Evan no se esperaba que hubiese niños.
Se imaginaba que el lunes por la mañana el zoo de Audubon estaría casi vacío, pero un considerable goteo de gente se dirigió al zoo cuando éste abrió sus puertas. En el pequeño aparcamiento, situado al borde del parque de Audubon, había dos autobuses escolares de una academia católica y tres minibuses con el logotipo de una comunidad de jubilados. Luego aparecieron los típicos turistas, que nunca faltaban en Nueva Orleans.
Pagó la entrada. Llevaba las gafas oscuras y la gorra de béisbol. Había pocos hombres que rondasen la veintena entre la multitud. Vio a El Turbio pagando en otra cola, con una gorra del equipo de los Astros y también gafas de sol. Mantenía la distancia y caminaba con el petate de Evan al hombro.
Evan se dio cuenta de que el zoo no era un lugar donde mucha gente caminase sola. Había familias, parejas y multitudes de estudiantes con profesores agobiados. Dio una vuelta en círculo, manteniendo la mirada en la multitud.
No había señales de su padre ni de Dezz. No tenía ni idea del aspecto de Jargo, y tampoco veía ninguna brigada de tipos con gafas de sol, audífonos y gabardinas que trabajaran para El Albañil. Sin duda, no se mostrarían de manera tan evidente.
Evan revoloteaba entre la marejada que formaba la multitud en la puerta de entrada. La noche anterior, en las habitaciones del hotel barato que él y El Turbio habían encontrado cerca del barrio francés, se había descargado un mapa del zoo de Audubon desde la página web y lo había memorizado; cada entrada y cada salida. El zoo daba por un lado a la verde extensión del parque de Audubon, y por las otras salidas a un edificio de la administración, calles laterales y un embarcadero del río Misisipi. Era un mapa general: Sospechaba que algunos caminos para los cuidadores de animales y para los empleados del zoo no aparecían en él.
Recordó los paseos con su padre, con una mano asida a él y otra con un helado pegajoso y derretido. Le encantaba el zoo. Se dirigió hacia la fuente principal de la plaza, que tenía estatuas de una hembra de elefante y su cría brincando bajo el chorro. Recorrió a paso lento y medido el camino de ladrillos flanqueado por palmeras, mirando hacia atrás como si fuese un turista y no tuviese prisa. Un grupo de colegiales se arremolinó alrededor de él, mientras un profesor intentaba mantenerlos a su derecha, donde los auténticos elefantes deambulaban por la Zona Asiática; otros niños observaban un restaurante situado a su izquierda, aunque era demasiado temprano para hamburguesas y batidos. Le gustaba disfrutar de un día en el parque, de lo mejor de la primavera en Luisiana cuando ésta aún es suave, antes de que el calor y la humedad del verano del pantano saturen el aire.
Había un banco largo y curvado, situado cerca de la fuente, que estaba vacío. Los escolares y las familias iban hacia el redil de los elefantes. La mayoría de la gente que había visto antes lo adelantó, pasando la fuente y dirigiéndose hacia el carrusel del zoo y la exposición de la jungla y el jaguar.
Evan divisó a un hombre caminando hacia él y clavándole la mirada. Era alto, con una cara atractiva y unos ojos azules tan fríos como trozos de hielo. Tenía el cabello con mechones grises. Llevaba un impermeable oscuro. El cielo amenazaba con lluvia, pero Evan creía que el hombre ocultaba algo bajo la gabardina. No pasaba nada. Evan también había escondido algo bajo su impermeable, pero no una pistola; era El Turbio quien llevaba una, ya que si Jargo o El Albañil cogían a Evan se la quitarían. Tenía el reproductor de música digital en el bolsillo e iba a decir que los archivos estaban en él. Sin discusiones. Sin buscar. Simplemente se los daría y dejaría que se preocupasen de descodificarlos si podían.
Evan observaba. Ni rastro de su padre.
– Buenos días, Evan -saludó el hombre con un tono de barítono.
Era la misma voz que había oído en la cocina, la misma que la del teléfono.
– ¿Señor Jargo?
– Sí.
– ¿Dónde está mi padre?
– ¿Dónde están los archivos?
– Respuesta equivocada. Usted primero. Déme a mi padre.
– Tu padre no necesita que lo rescaten, Evan. Está con nosotros por su propia voluntad. Lleva años trabajando para mí, igual que tu madre.
– No. Usted mató a mi madre.
– Estás confundido. La CIA mató a tu madre. Yo la hubiese salvado si hubiese tenido la oportunidad. Por favor, mira a tu derecha.
Evan obedeció. Había una zona de juegos para niños y después, al lado del restaurante, un patio con mesas y sillas para comer. Dezz y Carrie estaban en una mesa con toldo. Él la rodeaba con el brazo. Ella estaba pálida. Dezz dirigió a Evan una amplia sonrisa.
A Evan se le hizo un nudo en el estómago. «No.»
– Pero Carrie, ella es otro tema. Mi gente se la encontró cuando fue a tu casa en Houston para ayudarte a protegerte la mañana que asesinaron a tu madre. No podíamos dejar que la CIA la matase también, así que nos la trajimos con nosotros -Jargo habló con voz lenta y tranquilizante-. Todo esto ha sido un terrible error, Evan.
La habían encontrado. Eso explicaba el comportamiento de Carrie después de que él se marcharse a Austin. La habían obligado a dejar el trabajo para que no la echasen de menos y también a llamarlo para ver dónde estaba cuando iba en el coche con Durless.
– Carrie es totalmente inocente, Evan. Creo que es una buena chica. No le deseo ningún mal. Me gustaría dejarla marchar, y lo haré, tan pronto como me des los archivos. Tú y Carrie podréis hablar en privado. Luego puedo llevarte con tu padre. Está desesperado por verte.
Evan abrió la boca para decir algo, pero no le salió nada. Se quedó mirando a Carrie. Ella sacudió la cabeza muy despacio.
– ¿Sí o no, Evan?
Evan seguía esperando que los del gobierno se les echasen encima. Puede que El Albañil estuviese merodeando por allí cerca, observando la teatral escena, viendo quién rompía el empate. Pero no podía esperar siempre. Evan dijo:
– Carrie se irá de aquí, libre y tranquila. Le dirá a aquel guardia de seguridad que está allí que no se encuentra bien y que necesita ir a un hospital ahora mismo. Se la llevará una ambulancia y cuando esté a salvo me llamará a un número que yo le daré. Luego llamaréis a mi padre por teléfono y hablaré con él y entonces, y sólo entonces, os daré los archivos.
– Creo firmemente en los acuerdos, Evan. Jargo le puso a Evan una PDA cerca de la oreja y pulsó una tecla.
«Evan -dijo la voz de su padre. Mitchell Casher parecía cansado y desesperado-. No corres peligro con Jargo ni con nadie de su gente, sino con la CIA. Te equivocaste al no confiar en Jargo. La CIA mató a tu madre, no Jargo. Por favor, coopera con él.»
Jargo apagó la grabadora de voz.
– He cumplido uno de tus requisitos.
– He dicho por teléfono, no en una grabación. Podría haber dicho todo eso coaccionado. Podías haberle metido una bala en la cabeza al acabar de hablar.
– Déjame asegurarte que nunca le haría daño a tu padre -dijo Jargo-. Y no quiero tampoco hacerte daño a ti. Si no quieres venir conmigo, vale. Tú y Carrie os marcharéis cuando yo tenga los archivos.
– Como si pudiese confiar en ti.
– Si eso es lo que crees, es cosa tuya -comentó Jargo encogiéndose de hombros tranquilamente-. Si quieres creer que la CIA no te matará una vez que vuelvas a la calle, también es cosa tuya. Dame los archivos y tú y Carrie podréis marcharos de aquí si eso es lo que decides. Podréis vivir vuestra maravillosa vida juntos, aunque creo que la CIA hará que sea excesivamente corta. O puedes venir conmigo y te llevaré con tu padre y te protegeré de esos cabrones asesinos.
– Me prometiste a mi padre. No puedes decirme que no quiso venir aquí a verme.
– La cara de tu padre está saliendo en las noticias ahora mismo. Tú y él sois los principales desaparecidos del país. No se sentía cómodo viajando, especialmente ahora, cuando la CIA lo está buscando tanto como buscaba a tu madre.
– No te creo. Teníamos un trato y no lo estás respetando.
– El mundo cambia todo el rato, Evan. Sólo los tontos no cambian con él.
– Bueno, tu mundo acaba de cambiar. Mira por encima de los elefantes -dijo Evan.
– No tengo tiempo para juegos.
– No estoy jugando.
Jargo observó rápidamente el gentío que estaba alrededor del redil del elefante y miró de nuevo a Evan.
– Gracias por la bonita toma de perfil -dijo Evan-. Te están grabando. En formato digital y con una lente de gran alcance que me da una imagen muy clara de tu cara y de la de Dezz.
– No te creo.
– Tengo amigos del mundo de los documentales por todo este lugar. Si nos haces daño o nos matas a Carrie o a mí, saldréis en las noticias de la noche y no podrás reconocer la cámara de vídeo oculta hasta que mis amigos se marchen. Te dije cuáles eran mis requisitos para darte los archivos. Déjame hablar con Carrie. Ya.
Jargo la llamó por señas y Carrie fue corriendo hacia ellos. Dezz se quedó allí.
– Evan -dijo ella.
– Sin tocar.
Jargo levantó una mano y la retuvo.
– ¿Estás bien? -preguntó Evan en voz baja.
Ella asintió.
– Estoy bien. No me han hecho daño.
– Lo siento muchísimo -aseguró él.
Ella abrió la boca, como si deseara hablar, pero luego la cerró.
– Ella se marchará, tal y como dije -confirmaba Evan.
– No eres muy inteligente -dijo Jargo-. Has revelado demasiado. Hubiera dejado marchar a Carrie cuando me dieses los archivos. Pero ¿grabarme en una cinta? No, también la necesito.
– Cuando se haya ido. -Evan entrecerró los ojos-. Tan pronto como Carrie esté lejos de aquí y a salvo te daré la cinta y te entregaré un reproductor de música donde están guardados los archivos. No tengo copias, ¿entendido?
– No. Dame los archivos y la cinta, luego ella se va. Si tienes una cámara grabándonos es seguro que no te haré daño, si eso es lo que tanto te preocupa. Luego podremos marcharnos cada uno por nuestro lado, si es que estás tan decidido a no ver a tu padre -dijo Jargo.
Carrie se liberó de Jargo y abrazó a Evan. Sollozó en su hombro. Él la abrazó y olió el delicado perfume a melocotón de su pelo, pero mantenía su mirada fija en Jargo.
– Confía en mí -le susurró Carrie a Evan al oído. Luego sacó una pequeña pistola del abrigo y se la puso a Jargo bajo la barbilla-. Dile a Dezz que se marche o te atravieso el cuello.
Los ojos de Jargo se abrieron de par en par de la impresión.
Carrie agarró a Jargo y lo puso delante de ella y de Evan, entre ellos y Dezz.
– Está bien, Evan. Vamos a salir de aquí. Tiene una pistola en el bolsillo. Cógesela.
– Carrie, ¿qué demonios…?
– Haz lo que te digo, cielo -insistió Carrie.
Evan lo hizo, y sacó una pistola reluciente del abrigo de Jargo. Se arriesgó a mirar hacia el otro lado, hacia donde se hallaba realmente El Turbio, bajo el toldo situado al borde de la zona de restaurantes; llevaba el petate con un agujero en el lateral, con la cámara dentro.
Dezz, que se aproximaba corriendo, se detuvo a medio metro de ellos, mirando la pequeña pistola colocada contra el cuello de su padre. Carrie bajó el arma y apuntó con ella a Jargo en la espalda, donde no fuese tan visible.
– ¡Atrás, Dezz! -gritó Carrie. Bajó la voz y le susurró a Evan-: Evan, si se acerca más, dispárale.
Evan asintió, todavía aturdido.
– Evan, estás cometiendo un error -dijo Jargo-. Soy el único que puede ayudarte, no esta puta mentirosa.
A Dezz le temblaban los labios; miró a su padre y corrió unos trescientos metros hacia un lado. Agarró a una mujer joven que llevaba un carrito con un escandaloso niño pequeño. Le puso la pistola en el cuello, le dio la vuelta de un tirón y la puso entre él y Evan. La cara de la joven palideció del susto y del miedo.
– ¡Mierda! -exclamó Carrie.
– La cambiaré por ti -chilló Dezz.
Otra mujer le vio la pistola en la mano y comenzó a chillar llamando al guardia de seguridad, y echó a correr.
Carrie tiró a Jargo al suelo cuan largo era.
– Corre, Evan -le instó.
Dezz apartó de un empujón a su rehén, que agarró a su bebé y salió corriendo. Corría hacia Evan y Carrie, con la pistola en la mano y preparándose para disparar.
Los gritos estallaban a su alrededor. Carrie disparó por detrás de Evan. Dezz se puso a cubierto detrás del banco y de los arbustos.
A su alrededor la gente fue presa del pánico, se quedaba atónita durante un momento ante los disparos y luego salía en estampida para ponerse a cubierto o hacia la entrada; los profesores reunían a los niños y los padres llevaban en brazos a sus hijos.
Jargo agarró a Evan, pero éste le dio un puñetazo en la mandíbula que le hizo caer de espaldas sobre el banco.
Un guardia de seguridad del zoo avanzó hacia ellos chillando una orden.
– ¡Al suelo, ya!
Dezz disparó y una bala astilló el tronco de palmera al lado de la cabeza del guardia. El hombre se resguardó tras el grueso tronco.
Carrie agarró a Evan por el brazo.
– Corre si quieres vivir y recuperar a tu padre.
Evan obedeció y ambos se adentraron en la profundidad del zoo, esquivando a los turistas agachados. Miró hacia atrás. Ni rastro de El Turbio. Se habría mezclado con la multitud en retirada, habría escapado. Evan le había dicho que se asegurase de poner a salvo cualquier grabación que obtuviese de Jargo, independientemente de lo que le ocurriese a él.
– La entrada -dijo Evan- es por el otro lado…
– Lo sé -dijo Carrie-, pero nos pueden cortar el paso. Vamos por aquí.
Evan no discutió. Él corría más rápido y la agarró por el brazo.
Dezz se movía entre la multitud que huía, persiguiéndolos rápidamente.
Iba amenazando con la pistola obligando a la gente a apartarse de su camino y huir despavorida, con lo que le dejaba vía libre. Un hombre con una camiseta de Tulane se abalanzó sobre Dezz, y éste lo golpeó en pleno rostro con la pistola. El hombre cayó al suelo. Dezz y Jargo no redujeron la velocidad. Dezz le entregó a su padre una segunda pistola.
Evan y Carrie dejaron atrás la cancioncilla del carrusel del zoo y atravesaron el carril de un tranvía por el que el tren del pantano recorría el zoo. En la siguiente sección había animales de América del Sur. Evan buscó un cartel de salida o un edificio donde pudiesen esconderse. Siguieron corriendo por una pasarela de madera. A la derecha había un estanque cubierto de algas para un grupo de flamencos, y a la izquierda un trozo de tierra lleno de pinos, para las llamas y los guanacos. En la mitad de la pasarela había una familia con tres niños admirando los flamencos y sacando fotos.
– Salta la verja -dijo Evan.
No podían pasar por donde estaba la familia, ya que quedarían entre ellos y sus perseguidores.
Carrie saltó la división de madera y cayó en la exposición. Un pequeño rebaño de llamas los observó sin interés. El terreno, que había sido acondicionado para que el suelo de Luisiana se pareciese lo máximo posible al de la Pampa, era duro y polvoriento. Corrían hacia una densa arboleda de pinos situada cerca del perímetro posterior de la exposición.
– Que los árboles queden entre tú y ellos -dijo Carrie.
Se sumergieron en el pequeño laberinto de pinos. Una bala se estrelló contra los troncos.
– Salta la valla -exclamó él.
Subieron trepando a toda velocidad y cayeron al otro lado de la barrera en un camino sin pavimentar situado detrás de la exposición. Les llegó el fuerte olor a almizcle de los lobos de una exposición cercana. Recorrieron el camino de servicio. Los edificios de mantenimiento se encontraban a un lado y la parte posterior de las exposiciones sobre Sudamérica al otro. Intentaron abrir las puertas, pero estaban cerradas.
A través del follaje y de la valla, Evan vio a Jargo pasar al lado de la familia que estaba en la pasarela de madera y divisó a Dezz siguiendo sus huellas por la zona de América del Sur. Intentaban cercarlos entre los dos.
– Manten la cabeza baja. -Carrie lo agarró por la nuca-. Hay una cámara de seguridad ahí arriba y no quiero que te grabe la cara.
Él obedeció. Corrieron mirando al suelo. El camino de servicio no tenía salida. A su derecha había un edificio de piedra y de cristal en el que estaba una familia de jaguares. La Jungla de los Jaguares, que recreaba un templo maya, era la mayor atracción del zoo.
Se encaramaron a la valla, que estaba cerrada con candado, y cayeron en un camino de piedra para los visitantes que pasaba junto a los jaguares, que permanecían repantingados tras el grueso cristal. Uno de ellos les rugió, dejando al descubierto unos colmillos curvos.
Jargo entró en la plaza maya resoplando, vio a Carrie y le disparó. Una bala rebotó contra las esculturas de piedra mayas.
Los jaguares rompieron a rugir y a dar golpes contra el cristal.
Carrie y Evan corrían sin parar entre la densa maleza y los caminos de piedra. Pasaron junto a otro falso templo con monos araña y atravesaron una zona de juegos para niños que simulaba una excavación arqueológica. Tropezaron con un riachuelo bordeado de gruesos bambúes y se apresuraron a volver a la otra parte del camino de piedra. Unas cuantas madres y niños que deambulaban por allí se les quedaron mirando.
– ¡Hay un chalado con una pistola! -chilló Carrie-. ¡Pónganse a cubierto!
Las madres saltaron hacia los bambúes o bien fuera del camino para protegerse. Jargo pasó corriendo al lado de las mujeres, pero las ignoró.
– ¡Evan! -chilló-. ¡Puedo devolverte a tu padre!
Carrie se giró y le disparó. Jargo se ocultó entre los bambúes. Evan dejó atrás un cartel que decía «No pasar, sólo empleados del zoo», y Carrie lo siguió. Tenían que llegar hasta un edificio, pensó, un lugar donde pudiesen atrincherarse. Jargo huiría para evitar a la policía, que ahora mismo debía de estar entrando en el zoo.
Evan golpeó una pequeña valla, pasaron por encima y luego corrieron hasta otra valla.
– ¡Mierda!
Caimanes. Estaban al otro lado de la valla de un metro de altura, en una orilla, y más allá una franja estrecha de agua con espuma que conducía a la pasarela de madera del Pantano de Luisiana del zoo, donde los visitantes caminaban por encima del agua y admiraban a los reptiles desde una distancia segura. Dos de los caimanes tomaban el sol a unos cien metros de ellos.
Tras ellos sonó el silbido de una bala a través de un silenciador. El tiro alcanzó a Carrie en el hombro; se tambaleó y gritó. En la pasarela situada al otro lado del agua había una mujer que llamaba a gritos a la policía. Los altavoces clamaban pidiendo a todo el mundo que se dirigiese con calma hacia la salida.
– Movimiento equivocado, Carrie -dijo Dezz desde detrás de un árbol-. Equivocado, estúpido y jodidamente torpe.
Evan la sostenía con un brazo, apuntando con la pistola con la mano libre. Si se quedaban allí morirían. Los caimanes estaban rollizos y parecían satisfechos, así que probablemente no tendrían hambre. Al menos, eso esperaba. Vio a Dezz mirando a hurtadillas desde detrás de un árbol y le disparó un aluvión de balas, que obligó a éste a volver a la maleza; luego ayudó a Carrie a saltar la valla.
– Dezz… odia los reptiles -le informó ella-. Les tiene miedo.
Evan no estaba seguro de si le quedaba alguna bala. Le metió prisa al pasar junto a los caimanes, que estaban descansando. Evan tropezó con la cola de uno de ellos, que abrió su boca llena de dientes como cuchillas de afeitar y emitió un ruido defensivo. Pero luego el animal se marchó caminando lentamente, alejándose de ellos.
¿Olían la sangre? Evan no tenía ni idea.
– Vete -dijo ella-, déjame. Ponte a salvo.
– No, vamos.
Dezz cargaría sobre ellos, ya que Evan había dejado de disparar. Vio a Dezz acercándose con gran precaución. Evan quiso disparar, pero tenía el cargador vacío. Él y Carrie se metieron de un salto en el agua cubierta de espuma verde. Evan oyó silbar una bala sobre sus cabezas.
Sostenía la pistola de Carrie fuera del agua, pero no podía nadar, ayudar a Carrie y disparar al mismo tiempo. La distancia hasta la pasarela de madera parecía larguísima. La gente que estaba en la pasarela se dispersó, las madres huyeron con los niños y un hombre pegaba gritos por un teléfono móvil.
Dezz puso un pie sobre la valla con cautela; apuntaba con la pistola a los caimanes, que parecían tan poco interesados en él como en Evan y Carrie.
Evan movía los pies hacia atrás, empujando a Carrie y pensando: «Si Dezz nos apunta, se acabó».
– ¡Ayúdenos! -gritó hacia la pasarela.
El hombre del teléfono móvil le indicó a Evan con gestos que nadase hacia la derecha.
Había un tronco entre ellos y la pasarela, pero un terror repentino, aunque ya conocido, le subió por la espalda al comprobar que no era un tronco. Era un caimán, mirando en otra dirección y apenas sumergido, ajeno al jaleo que había detrás de él.
Evan empujó a Carrie hacia un lado y golpeó el agua con la mano para alejar al caimán de ella. Carrie caminó torpemente hacia la pasarela. Evan oyó un silbido tras él. Uno de los caimanes de la orilla abrió de nuevo la boca, enfrentándose a Dezz, y éste retrocedió, volviendo a poner una pierna en la valla. Parecía furioso y asustado.
«Se mueven más rápido en el agua -pensó Evan. Su lógica se puso en funcionamiento-. Carrie está sangrando, ¿les atrae la sangre como a los tiburones?» Carrie llegó a los soportes de madera, el hombre del móvil le ofreció la mano mientras otro hombre lo agarraba a él, y ambos subieron a la chica a la pasarela.
Evan se alejó del rastro que Carrie había dejado en el agua. El caimán giró hacia Evan. Evan nadaba con dificultades y esperaba el tirón que le arrancaría la pierna. Se acercó torpemente hasta la pasarela y levantó un brazo. Los hombres tiraron de él y lo subieron. Unos cien metros detrás de él, el caimán abrió sus fauces con bravuconería, luego se calmó y miró a Evan con una mirada indefinida. Evan estaba empapado y lleno de suciedad, y se tumbó sobre la madera. Uno de los rescatadores le arrebató la pistola de la mano.
– ¡Por favor! -dijo Evan-. ¡La necesito!
– De ninguna manera, gilipollas. -El hombre del móvil le puso a Evan la mano en el pecho, empujándolo contra la valla-. He llamado a la policía, te quedas aquí.
Evan se giró y miró la orilla. Dezz se había ido, había sido engullido de nuevo por el bambú. No había rastro de Jargo.
– Le han disparado de verdad -afirmó el otro hombre-, Dios mío.
Evan agarró la mano a Carrie y apartó al tipo del móvil de un empujón antes de que ambos empezaran a correr. El hombre les gritaba que se detuviesen. En la plataforma había mecedoras típicas de Luisiana, en las que estaban sentadas dos señoras mayores que se quedaron heladas del miedo, agarrando los bolsos mientras Evan y Carrie pasaban corriendo. Al final de la pasarela había una tienda de regalos y justo después de la puerta una verja, la cual saltaron. El siguiente camino llevaba hasta un vivero de plantas, construido para parecer una choza vieja, con pequeños botes atracados en una laguna situada enfrente. Más vallas, cubiertas de hiedra y bambú formaban una cortina que tapaba un camino de servicio.
Evan levantó a Carrie para que pudiese pasar al otro lado. Tenía el hombro cubierto de sangre y jadeaba mientras subía. Tropezó con la hiedra y cayó de cabeza sobre el matorral de bambú que estaba al otro lado de la verja. Se subió a la valla y vio a Jargo acercándosele por la derecha y a Dezz por la izquierda.
– Déjalo, Evan -gritó Jargo-, déjalo ya.
– Quédate ahí o esa cinta emitirá vuestra cara en todos los informativos de la noche.
La cara de Jargo mostraba indecisión:
– Si te vas, no volverás a ver a tu padre.
Evan se subió a la valla. Una bala le pasó a un centímetro de la mano mientras se dejaba caer en el mitad de la maleza.
Carrie lo agarró y ambos corrieron, escuchando el sonido de las balas al impactar en los bambúes. Luego el ruido cesó. Evan estaba seguro de que los dos hombres sólo se habían detenido para saltar la valla y perseguirles. Corrieron hacia un camino asfaltado que se usaba para el tranvía. Los empleados se alejaban de ellos en un carro de golf, gritando por el walkie-talkie. Saltaron otra valla y llegaron a trompicones a un tramo de aparcamiento y la pradera situada en el límite del zoo. Miró hacia atrás. Ni rastro de Dezz ni de Jargo; no habían saltado la valla.
Corrieron alrededor del zoo, escuchando cómo se aproximaban los silbidos de las sirenas.
– ¿Te duele? -preguntó.
Era la pregunta más estúpida que jamás había hecho.
– Podré seguir. ¿Tú estás bien? ¿Te han dado?
– No, estoy bien. ¿Cómo…?
«¿Cómo conseguiste escapar? ¿Cómo pudiste salvarme?» La miró como si no la conociese.
– Saldremos de aquí, maldita sea -dijo.
Más allá del aparcamiento veían el brillo de las luces de los coches de policía situados cerca de la entrada principal.
– Ven aquí. -La sujetó-. Te conseguiré un médico.
– Nada de médicos. Evan, tienes que hacer lo que yo te diga. Llevo protegiéndote desde el primer día. Siento haber tenido que mentirte. -Su voz se hizo más débil, hasta convertirse en un simple susurro-. Trabajo con El Albañil.
Evan se paró en seco.
– ¿Qué?
Carrie estiró la mano hacia él, llena de sangre de taponar el hombro.
– Se suponía que yo… yo tenía que protegerte. Lo siento.
– ¿Protegerme? ¿Desde cuándo?
Lo llevó hasta un camino que atravesaba una franja de hierba verde.
– Jargo pensaba que trabajaba para él. Pensaba que te iba a matar hoy. Pero nunca te haría daño. Nunca.
Esto no era lo que él esperaba. La llevó corriendo hasta la camioneta que había robado en Bandera. Las sirenas sonaban más fuerte.
«Confía en mí», le había dicho Carrie. Él estuvo a punto de decir que no podía abandonar a El Turbio. Pero si le hablaba de él y ella lo estaba conduciendo hacia una trampa, entonces El Turbio caería en la red de El Albañil. Se calló y esperó que El Turbio hubiese escapado entre el tumulto.
La colocó con cuidado en el asiento del acompañante, buscando a su alrededor frenéticamente a Jargo y a Dezz.
Carrie se derrumbó, la sangre manchaba el asiento.
– El Albañil y yo somos de la CIA, Evan -dijo-. Se supone que no debo decírtelo, pero tienes que saberlo.
Apretaba los dientes para aguantar el dolor.
De la CIA. Como Gabriel. La gente que Jargo decía que había matado a su madre.
No, no podía creer a Jargo.
– Ahí están -dijo mientras se subía a la camioneta-. El Land Rover plateado.
Dezz y Jargo intentaban pasar entre los coches de policía que habían respondido a la llamada. Evan no veía a El Turbio por ninguna parte entre la masa de gente que se arremolinaba en el aparcamiento. Había una ambulancia parada con las luces encendidas, pero los enfermeros no estaban subiendo en ella ni a El Turbio ni a ninguna otra persona.
– ¡Agárrate!
Evan piso a fondo el acelerador y atravesó el aparcamiento y luego la extensión de césped. Se dirigía hacia la calle Magazine, que recorría la parte delantera del zoo y la separaba del parque de Audubon.
– ¡Jargo nos ha visto! -dijo-. No estás preparado para conducir un automóvil mientras te persiguen, Evan.
– Aprendí a conducir en Houston -respondió él, embriagado por el temor y la energía.
El coche salió corriendo por la calle Magazine. Evan le dio a la bocina de la camioneta y se subió al bordillo para entrar en el recinto del parque de Audubon. «Piensa. Piensa lo que harán ahora y prepárate para ello. No puedes cometer ni un solo error.» Por el espejo retrovisor vio cómo el Land Rover casi chocaba con otro coche y luego los perseguía a través del jardín que estaba situado entre el aparcamiento y la calle Magazine; Jargo hacía sonar la bocina a su vez.
Los corredores de media mañana que atravesaban la zona pantanosa del parque miraban a Evan mientras recorría la hierba a toda velocidad, esquivando los robles. La parte norte del parque de Audubon daba a la concurrida avenida de St. Charles, y a las vecinas universidades de Loyola y Tulane, situadas al otro lado de la avenida. Había olvidado que en St. Charles todo el mundo aparcaba en paralelo, y esa mañana los coches cubrían cada centímetro del bordillo que rodea el parque. Unos enormes cilindros de hormigón bloqueaban la puerta principal del parque.
No había salida.
Giró hacia la izquierda y vio una salida a St. Charles y a la calle Walnut, la esquina más alejada del parque. Era una zona donde no se podía aparcar y que atravesaba una vieja propiedad que había sido rehabilitada como hotel. La camioneta salió con dificultades a Walnut y giró inmediatamente a la derecha hacia St. Charles.
Empezó a sentir pánico, ya que St. Charles no era una pista de carreras. Cada pocos bloques había semáforos. La mediana era ancha y en ella había dos raíles de tranvía con sus trenes verdes recorriendo las vías en ambas direcciones; desde ellos se asomaban turistas que sacaban fotos a enormes mansiones o a los restos de los adornos descoloridos de un pasado Mardi Gras que todavía pendían de las señales. Si no había semáforos había un cruce de vías que atravesaba la mediana y coches que giraban para volver a la avenida.
Pero a las diez y veinte de la mañana el tráfico no era muy denso. Oyó un estruendo, un ruido sordo. El Land Rover salió del parque de Audubon detrás de él, circulando por una salida situada en la esquina contraria del parque de la que él había salido. Unos disparos impactaron en el parachoques y el Land Rover aceleró hasta acercarse a la parte trasera de la camioneta.
– Está disparando a las ruedas -informó Carrie temblando, conmocionada y empapada con la sangre que le traspasaba la blusa.
Delante de ellos, un semáforo en rojo. Los coches se estaban deteniendo.
Evan giró bruscamente y se metió en la mediana del tranvía. Rozó una hilera de arbustos y puso la camioneta sobre las vías para no chocar contra los postes de metal que suministran electricidad al tranvía. Pisó a fondo el acelerador.
Recibieron un disparo por la derecha, que rompió la luneta trasera. Los fragmentos de cristal se le clavaron en la parte de atrás de la cabeza.
Carrie dijo:
– Conduce con cuidado, por favor.
– ¡Por supuesto! -le contestó chillando.
No había nadie girando en la mediana, así que pasó a toda velocidad el cruce con el semáforo. Por el retrovisor vio cómo el Land Rover saltaba también a la mediana. Aceleró más.
Delante de ellos había un monovolumen que merodeaba por la mediana, esperando a que se abriese el paso al tráfico. Desde las ventanillas, dos niños observaban cómo la camioneta se dirigía a toda velocidad hacia ellos, y apuntaban con el dedo con sorpresa.
Evan giró de nuevo hacia St. Charles, esquivando por poco el monovolumen, y golpeó ligeramente un coche que estaba aparcado. Estaba asustado. No podía echarse más a la derecha, ya que había coches aparcados a lo largo de toda la avenida St. Charles y los jardines de muchas de las casas tenían muros o vallas. No había espacio libre para conducir. Tenía la mediana o la calle. Y ambas opciones eran malas.
Un disparo alcanzó de nuevo la parte trasera de la camioneta. En este tramo de la mediana los arbustos que la flanqueaban eran más grandes. Evan se metió otra vez en la mediana atravesándolos, ya que pensó que pondría menos vidas en peligro allí que en la calle, y luego atravesó otra intersección donde había un coche esperando para girar hacia la parte oeste de St. Charles. Luego vio un tranvía viniendo hacia él que ocupaba la parte izquierda de la vía, y tocó el claxon.
El conductor del tranvía agarró el micrófono de la radio y se puso a chillar por él. Evan giró hacia la izquierda haciendo rechinar las ruedas y el tranvía pasó entre él y Jargo.
Más adelante vio dos coches de policía, con las luces encendidas y las sirenas sonando. Evan se echó hacia la derecha dirigiéndose al centro de la mediana; otro tranvía se le acercaba y Evan se salió de las vías para volver a St. Charles. Giró a la derecha con dificultad, más para evitar chocar que como estrategia, y luego a la izquierda, entrando en una calle residencial con casas lujosas y coches aparcados en la calle. Luego giró de nuevo a la derecha.
– ¡Gira aquí, aquí! -dijo Carrie.
Señaló un aparcamiento que hacía esquina, con un edificio amarillo y brillante, antigüedades en la ventana y un cartel de neón que decía «Abierto». Evan comprendió la idea de Carrie. El aparcamiento y las salidas estaban detrás del edificio. Giró para entrar en el aparcamiento y detuvo el coche.
Esperó.
El Land Rover, con un lado abollado, pasó por la calle a toda velocidad. Evan contó hasta diez; luego hasta veinte. El Land Rover no volvió.
– ¿Y ahora qué?
Evan no reconocía su propia voz. Notaba el sabor del agua del pantano artificial en la boca y le temblaban las manos.
– La policía estará por toda St. Charles -dijo ella-. Vete por otra calle que nos lleve paralela a ésta. Dirígete hasta Lee Circle, desde allí podemos llegar a la interestatal. Al aeropuerto.
– Necesitas ir al hospital.
– Nada de hospitales. Nuestras fotos serán distribuidas a la policía pronto -dijo apretando los dientes.
Evan le apartó con cuidado la camisa del hombro. Vio la pequeña, pero terrible herida y tocó la espesa sangre.
– Necesitas un médico.
– El Albañil me conseguirá ayuda. -Cerró los ojos y le apretó la mano-. No tienes razones para confiar en mí, pero nos hemos salvado el uno al otro. Eso significa algo, ¿no?
No sabía qué decir.
Abrió los ojos.
– Un avión del gobierno puede llevarnos a un lugar donde estemos seguros. Donde podamos ocuparnos de recuperar a tu padre.
– ¿Qué hará la CIA para recuperar a mi padre? No es uno de ellos. Si trabajaba para Jargo es enemigo suyo.
– Tu padre podría ser nuestro mejor amigo. Con su ayuda y con la tuya podemos acabar con Jargo. -Se apoyó en la puerta-. Alguna gente de la CIA y Jargo… tienen un acuerdo. Jargo vende información a todos los países, a todos los servicios de inteligencia y a todos los grupos extremistas que puede. Estamos intentando encontrar sus contactos en la CIA, librarnos de los traidores. Le están vendiendo nuestros secretos de estado a Jargo. Llevo un año trabajando para él como agente doble.
– Sí -susurró.
– Nunca hemos podido identificar a ninguno de sus agentes, aparte de Dezz. Tiene toda una red. Tus padres… trabajaban para él.
Evan se tragó lo que parecía una roca en su garganta.
– No puedo seguir pretendiendo que son completamente inocentes en todo esto, ¿verdad?
– Nadie te puede decir lo que tienes que hacer. Ya he aprendido eso.
– Pero Jargo sabe que lo has traicionado y que me tienes a mí. Matará a mi padre.
– No. No quiere matar a tu padre, no entiendo por qué. Tu padre es la debilidad de Jargo. Tenemos que utilizarlo contra él.
Aeropuerto u hospital. Tenía que elegir. Confiar en la extraña que tenía a su lado o en la mujer a la que amaba. Encendió el coche y salió del aparcamiento. No había rastro de Jargo. Evan condujo hasta volver a St. Charles, atravesó Lee Circle y se dirigió hacia la autopista, que se unía a la Interestatal 10. Había poco tráfico. Agarró firmemente el volante.
– Así que tú me conocías antes que yo a ti -dijo.
– Sí.
– Así que nuestra relación fue un truco, puro teatro.
– No lo entiendes.
– No, no lo entiendo, no entiendo cómo pudiste mentirme.
– Lo hice para protegerte. -Su voz se elevó, estaba casi histérica-. ¿Me habrías creído si te hubiese dicho: «Eh, Evan, una red de espionaje independiente y la CIA están interesados en ti… ¿Vamos al cine?».
– Respóndeme a una pregunta.
– Lo que quieras.
– Mi madre. ¿Le dijiste a Jargo que yo iba a Austin? -Luchaba por controlar la voz.
– No, cariño. No. Jargo escuchó mi buzón de voz y oyó el mensaje.
«Si no le hubiese dejado a Carrie el mensaje mi madre estaría viva.» Lo invadió una ola de pena y miedo.
– No. ¿Por qué tuviste que marcharte ese día por la mañana? -Carrie estaba sufriendo, y se cubrió la cara con las manos-. Maldita sea, ¡contéstame! -gritó Evan.
Su voz sonó rota:
– Quería pedirle permiso a El Albañil para… dejar de vigilarte, para sacaros a ti y a tu madre de aquí y poneros a salvo; para olvidarme de desenmascarar a Jargo. Tenía que hablar con El Albañil a solas. Estaba allí. Cuando volví ya te habías ido.
– Y se lo dijiste a Jargo.
– No. No. Hice como si no supiera dónde estabas. Le dije que no había comprobado mi buzón de voz, que no había vuelto a tu casa.
– Le dijiste que yo te amaba, ¿verdad?
– Sí. -Cerró los ojos.
– Seguro que os echasteis unas risas.
– No, por supuesto que no.
– ¿Enviaste a la CIA a mi casa?
– No, el equipo de El Albañil es muy pequeño. No nos crearon para llevar a cabo grandes operaciones. No podemos revelar nuestra identidad a nadie que sea un posible sospechoso de traicionar a la agencia. Se supone que no trabajamos en territorio estadounidense.
– ¡Guau!, así que mi familia y yo somos realmente especiales -dijo Evan-. No sé por qué debería creerte ahora.
– Porque sigo siendo la misma mujer que conociste hace unos meses. Sigo siendo Carrie -tras unos segundos de silencio, continuó-: Te quiero. Te dije que no me amases, no quería que me lo dijeses, pero quería que fuese verdad. No quería hacerte daño, por eso quería salir de esto. Lo siento.
Se inclinó hacia delante, buscando a la policía en el espejo retrovisor.
– ¡Dios, esto duele!
«¿Alguna vez me amaste?»
Siguió sus indicaciones y paró en una tranquila oficina de aviación cerca del aeropuerto internacional Louis Amstrong. Delante, había dos coches aparcados.
– Dentro hay gente que trabaja para El Albañil. Su nombre auténtico es Bedford. Confiamos en ti: sólo hay tres personas en la CIA que conocen su verdadero nombre.
Evan la miró. Podía marcharse sin más, dejarla y que sus colegas la encontrasen, desaparecer y no volver a verla. No volver a escuchar otra mentira de su boca.
Pensó en aquella mañana tres días antes, despertándose y amándola con ensueño y certeza, antes de que se fuera. Pensó en lo hermosa que estaba la primera vez que la vio en la cafetería, leyendo muy concentrada aquel libro tan malo sobre cine. Tumbada esperándolo. La recordó en su cama, la dulzura de sus besos, mirándolo como si le fuese a estallar el corazón. Quizá su amor por él era mentira, pero él la amaba. Ella era lo peor que le podía haber ocurrido. Era su mejor oportunidad para hacer que su padre volviese a casa. Y ahora lo había salvado, lo había salvado de una muerte segura.
Evan la sacó en brazos del coche y llamó a la puerta de la oficina.
Tener un hombre encarcelado era como comprar un viaje para su alma. Jargo había visto hombres confinados en una estrecha cárcel casera hablando con gente que ya hacía tiempo que estaba muerta; llorar y sollozar después de pasar días en absoluto silencio; un desgraciado se había ahogado él mismo en el retrete. La fuerza a menudo era superficial, la confianza, una táctica y la valentía, una máscara.
Ya conocía el alma de Mitchell Casher. Era un alma incapaz de traicionar a quien quería. Era un alma que confiaba en poca gente, pero esa confianza era tan profunda como las vetas de oro en la tierra.
Jargo entró en la habitación. Mitchell estaba tumbado en la cama con una pesada cadena alrededor de la cintura y de los tobillos, lo suficientemente larga como para permitirle llegar al aseo. Estaba sin afeitar y sin lavar, pero tenía un aspecto digno. La habitación olía a los paquetes de comida deshidratada que le había dejado, ya que él y Dezz no estarían para servirle como carceleros.
Se quedó de pie mirándolo, sin decir ni hola. Jargo encendió un cigarrillo. Llevaba quince años sin fumar. Tiró del humo con dificultad, lo inhaló y tosió como si nunca lo hubiese hecho antes. Observó la brasa incandescente del cigarrillo.
– Tengo miedo a preguntar -dijo Mitchell Casher.
– Y yo tengo que hacerte una pregunta difícil -indicó Jargo-, pero he de insistir en que seas honesto.
– Siempre he sido honesto contigo.
La voz de Mitchell estaba desgarrada, rota por el dolor por su mujer y el miedo por su hijo. Era igual que la del difunto señor Gabriel. Jargo le ofreció un cigarrillo y Mitchell negó con la cabeza. Podría soportar el encarcelamiento durante meses o años antes de derrumbarse, pero malas noticias sobre su hijo lo destrozarían en el momento, y Jargo lo sabía.
– Aprecio tu honestidad, Mitch. ¿Luchará Evan por ti?
– ¿Luchar por mí? No sé a qué te refieres.
Jargo se sentó enfrente de Mitchell Casher. El brillo de la luz, lo suficientemente alta en el techo para que el prisionero no pudiese alcanzarla, le estaba haciendo daño en los ojos. Ninguna ventana decoraba la habitación; Jargo las había tapiado con ladrillos hacía años después de un desafortunado accidente en el que estuvo implicado un trozo de cristal y la muñeca de un terco informante del régimen de Castro. Pero Jargo consideraba que Mitchell no se perdía nada. Fuera, las nubes se extendían como un cáncer en el cielo nocturno del sur de Florida.
– ¿Luchará por ti? ¿Intentará Evan recuperarte?
– No.
– He estado pensando largo y tendido en Carrie y en lo que ha hecho. No estoy seguro de que sea de la CIA; al menos ahora es independiente y se ha llevado a Evan para venderlo a él y la información al mejor postor. Y sospecho que ese postor será la CIA.
Mitchell puso la cabeza entre las manos.
– Entonces libérame. Déjame ayudarte a encontrarlo. Por favor, Steve.
– ¿Encontrarlo? Tú y yo difícilmente podemos entrar en la sede de la CIA en Langley y pedir que lo devuelvan ahora, ¿no?
– Lo matarán.
– Sí. Pero todavía no.
Jargo le dio otra calada al cigarrillo, y esta vez el tabaco le calmó los nervios. «Realmente uno nunca se olvida de cómo fumar -pensó-. Igual que nunca se olvida de cómo nadar, hacer el amor o matar.»
– No entiendo.
Aquel momento de la conversación era como cortar un diamante. Uno tenía que ser preciso para conseguir el efecto deseado, y no había segundas oportunidades.
– Evan me dijo que tiene una lista de nuestros clientes. También sabe mi nombre y que Dezz es mi hijo. Así que, o bien ha tenido contacto con la CIA, o bien incluso tiene más información. Información sobre nosotros, sobre quiénes somos.
Mitchell abrió los ojos de par en par.
– Todos nuestros clientes, Mitchell. ¿Te das cuenta de lo que podría significar para nosotros? Una cosa es que todos nosotros tengamos que desaparecer y empezar de nuevo. Eso ya es difícil de por sí. Pero ¿nuestros clientes? Si la CIA obtuviese esa información nunca podríamos reparar ese daño.
Jargo dirigió de nuevo la mirada a la brasa encendida.
– Te juro que no sabía que ella nos traicionaba -dijo Mitchell con voz ronca.
– Lo sé. Lo sé Mitchell. Si no, hubieses huido con ella. Lo sé.
– Entonces déjame ayudarte.
– Quiero soltarte. Pero no estás en condiciones de luchar. Podrías pensar en desaparecer y poner en peligro mi única oportunidad… -hizo una pausa- de recuperar a Evan sano y salvo para ti.
– La única oportunidad… Dime.
Jargo observaba cómo se consumía su cigarrillo. Esperó. Dejó sufrir a Mitchell.
– ¡Dios mío, Evan! -Mitchell se llevó las manos a la cara.
– No te veía llorar desde que éramos niños.
– Ellos mataron a Donna. Imagínate si tuviesen a tu hijo.
– Nunca cogerían a Dezz con vida. Ya sabes cómo es. -Jargo no miró a Mitchell-. Lo siento muchísimo.
Su voz se quebró. Jargo le puso la mano en el hombro.
– Entonces déjame ayudarte.
– Mitchell, dijo que tenía una lista de clientes.
– Apuesto a que mentía… Donna no habría compartido información con él. Su peor pesadilla era que descubriese la verdad sobre nosotros.
– Seamos realistas. Estaba en su ordenador. Donna tenía una maleta con su ropa para escapar. Se marchó sin esperar a su novia. Creo que lo sabía. Y puede que sepa lo que valen los archivos.
– Evan… no sabría cómo vender información. No conoce a nadie con quien contactar. Y no me haría daño.
– ¿Nunca le hablaste de tu pasado? ¿Ni una sola vez?
– Nunca. Lo juro. No sabe nada.
«Tú no quieres que lo sepa, pero no voy a correr riesgos», pensó Jargo.
– Estoy pensándome lo de intentar recuperar a Evan. Si planea luchar por ti no irá a la CIA simplemente con los archivos. Intentará llegar a un acuerdo, lo cual nos da un margen de tiempo. Pero ése es el riesgo que estoy calculando.
– No te entiendo.
Jargo se inclinó hacia delante y le susurró junto a la cara a Mitchell:
– Tú sabes que tengo agentes trabajando para mí en la agencia.
– Lo sospechaba.
– Y clientes dentro de la agencia. Esa gente corre un gran riesgo si Evan desvela los archivos. Estarán perdidos. -Jargo saboreó de nuevo el humo y apagó el cigarrillo en un cenicero-. La gente que tengo en la agencia tiene todos los motivos del mundo para hacer que Evan vuelva a mí. A nosotros.
Le puso una mano en el hombro a Mitchell.
– ¿No le harán daño?
– No si les digo que me lo traigan con vida. -La mentira le salió fácilmente-. Pero, de cualquier modo, debemos alejar a Evan y la información que tenga de la agencia. Vivo, para que podáis estar juntos de nuevo.
– Por favor, Steve, déjame ayudar. Déjame ayudarte a encontrar a mi hijo.
Jargo se puso de pie. Tomó una decisión. Metió la mano en el bolsillo y abrió la cadena, liberando a Mitchell. Los eslabones formaron un charco de plata sobre el parqué.
Mitchell se puso de pie.
– Gracias, Steve.
– Ve a ducharte. Te prepararé la cena. -Le dio a Mitchell un leve abrazo-. ¿Qué te parece una tortilla?
Mitchell lo agarró por el cuello y lo empujó con fuerza contra la pared, le arrebató la pistola y le apuntó a la barbilla.
– Una tortilla suena genial. Pero, para que quede claro entre nosotros, tus agentes no le harán daño ni matarán a mi hijo. Hazles entender que lo necesitamos con vida.
– Me alegro de que te desahogues. Ahora me puedes soltar.
– Si matan a mi hijo, yo mataré al tuyo.
– Suéltame.
Mitchell soltó a Jargo y éste le apartó la mano cuidadosamente.
– Esto es lo que quieren tus enemigos. Que nos agarremos por el cuello el uno al otro.
Mitchell le entregó la pistola.
– Evan a salvo. Eso no es negociable. Cuando lo recuperemos podré controlar a mi hijo.
– Haré cuanto pueda para traerlo a casa. Ten por seguro que será el secreto mejor guardado de la agencia. Recursos, gente, todos dejarán sus tareas habituales para ayudarlo a esconderse y a ir contra nosotros. Mis ojos en la agencia buscarán esas señales. Un idiota bien intencionado de la agencia preparará una guerra secreta contra nosotros, y nosotros lo combatiremos con nuestro propio Pearl Harbor.
– Será casi imposible recuperarlo.
– En cierto modo -dijo Jargo-, creo que puede ser fácil. Lo que necesitamos es convencerlo de que vuelva con nosotros.
Fue al piso de abajo a preparar la tortilla. La escalera curva de ciprés estaba llena de sombras; no le gustaba que las luces fuesen demasiado brillantes en el refugio. Incluso con todas las ventanas cuidadosamente selladas y cubiertas, demasiada luz brillaría como un faro en la inmensa oscuridad y podría atraer una atención no deseada.
La cocina del refugio vacío era grande y estaba levemente iluminada. Dezz, con aspecto tosco y taciturno, estaba comiendo una barra de caramelo sentado en un taburete. El televisor sintonizaba la CNN.
– ¿Algún detalle importante? -preguntó Jargo.
– No. Unas cuantas personas sufrieron heridas leves con las prisas de salir del zoo. No hubo arrestos ni hay sospechosos. Pero no mencionan ninguna cinta de vídeo nuestra -Dezz masticaba el caramelo-. Cuando los pillemos me quedaré con la puta. Es toda mía. Hazle tus preguntas y luego dámela a mí. La Navidad llegará pronto este año.
– Si Evan tiene la lista de clientes y se la entrega a la CIA, tendrán bajo vigilancia a esos objetivos. No sólo a nuestros clientes de la CIA, sino a todos los demás. Pero despacio. No pueden destinarnos demasiados recursos de golpe sin que alguien se ponga a hacer preguntas incómodas.
– ¿Entonces?
Podía compartir con Dezz lo que no se atrevería a compartir con Mitchell.
– Hay pocos agentes de la CIA que nos conozcan. Hay un hombre cuyo nombre en clave es Albañil, pero no he sido capaz de descubrir quién es. Se supone que El Albañil es el encargado de arrancar de raíz los problemas internos de la CIA: problemas como utilizar asesinos independientes, vender secretos, cometer asesinatos no aprobados, robar a sociedades estadounidenses. Básicamente, El Albañil quiere cerrarnos el negocio.
– El Albañil.
– Carrie es un recurso que El Albañil tendrá que usar. Puede ser una bendición para nosotros.
– ¿Cómo?
– El modo en que la CIA utilice a Carrie nos dirá mucho de lo que realmente sabe sobre nosotros.
Sacó de la nevera los ingredientes para una tortilla. Cocinar lo tranquilizaría. Cortó verduras y pensó en una vida anterior, cuando era niño y observaba a la chica en que se había convertido Donna Casher, sentada al otro lado de una mesa de cocina regada por el sol, cortando las verduras con tranquila precisión. El sol siempre le había dado en el pelo de una manera que paralizaba a Jargo, y un deje de tristeza y remordimiento le llegó al corazón. Deseó haberle dicho, al menos una vez, cuánto le gustaban sus fotografías.
– ¿Sabes? El primer trabajo que tuvimos Mitchell, Donna y yo cuando decidimos trabajar por nuestra cuenta fue en Londres. Fue un éxito. Realmente simple: no requería a los tres, pero había una sensación de poder en matar los tres juntos. Una sensación de liberación.
– ¿Quién mató a quién? -preguntó Dezz.
– La víctima no importa. Fuimos Mitchell y yo quienes la matamos, aunque yo disparé primero. Donna se ocupaba de la logística. -Jargo abrió los huevos en un cuenco, los mezcló con leche y añadió el brécol y los pimientos-. Era nuestro primer trabajo, íbamos a cortar los lazos con nuestra antigua vida. Éramos tan conscientes de tomar nuestras decisiones… Antes nunca nos habían animado a deliberar tanto. Éramos más de apuntar y disparar, sin hacer preguntas. Toqué las balas que usaba hacía tantísimo tiempo como si fuesen un juguete antiestrés, o los últimos grilletes de una cadena que todos nosotros estábamos rompiendo.
Dezz se comió un trozo de caramelo.
– Yo sólo cambié un juego de cadenas por otro, Dezz.
Dezz no tenía una mente muy apta para la reflexión.
– Entonces, ¿cómo vas a recuperar a Evan y a Carrie? ¿O al menos a hacerles callar?
– Carrie le dirá a la CIA lo que sabe, que no es mucho. No puede traicionarnos lo suficiente como para hacernos daño. Puede darles descripciones, la dirección del apartamento en Austin, pero no mucho que puedan usar como prueba.
– Sé realista -dijo Dezz-. Si es una agente doble puede que tenga información, archivos… podría despellejarte.
– No tenía acceso a información.
– Tú no sabías lo que tenía, papá.
Jargo bajó el tono de voz.
– Desperdiciaste una oportunidad única de matarlos a los dos, así que cállate. -Puso mantequilla en la sartén ardiendo, y echó los huevos-. Intento cubrir todas las bases, incluso bases que ni siquiera sabes que están en el campo, Dezz.
– Tenemos que hacer las maletas y huir. Montar el chiringuito en algún otro sitio. Inglaterra, Alemania, Grecia… Vayamos a Grecia.
– No. No voy a desmontar años de sudor y trabajo. Aún elijo mis propias cadenas, Dezz.
Jargo notó cómo menguaba la sensación de fracaso. Estaba listo para actuar.
– No podrás recuperar a Evan.
Jargo terminó de cocinar los huevos y los puso en un plato.
– Coge este plato y una taza de café fuerte y llévaselo a Mitchell. Sé agradable; hace unos minutos amenazó con matarte si no recuperábamos a Evan sano y salvo.
Dezz frunció el ceño.
– No te preocupes -continuó su padre-. Evan pronto estará muerto, pero Mitchell no podrá culparnos de ello.