esfuerzos triunfaron, como había ordenado el tío Mixtzin, y el día en que recibí mi
nombre, sólo unos pocos años después de la l egada de los mexicas, ya estaban construidas y
esperándome las escuelas telpochealtin para que yo empezase a asistir a el as.
Por las mañanas los demás muchachos de mi edad y yo, además de un buen número de chicos mayores
que nosotros que nunca habían podido asistir a la escuela en su infancia, íbamos a la Casa de Acumular
Fuerza. Al í, bajo la tutela de un guerrero mexica nombrado maestro de atletismo, realizábamos ejercicios
físicos y aprendíamos a representar un extraordinariamente complicado ritual, mitad juego mitad baile,
l amado tlachtli, y con el tiempo nos enseñaron algunas nociones de combate cuerpo a cuerpo. Sin
embargo, nuestras espadas, flechas y lanzas no l evaban hojas o puntas de obsidiana, sino simples
penachos de plumas humedecidos con tinte rojo para que simularan manchas de sangre en los lugares
donde golpeábamos a nuestros oponentes.
Por las tardes esos mismos muchachos y muchachas de la misma edad y yo asistíamos a la Casa de
Aprender Modales. Al í el sacerdote maestro asignado nos enseñaba higiene y limpieza (de lo cual la mayor
parte de los niños de las clases bajas no sabían nada en absoluto), a cantar canciones rituales, a bailar
danzas ceremoniales y a tocar algunos instrumentos musicales: tambores de diversos tamaños y tonos, la
flauta de cuatro agujeros y la jarra para producir gorjeos.
Para representar las ceremonias y rituales debidamente, teníamos que ser capaces de seguir las melodías,
los ritmos, los movimientos y los gestos exactamente igual que se había hecho desde los tiempos de
antaño. Para asegurarse de eso, el sacerdote pasaba entre nosotros una página de instrucciones con
imágenes toscas. De esta manera l egamos a entender por lo menos los rudimentos del conocimiento de
las palabras. Y cuando los niños volvían a casa de la escuela, el os enseñaban a sus mayores lo que
habían aprendido; porque Mixtzin y los sacerdotes animaban aquel trasiego de conocimientos, por lo menos
hacia los varones adultos. De las hembras, como de los esclavos, no se esperaba que hubieran de tener
nunca necesidad del conocimiento de las palabras. Mi propia madre, aunque tenía el rango más alto de
nobleza que se podía alcanzar en Aztlán, no aprendió nunca a leer ni a escribir.
El tío Mixtzin había aprendido, empezando en la época en que sólo era el tlatocapili de la aldea, y continuó
aprendiendo durante toda su vida. Su educación en las letras empezó mucho tiempo atrás, bajo la
instrucción de aquel visitante mexícatl, el otro Mixtli. Luego, durante el viaje de regreso de mi tío de
Tenochtitlan con todos aquel os otros mexicas en su séquito, en todos los campamentos que se instalaban
para pasar la noche se sentaba con un sacerdote maestro para recibir más instrucción. Y desde que
l egaron a Aztlán había mantenido a su lado a aquel mismo sacerdote para que fuera su tutor particular. Así
que cuando yo empecé mi escolarización, él ya era capaz de enviar informes con representación de
palabras a Moctezuma referentes al progreso de Aztlán. Y más aún, incluso se entretenía en escribir
poemas -la clase de poemas que quienes lo conocían habrían esperado que escribiera meditaciones
cínicas acerca de la imperfección de los seres humanos, el mundo y la vida en general. Solía leérnoslos, y
yo recuerdo uno en particular:
¿Perdonar? Nunca perdonéis, pero fingid que perdonáis. Decid amistosamente que perdonáis. Convenced
de que habéis perdonado. Así devastador es el efecto cuando al final os lanzáis y buscáis la garganta.
Incluso en las escuelas inferiores a los estudiantes se nos enseñaba un poco de historia del Unico Mundo y,
aunque yo era muy joven, no pude evitar fijarme en que algunas de las cosas que se nos decían eran
considerablemente diferentes a algunos cuentos que mi bisabuelo, el Evocador de Historia de Aztlán, nos
había confiado alguna vez en el círculo de la familia. Por ejemplo, por lo que nos enseñaba el sacerdote
maestro mexica, uno podía suponer que la nación del pueblo mexica sencil amente había brotado un día de
la tierra en la isla de Tenochtitlan, todos los habitantes completamente adultos, vigorosos, educados,
civilizados y cultos. Eso no concordaba con lo que mis primos y yo le habíamos oído contar al viejo
Canaútli, así que Yeyac, Améyatl y yo acudimos a él y le pedimos que nos lo aclarase.
Canaútli se echó a reír y nos dijo con tolerancia:
-Ayya, los mexicas son personas un poco fanfarronas. Y algunos de el os no dudan en retorcer cualquier
verdad que les resulte incómoda para hacer que encaje con la altiva imagen que tienen de si mismos.
-Cuando el tío Mixtzin los trajo aquí, habló de el os como de "nuestros primos" -apunté yo-, y se refirió a
alguna clase de "relación familiar largo tiempo olvidada".
-Imagino -repuso el Evocador- que la mayoría de los mexicas habrían preferido no oír hablar de esa
relación. Pero fue un hecho que no pudo evitarse ni ocultarse, sobre todo después de que tu... sobre todo
después de que aquel otro Mixtli tropezase con este lugar y le l evase a Moctezuma la noticia de nuestra
existencia. Veréis, el otro Mixtli me preguntó, como vosotros tres habéis hecho, acerca de la verdadera
historia de los aztecas y su relación con los mexicas, y creyó lo que le dije.
-Nosotros también te creeremos -le aseguró Yeyac-. Venga, cuéntanoslo.
-Con una condición -nos dijo Canaútli-. Que no utilicéis lo que aprendáis de mí para corregir o contradecir a
vuestro sacerdote maestro. Hoy día los mexicas están siendo muy buenos con nosotros. Sería malvado por
vuestra parte que impugnaseis cualquier tonta aunque inofensiva ilusión que el os se complazcan en
albergar.
-Yo no lo haré. Lo prometo -le dijimos nosotros uno detrás de otro.
-Pues sabed, joven Yeyac-Chichiquili, joven Patzcatl Améyatl, joven Téotl-Tenamaxtli, que en una época
muy lejana, largos haces de años atrás, pero una época que es conocida y que desde entonces cada
Evocador le relata a su sucesor, Aztlán no era sólo una pequeña ciudad al lado del mar. Era la capital de un
territorio que se extendía hacia bien arriba de las montañas. Vivíamos de un modo sencil o (la gente de hoy
diría que vivíamos de forma primitiva), pero nos las apañábamos bastante bien, y rara vez sufríamos
contratiempos. Eso era gracias a Coyolxauqui, nuestra diosa de la luna, quien se ocupaba de que las
mareas del oscuro mar y las tenebrosas espesuras de las montañas nos surtiesen con abundancia.
-Y una vez nos contaste que nosotros los aztecas no adorábamos a ningún otro dios -le recordó Améyatl.
-Ni siquiera a otros tan benefactores como Coyolxauqui. A Tláloc, por nombrar uno, el dios de la l uvia.
Porque mira a tu alrededor, niña. -Se echó a reír otra vez-. ¿Qué necesidad teníamos de rezarle a Tláloc
para que nos diera agua? No, estábamos contentos con las cosas tal como eran. Eso no significa que
fuéramos unos cobardes desventurados. Ayyo, defendíamos fieramente nuestras fronteras cuando alguna
otra nación envidiosa intentaba invadirnos. Pero por lo demás éramos un pueblo pacífico. Incluso cuando
ofrecíamos sacrificios a Coyolxauqui nunca elegíamos a una doncel a para matarla, ni siquiera a un
enemigo capturado. En su altar inmolábamos sólo animales pequeños del mar y de la noche. Quizá un
Strombus de concha perfecta y sin tacha... o una de esas grandes polil as de la luna que son suaves y
verdes y tienen grandes alas...
Dejó de hablar durante unos instantes, al parecer al evocar aquel os buenos y dorados tiempos, mucho
antes incluso de que naciera su bisabuelo. Así que yo suavemente le apunté:
-Hasta que l egó la mujer...
-Si. Una mujer tenía que ser. Y fue una mujer de los yaquis, el más salvaje y malvado de todos los pueblos.
Uno de nuestros grupos de cazadores se topó en lo alto de nuestras montañas con el a, que vagaba sin
rumbo, sola, infinitamente lejos de las tierras desiertas de los yaquis. Y aquel os hombres le dieron de
comer, la vistieron y la trajeron aquí, a Aztlán. Pero era una mujer rencorosa, ayya ouiya. Cuando nuestros
antepasados la trataron amistosamente, el a les pagó haciendo que los aztecas se volvieran amigos contra
amigos, familias contra familias, hermanos contra hermanos.
-¿Tenía nombre? -quiso saber Yeyac.
-Sí, un nombre yaqui malsonante: Gónda Ke. Y lo que hizo esa mujer fue empezar por ridiculizar nuestras
sencil as costumbres y nuestra reverencia por la bondadosa diosa Coyolxauqui. ¿Por qué, preguntó, no
reverenciábamos a Huitzilopochtli, el dios de la guerra, en vez de a nuestra diosa? El, nos dijo Gónda Ke,
nos l evaría a la victoria en la guerra, a conquistar otras naciones, a tomar prisioneros para sacrificarlos al
dios, el cual así se convencería y nos iría conduciendo a otras conquistas hasta que gobernásemos todo el
Unico Mundo.
-Pero ¿por qué buscaría aquel a mujer fomentar pasiones tan ajenas a nosotros y esas ambiciones
guerreras entre nuestro pacífico pueblo? -le preguntó Améyatl-. ¿En qué la beneficiaría?
-No te halagará oír esto, bisnieta. La mayoría de los antiguos Evocadores lo atribuyeron simplemente a la
natural terquedad de las mujeres.
Améyatl se limitó a arrugar su linda nariz ante él, así que Canaútli sonrió, mostrando las encías
desdentadas, y continuó hablando:
-Deberías alegrarte, pues, de saber que yo sostengo una teoría ligeramente diferente. Es algo sabido que
los hombres yaquis son tan inhumanamente crueles con sus mujeres como lo son con los demás seres
vivientes humanos que no son yaquis. Tengo la creencia de que aquel a mujer estaba obsesionada con
hacer que a todo hombre se le tratase como debieron de tratarla a el a los de su propio pueblo. Estaba
obsesionada con incitar a los hombres del Unico Mundo a que se masacrasen unos a otros en la guerra y
se inmolasen unos a otros en cruentos sacrificios dedicados a este o aquel dios, y chascaría los labios de
satisfacción.
-Pues como casi todas las comunidades del Unico Mundo hacen ahora -observó Yeyac-. Y como los
mexicas sacerdotes y guerreros nos enseñarán a hacer a nosotros. Pero nosotros estamos en buenas
relaciones con nuestros vecinos. Tendremos que marchar mucho más al á de las montañas para librar una
batal a o capturar a un prisionero al que sacrificar. No obstante, la despreciable Gónda Ke tuvo éxito, desde
luego.
-Pues bien, estuvo muy cerca de no tenerlo -dijo Canaútli-. Convenció a cientos de personas de Aztlán para
que la imitasen al adorar al dios de manos ensangrentadas Huitzilopochtli. Pero otros cientos se negaron,
sensatamente, a convertirse. Con el tiempo el a dividió a los aztecas en dos facciones tan enemistadas
(como he dicho incluso l egó a enfrentar hermano contra hermano), que el a y sus adeptos se marcharon
sigilosamente y se fueron a residir en siete cavernas que hay en las montañas. Al í se armaron, se
entrenaron en las artes de la guerra y aguardaron la orden de la mujer yaqui para ponerse en marcha y
comenzar a conquistar otros pueblos.
-Y seguramente -comentó Améyatl, que era un poco blanda de corazón- los primeros en sufrir las
consecuencias serían los disidentes pacíficos de Aztlán.
-Con toda certeza. Sin embargo... sin embargo, por suerte, el tlatocapili de Aztlán de aquel a época era casi
tan irascible, malhumorado e intolerante con los tontos como lo es vuestro propio padre Mixtzin. Él y su leal
guardia de la ciudad salieron hacia las montañas, rodearon a los herejes y mataron a muchos de el os. Y a
los supervivientes les dijeron: "Coged a vuestro despreciable nuevo dios y a vuestras familias y marchaos
de aquí. De lo contrario seréis masacrados hasta el último hombre, hasta la última mujer, hasta el último
niño, hasta el último infante que esté aún en el vientre materno."
-Y se marcharon -dije yo.
-Así es. Al cabo de varios haces de años de vida errante, en los que nacieron nuevas generaciones de
herejes, l egaron por fin a una isla en medio de otro lago, donde divisaron el símbolo de su dios de la
guerra: una águila encaramada en un cactus nopali; de manera que se asentaron al í. Llamaron a la isla
Tenochtitlan, el Lugar del Tenoch, que era, en algún dialecto local olvidado, la palabra con que se designaba
al cactus nopali. Y por alguna razón que nunca me he tomado la molestia de investigar, se rebautizaron con
el nombre de mexicas. Y con el transcurso de los años prosperaron, lucharon y sometieron a sus vecinos, y
luego a otras naciones más alejadas. -Canaútli encogió con resignación sus viejos hombros huesudos-. Y
ahora, para bien o para mal, Tenamaxtli, debido a los esfuerzos de tu tío y de ese otro mexicatl también
l amado Mixtli, todos estamos reconciliados de nuevo. Veremos qué resulta de todo el o. Y ahora ya me he
cansado de recordar. Marchaos, niños, dejadme.
Echamos a andar, pero yo me volví y le pregunté:
-Y esa mujer yaqui, Gónda Ke, ¿qué fue de el a?
-Cuando el tlatocapili arrasó las siete cuevas, la mujer se contó entre los primeros masacrados. Pero se
sabe que copuló con varios de sus seguidores varones. Así que no hay duda de que su sangre aún corre
por las venas de muchas familias mexicas. Quizá de todas el as. Eso explicaría que sigan siendo tan
beligerantes y sanguinarias como era el a.
Nunca sabré por qué Canaútli se contuvo de decírmelo en aquel momento: que lo más probable era que yo
mismo l evase por lo menos una gota de la sangre de aquel a mujer yaqui, que yo ciertamente podía afirmar
ser el principal ejemplo de Aztlán de la "relación familiar" entre aztecas y mexicas, puesto que yo había
nacido de madre aztécatl y había sido engendrado por aquel mexicatl Mixtli. Puede que el anciano titubease
porque estimase que le correspondía a su nieta revelar u ocultar aquel secreto de familia.
Y realmente yo tampoco sé por qué el a me lo ocultó. Cuando yo era niño, la población de Aztlán era tan
pequeña y los lazos familiares eran tan estrechos que todo el mundo debía de estar al corriente de mi
ilegitimidad. Una mujer corriente de la clase macehuali habría sido severamente censurada y a lo mejor
castigada por dar a luz a un bastardo. Pero Cuicani, al ser hermana del entonces tlatocapili, que más tarde
sería Uey-Tecutli, difícilmente podía temer las habladurías y el escándalo. Aun así, me mantuvo en la
ignorancia de mi paternidad hasta aquel horroroso día en la Ciudad de México. Sólo puedo sospechar que
quizá el a tuviera la esperanza, durante los años que transcurrieron hasta entonces, de que aquel otro Mixtli
regresase algún día a Aztlán, se arrojase en sus brazos y se regocijase al saber que los dos tenían un hijo.
Para ser sincero, ni siquiera sé por qué yo, en ningún momento, ni en la infancia ni después, evidencié
curiosidad alguna acerca de quién era mi padre. Bien, Yeyac y Améyatl tenían padre, pero no madre; yo
tenía madre, pero no tenía padre. Debí de hacerme el razonamiento de que una situación de por si tan
evidente sólo podía ser normal y corriente. ¿Para qué hacerse preguntas al respecto?
De vez en cuando, mi madre hacía algún comentario propio del orgul o de madre:
-Veo, Tenamaxtli, que estás creciendo, y a este paso te convertirás en un hombre guapo y fuerte de rasgos,
exactamente igual que tu padre.
O bien:
-Te estás haciendo muy alto para tu edad, hijo mio. Bueno, también tu padre era bastante más alto que la
mayor parte de los hombres.
Pero yo hacía poco caso de aquel os comentarios; a causa del cariño, las madres creen que sus pol uelos
l egarán a ser águilas.
Desde luego, si alguien alguna vez hubiera hecho la menor insinuación, yo habría empezado a preguntar
acerca de ese padre ausente. Pero yo era el sobrino del señor y el hijo de la señora que ocupaban el
palacio de Aztlán; nadie en su sano juicio se habría arriesgado a desagradar a Mixtzin. Y nunca mis
compañeros de juegos ni los niños vecinos me dijeron nada cruel al respecto. Y en casa, Yeyac, Améyatl y
yo vivíamos juntos en amistad y armonía, más como hermanastros que como primos. O así fue, debería
decir, hasta cierto día.
4
Yeyac tenía entonces catorce años y yo siete, acababan de ponerme el nombre y justo empezaba a asistir a
la escuela. Ya estábamos viviendo en el espléndido palacio nuevo, y todos nosotros, los jóvenes, nos
sentíamos en la gloria por tener cada uno nuestro propio dormitorio, porque así guardábamos separadas
celosa e infantilmente nuestras intimidades. De manera que me sorprendí muchísimo cuando un día,
aproximadamente a la hora del crepúsculo, Yeyac entró en mi habitación sin que nadie le invitase y sin
pedir permiso. Casualmente nos encontrábamos los dos solos en el edificio, excepto los sirvientes que
pudieran estar trabajando en la cocina o en algún otro lugar de la planta baja, porque nuestros mayores,
Mixtzin y Cuicani, habían ido a la plaza central de la ciudad para ver a Améyatl, que participaba en una
danza pública en la que actuaban todas las muchachas de la Casa de Aprender Modales.
De hecho, lo que me sorprendió fue que Yeyac entró sin hacer ruido mientras yo estaba de espaldas a la
puerta de la habitación, así que ni siquiera me enteré de que estuviera al í hasta que me metió la mano por
debajo del manto, entre las piernas, y, como si estuviera sopesándolos, hizo botar con mucha suavidad mi
tepuli y mi ololtin. Tan sobresaltado como si un cangrejo se me hubiera metido por debajo del manto
batiendo las pinzas, di un prodigioso salto en el aire. Luego me di la vuelta con gran rapidez y me quedé,
desconcertado e incrédulo, mirando a Yeyac. Mi primo no sólo había quebrantado mi intimidad, sino que
además me había manoseado mis partes íntimas.
-¡Ayya, quisquil oso, quisquil oso! -me dijo en tono medio de burla-. Todavía sigues siendo un niño pequeño,
¿eh?
-No me había dado cuenta... no había oído... -farful é.
-No te indignes tanto, primo. Sólo estaba comparando.
-¿Haciendo qué? -le pregunté completamente perplejo.
-Yo diría que el mío era igual de canijo que el tuyo cuando yo tenía tu misma edad. ¿Te gustaría, primito,
tener lo que yo tengo ahora?
Se levantó el manto, se aflojó el taparrabos máxtíatl y de al í emergió -saltó hacia adelante, mejor dicho- un
tepuli como ningún otro que yo hubiera podido ver hasta entonces. No es que hubiera visto muchos, sólo
aquel os que se ponían a la vista cuando mis compañeros de juegos y yo correteábamos desnudos por el
lago. El de Yeyac era mucho más largo, más grueso, estaba erecto y congestionado y tenía un color casi
rojo bril ante en la bulbosa punta. Bueno, su nombre completo era Yeyac-Chichiquili, Flecha Larga, me
recordé a mi mismo, así que quizá el viejo vidente que otorgaba los nombres realmente había sido un
adivino en este caso. Pero el tepuli de Yeyac parecía tan abultado y enojado que le pregunté,
comprensivamente: -¿Te duele?
Se echó a reír muy fuerte.
-Sólo tiene hambre -me contestó-. Así es como se supone que debe estar un hombre, Tenamaxtli. Cuanto
más grande, mejor. ¿No te gustaría tener uno igual?
-Bueno... -dije titubeante-. Espero tenerlo. Cuando l egue a tu edad. Cuando sea como tú.
-Ah, ya; pero deberías empezar a ejercitarlo ahora, primo, porque mejora y se agranda cuanto más se
utiliza. Y de ese modo puedes estar seguro de que tendrás un órgano impresionante cuando seas un
hombre adulto.
-¿Utilizarlo cómo?
-Yo te enseñaré -me indicó-. Empuña el mío.
Y me cogió la mano y me la puso al í, pero yo la retiré bruscamente y le dije en tono severo:
-Ya le has oído decir al sacerdote que no debemos jugar con esas partes de nuestro cuerpo. Tú asistes a la
misma clase de limpieza que yo en la Casa de Aprender Modales. (Yeyac era uno de aquel os muchachos
mayores que habían tenido que empezar su educación junto con nosotros, los que éramos pequeños de
verdad, en el nivel más elemental. Y ahora, aunque hacia ya un año que l evaba el máxtíatl, todavía no
estaba cualificado para ir a un calmécac.)
-¡Modales! -bufó con desprecio-. Realmente eres un inocente. El sacerdote nos advierte en contra de
darnos placer a nosotros mismos sólo porque espera que alguna vez le demos placer a él.
-¿Placer? -repetí más confundido que nunca.
¡Pues claro que el tepuli es para el placer, imbécil! ¿Te pensabas que sólo es para hacer aguas?
-Eso es lo único que ha hecho el mío desde siempre -le dije.
-Ya te lo he dicho -me explicó Yeyac con impaciencia-. Yo te enseñaré a obtener placer con él. Observa.
Coge el mío con tu mano y hazle esto.
Estaba frotándose vivamente el suyo; lo apretaba y movía la mano arriba y abajo a todo lo largo de su
tepuli. Luego lo soltó, me abrazó contra si y cerró mi mano alrededor de aquel o, aunque mi mano apenas si
podía abarcárselo en todo su perímetro.
Me puse a imitar lo mejor que pude lo que él había estado haciendo. Yeyac cerró los ojos, la cara se le puso
casi tan colorada como el bulbo de su tepuli y la respiración se le hizo rápida y superficial. Transcurrido un
rato sin que ocurriera nada más, le indiqué:
-Esto es muy aburrido.
-Y tú eres muy torpe -me dijo mi primo con voz temblorosa-. ¡Más fuerte, muchacho! Y más de prisa! Y no
vuelvas a interrumpir mi concentración.
-Esto resulta extremadamente aburrido -le repetí al cabo de otro buen rato-. ¿Y cómo se supone que
haciendo esto conseguiré un beneficio para el mío?
-¡Pochéoa! -gruñó, lo cual es una palabra medianamente sucia-. Muy bien. Los ejercitaremos a ambos a la
vez. -Me dejó retirar la mano, pero con la suya reanudó el frotamiento de su tepuli-. Túmbate aquí, en tu
jergón. Levántate el manto.
Obedecí y él se tumbó a mi lado, pero en sentido opuesto; es decir, con la cabeza cerca de mi entrepierna y
mi cabeza cerca de la suya.
-Ahora -me explicó sin dejar de frotarse vigorosamente- coge el mío con la boca... así.
ante mi asombro e incredulidad, hizo exactamente eso con mi pequeña cosa. Pero yo le dije con
vehemencia:
- Puedes estar seguro de que no lo haré. Conozco tus bromas, Yeyac. Te harás aguas en mi boca.
Hizo un ruido parecido a un rugido en un ataque de frustración, aunque sin soltarme el tepuli, que Yeyac
tenía en la boca, ni romper el ritmo de la mano con la que se frotaba el suyo, muy cerca de mi cara. Durante
un momento temí que estuviera tan enfadado como para morderme la cosa y arrancármela. Pero lo único
que hizo fue mantener los labios apretados alrededor de mi tepuli, chupar y menear la lengua por todas
partes. Confieso que noté sensaciones que no fueron del todo desagradables. Incluso daba la impresión de
que Yeyac tuviera razón, que mi pequeño órgano realmente se estuviera alargando a causa de aquel as
atenciones. Sin embargo, no se puso tieso como el suyo, sólo se dejaba manipular, y no duró lo bastante
como para que yo no me aburriera de nuevo. Porque de repente todo el cuerpo de Yeyac se convulsionó,
abrió la boca para meterse en el a todo mi saco de ololtin y sorbió con fuerza aquel as partes mías. Luego,
de su tepuli salió un torrente de materia blanca, líquida pero espesa, como jarabe de leche de coco, que me
salpicó la cabeza.
Ahora fui yo quien lanzó un rugido, pero de asco, y comencé a limpiarme frenéticamente aquel a sustancia
pegajosa que me manchaba el pelo, las cejas, las pestañas y las mejil as. Yeyac rodó sobre sí mismo para
apartarse mí y, cuando pudo dejar de jadear y recobró el aliento, dijo:
-Ayya, deja de comportarte como un niño tímido. Eso es sólo omicetl. Es el chorro de omicetl lo que te da
tan sublime placer. Además, el omícetl es lo que crea los bebés.
-¡Yo no quiero bebés! -grité mientras me limpiaba aún con más desesperación.
-¡Primo tonto! El omicetl sólo les hace eso a las mujeres. Cuando se intercambia entre hombres es una
expresión de afecto profundo y pasión mutua.
-Yo no te tengo afecto, Yeyac, ya no.
-Venga -dijo con voz mimosa-. Con el tiempo aprenderás a que te gusten nuestros juegos juntos. Los
anhelarás.
-No. Los sacerdotes tienen razón al prohibir ese juego. Y tío Mixtzin rara vez está de acuerdo con ningún
sacerdote, pero apuesto a que lo estaría si yo le contase esto.
-Ayya... quisquil oso, quisquil oso -repitió Yeyac, aunque esta vez sin jovialidad.
-No temas. No se lo diré. Eres mi primo y no me gustaría ver cómo te azotan. Pero no vuelvas nunca más a
tocarme las partes ni a enseñarme las tuyas. Haz tus ejercicios en otra parte. Y ahora besa la tierra por el o.
Con aire decepcionado y malhumorado, se agachó lentamente para tocar con un dedo el suelo de piedra y
l evárselo luego a los labios, el gesto formal que significaba que lo juraba.
Y mantuvo aquel a promesa. Nunca más intentó acariciarme, ni siquiera permitió que yo lo viera, excepto
cuando estaba completamente vestido. Era evidente que había encontrado a otros muchachos que no eran,
como yo, remisos a aprender lo que les enseñaba, porque cuando el guerrero mexícati que estaba a cargo
de nuestra Casa de Acumular Fuerza asignó estudiantes para el tedioso deber de montar guardia en
lugares remotos, me fijé en que Yeyac y tres o cuatro muchachos de distintas edades siempre estaban
ansiosos por dar un paso adelante. Y puede que Yeyac tuviera razón en lo que dijo acerca de los
sacerdotes. Había uno que, cada vez que quería que le l evasen algo a su habitación, siempre pedía que lo
hiciera precisamente Yeyac, y a continuación no se los volvía a ver a ninguno de los dos durante un buen
rato.
Pero yo no utilicé aquel o contra Yeyac, ni guardé ningún resentimiento contra él a causa de la conducta
que había tenido conmigo. Es cierto que las relaciones entre los dos estuvieron contenidas durante algún
tiempo, pero luego, poco a poco, se fueron relajando hasta quedar en mera frialdad y quizá en una cortesía
excesiva. Con el tiempo, yo por lo menos me olvidé casi por completo de aquel episodio... hasta que
mucho, mucho más tarde, ocurrió algo que me hizo recordarlo. Y mientras tanto mi tepuli creció por su
cuenta, sin requerir ayuda exterior, a medida que fueron pasando los años.
Durante aquel os años nosotros los aztecas nos fuimos acostumbrando al concurrido panteón de dioses
que los mexícas habían traído consigo y a los que habían levantado templos. Nuestra gente empezó a
participar en los ritos de este o aquel dios; al principio creo que sólo para mostrar cortesía y respeto hacia
los mexicas que ahora residían entre nosotros. Pero con el tiempo dio la impresión de que nuestros aztecas
hal aron que algo... no sé, ¿seguridad, inspiración, solaz?, derivaba del hecho de compartir el culto de
aquel os dioses, incluso de alguno de los que de otro modo habríamos encontrado repulsivos, como de
Huitzilopochtli, el dios de la guerra, y de Chalchihuitlicué, la diosa del agua, que tenía cara de rana. Las
muchachas núbiles le rezaban a Xochiquetzal, la diosa del amor y de las flores de los mexicas, a fin de
encontrar un joven que fuera un buen partido para casarse con él. Nuestros pescadores, antes de hacerse
a la mar, además de pronunciar sus oraciones acostumbradas a Coyolxauqui para conseguir una pesca
abundante, también le rezaban a Ehécatl, el dios del viento de los mexicas, para que no se levantara contra
el os una galerna.
No se esperaba de ninguna persona, como se espera de los cristianos, que limitase su devoción a ningún
dios en particular. Ni se castigaba a la gente, como la castigan los cristianos, si transfería su fidelidad a
capricho de una deidad a otra, o si la repartía imparcialmente entre varias de el as. La mayor parte de
nuestra gente todavía reservaba su más sincera adoración por la que durante mucho tiempo había sido
nuestra diosa patrona. Pero no veían daño alguno en dedicar parte de esa adoración, además, a las
deidades mexicas, en parte porque aquel os dioses y diosas nuevos les proporcionaban muchas
festividades, ceremonias impresionantes y motivos para danzas y canciones. La gente no se arredraba
demasiado por el hecho de que muchas de aquel as deidades exigieran compensación en forma de
corazones y sangre humanos.
Nosotros nunca, durante aquel os años, entablamos guerras para proveernos de prisioneros que inmolar en
sacrificio. Pero, cosa sorprendente, nunca faltaron personas, tanto aztecas como mexicas, que se
ofrecieran voluntarias para morir y así nutrir y complacer a los dioses. Aquél as eran las personas a las que
sus sacerdotes convencían de que, si se limitaban a repantigarse y se esperaban a morir de viejos de
cualquier manera común y corriente, se arriesgaban a sumergirse al instante en las profundidades de
Mictían, el Lugar Oscuro, para sufrir al í después de la muerte una vida eterna privada de deleite, diversión,
sensaciones, incluso hasta de la tristeza; una vida después de la muerte de absoluta nada. Por el contrarío,
afirmaban los sacerdotes, cualquiera que se sometiese a lo que l amaban la Muerte Floral, al instante sería
l evado por el aire a los elevados dominios de Tonatiuh, el dios del sol, para gozar al í de una dichosa vida
eterna.
Por eso numerosos esclavos se ofrecían a los sacerdotes para que los sacrificaran a cualquier dios (a los
esclavos les daba lo mismo) creyendo que así mejoraría su suerte. Pero tan flagrante credulidad no se
limitaba a los esclavos. Algunos jóvenes libres se ofrecían para ser ejecutados, después de lo cual les
desol arían el cuerpo hasta despojarlo de toda la piel, y esa piel la vestiría un sacerdote para imitar y honrar
a Xipe Totec, el dios de la siembra. Algunas jóvenes doncel as libres se ofrecían para que les arrancasen el
corazón y representar así la agonía de Tetoinan, la diosa madre, al dar a luz a Centéotl, el dios del maíz.
Algunos padres incluso ofrecían a sus niños de corta edad para que los asfixiasen como sacrificio a Tláloc,
el dios de la l uvia.
Yo, por mi parte, nunca me sentí inclinado lo más mínimo a la autoinmolación. Sin duda influido por mi
irreverente tío Mixtzin, nunca me importó demasiado ningún dios, y mucho menos los sacerdotes. A los
sacerdotes dedicados a las deidades mexicas de importación los encontraba especialmente detestables,
porque, como señal de su alta categoría, se practicaban diversas mutilaciones en el cuerpo y, lo que es
peor, nunca se lavaban y ni tampoco lavaban sus prendas de vestir. Durante algún tiempo después de
l egar a Aztlán habían vestido ropa tosca de trabajo y, como todos los demás trabajadores, se lavaban
después de cada jornada de trabajo duro. Pero después, cuando se les excusó de formar parte de los
equipos de trabajo y se vistieron con sus túnicas sacerdotales, nunca se dieron ni siquiera un remojón en el
lago, no digamos ya hacerse una buena purificación en una cabaña de vapor, por lo que muy pronto se
hicieron repulsivamente asquerosos y el aire que había a su alrededor se volvió casi visiblemente fétido. Si
yo alguna vez me hubiera tomado la molestia de meditar acerca de los curiosos gustos sexuales de mi
primo Yeyac, probablemente no habría hecho más que extrañarme y sentir un estremecimiento al pensar en
cómo podría abrazar algo tan abominable como un sacerdote.
Sin embargo, como ya he dicho, pasó mucho tiempo -cinco años enteros- antes de que yo tuviera de nuevo
ocasión de pensar, aunque sólo fuera brevemente, en las proposiciones que me había hecho Yeyac. Yo
tenía ya doce años, la voz me estaba empezando a cambiar, unas veces era ronca y otras chil ona,
alternativamente, y ya estaba impaciente por vestir el taparrabos viril para el que no me faltaba mucho. Y lo
que ocurrió, ocurrió exactamente igual que la vez anterior.
Como no hago más que comentar, los dioses sacan el mayor regocijo en ponernos a los mortales en
situaciones que podrían dar la impresión de no ser más que meras coincidencias. Me encontraba en mi
habitación del palacio, de espaldas a la puerta, cuando de nuevo una mano se deslizó por debajo de mi
manto, le dio a mis genitales un afectuoso apretón... y me impulsó a dar a mi otro prodigioso salto.
-¡Yya ouíya, otra vez no! -exclamé a gritos mientras me levantaba en el aire, volvía a bajar y me daba la
vuelta bruscamente para ponerme de cara a mi violador.
-¿Otra vez? -repitió el a sorprendida.
Era mi otra prima, Améyatl. Por si no he dicho antes que era hermosa lo digo ahora: lo era. A los dieciséis
años era más hermosa de cara y de formas que ninguna otra muchacha o mujer que yo hubiera visto en
Aztlán, y a esa edad lo más probable es que estuviera en el punto álgido de su bel eza.
-Eso ha sido de lo más impropio -la reprendí con una voz que se me iba convirtiendo en un gruñido-. ¿Por
qué has tenido que hacer una cosa así?
-Esperaba tentarte -respondió mi prima sin rodeos.
-¿Tentarme? -gruñí-. ¿Para hacer qué?
-A hacer el acto íntimo que una mujer y un hombre hacen juntos. Lo confieso, me gustaría muchísimo
aprender. Pensé que podríamos enseñarnos el uno al otro.
-Pero... ¿por qué yo? -le pregunté con un pitido agudo. Améyatl sonrió traviesamente.
-Porque, igual que yo, tú todavía no has aprendido. Pero por ese único toque que te he dado ahora mismo,
me doy cuenta de que estás completamente crecido y capacitado. Y yo también. Me desnudaré y lo verás.
-Ya te he visto desnuda. Nos hemos bañado juntos. Nos hemos sentado juntos en la cabaña de vapor.
Hizo un gesto con la mano de menosprecio hacia aquel o.
-Cuando éramos niños sin sexo. Desde que yo l evo mi prenda interior de feminidad tú no me has visto
desnuda. Ahora me encontrarás muy diferente, tanto aquí... como aquí. Me puedes tocar, y yo a ti también,
y después seguiremos haciendo todo lo que nos sintamos inclinados a hacer.
Para aquel entonces mis compañeros de la infancia y yo a menudo habíamos hablado con solemnidad,
como imagino que incluso los jóvenes cristianos hacen, de las diferencias que existen entre el cuerpo
femenino y el masculino, y también habíamos hablado de lo que creíamos hacían los hombres y las
mujeres en la intimidad, y de cómo se hacía, y de cuál de los dos se ponía encima, y de las variaciones que
había, y de cuánto duraba el acto y cuántas veces seguidas podía hacerse. Cada uno de nosotros, primero
en secreto y luego en reuniones competitivas, averiguamos cómo verificar que nuestros tepultin eran
eréctiles de forma fidedigna, que nuestros huevos ololtin contenían omícetl viril en cantidad y capacidad de
proyección no inferior a la de nuestros amigos.
Además, siempre que nos ponían a ayudar en una de las nunca terminadas obras de mejora de la ciudad,
escuchábamos con avidez las bromas subidas de tono de los trabajadores adultos y los recuerdos de sus
aventuras con mujeres, con toda seguridad exageradas al contarlas. De manera que los muchachos a los
que conocía, y yo mismo, poseíamos sólo una información vaga y de segunda mano, junto con una buena
cantidad de desinformación, que iba desde lo que no era factible hasta lo anatómicamente imposible. Si
nosotros, los muchachos, l egamos a algún consenso en nuestras conversaciones, el o fue debido
sencil amente a que estábamos más que ansiosos por ahondar en aquel os misterios por nosotros mismos.
Y heme a mi al í mientras la más encantadora doncel a de Aztlán, no una maátitl barata y corriente, ni
siquiera una auyanimi cara, sino una verdadera princesa, me ofrecía su cuerpo. (Como hija del Uey-Tecutli
tenía derecho a que se dirigieran a el a -y así lo hacía la gente común- como Améyatzin.) Cualquiera de mis
compañeros habituales se habría apresurado a coger aquel ofrecimiento sin oponer el menor reparo, con
júbilo, gratitud y servil agradecimiento a todos los dioses que hubiera. Pero hay que recordar que, aunque
el a fuera cuatro años mayor que yo, habíamos crecido los dos juntos. La había conocido cuando sólo era
una niña mugrienta que a menudo l evaba los mocos colgando y solía tener despel ejadas las huesudas
rodil as, pues con frecuencia se hurgaba las costras; había presenciado sus l antinas y sus rabietas
temperamentales, la había visto convertirse en un verdadero fastidio y más tarde había conocido las
bromas pesadas, l enas de ese desprecio propio de una hermana mayor, con las que me atormentaba. Así
que, en la misma medida que el a no tenía misterio para mi, tampoco tenía atracción. No podía mirarla,
como me pasaba con cualquier otra muchacha bonita que me encontrase, y pensar: "Oye... ¿y si nosotros
dos...?"
No obstante, aquél a era una oportunidad ante la que yo difícilmente podía quedarme cruzado de brazos,
como suele decirse. Aunque copular con aquel a prima mía me resultase tan aburrido, incluso tan
desagradable como en la ocasión que tuvo lugar mucho tiempo atrás con su hermano, se me estaba
ofreciendo la oportunidad de explorar un cuerpo femenino adulto y todos los lugares secretos que éste tiene
y de averiguar lo que todavía nadie me había explicado: cómo se hacía realmente el acto de copular. Aun
así, lo que fue un mérito para mi, expuse, aunque débilmente, un argumento en contra:
-¿Por qué yo? ¿Por qué no Yeyac? Es mayor que nosotros dos. Tiene que ser capaz de enseñarte más
que...
-¡Ayya! -exclamó Améyatl al tiempo que hacía una mueca-. Seguro que te habrás dado cuenta de que mi
hermano es un cuilontli. Que él y sus amantes sólo se complacen en cuilónyoti.
Sí, yo sabia eso, y para entonces ya había aprendido las palabras que designan esa clase de hombres y
esa clase de complacencia, pero estaba realmente atónito de que una doncel a enclaustrada como aquél a
conociera tales palabras. Y me quedé aún más atónito si cabe de que una doncel a enclaustrada pudiera,
como Améyatl estaba haciendo en aquel momento, quitarse con tanta soltura la blusa para quedar desnuda
hasta la cintura. Pero de pronto su expresión de complacida expectación se convirtió en otra de
consternación, y entonces me preguntó a gritos:
-¿A eso te referías cuando has dicho "otra vez"? ¿Es que Yeyac y tú...? Ayya, primo, ¿tú también eres un
cuilontli?
No pude replicar al instante porque me había quedado idiotizado al mirar boquiabierto aquel os pechos
divinamente redondos, suaves, sugerentes, con un capul o rojizo en la punta que yo estaba seguro de que
sabría a néctar de flores. Améyatl tenía razón; ahora era diferente. Antes era tan lisa en aquel lugar como
yo, y sus pezones se notaban tan poco como los míos. Pero tras superar aquel momento de hechizo, me
apresuré a responder:
-No. Yo no lo soy. Yeyac vino una vez y me agarró. Como has hecho tú. Pero lo rechacé. No tengo el menor
interés en la manera de hacer el amor cuilonyoti.
A mi prima se le iluminó la cara, sonrió y dijo:
-Pues entonces vamos a practicar la manera correcta de hacer el amor.
Y dejó que la falda cayera al suelo.
-¿La manera correcta? -repetí como un loro-. Pero de esa manera es como se hacen los niños.
-Sólo si se quiere -me corrigió Améyatl-. ¿Crees que soy una niña? Soy una mujer crecida y he aprendido
de otras mujeres adultas cómo evitar el embarazo. A diario tomo una dosis de raíz de tlatlaohuéhuetl en
polvo.
Yo no tenía ni idea de qué pudiera ser aquel o, pero creí en su palabra. Sin embargo -lo que también fue un
mérito por mi parte, creo yo- probé un nuevo argumento:
- Tú querrás casarte algún día, Améyatl. Y querrás desposar a un pili de tu propio rango. Y él esperar que
seas virgen. -Mi voz fue subiendo de tono hasta convertirse de nuevo en un graznido, mientras mi prima
empezaba lentamente, de forma casi atormentadora, a quitarse la prenda tochómitl de fieltro que le
envolvía los lomos-. Me han dicho que una hembra, después de una sola vez de haber hecho el amor, ya
no es virgen, y que ese hecho se pone de manifiesto la noche de bodas. Y en ese caso podrías
considerarte muy afortunada si te aceptase como esposa aunque fuera un...
Améyatl suspiró como si la exasperase mucho aquel as nerviosas divagaciones mías.
-Ya te he dicho, Tenamaxtli, que me han enseñado otras mujeres. Si es que alguna vez l ego a tener una
noche de bodas, estaré preparada para el o. Hay un unguento astringente que me puede poner el himen
más tirante que a una virgen de ocho años. Y hay cierta clase de huevo de paloma que puedo insertar
dentro de mí sin que mi marido se percate de el o, y que se romper en el momento oportuno.
Mi voz volvió a ponerse ronca cuando dije:
-Ciertamente parece que lo has considerado mucho antes de invitarme a...
-Ayya, ¿quieres cal arte? ¿Es que me tienes miedo? Deja ya de decir imbecilidades, primo idiota, y ven
aquí!
Y se acostó de espaldas en mi jergón y tiró de mí hacia abajo para atraerme a su lado. Me rendí por
completo.
Me percaté de que había hablado de veras al decir que aquel a parte de su cuerpo también era diferente.
En las ocasiones anteriores en que yo la había visto desnuda, al í, en la entrepierna, sólo había una
pequeña y apenas definida grieta. El tipili ahora era bastante más que una grieta, y en su interior había
maravil as. Maravil as.
Estoy seguro de que cualquiera que observase nuestros torpes e inexpertos manejos, incluso un cuilontli
desprovisto de todo interés, habría acabado vencido por la risa. Con voz insegura, que iba temblando de
tono en tono, desde el de la flauta de junco hasta el de la trompa de caracola o el tambor de tortuga, no
dejé de tartamudear necedades como: "¿Es ésta la manera correcta? ¿Preferirías que hiciera esto... o
esto? ¿Qué hago con esto?" Améyatl, con más calma, decía cosas como: "Si lo abres suavemente con los
dedos, como si fuera la concha de una ostra, te encontraras con una perla muy pequeña, mi xacapilé..." Y
ya sin calma alguna: "Si! Ahí! Ayyo, sí!" Y desde luego, al cabo de un rato abandonó toda calma, yo ya no
me sentí nervioso y los dos comenzamos a emitir ruidos inarticulados de éxtasis y deleite.
Lo que mejor recuerdo acerca de aquel a copulación y de las que siguieron a aquél a, es lo bien que
Patzcatl-Améyatl encarnaba su nombre. Significa Fuente de Jugo, y cuando nos acostábamos juntos eso es
lo que era. He conocido a muchas mujeres desde entonces, pero no he encontrado ninguna que fuera tan
copiosa en jugos. Aquel a primera vez, con sólo tocarla ya empezó su tipili a exudar ese transparente pero
lubricante fluido. Pronto los dos estuvimos, y también el jergón, resbaladizos y relucientes a causa de los
jugos. Cuando finalmente l egamos al acto de la penetración, la membrana chitoli que protegía la virginidad
de Améyatl cedió sin resistencia. Estaba virginalmente tensa, pero no hubo fuerza ni frustración en
absoluto. A mi tepuli lo acogieron aquel os jugos y se deslizó con facilidad hasta el interior. En posteriores
ocasiones Améyatl empezaba con su manantial nada más quitarse el tochómitl, y luego, más tarde, en
cuanto entraba en mi habitación. Y tiempo después había ocasiones en que, a pesar de estar los dos
completamente vestidos y en compañía de otros comportándonos con impecable propiedad, el a me
lanzaba una mirada que decía: "Te veo, Tenamaxtli... y estoy húmeda debajo de la ropa."
Por eso el día en que cumplí trece años me reí para mis adentros cuando el padre de Améyatl, mi tío, sin
elegancia pero con buenas intenciones, me ordenó que lo acompañase a la principal casa de auyanime de
Aztlán y eligió para mí a una auyanimi de primera calidad. Como yo era una espiga joven y presumida,
creía que ya sabia todo lo que un hombre podía saber acerca del acto de ahuilnema con una hembra. Bien,
pronto descubrí, con deleite, con varios momentos de auténtica sorpresa, e incluso de vez en cuando con
un ligero susto, que había muchísimas cosas que no sabía, cosas que a mi prima y a mí ni siquiera se nos
había ocurrido probar ni una vez.
Por ejemplo, me quedé brevemente desconcertado cuando la muchacha me hizo con la boca lo que yo
creía que sólo los varones cuilontli hacían entre el os, porque eso fue lo que intentó hacerme aquel a vez
Yeyac. Pero mi tepuli estaba más maduro ahora, y la muchacha me lo excitó con tanta destreza que estal é
con gloriosa gratificación. Luego me mostró cómo hacer lo mismo con su xacapili. Aprendí que aquel a perla
apenas visible, aunque es mucho más pequeña que el órgano de un hombre, puede igualmente introducirse
en la boca, acariciarse con la lengua y chuparse hasta que, el a sola, impele a la hembra a auténticas
convulsiones de gozo. Al aprender esto empecé a sospechar que ninguna mujer necesita en realidad a un
hombre, es decir, al tepuli de éste, puesto que otra mujer, o incluso un niño, podría proporcionarle esa clase
de gozo. Cuando se lo comenté, la muchacha se echó a reír, pero se mostró de acuerdo y me dijo que
hacer el amor entre mujeres se l ama patlachuia. Cuando a la mañana siguiente dejé a la muchacha y
regresé al palacio, Améyatl me estaba esperando con impaciencia; tiró de mí con urgencia y me l evó a un
lugar donde pudiéramos conversar en privado. Aunque el a sabia dónde había pasado yo la noche, y lo que
había estado haciendo, no estaba ni celosa ni disgustada. Justo lo contrario. Estaba casi temblando por
averiguar si yo había aprendido alguna travesura nueva, exótica o voluptuosa que pudiera enseñarle a el a.
Cuando sonreí y le dije que así era, ciertamente, Améyatl me hubiera arrastrado en aquel mismo instante a
su habitación o a la mía. Pero le rogué que me diera tiempo para recuperarme y revitalizar mis propios
jugos y energías. Mi prima se sintió bastante molesta por tener que esperar, pero le aseguré que el a podría
disfrutar mucho más de todas las nuevas cosas que aprendería cuando yo hubiera recuperado el vigor
necesario para enseñárselas.
Y así lo hizo, y lo mismo yo, y durante los cinco años siguientes más o menos continuamos disfrutando el
uno del otro en cualquier momento en que disponíamos de la suficiente intimidad. Nunca nos sorprendió
nadie durante el acto, ni siquiera sospecharon de nosotros, que yo sepa, ni su padre, ni su hermano, ni mi
madre. Pero de hecho no estábamos realmente enamorados. Resultaba que, simplemente, cada uno era el
utensilio más conveniente y dispuesto para el otro. Igual que el día en que cumplí trece años, Améyatl
nunca dio muestras de disgusto o indignación las pocas veces en que seguramente se dio cuenta de que
yo había catado los encantos de alguna moza sirvienta o de alguna esclava. (Muy pocas veces, beso la
tierra por el o. Ninguna comparable a mi querida prima.) Y yo no me habría sentido traicionado si alguna vez
Améyatl hubiera hecho lo mismo. Pero sé que no lo hizo. El a, al fin y al cabo, era noble y no se hubiera
arriesgado a poner en peligro su reputación con nadie en quien no confiara como confiaba en mí.
Y tampoco se le rompió el corazón cuando, al cumplir veintiún años, Améyatl tuvo que abandonarme y
tomar marido. Como ocurre en la mayoría de los matrimonios entre jóvenes pípiltin, aquél fue concertado
por los padres, Mixtzin y Kévari, tíatocapil de Yakóreke, la comunidad más cercana a la nuestra hacia el
sur. Améyatl fue formalmente prometida para convertirse en la esposa de Kauri, el hijo de Kévari, que tenía
aproximadamente su misma edad. Resultó obvio para mi (y para Canaútli, nuestro Evocador de la Historia)
que mi tío estaba así haciendo una alianza entre nuestro pueblo y el de Yakóreke como un sutil paso hacia
la meta de convertir de nuevo a Aztlán -como lo había sido hacía mucho tiempo, en la capital de todos los
territorios y pueblos circundantes.
No sé si Améyatl y Kauri habían l egado a conocerse bien, por no decir a amarse, pero, en cualquier caso,
estaban obligados a obedecer los deseos de sus padres. Además Kauri era, en mi opinión, un compañero
pasablemente bien parecido y aceptable para mi prima, así que mi única emoción el día de la ceremonia
fue una ligera aprensión. Sin embargo, después de que el sacerdote de Xochiquetzal hubiera atado las
esquinas de sus respectivos mantos con el nudo nupcial, de que terminaran las festividades tradicionales y
de que la pareja se hubiera retirado a sus habitaciones, bel amente amuebladas, del palacio, ninguno de los
invitados a la boda oímos alboroto escandalizado que procediera de al í. Supuse, con alivio, que el
ungüento y el huevo de paloma introducido dentro de Améyatl, tal como prescribieran las alcahuetas
consejeras de mi prima años atrás, habían bastado para dejar a Kauri satisfecho y con el convencimiento
de que se había casado con una virgen sin mácula. Y sin duda el a le habría convencido del todo al mostrar
una virginal ineptitud en el acto que tan mañosamente había estado practicando durante aquel os años.
Améyatl y Kauri se casaron muy poco tiempo antes del día en que mi madre, Cuicani, mi tío Mixtzin y yo
partiéramos hacia la Ciudad de México. Y estimo que mi tío demostró perspicacia al nombrar para que
gobernasen en su lugar no a su hijo y presunto heredero, Yeyac, sino a su inteligente hija y al marido de
ésta. Pasaría mucho, mucho tiempo antes de que yo volviera a ver de nuevo a Améyatl, y fue en
circunstancias que ninguno de los dos hubiera ni remotamente imaginado cuando el a, aquel día, nos dijo
adiós con la mano a los viajeros.
5
Así que yo estaba de pie en lo que había sido el Corazón del Unico Mundo con los nudil os blancos a fuerza
de apretar el topacio que había pertenecido a mi difunto padre, con ojos fieros les exigí a mi tío y a mi
madre que hiciéramos algo para vengar la muerte de Mixtli. Mi madre, que estaba muy triste, se limitó a
hacer de nuevo ruido con la nariz. Pero Mixtzin me miró con comprensión mitigada por el escepticismo y me
preguntó con sarcasmo:
-¿Y qué podemos hacer nosotros, Tenamaxtli? ¿Incendiar la ciudad? Las piedras no prenden fácilmente. Y
sólo somos tres. La todopoderosa nación de los mexicas no fue capaz de resistir ante estos hombres
blancos. Bueno, ¿qué te gustaría que hiciéramos?
Me puse a tartamudear como tonto.
-Yo... yo... -Luego hice una pausa para poner en orden mis ideas y al cabo de un momento añadí-: Los
mexicas se vieron cogidos por sorpresa porque los invadió una gente de cuya existencia nunca antes se
había tenido noticia. Fue esa sorpresa y la confusión que siguió a el a lo que provocó la caída de los
mexicas. Simplemente no supieron ver la capacidad, la astucia y la avidez de conquista de los hombres
blancos. Pero ahora todo el Unico Mundo los conoce. Lo que todavía no sabemos es en qué aspecto los
españoles son más vulnerables. Deben de tener un punto débil en alguna parte, algún sitio donde se les
pueda dar un golpe bajo, donde se les pueda atacar y destripar.
Mixtzin hizo un gesto que abarcaba toda la ciudad a nuestro alrededor al tiempo que decía:
-¿Dónde está? Muéstramelo. Con alegría me uniré a ti en ese destripamiento. Tú y yo contra toda Nueva
España.
-Por favor, no te burles de mí, tío. Te cito un fragmento de uno de tus propios poemas. "Nunca perdones... y
al final tírate a la garganta." Los españoles seguramente tendrán un punto débil en alguna parte. Sólo hay
que averiguar cuál es.
-¿Y eso vas a hacerlo tú, sobrino? En estos últimos diez años ningún otro hombre de ninguna de las
naciones denotadas ha hal ado una sola grieta que penetrase en el blindaje español. ¿Cómo vas a hacerlo
tú?
-Pues por lo menos he hecho un amigo entre los enemigos. Ese que l aman notario y que habla nuestra
lengua me ha invitado a ir a hablar con él siempre que quiera. Quizá pueda sacarle alguna información de...
-Pues venga. Ve a hablar con él. Te esperaremos aquí.
-No, no -le dije yo-. Me costará mucho tiempo ganarme su confianza por completo, albergar esperanzas de
hacer algún descubrimiento útil. Te pido permiso, como tío y como Uey-Tecutli, para quedarme aquí, en esta
ciudad, durante todo el tiempo que necesite para conseguirlo.
-Ayya ouíya... -murmuró mi madre con aflicción.
Y Mixtzin se puso a frotarse de manera pensativa la barba. Finalmente me preguntó:
-¿Y dónde vivirás? ¿Y cómo lo harás? Los granos de cacao que tenemos en las bolsas sólo son
negociables en los mercados nativos. Para cualquier otra adquisición o pago, ya me han dicho que se
necesitan unas cosas l amadas monedas. Piezas de oro, plata y cobre. Tú no tienes y yo tampoco tengo
ninguna que dejarte.
-Buscaré algún trabajo que hacer, y me pagarán por el o. Quizá ese notario pueda ayudarme. Y además
recuerda que el tlatocapili Tototl dijo que dos de sus exploradores de Tépiz están todavía aquí, en alguna
parte. Ya deben de tener un techo sobre sus cabezas, y a lo mejor están dispuestos a compartirlo con un
antiguo vecino.
-Sí -asintió Mixtzin-. Si que me acuerdo de eso. Tototl me dijo cómo se l aman. Netzlin y su esposa Citlali.
Sí, si pudieras encontrarlos...
-Entonces, ¿puedo quedarme?
-Pero bueno, Tenamaxtli -gimoteó mi madre-, supón que tengas incluso que l egar a aceptar y adoptar las
costumbres de los hombres blancos...
Solté un bufido y dije:
-No es probable, tene. Aquí seré como el gusano en un fruto de coyacapuli. Haré que me alimente hasta
que él esté muerto.
Le preguntamos a unos transeúntes si había algún lugar donde pudiéramos pasar la noche, y uno de el os
nos envió hacia la Casa de los Pochtecas, algo así como una sala de reuniones y almacén para los
mercaderes que habían l evado sus mercancías a la ciudad y estaban de paso en el a. Pero había un
portero a la entrada, y con disculpas pero con firmeza se negó a dejarnos entrar.
-Este edificio está reservado para uso exclusivo de los pochtecas -nos dijo-, y es obvio que vosotros no lo
sois, puesto que no l eváis bultos ni traéis séquito de tamémimes como portadores.
-Lo único que buscamos es un sitio para dormir -le indicó el tío Mixtzin con un gruñido.
-La cosa es -explicó el portero- que la Casa de los Pochtecas original tenía casi el tamaño y grandeza de un
palacio, pero la demolieron, igual que hicieron con el resto de la ciudad. Esta que la sustituye es demasiado
pobre y pequeña comparada con aquél a. Y lo que sucede es, sencil amente, que no hay sitio para nadie
que no sea socio.
-Entonces, ¿dónde, en esta acogedora y hospitalaria ciudad, encuentran alojamiento los visitantes?
-Hay un establecimiento que los hombres blancos l aman mesón. Lo utiliza la Iglesia cristiana para albergar
y dar de comer a las personas indigentes o que están de paso. Se l ama Mesón de San José.
Y nos explicó cómo l egar hasta al í.
-¡Por Huitzli, otro de esos insignificantes santos suyos! dijo entre dientes mi tío, pero nos dirigimos al í.
El mesón era un edificio grande de adobe que funcionaba como anexo de un edificio mucho más grande y
consistente l amado Colegio de San José. más tarde me enteré de que la palabra colegio significa algo muy
parecido a nuestra calmécac, una escuela para estudiantes avanzados donde los que enseñan son
sacerdotes, aunque en este caso sacerdotes cristianos, naturalmente.
El mesón, como el colegio, estaba dirigido por unas personas que nosotros tomamos por sacerdotes, hasta
que algunos de los que l egaron al edificio nos dijeron que aquel os sólo eran frailes, un grado más humilde
del clero cristiano. Llegamos casi a la puesta del sol, justo cuando algunos de aquel os frailes estaban
sirviendo cucharones de comida que sacaban de cacerolas enormes y los ponían en cuencos que las
personas que hacían cola l evaban en la mano. La mayor parte de aquel as personas no estaban
manchados del viaje como nosotros, sino que eran habitantes de la propia ciudad que se veían harapientos
y tenían aspecto derrotado. Era evidente que eran tan pobres que dependían de los frailes para subsistir así
como para cobijarse, porque ninguno de el os hizo ademán ni ofrecimiento de pagar cuando le l enaron el
cuenco, y los frailes tampoco daban muestras de esperar que les pagasen.
Bajo tales circunstancias yo me esperaba que aquel a comida de caridad fuera algún tipo de gachas
baratas y que saciaran, como atoli. Pero, sorprendentemente, lo que nos echaron en nuestro cuenco era
sopa de pato caliente, muy sabrosa y espesa a causa de la carne. A cada uno de nosotros se nos entregó
una cosa con corteza marrón, caliente y en forma de globo. Miramos lo que los demás hacían con las
suyas, y vimos que se las comían a bocados y las usaban para mojar en la sopa, igual que nosotros
habíamos hecho siempre con nuestro tláxcaltin plano, delgado y circular.
-A nuestro tláxcaltin de harina de maíz los españoles lo l aman tortil as -nos explicó un hombre muy delgado
que había estado haciendo cola con nosotros-. Y a este pan suyo lo l aman bolil o. Se hace de harina, de
una que se saca de una especie de hierba que l aman trigo; lo consideran superior a nuestro maíz y crece
en lugares donde el maíz no puede hacerlo.
-Sea lo que sea -comentó mi madre con timidez-, está bastante bueno.
Con razón lo había dicho con tanta timidez, porque tío Mixtzin le contestó al instante con brusquedad:
-¡Hermana Cuicani, no deseo oír ninguna palabra de aprobación sobre nada que tenga que ver con esta
gente blanca!
El hombre flaco nos dijo que se l amaba Pochotl y se sentó con nosotros mientras cenábamos; a lo largo de
la cena continuó informándonos amablemente.
-Debe de ser que los españoles tienen sólo unos cuantos patos canijos en su tierra, porque aquí devoran
patos con preferencia a cualquier otra carne. Desde luego, en nuestros lagos hay verdaderas multitudes de
estas aves, y los españoles poseen unos métodos extraños, aunque eficaces, de matarlos... -Hizo una
pausa, se quedó escuchando y levantó una mano-. Ahí lo tenéis. ¿Habéis oído eso? Es a la hora del
crepúsculo cuando las bandadas vienen a refugiarse en el agua, y los cazadores de aves españoles las
matan a cientos cada noche.
Habíamos oído varios estal idos de lo que hubieran podido ser truenos lejanos; sonaron hacia el este y
continuaron resonando durante un rato.
-Por eso -continuó diciendo Pochotí- la carne de pato es tan abundante que incluso se puede utilizar para
dar de comer a los pobres. Yo, por mi parte, prefiero la carne de pitzome, pero no me puedo permitir el lujo
de comprarla.
-¡Nosotros tres no somos pobres! -dijo el tío Mixtzin con desprecio.
-Supongo que sois recién l egados. Pues quedaos un tiempo aquí.
-¿Qué es un pitzome? -le pregunté-. Nunca he oído esa palabra antes.
-Es un animal. Lo han traído los españoles, y los crían en gran número. Es muy parecido a nuestro jabalí,
pero es doméstico y mucho más gordo. Su carne, que el os l aman puerco, es tan tierna y sabrosa como el
anca humana bien cocinada. -Mi madre y yo hicimos una mueca de repulsión al oír aquel o, pero Pochotl no
se dio por enterado-. Verdaderamente es tan grande el parecido entre el pitzome y la carne humana que
muchos de nosotros somos de la opinión de que los españoles y esos animales deben de tener algún
parentesco de sangre, que los hombres blancos y sus pitzome propagan sus especies copulando entre
el os.
Ahora los frailes nos hacían señas para que desalojáramos la gran habitación, prácticamente sin muebles,
donde habíamos estado comiendo y nos hicieron subir por las escaleras que conducían a los dormitorios.
Que yo recuerde, era la primera vez que me iba a la cama sin bañarme, tomar vapor o, por lo menos, nadar
en el agua más cercana que tuviera a mi alcance. Arriba había dos grandes habitaciones separadas, una
para hombres y otra para mujeres, así que mi tío y yo fuimos en una dirección y mi madre en otra, el a con
cara triste porque la habían separado de nosotros.
-Espero verla sana y salva por la mañana -refunfuñó Mixtzin-. Y ya, espero verla como sea. Bien puede ser
que estos sacerdotes blancos tengan una regla según la cual dar de comer a una mujer les concede
derecho a usarla.
-Ahí abajo están dando de comer a mujeres bastante más jóvenes y más tentadoras que tene -le dije para
tranquilizarlo.
-Quién sabe los gustos que puedan tener esos extranjeros si, como ha dicho ese hombre, se piensa que
copulan incluso con cerdas. No me extrañaría nada en el os.
Aquel hombre, Pochotl, tan descarnado que contradecía su nombre, que significa cierto árbol muy
voluminoso, de nuevo se estaba reuniendo con nosotros; puso su jergón junto al mío y acto seguido
continuó obsequiándonos con más información sobre la Ciudad de México y sus amos españoles.
-Ésta -nos dijo- fue en otro tiempo una isla completamente rodeada por las aguas del lago Texcoco. Pero
ahora ese lago ha mermado tanto que la oril a más cercana se encuentra a toda una larga carrera al este
desde la ciudad, excepto por los canales que continuamente han de dragarse para proporcionar acceso a
los acaltin de carga. Las calzadas que enlazan la ciudad con tierra firme antes cruzaban grandes
extensiones de aguas transparentes, las del lago, pero ahora, como podéis ver con vuestros propios ojos,
esas extensiones son de cualquier cosa menos de agua. Por entonces también los otros lagos estaban
comunicados con el lago Texcoco y entre sí. Y el efecto era que parecían un único y grandioso lago. Un
hombre podía ir remando en acali desde la isla de Zumpanco, situada al norte, hasta los jardines de flores
de Xochimilco, al sur, a unas veinte carreras largas, o a veinte leguas, como dirían los españoles. Ahora ese
mismo hombre tendría que avanzar penosamente por entre las amplias ciénagas que han separado a todos
esos lagos, que han encogido, entre sí. Algunos dicen que la culpa la tienen los árboles.
-¡Los árboles! -exclamó mi tío.
-Este val e está circundado por montañas que se ven en el horizonte. Todas esas montañas contenían
espesos bosques; casi se podría decir que estaban forradas de árboles antes de que l egasen los hombres
blancos.
Mixtzin pareció ir recordando lentamente.
-Sí... sí, tienes razón -dijo-. Me ha sorprendido mucho en esta visita observar que las montañas se ven más
marrones que verdes.
-Porque las han despojado de la mayor parte de los árboles -nos explicó Pochotí-. Los españoles los
cortaron para obtener madera, troncos y leña. Ciertamente, eso bien podría haber enojado a Chicomecóatl,
la diosa de las cosas verdes que crecen. Y quizá se haya vengado convenciendo al dios Tláloc para que
envíe su l uvia sólo de forma escasa y esporádica, como ha sucedido, y convenciendo también a Tonatiuh
para que abrase con más calor, como igualmente ha sucedido. Sea cual sea la razón, nuestros dioses del
clima se han estado comportando de un modo muy peculiar desde la l egada de las deidades crixtanóyotl.
-Perdóname, amigo Pochotl -le interrumpí intentando cambiar de tema-. Confío en encontrar empleo aquí,
no para hacer fortuna. Sólo busco un trabajo en el que me paguen lo suficiente para vivir. ¿Crees posible
que lo consiga?
Aquel hombre tan flaco me miró de arriba abajo.
-¿Tienes alguna habilidad especial, joven? ¿Sabes escribir el idioma de los hombres blancos? ¿Tienes
algún talento o arte? ¿Posees alguna habilidad artística?
-Nada de eso. No.
-Bien -concluyó Pochotl tristemente-. Entonces no estás en situación de rechazar los trabajos penosos:
como levantar bloques de piedra y cestos de mortero para los nuevos edificios; o trabajar como un esclavo
como porteador de tamemi o limpiar los canales sacando sedimentos, basura y excrementos. Si puedes o
no vivir de alguno de esos trabajos, depende, desde luego, de hasta qué punto seas capaz de vivir en la
escasez.
-Bueno -le dije yo tragando saliva-, en realidad me esperaba algo mas...
El tío Mixtzin me interrumpió.
-Amigo Pochotl, tú eres un hombre bien hablado. Asumo que tienes cierto grado de inteligencia, incluso
educación. Y está claro que no amas a los hombres blancos. ¿Por qué, entonces, subsistes de su caridad?
-Porque yo sí tengo habilidades -repuso Pochotl al tiempo que dejaba escapar un suspiro-. Yo era maestro
artesano del oro y la plata. Joyería delicada: col ares, brazaletes, aros para los labios, diademas, pulseras
para los tobil os.., cosas que los españoles no consideran de utilidad. Quieren el oro y la plata fundidos en
lingotes sin forma para enviárselos a su rey o para acuñar monedas toscas. ¡Bárbaros! Los otros metales
que manejan, los que el os denominan hierro, acero, cobre y bronce, se los confían a herreros musculosos
para que los forjen haciendo herraduras para cabal os, placas de armadura, espadas y cosas parecidas.
-¿Y tú no sabrías hacer eso? -quiso saber Mixtzin.
-Cualquier patán musculoso puede hacer eso. Pero considero que ese trabajo, propio de brazos fuertes, es
poco para mí. Y además no me gusta l enarme las manos de cal os y deformarme los dedos de artista.
Quizá algún día haya para el os algún trabajo decente que hacer.
Yo los escuchaba sólo a medias. Estaba sentado con las piernas cruzadas en mi jergón rancio, pues olía a
innumerables ocupantes anteriores que, sin duda alguna, no se lavaban, y meditaba sobre las nada
atrayentes carreras que aquel hombre tan delgado me había sugerido. Me había jurado a mí mismo que
haría cualquier cosa que los dioses requiriesen con tal de l evar adelante la venganza contra los hombres
blancos, y estaba dispuesto a mantener aquel juramento. La perspectiva de trabajo duro y mal pagado no
me asustaba. Pero el único propósito que me empujaba a quedarme en aquel a ciudad era buscar cualquier
punto débil que hubiera pasado inadvertido desde que los españoles dominaban el Unico Mundo, cualquier
grieta en el sistema de gobierno y control de Nueva España, cualquier inconsistencia en la supuestamente
infalible preparación contra toda clase de derrocamiento. Y parecía bastante improbable que yo pudiera
espiar con éxito si me pasaba la mayor parte del tiempo metido entre otros obreros en el fondo de un canal
o doblado bajo la cinta de transportar de un porteador tamemi. Bueno, quizá el notario Alonso de Molina
pudiera proporcionarme otro tipo de trabajo mejor donde yo tuviera más oportunidad de emplear los ojos,
los oídos y el instinto. Ahora Pochotl le estaba diciendo a mi tío:
-Los hombres blancos nos han traído varios alimentos nuevos y muy sabrosos. Su pol o, por ejemplo, da
una carne mucho más tierna y jugosa que nuestra ave huaxolomi, que es más grande y que el os l aman
gal ipavo. Y cultivan una caña de la que extraen un polvo l amado azúcar, mucho más dulce que la miel o
que el jarabe de coco. Y trajeron una clase de judía l amada haba, y otras hortalizas l amadas col,
alcachofa, lechuga y rábano. Buenos de comer para aquel os que pueden permitirse comprarlos o sigan
teniendo una parcela de tierra donde plantarlos. Pero yo creo que los españoles encontraron aquí muchas
más cosas nuevas para el os. Están extasiados con nuestros xitómatl, Chile, chocólatl y ahuácatl, que el os
dicen no existen en su Vieja España. Oh, y además están aprendiendo a obtener placer al fumar nuestro
picíetl.
Poco a poco me fui percatando de que se oían otras voces a mi alrededor en aquel a oscura habitación,
pues otras personas permanecían despiertas para conversar, como estaban haciendo Mixtzin y el hombre
delgado. La mayoría de las voces se oían en náhuatl, y no decían nada que me pareciera digno de
escucharse. Pero otras conversaciones tenían lugar en idiomas incomprensibles; quizá transmitieran toda la
sabiduría del mundo o los más profundos secretos de los dioses, pues yo no entendía nada. En aquel a
época yo no sabía diferenciar las nacionalidades de aquel os diversos hablantes. Pero después de pasar
unas cuantas noches más en la casa de huéspedes aprendería algo interesante: que casi todos los
hombres que había al í, excepto los nativos de la propia Ciudad de México, habían acudido a aquel Mesón
de San José desde algún lugar situado al norte de la ciudad, y a menudo de muy al norte.
El o obedecía a un motivo. Como he dicho, las naciones al sur, y también al este, de la Ciudad de México
habían sucumbido pronto a la conquista española, de modo que por aquel entonces ya se habían adaptado
bien a la presencia y al poder de los españoles en sus tratos sociales y comerciales con el os. Así que
cualquier visitante procedente del sur o del este sería un enviado, un mensajero veloz o un pochteca que
l evaba a la ciudad mercancías para vender o intercambiar o que iba al í a comprar mercancías importadas
de Vieja España. Esos visitantes, pues, se alojarían en la Casa de los Pochtecas, donde a nosotros tres se
nos había rechazado, o incluso serían huéspedes, cosa bastante probable, en alguna mansión o palacio de
algún español de alto rango.
Mientras tanto, los huéspedes menos favorecidos que había en aquel mesón procedían, excepto la gente
sin hogar de la ciudad, de las tierras del norte del Unico Mundo, todavía sin conquistar. Habían venido bien
como exploradores, como el tío Mixtzin, para tomarles las medidas a los hombres blancos y decidir cuál
podía ser el futuro de sus pueblos, o bien como aquel os otros exploradores, Netzlin y Citlali, con intención
de buscar un medio de vida entre los lujos de la ciudad de los hombres blancos. O quizá algunos, pensé yo,
hubieran venido a hacer ambas cosas, como el gusano del fruto de coyacapuli y yo, con la esperanza de
ahondar, horadar y ahuecar aquel a Nueva España desde dentro. Si había otros con intenciones igualmente
subversivas, tenía que encontrarlos y unirme a el os.
Los frailes nos despertaron a la salida del sol y nos enviaron de nuevo al piso de abajo. A mi tío y a mí nos
complació ver que mi madre había pasado la noche sin problema alguno, y a los tres nos satisfizo el que los
frailes l enaran nuestros cuencos de gachas de atoli para desayunar, e incluso nos dieron una taza de
chocólatl espumoso para cada persona. Evidentemente mi madre, como el tío Mixtzin, había pasado la
mayor parte de la noche despierta hablando con otras huéspedes, porque nos contó cosas con más
vivacidad de la que había mostrado durante el viaje:
Hay mujeres aquí que han servido a algunas de las mejores familias españolas, en algunas de las mejores
casas, y tienen cosas maravil osas que contar, especialmente de algunos tejidos nuevos que nunca se
habían conocido antes en el Unico Mundo. Hay un material que denominan lana y que se obtiene
esquilando a unos animales de piel rizada l amados ovejas, los cuales ahora se crían en grandes rebaños
en toda Nueva España. No tienen la piel como el fieltro, sino que se transforma en hilo, algo parecido a lo
que se hace con el algodón, y eso se teje hasta convertirlo en paño. Dicen que la lana puede l egar a
abrigar tanto como las pieles y se la puede teñir de colores tan vivos como si fueran plumas de quetzal.
¿Me sentí contento al ver que mi tene había encontrado novedades suficientes para borrar, o al menos para
atenuar, el recuerdo de lo que había visto el día anterior, pero mi tío no hizo más que gruñir mientras mi
madre parloteaba.
Eché un vistazo a mi alrededor por la sala comedor, intentando que no se notase mucho, mientras me
preguntaba cuáles de todas aquel as personas, si es que había alguna, podrían ser futuros aliados en
aquel a campaña mía de espiar y hacer maquinaciones. Bien, un poco más al á aquel hombre tan delgado
l amado Pochotl se inclinaba para engul ir su cuenco de atoli. Podría serme útil, puesto que era nativo de
aquel a ciudad y la conocía al detal e, aunque me resultaba imposible imaginármelo actuando cómo un
guerrero, si es que mi campaña l egaba alguna vez a eso. Y de los demás que se encontraban en la
estancia... ¿cuáles? Había niños, adultos y ancianos, varones y mujeres. Quizá decidiese reclutar a una o
varias de éstas, porque hay lugares a donde una mujer puede ir sin levantar sospechas y un hombre no.
-Y hay incluso otro de esos tejidos maravil osos del que hablan mucho -seguía explicando mi madre-. Se
l ama seda y dicen que es tan liviana como la tela de araña, aunque resulta bril ante a la vista, voluptuosa al
tacto y tan duradera como el cuero. Aquí no se fabrica; la traen de Vieja España. Y lo que es realmente
increíble es que dicen que el hilo lo hilan unos gusanos. Deben de referirse a alguna clase de araña.
-Confía en las mujeres para que se dejen engatusar por fruslerías y baratijas -refunfuñó el tío Mixtzin-. Si
este Unico Mundo fuera sólo de mujeres, los hombres blancos lo habrían obtenido sólo por una brazada de
chucherías, y nunca nadie hubiera levantado una arma contra el os.
-Vamos, hermano, eso no es así -dijo mi madre virtuosamente-. Yo detesto a los hombres blancos tanto
como tú, y tengo aún más motivos que tú para el o, pues me han dejado viuda. Pero puesto que el os han
traído esas curiosidades... y puesto que nosotros estamos aquí, donde pueden verse...
Como era de esperar, Mixtzin estal ó.
-En el nombre de la más completa oscuridad de Mictlan, Cuicani, ¿serías acaso capaz de meterte en tratos
con esos aborrecibles intrusos?
-Claro que no. -respondió mi madre. Y añadió, con ese sentido práctico que tienen las mujeres-: No
tenemos monedas para comerciar. No deseo adquirir ninguna de esas telas, sólo quiero verlas y tocarlas.
Sé que tienes mucha prisa por marcharte de esta ciudad l ena de extranjeros, pero no nos apartaremos
demasiado de nuestro camino si pasamos por el mercado y me dejas que curiosee un poco entre los
puestos.
Mi tío murmuró algo entre dientes, se resistió y gruñó, pero desde luego no iba a negarle a mi madre aquel
pequeño placer que nunca más volvería a estar a su alcance.
-Bueno, pues si tienes que perder el tiempo será mejor que nos pongamos en camino en este mismo
instante. Que te vaya bien, Tenamaxtli. -Me puso una mano en el hombro-. Ojalá que tu temeraria idea
tenga éxito. No obstante, deseo aún más que vuelvas a casa sano y salvo, y que no tardes mucho en
hacerlo.
La despedida de tene fue más prolongada y emotiva, con abrazos, besos, lágrimas y recomendaciones de
que me mantuviese sano, comiera alimentos nutritivos, me moviera con cautela entre aquel os
impredecibles hombres blancos y, sobre todo, que no tuviera nada que ver con mujeres blancas. Partieron
hacia el extremo norte de la ciudad, donde estaba situada la plaza en la que se celebraba el mayor y más
concurrido mercado de la ciudad. Y yo me dirigí hacia una plaza diferente, aquel a en la que el día anterior
habían quemado vivo a mi padre. Iba solo, pero no con las manos vacías; cuando salía del Mesón de San
José vi a la puerta del mismo, por la parte de afuera, una tinaja de arcil a vacía que al parecer nadie usaba
ni vigilaba. Así que me la cargué al hombro, como si estuviera acarreando agua o atoli para los obreros de
alguna cuadril a de construcción en cualquier parte. Fingía que pesaba mucho y por el o caminaba
lentamente, en parte porque así era como me imaginaba que caminaría un obrero mal pagado, pero
principalmente porque quería tomarme tiempo para examinar a conciencia a cada persona, cada lugar y
cada cosa con la que me cruzaba.
El día anterior me había sentido inclinado a mirar boquiabierto muchos aspectos de la ciudad, apreciando
cada escena de una sola mirada, por así decir: las amplias y largas avenidas bordeadas de inmensos
edificios de arquitectura extranjera, con aquel as fachadas de piedra o enlucidas con yeso y adornadas con
frisos esculpidos, l enos de recovecos complicados pero sin ningún significado, igual que los bordados con
que algunos de nuestros pueblos bordean sus mantos; y las cal es laterales, mucho más estrechas que las
otras, donde los edificios eran más pequeños, estaban muy apretados unos contra otros y cuya decoración
no era tan lujosa.
Aquel día decidí concentrarme en los detal es. De modo que me di cuenta de que los grandiosos edificios
cuyas fachadas daban a las avenidas y plazas abiertas eran en su mayoría lugares de trabajo para los
funcionarios del gobierno de Nueva España y sus numerosos subordinados, concejales, oficinistas,
escribientes y demás. Además también me fijé en que, entre los numerosos hombres que vestían atuendo
español y que entraban y salían de aquel os edificios l evando libros, papeles, bolsas de mensajero o,
sencil amente, expresiones altivas para darse importancia, había algunos con el cutis tan oscuro y tan
lampiño como yo. Otros grandiosos edificios estaban a todas luces habitados por los dignatarios de la
religión de los hombres blancos, y también por sus numerosos subordinados y sirvientes. Y entre éstos, que
l evaban indumentaria clerical y tenían una expresión blanda y complaciente, había no pocos hombres con
el rostro cobrizo y lampiño. Sólo en los edificios que albergaban a los militares, en el cuartel general de los
altos oficiales o en los barracones de los rangos inferiores, no vi a nadie de mi propia gente que vistiera
trajes formales de desfile, uniformes de trabajo, armaduras o que l evara armas de ninguna clase. Algunos
de los edificios realmente grandes y ornamentados eran, desde luego, palacios en los que residían los
personajes de mayor categoría del gobierno, la Iglesia y el ejército, y en cada una de aquel as puertas
montaban guardia soldados armados y con expresión de mantenerse alerta; normalmente l evaban atado
con correa a uno de aquel os fieros perros de guerra suyos.
Vi también otros perros de variadas formas y tamaños y con porte no tan fiero, aunque apenas se podía
creer que estuviesen emparentados con los pequeños y gordinflones perros techichi que nosotros, los del
Unico Mundo, l evábamos siglos criando sin otra finalidad que usarlos como raciones alimenticias de
emergencia. De hecho, ya no quedaban techíchime en la Ciudad de México, pues los ciudadanos nativos
se habían aficionado a la carne de puerco, de la que al í había gran abundancia, y los españoles nunca
comerían carne de techichi. Había además otros animales al í que eran totalmente nuevos para mí, aunque
supongo que debían de ser la peculiar variedad de Vieja España de nuestro jaguar, nuestro cuguary nuestro
océlotl. Sin embargo eran siempre mucho más pequeños que estos gatos, y eran domésticos, amables y de
voz suave. Y estas versiones en miniatura incluso ronronean como sólo el cuguar, de todos nuestros gatos,
sabe hacer. Los edificios de las cal es estrechas estaban muy juntos unos a otros y eran a la vez lugares de
trabajo y vivienda para sus ocupantes, todos el os blancos. Al nivel de la cal e era frecuente que hubiese
una tienda donde se vendiera mercancías de alguna clase, un herrero, un establo para cabal os o un
establecimiento de comidas abierto al público, al público blanco. Los demás pisos que quedaban por
encima, uno, dos o tres, debían de ser donde vivían los propietarios y sus familias.
Excepto los que ya he mencionado, las personas de piel oscura que vi por aquel as cal es y avenidas eran
en su mayoría mensajeros que trotaban ligeros hacia alguna parte, tamémimes que avanzaban
penosamente bajo yugos o porteadores que l evaban fardos o bultos con la ayuda de cintas. Aquel os
hombres iban vestidos como yo, con manto tilmatl, taparrabos máxtíatl y sandalias cactli. Pero había otros
que debían de ser sirvientes de familias blancas, porque iban vestidos como españoles, con túnicas, calzas
ajustadas, botas y sombreros de una forma o de otra. Algunos de aquel os hombres, los más viejos, tenían
curiosas cicatrices en las mejil as. La primera vez que vi uno de el os supuse que se habría hecho la cicatriz
en la guerra o en algún duelo, porque la forma de la cicatriz, parecida a una "G", no me decía nada. Pero
luego me crucé con varios hombres más cuyas mejil as estaban marcadas con la misma figura. Y vi a otros,
más jóvenes, que tenían también cicatrices, aunque los símbolos eran diferentes. Estaba claro que los
habían marcado de aquel a forma deliberadamente. Si a alguna de las mujeres de la ciudad la habían
tratado de igual modo es algo que no pude determinar, porque en aquel as cal es no tuve ocasión de ver a
mujer alguna, ni blanca ni oscura.
Más tarde me enteré de que aquel a parte de la ciudad por la que me movía lentamente se l amaba la
Traza, y era un amplio rectángulo, cuya extensión comprendía muchas cal es y avenidas, situado en el
centro mismo de la Ciudad de México. La Traza estaba reservada para las residencias, iglesias,
establecimientos comerciales y edificios oficiales de los hombres blancos y sus familias. Había algunas
excepciones. Los hombres de piel cobriza con atavío clerical vivían en las residencias de la Iglesia junto con
sus colegas eclesiásticos. Y unos cuantos, pocos, criados de las familias blancas comían y dormían en las
casas donde trabajaban. Pero los demás ciudadanos nativos, incluso los que trabajaban para funcionarios
del gobierno, tenían que irse por la noche a las colaciones, que eran diversas partes de la ciudad que se
extendían desde la Traza hasta los límites de la isla. Y estos sectores variaban en calidad, aspecto y
limpieza, y eran desde respetables hasta malísimos, pasando por los que se podían tolerar.
Mientras miraba los edificios grandes y buenos que componían la Traza, me pregunté si los españoles no
conocerían los desastres naturales a los que aquel a ciudad era proclive, y que eran bien conocidos de los
demás habitantes del Unico Mundo. Tenochtitlan había sufrido con frecuencia inundaciones de agua de los
lagos circundantes, y en dos o tres ocasiones había estado a punto de ser arrasada por las aguas. Supuse
que ahora que las aguas del lago Texcoco habían disminuido tanto, ya no habría excesivo peligro de
inundaciones.
Sin embargo, la isla, que no era más que un promontorio del inestable lecho del lago, a menudo había sido
barrida por lo que nosotros l amábamos tlalolini, terremoto en español. En algunas de aquel as ocasiones
sólo unos cuantos edificios de Tenochtitlan habían cambiado ligeramente de posición, se habían inclinado o
se habían hundido, hasta cierto punto, por debajo del nivel del suelo. Pero en otras ocasiones la isla había
sido sacudida y levantada con violencia, hasta el punto de que los edificios caían tan bruscamente como las
personas en las cal es. Por eso en la época en que mi tío Mixtzin vio por primera vez Tenochtitlan, los
edificios principales tenían una base ancha y firme, y los de menor importancia estaban construidos sobre
masas imponentes que sólo se tambaleaban o cedían ligeramente para compensar el temblor y el
asentamiento de la isla.
Otra cosa de la que me enteré más tarde fue de que los españoles estaban empezando a percatarse de
que la isla era propensa a aquel o, y lo estaban averiguando por propia experiencia. La elevada iglesia
catedral de San Francisco, la mayor estructura y, por lo tanto, la más pesada que habían edificado hasta
entonces los constructores blancos -aunque ni siquiera la habían acabado-, ya se estaba hundiendo y
ladeando de manera perceptible. Los muros de piedra se estaban agrietando en algunos lugares y los
suelos de mármol se estaban combando.
-Esto es obra malévola de los demonios paganos -afirmaron los sacerdotes que habitaban el lugar-. Nunca
debimos construir esta casa de Dios en el mismo lugar en el que se encontraba el monstruoso templo de
esos bárbaros rojos, e incluso utilizamos piedras del templo antiguo en la construcción. Debemos empezar
de nuevo y edificar en otra parte.
De manera que los arquitectos de la catedral se afanaban en poner frenéticamente cuñas debajo del
edificio y contrafuertes a su alrededor, intentando por todos los medios de que se mantuviera levantada e
intacta por lo menos hasta que estuviera terminada. Y al mismo tiempo estaban dibujando los planos para
una catedral nueva, a la que dotaron con unos extensos cimientos subterráneos que el os esperaban
pudieran sostenerla, que habría de erigirse a cierta distancia de la anterior.
Yo no sabía nada de eso el día en que, con la tinaja vacía al hombro, crucé la inmensa plaza al lado de la
cual se alzaba la catedral. Puse la tinaja en el suelo junto a la enorme puerta principal a fin de parecer
menos un obrero itinerante y más un visitante estimable. Aguardé mientras varios hombres blancos con
túnicas clericales entraban y salían; me dirigí a cada uno de el os y les pregunté si yo podía entrar en el
templo. (Por entonces yo tampoco sabía nada de las reglas concernientes a entrar al í con respeto; por
ejemplo, si tenía que besar el suelo antes o después de pasar por la puerta.) Lo que en seguida se me hizo
evidente fue que ni uno solo de aquel os sacerdotes blancos, frailes o lo que quiera que fuesen, y eso que
algunos l evaban residiendo en Nueva España diez años, hablaba o entendía una sola palabra de náhuatl.
Y ninguna persona de nuestra gente que se hubiera convertido al Crixtanóyotl pasó por al í. Así que seguí
intentándolo, repitiendo las preguntas una y otra vez y pronunciando lo mejor que pude las palabras
"notario", "Alonso" y "Molina".
Finalmente uno de los hombres chasqueó los dedos al reconocer lo que yo le estaba preguntando y me
condujo a través del portón sin que ninguno de nosotros dos besase el suelo en ningún momento, aunque
él sí que hizo una especie de pequeña inclinación reverencial en cierto punto, y atravesamos el cavernoso
interior, recorrimos pasil os y corredores y subimos escaleras. Me fijé que dentro de la iglesia los
eclesiásticos se quitaban el sombrero; los l evaban muy variados, desde pequeños y redondos hasta
grandes y abultados, y cada uno de aquel os hombres tenía un círculo de cabel o afeitado en la coronil a de
la cabeza.
Mi guía se detuvo ante una puerta abierta y me hizo señal para que entrase, y en aquel a pequeña
habitación se encontraba sentado a una mesa el notario Alonso. Estaba fumando picíetl, pero no como lo
hacemos nosotros, con la hierba seca desmenuzada y enrol ada en un tubo de junco o de papel. Sostenía
entre los labios una cosa delgada, larga y rígida de arcil a blanca cuyo extremo más distante de la boca
estaba doblado hacia arriba; la había l enado de picíetl apretado, que ardía lentamente, y por el otro
extremo, más estrecho, inhalaba el humo.
El notario tenía ante sí uno de nuestros libros nativos de papel de corteza plegado y estaba copiando las
numerosas figuras de palabras de colores que al í había. Yo diría que lo estaba traduciendo, porque la copia
que estaba escribiendo en otro papel no era en figuras de palabras. Lo estaba haciendo con una pluma de
pato afilada que mojaba en un tanto de líquido negro, y luego garabateaba en su papel sólo líneas
onduladas de aquel único color, lo que ahora sé, desde luego, que es el estilo español de escribir. Terminó
una línea, levantó la vista y pareció complacido de verme, aunque titubeó un poco antes de recordar cómo
me l amaba.
-Ayyo, me alegro de volver a verte... er... cuatl...
-Tenamaxtli, cuatl Alonso.
-Cuatl Tenamaxtli, claro.
-Me dijiste que podía venir y hablar contigo de nuevo.
-Claro, no faltaría más, aunque no te esperaba tan pronto. ¿Qué puedo hacer por ti, hermano?
-Me gustaría que hicieras el favor de enseñarme a hablar y a entender español, hermano notario.
Me dirigió una larga mirada antes de preguntar: -¿Por qué?
-Tú eres el único español que habla mi lengua. Y me dijiste que el o te hace muy útil como persona que
sirve para comunicar a tu gente y a la mía. Quizá yo podría ser igualmente útil. Si ninguno de esos paisanos
tuyos puede aprender nuestro náhuatl...
-Oh, no soy el único que lo habla -me indicó-. Pero a los demás, a medida que lo hablan con fluidez, se los
destina a otras partes de la ciudad o a los confines de Nueva España.
-Entonces, ¿me enseñarás? -insistí-. O si tú no puedes hacerlo, quizá alguno de esos otros...
-Puedo y lo haré -me interrumpió-. No dispongo de tiempo para darte clases particulares, pero todos los
días doy una clase en el Colegio de San José. Es una escuela fundada sólo para educaros a vosotros, los
indios.. - para educar a tu gente. Y al í los sacerdotes maestros del colegio hablan un náhuatl cuando
menos pasable.
-Entonces estoy de suerte -dije complacido-. Da la casualidad de que me alojo en el mesón de los frailes
que hay al lado.
-Y todavía tienes más suerte, Tenamaxtli, pues justo ahora acaba de empezar una clase para principiantes.
Eso te hará más fácil el aprendizaje. Si haces el favor de estar en la puerta principal del colegio a la hora
prima...
-¿Prima? -le pregunté sin comprender.
-Oh, se me olvidaba. Bueno, no importa. Tan pronto como hayas desayunado, que será la hora de laudes,
limítate a estar en la puerta del colegio y espérame al í. Yo me ocuparé de que se te admita como es
debido, se te apunte en el colegio y se te diga cuándo y dónde serán tus clases.
-No podré agradecértelo lo bastante, cuatl Alonso.
Cogió la pluma de nuevo confiando en que me marchase,
pero al ver que yo me quedaba al í de pie, titubeando delante de la mesa, me preguntó:
-¿Querías algo más?
-Hoy he visto una cosa, hermano. ¿Puedes decirme lo que significa?
-¿Qué cosa?
-¿Puedo cogerte la pluma un momento? -Me la dio, y yo escribí con aquel líquido negro en el dorso de mi
mano (para no estropearle el papel) la figura "G"-. ¿Qué es esto, hermano?
Lo miró y me dijo:
-Ge.
-¿Ge?
-Es el nombre de una letra. La ge. Se trata de una letra mayúscula. Bueno, no hay ninguna palabra en
náhuatl para eso. Aprenderás esas cosas en las clases del colegio. La ge es una partícula del idioma
español, como la hache, la i, la jota, etcétera. ¿Dónde la has visto?
-Era la forma de la cicatriz que un hombre tenía en la cara. No sabría decir si era un corte o una
quemadura.
-Ah, sí... es la marca. -Frunció el entrecejo y desvió la mirada. Al parecer yo tenía la facultad de hacer que
cuatl Alonso se sintiera incómodo-. En ese caso es la inicial de la palabra guerra. Guerra. Significa que ese
hombre fue prisionero de guerra y por eso ahora es un esclavo.
-Varios hombres l evaban esa marca. Y vi a otros... que l evaban otras. Volví a escribir en el dorso de la
mano las figuras "HC", "JZ" y quizá otras que ahora no recuerdo.
-Más letras iniciales -me explicó-. Hache ce, eso querrá decir marqués Hernán Cortés. Y jota zeta, eso sería
Su Excelencia el obispo Juan de Zumárraga.
-¿Eso son los nombres? ¿Marcan a los hombres con sus propios nombres?
-No, no. Son los nombres de sus dueños. Cuando un esclavo no es alguien que fuera hecho prisionero
durante la conquista de hace diez años, sino que sencil amente alguien lo ha comprado y ha pagado por él,
entonces el dueño lo marca, como si fuera un cabal o, para tener derecho permanente a poderlo reclamar
como suyo en cualquier momento. Ya ves.
-Si, ya veo -le dije-. ¿Y las esclavas? ¿También las marcan a el as?
-No siempre. -Ahora parecía sentirse incómodo de nuevo-. Si es una mujer joven y linda, su dueño quizá no
quiera desfigurar su bel eza.
-Eso puedo entenderlo -comenté; y le devolví la pluma-. Gracias, cuatl Alonso. Ya me has enseñado
algunas cosas de la naturaleza española. Estoy muy impaciente por aprender la lengua.
6
Yo tenía intención de pedirle al notario Alonso otro favor: que me sugiriera algún trabajo que yo pudiera
hacer que me permitiera ganarme la vida. Pero cuando me habló del Colegio de San José, decidí al
instante no hacerle esa pregunta. Seguiría viviendo en el mesón durante tanto tiempo como me lo
permitieran los frailes. Estaba justo al lado de la escuela, y el hecho de no tener que trabajar para comer y
para pagarme el alojamiento me permitiría aprovecharme de toda clase de educación que el colegio pudiera
ofrecerme.
No viviría lujosamente, desde luego. Dos comidas al día, y no muy consistentes, eran apenas bastante para
sustentar a alguien de mi edad, vigor y apetito. Y además tendría que idear algún modo de mantenerme
limpio. En mi mochila de viaje sólo había traído dos mudas de ropa además de la que l evaba puesta; esa
ropa habría que lavarla por turnos. Y lo que era igual de importante, tendría que organizarme para lavarme
el cuerpo. Bueno, si podía encontrar a la pareja de Tépiz quizá el os me facilitasen el asunto de conseguir
agua caliente y jabón de amoli, aunque no tuvieran cabaña de vapor. Y mientras tanto yo tenía en la bolsa
una buena cantidad de granos de cacao. Por lo menos durante un tiempo podría comprar en los mercados
nativos todas aquel as cosas que me fueran indispensables, y de vez en cuando incluso algún bocado para
complementar la comida de caridad de los frailes.
-Puedes quedarte a residir aquí eternamente si lo deseas -me dijo Pochotl, el hombre flaco, a quien
encontré en el mesón cuando regresé al í, pues ambos nos habíamos puesto a la cola para la comida de la
noche-. A los frailes no les importa, lo más probable es que ni siquiera lo noten. A los hombres blancos les
gusta decir eso de que "no saben diferenciar a un asqueroso indio de otro". Yo l evo meses durmiendo aquí
y vengo a buscar comida dos veces al día desde que vendí los últimos gránulos de mi provisión de oro y
plata. Puede que no lo creas -añadió con tristeza-, pero en otro tiempo yo era admirablemente gordo.
-Y ahora, ¿a qué te dedicas durante el resto del día? -le pregunté.
-A veces, cuando me siento culpable de ser un parásito, me quedo aquí y ayudo a los frailes a limpiar las
vasijas de la cocina y la habitación donde duermen los hombres. Los dormitorios de las mujeres los limpian
unas monjas (que son frailes hembras), que vienen aquí desde lo que l aman Refugio de Santa Brígida.
Pero la mayoría de los días me limito a deambular por la ciudad recordando dónde estaban las cosas en las
épocas pasadas, o me dedico a mirar en los puestos del mercado las cosas que me gustaría comprar.
Haraganear, nada más que haraganear.
Poco a poco habíamos l egado hasta las perolas; un fraile nos había dado un bolil o a cada uno y nos
estaba l enando los cuencos otra vez con sopa de pato, cuando, igual que la tarde anterior, l egó el distante
retumbar del trueno proveniente del este.
-Ahí los tienes -me indicó Pochotí-. Otra vez están cazando patos. Esas aves son tan puntuales como las
descabel adas campanas de iglesia que marcan las divisiones del día y que nos aporrean los oídos. Pero,
ayya, no debemos quejarnos. Recibimos nuestra ración de pato.
Me dirigí al interior del edificio con el cuenco y el pan mientras pensaba que tendría que ir pronto al lado
este de la isla a la hora del crepúsculo para ver cuál era el método que los cazadores de aves españoles
empleaban para capturar los patos. Pochotl se reunió de nuevo conmigo y siguió hablándome:
-Te he confesado que soy un mendigo y un vago, pero ¿y tú, Tenamaxtli? Todavía eres joven y fuerte y me
da la impresión de que no te da miedo el trabajo. ¿Por qué piensas quedarte aquí entre nosotros, pobres
desechos?
Señalé hacia el colegio de al lado.
-Voy a asistir a clases al í, con la intención de aprender a hablar español.
-¿Y para qué demonios quieres tú hablar español? -me preguntó con cierta sorpresa-. Si ni siquiera hablas
náhuatl demasiado bien.
-No el náhuatl moderno que se habla en esta ciudad, eso es cierto. Mi tío me explicó que nosotros los de
Aztlán hablamos el idioma tal como se hablaba hace mucho tiempo. Pero todo el mundo que he conocido
aquí me entiende, y yo también a el os. Tú, por ejemplo. Además es posible que hayas notado que muchos
de nuestros colegas, los otros huéspedes, en especial aquel os que proceden de las tierras de los
chichimecas, muy lejos al norte, hablan varios dialectos diferentes de náhuatl, pero el os se entienden entre
sí sin grandes dificultades.
-¡Arrgh! ¿Y a quién le interesa lo que hablen las Personas Perros?
-Ahí estás equivocado, cuatl Pochotl. He oído a muchos mexicas l amar Personas Perros a los
chichimecas... y a los teochichimecas Personas Perros Salvajes.., y a los zacachichimecas Personas
Perros Rabiosos. Pero están equivocados. Esos nombres no derivan de chichine, palabra que significa
perro, sino de chichíltic, que significa rojo. Esas personas son de muchas naciones y tribus diferentes, pero
cuando se l aman a sí mismos colectivamente chichimecas lo único que quieren decir es que son de piel
roja, lo cual es lo mismo que decir parientes de todos nosotros, los del Unico Mundo.
-Desde luego no son semejantes a mí, gracias -dijo Pochotl con un bufido-. Son una gente ignorante, sucia
y cruel.
-Porque viven su vida en el cruel desierto de las tierras del norte.
Pochotl se encogió de hombros.
-Si tú lo dices. Pero ¿por qué deseas tú aprender el idioma de los españoles?
-Pues para poder saber cosas de los españoles. Su naturaleza, sus supersticiones cristianas. Todo.
Pochotl empleó lo que le quedaba del bolil o para rebañar la sopa, y luego dijo: