-No puedo soportar esa amenaza -le contesté-. Me das poco donde elegir, así que no me queda más

remedio que abandonar esta ciudad para siempre.

-Creo que eso será lo mejor para ti -convino con una actitud fría y distante-, para la ciudad y para todos los

que han tratado contigo.

Dicho eso me despidió, y el indio domesticado que servía en la catedral no hizo intento alguno de ser

discreto mientras me seguía durante todo el camino hasta casa.

12

Había resuelto abandonar la Ciudad de México incluso antes de que Alonso me lo recomendase de aquel a

forma tan fría. esta decisión se debía a que yo había desesperado de organizar alguna vez un ejército

rebelde entre los habitantes de la ciudad. Como el difunto Netzlin, y ahora Pochotl, los hombres del lugar

eran demasiado dependientes de sus amos blancos como para querer levantarse contra el os. Y aunque

hubieran querido hacerlo, ya estaban tan debilitados y eran tan poco belicosos que no se habrían atrevido a

intentarlo. Si tenía que reclutar a hombres como yo, rencorosos a causa de la dominación de los españoles

y lo bastante belicosos como para desafiarla, debía emprender viaje y volver sobre mis pasos. Tenía que

dirigirme de nuevo al norte y adentrarme en las tierras no conquistadas.

-Eres más que bienvenida si deseas venir conmigo -le dije a Citlali-. Tengo en verdadera estima la bendición

de tu intimidad, tu apoyo y, bueno, todo lo que has significado para mi. Pero eres una mujer, y además

algunos años mayor que yo, así que a lo mejor el paso con el que camino te resultaría demasiado vivo,

sobre todo porque tendrías que l evar de la mano a Ehécatl.

-De manera que, decididamente, te marchas -murmuró el a con tristeza.

-Pero no para siempre, a pesar de lo que le he dicho al notario. Tengo la intención de regresar aquí. Y

confío en que lo haré a la cabeza de una fuerza armada, barriendo a los hombres blancos de todos los

campos y los bosques, de todas las aldeas, de todas las ciudades, incluida ésta. Sin embargo, es posible

que eso no sea pronto. Por tanto, no te pediré que me esperes, querida Citlali. Sigues siendo una mujer

muy atractiva. Puedes atraer a otro marido bueno y amante, ¿aquin ixnentia? De cualquier modo, Ehécatl

ya es lo bastante mayor como para que pueda quedarse contigo mientras atiendes el puesto del mercado.

Con lo que ganes al í, y con la cantidad que hemos ahorrado, y teniendo en cuenta que ahora ya no seré

una boca más que alimentar...

Citlali me interrumpió.

-Yo te esperaría, queridísimo Tenamaxtli, por mucho tiempo que tardaras. Pero ¿cómo puedo tener la

esperanza de que regreses alguna vez? Estarás por ahí arriesgando la vida.

-Igual que la arriesgaría si me quedase aquí. Igual que tú has estado arriesgando la tuya. Si a mi me

hubieran cogido mientras cometía el crimen de experimentar con la pólvora, a ti te habrían arrastrado a la

hoguera conmigo.

-Me arriesgué a eso porque era una oportunidad que aceptamos los dos. Yo iría a donde fuera, haría

cualquier cosa con tal de estar juntos.

-Pero hay que tener en cuenta a Ehécatl. ...

-Sí -susurró Citlali. Luego, de pronto, estal ó en lágrimas y me dijo en tono exigente-: ¿Por qué estás tan

empeñado en perseguir esa locura? ¿Por qué no puedes resignarte a reconocer la realidad y soportarla,

como han hecho otros?

-¿Porqué? -repetí yo, atónito.

-Ayya, ya sé lo que los hombres blancos le hicieron a tu padre, pero...

-¿Y no es ése motivo suficiente? -le pregunté con brusquedad-. Todavía puedo verlo arder!

-Y también mataron a tu amigo, mi marido. Pero ¿qué te han hecho a ti, Tenamaxtli? Tú no has sufrido

ninguna herida ni insulto, aparte de unas cuantas palabras que te dijo aquel fraile hace mucho tiempo, en el

mesón. De todos los demás hombres blancos de los que has hablado sólo has dicho cosas buenas. De la

bondad de ese hombre l amado Molina, de los otros profesores que compartieron sus conocimientos,

incluso de aquel soldado que te inició en tu búsqueda de la pólvora...

-¡Eso son migajas que se les caen de la mesa! De una mesa cargada de ricos manjares que antes era

nuestra! Si mi tonali dictará o no que yo tenga éxito en restituirle esa mesa a nuestro pueblo, no lo sé. No

obstante, de lo que sí estoy seguro es de que me ordena que lo intente. Me niego a creer que yo haya

nacido para conformarme con las migajas. Y me estoy jugando la vida por el o.

Citlali suspiró tan profundamente que hasta pareció encogerse un poco.

-¿Cuánto tiempo vas a estar aún conmigo? ¿Cuándo piensas marcharte?

-No lo haré de manera inmediata, porque no pienso marcharme a escondidas como un perro techichi, con

la cabeza gacha y el rabo entre las piernas. Quiero dejarle algo a la Ciudad de México, y a toda Nueva

España, para que se me recuerde. Y lo que tengo ahora en mente, Citlali, es un último crimen que tú y yo

podríamos cometer juntos.

No puedo refutar lo que Citlali me había dicho: que yo, por mi parte, nunca había sufrido daño, privación,

encarcelamiento ni siquiera humil ación alguna infligida por los españoles. Pero durante los años que había

pasado en la ciudad me había encontrado con una gran cantidad de paisanos que sí habían sufrido todo

eso, o habían tenido conciencia de el o. Estaban los en otro tiempo guerreros marcados con la "G", y los

demás esclavos que iban marcados con la señal de su dueño. Y estaban todos aquel os desgraciados

borrachos, hombres y mujeres, a los que había visto cómo las patrul as los apaleaban y los hacían picadil o

hasta morir, como le había ocurrido a Netzlin. Y había visto diluirse la otrora pura sangre de nuestra raza,

ensuciada y desgraciada en los variopintos mestizos de los españoles y los moros.

Además yo conocía -no por experiencia personal, me alegra decirlo, sino por aquel os, muy pocos, que de

algún modo habían logrado escapar- los horrores de los obrajes. Estos obrajes eran grandes tal eres con

muros de piedra y cancelas de hierro donde se lavaba, se cardaba, se hilaba, se teñía y se tejía en forma

de telas el algodón o la lana. Los obrajes, en su origen, habían sido fundados por los corregidores

españoles como un medio de sacar provecho de los criminales convictos. Me refiero a los criminales indios.

En vez de encerrarlos y dejar que holgazaneasen, a estos bel acos se los destinaba a aquel trabajo

espantoso, asqueroso y laborioso (y cruelmente denigrante para cualquier hombre). No se les pagaba

salario alguno, se les proporcionaba un alojamiento sórdido y sin ninguna clase de intimidad, se los

alimentaba escasamente, apenas podían vestirse, nunca se les permitía bañarse... y nunca se les dejaba

abandonar el obraje hasta el momento en que expirase su condena, por lo que eran muy pocos los que

vivían lo suficiente para disfrutar de tal cosa.

Y los obrajes rendían beneficios, tanto era así que muchos españoles pusieron por su cuenta los suyos, y a

éstos se les dio gratis presos del Estado para que trabajasen al í, hasta que con el tiempo no hubo presos

suficientes para cubrir la demanda. Llegado este momento, los dueños de los obrajes empezaron a

engatusar a nuestro pueblo para que les cedieran a sus hijos. Prometían que esos niños y niñas

aprenderían un oficio que podrían seguir ejerciendo más adelante en la vida, y mientras tanto los padres se

ahorrarían el gasto de tener que criarlos. Y peor aún, los abades y abadesas de los asilos cristianos para

huérfanos, como el del Refugio de Santa Brígida, se dejaban convencer fácilmente para que les dieran a

elegir, en cuanto los niños eran lo bastante mayores para comprender, a sus internos indios: o tomaban las

sagradas órdenes y se convertían en monjas o frailes cristianos, o se los condenaba a ir a vivir y a trabajar

en un obraje. (Los huérfanos de sangre mezclada, como Rebeca Canal uza, estaban exentos de este tipo

de condena, porque los encargados de los asilos no estaban seguros de que algún día no fuera a acudir

algún padre o madre español a fin de reclamarlos y reconocerlos.)

Fueran condenados merecidamente o no, por lo menos los criminales esclavizados eran adultos. Los

huérfanos y "aprendices" que reclutaban no lo eran. Pero, exactamente igual que a los criminales, a

aquel os niños y niñas casi nunca se los volvía a ver otra vez fuera de las puertas del obraje. Igual que a los

criminales, eran explotados de forma inmisericorde, a menudo hasta la muerte, y sufrían vejaciones y

deshonras que a los adultos se les ahorraban. Los obrajes estaban vigilados y supervisados, no por los

propietarios españoles, sino por moros y mulatos a los que se les pagaba sueldos muy escasos. Y estos

seres se deleitaban sobremanera en mostrar su superioridad ante los niños indios rústicos, a los que solían

apalear y matar de hambre, eso cuando no se los forzaba repetidamente a realizar ahuilnema en el caso de

las niñas y cuilónyotl en el de los niños.

Los corregidores y los alcaldes cristianos, los dueños cristianos de los obrajes y los tepisquin nativos

convertidos al cristianismo se confabulaban todos el os para perpetrar aquel as atrocidades. Y la Iglesia

cristiana las consentía para su engrandecimiento, desde luego, pero también por otro motivo, Los

españoles estaban muy convencidos de que hasta el último de nosotros, los de nuestro pueblo, no era más

que un gandul perezoso e inútil que nunca trabajaría a menos que se le obligase a el o mediante castigos

inminentes, el hambre o la muerte violenta.

Eso no era cierto, y nunca lo había sido. En los viejos tiempos a nuestros hombres y mujeres sanos, a

menudo sus amos, fueran nobles locales o Portavoces Venerados, les exigían que hiciesen trabajos sin

remuneración alguna, en gran parte trabajos muy penosos, en muchos de los proyectos públicos. En esta

ciudad, por ejemplo, esos trabajos habían ido desde la construcción del acueducto de Chapultepec hasta la

erección del Gran Templo de Tenochtitlan. Todos los miembros de nuestro pueblo hacían esos trabajos de

buena gana, deseosos de el o, porque consideraban que la labor comunal era otra manera de reunirse para

l evar a cabo un alegre intercambio social. Y cuando l egaba el momento emprendían cualquier tarea que se

les asignase no como un trabajo, sino como una oportunidad de convivir mezclados. Los amos españoles

habrían podido aprovechar en su beneficio ese rasgo de nuestro pueblo, pero preferían usar el látigo, la

espada, la prisión, el obraje y la amenaza de la hoguera.

Admito que había algunos hombres buenos y admirables entre los blancos: Alonso de Molina, por ejemplo,

y otros a quienes conocí más adelante. Incluso hubo uno entre los moros negros que se convertiría en mi

amigo, compañero de aventuras y aliado incondicional. Y luego estuviste tú, mi querida Verónica. Pero de

nuestro encuentro hablaré en su momento.

Admito también que en realidad las intenciones que yo tenía de derrocar el reinado de los hombres blancos

se debían, al menos en parte, a mis deseos de venganza personal por el asesinato de mi padre. Pudiera

ser que mis propósitos también fueran en parte innobles, porque yo, como cualquier otro joven, me habría

cubierto de gloria si el pueblo me hubiese aclamado como un héroe conquistador o, si se daba la

circunstancia de que moría en el empeño, cuando l egase al otro mundo de Tonatiucan todos los guerreros

del pasado me recibirían con aclamaciones. Aun así mantengo que, sobre todo, el propósito que me movía

era levantar a nuestro pueblo pisoteado y sacar al Unico Mundo de la oscuridad en que se hal aba sumido.

Para convertir en algo memorable mi partida de la Ciudad de México había concebido una despedida

verdaderamente tempestuosa. Aunque yo ya había causado por dos veces a los españoles cierta alarma y

agitación, el furor remitió tras unos días en los cuales no se produjeron más disturbios. Sólo muy de vez en

cuando se detenía en la cal e a alguna persona de aspecto sospechoso, se la registraba y se la desnudaba,

y sólo dentro de los distritos de la Traza. Yo suponía que continuaba a todas horas bajo la vigilante mirada

de un espía de la catedral, pero me cercioré de que nunca me viera haciendo nada que pudiera

recompensar su vigilancia.

Cuando le dije a Citlali lo que tenía en mente, se echó a reír con aprobación, incluso mientras se estremecía

con una mezcla de agitación e ilusión gozosa, y accedió con entusiasmo a ayudarme. Así que, mientras yo

preparaba cuatro de las bolas de arcil a, cada una de el as tan grande como la que se usa en el juego

tlachtli y todas bien rel enas de pólvora, la fui instruyendo en todos los detal es de mi plan.

-La última vez -le dije- sólo logré hacer una mancha negra en la parte exterior del edificio de los soldados

españoles, y en el proceso maté a un tamemi que pasaba por al í. Esta vez quiero hacer que estal en en el

interior de un edificio; confío en que cause una enorme destrucción y en no matar a ningún inocente.

Bueno, lo reconozco, siempre hay varias maátime por el lugar vendiendo sus favores a los soldados, pero a

esas mujeres no las considero inocentes.

-¿Te refieres al mismo edificio de la Traza?

-No. Al í la cal e siempre está abarrotada de transeúntes. Pero conozco un lugar en cuyo interior, así como

en los alrededores, nunca hay más personas que españoles. Y las maátime. Tú l evarás por mí la pólvora

al í dentro. A esa escuela militar y fortaleza l amada el Castil o, la que se encuentra en lo alto de la Colina de

los Saltamontes.

-¿Tengo que l evar al interior esos objetos mortíferos? -exclamó Citlali-. ¿Al interior de un edificio l eno de

soldados, y todo él también rodeado de soldados?

-La fortaleza está rodeada de árboles, de unos árboles viejísimos, y la guardia no es muy fuerte. Hace poco

me pasé un día entero merodeando por los alrededores; estuve curioseando escondido detrás de alguno de

aquel os árboles, y estoy satisfecho porque podrás entrar y salir fácilmente del Castil o sin peligro alguno de

que te hagan daño ni te capturen.

-Me gustaría mucho estar yo también convencida de eso -me indicó Citlali.

-Las puertas de la fortaleza siempre están abiertas de par en par, y los cadetes, como l aman a los reclutas,

entran y salen tranquilamente de al í. Lo mismo que los soldados que hacen de profesores. Y también

españoles corrientes, los que l evan comida, provisiones y esas cosas. Y otro tanto puede decirse de las

maátime. Y el único guardia que va armado siempre está por al í medio amodorrado, sin preocuparse de

nada. No se mete con nadie, ni con las putas. Supongo que los españoles opinan que no hace falta

esmerarse por proteger ese lugar, porque... ¿qué persona que esté en su sano juicio va a tratar de infligir

daño alguno en el interior de una guarnición militar?

-¿Sólo yo? ¿Citlali la valiente y temeraria? -me preguntó con coquetería-. Por favor, asegúrame, Tenamaxtli,

que sigo estando en mi sano juicio.

-Cuando te lo haya explicado todo -le comenté-, te darás cuenta de lo práctico que es mi plan. Verás, yo no

puedo entrar en esa fortaleza sin que me interpelen y sin que, con toda seguridad, me arresten. Tú en

cambio si.

-¿Quieres que finja que soy una maátitl? Ayya, ¿tanto me parezco a una ramera?

-En nada. Tú eres mucho más bonita que cualquiera de el as. Y l evarás un cesto de fruta cogido por el asa,

y a tu lado irá Ehécatl. Nada parecer más inocente que una joven madre que pasea por el bosque con su

criatura. Y si alguien te pregunta, le dices que una de las maátime es prima tuya, y que le l evas la fruta de

regalo, O que vas con la esperanza de vendérsela a los cadetes porque te hace falta el dinero para

mantener a tu criatura, evidentemente minusválida. Te enseñaré palabras españolas suficientes para que

puedas hacer esos comentarios. No te pararán. Luego, cuando ya estés dentro del Castil o, lo único que

tienes que hacer es dejar en el suelo la cesta de fruta y volver a salir tranquilamente. Y si es posible, déjala

al lado de algo combustible.

-¿Una cesta de fruta? Esas cosas de barro no se parecen mucho a la fruta.

-Déjame que acabe de explicártelo. Ahora mismo... ¿ves? En el agujero que he hecho con la pluma en esta

bola estoy insertando un poquietl delgado y tan largo como mi antebrazo. Lo encenderé antes de que te

acerques a las puertas de la fortaleza, y pasará mucho tiempo ardiendo lentamente hasta que prenda la

bola; ya para entonces Ehécatl y tú estaréis afuera de nuevo, a salvo y a mi lado. Y esa bola, cuando

estal e, prenderá las otras tres. Y todas juntas causarán una explosión espectacular. Muy bien. Cuando las

bolas se hayan secado, se hayan puesto duras como la roca y estemos preparados para irnos, las colocaré

en uno de esos elegantes cestos tuyos y luego las cubriré con frutas del mercado. -Hice una pausa y

comenté, en cierto modo para mis adentros-: Deberían ser frutas de coyacapuli. Y debo intentar encontrar

algunas que tengan gusanos, como yo, en su interior.

-¿Qué? -preguntó Citlali sin comprender.

-Es una broma personal. No me hagas caso. Las frutas de coyacapuli son muy ligeras, así que el cesto no

pesará mucho. De todos modos, lo l evaré yo hasta que l eguemos al Castil o. Bueno, pues el primer día

que haga sol, nos marcharemos los tres de esta casa y nos iremos caminando despacio y

desenfadadamente hacia el oeste, atravesando la isla. Yo l evaré el cesto y tú guiarás a Ehécatl...

Así que eso es lo que hicimos unos días después, vestidos con ropa inmaculadamente blanca y con un aire

inocentemente descuidado. A cualquiera que nos viera le habríamos parecido una familia feliz que salía a

disfrutar de una comida al aire libre en alguna parte. Y yo suponía que había alguien que nos miraba con

interés, cualquiera de los mercenarios de la catedral.

Además de la cesta, yo l evaba el arcabuz escondido bajo el manto, cuya culata había metido debajo del

brazo que me quedaba libre, de manera que colgara verticalmente. Me obligaba a caminar con cierta

rigidez, pero resultaba invisible a ojos de los demás. Lo había cargado de antemano, tal como en una

ocasión había visto que se hacía: una buena dosis de pólvora, un trapo y una bola de plomo todo metido en

el tubo y bien prensado, una lasca de oro falso sujeta por la garra del gato y el arma dispuesta esperando

tan sólo que pusiera un pel izco de pólvora en la cazoleta para disparar su proyectil mortal. Verdaderamente

yo no tenía ni idea de cómo se apuntaba aquel a cosa, aparte de ponerla en la dirección hacia donde

quisiera disparar. Pero si el arcabuz funcionaba y la fortuna me favorecía, aquel a veloz bola de plomo

voladora podía de hecho darle y herir a algún soldado o cadete español.

Si había alguien siguiéndonos, logramos burlarlo, al menos temporalmente, cuando, al l egar al borde de la

isla, le hice señas a un barquero y nos subimos los tres a bordo de su acab. Primero le hice que nos l evase

en dirección al sur, hacia los jardines de flores de Xochimilco, donde incluso las familias españolas iban a

veces a pasar un día al aire libre, hasta que estuve seguro de que ningún otro acali nos venía siguiendo.

Luego le di instrucciones al barquero de que diera la vuelta y desembarcamos en las l anuras de barro que

bordeaban lo que en otro tiempo había sido el parque de Chapultepec. Subimos por la colina sin

encontrarnos con nadie hasta que tuvimos a la vista el tejado del Castil o. Una vez al í comenzamos a

avanzar escondiéndonos en un árbol tras otro, acercándonos cada vez más hasta que pudimos ver la

puerta y las numerosas figuras que entraban y salían, que iban de un lado para otro o que se dedicaban a

holgazanear por al í. Nadie dio la voz de alarma. Por fin l egamos al ahuéhuetl que yo había elegido de

antemano, uno cuyo tronco era muy grueso, y que quedaba a no más de cien pasos de la entrada. Nos

agazapamos detrás de él.

-Parece que es un rutinario día más en el Castil o -observé mientras me desembarazaba del arcabuz y lo

ponía en el suelo, a mi lado-. No hay guardias extra, nadie parece estar especialmente alerta. Así que

cuanto más pronto lo hagamos, mejor. ¿Estáis dispuestos la criatura y tú, Citlali?

-Si -repuso el a con voz firme-. No te lo había dicho, Tenamaxtli, pero anoche los dos fuimos a ver a un

sacerdote de la buena diosa Tlazoltéotl y le confesé todas las malas acciones de nuestra vida, incluyendo

ésta, si es que puede considerarse una mala acción. -Vio la expresión que había adquirido mi rostro y se

apresuró a añadir-: Sólo por si acaso algo saliera mal. De modo que si, estamos dispuestos.

Yo había arrugado la cara al oir a Citlali mencionar a aquel a diosa, porque uno no suele invocar a la

Comedora de Porquería hasta que no presiente que la muerte está cerca... y por tanto le pide que acepte y

se trague todos nuestros pecados con el fin de ir bien purgado y limpio al otro mundo. Pero si eso hacía que

Citlali se sintiera mejor...

-Este poquietl seguirá emitiendo un rastro de humo y olor mientras arda -le dije mientras utilizaba la lente y

un rayo de sol para encender el papel que sobresalía ligeramente de la cesta-. Sin embargo, hoy sopla

brisa por aquí arriba, así que no se notará mucho. Si alguien lo huele, sin duda pensar que algunos

cadetes han estado practicando con sus arcabuces. Y te lo repito, el poquietl te proporcionar tiempo de

sobra para...

-Pues dámelo de una vez -dijo Citlali- antes de que me venza el nerviosismo o la cobardía. -Cogió el asa de

la cesta y sujetó a Ehécatl por una mano-. Y también dame un beso, Tenamaxtli, para... para infundirme

valor.

Yo se lo habría dado de todos modos, y con mucho gusto, con amor, sin que el a me lo pidiera. Citlali

titubeó y observó desde detrás del árbol hasta que estuvo segura de que nadie miraba en nuestra dirección.

Luego salió y, con la criatura a su lado, se puso a caminar tranquila y serenamente, y se apartó de la densa

sombra del árbol, para introducirse en la bril ante luz del sol... como si acabasen de subir la colina por el

espeso bosque. Les quité la vista de encima sólo el tiempo suficiente para cargar la cazoleta del arcabuz

con un pel izco de pólvora y tirar de la garra de gato hacia atrás, para que se sujetase en su sitio con un

chasquido y quedase listo para disparar. Pero cuando volví a mirar hacia la madre y la criatura, lo que vi me

desconcertó.

Muchos de los hombres que estaban por la parte de fuera de la puerta no dejaban de echarle miradas a la

atractiva mujer que se aproximaba. En eso no había nada que no fuera natural. Pero luego bajaban la

mirada hacia Ehécatl, la criatura sin ojos, y sus sonrisas se convertían en expresiones de incredulidad y

desagrado. Aquel revuelo captó también la atención del guarda armado que estaba apoyado en la puerta de

entrada. Miró fijamente a aquel a pareja que se aproximaba, se irguió y comenzó a avanzar hacia el os para

interceptarles el paso. Aquel o era una contingencia que yo tenía que haber previsto, y debía haber estado

preparado para el o, pero no había sido así.

Citlali se detuvo ante él e intercambiaron algunas palabras. Supongo que el guarda le diría algo así como:

"En nombre de Dios, ¿qué clase de monstruo l evas de la mano?" Pero Citlali no podría entenderlo, por lo

que no sería capaz de darle una respuesta coherente. Lo que el a debía de estar diciéndole, o intentando

decirle, supongo que era alguno de aquel os comentarios que yo le había hecho ensayar: que iba a visitar a

una prima suya maátitl, o que iba a vender fruta.

De todos modos el guarda, al ver a aquel a guapa mujer de cerca, por lo visto perdió interés en el pequeño

ser deforme que la acompañaba. Por lo que yo pude ver desde mi escondite, el soldado sonrió y le dio una

orden gesticulando amenazadoramente con el arcabuz, porque Citlali soltó la mano de la criatura y,

asombrado, vi que le daba la cesta a Ehécatl Aquel a personita tuvo que usar ambas manos para sujetarla

Luego Citlali le dio la vuelta a Ehécatl, lo puso de cara a la entrada abierta y le dio un suave empujón.

Mientras Ehécatl, obediente, se dirigía con pasos inseguros directamente hacia la puerta abierta, Citlali

levantó las manos y empezó lentamente a deshacer los nudos con los que se abrochaba la blusa huipil. Ni

el guarda ni los demás soldados que se encontraban por al í se fijaron en la criatura que l evaba la cesta, y

que pasó por la puerta hacia el interior. Todas las miradas estaban fijas en Citlali mientras ésta se

desnudaba.

Evidentemente, el guarda le había ordenado que se desnudase para un registro completo, pues tenía

autoridad para el o, y Citlali lo estaba haciendo lentamente, con tanta voluptuosidad como cualquier maátitl,

para desviar la atención de todos hacia Ehécatl, que ahora se encontraba fuera de mi vista en algún lugar

en el interior de la fortaleza. Aquél a era otra contingencia para la que no estábamos preparados. ¿Qué

tenía que hacer yo? Por mis observaciones previas yo sabía que la puerta del muro exterior del Castil o

estaba en línea recta con la del propio Castil o; era de suponer que Ehécatl continuaría adelante, pasaría

también por aquel a otra puerta y entraría en el fuerte. Pero ¿entonces qué?

Yo ahora estaba muy erguido detrás del árbol, sólo asomaba la cabeza lo suficiente como para poder seguir

observando, y acariciaba con bastante inseguridad el gatil o del arcabuz. ¿Debía disparar entonces?

Ciertamente me sentí tentado a matar a alguno de aquel os hombres blancos, a cualquiera de el os, que

ahora se habían apiñado alrededor de Citlali y la miraban con avidez. El a se había desnudado de cintura

para arriba. Lo único que yo podía ver era la torneada espalda, pero sabía que sus pechos eran algo

hermoso de contemplar. El a empezó, lenta y provocativamente, a desatar la cinta que sujetaba la cintura

de la falda larga. Me pareció, y quizá también se lo pareciera a aquel os que miraban con sonrisas

satisfechas, que transcurría un haz de años antes de que aquel a falda cayera al suelo. Luego Citlali

empezó a emplear otro haz de años para desenvolver su prenda interior tochómitl. El guarda avanzó un

paso hacia el a, y los demás se apretaron junto a él, cuando finalmente Citlali arrojó la prenda y se quedó

totalmente desnuda ante el os.

En aquel instante se oyó un estruendo procedente de algún lugar lejano en el interior de la fortaleza, dentro

del propio fuerte, al tiempo que surgía una oleada de humo, lo que hizo que los hombres que la estaban

contemplando se acercasen aún más a Citlali; luego se dieron la vuelta y se quedaron mirando

boquiabiertos... y entonces se oyó otro trueno aún más fuerte que resonó dentro del fuerte, y luego otro,

más fuerte aún, y otro, todavía más fuerte. Las tejas rojas del tejado del fuerte se removieron en su sitio y

algunas cayeron al suelo. Después, como si aquel os rugidos que aún reververaban no hubieran sido más

que ebul iciones preliminares -como a veces hace el gran volcán Citíaltépetl, que se aclara la garganta tres

o cuatro veces antes de vomitar una erupción devastadora-, hizo erupción el fuerte con un estal ido que

debió de oírse por todo el val e.

El tejado se levantó en el aire y al í se desintegró, de manera que las tejas y las maderas se elevaron aún

más. Desde abajo se alzó una tremenda nube amaril a roja y negra, sulfurante, de l amas, humo, chispas,

pedazos no identificables del mobiliario interior del fuerte, cuerpos humanos agitándose en el aire y

fragmentos inertes de cuerpos humanos, todo el o entremezclado. Yo estaba completamente seguro de que

ni siquiera mi pródigo empleo de varias bolas rel enas de pólvora habría podido causar semejante

cataclismo. Lo que debía de haber sucedido era que Ehécatl había caminado vacilante, sin encontrar

obstáculos, hasta algún almacén de pólvora del fuerte o hasta el escondite de algún terriblemente sensible

combustible, justo en el momento en que mi cesto se prendió y estal ó. Me pregunté si Huitzilopochtli,

nuestro dios de la guerra, habría guiado a la criatura. ¿O lo habría hecho el espíritu de mi padre muerto?

¿O habría sido, sencil amente, el propio tonali de Ehécatí?

Pero tenía otras cosas que preguntarme. Al mismo tiempo que el fuerte volaba en pedazos, las personas

que se encontraban entre aquel lugar y el punto donde yo me hal aba, incluyendo el guarda, su cautiva

Citlali y varios de los hombres que estaban con el os, perdieron pie y cayeron al suelo como si hubieran

recibido una violenta bofetada. Además, la ropa de Citlali salió despedida del lugar en que se encontraba, a

los pies. No pude ver nada que explicase aquel os hechos. Pero luego sentí una sacudida como si dos

manos curvadas me hubieran abofeteado a la vez ambas orejas. Un poderoso vendaval, con la misma

fuerza de un muro de piedra al caer, se precipitó contra mi ahuéhuetl y contra los demás árboles de las

inmediaciones. Hojas, palitos y ramas pequeñas salieron despedidos del lugar de aquel a espantosa

explosión. El muro de dentro cesó con tanta rapidez como había venido, pero, de no haber estado yo detrás

del árbol, la pólvora de mi cazoleta se habría volado y el arcabuz habría resultado inútil.

Cuando aquel as personas que estaban entre el lugar donde yo me encontraba y el fuerte recobraron el

equilibrio, miraron con horror la destrucción que reinaba en el interior de la fortaleza, el fuego que ardía con

ferocidad y los pedazos de piedra, madera, armas -y de sus propios compañeros- que caían del cielo.

(Algunos de los hombres que habían caído no se levantaron más; los objetos que habían salido despedidos

a causa de la explosión los habían alcanzado.) El guarda de la puerta fue el primero en caer en la cuenta de

quién era el responsable del desastre; se dio la vuelta bruscamente para ponerse frente a Citlali, y un

rugido le desfiguró el rostro. Citlali dio media vuelta y echó a correr hacia mi mientras el guarda le apuntaba

a la espalda con el arcabuz.

Yo también le apunté a él con el mío y apreté el gatil o. Mi arcabuz actuó exactamente como estaba

previsto, con un rugido y una sacudida que me dejó el hombro entumecido y me lanzó hacia atrás un paso

o dos. A dónde fue a parar la bola de plomo, si le dio al guarda o a alguno de los otros, no tengo la menor

idea, porque la nube de humo azul que yo había provocado me ocultó la visión que tenía de el os. De todos

modos, lo lamentable era que yo no había podido impedir que el guarda disparase su arma. Citlali venía

corriendo hacia mí, con aquel os hermosos pechos suyos rebotando ligeramente, y en un instante aquel os

pechos, toda la parte superior de su cuerpo, se abrió como una flor roja cuando se abre el capul o. Gotas de

sangre y porciones de carne salieron despedidas por delante de el a y salpicaron el suelo, y sobre aquel os

fragmentos de sí misma Citlali cayó de cara y permaneció inmóvil.

No hubo señales ni ruido de persecución cuando colina abajo. Era evidente que no habían oído la descarga

de mi arma, tal como yo había previsto, en medio del tumulto general. Y si había l egado a herir a alguien

con la bola de plomo, sus compañeros soldados probablemente habrían pensado que había sido abatido

por alguno de los fragmentos que habían salido despedidos del fuerte. Cuando l egué a la oril a del lago no

me quedé por al í esperando a que acudiera un acali. Me puse a caminar a grandes zancadas por las

l anuras de barro y luego, hundido hasta la rodil a en las aguas turbias, vadeé el trayecto hasta la ciudad,

permaneciendo siempre cerca de los montones de troncos del acueducto para evitar que se me viera desde

ambas oril as. Sin embargo, una vez que l egué a la isla tuve que esperar un rato antes de tener ocasión de

deslizarme y pasar desapercibido entre la multitud de gente que se había congregado al í y comentaba con

excitación al contemplar la torre de humo que todavía flotaba sobre la Colina de los Saltamontes.

Las cal es estaban casi vacías cuando corrí hacia nuestra familiar colación de San Pablo Zoquipan y a la

casa que Citía y yo habíamos compartido durante tanto tiempo. Dudaba de que ningún espía de la catedral

siguiera vigilando, pues estaría junto al lago, como casi todos los demás residentes de la ciudad, pero si

seguía de guardia, y si me desafiaba o incluso si me seguía, yo estaba decidido a matarlo. Una vez dentro

de la casa volví a cargar el arcabuz, para estar preparado para aquel a contingencia o para cualquier otra.

Luego me eché a la espalda, sujetándolo con una cinta alrededor de la frente, el fardo de mis pertenencias,

que prudentemente había preparado de antemano. Además de esto, las únicas cosas que cogí de la casa

fueron nuestra pequeña reserva de dinero -ya fuera granos de cacao, en retazos de hojalata o en una gran

variedad de monedas españolas-y un saco que tenía l eno de salitre, el único ingrediente de la pólvora que

podía resultar difícil de obtener en otra parte. Con un pedazo de cuerda me las ingenié para poder colgarme

el arcabuz, a fin de poder l evarlo sin que se notase debajo del petate y del saco.

De nuevo en la cal e no vi que ninguno de los pocos transeúntes que había en el a se tomase interés alguno

en mis movimientos, y tampoco vi, mirando furtivamente hacia atrás de vez en cuando, que nadie me

siguiera. No me dirigí al norte por la calzada Tepeyaca por la cual mi madre, mi tío y yo mismo habíamos

entrado en la Ciudad de México hacia tanto tiempo. En el caso de que enviasen soldados para que me

persiguieran, con toda seguridad el notario Alonso se vería obligado en conciencia a decirles que lo más

probable era que yo me iría directamente a mi tierra, hacia la Aztlán de la que le había hablado. Así que en

lugar de eso atravesé la ciudad en dirección al oeste y crucé por la calzada que l eva a la ciudad de

Tlácopan. Y una vez al í, al poner pie en tierra firme, me volví sólo el tiempo suficiente para agitar el puño

apretado en dirección a la ciudad -la ciudad en la que habían asesinado a mi padre y a mi amante- y hacer

el solemne juramento de que regresaría algún día para vengarlos a ambos.

Muchas cosas han ocurrido en mi vida que han permanecido para siempre en mi corazón como una pesada

carga. La muerte de Citlali fue uno de esos acontecimientos. Y he sufrido muchas pérdidas lamentables que

han dejado vacíos en mi corazón que nunca volverían a l enarse. También fue una de esas pérdidas la

muerte de Citlali.

Ahora acabo de hablar de el a como mi amante y, desde luego, en el sentido físico ciertamente lo fue.

También se mostró adorable y amorosa, y durante mucho tiempo me sentiría desolado al verme privado de

su querida presencia, pero en realidad nunca la amé sin reservas. Lo supe entonces y lo mejor aún ahora,

porque, en una época posterior de mi vidá yo si que amaría con todo mi corazón. Aunque hubiera estado

total y completamente chalado por Citlali, nunca habría dado el paso de casarme con el a. Y por dos

motivos: el primero porque el a había sido la esposa de otro antes. Yo había sido sustituto, por así decirlo. Y

el segundo porque nunca habría podido esperar tener hijos propios con el a, no con el triste ejemplo de

Ome-Ehécati siempre a la vista.

Aunque estoy seguro de que Citlali siempre fue consciente de mis sentimientos, o de la carencia de el os,

nunca lo demostró lo más mínimo. El a había dicho: "Haría lo que fuera...", queriendo decir que, si hacía

falta, moriría por mí.

13

Nuestro pueblo tiene un dicho: que un hombre que no sabe adónde va no necesita tener miedo de

perderse. Mi única meta era alejarme cuanto más mejor de la Ciudad de México antes de torcer hacia el

norte en dirección a las tierras no conquistadas. De modo que desde Tlácopan tomé aquel os caminos que

continuaban l evándome hacia el oeste. Con el tiempo me encontré en Michoacán, la tierra del pueblo

purepecha. Aquel a nación era una de las pocas del Unico Mundo que nunca habían sido sometidas ni

obligadas a pagar tributo por los mexicas. El principal motivo de la sólida independencia de Michoacán en

aquel os tiempos era que los artesanos y los armeros purepes conocían el secreto de componer un metal

marrón tan duro y cortante que, en la batal a, las hojas de ese metal prevalecían sobre las quebradizas

armas de obsidiana de los mexicas. Tras sólo unos cuantos intentos de someter Michoacán, los mexicas se

dieron por satisfechos y establecieron una tregua, y de al í en adelante las dos naciones intercambiaron

libre comercio.., o casi libre; los purepechas nunca permitieron que ningún otro pueblo del Unico Mundo

aprendiera el secreto de su metal maravil oso. Desde luego, ese metal ya no es ningún secreto; los

españoles lo reconocieron a simple vista como bronce. Y aquel as hojas marrones no pudieron hacer nada

contra el acero más duro y más cortante de los hombres blancos... ni contra aquel otro metal más blando

que también tenían: el plomo impulsado por la pólvora. No obstante, a pesar de tener un armamento

inferior, los purepechas lucharon con más fiereza contra los españoles de lo que lo había hecho ninguna de

las demás naciones que éstos habían invadido. En cuanto aquel os hombres blancos hubieron conquistado

y se hubieron asegurado bien lo que ahora es Nueva España, uno de los más crueles y rapaces de sus

capitanes, un hombre l amado Guzmán, se puso en marcha al mando de sus tropas hacia el oeste desde la

Ciudad de México por el mismo camino que yo había seguido ahora. Su idea era apoderarse para sí de

tantas tierras y súbditos como había adquirido su comandante Cortés. Aunque la palabra Michoacán

significa solamente tierra de pescadores, Guzmán pronto descubrió -como los mexicas lo habían

descubierto antes que él- que bien podía haberse l amado Tierra de los Guerreros Desafiantes. A Guzmán

le costó varios miles de sus soldados avanzar, y avanzar sólo muy despacio, a través de los fértiles campos

y onduladas colinas de aquel paisaje tan grato a la vista. De los purepechas cayeron muchos miles más,

pero siempre quedaba alguno para seguir peleando sin tregua. Guzmán tardó casi quince años en abrirse

camino a base de cuchil adas, explosiones e incendios hasta la frontera norte de Michoacán, donde ésta

limita con la tierra l amada Kuanáhuata, y hasta el límite occidental, que es la costa del mar Occidental.

(Como ya he dicho antes, cuando mi madre, mi tío y yo viajamos a la Ciudad de México, a menudo tuvimos

que rodear cautelosamente las zonas de Michoacán, en las que todavía se libraban sangrientas batal as.)

Yo mismo, como guerrero, considerando lo que le había costado a Guzmán la conquista, en años y en

bajas, debo reconocer que se había ganado justamente el derecho a reclamar aquel a tierra y a darle el

nuevo nombre que eligió, Nueva Galicia, en honor de su provincia natal en Vieja España.

Pero también hizo algunas cosas que no tienen excusa. Reunió a los pocos guerreros que había hecho

prisioneros con vida y a los demás hombres y muchachos purepes de Nueva Galicia que algún día pudieran

l egar a convertirse en guerreros y los deportó como esclavos, por el mar Oriental, a la isla de Cuba y a otra

isla situada también por al í l amada La Española. Así Guzmán pudo estar seguro de que aquel os hombres

y muchachos, incapaces de hablar el idioma de los esclavos nativos de aquel as islas y de los esclavos

moros importados, estarían impotentes para fomentar cualquier desafío contra sus amos españoles.

Por eso cuando l egué a Michoacán, la población estaba compuesta por hembras jóvenes y viejas, hombres

ancianos y niños apenas adolescentes. Como yo era el primer hombre adulto que sin ser viejo se veía por

aquel os lares en los últimos tiempos, se me consideró como una curiosidad, aunque una curiosidad bien

acogida, por cierto. Durante mi viaje hacia el oeste a través de lo que habían sido las tierras de los mexicas

había tenido que pedir comida y cobijo en las aldeas y granjas por las que había pasado. Los hombres de

esos lugares siempre me habían concedido hospitalidad, pero yo había tenido que pedirla. Al í en

Michoacán, verdaderamente me habían asediado con ofrecimientos de comida, bebida y de un lugar para

dormir; y me dijeron: "Quédate todo el tiempo qué quieras, forastero." Al pasar por las casas situadas junto

al camino, las mujeres -porque no había hombres- salían literalmente corriendo por la puerta para tirarme

del manto e invitarme a que entrase en sus hogares. Y si yo era una novedad para el os, también los

purepechas eran una novedad para mí aunque ya me esperaba que fueran la clase de gente que era. Y

esto obedecía a que yo ya había conocido a varios de sus ancianos (supervivientes) en la Ciudad de

México -mercaderes pochtecas, mensajeros o simples vagabundos-, en el Mesón de San José o en los

mercados. Aquel os hombres tenían la cabeza tan calva como huevos de huaxolomi y, según me explicaron,

así tenían la cabeza todos los hombres, mujeres y niños de Michoacán, porque los purepechas

consideraban la calvicie lisa y reluciente como el toque que corona la bel eza humana. Aun así, el que yo

hubiera visto a aquel os hombres con las cabezas afeitadas del todo, a excepción de las pestañas, no me

había causado una excesiva impresión; al fin y al cabo eran ya lo bastante viejos como para estar calvos de

todos modos. Por eso fue una sensación totalmente diferente la qué sentí al l egar a Michoacán y ver a todo

ser viviente dotado de alma -desde los niños de pecho hasta las mujeres adultas pasando por los niños y

las ancianas- tan desprovistos de pelo como los viejos que había entre el os.

La mayoría de las personas del Unico Mundo, incluido yo, nos enorgul ecíamos de nuestro cabel o y lo

l evábamos largo. Los hombres nos lo dejábamos crecer hasta los hombros, con un flequil o espeso en la

frente; el cabel o de las mujeres podía l egar hasta la cintura, incluso hasta más abajo. Pero los españoles,

al estimar la barba y los bigotes como los únicos y verdaderos símbolos de virilidad, opinaban que nuestros

hombres parecían afeminados y nuestras mujeres desaseadas. Incluso acuñaron una palabra, balcarrota

(que más o menos significa "almiar"), para referirse a nuestro peinado, y hablaban de él en tono despectivo.

Además, como siempre estaban acusándonos de pequeños hurtos, de que les quitábamos sus

pertenencias, suponían que ocultábamos lo robado debajo de todo aquel cabel o. Así que Guzmán y los

demás señores españoles de Nueva Galicia sin duda daban su más alta aprobación a la costumbre purepe

de lucir una total calvicie. Sin embargo, había en Michoacán otras costumbres que estoy seguro de que los

españoles, al ser cristianos, no aprobaban. Y el o se debe a que a los cristianos les produce gran

desasosiego la menor mención de los actos sexuales, y en realidad los aterroriza mucho más cualquier

conducta sexual fuera de lo común de lo que les repele, pongamos por caso, los sacrificios humanos a los

"dioses paganos". En la época en que yo estaba aprendiendo todo lo que podía del idioma poré, aquel os

purepechas de la ciudad me habían enseñado muchas palabras y frases referentes a asuntos sexuales.

Esos hombres, repito, eran muy viejos, hacía mucho tiempo que los había abandonado la capacidad de

acoplamiento o cualquier pequeño deseo a ese respecto. No obstante chasqueaban las encías con lascivia

cuando relataban los variados, notables, indecorosos y escandalosos modos en los que habían apagado

sus apetitos sexuales de la juventud... y su tradición local les había permitido hacerlo así. Digo "indecorosos

y escandalosos" aunque yo personalmente no haya sido nunca un ejemplo de castidad o modestia. Pero mi

pueblo azteca, los mexicas y la mayoría de los demás pueblos siempre habían sido casi tan mojigatos

como los cristianos con respecto al sexo. Nosotros no teníamos leyes, normas ni prohibiciones escritas,

como tienen los cristianos, pero la tradición nos enseñaba que ciertas cosas, sencil amente, no había que

hacerlas. El adulterio, el incesto, la fornicación promiscua (excepto durante ciertas ceremonias de fertilidad),

la concepción de bastardos, la violación (excepto por los guerreros en territorios enemigos), la seducción de

menores, el acto de cuilónyotl entre varones y de patlachuia entre hembras, todas esas cosas estaban

prohibidas. Pero nosotros, a diferencia de los cristianos, al reconocer que cualquier persona podía ser de

naturaleza pervertida o incluso depravada y que también cualquier persona normal podía comportarse mal

cuando la lujuria la vencía, no aprobábamos estos hechos. Si se descubría este tipo de cosas, al autor (o a

los participantes) como poco se le excluía de la gente decente para siempre jamás, se le desterraba al

exilio, se le castigaba severamente o incluso se le daba muerte con el nudo de "la guirnalda de flores".

Pero como aquel os ancianos purepes de la ciudad me habían advertido tan jubilosamente, las costumbres

de Michoacán no habrían podido ser más diferentes. O más permisivas Entre los purepechas ninguna clase

imaginable de relación sexual estaba prohibida siempre y cuando ambos (o todos) los participantes

consintieran en el acto, o por lo menos no se quejasen ruidosamente, como en el caso de animales

empleados por hombres y mujeres a quienes les gustaba esa clase de copulación. En tiempos antiguos,

decían los viejos, sólo los ciervos, machos y hembras, habían satisfecho los dos requerimientos de aquel as

gentes, a saber: que el animal pudiera capturarse y que tuviera un orificio femenino o una protuberancia

masculina que pudieran utilizarse. Desde luego, todos, especialmente los sacerdotes, consideraban este

tipo de copulación con un ciervo macho o hembra como un acto de devoción digno de alabanza, porque los

purepechas creen que los ciervos son manifestaciones terrenales del dios sol. Sin embargo, contaban los

viejos, desde la l egada de los españoles que muchas eran las hembras purepes, y también los varones

adolescentes supervivientes, que habían hal ado motivo para alegrarse de la introducción de los

aprovechables asnos machos y hembras, carneros y ovejas, cabras machos y hembras.

Bien, yo no tengo predilecciones de esa clase, y si alguna de las muchas mujeres que conocí en Michoacán

hubiera estado entreteniéndose previamente con sustitutos animales de sus varones desaparecidos, hay

que decir que se mostraron bastante contentas de descartar a los animales cuando yo l egué. Como había

tal abundancia de mujeres y muchachas ávidas de mis atenciones, por dondequiera que vagara por

aquel as tierras pude elegir entre las más lindas, y así lo hice. Al principio, lo admito, me resultó un poco

difícil acostumbrarme a las mujeres calvas. A veces incluso me era difícil distinguir a las más jóvenes de los

varones jóvenes, porque entre los purepechas ambos sexos visten casi exactamente igual. Pero poco a

poco desarrol é una admiración casi purepe por aquel a calvicie suya, a medida que, con el tiempo, aprendí

a percibir que la bel eza facial de algunas mujeres en realidad se ve realzada por la falta de otros adornos.

Y el hecho de haberse deshecho de sus cabel eras en modo alguno había disminuido ninguno de sus

fervores femeninos ni de sus habilidades amatorias.

Sólo una vez cometí un error de apreciación en ese aspecto, y culpo de el o al chápari, la bebida que los

purepechas hacen con la miel de las abejas negras salvajes que hay en su territorio, una bebida

incalculablemente más embriagadora incluso que los vinos españoles. Me había detenido para pasar la

noche en una posada para viajeros en la que los únicos otros huéspedes eran un anciano pochtécatl y un

mensajero casi igual de viejo. La dueña de la posada era una mujer calva, y sus tres ayudantes también

calvos eran, aparentemente, sus hijas. En el transcurso de la velada participé indiscretamente del delicioso

chápari de la posada. Me emborraché lo suficiente como para que la más pequeña y hermosa de las

criadas tuviera que ayudarme a l egar a mi cubículo, desnudarme y depositarme en mi jergón; y luego, sin

que yo se lo pidiera, le prodigó a mi tepuli aquel a maravil osa y ardiente ingurgitación que yo había

experimentado por primera vez con aquel a auyanimi el día de mi cumpleaños en Aztlán y más tarde,

muchas veces, con mi prima Améyatl y otras mujeres. Ningún hombre está nunca demasiado borracho para

gozar de esa experiencia al máximo. De modo que, después, le pedí a la criada que se desnudase y me

dejase que le correspondiera, como agradecimiento, con la misma atención a su xacapili. Aturdido como

estaba, ya lo tenía yo bien dentro de la boca antes de darme cuenta de que era excesivamente prominente

para ser un xacapili. Salió escupido de mi boca, no por asco, sino porque solté una carcajada súbita al

percatarme de mi aturdido error. El bel o muchacho pareció muy dolido y retrocedió, y al instante el tepuli se

le marchitó hasta quedar casi tan achaparrado como un xacapili... y al ver todo esto tuve la inspiración

propia de los borrachos de experimentar así que le indiqué que se acercase a mí de nuevo. Cuando por fin

se marchó, le di una moneda maravedi una extravagancia de borracho, a modo de agradecimiento, y luego

me quedé dormido a causa de la borrachera; al día siguiente me desperté con un dolor de cabeza como un

terremoto y sólo un levísimo recuerdo de los experimentos en que nos habíamos enzarzado el muchacho y

yo.

Teniendo en cuenta la abundancia que había en Michoacán de mujeres y muchachas disponibles (por no

hablar de muchachos y animales domésticos, si es que en alguna ocasión yo l egase a estar lo

suficientemente borracho otra vez como para ensayar más experimentos) y la prodigalidad de la tierra en

otras cosas buenas, habría podido suponer que había sido transportado prematuramente a Tonatiucan o a

uno de los otros mundos del más al á de gozo eterno. Además de su ilimitada libertad sexual y de las

también ilimitadas oportunidades para el o, Michoacán ofrecía además una voluptuosa variedad de comida

y bebida: un delicado pescado del lago que no podía encontrarse en ninguna otra parte, huevos y guisos de

las tortugas que abundaban en su costa marítima, codornices cocidas en arcil a y colibríes asados,

chocólatl con sabor a vainil a y, naturalmente, el incomparable chápari. En aquel a tierra, uno incluso podía

darse un festín sólo con los ojos al contemplar los prados ondulados profusamente cubiertos de flores, los

torrentes chispeantes y los lagos cristalinos, los huertos ricos en frutas y los campos de cultivo, todo el o

bordeado de montañas de un verde azulado. Si, un hombre joven, sano y vigoroso bien podía sentir la

tentación de quedarse en Michoacán para siempre. Y yo hubiera podido hacerlo, de no haber estado

dedicado a una misión.

-Ayya, nunca reclutaré aquí a ningún hombre belicoso les dije-. Debo seguir adelante.

-¿Y qué me dices de mujeres belicosas? -me preguntó la que en aquel momento era mi consorte, una joven

radiantemente bonita cuyas pestañas, semejantes a un abanico de plumas, parecían aún más exuberantes

en contraste con el resto del rostro, lampiño y resplandeciente. Se l amaba Pakápeíi, que en poré significa

de De Puntil as. Al ver que la miraba sin comprender, añadió-: Los españoles cometieron un descuido

cuando mataron o secuestraron sólo a nuestros varones. Ignoraban las aptitudes que tenemos nosotras, las

mujeres.

-¿Mujeres? ¿Guerreras? Bobadas. Y bufé, divertido.

-Eres tú quien dice bobadas -insistió el a con brusquedad-. Lo mismo podrías afirmar que un hombre puede

montar a cabal o más rápido que una mujer. Yo he visto tanto a hombres como a mujeres españoles a

cabal o. Y con respecto a quién puede correr más, eso depende mucho del cabal o.

-Yo no tengo hombres ni cabal os -le indiqué con pesar.

-Pero tienes eso -dijo de De Puntil as señalando mi arcabuz. Yo había estado practicando con él toda la

tarde, intentando sólo con mediano éxito abatir uno a uno los frutos ahuácatin de un árbol que había cerca

de la cabaña de la muchacha-. Una mujer podría utilizarlo con la misma destreza que tú -añadió poniendo

mucho afán en que sus palabras no sonaran sarcásticas-. Fabrica o roba más de esos palos de trueno y...

-Esa es mi intención. En cuanto haya reunido un ejército suficiente para garantizar que hay necesidad de

el os.

-Yo no tendría que viajar muy lejos por estos alrededores -me hizo saber- para reclutarte un número

considerable de mujeres fuertes dispuestas y vengativas. Excepto aquel as a las que los españoles se

l evaron para ser esclavas de sus casas, o para que les calienten la cama, al resto de nosotras ni siquiera

nos echarían de menos si desapareciéramos de nuestra acostumbrada morada.

Yo sabía a qué se refería Pakápeti. Hasta el momento, en mi camino hacia el oeste yo había tenido buen

cuidado de mantenerme alejado de las numerosas estancias españolas, las cuales, naturalmente,

comprendían todas el as las mejores tierras de cultivo y de pastos de Michoacán. Como ya no quedaban

purepechas varones, y las mujeres eran consideradas aptas sólo para el cuidado de la casa, el trabajo en el

exterior de las granjas y ranchos y huertos lo l evaban a cabo esclavos importados. Desde lejos yo había

visto a aquel os moros negros trabajar muy duro supervisados por españoles a cabal o, cada uno de los

cuales solía l evar un látigo en la mano. Los nuevos amos de Michoacán habían sembrado la mayor parte

de los campos de productos vendibles: trigo extranjero, caña dulce, una hortaliza l amada alfalfa y esos

árboles que dan frutas extranjeras l amadas manzanas, naranjas, limones y aceitunas. Los campos menos

cultivables estaban cubiertos con espesos rebaños de ovejas, vacas o cabal os, y había corrales l enos de

cerdos, gal inas y gal ipavos. Incluso zonas tan pantanosas que nunca antes se habían cultivado estaban ah

ahora sembradas de un grano extranjero que crece en el agua l amado arroz. Como los españoles lograban

arrancar cosechas con beneficios de hasta el último pedazo de Michoacán, las parcelas que les habían

dejado a los purepechas supervivientes eran pocas, pequeñas y sólo a duras penas productivas.

-Me has hablado de lo bien que se come en esta tierra, Tenamaxtli -me dijo Pakápeti-. Déjame que te diga a

qué se debe. Las parcelas que tenemos de maíz, tomate y chiles las cuidan nuestros ancianos, hombres y

mujeres. Los niños recogen fruta, nueces, bayas y miel silvestre para hacer dulces y chápari. Somos las

mujeres quienes traemos la carne: aves silvestres, gamos pequeños, pescado, incluso un jabalí o un cuguar

de vez en cuando. -Hizo una pausa y luego añadió con cierta tristeza-: No lo hacemos con palos de trueno.

Utilizamos los medios antiguos de coger las aves con red y los peces con anzuelo, y hacemos servir armas

de caza de obsidiana y

además nosotras, las mujeres, continuamos produciendo la antigua artesanía purepe de cerámica vidriada

y barnizada.

Esos objetos se los canjeamos por otros alimentos a las tribus costeras, y por cerdos, pol os, corderos o

chivos a los españoles. Vivimos incluso sin hombres, y no nos podemos quejar pero estamos en esta

situación sólo como una deferencia de esos amos blancos. Por eso digo que no nos echarían de menos si

nos marcháramos a la guerra.

-Pero por lo menos vivís -le contesté-. Y seguramente no viviríais tan bien si fuerais a la guerra. Eso si es

que vivíais,

-Pues para que lo sepas, otras mujeres han luchado ya contra los españoles. Las mujeres mexicas, durante

las últimas batal as en las cal es de Tenochtitlan, se pusieron de pie en los tejados y arrojaron sobre los

invasores piedras, nidos l enos de avispas e incluso pedazos de sus propios excrementos.

-Pues no les sirvió de mucho. Hace poco, yo conocí a una mujer mexicatl muy valiente. Esta si que mató a

un buen número de hombres blancos, y a el a le sirvió de mucho. Perdió la vida a consecuencia de el o.

-Nosotras también daríamos gustosas nuestra vida si pudiéramos cobrarnos algunas de las suyas -dijo de

De Puntil as con impaciencia. Se acercó a mi y abrió mucho aquel as extraordinarias pestañas, clavando en

mí unos ojos tan oscuros y tan bonitos como las pestañas-. Tú ponnos a prueba, Tenamaxtli. Sería lo último

que los españoles se esperarían. Un levantamiento de mujeres!

-Y lo último que yo esperaría nunca, sería implicarme en el o -le solté mientras emitía a continuación una

carcajada-. Yo... a la cabeza de un ejército de hembras. Vamos, hasta el último guerrero muerto que se

encontrara en Tonatiucan se convulsionaría al enterarse, ya fuera de risa o de horror. La idea es ridícula,

querida mía. Tengo que buscar hombres.

-Pues ve -me dijo recostándose y con una cara de extrema vejación-. Ve a buscar a tus hombres. Todavía

quedan algunos en Michoacán.

Hizo un gesto vago con el brazo en dirección al norte.

-¿Todavía quedan hombres aquí? -le pregunté sorprendido-. ¿Hombres purepes? ¿Están escondidos?

¿Emboscados?

-No. Están en pañales -me contestó con desprecio-. No son guerreros y no son purepechas. Son mexicas

que han traído hasta aquí para fundar nuevas colonias alrededor del lago Pátzcuaro. Pero me temo que te

encontrarás con unos hombres mucho menos valientes y mucho más mansos que yo y que cualquiera de

las mujeres que yo podría reunir para ti.

-Concedo, de De Puntil as, que tú eres cualquier cosa menos mansa. El que te puso el nombre debió de

interpretar de una manera disparatada el libro de nombres tonálmatl. Háblame de esos mexicas. ¿Quién los

ha traído hasta aquí? ¿Y con qué propósito?

-Sólo sé lo que he oído. Cierto sacerdote cristiano español ha fundado colonias por todos los alrededores

del Lago de los Juncos con no sé qué extraño propósito. Y como ya no quedaban existencias de hombres

purepes, tuvo que traer hombres, junto con sus familias, de las tierras de los mexicas. También he oído que

el sacerdote mima a esos colonos con la ternura como si fueran sus hijos. Sus bebés en pañales, como te

he dicho.

-Hombres de familia -murmuré-. Probablemente tengas razón en que no estarán muy dispuestos a la

rebelión. Especialmente si su señor los trata tan bien como dices. Pero si es así, no se parece mucho a un

cristiano.

Pakápeti se encogió de hombros y eso hizo sonreír a mi cosonriente, sino con frialdad, me dijo:

-Ve a verlo por ti mismo. El lago sólo está a tres largas carreras de aquí.

El Lago de los Juncos tiene exactamente el mismo color del chalchihuetl, la piedra de jade, la gema que

todos los pueblos del Unico Mundo consideran sagrada. Y las montañas bajas y redondeadas que

circundan Pátzcuaro son de un tono más oscuro, pero de ese mismo color verde azulado. Así que cuando

coroné la cima de una de esas montañas y miré hacia abajo, el lago apareció como una joya bril ante que

hubiera caído en medio de un lecho de musgo. Hay una isla en el lago l amada Xarákuaro, isla que en otro

tiempo debió de ser la cara más bril ante de esa gema, porque dicen que estaba toda el a cubierta de

templos y altares que resplandecían y chispeaban a base de pinturas coloreadas, hojas de oro y

estandartes de plumas. Pero los soldados de Guzmán habían arrasado esos edificios y habían asolado la

isla hasta convertirla en terreno baldío que ahora todavía es.

También habían desaparecido todas las comunidades originarias que habían existido alrededor del lago,

incluso Tzintzuntzant, "Donde hay colibríes". Aquél a había sido la capital de Michoacán, una ciudad

compuesta enteramente por palacios, uno de el os la sede de Tzímtzicha, el último Portavoz Venerado de

los vencidos purepechas. Desde la cima de la montaña donde me encontraba sólo pude ver que quedaba

una cosa de los viejos tiempos. Era la Pirámide, situada al este del lago, notable por su tamaño y su forma,

no alta pero sí extensa, y que combinaba las formas cuadradas con las redondeadas. Y aquel a iyácata,

como se dice pirámide en poré yo sabía que perduraba desde tiempos verdaderamente antiguos pues la

había erigido un pueblo que vivió en ese lugar mucho antes que los purepechas. Incluso en época de

Tzímtzicha estaba ya ruinosa, medio derruida y cubierta de maleza, pero seguía siendo una vista

sobrecogedora.

Volvía a haber aldeas diseminadas por la oril a del lago sustituyendo a las que los hombres de Guzmán

habían arrasado, pero éstas no tenían ningún rasgo que las distinguiese pues las casas se habían

construido al estilo español, bajas, planas y de ese ladril o seco l amado adobe. En la aldea más próxima,

situada directamente debajo de la altura del lugar donde yo me encontraba, vi gente en movimiento. Todos

iban ataviados al modo de los mexicas y tenían el mismo color de piel que yo; no distinguí que entre el os

hubiera españoles por ninguna parte. Así que descendí hasta al í y saludé al primer hombre que encontré

en mi camino. Estaba sentado en un banco a la puerta de su casa dando forma y tal ando

concienzudamente un pedazo de madera.

Pronuncié el acostumbrado saludo en náhuatl que significa "En tu augusta presencia":

-Mixpantzinco.

Y él no repuso en poré, sino también en náhuatl, con el acostumbrado y educado:

-Ximopanolti -que significa "A tu conveniencia". Luego añadió, con bastante cordialidad-: No hay muchos de

nuestros paisanos mexicas que vengan a visitarnos aquí, a Utopía.

No quise confundirlo diciéndole que en realidad yo era aztécatl, ni le pregunté el significado de aquel a

palabra extraña que acababa de pronunciar. Sólo le dije:

-Soy forastero en estas tierras, y hace muy poco que me he enterado de que había mexicas en estos

alrededores. Es bueno oír otra vez hablar mi lengua nativa. Me l amo Tenamaxtli.

-Mixpantzinco, cuatl Tenamaxtli -me saludó con cortesía-. Me l amo Erasmo Mártir.

-Ah, por ese santo cristiano. Yo también tengo un nombre cristiano: Juan Británico.

-Si eres cristiano y estás buscando empleo, nuestro buen padre Vasco puede hacerte un sitio aquí. ¿Tienes

esposa e hijos en alguna parte?

-No, cuatl Erasmo. Soy un viajero solitario.

-Lástima. -Movió con énfasis la cabeza de un lado a otro-. El padre Vasco sólo acepta colonos con familia.

No obstante, si quieres quedarte durante algún tiempo, él, que es un hombre muy hospitalario, te

proporcionará acomodo como huésped. Lo encontrarás en Santa Cruz Pátzcuaro, la próxima aldea según

vas hacia el oeste por la oril a del lago.

-Iré, pues, al í y no te molestaré más en tu trabajo.

-Ayyo, no eres ningún estorbo. El padre no nos hace trabajar sin descanso como esclavos, y es agradable

conversar con un mexicatl recién l egado.

-¿Qué es eso que estás haciendo?

-Esto será un mecahuéhuetl -me indicó al tiempo que señalaba unas piezas casi terminadas que había

detrás del banco.

Se trataba de piezas de madera aproximadamente del mismo tamaño y forma grácilmente curvada de un

torso de mujer.

Asentí con la cabeza al reconocer lo que serían aquel as partes cuando estuvieran ensambladas.

-Lo que el os l aman guitarra.

De los instrumentos musicales que los españoles introdujeron en Nueva España, la mayoría eran, por lo

menos básicamente, parecidos a los que ya se conocían en nuestro Unico Mundo. Es decir, producían

música si se soplaba a su través, se los golpeaba con palitos o se frotaban con una vara con muescas.

Pero los españoles también habían traído instrumentos diferentes de los nuestros, como aquel a guitarra, y

otros como la vihuela, el ama y la mandolina. Todo nuestro pueblo se sorprendió mucho, y con admiración,

de que tales instrumentos pudieran producir una música dulce a partir de aquel as simples cuerdas, siempre

bien tensadas, que pulsaban con los dedos o rascaban con un arco.

-Pero ¿por qué estás copiando una novedad extranjera? Estoy seguro de que los españoles tendrán sus

propios fabricantes de guitarras.

-Pero no tan expertos como lo somos nosotros -respondió con orgul o-. El padre y sus ayudantes nos

enseñaron a hacerlas, y ahora dice que hacemos estas mecahuéhuetin tan bien que son incluso superiores

a las que traen de Vieja España.

-¿Nosotros? -repetí-. ¿Es que no eres el único que hace guitarras?

-No, desde luego. Los hombres de aquí, de San Marcos Churitzio, se concentran en esta única habilidad.

Es la empresa particular que se ha asignado a esta aldea, como a otras aldeas de Utopía se les ha

asignado producir cerámica laqueada, objetos de cobre o lo que sea.

-¿Por qué?

Fue lo único que se me ocurrió decir, porque nunca antes había tenido noticia de que ninguna comunidad

se dedicase a hacer sólo una cosa y nada más.

-Ve a hablar con el padre Vasco -me dijo Erasmo-. El tendrá mucho gusto en explicártelo todo acerca de

cómo engendró esta Utopía nuestra.

-Así lo haré. Gracias, cuatl Erasmo, y mixpantzinco.

En lugar de decir "ximopanolti" a modo de despedida, lo que dijo fue:

-Vaya con Dios. -Y añadió alegremente-: Vuelve por aquí, cuatl Juan. Tengo la intención de aprender a tocar

una de estas cosas un día de éstos.

Seguí caminando penosamente en dirección oeste, pero me detuve en una zona deshabitada y me escondí

entre unos arbustos para cambiarme el manto y el taparrabos por la camisa, los pantalones y las botas que

l evaba en el petate. Así que iba ataviado a la española cuando l egué a Santa Cruz Pátzcuaro. Cuando

pregunté, me enviaron a la pequeña iglesia de adobe y a la casa del cura que estaba contigua a el a. El

padre en persona me abrió la puerta; en modo alguno era tan altivo e inaccesible como lo son la mayoría de

los sacerdotes españoles. Además iba vestido con calzones y una camisa de tela fuerte, pesada y

manchada de trabajar, y no con una túnica negra.

Tuve el descaro de presentarme a él en español como Juan Británico, ayudante lego de fray Alonso de

Molina, notario de la catedral del obispo Zumárraga, y le expliqué que en aquel os momentos tenía la tarea,

por orden de mi amo Alonso, de visitar las misiones que la Iglesia tenía en aquel os parajes para hacer una

valoración e informar de los progresos.

-Ah, pues creo que de la nuestra darás buenos informes, hijo mío -me contestó el padre-. Me complace oír

que Alonso sigue trabajando con afán y asiduidad en las viñas de la Santa Madre Iglesia. Recuerdo a ese

muchacho con mucho cariño.

De manera que a mi tergiversación y a mí se nos aceptó al instante, sin cuestionar nada, por aquel buen

sacerdote. Y verdaderamente encontré que era bueno. El padre Vasco de Quiroga era un hombre alto,

delgado y de aspecto austero, pero con auténtico buen humor. Era lo bastante viejo como para no necesitar

tonsura a causa de la calvicie, pero todavía era vigoroso, como lo atestiguaba el hecho de que l evara ropa

de trabajo, cosa por la que se disculpó humildemente.

-Ya sé que debería vestir una sotana como es debido para darle la bienvenida a un emisario del obispo,

pero es que hoy estoy ayudando a mis frailes a construir una porqueriza detrás de esta casa...

-Pues no permitas que yo te interrumpa...

-No, no, no. Cielo santo, me alegro de tomarme un respiro. Siéntate, hijo Juan. Veo que estás aún

polvoriento del camino. -Llamó a alguien que se encontraba en otra habitación para que nos l evase un

poco de vino-. Siéntate, siéntate, hijo mío. Y cuéntame. ¿Has visto muchas cosas de las que el Señor nos

ha ayudado a realizar por estos parajes?

-Sólo unas cuantas. He estado hablando un rato con un tal Erasmo Mártir.

-Ah, si. De todos nuestros habilidosos constructores de guitarras, quizá él sea el más habilidoso. Y además

es un devoto cristiano converso. Y dime, Juan Británico, puesto que l evas el nombre de un santo inglés,

¿acaso conoces al difunto y piadoso don Tomás Moro, también de Inglaterra?

-No, padre. Pero, perdona, yo tenía entendido que los hombres de Inglaterra son blancos.

-Y así es. Moro era el nombre de ese hombre, no su raza ni su color. Murió hace poco de forma injusta y vil,

pues su único crimen fue su piedad cristiana; el rey de esa Inglaterra que es un hereje odioso y

despreciable, ordenó que lo ejecutaran. De todos modos, si no has oído hablar de don Tomás, supongo que

no conocerás su famoso libro De optimo Reipublicae statu...

-No, padre.

-¿Ni de la Utopía que prefiguró en ese libro?

-No, padre. Pero le he oído pronunciar esa palabra al artesano Erasmo.

-Bien, Utopía es lo que intentamos crear aquí, alrededor de las oril as de este lago paradisíaco. Lo único

que lamento es no haber emprendido esta tarea hace años. Pero no hace tanto que soy sacerdote.

Entró un fraile joven que traía dos copas de madera exquisitamente tal ada y laqueada, sin lugar a dudas un

producto purepe. Nos entregó una a cada uno y se retiró en silencio; bebí con agradecimiento aquel vino

fresco.

-Durante la mayor parte de mi vida -continuó explicándome el padre en tono contrito- fui juez, hombre del

oficio de las leyes. Y cualquier ejercicio de la ley, permíteme decirte, joven Juan, es una profesión venal,

corrupta y aborrecible. Por fin, gracias a Dios, me di cuenta de que estaba deshonrando mi vida y mi alma

de una forma horrible. Y entonces fue cuando me despojé de la toga judicial, recibí las órdenes sagradas y

por fin me ordené para vestir la sotana. -Hizo una pequeña pausa y se echó a reír-. Desde luego, muchos

de mis antiguos adversarios de los juzgados me han citado con júbilo el viejo proverbio: "Hartóse el gato de

carne y luego se hizo fraile."

Me costó un momento traducir aquel o en la cabeza. "El gato se hartó de carne antes de convertirse en

fraile."

-La Utopía que imaginó Tomás Moro había de ser una comunidad ideal cuyos habitantes existirían en

perfectas condiciones -continuó diciendo el padre-. Donde los males que acarrea la sociedad, como

pobreza, hambre, miseria, crimen, pecado o guerra, se habrían desterrado para siempre. -Me contuve de

comentar que habría algunas personas, incluso en una comunidad ideal, que quizá quisieran conservar el

derecho a disfrutar pecando o haciendo la guerra-. De modo que he repoblado esta parte de Nueva Galicia

con familias de colonos. Además de instruirlos en los dogmas del cristianismo, mis frailes y yo les

enseñamos a usar las herramientas europeas y a emplear los métodos más modernos de agricultura y

labranza. Aparte de eso, nos esforzamos por no dirigir a los colonos ni entrometernos en sus vidas. Cierto,

fue nuestro hermano Agustín quien les enseñó a hacer guitarras. Pero encontramos a hombres purepes

ancianos a los que pudimos convencer para que dejaran de lado viejas rivalidades y enseñaran a los

colonos las artesanías purepes ancestrales. Ahora cada aldea se dedica a perfeccionar una de esas artes:

trabajar la madera, la cerámica, los tejidos y demás, en la mejor tradición purepe. Y todos los colonos

incapaces de aprender una artesanía contribuyen a Utopía cultivando la tierra, pescando o criando cerdos,

cabras, pol os y cosas así.

-Pero padre Vasco -le pregunté-, ¿qué utilidad tiene para tus colonos algo como las guitarras? Ese Erasmo

con el que he hablado ni siquiera sabía hacer música con el a.

-Pues verás, hijo mío, se venden a los mercaderes de la Ciudad de México. Tanto las guitarras como los

demás objetos de artesanía. Muchos de el os los compran agentes de negocios que, a su vez, los exportan

a Europa. Además nos pagan muy buen precio por el os. El grueso del producto de nuestros agricultores y

ganaderos también se vende. Del dinero que recibimos, yo les pago una parte a las familias de la aldea,

dividida en partes iguales entre todas el as. Pero la mayor parte de nuestros ingresos la empleamos en

conseguir herramientas nuevas, semil as, ganado y todo aquel o que pueda mejorar y beneficiar a Utopía

en su conjunto.

-Eso suena muy práctico y loable, padre -le indiqué, y lo decía sinceramente-. Sobre todo porque, como

dice Erasmo, tú no haces que tu gente se mate trabajando como esclavos.

-¡Válgame Dios, no! -exclamó-. He visto esos obrajes infernales en la ciudad y en otros lugares. Puede que

nuestros colonos sean de una raza inferior, pero son seres humanos. Y ahora son cristianos, así que no son

animales brutos y sin alma. No, hijo mío. La norma aquí, en Utopía, es que la gente trabaje en comunidad

sólo seis horas al día, seis días a semana. Los domingos, desde luego, son para las devociones. Todo el

resto del tiempo de la gente es suyo y pueden emplearlo como gusten: cuidando los jardines de sus

hogares, en cosas privadas, en hacer vida social con sus paisanos. Si yo fuera un hipócrita podría decir que

simplemente me comporto como un cristiano al no ser un amo tirano. No obstante, la verdad es que nuestra

gente trabaja más y de manera más productiva que cualquier esclavo empujado a latigazos o que cualquier

obrero de los obrajes.

-Otra cosa que me dijo Erasmo es que sólo permites que hombres y mujeres ya casados se establezcan en

esta Utopía -le comenté-. ¿Acaso no obtendrías más trabajo de hombres y mujeres solteros, que no

tuviesen la carga de los hijos?

El padre pareció un poco incómodo.

-Pues no. Has abordado un tema más bien indecoroso. No presumimos de haber recreado el Edén aquí,

pero desde luego tenemos que combatir con Eva y con la serpiente. O con Eva haciendo de serpiente,

mejor dicho.

-Ayyo, perdona que lo haya preguntado, padre. Debes de referirte a las mujeres purepes.

-Exactamente. Desprovistas de sus propios hombres, y al saber que aquí en Utopía hay hombres jóvenes y

fuertes, a menudo han caído sobre nosotros para... ¿cómo decirlo...? Camelar a nuestros hombres para

que actúen de sementales. Eran una verdadera plaga cuando nos establecimos aquí al principio, y hasta la

fecha de vez en cuando todavía recibimos la visita inoportuna de alguna hembra. Me temo que nuestros

hombres de familia no sean todos, o no lo sean siempre, capaces de resistir la tentación, pero estoy seguro

de que los hombres sin esposa serían mucho más fáciles de seducir. Y ese tipo de libertinaje conduciría a

Utopía a la ruina.

-Me parece, padre Vasco, que tú lo tienes todo bien pensado y bien atado -le dije con aprobación-. Me

complacerá l evarle esa información al notario del obispo.

-Pero no solamente fiándote de mi palabra, hijo Juan. Da toda la vuelta al lago. Visita las aldeas. No te hará

falta un gula. De todos modos, no me gustaría que sospechases que te estaban enseñando sólo los

aspectos ejemplares de nuestra comunidad. Ve tú solo. Mira las cosas sencil as y sin barniz. Y cuando

regreses aquí, me gratificará que puedas decir, como en una ocasión dijo san Diego, que a un hombre lo

justifican sus obras, no sólo la fe.

14

Así que me dirigí al oeste, deteniéndome por lo menos una noche en cada aldea a la que l egaba, y luego

hacia el norte, hacia el este y hacia el sur hasta que hube rodeado todo el lago de los Juncos y volví de

nuevo al oeste, a la primera aldea de todas las que había visitado, San Marcos Churitzio, aquel a en la que

residía Erasmo Mártír.

Encontré que era cierto lo que el padre Vasco había que la gente que habitaba junto al lago vivía en

amistad, prosperidad y convivencia, y era comprensible que estuvieran contentos de vivir así. Y desde

luego habían dominado las antiguas artesanías de los purepechas. Una aldea producía objetos de cobre

batido: platos, fuentes y jarros de gracioso diseño y acabado ondulado. Otra hacía utensilios similares, pero

de una clase de cerámica que no se veía en ninguna otra parte de un lustroso color negro conseguido con

una mezcla de polvo de plomo con la arcil a. Otra aldea fabricaba los famosos objetos de laca por los que

los purepechas eran famosos desde tiempos remotos: bandejas, mesas, enormes biombos, todo el o de un

rico color negro bril ante, con incrustaciones de oro y muchos colores vivos. Otra confeccionaba esteras,

jergones y cestos de juncos trenzados procedentes del lago; eran, tengo que admitirlo, incluso más

elegantes que los que tejía mi querida Citlali. Otra aldea hacía joyas complicadas de alambre de plata; otra,

joyas de ámbar; otra trabajaba con el nácar de conchas de mejil ón. Y así sucesivamente a lo largo de todo

el perímetro del lago. Entre aldea y aldea, y alrededor de el as, estaban los campos labrados donde

cultivaban la caña dulce y la hierba también dulce l amada sorgo, así como otros productos más conocidos

para nosotros, como el maíz y las alubias. Los campos se veían mucho más fértiles que nunca en tiempos

pasados, antes de que nuestros campesinos tuvieran las ventajas de las herramientas y las ideas

importadas por los españoles.

No se podía negar que aquel os colonos mexicas se habían beneficiado enormemente de su asociación con

los españoles. Me pregunté a mí mismo si acaso las virtudes de la atractiva Utopía contrarrestaban las

miserias y las degradaciones que sufrían sus paisanos mexicas en aquel os abominables obrajes. Llegué a

la conclusión de que no, porque los mexicas que se encontraban en este último caso se contaban por

miles, muchos miles. Sin duda existían otros hombres blancos como el padre Vasco de Quiroga, hombres

que interpretaban el significado de la palabra cristianismo como "amorosa bondad". Pero yo sabía a ciencia

cierta que, aunque hubiese hombres de esta clase, se veían ampliamente sobrepasados en número por

esos otros hombres blancos malvados, avariciosos, engañosos y de corazón frío que también se l amaban

a sí mismos cristianos e incluso sacerdotes.

En aquel momento, lo admito, yo era igual de engañoso que cualquier hombre blanco. No estaba, como

suponía el padre Vasco, recorriendo las aldeas de su Utopía sólo para evaluarlas o admirarlas; las estaba

peinando en busca de algún habitante que pudiera colaborar en la sedición que yo estaba planeando. A

todos los herreros de las aldeas que trabajaban con metales les enseñé mi arcabuz y les pregunté si

podrían hacerme una copia de aquel artilugio. Todos, desde luego, lo reconocieron como un palo de

trueno... y alabaron con entusiasmo al mexícatl que lo había construido. Pero también todos mostraron

unanimidad al decir que, aunque se sentían inclinados a imitar a aquel artesano de talento, no disponían de

las herramientas necesarias. Y las respuestas que obtuve cuando les pregunté a todos los hombres si

alguno de el os estada dispuesto a unirse a mí para rebelarse contra los opresores españoles podrían

resumirse en la respuesta que obtuve de Erasmo Mártír, el último al que se lo pregunté.

-No -me contestó l anamente. Estábamos sentados juntos en el banco que había a la puerta de su casa,

donde, esta vez, él no estaba dándole forma de mujer a un pedazo de madera. Y continuó-: ¿Me tomas por

un tíahuele loco de atar? Soy uno de los pocos afortunados mexicas que tienen comida en abundancia,

cobijo seguro, están libres del abuso de cualquier amo y disfrutan de libertad para ir y venir a su antojo.

Incluso tengo prosperidad y un futuro prometedor para mi familia.

despojado de hombría, pensé con amargura: "lamiéndole el culo al patrón". Gruñí:

-¿Eso es lo único que deseas tener, Erasmo?

-¿Lo único que deseo? ¿Eres tú el que está tíahuele, Juan Británico? ¿Qué más podría querer un hombre

en este mundo, tal como está hoy en día?

-Hoy en día, tú lo has dicho. Pero hubo un tiempo en que los mexicas también tenían orgul o.

-Los que podían permitírselo. Los gobernantes tlátoantin, aquel os cuyos nombres acababan en -tzin, los

pípiltin, la clase alta, los cabal eros cuaútlin y otros por el estilo. El os eran tan orgul osos, en realidad, que

ni siquiera pensaban en nosotros, los plebeyos macehualtin, que les dábamos de comer, los vestíamos y

éramos sus sirvientes. Sólo se acordaban de nosotros cuando nos necesitaban en el campo de batal a.

-La mayoría de los cuaútlin de los que hablas -le dije fueron antes simples macehualtin que consiguieron

subir desde la clase plebeya a la de los cabal eros porque lucharon contra los enemigos de los mexicas,

estuvieron orgul osos de hacerlo y lo demostraron con sus proezas en el campo de batal a.

Erasmo se encogió de hombros.

-Yo aquí tengo todo lo que cualquier cabal ero mexícail tuvo en la vida, y me lo he ganado sin luchar.

-¡No te lo has ganado! -le recordé l eno de enojo-. Te lo han dado.

Volvió a encogerse de hombros.

-Como quieras. Pero trabajo mucho para ser digno de el o y para poder conservarlo. Y también para

demostrarle mi gratitud al padre Vasco.

-El padre es bueno y afable, eso es cierto. Pero ¿no te das cuenta, cuatl Erasmo? Está degradando vuestra

hombría mexícatl lo mismo que lo haría un amo blanco cruel que utilizase el látigo. Os trata como si no

fuerais más que animales salvajes domesticados. O niños en pañales.

Por lo visto, aquél era el día en que a Erasmo le tocaba encogerse de hombros.

-Incluso el hombre más hombre sabe apreciar que lo traten con tierna solicitud. -Ahora sorbió por la nariz,

como si estuviera a punto de echarse a l orar-. Como una buena esposa trata a un buen marido.

Parpadeé, atónito.

-¿Qué tiene que ver una esposa con...?

-Cal a. Basta ya, por favor, cuatl Juan. Ven, acompáñame un rato caminando. Me gustaría hablar contigo de

algo que es de distinta naturaleza.

Extrañado, lo acompañé. Cuando estuvimos algo alejados de la casa me aventuré a decir:

-No pareces ni mucho menos tan alegre como cuando te vi la última vez y no hace tanto tiempo de eso.

Volvió a sorber por la nariz y después reconoció con aire fúnebre:

-En eso tienes razón. Tengo la cabeza gacha. Me sangra el corazón y me tiembla la mano tanto que mi

trabajo se resiente.

-¿Estás enfermo, Erasmo?

-Será mejor que te dirijas a mí por mi nombre pagano, Ixtálatl, porque ya no soy apto para ser cristiano. He

pecado de un modo que no tiene redención. Estoy.. - afectado de chahuacocoliztli. -Esa palabra tan larga

significa "la enfermedad vergonzosa causada por el adulterio". Y él continuó, sin dejar de sorber-: No sólo

gotea mi corazón. También mi tepuli. Hace ya algún tiempo que no me atrevo a abrazar a mi buena esposa,

y el a no deja de quejarse y de preguntarme por qué.

-Ayya -murmuré compasivamente-. Entonces es que te has acostado con una de esas inoportunas mujeres

purepes. Bueno, estoy seguro de que cualquier ticitl de nuestro pueblo, y a lo mejor incluso un médico

español, puede aliviar esa dolencia. Y cualquier sacerdote de nuestra bondadosa diosa Tíazoltéotl puede

absolverte de la transgresión.

-Como cristiano converso, no puedo recurrir a la diosa Comedora de Porquería.

-Pues ve a confesarte con el padre Vasco. Me ha dicho que el pecado de adulterio no es precisamente

desconocido aquí, en Utopía. Seguro que ya habrá perdonado a otros antes y les habrá permitido que sigan

siendo cristianos.

Erasmo dijo en voz baja y en tono culpable:

-Es que, como hombre, me da demasiada vergüenza confesarme al padre.

-Entonces, ¿por qué, si puedo preguntártelo, te confiesas conmigo?

-Porque el a quiere conocerte.

-¿Quién? -exclamé muy sorprendido-. ¿Tu esposa?

-No. La mujer adúltera.

Yo estaba perplejo.

-¿Por qué, en nombre de todos los dioses, habría yo de consentir en ver a una ramera con el tipili

contaminado?

-Preguntó por ti l amándote por tu nombre. Por tu nombre pagano. Tenamaxtli.

-Debe de tratarse de Pakápeti -dije, aún más confuso porque si de De Puntil as tenía ya la enfermedad

cuando el a y yo copulábamos con tanta frecuencia y con tanto deleite, yo también tendría que estar

sufriendo y goteando. Y apenas si había habido tiempo desde entonces para que otro varón de paso

hubiera...

-No se l ama Pakápeti -me corrigió Erasmo; y de nuevo me dejó pasmado al anunciarme-: Ahí l ega ahora.

Aquel a coincidencia era demasiado grande para ser una coincidencia. La mujer debía de haber estado

observándonos mientras nos acercábamos desde algún escondite cercano, pues ahora se adelantó para

salir a nuestro encuentro. No era nadie que yo hubiera visto antes, y esperaba no volver a ver nunca

aquel a sonrisa fría y satisfecha con que me estaba sonriendo. Erasmo, hablando náhuatl, no poré, nos

presentó sin entusiasmo.

-Cuatl Tenamaxtli, ésta es Gónda Ke, quien expresó un ferviente deseo de conocerte.

No le dirigí ningún saludo de cortesía, sino que solamente le dije:

-Gónda Ke no es un nombre purepe. Y tienes abundante pelo en la cabeza.

Estaba claro que el a entendía perfectamente el náhuatl, porque respondió:

-Gónda Ke es un nombre yaqui.

Y movió altivamente la melena, negra como la muerte.

-Tengo que irme. Mi esposa... -murmuró Erasmo.

Y salió corriendo en dirección a su casa.

-Si eres yaqui -le dije a la mujer-, estás muy lejos de tu tierra.

-Gónda Ke ha estado muchos años alejada de esa tierra Ese era el modo como hablaba, sin decir nunca

"yo" o "mi". Siempre hablaba como si estuviera aparte de su propia presencia física. No parecía tener más

edad que yo, y era hermosa de cara y de formas; comprendí que tenía que haber seducido a Erasmo con

gran facilidad. Pero ya sonriera, frunciera el entrecejo o no tuviera expresión alguna, aquel rostro suyo

nunca dejaba de parecer satisfecho. Eso implicaba que el a poseía algún conocimiento secreto, íntimo y

nada limpio, con el que podía hacer daño o incluso condenar a Mictian a cualquier persona que eligiera.

Había un único rasgo en su cara que sólo se veía muy de vez en cuando entre nuestra gente.

-Tienes una gran profusión de pecas -comenté sin importarme si me estaba mostrando grosero, porque

supuse que era una manifestación de su detestable enfermedad.

-Gónda Ke tiene pecas por todo el cuerpo -reconoció con una sonrisa satisfecha, como invitándome a echar

un vistazo.

Yo no le hice caso y le pregunté:

-¿Qué te ha traído tan al sur de las tierras yaquis? ¿Vas en busca de algo?

- Si.

¿Qué buscas?

-A ti.

Me eché a reír sin humor.

-No me había dado cuenta de que mi atractivo tuviera un alcance tan largo. De todos modos, ya sé que en

lugar de encontrarme a mí encontraste a Erasmo.

-Pero sólo para encontrarte a ti.

De nuevo me eché a reír.

-Erasmo tiene buenos motivos para desear que no lo hubieras encontrado nunca a él.

La mujer me dijo con indiferencia:

-Erasmo no importa. Gónda Ke espera que él le transmita la enfermedad a todos los demás mexicas que

hay por aquí.

Todos el os se merecen ese sufrimiento y esa vergüenza. Son débiles y cobardes como sus antepasados,

que se negaron abandonar Aztlán conmigo.

Se me despertaron los recuerdos. Y, creo yo, también se me agitaron las raíces de los cabel os de la nuca.

Recordé como mi bisabuelo Canaútli, el Evocador, me había hablado de la mujer yaqui de antaño (y si, el a

se l amaba Gónda Ke) que había convertido a algunos de los apacibles primitivos aztecas en los belicosos

mexicas que más tarde se abrieron camino hacia la grandeza por medio de la guerra.

-Eso fue hace haces y haces de años -le dije, convencido de que el a no necesitaba que yo le explicase a

qué me refería con "eso"-. Si no moriste entonces, como se comentó, mujer yaqui, ¿qué edad debes de

tener ahora?

-Eso tampoco importa. Lo que importa es que tú, Tenamaxtli, has abandonado Aztlán. Y ahora estás en

disposición de aceptar el regalo de la otra enfermedad de Gónda Ke.

-¡Por Huitzli, yo no quiero ninguna de tus aflicciones! -estal é.

-¡Ayyo, si que las quieres! Acabas de pronunciar la palabra precisa, el nombre de él, Huitzilopochtli, el dios

de la guerra. Porque ésa es la otra enfermedad de Gónda Ke, una enfermedad que el a con mucho gusto te

ayudará a extender por todo el Unico Mundo. La guerra!

No pude hacer otra cosa que mirarla con fijeza. Últimamente no había tomado chápari, así que aquel a

horrible criatura no podía ser una alucinación de borracho.

-Aquí no podrás reclutar guerreros, Tenamaxtli. Y no dejes que te tiente quedarte a holgazanear en esta

cómoda Utopía. Tu tonali te ha destinado a una vida más dura y gloriosa. Dirígete al norte. Tú y Gónda Ke

os encontraréis de nuevo, probablemente en muchas ocasiones, a lo largo del camino. Dondequiera que la

necesites, al í estará para ayudarte a contagiar a otros de la enfermedad sublime que tú y el a compartís.

Había ido caminando poco a poco hacia atrás, alejándose de mí mientras hablaba, y ahora ya se

encontraba a cierta distancia; así que le grité:

-¡No te necesito! No me haces falta! Puedo hacer la guerra sin ti! Vuelve a Mictían, de donde has venido!

Justo antes de que desapareciera detrás de la esquina de una de las casas de la aldea, Gónda Ke habló

por última vez; no lo hizo en voz muy alta, pero si audible y amenazadora:

-Tenamaxtli, ningún hombre puede nunca rechazar o eludir a una mujer inclinada al desprecio y a la

malevolencia. Nunca te verás libre de ésta mientras el a viva, odie y maquine.

-Ni siquiera he oído hablar de los yaquis nunca -me dijo el padre Vasco.

-Moran en el rincón noroeste más remoto del Unico Mundo -le expliqué-. En los terrenos montañosos y

boscosos situados más al á de los desiertos baldíos que nuestro pueblo l ama la Tierra de los Huesos

Muertos. Los yaquis tienen fama de ser los más fieros, los salvajes más sedientos de sangre; desprecian a

todos los demás seres humanos, incluidos sus parientes más cercanos. Yo estoy dispuesto a dar crédito a

esa reputación, sobre todo después de conocer ayer a mi primer yaqui. Si las mujeres son como el a, los

hombres deben de ser verdaderos monstruos.

Era porque me caía bien y admiraba al padre Vasco por lo que yo me había tomado la molestia de volver a

la aldea capital de Santa Cruz Pátzcuaro para visitarlo. Omitiendo mencionar las aspiraciones belicosas de

la mujer yaqui, tanto las que había expresado el a el día anterior como las que se le imputaban en las

historias de Canaútli de tiempos remotos, le relaté al padre todo lo demás que yo sabía de sus malas obras

e intenciones.

-Sucedió en una época anterior a lo imaginable -le comenté-, pero los hechos nunca se olvidaron. Las

palabras se las fueron repitiendo los ancianos Evocadores de uno a otro. Explican cómo esa misteriosa

mujer yaqui se infiltró en nuestra serena Aztlán predicando el culto a un dios ajeno, y con el o enemistando

a hermano contra hermano.

-Hmmm -musitó el padre-. Lilit viene de Cain y Abel.

-¿Perdona? -dije yo.

-Nada. Continúa, hijo mío.

-Bien. O el a no murió hace todos esos siglos y se convirtió en un demonio inmortal, o engendró un largo

linaje de hijas demonio. Porque ciertamente existe esa mujer yaqui que intenta desbaratar tu Utopía. Esta

Gónda Ke es una amenaza mucho peor para tus colonos que cualquier cantidad de mujeres purepes, que

sólo están hambrientas del abrazo de un hombre. Era creencia de mi bisabuelo que, como los varones

yaquis son tristemente famosos por abusar de sus hembras, esta mujer yaqui en particular se propone

vengarse de todos los hombres vivos.

-Hmmm -murmuró de nuevo el padre-. Siempre, desde Lilit, todos los países del Viejo Mundo han conocido

hembras depredadoras como ésta, ansiosas de arrancarle las entrañas a cualquier varón. Mujeres reales o

mitos, ¿quién es capaz de distinguirlo? En diversos idiomas el a es la arpía, la lamía, la esposa bruja, la

hechicera de pesadil a, la bel a dama sin merced. Pero dime Juan Británico si yo he de frustrar a este

demonio, ¿cómo puedo encontrarla y reconocerla?

-Podría resultarte difícil -admití-. Gónda Ke sería capaz de pasar por una joven transeúnte de cualquier

nación (excepto por una mujer purepe calva, desde luego), incluso por una señorita española, si escogiera

ese disfraz. Confieso que no recuerdo su cara lo suficientemente bien como para describirla. Era bastante

atractiva, pero parece desdibujarse en mi memoria. Toda el a excepto tres cosas: puedo decirte que su

cabel o no es de ningún color viviente, tiene la piel moteada con pecas y sus ojos son como los del lagarto

axólotl. Pero si, como creo esa mujer me vio tomar el camino que conduce hasta aquí, padre, sabrá que

intento advertirte acerca de el a, y puede que se haya escondido o que haya huido de Utopía para siempre.

Nos interrumpió la súbita entrada de aquel fraile joven que yo ya había visto antes, agitado y gritando:

-¡Padre! Venid de prisa! Hay un terrible incendio al este Parece que San Marcos Churitzio, la aldea de las

guitarras está en l amas!

Nos precipitamos al exterior y miramos hacia donde señalaba. Una inmensa columna de humo se alzaba

al í, muy parecida a la que había producido yo sobre la Colina de los Saltamontes. Pero esta maldad no era

obra mía, así que permanecí donde estaba mientras el padre Vasco, sus frailes y los demás habitantes de

Santa Cruz salían corriendo para ayudar a sus vecinos de San Marcos. Yo, desde luego, supuse que el

fuego era obra de aquel a malévola Gónda Ke... hasta que noté que alguien me tiraba del manto, me volví y

vi que se trataba de De Puntil as, que esta vez había personificado su nombre acercándoseme de puntil as

y en silencio por detrás. Lucía una amplia y triunfante sonrisa, así que al instante dije:

-¡Has sido tú quien ha hecho eso! Incendiar la aldea.

-No he sido yo, sino mis mujeres guerreras. Desde que las reuní, te hemos estado buscando todo el tiempo,

Tenamaxtli. Te vi en aquel a aldea de al á. Cuando te marchaste les di órdenes a mis mujeres, y luego te he

seguido hasta aquí. -Con cierto desprecio, añadió-: Ya he visto que no has encontrado partidarios.

Señalé hacia el humo.

-Pero ¿por qué hacer eso? Esos mexicas son inofensivos.

-Precisamente porque son inofensivos. Para demostrarte lo que nosotras, unas simples mujeres, somos

capaces de hacer. Ven, Tenamaxtli, antes de que regresen los españoles. Ven a conocer a las primeras

reclutas de tu ejército de rebelión.

La acompañé a la falda de una montaña que daba al lago, donde sus "guerreras" se habían reagrupado

para esperarla después de atacar con antorchas los edificios de la aldea de Erasmo. Además de De

Puntil as había cuarenta y dos hembras de todas las edades, desde las que eran apenas núbiles hasta

venerables matronas. Aunque su apariencia era agradable en diferentes grados -eso sí, todas el as

uniformemente calvas-, parecían saludables, robustas y decididas a demostrar su valor. Yo pensé con

resignación: "Bueno, sólo son mujeres, pero son cuarenta y tres aliados más de los que he tenido hasta

ahora..." Y entonces, de pronto, mi presuntuosidad masculina sufrió un revés.

-Pakápeti -le ladró una de las mujeres mayores-. Fuiste tú quien nos alistó en esta aventura. ¿Por qué nos

pides ahora que aceptemos a este forastero como nuestro líder?

Confiaba en que de De Puntil as dijera algo acerca de mis cualidades para el liderazgo, o por lo menos que

mencionase el hecho de que aquel a "aventura" era una idea mía originariamente, pero lo único que

comentó, dirigiéndose a mi, fue:

-Tenamaxtli, muéstrales cómo funciona tu arcabuz.

Aunque considerablemente exasperado, hice lo que me decía: cargué el arma y luego disparé contra una

ardil a que estaba encaramada en una rama de árbol no muy distante. (Esta vez, felizmente, le di a aquel o

a lo que apuntaba.) La bola de plomo desintegró por completo al animalito, pero las mujeres manosearon

con excitación los restos hechos trizas de la piel, se los pasaron unas a otras, cloquearon con admiración

ante la capacidad de destrucción del palo de trueno y se quedaron maravil adas de que yo poseyera una

cosa así. Luego, juntas, empezaron a pedir a voces que les enseñara a usar el arcabuz y que les dejase

practicar con él por turnos.

-No -me negué con firmeza-. Si cada una de vosotras se procura uno, cuando los tengáis os enseñaré a

usarlo.

¿Y cómo vamos a lograr eso? -me preguntó la misma mujer mayor en tono exigente; tenía la voz (y el

rostro) de un cóyotl-. Los hombres blancos no suelen dejar sus armas sólo porque alguien se las pida.

-Aquí tenéis a alguien que os enseñar cómo hacerlo -dijo una voz nueva.

Se nos había unido la cuadragésimo cuarta mujer, y ésta no era calva, no era purepe: se trataba otra vez de

la yaqui Gónda Ke, que de nuevo se entrometía en mis asuntos. Era evidente que, en el poco tiempo que

hacía que yo no la había visto, aquel demonio se había unido a la tropa de mujeres y se había congraciado

con el as, porque la escucharon con gran respeto mientras hablaba. Y ni siquiera yo encontré nada que

oponer a lo que dijo:

-Entre vosotras hay muchachas bonitas. Y hay numerosos soldados españoles aquí, en Michoacán, que

ocupan puestos avanzados del ejército o protegen las estancias de los terratenientes españoles. Sólo

tenéis que l amar la atención de esos hombres, y con vuestra bel eza y vuestras tretas de seducción...

-¿Sugieres que vayamos a horcajadas sobre el camino? -exclamó una de las jóvenes más bonitas,

utilizando una expresión que connotaba prostitución o promiscuidad desenfrenada-. ¿Querrías que

copulásemos con nuestros enemigos declarados?

Estuve tentado de decir que incluso los cristianos odiosos y sucios eran preferibles a las cabras machos y

otras parejas por el estilo que el as tenían a su disposición en Michoacán. Pero guardé silencio y dejé que

respondiera Gónda Ke.

-Hay muchas maneras de liquidar a un enemigo en la guerra, joven. Y la seducción es un modo que les

está negado a los combatientes varones. Deberías estar orgul osa de poseer una arma única y propia de

nuestro sexo femenino.

-Bueno... -murmuró la muchacha que había protestado, un tanto suavizada.

Gónda Ke continuó hablando.

-Además, como mujeres purepes, tenéis otra ventaja única. Las hembras de los españoles son

repelentemente peludas en la cabeza y en el cuerpo. Los soldados españoles sentirán curiosidad por...

¿cómo diríamos...? Por explorar a cualquier mujer total y tentadoramente desprovista de pelo.

La mayoría de aquel as cabezas calvas asintieron, indicando que estaban de acuerdo.

-Id hasta cada soldado o hasta cada puesto de guardia continuó la mujer yaqui-, solas o en grupo, y ejerced

vuestros encantos. Haced cualquier cosa que sea necesaria, ya sea para debilitar a los soldados con la

lujuria o, si queréis l egar más lejos, para estrujarlos, dejándoles lacios e indefensos. Y luego les robáis sus

palos de trueno.

-Y cualesquiera otras armas que puedan tener-me apresuré a añadir-. Y también la pólvora y el plomo

necesarios para que esas armas funcionen.

-¿Ahora mismo? -preguntaron varias de las mujeres, casi ansiosas-. ¿Podemos ir en este mismo instante a

buscar a esos soldados?

-No veo por qué no -les contesté-, si verdaderamente estáis dispuestas a emplear vuestro atractivo

femenino en nuestra causa. Pero comprenderéis que no he tenido tiempo todavía de pensar en ningún plan

extenso de acción. Para que sea más seguro, tenemos que ser más. Y para encontrar a más, debo ir

mucho más al á de esta tierra.

-Yo iré contigo -dijo de De Puntil as con decisión-. Si he podido reunir a todas estas mujeres en tan poco

tiempo, seguro que puedo hacer lo mismo entre otros pueblos y naciones.

-Muy bien -acepté, ya que no tenía objeción alguna que hacer contra la compañía de tan emprendedora (y

agradable) consorte-. Y puesto que tú y yo vamos a estar viajando -añadí, concediéndole con el o a de De

Puntil as con magnanimidad el rango de líder igual al mío-, sugiero, Pakápeti, que los dos juntos

nombremos a un segundo en el mando aquí.

-Sí -convino el a; y echó un vistazo a las al í reunidas-. ¿Por qué no tú, camarada recién l egada?

Señaló hacia la mujer yaqui.

-No, no -respondió ésta tratando de parecer modesta y humilde-. Estas valientes mujeres purepes deberían

tener como jefe a una de el as. Además, igual que tú y Tenamaxtli, Gónda Ke tiene trabajo que hacer en

otra parte. Por la causa.

-Entonces -dijo de De Puntil as-, recomiendo a Kurápani. E indicó a la mujer con cara de eóyotl; otra que

también tenía un nombre egregiamente equivocado, porque la palabra poré significa Mariposa. Estoy de

acuerdo -indiqué; y le hablé directamente a Mariposa-. Pasará mucho tiempo antes de que podamos hacer

la guerra como es debido contra los hombres blancos. Pero mientras Pakápeti y yo recorremos el país para

buscar más reclutas, tú te encargarás de montar esa campaña para conseguir armas.

-¿Y nada más? -me preguntó la mujer al tiempo que me enseñaba el recipiente con ascuas que, de

momento, era su única arma-. ¿No podemos además provocar algunos incendios?

-¡Ayyo, faltaría más! -exclamé-. De todo corazón estoy a favor de cualquier cosa que hostigue a los

españoles y los preocupe. Además, los incendios que provoquéis en los puestos del ejército o en las

haciendas distraerán su atención de otros preparativos de guerra que Pakápeti y yo podamos estar

haciendo en otra parte. Sólo una cosa más, sin embargo, Mariposa. Por favor, no molestéis más a ninguna

de estas aldeas que hay alrededor de Pátzcuaro. Ni el padre Vasco ni sus mexicas domesticados son

nuestros enemigos. -La mujer asintió, aunque a regañadientes. Gónda Ke frunció el entrecejo y pareció

dispuesta a desafiar mis instrucciones, pero yo le di la espalda y le hablé a de De Puntil as-: Desde aquí

iremos hacia el norte, y podemos empezar a caminar ahora mismo, si estás preparada. Veo que ya tienes el

petate de viaje. ¿Hay algo más que necesites, algo que yo pueda proporcionarte?

-Si -respondió el a-. En cuanto sea posible, Tenamaxtli, quiero un palo de trueno para mí.

15

-Insisto -dijo de De Puntil as unos diez o doce días después-. Quiero un palo de trueno para mí. Y

probablemente ésta será la última oportunidad de que consiga uno.

Estábamos agazapados entre unos arbustos en un promontorio desde el que se divisaba un cuartel

español. Sólo era una barraca de madera pequeña en la que había apostados dos soldados, armados y con

armadura, con un corral cercado al lado que contenía cuatro cabal os, dos de el os ensil ados y con riendas.

-Y también podríamos robar un cabal o para cada uno de nosotros -añadió con impaciencia de De

Puntil as-. Estoy segura de que podríamos aprender a montarlos.

Nos encontrábamos en la frontera norte de Nueva Galicia. Todo lo que quedaba al sur lo l amaban

cómodamente los españoles Tierra de Paz, y a lo que estaba al norte lo conocían como Tierra de Guerra; a

esta zona que se extendía a lo largo de la frontera se la describía un poco borrosamente como Tierra

Disputable. A lo largo de el a, de este a oeste, había puestos del ejército como aquél situados a unas

cuantas carreras largas unos de otros, y patrul as a cabal o se movían continuamente entre el os. Los

soldados estaban siempre alerta contra cualquier ataque causado por grupos guerreros procedentes de las

naciones de la Tierra de Guerra.

Años atrás, aquel os mismos guardias u otros parecidos habían hecho poco caso cuando mi madre, mi tío y

yo, que, obviamente, éramos unos viajeros inofensivos, cruzamos por algún lugar de aquel a misma

frontera en dirección al sur. Pero ahora no me atrevía a suponer que en esta ocasión los soldados pusieran

tan poca atención como entonces. Y uno de los motivos de que pensara así era que estaba seguro de que

hasta el guardia más negligente tendría mucho gusto en detener y registrar a una joven tan l amativamente

poco común y atractiva como de De Puntil as; y probablemente le haría algo más que eso.

-Bueno, ¿qué hacemos? -me preguntó el a clavándome un codo en las costil as.

-No estoy demasiado ansioso de compartirte con otro, en especial si ese otro es blanco -gruñí.

-¡Ayya! -se burló de De Puntil as-. Pues no vacilaste en decirles a aquel as otras mujeres que fueran a

postrarse y a prostituirse con el os.

-No conocía tan íntimamente a esas otras mujeres como te conozco a ti. Ni el as tenían consortes que

objetasen que fueran a horcajadas por el camino. Tú si.

-Entonces mi consorte también puede rescatarme antes de que me mancil en sin redención. ¿Esperamos a

que uno de esos hombres se marche y sólo nos quede uno del que ocuparnos?

-Sospecho que ninguno de los hombres se marchará hasta que no l egue una patrul a de algún otro puesto.

Si de verdad estás decidida a el o, será mejor que actuemos ahora. Mi arma está cargada. Ve y utiliza las

tuyas: tu seducción. Cuando tengas a tu víctima completamente atontada y el otro esté boquiabierto, da un

grito... de admiración extasiada, de emoción, de lo que sea.. - pero lo bastante fuerte como para que yo lo

oiga. Y entonces entraré violentamente por la puerta. Estate preparada para agarrar y sujetar a tu hombre

mientras yo mato al que mira. Luego, entre los dos, reduciremos al tuyo.

-El plan parece bastante sencil o. Los planes sencil os son los mejores.

-Esperemos que así sea. No te dejes l evar por la emoción tanto que se te olvide dar el grito.

De Puntil as me preguntó, tentadora:

-¿Tienes miedo de que quizá me guste el abrazo de un hombre blanco? ¿De que incluso l egue a preferirlo?

-No -repuse-. Cuando te hayas acercado lo suficiente a un hombre blanco como para poder olerlo, dudo

que lo prefieras. Pero quiero hacer esto con rapidez. En cualquier momento l egará una patrul a.

-Entonces... ximopanolti, Tenamaxtli -dijo el a despidiéndose con toda formalidad a modo de burla.

Se levantó de entre los arbustos y comenzó a bajar por la cuesta, lentamente, pero sin ninguna formalidad,

moviendo las caderas como si estuviera haciendo lo que nuestra gente l ama el quequezcuicatl, "la danza

de las cosquil as". Los soldados debieron de verla por algún agujero que habría en la pared de la barraca.

Los dos se acercaron a la puerta y, excepto por una mirada significativa que intercambiaron entre el os, la

estuvieron observando con mirada impúdica mientras el a avanzaba; luego, amablemente se apartaron para

que el a entrase, y la puerta se cerró detrás de los tres.

Esperé, esperé y esperé, pero no oí el grito de l amada de Puntil as. Al cabo de un rato considerable

empecé a maldecirme por haber hecho mi plan demasiado sencil o. ¿Sospecharían los soldados que

aquel a mujer joven y bonita no viajaba sola? ¿Estarían simplemente reteniendo a su rehén mientras

esperaban, con las armas dispuestas, a que el acompañante de el a apareciese? Por fin decidí que sólo

había un modo de averiguarlo. Arriesgándome a que uno de los dos hombres siguiera mirando por el

agujero, me puse en pie, con lo que quedé a la vista desde la barraca. Al percatarme de que no se producía

ninguna explosión de pólvora, ni grito ni desafío, bajé corriendo del promontorio con el arcabuz dispuesto.

Como parecía que nadie se había percatado todavía de mi presencia, crucé el terreno l ano que se extendía

ante la barraca y apoyé un oído contra la puerta. Lo único que pude oír fue una especie de coro de voces

que gruñían. Aquel o me dejó perplejo, pero era evidente que a de De Puntil as no la estaban torturando

para hacerla gritar, así que aguardé un poco más. Al final, incapaz de soportar la intriga, le di un empujón a

la puerta.

No estaba cerrada, por lo que se abrió con facilidad hacia adentro permitiendo que la luz del día entrase en

el oscuro interior. En la pared trasera de la barraca, los guardias habían construido un estante con tablones,

que probablemente utilizarían tanto de mesa para comer como de catre para dormir, pero que ahora

estaban usando para algo distinto. Sobre aquel estante, de De Puntil as estaba estirada, con las piernas

desnudas separadas y el manto hecho un guiñapo alrededor del cuel o. Se mantenía en silencio, pero se

retorcía desesperadamente porque ambos soldados la estaban violando a la vez. De pie, y cada uno en el

extremo opuesto del estante, habían introducido con brusquedad sus tepulis en los orificios inferior y

superior de el a, y se sonreían el uno al otro con lascivia mientras bombeaban y gruñían.

Al instante descargué mi arcabuz, y a tan corta distancia no pude errar el blanco. El soldado que estaba de

pie entre las piernas de Puntil as salió despedido lejos de el a contra la pared de la barraca; la coraza de

cuero se rasgó y el pecho adquirió un color rojo vivo. Aunque la habitación quedó al instante l ena de una

nube de humo azul, pude ver al segundo soldado que también salió despedido hacia atrás, con lo que se

alejó de la cabeza de Puntil as; y, curiosamente, éste también estaba empapado en sangre. Estaba claro

que seguía vivo, pues gritaba como una mujer, pero obviamente no suponía para mí un peligro inmediato,

porque con ambas manos se apretaba lo que quedaba de su tepuli, de donde la sangre manaba como del

chorro de una fuente. No gasté tiempo en echar mano de mi otra arma, el cuchil o de obsidiana que l evaba

en el cinturón, sino que simplemente le di la vuelta al arcabuz con una mano y lo agarré como si fuera una

porra. Tendí la otra mano hacia el soldado que sufría terriblemente, quien se puso de pie tambaleante; le

quité de un tirón el casco de metal y le golpeé la cabeza con la culata del arcabuz hasta que cayó muerto.

Cuando me separé de él y me di la vuelta, de De Puntil as se había bajado del tablón como había podido y

estaba de pie, tambaleándose; había dejado caer el manto que utilizaba para cubrir su desnudez mientras

se atragantaba, tosía y comenzaba a escupir en el suelo de tierra. Su rostro, al í donde no estaba

manchada de jugos viscosos, tenía un color verdoso y enfermizo. La agarré por un brazo, la saqué a toda

prisa al aire libre y empecé a decirle:

-Habría venido antes, Pakápeti...

Pero el a se limitó a apartarse de mí tambaleante, sin dejar de emitir sonidos ahogados, para ir a apoyarse

en la val a del corral de los cabal os, donde un tronco de árbol ahuecado que hacía las veces de abrevadero

contenía agua para los animales. Sumergió la cabeza debajo del agua y la echó varias veces hacia atrás

para hacer gárgaras con el agua en la boca y luego escupirla; mientras tanto había formado un recipiente

con las manos y se echaba agua por debajo del manto para lavarse las partes bajas. Cuando por fin se

sintió lo suficientemente limpia o compuesta como para hablar, empezó a hacerlo, aunque atragantándose y

teniendo arcadas entre palabra y palabra.

-Ya lo has visto... no podía... gritar...

-No hables -le recomendé-. Quédate aquí y descansa. Tengo que ocultar los cadáveres.

Sólo el hecho de mencionar a aquel os hombres hizo que la cara se le descompusiera y se le volviera gris

de nuevo, así que la dejé y me dirigí a la barraca. Mientras arrastraba a uno de los hombres muertos y

luego al otro y los sacaba por la puerta cogiéndolos por los pies, se me ocurrió una idea. Corrí de nuevo a lo

alto del promontorio y vi que no se divisaba ninguna patrul a ni ningún otro ser que se moviera ni al este ni

al oeste. De modo que bajé corriendo otra vez al lugar donde estaban los soldados y, con torpeza, pero con

la mayor rapidez que pude, les desaté las diversas piezas de metal y de cuero de las armaduras. Cuando

puse al descubierto el uniforme de gruesa lona azul que l evaban debajo, también se lo arranqué del

cuerpo. Varias de las prendas estaban destrozadas por el impacto de mi arcabuz o empapadas de sangre.

Pero salvé y puse aparte una camisa, unos pantalones y un par de robustas botas militares. Una vez

desnudos, los cadáveres resultaban bastante más fáciles de mover, pero cuando por fin acabé de

arrastrarlos a ambos hasta el lado más alejado del promontorio, yo estaba jadeando y sudando

profusamente. Al í los matorrales eran muy espesos, y creo que realicé un trabajo bastante meritorio

escondiéndolos a el os y a lo que quedaba de sus armas entre la maleza. Luego, ayudándome con una de

aquel as camisas suyas rotas, volví sobre mis pasos y borré los trazos que había dejado (mis propias

huel as, las manchas de sangre, las ramitas rotas y las hojas en desorden), esforzándome todo lo posible

porque no se notasen.

El humo se había disipado de la barraca ya, así que entré en el a otra vez y cogí los dos arcabuces que los

soldados no habían tenido ocasión de usar, las bolsas de cuero en las que guardaban las bolas y la

pólvora, dos cantimploras de metal y un buen cuchil o afilado de acero. También había una bolsa con carne

seca y fibrosa que me pareció que valía la pena l evarse y unas tiras de cuero y cuerdas. Mientras recogía

esas cosas, vi que el suelo de tierra estaba muy salpicado de sangre que se iba ya coagulando, de modo

que utilicé el cuchil o para levantar la superficie de tierra y luego empecé a apisonarla de nuevo con los

pies. Estaba ocupado en eso cuando se me ocurrió una cosa; me detuve y miré con más detenimiento por

todo el suelo a mi alrededor.

-¿Qué estás haciendo? -me preguntó de De Puntil as con impaciencia. Estaba apoyada contra la jamba de

la puerta, lánguida, todavía con aspecto enfermo y desgraciado-. Ya los has escondido. Tenemos que

marcharnos de aquí.

Me di cuenta de que intentaba valientemente reprimir aquel os espasmos de nauseas que le revolvían el

estómago, pero el pecho le latía a causa del esfuerzo.

-Quiero esconder cualquier rastro de el os -le dije-. Hay... er... un pedazo que falta.

De Puntil as pareció de pronto aún más asqueada que antes, y las sacudidas de su pecho volvieron a

convertirse en violentas arcadas mientras decía:

-No lo hice adrede... pero... con el ruido del trueno.., mordí... y luego yo...

Tragó, con un golpe de flema, para reprimir el nudo que estranguló las palabras que iba a decir a

continuación. Yo no necesitaba oír esas palabras. También tuve que tragar varias veces para evitar vomitar

del modo menos viril.

De Puntil as desapareció de la puerta y yo me apresuré a acabar de apisonar el suelo de la barraca. Luego

corrí una vez más a lo alto del promontorio para asegurarme de que no nos interrumpiera ninguna patrul a o

algún viajero. Aunque ya me iba sintiendo muy cansado, continué, tratando de portarme como un hombre

para infundir ánimo a la pobre de De Puntil as, que estaba de nuevo haciendo gárgaras con el agua del

abrevadero. Virilmente, vencí lo que habría sido la timidez natural de cualquiera ante unos animales tan

enormes y desconocidos como los cabal os, y me aproximé a el os dentro del corral val ado. Me sorprendió

un poco, aunque me envalentonó mucho, el ver que no retrocedían al sentirme ni me atacaban con los

enormes cascos. Los cuatro animales se limitaron a mirarme con ojos de ciervo que denotaban una leve

curiosidad, y uno de los dos animales que tenían el lomo descubierto se estuvo quieto y muy sumiso

mientras le ponía sobre la espalda las diversas cosas que yo había saqueado de los soldados y de la

barraca, atándolas encima de él con los pedazos de cuerda y las correas que había encontrado al í. Al ver

que el animal continuaba sin dar señal de protesta, añadí a la carga mi petate de viaje y el de Puntil as.

Luego me acerqué hasta donde ésta estaba sentada junto al abrevadero, acurrucada y pesarosa, y me

incliné para ayudarla a ponerse de pie. de De Puntil as dio un respingo, rechazó mi mano y dijo, casi en un

gruñido:

-Por favor, no vuelvas a tocarme. Nunca más, Tenamaxtli.

-Haz un esfuerzo, levántate y ayúdame a l evar a los cabal os, Pakápeti -murmuré para darle ánimos-.

Como tú has dicho, tenemos que marcharnos de aquí. Y cuando estemos lejos y a salvo te enseñaré a

matar españoles con tu propio palo de trueno.

-¿Por qué había de limitarme a matar españoles? -mascul ó; escupió en el suelo y añadió con asco-: -

Hombres!

Ahora hablaba de un modo incómodamente parecido a como lo hacía la bruja yaqui, Gónda Ke. Pero se

puso en pie y, sin dar señal alguna de nerviosismo, cogió las riendas de un cabal o ensil ado y la cuerda que

yo había atado alrededor del cuel o del animal que l evaba la carga. Yo hice lo propio con los otros dos

cabal os, derribé a patadas un pedazo de val a para poder salir del corral y nos pusimos en marcha.

Yo confiaba en que, cuando l egase una patrul a a aquel puesto avanzado, los hombres que la componían

quedarían confundidos con la inexplicable ausencia de los guardias y de todos sus animales, y perderían

algún tiempo esperando a que reaparecieran los ausentes antes de salir en su busca. Encontrara o no la

patrul a los dos cadáveres, casi con certeza asumirían que el puesto había sido atacado por alguna partida

de guerra procedente del norte. Y difícilmente se atreverían a adentrarse en su persecución en la Tierra de

Guerra hasta que hubieran reunido un refuerzo considerable de otros soldados. Así que de De Puntil as y yo

y nuestras adquisiciones podríamos poner una buena distancia entre cualquiera que nos persiguiera y

nosotros. No obstante, no nos dirigimos directamente al norte. Yo ya había calculado, por el punto en que

se encontraba el sol en el cielo a cada hora del día, que debíamos de estar casi al este de mi ciudad nativa

de Aztlán. Si había de empezar a reclutar guerreros de las tierras aún no conquistadas, ¿dónde mejor que

al í? Así que fue en esa dirección en la que decidimos marchar.

La primera noche que pasamos en la Tierra de Guerra nos detuvimos junto a un manantial de agua potable.

Atamos los cabal os a unos árboles cercanos, cada uno de el os con una correa larga para que pudiera

pastar y beber, dispusimos un fuego pequeño y nos pusimos a comer un poco de carne seca de la que yo

había l evado conmigo. Luego extendimos mantas, una al lado de otra, y, como de De Puntil as seguía

desconsolada y cal ada, alargué una mano para hacerle una caricia de consuelo. El a me apartó con

irritación la mano y me dijo con firmeza:

-Esta noche no, Tenamaxtli. Ambos tenemos muchas otras cosas en las que pensar. Mañana debemos

aprender a montar los cabal os y yo a manejar el palo de trueno.

A la mañana siguiente soltamos a los dos cabal os ensil ados; de De Puntil as se quitó las sandalias y puso

un pie descalzo en la pieza de madera colgante que al í había para tal propósito. Los dos habíamos visto a

muchos españoles a cabal o, así que no ignorábamos del todo el método de montar. de De Puntil as

necesitó un empujón mío para l egar hasta al í arriba, pero yo conseguí encaramarme en mi cabal o

utilizando para el o un tocón de árbol a modo de soporte. De nuevo los cabal os no se quejaron en absoluto;

resultaba evidente que estaban acostumbrados a que los montase no un solo amo, sino cualquiera que

tuviera necesidad de el os. Pateé al mío con los talones desnudos para que anduviera y luego traté de

hacerle girar en círculo hacia la izquierda para permanecer cerca del lugar donde estábamos acampados.

Yo había visto a otros jinetes hacerlo; al parecer tiraban de una rienda para hacer ir la cabeza del cabal o en

la dirección deseada. Pero cuando así lo hice con fuerza de la rienda izquierda, sólo logré que el cabal o me

mirase de reojo con el ojo izquierdo... casi una de esas miradas de maestro de escuela que parecen decir

mitad "te equivocas" y mitad "eres tonto". Entendí que el cabal o trataba de darme una lección, de modo

que hice una pausa para poder reflexionar. Quizá los jinetes a los que yo había observado sólo habían dado

aparentemente un tirón de la cabeza de sus cabal os a un lado y a otro. Después de experimentar un poco

durante cierto tiempo, descubrí que sólo tenía que dejar suelta la rienda del lado derecho con suavidad

contra el cuel o del cabal o y éste torcía a la izquierda, como yo deseaba. Le impartí esa información a de

De Puntil as, y los dos nos sentamos con orgul o en nuestras sil as mientras los cabal os describían círculos

hacia la izquierda con paso majestuoso.

A continuación rocé los costados de mi cabal o con los talones para hacer que avanzase más de prisa. El

animal emprendió el andar balanceante que los españoles l aman trote, y aprendí otra lección. Hasta

entonces yo había supuesto que montar en una sil a de cuero agradablemente encorvado debía de ser más

cómodo que estar sentado en algo rígido como una sil a icpali. Me equivocaba. Aquel o era atroz. Después

de que aquel paso al trote me hubiera hecho botar tan sólo un rato muy breve, empecé a temer que el

espinazo se me clavara en lo alto de la cabeza. Y estaba claro que al cabal o no le estaba gustando estar

debajo de mi trasero, que le golpeaba al subir y bajar; volvió la cabeza para dirigirme otra mirada de

reproche y se puso de nuevo al paso. de De Puntil as había sufrido la misma breve experiencia de verse

dolorosamente golpeada desde debajo, así que los dos, de mutuo acuerdo, decidimos posponer cualquier

intento de avanzar a velocidad hasta que tuviéramos suficiente práctica y pudiésemos estar montados a

horcajadas durante algún tiempo.

De modo que, durante todo el resto del día, seguimos cabalgando al paso; l evábamos de las riendas a los

otros dos cabal os, que iban detrás de nosotros, y los seis marchábamos muy satisfechos con aquel paso

sin prisas. Pero luego, casi a la puesta del sol, cuando encontramos otro lugar con agua donde pasar la

noche, tanto de De Puntil as como yo quedamos muy sorprendidos al encontrarnos tan rígidos que sólo

conseguimos bajar de la sil a muy despacio y con los huesos crujiendo. Hasta entonces no nos habíamos

percatado de cuánto nos dolían los hombros y los brazos sólo de sujetar las riendas; de cómo nos dolían

las costil as, como si nos las hubieran aporreado; de cómo nos sentíamos la entrepierna, igual que si nos la

hubieran abierto con cuñas. Y las piernas no sólo las teníamos temblorosas y l enas de calambres por

haber estado todo el día apretando los costados de los cabal os, sino que además estaban en carne viva

debido al roce de los laterales de cuero de las sil as. Aquel os dolores se me hacían difíciles de entender,

pues habíamos cabalgado muy despacio y con comodidad. Empezaba a preguntarme por qué los hombres

blancos habrían l egado a encontrar que los cabal os eran un medio de transporte cómodo. De cualquier

modo, de De Puntil as y yo estábamos demasiado doloridos como para pensar en practicar con los

arcabuces precisamente entonces, y aquel a noche de De Puntil as no tuvo necesidad de defenderse de

ninguna tentativa amorosa por mi parte.

Pero al día siguiente nos sentimos intrépidos y determinamos cabalgar de nuevo, aunque esta vez por lo

menos pudimos proveernos de ropas más protectoras que los mantos, los cuales nos dejaban las piernas

desnudas y expuestas, por tanto, a las raspaduras. Saqué las diversas prendas de ropa española que había

recogido. Aunque de De Puntil as se negaba, enojada, a ponerse nada que nos hubieran legado aquel os

dos guardias fronterizos, si que la convencí para que se pusiera la camisa, los pantalones y las botas que

yo había adquirido en la catedral. Eran con mucho demasiado grandes para el a, desde luego, pero

sirvieron para nuestro propósito. Yo me puse las botas militares, la camisa azul y los pantalones del

uniforme de uno de los soldados. Cuando emprendimos el camino traté de montar en el cabal o sin sil a que

no l evaba fardo alguno, pensando que tal vez podría adaptarme mejor a su espalda desnuda. Pero no

conseguí hacerlo. Incluso yendo al paso, pronto empecé a temer que el espinazo del cabal o estaba

separándome en dos, desde las nalgas hacia arriba. Abandoné el intento y volví a montar en el cabal o

ensil ado.

Ayya, no me extenderé en relatar todos los sufrimientos y errores que de De Puntil as y yo cometimos

durante los días que siguieron. Baste decir que acabamos por acostumbrarnos a montar a horcajadas en

los animales, lo mismo que se acostumbraron nuestros músculos, nuestra piel y nuestros glúteos. En

realidad, con el tiempo, y como para demostrar la verdad del comentario que el a me había hecho en cierta

ocasión, de De Puntil as se convirtió en mucho mejor amazona que yo jinete, y se deleitaba en hacer gala

de su proeza. Yo, por lo menos, logré no irle a la zaga una vez que aprendí a animar a mi cabal o para que

pasase directamente del paso al galope, en que era mucho más fácil ir sentado. Cualquier cosa menos

sufrir los botes del trote.

Además, durante aquel os días, a medida que nuestros dolores y sufrimientos disminuían, le enseñé a de

De Puntil as a cargar y descargar el arcabuz, permitiéndole usar uno de los que les había quitado a los

soldados. Para consternación mía, el a resultó también ser mejor que yo en aquel o. Es decir, el a

conseguía que la bola de plomo le diera a cualquier cosa a la que apuntase -aunque fuese a una distancia

considerable- por lo menos tres veces de cada cinco, mientras que yo me habría considerado ducho si

hubiera podido hacer lo mismo una vez de cada cinco. Sin embargo, mi orgul o masculino quedó a salvo

cuando cambié el arma con el a, y nuestro respectivo porcentaje de aciertos cambió de acuerdo con el

arma. Era evidente que por algún motivo los arcabuces de los soldados eran más certeros que la copia que

el artesano Pochotl me había hecho a mi. Examiné con cuidado las tres armas que ahora teníamos en

nuestro poder y no pude apreciar diferencia alguna entre el os que explicase este fenómeno. Pero, desde

luego, yo no era experto en esas cosas, como tampoco lo era Pochotl.

Así que, a partir de entonces, de De Puntil as y yo l evábamos cada uno nuestro propio arcabuz robado. Yo

estimé prudente l evarlos ocultos en las mantas de dormir enrol adas, y sólo sacábamos uno cuando de De

Puntil as deseaba cazar para que tuviéramos carne fresca. A de De Puntil as le gustaba hacer de eso una

tarea particular suya, y tenía inclinación a alardear de su puntería abatiendo conejos y faisanes. Pero le

advertí que la pólvora era demasiado preciosa para desperdiciarla en seres tan pequeños, sobre todo

porque cuando aquel a pesada bola le acertaba a uno de el os no quedaba gran cosa del animal para

comer. Desde entonces el a sólo apuntaba a ciervos y a jabalíes. Yo no deseché el arma que había

fabricado Pochotl y que tanto trabajo le había costado manufacturar, sino que la guardé oculta entre

nuestros bultos, por si alguna vez la necesitábamos.

Una de las noches que pasamos en las tierras del interior me aventuré de nuevo a acariciar a de De

Puntil as, que estaba acostada entre sus mantas a mi lado. Y de nuevo me rechazó.

-No, Tenamaxtli -me dijo-. Me siento impura. Debes de haber visto que me ha salido un rastrojo en la

cabeza y... y en todas partes. Me parece que ya no soy una mujer purepe inmaculada como es debido.

Hasta que esté...

Y se dio media vuelta y se quedó dormida.

Exasperado y frustrado, durante la cabalgada del día siguiente me aseguré de buscar una planta de amoli y

desenterré la raíz. Aquel a noche, cuando estaba agachado asando un jabalí en el fuego de la hoguera que

habíamos encendido, también puse a hervir mi cantimplora de metal l ena de agua. Cuando hubimos

terminado de comer le dije a de De Puntil as:

-Pakápeti, aquí tienes agua caliente, aquí tienes raíz de jabón y aquí tienes un buen cuchil o de acero que

he afilado hasta conseguir la máxima agudeza. Tienes todas las facilidades para volver a convertirte en

inmaculada.

De Puntil as respondió, airada:

-Creo que no voy a aceptarlo, Tenamaxtli. Me has vestido con ropa de hombre, así que he decidido dejarme

crecer el pelo para parecer un hombre.

Naturalmente yo la reconvine y le hice ver que los dioses habían puesto a las mujeres hermosas en este

mundo para otros y mejores propósitos que hacerse pasar por hombres. Pero el a se mostró muy testaruda,

y l egué a la conclusión de que la profanación que había sufrido en aquel puesto de guardia había hecho

que le resultase odioso el acto de copular y que de De Puntil as estaba dispuesta a no volver a hacerlo

nunca de nuevo ni conmigo ni con ningún otro hombre. En conciencia, yo no tenía ninguna objeción que

hacer a eso. Sólo podía respetar aquel a decisión suya y, entretanto, alimentar dos esperanzas. Una era la

esperanza de que, puesto que ahora de De Puntil as sabia usar un arcabuz, no tuviera el capricho de usar

el suyo contra el varón que tenía más cerca, que era yo. Y esperaba también que pronto, durante el viaje,

nos tropezásemos con alguna aldea donde las mujeres no hubieran decidido, por el motivo que fuera,

rechazar las proposiciones de todos los hombres de la humanidad. En vez de eso, con lo que nos

tropezamos un día a última hora de la tarde fue con algo totalmente imprevisto: una tropa de españoles a

cabal o, la mayoría de el os armados y con armaduras, que cabalgaban por esta Tierra de Guerra; y nos los

encontramos tan de repente que no tuvimos oportunidad de escapar. No se trataba, como yo hubiera

podido suponer, de un cuerpo de soldados que nos persiguiera a nosotros para vengarse de lo que

habíamos hecho en el puesto avanzado fronterizo. Yo en ningún momento había dejado de mirar hacia

atrás con cautela. Si hubiera visto la menor señal de que se nos acercaba alguna patrul a habría podido

tomar las precauciones oportunas para que no nos capturasen. Pero aquel a tropa se acercó a nosotros a

cabal o desde el lado más alejado de una colina que también estábamos subiendo, y resultó evidente que

se sorprendieron tanto como nosotros cuando nos encontramos en lo alto.

No había nada que yo pudiera hacer excepto decirle a de De Puntil as en poré:

-¡Estate cal ada!

Luego levanté una mano con gesto de camaradería hacia el soldado que iba en cabeza, el cual intentaba

coger el arcabuz que l evaba colgado del cuerno de la sil a de montar, y lo saludé cordialmente, como si él y

yo estuviéramos acostumbrados a encontrarnos así cada día.

-Buenas tardes, amigo. ¿Qué tal?

-B-buenas tardes -tartamudeó él; y me devolvió el saludo con la mano con la que había intentado coger el

arma.

No dijo nada más, sino que se sometió a la opinión de otros dos jinetes, hombres con uniformes de

oficiales, los cuales se abrieron paso hasta mí con sus cabal os.

Uno de el os soltó una blasfemia terrible.

-¡Me cago en la puta Virgen! -Y luego, mirando el uniforme incompleto que yo l evaba puesto y las marcas

del ejército de nuestros cabal os, me preguntó en tono exigente y maleducado-: ¿Quién eres, don Mierda?

A pesar de lo intranquilo que me sentía, tuve el suficiente ingenio para decirle lo mismo que le había dicho

al padre Vasco, que yo era Juan Británico, intérprete y ayudante del notario que servía al obispo de México.

El oficial se echó a reír con desprecio y exclamó:

-¡Y un cojón! -Era una expresión vulgar de incredulidad-. ¿Un indio a cabal o? Eso está prohibido!

Me alegré de que nuestros arcabuces, que estaban prohibidos de una forma mucho más estricta, no

estuvieran a la vista y dije con humildad.

-Tú cabalgas en dirección a la Ciudad de México, señor capitán. Si te place te acompañaré hasta al í, donde

el obispo Zumárraga y el notario De Molina me avalarán con toda seguridad. El os fueron quienes me

proporcionaron personalmente los cabal os para este viaje mío.

No sé si el oficial habría oído antes aquel os dos nombres, pero el hecho de que yo los pronunciara pareció

mitigar un poco su incredulidad. Estaba menos malhumorado cuando me preguntó aún en tono exigente:

-¿Y quién es ese otro hombre?

-Mi esclavo y asistente -mentí, agradeciendo que el a hubiera elegido hacerse pasar por hombre; y le dije el

nombre de el a en español-: Se l ama de De Puntil as.

El otro oficial se echó a reír.

-¡Un hombre que se l ama de De Puntil as! Qué estúpidos l egan a ser estos indios!

El primero también se echó a reír; luego, pronunciando mal en son de burla mi nombre, dijo:

-Y tú, don Zonzón, ¿qué estás haciendo aquí?

Ya más compuesto, logré decir con toda soltura una mentira.

-Estoy en misión especial, señor capitán. El obispo desea conocer el temperamento de los salvajes que hay

por aquí, en la Tierra de Guerra. Me han enviado a mí porque soy de su raza y hablo varias de sus lenguas,

pero también estoy investido de autoridad española y cristiana.

-¡Joder! -exclamó con voz áspera-. Todo el mundo conoce ya el temperamento de estos salvajes. Y es un

temperamento bastante feo. Asesinos. Sedientos de sangre. ¿Por qué te piensas que nosotros viajamos

siempre en grupos tan numerosos? Pues para que no se atrevan a asaltarnos.

-Exactamente -convine con blandura-. Pienso informar al obispo de que quizá lograse suavizar el

temperamento de los salvajes enviándoles misioneros cristianos para realizar trabajos humanitarios entre

el os, a la manera del padre Vasco de Quiroga.

De nuevo lo mismo: no sé si el oficial habría oído alguna vez hablar de aquel sacerdote, pero mi aparente

familiaridad con tantos hombres de la Iglesia pareció por fin disipar todas sus sospechas. Añadió:

-Nosotros también tenemos encomendada una misión humanitaria. Nuestro gobernador de Nueva Galicia,

Nuño de Guzmán, reunió esta compañía tan numerosa para escoltar a cuatro hombres hasta la Ciudad de

México. Son tres valientes españoles cristianos y un leal esclavo moro, que durante mucho tiempo se

habían dado por perdidos en esa lejana colonia l amada Florida. Pero de manera verdaderamente

milagrosa se han abierto camino hasta aquí, tan cerca de la civilización. Ahora desean contar la historia de

sus andanzas al marqués Cortés en persona.

-Y estoy seguro de que tú los l evarás a su destino sanos y salvos, señor capitán -le dije-. Pero se está

haciendo tarde. Mi esclavo y yo teníamos intención de avanzar un poco más, sin embargo no hace ni una

legua que hemos pasado por un buen charco, lo suficientemente grande como para que acampen todos tus

soldados. Si me lo permites, regresaremos al í para guiaros, con tu venia, acamparemos con vosotros.

-Faltaría más, don Juan Británico -repuso él ahora con compañerismo-. Guíanos hasta al í.

De Puntil as y yo dimos la vuelta a los cabal os y, mientras la compañía nos seguía con sonidos metálicos,

arrastrar de pies y otros ruidos estrepitosos, le traduje lo que habíamos dicho el oficial y yo. El a me

preguntó, de nuevo con voz temblorosa porque hablaba de hombres blancos:

-En el nombre de Curicaurl, el dios de la guerra, ¿por qué deseas pasar la noche con el os?

-Porque el oficial ha hablado de ese carnicero que se l ama Guzmán, el hombre que debilitó tu tierra de

Michoacán y la reclamó como propia -le expliqué-. Yo creía que en estos parajes septentrionales no había

españoles. Quiero averiguar lo que está haciendo Guzmán tan lejos de su Nueva Galicia.

-Haz lo que creas que debes hacer -me dijo de De Puntil as con resignación.

-Y tú, de De Puntil as, por favor, trata de pasar desapercibida. Deja que los hombres blancos capturen su

propia caza para la cena. Por favor, no saques el palo de trueno para mostrarles el dominio que tienes de

él.

El oficial, que se l amaba Tal abuena y tenía sólo el rango de teniente, aunque yo para caerle en gracia

continué l amándole capitán, se sentó a mi lado ante la hoguera del campamento. Mientras los dos

dábamos buena cuenta de una jugosa carne de ciervo asado, me confió con mucha libertad lo que yo

deseaba saber sobre ese gobernador Guzmán.

-No, no, no ha l egado tan lejos por el norte. Sigue residiendo en Nueva Galicia, al í está a salvo. El astuto

Guzmán sabe que no le conviene arriesgar ese gordo culo suyo aquí, en la Tierra de Guerra. Pero ha

establecido su capital justo en la frontera norte de Nueva Galicia, y espera convertirla en una hermosa

ciudad.

-¿Por qué? -le pregunté-. La antigua capital de Michoacán estaba en la oril a del Lago de los Juncos, lejos

al sur.

-Guzmán no es pescador. Su provincia natal al á, en Vieja España, es tierra de minas de plata. Por lo tanto

espera hacer aquí fortuna a partir de la plata. Así que fundó su capital en una región cercana a la costa

donde sus buscadores han descubierto ricas venas de ese metal en bruto y de otros. La ha l amado

Compostela. Hasta ahora sólo está formada por él, esos compinches suyos que son sus aduladores

favoritos y su cuadro de tropas, pero l evará esclavos nativos para que se maten a trabajar bajo tierra

extrayendo la plata para él. Compadezco a esos pobres desgraciados.

-Yo también -murmuré al tiempo que decidía que de De Puntil as y yo nos dirigiríamos más al noroeste

cuando prosiguiéramos el viaje para no tropezarnos con la tal Compostela. Sin embargo, me preocupaba

que aquel carnicero de Guzmán hubiera fundado su nueva ciudad tan cerca de mi Aztlán nativa. Por lo que

yo calculaba, no estaba a más de cien largas carreras de distancia.

-Pero ven, don Juan -dijo entonces Tal abuena-. Ven a conocer a los héroes del momento.

Me guió hasta donde estaban comiendo los tres héroes. Varios soldados de rango inferior los estaban

atendiendo con devoción; los agasajaban con las porciones más delicadas de carne de ciervo, les servían

vino de unas bolsas de cuero y saltaban dispuestos a cumplir hasta el más mínimo deseo de el os. También

estaba a su servicio un hombre vestido con ropa de fraile apropiada para viajar, el cual todavía trataba de

ganarse el favor de el os de una forma aún más servil. Los héroes, por lo que pude ver, en origen habían

sido de piel blanca, pero ahora estaban tan quemados por el sol que tenían la piel incluso más oscura que

la mía. El cuarto hombre, a quien también se habría considerado un héroe si hubiera sido blanco, estaba

sentado comiendo solo, aparte y sin que nadie le sirviera. Era negro y el sol no habría podido ponerlo más

negro.

Yo nunca más volvería a ver a esos hombres después de aquel a noche. Pero aunque entonces no podía

saberlo, el tonali de cada uno de el os estaba tan ligado al mío que nuestras vidas futuras -y otras

incontables vidas, e incluso los destinos de naciones- estarían inseparablemente entrelazadas. De manera

que contaré aquí lo que aprendí acerca de el os y cómo entablé amistad con uno de el os en el breve

tiempo que pasó antes de que nos separásemos para siempre.

16

Al líder de los héroes todos se le dirigían por su nombre de pila, don Alvaro. Pero cuando me lo presentaron

me extrañó que los españoles se hubieran reído del nombre de De Puntil as, porque el apel ido de este

hombre Alvaro era Cabeza de Vaca. A pesar de un apelativo tan poco favorable, sus compañeros y él

verdaderamente habían realizado una hazaña heroica. Tuve que componer las piezas de su historia por la

conversación que mantenían con los soldados que los atendían y por lo que me contó el teniente

Tal abuena; porque los tres héroes, después de haberme saludado con bastante cortesía, no volvieron a

hablarme directamente. Y una vez que conocí su historia, difícilmente puedo culparlos por no querer tener

nada que ver con indio alguno.

Sé que Florida significa "l eno de flores" en lengua española, pero hasta el día de hoy sigo sin saber dónde

está situada exactamente la tierra que l eva ese nombre. Dondequiera que esté, debe de ser un sitio

terrible. más de ocho años antes, este hombre l amado Cabeza de Vaca, sus compañeros supervivientes y

algunos otros cientos de hombres blancos, junto con sus cabal os, armas y provisiones, se habían hecho a

la mar desde la colonia de la isla de Cuba con la intención de establecer una nueva colonia en esa tierra

l amada Florida.

Desde que se hicieron a la mar los acosaron las tormentas primaverales, que son malísimas. Luego,

cuando por fin l egaron a tierra, se encontraron con otros problemas que los l enaron de consternación.

Donde el paisaje de Florida no se hal aba cubierto de densos bosques prácticamente impenetrables, estaba

surcada de veloces ríos, que se entrecruzaban y eran difíciles de vadear, o cubierta de pantanos calientes y

fétidos, y en esas tierras tan agrestes los cabal os resultaban casi inútiles. Animales rapaces de los bosques

acechaban a los aventureros, las serpientes y los insectos los mordían y les picaban, y los afligían las

fiebres letales de los pantanos y otras enfermedades. Mientras tanto, los habitantes nativos de Florida no

estaban nada contentos de recibir a aquel os invasores de piel pálida, sino que iban acabando con el os,

uno tras otro, con flechas que disparaban emboscados desde los árboles en los que se ocultaban, o bien en

campo abierto, atacándolos frontalmente en gran número. Los españoles, extenuados por el viaje y

debilitados por las enfermedades, sólo podían oponer una débil resistencia, y cada vez se sentían más

debilitados por el hambre, porque los indios se l evaban sus animales domésticos y quemaban las cosechas

de maíz y otros comestibles antes de que avanzasen los hombres blancos. (A mí me parecía increíble, pero

resultaba evidente que los supuestos colonizadores eran incapaces de alimentarse a base de la

abundancia de animales, aves, peces y plantas que cualquier tierra salvaje ofrece a hombres

emprendedores y de iniciativa.) De todos modos, el número de españoles disminuía de manera tan

alarmante que los que quedaban abandonaron toda esperanza de sobrevivir en aquel lugar. Dieron media

vuelta y retrocedieron hasta la costa. Una vez al í, se percataron de que las tripulaciones de sus barcos, sin

duda dándolos por perdidos, se habían hecho a la mar y los habían dejado abandonados en aquel a tierra

hostil.

Desanimados, enfermos, temerosos, asediados por todas partes, optaron por el recurso desesperado de

construir barcos nuevos. Y lo hicieron: cinco barcas hechas con ramas de árboles y hojas de palmera

atadas con cuerdas que fabricaron con crines y colas de cabal o trenzadas; las calafatearon con brea de

pino y les pusieron velas que improvisaron cosiendo sus propias ropas. Para entonces ya habían matado a

los cabal os que les quedaban para comerse la carne, y habían utilizado las pieles para hacer bolsas donde

l evar agua potable. Cuando por fin las barcas soltaron las amarras, sus cinco patrones -Cabeza de Vaca

era uno de el os- no las condujeron hasta alta mar, sino que se mantuvieron a una prudencial distancia

desde donde podía verse la línea de la costa, pues pensaban que si la seguían lo suficiente en dirección

oeste, con el tiempo tendrían que l egar por fuerza a las costas de Nueva España.

Hal aron el mar y la tierra igualmente hostiles, pues tanto la tierra como el agua eran azotados

frecuentemente por tormentas, ahora frías tormentas de invierno, con vientos que lo barrían todo a su paso

y con l uvias torrenciales. Incluso en tiempo de calma había otra clase de l uvia, la de flechas, que procedía

de los indios que salían a acosarlos en canoas de guerra. Los escasos víveres se les acabaron y las bolsas

de cuero sin curtir se pudrieron en seguida, pero cada vez que los españoles intentaban desembarcar para

ver de renovar las provisiones, un nuevo enjambre de flechas los repelía desde tierra. Inevitablemente, las

cinco barcas se separaron. Cuatro de el as no volvieron a verse ni se oyó de el as de nuevo. La barca que

quedó, la que l evaba a bordo a Cabeza de Vaca y a varios de sus camaradas, logró, al cabo de mucho

tiempo, l egar a tierra.

Los hombres blancos, ahora apenas vestidos, medio muertos de hambre, con el frío calado hasta los

huesos y debilitados casi hasta la decrepitud, hal aron de vez en cuando alguna tribu nativa, tribus que aún

no estaban informadas de que las estaban invadiendo, dispuesta a alimentar y a dar cobijo a los forasteros.

Pero a medida que los hombres blancos, sin arredrarse en absoluto, continuaron hacia el oeste con la

esperanza de hal ar Nueva España, encontraron más oposición que socorro, y cada vez con mayor

frecuencia. A medida que iban cruzando bosques, extensas praderas, ríos increíblemente anchos, altas

montañas y desiertos secos, los fueron capturando distintas tribus o bandas de indios errantes, una detrás

de otra. Los captores los esclavizaban, los ponían a trabajar en tareas durísimas, los maltrataban, los

azotaban y los mataban de hambre. ("Los condenados diablos rojos -le oí comentar a Cabeza de Vaca-

incluso dejaban que aquel os mocosos suyos del infierno se divirtieran a nuestra costa arrancándonos

mechones de la barba.") Y en cada uno de esos cautiverios los españoles se las ingeniaron para

escaparse, aunque perdiendo cada vez a uno o más de el os, que moría o era capturado de nuevo. Qué

habría sido de aquel os camaradas que dejaron atrás era algo que nunca sabrían.

Cuando por fin, al cabo de mucho tiempo, consiguieron l egar a los aledaños remotos de Nueva España,

sólo quedaban vivos cuatro de el os: tres blancos -Cabeza de Vaca, Andrés Dorantes y Alonso del Castil o-

y Estebanico, el esclavo negro que pertenecía a Dorantes. Aparte de haberle oído comentar a Castil o que

habían cruzado un continente entero -y yo sólo tengo una vaguísima idea de lo que es un continente-, no

tengo modo de calcular cuántas leguas y carreras largas se vieron obligados a recorrer tan dolorosamente

aquel os hombres. Lo único que el os y yo sabemos con certeza es que tardaron ocho años en hacerlo.

Habrían hecho el viaje en menos tiempo, desde luego, si hubieran podido mantenerse cerca de la costa del

mar Oriental. Pero sus diferentes captores se los habían ido pasando de mano en mano entre tribus que

cada vez moraban más hacia el interior; y sus escapadas de esos cautiverios los habían empujado aún más

hacia el interior, de modo que, cuando por fin se tropezaron con un grupo de soldados españoles que se

habían adentrado audazmente patrul ando en la Tierra de Guerra, se encontraban muy cerca de la costa del

mar Occidental.

Aquel os soldados, sobrecogidos a causa del respeto y la admiración y bastante incrédulos ante la historia

que relataban los forasteros, los escoltaron hasta un puesto avanzado del ejército, donde los vistieron, los

alimentaron y luego los trajeron a Compostela. El gobernador Guzmán les proporcionó cabal os, una

escolta más numerosa, al fraile Marcos de Niza para que se encargara de sus necesidades espirituales y

los puso en el sendero campo a través hacia la Ciudad de México. Al í, les había asegurado Guzmán, se los

honraría y festejaría y se harían todas las celebraciones que merecían. Y durante todo el camino los héroes

habían contado una y otra vez su historia a cualquier persona que se encontraran y a cualquier oyente

ávido. Yo escuchaba con tanta avidez como el que más, y con admiración no fingida.

Había muchas preguntas que me hubiera gustado hacerles de no haberme ignorado el os con tanta

diligencia. Pero no pude evitar oír que fray Marcos les hacía precisamente algunas de las preguntas que a

mí me rondaban por la cabeza. Pareció frustrado, y yo también, cuando los héroes protestaron diciendo que

eran incapaces de proporcionarle esta o aquel a información que el fraile quería. Así que me acerqué al

hombre negro, que estaba sentado aparte. Ahora bien, el sufijo -ico que los españoles habían añadido a su

nombre es un diminutivo condescendiente como el que se usa cuando uno se dirige a un niño, así que tuve

cuidado de dirigirme a él como es debido, como a un adulto.

-Buenas noches, Esteban.

-Buenas... -murmuró él mientras miraba con bastante recelo a un indio que hablaba español.

-¿Puedo hablar contigo, amigo?

-¿Amigo? -repitió, como si se sorprendiera de que me dirigiera a él como a un igual.

-¿Es que acaso no somos los dos esclavos de los hombres blancos? -le pregunté-. Aquí estás tú sentado,

desdeñado, mientras tu amo se enorgul ece y se regodea en las atenciones que recibe. Me gustaría

conocer algo de tus aventuras. Toma, tengo pocíetl. Fumemos juntos mientras yo te escucho.

Aquel hombre seguía mirándome con cautela, pero o yo había conseguido establecer cierta comunicación

cortés entre los dos, o sencil amente él estaba deseando que le escucharan. Empezó preguntándome:

-¿Qué quieres saber?

-Sólo que me cuentes lo ocurrido durante los últimos ocho años. He oído lo que recuerda el señor Cabeza

de Vaca.

Ahora cuéntame tus recuerdos.

Y así lo hizo. Desde que la expedición desembarcó por primera vez en aquel lugar l amado Florida,

pasando por todas las decepciones y desastres que afligieron y diezmaron a los fugitivos supervivientes

mientras atravesaban las tierras desconocidas de este a oeste. Su relato difería del de los hombres blancos

sólo en dos aspectos. Estaba claro que Esteban había sufrido todas las heridas, dificultades y humil aciones

que los demás viajeros habían sufrido, pero ni más ni menos. Hizo bastante énfasis en esto en su relato,

como si así afirmase que aquel os sufrimientos comunes le habían conferido una cierta igualdad con sus

amos.

La otra diferencia entre su relato y el de el os era que Esteban se había tomado la molestia de aprender por

lo menos algunos fragmentos de las diferentes lenguas que hablaban los pueblos en cuyas comunidades

habían pasado algún tiempo. Yo nunca había oído antes el nombre de ninguna de aquel as tribus. Esteban

me dijo que vivían lejos, al nordeste de esta Nueva España. Las dos últimas o las más cercanas tribus que

habían tenido en cautividad a los viajeros se hacían l amar, me dijo, akimoel oóotam, o pueblo del río, y

toóono oóotam, o pueblo del desierto. Y de todos los "condenados diablos rojos" con que se habían

encontrado, éstos eran los más diabólicamente diabólicos. Guardé los dos nombres en mi memoria.

Quienesquiera que fueran aquel os pueblos y dondequiera que estuvieran, parecían candidatos aptos para

alistarlos en mi ejército rebelde privado.

Cuando Esteban hubo terminado su relato, los demás que se encontraban en torno a la hoguera ya se

habían enrol ado en sus mantas y se habían dormido. Yo estaba a punto de hacerle las preguntas que no

había podido formularles a los hombres blancos, cuando oí una pisada sigilosa detrás de mí. Me di la vuelta

con brusquedad y me encontré con de de De Puntil as, que me preguntó en un susurro:

-¿Estás bien, Tenamaxtli?

Le respondí en poré:

-Claro que si. Vuelve a dormirte, Pakápeti. -Y repetí lo mismo en español para que Esteban me entendiera-:

Vuelve a dormirte, hombre mío.

-Estaba dormida, pero me desperté con el repentino temor de que estas bestias hubieran podido hacerte

daño o te hubieran atado como a un prisionero. ¡Ayyo, esta bestia es negra!

-No importa, querida mía. En todo caso es una bestia amistosa. Pero gracias por preocuparte.

Cuando de De Puntil as se alejaba sigilosamente, Esteban se echó a reír sin ganas y dijo en tono de burla:

-¡Hombre mío!

Me encogí de hombros.

-Hasta un esclavo puede ser dueño de otro esclavo.

-Me importa un pedo oloroso y maduro cuántos esclavos tienes. Y puede que ése sea esclavo y tenga el

pelo tan corto como yo, pero hombre no es.

-Cal a, Esteban. Es un engaño, sí, pero sólo para evitar cualquier riesgo de que estos tunantones casacas

azules abusen de el a.

-No me importaría abusar un poco yo mismo -comenté; y sonrió, enseñando los dientes blancos en la

oscuridad al hacerlo-. Unas cuantas veces durante nuestro viaje he probado a mujeres rojas, y desde luego

que las he encontrado sabrosas. Y el as no me encontraron a mí más desagradable que si hubiera sido

blanco.

Probablemente. Supongo que, incluso entre las personas de mi propia raza, una mujer lo bastante impúdica

como para estar tentada a probar carne extranjera raramente consideraría que la carne negra es más

espantosa que la blanca. Pero al parecer Esteban tomaba aquel a falta de exigencia de las mujeres por otra

muestra -aunque fuera una muestra patética- de que al í, en las tierras desconocidas, él era el igual de

cualquier hombre blanco. Estuve a punto de confiarle que yo en una ocasión había gozado de una mujer de

su raza, o por lo menos medio negra, y no había encontrado dentro de el a nada diferente a cualquier mujer

"roja". Pero en lugar de eso, sólo dije:

-Amigo Esteban, creo que te gustaría regresar a esas tierras lejanas.

Ahora fue él quien se encogió de hombros.

-Ni siquiera en la cautividad más cruel fui el esclavo de ningún hombre.

-Entonces, ¿por qué no te vuelves al í? Vete ahora. Roba un cabal o. Yo no daré la alarma.

Hizo un movimiento negativo con la cabeza.

-He sido un fugitivo durante estos ocho años. No quiero que los cazadores de esclavos me persigan

durante el resto de mi vida. Y ten la seguridad de que lo harían aunque tuvieran que adentrarse en tierras

salvajes.

-Quizá... -dije yo pensativo-. Quizá podamos idear algún motivo para que vayas al í legalmente, y con la

bendición de los hombres blancos.

-¿Ah, si? ¿Cómo?

-He oído a ese fray Marcos haciendo preguntas...

Esteban se echó a reír de nuevo, y dijo, otra vez sin ganas:

-Ah, el galicoso.

-¿Qué? -le pregunté.

Si yo había entendido bien la palabra, Esteban había descrito a fray Marcos como alguien que padece una

enfermedad vergonzosa en extremo.

-Era una broma. Un juego de palabras. Tenía que haber dicho el galicano.

-Pues sigo sin...

-El francés, entonces. El es de Francia. Marcos de Niza no es más que la transformación en español de su

verdadero nombre, Marc de Nice, y Nice es un lugar de Francia. Ese fraile es un reptil, como todos los

franceses.

-Me da igual que tenga escamas -le dije con impaciencia-. ¿Quieres escucharme, Esteban? El fraile ha

estado sonsacando información a tus camaradas blancos sobre las siete ciudades. ¿A qué se refería?

-¡Ay de mí! -exclamó; y escupió con asco-. Es una antigua fábula española. Yo la he oído muchas veces.

Las Siete Ciudades de Antilia. Se supone que son ciudades construidas con oro, plata, piedras preciosas,

marfil y cristal, que están situadas en alguna tierra hasta ahora nunca vista mucho más al á del mar

Océano. Esa fábula se ha estado repitiendo desde un tiempo anterior al tiempo. Cuando se descubrió este

Nuevo Mundo, los españoles se esperaban encontrar aquí esas ciudades. Nos l egaron rumores, incluso en

Cuba, de que los otros, los indios de Nueva España, podríais decirnos, si quisierais, dónde se encuentran.

Pero yo ahora no te lo estoy preguntando, amigo, no me malinterpretes.

-Pregunta si quieres -le conminé-. Puedo responder con honradez que hasta ahora nunca había oído hablar

de el as. ¿Has visto tú o los otros algo así durante vuestros viajes?

-¡Mierda! -gruñó Esteban-. En todas esas tierras que hemos atravesado, a cualquier aldea de ladril os de

barro y paja la l aman ciudad. Esa es la única clase de ciudades que vimos. Feas, desgraciadas,

miserables, piojosas y malolientes.

-El fraile se mostró muy insistente en sus preguntas. Cuando los tres héroes protestaron y alegaron total

ignorancia acerca de tan fabulosas ciudades, me pareció que fray Marcos incluso sospechaba que le

ocultaban algún secreto.

-¡Ya lo creo que si, el muy reptil! Cuando estuvimos en Compostela me dijeron que todos los hombres que

lo conocen lo l aman el Monje Mentiroso. Naturalmente el Monje Mentiroso sospecha que todo el mundo

miente.

-Bien... ¿Alguno de los indios con los que os encontrasteis insinuó la existencia de...?

-¡Mierda y mierda! -exclamó Esteban en voz tan alta que tuve que indicarle otra vez que bajara el tono por

temor a que alguien se despertase-. Pues si, lo insinuaron, será mejor que lo sepas. Un día, cuando

estábamos entre el Pueblo del Río, que nos utilizaban como animales de carga cuando se trasladaban de

uno de los feos meandros del río a otro, nuestros capataces señalaron hacia el norte y nos dijeron que en

aquel a dirección se asentaban seis grandes ciudades del Pueblo del Desierto.

-Seis -repetí-. ¿No siete?

-Seis, pero por lo visto eran grandes ciudades. Lo cual quiere decir que lo más probable es que para esos

estúpidos las ciudades tuvieran cada una más de un puñado de casas de barro y quizá un pozo de agua del

que poder abastecerse.

-¿No las riquezas de esa fabulosa Antilia?

-¡Oh, pues claro que si! -reconoció Esteban con sarcasmo-. Nuestros indios del Pueblo del Río nos

explicaron que el os comerciaban con pieles de animales, conchas del río y plumas de pájaros con los

habitantes de aquel as elegantes ciudades, y a cambio conseguían grandes riquezas. Se ha de tener en

cuenta que el os l amaban riquezas sólo a esas piedras baratas azules y verdes que vosotros los indios

tanto veneráis .

-Entonces, ¿nada que pudiese suscitar la avaricia de los españoles?

-¿Quieres escucharme, hombre? De lo que estamos hablando es de un desierto!

-Entonces... ¿tus compañeros no le están ocultando nada al fraile?

-¿Ocultándole qué? Yo era el único que comprendía los idiomas de los indios. Mi amo Dorantes sólo sabe

aquel o que yo le traducía. Y era bastante poco, porque poco había que decir.

-Pero supónte que... ahora... tú te l evases aparte a fray Marcos y le susurrases al oído que los hombres

blancos le están ocultando un secreto. Que tú conoces el paradero de ciudades realmente ricas.

Esteban me miró boquiabierto.

-¿Que le mienta? ¿Qué ganaría yo con mentirle a un hombre al que se le conoce como el Monje

Mentiroso?

-Según mi experiencia, los mentirosos son las personas más dispuestas a creer mentiras. Al parecer el

fraile ya se cree esa fábula de las Siete Ciudades de Antilia.

-¿Y qué? ¿Le digo que es verdad que existen? ¿Y que yo sé dónde están? ¿Por qué habría yo de hacer

eso?

-Como te he sugerido hace un rato, para que puedas volver a esas tierras donde no eras un esclavo; donde

encontraste que las mujeres nativas eran de tu agrado; y para volver al í en esta ocasión no como un

fugitivo.

-Hmm... -murmuró Esteban, considerándolo.

-Convence al fraile de que puedes l evarlo a esas ciudades de inmensurable riqueza. Se dejará convencer

con facilidad si cree que estás revelándole algo que los héroes blancos no le quieren contar. Supondrá que

el os están esperando para revelarle el secreto al marqués Cortés. Se regocijará con la ilusión de que, con

tu ayuda, él puede l egar hasta esas riquezas antes que Cortés o que cualquier buscador de tesoros que

Cortés pueda enviar. Y lo organizará para que tú lo l eves al í.

-Pero... ¿y qué pasará cuando l eguemos al í y yo no tenga nada que enseñarle? Sólo hay risibles

conejeras de barro, guijarros azules sin valor y...

-Ahora eres tú, amigo, el que se está comportando como un estúpido. Guíalo hasta al í y ocúpate de que se

pierda. Eso te resultará bastante fácil. Si alguna vez él l ega a encontrar el camino de regreso hasta aquí,

hasta Nueva España, sólo podrá informar de que lo más probable es que te hayan asesinado los vigilantes

que guardan esos tesoros.

La cara de Esteban empezó a resplandecer, si es que el negro puede resplandecer.

-Sería libre...

-Ciertamente merece la pena intentarlo. Ni siquiera hace falta que mientas, si es eso lo que te inquieta. La

propia avaricia y carácter deshonesto del fraile le proporcionarán a su mente la exageración necesaria para

convencerle.

-¡Por Dios, claro que voy a hacerlo! Tú, amigo, eres un hombre sabio e inteligente. Tú deberías ser el

marqués de toda Nueva España!

Puse modestos reparos, pero debo confesar que yo también resplandecía de orgul o por el complicado plan

que estaba poniendo en marcha. Esteban, desde luego, no sabía que yo lo estaba utilizando para l evar

adelante mis planes secretos, pero no por el o dejaría él de beneficiarse. Sería libre de cualquier amo por

primera vez en su vida, y libre de aprovechar la oportunidad de permanecer libre entre los habitantes de

aquel lejano Pueblo del Río, y libre para retozar cuanto quisiera, u osase, con sus mujeres.

He relatado gran parte de nuestra conversación, que duró toda la noche, al detal e porque el o aclarará la

explicación -que daré en su debido momento- de cómo en realidad mi encuentro con los héroes y el fraile

redundó en beneficio de la realización de mi plan para derrocar a los hombres blancos. Y aún había en

reserva otro encuentro más para darme más ánimo. Para cuando Esteban y yo terminamos de hablar, ya

estaba clareando el día, y con la mañana l egó una más de esas aparentes coincidencias que los dioses, en

su maliciosa interferencia con las obras de los hombres, están ideando continuamente.

De improviso l egaron cuatro nuevos soldados españoles a cabal o procedentes de la misma dirección por

la que de De Puntil as y yo habíamos venido; entraron con estruendo en el campamento y despertaron con

un sobresalto a todos los que nos encontrábamos al í. Cuando me enteré de que le hablaban a voces al

teniente Tal abuena, sentí un gran alivio; aquel os hombres no nos iban persiguiendo a de De Puntil as y a

mí. Los cabal os estaban profusamente cubiertos de espuma, luego era evidente que habían estado

cabalgando mucho y durante toda la noche. Si habían pasado por el puesto de guardia que había bastante

más atrás, al parecer no se habían detenido a prestarle atención alguna.

-¡Teniente! -gritó uno de los recién l egados-. Ya no está bajo el mando de ese zurul ón Guzmán!

-Alabado sea Dios por eso -repuso Tal abuena mientras se frotaba los ojos para quitarse el sueño-. Pero

¿por qué no lo estoy?

El jinete se dejó caer del cabal o de un salto, le echó las riendas a un soldado somnoliento y exigió:

-¿Hay algo de comer? Tenemos las hebil as del cinturón rozándonos el espinazo! Ay, han l egado noticias

de la capital, teniente. El rey por fin ha nombrado un virrey para que encabece la Audiencia de Nueva

España. Un buen hombre, este virrey Mendoza. Una de las primeras cosas que hizo fue oír las numerosas

quejas existentes contra Nuño de Guzmán, las incontables atrocidades que ha cometido contra los indios y

los moros esclavos que hay por aquí. Y uno de los primeros decretos de Mendoza es que a Guzmán se le

despoje del cargo de gobernador de Nueva Galicia. Vamos al galope tendido a Compostela con órdenes de

hacernos cargo de él y de l evarlo a la ciudad para que se le castigue. -Yo no hubiera podido oír nada que

me complaciera más. El portador de la noticia hizo una pausa para dar un enorme bocado a un pedazo de

carne de ciervo fría antes de continuar hablando-: Guzmán será sustituido por un hombre más joven, uno

que ha venido de España con Mendoza, un tal Coronado, que en estos momentos se encuentra de camino

hacia aquí.

-¡Oye! -exclamó fray Marcos-. ¿No será ése un tal Francisco Vásquez de Coronado?

-Pues sí -respondió el soldado entre un bocado y otro.

-¡Qué feliz fortuna! -exclamó otra vez el fraile-. He oído hablar mucho de él, y todo lo que he oído han sido

alabanzas. Es amigo íntimo de ese virrey Mendoza, quien a su vez es amigo íntimo del obispo Zumárraga,

quien a su vez es íntimo amigo mío. Además, este Coronado ha contraído recientemente un bril ante

matrimonio con una prima del mismísimo rey Carlos. Ay, pero Coronado ejercerá poder e influencia aquí!

Los demás españoles movían la cabeza ante tantas noticias que l egaban todas al mismo tiempo, pero me

escurrí del grupo de personas y me acerqué hasta donde estaba Esteban, de pie un poco más al á, y le dije

en voz baja:

-Las cosas se ponen cada vez mejor, amigo, para que tú regreses pronto con ese Pueblo del Río.

Esteban asintió y dijo exactamente lo mismo que yo estaba pensando.

-El Monje Mentiroso convencerá a su amigo el obispo, y al amigo del obispo, el virrey, para que lo envíe al í

como misionero entre aquel os salvajes. Si les dice o no al obispo y al virrey por qué va al í en realidad, no

importa gran cosa. Con tal de que yo vaya con él.

-Y este gobernador Coronado -añadí- estará deseando hacer méritos. Si traes a fray Marcos y pasáis por

Compostela, apuesto lo que quieras a que Coronado se mostrará de lo más generoso y proporcionará

cabal os, armas, provisiones y cualquier otro tipo de equipamiento.

-Sí -graznó Esteban-. Te debo mucho, amigo. No te olvidaré. Y si alguna vez l ego a ser rico, puedes estar

seguro de que lo compartiré contigo.

Dicho eso, me rodeó impulsivamente con los brazos y me dio ese apretón estrujante que en español l aman

abrazo. Unos cuantos españoles estaban mirando, y me preocupó que pudieran preguntarse por qué, a

cuenta de qué se me estaban dando las gracias de manera tan efusiva. Pero tenía otra preocupación más

inmediata. Por encima del hombro de Esteban vi que de De Puntil as también estaba mirando. Abrió mucho

los ojos y se precipitó bruscamente hacia nuestros cabal os. Comprendí lo que estaba a punto de hacer, me

solté del abrazo y salí como un rayo tras el a. Llegué justo a tiempo para impedir que sacase uno de los

arcabuces de los petates.

-¡No, Pakápeti! No hay necesidad!

-¿Sigues indemne? -me preguntó con voz temblorosa-. Creí que esa bestia negra te estaba atacando.

-No, no. Eres una chica querida y cariñosa, pero demasiado impetuosa. Por favor, déjame a mí toda tarea

de salvamento. Te contaré más tarde por qué me estaba estrujando.

Muchos españoles nos estaban mirando con curiosidad, pero les dirigí una sonrisa tranquilizadora a todos

el os, que devolvieron su atención a los portadores de noticias. Uno de el os estaba diciendo a los que

escuchaban:

-Otra noticia, aunque no tan portentosa, es que el Papa Paulo ha establecido un nuevo obispado aquí, en

Nueva España, la diócesis de Nueva Galicia. Y ha elevado al padre Vasco de Quiroga a un nuevo y augusto

puesto. Otro de nuestros Correos se dirige ahora a cabal o a informar al padre Vasco de que ahora ha de

l evar la mitra, pues ya es el obispo Quiroga de Nueva Galicia.

Aquel anuncio me complació tanto como cualquiera de los otros que había oído en aquel lugar. Pero

confiaba en que el padre Vasco, ahora que era un dignatario tan importante, no renunciara a sus buenas

obras, buenas intenciones y buen carácter. Sin duda el papa Paulo esperaba que el más reciente de sus

obispos exprimiera a todos aquel os colonos de Utopía con más contribuciones si cabía para lo que Alonso

de Molina había l amado "el quinto del rey" particular del Papa. Fuera como fuese, aquel o también era un

buen augurio con vistas al plan que yo había concebido para Esteban. Lo más probable era que el obispo

Zumárraga viera a Quiroga como un rival y se sintiera aún más dispuesto a enviar a fray Marcos como

explorador, ya fuese en busca de nuevas almas o de nuevas riquezas para la Santa Madre Iglesia.

Demoré a propósito mi partida de aquel lugar hasta que los cuatro soldados recién l egados se hubieron ido

al galope en dirección a Compostela. Luego me despedí de Esteban y del teniente Tal abuena, y tanto el os

como la tropa restante, excepto los tres héroes blancos y el Monje Mentiroso, nos dijeron adiós con la mano

cordialmente. Cuando de De Puntil as y yo, que l evábamos cogidos de las riendas a los otros dos cabal os

que teníamos, estuvimos cabalgando de nuevo, desvié nuestro rumbo ligeramente hacia el norte con la

intención de apartarme de la dirección que habían tomado los soldados que se acababan de marchar, y me

encaminé hacia lo que yo esperaba que fuera la dirección a Aztlán.

17

No muchos días después nos encontrábamos entre unas montañas que reconocí del viaje que había hecho

con mi madre y mi tío. Era todavía el comienzo de la estación de las l uvias, pero el día en que l egamos a

los límites orientales de las tierras gobernadas por Aztlán, el dios Tláloc y sus ayudantes los espíritus

tíatoque se estaban divirtiendo al provocar una tormenta. Desde los cielos lanzaban con fuerza sus

tenedores de relámpagos, y con el ruido de truenos golpeaban sus inmensas jarras de agua unas contra

otras para derramar l uvia sobre la tierra. A través de aquel a cortina de agua divisé el resplandor de una

hoguera de campamento sobre la falda de una colina que se hal aba a no mucha distancia por delante de

nosotros. Detuve nuestra pequeña comitiva entre unos árboles que nos ocultaban y aguardé a que la

l amarada de un relámpago me permitiese ver con más claridad. Cuando cayó el relámpago pude contar

cinco hombres, que estaban de pie o en cuclil as alrededor de una hoguera protegida por un abrigo hecho

con ramas cubiertas de hojas. Todos los hombres vestían la armadura de algodón acolchado propia de los

guerreros aztecas, y casi parecía que los hubieran puesto al í para aguardar nuestra l egada. Pensé que si

era así, aquel o resultaba bastante desconcertante, porque ¿cómo iba a saber nadie en Aztlán que nos

aproximábamos?

-Espera aquí, de De Puntil as -le indiqué-. Deja que me asegure de que son hombres de mi pueblo. Estate

preparada para dar media vuelta y huir si te hago señas de que son hostiles.

Avancé a largos pasos colina arriba bajo la l uvia torrencial. Cuando me acercaba al grupo levanté ambas

manos para mostrar que no l evaba armas y grité:

-¡ Mixpantzinco!

-¡Ximopanolti! -me respondieron con mucha cortesía y con el familiar acento del antiguo Aztlán, que me

resultó muy agradable oír de nuevo.

Unos cuantos pasos más y estuve lo bastante cerca para ver, a la luz del siguiente relámpago, al hombre

que había respondido a mi saludo. Una cara familiar del viejo Aztlán, aunque no me resultaba agradable

verlo de nuevo porque recordaba perfectamente cómo era. Imagino que ese sentimiento se me reflejó en la

voz cuando lo saludé sin demasiado entusiasmo.

-Ayyo, primo Yeyac.

-Yéyactzin -me recordó con altivez-. Ayyo, Tenamaxtli. Hemos estado esperándote.

-Eso parece -dije al tiempo que miraba a los otros cuatro guerreros, todos el os armados con maquáhuime

de filo de obsidiana. Supuse que serían sus actuales amantes cuilontin, pero no hice ningún comentario.

Sólo añadí-: ¿Cómo supiste que venía?

-Tengo mis medios de saberlo -respondió Yeyac; y el estruendo de un prolongado trueno acompañó

aquel as palabras suyas haciendo que sonaran como un mal presagio-. Naturalmente, no tenía idea de que

fuera mi amado primo quien venía a casa, pero la descripción fue bastante exacta, ahora lo veo.

Sonreí, aunque no estaba de humor para hacerlo.

-¿Acaso nuestro bisabuelo ha estado ejerciendo su talento de vidente?

-El viejo Canaútli murió hace mucho tiempo. -A aquel anuncio los tlaloc que añadieron otro ensordecedor

golpear de jarras de agua. Cuando Yeyac pudo hacerse oír me preguntó en tono exigente-: Y dime, ¿dónde

está el resto de tu grupo: tu esclavo y los cabal os del ejército de los españoles?

Yo cada vez estaba más turbado. Si Yeyac no estaba siguiendo el aviso de algún vidente aztécatl, ¿quién lo

tenía tan bien informado? Me percaté de que hablaba de "españoles", sin usar la palabra "caxtilteca", que

antes había sido el nombre que los de Aztlán utilizaban para los hombres blancos. Y recordé cómo, muy

recientemente, me había sentido intranquilo al saber que el gobernador Guzmán había establecido la

capital de su provincia tan cerca de la nuestra.

-Siento enterarme de la muerte de nuestro bisabuelo -dije sin alterarme-. Perdona, primo Yeyac, pero sólo

daré informes a nuestro Uey-Tecutli Mixtzin, no a ti ni a ninguna otra persona inferior. Y tengo muchas cosas

de las que informar.

-¡Pues informa aquí y ahora! -ladró Yeyac-. Yo, Yéyactzin, soy el Uey-Tecutli de Aztlán!

-¿Tú? Imposible! -dejé escapar movido por un impulso.

-Mi padre y tu madre nunca regresaron, Tenamaxtli. -Al oír aquel o hice algún movimiento involuntario, ante

lo cual Yeyac añadió-: Siento tener que comunicarte tantas noticias y además dolorosas... -Desvió sus ojos

de los míos-. Tuvimos informes de que a Mixtzin y a Cuicani se los encontró muertos, al parecer asesinados

por algunos bandidos de los caminos.

Era desolador oír aquel o. Pero si era cierto que mi tío y mi madre estaban muertos, comprendí al instante

por el semblante de Yeyac que no habían muerto a manos de extraños. más destel os de relámpagos,

estruendos de truenos y ráfagas de l uvia me dieron tiempo para componerme. Luego dije:

-¿Y tu hermana y su marido... cómo se l ama...? Kauri, sí. Mixtzin los designó a el os para gobernar en su

lugar.

-Ayya, el debilucho Kauri -exclamó Yeyac con desprecio-. No era precisamente un gobernante guerrero; ni

siquiera un cazador diestro. Un día, en estas montañas, hirió a un oso al que iba dando caza y cometió la

tontería de perseguirlo. El oso, naturalmente, se dio la vuelta y lo descuartizó. La viuda Améyatzin se

contentó con retirarse a los pasatiempos propios de cualquier matrona y me hizo asumir la carga de

gobernar.

Yo sabía que eso tampoco era cierto, porque yo conocía a mi prima Améyatl mucho mejor aún de lo que

conocía a Yeyac. Voluntariamente, el a nunca le habría cedido el puesto ni siquiera a un hombre de verdad,

mucho menos iba a cedérselo a aquel despreciable simulacro al que siempre había despreciado y del que

siempre se había burlado.

-¡Basta de perder el tiempo, Tenamaxtli! -gruñó Yeyac-. Tú me obedecerás!

-¿Que te obedeceré? -le pregunté-. ¿Igual que tú obedeces al gobernador Guzmán?

-Ya no lo hago -respondió sin pensarlo-. Al nuevo gobernador, Coronado...

Cerró la boca, pero ya era demasiado tarde. Yo sabía todo lo que necesitaba saber. Aquel os cuatro jinetes

españoles habían l egado a Compostela para arrestar a Guzmán y habrían mencionado el encuentro que

habían tenido conmigo y con de De Puntil as por el camino. Quizá entonces hubieran empezado a

preguntarse sobre la legitimidad de mi "misión" eclesiástica y habían dado a conocer sus sospechas. Ya

fuera que Yeyac se encontraba en Compostela o que le hubiera l egado la noticia más tarde, daba igual.

Estaba claro que estaba confabulado con los hombres blancos. Qué otra cosa podía significar eso (si es

que todo Aztlán, sus aztecas nativos y los residentes mexicas habían aceptado de igual modo l evar el yugo

español), ya lo averiguaría a su debido tiempo. En aquel momento sólo tenía que vérmelas con Yeyac.

Cuando se produjo el siguiente momento de calma en el alboroto de la tormenta, le dije en tono de

advertencia:

-Ten cuidado, hombre sin virilidad. -Y eché mano al cuchil o de acero que l evaba en la cintura-. Ya no soy el

primo pequeño novato que recuerdas. Desde que nos separamos, he matado...

-¿Sin virilidad? -bramó-. Yo también he matado! ¿Quieres ser tú el siguiente?

Tenía la cara desfigurada por la rabia; levantó mucho la pesada maquáhuitl y avanzó hacia mí. Sus cuatro

compañeros hicieron lo mismo, situándose justo detrás de él, y yo retrocedí, deseando haber l evado

conmigo alguna arma más útil que el cuchil o. Pero de pronto todas aquel as amenazadoras espadas

negras de obsidiana adquirieron un bril o plateado, porque los tenedores del relámpago de Tláloc

empezaron a apuñalar, y a apuñalar en rápida sucesión, rodeándonos de cerca a los seis. Yo no me

esperaba lo que sucedió a continuación, aunque lo agradecí y no me sorprendí demasiado cuando ocurrió.

Yeyac dio otro paso, pero esta vez hacia atrás, tambaleándose, y abrió la boca muchísimo al proferir un

grito que no se oyó en el tumulto de truenos que siguió; soltó la espada y cayó pesadamente de espaldas,

produciendo una gran salpicadura de barro.

No tuve necesidad de defenderme de los cuatro secuaces. Todos permanecieron de pie inmóviles, con las

maquáhuime levantadas y chorreando agua de l uvia, como si los relámpagos los hubieran petrificado en

esa posición. Tenían la boca tan abierta como la de Yeyac, pero de asombro, respeto y miedo. No habían

podido ver, como lo había visto yo, el agujero bril ante húmedo y rojo que se había abierto en la parte del

vientre de la armadura de algodón acolchado de Yeyac, y ninguno de nosotros habíamos oído el sonido del

arcabuz que había causado aquel o. Los cuatro cuilontin sólo podían haber supuesto que yo, por arte de

magia, había hecho bajar sobre su líder los tenedores de Tláloc. No les di tiempo de pensar otra cosa, sino

que vociferé:

-¡Bajad las armas!

Al instante bajaron mansamente las espadas. Supuse que aquel as criaturas debían de ser como la más

débil de las mujeres, que se acobardan con facilidad cuando oyen la voz de mando de un hombre auténtico.

-Este vil impostor está muerto -les dije dándole al cadáver un desdeñoso puntapié; sólo lo hice para darle la

vuelta a Yeyac y ponerlo de bruces a fin de que no vieran el agujero que tenía en la parte delantera y la

mancha de sangre que se iba extendiendo-. Lamento haber tenido que invocar la ayuda de los dioses tan

repentinamente. Hay algunas preguntas que quería hacer, pero este desgraciado no me dejó elección. -Los

cuatro miraban con aire fúnebre al cadáver y no hicieron caso cuando le indiqué con un gesto a de De

Puntil as que saliera de entre los árboles y se adelantara-. Y ahora, guerreros -continué-, vosotros acataréis

mis órdenes. Soy Tenamaxtzin, sobrino del difunto señor Mixtzin, y por lo tanto, por derecho de sucesión, de

ahora en adelante seré el Uey-Tecutli de Aztlán.

Pero no se me ocurrió ninguna orden que darles, excepto decirles:

-Esperadme aquí.

Luego volví chapoteando entre la l uvia para interceptar a de De Puntil as, que se acercaba l evando de las

riendas a todos los cabal os. Pensaba decirle, antes de que se reuniera con nosotros, que escondiera el

arcabuz que tan a tiempo y tan certeramente había empleado. Pero cuando me acerqué vi que el a ya lo

había ocultado prudentemente en su sitio, así que sólo le dije:

-Bien hecho, Pakápeti.

-Entonces, ¿no he sido demasiado impetuosa? -Me había mirado mientras me acercaba con cierta

ansiedad en su cara, pero ahora sonrió-: Tenía miedo de que me regañases. Pero de verdad pensé que

ésta también era una bestia que te atacaba.

-Esta vez tenías razón. Y tu actuación ha sido espléndida. A tal distancia y con tan poca luz.., hay que

reconocer que tienes una habilidad envidiable.

-Si -convino el a con lo que me pareció una satisfacción muy poco femenina-. He matado a un hombre.

-Bueno, no muy hombre.

-Habría hecho todo lo posible por matar a los otros también si no me hubieras hecho señas.

-Esos son aún menos peligrosos. Ahorra tu odio hacia los hombres, querida, hasta que puedas empezar a

matar a enemigos que verdaderamente valga la pena matar.

Los tlaloc que del cielo seguían prodigando su clamor y su aguacero cuando les ordené a los cuatro

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