SÁBADO 12 de marzo

Capítulo 8

Evan abrió los ojos.

Estaba tumbado en una cama. Las sábanas de color blanco crema habían sido dobladas hacia atrás; tenía una toalla de algodón fina extendida detrás de la cabeza. Uno de sus brazos estaba levantado, atado con unas esposas a los barrotes de hierro del cabecero. La habitación era lujosa: suelos de parqué; un acabado rojizo, rústico aunque caro, en las paredes; arte abstracto colgado con precisión sobre la chimenea de piedra. Un estrecho y suave rayo de luz penetraba por una abertura en las cortinas de seda. La puerta estaba cerrada.

Movió la lengua por la boca seca. Notó un fuerte dolor instalado en la mandíbula y el cuello. Podía oler su propio sudor amargo.

«Mamá, te he fallado. Lo siento muchísimo.» Se tragó el miedo y la pena porque no lo beneficiaban en absoluto.

Tenía que calmarse. Pensar. Porque ahora todo había cambiado.

¿Qué le había dicho Gabriel? «Nada en tu vida es lo que parece.»

Bueno, una cosa era justo lo que parecía. Estaba completamente jodido.

Evan comprobó las esposas. Cerradas. Se incorporó empujando con los pies, retorciendo la espalda contra el cabecero. Había un libro en una mesilla de noche, un best seller actual sobre la historia del béisbol, y una lámpara. No había teléfono. En la mesa que estaba más alejada había un intercomunicador para bebés.

Se quedó mirando el intercomunicador. No podía actuar con miedo ante Gabriel. Tenía que demostrar fuerza.

Por su madre… y por su padre, donde quiera que estuviese. Por Carrie, aunque estuviese mezclada en esta pesadilla, aunque, incomprensiblemente, supiera que se encontraba en peligro.

Entonces, ¿qué podía hacer ahora?

Necesitaba una pistola. «Imagínate que el tipo que mató a mamá está aquí. ¿Con qué puedes atacarle? Míralo todo con ojos nuevos.» Ojos nuevos. Ése era el consejo que se daba a sí mismo cuando imaginaba escenas que rodar.

Apenas podía alcanzar la mesa. Se las arregló para agarrar el tirador con los dedos y abrir el cajón. Estiró la mano todo lo que pudo. El cajón estaba vacío. El libro que había en la mesa no era lo bastante gordo. La lámpara. No llegaba a ella pero podía coger el cable que iba hasta el enchufe situado debajo de la cama. Tiró del cable hacia él lo más silenciosamente posible, intentando no hacer ruido con las esposas contra el cabecero de metal; la base de hierro forjado resultaba muy pesada. Desde el ángulo en el que estaba no sería capaz de mover la lámpara con fuerza suficiente para causar una herida grave. Desenchufó el cable, lo enrolló cuidadosamente debajo de la mesa para que no quedase atrapado ni enganchado. Sólo por si acaso tenía una oportunidad. Las lámparas eran fáciles de arrojar. Echó un vistazo hacia los pies de la cama y por el suelo. Sólo había unas diminutas bolas de polvo.

– Hola -se dirigió al intercomunicador.

Un minuto más tarde oyó pasos en las escaleras. Luego el chirrido de unas llaves en una cerradura. La puerta de la habitación se abrió; Gabriel estaba de pie en la puerta. Tenía una pistola negra brillante enfundada a un lado.

– ¿Estás bien? -preguntó Gabriel.

– Sí.

– Gracias por poner en peligro nuestras vidas con tu estúpido truco.

– ¿Chocamos?

– No, Evan. Sé conducir un coche sentado en el asiento del acompañante. Entrenamiento básico. -Gabriel aclaró la voz-. ¿Cómo te encuentras ahora?

– Estoy bien. -Evan intentó imaginar cómo podía conducir a toda velocidad sentado en el asiento del acompañante sin chocar. Eso suponía un nivel extraordinario de autocontrol en situación de peligro-. ¿Dónde recibiste tal entrenamiento?

– En una escuela muy especial -se limitó a responder Gabriel-. Es sábado por la mañana temprano. Has dormido toda la noche. -Su mirada se volvió fría-. Podemos ser de gran ayuda el uno para el otro, Evan.

– ¿En serio? Ahora quieres ayudarme.

– Te salvé, ¿no lo recuerdas? Si te hubieses quedado ahí colgando estarías muerto. Creo que ni siquiera la policía te podría haber protegido del señor Jargo. -Gabriel se apoyó en la pared-. Así que comencemos de nuevo. Necesito que me digas exactamente lo que ocurrió ayer cuando llegaste a casa de tus padres.

– ¿Por qué? Tú no eres policía.

– No, no lo soy.

Evan observaba a Gabriel. Parecía no haber dormido. Parecía nervioso, como un hombre que necesitase un buen trago de whisky. Reflexionó que nada ganaba con el silencio, al menos no ahora.

Así que le contó la llamada urgente de su madre, el viaje a Austin y el ataque en la cocina. Gabriel no hizo preguntas. Cuando Evan acabó, Gabriel acercó una silla a los pies de la cama y se sentó. Frunció el ceño, como si pensase en un plan de acción.

– Quiero saber exactamente quién eres -dijo Evan.

– Te diré quién soy. Y luego te diré quién eres tú.

– Yo sé quién soy.

– ¿De verdad? No lo creo, Evan. -Gabriel negó con la cabeza-. Yo diría que tuviste una infancia sobreprotegida, pero eso sería una broma de mal gusto.

– Yo cumplí mi promesa. Manten tú la tuya.

Gabriel se encogió de hombros.

– Soy el dueño de una empresa de seguridad privada. Tu madre me contrató para sacaros a salvo a ti y a ella de Austin y llevaros hasta tu padre. Está claro que tu madre se equivocó y tendió la mano a la gente equivocada. Lo siento. No pude salvarla.

Así que sabía quién era su padre.

– Intenta recordar cuando te atacaron -continuó Gabriel-. Estuviste inconsciente, al menos durante los minutos entre el momento en que te golpearon y cuando te colgaron.

– No sé cuánto tiempo. ¿Qué importa eso?

– Porque los asesinos podrían haber cogido los archivos que te mencioné. De tu ordenador, o del de tu madre.

– No podían estar en mi ordenador… -De pronto, recordó que le había comentado a Durless que los asesinos habían estado tecleando en su ordenador-. Es cierto, estuvieron buscando algo en mi ordenador. Dijeron algo así como… -Intentó deshacerse de la neblina que aún envolvía su memoria-. Algo como «Todo borrado».

Esperó para ver si Gabriel añadía algo.

– Tu madre te mandó los archivos por correo electrónico.

¿Por correo electrónico? Claro: su madre le había mandado aquellos archivos de música para su banda sonora la noche anterior, muy tarde, antes de llamar. Pero eran simples archivos de música; los había escuchado de camino a Austin. Nada fuera de lo normal. No había puesto nada extraño en el correo electrónico que le mandó. Sin embargo, no se lo había mencionado a Gabriel cuando le relató los acontecimientos del viernes por la mañana; no le habían parecido importantes comparados con las cosas terribles que habían ocurrido ayer.

– Mi madre no me envió nada extraño por correo electrónico. Y aunque lo hubiese hecho, los asesinos no podrían haber accedido sin la contraseña.

Entonces, ¿qué significaba «Todo borrado»?

– Existen programas que pueden descifrar contraseñas en cuestión de segundos. -Gabriel se apoyó contra la pared y observó a Evan-. Yo no tengo ninguno, pero te tengo a ti.

– No tengo esos archivos.

– Tu madre me dijo que sí los tenías, Evan.

Evan movió la cabeza.

– Esos archivos… ¿qué son?

– Cuanto menos sepas mejor. Así yo te podré dejar marchar y tú podrás olvidar que me has visto alguna vez y empezar una nueva y agradable vida. -Gabriel cruzó los brazos-. Soy un hombre extremadamente razonable. Quiero ofrecerte un trato justo. Tú me das esos archivos y yo te saco del país, te consigo una nueva identidad y acceso a una cuenta bancaria en las Islas Caimán, lo que tu madre me mandó hacer. Si te andas con cuidado, nadie te encontrará jamás.

– ¿Se supone que debo renunciar a mi vida? -Evan intentaba contener el desconcierto en su voz.

– Tú decides. Si quieres volver a casa, adelante. Pero si yo fuera tú, no lo haría. Ir a tu casa significa morir.

Evan se mordió los labios.

– Vale, yo te ayudo. ¿Y qué pasa con mi padre?

– Si tu padre se pone en contacto conmigo le diré dónde estás; encontrarte luego es problema suyo. Mi responsabilidad hacia tu madre acaba una vez que te meta en un avión.

– Por favor, dime dónde está mi padre.

– No tengo ni idea. Tu madre sabía cómo ponerse en contacto con él, pero yo no.

Evan dejó pasar un rato.

– Podría darte lo que quieres y luego tú podrías matarme.

Gabriel metió la mano en el bolsillo, y tiró un pasaporte sobre la colcha. Tenía el sello de Sudáfrica. Evan lo abrió con la mano que tenía libre. Dentro había una foto suya, la foto original de su pasaporte, la misma que tenía en su pasaporte estadounidense. El nombre que aparecía en aquel documento, sin embargo, era Erik Thomas Petersen. Había sellos que coloreaban las páginas: entrada en Gran Bretaña un mes atrás, y luego entrada en Estados Unidos, hacía dos semanas. Evan cerró el pasaporte y lo volvió a poner en la cama.

– Parece auténtico.

– Tienes que ponerte en el papel del señor Petersen con mucho cuidado. Si quisiera que estuvieras muerto, ya lo estarías. Te estoy dando una vía de escape.

– Todavía no entiendo cómo mi madre podía tener algún archivo informático peligroso.

De pronto lo vio claro. No su madre, sino su padre, el consultor informático. Su padre debió de encontrar archivos trabajando para un cliente, archivos que debían ser peligrosos.

– Todo lo que tienes que hacer es darme tu contraseña.

Gabriel abrió la puerta del dormitorio, cogió un carrito, uno de esos que se utilizan para servir la comida durante un brunch o una fiesta. El portátil de Evan estaba encima. Gabriel lo colocó cerca de Evan, situándolo entre ambos. Una raja atravesaba la pantalla de un lado a otro, pero el portátil estaba conectado por medio de un cable a un pequeño monitor y el sistema parecía funcionar con normalidad. Mostraba la pantalla de la contraseña, esperando la palabra mágica.

Por eso Gabriel había corrido el enorme riesgo de volver a por Evan, de tenderle una emboscada al coche de policía y secuestrarlo. No podía acceder al ordenador.

– Está aquí -dijo Gabriel-, tu madre metió una copia en tu sistema antes de morir. Te la envió por correo electrónico. Me lo dijo. Lo hizo para asegurarse de que si la mataban hubiese otra copia de los archivos accesible para mí. Era parte del trato que hice con ella. No podía arriesgarme a que la cogiesen a ella y quedarme sin los archivos. Eran la garantía de que cuidaría de ti si la mataban.

Aquel tipo era tan práctico que Evan sintió ganas de golpearlo de nuevo. Gabriel se acercó más a él.

– ¿Cuál es tu contraseña del sistema?

– Se supone que tienes que sacarme del país. Así que, técnicamente, tu trabajo no está hecho hasta que me liberes. Te diré la contraseña cuando me lleves hasta mi padre.

– Te he dicho cuál es el trato, hijo. Es así. No cabe negociar. -Gabriel se retiró al otro extremo de la cama y apuntó en la cabeza a Evan con la pistola-. No quiero hacerte daño. Abre el sistema.

Evan apartó el ordenador de un empujón.

– Ponte en contacto con mi padre. Si me dice que te dé la contraseña te la daré.

– Lávate las orejas, hijo. No puedo ponerme en contacto con él.

– Si se suponía que tenías que ponernos a salvo a mí y a mi madre, eso significa llevarnos donde mi padre nos pudiera encontrar. Tienes que contar con alguna manera de encontrarle.

– Tu madre la sabía. Yo no.

– No te creo. No hay contraseña.

– Si no me la das pasarás el resto de tu corta vida esposado a esa cama, donde morirás de sed y de hambre.

Evan esperó, dejando que el silencio invadiera la atmósfera de la habitación.

– Tú sabes quién la mató. Ese tío, Jargo. Sabes quién es.

– Sí.

– Háblame de él y te ayudaré. Pero míralo desde mi punto de vista. Me estás pidiendo que abandone mi vida. Que no haga nada por el asesinato de mi madre. Que me limite a albergar la esperanza de poder encontrar a mi padre de nuevo. No puedo marcharme sin saber la verdad, y punto.

De todas formas no creía a Gabriel. Había sido imposible localizar a su padre ayer, pero la policía ya lo habría encontrado a estas alturas, donde quiera que estuviese en Sidney.

– Estás más seguro si no lo sabes.

– Ahora mismo no me importa estar más seguro.

– Maldita sea, ¡qué terco eres!

Gabriel bajó el arma y apartó la vista de Evan.

– Sé que arriesgaste mucho para salvarme de Jargo. Lo sé y te doy las gracias. Sin embargo, difícilmente puedo escapar si no sé de quién huyo. Así que te cambiaré la contraseña por información sobre Jargo. ¿De acuerdo?

Tras diez largos segundos, Gabriel asintió.

– De acuerdo.

– Háblame de Jargo.

– Es… un agente de información. Un espía independiente.

– Un espía. ¿Me estás diciendo que a mi madre la mató un espía?

– Un espía independiente -le corrigió Gabriel.

– Los espías trabajan para los gobiernos.

– Jargo no. Compra y vende datos a quien le pague. Empresas, gobiernos. Otros espías. Es muy peligroso. -Gabriel se pasó la lengua por los labios-. Sospecho que lo que Jargo quiere son datos de la CIA.

Evan frunció el ceño.

– ¿Me estás sugiriendo en serio que mi madre robó archivos de la CIA? Eso es imposible.

– O quizá fue tu padre y se los dio a tu madre. Y yo no he dicho que esos archivos pertenezcan a la CIA. Puede que simplemente la CIA quiera la información, al igual que Jargo.

Parecía como si le costara admitir esta posibilidad. La cara de Gabriel ardía de furia.

– La CIA. -Era una locura-. ¿Cómo iba a tener algo que ver mi madre con ese Jargo?

– Creo que ella trabajaba para Jargo.

– ¿Mi madre trabajaba para un espía independiente? -repetía Evan-. No puede ser. Estás equivocado.

– Una fotógrafa de viajes. Puede ir a cualquier sitio con su cámara y no levantar sospechas. Vives en una casa preciosa. Tus padres tenían dinero. ¿Crees que un simple fotógrafo aficionado puede ganar tanto dinero?

– Esto no puede ser cierto.

– Ella está muerta y tú esposado a una cama. ¿Tan equivocado crees que estoy?

Evan decidió seguir aquella fantasiosa historia.

– ¿Así que mi madre le robó esos archivos a Jargo, o a otra persona?

– Escucha. Querías saber cosas sobre Jargo, y yo te las he dicho. Trabaja de manera independiente. Cuando la gente necesita información robada o matar a alguien que le está dando el coñazo, y el trabajo tiene que ser pagado en negro, él se encarga de ello. Los archivos tienen información sobre negocios de Jargo, así que los quiere recuperar. La CIA también, imagino, porque les gustaría saber lo que él sabe. Ahí tienes: sabes más sobre Jargo que cualquier persona viva. Abre el sistema.

– No puedo a menos que me liberes.

Hizo sonar las esposas.

– No. Escribe.

– ¿Adónde voy a ir, Gabriel? Tienes una pistola apuntándome. Tienes que liberarme antes o después si me vas a sacar del país. Las esposas no pasan el detector de metales.

– Todavía no. Escríbelo con una mano. -Puso la pistola contra la mejilla de Evan-. Llevo años aguardando esto, Evan, no voy a esperar ni un maldito minuto más.

Evan escribió la contraseña.

Capítulo 9

– Está vacío -dijo Evan.

Tras aceptar la contraseña, el icono del disco duro apareció en la pantalla. Evan buscó en el sistema. Excepto los archivos básicos, el resto del disco se había borrado. Su material de vídeo, los programas de software que tenía instalados, todo había desaparecido. El sistema parecía haber sido devuelto a una configuración por defecto. Abrió la papelera de reciclaje: vacía.

– Ha desaparecido todo.

«Todo borrado», había dicho la voz en la cocina mientras la pistola se clavaba en su nuca.

– No. -Gabriel dejó la pistola, agarró a Evan por el cuello y lo empujó contra el cabecero de la cama-. No, no, no. No pudo darles tiempo.

– No sé cuánto tiempo estuve inconsciente.

– Esto no puede ser. Tengo que conseguir esos archivos. -La voz de Gabriel se elevó-. Esos cabrones los borraron.

Se dio la vuelta y se inclinó sobre el ordenador.

Evan se retorció alejándose de él, hacia la lámpara. «Puede que no se vuelva a acercar tanto a ti. Hazle creer que quieres ayudarle.»

– Puede que un programa de recuperación restaure la información.

Gabriel no contestó, escribía en el teclado buscando los archivos. Miraba la pantalla vacía como si fuese todo lo que le quedaba en su vida. Mantenía la pistola a su lado, apuntando ligeramente. Evan se puso de cuclillas contra el cabecero, con la mano izquierda todavía esposada. La lámpara estaba cerca de la mano derecha y el cable perfectamente enrollado en el suelo.

Evan agarró la lámpara de hierro fundido con la mano que tenía libre. Era un objeto pesado, pero la levantó y la balanceó con un extraño giro.

La base de la lámpara golpeó el brazo de Gabriel. Cayó hacia delante y Evan lo inmovilizó agarrándolo con una pierna por la cintura. Le dio con la lámpara en la cara. La sangre manaba, el borde de la base le hizo un corte a Gabriel en la boca y en la barbilla. Aullaba de furia.

Evan intentó darle con la lámpara de nuevo, pero Gabriel la desvió con el brazo y lanzó un puñetazo que conectó con la mandíbula de Evan. Éste dejó caer la lámpara, pasó el brazo alrededor del cuello de Gabriel y lo envolvió por la cintura con las dos piernas. Su mano izquierda, esposada a la cama, se retorcía como si estuviese rota mientras luchaba con Gabriel.

La pistola. Gabriel tenía la pistola. ¿Dónde estaba?

– ¡Suéltame gilipollas! -dijo Gabriel.

– Te la arrancaré de un bocado si no te estás quieto.

Evan cerró la boca alrededor de la oreja izquierda de Gabriel.

– ¡No! -Gabriel dio un grito sofocado.

Evan le mordió de nuevo hasta hacer rechinar los dientes. La sangre le escurría por la boca.

– ¡Para! -vociferó Gabriel, y se quedó quieto.

Evan vio la pistola. Estaba justo fuera del alcance de ambos, enredada en las sábanas blancas donde las colchas se habían arrugado durante su pelea. No podía alcanzarla, pero si soltaba un poco a Gabriel éste podría cogerla. Gabriel la vio también; sus músculos se estiraron con una súbita determinación, intentando liberarse.

Evan le mordió la oreja otra vez y le metió los dedos en los ojos. Gabriel chilló de dolor. Se giró para esquivar a Evan, pero las piernas de éste seguían bloqueándolo en el sitio.

Gabriel se retorció hacia la pistola llevándose el cuerpo de Evan con él. Las esposas le estaban desgarrando la muñeca.

«Sacrificará la oreja para coger la pistola. Arráncasela.»

Pero en lugar de eso, Gabriel cogió el cable de la lámpara y la trajo hacia él. Agarró el cuerpo de la lámpara, lo echó hacia atrás en dirección a Evan y lo golpeó con la base en la parte superior de la cabeza; mareado del dolor, Evan soltó la oreja. Un trozo de piel se quedó atrás, en su boca.

Gabriel soltó la lámpara y se tambaleó hacia delante. Agarró el cañón de la pistola con la punta de los dedos. Evan mantenía el otro brazo de Gabriel inmovilizado, girado; su brazo se retorcía como si estuviese a un centímetro de romperse. Agarró la empuñadura de la pistola mientras Gabriel tiraba de él hacia delante. Evan le arrancó la pistola y le puso el cañón del arma en la sien.

Gabriel se quedó paralizado.

– ¿Dónde está la llave?

– Abajo, en la cocina. Hijo de puta, me has arrancado la oreja.

– No, sigue ahí.

– Escucha, un trato nuevo -dijo Gabriel-; trabajaremos juntos para atrapar a Jargo. Haremos…

– No.

Evan golpeó a Gabriel en la sien con la pistola una vez, dos veces, tres, cuatro. A la quinta, Gabriel se quedó sin fuerzas; tenía la sien cortada y magullada. Evan golpeó de nuevo a Gabriel en la cabeza y esperó. Contó hasta cien. Gabriel estaba fuera de combate.

Conteniendo el aliento, Evan dejó la pistola. Gabriel no se movía. Metió la mano en el bolsillo izquierdo de su pantalón, hurgó entre las monedas y adivinó la forma de las llaves.

– Mentiroso -le dijo a Gabriel, quien seguía inconsciente.

Tiró de un aro del que colgaba una llave pequeña y otra más grande, la de la puerta de la habitación. Evan apartó al hombre de una patada e introdujo la llave pequeña en la cerradura de las esposas.

Las esposas se abrieron. Evan rodó sobre la cama, el brazo le ardía de dolor. Lo sostenía contra el cuerpo, sin estar seguro de si estaba roto o dislocado. No: tenerlo roto sería una agonía. Le dolía, pero estaba ileso. Arrastró a Gabriel hasta el cabecero de la cama y esposó su mano a él. Le comprobó el pulso en el cuello. Sintió bajo los dedos un latido estable.

Con manos temblorosas, apuntó con la pistola hacia la puerta. Esperó. Se preparó para disparar si alguien lo atacaba para rescatar a Gabriel. Se dijo a sí mismo que podía hacerlo, tenía que hacerlo. Sabía disparar, su padre le había enseñado siendo un adolescente. Pero no había disparado una pistola en cinco años. Y nunca a un ser humano.

Pasó un minuto. Otro. No se escuchaban sonidos en la casa.

Divisó una pequeña tarjeta sobre la cama, cerca del pasaporte sudafricano. Debió de caérsele a Gabriel del bolsillo de la camisa o del pantalón durante la pelea. Era un carné emitido por el gobierno, desgastado por el tiempo y por el uso. Gabriel parecía quince años más joven.

Joaquín Montoya Gabriel. Agencia Central de Inteligencia. Ese loco gilipollas estaba diciendo la verdad. O al menos en parte. Pero si era de la CIA, ¿por qué estaba trabajando solo?

Respiró profundamente. Se metió el pasaporte y el carné en el bolsillo de atrás. Salió por la puerta del dormitorio y luego se detuvo en el oscuro pasillo. «Tranquilízate, tranquilízate, hazlo por tu madre.» Le dolían muchísimo el brazo y la mano, y también la cabeza. Una vez terminada la pelea, en la casa a oscuras, por unos instantes el miedo volvió a invadirlo.

Una luz tenue brillaba desde la zona abierta del piso de abajo; Evan estaba en un segundo piso de lo que parecía ser una casa espaciosa. Una alfombra tupida y gruesa cubría el pasillo; más arte de lujo en las paredes. El aire acondicionado emitía un ronroneo. Abajo se escuchaba el leve susurro de la televisión.

Se puso de cuclillas, apuntando con la pistola hacia delante y escuchando. Cogió fuerzas, respirando dos veces profundamente, y bajó con sigilo las escaleras. «¿Qué debo hacer ahora? Sigue luchando. Es lo que has elegido.»

Pero ahora no tenía nada con lo que pactar para salvar su vida. Jargo, si es que éste era uno de los hombres de la casa, había robado o destruido los datos. Los archivos, si alguna vez existieron, habían desaparecido.

Evan llegó a la última escalera cuando pensó: «Tonto del culo, deberías haber amordazado a Gabriel. Se despertará y pedirá ayuda a gritos mientras tú te acercas a algún compinche en el piso de abajo».

Pero ya había ido demasiado lejos para volver atrás. Sabía que su corazón ya no dudaría y que podría disparar a cualquiera que intentase detenerlo. Esperaba acordarse de apuntar a las piernas, a menos que el otro tío tuviese un arma, si era así apuntaría al pecho. Es amplio, sería fácil acertar. «Recuerda tomarte un segundo para apuntar, apretar y prepararte para la patada.» Esperó disponer de aquel segundo. El objetivo de prácticas de tiro nunca le había devuelto el disparo.

Evan entró en el estudio con la pistola preparada para disparar. En la esquina había un televisor de pantalla ancha, junto a una vistosa chimenea de piedra. Un espacio publicitario anunciaba el último producto farmacéutico sin el que no podías vivir, siempre y cuando te arriesgases a sufrir por lo menos diez efectos secundarios. Luego sonó la melodía de la CNN y el presentador principal comenzó a contar una historia sobre un bombardeo en Israel.

Caminó pegado a la pared, miró en el interior de una elaborada cocina. Vacía. Había comida sobre la barra: un sandwich de jamón, un vaso de agua helada, un montón de patatas fritas de bolsa y una chocolatina Snickers. Probablemente su propia comida si hubiese cooperado con Gabriel.

Comprobó la parte trasera de la casa y se detuvo en una cómoda con la parte superior de mármol sobre la que había un puñado de fotos de familia. Gabriel posaba con dos chicas lo suficientemente jóvenes como para ser sus nietas.

No había nadie. Los únicos sonidos eran el aire acondicionado y la CNN, que comenzaba una historia sobre un extraño homicidio y un secuestro en Texas.

Evan corrió de nuevo al estudio y vio su cara en la televisión. Era la foto de su permiso de conducir de Texas; no era demasiado mala y de hecho era bastante fiel a su aspecto: pelo rubio desgreñado, pómulos altos, ojos color avellana, labios finos y el pequeño aro en la oreja. Los subtítulos informativos que aparecían bajo su cara decían: «Director de cine desaparecido». El presentador de las noticias dijo:

– La policía todavía busca a Evan Casher, el director de cine nominado a un Óscar, después de que su madre muriera estrangulada en su casa de Austin, Texas. Un hombre armado secuestró a Casher del coche patrulla, agrediendo a dos oficiales.

»Casher, director de dos aclamados documentales, destacó con El más mínimo problema, su debut, una mordaz revelación sobre un oficial de policía corrupto que incriminó a un antiguo camello. Junto a mí está Roberto Sánchez, agente especial del FBI.

Roberto Sánchez tenía el aspecto de un político: corte de pelo perfecto y una expresión que decía «Soy la persona más competente de la tierra». El presentador fue al meollo del asunto:

– Agente Sánchez, ¿es posible que quienquiera que secuestrase a Evan Casher sea el responsable de la muerte de Donna Casher? Quiero decir, el señor Casher era el único testigo y luego se lo llevaron directamente de manos de la policía.

– No estamos preparados para especular sobre los motivos, pero nos preocupa la seguridad del señor Casher.

– ¿Existe alguna posibilidad de que no se trate de un secuestro convencional, sino que Evan Casher haya sido alejado de la policía por ser sospechoso del asesinato de su madre? -aventuró el presentador.

– No, no es sospechoso. Obviamente es una persona que nos interesa porque encontró el cuerpo de su madre y no hemos tenido la oportunidad de tener una conversación completa con él, pero no tenemos razones para pensar que estuviera involucrado. Nos gustaría hablar con el padre del señor Casher, Mitchell Casher, pero no hemos podido localizarlo. Creemos que estaba en Australia esta semana, pero no podemos dar más detalles.

En la pantalla apareció una foto de Mitchell al lado de la de Evan. Su padre desaparecido.

– ¿Por qué se ha encargado al FBI la investigación? -preguntó el presentador.

– Tenemos recursos de los que la policía de Austin carece -respondió Sánchez-. Nos pidieron ayuda.

– ¿Alguna idea del motivo del asesinato?

– En este momento, no.

– También tenemos retratos policiales del hombre que supuestamente atacó a los dos oficiales de policía de Austin y se llevó secuestrado a Evan Casher -dijo el locutor, y la imagen cambió de Evan y Mitchell Casher a un dibujo de Gabriel hecho a lápiz.

– ¿Alguna pista sobre este hombre? -preguntó el presentador.

– No, todavía no.

– Pero la policía de Austin encontró el coche que utilizó para secuestrar a Evan Casher, ¿es eso correcto? Un informe filtrado de la policía de Austin afirma que un Ford sedán azul que se corresponde con la descripción del coche del secuestrador fue encontrado en un aparcamiento cercano, donde otro coche había sido robado. Según informaron en la radio, las huellas de Evan Casher estaban en la radio del coche del secuestrador. Si estaba escogiendo la música no había sido secuestrado, ¿no? -Ahora el presentador intentaba reescribir la noticia, sazonándola con insinuaciones.

Sánchez movió la cabeza y lo miró de forma severa.

– No podemos comentar filtraciones. Por supuesto, si cualquiera tiene detalles sobre este caso nos gustaría que se pusiese en contacto con el FBI.

La matrícula del coche robado y el número de teléfono del FBI aparecieron debajo de la foto de Evan.

– En caso de que Evan Casher haya sido secuestrado, ¿qué les diría a los secuestradores? -preguntó el presentador.

– Bueno, lo que diríamos en cualquier situación: les pediríamos que liberasen al señor Casher ileso y que se pusieran en contacto con nosotros si tuviesen cualquier petición. O si el señor Casher puede ponerse directamente en contacto con nosotros, que lo único que queremos es ayudarle.

– Gracias, agente especial del FBI Roberto Sánchez -dijo el presentador-. Nuestra corresponsal, Amelia Crosby, habló con el ex camello que fue la inspiración para el documental de Evan Casher.

La cámara enfocó a un hombre joven negro, de unos treinta años, que parecía incómodo con traje y corbata. El subtítulo decía: James Shores, El Turbio.

– Señor Shores, usted conoce a Evan Casher desde que hizo la película sobre cómo fue usted acusado injusta y precipitadamente por un investigador de narcóticos corrupto. ¿Qué cree usted que puede estar detrás de la extraña desaparición de Evan Casher?

– ¡Oh, mierda! -exclamó Evan.

– Escuche, antes de nada, ese otro tío, su presentador, el que tiene el pelo como congelado sugiere que Evan Casher podría estar implicado en la muerte de su madre, eso es una auténtica (piiii).

El censor se lanzó en picado sobre la última palabra.

– ¿Qué motivo podría tener cualquiera para hacerle daño al señor Casher o a su familia? -preguntó la voz del reportero-. A muchos agentes de la ley les molestó su documental sobre usted.

– No, señaló una verdadera manzana podrida, pero no es que acusase a todo el sistema penal ni nada.

– ¿Tiene usted alguna teoría sobre qué podría haber llevado a su desaparición?

– Bueno, yo pensaría que quienquiera que mató a su madre no quería que hablase sobre lo que vio. Lo que me preocupa es que la policía dejase tirao a Evan, permitiendo que lo secuestrasen. Creo que deberían observar de cerca a esos policías y cómo (piiii) dejaron que se llevasen a Evan, porque a muchos polis no les gusta que aireen sus trapos sucios, incluso aunque no sean de su departamento, y…

El reportero intentó hablar por encima de El Turbio, sin éxito.

– … todo lo que digo es que la policía tiene que demostrar que están buscando a Evan en serio.

– Evan Casher le salvó la vida, ¿verdad señor Shores?

– Mira, Evan tiene éxito porque puede ser la mayor mosca coj… (piiii). Evan Casher obtuvo un montón de fama y de dinero con mi desgracia. No compartió conmigo ninguna de sus ganancias. Me hizo promesas: que iba a ser famoso, que gracias a esta película podría empezar una carrera musical y todo eso es una (piiii). Todavía trabajo de guardia de seguridad.

El Turbio meneó la cabeza ante tal injusticia.

– Maldito ingrato -dijo Evan; utilizar su tragedia familiar como plataforma para quejarse.

– Está haciendo una nueva película sobre un jugador de póquer profesional y se supone que iba a presentarme a gente que me ayudaría a meterme en ese tipo de trabajo, y nunca lo hizo, por eso creo que está involucrado en algo de dinero ilegal de póquer, se ha metió en problemas él sólito.

Cuando El Turbio comenzó a airear su siguiente rencilla, el reportero le dio las gracias enérgicamente y dio paso al estudio en Nueva York para presentar a Kathleen Torrance como otra destacada joven directora de documentales. Había sido también novia de Evan durante sus días de estudiante en Rice, pero el reportero no se fijó en esa relación en particular, simplemente dijo «una compañera de la industria del cine». Su historia de amor se había enfriado cuando ella se mudó a Nueva York y había terminado cuando ella encontró otro novio director de cine. Hacía seis meses que no hablaba con ella, tras intercambiar unos incómodos saludos en el festival de cine de Los Ángeles.

– Señorita Torrance, usted conoce a Evan Casher bien -comenzó el reportero.

– Sí -asintió Kathleen-. Es uno de los diez mejores directores jóvenes de documentales de los Estados Unidos.

– ¿Qué cree que ha ocurrido?

– Bueno, no tengo ni idea. No creo que esto tenga nada que ver con el trabajo de Evan, como sugirió su anterior invitado porque, a pesar de lo que la gente piensa, los directores de documentales no son realmente periodistas de investigación. Las películas de Evan se han centrado en individuos en circunstancias excepcionales, no en temas políticos ni polémicos.

Animada por las preguntas del reportero, Kathleen dio una breve descripción de las películas y de los trabajos de Evan.

– Sólo espero que si me puede escuchar quien tenga a Evan, que lo deje marchar. Es un tío genial, no puedo imaginar que esté envuelto en algo ilícito o que pueda perjudicar a alguien.

El reportero dio las gracias a Kathleen y volvió al presentador; pasó la cobertura a un asesinato y suicidio en una parada de camiones de New Hampshire.

Evan se quedó mirando fijamente la pantalla. Estaban diseccionando su vida en la televisión nacional. Su padre había desaparecido. El FBI quería hablar con él. Fue corriendo hacia el teléfono, lo descolgó y comenzó a marcar.

Luego lo volvió a colgar.

Gabriel era un espía de la CIA, había mandado a dos policías al hospital y había secuestrado a Evan. Si estaba trabajando bajo las órdenes de la CIA y Evan iba a la policía… ¿qué ocurriría luego? Se suponía que la CIA no golpeaba a policías ni encadenaba a la cama a los ciudadanos. Así que fuese lo que fuese lo que le ocurriese a su familia, era una historia que la CIA no quería que estuviese en el punto de mira.

Tenía que saber más. De repente sintió el miedo de dar un mal paso, de salir del fuego para caer en las brasas.

Echó un vistazo al resto de la casa. Un comedor, una sala de estar. Una habitación provista de equipos multimedia con un televisor enorme. Una zona para la colada. En el piso de arriba había cuatro habitaciones más: una ocupada con otra maleta deshecha, con poca ropa.

Volvió abajo. Había un garaje con una motocicleta, una reluciente Ducati. Junto a ella había un viejo Chevrolet Suburban. No había rastro del Malibu robado.

Evan encontró las llaves del Suburban colgadas en un llavero en la cocina. Las guardó en el bolsillo.

Sobre la mesa de la cocina estaba el petate que había traído de Houston. Recordaba que Gabriel lo había cogido en su casa después de que él escapara. Toda su ropa estaba allí. Su reproductor de música digital, su cámara de vídeo, sus libros y sus notas. Parecía que habían rebuscado entre su ropa y luego la habían doblado con cuidado de nuevo.

Cerró la cremallera del petate y se lo llevó al piso de arriba.

Gabriel estaba despierto, con un ojo hinchado al que le estaba saliendo un moratón y con la mandíbula roja y arañada.

– ¿Trabajas solo? -dijo Evan.

Gabriel dejó pasar cinco segundos.

– Sí, y estoy preparado para tener una conversación honesta contigo ahora sobre nuestra situación.

– Hijo de puta, debería dispararte directamente ahora que tú eres el que está esposado. No te queda ninguna credibilidad.

Evan meneó la tarjeta de identidad ante Gabriel.

– Dijiste que eras el dueño de una empresa de seguridad. Aquí dice que eres de la CIA. ¿Qué es todo esto?

– Estás de mierda hasta el cuello.

– Tienes información de quien mató a mi madre, señor Gabriel. Tengo una pistola. ¿Ves cómo funciona esta ecuación?

Gabriel negó con la cabeza.

Evan levantó la pistola hasta la altura del estómago de Gabriel.

– Contesta a mis preguntas. Primero, ¿dónde estamos?

– No me matarás. Yo lo sé y tú lo sabes.

Fijó su mirada en la pared, como si estuviese aburrido.

Evan disparó.

Capítulo 10

Galadriel, la diosa de la informática de Jargo, pasó la noche intentando seguir la pista de Evan y de su secuestrador. Entró en bases de datos nacionales. Se abrió camino en el sistema informático del Departamento de Policía de Austin, buscando pistas, informes y la más mínima señal de Evan Casher. Se movió entre una jungla de información de manera tan paciente y eficiente como un cazador siguiendo a su presa.

El sábado al amanecer llamó con su primer informe.

Jargo despertó a Carrie del sofá y a Dezz de la otra habitación. Jargo habló largo y tendido con Galadriel y luego puso a Carrie al teléfono mientras atendía a negocios privados en su teléfono de la habitación.

– Evan no ha utilizado sus tarjetas de crédito ni ha accedido a su cuenta bancaria. Nadie lo ha hecho. Hazme un favor, cielo: mira el archivo que acabo de mandarte.

Galadriel era una antigua bibliotecaria, una mujer fornida que pasaba las horas que no estaba en el ordenador refinando recetas de gourmet o viendo películas de los años cincuenta, cuando creía que el mundo era un sitio más amable. Tenía un cálido acento sureño y hablaba como la dulce madre de un amigo.

– A ver si tú ves lo mismo que yo.

Carrie abrió el archivo adjunto al correo electrónico y apareció una lista de mensajes extraídos de las cuentas de correo electrónico de los Casher: una cuenta privada para Donna, una para los correos electrónicos personales de Mitchell Casher y otra para su trabajo como consultor de seguridad informática.

– Sólo entré en la base de datos del proveedor de servicios de internet y copié sus mensajes, ya que los chicos no tuvieron tiempo para mirar sus correos en la casa de los Casher -dijo Galadriel.

Carrie miró los mensajes de la cuenta de Mitchell Casher. Le había mandado unos pocos mensajes a su hijo, nada de gran interés. En uno lo ponía al día de cómo progresaba con el golf; en otro mencionaba unas excelentes grabaciones de jazz que le gustaban y que pensó que le gustarían a Evan, y le enviaba adjuntas las canciones en formato digital; en otro le pedía a éste que viniese a casa pronto a visitarlos. Y unas cuantas fotos de Navidad hechas por su madre.

Ningún mensaje parecía estar en código ni encriptado. No había archivos adjuntos sospechosos.

Donna Casher tenía una cuenta de correo diferente en el mismo proveedor. Más mensajes de Evan y para éste. El resto de los correos eran más que nada charlas con otros colegas fotógrafos. Excepto el viernes por la mañana.

– Donna le mandó cuatro canciones en formato digital y dos fotografías -explicó Galadriel-, pero fíjate en el tamaño de las fotos, son más grandes de lo normal.

– Escondió en ellas los archivos -confirmó Carrie.

– Sospecho que una foto contenía un programa de descodificación y las otras contenían los archivos. Así que al descargar las fotos el programa de descodificación abre en secreto y descodifica los archivos ocultos en la segunda foto. Los entierra en una nueva carpeta en el fondo del disco duro, donde normalmente no miraría. Y él nunca los ve ni sabe que están ahí.

– Por favor, dile eso a Jargo. Que puede que ella le colara los archivos a Evan sin que él se diera cuenta.

– Pero podría haberlos visto, cielo, en el caso de que supiera que le iban a llegar -dijo Galadriel-. Sabes que Jargo no se va a arriesgar a que los haya visto.

«Y tú actúas como si fueses tan dulce como un caramelo -pensó Carrie- pero no serás tan estúpida como para ayudarme cuando realmente lo necesito.» A Carrie no la engañaba la dulce voz de Galadriel. Al otro extremo de la línea había una mujer con espinas de acero.

– ¿Hay copias en los servidores que entregaron los correos electrónicos?

– Borradas, supongo que por Donna. Qué avispada -comentó Galadriel.

– ¿Donna era amiga tuya?

– No tengo amigos en la red, cielo, ni siquiera tú. Los vínculos son peligrosos.

– Así que no tenemos nada para continuar.

– En realidad sí lo tenemos. Donna estaba en un foro de discusión sobre ópera y libros. Y en un grupo que buscaba genealogías en Texas.

– ¿Genealogías? -dijo Carrie.

– Chica lista. Resulta algo extraño que a Donna Casher le interesase la genealogía.

– Correcto. No tiene sentido dibujar un árbol genealógico cuando tienes un nombre falso.

Carrie entró en la página web del grupo de genealogía y encontró un índice de mensajes. Los correos electrónicos dirigidos al grupo eran sobre todo solicitudes de gente que buscaba conexiones con apellidos específicos en condados concretos de Texas. Cada mensaje se dirigía a un miembro en concreto a través de la dirección de correo electrónico de la lista de genealogía, por lo que cada mensaje enviado a esa dirección llegaba a todos los subscriptores. No era un foro para diálogo privado.

– Sólo crucé los datos de quien le enviaba correos a Donna con la lista de suscriptores -explicó Galadriel-. Ve al mensaje número cuarenta y uno.

Carrie lo hizo. Un correo de Paul Granger decía:

Estoy muy interesado en la historia familiar de Samuel Otis Steiner que mencionó usted en el foro de genealogía. Mi abuela se llamaba Ruth Margaret Steiner, nació en Dallas y murió en Tulsa; era hija de una familia inmigrante de Pensilvania. Puedo aportar el historial que solicitaba sobre la familia Talbott originaria de Carolina del Norte, que se mudó a Tennessee y apareció nuevamente en Florida. Por favor, indique si tiene usted los historiales apropiados o acceso a ellos. Mi hija y yo vamos a visitar Galveston pronto y estamos interesados en conocer nuestra historia en 1849. Puede ponerse en contacto conmigo en el 972 555 34 78.

Saludos,

Paul Granger

Carrie volvió a la lista de discusión de genealogía. Al final de cada mensaje había un enlace al archivo en línea de la lista. Entró y realizó una búsqueda sobre Samuel Otis Steiner.

Sólo encontró una única nota sobre Steiner, de Donna Casher, de hacía aproximadamente dos días. Hizo una búsqueda con el nombre de Donna Casher; ésa había sido la única nota con la que Donna había contribuido al grupo de discusión. Simplemente había solicitado información a alguien que conociese a la familia de Samuel Otis Steiner.

– No se trata de buscar raíces, está claro -dijo Galadriel-. Es un contacto.

– Una manera en apariencia inocente de comunicarse sin levantar sospechas. -Carrie estudió el mensaje tan extrañamente redactado. No había ningún código obvio, pero los números podrían ser una clave-. Ese número, ¿qué es?

– Un segundo. -Galadriel la puso en espera y volvió veinte segundos más tarde-. Cariño, es un código telefónico del centro de Dallas. Lleva a un sistema de correo de voz. No identifica a quién pertenece. Tendré que ver si puedo encontrarlo en la base de datos de la empresa telefónica.

Carrie observó el mensaje de nuevo.

– Dieciocho, cuarenta y nueve. ¿No parece un poco extraño en este contexto poner una fecha límite? ¿Sólo quieres volver atrás hasta un punto, y no más allá? Los genealogistas no se detienen en una fecha en particular.

– Estoy jugando con los números, cielo. Sospecho que es un código.

– ¿Uno que hemos usado nosotros?

– No te lo puedo decir, bonita, pero lo comprobaré.

Carrie chasqueó la lengua.

– Dieciocho, cuarenta y nueve podría ser la clave del resto del mensaje. Coger la primera letra, la octava, la cuarta y la novena, y luego repetir. O el mismo patrón, pero con palabras.

– Un enfoque demasiado obvio, querida-indicó Galdriel-. Estoy mirando el registro del servidor de la cuenta de correo electrónico de Donna Casher. No hay más mensajes de Paul Granger ni de nadie más.

– Así que esta cuenta de correo de voz en Dallas es todo lo que tenemos.

– Dieciocho, cuarenta y nueve -explicó Galadriel- podría ser una palabra en código. Un aviso, una instrucción y el resto del mensaje, menos el número de teléfono, es camuflaje. Como si 1849 significase «corre como alma que lleva el diablo» o «nos han atrapado» o «pasa al plan B».

– O «llama a tu hijo, tráelo a casa y luego corred como alma que lleva el diablo» -dijo Carrie-. ¿Te suena el nombre de Granger?

– No, lo he comprobado. No está en nuestra base de datos. Buscaré en los registros nacionales del permiso de conducir, pero lo más probable es que sea un alias. Y he comprobado los registros de mensajes y no hay mensajes de Granger a Evan ni a Mitchell Casher.

Carrie dijo:

– Por favor, rastrea ese mensaje.

– Ya lo he hecho. Se envió desde una biblioteca pública en Dallas.

– ¿Qué es lo siguiente?

– Tenemos una convergencia de datos en Dallas. Veré si puedo conectar alguno de nuestros enemigos conocidos con la zona. -Galadriel hizo una pausa-. ¿Estás trabajando en esto con Dezz?

– Sí.

Galadriel hizo un ruido con la garganta.

– Buena suerte con eso, querida.

– Gracias, Galadriel.

Carrie colgó y llamó a la puerta de Dezz. Después de un momento contestó, mientras colgaba un teléfono móvil y se lo metía en el bolsillo.

Le habló de las pistas.

– ¿Qué se supone que debemos hacer si encontramos a este Granger y al gobierno de Estados Unidos al completo justo detrás de él?

– Correr -dijo Dezz-, rápido y lejos.

– Matarán a Evan. No se merece morir.

– Lo que Evan Casher se merece podría cambiar de un momento a otro. Si se hace público lo que le ocurrió nos jorobaría bien. Tendríamos que cerrar, al menos durante un año, y no podemos permitirnos eso.

– Debe de ser agradable tener tan poca moralidad, te cabría toda en el bolsillo.

Dezz sonrió.

– Y esto lo dice la puta. ¿Necesitas que te preste un poco de conciencia? Tengo para dar y tomar.

– Evan no tiene que morir si puede ayudarnos. A mí me escucharía. No sabe nada, no es una amenaza.

– Eso piensas tú.

– Eso pienso yo.

– Piensas demasiado -dijo Dezz-. Tus neuronas están funcionando todo el rato.

– Como a la mayoría de la gente.

– La mayoría de la gente no, incluida tú. Lo estropeaste al no encontrar esos archivos.

Carrie lo ignoró.

– Dime la verdad, cielo. ¿Conoce Evan a los Deeps?

– No -respondió ella-, no los conoce. Estoy segura de ello.

Podía ver que no le creía. Sirvió café. Jargo salió de su habitación, pálido.

– El hombre calvo -dijo Jargo-. Tenemos una identificación positiva de los elfos sacada de los historiales de teléfono del correo de voz y del documento de identidad. Se llama Joaquín Gabriel. Un ex agente de la CIA. Los elfos están investigando la vida de Gabriel para ver dónde encaja en ella Evan Casher.

– ¿Por qué querría Gabriel a Evan? ¿Qué le hizo a la CIA? -preguntó Carrie.

Una ligera sensación de miedo le subió por la espalda.

– La CIA. Estamos jodidísimos -dijo Dezz.

– Lo pusieron de patitas en la calle hace cuatro años -explicó Jargo.

– Quizá lo pusieron de patitas dentro otra vez -comentó Dezz.

– Gabriel arreglaba los enredos y las pifias -dijo Jargo-. Lo que la gente llama un pescatraidores. Encuentra gente de dentro que puede acabar con la CIA.

– ¡Mierda! -exclamó Dezz.

– El señor Gabriel tiene una cuenta que saldar conmigo. -El teléfono de Jargo sonó otra vez. Escuchó, asintió y colgó-. El yerno de Gabriel tiene una casa de fin de semana cerca de Austin. En un pueblo llamado Bandera. Puede que Gabriel haya escapado hacia allí. Sólo está a una hora o así.

– Bien -dijo Dezz-. Me estoy aburriendo.

Formó con las manos la figura de una pistola e hizo como si le disparase a Carrie en medio de los ojos.

Capítulo 11

La bala impactó en la pared, unos quince centímetros por encima del cabecero. Gabriel se sacudió y se estremeció, abrió los ojos de par en par.

– Mi madre está muerta. Mi padre ha desaparecido. Última oportunidad -dijo Evan-. ¿Dónde estamos?

– Cerca de Bandera.

A Evan le sonaba, era un pueblo pintoresco de la zona de Texas Hill.

– Es la casa de vacaciones de mi yerno. Mi hija se casó bien.

Gabriel miraba la pistola, no a Evan.

– ¿Eres de la CIA o un agente de seguridad privado?

– Privado -dijo después de un momento-, pero estuve en la CIA, y tu madre… me conocía a mí y también conocía mi trabajo. Por eso me llamó. Solía encargarme de seguridad interna. Solía. La agencia me echó porque era un grano en el culo.

– No me digas. Dime cómo contactar con mi padre.

– No sé cómo hacerlo.

Gabriel se aferraba implacablemente a ese aspecto de la historia. Evan decidió hacer la pregunta de otra manera.

– ¿Mi padre sabe cómo ponerse en contacto contigo?

– No. Esto fue un acuerdo con tu madre. No tuve contacto con él.

– Estás mintiendo.

– No. Tu madre pensaba que no era necesario que yo lo supiese. -Gabriel esbozó una sonrisa amplia y torcida, un poco de loco-. Tu madre le robó los archivos a Jargo. Éste tiene acceso a tu padre porque tu padre también trabaja para Jargo. Tu padre ha desaparecido. Haz las cuentas.

Evan no había pensado con claridad, dadas las prisas y el caos desordenado de las últimas veinticuatro horas.

– Jargo tiene a mi padre.

– Es bastante probable. Sospecho que estaba en una misión para Jargo cuando tu madre decidió escapar. Jargo lo averiguó y cogió a tu padre para tenerlo bajo control. Probablemente él les dio la contraseña del ordenador de tu madre para que Jargo pudiese buscar los archivos.

– Necesito esos archivos para rescatar a mi padre de Jargo.

Pero los archivos habían desaparecido, se habían evaporado en la nada. El corazón le dio un vuelco. Habían entrado rápidamente en su portátil. Conocían su contraseña. Probablemente por su padre, que realizaba el escaso mantenimiento de que disfrutaba el sistema de Evan.

– Lo único que les interesará ahora es asegurarse de que no sabes lo que había en los archivos, y que no tienes copias de ellos. -Gabriel le dirigió a Evan una sonrisa sarcástica-. Soy tu única esperanza para esconderte de esa gente.

– ¿Dónde encaja Carrie en todo esto? Sabía que yo estaba en peligro, intentó advertirme.

– ¿Quién es Carrie?

– No importa -dijo Evan después de un momento.

Gabriel cerró los ojos.

– Está claro que me equivoqué en la manera de negociar contigo, Evan. Debí haber confiado en ti.

– ¿Tú crees?

– Felicidades, ya te has probado a ti mismo ante mí. Pero no entiendes lo que está en juego. Esos archivos que robó tu madre podrían acabar con Jargo, y es un tipo muuuy malo. Tengo que conseguir esos archivos. Son la prueba que necesito.

– Contra Jargo.

– Sí. Para probar que no debería haber perdido mi carrera todos estos años. Que Jargo cuenta con traidores dentro de la CIA trabajando para él. -Gabriel tosió-. La CIA es, sobretodo, una organización con personas trabajadoras y honestas. Pero una manzana podrida puede hacer que el resto también se pudra, y Jargo conoce a las manzanas podridas. Tu madre vino a mí porque sabía que yo no era una manzana podrida, Evan. Tenía miedo de ir directamente a la agencia porque no quería dar esta información y alertar a Jargo. Él tiene gente a sueldo en la agencia, y también en el FBI. Si se enteran de estos archivos o de dónde estás tendrán tantos motivos para deshacerse de ti como Jargo. No quieren ser descubiertos. -Gabriel se pasó la lengua por los labios-. Evan, apuesto a que si esos archivos eran tan valiosos, tu madre escondió otra copia. ¿Dónde podría estar? Piensa. Si tienes otra copia todavía puedo ayudarte.

– O simplemente podemos llamar a la CIA.

– Evan, ¿crees que la CIA quiere que estas noticias se hagan públicas? ¿Que se sepa qué círculo de espías independientes opera delante de sus narices, entre sus propios muros? -Gabriel se pasó de nuevo la lengua por los labios-. La CIA me echó por sugerir la más mínima posibilidad. Algunas personas de la CIA te matarían antes de dejarte manchar la credibilidad de la agencia. Te están buscando tanto como Jargo.

La CIA. Ese pensamiento hizo que Evan sintiese en la piel unos pinchazos fríos. Jargo era un asesino, pero era sólo un hombre. Pero si esos archivos amenazaban a la CIA, podrían encontrarlo. No se podría esconder de ellos eternamente.

– ¿A quién tengo que llamar de la CIA para decirles que paren?

Gabriel se rió, emitió un sonido frío y sarcástico.

– No les dirás una mierda, hijo. No paran. Te persiguen hasta que te encuentran, ven lo que sabes y si sabes demasiado te matan. Yo no iría corriendo a la CIA si fuese tú.

– Así que tanto ellos como Jargo quieren los archivos. ¿Los archivos son listas de traidores dentro de la CIA que ayudan a Jargo, o agentes, o nombres u operaciones que están en movimiento?

– Nombres. ¿Ves como ahora confío en ti?

– ¿De agentes? -Gabriel se encogió de hombros-. ¿Qué ibas a hacer cuando mamá te diese esos nombres? -Evan lo apuntó con el arma-. No tengo ninguna razón para creer ni una palabra de lo que has dicho. Podrías haberme mentido desde el primer momento y no creo que me salvaras por ninguna deuda con mi madre ni por ser la compasión personificada. Quieres esos archivos tanto como Jargo, podrías estar mintiendo sobre su contenido y sobre por qué los necesitas.

Gabriel mantuvo la boca cerrada.

– Muy bien, la ley del silencio. Puedes contármelo todo de camino.

– ¿De camino adónde?

Evan cogió su portátil y salió de la habitación. Gabriel no se merecía una respuesta. Se sentó en el pasillo oscurecido, puso la cabeza entre las manos y barajó sus opciones. Gabriel sabía toda la verdad, pero no hablaba. Podía ponerle una pistola en la cabeza y amenazarle con matarlo si no hablaba. Pero tanto Gabriel como él sabían que Evan no lo mataría a sangre fría. Gabriel se lo había visto en los ojos.

Así que necesitaba otra táctica, y una mejor que le devolviese a Evan a su padre y detuviese a Jargo, el hombre que estaba tras la muerte de su madre, si Gabriel no estaba mintiendo.

Pero Evan tenía que hacer una llamada. Su teléfono móvil lo tenía la policía de Austin, pero el teléfono de Gabriel estaba en la barra del desayuno.

Lo cogió y marcó el número de Carrie.

Capítulo 12

Habían salido como una bala de Austin hacia el sur por la I-35, y luego desviándose hacia el oeste por la autopista 46, atravesando la vieja ciudad alemana de Boerne. Las colinas estaban cubiertas de robles y de cedros que serpenteaban por sus laderas. El cielo comenzaba a nublarse.

Carrie se sentó delante, Jargo detrás y Dezz conducía. La señal de la autopista decía: «Bandera 16 km».

El teléfono de Carrie zumbó en el silencio. Lo tenía configurado para vibrar, no para sonar, y pensó «¡Dios, no!».

– Oigo un teléfono -dijo Jargo.

– Es el mío. -Las manos de Carrie se empaparon de sudor.

– Evan. ¡Aleluya! -dijo Dezz.

– Contesta. Pero sostén el teléfono de manera que yo pueda oír.

Jargo se inclinó hacia delante, puso la barbilla sobre el asiento y la cabeza cerca de la de ella.

Carrie cogió el teléfono del fondo de su bolso y levantó la tapa.

– ¿Diga?

– ¿Carrie? -Era Evan.

– ¡Dios mío, cariño! ¿Estás bien?

– Estoy bien. ¿Dónde estás?

– Evan, por el amor de Dios, creía que te habían secuestrado. ¿Dónde estás tú?

– Carrie, ¿cómo sabías que estaba en peligro cuando me llamaste?

Jargo se puso rígido junto a ella.

– Había tres hombres en tu casa cuando volví con el desayuno para los dos. Dijeron que eran del FBI, pero pensé… pensé que algo olía a chamusquina. No me gustó su aspecto. -Escogió cuidadosamente las palabras, consciente de que tenía que agradar a dos públicos-. Tenían pinta de matones haciéndose pasar por agentes del gobierno. No les dejé entrar, Evan.

– ¿Qué querían?

– Querían hacerte preguntas sobre tu madre. ¿Dónde estás? ¿Qué ocurre?

– La verdad es que no puedo hablar de ello. -Evan pareció suspirar de alivio-. Sólo quería asegurarme de que estás bien.

– Estoy bien, sólo estoy preocupada por ti. Por favor, dime dónde estás e iré, a donde sea.

– No, no quiero que te metas en esto hasta que averigüe lo que está pasando realmente.

– Maldita sea, dime dónde estás cariño. Déjame ayudarte.

Jargo le tocó el hombro a Carrie.

– ¿Adónde fuiste ayer por la mañana, Carrie? -preguntó Evan.

– Tú… -cerró los ojos-, me diste mucho que pensar la última noche. Fui a dar un paseo en coche. Luego a buscar nuestro desayuno. Siento no haber estado allí cuando te despertaste. No quería enviarte un mensaje equivocado.

– Deberías irte de Houston. Poner distancia entre tu vida y la mía. No quiero que te hagan daño… quienquiera que me persiga.

– Evan, déjame ayudarte. Por favor, dime dónde estás. -Jargo la acercó más a él y puso la oreja incluso más cerca del teléfono-. Te quiero.

Un momento de silencio.

– Adiós Carrie. Te quiero de verdad, pero no creo que podamos hablar durante un tiempo.

– Evan, no.

Evan colgó.

Jargo la empujó con fuerza contra la ventana.

– ¡Maldita sea, estúpida zorra!

Le golpeó con fuerza la cabeza contra el cristal y le clavó el cañón de su Glock en el cuello.

– ¿Paro el coche?

– No.

Jargo le arrancó el teléfono a Carrie, leyó el registro de la llamada, marcó el número de Galadriel en su teléfono y le ordenó que siguiera la pista del número. Colgó y miró fijamente a Carrie.

– ¿Lo llamaste para advertirlo? Me dijiste que no lo habías llamado.

– No, lo llamé para darle una razón para alejarse del FBI y de la CIA si venían a buscarlo.

– No te dije que hicieses eso -respondió Jargo.

– Quería que no hablase, de nada, hasta que pudiésemos atraparlo. No llegaste a él a tiempo. Dejaste que la policía lo atrapara. Pero no pude seguir, Gabriel atacó el coche patrulla justo cuando lo tenía al teléfono.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Porque te hubieras vuelto loco, igual que estás haciendo ahora. No conseguí información útil, pero no nos hice correr ningún riesgo.

– Si la policía recupera su teléfono móvil tu número estará en el registro.

– Utilicé un teléfono de reserva. Robado. Es imposible seguirle la pista.

– Eso fue una estupidez -dijo Jargo.

– Lo quieres vivo para recuperar los archivos. No quería que les dijese ni una palabra a la policía sobre la CIA por si su madre le había hablado de ti o de los archivos. Fue para protegerlo a él y a ti. Nuestros intereses eran los mismos.

Miró la pistola de Jargo, se preguntaba si estaría muerta en el tiempo que tarda la bala en salir por el cañón.

Él bajó la pistola.

– La verdad es que no es el momento para preocuparme por tu lealtad. ¿Está claro?

– Como el agua. -Le agarró el brazo a Jargo-. La CIA mató a mis padres, ¿crees que quiero que maten a Evan? Si está con Gabriel y podemos recuperar a Evan, déjame que hable con él. Será mucho más fácil si me dejas hacerlo. Por favor.

– Crees que podemos reclutarlo.

– Creo que puedo comenzar el proceso. Lo ha perdido todo, excepto a mí. Es vulnerable y puedo ganármelo, sé que puedo.

– Dijo que te quería -dijo Jargo.

– Sí. Me lo dijo anoche. -Miró hacia el frente.

– Así que tú eres su debilidad -añadió Jargo riéndose.

– Parece que sí.

– Que te quiera debería facilitar las cosas -apuntó Dezz riéndose-. Tráelo de vuelta con un buen polvo y todo arreglado.

– Cierra tu apestosa boca -le dijo.

Quería romperle la nariz a Dezz, partirle los dientes y acabar con su sonrisita maliciosa.

El teléfono de Jargo sonó y éste contestó:

– Galadriel, no me defraudes por favor. -Escuchó y asintió-. Gracias. -Colgó-. El teléfono está a nombre de Paul Granger.

– El mismo nombre que el del correo electrónico -explicó Carrie-. ¿Cuánto falta para llegar?

– Menos de cinco minutos -respondió Dezz.

Luego se oyeron sirenas y vieron las luces rojas y azules de la policía brillando detrás de ellos.

Capítulo 13

Carrie estaba a salvo.

«Matones que se hacían pasar por agentes del gobierno», le había dicho ella. ¿Realmente era el FBI? ¿O podría ser la CIA quien lo buscaba? ¿Cómo tendrían información sobre él, sobre sus padres o sobre esos detestables archivos? No tenía sentido para él, pero nada lo tenía esa mañana. Lo importante era que Carrie estaba sana y salva. Tendría que haber resistido el impulso de escuchar su voz y mantenerla alejada de esta pesadilla.

«Te encuentro y te pierdo de repente», pensó. Pero sólo hasta que encontrase a su padre y averiguase la verdad de lo que le había ocurrido a su familia. Luego podrían estar juntos de nuevo.

Volvió a la habitación en la que estaba encadenado Gabriel. Ahora éste se hallaba sentado cerca del cabecero.

– Mi novia dijo que el FBI me estuvo buscando ayer por la mañana.

– Es bastante posible -dijo Gabriel-. ¿Qué quieres que haga yo?

– No se creyó que fuesen auténticos agentes del FBI. ¿Podrían haber sido de la CIA? Tú atrapas a mi madre en Austin y ellos a mí en Houston.

– Si te quisiesen a ti te habrían cogido antes y te habrían llevado con ellos. No sé quién ha sido. Lo siento.

Gabriel movió la cadena.

– ¿Me vas a dejar aquí?

– Todavía no lo sé.

Evan encerró a Gabriel bajo llave en la habitación. Recorrió a toda prisa el pasillo. Gabriel podía estar mintiendo en lo de que nadie le estaba ayudando; la CIA o cualquier amigo de Gabriel podrían llegar en cualquier momento. Entró corriendo en su habitación. Abrió la primera maleta. Había algo de ropa y mucho dinero en efectivo, lo suficiente para dejarle boquiabierto: fajos hábilmente atados de veinte y de cien. En la bolsa no había identificación, pero la etiqueta del equipaje decía «J. Gabriel», y una dirección de McKinney, un barrio a las afueras de Dallas.

Buscó la otra bolsa de Gabriel, en la que encontró un poco de ropa y dos pistolas pulcramente engrasadas y desmontadas. Metió las piezas de la pistola dentro de la bolsa del dinero. En la esquina vio una pequeña caja de metal.

Intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave. Parecía importante. Necesitaba herramientas para romperla. Metió su portátil estropeado en la maleta con el dinero. Corrió escaleras abajo hacia el garaje. Hizo sitio y metió la bolsa en el asiento de atrás del Suburban. Volvió corriendo adentro y recuperó la pequeña caja cerrada, la puso dentro de su petate, regresó al garaje y puso el petate en el asiento del acompañante.

Volvió arriba. Llevar a Gabriel abajo con las esposas no iba a ser fácil. Lo metería en el maletero del Suburban, se echaría a la carretera y llamaría a Durless. Éste le escucharía. Probablemente estaba furioso y avergonzado por haber perdido a Evan y luego el caso ante el FBI. Evan le daría la oportunidad de librarse de la humillación.

Abrió la cerradura y entró en la habitación. La cama estaba vacía y las esposas colgando del cabecero. Las cortinas bailaban con la brisa que entraba por la ventana abierta.

Evan corrió abajo. Estaba aterrado, y su propio aliento le retumbaba en los oídos. En el estudio se oía la CNN. Abrió la puerta que daba al garaje y una vez dentro se agachó. Ni rastro de Gabriel. Bordeó el garaje sutilmente iluminado y fue hacia el Suburban.

¿Dónde demonios estaba Gabriel?

La puerta del garaje se levantó de repente.

Capítulo 14

Evan sabía que lo verían en cuestión de segundos. El Suburban estaba aparcado en la parte del garaje más alejada de la casa. Mientras la puerta del garaje se abría automáticamente, Evan se deslizó sobre el capó del Suburban, de modo que el vehículo quedó entre él y el resto del garaje. Se agachó a la altura de la rueda delantera derecha. Sacó del bolsillo de atrás del pantalón vaquero la pistola que le había cogido a Gabriel.

Gabriel entró corriendo en el garaje.

«Tengo sus llaves, ha salido por la ventana; éste debe de ser el único modo de volver a entrar en la casa», pensó Evan.

Si Gabriel lo había visto o no, eso lo sabría en un momento.

Se escucharon pasos dirigiéndose hacia la puerta que llevaba a la cocina. Evan oyó cómo se abría la puerta. Luego, la puerta del garaje se bajó recorriendo sus pequeños raíles. De este modo Gabriel le impedía escapar. Creía que Evan todavía estaba dentro de la casa.

Evan se arriesgó a asomarse sobre el capó del Suburban. «Seguramente tiene más armas en la casa y se dirige a buscar una, porque sabe que yo tengo la suya y que habré oído la puerta del garaje, estuviese donde estuviese en la casa.» Evan entró en el Suburban por el lado del acompañante, pasó al asiento del conductor y metió la llave en el contacto. Encontró el mando de la puerta del garaje sujeto al parasol y pulsó el botón. La puerta del garaje se detuvo.

Al momento volvió a darle al botón y la puerta subió lentamente mientras encendía el Suburban. «Por favor, que ya esté en el piso de arriba…»

La puerta de la casa se abrió; Gabriel estaba de pie en la puerta con la pistola en mano. La puerta del garaje seguía subiendo.

Gabriel le dio un puñetazo al control de la puerta y éste se detuvo. Pasó al lado de la motocicleta y se dirigió directamente a la puerta del conductor.

Evan metió marcha atrás y pisó el acelerador. El Suburban rugía mientras retrocedía y el metal chirriaba al rozar contra la puerta del garaje medio cerrada.

Gabriel disparó. La bala rebotó en el techo: había apuntado demasiado alto. Evan giró el volante y al ir hacia atrás chocó contra algo metálico situado en la parte ancha del camino de entrada. Por el espejo retrovisor vio el Malibu robado.

Gabriel corrió hacia la parte delantera del coche, apuntando a las ruedas y gritando:

– ¡Para, Evan! ¡Déjalo!

Evan arrancó el coche violentamente y el Suburban salió disparado hacia delante; Gabriel gritó al rodar por encima del capó y caer por un lado del coche.

«Jesús, le he dado», pensó Evan. Condujo el Suburban por el camino de entrada, que se extendía a lo largo de una colina bastante grande salpicada de cedros y robles. Se parecía a Hill Country. Gabriel había mencionado Bandera. Por una vez había dicho la verdad.

La carretera serpenteaba hasta un portón de metal cerrado que vallaba la propiedad y la separaba de un pequeño camino de campo. Evan presionó el otro botón del mando del garaje, esperando que el portón fuese eléctrico. El portón no se movió. Luego vio un nudo hecho con una cadena que cerraba la puerta. Buscó en la guantera situada entre los asientos del Suburban y luego en el llavero del coche. No había más llaves.

Evan cogió la pistola del asiento del conductor, salió del Suburban y dejó el motor en marcha. Apuntó al enorme candado de la cadena, dio uno o dos pasos atrás y disparó.

El disparo resonó como un trueno entre las silenciosas colinas. El candado se balanceó, tenía un agujero en un borde. Lo probó y vio que aguantaba.

Oyó el zumbido de una motocicleta. La Ducati se acercaba a toda velocidad.

Evan mantuvo firme la mano para apuntar y disparó de nuevo. La bala atravesó el agujero del candado y éste se abrió en sus manos. Desató la cadena y dejó caer los eslabones en la gravilla al borde de la carretera. Podía oír su propia respiración, cada vez más fuerte y profunda. Abrió el portón de un empujón.

El zumbido iba en aumento. Vio la Ducati descendiendo por el camino como una bala, pasando por un hueco entre los árboles, y luego rugiendo en su dirección. Gabriel levantó la pistola. El disparo de advertencia levantó polvo cerca de los pies de Evan.

No había dónde esconderse. Con la cadena en una mano y la pistola en la otra, se metió debajo del Suburban por el lado del acompañante, sobre la arena y la gravilla.

El pánico lo había hecho ponerse a cubierto. «Estúpido, estúpido, estúpido.»

La Ducati se paró a unos trescientos metros de distancia. La parte de abajo de las ruedas estaban cubiertas de polvo de la gravilla.

– ¡Evan! -La voz de Gabriel sonaba como si tuviese los dientes rotos-. Tira la pistola. Ya.

– No -dijo Evan.

– Escúchame, no seas idiota. No escapes. Te matarán.

– Atrás o disparo.

Gabriel bajó la voz.

– Si me disparas te quedarás completamente solo en este mundo. Sin dinero. Sin un sitio adonde ir. La policía te entregará al FBI y luego ya sabes lo que ocurrirá.

– No lo sé.

– El FBI vendrá y se te llevará bajo custodia federal en nombre de la CIA. Luego te extraviarán, Evan, porque el gobierno os quiere a ti y a tu familia muertos. Te has convertido en la patata caliente que nadie quiere tocar. Soy tu única esperanza. Ahora sal.

– No estoy hablando contigo. Estoy contando. Cuando llegue al número mágico te dispararé en el pie.

Quería salir de debajo de aquel coche polvoriento y caliente, el calor del motor le oprimía el pecho.

Gabriel mantuvo la voz tranquila, como si probase distintas opciones para ver cuál atraería a Evan hacia la luz del sol.

– Evan, sé lo que es no tener ningún sitio adonde ir -Evan no respondió-. Sé cómo trabaja esa gente, Evan. Cómo te perseguirán. Puedo esconderte de ellos. O buscarte un sitio desde el que puedas negociar un acuerdo amistoso con ellos. -Se movía lentamente, rodeando el Suburban-. Y lo mejor de todo es que tengo un plan para recuperar a tu padre. -El tono de voz de Gabriel era bajo, como el de un colega íntimo.

Evan le apuntó a los pies. Su corazón latía contra la gravilla.

– Tu madre confiaba en mí y le fallé. Me siento responsable. Pero recuerda, rompí la cuerda de un disparo, te salvé la vida -Gabriel hablaba más bajo-. Te estoy hablando, no intento sacarte de ahí a rastras para pelearme contigo.

«Porque te golpeé con un coche y porque tengo una pistola y lo sabes. Me oíste disparar al candado. Y estás herido, malherido por el choque con el coche, pero todavía me perseguiste hasta aquí. Me necesitas, porque quieres a Jargo y yo soy el cebo.»

– Tenemos que ir a Florida -dijo Gabriel-. Allí es donde iba a llevar a tu madre. Allí esperaba encontrar a tu padre.

Gabriel le dio una pequeña esperanza.

– ¿En qué parte de Florida?

– Podemos hablar de los detalles cuando salgas. Tengo una idea para devolverte a tu padre.

– Escuchemos tu plan entonces -continuó Evan.

«Que Gabriel siga hablando. Deja que su voz le traicione si realiza cualquier movimiento repentino, como ir corriendo hacia el Suburban.»

– Jargo quiere a tu padre para atraerte a ti y asegurarse de que no le puedes hacer daño con los archivos. La CIA quiere a tu padre o los archivos para arrestar a Jargo y a quienquiera de la CIA que trabaje con él. Te sugiero que ofrezcas un trato a cada parte, ponlos cara a cara. Luego amenazas con destapar a ambas partes: a Jargo por ser un espía independiente y a la CIA por negociar con él, lo cual sería una vergüenza para ellos; así podrás negociar para que devuelvan a tu padre. Haz que se enfrenten. Podemos planear los detalles. Pero sal y hablemos.

«¿Y qué ganas tú con ese plan?», se preguntó Evan. No podía imaginar lo que quería Gabriel; venganza, tal vez. Pero ¿contra Jargo y contra la CIA? No tenía sentido, a menos que realmente fuese un ex agente de la CIA y el trabajador más contrariado del siglo.

– De acuerdo -dijo Evan-, ahora voy a salir. No me dispares.

– Tira la pistola, Evan. Ponle el seguro y tírala.

Evan, tumbado en el suelo, apuntó con cuidado al pie de Gabriel. Le temblaba la mano y deseaba que estuviese quieta. «Haz que valga la pena.» La superficie de la carretera, con montones de gravilla, le hacía temer que la bala no fuese directa a la pierna de Gabriel.

«Tienes que herirlo lo suficiente como para poder huir como alma que lleva el diablo.»

Apuntó. Pero antes de apretar el gatillo se escuchó un único disparo. Oyó el impacto de una bala contra la carne. Gabriel pegó un grito y cayó al suelo.

Capítulo 15

Carrie miró hacia atrás, al remolino de luces y sirenas.

– Es un policía. Te dije que fueses más despacio.

Dezz dijo:

– Estate tranquila y sigúeme la corriente.

– Dezz -señaló Jargo-, coge la multa. Eres un ciudadano modelo: nos iremos despacio y tranquilamente, ¿lo pillas?

Dezz se apartó al arcén y el ayudante del sheriff del condado se paró detrás, con la luz girando durante un minuto.

– Te pedirá el permiso de conducir -dijo Jargo-. Maldita sea, Dezz. Si perdemos a Evan por esto te mato.

– Lo tengo todo controlado -dijo Dezz.

Carrie se puso tensa, se giró para ver cómo el ayudante del sheriff salía del coche patrulla y caminaba hacia el lado del conductor. «Déjanos marchar, por favor -pensó-. Por favor.»

Antes de que el ayudante del sheriff pudiese decir una palabra, Dezz le tendió sus credenciales federales falsificadas para que las inspeccionara, diciendo:

– Agente especial Desmond Jargo del FBI. Me dirijo a Bandera para localizar a una persona de interés en un caso con base en nuestra oficina de Austin.

El ayudante cogió la tarjeta que le ofreció y la estudió cuidadosamente. Se la devolvió a Dezz, echó un vistazo dentro y se dirigió a Carrie.

– ¿Tiene usted su identificación, señora?

– No la necesita, está conmigo -explicó Dezz.

El ayudante miró a Jargo en el asiento de atrás.

– Hola, oficial -saludó Jargo.

– Son testigos. Van conmigo -añadió Dezz.

– ¿Los papeles? -solicitó el ayudante.

– ¿Ha escuchado una sola palabra de lo que le he dicho? -dijo Dezz-. Agente especial. Estoy en un caso. Y tengo prisa. Lo simplificaría más, pero «agente» y «especial» ya son palabras lo bastante cortas.

– Magnífico. Los papeles, señor, por favor.

Dezz le tendió la tarjeta y el ayudante la observó antes de devolvérsela.

– Gracias. ¿Podemos continuar, por favor?

– Tengo curiosidad. -El ayudante era joven, de aspecto descarado, una versión tardía del listillo que se sentaba en la última fila lanzando escupitajos, pero que después del instituto se había dado cuenta de que el trabajo de policía era un empleo estable en su ciudad natal. Carrie no lo miraba; miraba al frente, a la carretera-. ¿Qué caso les ha podido traer hasta aquí?

– La verdad es que no tengo tiempo para hacer un resumen -explicó Dezz- y es confidencial, así que…

– No se vaya tan rápido todavía -dijo el ayudante.

– Soy un agente federal…

– Lo he oído las tres primeras veces. Pero está en nuestra jurisdicción y no he escuchado que hablase con nuestro sheriff.

– Planeaba llamarlo dentro de poco. Todavía no habíamos localizado a nuestro sujeto y no veía la necesidad de hacer que él perdiese el tiempo.

– Ella -dijo el ayudante-. Salga del coche, señor, la llamaremos para hablarle sobre su caso.

– Esto es ridículo.

– Señor, con el debido respeto, no puede venir aquí y recorrer nuestras carreteras a ciento treinta. -El ayudante se acercó a la ventanilla de Dezz-. Sólo es una llamada y…

– No, no llamemos.

El puño de Dezz salió disparado golpeando como un martillo la parte blanda del cuello, machacándole la tráquea. El ayudante se tambaleó hacia atrás separándose de la ventanilla de Dezz. Tenía las gafas de sol ladeadas y su boca dibujaba círculos en el aire. Dezz sacó la pistola y le disparó con el silenciador. Le reventó la cabeza entre el sombrero de cowboy y las gafas baratas.

– ¡Dios mío! -gritó Carrie.

Vio un coche asomando por la cima de la colina, acercándoseles. Dezz pisó a fondo el acelerador y el sedán salió disparado hacia delante. Dezz preparó la pistola mientras conducía con una sola mano.

– ¡Dezz! -chilló Jargo.

El coche que se aproximaba, un Chevrolet destartalado de diez años, frenó al ver al ayudante del sheriff muerto en el suelo, y Carrie vio cómo la cara del conductor se quedaba estupefacta. Era una rubia de unos treinta años con gafas, con un delantal de Wal-Mart y flequillo esponjoso. Dezz disparó dos veces mientras la adelantaban a toda velocidad. La ventanilla del conductor estalló, provocando una explosión de cristal y sangre. El Chevrolet se salió de la carretera y se estrelló contra una valla que delimitaba un pasto de vacas; el capó se arrugó como papel de aluminio.

– Ni-una-sola-palabra.

Dezz giró, se metió de nuevo en el centro del carril y aumentó la velocidad hasta ciento sesenta.

Jargo se inclinó hacia delante y puso las manos alrededor del cuello de su hijo.

– Eso ha sido una estupidez -afirmó Jargo.

– No tenemos tiempo para andarnos con gilipolleces de polis.

La voz de Dezz sonaba tranquila, como si sólo hubiesen parado para mirar melocotones en un puesto de fruta de carretera.

– ¡Te ordené que cogieses la maldita multa! -dijo Jargo-. Escucha el sermón, sonríe, asiente y sé listo.

– Papá, la única identificación que tenía a mano era la federal. Iba a llamar y no podía dejarle hacer eso. Es mejor táctica matarlo ahora que tener que escapar luego. Esto sólo retrasa nuestros planes dos minutos.

Jargo le soltó el cuello y le pegó una colleja a su hijo.

– La próxima vez que desobedezcas te disparo en la mano. Te la estropearé y no podrás volver a trabajar nunca más. Y te la cortaré, y… -Jargo se dejó caer en el asiento. Bajó la voz-. No me desobedezcas.

– Sí, señor -dijo Dezz.

– No tenías por qué matar a esa mujer -dijo Carrie con un hilo de voz.

– Sólo le disparé a la ventana para que no pudiese vernos a nosotros ni el número de matrícula.

Carrie contuvo las ganas de vomitar. No podía mostrar debilidad ante él. No ahora.

Jargo dijo:

– Olvidémonos del ayudante del sheriff y de los desafortunados testigos. Tenemos trabajo que hacer.

Carrie sabía que cuando hablaba de olvidar lo sucedido se refería a ella; los dos inocentes ya estaban lejos de la mente de Dezz. Carrie comprobó su arma y se pasó una mano por la boca.

– Carrie, esas muertes que acaban de ocurrir son lamentables -dijo Jargo-, lo digo en serio. Pero no puedo pensar en ellos como personas, ¿sabes? No puedo imaginar que son el hijo de alguien o que tenían por delante una vida que valía la pena. Tienes que visualizar el objetivo. Es la única manera de mantenerse cuerdo.

Carrie sabía que ambos eran más fríos de lo que era capaz de imaginar. Eran peores que dementes. Habían escogido asesinar sin sentir el más mínimo remordimiento.

«Por favor, Evan, procura no encontrarte en esa casa. Procúralo.»

– Busca un camino secundario -ordenó Jargo-. Alcánzame el GPS. Sólo porque Evan haya llamado a Carrie no quiere decir que se haya librado de Gabriel. Podría ser una trampa de Gabriel o de la CIA para llevarnos hasta allí.

Una trampa, con Evan como cebo. No quería ni pensar en ello.

– Evan…

– Carrie, lo sé. No quieres que le hagan daño. Nosotros tampoco. Tengo mis propias razones para querer asegurarme de que Evan esté a salvo.

La mentira, porque estaba segura de que no decía la verdad, sonaba persuasiva en boca de Jargo.

Dezz señaló la pantalla del GPS.

– Hay una carretera de acceso a menos de un kilómetro de la entrada del rancho. Iremos en esa dirección.

«Debo llegar a Evan primero -pensó Carrie-. Debo encontrarlo y sacarlo de allí antes de que Dezz y Jargo lo maten.»


La colina se elevaba desde la carretera secundaria del rancho de manera pronunciada. La piedra caliza atravesaba la frágil tierra elevándose y rajándola; cedros sedientos y pequeños robles competían entre la maleza. Dezz tomó la delantera, Carrie iba en medio y Jargo en la retaguardia.

Dezz paró tan repentinamente que Carrie casi le pasa por encima.

– ¿Qué ocurre?

– He escuchado un siseo.

Por primera vez Carrie escuchó temblar la voz de Dezz.

– Las serpientes todavía están hibernando -dijo Jargo-. No te preocupes, pequeñín.

Su tono era una combinación de enfado y de arrogancia. Carrie pensó que todavía le escocía que Dezz le hubiera desobedecido antes.

– No me gustan las putas serpientes -dijo Dezz.

Dio un paso adelante, indeciso. Carrie lo rodeó para ir delante, abriendo paso a través de los árboles. Dezz caminaba como si estuviese en un campo de minas, dando un paso después de otro con mucho cuidado.

– Dezz, no pasa nada. -Carrie deseaba que una serpiente de cascabel saliese de debajo de una roca y le fustigase la cabeza, que le clavase los colmillos en la cara, en la pierna o en el trasero-. Creo que lo que oíste era el viento entre las ramas.

Dezz no se movía.

– Dezz odia las serpientes, los reptiles, cualquier cosa que arrastre la tripa por el suelo -explicó Jargo-. Debería regalarle una cobra como mascota. Ayudarle a superar su debilidad.

Dezz hizo un ruido gutural.

– Ahora ya sabes cómo castigarle cuando no te escuche -le comentó Carrie a Jargo-. Ponle una serpiente de cabeza de cobre en la cama.

Oyeron un ruido de metal, y luego otro. Un tiro, un grito y el rugido de un motor alejándose de ellos.

Jargo agarró a Dezz por el brazo y los tres corrieron cuesta abajo. Luego subieron otra pequeña colina, pasaron corriendo un establo y un estanque de piedra caliza; oyeron acelerar otro motor, el estallido de un disparo lejano y vieron a un hombre calvo conduciendo una motocicleta por el camino de entrada.

– Gabriel -aseguró Jargo.

Dezz corría muy deprisa por el camino, Jargo lo seguía. Éste gritó por encima del hombro:

– Carrie, protege la casa.

Ella no se detuvo y Jargo la apuntó con una pistola.

– Haz lo que te ordeno.

Evan no iba en la motocicleta, puede que estuviese dentro de la casa. «Ésta es mi oportunidad.» Asintió y volvió corriendo hacia la casa.


Al ver a Gabriel hablando con un Suburban aparcado, Dezz se agachó entre los cedros. Jargo se arrodilló a su lado.

«Evan -pensó Dezz en silencio, haciéndole a Jargo una mueca-. Está en el coche.» Jargo asintió. Los dejaron hablar unos minutos.

Dezz no podía ver en qué parte del Suburban estaba ese gilipollas. Pero luego escuchó, desde debajo del coche, un grito claro «Voy a salir…» y vio a Gabriel apuntar hacia la parte de abajo del Suburban.

Dezz se puso de pie, apuntó y disparó.

El hombre calvo se sacudió, la sangre le brotaba de la espalda, y cayó dando un sofocado grito de agonía.

– No mates a Evan -le susurró Jargo a Dezz-. Hiérelo si es necesario. Lo prefiero vivo para que responda a mis preguntas. -Agarró el brazo de Dezz-. ¿Está claro?

– Por supuesto.

Jargo frunció el ceño.

– No has tenido un día como para inspirar confianza.

– Concédeme el beneficio de la duda, papi.

Luego Dezz chilló:

– ¡Quietos! ¡FBI!

Bajó la colina. Jargo se quedó quieto, mirando hacia atrás, hacia la casa donde Carrie había desaparecido. Silencio. Esperaba que Gabriel trabajase solo. Los cazatraidores lo hacían a menudo, no confiaban en nadie. Jargo sabía que era una manera triste pero inteligente de vivir. Se volvió a meter entre los árboles para observar, por si acaso Evan salía disparando.


Gabriel reptó hacia su pistola, retorciendo la cara de dolor. Otra bala golpeó la piedra caliza que estaba junto a su cabeza y dejó de moverse.

– He dicho que quieto -oyó decir Evan.

No era una voz enfadada, sino tranquila. Una voz joven, casi divertida. No era una sugerencia. Era una orden en toda regla.

– ¡Mierda! -dijo Gabriel-. Él, él…

– ¿Evan? Ha llegado la caballería -dijo la voz.

– Tu casa… -jadeó Gabriel.

Una segunda bala lo alcanzó, esta vez en el hombro. Gabriel gritaba de dolor, se retorcía en el polvo con una mirada de asombro en los ojos. Evan podía ver las piernas de un hombre caminando hacia él.

«Tu casa.» Evan contuvo el terror que se apoderaba de su pecho, de su vientre.

La voz dijo:

– Ahora estese quieto, señor Gabriel, Si te sigues moviendo me pondrás muy nervioso. No me gusta ponerme nervioso. -Luego la voz se iluminó-. ¿Evan? ¿Estás debajo del coche o dentro de él?

Evan no contestó. Esa voz. Era la voz de la cocina de sus padres. La voz del asesino de su madre. La ira le invadió.

– Eh, Evan, han llegado los buenos. FBI. Ahora sal, por favor.

Evan era incapaz de creer a nadie que dijese que era del FBI y le disparara a un hombre herido.

– Todo está bien, Evan. Ahora estás a salvo. Si tienes una pistola lánzala, no queremos ningún accidente.

Gabriel gemía y sollozaba.

– Evan, no sé lo que este puñetero viejo loco te ha dicho, pero estás totalmente a salvo. Soy del FBI. Me Hamo Dezz Jargo. -Una pausa de énfasis-. Y conozco a tu padre. Está preocupadísimo por ti. Le siguió la pista hasta aquí al señor Gabriel. Necesito que salgas. Vamos a llevarte junto a tu padre.

Jargo. Evan imaginó que Jargo sería un hombre más mayor. Este tío parecía demasiado joven para llevar una red criminal.

– Enséñame tus credenciales -chilló Evan.

– Bueno, aquí tienes -dijo Dezz amablemente.

– Es un maldito embustero -chilló Gabriel.

Las piernas que caminaban le dieron de repente una patada en la cabeza a Gabriel. De la boca le salió sangre y tres o cuatro dientes de delante, y Gabriel se quedé quieto. Evan no sabía si aún respiraba.

– Evan, ahora sal, por favor -dijo Dezz-. Es por tu propia seguridad.

Evan disparó al pie de Dezz.


Carrie fue del garaje a la cocina. Todo estaba en silencio, salvo por la televisión, en la que estaba puesta la CNN.

– ¿Evan? -llamó-. Evan, cariño, soy yo, Carrie. Sal.

Silencio. De repente sintió un escalofrío y entró en todas las habitaciones con miedo a encontrarlo muerto.

Él la había llamado, tenía que estar libre.

A menos que fuese una trampa y Gabriel lo hubiese matado al acabar de hablar con ella. Intentó pensar. Gabriel era un ex agente de la CIA. Esos archivos -no estaba segura de lo que contenían que hacía sudar tanto a Jargo- le interesaban a Gabriel porque se había vuelto independiente, o se había convertido en un traidor, o bien había vuelto a trabajar para la agencia. Trucos e ilusiones, este mundo no era más que trucos e ilusiones; no había verdad en nada ni en nadie, excepto en Evan tumbado en la cama diciendo: «Te quiero».

Recorrió rápida y eficientemente las habitaciones del piso de abajo antes de subir corriendo a la planta de arriba. La última vez que lo había visto estaba en cama, dormido, en paz, y ahora había tenido que soportar todo aquel infierno. Su madre estaba muerta y Carrie había sido incapaz de parar aquello y de protegerlos a Donna y a él. Su madre murió estrangulada. A los suyos les habían disparado.

«Por favor, Evan, ojalá estés aquí, no ahí abajo con Dezz. O mejor que no estés aquí, que estés lejos, donde él no pueda encontrarte.»

Buscó desesperadamente en todas las habitaciones, esperando encontrarle primero.


Dezz aullaba y saltaba sobre el pie sano, pero no se apartó muy lejos. Al contrario, soltó una carcajada falsa.

– Una manera jodidamente divertida de darme las gracias por salvarte -gritó-. Gabriel te estaba apuntando cuando te decía que salieses. Te he salvado el culo.

Evan esperó. Pensó que Dezz correría a ponerse a salvo. Era lo más sensato. Dezz no lo hizo, pero tampoco se acercó más.

– Tu padre -dijo Dezz- se llama Mitchell Eugene Casher. Nació en Denver. Lleva casi veinte años trabajando como consultor informático.

– ¿Y?

– Que si simplemente fuese del FBI, sabría esto. Pero soy amigo suyo, Evan. Su helado favorito es el de nuez de pecan. Le gusta el filete medio hecho. Su programa de televisión favorito es Hawai Five-0 y a menudo aburre a la gente hablando de él. ¿Te suena familiar?

En efecto, le sonaba.

– ¿De qué lo conoces?

– Evan, ahora tengo que confiar en ti. Tu padre hace trabajos especiales para el gobierno. Yo me encargo de sus casos. Estoy aquí para protegerte. Tu familia está en el punto de mira de mucha gente, incluido el señor Gabriel, aquí presente, a quien echaron de la CIA.

La voz. Comparó la voz de Dezz con la voz que había oído detrás de él cuando estaba de rodillas en la cocina, con una pistola apuntándole en la cabeza y la cara de su madre muerta a pocos centímetros de la suya. Ahora no estaba seguro. Aquellos horribles momentos estaban envueltos en una especie de neblina. Intentó recordar la voz que había hablado mientras su madre estaba muerta, la voz que le hablaba al oído mientras se moría colgado de la cuerda.

– Sé un buen chico y sal. Compartiré contigo mis caramelos.

– No me hables como si tuviese cuatro años -dijo Evan.

– Nunca se me ocurriría tratar como a un niño al famoso director.

Evan esperó. Al lado del pie de Dezz cayó un envoltorio de caramelo.

«Si le disparo todavía quedará uno; si es que los dos hombres aún van juntos.»

– Tengo una amiga en la casa que está preocupada por ti -dijo Dezz-. Carrie está aquí conmigo.

Evan pensó que había escuchado mal.

– ¿Qué?

Se puso tenso. Mentira. Tenía que ser mentira.

Después de diez segundos de silencio, Dezz dijo:

– Lo siento Evan. Quédate quieto. Sólo tengo que tomar una pequeña precaución.

Y disparó a la rueda delantera derecha del Suburban. El pesado coche se hundió y se posó del lado del que reventó la rueda.

– No puedo arriesgarme a que me dispares y te largues en el coche. No vamos a hacer un duelo a la mexicana. Quiero llevarte con Carrie. Y con tu padre. Sal con las manos en alto, lo llamaremos, juntaremos a todo el mundo. Una bonita reunión familiar.

Evan rechinó los dientes. No. Dezz era un mentiroso, un asesino. No creería nada de lo que dijese sobre Carrie. Estos hombres habían encontrado unos archivos invisibles en su ordenador, habían borrado el disco, habían dejado el ordenador en su configuración por defecto en sólo unos segundos y habían encontrado la guarida de Gabriel en medio de la nada. Saberse el nombre de su novia no era nada. Era un truco, tenía que ser un truco para cazarlo.

Tenía que salir de allí. Pero no podía conducir el Suburban con la rueda pinchada.

La Ducati. Estaba cerca de la parte delantera del coche, donde Gabriel la había aparcado. El coche estaba frente a la verja. La moto estaba a su derecha y Dezz se hallaba a la izquierda, en la mitad de la cuesta que subía la colina. No había manera de que Gabriel se hubiese guardado las llaves en el bolsillo cuando bajó de la moto, preparándose para disparar a Evan. ¿O sí?

Gabriel emitió un sonido que a Evan le pareció como un largo suspiro agonizante.

Tendría que dejar atrás la maleta, con el dinero y su ordenador estropeado dentro. Guardaba en el bolsillo el pasaporte sudafricano que Gabriel le había enseñado y también la identificación de la CIA de éste. El petate también estaba en el coche, pero recordó que estaba en el asiento del pasajero. Se imaginó la escena de la huida: rodaría hasta la altura del asiento del conductor del Suburban. Abriría la puerta, cogería el petate, que contenía la pequeña caja cerrada con llave que le había cogido a Gabriel, y su equipo de filmación. Le dispararía a Dezz para perseguirlo colina arriba. Se montaría en la moto y atravesaría la puerta. Probablemente era un suicidio, pero al menos moriría intentándolo.

– Trae a Carrie aquí, déjame verla y saldré -gritó.

Se produjo un silencio durante un instante, y Dezz dijo:

– Sal y te la traeré.

Dezz caminaba a unos quinientos metros de distancia, metido entre los árboles.

«Está esperando a que vayas a por la moto.» No, decidió Evan. Sólo estaba esperando. Ahora podía verle la cara a Dezz: pelo tirando a rubio, rostro delgado, de color amarillento enfermizo y de aspecto completamente demente.

«¿Mataste a mi madre? -Había oído dos voces, de eso estaba seguro, pero éste era sólo uno de los tíos-. Céntrate. Manten la mano firme cuando dispares.» Oía la voz de su padre. Nunca había sido muy bueno en las prácticas de tiro cuando su padre lo arrastraba al campo de tiro, y hacía años que no iba. Evan reptó hasta el lado del asiento del pasajero, el chasis del Suburban quedaba entre él y Dezz. Abrió la puerta. Cogió el petate y se colgó el asa al hombro.

Dezz corrió directamente hacia él, disparando y chillando:

– Evan, muy bien, levanta los brazos y ponlos donde pueda verlos, ¿de acuerdo?

Evan disparó sobre el capó; la manga de la chaqueta de Dezz se sacudía como si tiraran de ella desde atrás. Dezz cayó al suelo y Evan siguió disparando por encima de la cabeza de él hasta que vació la pistola. Llegó a la motocicleta.

Las llaves brillaban bajo la luz del sol. Arrancó el motor, pisó el embrague para meter la marcha y levantando gravilla salió disparado a través de la pequeña abertura de la verja. No miró atrás; no quería ver cómo la bala venía a por él. Así que no vio a Jargo salir de entre los robles, dispararle al hombro y fallar; no vio a Dezz de pie, apuntando con cuidado, ni a Carrie corriendo y empujando a Dezz cuando disparaba. Evan oyó el ruido de dos pistolas, su eco resonando en la colina plagada de mezquite, pero no lo alcanzó ninguna bala. Se inclinó sobre la moto, agachándose mucho. El petate le estaba haciendo perder el equilibrio y todavía tenía en la mano la pistola vacía; llevaba el mentón pegado al manillar y lo único que veía era la carretera, que lo alejaba de la muerte.

Capítulo 16

Evan necesitaba un coche. Rápido. Dezz podría venir tras él en cualquier momento como un rayo y echarlo de la carretera haciéndolo papilla. Una señal próxima en la carretera indicaba que estaba a tres kilómetros de Bandera.

Entró en el pueblo, deteniéndose sólo para guardar la pistola vacía en el petate para no ir exhibiendo su armamento. Había muchas tiendas, un asador, carteles de fiestas que se celebraban cada mes. Recorrió la calle principal y se preguntó qué tal se le daría robar un coche.

Era una decisión extraña. Ya no formaba parte del mundo normal; había pasado a la tierra de las sombras, donde no había mapa, brújula ni estrella polar para guiarlo. Había visto su cara en las noticias nacionales, viendo cómo hablaban de él como la víctima de un crimen. Había atropellado a Gabriel y había seguido conduciendo. Había visto cómo le disparaban a Gabriel dos veces, pero no acudía a la policía. Había escapado del hombre que tal vez hubiese matado a su madre.

El libro de las reglas de su vida se había ido por el desagüe.

Condujo hasta donde las casas eran más pequeñas y los bordes de los jardines menos precisos.

Ciudades pequeñas: puertas sin cerrar, llaves en los coches, ¿no? Eso esperaba. Aparcó la Ducati, metió las llaves en el bolsillo y se colgó el petate al hombro. Comenzó a llover un poco, el cielo retumbaba. La mayoría de las casas tenían caminos de acceso con aparcamientos cubiertos en lugar de garajes. Bien. Eso hacía más fácil buscar un coche y se preguntaba si era ésa la manera de actuar de los ladrones. Con la lluvia todo el mundo se metió dentro. Rezó para que nadie lo viese deambular de camino en camino, mirando dentro de los coches y probando las puertas. Todo estaba cerrado con llave. Demasiado para la confianza de un pueblo.

Ya iba por el octavo camino, totalmente empapado, acercándose a una camioneta cuando la puerta principal se abrió y un tipo fuerte y con un enorme cuello salió al pequeño porche de la casa.

– ¿Puedo ayudarlo, señor? -preguntó. No era exactamente un tono de amenaza, pero tampoco lo estaba invitando a tomarse una cerveza-. ¿Qué está haciendo usted?

La mentira le vino a la boca con tanta facilidad que se quedó atónito.

– Folletos -respondió apuntando al petate-. Se supone que tengo que dejar folletos en los parabrisas, pero están demasiado mojados. Así que iba a ponerlos en el asiento del conductor.

– ¿Folletos de qué?

El gigante dio un paso hacia delante mientras miraba a Evan con cierta reserva: el pelo desgreñado, el pendiente, la camisa de bolos ahora mugrienta y llena de suciedad y de la sangre de Gabriel.

– De una nueva iglesia en la ciudad -contestó Evan-, la Comunidad de la Bendita Sangre de Nuestro Señor. ¿Ha sido usted salvado? Entregamos mayor redención por cada dólar que se aporta. Utilizamos serpientes de cascabel en nuestros oficios y…

El gigante dijo:

– Gracias, estoy bien.

El hombre volvió por donde había venido, se metió dentro y cerró la puerta.

Evan se dirigió calle abajo. Ahora iba rápido, corría bajo la lluvia. El gigante se lo había tragado, o tal vez no, e iba a llamar a la poli.

Dos puertas más abajo, su Santo Grial brilló bajo la lluvia: una camioneta abierta. Era una Ford F-150, roja, el interior estaba limpio excepto por un vaso de café de poliestireno en el sujetavasos. Había un teléfono móvil incrustado en el espacio entre los asientos y un Teletubby de peluche desgastado de tanto afecto. Las luces de la casa estaban apagadas: el buzón de correos decía «Evans». Un presagio, un golpe de suerte. Rompió un trozo de papel de su libreta y escribió: «Siento muchísimo haberme llevado la camioneta, pueden quedarse con la Ducati aparcada al final de la calle, les llamaré y les diré dónde he dejado su vehículo». Evan colocó en el porche y a la vista la nota, el Teletubby y las llaves de la Ducati. Se subió a la camioneta, la encendió y salió marcha atrás. Pensó que el teléfono móvil le sería de utilidad antes de que su enojado propietario lo desactivase.

Nadie salió de la casa.

Salió de Bandera a una velocidad modesta, comprobando la aguja del depósito: estaba casi lleno. Dios por fin le había dado un respiro por el que no había tenido que luchar.

«Ahora eres un auténtico criminal. Pero ¿qué hubiera dicho mamá? Hubiera dicho: vete a por los cabrones que me mataron.»

No. La cuestión no era vengarse, sino salvar a su padre. Gabriel había nombrado Florida como el punto de reunión con él. Su padre ya estaría allí, si es que no lo tenía el grupo de Dezz Jargo. Era casi mediodía. Debía conducir hasta San Antonio y luego dirigirse al este. Puso en marcha la radio mientras se echaba a la carretera. Willie Nelson imploraba que Whiskey River se llevase su recuerdo. La tormenta estalló con toda su furia y dirigió la camioneta hacia el sureste. Sabía que las señales lo guiarían hasta la extensión de San Antonio. Luego podría tomar la Interestatal 10 directamente hasta Houston y más lejos, atravesando las llanuras y los pantanos de Luisiana, para luego cruzar los salientes de las costas de Misisipi y Alabama y entrar por el oeste en la península de Florida.

Entonces podría encontrar a su padre… en un estado grande y atestado de gente donde no sabía siquiera por dónde empezar. Pero tampoco podía elegir quedarse quieto.

Pensó en los archivos. Los archivos eran el quid de la cuestión, la clave para rescatar a su padre. Si Dezz, Jargo y compañía creían que tenía otra copia de los archivos y que finalmente la cambiaría por su padre, entonces esos archivos eran su protección. Si mataban a su padre, Evan no tenía motivos para mantenerlos en secreto.

La gente ya le había mentido antes, con las cámaras rodando, intentando dar una buena imagen de sí mismos o parecer inteligentes. Los mejores mentirosos eludían la verdad, aunque se mantenían lo suficientemente cerca de ella. Quizás había migajas de verdad en lo que proclamaban Dezz y Gabriel. Puede que ésta se hallase en un punto intermedio entre ambos.

Le dolía todo el cuerpo. «Ya es suficiente. Concéntrate en la carretera, no pienses en mamá ni en Carrie. Tú sólo conduce. Cada kilómetro te lleva más cerca.» Eso es lo que su padre le decía en los viajes familiares largos. Nunca tenían otra familia a quien visitar. Siempre eran viajes al Gran Cañón, a Nueva Orleans, donde sus padres habían vivido cuando Evan nació, a Santa Fe, a Disney World una vez cuando tenía quince años y, aunque era demasiado guay para el mundo de Disney, lo cierto es que se moría de la emoción. Cada vez que hacía la inevitable pregunta infantil de cuánto faltaba, su padre le decía: «Cada kilómetro te lleva más cerca».

«Ésa no es una respuesta», se quejaba Evan, y su padre sólo repetía la misma frase: «Cada kilómetro te lleva más cerca», mientras sonreía a Evan por el espejo retrovisor.

Finalmente mamá intervenía: «Tú disfruta el viaje». Se echaría hacia atrás desde el asiento del acompañante y le apretaría la mano, lo cual le avergonzaba como quinceañero que era, pero ahora le parecía un trozo del paraíso. Típico de las madres, ese enérgico optimismo. Le faltaba como si hubiese perdido un brazo de repente.

«Tu padre hace trabajos especiales para el gobierno», había dicho Dezz. Incluso si era un mentiroso, sus palabras tenían algo de verdad, vistos los acontecimientos de los últimos dos días. El concepto era difuso, borroso. No sabía qué aspecto tenía un espía, pero no se imaginó a James Bond. Se imaginaba a un hombre con la cara amarillenta y triste de Lee Harvey Oswald, un silenciador hecho a medida por un artesano suizo en el bolsillo, un impermeable lleno de sangre, el vacío en los ojos mostrando un alma marchita de vivir bajo un estrés constante y el miedo a ser descubierto. Su padre leía a Graham Greene y a John Grisham, le encantaba el baloncesto, odiaba pescar, hacía códigos informáticos y veneraba a su familia. A Evan nunca le había faltado amor.

Entonces, ¿tu padre te decía que te quería, se subía en un avión y luego se iba a robar secretos o a matar a gente? ¿Era dinero manchado de sangre lo que le había pagado el colegio, le había llenado el estómago, le había permitido comprar chicles y cómics y el resto de tesoros de su infancia?

El camino hacia Texas se desplegaba ante él, largo y lluvioso. «Cada kilómetro te lleva más cerca», repetía una y otra vez con su respiración jadeante como un mantra para alejar el dolor y para endurecer su corazón.

Averiguaría la verdad. Encontraría a su padre. Y haría que la gente que había matado a su madre pagara con lo que más quisiesen.

Capítulo 17

– ¡Podría matarte! -le gritó Dezz a Carrie-. ¡Lo tenía!

Ella se cruzó de brazos y dijo:

– Jargo lo quería vivo y tú estabas apuntándole a la cabeza.

– Estaba apuntando a la moto. ¡A la moto!

– Si hubieras estado apuntando a la moto -le rebatió Jargo, poniéndose entre los dos-, podrías haber disparado cuando le disparaste a la rueda del Suburban, hijo.

Dezz se puso rojo y frunció el ceño.

– ¿Qué?

– Esperabas que Evan huyese -afirmó Jargo-, para tener así una razón para matarlo. Supera ya esos celos por Carrie.

– Eso no es cierto. -Dezz negó con la cabeza, metió la mano en el bolsillo buscando un caramelo. Farfullaba con el caramelo en la boca-. Me importa una mierda con quién se acueste ella.

– ¿Entonces por qué no apartaste la moto, después de tus sermones de esta mañana sobre las tácticas? -preguntó Jargo.

Volvió sobre él, y le dio con el pie a Gabriel.

– No pensé que intentaría escapar con la moto. ¿Quién demonios iba a saber que se defendería? ¡Es un maldito director de cine! -Dezz escupió ese título. Se giró hacia Carrie-. Sabía disparar, ¿por qué no me lo advertiste?

– No sabía que supiese disparar. Nunca lo mencionó.

– Dezz -dijo Jargo con una voz fría-. Su padre es un as disparando. Es razonable que le enseñase a Evan cosas sobre pistolas.

Dezz se quitó la chaqueta de un tirón y señaló la quemadura en la piel.

– ¿Dónde está tu puta preocupación por mí?

– Te lo vendaré, ¿satisfecho?

Carrie mantuvo la voz tranquila:

– Si quieres saber con seguridad lo que Evan sabe y qué amenaza supone, le necesitas vivo. Yo puedo encontrarlo. Tiene pocos amigos y pocos sitios donde esconderse.

– ¿Adónde irá, Carrie? -preguntó Jargo mientras permanecía tranquilo, imperturbable, arrodillado tomándole el pulso a Gabriel.

– Piénsalo desde el punto de vista de Gabriel. Es un ex agente de la CIA. No sólo tiene algo pendiente contigo, sino también con la agencia. Si suponemos que está trabajando solo, habrá querido mantener el control absoluto sobre Evan. Por el amor de Dios, se lo arrebató a la policía. Eso significa que habrá advertido a Evan que se aleje de la policía, de las autoridades. -Esperaba haber presentado bien el caso y fue a por el final-. Irá a Houston, a buscarme. Tiene amigos allí.

Dezz le golpeó el pecho con la pistola. Aún estaba caliente, el calor se esparcía por toda la tela de su blusa.

– Si no le hubieras dejado ir a Austin ayer por la mañana estaríamos en mejor situación.

Ella apartó la pistola con cuidado.

– Si hubieses pensado antes de actuar…

– ¡Callaos los dos! -ordenó Jargo-. Dejando las teorías de Carrie a un lado, Evan debe de dirigirse directamente a la policía de Bandera. Gabriel está vivo. Llevémonoslo y salgamos de aquí de una maldita vez.

Metieron a Gabriel en la parte de atrás del Malibu. El vehículo estaba abollado, pero aún se podía conducir. Cubrieron su coche con una tela y lo abandonaron tras una densa mata de robles vivos. Gabriel tenía dos heridas de bala, una en el hombro y otra en la parte superior de la espalda, y estaba inconsciente. Carrie sacó un botiquín del coche que iban a abandonar y le atendió las heridas.

– ¿Vivirá hasta regresar a Austin? -preguntó Jargo.

– Si Dezz no lo mata… -apostilló Carrie.

Dezz montó en el coche y torció el espejo retrovisor para poder ver a Carrie en la parte de atrás; tenía la cabeza de Gabriel en su regazo.

– Podría matarte -dijo Dezz otra vez.

Pero ahora sólo estaba dolido como un niño rechazado y la rabieta dio paso a los pucheros.

Ella decidió que era hora de jugar una nueva mano.

– No lo harías -contestó tranquilamente-. Me echarías de menos.

Dezz se la quedó mirando y Carrie vio cómo la rabia desaparecía de su rostro. Se permitió a sí misma volver a respirar.


– Id a cenar -les ordenó Jargo cuando volvieron al apartamento de Austin-. Necesito silencio y tranquilidad para charlar con Gabriel.

A Carrie no le gustaba cómo sonaba esa frase, pero no tenía elección. Ella y Dezz recorrieron la calle bajo la sombra arqueada de los robles hasta un pequeño restaurante Tex-Mex. Estaba lleno de jóvenes modernos que asistían a los concurridos festivales de música y de cine del South by Southwest que toman Austin cada año a mediados de marzo. Se le hizo un nudo en la garganta. Evan había hablado de ir al festival justo hasta la semana pasada; El más mínimo problema había debutado en el South by Southwest hacía un par de años, y a él le encantaba la locura y la energía que desprendía aquel evento, y las negociaciones que posibilitaba. Le encantaba ver las películas más vanguardistas del cine, el torrente embriagador de miles de personas a las que les encantaba crear. Pero el montaje de Farol no dejaba de darle la lata, estaba inacabado, por lo que había decidido saltarse los eventos de este año.

Las mesas estaban atestadas de gente que le recordaba a Evan; hablaban y se reían, con sus mentes más concentradas en el arte que en sobrevivir. Él debería estar allí con ella, viendo películas, escuchando a grupos tocar, con su madre viva. En lugar de eso observaba a Dezz señalar a las azafatas con dos dedos y lo seguía al reservado de un restaurante. Carrie se excusó para ir al aseo y lo dejó jugando con los paquetes de azúcar.

En el aseo había mucha gente y mucho ruido. En la intimidad de un compartimiento, abrió un falso fondo del bolso y sacó un ordenador de bolsillo, escribió un breve mensaje y le dio al botón de enviar. La PDA cogió la red inalámbrica de la cafetería de al lado. Esperó una respuesta.

Cuando hubo leído la respuesta, parpadeó para retener las lágrimas que le asomaban a los ojos y se lavó la cara con manos temblorosas. Salió del baño de señoras esperando en cierto modo que Dezz tuviera la oreja contra la puerta, así podría matarlo en el acto. Pero en el pasillo sólo había tres mujeres riéndose.

Volvió al restaurante. Dezz había echado seis sobres de azúcar en su té helado, y observaba cómo el montón de dulzura atravesaba los cubitos y se filtraba en el té. Lo analizó: los pómulos altos, el pelo rubio y sucio, las orejas ligeramente protuberantes y en lugar de tenerle miedo le dio pena. Sólo le duró un instante. Luego recordó al ayudante del sheriff y a la mujer en la autopista, a Dezz disparándole a Evan, y sintió una repugnancia que le llenó el alma. Podría dispararle justo aquí, en el restaurante. Él tenía las manos lejos de la pistola.

En lugar de eso, se sentó. También había pedido té helado para ella.

– A veces -dijo Dezz sin mirarla-, te odio de verdad, pero luego ya no.

– Lo sé.

Le dio un sorbo al té.

– ¿Amas a Evan?

Lo preguntó con una voz suave, con un susurro casi infantil, como si hubiese gastado su ración diaria de bravuconería y de gritos.

Sólo podía contestarle una cosa.

– No, por supuesto que no.

– ¿Si lo amases me lo dirías?

– No, pero no lo amo.

– El amor es duro. -Dezz clavó la pajita en su montaña de azúcar, y la revolvió hasta hacerla desaparecer-. Yo quiero a Jargo y mira cómo me habla.

– Aquel oficial. Aquella pobre mujer. Dezz, tienes que entender por qué fue un terrible error, cómo nos pusiste en peligro.

Tenía que abordarlo como un error táctico, no como una tragedia humana, pues no estaba segura de que el rompecabezas inacabado de su cerebro comprendiese la tristeza y la pérdida.

– Sí, lo sé.

Dezz desmenuzó una tostada, sacudiendo los fragmentos por toda la mesa, metió el dedo en la salsa y lo chupó hasta dejarlo limpio. La camarera vino a tomarles nota. Dezz quería primero un pastel «tres leches», pero Carrie le dijo que no, que el postre después de la comida, y no discutió.

Su odio por él no disminuyó, pero se preguntaba qué oportunidad habría tenido con Jargo como padre.

– ¿Dónde fuiste al colegio, Dezz?

La miró con sorpresa, poco acostumbrado a que le hicieran una pregunta personal. Ella se dio cuenta de que normalmente no hablaba con nadie que no fuese Jargo o Galadriel. No tenía amigos.

– A ningún sitio, y en todos. Mi padre me mandó al colegio en Florida un tiempo. Me gustaba Florida. Luego a Nueva York, y durante tres años ni siquiera supe si estaba vivo o muerto; luego a California durante dos años. Entonces yo era Trevor Rogers. Trevor, ¿no me queda bien ese nombre? Otras veces no se preocupaba por el colegio y yo le ayudaba.

– Te enseñó a disparar, a estrangular y a robar.

Mantuvo la voz más baja que la música tejana que salía de los altavoces, más baja que la risa procedente de las mesas.

– Claro. De todas formas no me gustaba el colegio. Demasiada lectura. Aunque me gustaban los deportes.

Intentó imaginarse a Dezz jugando al béisbol sin darle con un bate al lanzador del equipo contrario. O un tres contra tres de baloncesto, compartiendo la pista con chicos cuyos padres no les enseñaban cómo desactivar un sistema de alarma o abrir una yugular en canal.

– No haces esto a menudo, ¿verdad? Sentarte y comer con otro ser humano.

– Como con Jargo.

– Podrías llamarlo papá.

Dio un gran sorbo con la pajita al té lleno de nubes de azúcar.

– No le gusta. Sólo lo hago para fastidiarlo.

Carrie recordaba a su padre, el amor limpio y sin límites que sentía por él. Observó a Dezz mientras movía el té en su boca, la miraba y luego volvía a mirar su bebida con una mezcla de desprecio y timidez. Carrie vio con toda claridad que él pensaba que probablemente era la única mujer con la que podía hablar o a la que podía aspirar.

– Todavía estoy loco por ti -dijo mirando al vaso de té.

Llegaron los platos. Dezz pinchó con el tenedor un pedazo de enchilada de carne de vaca, enrolló las largas tiras de queso con el tenedor y rompió el hilo de un tirón. Intentó esbozar una sonrisa que alivió y puso enferma a Carrie al mismo tiempo.

– Pero lo superaré.

– Estoy segura -respondió ella.


El apartamento estaba oscuro y en silencio. Jargo había alquilado también los dos apartamentos adyacentes para asegurarse intimidad. Colocó en la mesa del café una pequeña grabadora de voz digital, entre los cuchillos.

– No tienes ninguna objeción a que te grabe, ¿verdad Gabriel? No quiero pisotear tus derechos constitucionales. Al menos no del modo que tú lo hiciste con otras personas hace unos años.

– Que te den. -La voz de Gabriel apenas era un crujido difuso por la pérdida de sangre, el dolor y el cansancio-. Tú no eres quién para decirme lo que es moral o decente.

– Me perseguiste durante mucho tiempo, pero te quitaron la licencia. -Jargo eligió un cuchillo pequeño de hoja larga adaptada para fines festivos-. Este pedazo de belleza está diseñada para cortar pavo. Es bastante apropiado.

– No eres más que un maldito traidor.

Jargo inspeccionó el cuchillo y pasó el borde por la palma de la mano.

– Eso ya está muy trillado. Cazatraidores. Cazar no es un esfuerzo muy enérgico. Capturar es más impresionante. -Se acercó a Gabriel-. ¿Para quién estás trabajando últimamente? ¿Para la CIA, para Donna Casher o para otra persona que quiere hundirme? -Gabriel tragó saliva. Jargo levantó la pequeña hoja fina y plateada del cuchillo y alzó una ceja-. Éste no es para cortar pavo, sino salchichas.

– Me matarás hable o no.

– Mi hijo no me ha dejado demasiado trabajo por hacer, pero tú eliges si prefieres que el final sea lento o rápido. Soy humanitario.

– ¡Que te den!

– No a mí, sino a tu hija o a tus nietas. Veamos, tiene treinta y cinco años, un marido muy rico y vive en Dallas. Mandaré a mi hijo a visitar su casa de revista. Dezz se la follará delante de su maridito y le dirá que la razón por la cual sus maravillosas vidas son tan cruelmente sesgadas es el gilipollas de su padre, y luego los destripará a los dos. -Hizo una pausa y sonrió-. Después venderé a tus nietas. Conozco a un caballero solitario en Dubai que me pagará veinte mil por ellas, y aún más si las vendo juntas.

Los ojos de Gabriel se humedecieron de terror.

– ¡No, no!

Jargo sonrió. Todo el mundo, excepto él, tenía una debilidad, y eso lo hacía sentir mucho mejor y más seguro en su lugar en el mundo.

– Entonces charlemos como los profesionales que somos para que tu familia llegue a disfrutar su vida de cuento de hadas. ¿Para quién trabajas?

Gabriel respiró profundamente un par de veces antes de responder.

– Para Donna Casher.

– ¿Qué se supone que debías hacer exactamente para ella?

– Conseguirle identificaciones falsas para ellos y llevarla a ella y a su hijo con su marido. Luego sacarlos a los tres del país. Protegerlos.

– ¿Y cuánto te pagaban?

Jargo se acercó más a Gabriel con el cuchillo más largo y le rozó la hoja por la mandíbula.

– Cien mil dólares.

Jargo bajó el cuchillo.

– Ah, en efectivo. ¿Quieres una copa para el dolor? ¿Bourbon de Kentucky? ¿Tequila mexicano?

– Claro. -Gabriel cerró los ojos.

– Oí que lo habías dejado. Qué pena que des un paso atrás. Bueno, no puedes tomar una copa. Todavía no. No me creo que cien mil fuese todo lo que te iba a pagar, señor Gabriel.

– Dios, por favor, no le hagas daño a mis niñas. Ellas no saben nada.

Jargo se inclinó junto a Gabriel, observó su cara como si admirase la habilidad en un cuadro, e hizo un movimiento rápido con la mano. Le arrancó un trozo de mejilla. Gabriel apretó los dientes, pero no gritó. La sangre le brotaba lentamente del corte.

– Estoy impresionado. -Jargo se levantó, fue al bar, abrió una botella de whisky y lo olió-. Glenfiddich, tu leche materna durante los días de gloria en la compañía. Al menos es lo que oí en las pocas ocasiones en las que te presté atención. -Puso la botella sobre el corte de Gabriel-. Ahí tienes la copa que querías. Disfrútala.

Gabriel gimió.

– Bueno. Un viejo espía como tú no se va a morir de hambre con cien mil. -Sacó de la chaqueta un trozo de papel y lo sostuvo en el aire-. Encontramos este correo electrónico que le enviaste a Donna Casher. Descodifícalo para mí.

Los de la vieja escuela eran duros de pelar.

– No sé qué significa.

Jargo le pasó la cuchilla por la oreja y le hizo sangre en el lóbulo. Gabriel se retorció.

– Con dos balas en el cuerpo y la boca hecha un desastre esto no duele mucho. ¿Quieres que te saque las balas? -Jargo sonreía abiertamente.

Gabriel se estremeció.

– Mira, la pregunta del millón de dólares es por qué Donna Casher se decidió por un ex agente alcohólico de la CIA. ¿Por qué tú? Creo que estabas dispuesto a correr un riesgo mayor. Por algo más que por dinero. Dime, ¿era por el bien de tu familia? -Jargo se agachó y le susurró a la oreja destrozada del hombre-. ¿Para comprar su seguridad?

Gabriel sintió una gran pesadumbre en el pecho. Lloró. Jargo contuvo las ganas de cortarle el cuello. Odiaba las lágrimas porque rebajaban a la gente.

Gabriel recobró el aliento.

– El mensaje significaba que estaba lista para huir.

– Gracias -dijo Jargo-, para escapar ¿con qué?

– Donna tenía una lista.

He aquí la confirmación.

– Una lista.

– De un grupo de gente… dentro de la CIA… que realizan operaciones ilegales y no autorizadas. Contratan trabajos de espionaje y de asesinato a un grupo independiente de espías que ella llamaba Los Deeps. Tenía los nombres de tus clientes de la CIA, tenía información detallada sobre cómo habían pagado por tus servicios. Lo que yo siempre sospeché.

– Y nunca pudiste probar -dijo Jargo-. Describe los datos, por favor.

– De este grupo independiente, Los Deeps, decía que tenía clientes en la CIA, en el Pentágono, en el FBI; en MI5 y MI6 en el Reino Unido, dentro de cada servicio de inteligencia en el mundo; entre las principales empresas del planeta, altos mandos de los gobiernos. Cuando alguien necesitaba un trabajo sucio, confidencial para siempre… acudían a ti.

– Y lo hacen -afirmó Jargo-. Puedes observar por qué mis clientes no apreciarían que tomases sus nombres en vano. -Le acercó el cuchillo al cuello a Gabriel-. ¿Mitchell Casher conocía tu trato para ser el guardaespaldas de su esposa?

– Ella dijo que él no sabía que tenía esa lista de clientes ni que quería huir. Estaba haciendo un trabajo para Los Deeps, para ti, y dijo que nos reuniríamos con él dentro de tres días en Florida. Éste era su punto de entrada después de su trabajo en el extranjero. Quería que estuviese con ella cuando se lo contase a él, para convencer a Mitchell de que la única opción que tenía era huir. Yo me haría pasar por un enlace de la CIA, le diría que a cambio de los datos obtendrían inmunidad y nuevas identidades. Luego toda la familia junta huiría.

– Donna hizo de esto un hecho consumado.

– Quería darle una oportunidad a su marido. Estaba quemando todas sus naves.

– ¿Adónde huían?

– Yo sólo tenía que llevarlos a salvo hasta Florida. Ellos escaparían desde allí. A cualquier sitio. No lo sé. ¿No te lo dijo Donna antes de matarla?

– Fue Dezz quien la mató en un ataque de ira, porque no quería hablar. Ella era más fuerte que tú y estaba mejor entrenada. -Limpió la sangre del cuchillo-. Y entonces ella llamó a Evan para que fuese a Austin.

– Donna planeaba explicarle que tenían que escapar, contarle toda la verdad. Que trabajaba para tu red, que quería acabar contigo, que me daría la información para acabar con cada uno de tus clientes. Luego iríamos en coche hasta Florida, quería evitar los aeropuertos.

– Suerte para él que llegaste tú. -Jargo acercó la cara a la de Gabriel-. Esta lista de clientes y algunos archivos relacionados estaban en el ordenador de Evan. Los vimos y los borramos. ¿Me estás diciendo que no sabía que tenía los archivos?

– No sé si lo sabía o no. Te estoy diciendo lo que sabía su madre. Él… él no parece saber demasiado.

– ¿Lo sabe o no?

– No… no lo creo. Parece bastante tonto.

– No, no es tonto. -Jargo recorrió la barbilla de Gabriel con la cuchilla-. No te creo. Donna borró los archivos del ordenador y envió una copia de seguridad al ordenador de Evan. Pero necesitaría los archivos para convencer a Evan de la necesidad de desaparecer. La gente no escapa dejando simplemente atrás su vida. Así que Evan debe de haber visto los archivos y seguro que tomó la precaución de hacer una copia y esconderla.

– Él no lo sabe.

Jargo le clavó el cuchillo en la herida de bala que Gabriel tenía en el hombro. Se le pusieron los ojos como platos y las venas del cuello se le hincharon. Jargo le tapó la boca con la mano, giró el cuchillo y dejó que el grito se ahogase entre sus dedos, sacó el cuchillo y sacudió la sangre.

– ¿Estás seguro?

– Lo sabe -jadeó Gabriel-. Lo sabe, yo se lo dije. Por favor. Sabe tu nombre. Sabe que su madre trabajaba para ti.

– Luchó contigo.

– Sí.

– Te dio una paliza.

– Tiene treinta años menos que yo.

– Visto que tu suerte ha cambiado -dijo Jargo-, creo que te gustaría que Evan acabase conmigo.

Gabriel miró fijamente a Jargo.

– No vivirás para siempre.

– Cierto. ¿Dónde se suponía que os reuniríais con Mitchell en Florida?

– Donna sabía el lugar, yo no. Él no la esperaba. Lo iba a interceptar de vuelta a casa.

– ¿Adónde irá Evan? ¿A la CIA?

– Le advertí que se alejase de la CIA. Yo no quería…

Jargo se puso de pie.

– Yo, yo, yo… Tú querías los archivos para ti, para acabar conmigo y humillar a la CIA. Eso sería su perdición, lo sabes. Venganza. ¿Ves adónde te ha llevado?

– He cumplido mi promesa.

– Dime. ¿Respondes a menudo a cualquier excéntrico que se pone en contacto contigo para ayudarte en tu vendetta contra la CIA? Seguramente te dio prueba de su capacidad. Un aperitivo de lo que estaba por venir.

Gabriel miró a Jargo a la cara y dijo:

– Smithson. -Sonrió cuando Jargo se puso pálido-. Te he dicho todo lo que sé.

Jargo intentó evitar que su rostro reflejase sus emociones. Dios mío, ¿cuánto le había contado Donna a este hombre? Jargo hizo como si el nombre de Smithson no significase nada para él.

– Evan dejó atrás una gran cantidad de dinero en efectivo en el Suburban de tu yerno, pero no dejó identificaciones. Es de suponer que no planeaste que los Casher volasen desde Florida con sus propios nombres. Necesito saber las identidades de los documentos que hiciste para Evan.

Gabriel cerró los ojos, como si se armase de valor para responder.

Jargo le dio un sorbo al whisky, se acercó a Gabriel y le escupió en la profunda herida del rostro.

Gabriel le devolvió el escupitajo.

Jargo se limpió el hilo de saliva que le colgaba de la mejilla con el reverso de la mano.

– Me darás todos los nombres que aparecen en los documentos de Evan y luego iremos…

«A ningún sitio.» Gabriel movió la cabeza hacia abajo y luego a la derecha. Jargo aún tenía en la mano el largo filo de plata del cuchillo y Gabriel se clavó la punta con un solo movimiento y conteniendo la respiración.

– ¡No!

Jargo se separó bruscamente, soltando el cuchillo. Estaba incrustado en el cuello de Gabriel. Gabriel se desplomó en el suelo, con los ojos apretados, y luego el aliento, la orina y la vida abandonaron su cuerpo.

Jargo le sacó el cuchillo y le tomó el pulso. No tenía.

– ¡No puedes saberlo, no puedes saberlo!

En un arranque de furia empezó a patalearle el cuerpo. La cara. La mandíbula. Huesos y dientes estallaban bajo sus talones. La sangre salpicaba la piel de becerro. Comenzaron a cansársele las piernas, tenía los pantalones destrozados. Se le agotó toda la rabia y cayó sobre la alfombra sucia. Smithson. ¿Cuánto les había contado Donna a Gabriel o a su hijo?

– ¿Me has mentido? -le preguntó Jargo al cuerpo de Gabriel-. ¿Sabes nuestros nombres?

No podía arriesgarse. Tenía que ponerse en la peor situación, en que Evan lo sabía.

Nunca podría dejar que sus clientes supiesen que estaban en peligro. Eso desataría el pánico. Destruiría su negocio, su credibilidad. Sus clientes no debían enterarse jamás de que existía esa lista. Tenía que acabar con Evan ya.

Limpió la sangre del cuchillo y llamó al móvil de Carrie.

– Volved aquí. Nos vamos inmediatamente a Houston.

Ahora no cabía debate ni discusión. Evan Casher era hombre muerto y Jargo sabía que contaba con el cebo perfecto para tenderle una trampa.

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