guerreros que pusieran el cadáver de Yeyac sobre uno de mis cabal os de carga; así quedó boca abajo, de

manera que la herida del vientre resultaba invisible. A continuación les ordené a los cuatro que me

acompañasen mientras yo cabalgaba, y que se pusiesen dos a cada lado de mi cabal o; de De Puntil as

cerraba la comitiva mientras avanzábamos. Cuando se hizo una pausa en los redobles de truenos, me

incliné hacia abajo desde la sil a de montar y le dije al hombre que caminaba penosamente al lado de mi

estribo izquierdo:

-Dame tu maquáhuitl. -La levantó hacia mí mansamente; y yo añadí-: Ya oíste lo que me dijo Yeyac...

acerca de todas esas muertes oportunas que de forma tan fortuita lo elevaron a él al puesto de Uey-Tecutli

de Aztlán. ¿Qué cosas de las que me contó son ciertas y cuáles no?

El hombre tosió y contemporizó:

-Tu bisabuelo, nuestro Evocador de la Historia, murió de viejo, como deben morir los hombres si no los

matan antes.

-Eso lo acepto -le dije-, pero no tiene nada que ver con el rápido y maravil oso ascenso de Yeyac hasta

alcanzar la posición de Gobernador Reverenciado. También acepto que los hombres tienen que morir, pero,

te lo advierto, algunos deben morir antes que otros. ¿Qué me dices de esas otras muertes: las de Mixtzin,

Cuicantzin y Káuritzin?

-Fue exactamente como te explicó Yeyac -respondió el hombre; pero desvió la mirada igual que había

hecho aquél-. A tu tío y a tu madre los asaltaron los bandidos...

No dijo más. Con un fuerte golpe de revés de su propia espada de obsidiana le separé la cabeza de los

hombros, y ambas partes cayeron en una zanja junto al sendero por donde corría el agua de l uvia. Cuando

se produjo el siguiente intervalo entre unos truenos y otros, le hablé al guerrero que iba al otro lado de mi

sil a, el cual me miraba con los ojos saltones a causa del miedo, como una rana a punto de que la pisen.

-Como ya he dicho antes, unos hombres tienen que morir antes que otros. Y verdaderamente me

desagrada invocar la ayuda de Tláloc, que de momento está muy atareado con esta tormenta, cuando yo

mismo puedo matar con igual facilidad. -Como si Tláloc me hubiera oído, la tormenta empezó a amainar-.

Así que, ¿qué tienes que decirme tú?

El hombre balbuceó durante unos instantes, pero por fin comenzó a hablar.

-Yeyac mintió y Quani también lo ha hecho. -Hizo un gesto para indicar los pedazos que habían quedado

atrás en la zanja-. Yéyactzin apostó vigilantes alrededor de los límites más alejados de Aztlán para que se

quedasen al í, esperando con paciencia, hasta divisar el regreso de Mixtzin, su hermana y tú de aquel viaje

a Tenochtitlan. Cuando el os dos regresaron... bueno... les habían preparado una emboscada.

-Esos emboscados -repetí-. ¿Quiénes estaban esperándolos?

-Yeyac, desde luego, y Quani, que era su favorito, el guerrero que ahora acabas de matar. Ya te has

vengado por completo, Tenamaxtzin.

-Lo dudo -dije yo-. No hay en este mundo dos hombres, ni siquiera aunque atacaran cobardemente en una

emboscada, capaces de vencer el os solos a mi tío Mixtzin.

Y de nuevo golpeé con la maquáhuití. Por separado, la cabeza de aquel hombre salió volando y el cuerpo

se desplomó entre la maleza empapada de aquel lado del sendero. Me di la vuelta otra vez y le hablé al

guerrero que iba caminando a mi izquierda.

-Todavía estoy esperando oír la verdad. Y como habrás observado, no tengo mucha paciencia.

Este, casi balbuceando de terror, me aseguró:

-Voy a decir la verdad, mi señor, beso la tierra para jurarlo. Todos somos culpables. Yeyac y nosotros cuatro

tendimos la emboscada. Fuimos nosotros, todos juntos, quienes caímos sobre tu tío y tu madre.

-¿Y qué fue de Kauri, el corregente?

-Ni él ni nadie más en Aztlán supo la suerte que corrieron Mixtzin y Cuicantzin. Engatusamos a Káuritzin

para que nos acompañase a cazar osos en las montañas. Lo hizo, y él solo, comportándose como un

verdadero hombre, hirió con la lanza y mató a un oso. Pero nosotros, a nuestra vez, matamos a Kauri, y

luego utilizamos los dientes y las garras del animal para mutilarlo y desgarrarlo. Cuando l evamos a casa el

cadáver y los restos del oso, su viuda, tu prima Améyatzin, difícilmente pudo discutir la historia que le

contamos de que la bestia era responsable de la muerte de su marido.

-¿Y luego? ¿Vosotros, viles traidores, la matasteis a el a también?

-No, no, mi señor. Está viva, beso la tierra para jurarlo. Pero ahora está recluida, ya no es regente.

-¿Por qué? Tendría que haber seguido esperando el regreso de su padre para que éste reasumiese el lugar

que le correspondía. ¿Por qué iba a abdicar de su regencia?

-¿Quién sabe, señor mío? Quizá fuera por el dolor que le causó la viudedad, por el profundo dolor que

sentía.

-¡Tonterías! -le interrumpí con brusquedad-. Ni aunque las fauces de la nada de Mictían se abrieran ante

el a, Améyatzin nunca habría eludido su deber. ¿Cómo la obligasteis a hacerlo? ¿Torturándola?

¿Violándola? ¿O qué?

-Sólo Yeyac podría responderte a eso. Fue él solo quien la convenció. Y tú no lo has dejado en condiciones

de que te pueda contestar. Una cosa, sin embargo, si puedo decirte. -Con suma altivez y con un gesto de

fastidio, añadió-: Mi señor Yéyactzin nunca se habría mancil ado violando ni jugueteando de ningún otro

modo con el cuerpo de una simple hembra.

Aquel comentario me enfureció más que todas las mentiras de sus camaradas, y mi tercer golpe con la

espada de obsidiana le hizo una hendidura desde el hombro hasta el vientre.

A mi otro lado, el único superviviente se había alejado prudentemente y con sigilo del alcance de mi arma,

pero, también prudentemente, miraba al cielo que, aunque había dejado de derramar agua, seguía

amenazadoramente oscuro.

-Haces bien en no echar a correr -le dije-. Los tenedores de Tláloc son mucho más largos que mi brazo.

Pero puedes estar tranquilo. A ti voy a reservarte, por lo menos durante algún tiempo. Y por un motivo.

-¿Motivo? -graznó él-. ¿Qué motivo, mi señor?

-Deseo que me cuentes todo lo que ha ocurrido en Aztlán en los años transcurridos desde que me marché.

-¡Ayyo, hasta el menor detal e, mi señor! -aceptó con ansiedad-. Beso la tierra para jurarlo. ¿Cómo quieres

que empiece?

-Ya sé que Yeyac hizo amistad y se confabuló con los hombres blancos. Así que dime primero: ¿hay

españoles en nuestra ciudad o en sus dominios exteriores?

-Ninguno, mi señor, en ningún lugar de las tierras de Aztlán. Yeyac y nosotros, su guardia personal, hemos

visitado con frecuencia Compostela, eso es cierto, pero ningún hombre blanco ha venido más al norte de

al í. El gobernador español le juró a Yeyac que podría continuar gobernando Aztlán sin discusión, aunque

con una condición: que Yeyac impidiera el paso de cualquier intruso nativo que fuera a hacer incursiones en

las tierras del gobernador.

-En otras palabras -resumí-, Yeyac estaba dispuesto a luchar contra su propio pueblo del Unico Mundo en

nombre de los hombres blancos. ¿Llegó a ocurrir eso alguna vez?

-Sí -respondió el guerrero mientras intentaba poner cara compungida-. En dos o tres ocasiones Yeyac se

puso al frente de tropas cuya lealtad personal hacia él era firme, y el os... bueno... desanimaron a algunas

pequeñas bandas de descontentos que marchaban hacia el sur para crear problemas a los españoles.

-Cuando dices tropas leales, parece que no todos los guerreros y habitantes de Aztlán se hayan alegrado

demasiado de tener a Yeyac como Uey-Tecutli.

-Así es. La mayoría de los aztecas, y también los mexicas, preferían con mucho que los gobernasen

Améyatzin y su consorte. Quedaron consternados cuando la señora Améyatl fue depuesta de la regencia.

Desde luego, les habría gustado aún más que regresara Mixtzin. Y siguen esperando su regreso, aun

después de todos estos años.

-¿Tiene conocimiento el pueblo del traicionero pacto de Yeyac con el gobernador español?

-Muy pocos lo saben, ni siquiera los ancianos del Consejo de Portavoces. Sólo estamos enterados de el o

los de la guardia personal de Yeyac y esas tropas leales de las que te he hablado, y su consejero más

íntimo y en quien más confía, cierta persona recién l egada a estas tierras. Pero la gente ha aceptado ya el

gobierno de Yeyac, aunque sólo a regañadientes, porque afirmó que él, y sólo él, estaba en situación de

impedir una invasión de los hombres blancos. Eso lo ha hecho. Ningún residente de Aztlán ha visto todavía

a un hombre blanco. Y tampoco un cabal o -añadió el hombre echando una ojeada fugaz al mío.

-Lo que significa -dije pensativo- que el hecho de que Yeyac mantenga a los españoles libres de molestias

les da a el os tiempo para incrementar sus fuerzas y su armamento sin que nadie se lo impida hasta que

estén bien preparados para venir. Y lo harán. Pero espera; has hablado de cierta persona que aconseja a

Yeyac. ¿De quién se trata?

-¿Dije una persona, señor mío? Pues tendría que haber dicho una mujer.

-¿Una mujer? Tu difunto compañero acaba de dejar claro que a Yeyac no le sirven las mujeres en ningún

sentido, ni siquiera como víctimas.

-Y ésta tampoco tiene ninguna utilidad para los hombres, supongo, aunque un hombre al que le gusten las

mujeres a lo mejor la encontrará muy linda y atractiva. Pero es verdaderamente sagaz en las artes de

gobernar, de la estrategia y de la conveniencia. Por eso Yeyac estaba dispuesto a escuchar cualquier

consejo que viniese de el a. Fue a instancias de el a por lo que en principio mandó una embajada al

gobernador español. Cuando tuvimos noticia de que te aproximabas, me atrevo a decir que el a habría

venido gustosa con nosotros a interceptarte, pero se encarga de mantener a tu prima Améyatl en aislado

encierro.

-Déjame aventurar una conjetura -le dije sombríamente-. El nombre de esa mujer inteligente es Gónda Ke.

-Lo es -respondió el hombre, muy sorprendido-. ¿Tú has oído hablar de el a, mi señor? ¿Acaso esa señora

tiene, debido a su sagacidad, la misma reputación en el extranjero que tiene aquí en Aztlán?

-Sólo diré que tiene reputación -gruñí.

La tormenta había despejado y la mayoría de las nubes habían desaparecido, así que Tonatiuh, que se iba

poniendo serenamente por el oeste, iluminó el día y reconocí el lugar donde nos encontrábamos. Las

primeras casas diseminadas y los campos labrados de los alrededores de Aztlán pronto aparecerían a la

vista. Le hice señas a Pakápeti para que pusiera su cabal o junto al mío.

-Antes de oscurecer, querida, estarás en el último bastión que queda de lo que en otro tiempo fue el

dominio azteca. Una Tenochtitlan menor, pero aun así orgul osa y floreciente. Espero que la encuentres de

tu agrado.

El a, curiosamente, no dijo nada; se limitó a adoptar una expresión que ponía en evidencia que aquel o no

la emocionaba lo más mínimo.

-¿Por qué estás tan alicaída, querida de De Puntil as? -le pregunté.

En tono irritado, respondió:

-Habrías podido dejar que por lo menos a uno de esos tres hombres lo matara yo.

Dejé escapar un suspiro. Por lo visto, Pakápeti se estaba volviendo una mujer tan poco femenina como

aquel a terrible Gónda Ke. Me volví de nuevo hacia el guerrero que caminaba junto a mi estribo derecho y le

pregunté:

-¿Cómo te l amas, hombre?

-Me l aman Nocheztli, mi señor.

-Muy bien, Nocheztli. Quiero que camines delante de esta comitiva cuando entremos en la ciudad. Espero

que el populacho salga a las puertas para vernos pasar. Tienes que anunciar una y otra vez, en voz bien

alta, que Yeyac, que se lo tenía bien merecido, ha caído muerto por los dioses, que por fin se habían

cansado de sus perfidias; y que yo, Tenamaxtzin, el legítimo sucesor, l ego para establecer mi residencia en

el palacio de la ciudad como el nuevo Uey-Tecutli de Aztlán.

-Así lo haré, Tenamaxtzin. Tengo una voz que puede vociferar casi tanto como la de Tláloc.

-Otra cosa, Nocheztli. En cuanto yo l egue al palacio voy a despojarme de este atuendo extranjero y a

ponerme las galas e insignias reales que me corresponden. Y mientras hago eso quiero que congregues a

todo el ejército de Aztlán en la plaza central de la ciudad.

-Mi señor, yo sólo tengo el rango de tequíua. No dispongo de suficiente autoridad para ordenar...

-Aquí y ahora yo te invisto de esa autoridad. En cualquier caso, lo más probable es que tus compañeros se

congreguen movidos por la curiosidad. Quiero en la plaza a todos los guerreros aztecas y mexicas, no sólo

a aquel os que son profesionales de las armas, sino también a todo hombre sano de cualquier otra

profesión u oficio que haya sido entrenado para combatir y esté sujeto a reclutamiento en tiempo de guerra.

Encárgate de el o, Nocheztli!

-Er... discúlpame, Tenamaxtzin, pero algunos de esos guerreros que le fueron leales últimamente a Yeyac

quizá huyan a las montañas al saber de la muerte de su amo.

-Les daremos caza cuando tengamos tiempo. Pero asegúrate de no desaparecer tú, Nocheztli, o serás el

primero a quien daremos caza, y el modo como acabaremos contigo se convertirá en leyenda para el

futuro. He aprendido algunas cosas de los españoles que horrorizarían incluso a los más malvados dioses

del castigo. Beso la tierra para jurarlo.

Aquel hombre tragó saliva tan fuerte que incluso se oyó y luego dijo:

-Estoy y estaré a tus órdenes, Tenamaxtzin.

-Muy bien. Sigue así y quizá aún vivas lo bastante como para morir de viejo. Una vez que el ejército esté

reunido, te pondrás entre los hombres y me irás señalando a todos y cada uno, desde el de más alto rango

hasta el más bajo, de los que se unieron a Yeyac en su servilismo hacia los españoles. más tarde haremos

lo mismo con el resto de la ciudadanía de Aztlán. Me señalarás a todo hombre y mujer, anciano respetado,

sacerdote o ínfimo esclavo que haya colaborado alguna vez en lo más mínimo con Yeyac o se haya

beneficiado de su protección.

-Discúlpame de nuevo, mi señor, pero la principal de todos esos sería esa mujer, Gónda Ke, que ahora

mismo reside en el palacio que tú piensas ocupar. Se encarga de vigilar la cámara asignada a la cautiva

señora Améyatl.

-Sé muy bien cómo tratar a esa criatura -le comuniqué-. Tú encuéntrame a los demás. Pero ahora.., ahí

tenemos las primeras cabañas de las afueras de Aztlán y a la gente que sale para vernos. Adelántate,

Nocheztli, y haz lo que te he ordenado.

Con cierta sorpresa por mi parte, pues aquel hombre era un cuilontli y por consiguiente había que suponer

que tenía un carácter afeminado, comprobé que Nocheztli era capaz de bramar tan fuerte como ese animal

macho que los españoles l aman toro. Y bramó lo que yo le había dicho que dijera y lo repitió una y otra

vez, y la gente que miraba abría mucho los ojos y se quedaba boquiabierta. Muchos de el os se unieron a

nuestra comitiva poniéndose detrás de nosotros, de modo que, al caer la noche, cuando l egamos a las

cal es pavimentadas de la ciudad propiamente dicha, Nocheztli, Pakápeti y yo íbamos a la cabeza de una

procesión considerable, y l evábamos detrás a una verdadera multitud cuando cruzamos la plaza central

iluminada por antorchas en dirección al palacio, que se hal aba cercado por un muro.

A cada lado del amplio portal abierto en el muro había un guerrero montando guardia; iban vestidos con

armadura acolchada completa y el casco de pieles con colmil os de la Orden de los Cabal eros del Jaguar,

cada hombre armado con espada maquáhuitl, cuchil o al cinto y larga lanza. Según la costumbre deberían

haber cruzado aquel as lanzas para impedirnos la entrada hasta que hubiéramos hecho saber el asunto que

nos l evaba al í. Pero los dos hombres se limitaron a mirarnos boquiabiertos al ver a unos extranjeros

ataviados de manera curiosa, que l evaban extraños animales, y las hordas de gente que l enaban la plaza.

Era comprensible que no supieran qué hacer en aquel as circunstancias.

Me incliné sobre el cuel o de mi cabal o para preguntarle a Nocheztli:

-Estos dos, ¿eran hombres de Yeyac?

-Si, mi señor.

-Mátalos.

Los dos cabal eros permanecieron de pie sin ofrecer resistencia en una actitud valiente mientras Nocheztli

blandía su propia espada de obsidiana y, golpeando primero a izquierda y luego a derecha, los talaba como

si de maleza fastidiosamente obstructiva se tratase. La multitud detrás de nosotros emitió al unísono un

grito ahogado y retrocedió un paso o dos.

Y ahora, Nocheztli -le dije-, l ama a unos cuantos hombres fuertes de entre este gentío y deshaceos de esta

carroña. -Señalé a los centinelas abatidos y al cuerpo de Yeyac, que seguía colgado como un fardo de uno

de los cabal os de carga-. A continuación ordena a la multitud que se disperse, bajo pena de que me

enfade. Luego haz lo que te ordene: reúne al ejército en esta misma plaza y diles que aguarden mi

inspección; volveré en cuanto me hal e vestido formalmente de oro, piedras preciosas y plumaje, como

corresponde a su comandante en jefe.

Cuando se hubieron l evado los cadáveres le hice señas a Pakápeti para que me siguiera y, sin desmontar y

l evando detrás los otros dos cabal os, entramos cabalgando arrogantemente, como conquistadores, en el

patio del espléndido palacio del Gobernador Reverenciado de Aztlán, de al í en adelante el palacio del Uey-

Tecutli Téotl-Tenamaxtzin. Yo.

18

Bajo antorchas sujetas a la cara interior del muro del patio, varios esclavos seguían trabajando a aquel a

hora tan tardía; cuidaban las muchas matas de flores dispuestas por todas partes en enormes urnas de

piedra. Cuando Pakápeti y yo desmontamos les dimos las riendas de nuestros cuatro cabal os a un par de

aquel os hombres. Con los ojos a punto de salírseles de las órbitas, los esclavos aceptaron las riendas con

cautela y temor y las sostuvieron con los brazos muy separados del cuerpo.

-No temáis nada -les dije a aquel os hombres-. Estos animales son muy mansos. Tan sólo traedles mucha

agua y maíz, y luego quedaos con el os hasta que yo os dé más instrucciones acerca de cómo cuidarlos.

De Puntil as y yo nos dirigimos a la puerta principal del edificio del palacio, pero se abrió antes de que

l egásemos. Aquel a mujer yaqui l amada Gónda Ke la abrió de par en par y nos hizo señas para que

entrásemos con tanto descaro como si fuera la dueña o la anfitriona oficial del palacio y estuviese dando la

bienvenida a unos huéspedes que hubieran acudido invitados por el a. Ya no vestía aquel as prendas

toscas apropiadas para la vida en el exterior y para la vida errante, sino que iba espléndidamente ataviada.

También l evaba profusión de cosméticos en el rostro, posiblemente para ocultar las pecas que le afeaban

el cutis. De todos modos resultaba bastante atractiva de contemplar. Incluso el cuilontli Nocheztli, que no

era precisamente un admirador del sexo femenino, se había referido con toda razón a aquel espécimen del

mismo como "linda y atractiva". Pero yo me fijé en que seguía teniendo ojos y sonrisa de lagarto. Y además

continuaba refiriéndose a si misma siempre por su nombre o como "el a", como si hablase de alguna

entidad completamente distinta.

-Volvemos a encontrarnos, Tenamaxtli -me saludó con alegría-. Desde luego Gónda Ke ya sabía que venías

y estaba segura de que destruirías al usurpador Yeyac por el camino. Ah, y la querida Pakápeti! Qué

preciosa estarás cuando te crezca un poco más el pelo! Gónda Ke se alegra muchísimo de veros a los dos

y está realmente ansiosa de...

-¡Cal a! -la interrumpí l eno de enojo-. Condúceme hasta Améyatl.

La mujer se encogió de hombros y me guió, mientras de De Puntil as nos seguía, hasta los aposentos

superiores del palacio; pero no eran los que Améyatl había ocupado en otra época. Gónda Ke levantó la

pesada tranca de una puerta muy sólida y dejó a la vista una habitación no mucho mayor que una cabaña

de vapor, sin ventanas, maloliente por haber estado cerrada mucho tiempo y sin ni siquiera una lámpara de

aceite de pescado para aliviar la oscuridad. Alargué la mano, le quité la tranca a la mujer no fuera a ser que

me encerrase al í a mí también y le dije:

-Tráeme una antorcha. Luego l eva a de De Puntil as a un aposento decente donde pueda asearse y

vestirse como es debido con ropas femeninas. A continuación vuelve aquí inmediatamente, mujer reptil,

para que yo no te pierda de vista.

Manteniendo la antorcha en alto y a punto de vomitar a causa del hedor que en el a había, entré en aquel a

reducida habitación. El único mobiliario que contenía era un orinal axixcali cuyo contenido apestaba. Algo se

movió en un rincón; Améyatl se levantó del suelo de piedra, aunque yo apenas pude reconocerla. Estaba

vestida con unos harapos asquerosos y tenía el cuerpo escuálido, el cabel o enmarañado, el rostro

ceniciento, las mejil as hundidas y círculos oscuros alrededor de los ojos. Y aquél a era la mujer que había

sido la más bel a de todo Aztlán. Pero seguía teniendo la voz noblemente firme, en absoluto débil, cuando

dijo:

-Doy gracias a todos los dioses de que hayas venido, primo. Durante estos meses he rezado...

-Cal a, prima -la interrumpí-. Conserva las pocas energías que aún te quedan. Ya hablaremos más tarde.

Deja que te l eve a tus aposentos y me ocupe de que te atiendan, te bañen, te alimenten y tengas reposo.

Hemos de hablar de muchas cosas, pero ya encontraremos tiempo para hacerlo.

En sus aposentos la estaban esperando varias criadas, a algunas de las cuales yo recordaba de los viejos

tiempos; todas se retorcían las manos con nerviosismo y evitaban mirarme a los ojos. Las eché de al í sin

contemplaciones y Améyatl y yo nos quedamos esperando hasta que regresaron Gónda Ke y de De

Puntil as, a la que habían ataviado tan ricamente como a una princesa. Sin duda era la idea que tenía

aquel a mujer yaqui de una broma irónica.

-El vestuario nuevo de Gónda Ke le venia bien a Pakápeti menos las sandalias -comentó-. Hemos tenido

que buscar un par lo bastante pequeño para el a. -Continuó hablando, ahora en un tono desenfadado-. Al

haber ido a pie y a menudo descalza durante tanto tiempo en su vida anterior, Gónda Ke ahora insiste

muchísimo en ir calzada con lujo. Y está agradecida por haber tenido como benefactor a Yeyac, por muy

odioso que lo encontrase en otros aspectos, porque podía complacer la afición de Gónda Ke por el calzado.

Tiene armarios enteros l enos de calzado. Puede ponerse un par de sandalias diferente cada...

-Déjate de parloteos estúpidos -le ordené; y luego le presenté a Améyatl a de De Puntil as-. Esta señora a la

que tanto se ha ultrajado es mi querida prima. Puesto que no confío en nadie en este palacio, Pakápeti, te

pediré que la atiendas tú, y que lo hagas con ternura. El a te mostrar dónde encontrar la habitación de

vapor, su ropero y lo que haga falta. Tráele comida nutritiva y buen chocólatl de las cocinas de la planta

baja. Luego ayúdala a acostarse y cúbrela con muchas colchas suaves. Y cuando Améyatl duerma reúnete

conmigo abajo.

-Es un honor para mí -dijo de De Puntil as- poder servir a la señora Améyatl.

Mi prima se estiró para besarme en la mejil a, pero lo hizo brevemente y con ligereza para que el olor que

su cuerpo y su aliento habían adquirido durante el cautiverio no me resultase repelente, y después se

marchó con de De Puntil as. Me di de nuevo la vuelta hacia Gónda

-Ya he matado a dos guardias del palacio. Supongo que los demás empleados actuales sirvieron del mismo

modo a Yeyac sin poner reparos durante su falso reinado.

-Cierto. Aunque hubo algunos que desdeñosamente se negaron a hacerlo, pero se marcharon hace mucho

para buscar empleo en otra parte.

-Entonces te encargo a ti que hagas que se busque a esos sirvientes leales y se los vuelva a traer aquí. Y

te encargo también que te deshagas del séquito actual, de todos aquel os que forman parte de él. No voy a

tomarme la molestia de matar a tantos criados. Estoy seguro de que tú, siendo como eres una verdadera

serpiente, debes de conocer algún veneno capaz de envenenarlos a todos de manera expeditiva.

-Pues claro -contestó con tanta tranquilidad como si le hubiera pedido un jarabe analgésico.

-Muy bien. Espera a que a Améyatl la hayan alimentado bien; sin duda será la primera comida decente que

haga desde que comenzó su cautiverio. Luego, cuando los criados se reúnan para tomar la comida de la

noche, encárgate de que su atoli tenga una buena dosis de ese veneno tuyo. Cuando estén muertos,

Pakápeti se encargará de las cocinas hasta que podamos encontrar criados y esclavos que sean de fiar.

-Como tú ordenes. Y dime, ¿prefieres que esos criados mueran con mucho sufrimiento o con paz? ¿De

forma rápida o lenta?

-No me importa ni un pútrido pochéoa cómo mueran. Sólo encárgate de que sea así.

-Entonces Gónda Ke elige hacerlo de forma misericordiosa, porque la bondad es algo natural en el a. Les

envenenará la comida con una dosis de esa hierba tíapatl que hace que las víctimas mueran sumidas en la

locura. En su delirio verán colores maravil osos y gloriosas alucinaciones, pero luego ya no podrán ver

nada. Y ahora, Tenamaxtli, aclárale una cosa a Gónda Ke: ¿el a también ha de compartir esa comida final y

fatal?

-No. De momento todavía me resultas útil, a menos que Améyatl diga lo contrario cuando recobre las

fuerzas. Quizá me exija que me deshaga de ti de alguna manera que resulte retorcida, imaginativa y nada

bondadosa.

-No eches la culpa a Gónda Ke de los malos tratos que ha recibido tu prima -me advirtió la mujer mientras

me seguía hasta los aposentos reales que antes habían sido primero de Mixtzin y después de Yeyac-. Fue

su propio hermano quien decretó que a esa mujer se la confinase de una manera tan inhumana. A Gónda

Ke se le ordenó exclusivamente que mantuviera la puerta bien atrancada. Y ni siquiera Gónda Ke podía

contradecir a Yeyac.

-¡Mientes, mujer! Mientes más a menudo y con más facilidad con que cambias tu preciado calzado. -A uno

de los criados que revoloteaban por al í le di órdenes de que pusiera carbones calientes y cubos de agua

en la habitación de vapor real, y que lo hiciera al instante. Mientras empezaba a despojarme del atuendo

español, continué diciéndole a la mujer yaqui-: Con tus venenos y tus magias, ayya, incluso con tu mirada

de reptil, hubieras podido matar a Yeyac en cualquier momento. Sé que ejerciste tu maligno encanto para

ayudarle en su alianza con los españoles.

-Una mera travesura, querido Tenamaxtli -dijo el a con aire satisfecho-. La malicia habitual de Gónda Ke.

Con deleite le gusta enfrentar a los hombres unos contra otros, simplemente para matar el tiempo hasta

que tú y el a estuvierais juntos de nuevo y pudierais comenzar a saquear y alborotar.

-¡Juntos! -bufé-. Preferiría que me uncieran a la terrible diosa del infierno Mictlanciuatl.

-Ahora eres tú quien está diciendo una mentira. Mírate. -Yo ya estaba desnudo, esperando con impaciencia

a que el criado viniera a decirme que la habitación de vapor estaba dispuesta-. Te sientes complacido de

estar de nuevo con Gónda Ke. Le estás enseñando tu cuerpo desnudo lasciva y seductoramente; y es un

cuerpo soberbio, además. La estás tentando de manera deliberada.

-De manera deliberada la estoy ignorando, pues considero que esa mujer no tiene ninguna importancia. Lo

que quiera que veas y pienses no me concierne más que si fueras una esclava o una carcoma del panel de

la pared.

El rostro se le oscureció tanto al oír aquel insulto que los ojos fríos le bril aron como astil as de hielo. El

criado regresó y yo le seguí a la habitación de vapor mientras le ordenaba a la mujer yaqui:

-Quédate aquí.

Después de un prolongado, concienzudo y voluptuoso baño de vapor y de sudar, frotar y secarme con

toal as, regresé, aún desnudo, a la habitación, en la que a Gónda Ke se le había unido el guerrero

Nocheztli. Estaban de pie, un poco apartados entre sí, mirándose el uno al otro, él con recelo, el a con

desprecio. Antes de que Nocheztli pudiera hablar lo hizo la mujer, y con malicia.

-Vaya, Tenamaxtli, así que por eso era por lo que no te importaba que Gónda Ke te viera desnudo. Ya sé

que Nocheztli era uno de los cuilontin favoritos del difunto Yeyac, y me dice que de ahora en adelante va a

ser tu mano derecha. Ayya, de manera que mantienes a la dulce de De Puntil as en tu compañía

simplemente como un disfraz. Gónda Ke nunca lo hubiera sospechado de ti.

-No le hagas caso a esa carcoma -le dije a Nocheztli-. ¿Tienes algo de que informarme?

-El ejército reunido aguarda tu inspección, mi señor. Llevan ya esperando bastante rato.

-Pues que sigan esperando -repuse mientras empezaba a revolver en el guardarropa del Uey-Tecutli, que

consistía en capas de ceremonia, tocados y otras insignias-. Es lo que se espera de un ejército, y lo que un

ejército espera: largos tedios y aburrimientos tan sólo avivados de vez en cuando con matanzas y muertes.

Ve y asegúrate de que continúan esperando.

Mientras me vestía, pidiéndole de vez en cuando a la malhumorada Gónda Ke que me ayudase a sujetarme

algún adorno enjoyado o a ahuecarme un penacho de plumas, le dije a ésta:

-Es posible que tenga que desechar a la mitad de ese ejército. Cuando tú y yo nos separamos en el Lago

de los Juncos dijiste que viajarías en apoyo de mi causa. Y en cambio has venido aquí, a Aztlán, igual que

hizo esa perra antepasada tuya que l evaba tu mismo nombre haces y haces de años atrás. Y has hecho

exactamente lo mismo que hizo el a: fomentar la disensión entre el pueblo, enemistar a guerreros que son

camaradas, volver a hermano contra...

-Un momento, Tenamaxtli -me interrumpió-. Gónda Ke no es culpable de todos los males que se han

cometido en estos parajes durante tu ausencia. Debe de hacer años que tu madre y tu tío volvieron de la

Ciudad de México y Yeyac les tendió la emboscada, crimen que aún desconoce la mayor parte de la

población de Aztlán. Cuánto tiempo esperó para liquidar al corregente Kauri, Gónda Ke no lo sabe, ni

cuánto tiempo más transcurrió antes de que apartase tan cruelmente a su propia hermana y reclamase para

si el manto de Gobernador Reverenciado. Gónda Ke sólo sabe que esas cosas ocurrieron antes de que el a

l egase aquí.

-Momento en el cual tú incitaste a Yeyac para que colaborase con los españoles de Compostela. Con los

hombres blancos que he jurado exterminar. Y tú, a la ligera, le quitas importancia a tu intromisión

calificándola de "mera travesura".

-Ayyo, y muy entretenida, desde luego. Gónda Ke disfruta entrometiéndose en los asuntos de los hombres.

Pero piensa un poco, Tenamaxtli; en realidad el a te ha hecho un valioso favor. En cuanto a tu nuevo

cuilontli...

-¡Maldita seas, mujer, vete al Mictían más bajo! Yo no me trato en la intimidad con ningún cuilontli... Sólo

libré a Nocheztli de la espada para que pudiera revelar quiénes son los demás conspiradores seguidores y

compañeros de Yeyac.

-Y cuando lo haga, tú los eliminarás como a malas hierbas, tanto a guerreros como a civiles: a los traidores,

a los que no son de fiar, a los débiles, a los locos.., a todos los que preferirían obedecer a un amo español

antes que arriesgarse a verter su propia sangre. Te quedará un ejército más reducido pero mejor, y un

populacho entregado de corazón a apoyar tu causa, la causa por la que ese ejército luchará a muerte.

-Sí -tuve que admitir-, ese aspecto es de agradecer.

-Y todo porque Gónda Ke vino a Aztlán a hacer travesuras.

-Hubiera preferido dirigir yo solo esas estratagemas e intrigas -le indiqué secamente-. Porque como tú muy

bien dices, cuando yo haya quitado todas las malas hierbas de Aztlán... ayya!, tú serás la única persona que

quedará de quien yo nunca me atreveré a fiarme.

-Créeme o no, como quieras. Pero Gónda Ke es tu amiga, tanto como pueda serlo de cualquier varón.

-Que todos los dioses me asistan -mascul é- si alguna vez te conviertes en mi amiga.

-Venga, dale a Gónda Ke alguna tarea de confianza. Verás si la cumple a tu satisfacción.

-Ya te he asignado dos: deshazte de los criados que ahora sirven en este palacio y busca y l ama a los

leales que se marcharon. Y aquí tienes otra: envía mensajeros veloces a los hogares de todos los

miembros del Consejo de Portavoces, a Aztlán, a Tépiz, a Yakóreke y a los demás, y ordénales que se

presenten aquí, en la sala del trono, mañana a mediodía.

-Así se hará.

-Y ahora, mientras yo aviento a ese ejército que se encuentra ahí afuera, tú quédate aquí dentro, donde no

te vean. Habrá muchos hombres en esa plaza que se preguntarán por qué no te he matado a ti antes que a

nadie.

Abajo, Pakápeti estaba esperando para informarme de que Améyatl ya estaba limpia, fresca y perfumada,

de que había comido con fruición y de que por fin se encontraba durmiendo el sueño de los que están

extenuados desde hace mucho tiempo.

-Gracias, de De Puntil as -le dije-. Ahora me gustaría que estuvieras a mi lado mientras paso revista a todos

esos guerreros que están ahí afuera. Se supone que Nocheztli me ha de señalar a aquel os de los que

tendría que deshacerme. Pero no sé hasta qué punto puedo fiarme de él. Es posible que aproveche la

oportunidad para ajustar algunas viejas cuentas suyas: superiores que le denegaron el ascenso o antiguos

amantes cuilontin que lo abandonaron. Antes de que me pronuncie en cada caso, quizá te pida tu opinión

como mujer más blanda de corazón.

Cruzamos el patio, donde los esclavos seguían ocupándose de los cabal os, aunque no daba la impresión

de que se encontrasen demasiado cómodos en dicha tarea, y nos detuvimos en el portal que había abierto

en el muro, donde nos esperaba Nocheztli. A partir de unos tres metros del muro, el resto de la plaza estaba

abarrotada de hileras y filas de guerreros, todos con atuendo de combate pero desarmados, y un hombre

de cada cinco sostenía una antorcha para que yo pudiera verles las caras individualmente. De vez en

cuando había uno que mantenía en alto el estandarte de alguna compañía particular de cabal eros, o el

banderín de una tropa menor a la que guiaba un cu chic, una "águila vieja". Creo que el ejército de la ciudad

que tenía ante mí sumaría en total unos mil hombres.

-¡Guerreros... firmes! -rugió Nocheztli como si se hubiera pasado toda la vida mandando tropas. Los pocos

hombres que estaban relajados o distraídos se pusieron rígidos al instante. Nocheztli volvió a vociferar-: -

Escuchad las palabras de vuestro Uey-Tecutli Tena maxtzin!

Ya fuera por obediencia o por aprensión, la multitud de hombres estaba tan silenciosa que no tuve que

levantar la voz.

-Se os ha convocado a asamblea siguiendo órdenes mías. Por orden mía también, el tequíua Nocheztli,

aquí presente, recorrerá vuestras filas y tocará el hombro de algunos hombres. Esos hombres saldrán de

las filas y se pondrán de pie ante este muro. No habrá pérdida de tiempo, ni protesta, ni preguntas. Ningún

sonido hasta que yo vuelva a hablar.

El proceso de selección de Nocheztli duró tanto que no creo necesario relatarlo paso a paso. Pero cuando

hubo terminado con la última línea de guerreros, la que se encontraba más lejos, conté ciento treinta y ocho

hombres de pie contra la pared, unos con aspecto desgraciado, otros avergonzados y el resto desafiantes.

Iban desde simples reclutas yaoquizquin sin rango alguno, pasaban por todas las categorías de íyactin y

tequiuatin y l egaban hasta los suboficiales cuáchictin. Yo mismo me avergoncé al ver que todos los

acusados sinvergüenzas eran aztecas. Entre el os no había ni uno solo de los viejos guerreros mexicas que

tanto tiempo atrás vinieran de Tenochtitlan para entrenar a este ejército, y tampoco había ningún mexica

más joven que hubiera podido ser hijo de aquel os orgul osos hombres.

El oficial de más alto rango entre los que se encontraban contra la pared era un cabal ero aztécatl, pero

sólo era de la Orden de la Flecha. Las órdenes del Jaguar y del Águila conferían el título de cabal eros a

verdaderos héroes, a guerreros que se habían distinguido en muchas batal as y habían matado a cabal eros

enemigos. A los cabal eros de la Flecha se los honraba meramente porque habían adquirido gran destreza

en el manejo del arco y las flechas, con independencia de que hubieran abatido a muchos enemigos con

esas armas.

-Todos vosotros sabéis por qué estáis ahí de pie -les dije a los hombres situados junto a la pared con voz lo

suficientemente alta como para que lo oyeran el resto de las tropas-. Se os acusa de haber respaldado al

ilegítimo Gobernador Reverenciado Yeyac, aunque todos vosotros sabíais que él se había apoderado de

ese título asesinando a su propio padre y a su hermano político. Seguisteis a Yeyac cuando estableció una

alianza con los hombres blancos, los conquistadores y opresores de nuestro Unico Mundo. Medrando con

esos españoles, luchasteis al lado de Yeyac contra hombres valientes de vuestra propia raza para

impedirles que opusieran resistencia a los opresores. ¿Alguno de vosotros niega esas acusaciones?

Hay que decir en su favor que ninguno lo negó. Y eso también decía mucho en favor de Nocheztli; era obvio

que había actuado con honradez al señalar a los colaboradores de Yeyac. Formulé otra pregunta:

-¿Alguno de vosotros quiere alegar alguna circunstancia que pudiera atenuar vuestra culpa?

Cinco o seis de el os se adelantaron, en efecto, al oír aquel o, pero sólo pudieron decir una cosa a este

respecto.

-Cuando presté el juramento en el ejército, mi señor, juré obedecer siempre las órdenes de mis superiores,

y eso es exactamente lo que hice.

-Le hicisteis un juramento al ejército -dije-, no a ningún individuo que sabíais que obraba en contra de los

intereses del ejército. Ahí tenéis a otros novecientos guerreros, camaradas vuestros, que no se dejaron

tentar por la traición. -Me di la vuelta hacia de De Puntil as y le pregunté en voz baja-: ¿Siente compasión tu

corazón por alguno de estos desgraciados ilusos?

-No, por ninguno -contestó el a con firmeza-. En Michoacán, cuando los purepechas tenían el gobierno, a

esos hombres se los hubiera sujetado a estacas clavadas en el suelo y se los habría dejado al í hasta que

se encontrasen tan débiles que los buitres carroñeros ni siquiera tuvieran que esperar a que muriesen para

empezar a comérselos. Te sugiero que tú les hagas lo mismo a todos éstos, Tenamaxtli.

Por Huitzli, pensé, Pakápeti se ha vuelto tan sedienta de sangre como Gónda Ke. Volví a hablar en voz alta

para que me oyeran todos, aunque me dirigí a los hombres acusados.

-He conocido a dos mujeres que fueron guerreros más viriles que cualquiera de vosotros. Aquí, a mi lado,

está una de el as, que merecería el título de cabal ero si no fuera hembra. La otra mujer valiente murió en la

empresa de destruir una fortaleza entera l ena de soldados españoles. Vosotros, por el contrario, sois una

deshonra para vuestros camaradas, para vuestras banderas de combate, para vuestro juramento, para

nosotros los aztecas y para todos los demás pueblos del Unico Mundo. Yo os condeno a todos vosotros, sin

excepción, a la muerte. Sin embargo, por misericordia, dejaré que cada uno de vosotros decida el modo en

que quiere morir. -De Puntil as murmuró indignada unas palabras de protesta-. Podéis elegir entre tres

modos de poner fin a vuestras vidas. Uno sería vuestro sacrificio mañana en el altar de la diosa patrona de

Aztlán, Coyolxauqui. Pero puesto que no iréis por vuestra propia voluntad, esa ejecución pública

avergonzará á vuestra familia y descendientes hasta el fin de los tiempos. Vuestras casas, propiedades y

posesiones serán confiscadas, dejando a esas familias sumidas en la indigencia además de l enas de

vergüenza. -Hice una pausa para que pudieran considerarlo-. También aceptaré vuestra palabra de honor,

el poco honor que puede que aún os quede, de que cada uno de vosotros se irá de aquí a su casa, pondrá

la punta de una jabalina contra el pecho y se apoyará en el a, muriendo así a manos de un guerrero,

aunque sea por vuestra propia mano. -La mayoría de los hombres asintieron al oír aquel o, aunque

sombríamente, pero unos cuantos esperaron aún hasta oír mi tercera sugerencia-. O bien podéis elegir otro

modo, aún más honorable, de sacrificaros vosotros mismos a los dioses: ofreceros voluntarios para una

misión que he proyectado. Y -añadí con desprecio- el o significará que os volváis contra vuestros amigos los

españoles. Ni uno solo de vosotros sobrevivirá a esa misión, beso el suelo para jurarlo. Pero moriréis en

combate, como todo guerrero espera. Y para gratificación de nuestros dioses, habréis derramado sangre

enemiga además de la vuestra. Dudo que los dioses se ablanden lo suficiente como para concederos la

feliz vida de los guerreros en Tonatiucan. Pero incluso en la espantosa nada de Mictían podéis pasar la

eternidad recordando que, por lo menos una vez en vuestras vidas, os comportasteis como hombres.

¿Cuántos de vosotros queréis ofreceros para eso?

Todos lo hicieron, sin excepción, doblándose en el gesto talqualiztli de tocar la tierra, lo que significaba que

la besaban como muestra de lealtad hacia mí.

-Pues así sea -dije-. Y a ti, cabal ero de la Flecha, te designo para que te pongas al mando de esa misión

cuando l egue el momento. Hasta entonces a todos vosotros se os encarcelará en el templo de

Coyolxauqui, bajo estricta vigilancia. De momento dad vuestros nombres al tequíua Nocheztli a fin de que

un escriba pueda registrarlos para mi.

Y dirigiéndome a los hombres que aún permanecían en la plaza, grité:

-A todos los demás, no menos importantes, os doy las gracias por vuestra inquebrantable lealtad a Aztlán.

Podéis retiraros hasta que vuelva a convocaros en asamblea.

Cuando de De Puntil as y yo volvíamos a entrar en el patio del palacio, el a me reprendió:

-Tenamaxtli, hasta esta misma noche has matado hombres bruscamente y sin concederle a el o más

importancia de la que le concedería yo. Pero luego te has puesto ese tocado, esa capa y esas pulseras... y

con el os te has revestido de una indulgencia impropia de ti. Un Gobernador Reverenciado debería ser más

fiero que los hombres corrientes, no menos fiero que el os. Esos traidores merecían morir.

-Y morirán -le aseguré-, pero de un modo que será útil a mi causa.

-Ejecutarlos aquí, en público, también ayudaría a tu causa. Eso les quitaría las ganas a los demás hombres

de intentar en el futuro cualquier duplicidad. Si Mariposa y su ejército de mujeres estuvieran aquí para

ejecutarlos.., digamos abriéndoles el vientre a esos hombres con cuidado para no producirles la muerte y

luego derramando en el os hormigas de fuego, ciertamente ningún testigo volvería a arriesgarse a caer bajo

tu ira.

Suspiré.

-¿No has presenciado ya bastantes muertes, Pakápeti? Pues mira al í. -Y apunté con el dedo. A lo lejos, en

la parte trasera del edificio principal del palacio, en la zona de las cocinas, una fila de esclavos salía por una

puerta iluminada; cada uno de el os iba doblado bajo el peso de un cuerpo que transportaba hacia la

oscuridad-. Siguiendo mis órdenes, y de un solo golpe, por así decir, la mujer yaqui ha matado a todos los

sirvientes empleados en este palacio.

-¡Y ni siquiera me has permitido que ayude yo en eso! -protestó de De Puntil as con enojo.

Volví a suspirar.

-Mañana, querida mía, Nocheztli me hará una relación de los ciudadanos de aquí que, como los guerreros,

instigaron los crímenes de Yeyac o se beneficiaron de el os. Si me prometes dejar de darme la lata, te

aseguro que te dejaré practicar tus delicadas artes femeninas con dos o tres de el os.

De Puntil as sonrió.

-Bueno, eso es más propio del viejo Tenamaxtli. Sin embargo, no me satisface por entero. Quiero que

también me prometas que puedo ir con el cabal ero de la Flecha y los demás a esa misión que has

propuesto, sea lo que sea.

-Muchacha, ¿te has vuelto tíahuele? Esa será una misión suicida! Ya sé que disfrutas, pero.. - ¿morir con

el os...?

-Una mujer no está obligada a explicar todos sus antojos y caprichos -me aseguró de De Puntil as con

altanería.

-No te estoy pidiendo que me expliques éste. Te estoy ordenando que lo olvides!

Me alejé de el a a grandes zancadas, entré en el palacio y subí las escaleras.

Estaba sentado junto a la cama de Améyatl -había estado velándola toda la noche- cuando por fin, ya

entrada la mañana, el a abrió los ojos.

-¡Ayyo! -exclamó-. Eres tú, primo! Temí que sólo hubiera soñado que me habías rescatado.

-Pues es cierto. Y me siento contento de haber l egado a tiempo, antes de que tú te consumieras por

completo en esa celda fétida.

-¡Ayya! -volvió a exclamar luego-. Aparta de mí la mirada, Tenamaxtli. Debo de parecerme a la esquelética

Mujer Llorona de las antiguas leyendas.

-Para mi, querida prima, estás igual que estabas cuando eras una niña toda rodil as y codos. Para mis ojos

y para mi corazón eres bonita. Pronto volverás a ser la misma de siempre, hermosa y fuerte. Sólo necesitas

alimento y descanso.

-Mi padre... tu madre... ¿han venido contigo? -me preguntó con impaciencia-. ¿Por qué habéis estado tanto

tiempo ausentes?

-Lamento ser yo el que te lo diga, Améyatl. No han venido conmigo. Nunca volverán a estar con nosotros.

Améyatl dio un pequeño grito de consternación.

-También lamento tener que decirte que fue obra de tu hermano. Los asesinó en secreto a los dos, y

después asesinó también a tu marido Kauri... mucho antes de encerrarte a ti y de suplantarte como

gobernante de Aztlán.

Mi prima se quedó meditando en silencio durante un rato; l oró un poco y finalmente dijo:

-Hizo todas esas cosas horribles.., y sólo por un poco de eminencia insignificante.., en un rincón

insignificante del Unico Mundo. Pobre Yeyac.

-¿Pobre Yeyac?

-Tú y yo sabemos, desde nuestra infancia, que Yeyac nació con un tonali desfavorable. El o le ha hecho

sufrir infelicidad e insatisfacción durante toda su vida.

-Tú eres mucho más tolerante y misericordiosa que yo, Améyatl. No lamento decirte que Yeyac ya no sufre.

Está muerto, y yo soy el responsable de su muerte. Espero que no me odies por eso.

-No... no, claro que no. -Me cogió la mano y me la apretó con afecto-. Debe de haber sido dispuesto así por

los dioses que lo maldijeron con ese tonali. -Se preparó visiblemente para recibir malas noticias-. Pero

ahora, ¿me has dado ya todas las malas noticias?

-Debes juzgarlo por ti misma. Estoy en el proceso de librar a Aztlán de todos los seguidores y confidentes

de Yeyac.

-¿Desterrándolos?

-Lejos, muy lejos. A Mictían, confió.

-Oh. Ya comprendo.

-A todos el os, excepto a esa mujer Gónda Ke, que fue la guardiana de tu celda.

-No sé qué pensar de el a -me dijo Améyatl, que al parecer estaba perpleja-. Se me hace difícil odiarla. Se

veía obligada a obedecer las órdenes de Yeyac, pero a veces se las ingeniaba para traerme unos cuantos

pedazos de comida más sabrosa que el atoli, o un trapo perfumado para que me lavase un poco con él.

Pero algo... su nombre...

-Sí. Probablemente tú y yo seamos los únicos que, aunque sea débilmente, reconoceríamos ese nombre

ahora que mi bisabuelo está muerto. Fue él, Canaútli, quien nos habló de la mujer yaqui de antaño. ¿Te

acuerdas? Eramos niños entonces.

-¡Sí! -exclamó Améyatl-. La mujer mala que dividió a los aztecas... y se los l evó muy lejos para convertirlos

en los conquistadores mexicas! Pero Tenamaxtli, eso fue al principio de los tiempos. Esta no puede ser la

misma Gónda Ke.

-Si no lo es -gruñí-, ciertamente ha heredado todos los instintos básicos de su antepasada.

-Y yo me pregunto -dijo Améyatl-, ¿se daría cuenta Yeyac de eso? El escuchó el relato de Canaútli al mismo

tiempo que nosotros.

-Nunca lo sabremos. Y todavía no he indagado si a Canaútli le ha sucedido otro Evocador de la Historia.., ni

si Canaútli le transmitió esa historia a su sucesor. Me inclino a creer que no. Seguramente el nuevo

Evocador habría incitado al pueblo de Aztlán a levantarse ultrajado, una vez que esa mujer se unió a la

corte de Yeyac. Sobre todo después de que el a incitase a Yeyac a ofrecer su amistad a los españoles.

-¿Yeyac hizo eso? -me preguntó Améyatl aterrada y con voz ahogada-. Pero... entonces... ¿por qué le

perdonas la vida a esa mujer?

-Me hace falta. Te explicaré por qué, pero es una larga historia. Y. . ah!, aquí está Pakápeti, mi fiel

compañera durante el largo camino que he recorrido hasta aquí, y que ahora es tu doncel a.

De Puntil as había l egado con una bandeja l ena de viandas ligeras -frutas y cosas así- para que Améyatl

desayunase. Las dos mujeres se saludaron amigablemente, pero luego de De Puntil as, al darse cuenta de

que mi prima y yo estábamos en mitad de una conversación seria, nos dejó.

-De Puntil as es más que tu sirvienta personal -le expliqué-. Es chambelán de todo este palacio. Y es

también la cocinera, la lavandera, el ama de l aves, todo. El a, la mujer yaqui, tú y yo somos los únicos que

residimos aquí. Todos los criados que sirvieron bajo las órdenes de Yeyac han ido a reunirse con él en

Mictían. Gónda Ke está ahora buscando sustitutos.

-Estabas a punto de decirme por qué Gónda Ke aún sigue viva, cuando tantos otros ya no lo están.

De manera que mientras Améyatl comía, con buen apetito y evidente placer, le conté todos, o la mayoría,

de mis actos y aventuras desde que nos separamos. A algunas de las cosas aludí sólo de pasada. Por

ejemplo, no le describí con todos los espeluznantes detal es la quema del hombre que luego supe que era

mi padre... y cuya muerte me había impulsado a hacer tantas de las cosas que yo había l evado a cabo

después. También le resumí el relato de mi educación en la lengua española y en las supersticiones

cristianas, y cómo aprendí a fabricar un palo de trueno que funcionase. Tampoco me prodigué en

explicaciones de mi breve relación carnal con la mulata Rebeca, ni en la profunda devoción que la difunta

Citlali y yo habíamos compartido, ni en las diferentes mujeres purepes (y el muchacho) que yo había

probado antes de conocer a Pakápeti. Y le dejé bien claro que el a y yo desde hacía mucho tiempo no

éramos más que compañeros de viaje.

Pero si le conté a Améyatl de forma concienzuda los planes, y los pocos preparativos hasta el momento,

que yo había hecho para guiar una insurrección contra los hombres blancos con intención de expulsarlos

por completo del Unico Mundo. Y cuando hube acabado, mi prima comentó pensativa:

-Siempre fuiste valiente y ambicioso, primo. Pero esto parece un sueño vanaglorioso. Toda la poderosa

nación mexica se derrumbó ante la arremetida de los caxtiltecas, o los españoles, como tú los l amas. Y sin

embargo piensas que tú solo...

-Tu augusto padre Mixtzin dijo eso mismo entre las últimas palabras que me dirigió. Pero no estoy solo. No

todas las naciones han sucumbido como los mexicas. O como Yeyac hubiera hecho que le ocurriera a

Aztlán. Los purepechas lucharon casi hasta el último hombre, tanto que ahora la tierra de Michoacán está

enteramente poblada por mujeres. E incluso el as quieren luchar. Pakápeti reclutó una buena tropa de

mujeres antes de que el a y yo nos marchásemos de al í. Y los españoles aún no se han atrevido a invadir

las fieras naciones del norte. Lo único que se necesita es alguien que guíe a esos pueblos dispares, en un

esfuerzo aunado. No sé de nadie más lo suficientemente vanaglorioso para hacerlo. Así que si no lo hago

yo... ¿quién va a hacerlo?

-Bien... -dijo Améyatl-. Si la pura determinación sirve para algo en una empresa semejante... Pero todavía

no me has explicado por qué la extranjera Gónda Ke tiene algo que ver en esto.

-Quiero que el a me ayude a reclutar esas naciones y tribus a las que aún no han conquistado, pero que

todavía no se han organizado en una fuerza unida. Aquel a mujer yaqui de antaño sin duda inspiró a una

chusma multitudinaria de aztecas proscritos a una beligerancia que condujo, con el tiempo, a la civilización

más espléndida del Unico Mundo. Si el a fue capaz de hacer eso, lo mismo, creo yo, podría hacer sus

muchas veces bisnieta... o quien quiera que sea nuestra Gónda Ke. Quedaré satisfecho si puede reclutar

para mí solo a su nación yaqui nativa. Se dice que son los combatientes más salvajes de todos.

-Lo que te parezca que es mejor, primo. Ahora tú eres el Uey-Tecutli.

-De eso también quería hablarte. Sólo asumí el manto porque tú, por ser mujer, no puedes hacerlo. Pero

todavía no tengo el prurito del título, la autoridad y la sublimidad. Reinaré sólo hasta que te pongas lo

bastante bien como para volver a ocupar tu posición de regente. Luego seguiré mi camino y reanudaré mi

campaña de reclutamiento.

-Podríamos reinar juntos, ya sabes -me sugirió Améyatl con timidez-. Tú como Uey-Tecutli y yo como tu

Cecihuatí.

-¿Tan breve recuerdo tienes de tu matrimonio con el difunto Káuritzin? -le pregunté con guasa.

-Ayyo, fue un buen marido para mí, considerando que el nuestro fue un matrimonio concertado para

conveniencia de otros. Pero nunca estuvimos tan unidos como lo estuvimos tú y yo en otro tiempo,

Tenamaxtli. Kauri era... ¿como te diría...? Era tímido a la hora de experimentar.

-Confieso -dije sonriendo al recordar- que todavía no he conocido a ninguna mujer que pueda superarte a

ese respecto.

-Y no hay tampoco ninguna constricción tradicional ni sacerdotal contra el matrimonio entre primos. Desde

luego, puede que consideres a una mujer viuda como una mercancía usada, como una prenda usada

indigna de ti. Pero por lo menos -añadió con picardía- en nuestra noche de bodas no tendría que engañarte

con un huevo de paloma y un ungüento astringente.

Astringente, casi ácida, se oyó otra voz, la de Gónda Ke.

-Que conmovedor..., los amantes tanto tiempo separados recordando el ocáya nechca, el érase una vez.

-Tú, víbora, ¿cuánto tiempo l evas acechando en esta habitación? -le pregunté con los dientes apretados.

Gónda Ke me ignoró y le habló a Améyatl, cuyo rostro pálido a causa del encarcelamiento se había

ruborizado hasta adquirir un color muy rosa.

-¿Por qué iba Tenamaxtli a casarse con nadie, querida? El aquí es el amo, el único hombre entre tres

mujeres deliciosas con quienes puede acostarse a su antojo y sin compromiso alguno. La amante que tuvo

en otro tiempo, la amante que tiene ahora y otra amante a la que aún no ha probado.

-Mujer de lengua viperina -le dije hirviendo de ira-, eres veleidosa hasta en tus maliciosos sarcasmos.

Anoche me l amaste cuilontli.

-Y Gónda Ke se alegra mucho de saber que estaba equivocada. Aunque en realidad no puede estar segura,

¿verdad?, por lo menos hasta que tú y el a...

-Nunca en mi vida le he pegado a una mujer -le indiqué-. Y ahora precisamente estoy a punto de hacerlo.

Prudentemente se apartó de mí, con aquel a sonrisa suya de lagarto a la vez de disculpa y de insolencia.

-Perdonadme, mi señor, mi señora. Gónda Ke no se habría entrometido de haberse dado cuenta... Bueno,

el a ha venido sólo para decirte, Tenamaxtzin, que un grupo de posibles sirvientes aguarda tu aprobación en

el vestíbulo de abajo. Algunos de el os dicen que también te conocieron en el ocáya nechca. Y lo que es

más importante, los miembros de tu Consejo de Portavoces te aguarda en el salón del trono.

-Los sirvientes pueden esperar. Veré al Consejo dentro de un momento. Ahora sal de aquí.

Incluso después de que el a se hubiera marchado, mi prima y yo nos quedamos tan avergonzados y

azorados como dos adolescentes sorprendidos en proximidad desnuda e indecente. Tartamudeé como un

tonto cuando le pedí a Améyatl permiso para marcharme, y al dármelo también tartamudeó. Nadie hubiera

creído que éramos dos adultos maduros, y además las dos personas de rango más elevado de Aztlán.

19

Los ancianos del Consejo de Portavoces no parecían estar inclinados en modo alguno a considerarme un

hombre adulto, digno de mi rango y de su respeto. Nos saludamos con educación, diciéndonos unos a otros

"Mixpantzinco", pero uno de los ancianos, al que reconocí como Tototí, tlatocapili de la aldea de Tépiz, me

dijo de inmediato, con enojo y tono exigente:

-¿Se nos ha traído aquí con tanta precipitación y sin mayores ceremonias por el presuntuoso mandato de

un insolente advenedizo? Muchos de nosotros te recordamos, Tenamaxtli, de los días en que no eras más

que un mocoso que entraba a gatas en esta habitación para mirarlo todo boquiabierto y curiosear lo que se

decía en nuestros Consejos con tu tío, el Gobernador Reverenciado Mixtzin. Incluso la última vez que te

vimos, cuando partiste con él hacia Tenochtitlan, no eras más que un mozalbete imberbe. Pero al parecer

has crecido mucho y de un modo inexplicablemente rápido. Exigimos saber...

-¡Guarda silencio, Tototí! -le interrumpí con rudeza; y todos los hombres ahogaron un grito-. También debes

de recordar el protocolo del Consejo, según el cual ningún hombre debe hablar hasta que el Uey-Tecutli

diga cuál es el tema que se va a tratar. No estoy esperando pacíficamente a que vosotros me aceptéis o me

aprobéis. Sé quién soy y lo que soy: vuestro legítimo Uey-Tecutli. Eso es lo único que necesitáis saber. -Se

oyeron murmul os por la sala, pero nadie volvió a desafiar mi autoridad. Pudiera ser que no me hubiera

granjeado su afecto, pero decididamente había captado su atención-. Os he convocado porque tengo

algunas exigencias que haceros y, aunque sólo sea por mera cortesía y por la estima en que os tengo a

todos por ser mis mayores, me gustaría que aprobarais dichas exigencias con vuestro consentimiento

unánime. Pero también os digo, y beso la tierra para jurarlo, que mis exigencias se cumplirán, estéis de

acuerdo o no.

Mientras me miraban con los ojos muy abiertos y murmuraban un poco más, retrocedí para abrir la puerta

del salón del trono y le hice señas a Nocheztli y a dos de los guerreros de Aztlán que él había declarado

dignos de confianza. No los presenté, sino que continué dirigiéndome a los miembros del Consejo.

-A estas alturas lo más seguro es que todos vosotros tengáis noticia de los incidentes que han ocurrido en

los últimos tiempos y de las revelaciones que se han hecho recientemente en estos paraderos. De cómo el

abominable Yeyac arrebató el manto de Uey-Tecutli aunque para el o tuviese que asesinar a su propio

padre.

Al l egar a este punto me dirigí directamente a Kévari, tíatocapili de Yakóreke.

-Incluso a Kauri, tu hijo. Y cómo derrocó y encarceló a la viuda de tu hijo, Améyatzin.

De nuevo hablé para todos.

-Seguro que habéis oído que Yeyac conspiraba en secreto con los españoles para ayudarlos a mantener

oprimidos a todos nuestros pueblos del Unico Mundo. Y ciertamente habréis oído, confío que con placer,

que Yeyac ya no existe. También habréis oído que yo, como único pariente varón vivo de Mixtzin, y por

tanto sucesor en el manto, he librado a Aztlán sin piedad alguna de todos aquel os que apoyaban a Yeyac.

Anoche diezmé el ejército de Aztlán. Hoy voy a encargarme de los lameculos que Yeyac tenía entre la

población civil.

Me l evé una mano a la espalda y Nocheztli me puso en el a varios papeles de corteza. Examiné las

columnas de imágenes de palabras que había en el os y luego anuncié a la sala:

-Esta es una lista de aquel os ciudadanos que ayudaron a Yeyac en sus nefastas actividades; desde

vendedores de mercado hasta respetables mercaderes y prominentes comerciantes pochtecas. Me

complace ver que en esta lista sólo se menciona el nombre de un hombre de este Consejo de Portavoces.

Tlamacazqui Colótic-Acatl, adelántate.

De este hombre he hablado antes en esta narración. Era el sacerdote del dios Huitzilopochtli, quien al

conocer las primeras noticias de la l egada de los hombres blancos al Unico Mundo había temido tanto que

se le desposeyera de su sacerdocio. Como todos nuestros tlamacazque, no se había lavado en toda su

vida, igual que su túnica negra. Pero ahora, incluso a pesar de la mugrienta roña, el rostro se le puso pálido

y temblaba cuando se adelantó.

-Por qué un sacerdote de un dios mexícatl ha de traicionar a los adoradores de ese dios es algo que no

alcanzo a comprender -dije-. ¿Tenias intención de convertirte a la religión de los hombres blancos, a

Crixtanóyotl? ¿O simplemente esperabas engatusarlos para que te dejasen en paz en tu antiguo

sacerdocio? No, no me lo digas. La gente como tú no me importa en absoluto. -Me volví hacia los

guerreros-. Llevad a esta criatura a la plaza central, no a ningún templo, ya que no se merece el honor de

ser sacrificado, de tener otra vida en el más al á, y estranguladlo hasta que muera con la guirnalda de

flores.

Lo prendieron, y el sacerdote se fue de mala gana con el os l oriqueando mientras el resto del Consejo

permanecía al í de pie perplejo.

-Pasaos unos a otros esos papeles -les pedí-. Vosotros, los tíatocapiltin de otras comunidades, encontraréis

nombres de personas que pertenecen a vuestras comunidades que o bien prestaron ayuda a Yeyac o

recibieron favores de él. Mi primera exigencia es que eliminéis a esas personas. Mi segunda exigencia es

que peinéis las filas de vuestros propios guerreros y guardias personales, y Nocheztli, aquí presente, os

ayudará en eso, y exterminéis también a los traidores que haya entre el os.

-Así se hará -me aseguró Tototl, cuya voz ahora manifestaba bastante más respeto hacia mí-. Creo que

hablo en nombre de todo el Consejo al decir que estamos de acuerdo por unanimidad con esta acción.

-¿Tienes aún alguna exigencia más, Tenamaxtzin? -quiso saber Kévari.

-Sí, una más. Quiero que cada uno de vosotros, tíatocapiltin, enviéis a Aztlán a todos los guerreros

verdaderos y sin tacha que tengáis y a todos los hombres sanos que hayan recibido entrenamiento militar

para coger las armas en caso necesario. Tengo intención de integrarlos en mi propio ejército.

-De nuevo, convenido -dijo Teciúapil, tlatocapili de Tecuexe. Pero ¿podemos preguntar por qué?

-Antes de responder a eso -le indiqué-, déjame hacer a mi vez una pregunta: ¿quién de vosotros es ahora

el Evocador de la Historia del Consejo?

Todos parecieron un poco incómodos ante aquel a pregunta, razón por la que se hizo un breve silencio.

Luego habló un hombre que no lo había hecho hasta entonces. El también era anciano, un mercader

próspero, a juzgar por su atuendo, pero en mis tiempos no formaba parte del Consejo. Dijo:

-Cuando murió el viejo Canaútli, el anterior Evocador, que según me han dicho era tu bisabuelo, no se

nombró a nadie para ocupar su lugar. Yeyac insistió en que no había necesidad de tener un Evocador

porque, según él, con la l egada de los hombres blancos la historia del Unico Mundo había l egado a su fin.

Además, añadió Yeyac, ya no contaríamos el paso de los años por haces de cincuenta y dos, ni

mantendríamos más la ceremonia de encender el Fuego Nuevo para marcar el comienzo de cada nuevo

haz. Nos dijo que a partir de entonces contaríamos los años como lo hacen los hombres blancos, en una

sucesión ininterrumpida que empieza con un año simplemente numerado como el año Uno, pero que no

sabemos exactamente cuánto tiempo hace que empezó.

-Yeyac estaba equivocado -contesté-. Todavía queda mucha historia, y tengo la intención de hacer aún

mucha más para que nuestros historiadores la recuerden y la archiven. Por eso, consejeros, y con el o

contesto a vuestra pregunta anterior, es por lo que necesito a vuestros guerreros para mi ejército.

Y a continuación les conté -como acababa de contarle a Améyatl y, antes, a Pakápeti, a Gónda Ke, a la

difunta Citlali y a Pochotí, el artesano que me fabricó el palo de trueno- mis planes para organizar una

rebelión contra Nueva España y recuperar todo el Unico Mundo para nosotros. Igual que sucediera con

aquel os cuando escucharon mis intenciones, los miembros del Consejo de Portavoces parecieron

impresionados aunque incrédulos, y uno de el os empezó a hablar:

-Pero Tenamaxtzin, si hasta los poderosos...

Le interrumpí con un gruñido.

-EL primer hombre de entre vosotros que me diga que no puedo triunfar donde incluso los poderosos

mexicas fracasaron, a ese hombre, por muy anciano, sabio y digno que sea, incluso por muy decrépito que

pueda estar, a ese hombre le ordenaré que dirija el primer ataque contra el ejército español. Le obligaré a ir

al frente de mis fuerzas, en la mismísima vanguardia. E irá desarmado y sin armadura!

Se hizo un silencio de muerte en la sala.

-Entonces, ¿accede el Consejo de Portavoces a apoyar la campaña que propongo? -Varios de los

miembros lanzaron un suspiro, pero todos asintieron con un movimiento de cabeza-. Bien.

Me volví hacia el mercader que me había informado de que ya no había Evocador de la Historia en el

Consejo.

-Sin duda Canaútli dejó muchos libros de imágenes de palabras que relatan lo ocurrido en todos los haces

de años hasta su propio tiempo. Estúdialos y apréndetelos de memoria. Y te ordeno además que hagas lo

siguiente: comienza un nuevo libro con estas palabras: "En este día de Nueve-Flores, en el mes del Barrido

del Camino, en el año de las Siete Casas, el Uey-Tecutli Tenamaxtzin de Aztlán declaró la independencia

del Unico Mundo con respecto de Vieja España y empezó los preparativos para una insurrección contra los

indeseados señores blancos, tanto en Nueva España como en Nueva Galicia, teniendo su plan el

consentimiento y el apoyo acordados en asamblea del Consejo de Portavoces."

-Todo lo que tú digas, Tenamaxtzin -me prometió; y él y los demás consejeros se marcharon.

Nocheztli, que seguía en la sala, dijo:

-Disculpa, mi señor, pero ¿qué quieres que hagamos con los guerreros que están encarcelados en el

templo de la diosa? Se encuentran tan apretados al í dentro que tienen que hacer turnos para sentarse, y

en modo alguno pueden tumbarse. Además, van teniendo mucha hambre y sed.

-Se merecen algo peor que estar incómodos -le indiqué-. Sin embargo, di a los guardias que les den de

comer, aunque sólo atoli y agua, y una cantidad mínima de cada cosa. Quiero que esos hombres, cuando

yo esté preparado para utilizarlos, se encuentren hambrientos de batal a y sedientos de sangre. Mientras

tanto, Nocheztli, creo recordar que has dicho que tuviste ocasión de visitar Compostela en compañía de

Yeyac, ¿no es así?

-Sí, Tenamaxtzin.

-Pues quiero que vayas al í de nuevo, pero esta vez a hacer de quimichi para mí. -Esa palabra en principio

significa "ratón", pero nosotros la empleamos para significar lo que los españoles l aman un espía-. ¿Puedo

fiarme de ti para hacer eso? ¿Para que vayas al í, consigas información en secreto y regreses aquí con

el a?

-Claro que sí, mi señor. Estoy vivo sólo por tu tolerancia, por tanto mi vida está a tu disposición para lo que

ordenes.

-Entonces esto es lo que ordeno. Los españoles aún no pueden haberse enterado de que han perdido a su

aliado Yeyac. Y puesto que ya te conocen de vista, supondrán que eres el emisario de Yeyac que has ido a

hacer algún recado.

-Llevaré algunas calabazas l enas de nuestra leche de coco fermentado para vendérsela. A los hombres

blancos, de alta o baja posición, les gusta mucho emborracharse con el a. Esa ser excusa suficiente para

mi visita. ¿Y qué información deseas que te traiga?

-Cualquier cosa. Ten los ojos y los oídos bien abiertos y quédate al í el tiempo que haga falta. Averigua, si

puedes, cómo es Coronado, el nuevo gobernador, cuántas tropas tiene estacionadas al í y además cuántas

personas, tanto españoles como indios, habitan ahora en Compostela. Estáte alerta ante cualquier noticia,

rumor o habladuría de lo que está pasando en cualquier otro lugar de los dominios españoles. Aguardaré tu

regreso antes de enviar a la mesnada de guerreros desleales de Yeyac a esa misión suicida, y el resultado

de la misión dependerá en gran medida de la información que tú me traigas.

-Voy de inmediato, mi señor -dijo.

Y así lo hizo.

A continuación di una rápida y poco metódica aprobación a los aspirantes a criados que Gónda Ke había

reunido en el vestíbulo. Reconocí a algunos de el os de los viejos tiempos, y pensé que, con toda

seguridad, si alguno de los restantes hubiera sido partidario de Yeyac no se habría atrevido a solicitar servir

conmigo. A partir de entonces a nosotros, los pípiltin del palacio (Améyatl, Pakápeti, Gónda Ke y yo mismo),

se nos atendió con asiduidad, se nos alimentó de manera suntuosa y nunca tuvimos que levantar un dedo

para hacer nada que otros pudieran hacer por nosotros. Aunque ahora Améyatzin tenía un grupo de

mujeres para que la atendieran, a el a y a mí nos complació que de De Puntil as insistiera en continuar

siendo su doncel a personal más íntima.

El tiempo que de De Puntil as no pasaba cuidando a Améyatl lo empleaba gustosa en acompañar a los

guerreros que yo enviaba a detener y ejecutar a sus paisanos de Aztlán cuyos nombres habían aparecido

en los papeles de corteza de Nocheztli. La única orden que di fue que los ejecutaran, y nunca me molesté

en averiguar qué medio empleaban los guerreros para el o, si el garrote de la guirnalda de flores, la espada,

las flechas o el cuchil o que arranca el corazón. Y tampoco quise saber si de De Puntil as liquidaba en

persona a alguno de esos hombres con cualquiera de los horrendos métodos que me había mencionado.

No me importaba, sencil amente. Me bastaba con saber que todas las propiedades, posesiones y riquezas

de aquel os que morían fueran a parar al tesoro de Aztlán. Puede que yo parezca insensible al decir eso,

pero hubiera podido ser aún más cruel. Según una antigua tradición, yo hubiera podido matar a las

esposas, a los hijos, a los nietos, incluso a los parientes lejanos de aquel os traidores, pero me abstuve de

hacerlo. No quería despoblar Aztlán por entero.

Yo nunca había sido Uey-Tecutli antes, y al único que había observado en el ejercicio de ese cargo había

sido a mi tío Mixtli. Entonces me había parecido que, para cumplir cualquier cosa que tuviera que l evarse a

cabo, lo único que Mixtzin tenía que hacer era sonreír, poner mala cara, hacer un gesto con la mano o

poner su firma en algún documento. Pero ahora aprendí con rapidez que ser Gobernador Reverenciado no

era una ocupación tan fácil. Continuamente se me solicitaba, hasta podría decirse que se me acosaba, para

que tomase decisiones, emitiera juicios, me pronunciase, intercediese, aconsejase, dictase veredictos,

consintiera o denegase, aceptase o rechazase... Los demás funcionarios de mi corte encargados de las

diversas responsabilidades de gobierno venían con regularidad a verme con diversos problemas. Un dique

de contención de las aguas de los pantanos necesitaba reparaciones cruciales, de lo contrario pronto

tendríamos el pantano en nuestras cal es. ¿Querría el Uey-Tecutli autorizar el coste de los materiales y el

reclutamiento de los trabajadores? Los pescadores de nuestra flota oceánica se quejaban de que el drenaje

que se había hecho tanto tiempo antes en aquel mismo pantano había tenido como consecuencia la

paulatina obstrucción de sus habituales puertos costeros a causa de los sedimentos. ¿Querría el Uey-

Tecutli autorizar las obras de dragado que volvieran a hacer profundos aquel os puertos? Nuestros

almacenes estaban a rebosar de pieles de nutrias marinas, esponjas, pieles de tiburón y otras mercancías

que no se habían vendido, porque, desde hacía ya años, Aztlán sólo comerciaba con las tierras que

estaban situadas al norte, pero no lo hacia con ninguna del sur. ¿Podría el Uey-Tecutli idear un plan para

deshacernos de ese exceso, y a cambio obtener un beneficio...?

Tuve que luchar no sólo con mis funcionarios de la corte y con los asuntos importantes en materia de

política, sino también con las cosas triviales de la gente corriente. Aquí un litigio entre dos vecinos por la

linde entre sus parcelas de tierra; al í unas disputas familiares por el reparto de las exiguas propiedades de

su padre muerto recientemente; acul á un deudor que solicitaba un respiro en el acoso al que lo sometía un

prestamista usurero; al í un acreedor que pedía permiso para desalojar a una viuda y a sus hijos huérfanos

del hogar para satisfacer alguna obligación que el difunto marido no había podido cumplir...

Me resultaba excesivamente difícil encontrar tiempo para atender asuntos que para mí eran mucho más

urgentes. Pero me las arreglé como pude. Di instrucciones a todos los cabal eros y cuáchictin leales de mi

ejército para que comenzaran a entrenar de forma intensiva a sus fuerzas (y a todos los reclutas de que

pudieran disponer), y para que hicieran sitio en sus filas para los guerreros adicionales que se habían

reclutado y que l egaban a diario de las demás comunidades subordinadas a Aztlán.

E incluso encontré tiempo para sacar de su escondite los tres arcabuces que Pakápeti y yo habíamos

l evado con nosotros y para instruir personalmente en el uso de los mismos. No hace falta decir que al

principio los guerreros tenían miedo de manejar aquel as armas extranjeras. Pero seleccioné sólo a

aquel os que fueron capaces de superar su turbación y que demostraron aptitudes para utilizar el palo de

trueno con eficacia. Al final los escogidos fueron más o menos veinte, y cuando uno de el os me preguntó,

l eno de desconfianza: "Mi señor, cuando vayamos a la guerra, ¿tendremos que turnarnos para emplear los

palos de trueno?", yo le contesté: "No, joven iyac. Confío en que les arrebatéis a los hombres blancos sus

arcabuces para armaros vosotros. Y además también confiscaremos los cabal os de los hombres blancos.

Cuando lo hagamos se os entrenará también para que podáis manejarlos."

El hecho de estar continuamente ocupado por lo menos tenía un aspecto gratificante: me evitaba el tener

nada que ver con Gónda Ke, la mujer yaqui. Mientras yo estaba ocupado con los asuntos de Estado el a se

encargaba de supervisar los asuntos domésticos del palacio. Pudiera ser que fuera un fastidio para los

sirvientes, pero así tenía pocas oportunidades de fastidiarme a mi. Claro que de vez en cuando nos

encontrábamos por un pasil o del palacio y la mujer yaqui soltaba algún comentario bromista o guasón: "Me

canso de esperar, Tenamaxtli. ¿Cuándo vamos a salir tú y yo a comenzar nuestra guerra?" O: "Me canso de

esperar, Tenamaxtli. ¿Cuándo nos iremos tú y yo juntos a la cama para que puedas besar cada una de las

pecas que salpican mis partes íntimas?"

Aunque yo no hubiera estado demasiado ocupado para acostarme con nadie, y aunque el a hubiera sido la

última hembra humana en el mundo, no me hubiera sentido tentado a el o. En realidad durante el tiempo

que fui Uey-Tecutli, cuando, por tradición, hubiera podido tener a cualquier mujer de Aztlán que hubiese

deseado, no disfruté de ninguna en absoluto. Pakápeti parecía firme en su determinación de no volver a

copular nunca jamás con ningún hombre. Y a mi no se me habría pasado por la cabeza, ni siquiera en

sueños, molestar a Améyatl en su lecho de enferma, aunque el a cada día estaba más saludable, más

fuerte y más bel a.

Desde luego visitaba a mi prima y me quedaba junto a su cama siempre que tenía un momento libre, pero

sólo para conversar con el a. La ponía al corriente de las actividades que yo l evaba a cabo como Uey-

Tecutli y de los acontecimientos de Aztlán y sus alrededores a fin de que el a pudiera reemprender con más

facilidad su regencia cuando l egase el momento. (Y francamente yo anhelaba que ese momento l egase

pronto para poder marcharme a la guerra.) También hablábamos de muchas otras cosas, por supuesto, y

un día Améyatl, un poco turbada, me dijo:

-Pakápeti me ha cuidado amorosamente. Y el a ahora está muy guapa, pues el pelo le ha crecido y lo tiene

casi tan largo como yo. Pero la querida muchacha bien podría ser repelentemente fea, porque la ira que

hay en el a es casi visible.

-Está muy enojada con los hombres, y tiene motivos para el o. Ya te conté el encuentro que tuvo con

aquel os dos soldados españoles.

-Entonces comprendo que lo esté con los hombres blancos. Pero, exceptuándote tan sólo a ti, creo que

mataría gustosa a todo hombre vivo.

-También lo haría la venenosa Gónda Ke -le comenté-. Quizá estar cerca de el a haya influido en Pakápeti

para que les tenga un odio aún más profundo a los hombres.

-¿Incluyendo al que l eva en su seno? -me preguntó Améyatl.

Parpadeé asombrado.

-¿Qué estás diciendo?

-Entonces, ¿no te has dado cuenta? Sólo se le está empezando a notar. de De Puntil as está preñada.

-Yo no he sido -balbucí-. No la he tocado desde hace...

-Ayyo, primo, cálmate -me recomendó Améyatl riéndose a pesar de la preocupación- de De Puntil as lo

atribuye al encuentro ese del que has hablado.

-Bien, es razonable que esté amargada por l evar dentro al hijo mestizo de un...

-No por l evarlo dentro, ni porque sea mestizo, sino porque es un varón, ya que detesta a todos los varones.

-Oh, venga, prima. ¿Cómo es posible que Pakápeti sepa que ser un niño?

-Ni siquiera se refiere a él como un niño. Habla salvajemente de "este tepuli que está creciendo dentro de

mí". O de "este kurú", la palabra poré que designa el órgano masculino. Tenamaxtli, ¿es posible que el

disgusto que tiene de De Puntil as le esté haciendo perder la cabeza?

-Yo no soy una autoridad en materia de locura ni de mujeres -le dije al tiempo que dejaba escapar un

suspiro-. Consultaré a un ticitl que conozco. Quizá él pueda prescribir algún paliativo para la angustia de De

Puntil as. Mientras tanto tú y yo vigilaremos que no intente hacerse daño a si misma.

Pero pasó algún tiempo antes de yo lograse l amar a aquel médico, porque tenía otras cosas que atender.

Una fue la visita de uno de los guardias del templo de Coyolxauqui, que vino a informarme de que los

guerreros encarcelados se encontraban en unas condiciones muy miserables, pues tenían que dormir de

pie, no comían otra cosa que gachas, l evaban mucho tiempo sin bañarse, y algunas otras cosas por el

estilo.

-¿Acaso alguno de el os se ha asfixiado o se ha muerto de hambre? -le pregunté con exigencia.

-No, mi señor. Puede que estén medio muertos, pero al í se confinó a ciento treinta y ocho hombres, y el

número todavía permanece invariable. No obstante, ni siquiera nosotros los guardias que estamos fuera del

templo somos capaces de soportar el hedor y el clamor.

-Pues cambiad la guardia con más frecuencia. Y a menos que esos traidores empiecen a morirse, no

volváis a molestarme. Medio muertos no es castigo suficiente para el os.

Y luego Nocheztli volvió de su misión como quimichi en Compostela. Había estado ausente unos dos

meses, y yo había empezado a preocuparme y a pensar que quizá se hubiera pasado de nuevo al enemigo,

pero regresó, tal como había prometido, y venía rebosante de noticias que contar.

-Compostela es una ciudad mucho más floreciente y populosa, mi señor, que la última vez que estuve al í.

Los habitantes varones son en su mayor parte soldados españoles, cuyo número calculo en unos mil, la

mitad de el os montados a cabal o. Pero muchos de los soldados de alto rango han l evado al í a sus

familias, y otras familias españolas han acudido como colonos, y se han construido casas para todos el os.

El palacio del gobernador y la iglesia de la ciudad son de piedra bien trabajada; las demás residencias son

de ladril o de barro seco. Hay un mercado, pero las mercancías y productos que se venden al í las han

traído caravanas de mercaderes procedentes del sur. Los blancos de Compostela no cultivan ni crían

ganado; todos prosperan con la explotación de las numerosas minas de plata de los alrededores. Y es

evidente que prosperan lo suficiente como para poder permitirse el gasto de importar los comestibles y

otras necesidades.

-¿Y cuántos de los nuestros residen al í? -le pregunté.

-La población india es casi igual a la de los blancos. Hablo sólo de aquel os que trabajan como esclavos

domésticos en las casas de los españoles; y además hay numerosos esclavos negros, esos seres a los que

l aman moros. Cuando los esclavos no tienen el domicilio en las casas de sus amos, viven en unas cabañas

y barracas miserables situadas a las afueras de la ciudad. Hay otra cantidad considerable de hombres de

los nuestros que trabajan en las minas, bajo tierra, y en unos edificios que hay alrededor de las minas, pero

encima de la tierra, a los que l aman tal eres. Me temo que no pueda calcular el número exacto de esos

hombres, pues muchísimos de el os trabajan bajo tierra, por turnos, la mitad de el os durante el día, la otra

mitad de noche. Y además el os y sus familias, si es que las tienen, viven encerrados en complejos

cerrados y vigilados donde no conseguí entrar. Los españoles l aman a esos lugares obrajes.

-Ayya, sí -asentí-. Conozco los infames obrajes.

-Corre el rumor de que esos obreros, puesto que nuestra gente nunca antes había tenido que trabajar

esclavizada bajo tierra, mueren sin cesar, varios de el os cada día. Y los dueños de las minas no pueden

sustituirlos con tanta rapidez como mueren, porque, naturalmente, los indios de Nueva Galicia a los que no

han esclavizado se han dado prisa en marcharse y esconderse lejos del alcance de los cazadores de

esclavos. De modo que el gobernador Coronado le ha pedido al virrey Mendoza en la Ciudad de México

que envíe a Compostela cantidades de esclavos moros de... de donde sea que traen a esos moros.

-De cierta tierra l amada Africa, me han dicho.

Nocheztli hizo una mueca de desagrado y dijo:

-Debe de ser un lugar parecido a nuestras espantosas Tierras Calientes del sur remoto. Porque he oído

decir que los moros pueden soportar con facilidad el terrible calor, el encierro y el estruendo de las minas y

de los tal eres. Y además los moros deben de ser más parecidos a las bestias de carga de los españoles

que a los seres humanos, porque también se dice de el os que pueden trabajar sin descanso y l evar cargas

aplastantes sin morir y sin siquiera quejarse. Puede ser que, si se importasen suficientes moros a Nueva

Galicia, Coronado deje de intentar capturar y esclavizar a nuestro pueblo.

-Háblame de ese Coronado, el gobernador -le pedí.

-Sólo tuve ocasión de verlo dos veces mientras pasaba revista a sus tropas elegantemente ataviado y

montado en un cabal o blanco que hacia cabriolas. No es mayor que tú, mi señor, pero su rango, desde

luego, es inferior al tuyo de Gobernador Reverenciado, porque él ha de rendir cuentas a sus superiores en

la Ciudad de México y tú no has de rendir cuentas ante nadie. Sin embargo, está determinado a hacerse un

nombre más señorial para sí. No siente remordimiento alguno en exigir que los esclavos extraigan hasta el

último pel izco de Mena de plata, no sólo para su propio enriquecimiento y el de sus súbditos de Nueva

Galicia, sino para toda Nueva España y ese gobernante l amado Carlos que se encuentra en la lejana Vieja

España. Sin embargo, en conjunto, Coronado parece menos tirano que su predecesor. No permite que sus

súbditos atormenten, torturen o ejecuten a nuestro pueblo a capricho, como solía hacer el gobernador

Guzmán.

-Háblame de las armas y de las fortificaciones que el gobernador tiene en Compostela.

-Esa es una cosa curiosa, mi señor. Sólo puedo suponer que el difunto Yeyac debió de persuadir a

Compostela de que no tenía que temer nunca un ataque de nuestro pueblo. Además de los habituales palos

de trueno que l evan encima los soldados españoles, tienen también esos tubos de trueno mucho más

grandes montados en carros con ruedas. Pero los soldados no rodean la ciudad para defenderla; se ocupan

principalmente de mantener a los esclavos de las minas trabajando con sumisión, o de vigilar los obrajes en

los que están confinados. Y los enormes tubos de trueno que hay estacionados alrededor de la ciudad no

apuntan hacia afuera, sino hacia adentro, obviamente para rechazar cualquier intento de los esclavos de

rebelarse o escapar.

-Interesante -murmuré. Encendí y fumé un poquietl mientras meditaba sobre lo que había aprendido-.

¿Tienes alguna cosa más de importancia que comunicar?

-Muchas más, mi señor. Aunque Guzmán afirmaba que había conquistado Michoacán y había enviado a los

pocos guerreros supervivientes a la esclavitud en el extranjero, parece que no los sometió a todos. El nuevo

gobernador Coronado recibe regularmente noticias de levantamientos en el sur de sus dominios, sobre todo

en la zona de los alrededores del lago Pátzcuaro. Bandas de guerreros armados sólo con espadas hechas

del famoso metal purepe y con antorchas han estado atacando los puestos avanzados españoles y las

estancias de los colonos españoles. Atacan siempre de noche, matan a los guardias armados, les roban los

palos de trueno y prenden fuego a los edificios de las estancias, matando así a muchas familias blancas:

hombres, mujeres, niños... todos. Los blancos que han sobrevivido juran que los atacantes eran mujeres,

aunque no sé cómo pudieron distinguirlo teniendo en cuenta la oscuridad y el hecho de que los purepechas

son calvos. Y cuando los soldados españoles que quedan peinan el campo a la luz del día se encuentran a

las mujeres purepes haciendo exactamente lo mismo que siempre han hecho: tejer cestos de forma

apacible, hacer cacharros de cerámica y otras cosas por el estilo.

-Ayyo -exclamé para mí mismo con satisfacción-. Desde luego, las tropas de Pakápeti están demostrando lo

que valen.

-El resultado ha sido que han enviado tropas adicionales desde Nueva España para intentar, de momento

en vano, sofocar esos disturbios. Y los españoles de la Ciudad de México se lamentan de que esta

desviación de las tropas los deja a el os vulnerables ante las invasiones o insurrecciones indias. Si los

ataques en Michoacán en realidad sólo han hecho un daño insignificante, sin duda han conseguido que los

españoles, en todas partes, se sientan intranquilos y temerosos de perder su seguridad.

-Debo encontrar alguna manera de enviar mi felicitación personal a esa espantosa mujer cóyotl Mariposa

-murmuré.

-Como te decía -continuó Nocheztli-, el gobernador Coronado recibe estos informes, pero se niega a enviar

al sur a ninguna de sus tropas de Compostela. He oído decir que insiste en mantener a sus hombres

dispuestos para algún grandioso plan que ha concebido con intención de l evar adelante sus propias

ambiciones. También he oído que aguardaba ansioso la l egada de cierto emisario del virrey Mendoza, de la

Ciudad de México. Bien, esa persona l egó justo antes de que yo me marchase de Compostela, mi señor, y

resultó ser un emisario muy peculiar. Un fraile cristiano corriente.., y lo reconocí porque ese fraile había

residido en Compostela antes y yo lo había visto al í. No sé cómo se l ama, pero en aquel a época anterior

sus compañeros lo l amaban con desprecio el Monje Mentiroso. Y no sé por qué ha regresado, ni por qué el

virrey lo ha enviado, ni cómo es posible que él pueda ayudar al gobernador Coronado a realizar sus

ambiciones. Lo único que puedo decirle a este respecto es que el fraile l egó acompañado de un ayudante,

un simple moro esclavo. Ambos, fraile y esclavo, entraron inmediatamente a conferenciar en privado con el

gobernador. Estuve tentado de quedarme y tratar de enterarme de más cosas acerca de este misterio. Sin

embargo, para entonces yo ya empezaba a resultar sospechoso a la gente de la ciudad. Además temía que

tú, mi señor, pudieras dudar de mí por mi tardanza en regresar.

-Confieso que dudas he tenido, Nocheztli, y te pido disculpas. Lo has hecho bien, realmente bien. Por lo

que tú has descubierto, yo puedo adivinar mucho más. -Me eché a reír de corazón-. Ese moro está guiando

al Monje Mentiroso en busca de las fabulosas Siete Ciudades de Antilia, y Coronado confía en compartir el

mérito cuando las descubran.

-¿Mi señor...? -dijo Nocheztli sin comprender.

-No importa. Lo que significa es que ese Coronado sí que enviará algunas de sus tropas destacadas para

ayudar en esa búsqueda, y dejar a la complaciente ciudad de Compostela todavía más indefensa. Se

acerca el momento de que los guerreros leales al difunto Yeyac expíen sus crímenes. Ve, Nocheztli, y di a

los vigilantes del templo prisión que empiecen a alimentar a esos hombres con buena carne, pescado,

grasas y aceites. Hay que volver a ponerlos fuertes. Y que los guardias los dejen salir del templo de vez en

cuando para que se bañen, hagan ejercicio, entrenen y se pongan en forma para entrar en combate.

Ocúpate de eso, Nocheztli, y cuando consideres que los hombres están preparados, ven a decírmelo.

Me dirigí a los aposentos de Améyatl, donde el a ya no estaba postrada en el lecho, sino sentada en una

sil a icpali, y la puse al corriente de todo lo que me habían contado, lo que había deducido de esa

información y lo que pensaba hacer al respecto. Mi prima parecía aún tener sus dudas acerca de mis

planes, pero no retiró su aprobación. Luego dijo:

-Entretanto, primo, no has hecho nada aún acerca de la precaria condición de Pakápeti. Cada día me

preocupa más.

-Ayya, tienes razón. Me he descuidado. -Ordené a una de sus otras criadas que se encontraba asistiéndola

en aquel momento-: Ve a buscar al ticití Ualiztli. Es cirujano del ejército. Lo encontrarás en las barracas de

los cabal eros. Dile que requiero su presencia aquí de inmediato.

Améyatl y yo estuvimos charlando de varios asuntos; una de las cosas que me dijo es que se encontraba

muy restablecida y que, si yo se lo permitía, empezaría a ayudarme con algunos de los detal es rutinarios

de mi cargo. Y después l egó Ualiztli, que l evaba la bolsa de instrumentos y medicamentos que los ticiltin

l evan a todas partes. Como era un hombre de bastante edad, aunque robusto, y como había acudido

corriendo a mi l amada, se encontraba casi sin aliento, hice que la criada le trajera una taza de chocólatl

para que se repusiera y al mismo tiempo le dije que condujese hasta nosotros a de De Puntil as.

-Estimado Ualiztli -comencé a decirle-, esta joven es buena amiga Pakápeti, miembro del pueblo purepe. de

De Puntil as, este cabal ero es el médico más considerado de toda Aztlán. A Améyatzin y a mí nos gustaría

mucho que le permitieras examinar tu condición física.

De Puntil as pareció un poco recelosa pero no protestó.

-De acuerdo con los síntomas, Pakápeti está encinta -le dije al tícitl-, pero al parecer tiene un embarazo

difícil. A todos nosotros nos sería muy valiosa tu opinión y tu consejo.

Inmediatamente de De Puntil as exclamó:

-¡No estoy encinta!

Pero se tendió obediente sobre el jergón de Améyatl cuando el médico le dijo que lo hiciera.

-Ayyo, pues si que lo estás, querida -sentenció el médico después de palpar un poco entre la ropa-. Por

favor, súbete la blusa y bájate un poco la falda por la cintura para que pueda realizar un examen completo.

No pareció que a de De Puntil as le diera apuro descubrir sus pechos y el abultado vientre en presencia de

Améyatl y de mí, y pareció igualmente indiferente ante el entrecejo fruncido, los suspiros y los murmul os

del tícitl mientras le apretaba y le hurgaba por aquí y por al á. Cuando por fin se apartó de el a, de De

Puntil as habló antes de que pudiera hacerlo el médico:

-¡No estoy preñada! Y tampoco quiero estarlo!

-Tranquila, niña. Hay ciertas pociones que hubiera podido administrarte antes para inducir un parto

prematuro, pero tu estado es demasiado avanzado...

-¡No pariré ni antes, ni después, ni nunca! -insistió con vehemencia de De Puntil as-. Y quiero matar a esta

cosa que l evo dentro!

-Bien, con toda seguridad el feto no habría sobrevivido a un parto prematuro. Pero ahora...

-No es un feto. Es una... cosa macho.

El tícitl sonrió con tolerancia.

-¿Acaso alguna comadre entrometida te ha dicho que sería niño porque lo l evas situado muy alto? Eso no

es más que una vieja superstición.

-¡Ninguna comadre me ha dicho nada! -aseguró de De Puntil as, cada vez más agitada-. No he dicho un

niño... he dicho una cosa macho. La cosa que sólo una persona macho... -Hizo una pausa con cara

avergonzada y luego añadió-: Un kurú. Un tepuli.

Ualiztli le dirigió una mirada penetrante.

-Déjame tener unas palabras con tu eminente amigo. -Me condujo fuera del alcance del oído de las mujeres

y me dijo en un susurro-: Mi señor, ¿acaso hay en esto un marido que no sospecha nada? ¿Acaso la joven

ha sido inf...?

-No, no -me apresuré a defenderla-. No hay ningún marido. Hace varios meses a Pakápeti la violó un

soldado español. Temo que el espanto de l evar en su seno el hijo de un enemigo le ha alterado de algún

modo las facultades.

-A menos que las mujeres purepes estén hechas de un modo diferente a las nuestras, cosa que dudo, algo

le ha alterado también las entrañas. Si está encinta, le está creciendo más en la zona del estómago que en

el vientre, y eso es imposible.

-¿Puedes hacer algo que la alivie?

El médico puso cara de incertidumbre; luego volvió a inclinarse sobre de De Puntil as.

-Puede que tengas razón, querida, y que esto no sea un feto viable. A veces una mujer puede desarrol ar un

tumor fibroso que se parece mucho a un embarazo.

-¡Te digo que está creciendo! Te digo que no es un feto! Te digo que es un tepuli!

-Por favor, querida, ésa es una palabra inapropiada para que la pronuncie una señorita bien educada. ¿Por

qué persistes en hablar de un modo tan inmodesto?

-¡Porque sé lo que es! Porque me lo tragué! Sácamelo!

-Pobre muchacha, estás trastornada.

Ualiztli se puso a buscar algo dentro de la bolsa.

Pero yo estaba mirando a Pakápeti con la boca abierta. Estaba recordando... y me preguntaba...

-Toma, bébete esto -le ordenó Ualiztli al tiempo que le tendía una tacita.

-¿Me librar de esta cosa? -le preguntó de De Puntil as esperanzada, casi suplicante.

-Te calmará.

-¡No quiero que me calme! -Le tiró la taza de la mano-. Quiero librarme de este espantoso...

-De Puntil as -intervine yo con seriedad-, haz lo que dice el tícitl. Recuerda que pronto tendremos que volver

a ponernos en camino. Y no podrás venir conmigo a menos que te pongas bien. Por ahora bébete la

poción. Luego el médico consultará con sus colegas ticiltmn en cuanto a las medidas que se tomarán a

continuación. ¿No es así, Ualiztli?

-Exactamente así, mi señor -respondió él contribuyendo a mi mentira.

Aunque todavía con expresión obstinada y desafiante, de De Puntil as me obedeció y se bebió la taza que

el médico había vuelto a l enar. Después Ualiztli le dio permiso para que se arreglase la ropa y se retirase. Y

cuando se hubo marchado nos dijo a Améyatl y a mi:

-Está bastante trastornada. Está demente. Le he dado una tintura de la seta nanácatl. Eso por lo menos le

aliviará el torbel ino que tiene en la cabeza. No sé qué otra cosa puede hacerse, excepto cortar en su

interior con la lanceta de obsidiana, y pocos pacientes sobreviven a tan drástica exploración. Os dejaré una

provisión de la tintura para que se la administréis cuando vuelva a ponerse alterada. Lo siento, mi señor, mi

señora, pero el pronóstico no es nada prometedor.

En los días siguientes Améyatzin ocupó un trono ligeramente más pequeño que el mío, situado un poco

más abajo y a mi derecha, asistió a mis conferencias con el Consejo de Portavoces cuando había ocasión

para que se reunieran aquel os ancianos, me ayudó en muchas de las decisiones que los otros funcionarios

venían a pedirme y me alivió de gran parte de la cansina carga de tratar las peticiones de la gente corriente.

Améyatl siempre tenía a su lado izquierdo a nuestra querida Pakápeti, principalmente como precaución

contra algún daño que la muchacha pudiera causarse a sí misma, pero también con la esperanza de que

con las actividades del salón del trono la mente de De Puntil as pudiera distraerse de su oscura obsesión.

Los tres estábamos al í el día en que un mensajero del ejército vino a decirme:

-Mi señor, el tequíua Nocheztli te envía el mensaje de que los guerreros de Yeyac se encuentran tan en

forma como en sus mejores tiempos.

-Entonces dile a Nocheztli que venga aquí y que traiga consigo a ese cabal ero de la Flecha.

Cuando l egaron, el cabal ero, cuyo nombre era Tapachini, se inclinó con humildad para hacer el gesto

tlalqualiztli de tocar el suelo del salón del trono. Dejé que permaneciera en aquel a postura servil mientras le

decía:

-Os ofrecí a ti y a tus camaradas en la traición tres modos de morir. Todos vosotros escogisteis el mismo, y

en el día de hoy conducirás a esos hombres en su marcha hacia la muerte. Como os prometí, será una

muerte en combate, por lo tanto buena a los ojos de los dioses. Y esto otro te lo voy a decir por primera vez:

habréis tenido el honor de librar la primera batal a de lo que ser una guerra total e incondicional para

expulsar a los hombres blancos del Unico Mundo.

Tapachini, con la cabeza aún baja, dijo:

-Es un honor que difícilmente hubiéramos esperado merecer, mi señor. Estamos agradecidos. Sólo tienes

que mandarnos.

-Se os devolverán a todos vuestras armas y armaduras. Luego marcharéis hacia el sur y atacaréis la ciudad

española de Compostela. Haréis cuanto podáis por arrasar la ciudad y acabar con sus habitantes blancos.

Naturalmente, no lo lograréis. Os superarán de diez a uno en número, y vuestras armas no serán rival para

las de los hombres blancos. No obstante, veréis que la ciudad se cree fatuamente a salvo a causa del pacto

que hizo con el difunto Yeyac. Encontraréis a Compostela desprevenida ante vuestro ataque. De modo que

los dioses, y yo, estarán desolados si cada uno de vosotros no acaba por lo menos con cinco enemigos

antes de caer vosotros mismos.

-Confía en el o, mi señor.

-Espero enterarme de el o. La noticia de una matanza así, sin precedentes, no tardará en l egar a mis oídos.

Mientras tanto desecha cualquier ilusión de que tus hombres y tú podréis eludir mi mirada tan pronto como

salgáis de Aztlán.

Me di la vuelta hacia Nocheztli.

-Elige guerreros leales y fornidos para que sirvan de escolta. Haz que acompañen al cabal ero Tapachini y a

su contingente por los senderos que l evan al sur; será una marcha de no más de cinco días; y que

permanezcan con el os hasta que se encuentren dentro del radio de ataque de Compostela. Cuando el

cabal ero Tapachini dirija la carga contra la ciudad, y no antes, los escoltas regresarán aquí para informar.

Durante el camino hacia el sur han de contar continuamente a los hombres que están bajo su custodia. El

número del cabal ero y el de sus hombres es de ciento treinta y ocho en este momento. Ese mismo número

ha de atacar Compostela. ¿Queda bien entendido, tequíua Nocheztli?

-Sí, mi señor.

-Y a ti, cabal ero Tapachini -añadí con sarcasmo-, ¿te resultan satisfactorias las condiciones?

-No puedo culparte, mi señor, por habernos considerado indignos de merecer tu confianza.

-Entonces, márchate ya. Y que seas perdonado cuando hayas derramado un río de sangre de los hombres

blancos. Y de la tuya propia.

El propio Nocheztli fue con los hombres de Tapachini y sus escoltas durante el primer día de marcha; luego,

al caer la noche, dio la vuelta, y a la mañana siguiente temprano me informó:

-Ninguno de los hombres condenados trató de escapar, mi señor, y no ha habido incidentes hasta el

momento. Cuando me marché había todavía ciento treinta y ocho hombres.

No sólo elogié a Nocheztli por su asidua y continua atención a todos los aspectos de aquel a misión, sino

que lo ascendí en aquel mismo momento.

-Desde este día, eres cuáchic, una "vieja águila". Además, te doy permiso para que elijas tú mismo los

guerreros que servirán bajo tu mando. Y si alguno de los altivos cabal eros o de los otros cuáchictin tiene

alguna queja sobre eso, diles que vengan a quejarse a mi.

Nocheztli se apresuró a inclinarse para hacer el gesto de besar la tierra; se esmeró tanto que casi cayó a

mis pies. Cuando consiguió erguirse torpemente, se fue de mi presencia de una forma aún más respetuosa,

caminando hacia atrás todo el camino hasta que salió del salón del trono.

Pero apenas se hubo marchado le sucedió otro guerrero que solicitaba audiencia, y éste había traído

consigo a una mujer del pueblo l ano de aspecto más bien asustado. Ambos tocaron el suelo con el gesto

tlalqualiztli y el hombre dijo:

-Perdona mi urgencia, mi señor, pero esta mujer ha venido a nuestras barracas para informar de que esta

mañana, al abrir la puerta de su casa, ha encontrado un cadáver en el cal ejón.

-¿Por qué me dices esto, iyac? Probablemente algún borracho que había bebido más de lo que podía

aguantar.

-Perdona que te corrija, mi señor. Este era un guerrero, y lo habían apuñalado por la espalda. Y además le

habían quitado la armadura de combate; sólo l evaba puesto el taparrabos y no portaba armas.

-Entonces, ¿cómo sabes que era un guerrero? -le pregunté con enojo, bastante irritado por empezar el día

de ese modo.

Antes de contestarme, el yeyac se inclinó de nuevo para tocar el suelo y yo me volví y vi que Améyatl había

entrado en la sala.

-Porque, mi señor -continuó el hombre-, yo he servido como guardia de los prisioneros en el templo de

Coyolxauqui, así que reconocí a este guerrero muerto. Era uno de los detestables cómplices del difunto

Yeyac.

-Pero.. - pero... -tartamudeé, confuso-. Todos tenían que abandonar la ciudad ayer. Y lo hicieron. Todos, los

ciento treinta y ocho.

Améyatl me interrumpió con voz insegura.

-Tenamaxtzin, ¿has visto a de De Puntil as?

-¿Qué? -exclamé aún más confuso.

-Esta mañana no estaba al lado de mi cama, como solía suceder siempre. No recuerdo haberla visto desde

que los tres estuvimos en esta habitación ayer.

Améyatl y yo debimos de comprenderlo ambos al instante. Pero nosotros, los sirvientes e incluso Gónda Ke

fuimos a registrar cada rincón del palacio y sus jardines. Nadie encontró a Pakápeti, y el único

descubrimiento significativo lo hice yo mismo, a saber: que uno de los tres palos de trueno que estaban

ocultos también había desaparecido, de De Puntil as se había adelantado deliberadamente para matar,

para que mataran a lo que fuera que había en sus entrañas y para morir el a.

20

Yo había calculado que las tropas del cabal ero Tapachini y sus escoltas tardarían unos cinco días en l egar

a Compostela, y que a dichos escoltas les l evaría bastante menos tiempo regresar para informar, quizá si

hubiese un buen corredor entre el os se adelantase y l egara incluso antes. De todos modos tendría que

esperar varios días para poder escuchar los resultados de la misión, de manera que en vez de consumirme

de impaciencia y ansiedad decidí sacarles provecho a esos días. Dejé toda la aburrida y exasperante rutina

de gobierno en manos de Améyatl y del Consejo de Portavoces (a mi se me consultaba sólo en asuntos

muy importantes) y me dediqué a mis otras ocupaciones en el exterior.

Mis cuatro cabal os estaban bien alimentados y cuidados, pues había dado a los esclavos instrucciones al

respecto; ahora se veían lustrosos y atractivos, y resultaba evidente que se encontraban ansiosos por

estirar las patas. Así que busqué voluntarios que quisieran aprender a cabalgar. A la primera que le

pregunté fue a Gónda Ke, pues yo tenía esperanzas de que el a y yo estuviéramos pronto viajando a toda

velocidad hacia tierras lejanas, por delante de mi ejército, a fin de reclutar soldados para ese ejército. Pero

Gónda Ke rechazó con desdén la idea de montar a cabal o. En aquel inimitable estilo suyo, me dijo:

-Gónda Ke ya sabe todo lo que merece la pena saber. ¿Qué necesidad tiene de aprender algo nuevo?

Además, Gónda Ke ha cruzado una y otra vez todo el Unico Mundo, lo ha hecho muchas veces y siempre a

pie, como corresponde a un yaqui valiente y robusto. Tú, si lo prefieres, cabalga, Tenamaxtli, como un débil

hombre blanco. Gónda Ke te garantiza que no podrás dejarla atrás.

-Gastarás un buen montón de tus preciadas sandalias -le indiqué secamente. Pero no la presioné mas.

A continuación, en deferencia a su rango, les ofrecí la misma oportunidad a los oficiales del ejército, y no

me sorprendí demasiado al ver que el os también rehusaban, aunque desde luego no de un modo tan

insultante como lo había hecho antes Gónda Ke. Se limitaron a decirme:

-Mi señor, el águila y el jaguar se avergonzarían de depender de bestias inferiores para tener movilidad.

Así que me dirigí a las filas del cuáchictin, y dos de el os se ofrecieron voluntarios. Como ya podía haber

supuesto, el nuevo cuáchic, Nocheztli, apenas esperó a que le preguntase. El otro era un mexicatl de

mediana edad l amado Comití, quien, en su juventud, había formado parte de aquel os guerreros que

habían traído de Tenochtitlan para entrenar a los nuestros. Últimamente había sido uno de los hombres a

los que yo había enseñado a manejar el arcabuz. Quedé asombrado al ver que el tercer voluntario era el

cirujano del ejército, aquel ticitl Ualiztli de quien ya he hablado.

-Si tan sólo buscas hombres que puedan luchar a cabal o, mi señor, comprenderé, naturalmente, que me

rechaces. Como puedes ver, soy ya considerablemente viejo, tengo bastante peso de más para poder

marchar con el ejército y además he de l evar mi pesado saco mientras lo hago.

-No te rechazo, Ualiztli. Creo que un ticitl debería estar capacitado para moverse con rapidez por un campo

de batal a a fin de poder administrar con más rapidez sus servicios. Y he visto montar a cabal o a muchos

españoles más viejos y pesados que tú; si el os eran capaces de hacerlo, seguro que tú puedes aprender.

De modo que durante aquel os días de espera enseñé a los tres hombres todo lo que sabía acerca de

manejar un cabal o. -mientras deseaba con ansiedad que de De Puntil as, mucho más diestra, estuviera al í

para supervisar su entrenamiento. Realizamos las prácticas alternativamente en la plaza central, que

estaba pavimentada, y en algunos terrenos l enos de hierba y, dondequiera que lo hiciéramos, una multitud

de gente de la ciudad venían a mirarnos, desde una distancia prudencial, l enos de temeroso respeto y

admiración. Dejé que el ticitl Ualiztli utilizase la otra sil a en su cabal o, y Comitl y Nocheztli se abstuvieron

varonilmente de quejarse por el hecho de tener que ir dando botes sobre la espalda desnuda de las otras

dos monturas.

-Eso os endurecerá -les aseguré-, de manera que cuando por fin confisquemos otros cabal os a los

soldados blancos, encontraréis muy cómodo montar en sil a.

No obstante, cuando mis tres discípulos se hubieron vuelto por lo menos tan diestros como yo en el arte de

cabalgar, nuestras actividades ya no servían para distraerme de mi ansiedad. Habían transcurrido siete días

desde la partida de Tapachini y sus hombres, tiempo suficiente para que un mensajero veloz hubiera

regresado a Aztlán, pero no había sido así. Pasó el octavo día, y luego el noveno, tiempo suficiente para

que todos los guardias de escolta hubieran regresado.

-Ha sucedido algo terriblemente malo -gruñí al décimo día mientras paseaba malhumorado por el salón del

trono. De momento sólo les confiaba mi consternación a Améyatl y a Gónda Ke-. Y no tengo manera de

saber qué es!

-Quizá sea que esos hombres condenados hayan decidido esquivar su sino -sugirió mi prima-. Pero no creo

que hayan podido escabul irse de la fila de uno en uno o de dos en dos, pues de ser así los escoltas te

habrían informado de el o. De modo que lo más probable es que se hayan sublevado en masa: eran

muchos y los escoltas pocos; y después de matar a los guardianes han debido de huir, juntos o por

separado, a un lugar donde no puedas darles alcance.

-Ya he pensado en eso, naturalmente -gruñí-. Pero habían besado la tierra en señal de juramento. Y en otro

tiempo habían sido hombres honorables.

-También lo fue Yeyac... en otro tiempo -comentó Améyatl con amargura-. Mientras nuestro padre estuvo

presente para mantenerlo leal, viril y digno de confianza.

-Sin embargo -objeté-, se me hace difícil creer que ninguno de esos hombres haya cumplido su juramento...

por lo menos para volver y decirme que los demás no lo habían hecho. Y recuerda, es prácticamente

seguro que Pakápeti estaba entre el os disfrazada de hombre. Y el a nunca desertaría.

-Quizá haya sido el a -apuntó Gónda Ke con aquel a característica sonrisa suya de satisfacción- quien los

ha matado a todos.

Aquel comentario no fue digno de ninguna observación por mi parte. Luego Améyatl dijo:

-Si los hombres de Yeyac mataron a sus escoltas, no creo que tuvieran reparos en hacer lo mismo con de

De Puntil as ni con ninguno de los suyos que les hiciese frente.

-Pero eran guerreros -seguí objetando-. Siguen siendo guerreros, a menos que la tierra se haya abierto y se

los haya tragado. No conocen otro modo de vida. Juntos o separados, ¿qué harán ahora con sus vidas?

¿Recurrir al vulgar bandidaje clandestino? Eso sería impensable para un guerrero, por muy deshonrosa que

haya sido su conducta en otros aspectos. No, sólo se me ocurre que puedan haber hecho una cosa. -Me di

la vuelta hacia la mujer yaqui y le dije-: En una época anterior al tiempo, una cierta Gónda Ke convirtió a

muchos hombres buenos en malos, así que tú debes de estar bien versada en materia de traición. ¿Crees

que esos hombres han reanudado su alianza con los españoles?

Gónda Ke se encogió de hombros con indiferencia.

-¿Con qué fin? Mientras fueron hombres de Yeyac podían esperar favor y preferencia. Sin embargo, sin

Yeyac para guiarlos no son nadie. Es posible que los españoles los aceptasen en sus filas, pero los

despreciarían por completo al pensar, y con razón, que unos hombres que se han vuelto contra su propio

pueblo también podrían volverse fácilmente contra el os.

-Hablas con lógica -tuve que confesar.

-A esos desertores se los consideraría como los más bajos de los bajos. Incluso ese cabal ero de la Flecha

sería degradado a yaoquizqui. Y lo más seguro es que él y los demás supieran eso incluso antes de

desertar. Así que, ¿para qué hacerlo? Ningún guerrero, por muy desesperado que estuviera por escapar a

tu ira, habría aceptado ese destino, mucho peor.

-Bueno, sea lo que sea lo que hayan hecho -comentó Améyatl-, lo hicieron en el camino de aquí a

Compostela. ¿Por qué no envías a otro quimichi para que lo averigüe?

-¡No! -intervino con brusquedad Gónda Ke-. Aunque esa tropa no se acerque a Compostela, es inevitable

que la noticia l egue al í. Cualquier campesino o leñador que fueran de camino para l evar sus mercancías

al mercado de la ciudad ya debe de haber contado que han visto en los alrededores una amenazadora

fuerza armada de aztecas. Y puede que el gobernador Coronado ya haya puesto en marcha hacia aquí a

sus soldados para adelantarse a tus planes de insurrección y para devastar Aztlán. Ya no puedes permitirte,

Tenamaxtil, molestar simplemente a los españoles con misiones al azar, como ésta, que ha fal ado, y las de

las mujeres de Michoacán. Te encuentres preparado o no, te guste o no, ya estás en guerra. Estás

comprometido a hacer la guerra. La guerra total. No tienes otra alternativa más que guiar a el a a tu ejército.

-Me mortifica tener que admitir de nuevo que tienes razón, bruja -le dije-. Ojalá pudiera negarte el mayor de

tus placeres, el de ver cómo se derrama la sangre y se siembra la destrucción. Sin embargo, lo que ha de

ser, ha de ser. Ve pues, ya que, de toda mi corte, tú eres la persona más ansiosa de guerra. Envía recado a

todos los cabal eros de Aztlán para que mañana al amanecer tengan a nuestro ejército reunido en la plaza

central, armado, con provisiones y dispuesto para marchar.

Gónda Ke esbozó una sonrisa vil y abandonó de prisa la habitación. Entonces le comenté a Améyatl:

-No voy a esperar a que el Consejo de Portavoces dé su asentimiento para este despliegue. Puedes

convocarlos cuando quieras, prima, e informarles de que ahora existe un estado de guerra entre los

españoles y los aztecas. Difícilmente podrán los miembros del Consejo revocar una acción que ya se ha

emprendido. -Améyatl asintió, pero no con júbilo-. Destacaré un número de hombres para que se queden

aquí como tu guardia de palacio -continué diciendo-. No los suficientes para repeler un posible ataque a la

ciudad, pero sí los necesarios para ponerte a toda prisa a salvo en caso de peligro. Mientras tanto, como

regente, vuelves a tener la autoridad de Uey-Tecutli, el Consejo ya lo sabe, hasta mi regreso.

-La última vez que te marchaste estuviste ausente años -dijo Améyatl con tristeza.

-¡Ayyo, Améyatl! -le contesté con alegría para tratar de animarla-. Esta vez espero que a mi regreso, sea

cuando sea, pueda decirte que nuestra Aztlán es la nueva Tenochtitlan, capital de un Unico Mundo

recobrado, restaurado, renovado y no compartido con extranjeros. Y que dos primos, nosotros dos, somos

los gobernantes absolutos de él.

-Primos... -murmuró--. Hubo un tiempo, ocáya nechca, en que éramos más como hermanos.

-Bastante más que eso, si me permites que te lo recuerde -le dije alegremente.

-No hace falta que me lo recuerdes. Entonces, cuando eras sólo un muchacho, te consideraba alguien muy

querido. Ahora eres un hombre, y un hombre muy viril. ¿Qué serás cuando regreses de nuevo?

-Confío en no ser un viejo. Y espero seguir siendo capaz de... bueno... digno de que me tengas como a

alguien muy querido.

-Así fue, así es y así será. Cuando el Tenamaxtli muchacho se marchó de Aztlán sólo le dije adiós con la

mano. El hombre Tenamaxtli se merece una despedida más efusiva y memorable. -Me tendió los brazos-.

Ven... queridísimo mio...

Como en su juventud, Améyatl todavía personificaba de manera tan efusiva el significado de su nombre

(Fuente) que repetidamente disfrutamos de nuestras mutuas oleadas de pasión durante toda la noche, y

por fin nos quedamos dormidos sólo cuando nuestros jugos estuvieron completamente agotados. Yo

hubiera podido quedarme dormido sin acudir a la cita que tenía con mi ejército reunido de no ser porque la

maleducada Gónda Ke, que nunca respetaba la intimidad, entró majestuosa sin que nadie la l amase en mis

aposentos y me zarandeó bruscamente para que me despertase.

Frunciendo los labios al verme abrazado a Améyatl, exclamó en un rebuzno ruidoso:

-¡Mirad! Mirad al siempre alerta, entusiasta, vigilante y guerrero líder de su pueblo revolcándose en la lujuria

y en la pereza! ¿Eres capaz de dirigir, mi señor? ¿Puedes siquiera tenerte en pie? Ya es la hora.

-Márchate -rugí-. Vete a burlarte de otro. Tomaré un poco de vapor, me bañaré, me vestiré y me reuniré con

el ejército cuando esté listo. Vete.

Pero la mujer yaqui tenía que lanzarle un insulto grosero a Améyatl antes de marcharse:

-Si has dejado agotada por completo la virilidad de Tenamaxtli y l egamos a perder esta guerra, mi lujuriosa

señora, ser por culpa tuya.

Ameyatl que tenía la gracia y el ingenio de los que Gónda Ke carecía, se limitó a sonreír con satisfacción,

contenta y medio dormida, y respondió:

-Puedo dar fe de que la virilidad de Tenamaxtzin soportará cualquier prueba.

A la mujer yaqui le rechinaron los dientes y salió de la habitación enfadada y a toda velocidad. Hice mis

abluciones, me puse la armadura acolchada y el tocado quetzal de plumas en forma de abanico, símbolo de

mando, y luego me incliné para darle un último beso a Améyatl, que seguía sonriente en la cama.

-Esta vez no te diré adiós con la mano -me susurró-. Sé que regresarás, y que lo harás victorioso. Sólo

intenta que ese día l egue pronto. Hazlo por mí.

Al ejército, que ya se había reunido, le anuncié:

-Camaradas, al parecer los guerreros de Yeyac han vuelto a traicionarnos. O bien han fracasado o bien han

desobedecido mi orden de sacrificarse en un ataque a la fortaleza de los españoles. Así que atacaremos

con todas nuestras fuerzas. No obstante, es probable que Compostela ya nos esté esperando. Por ese

motivo vosotros, cabal eros y cuáchictin, haced caso de mis instrucciones. Durante los primeros tres días de

nuestra marcha hacia el sur, iremos en formación de columna para avanzar lo más rápidamente posible. Al

cuarto día daré otras órdenes. Y ahora... adelante!

Yo cabalgaba, naturalmente, al frente de la comitiva, con los otros tres hombres a cabal o detrás de mí, y a

continuación los guerreros en columna de a cuatro, todos avanzando a paso ligero. Gónda Ke caminaba

trabajosamente al final de la procesión, sin armas ni armadura, pues no iba a pelear, sólo nos acompañaría

en la expedición que haríamos después del combate para reclutar guerreros de otras naciones.

Existe cierto animal que mora en los árboles al que nosotros l amamos huitzlaiuachi, "pequeño jabalí

espinoso (puerco espín en español), y que tiene todo el cuerpo erizado de afiladas púas en lugar de pelo.

Nadie sabe por qué Mixcoati, el dios de los cazadores, creó a ese animal tan particular, porque su carne es

desagradable para los humanos, otros depredadores se mantienen sensatamente alejados de esa

inexpugnable capa de innumerables espinas. Lo menciono sólo porque imagino que nuestro ejército en

marcha debía de parecerse a ese pequeño jabalí espinoso, pero a uno inmensamente largo y grande. Cada

guerrero l evaba a un hombro una larga lanza y al otro la jabalina más corta y el bastón arrojadizo atlatl, de

modo que la columna entera era tan espinosa como el animal. Pero la nuestra era mucho más bril ante y

vistosa, porque la luz del sol bril aba en la punta de obsidiana de esas armas, y la columna además

ostentaba las banderas, estandartes y pendones de varios colores de sus diversos contingentes... y mi

propio y rimbombante tocado iba al frente de todo el o. Para cualquiera que nos observase de lejos,

verdaderamente debíamos de parecer impresionantes; lo único que yo hubiera podido desear es que

fuésemos más numerosos.

A decir verdad, yo tenía bastante sueño después de haber estado retozando toda la noche con Améyatl, así

que, a fin de mantenerme despierto hablando con alguien, le hice señas al tícitl Ualiztli para que se

adelantase con su cabal o y se pusiese a cabalgar a mi lado. Estuvimos conversando de varios temas,

incluida la manera como había muerto mi primo Yeyac.

-Así que el arcabuz es una arma que mata lanzando una bola de metal -comentó reflexivamente-. ¿Y qué

clase de herida inflige, Tenamaxtzin? ¿Un golpe? ¿O penetra en la carne?

-Oh, penetra en la carne, te lo aseguro. La herida es muy parecida a la producida por una flecha, pero la

bola l ega con más fuerza y entra más adentro.

-He conocido hombres que han vivido, e incluso han continuado luchando, con una flecha clavada -dijo el

tícitl-. O con más de una flecha, siempre que ninguna le hubiera perforado un órgano vital. Y una flecha,

desde luego, por sus propias características, tapona la herida que ha producido y restaña la hemorragia en

una medida considerable.

-La bola de plomo no -le informé-. Además, si a un hombre herido de flecha se le atiende con rapidez, un

ticitl puede sacarle la flecha para tratarle la herida. Y una bola de plomo es casi imposible de extraer.

-Sin embargo -dijo Ualiztli-, si esa bala no hubiera dañado irreparablemente algún órgano interno, el único

peligro de la víctima sería que se desangrase hasta morir.

-Me aseguré de que a Yeyac le ocurriese exactamente eso -le indiqué con severidad-. En cuanto se le

perforó el vientre, lo volví boca abajo y lo mantuve así para que la sangre le saliese del modo más rápido.

-Hmm -murmuró el ticitl; y continuó cabalgando en silencio durante un breve tiempo. Luego comentó-: Ojalá

se me hubiera l amado cuando lo l evaste a Aztlán, así habría podido examinar aquel a herida. Me atrevo a

decir que tendré que atender muchas así en los días venideros.

Nuestra columna continuó la marcha durante tres días siempre en formación, como yo había ordenado,

porque quería que mis guerreros se mantuvieran en un grupo compacto por si nos encontrábamos con

algún ejército que se dirigiera al norte desde Compostela. Pero no nos topamos con ninguno, ni siquiera

divisamos soldados enemigos que explorasen la ruta. Así que, durante ese tiempo, no tuve motivo para

ocultar o dispersar a mis hombres. Y al acampar cada noche no hacíamos el menor esfuerzo por ocultar la

luz de las hogueras en las que cocinábamos la comida. Y eran comidas muy buenas, nutritivas y

fortalecientes, que consistían básicamente en piezas de caza que iban cobrando a lo largo del camino los

guerreros a los que se les había asignado tal tarea.

Yo había calculado que a la cuarta mañana tendríamos a la vista a los centinelas que Coronado hubiera

apostado alrededor de la ciudad. Al amanecer de ese día, convoqué a mis cabal eros y cuáchictin para

decirles:

-Espero que al caer la noche estaremos a una distancia de Compostela apropiada para el ataque. Pero no

pienso hacerlo desde esta dirección, pues lo más probable es que los españoles lo prevean así. Y tampoco

pienso realizar el ataque inmediatamente. Rodearemos la ciudad y volveremos a reunirnos en el lado sur de

la misma. Así que, de ahora en adelante, vuestras fuerzas han de dividirse en dos; una mitad avanzará

hacia el oeste desde este camino, y la otra hacia el este. Y cada una de esas dos mitades ha de dividirse

aún más: en guerreros separados, de uno en uno, y que cada uno de el os avance con muchísima cautela y

en silencio hacia el sur. Todos los estandartes se plegarán, las lanzas se l evarán al nivel del suelo, los

hombres han de beneficiarse de los árboles, de la maleza, de los cactos, de cualquier camuflaje que sirva

para hacerlos tan invisibles como sea posible.

Me quité el ostentoso tocado, lo doblé con mucho cuidado y lo metí detrás de la sil a de montar.

-Sin las banderas, mi señor -quiso saber uno de los cabal eros-, ¿cómo vamos a mantenernos en contacto

unos con otros los que vamos a pie?

-Estos tres hombres montados y yo continuaremos avanzando abiertamente, a plena vista, por este

sendero -le indiqué-. Encima de estos cabal os seremos guías lo bastante visibles para que nos sigan los

hombres. Y decidles esto: el más adelantado de el os ha de permanecer por lo menos cien pasos por detrás

de mi. Mientras tanto no es necesario que estén en contacto unos con otros. Cuanto más separados estén,

mejor. Si un hombre se tropieza con un explorador español, ha de matar a ese enemigo, desde luego, pero

en silencio y sin que se note. Quiero que todos nosotros nos acerquemos a Compostela sin que se nos

detecte. Sin embargo, si alguno de vuestros hombres se encontrase con una patrul a enemiga o con un

destacamento que no pudiera derrotar él solo, que entonces, y sólo entonces, eleve el grito de guerra, que

se desplieguen los pendones y que todos vuestros hombres, pero nada más los situados a ese lado del

sendero, acudan a la señal. Los hombres que se encuentren al otro lado han de continuar en silencio y

furtivamente, como antes.

-Pero dispersos como estaremos -intervino otro cabal ero-, ¿no es también posible que los españoles nos

aguarden igualmente escondidos y nos maten uno a uno?

-No -contesté l anamente-. Ningún hombre blanco será nunca capaz de moverse tan silenciosamente y

permanecer invisible como lo hacemos nosotros, que hemos nacido en esta tierra. Y ningún soldado

español cubierto de metal y plomo es capaz ni siquiera de permanecer pacientemente sentado y no hacer

algún sonido o movimiento sin darse cuenta.

-El Uey-Tecutli habla con verdad -intervino Gónda Ke, que se había abierto camino a codazos entre el grupo

y, como siempre, tuvo que entrometer un comentario, aunque no hiciera falta-. Gónda Ke conoce a los

soldados españoles. Incluso un lisiado que camine arrastrando los pies y tropezándose podría caer sobre

el os sin que se dieran cuenta.

-Así pues -continué-, suponiendo que no se vean interrumpidas por ningún combate cuerpo a cuerpo, que

no sean descubiertas por ningún tumulto u obstaculizadas por alguna fuerza superior, ambas mitades de las

tropas continuarán marchando hacia el sur, guiadas por mí. Cuando juzgue que ha l egado el momento,

volveré mi cabal o hacia el oeste, hacia el lugar donde el sol se estará poniendo entonces, porque me

gustaría tener el favor de Tonatiuh, y que bril ase sobre mí tanto tiempo como sea posible. Los guerreros del

lado occidental del sendero continuarán tras de mí, a cien pasos, confiando en que los conduzca a salvo

hasta el otro lado de la ciudad.

-Y Gónda Ke estará justo detrás de el os -comentó ésta complacientemente.

Le lancé una mirada de exasperación.

-Al mismo tiempo, el cuáchic Comitl volverá su cabal o hacia el este, y los hombres de ese lado del sendero

lo seguirán a él. Y en algún momento, cuando la noche ya esté avanzada, ambas mitades se encontrarán al

sur de la ciudad. Enviaré mensajeros para que establezcan contacto entre las dos y organicen el

reencuentro. ¿Me habéis comprendido?

Todos los oficiales hicieron el gesto de tlalqualiztli y luego se marcharon para transmitir mis órdenes a sus

hombres. Muy poco tiempo después los guerreros habían desaparecido casi por arte de magia, como el

rocío de la mañana, entre los árboles y la maleza, y el sendero quedó vacío detrás de mí. Sólo Ualiztli,

Nocheztli, el mexícatl Comití y yo seguíamos sentados en nuestras monturas a plena vista.

-Nocheztli -le ordené-, tú irás en cabeza. Cabalga delante, pero con paso tranquilo. Nosotros tres no te

seguiremos hasta que te hayamos perdido de vista. Sigue avanzando hasta que divises cualquier señal del

enemigo. Aunque hayan puesto guardias o barricadas a este lado de la ciudad, incluso lejos de el a, y te

vean antes de que puedas evitarlo, no esperarán que haya sólo un atacante. Y además también podría ser

que te reconocieran y los dejase perplejos el hecho de ver que te aproximas, sobre todo si vas a cabal o,

como un español. Y esa vacilación suya te permitirá huir sin que te hagan daño. De todos modos, cuando

divises, si es que lo divisas, al enemigo, ya sea en formación o de cualquier otro modo, da media vuelta y

vuelve para informarme.

-¿Y si no veo nada, mi señor? -me preguntó.

-Si estuvieras ausente demasiado tiempo y yo decidiera que ha l egado el momento de dividir a nuestros

hombres, haré muy fuerte la l amada del grito de la lechuza. Si oyes eso y no estás muerto o prisionero,

vuelve corriendo a reunirte con nosotros.

-Si, mi señor. Me voy ya. Y se marchó.

Cuando ya no era visible, el tícitl, Comitl y yo pusimos nuestros cabal os al paso. El sol cruzó el cielo casi al

mismo ritmo que l evábamos, y los tres pasamos aquel largo y ansioso día en conversaciones esporádicas.

Era ya avanzada la tarde cuando por fin vimos que Nocheztli regresaba hacia nosotros, y lo hacia sin la

menor prisa: avanzaba a un cómodo trote, aunque dudo de que su espalda se sintiera muy cómoda.

-¿Qué es esto? -le exigí en cuanto estuvo lo bastante cerca como para poder oírme-. ¿No tienes nada que

informar?

-Ayya, si, mi señor, pero son noticias muy curiosas. Cabalgué hasta el barrio de los esclavos, a las afueras

de la ciudad, sin que nadie me dijera nada. Y al í encontré las defensas de las que te hablé hace mucho, los

gigantescos tubos de trueno, rodeados por soldados por todas partes. Pero esos tubos de trueno siguen

apuntando hacia adentro, hacia la propia ciudad! Y los soldados se limitaron a saludarme

desenfadadamente con la mano. Así que hice gestos para indicarles que me había encontrado este cabal o

desensil ado vagando suelto por las cercanías, y que estaba intentando encontrar a su dueño. Luego di

media vuelta y regresé por este camino, sin prisas, porque no había oído el grito de la lechuza.

El cuáchic Comití frunció el entrecejo y me preguntó:

-¿Qué te parece, Tenamaxtzin? ¿Hemos de creer el informe de este hombre? Recuerda que ya estuvo

confabulado con el enemigo.

-¡Beso la tierra para jurar que es verdad! -protestó Nocheztli; y a continuación hizo el tlalqualiztli lo mejor

que pudo sentado encima del cabal o.

-Te creo -le dije; luego me volví hacia Comitl-. Nocheztli me ha demostrado su lealtad en varias ocasiones

ya. Sin embargo, la situación es muy curiosa. Es posible que el cabal ero de la Flecha, Tapachini, y sus

hombres nunca l egasen a avisar a Compostela. Pero también es posible que los españoles nos hayan

tendido alguna astuta trampa. Si es así, todavía estamos fuera de su alcance. Procedamos tal como está

planeado. Ualiztli y yo torceremos ahora hacia el oeste. Nocheztli y tú id hacia el este. Los hombres de a pie

nos seguirán por separado. Rodearemos la ciudad holgadamente y volveremos a encontrarnos al sur de la

misma en algún momento después de anochecer.

Aquel a zona del sendero estaba rodeada a ambos lados por un bosque muy espeso, y cuando el ticitl y yo

nos adentramos en él nos dimos cuenta que poco a poco el crepúsculo se hacía más profundo. Yo

esperaba que los guerreros que se encontrasen a cien pasos detrás de nosotros pudieran vernos aún, y me

preocupaba la posibilidad de dejarlos demasiado atrás cuando en realidad se hiciera de noche. Pero la

preocupación se me fue de la cabeza cuando, de súbito, oí un fuerte y familiar ruido que procedía de algún

lugar a nuestras espaldas.

-¡Eso ha sido un arcabuz! -exclamé ahogando un grito; y Ualiztli y yo tiramos de las riendas para detener a

los cabal os.

Apenas había pronunciado esas palabras cuando se oyó un inequívoco clamor de arcabuces al ser

disparados de uno en uno, varios a la vez, al azar o un buen número de el os a la vez; y todos el os estaban

situados en algún lugar a nuestra espalda, aunque no muy lejos. La brisa del atardecer me trajo el acre olor

del humo de la pólvora.

-Pero... ¿cómo es posible que ninguno de nosotros hayamos visto...? -empecé a decir.

Luego recordé algo y comprendí lo que estaba pasando. Me vino a la memoria aquel soldado español en la

oril a del lago Texcoco, y cómo descargaba toda una batería de arcabuces tirando de un cordel. Aquel os

que ahora oía ni siquiera los sostenían los españoles. Los habían sujetado al suelo o a los árboles, y una

cuerda tensa tiraba de los gatil os por entre la maleza. Mi cabal o y el de Ualiztli de momento no habían

pisado ningún cordel, pero los guerreros que iban detrás de nosotros se tropezaban con el os

continuamente, diezmando así sus propias filas con bolas de plomo letales que volaban.

-¡No te muevas! -le ordené al ticitl.

-¡Habrá heridos a los que atender! -protestó él; y empezó a tirar de las riendas para darle la vuelta al

cabal o.

Bueno, por fin resultaba que yo había calculado mal más cosas que lo referente a la ingenuidad de los

defensores de Compostela. Pero si que había acertado en una: la gente de mi propia raza se movía tan

silenciosamente como las sombras y se hacía más invisible que el viento. Un instante después un golpe

terrible en las costil as me tiró de la sil a. Al golpear contra el suelo tuve apenas tiempo de vislumbrar a un

hombre, ataviado con armadura azteca y que manejaba una maquáhuitl, antes de que éste volviera a

golpearme utilizando para el o la parte plana de madera de la espada, no la hoja de obsidiana; esta vez me

dio en la cabeza, y todo a mi alrededor se volvió negro.

Cuando volví en mi me encontraba sentado en el suelo con la espalda apoyada en un árbol. Las sienes me

latían de un modo abominable y tenía la visión nublada. Parpadeé para ver de aclararla, y cuando vi al

hombre que estaba de pie ante mí apoyado en su maquáhuitl, esperando pacientemente a que recobrase el

conocimiento, gemí de forma involuntaria:

-¡Por todos los dioses! He muerto y he ido a Mictían!

-Todavía no, primo -me aseguró Yeyac-. Pero puedes estar seguro de que vas a ir.

21

Cuando intenté moverme, descubrí que estaba firmemente atado al árbol, lo mismo que Ualiztli. Era

evidente que a él no lo habían descabalgado de una forma tan brusca, pues estaba bien despierto y

maldecía en voz baja. Todavía mareado, hablando con palabras confusas, le pregunté:

-Dime, ticitl, ¿es posible que este hombre, una vez muerto, pudiera haber vuelto a la vida?

-En este caso está claro que si -repuso el médico malhumorado-. Esa posibilidad ya se me había ocurrido a

mi antes, cuando me explicaste que lo habías mantenido tumbado boca abajo para que la sangre se le

saliera más copiosamente. Lo que en realidad conseguiste con eso fue permitir que la sangre se coagulase

en la entrada de la herida. Si no se había destrozado ningún órgano vital y si sus amigos retiraron el, en

apariencia, cadáver con la rapidez suficiente, cualquier ticitl competente podría haberlo curado. Créeme,

Tenamaxtzin, no fui yo quien lo hizo. Pero, yya ayya ouiya, debiste mantenerlo boca arriba.

Yeyac, que había estado escuchando aquel a conversación muy divertido, dijo entonces con ironía:

-Me tenía preocupado, primo, la posibilidad de que hubieras recibido una de esas bolas de plomo en la

emboscada que mis buenos aliados españoles tendieron tan hábilmente. Cuando uno de mis iyactin vino a

decirme que te había capturado vivo, me puse tan contento que lo hice cabal ero en el acto.

Mientras mis disminuidas luces empezaban a aclararse algo, gruñí:

-Tú no tienes autoridad suficiente para nombrar cabal ero a nadie.

-¿Ah, no? Pero, primo, si tú me has traído el tocado de plumas quetzal. Otra vez soy el Uey-Tecutli de

Aztlán.

-Entonces, ¿para qué habrías de quererme vivo, si puedo disputarte esa burda usurpación?

-Simplemente estoy complaciendo a mi aliado, el gobernador Coronado. Es él quien te quiere vivo. Por lo

menos durante cierto tiempo, para poder hacerte ciertas preguntas. Después... bueno, me ha prometido

que me dejar que yo disponga de ti. Dejo el resto a tu imaginación.

Puesto que yo no tenía muchas ganas de prolongar aquel o, le pregunté:

-¿Cuántos de mis hombres han muerto?

-No tengo ni idea. Ni me importa. Ciertamente, todos los sobrevivientes se dieron a la fuga y se dispersaron.

Ya no son una fuerza de combate. Ahora, separados y a oscuras, sin duda están vagando lejos de aquí,

perdidos, acobardados, desconsolados como la Mujer Llorona Chicocíuatl y los demás fantasmas errantes

de la noche. Cuando l egue el día los soldados españoles tendrán poca dificultad para someterlos a todos,

uno a uno. Coronado se pondrá contento de tener a unos hombres tan fuertes para esclavizarlos en sus

minas de plata. Y, ayyo, aquí l ega un pelotón para escoltarte hasta el palacio del gobernador.

Los soldados me desataron del árbol, pero me mantuvieron los brazos fuertemente atados mientras me

sacaban de los bosques y me l evaban por el sendero hasta Compostela. Yeyac iba detrás con Ualiztli, y

adónde se dirigieron no lo vi. Me encerraron toda la noche en una celda del palacio, sin darme agua ni

comida, me mantuvieron bien vigilado y no me l evaron ante el gobernador hasta la mañana siguiente.

Francisco Vásquez de Coronado era, como me habían dicho, un hombre no mucho mayor que yo. Y para

ser blanco, tenía buena presencia. Lucía una barba pulcra e incluso tenía un aspecto limpio. Los guardas

me desataron, pero se quedaron en la habitación. Y había también otro soldado presente, quien, según se

vio luego, hablaba náhuatl e iba a servir de intérprete.

Coronado le estuvo hablando largo y tendido (yo entendí cada una de sus palabras, naturalmente) y el

soldado me repitió en mi lengua nativa:

-Su excelencia dice que otro guerrero y tú l evabais palos de trueno cuando fuisteis capturados. El otro ha

resultado muerto. Resulta evidente que una de las armas había sido propiedad del Real Ejército español.

La otra era una imitación hecha a mano. Su excelencia quiere saber quién hizo esa copia, dónde, cuántas

se han hecho y cuántas se están haciendo. Di también de dónde ha salido la pólvora para hacerlas

funcionar.

-Nino ixnentla yanquic in tlaui pocuiahuime. Ayquic -le respondí.

-El indio dice, excelencia, que no sabe nada de arcabuces. Y nunca ha oído nada.

Coronado sacó la espada de la vaina que l evaba al cinto y dijo con calma:

-Dile que se lo vas a preguntar de nuevo. Y que cada vez que declare que no lo sabe, le cortaré un dedo.

Pregúntale de cuántos dedos puede prescindir antes de proporcionarme una respuesta satisfactoria.

El intérprete repitió aquel o en náhuatl y volvió a hacerme la misma pregunta.

Traté de aparentar sentirme intimidado, como debe ser en tales situaciones; hablé vacilante, aunque, claro

está, sólo estaba contemporizando:

-Ce nechca... Una vez.., yo estaba viajando por la Tierra Disputable... y me tropecé con un puesto

avanzado. El centinela estaba profundamente dormido. Le robé el palo de trueno. Lo he guardado desde

entonces.

El intérprete me preguntó en tono de mofa:

-¿Te enseñó él a utilizarlo?

Entonces traté de poner cara de tonto.

-No, él no. No podía. Porque estaba dormido, ya sabes. Yo sé que hay que apretar esa cosa l amada gatil o.

Pero nunca he tenido ocasión. Me capturaron antes de...

-¿Es que acaso ese soldado que estaba dormido te enseñó las partes internas y el funcionamiento del palo

de trueno para que incluso vosotros, unos salvajes primitivos, pudierais hacer una réplica?

-Te aseguro que de eso no sé nada -insistí-. No sé nada de la réplica de la que hablas... tendrás que

preguntárselo al guerrero que la l evaba.

El intérprete dijo con brusquedad:

-¡Ya te lo he dicho! Ese hombre resultó muerto. Le alcanzó una de las bolas de la trampa. Pero debió de

pensar que se enfrentaba a soldados de verdad, porque al caer descargó su palo de trueno. Y sabía

bastante bien cómo usarlo!

Todo lo que yo había dicho, y las preguntas que él me había hecho, se lo repitió el intérprete en español al

gobernador. Yo estaba pensando: "Comitl, buen hombre, has sido un auténtico "vieja águila" mexicatl hasta

el final. Ya estarás gozando de la dicha de Tonatiucan." Pero luego tuve que empezar a pensar en mi propia

situación, que era bastante apurada, pues Coronado me miraba con furia y decía:

-Si su camarada era tan diestro con un arcabuz, él también debe de serlo. Dile esto al condenado piel roja.

Si no me confías todo al instante él...

Pero el gobernador se interrumpió. Otras tres personas acababan de entrar en la habitación, y una de el as,

con cierto asombro, le preguntó:

-Excelencia, ¿por qué os molestáis en utilizar un intérprete? Ese indio habla un castel ano tan fluido como

yo.

-¿Qué? -exclamó Coronado, confundido-. ¿Cómo sabéis vos eso? ¿Cómo es posible que lo sepáis?

Fray Marcos de Niza sonrió con presunción.

-A los hombres blancos nos gusta decir que no podemos distinguir a estos condenados pieles rojas unos de

otros. Pero en éste me fijé la primera vez que lo vi, pues es excepcionalmente alto para su raza. Además,

en aquel a época iba vestido con atuendo español y cabalgaba en un cabal o del ejército, así que todavía

tengo más motivo para acordarme de él. Los hechos sucedieron cuando yo acompañaba a Cabeza de Vaca

a la Ciudad de México. El teniente que estaba a cargo de la escolta permitió que este hombre pasara la

noche en nuestro campamento porque...

Esta vez fue Coronado quien interrumpió.

-Todo esto resulta bastante incomprensible, pero guardaos vuestras explicaciones para más tarde, fray

Marcos. En este momento hay cierta información que necesito saber con urgencia. Y para cuando la haya

sonsacado a este prisionero y lo haya cortado en pedazos, creo que ya no ser tan alto.

Solicitó de nuevo al intérprete, porque ahora habló el otro hombre que había entrado con el Monje

Mentiroso: mi aborrecible primo Yeyac. Sabía pocas palabras de español, pero era evidente que había

comprendido el sentido del comentario de Coronado. Yeyac protestó en náhuatl y el intérprete tradujo sus

palabras.

-Vuestra excelencia sostiene una espada desenvainada y habla de hacer pedazos a esta persona. Puedo

deciros que una lasca de obsidiana es más afilada que el acero, y puede cortar aún con más maña. Quizá

no le haya dicho yo a vuestra excelencia que l evo dentro de mí una bola de palo de trueno que esta

persona me metió al í. Pero le recuerdo a vuestra excelencia que me prometió que sería yo quien tendría la

oportunidad de hacerlo astil as, de hacerlo picadil o.

-Si, si, muy bien -convino Coronado con mal humor; y volvió a meter bruscamente la espada en la vaina-.

Saca esa condenada obsidiana tuya. Yo haré las preguntas, y tú puedes ir cortándole en pedacitos cuando

las respuestas no me resulten lo suficientemente satisfactorias.

Pero ahora fue fray Marcos quien protestó.

-Excelencia, la primera vez que vi a este hombre aseguraba ser emisario del obispo Zumárraga. Además se

presentó como Juan Británico. Haya o no haya estado cerca del obispo, sin duda alguna lo han bautizado

en algún momento y ha recibido un nombre cristiano. Ergo, cuando menos es un apóstata, y seguramente

un hereje. Y en consecuencia, en primer lugar está sujeto a la jurisdicción eclesiástica. Me sentiría muy feliz

de poder juzgarlo, de declararlo culpable y de condenarle a la hoguera yo mismo.

Yo ya estaba empezando a sudar, y todavía tenía que oír algo de la tercera persona que había entrado con

Yeyac y el Monje Mentiroso. Se trataba de Gónda Ke, la mujer yaqui, y no me sorprendí demasiado de verla

al í en compañía de aquel as personas. Era inevitable que, después de haber sobrevivido a la emboscada

(quizá incluso tuviera conocimiento de la misma por adelantado), ahora les había dado su fidelidad a los

vencedores.

El soldado que hacía de intérprete parecía bastante mareado por tener que volverse de una persona a otra

mientras traducía las conversaciones anteriores a los diversos participantes. Lo que dijo ahora Gónda Ke, y

lo hizo del modo más zalamero, él lo tradujo al español.

-Buen fraile, puede que este Juan Británico sea un traidor a vuestra Santa Madre Iglesia. Pero, excelencia,

también ha sido traidor en otro sentido. Puedo aseguraros que es el responsable de los numerosos ataques

l evados a cabo por personas desconocidas, a las que hasta el momento no han aprehendido, en toda

Nueva Galicia. Si a este hombre se le torturase como es debido, podría capacitar a vuestra excelencia para

poner fin a esos ataques. Eso, me parece a mi, debería tener preferencia sobre la intención del fraile de

enviarlo directamente al infierno cristiano. Y en ese interrogatorio yo ayudaría gustosa a vuestro leal aliado,

Yéyactzin, porque tengo mucha práctica en esa arte.

-¡Perdición! -voceó Coronado, desmesuradamente irritado-. Hay tantos que reclaman la carne, la vida e

incluso el alma de este prisionero que casi siento lástima por el pobre desgraciado! -Volvió la mirada

iracunda de nuevo hacia mi y me exigió, esta vez en español-: Desgraciado, tú eres el único en esta

habitación que aún no has sugerido cómo he de ocuparme de ti. Seguro que tendrás alguna idea al

respecto. Habla!

-Señor gobernador -dije yo, sin querer concederle ningún tratamiento de excelencia-, soy prisionero de

guerra, y un noble de la nación azteca que está en guerra con la vuestra. Exactamente igual que los nobles

mexicas, a los que vuestro marqués Cortés destronó y derrocó hace tantos años. El marqués no era, ni es,

ningún hombre débil, pero encontró compatible con su conciencia tratar a aquel os nobles que hace tiempo

derrotase de un modo civilizado. Y yo no pediría más que eso.

-¡Ahí tenéis! -dijo Coronado dirigiéndose a los tres que habían l egado más tarde-. Estas son las primeras

palabras razonables que he oído durante toda esta turbulenta confábulación. -Volvió a dirigirse a mi y ahora

me preguntó-: ¿Vas a decirme cuál es el origen de ese arcabuz y el número de réplicas que tenéis? ¿Vas a

decirme quiénes son los insurgentes que están asediando nuestros asentamientos situados al sur de aquí?

-No, señor gobernador. En todos los conflictos que han existido entre las naciones de este Unico Mundo

nuestro, y creo que igualmente en todos en los que vuestra España ha luchado contra otros pueblos, jamás

los captores esperan que los prisioneros de guerra traicionen a sus camaradas. Y tened la seguridad de

que yo tampoco lo haré, ni siquiera en el caso de que me interrogue esa mezcla de gal ina y buitre que se

encuentra ahí y que tanto fanfarronea de sus habilidades carroñeras.

La mirada dura que Coronado le dirigió a Gónda Ke indicó, estoy seguro, que él compartía la opinión que yo

tenía de aquel a mujer. Quizá realmente él hubiera empezado a sentir cierta simpatía hacia mí, porque

cuando Gónda Ke, el fraile y Yeyac empezaron a la vez a protestar indignados, los hizo cal ar con un

perentorio movimiento de mano y luego añadió:

-Guardias, l evad de nuevo al prisionero a su celda, y sin atar. Dadle comida y agua para mantenerlo vivo.

Meditaré sobre este asunto antes de volver a interrogarlo. Los demás, marchaos!, y ahora mismo!

Mi celda tenía una puerta sólida, atrancada por fuera, ante la cual estaban apostados dos guardias. En la

pared de enfrente había una sola ventana que, aunque no tenía barrotes, era demasiado pequeña para que

nada más grande que un conejo pudiera pasar a través de el a. Sin embargo, no era tan pequeña como

para no poder comunicarse con cualquier persona que estuviera en el exterior. Y en algún momento

después del anochecer, alguien se acercó a aquel a ventana.

-¡Oye! -l amó una voz con un volumen apenas lo suficientemente alto como para que yo la oyera.

Me levanté de la paja que me servía de cama y miré hacia afuera. Al principio no pude ver más que

oscuridad; luego el visitante sonrió, vi unos dientes blancos y comprendí que quien me visitaba era un

hombre tan negro como la noche, el esclavo moro Estebanico. Lo saludé con afecto, aunque también lo

hice en un murmul o, procurando no alzar la voz.

-Te dije, Juan Británico -me aseguró al comenzar a hablar-, que siempre estaría en deuda contigo. Y a estas

alturas estoy seguro de que ya debes de saber que se me ha nombrado, como predijiste, para que guíe al

Monje Mentiroso hasta esas inexistentes ciudades l enas de riquezas. Así que te debo cualquier ayuda o

consuelo que pueda proporcionarte.

-Gracias, Esteban -respondí-. Me sentiría muy bien si estuviera en libertad. ¿Podrías distraer de algún

modo a los guardias y desatrancar la puerta?

-Mucho me temo que eso queda fuera de mi alcance. Los soldados españoles no le hacen mucho caso a

un hombre negro. Además, y perdona si mis palabras me hacen parecer egoísta, valoro mucho mi propia

libertad. Trataré de pensar en algún medio para que tú puedas huir sin que el o me ponga a mi en tu lugar.

Pero mientras tanto te diré que acaba de l egar una noticia a través de una patrul a española que quizá te

anime. Desde luego, a los españoles no les ha gustado en absoluto.

-Bien. Dime.

-Pues bien, después de la emboscada de anoche se encontró a algunos de tus guerreros muertos o

heridos. Pero el gobernador ha esperado hasta esta mañana para enviar a una patrul a a peinar toda la

zona. Y no han encontrado muchos más guerreros muertos o heridos. Resulta evidente que la mayoría de

tus hombres consiguieron sobrevivir y escaparon. Y uno de esos fugitivos, un hombre que iba a cabal o, se

dejó ver audazmente por la patrul a esta mañana. Cuando los hombres de la patrul a regresaron aquí,

describieron cómo era el fugitivo. Los dos indios que ahora están compinchados con Coronado, Yeyac y

esa horrible mujer l amada Gónda Ke, al parecer reconocieron al hombre descrito. Pronunciaron un nombre:

Nocheztli. ¿Te dice algo eso?

-Si -dije-. Es uno de mis mejores guerreros.

-Yeyac pareció extrañamente molesto al saber que ese Nocheztli es uno de los tuyos, pero no hizo

demasiados comentarios, pues estábamos todos en presencia del gobernador y de su intérprete. Sin

embargo, la mujer se echó a reír con desprecio y l amó a Nocheztli cuilontli, y dijo que no era nada varonil.

¿Qué significa esa palabra, amigo?

-No importa. Sigue, Esteban.

-Gónda Ke le dijo a Coronado que un hombre tan poco viril, aunque estuviera armado y anduviese suelto,

no representaría peligro alguno. Pero noticias posteriores demostraron que la mujer estaba equivocada.

-¿Cómo ha sido?

-Ese Nocheztli tuyo no sólo escapó a la emboscada, sino que al parecer se encontraba entre los pocos que

no se aterrorizaron y huyeron despavoridos al dejarse l evar por el pánico. Uno de vuestros hombres, que

estaba herido y que trajeron aquí, relató con orgul o lo que pasó a continuación. Ese hombre, Nocheztli,

sentado en solitario en su cabal o en medio de la oscuridad y el humo, comenzó a gritar imprecaciones a

los que huían, los insultó l amándolos débiles y cobardes y estuvo bramando hasta conseguir que se

reagrupasen a su lado.

-Desde luego, tiene una voz convincente -le aseguré.

-Reunió a todos los guerreros que quedaban y se los ha l evado a algún sitio donde esconderse. Yeyac le

dijo al gobernador que seguro que eran varios centenares.

-Unos novecientos, en principio -le dije-. Deben de ser más o menos los hombres que quedan con

Nocheztli.

-Coronado se muestra reacio a perseguirlos. Las fuerzas que tiene aquí ascienden a poco más de mil

hombres, contando incluso a aquel os que aportó Yeyac. El gobernador tendría que enviarlos a todos, y de

ese modo dejaría Compostela indefensa. De momento, sólo ha tomado la precaución de volver toda la

artil ería de la ciudad, lo que vosotros l amáis tubos de trueno, apuntando hacia el exterior otra vez.

-No creo que Nocheztli montase otro ataque sin tener instrucciones mías -le comenté.

-Pues te aseguro que es un hombre de recursos -me confió Esteban-. Se l evó algo más que a tu ejército

fuera del alcance de los españoles.

-¿A qué te refieres?

-La patrul a que salió esta mañana.., una de sus tareas era recuperar todos los arcabuces que se habían

colocado atados con cordeles para que tus guerreros se tropezasen con el os. La patrul a regresó sin el os.

Antes de desaparecer, por lo visto ese Nocheztli tuyo ordenó que se recogieran todos y se los l evó consigo.

Por lo que he oído, consiguió un número que oscila entre treinta y cuarenta de esas armas.

No pude evitar exclamar con júbilo:

-¡Yyo ayyo! Estamos armados! Alabado sea Huitzilopochtli, el dios de la guerra!

No debí hacerlo. Un instante después se oyó el sonido que la puerta de mi celda producía cuando la

desatrancaban. Esta se abrió de golpe y uno de los guardias se asomó a las tinieblas de la celda l eno de

suspicacia; para entonces yo ya me había despatarrado de nuevo en la paja y Esteban había desaparecido.

-¿Qué ha sido ese ruido? -exigió el guardia-. Loco, ¿acaso estás gritando para pedir ayuda? No

conseguirás nada.

-Estaba cantando, señor -le expliqué con altivez-. Entonando la gloria de mis dioses.

-Que Dios ayude a tus dioses -gruñó el guardián-. Tienes una voz condenadamente desagradable para

cantar.

Y volvió a cerrar la puerta con violencia.

Me quedé al í sentado, en la oscuridad, y me puse a meditar. Ahora me daba cuenta de que había hecho

otro juicio erróneo, y no ahora, sino hacía mucho tiempo. Influido por el odio que albergaba hacia el odioso

Yeyac y sus varones íntimos, había estimado que todos los cuilontin eran malévolamente rencorosos y

vengativos hasta que, cuando un hombre de verdad los desafiaba, se volvían tan serviles y cobardes como

la más sumisa de las mujeres. Nocheztli me había sacado de ese error. Obviamente, los cuilontin eran tan

variados de carácter como los demás hombres, porque el cuilontli Nocheztli había actuado con virilidad,

valor y capacidad dignos de un verdadero héroe. Y si alguna vez volvía a verlo, dejaría bien claro el respeto

y la admiración que sentía por él.

-Tengo que verlo de nuevo -musité para mis adentros.

Nocheztli había conseguido armar con un golpe rápido y osado a una buena porción de mis fuerzas con

armas iguales a las de los hombres blancos. Pero esos arcabuces eran inútiles si no disponían de

provisiones de pólvora y plomo. A menos que mi ejército pudiera asaltar y saquear el propio arsenal de

Compostela, perspectiva ésta no muy probable, habrían de buscar el plomo y fabricar la pólvora. Y yo era el

único hombre entre los nuestros que sabía de qué estaba compuesta la pólvora, y ahora me maldije por no

haber compartido nunca dicho conocimiento con Nocheztli o con algún otro de mis suboficiales.

-Tengo que salir de aquí -musité.

Sólo tenía un amigo al í, en la ciudad, y me había dicho que intentaría concebir algún plan para lograr mi

huida. Pero además de los enemigos españoles, que era comprensible que lo fueran, también tenía otros

muchos enemigos en la ciudad: el vengativo Yeyac, aquel mojigato Monje Mentiroso y la siempre malvada

Gónda Ke. Seguro que no pasaría mucho tiempo antes de que el gobernador ordenara que me l evasen a

su presencia, o a presencia de todos el os, y no podía confiar en que Esteban lograse rescatarme en tan

breve espacio de tiempo.

Sin embargo, me recordé a mi mismo, cuando Coronado me mandase l amar, por lo menos saldría de

aquel a celda. ¿Acaso tendría yo oportunidad, cuando estuviera en camino hacia él, de deshacerme de mis

guardianes y echar a correr hacia la libertad? Mi propio palacio de Aztlán tenía tantas habitaciones, alcobas

y dependencias que esquivar a los perseguidores y ocultarse no sería imposible para cualquier fugitivo que

estuviese tan desesperado como yo. Pero el palacio de Coronado no era tan grande ni tan majestuoso

como el mío, ni mucho menos. Repasé mentalmente la ruta por la que los guardias me habían conducido

ya dos veces, el trayecto entre la celda y el salón del trono, si es que se l amaba así, donde el gobernador

me había interrogado. Mi celda era una de las cuatro que había en el extremo más remoto del edificio; no

sabía si las demás estaban ocupadas o no. Y más al á había un largo pasil o... luego un tramo de

escaleras.., luego otro pasil o...

No recordaba lugar alguno donde tuviera posibilidades de fugarme, ninguna ventana accesible por la que

pudiera arrojarme. Y una vez en presencia del gobernador, me hal aría rodeado. Después, si no me

ejecutaban sumariamente al í mismo, delante de él, había muchísimas probabilidades de que no volvieran a

conducirme a la misma celda, sino a alguna clase de cámara de tortura o incluso a la hoguera. Bien, pensé

con tristeza, por lo menos tendrían que quemarme en el exterior. Y no era del todo imposible que de camino

hacia al í...

Pero aquel pensamiento sólo me proporcionó vanas esperanzas, desde luego. Estaba intentando luchar

contra la negra desesperación y hacerme a la idea de lo que me esperaba, lo peor, cuando de pronto oí una

voz.

-Oye.

Era de nuevo el susurro de Esteban, que estaba junto a mi diminuta ventana. Me puse en pie de un salto y

me asomé otra vez escudriñando la oscuridad, que de nuevo fue hendida por una sonrisa de dientes

blancos cuando el negro me dijo en voz baja pero con confianza:

-Tengo una idea, Juan Británico.

Cuando me la explicó, comprendí que aquel hombre había estado pensando tanto como yo, sólo que -eso

tengo que decirlo- con mucho más optimismo. Lo que me propuso a continuación era tan temerario que

rayaba en la locura, pero por lo menos él si que había tenido una idea, y yo no.

A la mañana siguiente los guardias me ataron las manos antes de darme escolta y de l evarme a presencia

del gobernador para mi siguiente confrontación con éste; pero obedeciendo a un gesto displicente del

mismo gobernador, me desataron y se quedaron a un lado. Además de otros cuantos soldados, también se

encontraban en la estancia Gónda Ke, fray Marcos y su guía Esteban; todos el os se paseaban por al í con

tanta libertad como si fueran los iguales de Coronado.

A mí, el gobernador me dijo:

-He excusado a Yeyac de asistir a esta conferencia porque, francamente, detesto a ese tramposo hijo puta.

No obstante, y como consecuencia de nuestra entrevista anterior, te tengo, Juan Británico, por hombre

honorable y cabal. Por el o aquí y ahora te ofrezco el mismo pacto que mi predecesor, el gobernador

Guzmán, hizo con ese Yeyac. Serás puesto en libertad, igual que el otro jinete que capturamos vivo contigo.

Hizo otra seña y un soldado trajo de otra habitación a Ualiztli, el ticitl, con aspecto malhumorado y

desgreñado, pero en modo alguno malherido. Aquel o ponía una pequeña complicación en el plan de huida,

aunque pensé que tampoco ninguna cosa que fuera insuperable, y me alegró la posibilidad de l evarme

conmigo a Ualiztli. Le hice señas para que se me acercase y se pusiera a mi lado, y esperé a oír el resto de

la presunta oferta del gobernador.

-Se te permitirá regresar a ese lugar l amado Aztlán y reanudar al í tu gobierno -me explicó éste-. Te

garantizo que ni Yeyac ni nadie de su cohorte te disputará la supremacía, aunque tenga que matar a ese

condenado maricón para asegurarme de el o. Tu pueblo y tú conservaréis vuestros dominios tradicionales y

viviréis al í en paz, sin que mi gente os moleste ni intente invadiros o conquistaros. Con el tiempo, a

vosotros los aztecas y a nosotros los españoles quizá nos resulte beneficioso entablar comercio y otros

intercambios, pero nada de eso se te impondrá por la fuerza. -Hizo una pausa y se quedó esperando, pero

al ver que yo guardaba silencio, continuó-: En contrapartida, tú me garantizas que no guiarás ni incitarás

ninguna otra rebelión contra Nueva Galicia, Nueva España ni ninguno de los demás territorios de su

majestad, ni contra sus súbditos en este Nuevo Mundo. Enviarás recado a esos grupos insurgentes del sur

para que cesen en sus actividades. Y también me jurarás que estás dispuesto a impedir, como hizo Yeyac,

cualquier incursión de esos importunos indios del norte en la Tierra de Guerra. Así que, ¿qué dices, Juan

Británico? ¿De acuerdo?

-Os agradezco, señor, vuestra halagadora estima de mi carácter y la confianza de que yo mantendría mi

palabra dada -le dije-. Yo también os tengo por hombre honorable. Y por ese motivo no os faltaría al respeto

y me pondría yo mismo en desgracia al daros mi palabra y después faltar a el a. Debéis ser completamente

consciente de que lo que me ofrecéis no es nada más que lo que mi pueblo y yo siempre hemos tenido y

lucharemos por conservar. Nosotros los aztecas hemos declarado la guerra contra vos y todos los demás

hombres blancos. Dadme muerte en este momento, señor, y algún otro azteca se levantar para guiar a

nuestros guerreros en esa guerra. Rechazo respetuosamente el pacto que me ofrecéis.

El rostro de Coronado había ido ensombreciéndose durante mi discurso, y estoy seguro de que estaba a

punto de responder con ira y maldiciones. Pero justo entonces Esteban, que durante aquel rato había

estado deambulando tranquilamente por la sala, se puso a mi alcance.

Le rodeé de pronto el cuel o con mi brazo, lo apreté con fuerza contra mi y, con la mano que me quedaba

libre, le saqué del cinto el cuchil o de acero que l evaba al í envainado. Esteban hizo un aparentemente

tremendo esfuerzo por liberarse, pero desistió cuando le puse la hoja del cuchil o en la garganta desnuda.

Ualiztli, a mi lado, me miró con asombro.

-¡Soldados! -chil ó con estridencia Gónda Ke desde el otro extremo de la sala-. Apuntad! Matad a ese

hombre! -Vociferaba en náhuatl, pero nadie hubiera podido equivocar lo que decía-. ¡Matadlos a los dos!

-¡No! -exclamó fray Marcos.

-¡Deteneos! -bramó Coronado, exactamente tal como Esteban había pronosticado que pasaría.

Los soldados, que ya habían levantado los arcabuces o habían desenvainado las espadas, quedaron

perplejos y no hicieron movimiento alguno.

-¿Que no? -voceó Gónda Ke l ena de incredulidad-. ¿Que no los maten? Pero ¿qué clase de mujeres

tímidas sois vosotros, locos blancos?

Hubiera continuado con aquel a incomprensible diatriba suya, pero el fraile la hizo cal ar gritando más que

el a con desesperación:

-¡Por favor, excelencia! Los guardias no deben correr el riesgo de...

-¡Ya lo sé, imbécil! Cierra la boca! Y estrangula a esa perra ululante!

Yo iba retrocediendo lentamente, caminando hacia atrás, en dirección a la puerta, haciendo ver que

arrastraba al indefenso negro; Ualiztli iba justo a nuestro lado. Esteban volvía la cabeza a un lado y a otro

como si buscase ayuda; los ojos se le salían de las órbitas a causa del miedo. El movimiento de su cabeza

era deliberado para hacer que la hoja del cuchil o le cortase ligeramente la piel de la garganta, de modo que

todos vieran un hilo de sangre que le corría por el cuel o.

-¡Deponed las armas, soldados! -ordenó Coronado a sus soldados, que miraban alternativamente con la

boca abierta a él y a nosotros, que avanzábamos lenta y cautelosamente-. Quedaos donde estáis. Nada de

disparos, nada de espadas. Prefiero perder a ambos prisioneros que a ese moro miserable.

-Ordenadle a uno de vuestros hombres, señor, que salga corriendo delante de nosotros e informe a voces a

los soldados de los alrededores -le grité-. No se nos ha de molestar ni poner trabas. Cuando hayamos

salido de los límites de la ciudad sanos y salvos, soltaré ileso a este valioso moro vuestro. Tenéis mi palabra

de honor al respecto.

-Si -convino Coronado con los dientes apretados. Le hizo seña a un soldado que estaba cerca de la puerta-.

Id, sargento. Haced lo que dice.

Dando un rodeo para no acercarse a nosotros, el soldado salió corriendo hacia la puerta. Ualiztli, yo y el

fláccido Esteban, cuyos ojos seguían desorbitados, no íbamos muy lejos detrás de él. Nadie nos persiguió

mientras seguíamos a aquel soldado por un corto vestíbulo donde yo no había estado antes, bajábamos por

un tramo de escaleras y salíamos por la puerta de la cal e del palacio. El soldado ya estaba voceando

cuando salimos. Y al í, atado a un poste, como había dispuesto Esteban, nos estaba esperando un cabal o

ensil ado.

-Ticitl Ualiztli -dije-, tendrás que ir corriendo al lado. Lo siento, pero no había contado con tu compañía.

Mantendré el cabal o al paso.

-¡No, por Huitztli, ve al galope! -exclamó el médico-. Por viejo y gordo que yo esté, me siento lo bastante

ansioso por salir de aquí como para moverme igual que el viento!

-En el nombre de Dios -gruñó Esteban en voz muy baja-. Deja de parlotear y muévete! Echame atravesado

en la sil a, salta tú detrás y vámonos!

Cuando lo alcé encima del cabal o (en realidad él saltó y yo sólo hice ver que lo impulsaba), nuestro

soldado heraldo estaba gritando órdenes a todo el que pudiera oírle.

-¡Dejad paso! ¡Paso libre!

Las demás personas que había en la cal e, soldados y civiles por igual, miraban atontados con la boca

abierta aquel extraordinario espectáculo. No fue hasta que estuve sentado detrás del promontorio trasero

de la sil a, mientras sujetaba ostentosamente el cuchil o de Esteban y le apuntaba con él a los riñones, que

me di cuenta de que se me había olvidado desatar al cabal o de la barandil a. Así que tuvo que hacerlo

Ualiztli, quien me tendió luego las riendas. A continuación, y haciendo honor a su palabra, el tícitl salió

corriendo a una velocidad encomiable para alguien de su edad y volumen, haciendo posible que yo pusiera

al trote el cabal o a su lado.

Cuando hubimos perdido de vista el palacio y ya no alcanzábamos a oír los gritos de aquel soldado,

Esteban, que iba botando mientras colgaba incómodamente cabeza abajo, empezó a darme instrucciones.

Que torciera a la derecha en la próxima cal e, a la izquierda en la siguiente, y así sucesivamente hasta que

estuvimos fuera del centro de la ciudad y salimos a uno de los barrios pobres donde vivían los esclavos. No

había muchos por al í, pues a aquel a hora la mayoría estaba realizando trabajos de esclavo donde fuera, y

los pocos que vimos tuvieron buen cuidado de apartar los ojos. Probablemente supusieron que nosotros,

dos indios y un moro, también éramos esclavos que estábamos empleando un modo verdaderamente único

de escapar, y querían poder decir, si l egaba el caso de que los interrogaban sobre el o, que no nos habían

visto.

Cuando l egamos a las afueras de Compostela, donde incluso las barracas de los esclavos eran pocas y

diseminadas y no había absolutamente nadie a la vista, Esteban dijo:

-Para aquí.

El y yo desmontamos como pudimos del cabal o y el ticitl se desplomó en el suelo cuan largo era, jadeando

y sudando. Mientras Esteban y yo nos frotábamos las partes doloridas del cuerpo -él el estómago y yo el

trasero-, Esteban me explicó:

-Hasta aquí es todo lo lejos que puedo l egar haciendo el papel de rehén para vuestra seguridad, Juan

Británico. más al á habrá puestos de guardia de los españoles, y no habrán recibido el mensaje de dejarnos

pasar. Así que tu compañero y tú tendréis que ir solos como podáis, a pie y con mucha cautela. Yo sólo

puedo desearos buena fortuna.

-Y hasta ahora la hemos tenido gracias a ti, amigo. Confió en que la fortuna no nos abandone ahora,

cuando estamos tan cerca de la libertad.

-Coronado no ordenará una persecución hasta que haya vuelto a recuperarme sano y salvo. Como te dije, y

como han demostrado los acontecimientos, ese ambicioso gobernador y el fraile avaricioso no quieren

arriesgarse a poner en peligro mi negro pel ejo. Así que... -Volvió a subirse a la sil a con rigidez, esta vez en

la posición correcta-. Dame el cuchil o.

Se lo di, y Esteban lo usó para desgarrarse la ropa por varios sitios e incluso para hacerse algunos cortes

en la piel aquí y al á, sólo lo suficiente para que le saliera un poco de sangre; luego me devolvió el cuchil o.

-Y ahora -me pidió- emplea las riendas para atarme las manos con fuerza al pomo de la sil a. A fin de

proporcionaros todo el tiempo que pueda para que echéis a correr, iré muy despacio hasta el palacio.

Puedo decir que estoy débil a causa de los crueles cortes y vapuleos que vosotros, que sois unos salvajes,

me habéis producido. Alegraos de que yo sea negro; nadie notará que no tengo casi magul aduras. más no

puedo hacer por ti, Juan Británico. En cuanto l egue al palacio, Coronado desplegará todo su ejército para

buscarte y remover hasta el último guijarro. Para entonces debes estar lejos, muy lejos de aquí.

-Lo estaremos -le aseguré-. O bien en lo profundo de nuestros bosques nativos o a buen recaudo en las

profundidades de ese lugar oscuro que vosotros los cristianos l amáis infierno. Te damos las gracias por tu

bondadosa ayuda, por tu atrevida imaginación y por ponerte tú mismo en peligro por nosotros. Ve, amigo

Esteban, y te deseo gozo en esa libertad tuya que pronto ha de ser realidad.

22

-¿Qué hacemos, Tenamaxtzin? -me preguntó Ualiztli, que había recobrado el aliento pero que todavía se

encontraba sentado en el suelo.

-Como ha dicho el moro, no ha habido suficiente tiempo para que el gobernador haya enviado aviso a los

puestos de vigilancia diciendo que nos dejen pasar sin problemas, como hubiese sucedido de haber

seguido teniendo el rehén en nuestro poder. Por lo tanto tampoco les habrán alertado para esperarnos. Y

como de costumbre, estarán mirando hacia afuera, para ver si hay enemigos que intenten entrar en la

ciudad, no salir de el a. Tú sígueme y haz lo mismo que haga yo.

Caminamos erguidos hasta que hubimos pasado las últimas chabolas del barrio de esclavos; luego nos

agachamos, continuamos avanzando con muchísima cautela y nos fuimos alejando de la ciudad hasta que

divisé, a lo lejos, una barraca con soldados alrededor; ninguno de el os miraba hacia nosotros. No

continuamos adelante en aquel a misma dirección, sino que torcimos a la izquierda y seguimos hasta que

vimos otra barraca de aquél as y varios soldados, éstos rodeando uno de esos tubos de trueno que l aman

culebrina. Así que volvimos atrás sobre nuestros pasos hasta que nos encontramos aproximadamente a

medio camino entre los dos puestos de vigilancia. Felizmente para nosotros, en aquel lugar crecía una

densa maleza que se extendía hacia la hilera de árboles que se veía en el horizonte. Todavía inclinados

hacia adelante y caminando como los patos, me abrí paso entre esos arbustos, manteniéndome todo el

tiempo por debajo de las ramas más altas y esforzándome por no sacudir ninguno de el os, y el tícitl,

aunque jadeando otra vez con fuerza, hizo lo mismo. Me dio la impresión de que tendríamos que soportar

aquel avance difícil, incómodo, atroz y lento durante incontables largas carreras, y sé que para Ualiztli era

mucho más fatigoso y doloroso, pero en realidad al cabo de un tiempo alcanzamos la hilera de árboles. Una

vez entre el os, me erguí con alivio (todas las articulaciones me crujieron al hacerlo) y el ticitl volvió a

derrumbarse cuan largo era en el suelo, gimiendo.

Me tendí cerca de él y los dos nos permitimos el lujo de descansar un buen rato. Cuando Ualiztli hubo

recuperado el aliento lo suficiente para hablar, aunque no las fuerzas necesarias para ponerse de pie, dijo:

-¿Querrías decirme, Tenamaxtzin, por qué los hombres blancos nos han dejado marchar? Seguro que no

ha sido sólo porque nos l evamos con nosotros a uno de sus esclavos negros. Un esclavo de cualquier color

es tan sustituible como la saliva.

-Creen que ese esclavo en particular guarda el secreto de un fabuloso tesoro. Son tan tontos que se creen

que eso es verdad... pero ya te lo explicaré todo en otra ocasión. En este momento estoy tratando de

pensar alguna manera de encontrar al cuáchic Nocheztli y al resto de nuestro ejército.

Ualiztli se incorporó por fin y me dirigió una mirada de preocupación.

-Todavía debes de tener la cabeza resentida a causa del golpe que recibiste. Si a nuestros hombres no los

mataron los palos de trueno, seguro que han huido, se han diseminado y estarán ya muy lejos de aquí.

-No murieron y tampoco escaparon. Y yo no estoy chiflado. Por favor, deja por un instante de hablar como

un médico y permíteme pensar. -Miré de soslayo hacia arriba; Tonatiuh ya estaba deslizándose hacia abajo

en el cielo-. Nos encontramos de nuevo al norte de Compostela, así que no podemos estar demasiado lejos

del lugar donde nos tendieron la emboscada. ¿Habrá mantenido Nocheztli reunidos a los guerreros por

estos parajes, o por el contrario los habrá conducido al sur de la ciudad, como pensamos en un principio?

¿O quizá se haya puesto en camino hacia Aztlán? ¿Qué habrá hecho, sin saber a ciencia cierta qué ha sido

de mi? -El ticitl, muy considerado ahora, se abstuvo de hacer comentarios-. Simplemente no podemos

ponernos a vagar por ahí en su busca -continué diciendo-. Así que tendrá que ser Nocheztli quien nos

encuentre a nosotros. No se me ocurre nada más que hacerle alguna clase de señal y confiar en que el o le

atraiga hasta aquí.

Pero el ticitl Ualiztli era incapaz de mantenerse cal ado mucho tiempo.

-Y también habrá que confiar en que no atraiga a las patrul as españolas, que estoy seguro de que

empezarán a buscarnos de un momento a otro.

-Sería la última cosa que el os se esperarían -le aseguré-. Que deliberadamente atrajésemos la atención

hacia nuestro escondite. Pero si nuestros propios hombres están por aquí cerca, deben de estar ansiosos

por tener alguna noticia de su líder. Cualquier cosa fuera de lo corriente debería de atraer al menos a un

explorador. Una gran hoguera lo haría. Gracias a Coatlicue, la diosa de la tierra, hay muchos pinos entre

estos árboles y el suelo está cubierto de una gruesa capa de agujas secas.

-Ahora invoca al dios Tláloc para que encienda las agujas con uno de sus relámpagos -dijo con tristeza

Ualiztli-. Porque no veo que por aquí resplandezca ninguna ascua que podamos utilizar. Yo tenía líquidos

combustibles en mi bolsa de médico que podían encenderse con facilidad, pero los españoles me la

quitaron. Tardaremos toda la noche en encontrar, dar forma y poder utilizar un taladro y la madera donde

frotarlo.

-No hay necesidad de eso ni de Tláloc -le aseguré-. Tonatiuh nos ayudar antes de ponerse. -Me palpé el

interior de la armadura acolchada que todavía l evaba puesta-. A mí también me quitaron las armas, pero a

los españoles evidentemente esto no les pareció nada digno de confiscar.

Saqué la lente, el cristal que hacía ya tanto tiempo me diera Alonso de Molina.

-A mi tampoco me parece que merezca la pena -dijo Ualiztli-. ¿Para qué sirve un pedacito de cuarzo?

-Observa -me limité a decir.

Me levanté y avancé hasta un rayo de sol errante que bajaba entre los árboles hasta la hojarasca de agujas

marrones que había en el suelo. Los ojos de Ualiztli se abrieron mucho cuando, al cabo de sólo un

momento, un hilo de humo surgió de al í, y poco después el parpadeo de una l ama. Al cabo de un momento

tuve que saltar hacia atrás para alejarme de lo que se estaba convirtiendo en una respetable l amarada.

-¿Cómo has hecho eso? -me preguntó el ticitl, maravil ado-. ¿De dónde has sacado ese objeto de brujería?

-Un regalo de un padre a un hijo -le contesté sonriendo ante el recuerdo-. Bendecido con la ayuda de

Tonatiuh y de un padre que está en Tonatiucan. Creo que puedo hacer cualquier cosa. Menos cantar,

supongo.

-¿Qué?

-El guardia de mi celda en el palacio menospreció la voz que tengo para cantar.

Ualiztli volvió a dirigirme aquel a mirada de sondeo propia de un médico.

-¿Estás seguro, mi señor, de que no sigues afectado por aquel golpe que recibiste en la cabeza?

Me eché a reír y me di la vuelta para admirar el fuego. No se hacía excesivamente visible a medida que se

extendía por las agujas del suelo, pero ya empezaba a prender las agujas verdes l enas de resina de los

pinos de encima, lo que producía un penacho de humo que se iba elevando rápidamente al tiempo que se

hacía cada vez más denso y más oscuro.

-Estoy seguro de que eso atraer a alguien -afirmé con satisfacción.

-Sugiero que retrocedamos entre los arbustos por donde hemos venido -dijo el tícitl-. Quizá así podamos

distinguir quién viene y estar prevenidos. Y además quienquiera que sea así no encontrará a un par de

cadáveres asados.

Así lo hicimos; nos agazapamos por al í y nos quedamos contemplando el fuego que devoraba la arboleda

y lanzaba hacia arriba un humo que rivalizaba con el que siempre se ve por encima del gran volcán

Popocatépetí, a las afueras de Tenochtitlan. Pasó el tiempo, y el sol poniente tiñó la elevada nube de humo

de un color dorado rojizo, una señal aún más l amativa en contraste con el cielo, cada vez de un azul más

profundo. Pasó bastante más tiempo antes de que finalmente oyéramos un crujido en los arbustos en algún

lugar a nuestro alrededor. No estábamos hablando, pero cuando Ualiztli me dirigió una mirada inquisitiva,

me l evé el dedo a los labios en señal de precaución y luego me levanté lentamente para mirar por encima

de los arbustos.

Bueno, no eran españoles, pero casi hubiera deseado que lo fueran. Los hombres que rodeaban nuestro

escondite iban ataviados con armaduras aztecas, y entre el os sobresalía Tapachini, el cabal ero de la

Flecha; eran los guerreros de Yeyac. Uno de el os, que tenía la vista condenadamente aguda, me vio antes

de que pudiera volver a agacharme y lanzó el grito de la lechuza. El círculo de hombres se cerró en torno a

nosotros y Ualiztli y yo nos pusimos en pie con resignación. Los guerreros se detuvieron a cierta distancia,

pero nos rodearon por completo, de manera que éramos el centro y el blanco de todas sus flechas y

jabalinas.

Ahora fue el mismo Yeyac en persona quien se abrió paso entre los guerreros que formaban el círculo y se

acercó hasta nosotros. No estaba solo; Gónda Ke lo acompañaba; ambos sonreían con aire triunfante.

-Vaya, primo, volvemos a encontrarnos cara a cara -me dijo Yeyac-. Pero ésta será la última vez. Puede que

Coronado se haya mostrado reacio a dar la alarma ante tu huida, pero no le ha sucedido lo mismo a la

buena de Gónda Ke. Vino corriendo a avisarme. Luego mis hombres y yo no tuvimos más que ponernos a

vigilar y esperar. Y ahora, primo, permite que te escoltemos bien lejos de aquí antes de que vengan los

españoles. Quiero intimidad y tranquilidad para matarte lentamente.

Hizo señas a los guerreros para que cerrasen más el círculo en torno a nosotros. Pero antes de que

pudieran hacerlo, uno de el os, el único guerrero que l evaba un arcabuz, salió del círculo y se adelantó.

-Ya te maté una vez antes, Yeyac -le dijo de De Puntil as-, cuando amenazaste a mi Tenamaxtli. Como

acabas de decir, ésta ser la última vez.

Los guerreros a ambos lados de el a se echaron hacia atrás cuando retumbó el palo de trueno. La bola de

plomo alcanzó a Yeyac en la sien izquierda y, durante un instante, la cabeza se le desdibujó en medio de

una rociada de sangre roja y sustancia cerebral de un color gris rosáceo. Luego cayó hacia adelante, y

resultaba evidente que ningún tícitl sería capaz de volver a resucitarlo nunca más.

Ahora todos los presentes nos quedamos helados, atónitos, por espacio de varios segundos. Obviamente

Pakápeti, metida en aquel a abultada armadura acolchada que l evaba, a pesar del considerable vientre que

ya tenía, había sido capaz durante todo aquel tiempo de hacerse pasar por un hombre en medio de la

compañía, y también de mantener el arcabuz oculto en algún lugar hasta que hiciera falta de verdad.

Tuvo el tiempo justo de dirigirme una breve sonrisa, triste y cariñosa. Luego se oyó un bramido de

indignación procedente de los hombres de Yeyac, y aquel os que estaban más cerca de De Puntil as se

precipitaron hacia el a; el primero que lo hizo le lanzó un poderoso tajo desde arriba con la espada de

obsidiana. Hendió la armadura de De Puntil as, la piel y el cuerpo desde el esternón hasta la ingle. Antes de

caer al suelo, a de De Puntil as le salió de sus entrañas un gran chorro de sangre, todos los órganos que al í

se albergan, las tripas... y algo más. Los hombres que la rodeaban se apartaron de el a y se echaron hacia

atrás mientras miraban despavoridos y lanzaban, lo bastante fuerte como para que se oyeran por encima

del ruido de los demás gritos de enojo, las exclamaciones "Tequani!" y " Tzipitl", que significan

"monstruosidad", "deformidad" y "putridez".

En medio de todo aquel tumulto, ninguno de nosotros le había prestado demasiada atención al crujir de la

maleza que nos rodeaba, pero ahora oímos un grito de guerra salvaje y coordinado que combinaba chil idos

de águila, gruñidos de jaguar, gritos de lechuza y ululatos de loro. Apartando los matorrales salieron de

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