PRIMERA PARTE

La Vía Theobald

Avanzó por los corredores blancos, pasando por delante de los tableros de anuncios con sus ofertas de alquiler de habitaciones minúsculas o venta de coches usados, el bar en donde la gente ocupaba todas las mesas, un agujero en el pavimento blanco tapado con una vieja silla debajo de la cual había una tubería en donde resplandecía una antorcha de soplete y un hombre andaba a gatas, y antes de marcharse echó una mirada a su reloj:


MA 28

pm

3:33


Se detuvo en los escalones durante unos segundos, sonriendo ante las cifras que mostraba la esfera del reloj. Tres tres tres. Un buen presagio. Hoy sería un día favorable, un día en el cual sucederían muchos acontecimientos.

Afuera estaba luminoso, incluso después de la opaca claridad del marmóreo corredor. El aire era cálido, levemente húmedo pero no sofocante. Hoy la caminata resultaría placentera. Esto también le alegraba, ya que no deseaba llegar a la casa de ella acalorado y sin aliento; no hoy, no con ella al final de la caminata, no con aquella sutil pero inequívoca promesa esperándole allí, dispuesta.

Graham Park salió de la Escuela a la ancha y gris acera y aprovechando un alto del tráfico cruzó a trote corto la Vía Theobald en dirección norte. Al llegar frente al pub Ciervo Blanco aminoró la marcha, sujetando a un costado sin dificultad su gran portafolio negro por su única asa. Llevaba retratos de ella.

Miró al cielo, por encima de las abigarradas torres de los medianos edificios de oficinas, y sonrió a sus tristes fragmentos deslustrados por el hollín de la ciudad.

Hoy las cosas parecían más nuevas, más brillantes, más reales, como si todo el ambiente que le había rodeado hasta aquel momento, completamente conocido y natural, hubiera estado compuesto por actores moviéndose torpemente detrás de un delgado telón, esforzándose por salir, y ahora aparecían con una expresión de triunfo congelada en el rostro, las manos extendidas, consiguiendo al fin salir a escena. Halló este arrebato de amor juvenil casi embarazoso debido a su intensidad; era algo que le satisfacía tener, que estaba resuelto a ocultar, y poco proclive a examinar. Le era suficiente con saber que estaba allí, y de algún modo su propio aspecto trivial era tranquilizador. Qué importaba que los demás sintieran de la misma manera en ese preciso instante; jamás sería exactamente como éste, jamás sería idéntico. Deleitarse en él, pensó, ¿por qué no?

Un hombre exhausto y desaliñado se hallaba recostado de espaldas contra la pared de otro de los edificios altos y grises de ladrillo. A pesar del calor que hacía llevaba puesto un grueso abrigo de color gris y verde, y uno de sus zapatos tenía un agujero en la punta del pie, revelando que no llevaba calcetines. Sostenía dos enormes cajas de champiñones. Era la clase de espectáculo —el pobre, el raro— que por lo general sobresaltaba a Graham.

Había tanta gente extraña en Londres. Tantos pobres y decrépitos, la metralla que aún continuaba diseminándose, heridas ambulantes de la sociedad. Usualmente estas personas representaban para él un agobio y una amenaza, si bien en realidad tenían poco con que amenazar y mucho de que temer. Pero hoy no; hoy aquel viejo, acalorado debido a su grueso abrigo, que entornaba los ojos desde su demacrado rostro y rodeada con sus pegajosas manos las dos cajas de champiñones de dos libras cada una apenas si era interesante, lo justo como para ser objeto de un dibujo. Pasó junto a la oficina de correos, en donde un joven negro, alto y bien vestido, se hallaba hablando consigo mismo. Esta vez tampoco sintió temor. Comprendió que quizá después de todo en realidad era, ligeramente, el paleto que con tanto empeño evitaba ser. Se había propuesto tan intensamente ser incrédulo y precavido que tal vez se encontraba en el extremo opuesto, viendo una amenaza en cada cosa que la gran ciudad podía ofrecer. Únicamente ahora, con la promesa de la fortaleza que ella podría darle, se podía permitir el lujo de pensar acerca de sí mismo de una manera tan minuciosa (en la ciudad hay que llevar puesta una coraza, hay que saber en dónde se está parado).

Había optado por un acercamiento cínico y reservado, y ahora podía ver que a pesar de toda la indemnidad que esto le reportaba —a pesar de los temores de su madre, ahí estaba él, en su segundo año, todavía solvente, con el corazón intacto, sin haber sufrido ningún atraco e incluso progresando en sus estudios— toda defensa tenía su precio, y él había pagado con el distanciamiento, con la incomprensión. Quizás el joven negro no estaba loco; la gente suele hablar consigo misma. Quizás el viejo con el zapato roto no fuese un sujeto arruinado con los puños repletos de setas robadas; tal vez se trataba de una persona común y corriente a la cual se le habían descosido los zapatos aquel mediodía mientras hacía las compras. Observó el estrepitoso tráfico, y por encima de éste a través de las vallas la verde frondosidad de los Alojamientos Gray, que aparecía en su visión por la derecha. Recordaría este día, esta caminata. Incluso si ella no… incluso si todas sus ilusiones, sus esperanzas no se… ah, pero eso no iba a suceder. Podía intuirlo.

—Deja de fantasear, Park, no te llevará a nada.

Se giró rápidamente hacia el lugar de donde provenía la voz y vio a Slater[1], bajando a saltos los escalones de la Biblioteca Holborn, el cual llevaba puestos unos tejanos con una pernera más corta que la otra y calzaba un lustroso zapato negro en un pie y en el otro llevaba una bota alta hasta la rodilla; los tejanos habían sido cortados a medida, por lo que una pernera terminaba normalmente sobre el zapato en un dobladillo hilvanado, mientras que la otra se detenía deshilachada justo por encima de la parte superior de la bota. Lucía con ostentación su gastada chaqueta sobre una camisa negra y una pajarita también negra, la cual parecía tener engastadas un montón de diminutas y opacas piedrecitas rojas. Sobre su cabeza descansaba una gorra de tartán, predominantemente roja. Graham observó a su amigo y se echó a reír. Slater le correspondió con una mirada de aparente frialdad.

—No veo la causa de semejante hilaridad.

—Tienes aspecto de… —Graham sacudió la cabeza, señalando con una mano los tejanos y el calzado de Slater, mientras echaba una ojeada a su gorra.

—El aspecto que tengo —dijo Slater acercándose y cogiendo a Graham del codo para que continuaran caminando—, es de alguien que ha descubierto un viejo par de botas de piloto de la RAF[2] en un puesto del mercado de Camden.

—Y las hubiera cosido a navajazos —dijo Graham, mirando las piernas de Slater al tiempo que libraba su brazo del ligero asimiento.

Slater sonrió, introduciendo sus manos en los bolsillos de sus mutilados tejanos.

—Con esto no haces más que demostrar tu ignorancia, jovencito. Si te hubieras fijado con atención, o supieras lo bastante, habrías podido apreciar que éstas son, de hecho, unas botas de piloto especialmente diseñadas las que, con la ayuda de unas cuantas cremalleras, se convierten en lo que sin duda, en los cuarenta, representaban un bonito par de zapatos. Este artilugio servía para que si el intrépido aviador era derribado sobre territorio enemigo mientras realizaba una operación de bombardeo, pudiera deshacerse fácilmente de las cañas de sus botas y tener un par de zapatos de aspecto civil, haciéndose pasar así por un nativo y escapar de esos temibles hombres de las SS enfundados en sus ceñidos uniformes negros. Yo tan sólo he adaptado…

—Estás ridículo —le interrumpió Graham.

—Ya salió el puritano —dijo Slater. Ahora caminaban lentamente; a Slater nunca le gustaba apresurarse. Graham apenas si se hallaba impaciente, y sabía que era mejor no tratar de apremiar a Slater. Había salido con bastante tiempo por delante, no tenía motivos para darse prisa. Su deleite duraría un poco más—. Ni siquiera comprendo la razón por la cual me atraes —dijo Slater, luego miró de cerca el rostro del otro muchacho y añadió sarcásticamente—. ¿Me estás escuchando, Park?

Graham sacudió la cabeza, y con una leve sonrisa dijo:

—Sí, te estoy escuchando. Pero no te esfuerces en usar conmigo tus mañas de afeminado.

—Oh, Dios mío, excusadme —dijo Slater melodramáticamente, abanicándose con una mano—, estoy ofendiendo al pobre muchacho heterosexual. Menor de veintiún años también: ¡oh, di que no es cierto!

—Eres un impostor, Richard —dijo Graham, girándose para mirar a su amigo—. A veces pienso que en realidad ni siquiera eres gay. De todos modos —continuó diciendo, intentando acelerar un poco el paso—, ¿qué has estado haciendo? Hace varios días que no das señales de vida.

—Ah, cambiamos de tema —se rio Slater, mirando hacia adelante. Haciendo una mueca se pasó la mano por el corto y rizado cabello negro que sobresalía debajo de su gorra de tartán. Su delgado y pálido rostro se contrajo mientras decía: —Pues, no entraré en detalles desagradables… en las facetas más básicas de la existencia, pero en un aspecto más inocente si bien menos gratificante, te diré que he estado intentando seducir a ese adorable chico Dickson durante toda la última semana. Ya sabes: aquel con semejantes espaldas.

—¿Qué? —dijo Graham desdeñosamente, con fastidio—. ¿Ese sujeto alto del primer curso con el pelo aclarado? Es un memo.

—Hmm, bien —dijo Slater, moviendo la cabeza hacia uno y otro costado, un gesto que tanto podía significar aprobación como negación—, una configuración obtusa, ciertamente, y no excesivamente despierta, pero esas espaldas. Dios mío. ¡Esa cintura, esas caderas! No me interesa su cabeza; del cuello para abajo es un genio.

—Imbécil —dijo Graham.

—El problema está —reflexionó Slater— en que o no se da cuenta de mis intenciones, o no les da importancia. Y tiene ese horrendo amigo, llamado Claude… no me canso de repetirle lo muy mundano que me parece que es, pero aún no lo ha captado. Pero no cabe duda de que es obtuso. El otro día le pregunté qué le parecía Magritte, y pensó que le estaba hablando sobre una chica de primer curso. Y no puedo alejarle de Roger. Me moriré si descubro que es gay. Quiero decir, si es que ha llegado ahí primero. Estoy seguro de que Roger no es nada estúpido, es su amigo, el apestoso.

—Ja, ja —dijo Graham. Siempre se sentía ligeramente incómodo cuando Slater hablaba acerca de su homosexualidad, aunque su amigo rara vez era explícito y Graham apenas si se veía directamente implicado; por lo que él recordaba, tan sólo había conocido a uno de los supuestamente numerosos amantes de Slater.

—¿Sabes? se me ha ocurrido una idea realmente buena —dijo Slater, iluminándosele repentinamente el rostro mientras atravesaban la calle John.

—Graham hizo rechinar sus dientes. —¿De qué se trata esta vez? ¿Otra nueva religión, o tan sólo un método para hacer montones de dinero? ¿O ambas cosas?

—Ésta es una idea literaria.

—Si te refieres a Las playas del amor, ya la conozco.

—Aquello tenía un gran argumento. No, en esta oportunidad no se trata de una ficción romántica.

Se detuvieron en la esquina de la calle de los Alojamientos Gray, esperando a que cambiaran las luces del semáforo. Un par de punkies situados en la acera de enfrente, que también esperaban a cruzar, señalaban riéndose al absorto Slater. Graham echó una mirada al cielo y suspiró.

—Imaginaos, si lo queréis —dijo Slater en un tono dramático, abriendo sus brazos de par en par—, un…

—Sé breve —le dijo Graham.

Slater se mostró dolido.

—Es una especie de futuro bizantino, un imperio tecnócrata degenerado con…

—Oh, no, otra vez ciencia ficción.

—Pues te equivocas, no es eso exactamente, sabelotodo —dijo Slater—. Es una… fábula. Si quiero, también podría convertirla en un cuento de hadas. De todos modos. Estamos en la capital del imperio; un cortesano inicia un romance con una de las princesas; como las demandas de ella y del Emperador le ocupan demasiado de su tiempo, secretamente se hace suplantar por un androide en las interminables ceremonias de la corte y en las aburridas recepciones; nadie se da cuenta del cambio. Más adelante mejora el cerebro del androide para que éste pueda participar en las expediciones de caza y en las audiencias privadas, incluso en los debates del Consejo de Ministros con el Emperador presente, y así poder él holgar más tiempo con la princesa. Pero durante uno de estos escarceos amorosos muere debido a un excesivo gasto de energías. El androide continúa cumpliendo con sus deberes cortesanos y hasta se convierte en un confidente de confianza del Emperador, y la princesa descubre que en realidad es mejor amante que el original. El androide puede llevar a cabo cualquier encomienda debido a que no precisa dormir jamás. Pero con el tiempo desarrolla una conciencia, y tiene que contarle al Emperador la verdad. El Emperador sonríe, y abriendo en su pecho un panel de control, le dice: «Pues, por una curiosa coincidencia…» Fin del relato. Muy bueno, ¿no? ¿Qué te ha parecido?

Graham inspiró profundamente, meditó, y luego dijo:

—Esos pilotos: los que podían disimular sus botas. ¿Qué hacían con sus uniformes? —Frunció seriamente el entrecejo.

Slater se detuvo, con una expresión de horror y confusión en el rostro.

—¿Qué? —dijo estupefacto.

Repentinamente Graham se dio cuenta —con una leve e inquietante sensación en su estómago— de que se hallaban justo delante de un lugar que siempre le había causado aprehensión.

Se trataba tan sólo de una pequeña tienda de marcos que vendía grabados y posters, además de pantallas para lámparas de un relativo buen gusto, pero era el nombre lo que guardaba para Graham connotaciones desagradables: Stocks. Aquel nombre le daba escalofríos.

Stock era su rival, la gran amenaza, la nube que pendía sobre él y Sara. Stock, el sujeto de la moto, la desconocida figura del macho embutido en cuero negro que representaba la imagen de Némesis[3]. (Graham había buscado su nombre en el listín telefónico de Londres; encontró una columna y media de ellos; lo suficiente para unas cuantas coincidencias, aun en una ciudad de seis millones y medio de habitantes.)

—¿… tiene que ver con lo otro? —le estaba diciendo Slater.

—Es que se me ha ocurrido de pronto —dijo Graham a la defensiva. Deseaba no habérsele ocurrido tomarle el pelo a Slater.

—No has prestado atención a nada de lo que te he contado —dijo Slater con un resuello. Graham le indicó con la cabeza que debieran seguir caminando.

—Por supuesto que sí —dijo. Pasaron frente al puesto de fruta de Terry, con su olor a fresas frescas, luego una farmacia. Ahora se hallaban en la confluencia de la calle Clerkenwell con la Avenida Rosebery. Del lado de los edificios de los Alojamientos Gray, los cuales llevaban hasta la Avenida, se levantaba una elevada cerca de tablas verdes que sobresalía sobre parte de la calzada, resguardando algún trabajo de pavimentación. Graham y Slater se encaminaron por el estrecho callejón formado por la degradada obra de mampostería y la madera pintada; Graham observó los sucios cristales de las resquebrajadas ventanas; unos descoloridos carteles de propaganda política se agitaban en la tenue brisa.

—¿Pero no te parece divertido? —preguntó Slater, tratando de circundarle para inspeccionar su rostro. Graham evitó los ojos de su amigo. Se preguntaba si Slater tenía la intención de acompañarle durante todo el trecho, o si sólo se dirigía a la Galería Air, frente a la cual justo caminaban en aquel momento, y en donde él solía pasar algunas tardes. A Graham no le importaba que Slater supiera lo de Sara —después de todo, había sido él quien los había presentado— pero aquel día no quería compartirlo con nadie. Además, le turbaban las miradas que los transeúntes le dirigían a Slater, a pesar de que su amigo parecía no advertirlas. Lo menos que podría hacer, pensó Graham, era quitarse esa ridícula gorra de tartán.

—Es… está bien —consintió mientras salían del pasadizo formado por los deteriorados edificios y la cerca verde—, pero… —miró a Slater sonriendo— no dejes de lado tus obligaciones.

—¡Y tú no me repitas mis propias frases, joven inexperto!

—De acuerdo —dijo Graham, volviendo a mirar a Slater—. Concéntrate en la cerámica.

—Haces que me sienta una vasija.

—Eso es de tu cosecha.

—Oh, vaya —dijo Slater—; de acuerdo, touché, qué más da de todos modos. —Se detuvo ante el paso para peatones que llevaba a la Avenida Rosebery y por la cual se iba al edificio cuadrado de ladrillos rojos de la Galería Air. Graham se giró para mirarle de frente—. ¿Pero no te ha gustado mi último argumento?

—Pues, —dijo Graham lentamente, juzgando que sería mejor decir algo agradable—, es bueno, pero tal vez precise algo más de elaboración.

—Ajá —dijo Slater, dando un paso atrás y haciendo girar sus ojos. Luego volvió a acercarse, con los ojos entrecerrados, pegando su rostro casi junto al de Graham, por lo que éste tuvo que retraerse un poco—. Algo de elaboración, ¿eh? Pues veo difícil que la Galería Nacional de Retratos te pida un encargo cuando yo sea famoso.

—¿Te diriges hacia allí? —señaló Graham la acera opuesta de la calle.

Slater se movió con indolencia y asintió con la cabeza, mirando la galería el otro lado de la calle.

—Supongo que sí. Estás tratando de librarte de mí, ¿no es eso?

—No, para nada.

—Claro que sí. Me has estado apresurando durante todo el camino.

—De ninguna manera —protestó Graham—. Lo que sucede es que tú caminas despacio.

—Te estaba hablando.

—Bueno, yo puedo caminar y escuchar al mismo tiempo.

—Oh, vaya, el multifacético hombre de la Escuela de Arte. De todos modos, no te inquietes; te apuesto a que sé adónde te diriges.

—No me digas —Graham se esforzó por mostrarse ingenuo.

—Sí, te lo puedo decir —dijo Slater—. Deja de fingir esa postura indiferente. —Sobre su rostro apareció una sonrisa similar a una mancha de aceite sobre el agua quieta—. ¿Estás pirrado por nuestra Sara, no es cierto?

—Oh, profundamente —dijo Graham, tratando de sobreactuar; pero podía ver que Slater no se dejaba engañar. Pero no era así; no se trataba de algo tan vulgar, o incluso si lo fuera no se debía hablar sobre ello de aquella manera; no en ese momento, todavía no.

—Ellas no se lo merecen, chico —dijo Slater, sacudiendo su cabeza con tristeza y conocimiento—. Te dejará plantado. Tarde o temprano lo hará. Ellas siempre lo hacen.

Graham se alegró un poco a causa de aquella alusión directa; no era más que misoginia homosexual, y ni siquiera algo tan genuino como eso, sino tan sólo otra de las actuaciones de Slater. Se rio meneando la cabeza.

Encogiéndose de hombros, Slater dijo:

—Bien, al menos sabes que cuando te dejen en la estacada siempre puedes venir corriendo a refugiarte en mí. —Se palmeó su hombro derecho con el brazo opuesto—. Tengo unos hombros muy buenos sobre los cuales llorar.

—No —se rio Graham— mientras sigas usando esa gorra, camarada. —Slater entrecerró los ojos y se ajustó sobre la cabeza su gorra de tartán—. Bien —continuó diciendo Graham apresuradamente—, en verdad ahora tengo que marcharme —y comenzó a dar unos pasos hacia atrás.

—De acuerdo, entonces —suspiró Slater con añoranza—. Haz todas las cosas que yo jamás soñaría hacer, pero no te olvides de lo que te ha dicho tu Tío Richard. —Haciendo una mueca, le lanzó a Graham un beso, y despidiéndose con un ademán cruzó la calle aprovechando que no había tráfico. Graham le saludó también con la mano y luego se alejó—. ¡Graham! —exclamó súbitamente Slater desde la acera de enfrente. Graham, con un suspiro, se giró para mirar.

Slater se hallaba en la entrada de la galería, en frente de uno de sus grandes ventanales. Colocó una mano en el bolsillo de su chaqueta y a continuación su pajarita se iluminó; las piedrecitas rojas eran en realidad luces. Se encendían y se apagaban. Slater comenzó a reírse mientras Graham, meneando su cabeza, se encaminaba cuesta arriba por la Avenida Rosebery.

—¡Un destello fugaz! —gritó Slater a lo lejos.

Graham se rio para sus adentros, pero hubo de detener sus zancadas debido a un motociclista de cabellos largos y sucio mono que empujaba delante suyo a través de la calzada una gran moto Guzzi con objeto de introducirla en el patio de los edificios conocidos como Plaza Rosebery. Graham observó secretamente al hombre de la motocicleta, y a continuación sacudió su cabeza diciéndose a sí mismo que no fuera tan estúpido. Aquel individuo no se parecía en nada a Stock, la moto era muy distinta de la enorme BMW negra que conducía Stock, y de cualquier modo los presagios eran una tontería. A Stock se le había acabado el tiempo; era algo de lo cual estaba seguro después de la conversación telefónica mantenida con Sara aquella mañana.

Inspiró profundamente y relajó sus hombros, pasando el gran portafolio negro de una mano a la otra. ¡Qué azul tan intenso el del cielo! ¡Qué día maravilloso! Todo a su alrededor le hacía vibrar, no importaba lo que fuese; la luminosidad de aquel día de junio, el olor de la comida barata y de los gases de escape; el canto de los pájaros, la charla de los transeúntes. Nada saldría, nada podría salir mal hoy; deseó encontrar un local de apuestas y apostar algo de dinero a un caballo, tan afortunado se sentía, tan animado, tan en armonía.

El señor Smith

¡Despedido!

Con los labios apretados, puños cerrados, ojos entreabiertos, la respiración contenida, erguido, su estómago firme, el pecho afuera, los hombros echados hacia atrás, Steven Grout[4] salió precipitadamente del almacén del cual acababa de ser echado, marchándose para siempre de su estúpido trabajo y de toda aquella detestable gente. Llegó hasta un coche aparcado junto al bordillo de la acera, se detuvo, inspiró profundamente, y continuó caminando. Qué más daba el nombre de la calle, pensó; tan sólo lo cambiarían. Observando los coches, autobuses, furgonetas y camiones que pasaban delante de él, calculó la distancia que había hasta el próximo coche aparcado el cual le resguardaría de ellos.

Habían estado arreglando el pavimento de la acera, y le era dificultoso sincronizar sus pasos para que el medio de cada pie cayese exactamente sobre las juntas que separaban a los adoquines, pero con un poco de concentración y unos cuantos juiciosos pasos cortos lo consiguió; más adelante se encontró con un largo surco azul grisáceo de asfalto en donde obviamente habían reparado una tubería, y optó seguir caminando por allí, despreocupándose de los adoquines y de las juntas que los separaban.

Aún se sentía acalorado y pegajoso del ataque de la Pistola Microondas. Volvió a recordar, nuevamente, el enfrentamiento en la oficina del señor Smith.

Naturalmente, él ya sabía que ellos usarían la Pistola Microondas en su contra; ellos siempre lo hacían cuando él estaba frente a alguien, cada vez que se hallaba en una situación de desventaja y precisaba toda la ayuda posible, cada vez que iba a una entrevista para conseguir un trabajo, o para ser interrogado por los de la Seguridad Social e incluso por los empleados de la Oficina de Correos. En esas ocasiones era cuando ellos la empleaban en su contra. A veces la empleaban cuando estaba esperando ser atendido por un camarero, o incluso también mientras aguardaba a poder cruzar una calle con mucho tráfico, pero principalmente sucedía cuando hablaba con algún funcionario público.

Había reconocido los síntomas mientras se hallaba de pie en la oficina del señor Smith.


Las palmas de la mano le sudaban, su frente estaba húmeda y le causaba picor, sentía escalofríos, su voz era temblorosa y el corazón le latía rápidamente; lo estaban asando con la Pistola Microondas, bañándole con sus malignas radiaciones, recalentándole para que sudara copiosamente y pareciese un niño nervioso.

¡Bastardos! Jamás había encontrado la Pistola, naturalmente; ellos eran muy listos, muy listos y lo suficientemente habilidosos. Había desistido de seguir entrando de improviso en las habitaciones contiguas, de subir o bajar corriendo las escaleras para inspeccionar, de estirar la cabeza fuera de las ventanas para buscar helicópteros merodeadores, pero sabía bien que ellos estaban en alguna parte, sabía lo que se proponían.

Por lo tanto tuvo que permanecer allí de pie, en la oficina del Supervisor de Operarios Camineros del Almacén del Departamento de Carreteras del Ayuntamiento de Islington de la calle Siete Hermanas, sudando como un cerdo y preguntándose por qué no le despedían y acababan con aquello de una vez por todas, mientras escuchaba al señor Smith y los ojos le lastimaban y comenzaba a percibir su propio olor corporal.

—… en donde todos esperamos que ésta no sea una situación reincidente, Steve —dijo el señor Smith, hablando monótona y nasalmente desde detrás del astillado escritorio en su oficina de cielos rasos bajos en la primera planta del almacén—, y de que seas capaz de afianzar tu puesto aquí mediante una positiva relación de trabajo con el resto de la brigada, quienes, para ser justo, y estoy seguro de que tú serás el primero en reconocerlo, han hecho todo lo posible para, pues…

El señor Smith, un hombre de aproximadamente cuarenta años con unas bolsas blandas debajo de los ojos, se apoyó sobre el papel secante del escritorio observando la importante pluma con la cual jugueteaba nerviosamente entre sus dedos. Steven contempló hipnotizado la pluma durante unos segundos.

—Yo realmente creo… eh… Steve; oh, y por favor no dudes en intervenir si piensas que tienes algo que expresar; esto no es un tribunal de la inquisición. Quiero que participes en esta conversación de un modo significativo si así crees que podremos, eh, resolver…

¿De qué estaba hablando? No estaba seguro de haber oído correctamente. ¿Algo acerca de un Tribunal de Inquisición? ¿Qué era eso? ¿A qué se refería? No sonaba a algo que pudiese encajar en este periodo, ambiente, edad o comoquiera que se llame. ¿Acaso el señor Smith podía ser otro Guerrero, o incluso un Atormentador de jerarquía mucho más importante de lo que él se pensaba?

¡Dios! ¡Aquellos bastardos y aquella Pistola! Ahora podía comenzar a sentir cómo el sudor le goteaba por las arrugas de su frente y sobre sus cejas. Pronto empezaría a caer sobre su nariz, ¿y después qué? ¡Ellos pensarían que estaba llorando! ¡Era algo intolerable! ¿Por qué simplemente no le echaban? Sabía qué era lo que deseaban hacer, lo que habían planeado hacer, ¿entonces por qué simplemente no lo hacían?

—… resolver este aparente atolladero de alguna forma viable, propicia al eficiente funcionamiento del departamento. No me parece que yo sea una persona particularmente severa, Steve; creemos que los demás apreciarán…

Steven se hallaba de pie en medio de la oficina con todos los sentidos alerta, sosteniendo firmemente su casco protector debajo del brazo derecho, el cual mantenía próximo a su costado. Con el rabillo del ojo podía alcanzar a ver a Dan Ashton, capataz de la brigada y delegado sindical. Ashton estaba apoyado, con sus gruesos y bronceados brazos cruzados, contra el marco de la puerta. Tendría cerca de cincuenta años, pero era tan apto como el operario más viejo de la brigada; ahora sonreía molesto, con la gorra echada hacia atrás sobre su cabeza, y de su boca colgaba un cigarrillo liado y humedecido sin encender. Grout pudo percibir su intenso olor incluso por encima del perfume Aramis del señor Smith.

Ashton tampoco había simpatizado con él jamás. Ninguno de ellos lo había hecho, ni siquiera los pocos que no se reían continuamente de él, fastidiaban o gastaban bromas pesadas.

—… pasado por alto a fin de no perjudicarte, pero en vista de lo sucedido, me temo que este incidente con el canal y el gato tendrá que ser el último… eh… Steve. Según me ha comunicado el señor Ashton —Smith señaló con la cabeza al hombre más viejo, quien frunciendo los labios le devolvió el gesto—, el señor ah… —el señor Smith buscó durante unos segundos entre los papeles que tenía encima del escritorio—,… ah sí, el señor Partridge[5] tuvo que ir al hospital para aplicarse una vacuna antitetánica y que le diesen unos puntos después de que le hubieses golpeado con una pala. Ahora bien, no creemos que vaya a presentar una denuncia, pero debes comprender que si lo hace tendrías de hecho que enfrentarte a una acusación por agresión, y si agregamos a esto todas las demás advertencias de palabra o escritas que se te han hecho, todas dentro, lamento decírtelo Steve —el señor Smith se reclinó en su asiento con un suspiro y volvió a examinar unos cuantos papeles más de su escritorio, sacudiendo su cabeza mientras lo leía—, de un intervalo de tiempo muy corto considerando el lapso de tu contratación con nosotros, y más si tenemos en cuenta los anteriores traspiés en…

¡Partridge! Ojalá le hubiera arrancado la cabeza. ¡Insultarle a él de aquella manera! ¿Un bastardo, no era así? ¿Un loco? ¿Un simplón, eh? Ese gordo cockney[6] con sus estúpidos tatuajes, su forma de ser jocosa y sus chistes obscenos; ¡debería haberle arrojado al canal!

El sudor se le estaba acumulando en las cejas, preparándose para deslizarse en cualquier momento por su nariz y formar en su punta una gota de rocío que tanto podía quedarse allí colgando de un modo obvio y hacerle estornudar, como forzarle a llamar la atención al intentar secárselo. Secarse las cejas también sería un signo de debilidad, pensó; ¡no lo haríajamás! ¡Que vieran su altivo desprecio! ¡No conseguirían doblegarle, oh no! No les daría a ellos esa satisfacción.

—… estimando que con tus palabras no habías tenido en realidad la intención de ofender a nadie, sólo que no puedo encajar esta versión de los hechos con las de tus compañeros de trabajo, Steve, quienes insisten, me temo, en que estabas completamente decidido a rellenar el canal con el asfalto asignado a Colebrook[7]… eh… a la calle Colebrook, de hecho. En cuanto al gato de la señora Morgan, todo lo que podemos hacer es…

¡Le estaban hablando de gatos, a él! ¡Uno de los tiranos más poderosos de la historia de la existencia, y ellos hablando acerca de malditos gatos! ¡Oh, como se deshonraba a los poderosos, aquello era demasiado!

El sudor se liberó de su ceja derecha. No rodó por su nariz; fue a parar en cambio directamente al ojo. Una terrible, furiosa e impotente cólera le invadió, creándole la necesidad de comenzar a golpear, chillar y gritar. Aunque no podía hacer eso; tenía que mantener la calma, a pesar de la Pistola Microondas, y tan sólo responder, en caso de que fuera imprescindible. Disciplina; eso era lo importante.

—… con lo cual debo asumir que no tienes nada que agregar? —dijo el señor Smith, y dejó de hablar. Grout contuvo la respiración; ¿esperaban que él dijera algo? ¿Por qué razón la gente no era más clara? ¿Con qué fin, sin embargo? Tenía que terminar con todo aquello lo más pronto posible.

—Tan sólo estaba bromeando —se oyó decir.

¡Lo había dicho sin pensarlo! Pero era verdad; solamente era una señal de su estupidez —¿o de su temor?— que le tomaran tan en serio. ¡Naturalmente que no había pensado en rellenar el maldito canal! ¡Aun cuando hubiese habido suficiente asfalto en la parte posterior de la furgoneta aquello le habría llevado todo el día! Fue tan sólo una broma colérica debido a que el resto de la brigada, y en particular Ashton, no estaban de acuerdo con él acerca de la mejor manera de rellenar agujeros. ¡Pero ya verían; esos agujeros que habían tapado al comienzo del turno matinal en la calle Mayor pronto demostrarían que él estaba en lo cierto!

Naturalmente, sabía que no iba a lograr nada diciendo lo que pensaba, pero a veces no podía remediarlo. Tenía que advertir a las personas cuando éstas no hacían las cosas correctamente.

Era más de lo que él podía soportar ver tanta estupidez a su alrededor y tener que padecerla en silencio. Aquello le volvería loco, que era en realidad lo que ellos deseaban, enviarle a un lugar en donde aún sería mucho más difícil descubrir la Clave; una institución, un hospital en donde a uno lo atiborraban con toda clase de drogas repugnantes para estupidizarlo deliberadamente como a los demás. Eso formaba parte de su plan, por supuesto; dejar que él buscase una vía de escape, pero solo. Si encontraba a otros como él, a otros Guerreros, ellos tendrían una excusa para encerrarle. Era diabólicamente astuto.

—… que en verdad excusen tus actos, Steve. Porque hablemos claramente; no creo que a la señora Morgan, o a su gato, les importe demasiado —dijo el señor Smith, y en su rostro apareció una leve sonrisa mientras dirigía una mirada a Dan Ashton, quien gruñendo con aprobación agachó la cabeza en tanto Smith continuaba hablando —el hecho de que tú estuvieras bromeando o totalmente convencido.

El sudor se liberó de su otra ceja, deslizándose en el ojo izquierdo de Grout. Parpadeó furiosamente, casi cegado; sus ojos estaban enrojecidos y le escocían. ¡Intolerable!

—… escribiendo el parte de tu última advertencia, pero para ser sinceros, Steve, y no deseo de ninguna manera que te lo tomes como una intimidación, verdaderamente creo que tendrás que modificar substancialmente tu actitud si es que…

—¡Muy bien! —gritó Steven con voz ronca, sacudiendo su cabeza, inspirando con dificultad y parpadeando todo a un mismo tiempo—. ¡El desprecio que siento… que siento por todos vosotros es infinito! ¡Por lo tanto renuncio! ¡No os daré esa satisfacción! ¡Me marcho; renuncio; me doy por vencido! ¡Ahí tiene, lo he dicho antes que usted! ¡No me diga que no he sido capaz; soy más fuerte de lo que se piensa! —podía percibir cómo le temblaban sus labios; se esforzó por dominarse. El señor Smith lanzó un suspiro, apoyándose sobre su escritorio.

—Veamos, Steve… —comenzó a decir cansadamente.

—¡Se acabó tanta confianza! —gritó Grout, fuera de sí—. A partir de ahora para usted soy «señor Grout». ¡Estoy renunciando, entrégueme mis papeles! Exijo mis papeles; ¿dónde están mis papeles? —Grout avanzó hacia el escritorio del señor Smith. Smith, sorprendido, se echó atrás sobre el respaldo de su silla. Grout vio que intercambiaba miradas con Dan Ashton, y le pareció que el hombre más viejo le hacía un gesto, alguna especie de señal, al señor Smith. Lo cierto era que el capataz ya no seguía recostado contra el batiente; ahora se hallaba parado debidamente, con los brazos colgando a cada lado del cuerpo. Tal vez pensaba que él tenía la intención de agredir al señor Smith; ¡pues bien, que estuviesen alerta! ¡Ya les demostraría quién era! Ninguno de ellos le asustaba.

—En realidad creo que estás actuando de un modo un poco precipitado en… —comenzó a decir el señor Smith, pero Steven le interrumpió.

—¡Creo haberle pedido mis papeles, si estan amable! No me iré sin mis papeles. ¡Y mi dinero! ¿Dónde están? ¡Conozco mis derechos!

—Steve, me parece que estás dando por sentado… —comenzó a decir el señor Smith, empujando ligeramente hacia atrás su silla. La luz del sol hizo brillar la discreta placa de Supervisor prendida a la solapa de su chaqueta.

—¡Basta ya! —gritó Steven. Volvió a retroceder un paso y levantó su mano derecha como si fuera a descerrajar un golpe encima del escritorio del señor Smith.

El casco protector, que había estado sujetando debajo de su brazo derecho, se escapó de su sitio y fue a parar al suelo, rodando brevemente. Steven se agachó con rapidez para recogerlo y al enderezarse se dio un fuerte golpe con el borde del escritorio del señor Smith. Se frotó repetidamente la cabeza, sintiendo que se le ponía la cara roja. ¡Maldita Pistola!

El señor Smith se había incorporado. Dan Ashton se hallaba inclinado a un costado del escritorio, susurrándole a su jefe algo al oído. Mientras se frotaba su doliente cabeza, Grout les lanzó a ambos una mirada feroz. ¡Oh, no era difícil darse cuenta de lo que estaban tramando!

—Pues —comenzó a decir el señor Smith, dirigiéndose a Grout con una expresión afligida en el rostro—, si es eso lo que realmente deseas, Steve…

Dan Ashton esbozó una ligera sonrisa.


Así que finalmente había ganado. No les permitió la satisfacción de poder despedirle ahí mismo; les había mostrado el desprecio que sentía por ellos… ¡que sufran!

A continuación le invadió un extraño y feroz regocijo, y en realidad no había escuchado nada de lo que Ashton o Smith le dijeron. Le dieron unos cuantos papeles, y enviaron a alguien al cajero para que le trajese su paga (abultaba considerablemente en el bolsillo de la cadera; mientras caminaba no dejaba de palmearlo; tan sólo para asegurarse de que aún seguía allí) y entre tanto tuvo que firmar algunos papeles. Él no quería firmar nada, pero ellos le dijeron que no le pagarían a menos que lo hiciese, así que simuló leer cuidadosamente los papeles y luego los firmó.

Después de esto Ashton quiso hablar con él afuera, e incluso le ofreció su mano para despedirse, a lo cual Steven respondió lanzándole un escupitajo a los pies y haciéndole un gesto grosero.

—Jodido cabrón —le había dicho Ashton, lo cual era muy típico de él. Steven le respondió que era un ignorante malhablado, y guardando rápidamente en los bolsillos de su pantalón los papeles y formularios se marchó.

—¡Oye! —le gritó Ashton detrás suyo mientras avanzaba a zancadas por la calle Siete Hermanas, la cabeza bien alta—. Tu P45. ¡Se te ha caído!

Eso fue al menos lo que Steven creyó haber oído; podría tratarse de otro número, pero era algo por el estilo. Había mirado hacia atrás, y pudo ver a Ashton en la entrada del almacén agitando en su mano un trozo de papel. Grout volvió a girarse, enderezó su espalda, y alzando la cabeza se marchó con altivez, ignorando significativamente a Ashton.

Ashton salió en su búsqueda; Steven le oyó trotar a sus espaldas, por lo que echó a correr ignorando los gritos del hombre hasta que finalmente lo dejó atrás. Ashton le gritó una última cosa, pero Steven se hallaba demasiado lejos, inspirando profundamente, con una expresión de triunfo en el rostro. Había conseguido alejarse de ellos. Se trataba de una huida insignificante, de un pequeño ensayo, pero tenía su importancia.

A pesar de que aún continuaba enfurecido con ellos, ahora caminaba con una sensación de felicidad por haberse marchado, feliz por haber salvado algo de otro de sus intentos por oprimirle, por hacer que se sintiese miserable, por llevarle a la desesperación.

¡No lograrían sus propósitos con tanta facilidad! Le habían asediado con el horror y la estupidez, con toda esa parafernalia llamada excesos humanos, y su meta era someterle, degradarle cada vez más de la gloriosa condición de la cual había caído, pero no lo conseguirían. Estaban tratando de acabar con su resistencia, pero fracasarían; él encontraría la Clave, encontraría la Salida y escaparía de esta… broma, de esta horrible y solitaria prisión para Héroes; les dejaría a todos detrás para ocupar nuevamente el sitio que le correspondía en la grandiosa realidad.

Había Caído, pero volvería a Surgir.

En algún lugar se había librado una guerra. Él no sabía dónde. No se trataba de un lugar al cual necesariamente se podía llegar viajando desde aquí, Londres, Tierra, fines del Siglo Veinte, pero existía en alguna parte, en otro tiempo. Fue la guerra final, el último enfrentamiento entre el Bien y el Mal, y él había desempeñado un papel importante en esta guerra. Pero algo salió mal, fue traicionado, perdió una batalla contra las fuerzas del caos y le arrojaron del verdadero campo de batalla para que languideciera aquí, en este lugar inmundo al cual ellos llamaban «vida».

Por una parte era un castigo, por otra una prueba. Podía fracasar por completo, naturalmente, y ser degradado aún más, sin ninguna esperanza de poder escaparse. Eso era lo que ellos esperaban, los que controlaban todo aquel espectáculo inmoral: los Atormentadores.

Parecía que ellos quisieran que él intentara desenmascarar su farsa, que les hiciera frente diciendo: —Muy bien, conozco vuestro juego, así que podéis dejar de seguir fingiendo. Salid de donde quiera que estéis y terminemos de una vez por todas. —Pero a él no le engañaban. Había aprendido la lección de niño, cuando los demás se rieron de sus palabras y le mandaron a ver al psiquiatra de la escuela. No lo intentaría por segunda vez.

Se preguntó cuántas de aquellas personas que se hallaban encerradas en los manicomios del país —o del mundo, llegado el caso— eran en realidad Guerreros caídos que o se habían destrozado debido al esfuerzo de tener que vivir en este infierno, o simplemente no acertaron en su elección y pensaron que la prueba era tan sólo conocer el juego y luego tener el coraje de hacer frente al desafío.

Pues bien, él no iba a terminar como uno de esos pobres desgraciados. Averiguaría sus intenciones, hallaría la Salida. Y quizá no se conformaría únicamente con escapar; tal vez destruiría también todo el execrable dispositivo de su mecanismo de pruebas y encarcelamientos —esta «vida»— mientras lo tuviera a mano.

Ahora comenzaba a sentirse mareado. Todavía le faltaban unos diez pasos para llegar al próximo coche aparcado, cuyo espacio conformado por la distancia entre sus ejes le permitiría resguardarse de las barras-láser del tráfico circulante.


Todo el tráfico, cada uno de los vehículos que pasaban a su lado estaban equipados con rayos láser en sus ejes; éstos podían alcanzarle en las piernas a menos que él estuviera por encima de su nivel, o protegido por una pared, o entre las ruedas de un coche aparcado, o conteniendo el aliento. Naturalmente, sabía que el rayo láser no hería; no era posible verlos y no causaban daño por sí mismos, pero a él no le cabía duda de que se trataba de otro de los métodos empleados por ellos —los Atormentadores— para intimidarle. Todo esto lo sabía por sus sueños, y por haber pensado mucho acerca del tema. De niño había hecho lo mismo, pero jugando; buscaba algo que hiciera la vida más interesante, que le confiriese un propósito… después comenzó a soñar sobre todo esto, a darse cuenta de que era real, de que el inicio de aquel juego se debía a un rasgo clarividente. Ahora tenía que hacerlo; si intentaba desistir sentía una cosa horrible y desagradable, aun cuando no fuera más que para ver cómo caminar por la calle respirando «normalmente». Se parecía a la sensación que solía tener en su infancia cuando jugaba a otro juego, el cual consistía en cerrar los ojos y caminar una cierta distancia a lo largo de la amplia senda de un parque, por ejemplo. No importa cuán seguro podía haber estado antes de cerrar sus ojos de que delante de él había mucho espacio, no importa lo convencido que se sentía mientras caminaba con los ojos cerrados de que no estaba desviándose hacia un costado y que pisara asfalto en vez de césped, con todo le era difícil, casi imposible, caminar en esas condiciones más de veinte pasos. Estaba seguro, convencido, de que se llevaría por delante un árbol, un poste o un rótulo en el cual no había reparado, incluso pensaba que alguien le había estado observando escondido detrás de un árbol y saltaría de improviso asestándole un puñetazo en la nariz.

Mejor mantener los ojos bien abiertos; mejor confiar en los propios instintos y hacer respiraciones profundas entre los coches aparcados. No era posible ser excesivamente cuidadoso.

Llegó junto al coche y se detuvo a su lado, respirando profundamente. Después de comprobar que no había ningún andamiaje se quitó el casco protector, secándose el sudor de la frente. El casco había sido otro de sus descubrimientos, otra de sus buenas ideas. Sabía lo vulnerables que eran las cabezas de las personas, y cuán importante era la suya. Estaba convencido de que a ellos les encantaría arreglar un pequeño «accidente» con una llave inglesa o un ladrillo caídos desde algún edificio, o para que aún fuera más verosímil, desde un andamiaje. Por lo tanto, desde hacía tiempo que salía de su casa con el casco protector puesto. No importaba la clase de trabajo, o qué otra cosa estuviera haciendo, jamás se quitaba el casco a la intemperie. Los de la brigada se habían mofado de él; ¿quién se creía que era? le dijeron. Sólo los ingenieros pretenciosos lo llevaban puesto a todas partes, no sus obreros. ¿O acaso le temía a las palomas? ¿Estaba perdiendo el pelo al mismo tiempo que el seso? Ja ja. Que se rieran de él. Jamás consiguieron que se lo sacase. En su cuarto guardaba dos cascos de repuesto en caso de que alguna vez se le perdiera el habitual, o alguien se lo robase. Anteriormente esto también le había sucedido.

Se puso a caminar de nuevo, pisando cuidadosamente sobre las juntas que separaban los adoquines. De cualquier modo, un andar cauteloso y uniforme era muy importante. Bueno para la respiración y para el ritmo del corazón. La gente se quedaba a veces mirándole saltar de un adoquín a otro, luego dar unos melindrosos pasos cortos, con el rostro teñido de extraños colores mientras se le acababa el aire contenido en sus pulmones, sudando debajo del casco protector que no evidenciaba por ninguna parte el emplazamiento de una obra en construcción, pero a él no le importaba. Algún día se arrepentirían.

Mientras caminaba, se preguntaba lo que haría ese día con su recién estrenada libertad. Tenía mucho dinero; quizá se emborracharía… los pubs abrirían pronto. Supuso que debería ir a registrarse; que los de la oficina de desempleo supieran que otra vez estaba sin trabajo. Deseó recordar qué era lo que se debía hacer cuando uno quería inscribirse como desocupado, pero siempre lo olvidaba. Obviamente, todo el sistema de desempleo de la Seguridad Social había sido creado para confundirle, irritarle y desmoralizarle. Se esforzaba por tomar apuntes, detallar todos los distintos pasos que se suponía que uno debía dar, los formularios que había que rellenar, las oficinas a las que tenía que acudir, las personas que era necesario ver, pero siempre lo olvidaba. De todas formas, cada vez que sucedía se decía que sería la última; esta vez encontraría un trabajo muy bueno en el cual todo marcharía a la perfección y sus talentos serían reconocidos y la gente le respetaría con lo cual sorprendería a sus Atormentadores, por lo tanto no había ninguna razón para pasar por todo el pesado y estúpido asunto de tener que volver a registrarse. Se preguntaba vagamente si debía regresar a la pensión de la señora Short en busca de pluma y papel.

Decidió regresar a su cuarto. Allí siempre se sentía bien, y por otra parte deseaba darse un buen baño; sentía la necesidad de librarse de todo su sudor y pegajosidad, de quitarse toda la suciedad y el grafito de su cara y de sus manos. En la pensión de la señora Short le sería posible hacerlo. Le ayudaría a recobrar las fuerzas volver a estar con sus libros, su cama y sus cosas. Podría volver a consultar a la Evidencia; eso sería fantástico. Podría comenzar a releer un libro.

Poseía un gran número de libros. En su mayor parte eran de Ciencia Ficción o Fantasía. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que si deseaba descubrir alguna pista sobre la ubicación de la Salida, el paradero o identidad de la Clave, con probabilidad la hallaría en esta clase de literatura. Lo sabía por la manera en que se sentía atraído hacia ella.

Se trataba de una pista sin importancia para sosegarle, algo que ellos se podían permitir, pero quizá fuese útil. Obviamente, ellos creían que permitiendo que algo así se divulgara, tendrían la excusa para hacerle encerrar si a él alguna vez se le ocurría desenmascarar su fraude.

—¡Ajá! —podrían decir—. Está loco; lee demasiada ciencia ficción. Un majadero; encerrémosle y mantengámoslo bajo sedación para que de una vez por todas deje de importunar. —Así era como funcionaban sus mentes.

Con aquella suposición pretendían despacharle, pero él era más inteligente que ellos. Se había comprado toda la ficción fantástica más «irreal» que encontró y que pudo permitirse; según las reglas ellos debían haber ocultado allí en alguna parte una pista. Un día de éstos abriría cualquier libro —probablemente alguna nueva trilogía con magos y espadas— y algo que leyese allí le haría tomar conciencia de lo que él sabía permanecía encerrado en algún lugar de su cerebro. Podría ser el nombre de un personaje (ya había uno que a él le sonaba particularmente familiar; era uno de sus trocitos de Evidencia), o tal vez la descripción de un lugar o la sucesión de eventos… todo lo que precisaba era esa Clave.

Ellos lo llamaban escapismo. ¡Oh, no cabía duda de que eran realmente astutos!

Su cuarto estaba repleto de libros; gruesos y ajados libros de bolsillo de portadas llamativas y con las puntas de sus páginas dobladas. Se hallaban en el suelo apilados unos sobre otros debido a que no tenía ninguna estantería adecuada. El suelo de su cuarto se asemejaba a un laberinto hecho con torres de libros; éstos formaban verdaderas paredes que se alzaban sobre la delgada alfombra y el agujereado linóleo, de modo que para desplazarse de un lado a otro tan sólo le quedaban unos estrechos corredores. Podía ir de la cama a la ventana y a la mesa, al aparador, a la puerta, al hogar y al lavabo, pero únicamente a través de ciertas rutas. Hacer la cama era incómodo. Abrir los cajones del aparador completamente requería mucho cuidado. Llegar allí borracho, en especial cuando era incapaz de hallar el interruptor de la luz, resultaba horrendo; al despertarse se enfrentaba con una visión parecida a Manhattan después de un grave terremoto. En libros de bolsillo.

Pero valía la pena. Precisaba ambas vías de escape; la bebida, porque le ayudaba a evadirse, le ofrecía una salida momentánea de su hedionda realidad… y los libros porque le calmaban, le daban esperanzas. En ocasiones los libros podrían absorberle, pero también era posible que en ellos encontrase la Clave.

El coche hacia el cual se encaminaba para hacer su siguiente inspiración repentinamente se fue. Steven maldijo para sus adentros y tuvo que subir a una pared baja que estaba por encima de la altura de las barras-láser para volver a respirar. Luego bajó de la pared y continuó caminando.

Algún día ya les demostraría quién era él. A todas esas personas que le habían ridiculizado, ofendido, desorientado, rechazado. Incluso a aquellas cuyos nombres ya había olvidado. Cuando descubriese la Clave iría a por ellos. Personas como el señor Smith, Dan Ashton y Partridge. Él iba a encontrar esa Salida, pero no se marcharía hasta hallarles nuevamente y darles su castigo. Tarde o temprano pagarían.

Ni siquiera eran capaces de aceptar una broma. Había arrojado una palada de asfalto en el canal y se desmoralizaron por completo. No fue culpa suya haberse desquitado con el gato. Reconocía que no debió haber golpeado al animal, pero estaba furioso. Luego Partridge quiso luchar con él, afirmando más tarde que tan sólo había intentado «sujetarle». Partridge también se enfureció muy pronto, debido a que mientras forcejeaba con Steven de sus pantalones se cayó una revista que fue a parar sobre el camino de sirga del canal y los otros hombres al recogerla vieron que se trataba de una revista de sado-masoquismo por lo que todos aquellos que aún no se hallaban riendo y gritando comenzaron a tomarle el pelo; Partridge intentó sujetarle contra el suelo pero Steven pudo liberarse y le golpeó fuertemente con la pala, todavía manchada con la sangre del gato despedazado, después de lo cual, con la revista hecha jirones por los otros hombres y Partridge revolcándose sobre el camino de sirga entre la sangre del gato y casi cayéndose al canal, Dan Ashton dijo con calma que ya era suficiente y que sería mejor que fueran a ver al señor Smith, el supervisor, porque aquello no podía continuar así. No estaban cumpliendo el trabajo estipulado.

Todo había sido terriblemente sórdido, pero cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que, lejos de ser una desgracia, haber dejado el Departamento de Carreteras era de hecho un verdadero paso hacia adelante. Después de todo no se trataba de un trabajo interesante; en un principio había pensado que tendría posibilidades de viajar, pero no fue así.

Finalmente decidió que más tarde iría al pub. Aquel día debía celebrarlo. Y por dos razones, se recordó a sí mismo. No es que se tratara de algo muy especial, de hecho si uno se ponía a pensarlo no era nada que realmente valiera la pena ser celebrado, pero hoy, veintiocho de junio, era el día de su cumpleaños.

Se detuvo, frente a un coche, naturalmente, y observó su reflejo en el escaparate de una tienda. Era alto y delgado. Tenía el cabello algo largo, lacio y de color negro, el cual no se lavaba muy a menudo. Le sobresalía por debajo de su casco protector rojo en mechones encrespados. Los pantalones le quedaban ligeramente cortos, dejando al descubierto sus calcetines de nilón púrpura y sus botas manchadas de alquitrán. Su camisa modelo Paisley no combinaba demasiado bien con el jersey gris de Marks & Spencer que llevaba puesto a modo de chaqueta, y sabía que tenía las uñas de sus manos sucias. Pero después de todo era un buen disfraz, se dijo a sí mismo. Los Grandes Guerreros no desean llamar mucho la atención cuando están planeando escapar del periodo de castigo impuesto durante la guerra final.

Una muchacha que estaba vistiendo maniquíes con ropa interior femenina del otro lado del escaparate en el cual Steven se examinaba le dirigió una mirada suspicaz y reprobatoria que él captó justo a tiempo. Recién entonces reparó en las modelos a medio vestir y rápidamente se echó a andar, no sin antes hacer una profunda respiración al amparo del coche aparcado.

—Feliz cumpleaños —se dijo a sí mismo, para luego llevarse precipitadamente una mano a la boca y mirar a su alrededor. ¿Pero qué estabadiciendo?

Ajedrez unidimensional

Quiss se detuvo cerca de la ventana más elevada de la escalera en espiral. A pesar del tamaño, de su estructura fornida y de una aparente fortaleza de los músculos, su viejo cuerpo no conservaba un buen estado físico, y tampoco se mantenía demasiado caliente. El aire frío del castillo le hacía exhalar vapor por la boca mientras intentaba recobrar el aliento. En la escalera de la torre no había iluminación, y la única luz provenía de un ventanuco abierto ubicado justo en donde los sinuosos escalones daban la vuelta. Las nubes de vapor producidas por su respiración eran visibles gracias a la luz que llegaba desde arriba, para luego desaparecer lentamente empujadas por una corriente de aire proveniente de la misma fuente. Se preguntó si Ajayi ya habría terminado la partida.

Probablemente no. Mujeres embusteras. Lanzando un suspiro continuó subiendo las escaleras, sujetándose con sus manos a la gruesa y congelada cuerda asegurada en la pared, una concesión hecha por el castillo a su antiguo pedido de un asidero para no resbalar en los escalones generalmente cubiertos de hielo.

Ajayi aún continuaba en el cuarto de los juegos, acurrucada sobre la pequeña mesa con su abrigo de piel, semejante a un enorme oso, sentada encima de un banquillo oculto por las pieles y las vestimentas que le suavizaban sus avejentadas facciones. No reparó en Quiss cuando éste apareció —jadeando intensamente— al pie de las escaleras e hizo su entrada en el cuarto débilmente iluminado. Recién pareció darse cuenta de su presencia cuando el hombre se acercó hasta su silla y estuvo frente a ella, al otro lado de la pequeña mesa de cuatro patas con su deslustrada gema roja en el centro. Ajayi sonrió y asintió con la cabeza, tal vez al hombre, tal vez a la tenue y oscilante franja de casillas que parecía estar suspendida en el aire encima de la pequeña mesa circular.

La tenue franja de casillas —alternando el blanco y el negro, como diminutas tejas separadas por sombra y niebla— se extendía sobre la mesa, a través del aire, hasta desaparecer en las lejanas paredes laterales del amplio cuarto de juegos, por encima de pizarras caídas y más allá de las columnas de hierro forjado herrumbradas. La lisa hilera de casillas titiló ligeramente, lo suficiente como para revelar que era una proyección, nada real; pero aunque era manifiesto que la franja de casillas no era otra cosa que una imagen, en su superficie se apoyaban no era otra cosa que una imagen, en su superficie se apoyaban unas piezas de ajedrez hechas de madera blanca y negra aparentemente sólidas y reales, las cuales se hallaban distribuidas sobre aquella extraña franja al igual que centinelas en un muro fronterizo escaqueado.

Ajayi miró a su compañero poco a poco, mientras su arrugado y viejo rostro se iba contrayendo en una sonrisa. Quiss se quedó observándola. Quizá había en ella algo de reptil, pensó. Quizá con el frío se aletargaba. Como si él ya no tuviera demasiados problemas.

—¿Y bien? —dijo la vieja.

—¿Y bien qué? —dijo Quiss, aún sin haber recobrado el aliento luego de subir las escaleras desde las plantas inferiores del castillo. ¿Por qué le hacía preguntas a él? Era él quien tenía que formularlas. ¿Por qué todavía no había terminado la partida? ¿Por qué razón continuaba allí sentada observando el tablero?

—¿Qué fue lo que dijeron? —preguntó pacientemente Ajayi, esbozando una leve sonrisa.

—Oh —dijo Quiss, sacudiendo rápidamente su gran cabeza barbada como si todo el asunto fuera de muy poca importancia para ser mencionado—, dijeron que ya verían lo que se podía hacer. Yo les dije que si en breve no teníamos aquí arriba más luz y calefacción volvería a despedazar a unos cuantos de ellos, después de lo cual comenzaron a comportarse estúpidamente, y de todas formas se olvidarán pronto de ello; siempre ha sido así.

—¿Quieres decir que no has visto al senescal en persona? —dijo Ajayi. Parecía decepcionada, y en su frente se formó una pequeña arruga.

—No. Dijeron que estaba ocupado. Tan sólo vi a los pequeños bastardos. —Quiss se sentó pesadamente en su diminuta silla, envolviéndose con más pieles para calentarse. Contempló tristemente la brillante franja que flotaba en el aire por encima de la mesilla. En el centro de su superficie exquisitamente tallada, la gema, cuyo color era el de la sangre, resplandecía como algo ardiente.

Ajayi señaló una de las piezas del ajedrez —una reina negra— y dijo:

—Vaya, me parece que eres un poco brusco con ellos. De esa forma no conseguirás nada. A propósito, creo que es jaque mate.

—No te imaginas… —comenzó a decir Quiss, pero se detuvo con un sobresalto al tomar conciencia de la última frase de su adversaria. Frunciendo seriamente el entrecejo, escudriñó la estrecha línea de espacios blancos y negros que se hallaban suspendidos en el aire delante de sus ojos—. ¿Qué? —dijo.

—Jaque mate —volvió a decir Ajayi, con su voz ligeramente cascada e irregular—. Eso creo.

—¿Dónde? —dijo Quiss con indignación, acomodándose en su silla con una sonrisa que tanto podía expresar enfado como alivio—. Eso es simplemente un jaque; ya me escaparé de él. Mira. —Inclinándose rápidamente hacia adelante cogió un alfil blanco y lo colocó en una casilla negra más distante, justo en frente de su rey. Ajayi sonrió moviendo la cabeza; llevó su mano hacia un costado de la brillante franja de casillas proyectada y pareció buscar torpemente algo invisible en el aire. Sobre la superficie del extremadamente estrecho tablero apareció un caballo negro, como si hubiera salido desde las profundas sombras. Quiss inspiró para decir algo, pero luego se contuvo.

—Lo siento —dijo Ajayi—, pero es mate. —Lo dijo de un modo tranquilo, aunque a continuación deseó no haber abierto la boca. Se enfadó consigo misma, pero Quiss se hallaba demasiado absorto contemplando el tablero —buscando desesperadamente por todas partes piezas inexistentes que le fueran útiles— para percatarse de lo que ella había dicho.

Ajayi se echó hacia atrás en su banquillo desperezándose. Estiró ambos brazos a los costados y arqueó el espinazo, preguntándose al mismo tiempo de una manera vaga por qué había sido necesario o relevante darles semejantes cuerpos envejecidos. Tal vez para que tuvieran siempre presente la noción del paso del tiempo, de la mera mortalidad. Si así era, entonces se trataba de una medida redundante, incluso en aquel extraño y particular lugar, incluso dada su curiosa y gélida condición (mientras el castillo siguiera congelado, también ellos lo estarían; mientras el castillo continuara desmoronándose pero ellos permanecieran en su estasis, también sus esperanzas y sus posibilidades disminuirían). Se levantó tiesamente de la mesa dirigiéndole una última mirada a la figura del hombre que intentaba encontrar una salida a su situación irremediable, y luego se alejó lentamente, cojeando un poco, a través del agrietado suelo de cristal del cuarto hasta llegar al cortante frío del balcón.

Se recostó flojamente contra un pilar rectangular en el centro de la fila de pilares que separaban el cuarto de la terraza y fijó su vista en el blanco paisaje.

Una llanura cubierta de nieve se extendía hacia el infinito, en donde tan sólo los débiles vestigios de luz revelaban alguna variación en aquel territorio casi del todo estéril. A su derecha, Ajayi sabía que si se asomaba fuera del balcón (lo cual no le gustaba hacer debido a que le tenía un poco de miedo a las alturas), le sería posible ver la cantera y el principio de la delgada y empequeñecida cadena de colinas, también cubiertas de nieve y sin árboles. No se molestó en asomar la cabeza. No tenía ningún interés particular en ver las colinas o la cantera.

—¡Aaah! —exclamó Quiss a sus espaldas, dándole a ella el tiempo necesario para girarse y ver cómo su brazo barría la superficie del tenue y artificial tablero en un gesto que denotaba ira y frustración. Las piezas de ajedrez se desparramaron por todas partes, pero tan pronto caían por debajo del nivel del tablero desaparecían con un centelleo, como si fuesen a parar debajo de un tablón invisible. Todas menos un par de caballos, los cuales se desvanecieron en el mismo instante de perder el contacto con el tablero. Después de titilar durante unos segundos el tablero también comenzó a desvanecerse gradualmente hasta desaparecer del todo dejando a Quiss enfurecido contemplando desde su asiento la pequeña mesa de madera. El débil destello proveniente de la gema que había en el centro de su superficie afiligranada se obscureció hasta apagarse por completo.

Ajayi alzó las cejas, esperando que el hombre la mirase, pero no lo hizo; continuó sentado, con el torso adelantado, un codo sobre su rodilla, el barbado mentón apoyado sobre la otra mano.

—Jodidos y estúpidos caballos —dijo finalmente, mirando malhumorado a la mesa.

—Bien —dijo Ajayi, alejándose de la entrada abierta del balcón mientras se levantaba una ligera brisa que hizo volar alrededor de sus botas una pequeña ráfaga de nieve—, al menos la partida ha terminado.

—Pensé que se trataba de un ahogo del rey —Quiss parecía hablarle a la mesa y no a su adversaria—. Teníamos un acuerdo.

—De esta manera hemos acabado más pronto. —Ajayi se sentó en el banquillo al otro lado de la mesa. La luz del techo osciló sobre la madera tallada que Quiss observaba con fijeza. Ajayi contempló a su compañero a través de la semipenumbra. Quiss tenía una cara ancha de tez obscura, cubierta con pelos moteados de color negro y blanco. Sus ojos se veían pequeños y amarillos, insertados en un trazo de líneas profundas que parecían irradiarse de sus ojos como ondas en las inmóviles aguas de una diminuta piscina. Quiss siguió sin prestarle atención, así que ella se dedicó a inspeccionar el cuarto, moviendo la cabeza lenta y resignadamente.

Era un espacio largo, amplio y muy obscuro, con muchos pilares. Casi toda la luz provenía de la abertura del balcón. Debería haber estado iluminado desde arriba y abajo, pero de hecho esto no pasaba, y fue en parte por esta razón, y también porque hacía más frío de lo normal, por lo que Quiss había ido en busca una hora atrás de alguno de los ayudantes del castillo. Se suponía que les pediría cortésmente que aumentasen la calefacción en su nivel, pero basándose en sus palabras, Ajayi sospechaba que otra vez había actuado de un modo brusco y amenazador. Tendría que haber ido ella, pero su pierna nuevamente estaba rígida e inflamada y dudaba de haber podido con las escaleras.

Observó el cielo raso, en donde una de las numerosas y extrañas columnas se insertaba en el opaco y grueso vidrio verde. Una forma solitaria, que difundía una luz lechosa, se movió sinuosamente por encima de su cabeza en las frías y lóbregas aguas.

Una de las muchas peculiaridades del castillo era que la iluminación interior provenía de varias especies de peces luminiscentes.

—¿Dónde está la campana? —dijo repentinamente Quiss, enderezándose en el asiento y mirando a su alrededor. Se incorporó lo más rápido que le permitieron las gruesas pieles y sus músculos achacosos, apartó de un puntapié algunos trozos de pizarra y un par de libros que se esparcieron por el suelo transparente, yendo a inspeccionar un pilar que se hallaba a pocos metros de distancia—. Otra vez la han cambiado de sitio —refunfuñó. Luego se dirigió a mirar en otros pilares y columnas cercanas, arrastrando las botas sobre el pavimento de losas de cristal—. Ajá —dijo, desde las profundidades del cuarto, casi fuera del alance de la vista, no muy lejos de la angosta escalera de caracol por la cual había subido hacía unos minutos. Mientras Quiss tiraba del cordón del timbre Ajayi oyó un lejano chirrido.

La mujer recogió del suelo un pequeño y delgado trozo de pizarra que encontró junto a la base de un pilar cercano. Lo examinó de ambos lados, tratando de comprender las curiosas marcas garabateadas sobre su superficie negra y verde, preguntándose en vano de qué parte de las paredes se habría desprendido. Al mismo tiempo se friccionó la espalda; inclinarse le había producido dolor.

Quiss se acercó pasando junto a otra pequeña mesa, si bien más alta, situada en el extremo opuesto del cuarto, sobre la cual descansaba una palangana de hojalata con un par de tazas sucias y algunos vasos rajados debajo de un grifo goteante. El grifo estaba unido a un caño ligeramente torcido que salía de una pared aparentemente hecha de papel comprimido de modo muy compacto. Quiss se sirvió un vaso de agua y se lo bebió.

De vuelta en la mesa de juegos se sentó en su silla de respaldo recto y comenzó a mirar fijamente a Ajayi, quien dejó a un lado el trozo de pizarra que estaba examinando.

—Desde luego la maldita cosa no debe estar funcionando —dijo Quiss con voz áspera. Ajayi no le hizo caso. Tiró de sus pieles para abrigarse mejor. El viento gemía a través del ventanal del balcón.

El castillo tenía dos nombres, como correspondía a su doble propiedad. Quiss llamaba a su parte Castillo Puertas, y Ajayi a la suya Castillo Legado. Ninguno de los dos nombres poseía un significado concreto. Hasta donde ellos sabían, era la única cosa que existía en aquel lugar, dondequiera que «aquel lugar» estuviese. Todo lo demás era nieve; la planicie blanca.

Habían estado allí… no sabían cuanto tiempo. Quiss apareció primero, y al cabo de un periodo, cuando se dio cuenta de que allí no existía ni el día ni la noche sino tan sólo una luz sin brillo, monótona, siempre presente al otro lado de las ventanas, comenzó a contar el número de veces que dormía. Llevaba el registro con unas muescas que hacía en el suelo de una pequeña celda, su dormitorio, ubicada en un corredor fuera del cuarto de juegos. Actualmente había en el suelo de vidrio cerca de quinientas muescas.

Ajayi llegó, aparentemente fue depositada una noche sobre uno de los altos y planos techos salpicados de grava del castillo, cuando Quiss llevaba hechas ochenta y tres muescas. Aquel «día» se dieron de cara uno con otro, y estuvieron encantados de encontrarse. Quiss no había tenido otra compañía que la de los tímidos y diminutos ayudantes del castillo, y a Ajayi le complació hallar a alguien que supiera orientarse en el gélido y amenazante fragmento de roca, hierro, vidrio, pizarra y papel que era el castillo.

Al cabo de poco tiempo descubrieron que habían pertenecido a bandos distintos en las Guerras Terapéuticas, pero aquello no originó muchos roces. Ambos conocían este sitio de oídas, y sabían la razón por la que estaban allí. Tenían conciencia de lo que habían hecho y sabían lo difícil que sería escapar; sabían que se precisaban mutuamente.

Ambos habían sido Promocionarios en sus respectivos bandos durante las Guerras (las cuales no fueron, naturalmente, entre el Bien y el Mal, como siempre han asumido los no combatientes de todas las especies, sino entre la Banalidad y el Interés), y cuando terminaron su instrucción y adoctrinamiento se depositó en ellos mucha confianza; pero los dos cometieron una torpeza, algo que puso en tela de juicio su capacidad para un rango elevado, y ahora se hallaban en este lugar, en el castillo, con un problema que resolver y partidas que jugar, siendo aquella su última oportunidad; una probabilidad remota, un largo proceso de apelación.

Y en un paisaje remoto.

¿Qué extraño arquitecto había diseñado aquel lugar? Una pregunta que Ajayi se hacía de cuando en cuando. El castillo, que se alzaba sobre la planicie desde el único afloramiento de roca, estaba construido principalmente de libros. Las paredes eran casi todas de pizarra, aparentemente roca cristalizada en estado normal producida por un proceso físico corriente de sedimentación aluvial. Pero si se desprendía un pedazo de pizarra de las paredes del castillo —algo muy fácil, dado que el castillo se derrumbaba lentamente— y se lo abría por la mitad, cada cara revelaba una serie de cortes o trazos tallados, dispuestos en renglones y columnas, y completados por lo que parecían ser pausas y signos de puntuación. Quiss demolió una buena parte del castillo cuando descubrió esto, reacio a creer que las piedras, cada una de ellas, que todos los miles de metros cúbicos que conformaban al castillo, todos aquellos kilotones de roca estuviesen en realidad saturados, repletos de ocultas e indescifrables inscripciones. La hábil brigada de albañiles y constructores del castillo todavía continuaba reparando los daños que había ocasionado el viejo al desprender paredes enteras en su afán por probar que esos glifos ocultos eran aberraciones aisladas, y no —como indudablemente lo eran— algo ubicuo. Esto originó muchas quejas y protestas, ya que los albañiles consideraban que ya tenían bastante con librar una batalla perdida contra el acelerado deterioro del castillo para que encima los invitados les añadiesen más trabajo.

—¿Habéis llamado? —dijo una voz insignificante y quebrada. Ajayi dirigió la vista hacia la abertura de la escalera de caracol esperando ver a un ayudante, pero la voz había provenido de detrás suyo, y pudo observar cómo el rostro de Quiss comenzaba a enrojecerse, sus ojos muy abiertos, las arrugas a su alrededor dilatadas al máximo.

—¡Lárgate! —exclamó por encima del hombro de Ajayi en dirección al balcón. La mujer se giró y vio que el cuervo rojo se hallaba situado en la balaustrada, agitando sus alas como un hombre que trata de entrar en calor, observándoles con la cabeza inclinada hacia un lado. Uno de sus brillantes ojos, parecido a un pequeño botón negro, les miraba con fijeza.

—¿Así que hemos abandonado la partida? —graznó el cuervo rojo—. Podría haberos dicho que la Defensa Silesiana no funcionaba en el Ajedrez Unidimensional. ¿En dónde habéis aprendido a…?

Quiss se levantó dando un traspiés que casi le hace caer, y cogiendo del suelo un trozo de pizarra suelto se lo arrojó al cuervo rojo, el cual con un chillido esquivó el objeto y se alejó volando a través del frío y diáfano espacio que se extendía debajo del balcón, su último graznido resonando al igual que una breve carcajada. El trozo de pizarra se perdió detrás del ave, imitando pesadamente su vuelo.

—¡Peste! —dijo Quiss con desprecio, y luego volvió a sentarse en su asiento.

Los cuervos y grajos que habitaban en las altas y deterioradas torres del castillo podían hablar; se les habían dado las voces de los respectivos rivales, amantes infieles y odiados superiores de Quiss y Ajayi. Aparecían de vez en cuando provocando a la vieja pareja con burlas, recordándoles sus vidas pasadas y los fracasos o errores por los que estaban en el castillo (aunque jamás entraban en detalles; ni Quiss ni Ajayi sabían lo que había hecho el otro para merecer estar allí. Ajayi sugirió un día que intercambiasen sus historias, pero Quiss puso reparos). El cuervo rojo era el más malicioso y sarcástico, y provocaba con igual eficiencia a cualquiera de los dos viejos. Quiss era el que se enfurecía con mayor facilidad, por lo cual tendía a padecer más que su compañera los insultos del ave. En ocasiones temblaba tanto a causa de la ira como del frío.

Hacía frío porque algo se había estropeado en la sala de calderas del castillo. El sistema de calefacción perdía su potencia y precisaba reparación. Se suponía que debía circular agua caliente por debajo y por encima de cada piso. En el cuarto de juegos, sostenido por pilares de hierro y pizarra, el bajo cielo raso de vidrio se apoyaba sobre una tracería de vigas de hierro. Dentro del vidrio había agua, cerca de medio metro de agua salada ligeramente turbia que las calderas se suponía debían mantener caliente. Lo mismo sucedía debajo del vidrio del suelo; otro medio metro de agua gorgoteaba debajo de su transparente y raspada superficie entre los pedestales de color pizarroso que soportaban a las columnas. Alargadas burbujas de aire de aspecto gelatinoso se movían como pálidas amebas debajo del falso hielo que simulaba ser el cristal.

En el agua salada vivían peces luminosos. Se desplazaban a través de las suaves corrientes del agua como largas y elásticas tiras fosforescentes, bañando las habitaciones, corredores y torres del castillo con una penetrante luz que a veces hacía difícil calcular las distancias y otorgaba al ambiente una especie de aspecto brumoso. Al llegar Ajayi por primera vez el cuarto de juegos mantenía una temperatura agradable gracias al cálido líquido que circulaba por arriba y por abajo, así como también una placentera luz debida a los peces. En aquel entonces el peculiar sistema parecía funcionar.

Pero ahora algo no funcionaba correctamente, y casi todos los peces se habían desplazado hacia los niveles inferiores del castillo en donde el agua aún se conservaba caliente. Todas las veces que Quiss interrogó al encapado senescal en las cocinas del castillo acerca de lo que sucedía y qué pensaba hacer al respecto, éste le había mirado ceñudamente; se excusaba de mal humor y comenzaba a hablarle sobre los efectos corrosivos del agua salada en las cañerías y de lo difícil que era conseguir cualquier clase de materiales en aquellos días —¿Qué días? Quiss perdía la calma. ¿No era que allí tenían un solo día, o quizás había más pero sencillamente eran muy largos? En respuesta el senescal se retiraba en silencio volviendo a ocultar su enjuto rostro en la capucha de su capa negra, dejando al corpulento humano temblando en su sitio de rabia impotente.

El tiempo era otro problema en el Castillo Puertas. Cuanto más se acercaba uno a un reloj más rápido pasaba. Si por el contrario uno se mantenía alejado, el tiempo no sólo parecía detenerse sino que se atrasaba. Los relojes en el castillo estaban parados, y también funcionaban erráticamente, unas veces más rápido, otras más lentamente. En las cálidas profundidades del castillo había enterrado un gran mecanismo de reloj, una especie de vasto montaje de engranajes y chirriantes ruedas dentadas que hacía funcionar las esferas de todos los relojes de aquella ruinosa bóveda. La energía era transmitida mediante unas varas giratorias ocultas en las paredes desde el sistema central hasta las esferas, retumbando en algunas partes, rechinando en otras, y siempre goteando aceite en forma ubicua.

El aceite se mezclaba con el agua salada caliente que se filtraba en diversos puntos de los techos, y ésta era una de las razones por la que ellos pidieron que se instalara un asidero en la estrecha escalera de caracol. El olor del aceite y del agua salobre impregnaba el castillo, haciendo que Ajayi pensara en viejos puertos y barcos.

Por qué el tiempo tenía que pasar más de prisa cuando uno se acercaba a un reloj era para los dos algo inexplicable, y ninguno de los camareros y ayudantes del castillo tampoco lo sabían. Quiss y Ajayi llevaron a cabo experimentos, utilizando velas idénticas encendidas al mismo tiempo, una muy cerca de la esfera de un reloj, la otra junto a ellos en medio de la habitación; la vela puesta junto al reloj se consumía dos veces más rápido. Formularon algunas ideas vagas acerca de la posibilidad de emplear este efecto para acortar el tiempo percibido que les llevaba jugar las partidas impuestas, pero los relojes del castillo, o tal vez el mismo castillo, parecían reacios a cooperar. Si se acercaba la mesa a un reloj, ésta dejaba de funcionar; la gema roja del centro se apagaba, la proyección del tablero y de las piezas desaparecía. A esto se añadía el hecho de la irregularidad de los relojes; a menudo trabajaban más despacio, por lo que si uno se acercaba a ellos el tiempo pasaba mucho más lentamente.

Cualquier cosa que estuviera afectando la velocidad del tiempo parecía obedecer a una ley opuesta a la exactitud, fenómeno que aparentemente emitían las esferas de todos los relojes, mientras que a la vez del inmenso mecanismo central, oculto en alguno de los muchos niveles inferiores del castillo, parecía emanar una especie de efecto más generalizado, haciendo que abajo todo sucediera de un modo más rápido.

Las caóticas cocinas, en donde el senescal tenía su despacho y continuamente se preparaban grandes cantidades de comida en la mayor confusión, bulla y temperatura alta, parecían ser el sitio más afectado de todos. Mientras esperaban sentados, Ajayi podía percibir el olor de la comida impregnado en el raído abrigo de pieles de Quiss.

—Ah, conque aquí están —dijo una voz insignificante.

Ajayi miró, Quiss giró la cabeza, y ambos vieron al pie de la escalera de caracol a uno de los ayudantes. Era bajo de estatura, aproximadamente la mitad de cualquiera de los dos humanos. Vestía una especie de sotana gris mugrienta anudada a la cintura con una cuerda roja. La sotana tenía una delgada capucha, sujeta a la cabeza del ayudante por lo que parecía ser el ala de un viejo y desgastado sombrero rojo; el ayudante la llevaba puesta a presión sobre su cabeza, y la parte de arriba de la capucha dejaba ver lo que tendría que haber sido la copa del sombrero. El rostro del ayudante estaba tapado con una máscara de papier mâché, usada por todos los ayudantes y camareros. La expresión de la máscara era de una desolada tristeza.

—Vaya, mejor tarde que nunca —dijo Quiss con un gruñido.

—Lo siento terriblemente —chilló el ayudante, acercándose con torpeza. Debajo del dobladillo de su sotana revolotearon unas diminutas botas rojas muy lustrosas. Se detuvo cerca de la mesa e hizo una reverencia, escondiendo sus pequeñas manos enguantadas dentro de los puños de su vestidura—. Oh, bien, veo que habéis terminado la partida. ¿Quién ganó?

—No importa quién ganó —vociferó Quiss—. Sabes para qué te hemos llamado ¿no es así?

—Sí, sí, creo que sí. —El ayudante asintió con la cabeza, su voz aguda no del todo segura como sus palabras—. ¿Tenéis una respuesta, no? —Alzó ligeramente sus hombros, o inclinó un poco la cabeza, como temiendo ser golpeado si su suposición era incorrecta.

—Sí, tenemos una respuesta —dijo sarcásticamente Quiss. Luego lanzó una mirada a Ajayi, quien sonriéndole hizo un ademán en dirección al pequeño ayudante. Aclarándose la garganta, Quiss se inclinó hacia la menuda figura, la cual le rehuyó aunque en realidad sin retroceder—. Bien —dijo Quiss—, la respuesta a la pregunta es la siguiente: «En un mismo universo ambos no tienen cabida». ¿Entendido?

—Sí —asintió el ayudante—, sí, creo que lo he entendido: «En un mismo universo ambos no tienen cabida». Muy bien. Muy lógica. Me da la impresión de ser la correcta. Eso es lo que yo creo. Me da la impresión…

—No nos interesa tu opinión —le interrumpió Quiss, mostrando sus dientes y acercándose aún más al pequeño ayudante, quien volvió a retraerse tan marcadamente que Ajayi creyó que perdería el equilibrio y se caería de espaldas—. Tan sólo cumple con tu tarea, y a ver si logramos salir de este inmundo lugar.

—Sí, se hará como usted diga, así se hará —dijo la menuda figura, en parte asintiendo con la cabeza, en parte haciendo una reverencia, mientras retrocedía hacia la escalera de caracol. Tropezó con un libro y casi se precipita contra el suelo, pero consiguió mantenerse en equilibrio. Luego dio media vuelta y desapareció en la obscuridad. Los dos oyeron a lo lejos el chapoteo de sus pasos.

—Hmm —dijo Ajayi—. Me pregunto qué hace, hacia dónde se dirige.

—A quién le importa mientras la respuesta sea correcta —dijo Quiss, sacudiendo su cabeza y rascándose el mentón. Luego se giró para volver a mirar el vano de las escaleras envuelto en penumbras—. Apuesto a que el pequeño idiota se olvida.

—Oh, yo no estaría tan segura.

—Pues, yo sí. Quizá deberíamos seguirle. Descubrir hacia donde se dirige. Tal vez pudiéramos poner en cortocircuito todo este ridículo proceso. —Se volvió hacia Ajayi mirándola de un modo especulativo. La mujer frunció el entrecejo y dijo:

—A mí no me parece que ésa sea una buena idea.

—Es probable que la cosa resulte mucho más simple de lo que pensamos.

—¿Quieres que apostemos algo? —dijo Ajayi.

Quiss abrió la boca para hablar, pero luego se arrepintió. En cambio se aclaró la garganta, y con un dedo regordete y medio amarillento siguió el trazo de algunos de los motivos tallados en la superficie de la pequeña mesa que les separaba a ambos.

—Podríamos preguntárselo a uno de ellos. Pregúntaselo al ayudante cuando regrese; espera a ver qué dice. Tal vez nos aclare alguna cosa.

—Si ésa es la respuesta correcta, no tendríamos por qué preguntarle nada —dijo Quiss, mirando a la vieja—. Recuerda que esta vez has contestado tú.

—Lo recuerdo —dijo Ajayi—. La próxima te corresponderá a ti, si es que ésta no es correcta, pero así es como acordamos que se haría; ha sido tan sólo una cuestión de azar que me tocase el primer turno. Así es como acordamos hacerlo, ¿recuerdas?

—Eso también fue idea tuya —dijo Quiss sin mirarla, bajando la vista para observar cómo su dedo se movía entre los motivos tallados sobre la mesa.

—Te pido que no comiences con recriminaciones —dijo Ajayi.

—No lo haré. —Con los ojos muy abiertos, Quiss retiró sus manos y el tono de queja de su voz repentinamente aguda le hizo recordar a Ajayi a un adolescente—. Pasará mucho tiempo antes de que volvamos a tener una oportunidad como ésta, ¿lo has pensado?

—Así es como han sido dispuestas las cosas —dijo Ajayi—, yo no tengo la culpa de eso.

—¿Acaso he dicho que tuvieras la culpa de algo? —dijo Quiss.

Ajayi se reclinó en su asiento, volviendo a colocarse los guantes. Observó con desconfianza al hombre sentado del otro lado de la mesa.

—Pues entonces de acuerdo —dijo.

Les había llevado casi doscientos cincuenta días de los contados por Quiss descubrir el modo de salir. Tenían que responder a una sola pregunta. Pero primero debían jugar a una serie de extraños juegos, aprendiendo a su vez las reglas de cada uno, y llegar a concluirlos sin hacer trampas ni confabulaciones. Al finalizar cada juego tenían una oportunidad y tan sólo una posibilidad para resolver el acertijo que se les planteaba. Éste era su primer juego, y el primer intento de responder a la pregunta. El Ajedrez Unidimensional no resultó tan difícil una vez que aprendieron las reglas, y ahora su primera respuesta era conducida o transmitida o procesada —qué más daba— por el pequeño ayudante de las diminutas botas rojas.

La pregunta que habían tenido que responder era muy simple, y el senescal les dijo que a él se le había informado que se trataba de una pregunta empírica, no una meramente teórica, aunque también agregó que encontraba esto un poco difícil de creer, al igual que los misteriosos poderes que generaban las Guerras no eran capaces de controlar semejantes absolutos… La pregunta era la siguiente: ¿Qué sucede cuando una fuerza imparable se encuentra con un objeto inmóvil?

Así de simple. Nada más complicado o abstruso. Tan sólo eso. Ajayi pensó que se trataba de una broma, pero hasta aquel momento todos los habitantes del castillo, todos los ayudantes y camareros, un par de personajes secundarios que habían descubierto, el mismo senescal, e incluso los siempre jocosos cuervos y grajos que infestaban las derruidas plantas superiores trataban la cuestión con suma seriedad. Aquél era en realidad el acertijo, y si su respuesta era correcta podrían escapar del castillo, dejar para siempre aquel limbo para volver nuevamente a sus puestos y obligaciones en las Guerras Terapéuticas con la deuda saldada.

O si no, podían matarse. Ésta era la alternativa de la cual no se hablaba (al menos nadie hablaba de ella salvo el cuervo rojo, quien jovialmente sacaba el tema a cada tercera o cuarta visita), era la manera fácil de salir de allí. Desde el balcón del cuarto de juegos había una gran caída; el boticario del castillo poseía un buen número de venenos y pócimas letales; existían una o dos puertas traseras por donde era posible salir del castillo, y un estrecho sendero a través de las escarpadas rocas y de la mampostería desprendida que rodeaban su orlada base como si fuesen guijarros, y después una larga y fría caminata por el nevado silencio…

En ocasiones Ajayi se planteaba esta salida; no le parecía atractiva al momento, sino para cuando —si así era— ya no hubiera ninguna esperanza, en algún tiempo futuro. No obstante, se le hacía difícil imaginarse en un punto tal de desesperación. Tendría que pasar mucho más tiempo, ella tendría que estar muy hastiada de su viejo y helado cuerpo antes de que el suicidio se convirtiese en una alternativa a tomar en cuenta. Por otra parte, si ella se iba, Quiss quedaría abandonado. La autodestrucción de cualquiera de los dos significaba el final de los juegos. El que se quedaba no podía jugar sólo ni encontrar a alguien con quien jugar, y si no había una continuidad en los juegos tampoco era posible responder al acertijo.

—Eh… con su permiso… —Ambos se giraron hacia la escalera de caracol, desde cuya obscuridad les espiaba el menudo ayudante con casi todo su cuerpo escondido detrás de la pared curva.

—¿Y bien? —dijo Quiss.

—Eh… lamento… —dijo el ayudante con una voz insignificante.

—¿Qué? —gritó Quiss, subiendo el tono de su voz. Ajayi respiró hondo y volvió a sentarse en su banquillo. Ella lo había oído. Pensó que Quiss también lo había oído pero que no quería admitirlo—. ¡Habla alto, desgraciado! —rugió Quiss.

—Ésa no era —dijo el ayudante, de pie en el vano de la escalera. Aún continuaba hablando bajo; Ajayi se descubrió a sí misma intentando captar sus palabras—, ésa no era la respuesta correcta. En realidad lo…

—¡Mentiroso! —temblando de furia, Quiss se levantó de su silla. El ayudante desapareció pegando un chillido. Ajayi lanzó un suspiro. Miró a Quiss, quien se hallaba de pie, con los puños apretados, y la vista fija en el distante y vacío vano de la escalera. Después se giró hacia ella, haciendo revolotear a su alrededor las tiras de piel de su abrigo—. ¡Tu respuesta, señora —le gritó—, tu respuesta; no lo olvides!

—Quiss —comenzó a decir ella con voz calma. El hombre sacudió su cabeza, y dándole un puntapié a la pequeña silla sobre la cual había estado sentado, se marchó por el corto pasillo hacia sus habitaciones. Antes de abandonar el cuarto de juegos, se detuvo ante una de las paredes laterales, cuya estructura de pizarra se hallaba cubierta de papel corriente y libros de cartón: el insatisfactorio trabajo de aislamiento realizado por los albañiles. Quiss se lanzó contra la pared, arrancando los descoloridos y amarillentos volúmenes y arrojándolos detrás suyo al igual que un perro que cava un hoyo en la arena, vociferando incoherentemente mientras daba terribles manotazos con los cuales dejaba sin revestimiento a la pizarra verde y negra, rasgando las páginas de los libros, que caían a sus espaldas sobre el sucio suelo de cristal como si fuesen nieve tiznada.

Quiss se marchó hecho un huracán dejando sola a Ajayi, quien a lo lejos oyó un portazo. Se acercó hasta donde se encontraban esparcidos por el suelo los libros arrancados violentamente, removiéndolos con la punta de su bota. Creyó conocer algunas de las lenguas (era difícil asegurarlo con aquella mortecina luz, y ella se hallaba demasiado tiesa como para agacharse), pero otros no le resultaron familiares.

Ella dejó las páginas en donde estaban, esparcidas por el obscuro suelo como copos unidimensionales, y volvió a situarse junto a la ventaja del balcón.

Sobre la interminable y monótona planicie blanca volaban en contraste una bandada de pájaros negros. El mismo cielo se veía deprimido, sin perspectivas, gris, e inalterable.

—¿Y ahora qué? —se preguntó en voz baja. Tuvo un escalofrío y se estrechó fuertemente con sus brazos. Su cabello corto se negaba a seguir creciendo y su abrigo de pieles no tenía capucha. Tenía las orejas heladas. Lo que venía a continuación ellos ya lo sabían porque se lo había dicho el senescal, y era algo llamado Estratego Abierto. Dios sabe cuánto tiempo les llevaría aprender eso y jugarlo, suponiendo que a Quiss le pasase el malhumor. El senescal había murmurado algo acerca de que el próximo juego era lo más parecido a las mismas Guerras, lo cual intranquilizó a Ajayi desde un principio. Eso daba la impresión de ser terriblemente complejo, y a largo plazo.

Ella le había preguntado al senescal de dónde provenían las ideas para aquellos extraños juegos. Él respondió que de un sitio elegido por el Súbdito del castillo, y había insinuado, o eso le pareció a ella, que existía otro modo de llegar a este sitio, pero rehusó dar mayores detalles. Ajayi trataba de cultivar el trato con el senescal (cuando su pierna inflamada y su espalda tiesa le permitían bajar hasta los niveles del sótano que era donde usualmente solía estar) en vista de que Quiss se había propuesto intimidarlo desde el principio. Cuando el hombre se presentó por primera vez trató de sonsacarle información sobre cómo evitar a uno de los camareros. Naturalmente no funcionó, logrando tan sólo atemorizar a los demás.

Ajayi sintió que le sonaban las tripas. Se acercaba la hora de la comida. En breve aparecerían los camareros, si es que no estaban demasiado atemorizados por el malhumor de Quiss. Maldición de hombre.

Estratego Abierto, pensó, y volvió a sentir otro escalofrío.

—¡Te aggepentigás! —graznó un cuervo que pasaba volando en círculo con sus alas negras bien desplegadas, usando la voz de un antiguo y amargamente recordado amante.

—Oh, cállate —dijo ella entre dientes, y volvió a entrar.

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