Desde entonces hemos ido pasando de mano en mano... Hispaniola, Cuba... y finalmente acabamos

recogiendo estopa en un muel e de Veracruz. Cuando un puñado de esclavos negros se escapó, nos

vinimos con el os. No teníamos dónde ir, pero los negros se enteraron de que algunos rebeldes se estaban

congregando en estas montañas. De manera que aquí estamos, capitán. Maldita sea, si nos aceptas,

nosotros nos rebelaremos contra los puñeteros españoles. Y contentos estaremos, Miles y yo, de matar a

cualquier Jack Napes hijo de puta que tú nos señales. Sólo tienes que darnos un alfanje a cada uno.

Todo aquel o no tenía demasiado sentido para mi, excepto la última parte, a la que respondí:

-Si lo que quieres decir es que deseáis luchar a nuestro lado, muy bien. Se os darán armas. Pero puesto

que yo soy la única persona en este ejército que puede, aunque sea con mucho trabajo, entenderos y hacer

que vosotros me entendáis...

-Te pido perdón otra vez, John British. Una buena cantidad de los esclavos de al í.., negros, indios y

también mestizos... hablan el español mejor que nosotros. Hay una mocita mestiza que hasta lo sabe leer y

escribir.

-Gracias por decírmelo. Puede serme útil cuando quiera enviar alguna declaración de asedio a alguna

ciudad española, o dictar las condiciones de rendición. Mientras tanto, puesto que yo soy el único de los

que mandan este ejército que puede hablar con vosotros, sugiero que, cuando entremos en combate, los

dos permanezcáis cerca de mí. Además, como a mi lengua le resulta difícil pronunciar vuestros nombres, y

en la batal a quizá tenga necesidad de pronunciarlos con urgencia, os l amaré Uno y Dos.

-Cosas peores nos han l amado -intervino Dos-. Y por favor, señor, ¿podemos l amarte capitán John? Nos

hace sentirnos en casa, por así decir.

28

-Ese hombre, Coronado.., pasó por donde estaba yo... hace seis días...

El corredor jadeó al tiempo que hundía con cansancio ante mí las rodil as y los codos en tierra; el cuerpo le

daba sacudidas en su esfuerzo por buscar algo de aliento y chorreaba sudor.

-Entonces, ¿por qué has tardado tanto en venir a informarme? -le exigí con enfado.

-Querías... la cuenta... mi señor -dijo sin dejar de jadear-. Cuatro días contando... dos días corriendo...

-Por Huitzli -murmuré, ahora con benevolencia; y le palmeé a aquel hombre el hombro húmedo y

tembloroso-. Descansa, hombre, antes de seguir hablando. Nocheztli, envía a buscar agua y algo de

comida para este guerrero. Ha cumplido arduamente con su deber durante seis días y sus noches.

El hombre bebió agradecido, pero, como era un experimentado corredor veloz, bebió sólo un poco al

principio y luego mordió con voracidad la fibrosa carne de ciervo. En cuanto pudo hablar coherentemente y

sin que los jadeos le obligaran a interrumpirse, dijo:

-Primero venía ese hombre, Coronado, y junto a él otro hombre con atuendo negro sacerdotal, ambos

montados en hermosos cabal os blancos. Tras el os venían muchos soldados montados, de cuatro en

cuatro cuando el camino era lo suficientemente ancho, con más frecuencia de dos en dos, porque

Coronado eligió un sendero no muy transitado, y por lo tanto no muy despejado. Cada jinete, excepto el que

iba de negro, l evaba el yelmo de metal y la armadura de metal y cuero completa, y cada hombre portaba

un palo de trueno y una espada de acero. Todo hombre montado l evaba de las riendas además detrás de

él uno o dos cabal os. Luego venían más soldados, igualmente con armadura, pero éstos a pie, con palos

de trueno y lanzas largas de hoja ancha. Aquí, mi señor, tienes la cuenta de todos esos soldados.

Me entrego tres o cuatro hojas de parra de un fajo que había traído; en el as había marcas blancas

producidas con una ramita con punta. Me complació ver que el corredor sabía contar como es debido:

puntos que representaban las unidades, banderitas para las veintenas, arbolitos para los centenares. Le

entregué a Nocheztli las hojas y le pedí:

-Súmame el total.

El corredor continuó contando que la columna era muy larga y populosa y que avanzaba a paso de marcha,

por lo que tardó cuatro días en pasar junto a su escondite. Aunque se detenían cada noche y levantaban un

tosco campamento, él no se había atrevido a dormir por miedo a que le pasara inadvertido alguien o

cualquier cosa que Coronado hubiera ordenado que avanzase en secreto y a oscuras. A intervalos durante

su relato, el corredor me fue entregando más hojas:

-La cuenta de los cabal os para montar, mi señor...

O:

-La cuenta de los cabal os y de otros animales que l evaban fardos.

Y también:

-La cuenta de los hombres sin armadura, algunos blancos, otros negros, otros indios, que conducían a los

animales o l evaban el os mismos fardos...

Y finalmente:

-La cuenta de las bestias con cuernos l amadas ganado, que iban al final de la columna.

Yo a mi vez le fui pasando las hojas con las cuentas a Nocheztli, y luego dije:

-Corredor veloz, lo has hecho extraordinariamente bien. ¿Cómo te l amas y cuál es tu rango?

-Me l amo Pozonali, mi señor, y solamente soy recluta yaoquizqui.

-Ya no. De ahora en adelante eres iyac. Ahora vete, iyac Pozonali, y come, bebe y duerme hasta que te

hartes. Luego cógete una mujer, cualquier purepe o una esclava, a tu elección, y dile que obedeces una

orden mía. Te mereces el mejor refrigerio que podamos ofrecerte.

Nocheztli había estado pasando las hojas de parra y murmurando para sus adentros. Luego dijo:

-Si la cuenta está bien hecha, Tenamaxtzin, y avalo la buena fama que tiene Pozonali de ser fiable en sus

cálculos, esto desafía la credibilidad. Aquí tienes los totales, según mis cálculos. Además de Coronado y el

fraile, dos centenares y cincuenta soldados montados, con seis centenares más veinte cabal os de montar.

Otros setenta y cuatro cientos de soldados de a pie. Diez centenares completos de animales de carga.

Otros diez centenares de esos hombres sin armadura: esclavos, porteadores, pastores, cocineros o lo que

quiera que sean. Y cuatro centenares más cuarenta de ganado. Envidio a los españoles toda esa carne

fresca que tienen en pie -concluyó con cierto pesar.

-Podemos dar por supuesto que Coronado se ha l evado con él sólo a los oficiales más experimentados y a

los hombres mejor entrenados de todos los que disponía, y los mejores cabal os, e incluso los esclavos más

fuertes y más leales -le comenté-. También los arcabuces más nuevos y mejor hechos, las espadas y

lanzas del acero más sólido y mejor afilado. Y la mayoría de esos bultos estarán l enos de pólvora y plomo.

El o significa que ha dejado Nueva Galicia, y quizá este extremo occidental de Nueva España, guarnecida

sólo con los desechos y basura de la soldadesca, todos el os probablemente mal provistos de armas y de

municiones, y probablemente también todos el os a disgusto, puesto que están bajo el mando de oficiales

que Coronado consideró ineptos para su expedición. -Medio para mí mismo, añadí-: El fruto está maduro.

Todavía pesaroso, Nocheztli dijo:

-Incluso un fruto resultaría sabroso en estos momentos. Me eché a reír.

-Estoy de acuerdo. Tengo tanta hambre como tú. No nos demoraremos más. Si la cola de esa larga

procesión ya se encuentra a dos días de camino hacia el norte, y nosotros nos dirigimos hacia el sur, no hay

mucha probabilidad de que Coronado reciba noticia de nuestro avance. Corre la voz por los campamentos.

Nos pondremos en marcha mañana al alba. Envía ahora mismo por delante a los cazadores y a los que

buscan comida para que podamos tener la esperanza de gozar de una comida decente mañana por la

noche. Además haz que tus cabal eros y los demás oficiales dirigentes se presenten ante mi para recibir

instrucciones.

Cuando aquel os hombres, y la única oficial femenina, Mariposa, se hubieron congregado, les comuniqué:

-Nuestro primer objetivo será una ciudad l amada Tonalá, que se encuentra al sureste de aquí. Tengo

información de que está creciendo de prisa, pues atrae a muchos colonos españoles, y que se planea

construir al í una catedral.

-Discúlpame, Tenamaxtzin -me interrumpió uno de los oficiales-, ¿qué es una catedral?

-Un templo tremendamente grande de la religión de los hombres blancos. Esos templos se erigen sólo en

lugares que se espera se conviertan en grandes ciudades. De modo que creo que tienen intención de que

la ciudad de Tonalá sustituya a Compostela como capital de los españoles de Nueva Galicia. Haremos todo

lo posible por hacerlos desistir de esa intención... destruyendo, arrasando, eliminando Tonalá.

Los oficiales asintieron y se sonrieron unos a otros con gozosa anticipación.

-Cuando nos aproximemos a esa ciudad -continué diciendo-, nuestro ejército hará un alto mientras los

exploradores se introducen sigilosamente en la ciudad. Cuando vuelvan para informarme, decidiré la

disposición de nuestras fuerzas para el asalto. Mientras tanto, también quiero que nos precedan

exploradores en el camino hacia al í. Diez de el os, hombres aztecas acostumbrados a estar alerta,

diseminados en abanico por delante de nuestra columna. Si divisan cualquier clase de asentamiento o

vivienda en el camino, aunque sólo sea la cabaña de un ermitaño, me lo deben decir de inmediato. Id

ahora. Aseguraos de que todos comprendan estas órdenes.

Una vez que nuestra columna se puso en camino y estuvo en marcha detrás de mí, no sé cuántos días

tardaríamos en pasar por un punto concreto. Eramos casi ocho veces las personas que Coronado guiaba,

pero no teníamos cabal os, mulas ni rebaños de ganado. Sólo contábamos con aquel os dos cabal os sin

sil a que Nochezfli había rescatado de la emboscada que había tenido lugar tiempo atrás a las afueras de

Compostela. El y yo los montábamos cuando abandonamos el campamento de Chicomóztotl y tomamos un

sendero tortuoso en dirección al sureste que nos l evaba lentamente hacia abajo, desde las montañas hasta

las tierras bajas. Y tengo que decir que, cada vez que miraba atrás hacia la larga y tortuosa comitiva

erizada de armas que nos seguía, no podía evitar sentirme con orgul o yo mismo como un conquistador.

Con gran alivio, y mayor regocijo, por parte de todos, los cazadores y los que buscaban en vanguardia nos

proporcionaron una comida bastante consistente la primera noche de marcha, y durante los días sucesivos

víveres cada vez más sabrosos y nutritivos. Además, con gran alivio para mi trasero y el de Nocheztli, por

fin conseguimos dos sil as de montar. Uno de nuestros exploradores que iban de avanzadil a vino un día

corriendo para informar de que había un puesto avanzado del ejército español a sólo una larga carrera

camino adelante. Era, igual que el puesto que nos habíamos encontrado en cierta ocasión de De Puntil as y

yo, una barraca en la que había dos soldados y un corral con cuatro cabal os, dos de el os ensil ados.

Detuve la comitiva y Nocheztli convocó a seis guerreros armados con maquáhuime para que se

presentasen ante nosotros. Y a éstos les dije:

-No quiero malgastar pólvora y plomo en un obstáculo tan trivial. Si vosotros seis no podéis acercaros

furtivamente a ese puesto y despachar a esos hombres blancos al instante, no merecéis l evar espadas. Id

y haced exactamente eso. Sin embargo, tened cuidado con una cosa: intentad no romper ni mancharles de

sangre la ropa que l evan puesta.

Los hombres hicieron el gesto de besar la tierra y salieron disparados por entre la maleza. Al cabo de poco

tiempo regresaron, todos el os con sonrisas radiantes de felicidad y dos sosteniendo en alto, sujetándolas

por el pelo, las cabezas de los soldados españoles, que goteaban sangre por los muñones barbudos del

cuel o.

-Lo hicimos de la manera más limpia, mi señor -dijo uno-. Sólo el suelo se manchó de sangre.

Así que avanzamos hasta la barraca de vigilancia, donde encontramos, además de los cuatro cabal os, dos

arcabuces más, pólvora y bolas para los mismos, dos cuchil os de acero y dos espadas también de acero.

Encargué a dos hombres que quitasen de los cuerpos de los soldados las armaduras y el resto del atuendo,

que estaba sin tacha excepto por la suciedad, arraigada profundamente, y el sudor incrustado que era de

esperar en los sucios españoles. Felicité a los seis guerreros que habían matado a los soldados y a los

exploradores que los habían encontrado, y les dije a esos exploradores que siguieran por delante de

nosotros igual que antes. Luego ordené l amar a nuestros dos hombres blancos, Uno y Dos, para que se

presentasen ante mí.

-Tengo unos presentes para vosotros -les dije-. No sólo mejores ropas que esos andrajos que l eváis

puestos, sino también yelmos de acero, armaduras y botas sólidas.

-Por Dios, capitán John, te estamos muy agradecidos -me indicó Uno-. Viajar a pie ya resulta bastante duro

para nuestras viejas piernas acostumbradas a la mar, no digamos ya tener que hacerlo descalzos.

Tomé aquel idioma de ganso como una queja por tener que ir caminando y añadí:

-Si sabéis montar a cabal o, ya no será necesario que caminéis más.

-Si fuimos capaces de cabalgar sobre los restos del naufragio hasta los arrecifes de la isla de la Tortuga

-intervino Dos-, yo diría que podemos montar cualquier cosa.

-¿Me permitirías preguntarte, capitán, cómo es que nos equipas a nosotros con tanto lujo en lugar de

hacerlo con alguno de tus compañeros importantes? -preguntó Uno.

-Porque, cuando l eguemos a Tonalá, vosotros dos vais a ser mis topos.

-¿Topos, capitán?

-Ya os lo explicaré cuando l egue el momento. Ahora, mientras los demás seguimos avanzando, vosotros

poneos esos uniformes, sujetaos las espadas, subios a los cabal os que dejo para vosotros y dadnos

alcance en cuanto podáis.

-Sí, sí, señor.

De manera que Nocheztli y yo de nuevo teníamos sil as cómodas, y los dos cabal os de repuesto los utilicé

como animales de carga para aliviar a varios de mis guerreros de la pesada carga que transportaban. El

siguiente acontecimiento de cierta notoriedad ocurrió unos días más tarde, y esta vez mis exploradores

aztecas no me previnieron de el o. Nocheztli y yo cabalgábamos por una sierra baja y nos encontramos

mirando a unas cabañas de barro apiñadas en la oril a de una charca bastante grande. Cuatro de nuestros

exploradores se encontraban al í bebiendo el agua que les daban los aldeanos y fumando sociablemente

poquieltin en su compañía. Levanté una mano para detener la columna que avanzaba detrás de mí y le pedí

a Nocheztli:

-Convoca a todos tus cabal eros y oficiales jefes y reunios conmigo al í.

Vio la expresión de mi cara y sin decir palabra volvió hasta el lugar donde se encontraba la comitiva

mientras yo bajaba cabalgando hasta el pequeño poblado.

Me incliné desde el cabal o y le pregunté a uno de los exploradores:

-¿Quiénes son estas personas?

La expresión y el tono que utilicé lo hicieron tartamudear ligeramente.

-Sólo.., sólo son simples pescadores, Tenamaxtzin.

Y le hizo señas al más anciano de los hombres presentes para que se acercase.

El viejo aldeano se me acercó con cautela, temeroso de mi cabal o, y se dirigió a mí con tanto respeto como

si hubiera sido un español montado a cabal o. Hablaba la lengua de los kuanáhuatas, que es una lengua lo

bastante parecida al náhuatl como para que yo pudiera entenderla.

-Mi señor, como estaba diciéndole a tu guerrero aquí presente, vivimos de pescar en esta charca. Sólo

somos unas cuantas familias, y hacemos lo mismo que han hecho nuestros antepasados desde la época

anterior al tiempo.

-¿Por qué vosotros? ¿Por qué aquí?

-En esta charca vive un pescado blanco pequeño y delicioso que no puede encontrarse en otras aguas.

Hasta hace muy poco, ha sido la mercancía con la que comerciábamos con los otros poblados

kuanáhuatas. -Hizo un gesto vago con la mano hacia el este-. Pero ahora hay hombres blancos... al sur, en

Tonalá. El os también aprecian este pescado único, y podemos cambiarlo por ricas mercancías como nunca

antes hemos...

Se interrumpió y miró algún punto detrás de mí mientras Nocheztli y sus oficiales se detenían, maquáhuime

en mano, en un amenazador círculo alrededor del grupo de cabañas. Los demás habitantes del poblado se

apretujaron unos contra otros, y los hombres rodearon con el brazo en un gesto protector a las mujeres y a

los niños. Hablé por encima del hombro:

-Cabal ero Nocheztli, da la orden de matar a estos cuatro exploradores.

-¿Qué? Tenamaxtzin, son cuatro de nuestros mejores...

Pero se interrumpió cuando volví la mirada hacia él y, obedeciendo, les hizo un gesto con la cabeza a los

oficiales más cercanos. Antes de que los asombrados e incrédulos exploradores pudieran moverse o emitir

un sonido de protesta, ya los habían decapitado. El viejo y los aldeanos miraron con horror los cuerpos que

habían caído al suelo, donde se contorsionaban, y las cabezas separadas, cuyos ojos parpadeaban como

sin dar todavía crédito a su sino.

-No habrá más hombres blancos para que comerciéis con el os -le dije al viejo-. Marchamos contra Tonalá

para aseguramos de que así sea. Cualquiera de vosotros que desee venir con nosotros y ayudarnos a

masacrar a esos hombres blancos, puede hacerlo y es bienvenido. Y a todo el que no lo haga se le dará

muerte aquí mismo, en el sitio donde estéis.

-Mi señor -me suplicó el viejo-. Nosotros no tenemos nada en contra de los hombres blancos. Han estado

comerciando con nosotros de un modo justo. Desde que l egaron aquí, hemos prosperado más que...

-Ya he oído ese argumento demasiadas veces antes -le interrumpí-. Lo diré sólo una vez más. No habrá

hombres blancos, sean comerciantes justos o cualquier otra cosa. Ya habéis visto lo que he hecho con mis

propios hombres, con estos que se tomaron mis palabras demasiado a la ligera. Aquel os de vosotros que

vayáis a venir, venid ahora.

El viejo se volvió hacia su gente y extendió los brazos en un gesto de impotencia. Varios hombres y algunos

muchachos, junto con dos o tres de las mujeres más robustas, una de las cuales l evaba de la mano a su

niño, se adelantaron e hicieron el gesto de besar la tierra ante mí.

El viejo movió con tristeza la cabeza y dijo:

-Aunque yo no fuera demasiado anciano para pelear e incluso para caminar a paso de marcha, no me

avendría a abandonar este lugar, que es el de mis padres y el de los padres de mis padres. Haz conmigo lo

que quieras.

Lo que hice fue cortarle la cabeza con mi propia espada de acero. Al ver aquel o los demás hombres y los

muchachos de la aldea se apresuraron a adelantarse y a hacer el gesto tialqualiztli. Lo mismo hicieron la

mayoría de las mujeres y de las muchachas jóvenes. Sólo otras tres o cuatro hembras, que tenían en

brazos a bebés o niños pequeños agarrados con fuerza a las faldas permanecieron donde estaban.

-Tenamaxtzin -dijo la oficial Mariposa de cara de coyote con una solicitud que nunca me hubiera esperado

de el a-, esto son mujeres y niñitos inocentes.

-Tú ya has matado a otros exactamente iguales a éstos -le recordé.

-¡Pero aquel os eran españoles!

-Estas mujeres pueden hablar. Estos niños pueden señalar. No quiero dejar testigos con vida. -Le arrojé a

el a mi espada de repuesto, una maquáhuitl de filo de obsidiana que colgaba de una correa del pomo de la

sil a de montar, porque el a sólo l evaba un arcabuz-. Toma. Hazte idea de que son españoles.

Y así lo hizo, pero con torpeza, porque obviamente era reacia a hacerlo. De ahí que sus víctimas sufrieran

más de lo que habían sufrido los hombres; las mujeres se agazaparon al recibir los golpes que Mariposa

asestaba, por lo que ésta se vio obligada a golpearlas más veces de lo que hubiera sido necesario. Cuando

Mariposa hubo terminado, la sangre copiosamente derramada había chorreado desde la oril a y teñía el

agua de rojo en el borde de la charca. A los aldeanos que se habían rendido a mí -que gemían todos, se

arrancaban los cabel os y se rasgaban los mantos- se los condujo como si fueran un rebaño y fueron

colocados entre nuestro contingente de esclavos. Ordené que se los vigilase estrechamente, no fuera a ser

que intentaran escapar.

Habíamos recorrido una distancia considerable desde aquel lugar antes de que Nocheztli reuniese el valor

suficiente para volver a hablarme. Por fin se aclaró la garganta con nerviosismo y me comentó:

-Esas personas eran de nuestra propia raza, Tenamaxtzin. Los exploradores eran hombres de nuestra

propia ciudad.

-Los habría matado aunque hubieran sido mis propios hermanos. Te concedo que ha sido a costa de cuatro

buenos guerreros, pero te prometo que, de hoy en adelante, ni un solo hombre de nuestro ejército se

comportará nunca de forma negligente con respecto a mis órdenes, como hicieron esos cuatro.

-Eso es cierto -admitió Nocheztli-. Sin embargo, esos kuanáhuatas a los que ordenaste matar... ni se te

habían opuesto ni te habían enojado...

-En el fondo estaban tan confabulados con los españoles y dependían tanto de el os como Yeyac. Así que

les he dado a elegir lo mismo que a los guerreros de Yeyac: unirse a nosotros o morir. Y el os han elegido.

Mira, Nocheztli, tú no te has beneficiado de las enseñanzas cristianas como hice yo en mis tiempos más

jóvenes. A los sacerdotes les gustaba contarnos cuentos de los anales de su religión. En particular los

divertía relatar las ocurrencias y dichos de un pequeño dios que tienen que se l ama Jesucristo. Recuerdo

bien uno de esos dichos de ese dios: "Aquel que no está conmigo, está contra mí."

-Y tú no deseabas dejar ningún testigo de nuestro paso, eso ya lo comprendo, Tenamaxtzin. Sin embargo,

debes saber que con el tiempo, inevitablemente, los españoles van a tener noticia de nuestro ejército y de

nuestras intenciones.

o-Ayyo, ya lo creo que sí. Y quiero que sea así. Tengo planeado amenazarlos y hacerles sufrir con el o.

Pero quiero que los hombres blancos sepan sólo lo suficiente como para mantenerlos en la incertidumbre,

en la aprensión, en el terror. No deseo que sepan cuántos somos, cuál es la fuerza de nuestro armamento,

cuál es nuestra posición en ningún momento ni el rumbo de nuestra marcha. Quiero que los hombres

blancos se sobresalten y se asusten cada vez que oigan un ruido inesperado, que retrocedan ante la vista

de cualquier cosa que no les resulte familiar, que se vuelvan desconfiados de cada extraño que vean, que

les entren calambres en el cuel o de tanto volverse a mirar por encima del hombro. Que nos consideren

espíritus malignos, incontables, imposibles de hal ar, y que consideren que es probable que ataquemos por

aquí, por al á, por cualquier parte. No debe haber testigos que puedan contarles algo diferente.

Unos cuantos días después, uno de nuestros exploradores se acercó trotando desde el horizonte por el sur

para decirme que la ciudad de Tonalá estaba ya al alcance, aproximadamente a cuatro largas carreras de

distancia. Me explicó que sus compañeros exploradores estaban en aquel os momentos rodeando con

cautela las afueras de la ciudad para determinar la extensión de la misma. Lo único que pudo decirme, a

partir de sus propias y breves observaciones, fue que Tonalá parecía constar en su mayor parte de

construcciones recién hechas y que no había tubos de trueno visibles guardando su perímetro.

Detuve la columna y di órdenes para que los contingentes se esparcieran en campamentos separados,

como habían hecho en Chicomóztotl, y para que se preparasen para permanecer acampados un tiempo

mayor que una sola noche. También mandé l amar a Uno y a Dos y les dije:

-Tengo otro regalo para vosotros, señores. Nocheztli y yo vamos a prestaros nuestros cabal os, que están

ensil ados, durante algún tiempo.

-Bendito seas, capitán John -habló Dos mientras dejaba escapar un suspiro de todo corazón-. Del infierno,

Hulí y Halifax, líbranos, Señor.

-Miles fanfarroneó diciendo que podríamos montar cualquier cosa -apuntó Uno-, pero, válgame Dios, no

contábamos con cabalgar en la sil a alemana. Nos duelen tanto las nalgas que parece que nos hubieran

azotado y nos hubieran pasado por debajo de la quil a durante todo el camino hasta aquí.

No pedí explicaciones de aquel parloteo de ganso, sino que me limité a darles instrucciones.

-La ciudad de Tonalá está por al í. Este explorador os guiará hasta el a. Seréis mis topos a cabal o. Otros

exploradores están rodeando la ciudad, pero yo quiero que sondeéis el interior. No entréis hasta que

anochezca, pero tratad de aparentar que sois altivos soldados españoles y rondad por al í lo máximo

posible. Traedme, lo mejor que podáis, una descripción del lugar: un cálculo de su población, tanto blanca

como de otras razas, y, sobre todo, un cálculo bien hecho de los soldados que hay al í.

-Pero ¿y si nos desafían, John British? -me preguntó Uno-. Apenas si podemos pronunciar una palabra, y

mucho menos un santo y seña. -Se tocó la espada, que l evaba envainada al cinto-. ¿Les hacemos probar

nuestro acero?

-No. Si alguien se dirige a vosotros, simplemente guiñad el ojo de forma impúdica y l evaos un dedo a los

labios. Como os estaréis moviendo sin hacer ruido y en la oscuridad, supondrán que os dirigís

clandestinamente a ver a vuestra maátime.

-¿Nuestra qué?

-Un burdel para soldados. Una casa de putas baratas.

-¡A la orden, señor! -dijo Dos con entusiasmo-. ¿Y podemos hacer cosquil as a los conejitos mientras

estamos al í?

-No. No tenéis que pelear ni ir de putas. Tan sólo debéis entrar en la ciudad, dar una vuelta por el a y luego

regresar aquí. Ya tendréis tiempo de blandir vuestro acero al asaltar el lugar, y cuando la hayamos tomado

dispondréis de hembras de sobra para que retocéis con el as.

Por la información que trajeron los exploradores, incluidos Uno y Dos, quienes dijeron que su presencia al í

y el hecho de merodear no habían suscitado comentario alguno, me hice una representación mental de

Tonalá. Era más o menos del mismo tamaño que Compostela, y más o menos igual de poblada. Sin

embargo, al contrario que Compostela, no había crecido alrededor de un asentamiento nativo ya existente,

sino que al parecer había sido fundada por españoles recién l egados al í. Así que, salvo por las

acostumbradas barracas de las afueras para albergar a los criados y a los esclavos, habían construido

residencias consistentes de adobe y madera. También había, igual que en Compostela, dos macizas

estructuras de piedra: una iglesia pequeña, todavía no agrandada para ser la catedral del obispo, y un

palacio modesto para los despachos de gobierno y barracones para los soldados.

-Sólo soldados suficientes para mantener la paz -me comunicó Uno-. Repartidores, bedeles, alguaciles y

otros por el estilo. Llevan arcabuces y alabardas, sí, pero en realidad no son hombres de combate. Miles y

yo sólo vimos a tres, además de nosotros, que fueran a cabal o. Nada de artil ería por ninguna parte. Yo

diría que la ciudad cree que está tan adentrada en Nueva España que no corre riesgo de que la asedien.

-Puede que haya cuatro mil personas en total -me indicó Dos-. La mitad de el os españoles; vaya, con

aspecto gordo, grasiento y gandul.

-Y la otra mitad son sus esclavos y criados -añadió Uno-. Muy mezclados: indios, negros y mestizos.

-Gracias, señores -les dije-. Ahora volveré a quedarme con los dos cabal os ensil ados. Confío en que

cuando asaltemos la ciudad tendréis la suficiente iniciativa para procuraros vuestras propias sil as.

Luego me senté y me quedé cavilando durante un rato antes de mandar l amar a Nocheztli para decirle:

-Sólo necesitaremos una pequeña parte de nuestras fuerzas para tomar Tonalá. Primero, creo yo, nuestros

guerreros yaquis, porque su salvajismo en estado puro ser lo más aterrador para los blancos. Además

emplearemos todos nuestros hombres equipados con arcabuces, y todas las mujeres purepes armadas con

granadas, y un contingente de nuestros mejores guerreros aztecas. El resto de nuestras fuerzas, la mayor

parte, permanecerán acampadas aquí, invisibles para la gente de la ciudad.

-Y aquel os que ataquemos, Tenamaxtzin, ¿lo haremos juntos?

-No, no. En cualquier ataque hay que enviar por delante a las mujeres; que l even las granadas y fumen sus

poquieltin, y que rodeen a escondidas la ciudad a una distancia prudencial para así poder acechar al otro

extremo de la misma, bien ocultas. El asalto empezará cuando yo dé la orden, y luego sólo atacarán los

yaquis, desde este lado de la ciudad; avanzarán abiertamente sobre la ciudad y harán tanto ruido como

puedan, un ruido capaz de helar la sangre. Eso atraerá a los soldados españoles hacia esta parte de la

ciudad, pues creerán que los está atacando alguna tribu pequeña con el pecho desnudo y armada con

cañas a la cual se puede hacer frente con facilidad. Cuando los soldados acudan corriendo, nuestros yaquis

se retirarán, como si huyeran presas del susto y la consternación. Mientras tanto, haz que todos los

guerreros con palos de trueno se desplieguen en línea, también a este lado de la ciudad, y que se agachen

para quedar ocultos. En cuanto los yaquis en su huída hayan pasado por donde el os se encuentran y vean

con claridad a los españoles, han de levantarse, apuntar y descargar las armas. Eso abatirá a tantos

soldados que los yaquis podrán darse de nuevo media vuelta y acabar con los supervivientes. Al mismo

tiempo, cuando las mujeres purepes oigan el ruido de los truenos, entrarán corriendo en la ciudad desde

aquel extremo más alejado y comenzarán a lanzar las granadas dentro de todas las moradas y edificios.

Nuestra fuerza de guerreros aztecas, guiados por ti, por mí mismo y por nuestros dos hombres montados,

seguirán a los yaquis al interior de la ciudad y al í matarán a su antojo a los hombres blancos residentes.

¿Qué te parece este plan, cabal ero Nocheztli?

-Ingenioso, mi señor. Eminentemente práctico. Y divertido.

-¿Crees que tú y tus suboficiales podréis comunicar esas instrucciones de modo que todo el mundo

comprenda cuál es su papel? ¿Incluso los yaquis?

-Creo que sí, Tenamaxtzin. El plan no es muy complicado. Pero puede que tardemos un buen rato en hacer

las gesticulaciones necesarias y en dibujar los diagramas en la tierra.

-No hay prisa. La ciudad parece estar muy tranquila en lo referente a su seguridad. De manera que, a fin de

darte tiempo para que puedas impartir esas instrucciones, no l evaremos a cabo el asalto hasta el

amanecer de pasado mañana. Ahora, dos instrucciones más, Nocheztli, o mejor dicho, dos restricciones.

Naturalmente, será inevitable alguna muerte innecesaria producida al azar. Pero en la medida de lo posible,

quiero que nuestros guerreros sólo maten hombres blancos; deseo que respeten la vida a las hembras

blancas y a los esclavos, varones y hembras, cualquiera que sea su color.

Nocheztli pareció algo sorprendido.

-¿Vas a dejar testigos vivos esta vez, mi señor?

-A las mujeres blancas las dejaremos con vida sólo el tiempo suficiente para que nuestros guerreros hagan

libre uso de el as. Es la acostumbrada recompensa para los vencedores. Esas mujeres a lo mejor no

sobrevivirán a tal sufrimiento, pero toda aquel a que sobreviva será después piadosamente ejecutada. En

cuanto a los esclavos, aquel os que elijan unirse a nuestras filas podrán hacerlo. Los demás pueden

quedarse y heredar las ruinas de Tonalá, me da lo mismo.

-Pero, Tenamaxtzin, en cuanto nos hayamos marchado de nuevo podrán disgregarse por toda Nueva

España, y los que sean leales a sus antiguos amos podrán dar el grito de aviso a los demás españoles.

-Déjalos. No pueden dar un informe exacto de nuestro número y fuerza. Tuve que matar a aquel os

pescadores de Kuanáhuata porque, a causa del descuido de nuestros propios exploradores, habían visto

nuestras fuerzas. Nadie aquí en Tonalá habrá visto más que unos cuantos de nosotros.

-Eso es cierto. ¿Tienes algo más que ordenar, mi señor?

-Sí, una cosa más. Diles a las mujeres purepes que no malgasten sus granadas en los dos edificios de

piedra de la ciudad, la iglesia y el palacio. Al í las granadas no pueden causar excesivos daños. Además,

tengo un buen motivo para querer l evar a cabo yo personalmente la toma de esos dos edificios. Y ahora

vete. Comienza los preparativos.

El asalto inicial a Tonalá fue tal como yo lo había planeado, excepto por un breve impedimento, que yo

mismo debí haber previsto y haber tomado precauciones al respecto. Nocheztli, Uno, Dos y yo estábamos

sentados en nuestras monturas en un pequeño promontorio desde el que había una buena vista de la

ciudad; observábamos cómo los guerreros yaquis hormigueaban por las afueras del barrio de los esclavos

con las primeras luces del alba mientras proferían estridentes e inhumanos gritos de guerra y agitaban con

ferocidad los bastones de guerra y las lanzas de tres puntas. Como yo había ordenado, causaban más

ruido que estragos, pues sólo mataron (como supe después) a unos cuantos esclavos que se despertaron

sobresaltados y, valiente pero temerariamente, trataron de defender a sus familias y se interpusieron de

forma deliberada en el camino de los yaquis.

Como yo había previsto, los soldados españoles acudieron corriendo, algunos cabalgando al galope, desde

el palacio de su guarnición y desde sus diferentes puestos para converger en el escenario de la acción.

Algunos de el os todavía se estaban poniendo con dificultad la armadura mientras acudían, pero todos iban

armados. Y cumpliendo mis órdenes, los yaquis se vinieron abajo ante el os y se retiraron al terreno abierto

que había en este lado de la ciudad. Pero andaban con afectación hacia atrás al huir, de cara a los

soldados, con gritos de desafío, agitando las armas en actitud amenazadora. Tal despliegue de descaro les

costó la vida a algunos, porque los españoles, aunque habían sido cogidos desprevenidos y sin preparar, al

fin y al cabo eran soldados. Formaron líneas, se arrodil aron, apuntaron cuidadosamente con sus arcabuces

y los descargaron con la suficiente exactitud como para abatir a varios yaquis antes de que los demás

dejasen de hacer posturas, dieran media vuelta y echaran a correr hacia la seguridad que proporciona la

distancia. Eso dejó el campo despejado para mis arcabuceros, y los vimos a todos, que eran noventa y

cuatro, salir de sus escondites, apuntar y, a la orden del cabal ero que los mandaba, descargar las armas

simultáneamente.

Aquel o fue muy efectivo. Un buen número de los soldados de a pie cayeron y otros cuantos fueron abatidos

de las sil as de los cabal os. Incluso a la distancia a la que nos encontrábamos, vi el remolineo confuso de

los atónitos españoles que habían sobrevivido a aquel a tormenta de plomo. Sin embargo, entonces fue

cuando se produjo el impedimento de que he hablado. Mis arcabuceros habían empleado sus armas con

tanta eficiencia como hubieran podido hacerlo los soldados españoles... pero lo habían hecho todos a la

vez. Y ahora, también todos a la vez, tenían que volver a cargar las armas. Como yo bien sabía, y hubiera

debido tenerlo en cuenta, ese proceso requiere algún tiempo, incluso para los hombres más aptos y

expertos.

Los españoles no habían disparado todos sus arcabuces a la vez, sino esporádicamente, a medida que lo

permitían los blancos y las oportunidades, y de ahí que la mayoría tuviera las armas cargadas aún. Mientras

mis arcabuceros permanecían de pie, desarmados, apretando la pólvora y las bolitas de plomo dentro de

los tubos de los palos de trueno, preparando las cazoletas, rebobinando los cerrojos de las ruedas y

amartil ando las garras de gato, los españoles recuperaron la compostura y la disciplina suficientes para

reanudar aquel os disparos esporádicos pero mortales. A muchos de mis arcabuceros los alcanzaron, y casi

todos los demás se agacharon o cayeron de plano en el suelo, posiciones en las cuales el proceso de

recargar las armas tuvo más impedimentos, motivo por el que se demoró aún más.

Lancé una maldición en voz alta en varios idiomas y le ladré a Nocheztli:

-¡Envía al í de nuevo a los yaquis! El hizo un amplio gesto con el brazo y los yaquis, que habían estado

vigilantes, esperándolo, se lanzaron de nuevo y adelantaron a nuestra línea de arcabuceros, que ahora

estaban desconcertados. Como habían visto caer a sus compañeros durante el primer ataque, los yaquis

esta vez iban realmente con sed de venganza, y ni siquiera desperdiciaban aliento en proferir gritos de

guerra. Unos cuantos más cayeron bajo el plomo español según avanzaban, pero todavía quedaron

muchos para mezclarse con los españoles, acuchil arlos y aporrearlos con saña. Yo estaba a punto de dar

la orden de que nosotros cuatro, los que íbamos a cabal o, atacásemos, con nuestros aztecas detrás de

nosotros, cuando Uno alargó la mano desde su cabal o para cogerme por el hombro y me dijo:

-Perdona, John British, si tengo la presunción de darte un pequeño consejo.

-¡Por Huitzli, hombre! -le contesté con un gruñido-. Este no es momento para...

-Ser mejor que lo haga ahora, capitán, mientras tenga vida para hablar y tú para oírme -me contradijo él.

-¡Adelante, entonces! Dilo!

-Yo... servidor no distingue un extremo del arcabuz del otro, pero he transportado a bordo de la marina de

su majestad soldados una o dos veces y los ha visto en acción. Lo que quiero decir es que no todos

disparan a la vez, como han hecho tus hombres. Forman en tres filas paralelas. La primera fila dispara, y

luego retrocede mientras la segunda fila apunta. Cuando la tercera fila ha disparado, la primera ha vuelto a

cargar las armas y está dispuesta para disparar de nuevo.

Había palabras de ganso en aquel discurso, pero comprendí con presteza el sentido del mismo y dije:

-Humildemente te pido perdón yo a ti, señor Uno. Perdóname por haberte hablado con brusquedad. El

consejo es sólido y bienvenido, y lo seguiré siempre desde el día de hoy. Beso la tierra para jurarlo. Y

ahora, señores, Nocheztli... -Agité el brazo con el que sostenía la espada para poner a la carrera a los

aztecas-. Si caéis, caed hacia adelante!

29

El aspecto mas memorable de cualquier batal a, y después de haber experimentado ahora ya muchas de

el as puedo decirlo con autoridad, es la conmoción y la confusión que causan. Pero de ésta, mi primer

combate importante con el enemigo, tengo unos cuantos recuerdos más claros.

Mientras los cuatro jinetes cruzábamos con estruendo el campo abierto y nos adentrábamos en la refriega,

sólo unas cuantas bolas de plomo extraviadas pasaron volando inofensivas junto a nosotros, porque los

soldados españoles estaban muy ocupados con los yaquis que había entre el os. Luego, cuando nosotros,

los nuevos atacantes, también l egamos junto a el os, recuerdo vivamente los sonidos de aquel encuentro,

aunque no tanto el estruendo del choque de las armas como el clamor de voces. Nocheztli y yo, y todos los

aztecas que nos seguían, íbamos lanzando los tradicionales gritos de guerra de diversos animales salvajes.

Pero los españoles gritaban el nombre de su santo de la guerra, "Por Santiago!", y vi sorprendido que al

parecer nuestros dos hombres blancos, Uno y Dos, hacían lo mismo. Rugían lo que a mí me sonaba como

algo parecido a "For Harry and Saint George!", aunque yo nunca había oído hablar, ni siquiera en mis días

de escolarización cristiana, de ningún santo l amado Harry o George.

Desde dentro de la ciudad se oían otros sonidos a lo lejos, algunos cortantes como el estal ido de un trueno,

otros meros golpes apagados; eran los estal idos de las granadas de arcil a que estaban empleando

nuestras mujeres guerreras. Sin duda, a los oficiales españoles les hubiera gustado sacar a algunos de sus

hombres del combate de esta parte de la ciudad y enviarlos a enfrentarse a aquel os truenos inexplicables.

Pero perdieron toda esperanza de hacerlo porque, al í mismo, sus hombres ya eran superados en número y

luchaban denodadamente para salvar sus vidas. Ni la lucha ni sus vidas duraron mucho.

Si existen seres como los santos Harry y George, éstos prestaron a sus seguidores una fuerza en el brazo

mayor que la que Santiago les proporcionó a los suyos. Uno y Dos, aunque un poco inseguros a causa de

las sil as y de los estribos, asestaban tajos a diestro y siniestro desde lo alto de sus monturas de manera

tan incansable, inmisericorde y mortal como lo hacíamos Nocheztli y yo. Los cuatro golpeábamos a los

soldados en la garganta y en el rostro, los únicos lugares vulnerables que quedaban entre los yelmos y las

corazas de acero, y lo mismo hacían nuestros guerreros aztecas, que blandían maquáhuime de obsidiana.

A pesar de todo los guerreros yaquis no tenían que ser tan precisos al apuntar. En aquel combate cuerpo a

cuerpo habían dejado caer al suelo las lanzas largas, que eran muy difíciles de manejar, y agitaban de una

forma indiscriminada los bastones de guerra. Un golpe en la cabeza de un oponente hendía el yelmo lo

suficiente como para que el cráneo cediese bajo el mismo. Un golpe al cuerpo de un oponente igualmente

hendía la coraza, de manera que el que la l evaba moría a causa de las fracturas de huesos y órganos

aplastados o, lo que producía mayor sufrimiento, asfixiados, con el pecho incapaz de expandirse para

respirar.

Durante todo aquel torbel ino, otras personas maniobraban entre nosotros o corrían a nuestro alrededor,

presas del pánico, esforzándose por salir de la zona del conflicto; y también se podían ver muchos otros,

más lejos, que igualmente huían de la ciudad y se adentraban en campo abierto. Ninguno de el os l evaba

armadura ni uniforme, y la mayoría iban vestidos a duras penas, pues habían saltado directamente de los

jergones en los que estaban pasando la noche. Eran los habitantes esclavos de aquel barrio que nosotros

habíamos elegido para atacar, o al menos lo eran la mayoría de el os. El tumulto, naturalmente, había

despertado a toda la ciudad de Tonalá, de modo que, entre los fugitivos, había bastantes hombres, mujeres

y niños españoles, también mal vestidos, que obviamente y sin vergüenza alguna esperaban que se los

confundiera con los esclavos y se los dejase marchar libremente. Pero pocos de el os lograron escapar.

Nosotros, los intrusos, permitimos el paso a los que eran de nuestro mismo color o más oscuros, pero a

toda persona de piel blanca, de cualquier sexo o edad, que se pusiera a nuestro alcance le cortábamos la

cabeza al instante, la acuchil ábamos o la golpeábamos hasta morir. Muy a mi pesar, dos cabal os de los

españoles también resultaron muertos, aunque no era ese nuestro propósito, y otros cuatro o cinco

vagaban nerviosos por al í sin jinete, con los ojos desorbitados, los orificios nasales muy abiertos y tratando

de expulsar por el os los olores a sangre y a humo de pólvora.

Cuando el último oficial, soldado o fingido esclavo estuvo tendido en el suelo muerto o agonizando, mis tres

camaradas montados se adentraron en las cal es de la ciudad seguidos de los guerreros aztecas, que

aul aban sin parar detrás de el os. Permanecí en el escenario de aquel primer combate durante un breve

espacio de tiempo, y en parte lo hice para contar nuestras bajas. Eran en realidad muy pocas si las

comparábamos con las pérdidas españolas. Y los esclavos de nuestra compañía que habían sido

destacados como sanitarios no tardarían mucho en l egar, bien para vendar las heridas de los guerreros a

los que se pudiera reanimar o para hundir una hoja de cuchil o que pusiera fin a sus penas en el cuerpo de

aquel os que se encontraban más al á de la ayuda que pudiera prestarles cualquier tícitl.

Pero lo que me retuvo principalmente en el escenario fue que los yaquis también se habían quedado, y

todos y cada uno de aquel os hombres estaba serrando con vigor en la cabeza de un cadáver español,

utilizando para el o el cuchil o que el soldado solía l evar al cinto cuando todavía estaba vivo. Cuando un

guerrero había cortado un círculo en la piel alrededor de la cabeza, desde la nuca, pasando por encima de

las orejas y de las cejas hasta l egar otra vez a la parte de atrás, a la nuca, sólo tenía que dar un súbito y

fuerte tirón y el cabel o, el cuero cabel udo y la piel de la frente se rasgaban y se desprendían, dejando al

cadáver coronado con sólo un amasijo en carne viva que rezumaba sangre. Luego, los yaquis se

precipitaban hacia otro cadáver y repetían la misma operación. Sin embargo, había algunos de los

españoles que habían caído al suelo que todavía no estaban muertos. Y éstos gritaban, gemían o se

convulsionaban cuando se producía el tirón, y en estos casos la pulpa desnuda de la cabeza sangraba

profusamente.

Al tiempo que lanzaba maldiciones con vehemencia hice avanzar a mi cabal o por entre aquel a carnicería,

apaleando a los guerreros yaquis con la parte plana de mi espada, señalando con el a en dirección a la

ciudad y gritándoles órdenes. Los guerreros yaquis se echaron atrás y comenzaron a gruñir en aquel feo

lenguaje suyo; supuse que tenían la costumbre de recoger las cabel eras del enemigo mientras los

cadáveres estaban todavía calientes, pues así resultaban fáciles de desprender. Pero hice todo lo que pude

para darles a entender, mediante gestos, que más adelante habría muchas cabel eras más, las suficientes

para adornar la falda de cada yaqui; lancé algunas maldiciones más y los apremié mediante gestos a que

avanzasen. Así lo hicieron, todavía gruñendo, aunque al principio avanzaban con lentitud, pero luego

echaron a correr como si de pronto se les hubiera ocurrido que otros de nuestro ejército pudieran estar ya

recogiendo las cabel eras de mejor calidad de la gente de la ciudad.

No me fue difícil seguir a los hombres que me habían precedido, porque parecía que habían ido sembrando

estragos por todas partes. Cualquier cal e por la que yo fuese, cualquier cruce por el que girase, por todas

partes yacían cadáveres, a medio vestir, ensangrentados, atravesados, acuchil ados o completamente

mutilados, despatarrados sobre los guijarros de las cal es o tendidos en el umbral de sus propios hogares.

Los residentes de algunas de aquel as casas no habían tenido tiempo de escapar, pero yo adivinaba que

había cuerpos dentro por la abundante sangre que se veía fluir por las puertas abiertas. Sólo en una

ocasión me tropecé con una persona blanca con vida en aquel as cal es asoladas. Se trataba de un hombre

que no l evaba puesto nada más que la ropa interior; sangraba por una herida que tenía en el cuel o y que

no había logrado matarle, y se me acercó corriendo, voceando como enloquecido. Sostenía en las manos,

sujetas por el pelo, tres cabezas cercenadas: una era de mujer, las otras dos se veían más pequeñas. No

parecía posible que esperase que yo pudiera entender su español, pero lo que voceaba, una y otra vez,

era:

-¡Estas cosas eran mi mujer y mis hijos!

No dije nada en respuesta, sino que piadosamente utilicé mi espada para enviarlo a reunirse con el os en el

otro mundo cristiano, cualquiera que fuese, adonde habían ido.

Al rato alcancé a los guerreros de a pie, yaquis y aztecas entremezclados, que entraban y salían a toda

prisa de las casas o perseguían a los que huían por cal es y cal ejones. Me complació ver que obedecían

mis instrucciones, o por lo menos tanto como yo esperaba que hicieran. A aquel os habitantes de Tonalá

que tenían la piel del mismo color que nosotros, o más oscura, se los dejaba en paz. Los yaquis ya no

perdían el tiempo en cortar cabel eras, sino que dejaban tirados los cadáveres mientras iban a matar más.

Sin embargo, mis instrucciones, aunque sólo fuera en un aspecto, no se estaban teniendo en cuenta, y era

en una cuestión que no me preocupaba demasiado. Yo había ordenado que se dejase con vida a las

mujeres blancas durante algún tiempo, pero los guerreros conservaban, y las conducían en manada delante

de el os, sólo a las mujeres y a las muchachas más lindas. Estas, desde luego, eran fáciles de distinguir,

porque pocas habían l evado encima alguna ropa, y ahora las habían desnudado del todo. Así que a las de

carnes fláccidas, a las flacas u obesas, a las mujeres viejas y arrugadas y a aquel as niñas que eran

demasiado jóvenes para tener el sexo definido se las estaba masacrando junto con sus padres, sus

maridos, sus hermanos y sus hijos.

A mis hombres ya no les sobraba aliento para lanzar gritos de guerra, sino que hacían aquel a selección y la

matanza consiguiente en silencio. Desde luego las víctimas no permanecían cal adas. Toda mujer blanca

viva suplicaba en voz alta, rezaba, gritaba, maldecía o l oraba; y lo mismo hacían los hombres, las viejas y

los niños, en la medida que podían. Los mismos sonidos de desesperación se oían procedentes de todas

direcciones... y también l egaban otros ruidos: el de las puertas al astil arse mientras se las forzaba; el de

algún ocasional estal ido de un arcabuz propiedad del amo de alguna casa cuando descargaba su único e

inútil proyectil; el de los continuos golpes y estal idos al azar, ahora ya no lejanos, de las granadas de

nuestras mujeres purepes, y el que producía alguna persona, heroicamente alocada, que se había puesto a

tañir la campana de la iglesia de la ciudad en un intento frenético, patético y tardío de dar la alarma. Volví mi

cabal o en la dirección de donde procedía el sonido de aquel a campana, pues sabía que tenía que provenir

del centro de la ciudad. A lo largo del camino hacia al í vi, además de a mis guerreros, que trabajaban

enérgicamente, y a sus víctimas, muchas casas, tiendas de comerciantes y tal eres que anteriormente

habían sido edificios bien construidos e incluso hermosos, pero que ahora no eran más que ruinas; estaban

irreparablemente hechos añicos o totalmente arrasados, y se veía bien a las claras que aquel o había sido

obra de las granadas de nuestras mujeres. En estos lugares había aún más cadáveres que se hacían

visibles entre los escombros, pero estaban tan destrozados y hechos jirones que difícilmente podrían

proporcionar cabel eras intactas para los yaquis. Me encontraba contemplando una casa muy hermosa que

había justo delante de mi, con toda seguridad la morada de algún alto dignatario español, y preguntándome

por qué no habría sido demolida, cuando oí un apremiante grito de aviso en la lengua poré:

-¡Ten cuidado, mi señor!

Detuve bruscamente mi cabal o.

Un instante después aquel a casa se abombó ante mí como los mofletes de un músico que toca una de

esas flautas de jarra l amadas "aguas de gorjeo", pero no hizo un sonido tan dulce. El ruido que produjo se

pareció más al del tambor l amado "tambor que arranca el corazón". Tuve un violento sobresalto, mi cabal o

se espantó y estuve a punto de caerme. La casa quedó envuelta en una tormentosa nube de humo, y

aunque estaba construida de forma demasiado sólida como para volar en pedazos, las puertas, postigos,

pedazos de muebles y otros contenidos inidentificables salieron disparados en esquirlas como los

relámpagos salen de esa nube tormentosa. Quiso la casualidad que a mi cabal o y a mí sólo nos alcanzase

un fragmento a cada uno, y no nos hicieron daño, pues se trataba de pedazos de carne de alguna persona.

Cuando dejaron de caer cosas alrededor, la mujer emergió del cercano cal ejón donde se había puesto a

cubierto. Se trataba de Mariposa, que venía transportando un saco de cuero lacio y fumándose un poquietl.

-Veo que haces un trabajo excelente -le dije-. Gracias por el aviso.

-Eran mis dos últimas granadas -repuso Mariposa mientras agitaba la bolsa para demostrármelo.

De la bolsa cayó un puñado de poquieltin enrol ados en junco. Me dio uno, lo encendí con el de el a y

estuvimos fumando como compañeros mientras se ponía junto a mi cabal o y continuábamos juntos el

camino sin prisas.

-Hemos hecho lo que ordenaste, Tenamaxtzin -me explicó-. Empleamos las granadas sólo en los edificios, y

hemos tratado de elegir los más grandes para destruirlos. Sólo dos veces hemos tenido que malgastar las

armas en matar a individuos. Dos soldados que iban a cabal o. No quedó gran cosa de el os.

-Es una lástima -le comenté-. Quiero l evarme todos los cabal os que podamos.

-Pues lo siento, Tenamaxtzin. No lo pude evitar. Se echaron sobre nosotras de repente, justo cuando dos de

mis guerreras estaban a punto de arrojar granadas encendidas por la ventana de una casa; los dos

soldados agitaban en el aire las espadas y gritaban.., supongo que decían que nos rindiéramos. Pero

nosotras no lo hicimos, claro está.

-Desde luego -convine-. Aunque yo no pretendía regañarte, Mariposa.

La campana de la iglesia continuó su inútil repique hasta que Mariposa y yo l egamos a la plaza abierta que

se encontraba enfrente de esa iglesia y del palacio contiguo, y sólo entonces el tañer cesó con brusquedad.

Mis arcabuceros habían l egado detrás de nosotros hasta el interior de la ciudad para acabar a tiros con

cualquiera que en su huida quedara fuera del alcance de nuestros guerreros de a pie, y uno de aquel os

hombres envió, muy limpiamente, una bola hacia arriba y le acertó al campanero de la pequeña torre que

se alzaba en lo alto de la iglesia. El español, que era un sacerdote vestido de negro o un fraile, salió

lanzado fuera del campanario, rebotó en el tejado inclinado y cuando chocó contra los guijarros de la plaza

ya estaba muerto.

-Por lo que alcanzo a saber -dijo el cabal ero Nocheztli mientras colocaba su cabal o salpicado de sangre

junto al mío-, pronto sólo quedarán tres hombres blancos todavía vivos en Tonalá. Están al í, en la iglesia;

son tres hombres desarmados. Eché un vistazo dentro y los vi, pero te los dejé a ti, mi señor, como

ordenaste.

Sus cabal eros y oficiales empezaron a agruparse a nuestro alrededor en espera de órdenes, y la plaza se

estaba l enando rápidamente de otras personas. Todo guerrero que no estuviera ocupado en otra cosa y en

otro lugar se dedicaba ahora a conducir a las mujeres y muchachas blancas dentro de aquel espacio

abierto, y se apresuraba a reclamar el favor que es la común celebración tradicional de los soldados tras

una victoria. Es decir, los hombres estaban violando violentamente a las hembras. Puesto que había más

hombres que mujeres y muchachas, y puesto que muchos hombres no tenían suficiente paciencia para

aguardar su turno, en algunos casos dos o tres guerreros utilizaban simultáneamente los distintos orificios

de una sola hembra. No hay que decir que aquel as mujeres y muchachas no paraban de gritar, suplicar y

protestar, y lo hacían a grandes voces. Pero estoy seguro de que aquel as víctimas hacían un ruido mucho

más horroroso y horrible que el que se haya oído nunca en ninguna escena semejante. Y eso era porque

las mujeres blancas, al tener todas abundante y lustroso cabel o largo, hacían que los yaquis se sintieran

más libidinosos de poseer sus cabel eras que de poseer cualquier otra parte de el as. Cada uno de los

yaquis que había arrastrado hasta al í a una mujer española la tiraba al suelo y le arrancaba la parte

superior de la cabeza antes de arrojarse sobre su cuerpo desnudo para ultrajarla. Otros yaquis, los que no

habían l evado consigo cautivas propias, correteaban por la plaza y cortaban las cabel eras de mujeres y

muchachas que estaban tumbadas en el suelo mientras otro hombre... o dos, o tres, las violaban.

A mí mismo me resultaba casi imposible mirar a aquel as hembras con la cabeza pelada, redonda, roja y

pulposa, por muy lindas, bien formadas y deseables que fueran en otros aspectos. Ni siquiera con los ojos

cerrados habría sido capaz de copular con una de el as, porque no hubiera habido manera de eliminar el

igualmente repelente hedor que desprendían. El olor de la sangre de las cabezas desgarradas ya era

bastante rancio, pero muchas de aquel as criaturas además estaban vaciando las vejigas y los intestinos de

tanto terror como sentían, y otras vomitaban a causa de lo que les habían introducido en la garganta.

-Agradezco a Cuticauri, el dios de la guerra, que las purepechas no nos dejemos crecer el pelo -comentó

Mariposa, que estaba al lado de mi estribo.

-¡Pues ojalá lo hicierais para poder dejaros calvas a todas, perras! -gruñó Nocheztli.

-¿Qué es esto? -pregunté sorprendido, porque de ordinario él era afable por naturaleza-. ¿Por qué vituperas

a nuestras meritorias mujeres guerreras?

-¿No te lo ha contado ésta, Tenamaxtzin? ¿No te ha contado lo de aquel os dos soldados a quienes

mataron de una manera tan incompetente?

Mariposa y yo lo miramos perplejos.

-A dos soldados blancos, sí -puntualicé-, que las sorprendieron mientras el as cumplían muy eficazmente

con su deber.

-Nuestros dos soldados blancos, Tenamaxtzin. Los hombres a quienes tú l amabas señor Uno y señor Dos.

-Yya ayya -murmuré con verdadera tristeza.

- ¿Eran nuestros aliados? -quiso saber Mariposa-. ¿Cómo íbamos a saberlo nosotras? Iban montados.

Llevaban armadura y tenían barba. Agitaban la espada. Y voceaban.

-¡Pues estarían dando gritos de ánimo, mujer torpe! -le gritó Nocheztli-. ¿Es que acaso no viste que los

cabal os estaban desensil ados?

Mariposa adoptó una expresión de pesar, pero se encogió de hombros.

-Atacamos al amanecer. No había muchas personas que fueran vestidas.

-Iban cabalgando delante de mi, así que me tropecé con sus restos justo después de que los hiciesen volar

en pedazos -me explicó Nocheztli con tristeza-. Ni siquiera pude distinguir a un hombre del otro. Realmente

habría sido difícil decir si los fragmentos eran de el os o de los cabal os.

-Tranquilo, Nocheztli -le dije mientras suspiraba-. Los echaremos de menos, pero seguro que bajas como

ésas se han de producir en cualquier guerra. Esperemos sólo que Uno y Dos estén ahora en su cielo

cristiano, si es ahí donde deseaban estar, con su Harry y su George. Y ahora volvamos al asunto de nuestra

guerra. Da órdenes de que los hombres, en cuanto hayan terminado de satisfacerse con las mujeres

capturadas, se desplieguen en abanico por la ciudad y la saqueen. Que rescaten todo lo que pueda sernos

de utilidad: armas, pólvora, plomo, armaduras, cabal os, ropa, mantas, cualquier cosa que pueda

transportarse. Cuando hayan acabado de vaciar las ruinas y los edificios supervivientes, que se ocupen de

prender fuego a la ciudad. No ha de quedar nada de Tonalá más que la iglesia y el palacio.

Nocheztli desmontó, se metió entre sus oficiales y les fue comunicando aquel as órdenes; después se dio la

vuelta hacia mí y me preguntó:

-¿Por qué, mi señor, vas a salvar estos edificios?

-Por una parte, porque no creo que ardan fácilmente -le contesté mientras desmontaba a mi vez-. Y no

podríamos hacer granadas suficientes para derribarlos. Pero principalmente los dejo para cierto amigo

español, un hombre blanco cristiano que es realmente bueno. Si sobrevive a esta guerra, tendrá algo

alrededor de lo cual construir de nuevo. Ya me ha comunicado que este lugar tendrá un nuevo nombre. Y

ahora, ven, vamos a echar un vistazo en el interior del palacio.

El piso inferior de aquel edificio de piedra había sido el barracón de los soldados, y como era de prever se

encontraba todo en desorden, puesto que sus habitantes habían salido en desbandada poco rato antes.

Subimos las escaleras y nos encontramos en una madriguera de habitaciones pequeñas, amuebladas con

mesas y sil as; algunas habitaciones estaban l enas de libros, otras estaban repletas de mapas colocados

en estantes o de documentos apilados. En una de el as había una mesa sobre la cual se encontraba un fajo

grueso de papel español, un tintero, un afilador de plumas y un jarro l eno de plumas de ganso. Al lado

había una pluma manchada de tinta y un papel, que sólo estaba escrito hasta la mitad, que el escriba que

hubiera estado trabajando al í el día anterior había dejado así. Me quedé observando aquel as cosas

durante unos instantes y después le dije a Nocheztli:

-Me dijiste que entre nuestro contingente de esclavos hay cierta muchacha que sabe leer y escribir en la

lengua española. Una mora o una mestiza, no me acuerdo. Vuelve ahora mismo al galope a nuestro

campamento, busca a esa muchacha y tráela aquí lo más de prisa que puedas. Además, envía a algunos

de nuestros hombres para que busquen cualquier cosa útil en las viviendas de los soldados de aquí abajo.

Yo os esperaré aquí a ti y a la muchacha después de que haya visitado la iglesia de aquí al lado.

La iglesia de Tonalá era tan modesta de tamaño y mobiliario como la que ocupaba por entonces el obispo

Quiroga en Compostela. Uno de los tres hombres que había en el a era un sacerdote, decentemente

vestido con el habitual atuendo negro; los otros dos tenían aspecto de comerciantes, gordinflones,

ridículamente vestidos con camisones y con la poca ropa que habían tenido tiempo de echarse encima. Los

dos se apartaron de mí y recularon acobardados hasta dar contra la barandil a del altar, pero el sacerdote

se adelantó con osadía empujando hacia mí una cruz de madera tal ada y balbuceando algo en esa lengua

de la Iglesia que yo había oído en las pocas misas a las que había asistido en otro tiempo.

-Ni siquiera otros españoles pueden entender ese tonto guirigay, padre -le dije con brusquedad-. Háblame

en alguna lengua que se entienda.

-¡Muy bien, renegado pagano! -me contestó el sacerdote con enojo-. Sólo estaba suplicándote, en el

nombre y en el lenguaje del Señor, que te vayas de estos recintos sagrados.

-¿Renegado? -repetí-. Pareces suponer que soy el esclavo huido de algún hombre blanco. Y no es así. Y

estos recintos son míos, están construidos en la tierra de mi pueblo. Yo estoy aquí para reclamarlos.

-¡Esto es propiedad de la Santa Madre Iglesia! ¿Quién te crees que eres?

-Sé quién soy. Pero tu Santa Madre Iglesia me puso el nombre de Juan Británico.

-¡Dios mío! -exclamó el sacerdote, horrorizado-. Entonces eres un apóstata! Un hereje! Peor que un

pagano!

-Mucho peor -le indiqué con complacencia-. ¿Quiénes son esos dos hombres?

-El alcalde de Tonalá, don José Osado Algarve de Sierra, y el corregidor, don Manuel Adolfo del Monte.

-Entonces son los dos ciudadanos más importantes de la ciudad. ¿Qué están haciendo aquí?

-La casa de Dios sirve de asilo. Es un refugio sagrado, e inviolable. Sería un verdadero sacrilegio que se les

hiciera daño aquí.

-¿Por eso se encogen de miedo detrás de tus faldas, padre, y abandonan a su gente a los extraños en

medio de la tormenta? ¿Incluso a sus seres queridos, quizá? Sea como sea, yo no comparto vuestras

supersticiones.

Di la vuelta alrededor de él y con mi espada apuñalé a cada uno de los hombres en el corazón.

-¡Esos señores eran altos y valiosos funcionarios de su majestad el rey Carlos! -exclamó el sacerdote.

-No me lo creo. Ninguna persona con majestad habría podido sentirse orgul oso de el os.

-¡Te lo suplico de nuevo, monstruo! Márchate inmediatamente de esta iglesia de Dios! Saca a esos salvajes

de esta parroquia de Dios!

-Lo haré -convine afablemente mientras me daba la vuelta para mirar por la puerta-. En cuanto se cansen

de el a.

El sacerdote se reunió conmigo a la puerta y dijo, esta vez en tono suplicante:

-En el nombre de Dios, hombre, algunas de esas pobres hembras de ahí no son más que niñas. Algunas

son monjas vírgenes. Las esposas de Cristo.

-Pues en breve se reunirán con su esposo. Espero que él se muestre tolerante con los deterioros que

encuentre en sus esposas. Ven conmigo, padre. Deseo que veas algo menos doloroso que esta visión.

Lo acompañé fuera de la iglesia y al í encontré, entre algunos otros de mis hombres que no estaban

ocupados de momento, al fiable iyac Pozonali.

-Pongo a este hombre bajo tu custodia, iyac -le dije-. No creo que pretenda hacer nada indebido. Limítate a

mantenerte a su lado para impedir que sufra algún daño por parte de ninguno de los nuestros.

Luego los conduje a los dos al interior del palacio, subí con el os a aquel a habitación de escribir, señalé al

documento parcialmente escrito y le ordené al sacerdote:

-Léemelo, si sabes hacerlo.

-Por supuesto que sé. No es más que un saludo respetuoso. Dice: "Al muy ilustre señor don Antonio de

Mendoza, virrey y gobernador de su majestad en esta Nueva España, presidente de la Audiencia y de la

Cancil ería Real..." Eso es todo. Evidentemente el alcalde estaba a punto de dictarle al escriba algún

informe o petición para enviársela al virrey.

-Gracias. Con eso basta.

-¿Y ahora vas a matarme a mí también?

-No. Y debes estar agradecido por el o a otro padre a quien conocí. Ya le he dado instrucciones a este

guerrero para que sea tu acompañante y protector.

-Entonces, ¿puedo marcharme? Hay algunos ritos que se han de otorgar a mis numerosos parroquianos

que han tenido la desgracia de abandonarnos, y poca compasión puedo darles.

-Vaya con Dios, padre -me despedí sin la menor intención irónica.

Le hice señas a Pozonali para que se fuera con él. Luego, simplemente, me quedé de pie y estuve

contemplando desde la ventana de aquel a habitación lo que seguía ocurriendo abajo, en la plaza. Algunos

fuegos empezaban a brotar en lugares más distantes de la ciudad y esperé a que Nocheztli regresara con

la muchacha esclava que sabía leer y escribir.

No era más que una niña, y desde luego no era mora, porque su piel tenía un color cobrizo algo más oscuro

que el mío y era demasiado bonita para tener mucha sangre negra en las venas. Pero obviamente era una

hembra mestiza de alguna clase, porque ésas tienen el cuerpo muy desarrol ado a una edad muy

temprana, y así lo tenía la muchacha. Supuse que debía de ser una de esas mezclas más complejas de las

que Alonso de Molina me había hablado en una ocasión (pardo, cuarterón o lo que fuera), y que eso

explicaba que hubiera recibido cierta educación. La primera prueba a la que la sometí fue hablarle en

español.

-Me han dicho que eres capaz de leer la escritura de los españoles.

La muchacha me entendió y respondió con respeto:

-Sí, mi señor.

-Entonces léeme esto.

Le señalé el documento que había sobre la mesa.

Sin tener que estudiarlo ni descifrarlo trabajosamente, leyó de inmediato y de forma fluida:

-"Al muy ilustrísimo señor don Antonio de Mendoza, visorrey é gobernador por su majestad en esta Nueva

España, presidente de la Audiencia y de la Chancel ería Real..." Aquí termina el escrito, mi señor. Si se me

permite decirlo, el escriba no era muy ducho en ortografía.

-Y también me han contado que además sabes escribir en esa lengua.

-Si, mi señor.

-Pues deseo que escribas algo para mí. Pero usa otro papel diferente.

-Desde luego, mi señor. Pero concédeme un momento para prepararme. Los materiales están secos.

-Mientras esperamos, Nocheztli -le dije a éste-, ve a buscar a ese sacerdote de la iglesia. Está ahí fuera, en

algún lugar entre la multitud, en compañía de nuestro iyac Pozonali. Tráeme aquí al sacerdote.

Mientras tanto la muchacha había colocado la pluma manchada del escriba a un lado, había sacado una

nueva del tarro y había utilizado el afilador de plumas para hacerle punta con habilidad; escupió con

delicadeza dentro del tintero, lo removió con la pluma nueva y por último dijo:

-Estoy preparada, mi señor. ¿Qué quieres que escriba?

Miré por la ventana y me quedé meditando brevemente. El día estaba ya oscureciendo, los fuegos eran

más numerosos y las l amas alcanzaban mayor altura; toda Tonalá estaría pronto en l amas. Me volví hacia

la muchacha y le dicté sólo unas cuantas palabras; lo hice con la suficiente lentitud para que el a hubiera

terminado de escribir casi al mismo tiempo que yo dejaba de hablar. Me acerqué y me incliné por encima de

su hombro, colocando el papel del escriba y el de el a uno al lado del otro. Naturalmente, yo no entendía

nada de ninguno de los dos, pero pude distinguir que la escritura de la muchacha era más clara y más

rotunda que las líneas de araña del escriba.

-¿Te lo leo otra vez, mi señor? -me preguntó tímidamente la muchacha.

-No. Aquí está el sacerdote. Que lo lea él. -Señalé el papel-. Padre, ¿puedes leer también esta escritura?

-Claro que puedo -repitió él, en esta ocasión con impaciencia-. Pero tiene poco sentido. Lo único que dice

es: "Todavía puedo verlo arder."

-Gracias, padre. Eso es lo que tenía que decir. Muy bien, muchacha. Ahora coge ese documento inacabado

y añade estas palabras al mismo: "No he hecho más que empezar" Luego escribe mi nombre, Juan

Británico. Y después añade mi verdadero nombre. ¿Sabes también hacer las palabras en imágenes de

náhuatl?

-No, mi señor, lo siento.

-Pues entonces ponlo en la escritura española lo mejor que puedas. Téotl-Tenamaxtzin.

La muchacha así lo hizo, aunque no con tanta rapidez, pues tuvo mucho cuidado de hacerlo todo lo

correcto y comprensible que pudo. Cuando hubo terminado sopló sobre el papel para secarlo antes de

dármelo. Se lo entregué al sacerdote y le pregunté.

-¿Todavía puedes leerlo?

El papel le temblaba entre los dedos y la voz le sonaba poco firme.

-Al muy ilustre... etcétera, etcétera. No he hecho más que empezar. Firmado, Juan Británico. Luego ese otro

nombre espantoso. Puedo distinguirlo, si, pero no sé pronunciarlo bien.

Hizo ademán de devolvérmelo, pero le dije:

-Quédate con el papel, padre. Era para el virrey. Y sigue siéndolo. Si encuentras a algún hombre blanco

vivo que pueda servir de mensajero, cuando lo encuentres haz que le entregue esto al muy ilustre

Mendoza, en la Ciudad de México. Hasta entonces limítate simplemente a enseñárselo a los demás

españoles que vengan hacia aquí.

El sacerdote salió, con el papel aún temblándole en la mano, y Pozonali se fue con él. A Nocheztli le

comenté:

-Ayuda a la muchacha a recoger y a atar este papel y los materiales de escribir para guardarlos a salvo. Les

voy a dar otro uso. Y a ti también, niña. Eres lista y obediente y lo has hecho extraordinariamente bien hoy

aquí. ¿Cómo te l amas?

-Verónica -dijiste tú.

30

Cuando abandonamos Tonalá la ciudad era un desierto humeante y en rescoldos, despoblada excepto por

el sacerdote y los pocos esclavos que habían elegido quedarse, y sólo los dos edificios de piedra quedaban

en pie y de una pieza. Cuando nos marchamos, nuestros guerreros tenían un aspecto muy l amativo, por no

decir ridículo. Los yaquis iban tan profusamente engalanados con faldas de cabel eras que cada hombre

parecía ir caminando sumergido hasta la cintura entre un montículo de cabel o humano ensangrentado. Las

mujeres purepes se habían apropiado de los vestidos más finos, sedas, terciopelos y brocados, de las

difuntas señoras españolas, de manera que (aunque algunas por ignorancia se habían puesto los vestidos

con la parte de delante hacia atrás) componían un enjambre de l amativo colorido. Muchos de los

arcabuceros y de los guerreros aztecas l evaban ahora corazas de acero encima de la armadura de

algodón acolchado. Desdeñaron hacerse con las botas altas del enemigo o con los cascos de acero, pero el

pil aje también había alcanzado el guardarropa de las mujeres españolas, por lo que ahora l evaban en la

cabeza lujosos gorros adornados con plumas y elaboradas mantil as de encaje. Todos nuestros hombres y

mujeres l evaban además balas y bultos fruto del saqueo: toda clase de cosas, desde jamones, quesos y

bolsas de monedas hasta esas armas que Uno había l amado alabardas, que son una combinación de

lanza, gancho y hacha. Nuestros sanitarios iban detrás para apoyar a aquel os de nuestros hombres que

habían resultado heridos de menos gravedad, y doce o catorce hombres conducían por las riendas a los

cabal os capturados, con riendas y ensil ados, sobre los cuales cabalgaban o iban colocados los heridos

que no podían caminar.

Cuando l egamos de regreso a nuestro campamento, se condujo a aquel os guerreros heridos a nuestros

ticiltin, que eran varios porque la mayoría de las tribus que componían nuestro ejército habían l evado

consigo por lo menos un médico nativo. Incluso los yaquis lo habían hecho así, pero como sus tíciltin lo

único que hubieran podido hacer para socorrer a los heridos habría sido poco más que cánticos

enmascarados, brincos y traqueteos de carraca, ordené que las bajas yaquis fueran también atendidas por

los médicos más ilustrados de otras tribus. Como habían hecho antes y harían siempre, los yaquis se

pusieron a gruñir con enojo por mi falta de respeto a sus sagradas tradiciones, pero como insistí con

firmeza tuvieron que ceder.

Esta no fue la única disensión que yo descubriría cuando mis fuerzas se congregaron de nuevo. Los

hombres y las mujeres que habían participado en la toma de Tonalá quisieron quedarse para si con todo el

botín que habían recogido al í, y se mostraron muy enfurruñados cuando ordené que los bienes se

distribuyeran, de la forma más equitativa posible, entre todo el ejército y también los esclavos. Pero ese

reparto forzoso no satisfizo al resto de la tropa que no había participado en la toma de la ciudad. Aunque

estaban al corriente desde el principio de los motivos que yo tenía para emplear en aquel a batal a sólo una

parte de las fuerzas de que disponía, parecía que ahora nos echaran en cara el éxito obtenido. Mascul aban

malhumorados que yo había sido injusto al dejarlos atrás, y que había mostrado una preferencia indebida

hacia mis "favoritos". Puedo jurar que incluso dejaron entrever que sentían envidia de las heridas que los

guerreros "favorecidos" habían traído a su regreso, y eso no había manera de que yo pudiera repartirlo

entre todos. Hice lo que pude con tal de apaciguar a los descontentos: les prometí que habría muchas más

batal as y victorias como aquél a, que, con el tiempo, todos los contingentes acabarían por tener la

oportunidad de adquirir gloria, botín y heridas.., e incluso de morir de alguna manera que complaciera a los

dioses. Pero exactamente igual que yo había aprendido mucho tiempo atrás que ser Uey-Tecutli no era

oficio fácil, ahora estaba aprendiendo que ser el líder de un ejército vasto y conglomerado no era más fácil.

Decreté que todos permaneceríamos en nuestro campamento actual mientras yo meditaba a dónde l evar el

ejército y dónde utilizarlo a continuación. Tenía varias razones para querer permanecer durante algún

tiempo donde estábamos. Una era dejar que las mujeres purepes fabricasen otra provisión considerable de

granadas de arcil a, porque habían resultado muy efectivas en Tonalá. Y como ahora teníamos un

apreciable número de cabal os, quería que hubiese más hombres que aprendieran a montarlos. Además,

como habíamos perdido a muchos de nuestros mejores arcabuceros, en parte por culpa mía, quería que los

demás tuvieran la oportunidad de practicar con nuestro arsenal de esas armas, ahora bastante numeroso, y

de aprender a utilizarlas del modo en que el difunto Uno me había recomendado.

Así que delegué en el cabal ero Nocheztli la mayoría de las responsabilidades rutinarias del mando, lo que

me alivió de tener que vérmelas con las pequeñas quejas, peticiones, querel as y demás exasperaciones

por el estilo y me permitió utilizar mi tiempo y poner mi atención en aquel as cosas que sólo yo podía

supervisar y ordenar en persona. La más importante de todas era un proyecto que yo deseaba comenzar

mientras todavía estuviéramos cómodamente acampados. Por eso es por lo que un día te mandé l amar,

Verónica.

Cuando estuviste de pie ante mí, con expresión alerta y atenta pero recatada, con las manos detrás de la

espalda, te dije lo que les había dicho a muchos otros antes:

-Tengo intención de quitarles de nuevo este Unico Mundo a esos indeseados conquistadores y opresores

españoles que lo ocupan ahora. -Hiciste un gesto de asentimiento y yo continué hablando-: Triunfemos o

fracasemos en este empeño, puede ser que en algún momento en el futuro los historiadores del Unico

Mundo se alegren de disponer de un relato verdadero de los acontecimientos de la guerra de Tenamaxtzin.

Tú sabes escribir y dispones de los materiales para hacerlo. Me gustaría empezar a poner por escrito lo que

puede que sea el único registro de esta rebelión que exista en el futuro. ¿Crees que puedes hacerlo?

-Haré lo que esté en mi mano, mi señor.

-Ahora bien, tú sólo presenciaste la conclusión de la batal a de Tonalá. Te relataré las circunstancias e

incidentes que condujeron a el a. Esto lo podemos hacer tú y yo sin prisas mientras estemos acampados

aquí, lo que nos permitirá, a mí poner en orden en mi cabeza la secuencia de los hechos, a ti acostumbrarte

a escribir a mi dictado y a ambos revisar y enmendar cualquier error que pueda cometerse.

-Tengo la suerte de poseer una memoria retentiva, mi señor. Creo que no cometeremos muchos errores.

-Esperemos que no. No obstante, no siempre nos permitiremos el lujo de sentarnos juntos mientras yo

hablo y tú escuchas. Este ejército tiene incontables largas carreras que recorrer, incontables enemigos a los

que enfrentarse, incontables batal as que librar. Yo desearía tenerlos todos el os registrados por escrito: las

marchas, los enemigos, las batal as, los resultados. Como tengo que encabezar la marcha, encontrar a los

enemigos y moverme en la primera línea de todas las batal as, está claro que no puedo permanecer

siempre describiéndote lo que ocurre. Mucho de el o tendrás que verlo con tus propios ojos.

-También poseo buena vista, mi señor.

-Elegiré un cabal o para ti, te enseñaré a montarlo y te tendré siempre a mi lado... excepto en el fragor de la

batal a, en ese momento permanecerás a una distancia segura. De ese modo verás muchas cosas sólo

desde lejos. Debes tratar de comprender lo que estás viendo y luego tratar de relatarlo de manera

coherente. Rara vez tendrás largos intervalos para sentarte con pluma y papel. Rara vez tendrás siquiera

dónde sentarte. Así que debes idear alguna manera de hacer anotaciones rápidas, en el momento o a la

carrera, que más tarde puedas redactar cuando, como ahora, estemos acampados durante algún tiempo.

-Puedo hacer eso, mi señor. En realidad...

-Déjame terminar, muchacha. Estaba a punto de sugerir que utilices un método que emplean desde hace

mucho tiempo los mercaderes pochtecas viajantes para l evar sus cuentas. Se cogen hojas de parra

silvestre y...

-Y se araña en el as con una ramita afilada. Las marcas blancas son tan duraderas como la tinta en el

papel. Perdona, mi señor, ya lo sabía. En realidad es lo que he estado haciendo, aquí y ahora, mientras tú

hablabas.

Sacaste las manos de detrás de la espalda y en el as sostenías algunas hojas de parra y una ramita. Las

hojas tenían distintos arañazos diminutos que habías hecho sin siquiera mirar lo que hacías.

Bastante asombrado, te pregunté:

-¿Puedes descifrar esas marcas? ¿Puedes repetir algunas de las palabras que he pronunciado?

-Las marcas, mi señor, son sólo para refrescarme la memoria. Nadie más podría interpretarlas. Y no

pretendo haber conservado todas tus palabras, pero...

-Demuéstramelo, muchacha. Léeme algo de la conversación que estamos manteniendo. -Alargué la mano

e indiqué una de las hojas al azar-. ¿Qué se dijo ahí?

Sólo te l evó un momento de estudio.

-"En algún momento en el futuro, los historiadores del Unico Mundo se alegrarán de disponer..."

-¡Por Huitzli! -exclamé-. Esto es algo maravil oso. Tú eres algo maravil oso. Sólo he conocido otro escriba

en mi vida, un clérigo español. Él no era ni mucho menos tan diestro como tú, y eso que era un hombre que

se acercaba a la mediana edad. ¿Cuántos años tienes, Verónica?

-Creo que tengo diez u once años, mi señor. Pero no estoy segura.

-¿De verdad? Por la madurez de tus formas, y aún más por el refinamiento que se pone de manifiesto en tu

manera de hablar, habría creído que eras tres o cuatro años mayor. ¿Cómo es que estás tan bien educada

a tan temprana edad?

-Mi madre fue a la escuela de la Iglesia y se crió en un convento. El a se ocupó de enseñarme desde mis

primeros años. Y justo antes de morir, me colocó a mí en ese mismo convento de monjas.

-Eso explica tu nombre, entonces. Pero si tu madre era una esclava, no pudo ser una criada mora común y

corriente.

-Era mulata, mi señor -me explicaste sin ningún apuro-. A el a le desagradaba hablar mucho de sus

progenitores... o de los míos. Pero los niños, desde luego, pueden adivinar gran parte de lo que no se dice.

Deduje que su madre debió de ser una negra y su padre un español próspero de posición bastante elevada,

y así pudo pagar para mandar a su hija bastarda a la escuela. En lo que se refiere a mi propio padre, mi

madre se mostró tan reservada que nunca he podido hacer conjeturas.

-Sólo he visto tu cara -le dije-. Déjame ver el resto de ti. Desnúdate para que te vea, Verónica.

Tardaste muy poco en hacerlo, porque sólo l evabas puesta una túnica de estilo español muy fina, casi

gastada, que te l egaba por el tobil o.

-Una vez me describieron todas las distinciones y grados de los linajes mezclados -le expliqué-. Pero no

tengo experiencia en juzgarlo a simple vista; sólo conocí a una muchacha que era, creo, producto de una

madre blanca y de un padre negro. En cuanto a ti, Verónica, yo diría que la sangre mora de tu abuela sólo

se muestra en tus pechos ya brotados, en los pezones oscuros y en el ya incipiente penacho de vel o

ymaxtli que tienes ahí abajo. La sangre española de tu abuelo, diría yo, explica esos delicados y hermosos

rasgos faciales que tienes. Sin embargo, no se te ven las axilas ni las piernas l enas de pelo, de modo que

la sangre blanca española de tu abuelo debió de diluirse después. Y además eres tan limpia y hueles tan

bien como cualquier hembra de mi propia raza. Se ve en seguida que tu desconocido padre aportó más y lo

mejor de la mezcla a tu naturaleza.

-Por si te importa saberlo, mi señor -dijiste con descaro-, sea yo lo que sea, continúo siendo virgen. Todavía

no me ha violado ningún hombre y todavía no me he sentido tentada a retozar con ninguno.

Hice una pausa para considerar aquel comentario tan directo (pues habías dicho "tentada", habías dicho

"todavía no") mientras saboreaba lo que estaba mirando. Y aquí confesaré con sinceridad una cosa. Ya

entonces, a aquel a tierna edad, Verónica, estabas tan femeninamente dotada, eras fisicamente tan bel a y

atractiva, además de ser muy inteligente y cultivada para tu edad, que fuiste para mi una auténtica

tentación. Hubiera podido pedirte que te convirtieras en algo más que mi compañera y mi escriba. Pero esa

idea sólo me pasó fugazmente por la cabeza, porque todavía recordaba el voto que había hecho en

memoria de Ixínatsi. En realidad, aunque yo habría gozado con una intimidad mutua, no me atreví a tentarte

ni a conquistarte para el o porque habría corrido el riesgo de enamorarme de ti. Y amar genuinamente a una

mujer era lo que yo había jurado no volver a hacer nunca.

Y, también es verdad, bien estuvo que no lo hiciera, en vista de lo que más tarde se reveló entre nosotros.

Y, no obstante, también es verdad que inevitablemente, sin escapatoria, l egué a amarte con toda ternura.

En aquel momento, sin embargo, lo único que se me ocurrió decir fue:

-Vuelve a vestirte y ven conmigo. Aligeraremos a las mujeres purepes de algunas de las prendas que

cogieron de los guardarropas de Tonalá. Mereces el más hermoso de los atuendos femeninos, Verónica. Y

necesitarás más ropa además de ésa, y también algo de ropa interior si has de cabalgar en un cabal o junto

al mío.

No todas nuestras conquistas se l evaron a cabo con tanta facilidad como la de Tonalá. Mientras

permanecimos acampados, mantuve a mis exploradores y a mis corredores veloces circulando en todas

direcciones por los alrededores y, a partir de sus informes, decidí hacer que nuestro siguiente ataque a los

españoles fuera un ataque doble: dos ataques simultáneos pero en dos lugares separados y muy distantes.

El o, ciertamente, serviría para hacer que los españoles tuvieran aún más miedo de que fuéramos muy

numerosos, muy poderosos en fuerzas y en armas, fieros en nuestra determinación, capaces de atacar en

cualquier parte... y que no se pensaran que se trataba sólo de un enojado levantamiento de unos cuantos

miembros de tribus descontentas, sino de una auténtica insurrección extendida por todo el territorio contra

los hombres blancos que nos estaban usurpando la tierra.

Algunos de los exploradores me informaron de que, a cierta distancia al sureste de nuestro campamento,

se abría una vasta extensión de ricas estancias de cultivo y ranchos cuyos propietarios habían construido

sus residencias muy agrupadas, unas cerca de las otras, por conveniencia, vecindad y protección mutua, en

el centro de aquel a extensión de terreno. Otros exploradores me informaron de que, al suroeste de

nosotros, estaba situado un puesto de comercio español en una encrucijada de caminos, que tenía

negocios florecientes con mercaderes viajantes y con terratenientes locales, pero que estaba muy

fortificado y vigilado por una considerable fuerza de soldados españoles de a pie.

Esos fueron los dos lugares que decidí atacar a continuación y al mismo tiempo, con el cabal ero Nocheztli

al mando del ataque a la comunidad de estancias y yo al frente del ataque al puesto comercial. Y ahora les

daría a algunos de nuestros guerreros que previamente no se habían manchado de sangre, y por el o

sentían cierta envidia, su oportunidad de pelear, de saquear, de ganar la gloria y de alcanzar una muerte

que complaciera a los dioses. De manera que a Nocheztli le asigné a los coras y a los huicholes y a todos

nuestros jinetes, entre el os a Verónica, para que fuera la cronista de esa batal a. Conmigo me l evé a los

rarámuris y a los otomíes y a los hábiles arcabuceros. Dejamos atrás a los que habían participado en la

toma de Tonalá... lo cual hizo que los yaquis, tal como era su costumbre, comenzasen a murmurar y

estuviesen a punto de organizar un motín. Nocheztli y yo calculamos cuidadosamente el tiempo que

emplearíamos en desplazarnos hasta al í para así poder establecer el día en el cual l evaríamos a cabo los

asedios, separados y simultáneos, y también el día de nuestro reencuentro posterior, ya victoriosos, en el

campamento que teníamos en aquel momento. Y luego marcharíamos cada uno en una dirección

divergente.

Como he dicho, no toda la guerra que l evé a cabo transcurrió suavemente. En un principio dio la impresión

de que mi ataque al puesto comercial no era probable que tuviera un resultado que pudiera l amarse

victorioso.

El lugar consistía en su mayor parte en cabañas y barracas de los obreros y esclavos españoles. Pero

éstas estaban rodeando el puesto en sí, que se asentaba seguro dentro de una empalizada de troncos

pesados y unidos muy juntos, todos puntiagudos en la parte superior; tenía una puerta maciza, cerrada

fuertemente y atrancada por dentro. Por unas ranuras estrechas en la pared de troncos asomaban los tubos

de trueno. Cuando nuestras fuerzas avanzaron, rugiendo y bramando, y echaron a correr a campo abierto

por uno de los lados del puesto, yo confiaba en que sólo tendríamos que esquivar las pesadas bolas de

hierro que yo ya había visto anteriormente arrojar por los tubos de trueno. Pero a éstos los habían cargado

en esta ocasión con fragmentos de metal, piedras, clavos, cristales rotos y cosas así. Y cuando

comenzaron a disparar no hubo manera de esquivar la rociada letal que arrojaron, y gran cantidad de

nuestros guerreros que iban en primera línea de ataque cayeron horriblemente mutilados, descuartizados,

muertos, hechos pedazos. Felizmente para nosotros, un tubo de trueno se tarda aún más en cargar que un

palo de trueno. Antes de que los soldados españoles pudieran conseguirlo, nosotros los guerreros

supervivientes nos habíamos acercado a la pared de la fortaleza, un lugar al que no podían apuntar los

tubos de trueno. Mis rarámuris, haciendo honor a su nombre que significa Veloces de Pies, se encaramaron

con facilidad como hormigas por los troncos de corteza tosca y, pasando por encima de el os, se

introdujeron en la fortaleza. Mientras algunos de aquel os entablaron combate inmediatamente con los

defensores españoles, otros corrieron a desatrancar la puerta para permitirnos la entrada al resto de

nosotros.

Sin embargo, los soldados no eran nada cobardes ni estaban tan desanimados como para rendirse de

inmediato. Varios de el os, formados en filas a cierta distancia, nos rechazaron con arcabuces. Pero mis

propios arcabuceros, ahora versados en el debido empleo de esa arma, actuaron con igual exactitud y

eficiencia mortal. Mientras tanto el resto de nosotros, armados con lanzas, espadas y maquáhuime,

peleamos contra los demás soldados a corta distancia y luego cuerpo a cuerpo. No fue aquél a una batal a

breve; los valientes soldados estaban dispuestos a luchar hasta morir. Y al final todos fueron a la muerte.

También murió un número lamentable de mis propios hombres, tanto fuera como dentro de la empalizada.

Ya que en aquel a marcha no habíamos l evado sanitarios para que atendieran a los heridos, y puesto que

al í no había cabal os en los que transportarlos, sólo pude dar instrucciones para que otorgasen una muerte

rápida y piadosa a los caídos que seguían con vida pero que estaban demasiado malheridos para hacer el

camino de regreso.

Aquel a conquista nos había salido cara, pero aun así había sido provechosa. Aquel puesto comercial

albergaba un tesoro de bienes útiles y valiosos: pólvora y bolas de plomo, arcabuces, espadas y cuchil os,

mantas y túnicas, muchos alimentos buenos ahumados o salados, incluso jarras de octli y chápari y vinos

españoles. Así que, con mi permiso, los supervivientes celebramos la victoria hasta que estuvimos bien

borrachos, y cuando nos marchamos a la mañana siguiente no nos teníamos en pie. Como ya había hecho

antes, invité a las familias esclavas del lugar a que vinieran con nosotros, y la mayoría lo hicieron; l evaron

los bultos, bolsas y jarras del saqueo. Al regresar de nuevo a nuestro campamento más al á de las ruinas

de Tonalá, me alegré cuando Nocheztli me dijo que la suya había sido una expedición mucho menos difícil

que la mía. La comunidad de estancias no estaba vigilada por soldados entrenados, sino sólo por los

propios esclavos vigilantes de los propietarios, esclavos que, naturalmente, no estaban armados con

arcabuces ni ansiosos por repeler el ataque. Así que Nocheztli no había perdido ni un solo hombre y sus

fuerzas habían matado, violado y saqueado casi a su antojo. Además habían regresado con grandes

provisiones de alimentos, bolsas de maíz, tejidos y ropa española aprovechable. Y lo mejor de todo, habían

traído de aquel os ranchos gran cantidad de cabal os y un rebaño de ganado casi tan numeroso como el

que Coronado se había l evado consigo al norte. Ya no tendríamos que buscar comida, ni siquiera cazar.

Ahora disponíamos de comida suficiente para sostener a todo nuestro ejército durante mucho tiempo.

-Y aquí tienes, mi señor -me dijo Nocheztli-. Un regalo personal mío para ti. He cogido esto de la cama de

uno de los nobles españoles. -Me entregó un par de hermosas sábanas de lustrosa seda pulcramente

dobladas y que sólo estaban algo manchadas de sangre-. Yo creo que el Uey-Tecutli de los aztecas no

tendría que dormir en el suelo desnudo o en un jergón de paja como cualquier guerrero común.

-Te lo agradezco mucho, amigo mío -le dije sinceramente; y luego me eché a reír-. Aunque me temo que

quizá me inclines a la misma autocomplacencia e indolencia que la de cualquier noble español.

Había más buenas noticias aguardándome en el campamento. Algunos de mis corredores veloces habían

ido a explorar a tierras verdaderamente lejanas, y ahora habían regresado para decirme que la guerra que

yo estaba librando la seguían ya otros además de mi propio ejército.

-Tenamaxtzin, la noticia de tu insurrección se ha extendido de nación en nación y de tribu en tribu, y muchos

están ansiosos por emular tus acciones en nombre del Unico Mundo. Por todo el camino de aquí hacia la

costa del mar Oriental, bandas de guerreros están haciendo incursiones, ataques y retiradas rápidos contra

asentamientos, granjas y propiedades españoles. El pueblo de los Perros chichimecas, el pueblo de los

Perros Salvajes teochichimecas e incluso el pueblo de los Perros Rabiosos zacachichimecas, todos el os

están l evando a cabo esas correrías y ataques sorpresa contra los hombres blancos. Incluso los huaxtecas

de las tierras costeras, que son tristemente famosos desde hace tanto tiempo por su holgazanería, l evaron

a cabo un ataque contra la ciudad porteña que los españoles l aman Vera Cruz. Desde luego, con sus

armas primitivas, los huaxtecas no pudieron hacer al í demasiado daño, pero sí causaron alarma y temor

entre los residentes.

Me complació mucho oír aquel as cosas. Era cierto que los pueblos mencionados por los exploradores

estaban pobremente armados, e igual de pobremente organizados en aquel os levantamientos. Pero me

estaban ayudando a mantener a los hombres blancos intranquilos, aprensivos, quizá en vela durante la

noche. Toda Nueva España ya estaría enterada de aquel os ataques esporádicos y de los míos, más

devastadores. Nueva España, creía yo y esperaba que así fuera, debía de estar poniéndose cada vez más

nerviosa y ansiosa acerca de la continuidad de su propia existencia.

Bien, los huaxtecas y demás podían ingeniárselas para realizar aquel os súbitos ataques y luego escapar

casi con impunidad. Pero yo ahora estaba al mando de lo que era prácticamente una ciudad viajante:

guerreros, esclavos, mujeres, familias enteras, muchos cabal os y un rebaño de ganado, lo que, como

mínimo, resultaba difícil de manejar y de mover de un campo de batal a a otro. Decidí que necesitábamos

un lugar permanente donde asentarnos, un lugar que se pudiera defender con cierta facilidad desde donde

yo pudiera conducir o enviar ya fueran pequeñas fuerzas o fuerzas formidables en cualquier dirección, y

también tener un refugio seguro al que poder regresar. Así que convoqué a varios de mis cabal eros,

quienes, yo lo sabía, habían viajado mucho por aquel as partes del Unico Mundo, y les pedí consejo. Un

cabal ero l amado Pixqui dijo:

-Yo conozco el lugar perfecto, mi señor. Nuestro último objetivo es un asalto sobre la Ciudad de México, al

sureste de aquí, y el lugar en el que estoy pensando queda aproximadamente a medio camino de al í. Las

montañas l amadas Miztóatlan, Donde Acechan Los Cuguares. Los pocos hombres blancos que las han

visto alguna vez las l aman en su lengua las montañas Mixton. Son montañas escarpadas, accidentadas y

entrelazadas con estrechos barrancos. Al í podemos encontrar un val e lo bastante cómodo para albergar

todo nuestro amplio ejército. Incluso cuando los españoles sepan que estamos en aquel lugar, cosa que sin

duda harán, lo pasarán mal para l egar hasta nosotros a menos que aprendan a volar. Si se ponen vigías en

lo alto de los riscos alrededor de nuestro val e, podrán divisar cualquier ejército enemigo que se aproxime. Y

puesto que tal ejército habría de abrirse camino por entre esos estrechos barrancos casi en fila de a uno,

bastaría un puñado de arcabuceros para detenerlos, y mientras tanto el resto de nuestros guerreros podrían

arrojar una l uvia de flechas, lanzas y piedras sobre el os desde arriba.

-Excelente -acepté-. Parece algo impenetrable. Gracias, cabal ero Pixqui. Id, pues, de un lado al otro del

campamento y difundid la orden de que se preparen para marchar. Partiremos al alba hacia las montañas

Miztóatlan. Y que uno de vosotros vaya a buscar a esa muchacha esclava l amada Verónica, mi escriba, y

haga que se presente ante mí.

Fue el iyac Pozonali quien te trajo hasta mí aquel fatídico día. Hacía ya algún tiempo que me había fijado en

que él estaba a menudo en tu compañía y que te contemplaba con miradas l enas de deseo. Ese tipo de

cosas no se me escapa, pues yo mismo he estado enamorado con frecuencia. Yo sabía que el iyac era un

joven admirable, e incluso antes de la revelación que se transparentó entre nosotros aquel día, Verónica,

difícilmente habría podido sentirme celoso si resultaba que Pozonali encontraba también favor ante tus ojos.

Sea como fuere, tú ya habías escrito el relato del asalto de Nocheztli a las estancias, puesto que habías

estado presente al í, así que a continuación me puse a dictarte el relato de mi mucho más difícil asalto al

puesto comercial, y tú fuiste escribiendo todas las palabras, concluyendo con la decisión que habíamos

tomado de partir hacia las Miztóatlan. Una vez que hube terminado dijiste en un murmul o:

-Estoy muy contenta, mi señor, de oír que piensas atacar pronto la Ciudad de México. Espero que la

arrases por completo, como hiciste con Tonalá.

-Yo también. Pero ¿por qué deseas que sea así?

-Porque eso arrasará también el convento de monjas donde viví después de morir mi madre.

-¿Ese convento estaba en la Ciudad de México? Nunca me habías dicho dónde estaba situado. Sólo

conozco un convento de monjas al í. Estaba cerca del Mesón de San José, donde en otro tiempo viví yo

mismo.

-Ese es, mi señor.

Una sospecha en cierto modo turbadora pero no de consternación estaba empezando a apoderarse de mi.

-¿Y tienes alguna queja contra esas monjas, niña? Muchas veces he estado tentado de preguntártelo. ¿Por

qué te escapaste de aquel convento y te convertiste en una vagabunda sin hogar, vagando hasta acabar

por encontrar finalmente refugio entre nuestro contingente de esclavos?

-Porque las monjas fueron muy crueles, primero con mi madre y luego conmigo.

-Explícamelo.

-Después de asistir a la escuela de la Iglesia, cuando mi madre tuvo instrucción religiosa suficiente en esa

religión y hubo alcanzado la edad requerida, se confirmó como cristiana e inmediatamente tomó lo que el os

l aman "órdenes sagradas", se convirtió en la esposa de Cristo, como dicen el os, y empezó a residir en el

convento como monja novicia. Sin embargo, pocos meses después se descubrió que estaba preñada. La

despojaron del hábito, la azotaron con saña y se la expulsó con deshonra. Como he dicho, el a nunca,

nunca, le dijo a nadie, ni siquiera a mí, quién la dejó preñada. -Y luego añadiste con amargura-: Dudo de

que fuera su esposo Cristo.

Me quedé meditando un rato y luego le pregunté:

-¿Acaso tu madre se l amaba Rebeca?

-Sí -contestaste tú, atónita-. ¿Cómo podías tú saber eso, mi señor?

-Yo también asistí durante un breve tiempo a esa escuela de la Iglesia, así que conozco un poco su historia.

Pero abandoné la ciudad por aquel entonces, de modo que nunca me enteré de la historia completa. Y

dime, después de la expulsión de Rebeca, ¿qué fue de el a?

-Como l evaba dentro de el a un hijo bastado, yo diría que le dio vergüenza volver a su casa con su madre y

su padre, su patrón blanco. Durante un tiempo se ganó la vida a duras penas haciendo pequeños trabajos

de vez en cuando por los mercados; vivía literalmente en las cal es. Yo nací en un lecho de harapos en

cualquier cal ejón de alguna parte. Supongo que tengo suerte de haber sobrevivido a la experiencia.

-¿Y luego?

-Luego ya tenía dos bocas que alimentar. Me ruboriza decirlo, mi señor, pero mi madre se dedicó a lo que

vosotros l amáis en vuestra lengua "hacer la cal e". Y como era mulata... bien, ya te lo puedes imaginar;

difícilmente solicitaban sus servicios ricos nobles españoles o ni siquiera prósperos mercaderes pochtecas.

Sólo se acercaban a el a recaderos de los mercados, esclavos moros y otros hombres por el estilo. Los

entretenía en sórdidas posadas e incluso en cal ejones traseros, en la cal e. Al final, cuando yo no debía de

tener más que cuatro años, recuerdo haber tenido que mirar como el a hacía esas cosas.

-Al final. ¿Cuál fue el final?

-Otra vez me ruborizo, mi señor. A causa de alguno de sus servicios en las cal es mi madre contrajo el

nanaua, la enfermedad más vergonzosa y revulsiva. Cuando comprendió que se estaba muriendo volvió al

convento l evándome de la mano. Bajo las reglas de aquel a orden cristiana, las monjas no podían negarse

a acogerme. Pero naturalmente conocían mi historia, así que todos me despreciaron, y no me quedó

esperanza alguna de que me concedieran un noviciado. Simplemente me utilizaron como criada, como

esclava, como sirvienta. De todos los trabajos que había que hacer, yo era la que siempre hacía los más

rastreros, pero por lo menos me dieron cama y alimento.

-¿Y educación?

-Como te he dicho, mi madre me había impartido muchos de los conocimientos que el a había adquirido

anteriormente. Y yo tengo cierta facilidad para ser observadora y estar atenta. Así que, incluso mientras

trabajaba tan duramente, yo siempre observaba, escuchaba y absorbía lo que las monjas estaban

enseñando a sus novicias y a otras niñas respetables que residían al í. Cuando por fin decidí que ya había

aprendido todo lo que el as, aunque maliciosamente, podían enseñarme al í... y cuando los trabajos serviles

y las palizas se hicieron intolerables.., entonces me escapé.

-Eres una niña extraordinaria, Verónica. Me alegro muchísimo de que sobrevivieras a tus vagabundeos y de

que por fin l egaras hasta... hasta nosotros.

Me quedé meditando un poco más. ¿Cómo decir esto de la mejor manera posible?

-Por la poca amistad que tuve con Rebeca, mi compañera de escuela, creo que fue su madre quien te dio

tu sangre blanca, y su padre habría sido un moro, no un patrón español. Pero eso no importa. Lo que

importa es que tu padre, fuera quien fuese, estoy seguro de que fue un indio, un mexícatl o un aztécatl. Por

tanto tienes tres sangres en tus venas, Verónica. Supongo que esa combinación es lo que explica tu bel eza

tan poco común. Y ahora, fíjate, pues el resto sólo puedo suponerlo por los pocos indicios que dejó caer

Rebeca. No obstante, si estoy en lo cierto, tu abuelo paterno fue un alto noble de los mexicas, un hombre

valiente, sabio y verdaderamente noble en todos los aspectos. Un hombre que desafió a los conquistadores

españoles hasta el mismísimo final de su vida. La contribución que él aportó a tu naturaleza explicaría tu

inteligencia poco común, y en especial tu asombrosa facilidad con las palabras y la escritura. Si tengo

razón, ese abuelo tuyo era un mexícatl l amado Mixtli; por decirlo con más propiedad, Mixtzin: señor Mixtzin.

31

El avance de nuestro ejército a través del campo ahora era todavía más lento que antes, porque teníamos

que conducir al estúpido, testarudo y recalcitrante ganado que caminaba a paso de tortuga. Como mis

guerreros se iban volviendo comprensiblemente impacientes, pues yo había hecho que pasaran de ser

guerreros a meros escoltas y pastores, detuve el ejército sólo una vez a lo largo del trayecto para darles

oportunidad de derramar sangre, rapiñar y saquear.

Eso fue en una aldea l amada Nót Tahí, que antes había sido la aldea principal del pueblo otoml y que ahora

se había convertido en una ciudad de tamaño considerable, poblada casi enteramente por españoles, los

cuales le habían dado el nombre de Zelal a, y sus habituales séquitos de sirvientes y esclavos. La dejamos

toda quemada, en ruinas y tan arrasada como Tonalá, y la mayoría de los desperfectos los causaron las

granadas de las mujeres purepes. Y cuando la abandonamos estaba también totalmente despoblada,

despoblada de todo excepto de cadáveres. Cadáveres sin cabel o cortesía de los yaquis.

Me congratula informar de que mis guerreros partieron de Zelal a con mucha más dignidad y mucha menos

rimbombancia que cuando lo hicieron de Tonalá: es decir, sin engalanarse y adornarse con faldas, gorros,

mantil as españolas y otras cosas por el estilo. En realidad, ya hacía algún tiempo que habían ido

avergonzándose, incluso las mujeres y los moros más ignorantes, de todos aquel os perifol os, chucherías y

corazas de acero. Además del creciente apuro y vergüenza que suponía l evar puestos aquel os atavíos

impropios de guerreros, encontraron que aquel as ropas eran un peligroso estorbo en la batal a y que

resultaban incómodamente pesadas incluso para la marcha, sobre todo cuando estaban empapadas por la

l uvia. Así que, pieza a pieza, todos habían ido desprendiéndose a lo largo del camino de aquel as prendas

y adornos de los hombres blancos, habían acabado por deshacerse de todo excepto de las prendas cálidas

de lana que podían utilizarse como mantas y mantos, por lo que de nuevo volvíamos a tener el aspecto de

verdadero ejército indio que éramos.

Con el tiempo, un tiempo que se hizo largo como un tormento, l egamos de hecho a aquel as montañas

Donde Acechan Los Cuguares, y eran exactamente tal como las había descrito el cabal ero Pixqui. Con él al

frente, nos abrimos tortuosamente camino por entre un laberinto de aquel os barrancos estrechos, algunos

de los cuales sólo tenían anchura suficiente para que pasasen los hombres a cabal o (o una vaca), uno

detrás de otro. Y por fin fuimos a parar a un val e no muy ancho pero sí bastante largo y bien provisto de

agua, un val e lo bastante espacioso para que acampásemos todos cómodamente, e incluso lo

suficientemente verde como para proporcionar pastos a nuestros animales.

Una vez que nos hubimos instalado y hubimos disfrutado de un gratificante descanso durante dos o tres

días, convoqué ante mi presencia al iyac Pozonali y a mi querida escriba Verónica y les dije:

-Tengo una misión para vosotros dos. No creo que sea una misión arriesgada, aunque l evará consigo un

arduo viaje. -Sonreí-. Sin embargo, he pensado también que no os importar hacer un largo viaje juntos en

íntima compañía. -Tú te ruborizaste, Verónica, y también Pozonali. Continué hablando-: Es cierto que todo

el mundo en la Ciudad de México, desde el virrey Mendoza hasta el último esclavo de los mercados, está al

corriente de nuestra insurrección y de nuestros saqueos. Pero me gustaría saber cuántas cosas conocen de

nosotros y qué medidas están tomando para defender la ciudad de nuestros ataques o para salir a

encontrarnos y luchar a campo abierto. Lo que quiero que hagáis es lo siguiente: id a cabal o lo más

rápidamente que os sea posible y lo más al sureste que podáis, deteniéndoos sólo cuando comprendáis

que os estáis acercando demasiado, hasta el punto de resultar peligroso, a cualquier puesto de vigilancia

español. Según mis cálculos eso sucederá probablemente en la parte oriental de Michoacán, donde limita

con las tierras mexicas. Dejad los cabal os al cuidado de cualquier nativo hospitalario que pueda atenderlos.

Desde al í continuad a pie y vestid con atuendos toscos de campesinos. Llevad con vosotros bolsas de

alguna clase de mercancía que se pueda vender en los mercados: fruta, verdura, cualquier cosa que podáis

procuraros. Puede que encontréis la ciudad sólidamente rodeada, pero seguro que permiten la entrada y

salida de mercancías y bienes. Y creo que los guardias difícilmente sospecharán de un joven granjero

campesino y... ¿cómo diríamos...? pongamos que su primita, que se dirigen al mercado. -Los dos volvisteis

a ruborizaros. Seguí adelante-: Y sobre todo, Verónica, no hables en español. No hables nada de nada.

Confío en que tú, Pozonali, puedas convencer a cualquier guardia para que te deje pasar o a cualquier otro

que te pregunte algo a base de parlotear en náhuatl, de decir las pocas palabras de español que sabes y de

gesticular como un torpe patán.

-Entraremos en la ciudad, Tenamaxtzin, beso la tierra para jurarlo -me aseguró él-. ¿Tienes órdenes

especificas para nosotros, una vez que estemos al í?

-Sobre todo quiero que los dos abráis bien los ojos y los oídos. Tú, iyac, has demostrado ser un militar

competente. Por lo tanto no deberías tener problemas en reconocer cualquier defensa que la ciudad esté

preparando para protegerse o cualesquiera otros preparativos que esté haciendo con vistas a una ofensiva

contra nuestras fuerzas. Mientras tanto id por las cal es y los mercados y entablad conversación con la

gente corriente. Deseo conocer qué estado de ánimo tienen, y cuál es su disposición y su opinión acerca de

nuestra insurrección, porque sé por experiencia que algunos, quizá muchos, se pondrán de parte de los

españoles de los que ahora dependen. Y también hay un hombre aztécatl, un orfebre, ya anciano, que has

de ir a visitar personalmente. -Le di las señas-. Fue el primer aliado que tuve en esta campaña, así que

quiero advertirle de lo que se avecina. Puede ser que desee esconder el oro que tenga o incluso abandonar

la ciudad y l evárselo. Y, por supuesto, dale mis más cariñosos saludos.

-Todo se hará como dices, Tenamaxtzín. ¿Y Verónica? ¿Tengo que permanecer cerca de el a para

protegerla?

-No hará falta, creo yo. Verónica, tú eres una muchacha l ena de recursos. Sencil amente quiero que te

acerques a cualquier grupo de dos o más españoles que estén conversando, donde puedas oír lo que

digan, en las cal es, en los mercados, donde sea, y escuches, sobre todo si van de uniforme o parecen

personas importantes del tipo que sea. Será muy difícil que sospechen que puedes entender lo que dicen, y

a lo mejor incluso l eguen a tus oídos más cosas que las que el iyac Pozonali recoja acerca de las

respuestas que los españoles piensan dar a nuestro planeado asalto.

-Sí, mi señor.

-Además tengo instrucciones específicas para ti. En toda la ciudad no hay más que un solo hombre blanco

a quien, se lo debo, tengo que darle el mismo aviso que Pozonali le dará al orfebre. Se l ama Alonso de

Molina, recuérdalo, y es un alto cargo en la catedral.

-Sé dónde está, mi señor.

-No vayas a darle el aviso a él directamente. Al fin y al cabo es español. Quizá se apoderase de ti y te

retuviera como rehén. Y con toda certeza así lo haría si supiera que eres mi... mi escriba personal. Así que

escribe el aviso en un pedazo de papel, dóblalo, pon el nombre de Alonso en la parte de fuera y, sin hablar,

sólo con gestos, entrégaselo a cualquier clérigo humilde que encuentres holgazaneando por la catedral.

Luego márchate de al í lo más aprisa que puedas. Y mantente alejada.

-Si, mi señor. ¿Algo más?

-Sólo esto. Es la orden más importante que puedo daros a ambos. Cuando os parezca que os habéis

enterado de todo lo que podéis, salid de la ciudad, volved a salvo a donde estén vuestros cabal os y

regresad aquí. Los dos. Si tú, iyac, osases volver aquí sin Verónica.., bueno...

-Regresaremos a salvo, Tenamaxtzin, beso la tierra para jurarlo. Y si acaeciera algún mal imprevisto y

solamente regresase uno de nosotros, será Verónica. Y para jurar eso, beso la tierra cuatrocientas veces!

Cuando se hubieron ido, el resto de nosotros nos dimos a la buena vida en nuestro nuevo entorno.

Ciertamente vivíamos bien. Había carne de vaca más que suficiente para comer, desde luego, pero de

todos modos nuestros cazadores recorrían el val e sólo para proporcionar variedad: ciervos, conejos,

codornices, patos y otras piezas de caza. Incluso mataron dos o tres cuguares de los que daban nombre a

aquel as montañas, aunque la carne de cuguar es dura de masticar y no muy sabrosa. Nuestros

pescadores encontraron que en las aguas de los torrentes de las montañas abundaba un pez cuyo nombre

desconozco que constituía un delicioso cambio en nuestra alimentación, que consistía mayormente de

carne. Los que se encargaban de buscar alimentos encontraron toda clase de frutas, verduras, raíces y

cosas por el estilo. Las tinajas de octli, chápari y vinos españoles que habíamos saqueado se reservaban

para mis cabal eros y para mí, pero ahora sólo bebíamos de el as de vez en cuando. Lo que nos faltaba era

algo que fuese dulce, como los cocos de mi tierra. En realidad creo que gran parte de nuestra gente, en

particular las numerosas familias de esclavos que habíamos liberado y habían venido con nosotros, habrían

estado contentos de quedarse a vivir en aquel val e el resto de sus vidas. Y probablemente hubieran podido

hacerlo sin que los hombres blancos los molestasen, incluso sin que los hombres blancos supieran de su

existencia, hasta el fin de los tiempos.

No quiero decir que lo único que hiciéramos al í fuese el vago y vegetar. Aunque por la noche yo dormía

entre sábanas de seda y bajo una manta de lana fina españoles, lo que me hacía sentirme como un

marqués o un virrey español, estaba ocupado todo el día. Mantenía a mis exploradores patrul ando por el

campo más al á de las montañas y los obligaba a mantenerme informado constantemente. Yo caminaba

majestuosamente por el val e, como una especie de general que pasase revista, porque les había ordenado

a Nocheztli y a los demás cabal eros que enseñasen a otros muchos de nuestros guerreros a montar los

numerosos cabal os que habíamos adquirido y a emplear como es debido los nuevos arcabuces, muy

numerosos, por cierto. Cuando uno de mis exploradores l egó para informarme de que, no muy lejos al

oeste de nuestras montañas, había un puesto comercial español en una encrucijada de caminos parecido al

que anteriormente habíamos derrotado, decidí intentar un experimento. Cogí un grupo mediano de

guerreros sobaipuris, porque el os todavía no habían tenido el placer de participar en ninguna de nuestras

batal as y también porque habían adquirido un verdadero dominio tanto en montar a cabal o como en el

empleo de los arcabuces, le pedí al cabal ero Pixqui que me acompañase y nos pusimos a cabalgar hacia

el oeste, en dirección al puesto comercial.

Yo no tenía intención de librar una verdadera batal a, sino de fingirla solamente. Galopamos al tiempo que

aul ábamos, ululábamos y descargábamos nuestros arcabuces, y finalmente salimos de los bosques al

terreno abierto que se extendía ante el puesto, que estaba rodeado por una empalizada. Y, como la vez

anterior, de las troneras de aquel a empalizada, los tubos de trueno escupieron una rociada de fragmentos

letales, pero yo tuve buen cuidado de que todos estuviéramos fuera de su alcance, y sólo uno de nuestros

hombres sufrió una herida de poca importancia en el hombro. Permanecimos al í fuera haciendo danzar a

nuestros cabal os adelante y atrás, lanzando nuestros amenazadores gritos de guerra y haciendo

extravagantes gestos de amenaza, hasta que se abrió la puerta de la fortaleza y una tropa de soldados

montados salió al galope. Luego, fingiéndonos intimidados, dimos todos media vuelta y volvimos al galope

por el mismo camino por el que habíamos venido. Los soldados nos persiguieron, y me aseguré de sacarles

siempre cierta ventaja, pero sin que nos perdieran de vista ni un instante. Los guiamos todo el camino de

regreso hasta el barranco por el que habíamos salido de nuestro val e.

Procurando todavía que los soldados no nos perdieran de vista en aquel os laberintos, les hicimos picar el

anzuelo y pasaron por un corte muy estrecho donde yo había apostado arcabuceros a ambos lados. Justo

como había predicho el cabal ero Pixqui, las primeras descargas de aquel os arcabuces abatieron a

suficientes soldados y cabal os como para bloquear el paso a los que iban detrás. Y éstos, arremolinados

en desorden, cayeron abatidos en poco tiempo por lanzas, flechas y cantos lanzados por otros guerreros

que yo había apostado más arriba, en las alturas. Los sobaipuris estuvieron contentos de confiscar las

armas de todos aquel os españoles muertos y los cabal os supervivientes. Pero a mí me complació sobre

todo comprobar que nuestro escondite era verdaderamente invulnerable. Podríamos resistir al í para

siempre, si hacía falta, contra cualquier fuerza que se enviara para atacarnos.

Llegó el día en que varios de mis exploradores vinieron a decirme, con verdadero júbilo, que habían

descubierto un blanco nuevo y más importante para que lo atacásemos.

-A unos tres días al este de aquí, Tenamaxtzin, un pueblo casi tan grande como una ciudad. Hubiéramos

podido no saber nunca de su existencia de no ser porque divisamos a un soldado montado y lo seguimos.

Uno de nosotros que entiende un poco de español se metió a escondidas en la ciudad detrás de él y se

enteró de que es una ciudad rica, bien edificada, a la que los hombres blancos l aman Aguascalientes.

-Manantiales Calientes -dije.

-Sí, mi señor. De hecho es un lugar al que los hombres y mujeres blancos vienen para tomar baños

curativos y para recreos de otros tipos. Hombres y mujeres españoles ricos. Así que puedes imaginar el

botín que podemos sacar de el a. Por no hablar de mujeres blancas limpias, para variar. Debo informar, sin

embargo, que la ciudad está muy fortificada, defendida por muchos hombres y bien armada. No hay

manera de que podamos tomarla sin emplear todos nuestros guerreros, tanto montados como de a pie.

Llamé a Nocheztli y le repetí aquel informe.

-Prepara nuestras fuerzas. Nos pondremos en marcha de hoy en dos días. Esta vez quiero que participen

todos; incluso, pues sin duda los vamos a necesitar a todos, nuestros tíciltin, y también los sanitarios. Este

será el asalto más ambicioso y audaz de todos los que hemos l evado a cabo hasta ahora, de manera que

constituirá una práctica perfecta para nuestro posterior ataque a la Ciudad de México.

Precisamente al día siguiente, y por casualidad, Pozonali y Verónica regresaron, juntos y a salvo; y aunque

muy fatigados por su larga y difícil cabalgada, acudieron inmediatamente a informarme. Tan excitados

estaban que empezaron a hablar a la vez en idiomas distintos, en náhuatl y en español.

-El orfebre te agradece el aviso, Tenamaxtzin, y te envía afectuosos saludos para corresponder...

-Ya eres famoso en la Ciudad de México, mi señor. Yo diría que famoso y temido...

-Esperad, esperad -les dije mientras me reía-. Que primero hable Verónica.

-Lo que yo traigo son buenas noticias, mi señor. Para empezar, entregué tu mensaje en la catedral y, como

tú suponías, cuando tu amigo Alonso lo recibió, muchos grupos de soldados empezaron a peinar la ciudad

para encontrar al mensajero que lo había l evado. Pero no pudieron descubrirme, desde luego, pues no

podían distinguirme de tantas otras muchachas iguales que yo. Y, como ordenaste, escuché muchas

conversaciones. Los españoles, aunque por qué medios no lo sé, ya tienen conocimiento de que nuestro

ejército está acampado aquí, en las Mixtóapan. Así que l aman a nuestra insurrección "la guerra de

Mixtonxs. Y me causa regocijo informarte de que gran parte de Nueva España tiene pánico. Familias

enteras de la Ciudad de México y de todos los demás lugares se apiñan en los puertos de mar, en Vera

Cruz, en Tampico, en Campeche y en todos los demás, y exigen pasajes de regreso a Vieja España en

cualquier clase de buque que vaya al í, en galeones, carabelas, barcos de avitual amiento... Muchos dicen

temerosamente que es la reconquista del Unico Mundo. Parece, mi señor, que estás logrando tu propósito

de perseguir a los intrusos, por lo menos a los blancos, y echarlos de nuestras tierras.

-Pero no a todos el os -dijo el iyac Pozonali frunciendo el entrecejo-. A pesar de que Coronado se ha l evado

a muchos soldados de Nueva España en la expedición al norte, el virrey Mendoza tiene todavía fuerzas

considerables en la Ciudad de México, unos cientos de soldados montados y de a pie, y el propio Mendoza

se ha puesto personalmente al mando. Además, como tú esperabas, Tenamaxtzin, muchos de sus mexicas

domesticados se han alistado para pelear a su lado. Y lo mismo han hecho otros pueblos traicioneros: los

totonacas, los tezcaltecas y los acolhuas, que hace mucho tiempo ayudaron al conquistador Cortés en el

derrocamiento de Moctezuma. Por primera vez en la historia, Mendoza permitirá que esos hombres monten

a cabal o y l even palos de trueno, y ahora mismo está muy ocupado entrenándolos para el o.

-Nuestro propio pueblo -comenté con tristeza- dispuesto en contra nuestra.

-La ciudad mantendrá una fuerza defensiva suficiente -continuó diciendo Pozonali-. Tubos de trueno y esas

cosas. Pero por lo que he oído, calculo que el virrey Mendoza planea una marcha ofensiva para sacarnos

de aquí y destruirnos antes siquiera de que l eguemos a acercarnos a la Ciudad de México.

-Bien, buena suerte para Mendoza -dije yo bruscamente-. Por muchos que sean sus hombres, por bien

armados que estén, serán aniquilados antes de que l eguen hasta este lugar. Lo he comprobado mediante

un experimento; el cabal ero Pixqui tenía razón cuando dijo que estas montañas son inexpugnables.

Mientras tanto, le daré al virrey más pruebas de nuestro poder y de nuestra determinación. Mañana

marcharemos hacia el este: todos los guerreros, todos los jinetes, todos los arcabuceros, todas las

granaderas purepes, hasta el último de nosotros que sea capaz de empuñar una arma. Marcharemos

contra una ciudad l amada Manantiales Calientes. Y cuando la hayamos tomado, el virrey Mendoza quizá

decida esconder la Ciudad de México. Y ahora, vosotros dos id a tomad algo de alimento y a descansar. Sé

que tú, iyac, querrás estar en el meol o de la batal a. Y yo te querré cerca de mí, Verónica, para hacer la

crónica de ésta, la más épica de todas nuestras batal as hasta el momento.

32

De la batal a final de la guerra de Mixton, de nuestra derrota y del fin de la guerra de Mixton, sólo hablaré

brevemente, porque ocurrió por mi propia culpa y estoy avergonzado de el o. De nuevo, como había hecho

con otros enemigos e incluso con alguna de las mujeres de mi vida, infravaloré la astucia de mi oponente. Y

ahora estoy pagando mi error yaciendo aquí y muriéndome lentamente... o curándome lentamente, no sé

cuál de las dos cosas, y no me importa mucho.

Mi ejército podría estar todavía aquí, en Mixtóapan, entero, seguro, sano, fuerte y listo para entrar en batal a

de nuevo, si yo no los hubiera sacado de este val e. Igual que nosotros antes habíamos hecho picar el

anzuelo a los soldados del puesto comercial español atrayéndolos hasta aquí para tenderles una

emboscada, de la misma forma nos hicieron picar el anzuelo a nosotros haciendo que saliéramos de

nuestro seguro refugio. Fue obra del virrey Mendoza. El, como sabía que éramos invencibles, casi

intocables, en estas montañas, ideó la manera de engañarnos y sacarnos de el as ofreciéndonos, en cierto

sentido, Aguascalientes. No culpo de el o a los exploradores que encontraron esa ciudad, pues están

muertos, igual que tantos otros, pero no tengo duda alguna de que aquel jinete español al que siguieron a

esa ciudad estaba representando un papel en el plan de Mendoza.

Me l evé a mi ejército entero y dejé en el val e sólo a los esclavos y a los varones demasiado viejos o

demasiado jóvenes para batal ar. Fue una marcha de tres días hasta Manantiales Calientes e, incluso antes

de que avistásemos la ciudad, empecé a sospechar que algo no andaba del todo bien. Encontramos

barracas de puestos de guardia, pero no había ningún soldado en el as. Cuando nos aproximamos a la

ciudad, ningún tubo de trueno resonó al disparar. Cuando envié a mis exploradores de avanzada para que

se adentrasen furtiva y cautelosamente en la propia ciudad, no se oyó el traqueteo de los arcabuces, y los

exploradores volvieron desconcertados y encogiéndose de hombros para informarme de que no parecía

haber una sola persona en la ciudad.

Era una trampa. Me di la vuelta en la sil a del cabal o para gritar:

-¡Retirada!

Pero ya era demasiado tarde. Ahora sí traquetearon los arcabuces a todo nuestro alrededor. Estábamos

rodeados por los soldados de Mendoza y sus aliados indios.

Oh, nos defendimos luchando, desde luego. La batal a duró todo el día, y murieron muchos cientos en

ambos bandos. Como ya he comentado, las batal as son una conmoción y una confusión, y algunas

muertes se produjeron de manera curiosa. Mis cabal eros Nocheztli y Pixqui fueron ambos perforados por

balas descargadas por nuestros propios arcabuceros, que emplearon sus armas de un modo demasiado

temerario. En el otro bando, Pedro de Alvarado, uno de los primeros conquistadores del Unico Mundo y el

único también que seguía haciendo de conquistador activo, murió al caer de su cabal o y pisotearlo el

cabal o de otro español.

Como ambos ejércitos, el de Mendoza y el mío, estaban bastante igualados en número y armamento, tuvo

que ser una batal a enconada, y venció el más valiente, el más fuerte y el más inteligente. Pero lo que hizo

que la perdiéramos nosotros fue lo siguiente. Mis hombres pelearon valerosamente con todos los soldados

blancos que se cruzaron en su camino, pero hubo muchos de los nuestros, demasiados (excepto los

yaquis), que no se vieron capaces de matar a hombres de su misma raza, los mexicas, los texcaltecas y

demás, que luchaban del lado de Mendoza. Y por el contrario, esos traidores a nuestra raza, buscando

naturalmente ganarse el favor de los amos españoles, no vacilaron en matarnos a nosotros. Yo mismo

recibí una flecha en el costado derecho y estoy seguro de que no procedía de ningún español. Por lo que yo

sé, procedía de algún desconocido pariente mío.

Uno de nuestros tíciltin de campaña me arrancó la flecha, cosa que ya fue bastante dolorosa, y luego

empapó la herida abierta con el corrosivo xocóyatl, tan doloroso que me hizo gritar en voz alta de una forma

bastante poco varonil. El ticitl no pudo hacer nada más por mí porque unos instantes después caía abatido

por una bala de arcabuz.

Cuando por fin cayó la noche, nuestros ejércitos, o lo que quedaba de el os, dejaron de luchar, y el resto de

nosotros, los que teníamos cabal os, nos retiramos de forma apresurada hacia el oeste. Pozonali, uno de

los pocos supervivientes a quien yo conocía por su nombre, encontró a Verónica en lo alto de la colina

desde donde el a había estado contemplando la carnicería y la trajo con nosotros mientras corríamos de

regreso al refugio de nuestras montañas. Yo apenas podía tenerme en la sil a, tan espantoso era el dolor

que tenía en el costado, así que no estaba en condiciones de preocuparme de si nos perseguían en la

noche.

Si así fue, los perseguidores no l egaron a darnos alcance. Tres días después, días de terrible dolor para mi,

y yo no era el peor de los heridos, l egamos de nuevo a Miztóapan, nos abrimos paso por entre el laberinto

de barrancos (perdiéndonos a menudo, puesto que no teníamos al experto cabal ero Pixqui para guiarnos) y

por fin, debilitados por la sed, el hambre, la fatiga y la pérdida de sangre, volvimos a encontrar nuestro val e.

Ni siquiera he tratado de contar los supervivientes de la batal a de Manantiales Calientes, aunque

probablemente podría hacerlo sin siquiera garabatear las banderitas y puntos de números. Varios de los

que lograron l egar hasta aquí han muerto a causa de las heridas, pues no hay tíciltin para atenderlos.

Todos nuestros ticiltin, como otros cientos de cientos de los nuestros, yacen muertos al á, en Manantiales

Calientes. Un tícitl yaqui que sigue vivo y aún está con nosotros se ofreció generosamente a venir para

danzar y cantar ante mi, pero antes preferiría yo condenarme a Mictían que someterme a esa clase de

médico. Así que mi herida se ha ido infectando poco a poco, se ha vuelto verde y ha comenzado a rezumar

pus. Ardo de fiebre, luego tirito de frío y entro y salgo del delirio, como me ocurrió en aquel a ocasión en la

acali en el mar Occidental.

Verónica me ha atendido fielmente y con ternura lo mejor que ha podido; me ha aplicado en la herida

compresas calientes, diversas savias de árboles y jugos de cactus que los viejos del campamento

recomiendan como curativos, pero no parece que esas cosas hagan ningún bien visible.

Durante uno de mis períodos de lucidez, me preguntaste, Verónica:

-¿Qué hacemos ahora, mi señor?

Tratando de parecer valiente y optimista, dije:

-Nos quedaremos aquí lamiéndonos las heridas. Poco más podemos hacer, y por lo menos aquí estamos a

salvo de ataques enemigos. Ni siquiera puedo planear otras acciones hasta que esté curado de esta

maldita herida. Luego ya veremos. Mientras tanto, he estado pensando que tu crónica de lo que los

españoles l aman la guerra de Mixton empezó cuando devastamos Tonalá. Se me ocurre que los futuros

historiadores del Unico Mundo quizá se beneficien si yo relato y tú escribes hechos anteriores que

expliquen cómo empezó todo esto. ¿Sería poner a prueba tu paciencia, querida Verónica, si te contase

prácticamente toda mi vida?

-Desde luego que no, mi señor. No sólo estoy aquí para servirte, sino que me interesaría muchísimo...

poder oír la historia de tu vida.

Me quedé meditando durante un rato. ¿Cómo empezar por el principio? Luego sonreí tanto como fui capaz

y continué:

-Me parece, Verónica, que ya te dicté, hace mucho, la frase que abre esta crónica.

-Yo también lo creo así, mi señor. La guardé y todavía la tengo aquí.

Te pusiste a revolver entre tus papeles, sacaste uno y lo leíste en voz alta.

-"Todavía puedo verlo arder."

-Sí -convine; y suspiré-. Querida niña inteligente, procedamos a partir de ahí.

Y durante no sé cuántos días sucesivos, aunque a veces yo deliraba o me quedaba mudo a causa del dolor,

te relaté todo lo que hasta ahora has escrito. Finalmente te dije:

-Te he dicho todo lo que puedo recordar, incluso conversaciones y cosas sin importancia. Sin embargo,

supongo que es un relato con los huesos desnudos.

-No, mi querido señor. Sin que tú lo supieras, siempre, desde que estamos juntos, he ido tomando notas de

los más insignificantes comentarios que hacías y de mis propias observaciones de ti, de tu carácter y de tu

naturaleza. Porque, a decir verdad, yo te amaba, mi señor, incluso antes de saber que eras mi padre. Con

tu permiso, me gustaría intercalar esas observaciones mías en la crónica. Eso añadirá carne a los huesos

desnudos.

-Cómo no, querida mía. Tú eres la cronista y sabes muy bien lo que haces. De cualquier modo, ahora sabes

todo lo que hay que saber, y todo lo que cualquier historiador necesitará saber. -Hice una pausa y luego

continué diciendo-: También sabes que tienes una prima cercana en Aztlán. Si alguna vez l ego a

recuperarme de esta fiebre y de esta debilidad, te l evaré al í, y Améyatzin te dará una cálida bienvenida. A

Pozonali y a ti. Espero de veras, querida niña, que te cases con ese muchacho. Los dioses le han

conservado la vida en esta última batal a, y de verdad creo que se la salvaron precisamente para ti. -La

cabeza se me iba y yo empezaba a divagar, pero añadí-: Después de Aztlán quizá podamos ir más

adelante... a las Islas de las Mujeres. Al í fui feliz...

-Te está entrando sueño, señor padre. Y has gastado mucha energía hablando durante todos estos días.

Creo que ahora deberías descansar.

-Sí. Déjame decir sólo una cosa más; y, por favor, ponía al final de tu crónica. La guerra de Mixton está

perdida, y justamente. Nunca debí empezarla. Desde el día de la ejecución de tu abuelo Mixtli les he

guardado rencor y me he resistido a que haya extranjeros entre nosotros. Pero a lo largo de mi vida he

conocido y admirado a muchos de esos extranjeros: al blanco Alonso, al negro Esteban, al padre Quiroga, a

Rebeca, tu madre mulata, y finalmente a ti, querida hija, en quien se mezclan tantas sangres diferentes.

Ahora me doy cuenta... y lo acepto, incluso estoy orgul oso, de que tu preciosa cara, Verónica, es la nueva

cara del Unico Mundo. A ti y a tus hijos e hijas y al Unico Mundo, os deseo todas las cosas buenas.

Mi padre murió aquel a noche mientras dormía. Yo estaba al lado de su jergón y le puse la sábana de seda

por encima del rostro. Está en paz, espero que en la gloria, en el más al á que alguno de sus dioses tiene

para los guerreros. Lo que ha de ser del resto de nosotros, no lo sé.

VERONICA TENAMAXTZIN DE POZONALI

(Estilo: escrito a mano con elegante caligrafía femenina.)

Impreso en Tal eres Gráficos

LIBERDUPLEX, 8. L.

Constitución, 19

08014 Barcelona.

Fin

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