Florida a media noche. El aire estaba cargado de humedad y las nubes emborronaban las estrellas. El avión de la CIA los llevó a un hangar remoto en el aeropuerto de Fort Lauderdale/ Hollywood, donde dos coches, un Lincoln Navigator negro y un Lincoln Town Car, esperaban a los pasajeros. Una mujer y un hombre con traje negro permanecían de pie junto a los coches. La mujer avanzó hacia ellos mientras se aproximaban.
– Soy McNee, de la oficina de México DF. Éste es Pierce, del cuartel general.
Le entregó a Frame sus credenciales.
– ¿Quién es El Albañil?
– Soy yo.
Bedford no presentó a los demás.
– Señor, tiene algunas llamadas sin contestar… sobre una bomba en Londres ayer. Si coge el Navigator podrá hablar en privado. -Y bajó el tono de voz al decir «en privado».
Frame hizo un gesto de asentimiento en dirección a Carrie y Evan.
– Ellos pueden ir en el Town Car con McNee y Pierce.
Le devolvió a Carrie su Glock; antes de entrar en el avión todos le habían entregado las pistolas a Frame.
– ¿Tiene una para Evan? -preguntó Bedford-. No lo quiero desarmado hasta que nuestro objetivo esté en la morgue.
Parecía que ni siquiera quisiese pronunciar en alto la palabra «Jargo».
– ¿Sabes cómo funciona? -preguntó Frame.
Evan asintió. Frame se fue al Navigator, trajo una Beretta 92FS y le enseñó a Evan cómo comprobarla, cargarla, descargarla y cómo ponerle el seguro. Evan metió la pistola en la bolsa del portátil sin soltar su ordenador falso.
– Me gustaría llevar yo la mercancía, si no te importa.
– De acuerdo -dijo Bedford.
– ¿Adónde nos dirigimos? -preguntó Evan.
– A una casa de seguridad en Miami Springs, cerca del aeropuerto de Miami. Por cortesía del FBI. Les dijimos que teníamos a un agente de inteligencia cubano dispuesto a desertar -explicó McNee.
– Luego tú llamarás por teléfono -indicó Bedford.
McNee le sonrió amablemente a Evan.
– Le prometo que cuando lleguemos a la casa disfrutará de una buena comida. Me gusta cocinar.
Abrió el maletero y Evan y Carrie metieron dentro su equipaje. Evan mantenía el portátil falso apretado contra el pecho, como si para él fuese el objeto más preciado del mundo. McNee sujetaba la puerta trasera para que entrasen. Pierce, el otro agente de la CIA, se sentó en el asiento de delante.
Ellos se deslizaron en el cuero fresco del asiento de atrás. McNee cerró la puerta, se sentó en el asiento del conductor y puso el coche en marcha.
– Primero nos libraremos de los mirones.
Elevó la ventana que separaba el asiento delantero y el trasero para que Carrie y Evan pudiesen hablar en privado. Evan miró hacia atrás; Bedford iba en el asiento del acompañante del Navigator detrás de ellos, hablando ya por teléfono.
Evan miró hacia la noche, más allá de la ventana. El aire era cálido como un beso. Vallas publicitarias, palmeras y vehículos a toda velocidad los iluminaban al pasar. Los dos coches dieron una larga serie de giros y volvieron sobre sus pasos rodeando el aeropuerto; pararon y comprobaron que nadie los seguía y luego McNee se dirigió hacia la I95 Sur. Era una autovía concurrida incluso después de medianoche.
Viajaron en silencio durante unos minutos.
– No deberías ir al lugar de la cita -dijo Carrie.
– Yo soy el cebo.
– No, tu llamada es el cebo. No quiero que te acerques a Jargo. Ni te imaginas… lo que te haría si te coge.
– O si te coge a ti.
– A mí me entregaría a Dezz -aseguró Carrie-. Preferiría morir.
– Voy a ir. No hay más que hablar.
Evan leyó los carteles. I95 oeste al aeropuerto de Miami. McNee se puso en el carril de la derecha, pero luego giró rápidamente y cogió la salida I95 oeste hacia Miami Beach.
Evan miró por el parabrisas trasero: el Navigator de Bedford esquivó dos coches, que hicieron sonar sus claxon, se arrimó a ellos y evitó por poco chocar con una furgoneta.
– ¿Qué pasa? -preguntó Evan.
McNee echó un vistazo por el retrovisor y se encogió de hombros. Apuntó al audífono que tenía en la oreja como si le estuviesen dando instrucciones por radio.
Pierce, el tío de la CIA que iba en el asiento del acompañante, se sacó el audífono y frunció el ceño, moviéndose con nerviosismo. Luego golpeó la puerta del acompañante y cayó desplomado. McNee adelantó a un camión, poniendo distancia entre ella y el Navigator.
Pierce no respiraba. Tenía un orificio de bala en el cuello. McNee colocó la pistola en el portabebidas.
Evan golpeaba el cristal reforzado mientras McNee zigzagueaba de un carril a otro. La ventana no se movía.
– Nos está secuestrando -le dijo a Carrie.
Carrie miró por el parabrisas trasero. El Navigator de Bedford se acercaba a ellos a toda velocidad, y un Mercedes negro lo perseguía. Las balas alcanzaron el lado del conductor del Town Car, mientras McNee se separaba del Navigator de Bedford. Desde su ventana de acompañante, Bedford le disparó a McNee. De repente destellos: el Mercedes le disparaba a Bedford. Pero más allá del Mercedes, Evan vio otro coche, un BMW que aceleraba acercándose al Navigator.
McNee aceleró hasta casi ciento cincuenta en dirección a Miami Beach. Las torres del centro de Miami resplandecían bajo las nubes.
– ¡Para o disparo! -ordenó Carrie.
McNee la mandó a la mierda con el dedo. Carrie disparó al cristal que les aislaba, en un punto situado entre el hombre muerto y la cabeza de McNee: el vidrio era antibalas y la bala se aplastó contra el cristal verdoso como un gusano.
Evan buscó el cerrojo de la puerta. Los habían sacado. Los mandos no funcionaban. Golpeó la ventana, pero estaba reforzada.
El Navigator de Bedford aceleró hasta acercarse al Town Car, como un león persiguiendo a una gacela ansioso por probar la ternura del cuello al final de la batalla. El Mercedes rugía al otro lado del Navigator, persiguiéndolo. Alguien disparó desde el Mercedes y las balas alcanzaron las ventanas del Navigator, que estallaron formando pequeños círculos concéntricos, pero resistieron.
Evan deslizó la cubierta del techo; en el cielo la luna brillaba entre dos nubes negras. Pulsó el mando, pero el techo no se movió. Sacó la Beretta del maletín del ordenador y le disparó; el fuerte estruendo casi le deja sordo.
– Tenemos que salir de aquí -dijo Carrie.
El Mercedes rozó el Navigator y entre ambos coches saltaron chispas que formaban una cascada de luz. Empezaron a disparar desde el Mercedes y la ventana lateral del Navigator se hizo pedazos.
Evan vio a Bedford contraatacar desde el asiento del acompañante del Navigator. El Mercedes respondió con una ráfaga de balas y Bedford cayó, con la mitad del cuerpo colgado de la ventana del Navigator y un reguero de sangre escurriéndose por la puerta y la ventana delantera.
Bedford había muerto.
El intercomunicador se encendió y tras un chasquido oyeron la voz de McNee:
– Dejad de disparar y no resultaréis heridos.
«Tiene que haber una manera de salir de aquí. Por las ventanas no, ni por el techo. Los asientos.» Evan recordó un reportaje que había visto sobre una tendencia en los utilitarios modernos: hacer que los asientos se retirasen con más facilidad para complacer el ansia constante de los estadounidenses de tener más espacio en los maleteros. «Por favor, Dios, que la agencia no haya modificado el coche o estaremos metidos en una trampa mortal.» Metió los dedos en el asiento y tiró. Éste cedió un centímetro. Volvió a tirar.
Miró por encima del hombro. McNee lo miraba por el espejo retrovisor con ojos furiosos, como de otro mundo, distorsionados por los impactos en el cristal antibalas. Volvió a subir el asiento y ahora vio al Navigator girar hacia ellos, con un lado abollado y con el cuerpo de Bedford inerte colgando del cristal, con gran parte de la cabeza hecha añicos. El Mercedes se aproximaba para atacar por el lado del conductor.
Frame no se rendía. No iba a abandonarlos.
A su alrededor, el resto de tráfico nocturno de Miami Beach aceleraba y se apartaba de su camino hacia el arcén; los conductores reaccionaban alarmados y conmocionados ante la lucha que se estaba librando en la carretera. Con la bahía a ambos lados, la autovía no ofrecía ninguna salida hasta la calle Alton y el barrio residencial situado en el extremo de South Beach.
«Tiene que reducir la velocidad para tomar la salida. Es nuestra oportunidad de salir.» Evan echó el asiento hacia atrás y vio la oscuridad del maletero.
– ¡Ahora! -gritó Carrie.
Evan se deslizó hacia la oscuridad. Extendió el brazo buscando el alambre fino y la manivela para abrir el maletero desde dentro, si es que la había. Quizá la CIA o McNee lo habían quitado.
Sentía sobre su cabeza las balas golpeando la chapa del maletero.
El Town Car iba a toda velocidad, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Evan estaba tumbado y encajado en el estrecho agujero y las embestidas lo movían hacia delante y hacia atrás. Se giró impulsándose en el pequeño hueco y apartando de delante las pequeñas maletas. Carrie lo empujó por los pies y entró por el canal de cuero al maletero, que estaba completamente a oscuras. Luego Carrie empujó la maleta con el portátil.
Evan encontró el cable de apertura y tiró de él.
El maletero se abrió y el viento, a casi ciento cincuenta kilómetros por hora, le golpeó los oídos. Esa noche no había estrellas y las nubes estaban bajas y oscuras como un paño mortuorio. El Navigator se acercó al parachoques, a pocos centímetros de él, con la cara de Frame como una mancha pálida tras el reflejo de las luces.
McNee pisó más el acelerador y la velocidad superó los ciento sesenta kilómetros por hora mientras se dirigía hacia la salida a la calle South Alton. Pasó un semáforo en verde a toda velocidad haciendo sonar el claxon mientras los coches hacían chirriar las ruedas al frenar para evitar chocar contra el Town Car.
El Mercedes se les puso muy cerca y un hombre se asomó por la ventanilla del acompañante apuntando a Evan con la pistola. Era Dezz, con su amplia sonrisa y el pelo alborotado tapándole la cara. Le hizo gestos para que regresase al maletero.
Evan se agachó. Volvió hacia el asiento trasero y buscó a tientas la mano de Carrie. Nada.
– ¡Vamos! -le gritó.
El Mercedes chocó de nuevo contra el Navigator y de nuevo se escucharon disparos. El Navigator saltó la mediana atravesando un agujero entre las palmeras y volcó. El cuerpo de Bedford salió despedido del coche y cayó en el asfalto. El Navigator se deslizó sobre un lateral, provocando una lluvia de chispas, en dirección a un escaparate a oscuras. Al chocar, el metal y el cristal se astillaron y se hicieron añicos.
El Mercedes se retiró a la derecha y luego aceleró acercándose al Lincoln por detrás. Dezz se asomó por la ventana del acompañante y disparó al maletero. La bala le pasó a Evan por encima, perdiéndose en la noche. Era un tiro de advertencia; sabía que Dezz le podía atravesar el cuello de un tiro.
Evan apuntó y disparó.
Falló. No era un profesional. Disparó de nuevo y la bala atravesó la capota del Mercedes, que se separó de ellos unos cincuenta metros. No conocía el alcance de la pistola, pero no estaba por la labor de malgastar otra bala. Y había demasiada gente alrededor: no podía fallar y matar a un transeúnte inocente.
McNee seguía pitando y conducía a lo loco, con una total despreocupación y a toda velocidad por la calle Alton, entre el laberinto de gente guapa en sus hermosos coches. Iba a matar a alguien; no podía pararla.
Pero podía disparar a las ruedas.
La idea le vino con una tranquilidad espeluznante. Tenía que hacerlo antes de que matase a gente inocente, antes de que volviese a la autovía. Era la única manera de tomar el control de la situación.
Evan se asomó de nuevo y apuntó con la pistola a la rueda situada debajo de él. Se preguntaba si la explosión de la rueda lo mataría, si el coche se precipitaría en el cielo nocturno dando vueltas de campana y luego besaría el implacable asfalto. Dentro del coche Carrie podría sobrevivir. Evan no iba a rezar.
Sostuvo con firmeza la pistola y el Lincoln disminuyó la velocidad.
«Me están viendo y hablando por radio con McNee. Es como ponerle una pistola en la cabeza a ella.»
Disparó.
La rueda detonó. La explosión y el viraje brusco del coche lo hicieron caer de nuevo dentro del maletero. El Town Car se metió en el carril contrario; Evan vio pasar por encima de su cabeza un cartel que indicaba «calle Lincoln». Luego las ruedas comenzaron a chirriar y el coche se detuvo.
La ventanilla del acompañante estalló desde dentro. Era Carrie vaciando el cargador hacia el mismo punto, dejando la pistola sin munición. Carrie salió, sacando primero los pies, y luego cayó al suelo rodando por el asfalto con el brazo fuera del cabestrillo. El Mercedes derrapó unos cien metros de ella y chocó contra un Lexus.
Carrie sujetaba el ordenador falso con la mano sana y lo levantó como un trofeo. Echó a correr, alejándose de ambos coches y metiéndose en medio del atasco.
Dezz y Jargo salieron del Mercedes y le dispararon. Evan les apuntó, pero salieron dos personas del Lexus y se pusieron entre él y Dezz, y se detuvo por miedo a herirlos.
Dezz le disparó y la bala rebotó en el maletero. Evan se agachó. La gente salía de los cafés y corría por la calle gritando. Se arriesgó a mirar.
Pero Dezz y Jargo lo ignoraron: habían visto a Carrie con el portátil. Ésta corría como un rayo hacia el extremo oeste de la calle. Se metió entre la multitud, que le abría paso, y entre el tráfico, y los dos hombres la siguieron.
Desaparecieron en una esquina.
Evan oyó una sirena de policía que se aproximaba y las luces rojas y azules que inundaban el camino infernal que habían recorrido. Agarró la bolsa del portátil y saltó del maletero; la puerta de McNee estaba abierta y éste corría en dirección contraria con la pistola en la mano y apuntando a cualquiera que intentase detenerla.
El BMW que iba detrás del Mercedes por la autovía se dirigía directamente a él. Frenó, se abrió la ventana y escuchó:
– ¡Evan!
Su padre estaba al volante, vestido con un abrigo negro y una venda en la cara.
– ¡Papá!
– ¡Entra! ¡Rápido!
– Carrie. No puedo abandonar a Carrie.
– ¡Evan! ¡Entra ya!
Evan agarró la bolsa del portátil y entró en el coche. No era lo que esperaba. Pensaba que Jargo tenía a su padre encerrado en una habitación, atado a una silla.
– Por aquí.
Mitchell Casher arrancó el Mercedes, se subió a la acera y salió de aquel caos hacia Alton; luego cogió una carretera secundaria y después otra.
– ¡Papá, cielos!
Le agarró el brazo a su padre.
– ¿Estás herido?
– No. Estoy bien. Carrie…
– Carrie ya no es asunto tuyo.
– Papá, Jargo la matará si la coge.
Evan miró fijamente a su padre, a ese extraño.
Mitchell cogió una calle que volvía a Alton, dos bloques más allá de la confusión y el caos provocados por el accidente. Luego entraron en la 41 y viajaron al límite de velocidad por el tramo de carretera que atravesaba la bahía. A su izquierda brillaban barcos de crucero gigantes; a su derecha había mansiones que atestaban un pequeño trozo de tierra y yates amarrados en el agua.
– Carrie. Papá, tenemos que volver.
– No. Ya no es asunto tuyo. Es de la CIA.
– Papá. Jargo y Dezz mataron a mamá. Ellos la mataron.
– No. Lo hizo la gente de Bedford y nos hemos ocupado de ellos. Ahora yo puedo cuidar de ti. Estás a salvo.
No. Su padre creía a Jargo.
– ¿Y Jargo te ha dejado marchar sin más?
– Se aseguró de que no tenía nada que ver con el robo de los archivos por parte de tu madre.
– Tú también eras de la CIA. Bedford me lo dijo. «Quien amó también temió.» Conozco el código.
Mitchell no apartaba los ojos de la carretera.
– La CIA mató a tu madre y yo no quería que Bedford viniese a por mí. Lo único que importa ahora es que estás vivo.
– No. Tenemos que asegurarnos de que Carrie ha escapado de ellos. Papá, por favor.
– Evan, la única persona para la que trabajo ahora soy yo mismo, y mi único trabajo es ponerte a salvo, donde ninguna de esta gente pueda volver a encontrarnos. Evan, ahora tienes que hacer exactamente lo que te diga. Vamos a salir del país.
– No sin Carrie.
– Tu madre y yo hicimos sacrificios enormes por ti. Ahora tú debes hacer uno. No podemos volver.
– Carrie no es un sacrificio que esté dispuesto a hacer, papá. Llama a Jargo y pregúntale si la han cogido.
Su padre adelantó con el BMW a los vehículos de emergencia que avanzaban velozmente hacia Miami Beach y los dejó atrás mientras se dirigía a la I95 norte.
– ¿Adónde vamos, papá?
Evan todavía tenía la Beretta en el regazo, y se imaginó lo inimaginable: apuntar a su padre.
– Ni una palabra, no digas nada. -Su padre marcó en el teléfono-. Steve, ¿puedes hablar? -Mitchell escuchó-. Evan se metió entre la multitud, todavía lo estoy buscando. Te vuelvo a llamar en veinte minutos. -No miró a Evan-. Tienen a Carrie. Dezz la hirió en la pierna. Secuestraron un coche y escaparon de South Beach, pero tiene el portátil de Khan.
– El portátil que tienen es falso -dijo Evan-. Vuelve a llamarlo y dile que lo cambiaré por ella.
– No. Esto se ha acabado. Nos vamos. He hecho lo que me pediste.
– Papá, para y vuelve a llamarlos.
– No, Evan. Vamos a hablar, solos tú y yo. Ahora mismo.
Su padre condujo a Evan a una residencia en Hollywood. Las casas eran pequeñas, con toldos metálicos y estaban pintadas con los colores del cielo: rosa amanecer, azul despejado, cascara de huevo claro, sombra de luna llena. Era la Florida de los años cincuenta. Palmas enanas americanas bordeaban la carretera. Era un vecindario de jubilados y arrendatarios donde la gente iba y venía sin llamar la atención. Evan sintió un escalofrío por el pecho y la espalda al recordar que un grupo de los secuestradores del 11 de septiembre habían vivido allí y habían asistido a una escuela de vuelo en Hollywood porque allí nadie se fijaba en ellos.
Mitchell Casher enfiló el camino de entrada de una casa y apagó las luces.
– No voy a abandonar a Carrie.
– Se ha escapado. Te ha abandonado.
– No. Los alejó de mí. Ella sabía que el portátil estaba vacío, sabía que la seguirían. Porque así aún puedo acabar con Jargo.
– Tienes mucha fe en una chica que te ha mentido.
– Y tú no tenías fe en mamá -dijo Evan-. No te iba a abandonar, no se iba a marchar sin ti: iba a venir a Florida a buscarte.
Mitchell se quedó con la boca abierta.
– Entremos.
Tan pronto como atravesaron la puerta Mitchell abrazó a Evan. Éste se apoyó en su padre y le devolvió el abrazo. Mitchell le besó el cabello.
Evan se derrumbó.
– Yo… vi a mamá… la vi muerta…
– Lo sé, lo sé. Lo siento muchísimo.
No soltaba a su padre.
– ¿Cómo pudiste hacer esto? ¿Cómo?
– Debes de estar hambriento. Prepararé unas tortillas. O unos creps.
Su padre siempre cocinaba los fines de semana y Evan se sentaba a la barra de la cocina mientras él cortaba, mezclaba y pasaba por la sartén la comida. El desayuno del sábado era su confesionario. Donna siempre descansaba en la cama y tomaba café; les dejaba la cocina a los hombres y se quedaba donde no pudiese oír nada.
Evan pensó en esa cocina, en la cara de su madre estrangulada, en él mismo colgado de las vigas por una cuerda, muriendo, intentando llegar con los pies a la barra antes de que la ráfaga de balas lo liberase al cortar la cuerda.
– No puedo comer. -Se separó de su padre-. En realidad no eras un prisionero, ¿verdad?
– Tienes que estar feliz. Soy libre.
– Lo estoy. Pero me siento como si me hubiesen tomado el pelo. He arriesgado mi vida tantas veces durante la última semana intentando salvarte…
– Jargo sólo accedió a dejarme hablar contigo así, hoy, no antes.
– Hablaba como si te fuese a matar.
– No lo haría. Es mi hermano.
A Evan se le encogió el estómago. Era la confirmación de un temor que le rondaba por la cabeza desde que había visto las fotos de Goinsville. Eso explicaba la credulidad de su padre, su desgarradora lealtad. Buscó en el rostro de su querido padre ecos de la expresión de Jargo, su mirada fría.
– No sé cómo puedes llamarlo hermano. Es un asesino despiadado. Intentó matarme, papá. Más de una vez. En nuestra casa, en la de Gabriel, en Nueva Orleans y en Londres. Y ahora mismo.
Su padre sirvió dos vasos de agua helada.
– Déjame hacerte unas cuantas preguntas.
Aquello era peor que ser interrogado con una pistola en la cabeza. Su padre actuaba y hablaba de manera normal, cuando nada era normal.
– ¿Sabes dónde están los archivos que robó tu madre?
– No. Dezz y Jargo los borraron. Así que busqué la fuente.
– Khan. ¿Qué le robaste exactamente?
– Muchas cosas.
– Eso no es una respuesta.
Evan le tiró el vaso de agua de la mano a su padre; éste estalló en el suelo dejando caer los cubitos y el líquido en la alfombra.
– Ni siquiera te conozco. Vine aquí a rescatarte y tú quieres someterme a un puto tercer grado, papá. Necesitamos salir, coger el coche y rescatar a Carrie. Luego huiremos. Para siempre. Jargo mató a mamá. Ella quería protegerme de esta vida, y tú lo sabías.
– Sólo dime exactamente qué pruebas tienes contra mi hermano.
Se le pasó por la cabeza una idea horrible.
– Tú mismo le dijiste a El Albañil que no te buscase. No querías que te rescatase. Si no hubieras podido recuperarme… habrías querido quedarte con esa gente. En realidad crees a Jargo, no a mí.
– Evan. -Mitchell miraba a su hijo como si su corazón fuese una herida abierta-. Ahora ya no importa. Podemos irnos los dos. Escondernos. Sé cómo hacerlo. Nunca más tendremos que preocuparnos.
– Contéstame, papá. Tú eras Arthur Smithson. Mamá era Julie Phelps. ¿Por qué tuvisteis que desaparecer?
– Nada de eso importa ahora. No cambiaría nada.
Evan agarró a su padre por el brazo.
– No puedes ocultarme más secretos.
– No lo entenderás.
Mitchell se inclinó como si le doliese algo.
– Te quiero. Sabes que es verdad. Nada de lo que digas hará que no te quiera. -Evan rodeó a su padre con el brazo-. No podemos huir. No podemos dejar que Jargo gane. Él mató a mamá y matará a Carrie. ¿Eso no importa? -Evan subió la voz-. Ni siquiera parece que eches de menos a mamá.
Mitchell dio un paso atrás; su rostro reflejaba conmoción y dolor.
– Tengo el corazón roto, Evan. Tu madre era mi mundo. Si te llego a perder a ti también…
El teléfono de Evan vibró en su bolsillo. Éste lo abrió.
– ¿Sí?
Su padre se lo quedó mirando, como si quisiese cogerle el teléfono móvil, pero no lo hizo.
Navaja le había dado a Evan el teléfono y sólo él tenía el número.
– Realmente deberían de ponerle mi nombre a un ordenador -dijo Navaja-, o a un lenguaje de programación entero.
– Lo has conseguido.
– He descodificado los archivos. La madre que parió el puñetero trabajo. Los archivos incluso tenían contraseñas cuando los descodificabas. Uno de los archivos tenía una codificación triple, así que debe de ser el premio gordo. Es sólo una lista de nombres y de fotos. Se llama «Cuna».
Probablemente era un nombre en clave para la lista de clientes. Ése sería el archivo mejor guardado.
– ¿Cómo puedes hacérmelo llegar?
– Estoy cargando copias en tu cuenta de servidor remoto. Puedes descargar los archivos y el programa de descodificación todo junto. ¿Puedo borrar los originales o tirar a la basura el portátil?
– No. Tal vez los necesite. Pero te aconsejaría que los escondieses en un lugar muy seguro.
– Y yo que estaba tentado de colocar este portátil en mi pared como un tigre que hubiese abatido.
Navaja estaba feliz con su triunfo.
– Gracias -dijo Evan-. Disfruta del dinero.
– Lo haré.
– Acabas de salvar vidas.
– Entonces eso es un plus -dijo Navaja.
– Desaparece por un tiempo.
– Me voy de vacaciones, pero ya sabes cómo ponerte en contacto conmigo.
Navaja colgó y Evan borró el número del registro de llamadas. Luego guardó el móvil. Era hora de decidir si podía confiar en su padre.
– ¿Hay algún ordenador con acceso a internet en esta casa?
– ¿Quién era?
– No importa. Dime.
Mitchell se pasó la lengua por los labios.
– Sí. En el dormitorio de atrás.
Evan fue a la habitación y encontró un ordenador conectado a la banda ancha. Lo encendió y accedió a la cuenta de servidor remoto que El Turbio le había abierto cuando lo había llamado desde Goinsville.
– ¿Adónde llevará Jargo a Carrie?
– A una casa de seguridad. Para interrogarla.
– Llámalos. Diles que la dejen marchar o la lista de los clientes de Jargo aparecerá mañana por la mañana en la portada de The New York Times.
– Si le haces daño simplemente pasará a la clandestinidad y nos perseguirá.
– ¿Es eso lo que te da miedo, o es el hecho de que sea tu hermano?
– Ambas cosas -dijo Mitchell-. Pero escúchame. Si haces pública esa lista nos perseguirán muchos más que Los Deeps. Servicios de inteligencia, círculos criminales de todo el mundo pondrán precio a nuestras cabezas.
– Deja ese rollo de la culpabilidad mundial. Tú nos metiste en esto, y yo voy a hacer que salgamos de una puñetera vez.
Evan pulsó unas teclas y descargó lo que El Turbio había cargado. Había varios archivos. Abrió el primero: números de cuenta, más de tres docenas, en varios bancos suizos y de las Caimán. Abrió una carpeta llamada «Logística»: dentro había un archivo, uno de muchos, con los requisitos para la última misión de su madre en el Reino Unido. Una tercera carpeta contenía información para reunirse con el Mossad israelí y entregarles a un contable de Hamas que se había negado a darle información a Jargo. Fotos del asesinato de Hadley Khan, de su lenta tortura, tomadas por Thomas Khan para probar su fidelidad, para documentar su lealtad hacia Jargo por encima de la familia. Y todo así. Cada documento era una página del diario de un mundo secreto.
Había un documento que contenía una lista de clientes. Pese a todo el terror y la muerte que había causado, el archivo no era más que una hoja de cálculo. Unos cuantos nombres de la CIA, incluido Pettigrew, del FBI, del Mossad y del MI5 y MI6 británicos; del SVR ruso y del Guoanbu chino, y también de los servicios de inteligencia de Alemania, Francia y Sudáfrica. Los japoneses. Ambas Coreas. Empresas clasificadas en las quinientas primeras posiciones de la lista publicada por la revista Fortune. Jefes militares. Oficiales superiores del gobierno.
– ¡Dios mío! -exclamó su padre detrás de él.
Evan volvió a entrar en la carpeta de logística. Abrió una subcarpeta llamada «Viaje». Leyó las tres últimas entradas. Le dio un escalofrío.
– Papá, ¿cómo te atrapó Jargo cuando volviste a Estados Unidos?
– Volé a Miami el miércoles por la noche. Me llamó antes, cuando volvía de hacer mi trabajo. Me dijo que había un problema y que tenía que esconderme. Me llevaron a una casa de seguridad y me encerraron allí.
– Miércoles. ¿Y luego qué?
– Él y Dezz fueron a Washington para seguir una pista del contacto de Donna en la CIA.
– No. Fueron a Austin. -Y señaló un listado en el archivo de logística-. Khan preparó un vuelo charter para ellos el jueves, de Miami a Austin. Fueron a ver a mamá. O a vigilarla. Quizás ella vio a Dezz o a Jargo y se enteró de que la estaban siguiendo. Eso es lo que la impulsó a escapar el viernes por la mañana.
Su padre miraba fijamente la pantalla.
Evan abrió otra hoja de cálculo. Operaciones en el Reino Unido. Dinero desviado a una cuenta en Suiza.
– Papá, mira esta transferencia. ¿Quién es Dundee?
Su padre ya había recuperado la voz.
– Es el nombre en clave de un agente.
– Le pagaron el día que yo llegué a Londres y Jargo intentó matarme con la bomba. Dundee probablemente es el que fabricó la bomba.
Mitchell cayó al suelo, con la mirada fija todavía en la pantalla.
El último documento, titulado «Cuna» estaba en la parte de abajo de la pantalla. Evan lo abrió mientras su padre le agarraba la mano y le decía:
– No, hijo, por favor, no.
Demasiado tarde. Evan abrió «Cuna». Contenía fotos antiguas, de niños. Dieciséis niños. Uno era su padre, con su gran sonrisa. Su madre era una niña rubia muy menuda, con pómulos altos y el pelo recogido en una juvenil trenza. Con siete años, Jargo ya tenía los ojos inexpresivos y fríos de un asesino. Una chica de cara dulce parecía la versión infantil de la conductora, McNee. Los nombres estaban debajo de cada foto. Se quedó mirando a sus padres, a Jargo, y al padre de Carrie.
Arthur Smithson. Julie Phelps. John Cobham. Richard Allan.
– Ésos eran vuestros nombres reales -dijo Evan-. ¿Qué les ocurrió a vuestros padres?
– Todos ellos murieron. Nunca los conocimos.
– ¿Dónde naciste?
Su padre no respondió. En lugar de eso preguntó:
– ¿Has descargado el programa de descodificación?
– Sí.
Su padre se inclinó y pulsó unas teclas. Descargó otra vez el documento «Cuna» y el archivo se abrió de nuevo.
No era la CIA. No era una organización independiente que Alexander Bast había creado y de la que Jargo se había apoderado. Había nombres nuevos debajo de la foto de cada niño.
Su madre. Julia Ivanovna Kuzhkina.
Su padre. Piotr Borisovich Matarov.
Jargo. Nikolai Borisovich Matarov.
– No -dijo Evan.
– Éramos un gran, gran secreto -dijo su padre detrás de él. Lloraba-. Las semillas de la siguiente olna de inteligencia soviética. Los gulags estaban llenos de mujeres, disidentes políticas a las que no les dejaban quedarse con sus hijos. Nuestros padres eran o bien otros disidentes, o bien guardias de prisión que fecundaban a las mujeres. Nuestras madres podían estar con nosotros una vez al mes y durante una hora hasta cumplir dos años; luego no nos volvían a ver nunca más. La mayoría de los niños acababan en campos de trabajo o de reeducación. Alexander Bast fue a visitar los campos. Averiguó qué prisioneras tenían los cocientes intelectuales más altos. Les hizo pruebas legítimas, ya que los soviéticos alegaban que los disidentes eran enfermos mentales y que tenían cocientes intelectuales bajos. También les realizó pruebas a sus hijos de dos años y se llevó a un grupo de nosotros.
– Bast era de la CIA.
– Y del KGB. Era un agente doble aliado con el KGB. Su lealtad era hacia la URSS. Le tomaba el pelo a la CIA.
Evan tocó la pantalla, la foto de su madre.
– Os transformó en pequeños estadounidenses.
– Los soviéticos construyeron en Ucrania una réplica de una ciudad americana. Se llamaba Clifton. Bast tenía otro complejo cerca de allí. Disponíamos de los mejores profesores de inglés y de francés, hablábamos como nativos. Incluso nos enseñaron a imitar los acentos: del Sur, de Nueva Inglaterra, de Nueva Jersey… -Mitchell carraspeó-. Teníamos libros de texto estadounidenses, aunque nuestros instructores se apresuraban a subrayar la falsedad de Occidente en favor de la verdad soviética. Y desde temprana edad nos enseñaron técnicas profesionales: cómo luchar, si era necesario; cómo matar; cómo mentir; cómo espiar; cómo vivir una doble vida. Crecimos en un constante entrenamiento, programados para el éxito, para no tener miedo y para ser los mejores.
Evan rodeó a su padre con el brazo.
– En esa época la inteligencia soviética estaba patas arriba -dijo Mitchell-. El FBI y la CIA seguían desbaratando y acabando con operaciones y agentes soviéticos en Estados Unidos. Esto se debía a que muchos de los agentes nacidos en Estados Unidos tenían lazos con el partido comunista antes de la Segunda Guerra Mundial. Y si eras un diplomático soviético, el FBI y la CIA sabían que probablemente eras del KGB; esto ataba de manos y pies a los espías constantemente. Los ilegales, es decir, los espías que vivían bajo una gran protección, tenían más éxito. O al menos esto le vendió Bast al escalón más alto del KGB. Muy pocos conocían el programa. Se camufló como bajo un método de entrenamiento llamado «Cuna» en los documentos y en los informes presupuestarios, y le dieron un perfil extremadamente bajo. Nadie podía saberlo. La inversión que se habría perdido hubiese sido demasiada, mucho más elevada que para entrenar a un agente adulto.
– Luego Bast os trajo al orfanato en Ohio.
– Lo compró. Nos dio nombres e identidades nuevas…
– Y rápidamente destruyó el orfanato y el Palacio de Justicia, dándoos una alternativa por si alguna vez se cuestionaban vuestros documentos de identidad. Y una nueva fuente de identidades para cuando las necesitase.
Mitchell asintió.
– Para crecer y ser espías.
Evan se imaginó a sus padres cuando eran niños, entrenados, instruidos, preparados para una vida de sospecha y engaño. En las fotos parecía que sólo quisieran salir a jugar. Mitchell asintió de nuevo.
– Para ser agentes durmientes. Pero íbamos a ir a la universidad. Nuestras becas las pagaría un fondo para huérfanos que gestionaba una compañía que era una tapadera de Bast. Luego Bast, como agente antiguo y de confianza de la CIA, allanaría el camino para el reclutamiento.
– En la CIA.
– Sí. O en defensa, energía, aviación… cualquier sitio que fuese útil. Teníamos que ser flexibles, centrarnos en las operaciones, esperar oportunidades, servir cuando nos reclamasen.
– Y siendo Smithson conseguiste un trabajo como traductor para la inteligencia militar, y mamá su trabajo en la marina. Tú estabas perfectamente colocado. ¿Por qué te convertiste en Mitchell Casher?
– Por ti.
Ahora su padre parecía haber recuperado las fuerzas. Se puso de pie ante Evan con las manos cruzadas delante de la cintura, como un penitente, con los ojos llenos de lágrimas y la voz fuerte. No temblaba.
– No lo entiendo, papá.
– Vimos lo que significaba Estados Unidos: libertad, oportunidades, honestidad. A pesar de sus verrugas y de sus problemas, era un paraíso. Queríamos criar a nuestros hijos aquí, Evan; sin miedo, sin preocuparnos de que nos atrapasen y nos matasen o nos hiciesen volver a Rusia, donde nuestros padres habían estado en la cárcel y donde nunca hubiésemos tenido una oportunidad en la vida. ¿Sabes? En Clifton nos tuvieron que enseñar a tomar decisiones, cómo negociar con auténtica independencia. -Mitchell sacudió la cabeza-. Teníamos libertad, teníamos un trabajo interesante, teníamos el estómago lleno y no había filas en las que colocarse. Nos dimos cuenta de que nos habían mentido. Nos habían mentido en todo.
Evan rodeó de nuevo a su padre con el brazo.
– Lo único que nos protegía del KGB era Bast. Era nuestro único responsable, nuestro único contacto. No estábamos en las listas oficiales del KGB. No estábamos reconocidos. Ni siquiera valoraban las operaciones que realizábamos con éxito. Si yo robaba tecnologías de redes informáticas, Bast se inventaba un traidor ficticio o un antiguo agente que lo había robado. El mando del KGB nunca supo de mi existencia. Si no fuese así, aquellos bobos se habrían vuelto tremendamente codiciosos; nos hubiesen pedido la luna y las estrellas y nos hubiesen destruido asignándonos trabajos imposibles. Los soviéticos acababan de invadir Afganistán; Bast le dijo a Jargo que podía ser que le asignasen el control de las redes que los soviéticos estaban construyendo en Kabul. Si se hubiese salido de su posición, nos habría expuesto a todos a la codicia y a la incompetencia que abundaba en las operaciones estadounidenses del KGB.
– Tendríais que trabajar de acuerdo con las reglas del KGB, no las de Bast.
– De un modo extraño, éramos como sus hijos. -Mitchell cerró los ojos-. Tu madre estaba embarazada de ti, otros Deeps se habían casado y habían empezado a tener hijos, a construir vidas reales. -Volvió a tragar saliva-. Se supone que no debíamos tener contacto entre nosotros, pero lo teníamos. Mi hermano vio la oportunidad. Por fin seríamos auténticos estadounidenses. Seríamos capitalistas de nuestro trabajo.
– Así que Los Deeps mataron a Bast. Dos tiros con dos pistolas diferentes. Jargo y otro Deep.
– Yo -dijo Mitchell en voz baja-. Jargo, tu madre y yo fuimos a Londres. Le disparamos, primero Jargo y luego yo. Fue como matar a mi propio padre, pero hice lo que tenía que hacer, por ti, para darte una oportunidad. -Mitchell tragó saliva-. Lo matamos a él y a los pocos que pudimos coger en Rusia que conocían «Cuna»; eran menos de diez hombres en ese momento. Ese archivo nuestro de cuando éramos niños se parece a un documento escaneado de todos nosotros que vi una vez en Rusia. Pertenecía a Bast.
– Y Khan lo guardó, como seguro en caso de que todos vosotros lo traicionaseis como Jargo hizo con Bast -dijo Evan.
– Creo que tienes razón. Creamos pruebas y se lo dimos a uno de los responsables de Bast en el KGB. Las pruebas indicaban que había sido asesinado por la CIA y que sus agentes ficticios también habían sido eliminados por ellos. Todos nos esfumamos de las vidas que habíamos vivido. Tú sólo tenías unos meses por aquel entonces.
– Pero cuando cayó la Unión Soviética… podríais haber salido a la luz.
– Entonces llevábamos años espiando, Evan. Para la CIA. Contra la CIA. Éramos independientes y éramos muy buenos. Difícilmente podríamos haber dado un paso adelante y decir: «Hola, somos una exitosa red de antiguos agentes de la KGB y hemos estado haciendo trabajos sucios con vuestros propios presupuestos, para vuestra propia gente». Nos habrían considerado la última bala perdida y todos los servicios de inteligencia nos hubiesen perseguido. Algunos de nuestros clientes llevan utilizando nuestros servicios veinticinco años. Han llegado lejos en sus carreras. No podíamos descubrirnos. Habíamos… construido vidas maravillosas.
– Así que hacías negocios con todo el mundo.
– Éramos las putas de la ciudad de los trabajos de inteligencia. Les robamos a los israelíes para los sirios. Secuestramos a viejos alemanes en Argentina para los israelíes. Les robamos a científicos alemanes para venderle a los agentes de la KGB, que nunca adivinaron que alguna vez fuimos sus colegas. Espionaje corporativo; es rápido y lucrativo. -Mitchell se pasó la mano por la cara-. El espionaje es ilegal en todos los países. No hay clemencia. Ni siquiera los ex agentes de la KGB que están trabajando como asesores ahora en Estados Unidos han hecho lo que nosotros hemos hecho. No han cometido asesinatos. No han vivido con nombres falsos. No han vendido sus servicios al mejor postor.
– Y este noble trabajo fue hecho por mi bien.
– Por ti y por Carrie. Por nosotros y por nuestros hijos. No queríamos que no tuvieseis elección. No queríamos alejaros de todo lo que conocíais. Nosotros… -en este momento a Mitchell se le quebró la voz, igual que un niño en brazos de su madre- no queríamos que os llevasen de nuestro lado. Queríamos seguir vivos y libres.
La conmoción de su afirmación hizo que Evan sintiese que las piernas se le debilitaban.
– Esto no es libertad, papá. No has podido hacer lo que querías, ser lo que querías ser. Sólo has cambiado una jaula por otra.
– No me juzgues.
Evan se puso de pie.
– No me voy a quedar en la jaula que tú mismo has construido.
Mitchell sacudió a Evan por los hombros.
– No era una jaula. Tu madre consiguió ser fotógrafa y yo trabajar con ordenadores. Era lo que elegimos. Y tú pudiste crecer libre, sin miedo, sin que nos pudriéramos en la cárcel como nuestras madres.
La boca de Mitchell se retorció con furia y dolor. La rabia encendía sus ojos.
– Papá…
– No sabes el infierno del que te hemos librado, Evan. No me refiero al infierno de la muerte; me refiero al infierno de la opresión, del sofoco del alma, del miedo continuo.
– Sé que piensas que hiciste lo correcto para mí.
– No hay nada que pensar; lo hice, ¡tu madre y yo lo hicimos!
– Sí, papá. -Evan le dio a su padre un largo abrazo y Mitchell Casher se estremeció-. No pasa nada. Yo siempre te querré.
Su padre le devolvió el abrazo con violencia.
– Hiciste lo correcto en ese momento -dijo Évan-, pero esa vida mató a mamá y casi nos mata a ti y a mí. Por favor. Tenemos una oportunidad para acabar con esto. Podemos ir a cualquier sitio. Puedo cavar zanjas, aprenderé un idioma nuevo. Sólo quiero que lo que queda de mi familia permanezca unida.
Mitchell se dejó caer en la silla delante del ordenador y se tapó el rostro con las manos. Luego se levantó rápidamente, como si pensase que ésa no era una postura natural.
«Tiene que estar preparado todo el tiempo. Cada minuto que permanece despierto.» Entonces Evan se dio cuenta de que en sólo una semana a él le había pasado lo mismo. Fue al ordenador y examinó las caras de los niños perdidos. Se sacó del bolsillo la PDA de Khan y, mediante una conexión inalámbrica, pasó todos los nombres de los clientes y de los agentes de los archivos del ordenador a la PDA.
– ¿Qué estás haciendo? -dijo Mitchell.
– Un seguro.
Evan borró todos los archivos que había descargado en el ordenador. Borró el historial de búsqueda para que no pudiese llevar de nuevo al servidor remoto. Apagó el portátil y cerró la tapa. Podía volver a descargar los archivos de internet de nuevo, si seguía vivo…
– Esos archivos nos dibujan una diana en la espalda; deberías destruirlos -dijo Mitchell.
Evan se preguntó qué cara estaba mostrando ahora su padre: el padre protector, el agente asustado o el asesino decidido. Evan tuvo un escalofrío provocado por la impresión y el miedo.
– Me das miedo -afirmó.
Piotr Matarov, Arthur Smithson y Mitchell Casher lo miraron.
Evan salió del dormitorio. La gabardina de su padre estaba colocada sobre el respaldo de una silla, en el rincón del desayuno. Evan hurgó en ella y sacó un teléfono por satélite. Lo encendió y buscó entre los pocos números de la lista. Uno estaba guardado como J. Le llevó el teléfono a su padre.
– Tú hiciste lo que hiciste para tener tu vida. Yo debo detener a Jargo para tener la mía. No puedo dejar que mate a Carrie y no puedo dejarlo marchar después de matar a mamá. Le pararé los pies. Ahora. Puedes ayudarme o no, pero antes de que te vayas necesito que hagas esta llamada de teléfono. -Evan le puso la mano en el brazo a su padre-. Llama, averigua si Carrie está bien. Tú no me has visto. Me he escapado.
Mitchell marcó.
– Steve. -Una pausa-. Sí -Otra pausa-. No. No, se me escapó. Tiene un par de amigos en Miami. Intentaré buscarlo allí. -Otra pausa-. No la mates. Puede que sepa adónde irá Evan. O si lo encuentro puede que sea útil para traerlo hasta nosotros. Todavía necesitamos saber hasta dónde llega el grupo de El Albañil -Mitchell hablaba con la energía de un soldado, sopesando opciones, ofreciendo contraataques, hablando como un hombre que estaba cómodo en la sombra-. De acuerdo. -Colgó-. Están en una casa de seguridad. La última parada en nuestra ruta de escape. Ella aún está viva. Jargo está… interrogándola. Quiere la contraseña del portátil.
¿Qué había dicho Carrie en el coche? «Me entregará a Dezz. Prefiero morir.»
– Ella no sabe la contraseña. De todas formas, ese ordenador está vacío.
«Excepto por mi plan alternativo, por mi farol para Jargo, si consigue abrirlo.»
– Le he conseguido tiempo -dijo Mitchell-, pero no será agradable para ella.
– ¿Dónde está?
Mitchell sacudió la cabeza.
– No puedes salvarla.
– Sí puedo, si me ayudas. Sólo dime dónde la tiene Jargo.
– No. Nos vamos. Solos tú y yo. Olvídate de Carrie. Tú y yo.
Evan sacó la Beretta del bolsillo de su abrigo, pero no la levantó.
– Lo siento.
– Evan, por el amor de Dios, aparta eso.
– Tú tomaste las decisiones difíciles por mí, papá. Porque me querías. Pero no voy a abandonar a Carrie. Dime dónde está. Si no quieres ir es cosa tuya.
Su padre sacudió la cabeza.
– No sabes lo que haces.
– Lo sé perfectamente. Tú eliges.
Mitchell cerró los ojos.
«Todo acabará esta noche -pensó Evan-. De un modo u otro, terminarán todos los años de mentiras y engaños. Tanto para mi familia como para Jargo.»
Mitchell conducía hacia el norte, a la I75 oeste, conocida como Alligator Alley. Mientras se dirigían hacia el oeste, la noche clareaba y la adrenalina invadía el cuerpo de Evan como un subidón permanente. Iban escuchando una emisora de noticias de Miami: McNee había muerto, un oficial de policía le había disparado cuando intentaba abandonar la escena en Miami.
– Jargo no matará a Carrie enseguida. Querrán conocer todo lo que sabe la CIA; se tomarán tiempo. Jargo no se puede permitir que la CIA meta a otro topo en la red.
– ¿La va a torturar? -Torturar. Era un verbo que no querías escuchar ni a un kilómetro de la mujer a la que amabas.
– Sí. -La respuesta sonó contundente en el espacio a oscuras que los separaba-. No puedes obcecarte con Carrie, Evan. Si te pones a pensar en ella… o en tu madre, morirás. Debes centrarte en el momento actual. Nada más.
– Necesitamos un plan.
– Las operaciones de rescate no son mi fuerte, Evan. No somos un equipo SWAT de especialistas en operaciones.
– Tú matas a gente, ¿no? Considéralo un golpe contra Dezz y contra Jargo.
– Normalmente tampoco voy con una persona desentrenada a la que tengo que proteger.
– Ésta es mi lucha tanto como la tuya.
Mitchell carraspeó.
– Entraré solo. Tú te quedarás escondido fuera. Esperarán que vuelva aquí si no te encuentro. Diré que todavía sigues desaparecido y que no tengo noticias de que la policía te haya encontrado. Les diré que he oído la noticia de que McNee ha muerto, pero que escuché en la emisora de la policía de Miami que la han capturado y que sigue viva. Como Jargo ha robado un coche de un civil no habrá escuchado ninguna noticia de la emisora de la policía.
– Esperemos.
– Esperemos. Sabrán que si McNee está viva, el FBI y la CIA la presionarán muchísimo. Tendremos que huir. -Mitchell miró a su hijo-. Eso nos da una oportunidad. Querrán dejar todo cerrado en la casa antes de irse.
– ¿Se llevarán el ordenador falso?
– Sí, a menos que ya hayan logrado abrirlo con un programa de descodificación.
– No lo habrán conseguido -dijo Evan.
– ¿Qué metiste en ese ordenador?
– Digamos simplemente que aprendí unos cuantos trucos de los campeones de póquer cuando filmé Farol. La importancia de la guerra psicológica.
– Cuando salgan de la casa Jargo irá solo y Dezz probablemente lleve a Carrie esposada. Ambos estarán armados y preparados. Yo me pondré detrás y los tendré a los dos a tiro. Primero le dispararé a Dezz, porque estará apuntando con la pistola a Carrie. Y luego a Steve. -Le tembló la voz.
– No dudes, papá. Él mató a mamá. Te juro que es verdad.
– Sí, sé que lo hizo, lo sé. ¿Crees que saberlo lo hace más fácil? Sigue siendo mi hermano.
Hubo un largo momento de silencio antes de que Evan hablase.
– ¿Y si quieren matar a Carrie antes de marcharse? En el parque natural de Everglades, esos pantanos cubiertos de hierbas altas, se puede hacer desaparecer un cuerpo para siempre.
– Entonces les mentiré -dijo Mitchell- y les diré que quiero matar a Carrie yo mismo, pero lentamente, por haberte puesto en mi contra.
La voz fría y calculadora de su padre hizo que Evan se estremeciese.
– No creo que esté bien que entres solo. No tienes por qué librar mi guerra.
– La única forma de que esto funcione es que crean que tú y yo ni estamos ni hemos estado juntos.
– De acuerdo, papá. ¿Puedo hacerte una pregunta?
– Sí.
– ¿Amabas a mamá?
– Evan, Dios mío, la quería con locura. Mi hermano también estaba enamorado de ella. Fue la única vez que le gané en algo: cuando Donna me eligió.
La noche era oscura y larga. Evan nunca había visto antes el parque natural de Everglades, que estaba al mismo tiempo lleno y vacío: vacío de un toque humano que no fuese la autopista; y lleno de suciedad, de agua y de hierba llena de vida. Mitchell se dirigió hacia el sur por la autopista 29, que bordea la Reserva Nacional del Gran Ciprés. No había luces que indicasen una ciudad ni un negocio, sólo una curva en la carretera que conducía a la oscuridad.
Su padre detuvo el coche y se echó a un lado de la carretera, en medio de la negrura.
– Escóndete en el maletero. Rompe la luz para que no brille.
A Evan se le encogió el corazón. Había muchas cosas sin planear y mucho que hacer para intentar prepararse, pero no había tiempo.
– El camino de entrada rodea la parte trasera de la casa, donde hay un porche grande. Aparcaré con el maletero en dirección contraria a la casa. Verás un gran edificio de ladrillo gris hacia la parte posterior de la propiedad. Es un garaje, y allí está el generador. Corre lo más rápido que puedas hacia él. Quédate detrás hasta que venga a buscarte. Si salimos y fallo al disparar, tendrás un ángulo claro para dispararle a Dezz o a mi hermano.
– Papá, te quiero. -Evan le agarró la mano a su padre en la oscuridad.
– Lo sé. Yo también te quiero. Métete en el maletero.
Iba dentro de un maletero por segunda vez en la misma noche, y esperaba que fuese la última de su vida. Evan sintió que el BMW se detenía y su padre salió del coche. No hubo ninguna llamada ni ningún saludo que rompiese el tranquilo silencio, y oyó a su padre subir las escaleras hasta el porche y abrir una puerta. El murmullo de varios saludos y a su padre interpretando a la perfección con voz de cansancio y de miedo; luego se cerró la puerta.
Abrió el maletero y salió. El aire nocturno era frío y húmedo, pero tenía las palmas de las manos impregnadas de sudor. Sostenía la Beretta que Frame le había dado unas horas antes. Ninguna luz le indicaba el camino en la oscuridad. Se quedó un momento tumbado en el suelo, esperando a que se abriese una puerta y comenzasen los disparos. Nada.
Fue corriendo hacia la casa, situándose detrás de los coches que lo separaban del porche trasero.
Estaba oscuro y no tenía linterna; su padre le había dicho que era arriesgado utilizarla. Se sumergió en la oscuridad y esperó no meterse dentro del agua o de un agujero, ni tropezarse con latas que hiciesen ruido. Fue de nuevo a tientas hasta el garaje y lo rodeó por la esquina. Evan se quedó quieto. Cada crujido parecía una serpiente o un caimán arrastrándose hacia él, y no quería volver a ver caimanes.
Creyó escuchar un clic, probablemente era un sistema de alarma que se reactivaba después de que su padre hubiese entrado. Se quedó quieto como una piedra, mientras el sudor le escurría por la espalda y escuchaba su propia respiración en el silencio. Tenía una pistola. Tenía la PDA de Khan con su fantástico desactivador de alarmas, que no tenía ni idea de cómo usar. Ahora debía tener paciencia.
Cinco minutos. Diez minutos. No se oían estallidos ni disparos, ni el crujir de pasos en el porche trasero. Se asomó por la esquina del garaje, dejó atrás el coche que su padre había aparcado y fue hacia la casa. El único sonido que escuchaba en todo el océano de vida que lo rodeaba era su respiración.
Luego oyó el ligero crujido de un tacón entre la hierba alta a pocos centímetros de distancia. Se quedó helado.
– Teee veeeooo -canturreó una voz. Era Dezz-. Estás sentado tan quietecito…
Una bala se incrustó en la pared a pocos centímetros de él, a su derecha. Evan se echó hacia atrás. Otro tiro dio contra la esquina, justo sobre su cabeza. Le saltaron a la cara fragmentos de ladrillo.
Evan apuntó hacia donde venían las balas. Había visto una luz, pero estaba temblando y dudaba.
– Te veo sentadito sobre tu culo apuntando con una pistola. Ni siquiera andas cerca -continuó Dezz-. Baja la pistola y ven adentro o entraré de nuevo en la casa y le partiré el espinazo a tu padre. No morirá, será peor que la muerte porque justo cuando nos vayamos su culo tetrapléjico acabará en el pantano. Tú eliges. Se ha acabado, Evan. Tú decides lo feo que se pone para tu padre y para la puta.
Evan tiró la pistola. Las nubes se dispersaron por un momento y vio, bajo la débil luz de la luna, a Dezz corriendo hacia él con la pistola apuntándolo. Luego un golpe salvaje lo tiró contra la pared, provocándole un corte en la parte de atrás de la cabeza.
Dezz golpeó a Evan en la mejilla con el tacón de la bota.
– Me hiciste dejar mi juego con Carrie -dijo Dezz agachándose para coger del suelo la pistola de Evan-, y todavía estaba en pleno calentamiento.
– Estoy oyendo cómo un idiota se mea en los pantalones.
Dezz empujó a Evan por las escaleras del porche trasero apoyando la pistola en su nuca. Quizás esa pistola que le presionaba el cuero cabelludo fuese la misma que Dezz había usado en la cocina de su madre una semana antes.
A Evan le retumbaba la cabeza y le dolía la cara. Mantenía las manos en alto.
Dezz lo agarró por el brazo y lo empujó a través de la puerta. Evan intentó agarrarse, pero cayó de bruces en el suelo de baldosas.
Dezz encendió las luces. Apuntó a Evan con la pistola, con la misma que le había golpeado en la cara.
Se quitó las gafas y las tiró en la barra.
– Visión nocturna con iluminador de infrarrojos -dijo Dezz-. No te puedes esconder de mí en ningún sitio, en ninguno que importe ya. Eres un mercenario terrible. Es como ver una cinta de pifias de las Fuerzas Especiales.
Dezz encendió una luz y, al verlo de cerca, Evan vio una versión retorcida y compacta de sí mismo: el mismo cabello rubio y sucio, la misma constitución menuda, pero el rostro de Dezz mostraba una extrema delgadez, como si Dios hubiese escatimado al ponerle la carne. Tenía una espinilla en la esquina de la boca.
Dezz levantó a Evan del suelo bruscamente y le puso la pistola en la cabeza.
– Por favor, corre, llora. Dame una razón para dispararte, por favor.
La fuerte luz hizo parpadear a Evan. El refugio tenía un recibidor amplio. Las luces eran tenues, pero ninguna de ellas sobrepasaba las ventanas tapiadas con tablas. Los muebles del vestíbulo habían sido retirados, excepto una lámpara de araña con forma de rueda de carro que colgaba del techo. Tenía el aspecto de un edificio caro que buscaba parecer rústico, dirigido a turistas ecológicos o a cazadores.
– Me sorprende que salieses a buscarme -añadió Evan- con el miedo que les tienes a los caimanes.
Dezz le dio un puñetazo fuerte en el estómago que lo estampó contra la pared. Evan cayó al suelo y luchó por no perder la conciencia. Dezz le agarró por el cuello y lo puso de pie de nuevo.
– Eres… -lo golpeó de nuevo-, no eres nada -dijo Dezz aporreándole la cabeza-. Un director famoso. Eso no importa una mierda en el mundo real. Pensabas que eras más listo que yo y no eres más que un tremendo tonto.
Dezz abrió un caramelo y le pasó el envoltorio por la boca a Evan.
Evan escupió el envoltorio. Estaba sangrando por la parte de atrás de la cabeza.
– Yo hablo con Jargo, no tú.
Un repentino grito, fruto del terror y del dolor, llegó del piso de arriba.
Evan sintió un escalofrío. Dezz se rió y pinchó a Evan con la pistola.
– Mueve el culo y sube ahí.
Lo empujó por la grandiosa escalera curva.
– La Exploradora es una chillona. Apuesto a que ya lo sabías. Apuesto a que tú también gritarás: primero llorarás, luego te mearás encima y gritarás hasta desgarrarte la garganta. Cuando haya acabado contigo deberé tomar notas para no olvidarme.
La escalera conducía hasta un amplio recibidor con cuatro puertas, todas ellas cerradas, menos una. Las ventanas situadas al final del recibidor estaban tapadas con tablas. Dezz empujó a Evan al interior de una habitación.
La estancia había sido en su día una sala de reuniones donde la gente se sentaba con las carpetas abiertas, donde combatían el cansancio de la reunión, observaban monótonas presentaciones sobre pronósticos de ventas o cifras de ingresos, y en lugar de descifrar un gráfico circular probablemente todos estaban deseando estar fuera pescando o cazando en Everglades. Habrían bebido café, agua fría o soda de un recipiente lleno de hielo, y habría una bandeja de magdalenas en el medio de la mesa.
Ahora la mesa y las bebidas habían desaparecido, y Jargo estaba de pie sosteniendo un cuchillo teñido de rojo y un par de alicates. Miraba fijamente a Evan con un odio frío y feroz; luego se apartó para que éste pudiese ver.
Era Carrie. Estaba tumbada en el suelo, con la camiseta rota por el hombro. Le habían quitado la venda del hombro, y sangraba por él y por la pierna. El dolor le nublaba la vista. Tenía el brazo derecho sobre la cabeza, esposado a una anilla de acero que habían colocado en el suelo, en el lugar del que habían quitado la alfombra.
Luego Evan vio a su padre. Mitchell estaba tirado en el suelo con la cara herida y sangrando, con los dedos de la mano derecha rotos y retorcidos, esposado a una barra de metal que recorría la habitación de un lado a otro.
La cara de Mitchell se desdibujó en una mueca cuando vio a su hijo.
Jargo se aproximó con rapidez y le dio un puñetazo en la cara a Evan.
– ¡Maldito seas! -chilló.
Evan cayó al suelo. Oyó la risita de Dezz, que luego se apartó para dejar paso a su padre.
Jargo golpeó con fuerza a Evan en la espalda.
– Una vez pateé a un hombre hasta matarlo. -Jargo le dio una patada a Evan en el cuello-. Pateé a Gabriel hasta que sólo quedaron pedazos de él.
– No le des en la cara todavía -dijo Dezz-. Quiero que vea cómo me lo hago con Carrie, especialmente cuando se la meta y a ella le guste y grite. Eso será genial.
Una vez que su boca dejó de sangrar y que se pasó el fuerte dolor del cuello, Evan dijo:
– He venido aquí para hacer un trato contigo.
Jargo le dio otra patada, en el estómago.
– Un trato. Yo no hago tratos con ratas. Dame los archivos, Evan. Ya.
– De acuerdo -Evan se quejó-. Por favor, deja de golpearme para que pueda… decírtelo.
– Levántalo -ordenó Jargo, metiéndose el cuchillo en el bolsillo de nuevo.
Dezz puso a Evan de pie.
– Steve, no lo hagas, es mi hijo, por el amor de Dios, no lo hagas -dijo Mitchell-. Haré lo que quieras, pero déjale marchar, por favor.
Jargo miró a su hermano, situado tras él.
– Tú, maldito traidor, pedazo de mierda, no me supliques.
– Lo que te ofrezco -dijo Evan con una sorprendente tranquilidad y seguridad- es un trato que te permitirá permanecer con vida.
Miró a Carrie por encima del hombro de Jargo. Ella abrió los ojos.
– Bueno, me muero por escucharlo -dijo Jargo, con una voz divertida y fría.
– Podríamos haber traído a la policía, pero no lo hemos hecho -dijo Evan-. Queremos resolver esto. Entre nosotros cuatro.
– Dame los archivos, ahora mismo -Jargo levantó la pistola-, o te llevo afuera y te disparo en las rodillas y empiezo a darte patadas hasta despegarte la carne de los huesos.
– ¿Ni siquiera quieres oír mi oferta? -preguntó Evan-. Creo que sí.
Por un instante, la cara de Jargo vaciló tras la mira de la pistola.
– Porque si me matas no hay trato. No tendrás los archivos -dijo Evan-. Se acabarán Los Deeps. No he venido a matarte, he venido a negociar.
– Entonces ¿por qué entró tu padre solo?
– Fue idea suya, no mía. Es sobreprotector. Estoy seguro que tú eres igual con Dezz, tío Steve.
Jargo sonrió.
– ¿O debería llamarte tío Nikolai?
La sonrisa desapareció.
– Te estás quedando sin tiempo -insistió Evan-. Quieres los archivos del ordenador de Khan y yo puedo dártelos -Evan caminó alrededor de la pistola y se arrodilló junto a su padre-. Te dije que esto no funcionaría, papá. Lo haremos a mi manera.
Mitchell asintió, aturdido.
– Le has roto los dedos -le dijo Evan a Jargo.
– Fue Dezz. Se dejó llevar por la emoción. Mitchell no nos dijo que estabas fuera, por si te estabas preguntando eso.
– No dudo de él -afirmó Evan-. Estoy completamente seguro de que puedo confiar en él, igual que tú puedes confiar en Dezz.
– ¿Qué coño se supone que significa eso? -soltó Dezz.
La mirada de Evan se encontró con la de Carrie. Estaba de espaldas a Dezz y a Jargo y le dijo en silencio: «Todo irá bien».
Carrie cerró los ojos.
– Puedo darte los archivos ahora -aseguró Evan.
Jargo volvió a apuntarlo a la cabeza. Evan se agachó sobre el teclado del portátil falso. El ordenador estaba encendido y el cuadro de diálogo esperaba la contraseña.
Evan se inclinó, tecleó la contraseña y dio un paso atrás.
– Aquí tienes -dijo Evan.
El portátil aceptó la contraseña y el cuadro de diálogo desapareció. Se inició automáticamente una aplicación de vídeo y se abrió un archivo que comenzó a reproducirse.
– ¿Qué demonios es esto? -preguntó Jargo.
– Observa -respondió Evan.
El vídeo empezaba con el zoo de Audubon el lunes anterior por la mañana. El cielo gris auguraba lluvia. El zoom de la cámara enfocaba de cerca la cara de Evan y luego la de Jargo. Este último salía de perfil, hablando rápidamente y como si estuviera perdiendo la paciencia.
Luego se escuchó la voz de Evan.
«Ese hombre tan enfadado de la imagen es Steven Jargo. Llevan ustedes mucho tiempo haciendo negocios con él. Lo han contratado para matar a gente que no les gusta, para robar secretos que ustedes no tienen o para realizar operaciones que su gobierno o sus jefes no aprueban. Puede que no hayan visto esta cara antes; se esconde detrás de otra gente, pero aquí está. Mírenlo bien.»
En la imagen, Jargo giró la cara hacia la cámara oculta de El Turbio. Estaba enfadado, casi asustado. Vulnerable.
«Las operaciones del señor Jargo están comprometidas. Perdió una lista con los nombres de todos los clientes que utilizaban su red de espías independientes: oficiales de las más importantes agencias de inteligencia, ministros del gobierno, ejecutivos de alto nivel. Si ha recibido este mensaje de correo electrónico es que su nombre está en esta lista.»
Jargo emitió un ruido gutural.
Luego la escena seguía con el tiroteo, Evan dándole un puñetazo a Jargo, Evan y Carrie internándose en las profundidades del zoo, Jargo levantándose del suelo y él y Dezz persiguiéndolos.
«¿Por qué les alerto sobre este problema? -resumió la voz de Evan-. Porque valoramos sus negocios, su lealtad a la red de Jargo. Pero toda organización necesita crecer para afrontar nuevos retos. Ha llegado el momento de un cambio. Entiendo que esto pueda resultarles preocupante a la hora de realizar nuevos negocios con nosotros.»
– Cabrón -espetó Dezz.
«Por favor, no teman. No es necesario que ordenen a sus servicios de inteligencia que maten al señor Jargo. Somos sus socios y hemos tomado el mando de esta red, y ahora la situación está bajo control. Un nuevo representante de nuestra empresa se pondrá en contacto con ustedes para discutir sobre futuros negocios. Gracias por su atención.»
La pantalla desapareció mientras la multitud del zoo seguía pasando por delante de la cámara de El Turbio. Luego la grabación comenzó de nuevo. Evan permitió que se reprodujese. Dejó que les calase bien hondo.
Jargo se había quedado de piedra. Era un hombre cuyo mundo había desaparecido. Dezz agarró a Evan por el cuello.
– Vuelve a bajarme -le indicó Evan-, todavía no os he expuesto mi trato.
– Suéltalo. Déjalo hablar -le ordenó Jargo con la voz resquebrajada.
– Tus clientes -continuó Evan en un tono neutro- son gente poderosa que no quiere que se aireen sus trapos sucios. Quizá trabajen con mi padre y conmigo, o quizá no. Tienen razones para seguir con Los Deeps. Nosotros podemos hacerles daño, y ellos a nosotros, pero si todos hacemos la vista gorda, ellos tendrán lo que quieren y nosotros haremos un montón de dinero.
– ¿Nosotros?
– Sí -respondió Evan-. Papá y yo tomaremos las riendas de Los Deeps.
El único sonido que se escuchaba en la sala era el vídeo, reproduciéndose una y otra vez, y el susurro de la voz de Evan en la grabación. Mitchell y Carrie se quedaron mirando a Evan; Dezz parecía preparado para asesinar y Jargo gesticulaba con la boca, como si estuviese buscando las palabras.
– ¿Sigues estando de acuerdo con esto, papá? -preguntó Evan-. ¿Quieres a Jargo o no?
Mitchell consiguió hablar:
– No quiero que mi hermano muera. Pero no, no puede quedarse al mando -dijo siguiéndole la corriente a Evan.
– De acuerdo, papá. -Evan sonrió a Jargo; fue el gesto más duro que jamás había hecho-. No te estoy apartando por completo del negocio familiar. Quiero decir que si quieres retirarte, es cosa tuya. -Sacó la PDA de Khan del bolsillo de su chaqueta-. Le quité esto a Thomas Khan. Hay un ordenador con una copia de este vídeo que todos estamos disfrutando, programado para que sea enviada por correo electrónico en menos de diez minutos.
– ¿Así que simplemente te cedo las riendas a ti? -dijo Jargo.
Dezz daba saltitos sobre las plantas de los pies.
– Sí. ¿Te suena familiar? Hiciste un truco similar con Alexander Bast hace veinte años. Pero yo no te voy a matar. -«Todavía no», pensó. Agarró la PDA y esperó que no le temblase la mano-. Puedo evitar que el programa de correo electrónico le dé un gran susto a toda esa mierda de red tuya y a todos tus clientes. Sólo yo tengo la clave. Si me matas o si les haces daño a mi padre o a Carrie, los archivos serán enviados y tú serás historia. Los Deeps te perseguirán, y cuando te encuentren te patearán hasta matarte.
– Papá -dijo Dezz con una voz tensa-, no son más que gilipolleces.
– Un hacker me descifró todas las contraseñas de Khan -dijo Evan-. Sé tu nombre, tío Nikolai, sé quién eres y quién te paga. Esto se ha acabado para ti. Es el fin.
– ¡Miente! -chilló Dezz.
– ¿Miento? Tengo el portátil de Khan. Tengo sus archivos, su PDA y ese montaje de vídeo. -Evan entrecerró los ojos-. Os habéis metido con el tipo equivocado.
– Es todo un farol -dijo Dezz.
Tenía el rostro enrojecido y sudaba, y una mueca mostraba sus pequeños dientes blancos. Sin apartar la vista de Jargo, Evan desbloqueó la PDA con su huella. Abrió un archivo y se lo enseñó a Jargo para que lo leyese. Una larga lista de nombres: clientes y Deeps.
– ¿Te parece esto un farol?
El brillo de la PDA se reflejó en la cara de Jargo. Leyó los nombres y cerró los ojos.
– ¿Qué… qué tengo que hacer para que no mandes el correo electrónico?
– Poned las armas en el suelo. Liberad a mi padre y a Carrie. Marchaos ahora mismo. Iros.
Dezz levantó la pistola:
– ¡No!
– Mátame y lo envío -afirmó Evan-. Tú decides.
– Aun así podrías mandar el mensaje -apuntó Jargo.
– Tendrás que confiar en mí -dijo Evan-. Papá aún quiere llevar Los Deeps, no destruiré su negocio. -La mentira le salió con facilidad, como el resto de mentiras. Estiró la mano-. Tu pistola.
Jargo dijo:
– Mitchell, por el amor de Dios…, sabes que nunca te habría hecho daño. Te di la vida que querías, la vida con la que soñabas. No puedo creer que te hayas puesto en mi contra.
– Le acabas de romper los dedos-dijo Evan.
– Yo no. Fue Dezz. Dezz… lo hizo. -Jargo dio un paso titubeante-. Estás haciendo esto porque crees que maté a tu madre. No lo hice. Yo no lo hice. -Y enfatizó el «yo»-. Sólo quería averiguar lo que se había llevado y por qué se lo había llevado. Yo…
Se estremeció, vacilante ante su repentina debilidad.
– Cállate y dame la pistola. Ocho minutos.
Jargo le dio la pistola.
– Libera a Carrie y a mi padre.
– Hazlo -le ordenó Jargo a Dezz.
– De ninguna manera; no lo haré, no lo haré. -La voz de Dezz había mutado hasta convertirse en un chillido-. Es mentira, nos está contando un cuento, eso es lo que hace.
Evan lo apuntó con la pistola.
– Siete minutos. Imagino que querrás llegar a la carretera.
Quería dispararle a Dezz, dispararle justo entre sus dos ojos mentirosos. Pero en realidad sólo deseaba que se fuesen y que su padre y Carrie estuviesen a salvo. La policía podría atraparlos en el cruce de los caimanes, aunque se dirigiesen a Miami o hacia el noroeste, hacia Tampa.
Jargo cogió las llaves y se arrodilló junto a Mitchell. Éste se separó de la pared. Estaba sufriendo.
Dezz cerró el portátil, apagó el vídeo y le acercó la pistola a Evan.
– Papá, esto es una mala idea. Es un farol. No hay red inalámbrica por aquí a la que pueda conectarse para detener ningún correo.
– También puedo hacerlo con una llamada de teléfono -dijo Evan-. Se te está acabando el tiempo.
– Dezz, cállate. -Jargo abrió la esposa que ataba a Mitchell a la barra de hierro, y miró a su hijo-: No estoy para que pierdas el control…
Mitchell se puso de pie como pudo. Uno de los extremos de las esposas estaba abierto y el otro le colgaba de la muñeca izquierda. Miró fijamente a su hermano. Ira, odio, daño; en su cara se reflejaba un caleidoscopio de emociones construido sobre años de engaño.
Evan lo vio; siguió apuntando a Dezz y pensando. «Papá, déjalos marchar, tenemos la mano más alta, juégala, se marcharán y estaremos bien…»
– Tú mataste a mi Donna -dijo Mitchell. Vocalizaba como si tuviese la boca llena de gravilla-. Volaste hasta Austin y la mataste.
Luego balanceó en el aire la pesada esposa.
El círculo abierto de acero le dio a Jargo en la cara, se deslizó por su piel y le enganchó la mejilla. Jargo gritó. Mitchell tiró de la esposa y le abrió la cara a su hermano.
Dezz se dispuso a apuntarlo, pero Mitchell se giró golpeándolo y le agarró el brazo a Dezz. La bala impactó en el suelo de ciprés.
Evan se agachó para cubrir a Carrie, que seguía en el suelo.
Dezz se retiró hacia la puerta y disparó dos veces. La primera bala le dio a Jargo en la parte de atrás de la cabeza mientras se tambaleaba con la cara enganchada a la muñeca de su hermano. La segunda impactó en la carne con un ruido húmedo y los dos hermanos cayeron al suelo juntos.
Evan disparó. Dezz cayó de espaldas desde la puerta. Evan oyó pasos corriendo en retirada y un aullido de dolor. Siguió apuntando con la pistola hacia la puerta, muerto de miedo por su padre. Se arrodilló junto a los cuerpos encogidos. Jargo estaba sobre su padre. Lo sacó de encima; estaba muerto: tenía la parte de atrás de la cabeza destrozada y ensangrentada. Sus ojos, que ya no veían, estaban abiertos como platos de incredulidad.
Mitchell miró a su hijo, gimió y cerró los ojos. En su camisa había un agujero de bala.
– ¡Evan!
La voz de Carrie interrumpió la conmoción. Tiraba con fuerza de la esposa que la mantenía atada al suelo.
– Le han disparado a papá -dijo Evan, luego se le aclaró la mente.Tenía que liberarla. Ella podía ayudar a su padre y él ir a acabar con Dezz. No podía dejarla esposada al suelo por si volvía Dezz.
– Jargo tiene la llave -dijo ella.
Evan encontró la llave debajo del brazo inerte de Jargo. Corrió hacia ella, todavía apuntando hacia la puerta, e introdujo la llave en la cerradura, que se abrió.
– Sigue apuntando -le instó ella-. Yo abriré la otra cerradura.
– Cariño, le disparó a mi padre.
Los gritos y el tono de confianza habían abandonado la voz de Evan.
– Ahora… ahora mismo iremos a buscar ayuda. -Se levantó temblando-. Me han disparado, Evan, me disparó en la pierna.
– Lo mataré -dijo Evan.
Carrie le tapó la boca con la mano. Silencio.
– Creo que huirá -susurró.
– Buscaré ayuda para ti y para papá. Luego mataré a Dezz.
Evan sintió en su propia voz más frialdad que nunca.
Carrie le tocó el cuello a Mitchell.
– Evan…
Se apagaron todas la luces.
Sumidos en la oscuridad, Evan agarró a Carrie de la mano.
De nuevo silencio. Luego se oyó el crujido de la escalera de ciprés.
– Ha vuelto -susurró Carrie.
– ¿Hay otra pistola aquí? -preguntó Evan en voz baja.
– No lo sé… se la cogieron a tu padre cuando lo trajeron.
De nuevo el crujido de una pisada.
Dezz. Dezz había desconectado la electricidad, los había sumergido en la oscuridad. La PDA de Evan, que yacía en el suelo abandonada, se iluminó ligeramente. Evan buscó a tientas y encontró la cara de su padre. Un ligero hilo de aliento rozó los dedos de Evan. Estaba vivo.
Otro paso. Dezz se acercaba.
– ¿Puedes caminar?
– No muy lejos ni muy rápido.
Hurgó en el cuerpo de Jargo y encontró el cuchillo. Evan lo colocó en la parte de atrás del pantalón y se cubrió la cintura con la camisa, por si perdía la pistola de Jargo.
Le dio a Carrie su teléfono móvil.
– Mira si hay cobertura aquí. Llama.
– No tengo ni idea de dónde estamos.
– Más o menos a kilómetro y medio del cruce de los caimanes, autopista 29 sur. En un refugio abandonado a la derecha de la carretera.
Los pasos sobre el suelo de madera se detuvieron. Dezz caminaba sobre la alfombra. O simplemente estaba esperando a que saliesen corriendo hacia el recibidor.
– Ahí viene -dijo Carrie.
Evan sintió cómo el pánico se apoderaba de su voz. Al pulsar las teclas del teléfono móvil se encendió una pequeña luz.
La bala impactó en el brazo derecho de Evan, con el que sostenía la pistola, y él cayó al suelo gritando. Durante los primeros instantes de conmoción no sintió dolor, pero luego éste comenzó a subirle por el brazo hasta llegarle al cerebro. Dejó caer la pistola de Jargo. La sangre manaba de su mano.
– Tira el teléfono -ordenó Dezz- o lo mato.
Ella obedeció.
– Tee veeeoooo -dijo Dezz-. Quieto.
¡No, no podía ser!
Pero luego recordó las gafas de visión nocturna. Dezz las llevaba puestas fuera y las había dejado sobre la barra. Simplemente se había retirado para desconectar la electricidad y coger las gafas de visión nocturna. Sin luces, sólo él podía ver, y había vuelto para matarlos.
El farol, el único modo que tenía Evan de vencerlos, había fallado. Había desaparecido. Se había acabado.
Su mano palpitaba del dolor. Había perdido la pistola. Se pasó la otra mano por los dedos. Todos seguían allí, pero su mano derecha era una especie de masa de carne con un agujero en el dorso.
– Tú… tú mataste a mi padre.
La voz de Dezz parecía incorpórea en la oscuridad.
– Tú le disparaste -consiguió decir Evan.
El cuchillo. Tenía el cuchillo de Jargo metido en la parte de atrás del pantalón. Lo cogió y luego se quedó inmóvil. Dezz podía verlo.
Haz que se acerque lo suficiente para acuchillarlo.
– Dezz, escucha. Podemos hablar, ¿no? -dijo Evan. «Hazle creer que has llegado al límite, que vuelves a ser aquel chico asustado que casi mata en Austin.» Apartó a Carrie de su lado. Ella intentaba acercarse a él, pero él la empujaba más fuerte-. Esto es entre tú y yo, Dezz.
– No tienes que preocuparte por Carrie -dijo la voz de Dezz flotando en el aire-. No voy a matar a la Exploradora. Todavía no. Pasaremos muchos buenos momentos cuando estemos solos.
Evan lo intentó de nuevo con el farol.
– Tienes que dejarnos marchar o esos archivos acabarán con Los Deeps.
– Empezaré todo de nuevo. Gestionar una red es un rollo. Me las arreglaré por mi cuenta.
Evan se puso de pie contra una esquina de la habitación y levantó la mano sangrienta para pedir clemencia. «Sigue acercándote, cabrón, sigue acercándote.»
– Un tipo como yo siempre puede encontrar trabajo -contestó Dezz.
Evan oyó el ruido del envoltorio de un caramelo arrugándose.
Evan agarró el cuchillo con la mano buena.
– Pero un tipo como tú…
Una ráfaga de claridad cegó a Evan. La bala impactó en la pared, justo por encima de su cabeza. Una risotada. Dezz estaba jugando con él igual que lo había hecho fuera. Evan levantó la mano destrozada y buscó a tientas la pared. De nuevo otro disparo por encima de su cabeza. Se encogió en el suelo. Suplicaba por su vida con gritos desgarradores, y pensaba: «Quiere jugar; por favor, Dios, haz que ignore a Carrie y que se acerque».
De nuevo una serie de disparos, una serie de ráfagas de luz, esta vez hacia abajo. Oyó el sonido de las balas impactando contra la carne y contra el suelo. Carrie gritó.
– Adiós, Mitchell -dijo Dezz.
Ahora las ráfagas de luz habían desaparecido y en la oscuridad sólo se repetía un mismo patrón, un eco de muerte.
Pero Evan vio de dónde salían las luces, a unos tres metros de él, una constelación de luces que brillaban ante sus ojos. Se echó a correr hacia delante con el cuchillo en la mano buena, intentando escuchar el jadeo de una respiración. Estaba a su izquierda. Estiró la mano por delante con el cuchillo y embistió a Dezz con todas sus fuerzas.
Dezz chilló. Evan se tiró sobre él y cayeron al suelo. Evan clavó el cuchillo y sintió cómo atravesaba tela y carne. Dezz gritó de nuevo.
La mano agujereada de Evan dio con las gafas de visión nocturna y clavó el cuchillo bajo los cristales. Una vez. Dos veces. Sintió un puño contra su mandíbula y una mano agarrando su mano destrozada y retorciéndola.
El dolor era inhumano, abrumador. Pero notó el olor a caramelo y sintió una cálida respiración junto a su cara. Levantó el cuchillo y volvió a clavarlo.
Dezz se entumeció y expiró una bocanada. Había muerto, había soltado su último aliento.
Evan llamó a Carrie a gritos. Le quitó las gafas de la cara a Dezz y se las puso.
Un verde sobrecogedor. Dezz estaba debajo de él, muerto. Levantó la cabeza. Carrie estaba hecha un ovillo en la esquina contraria, cerca de su padre. Tenía los ojos apretados y luego los abrió en la oscuridad. La cara de su padre había desaparecido.
Evan miró fijamente a su padre con la luz verde, que parecía de otro mundo.
– Carrie, se ha acabado…
Se tambaleó hasta allí y se arrodilló delante de ella. Le puso las gafas para que pudiese verlo. Ella le tocó la mano y se echó a llorar.
Evan se giró y le puso la mano en el pecho a su padre. Sintió el silencio y cerró los ojos. Detrás de él, Carrie se inclinó sobre su espalda y sintió cómo sus lágrimas le mojaban la camisa.
Por fin se puso de pie y ayudó a Carrie a levantarse. Ella le sostenía la mano herida junto a su pecho.
Guiados por las gafas, él y Carrie bajaron las escaleras y se adentraron en la oscuridad.