En la esquina donde confluían las calles Maygood y Penton había una oficina de empleo a donde iba la gente a registrarse para cobrar el socorro a desocupados. En un letrero ponía: Puerta C apellidos A-K, Puerta D apellidos L-Z. Graham pasó por delante con la vista fija en la calle de la Media Luna; buscaba la curva de casas altas en donde vivía Sara ffitch. El estómago parecía darle vueltas, tensionado por un nerviosismo anticipado. Se sentía tembloroso y excitado; el aire, pesado y sofocante, repentinamente le pareció más penetrante. Los colores adquirieron mayor contraste, los olores (a comida, asfalto, gases de escape) se tornaron más intensos. Los edificios —casas corrientes de tres plantas estilo Victoriano, ahora en su mayor parte convertidas en apartamentos— se veían extraños, diferentes.
Su corazón comenzó a latir más rápidamente al ver una moto aparcada delante de una de las casas de la calle de la Media Luna, pero se trataba de la puerta contigua a la de Sara y además no era una BMW negra sino una Honda roja. Inspiró profundamente varias veces para tratar de aquietar su corazón. Luego levantó la vista hacia la ventana por la cual Sara a veces se asomaba, pero ella no estaba.
No obstante, Sara estará dentro, se dijo a sí mismo. No se ha marchado. Estaba allí. Y no ha cambiado de opinión.
Se acercó al interfono y pulsó el timbre de su apartamento con decisión. Aguardó unos instantes, mirando resueltamente el enrejado por donde saldría la voz de ella. En pocos segundos.
Esperó.
Puso su dedo sobre el botón y estuvo a punto de pulsarlo nuevamente, pero en el último momento dudó, sin saber si esperar un poco más o no. Tal vez ella recién se estaba despertando, o tomando una ducha; era posible. Había un montón de razones por las cuales podía estar retrasándose. Se humedeció los labios, aún con la vista fija en el enrejado. Volvió a acercar su dedo al botón con los ojos cerrados. Tampoco esta vez se atrevió a pulsar.
Había tiempo de sobra. Incluso si ella no estaba, él podía esperar; probablemente habría salido tan sólo para comprar algo con que hacer la ensalada que dijo haría para ambos.
Se preguntó si debía llamar otra vez. Estaba comenzando a sentir el estómago pesado, revuelto. Se imaginaba que alguien le miraba desde alguna de las casas situadas en la esquina de la calle Maygood en aquel momento, contemplando su espalda mientras él permanecía junto al interfono, esperando y esperando. El enrejado produjo un ligero clic. —¿Dígame? —contestó una voz sin aliento. ¡Era ella!
—Soy… —dijo él, pero las palabras se le atragantaron a causa de la sequedad de su boca. Rápidamente se aclaró la garganta—. Soy yo. Graham —¡Estaba allí, estaba allí!
—Graham, lo siento —dijo ella. Graham cerró los ojos con el corazón a punto de estallarle. Ahora le diría que había cambiado de opinión—. Estaba tomando un baño. —A continuación sonó el timbre eléctrico del interfono.
Graham se quedó mirando por unos segundos la puerta, luego el interfono y finalmente la zumbante puerta. Le dio un rápido empujón justo antes de que cesara el zumbido. La puerta se abrió de par en par y entonces Graham entró.
Unos escalones enmoquetados conducían a un apartamento en el sótano, cuya puerta estaba situado justo en frente del apartamento de la planta baja. Graham subió las escaleras; una moqueta barata pero alegre, pasamanos pintado de blanco, paredes empapeladas con un color pastel descolorido. Alguien del piso de abajo escuchaba un tema antiguo de los Beatles. Llegó al rellano de la primera planta. Las escaleras subían hasta otro apartamento, pero la puerta de la primera planta, su apartamento, se hallaba abierta. Luego de llamar entró, mirando a su alrededor con ansiedad por si aquél no fuera el apartamento de ella o la puerta se encontrase abierta por un descuido. En un cuarto a su derecha sintió correr agua. Por debajo de la puerta se filtraba luz.
—¿Graham? —dijo Sara.
—Hola —exclamó Graham. Apoyando su portafolio contra una pared, fue a cerrar la puerta que daba al rellano.
—Puedes pasar, es por la izquierda. —La voz de Sara fue absorbida por el sonido del agua corriendo. Cogiendo su portafolio, torció hacia la izquierda y se encontró con una pequeña sala desordenada en donde había un sofá, sillas, aparato de televisión, estéreo, estantes con libros y una mesita de café; en uno de los extremos, situada sobre un desnivel no mucho más elevado y separada de la parte central de la sala mediante una baranda de madera que ocupaba un tercio del espacio del área, había una cocina; encimera, fregadero y nevera, una mesa alargada, y detrás, con las cortinas corridas, cuyo encaje blanco se agitaba levemente a causa de la brisa, estaba la ventana.
Dejó su portafolio al costado del sofá. En el otro extremo había una mesilla sobre la cual se hallaba apoyado el teléfono; Graham recordó aquella vez cuando había sonado y sonado, mientras ella se escondía de los truenos debajo de la ropa de cama. Atravesó la sala en dirección a la cocina, y subiendo la pequeña plataforma revestida de linóleo se acercó al fregadero. Se lavó las manos debajo del chorro de agua fría, mojándose también un poco la frente. Luego se secó con un estropajo; no había toalla de mano. Estaba temblando.
Bajó nuevamente al área enmoquetada y se detuvo, con el corazón latiéndole aprisa, delante de las estanterías situadas detrás de la televisión. Allí vio un libro que no había leído pero cuya adaptación había visto televisada. El Restaurante del Confín del Universo era la segunda parte de una historia iniciada en La Guía del Turista por el Universo: Slater le dijo que la BBC había hecho la serie resumiendo los dos libros. Graham cogió el delgado volumen y lo hojeó buscando un trozo en particular. Lo encontró a la mitad del libro. En la escena aparecía un personaje llamado Hotblack Desiato que permanecía inanimado durante un año por cuestiones de impuestos. Desiato era el nombre de una agencia inmobiliaria en Islington, Graham había visto sus letreros; el escritor Douglas Adams debía haber vivido en la zona.
Graham volvió a dejar el libro en su sitio. Si bien era divertido, se trataba de una lectura ligera; deseaba que Sara le encontrase leyendo algo más serio.
Había una gran cantidad de libros tanto sobre temas interesantes como sobre temas superficiales; libros repletos de citas, de críticas, recopilaciones de hipérboles y eufemismos, listas de listas, libros repletos, sencillamente, de hechos; libros sobre lo que había sucedido durante cada día del año, libros sobre las últimas palabras, o sobre errores famosos, en su mayoría cosas inservibles. Graham sabía lo que pensaba Slater acerca de esas obras. Ciertamente tenía una opinión muy pobre; eran señales inequívocas de que el Final estaba Próximo.
—¿Te das cuenta? —le había dicho Slater cierto día del mes de marzo, sentados en el pequeño y vaporoso café de la calle León Rojo—. Es una sociedad que está poniendo sus asuntos en orden, preparándose para el final, trazando una línea al pie de lo que ha creado. Toda esa propaganda sobre la bomba… nos estamos convirtiendo en una sociedad necrófila, enamorada del pasado, que tan sólo ve aniquilación en el futuro: una aniquilación por la cual sentimos fascinación pero ante la que somos incapaces de hacer algo. ¡Vote a Thatcher! ¡Vote a Reagan! ¡Destruyámonos de una vez por todas! ¡Hurra!
Graham sacó de la estantería un libro sobre economía marxista, y abriéndolo más allá de la mitad comenzó a leer. Leía las palabras, pero su significado era árido, difícil, complejo, y le costaba arraigar los conceptos en su mente, los cuales resbalaban al igual que el agua sobre una espalda untada de bronceador.
—Graham —dijo Sara desde la entrada. Girándose, con el corazón latiéndole fuertemente, la vio entrar en la sala con una toalla blanca enrollada sobre su cabeza a modo de turbante y el cuerpo cubierto por un tenue albornoz azul. Sin su habitual aura de cabello negro, el rostro se le veía pálido y excesivamente enjuto—. No tardaré mucho. Por qué no tomas asiento. —Sara atravesó la sala hacia la habitación del otro extremo, la cual Graham supuso debería ser el dormitorio. Volvió a dejar el libro de economía en el estante.
Fue a sentarse, y desde su asiento examinó la sala. Al cabo de un rato se incorporó para inspeccionar la colección de discos. Todos parecían pasados de moda; muchos discos antiguos de los Rolling Stones y también de Led Zeppellin y Deep Purple: algunos del periodo intermedio de Pink Floyd y de los comienzos de Bob Seeger. Lo último que había pertenecía a Meatloaf. Curioso. La colección debía ser de la chica a quien en realidad pertenecía el apartamento y que ahora se hallaba en los Estados Unidos.
Nuevamente se dedicó a inspeccionar las estanterías.
En aquel mismo momento, en la calle San Juan, cerca de los edificios de la Ciudad Universitaria y aproximadamente a quinientos metros del cruce entre la Vía Pentonville y la calle Mayor, una figura vestida de cuero negro que llevaba puesto un casco protector, también negro, con un visor completamente obscuro, se hallaba acuclillado al lado de una moto BMW RS 100 aparcada contra el borde de la acera. El hombre de cuero negro se sentó, mirando hacia el norte, dirección en la cual iba conduciendo cuando hacía un cuarto de hora a la moto repentinamente comenzó a fallarle el encendido mientras se dirigía, según lo convenido, a la calle de la Media Luna. Maldiciendo, volvió a inclinarse hacia adelante, haciendo girar un pequeño destornillador sobre la montadura del carburador. El número de matrícula de la moto era STK 228T.
Graham cogió esta vez un libro de ética. Parecía ser la clase de libro con el que quedaba bien ser encontrado leyendo. Slater, naturalmente, como en todas las demás cosas, tenía su propio punto de vista con respecto a la ética. Su filosofía de la vida, decía, se basaba en el hedonismo ético. Éste era el sistema moral que virtualmente aplicaba en su vida a toda persona que se respetaba, sin anteojeras y medianamente informada capaz de poner en funcionamiento sus neuronas, lo que sucedía es que no eran conscientes de ello. La ética hedonista admitía que llegado el caso uno disfrutase de las cosas, pero antes que sumergirse de lleno en los placeres de la vida uno debía comportarse de una manera racional y razonablemente responsable, sin perder jamás de vista las cuestiones morales más usuales y sus manifestaciones en la sociedad.
—Diviértete, sé amable, descarrílate, y no dejes nunca de pensar, todo se reduce a esto —había dicho Slater. Graham, asintiendo, notó que aquello no parecía tan difícil como aparentaba.
Pronto se aburrió del libro de ética, que en parte era aún mucho más intrincado y confuso que el libro de economía, y lo puso de nuevo en su estante. Sentándose en el sofá consultó su reloj; eran las cuatro y veinticinco. Recogió su portafolio, colocándolo encima de su regazo. Pensó en sacar sus dibujos para que cuando viniese Sara le encontrara mirándolos; incluso en hacer algunos retoques finales; en el fondo de su portafolio también traía una pluma y un lápiz. Pero cambió enseguida de idea. No poseía la habilidad natural de Slater para actuar, esa facilidad de adaptarse a un personaje.
—Tendrías que haber sido actor —le había dicho a Slater a finales del año pasado, sentados frente a un par de tazas de té y unas pastas dulces y pringosas en la granja Leslie.
—Lo intenté —fue la quisquillosa respuesta de Slater—. Pero me echaron de la escuela de arte dramático.
—¿Por qué razón?
—¡Sobreactuaba! —dramatizó Slater.
Graham volvió a dejar el portafolio en el suelo. Se levantó, echó otra ojeada a su reloj y luego fue hasta la ventana de la cocina. A través de las tenues cortinas blancas pudo percibir el suave roce de una ligera brisa. Afuera, la calle Maygood estaba en calma. Tan sólo había unos cuantos coches aparcados, puertas cerradas y la habitual luz graneada del verano.
Una mosca entró por la ventana y Graham la observó durante unos instantes mientras volaba alrededor de la cocina, por encima de los fogones, haciendo círculos frente a la puerta de la nevera, sobrevolando la superficie negra de la mesa junto a la ventana, atravesando en todas direcciones el área del aparador. Finalmente se posó sobre una de las sillas de plástico dispuestas alrededor de la mesa.
Graham observó cómo la mosca se limpiaba, estirando sus dos patas delanteras por encima de su cabeza. Cogiendo una revista de la mesa, la enrolló hasta que estuvo tensa, luego se acercó sigilosamente hacia la silla en donde se hallaba la mosca. El insecto dejó de limpiarse; sus dos patas volvieron a posarse sobre la superficie del respaldo de la silla. Graham se detuvo. La mosca permanecía inmóvil. Graham se acercó a una distancia de tiro.
Alzando la revista enrollada, tensionó sus músculos. La mosca no se movió.
—Graham —dijo Sara desde la entrada—, ¿qué estás haciendo?
—Oh —dijo, depositando la revista encima de la mesa—. Hola. —Se quedó parado en su sitio sin saber qué hacer. La mosca se alejó volando.
Sara llevaba puesto un amplio mono color verde oliva y por debajo una camiseta negra. Calzaba un par de zapatillas rosadas. Aún tenía el cabello recogido, sujeto por detrás de la cabeza con un cinta también rosada. Jamás la había visto peinada de esa manera; parecía mucho más pequeña y delgada que siempre. Su piel blanca resplandecía a la luz que entraba por la ventana. Los ojos obscuros, con aquellos gruesos párpados parecidos a capuchas, le miraban con atención desde el otro extremo de la sala. Sara estaba poniéndose el reloj; una tira negra alrededor de su delgada muñeca.
—¿Has llegado temprano, o es que mi reloj atrasa?— dijo Sara, fijándose en el suyo.
—No creo que haya venido temprano —dijo Graham, mirando su reloj. Sara se alzó de hombros y se acercó. Graham observó su rostro; sabía que jamás lograría dibujarlo correctamente, que jamás le haría justicia. Era perfecto, preciso, sin defectos, como si estuviese tallado en el más delicado de los mármoles con una extrema elegancia y simplicidad en sus rasgos, aun cuando contenía una promesa de tal suavidad, una transparencia palpable… De nuevo no puedo quitarle los ojos de encima, se dijo Graham a sí mismo. Sara fue hasta el área elevada de la cocina, aún manoseando la correa de su reloj, y miró por la ventana durante unos segundos. Luego se giró hacia él.
Sara le miró a los ojos y Graham se sintió de algún modo evaluado; inspirando profundamente, ella señaló con la cabeza la mesa que les separaba.
—¿Nos sentamos? —dijo. Aquello le sonó a Graham bastante formal. Sara corrió una de las pequeñas sillas de plástico, de espaldas a la ventana, y se sentó. Observó a Graham mientras éste también se sentaba. Tenía las manos sobre la mesa; Graham puso las suyas igual que las de ella, abiertas como abanicos, con los pulgares casi tocándose.
—¿A qué hora vendrán los demás para la sesión espiritista? —le preguntó, arrepintiéndose enseguida de ello. Sara le sonrió de una manera extraña y distante. Graham se preguntó si había tomado algo; en cierto modo tenía el aspecto plácido que a menudo solían tener las personas después de haber fumado porros.
—No he tenido tiempo para preparar la ensalada —dijo Sara—. ¿Te importa si antes charlamos un poco?
—No; adelante —dijo él. Algo pasaba; Graham se sintió mal. Sara no se comportaba igual que siempre. No dejaba de contemplarle con aquella rara, inexpresiva y escrutadora mirada la cual le hacía sentirse incómodo, provocando en él un deseo de encogerse, de protección, de dejar de estar expuesto.
—Me he estado preguntando, Graham —dijo ella pausadamente sin mirarle, dirigiendo la vista hacia sus manos que yacían encima de la superficie negra de la mesa—, cómo ves tú… a esta especie de relación que existe entre nosotros. —Sara le miró fugazmente. Graham tragó saliva. ¿A qué se refería ella? ¿Sobre qué estaba hablando? ¿Para qué?
—Pues, yo… —Graham trató de pensar intensamente acerca de esto, pero no tenía tiempo para reflexionar, para prepararse el tema. Con alguna advertencia previa podría haber hablado sobre ello fácilmente y con perfecta naturalidad, pero una pregunta tan abierta… se lo ponía muy difícil—. He disfrutado de ella, hasta cierto punto —dijo. Observó el rostro de Sara, preparado para modificar la forma en que se estaba expresando, incluso cambiar lo que estaba diciendo, conforme a la recepción que tuvieran sus palabras en la blanca superficie del rostro de ella. Sin embargo, Sara no le dio ninguna pista. Continuaba observando sus pálidas y delgadas manos, sus ojos casi ocultos a la vista de Graham bajo los párpados. Por encima del cuello cuadrado de su camiseta sobresalía sobre su piel blanca un pequeño trozo de la pálida cicatriz.
—Quiero decir, ha sido fantástico —dijo torpemente, después de hacer una pausa—. Comprendía que tú tenías un… pues, que estabas enrollada con alguien, pero yo… —Graham se calló la boca. No se le ocurría qué decir. ¿Por qué razón ella le forzaba a esto? ¿Para qué tenían que hablar sobre esta clase de cosas? ¿Adónde quería llegar? Se sintió embaucado, ultrajado; las personas sensibles ya no hablaban acerca de estas cosas, ¿no era así? Durante los últimos años se había dicho, escrito y filmado mucha basura acerca de esto; todo aquel disparate acerca del romanticismo, luego el irrealista idealismo ingenuo de los años sesenta y el amplio evangelio de la nueva moralidad en los setenta… todo eso ya había pasado; ahora las personas estaban menos predispuestas a hablar e iban directo al grano. Cierta vez le comentó esto a Slater y habían coincidido en sus opiniones. Graham creía que no se trataba de un punto muerto sino más bien de un relajamiento para poder respirar. Slater pensaba que era otro síntoma del Fin, pero para él poca cosa había que no lo significara.
—¿Crees que me amas, Graham? —le preguntó Sara sin dirigirle la mirada. Graham frunció el ceño. Por lo menos esta pregunta era más clara.
—Sí, lo creo —dijo él lentamente. Pero le pareció desacertado. Éste no era el modo en que él había imaginado decírselo. El atardecer, la claridad de la habitación, la distancia interpuesta entre ellos por la mesa pintada de negro; nada de eso armonizaba con lo que él tenía que decir, con aquello que él deseaba decirle que sentía.
—Supuse que dirías eso —dijo ella, sin apartar la vista de sus largos y blancos dedos apoyados encima de la mesa. Su voz hizo estremecer a Graham.
—¿Por qué me haces esta pregunta? —dijo Graham. Trataba de sonar un poco más alegre de lo que en realidad se sentía.
—Es que quiero saber… —comenzó a decir Sara—…cuáles son tus sentimientos.
—No tengas reparos —dijo Graham, riéndose. Sara le miró, blanca y serena, y la risa se le cortó en seco, desapareciendo la sonrisa de su rostro. Graham se aclaró la garganta. ¿Qué estaba sucediendo? Sara permaneció sentada en silencio durante unos instantes, mientras inspeccionaba sus dedos apoyados sobre la mesa.
Graham pensó que tal vez debería mostrarle los dibujos que había hecho de ella. Tal vez ella estaba enfadada por algo, o simplemente deprimida por alguna causa. Quizás debía intentar alejar de su mente esas preocupaciones. Sara dijo:
—Verás, Graham, yo te he engañado. Nosotros. Stock y yo.
Graham sintió que su estómago se enfriaba. La mención del nombre de Stock hizo que se revolviera algo muy profundo en él; se trataba de la reacción visceral a un antiguo y desarrollado temor mezclado con angustia.
—¿A qué te refieres? —dijo él.
Sara se encogió de hombros bruscamente, haciendo que se marcasen sus tendones en el cuello al igual que cuerdas tensionadas.
—¿Sabes lo que es un engaño, no es así, Graham? —Su voz sonaba extraña; no se parecía a la de siempre. A Graham le dio la impresión de que todo esto ella ya lo había reflexionado, que al igual que él había pensado de antemano las cosas que iba a decir (pero ella, al tener la posibilidad de elegir el tema, estaba en ventaja); por consiguiente sus palabras eran expresadas como la parte de un actor, dichas utilizando su cuerpo tenso como escenario.
—Sí, creo que sí —dijo él, debido a que ella estaba en silencio, y por lo visto no seguirían adelante si él no le contestaba.
—Muy bien —dijo ella, suspirando—. Siento que hayas sido engañado, pero había razones. ¿Quieres que te las explique? —Sara le volvió a mirar, no más de un segundo o dos.
—No comprendo —dijo Graham, sacudiendo su cabeza, tratando, mediante la expresión de su rostro, el tono de su voz, hacerle ver a Sara que no se tomaba todo aquello tan seriamente como ella—. ¿A qué te refieres con «engañado»? ¿De qué forma me has estado engañando? Siempre supe lo de Stock, tenía conocimiento de vuestra relación, pero no estaba… pues, quizá no me hacía muy feliz que digamos, pero yo no…
—¿Recuerdas aquella vez que llovía y tú me llamaste desde… una cabina telefónica creo que dijiste? —le interrumpió Sara.
Graham sonrió.
—Por supuesto, tú estabas escondida debajo de la ropa de cama escuchando una cinta en el walkman a todo volumen para tapar el ruido de los truenos.
Sara sacudió su cabeza de un modo rápido y breve, debido a lo cual el movimiento pareció más un espasmo nervioso que una seña. Aún continuaba con la vista en sus manos.
—No. No, te equivocas. Lo que estaba haciendo debajo de la ropa de cama era follar con Bob Stock. Como tú llamabas y llamabas, él finalmente… comenzó a seguir la cadencia del timbre del teléfono. —Sara le miró a los ojos, con el rostro serio, nada compasivo (mientras su estómago se retorcía de un modo doloroso). Una sonrisa fría y hosca cruzó su rostro—. Como tercero en cuestión, resultaste ser un amante realmente bueno. Ritmo y fuerza para resistir.
Graham se quedó sin habla. No le había herido el hecho en sí de aquella revelación inelegante sino el tono con que lo había contado; esa expresión cínica e impasible, la voz sin modulaciones, como si esa calma externa fuese desmentida por su cuello tensionado, por los espasmos de sus gestos y movimientos. Sara continuó hablando:
—Aquella vez que te hablé desde la ventana, cuando tú estabas en la calle y luego fuimos a Camden Lock… tenía a Stock detrás mío: él fue quien me puso la ventana sobre mi espalda. Solamente llevaba puesta aquella camisa. Me lo hizo por detrás, ¿sabes? —Las comisuras de su boca se movieron intermitentemente, retorciéndose a continuación en el intento de esbozar una leve sonrisa—. Siempre me decía que algún día lo haría cuando él estuviese aquí y tú llamaras. Yo le desafié a que lo hiciera. Fue muy… excitante. ¿Sabes?
Graham sacudió la cabeza. Creía que iba a vomitar de un momento a otro. Esto era absurdo, insano. Era como Slater lo ponía en sus bromas, igual que la mayoría de las bromas machistas acerca de la impostura femenina. ¿Por qué? ¿Por qué ella le estaba contando todo esto? ¿Qué esperaba que hiciera él?
Sara se sentó en el extremo opuesto de la mesa redonda negra, su cabello fuertemente recogido hacia atrás, aquel enjuto y traslúcido rostro llevado a su extremo, alistándose para la lucha. Ahora le debía estar observando, pensó él, del modo en que lo hacían los científicos con una rata; con el cerebro expuesto y cables conectados a una máquina en donde sus ínfimos pensamientos eléctricos titileaban y emitían señales, registrados por unas brillantes líneas verdes, rollos de papel que se deslizaban suavemente y el débil garabateo metálico de unas chirriantes plumas. No obstante, ¿por qué? ¿Por qué? (¿Podría la rata comprender, si es que tuviera oportunidad, las razones por las cuales era sometida a semejante crueldad?)
—Te acuerdas —estaba diciéndole ella con una voz ronroneante—, ¿no es así?
—Yo… recuerdo —dijo él, sintiéndose desecho, incapaz de mirarla, por lo que permaneció con la vista en la superficie de la mesa y en algunas migas de pan que había allí—. ¿Pero por qué? —dijo, mirándola. No pudo mantener durante mucho tiempo sus ojos fijos en los de ella. Otra vez volvió a bajar la cabeza.
—… incluso aquella primera vez —dijo Sara, ignorando su pregunta—, cuando nos conocimos en la fiesta. Lo hicimos en el retrete. ¿Puedes creer que Stock estaba allí dentro? Lo habíamos combinado de antemano. Él trepó por un caño de desagüe. Cuando te dejé en aquella habitación fui a encontrarme con él. Eso era lo que estaba haciendo en el cuarto de baño; follar en el suelo con Bob Stock. —Sara pronunció cuidadosamente las últimas palabras.
—¿De veras? —dijo Graham. Se había olvidado de todo, olvidado de todas las cosas que sentía por ella. Sabía que volvería a sentirlas y que le dolerían, pero por ahora las estaba apartando de su mente. No tenían ninguna importancia. Sara había cambiado todas las reglas de juego, colocando a la relación que existió entre ellos en una categoría completamente diferente. Graham erradicó por el momento su antigua personalidad, la del joven herido, concentrándose lo mejor que pudo, mientras que por dentro todo le daba vueltas debido al extremo poder y alcance del cambio, a lo que se decía, a aquellas nuevas reglas, a aquel papel al cual era forzado por motivos que ni siquiera comprendía—. ¿Pero por qué? —dijo, tratando de no mostrarse herido, de adoptar la misma postura que ella.
—Señuelo —dijo Sara, quitándole importancia. Nuevamente volvió a mirarse los dedos, extendiéndolos sobre la superficie negra—. Era la época de mi divorcio… mi marido me estaba haciendo vigilar. Stock no podía permitirse verse comprometido, pero nosotros no queríamos… podíamos dejar de vernos. Así que decidimos usar a otro y fingir que tenía una relación amorosa conmigo. En aquella fiesta te vieron que subías conmigo las escaleras; nos imaginamos que quienquiera que me estuviera siguiendo vendría a la fiesta, de intruso. Pensamos que daría por sentado que habíamos estado follando. Lo cual fue cierto, naturalmente, pero con una pequeña excepción. Desde entonces te hemos estado engañando. Lo siento, Graham. De todos modos, nuestro hombre no parece estar siguiéndote. Tal vez le hayan retirado del caso o quién sabe qué. Tal vez mi media naranja se cansó de seguir gastando dinero en mí; no me lo preguntes.
—Entonces —dijo Graham, casi a punto de desmayarse, volviendo a sentarse en su silla mientras se decía que no pasaba nada, tratando de hacer que sus labios dejaran de temblar, con una mano apoyada en el respaldo (en donde, recordó sin saber por qué, había estado posada la mosca), y la otra encima de la mesa, parecida a algún extraño animal en un ruedo negro al lado de los pálidos dedos de ella. Con su mano, que le temblaba ligeramente, rascó una mancha de pintura blanca adherida a la obscura superficie de la mesa, mientras decía—: Ya no soy… de ninguna utilidad, ¿no es eso?
—Suena bastante despreciable, ¿no te parece? —dijo Sara. Todavía trataba de aparentar calma, pero sus palabras sonaban recortadas. Graham se rio, sacudiendo su cabeza.
—¡Oh no; no, en absoluto! —Sintió que estaba a punto de ponerse a llorar pero se contuvo, dispuesto a no revelarle lo que en realidad sentía. Siguió riéndose y sacudiendo su cabeza, mirando cómo su dedo rascaba la mota de pintura blanca—. No, de ninguna manera —dijo, encogiéndose de hombros.
Por todo su cuerpo podía sentir una especie de hormigueo, como si la intensificada noción de su previa exaltación estuviera con él, nuevamente, reunida en un mismo sentido, y cada nervio de su piel recibiera el máximo estímulo, enviando a su cerebro una masa de señales estáticas medias, un ruido blanco corpóreo que daba la impresión de una acentuada, descuidada y exagerada habitualidad; un paradigma que el dolor de la lucidez hacía pasar por normal.
—¿Por lo tanto no fue más que una actuación? —dijo Graham, al cabo de un rato, al no decir ella nada. Aún no podía mostrarle lo que sentía. Pensó intensamente que podría tratarse de una especie de broma cruel, o incluso de una prueba, un examen final antes de que se le permitiera un conocimiento más íntimo de aquella mujer. No podía, no debía extralimitarse.
—Algo parecido —admitió Sara, con un tono de voz deliberadamente indolente (Graham tuvo la impresión de que ella se giraba de un modo muy tenue hacia la ventana, como si estuviese escuchando algo)—, pero no lo he detestado. Tú me gustas mucho, Graham, de veras. Pero al haberte elegido como señuelo, no quedaba otra cosa que yo… o Stock pudiésemos hacer sino continuar con aquello. Tal vez tendría que haberte dicho que no quería que nos viésemos más. Pero deseaba que supieras la verdad. —Sara tragó un par de veces, observó sus manos encima de la mesa y después las juntó.
Todavía había esa frialdad impuesta en su voz, pensó Graham, rascando la mancha blanca de pintura; no le estaba contando realmente toda la verdad. Ella deseaba ver su reacción, de qué manera le afectaban las palabras. Graham se preguntó qué hacer ahora. ¿Qué era lo que se podía hacer? ¿Ponerse a llorar? ¿Tornarse violento? ¿Simplemente levantarse y marcharse de allí?
La miró rápidamente, apartando enseguida su vista de ella. Sara le observaba silenciosa pero algo tensa. Graham volvió a mirar, percibiendo cerca de la mandíbula de Sara, debajo de su oreja derecha, algo parecido a un tic. Por encima de la pálida cicatriz, una vena de su cuello latía rápidamente. Graham desvió la vista parpadeando los ojos.
No perdería el ánimo, no podía. Ella no le vería llorar. Una enfurecida, amenazadora y nociva parte de él, un profundo núcleo de odio animal deseaba atacarla; abofetear y golpear aquel impasible rostro blanco; violarla, dejarla destrozada y abatida; corresponderle en exceso en aquel horrible y pernicioso juego que súbitamente ella había elegido jugar. La única parte en la que él confiaba (la parte que le condujo hasta allí, a aquella situación, aun cuando él no veía en ello falta alguna) también se rebelaba ante la idea de cualquier tipo de agresión; abrazar cualquiera de las típicas reacciones sexuales, adoptar cualquier forma de respuesta segregada era…insuficiente. Sin sentido. Como tampoco existía ninguna posibilidad de mantenerse en aquel juego con (Graham trató de pensar en alguna palabra adecuada)… honor (era la única palabra que se le ocurría, si bien era demasiado anticuada y envilecida, históricamente demasiado maltratada para lo que él deseaba expresar. Pero en más de un sentido, era lo único que tenía).
—¿Debo suponer que ésta es la verdad, no es así? —dijo Graham, todavía con la voz medio contagiada por la risa, mientras con el dedo continuaba rascando la mesa.
—¿Acaso no me crees? —preguntó ella, haciendo hincapié en la primera palabra.
—Creo que sí. ¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Para qué te tomarías la molestia de decírmelo si no fuera verdad?
Sara no le respondió. Graham sonrió vacuamente mientras observaba su dedo, aun tratando de despegar de la negra superficie de la mesa aquella obstinada gota seca de pintura blanca.
La figura de negro giró la manija de admisión tratando de poner en marcha el motor de su moto, pero éste tartamudeó, chirrió y casi pareció ahogarse. Durante unos segundos siguió funcionando uniformemente aunque no de un modo perfecto, luego volvió a vacilar, perdiendo potencia. El hombre le propinó un puntapié a la moto, luego montó a horcajadas sobre ella acelerando el motor. Miró detrás suyo en busca de un hueco en el tráfico. Embragó en primera velocidad y la moto dio un tirón hacia adelante; el motor volvía a ahogarse. Avanzó irregularmente por la calle mientras detrás de él los coches y camiones hacían sonar sus bocinas; le dio más gasolina, pero cada vez que el motor trataba de acelerar algo le hacía tartamudear y la moto disminuía su velocidad.
—¡Mierda! —exclamó el hombre dentro de su casco—. Oh, Dios. —Con sus pies arrimó nuevamente la moto al borde de la acera. Se bajó de un salto. ¿Tendría que ir a la calle de la Media Luna caminando o corriendo?
—Pues entonces, te espero —había dicho ella. Él se rio. Habían estado planeando el modo de quitar a Graham de en medio de su relación.
—Allí estaré —le aseguró él—, no te preocupes.
Besándole, ella le dijo:
—Si te retrasas quizá recurra al plan B. —Él le había preguntado que qué era eso.
—Primero le doy lo que busca —dijo ella—, y luego le digo que desaparezca… —Con lo cual él se había reído, recordaba ahora, sin demasiado entusiasmo.
Arrodillándose sobre el pavimento, se quitó rápidamente los guantes y los arrojó a un costado, y abriendo uno de los guardainfantes en la parte trasera de la moto extrajo el juego de herramientas.
—Vamos, Stock —se dijo a sí mismo—, tú puedes hacerlo, muchacho… —Luego cogió el destornillador pequeño. Maldita moto. ¡No había podido elegir mejor momento para dejarme colgado!
A él le preocupaba, mayormente por la seguridad de ella, que Sara no fuese demasiado dura con Graham antes de su llegada; se suponía que le diría que había decidido seguir con Stock, no que le hiriese demasiado —lo cual era peligroso— con la verdad acerca del modo en que ellos le utilizaron.
—¿Me prometes que no le humillarás demasiado? —dijo él. Ella le había mirado en calma durante algunos momentos y luego le dijo suavemente—:
—Le decepcionaré poco a poco.
Por encima de la moto vio venir a lo lejos por la acera a un muchacho de cabello rubio. Durante unos segundos el corazón le latió rápidamente pensando que se trataba de Graham Park, pero luego se dio cuenta de que no era él. Al posar de nuevo su mirada en la moto, avistó algo extraño en la parte de arriba del pulido depósito de gasolina de color negro. Volvió a echar otra ojeada, esta vez más de cerca. Alrededor del cromado tapón de llenado había unos rasguños recientes y restos de gránulos blancos. El tapón se abrió con facilidad, pero no se lo podía trabar. Los gránulos blancos era pegajosos al tacto.
—Oh mierda —dijo, inspirando.
—Pobre Graham —dijo Sara ffitch, sonriendo entrecortadamente y torciendo la cabeza hacia un lado como si tratara de llamar su atención.
—¿Y por qué yo? —dijo Graham (y a pesar de todo deseó reírse, de la absoluta ridiculez de sus palabras, de la falsedad de aquella situación, de la manera en que, porque se trataba de un juego y de la clase de escena que sin duda ambos habían visto retratados miles de veces en la cultura popular que les rodeaba, él era incapaz de decir ciertas cosas, de dar tan sólo ciertas respuestas viables).
—¿Por qué no? —dijo Sara—. Había oído hablar de ti a… Slater. Creí que serías la persona idónea a quien yo podría cautivar, ¿sabes?
Graham asintió con un movimiento de cabeza.
—Lo sé —dijo. Un pequeño fragmento de pintura blanca se había despegado de la mesa negra, alojándose debajo de su uña.
—En realidad no pensaba que irías a enamorarte de mí, pero supongo que en cierto modo eso facilitó un poco las cosas. Sin embargo, lo siento por ti. Me refiero a que no creo que podamos seguir viéndonos después de esto, ¿comprendes?
—Claro. Claro. Creo que tienes razón. Naturalmente.
Graham volvió a sacudir la cabeza, pero sin mirarla.
—No parece… preocuparte demasiado.
—No —dijo él alzándose de hombros, luego movió su cabeza. El fragmento restante de pintura blanca pegado a la mesa no saldría. Retirando su mano, Graham miró a Sara, luego se cruzó de brazos y juntó sus pies a la altura de los tobillos, como si de repente tuviera frío—. Por lo tanto, ¿has estado fingiendo durante todo este tiempo? —le preguntó.
—En realidad no, Graham —dijo ella. Graham estaba mirando la superficie de la mesa, pero creyó ver que Sara sacudía su cabeza—. No tuve necesidad de fingir demasiado. Te dije algunas mentiras, pero jamás prometí gran cosa. No tenía que esforzarme mucho. Tú me gustas. Ciertamente no estoy enamorada de ti, pero eres bastante atractivo, bastante… encantador.
Graham lanzó una breve y apagada carcajada ante aquella última palabra, sin duda un tímido elogio. Y aquel «ciertamente»; ¿acaso tenía necesidad de decirlo, como si a través de cada palabra y de cada matiz buscase herirle? ¿Qué clase de reacción esperaba ella de él?
—Y yo que te amaba, pensé que eras tan… —no pudo terminar la frase. Sabía que si continuaba se pondría a llorar. Sacudió su cabeza, desviando la mirada para que ella no pudiera ver sus ojos humedecidos.
—Sí, lo sé —dijo Sara, suspirando artificialmente—, fue algo sucio, lo sé. Terriblemente injusto. Pero por otro lado, cada uno consigue lo que se merece, ¿no?
—Eres una zorra —le dijo él, mirándola a los ojos a través de un velo de lágrimas—, una jodida ramera.
Algo se modificó en el rostro de ella, como si finalmente el juego se hubiese puesto más interesante; tal vez sus cejas se habían arqueado insignificantemente o había reaparecido la leve sonrisa, ese torcido gesto en las comisuras de su boca, pero cualquier cosa que hubiera sido, a Graham le impactó con la fuerza de un golpe físico. No se enorgullecía de sus palabras, sabía cómo habían sonado, cuál era su significado y trasfondo, pero no lo había podido evitar; eran la única arma que tenía contra ella.
—Vaya —dijo ella lentamente—, creo que eso es más de…
Graham se puso de pie, respirando espasmódicamente, con los ojos ya secos pero irritados, fijos en los de ella. Sara permaneció en su sitio mirándole irónicamente, sus facciones, hasta ahora serenas, recorridas por alguna que otra expresión de interés, incluso de temor.
—¿Qué diablos te he hecho yo? —le dijo mirándola—. ¿Con qué derecho me haces esto a mí? —El corazón le latía con fuerza; Graham sintió deseos de vomitar, temblaba de rabia, pero todavía, todavía, aquello no le afectaba, mientras una pequeña parte de él veía su inusual acceso de furia, escuchaba sus palabras, divertidamente, con una especie de valoración crítica, algo no muy distinto de lo que podía observar en los ojos de ella y leer en su rostro.
Sara, sin dejar de mirarle, se alzó de hombros y tragó saliva.
—Tú no me has hecho nada —dijo lentamente—, ni a mí ni a Stock. Por supuesto, no teníamos ningún derecho. ¿Pero cambia eso en algo las cosas? ¿Realmente te hace sentir peor?
Ella le miró como si realmente le estuviera haciendo una pregunta muy importante, algo a lo que no pudiese responder por sí sola y precisara dirigirse a él o a alguien como él para preguntárselo.
—¿De qué te servirá saberlo? —dijo él, moviendo la cabeza, inclinándose hacia ella por encima de la mesa. Ahora se sentía más despejado para poder mirarla. Ella no apartó sus ojos, y los abrió como si le recorriera un ligero temor. Graham reparó nuevamente en las pulsaciones a un costado de su cuello, percibió el rítmico movimiento de su camiseta por debajo del mono verde oliva. Era capaz hasta de oler el aceite que ella se había puesto en el cuerpo después del baño, aquel fresco olor a limpio. Sara volvió a alzarse bruscamente de hombros.
—Simple curiosidad —dijo ella—. No tienes que explicármelo. Me imagino qué es lo que se siente.
—¿Qué diablos te propones? —Graham no podía evitar que sus palabras salieran con un resuello, aquella rabia, el dolor por estar allí—. ¿Qué estás tratando de…? ¿Por qué tienes que hacerlo de esta manera?
—Oh, Graham —suspiró ella, la respiración irregular, sacudiendo su cabeza—. No era mi intención lastimarte, pero cuando pensé en lo que tenía que decirte, en cómo habría de hacerlo… me di cuenta de que sólo había una manera. ¿Es que no lo ves? —Sara le miró intensamente, casi con desesperación—. Simplemente eras demasiado perfecto. Una vez iniciado aquello yo tan sólo tuve que adaptarme a las circunstancias. En realidad no sé cómo explicártelo. Tú… tú te lo buscaste. —Ella levantó una mano, como para atajar algo que él le hubiera tirado, mientras continuaba diciendo—: Sí, sí, lo sé, suena terrible, es lo que… es lo que dicen los violadores, ¿no es verdad? Pero así es como fue contigo, Graham. Tu propia actitud me dio el derecho a actuar contigo de la forma en que lo hice; simplemente por tu manera de ser. De lo único que eres culpable es de haber sido inocente.
Graham se la quedó mirando boquiabierto. Se acercó a ella por el costado de la mesa. Sara permaneció sentada en su sitio; el pulso de la vena de su cuello se aceleró, mientras se apretaba las manos encima de la mesa negra. Tenía la vista fija en el lugar en donde él había estado sentado. Graham pasó por detrás de la silla de ella hacia la ventana y miró la calle.
—Por lo tanto debo marcharme —dijo él tranquilamente.
—Sí, quiero que te marches. —El tono de su voz era tenue y penetrante.
—¿Quieres que me vaya ya mismo? —preguntó todavía en voz baja.
Podría, pensó él, arrojarme por la ventana, pero de aquí a la calle no hay mucha distancia y, además, ¿por qué habría de permitirle a ella otra pequeña muestra de pesadumbre y mal humor? O podría sacar estas cortinas y lanzarme sobre ella, tapándole la boca con mi mano, arrojarla encima de la mesa, rasgar sus ropas, ensartarla ahí… y jugar un papel distinto, así de simple. Podría alegar haber sufrido una locura temporal a causa de los nervios; según el juez que le tocara, tenía bastantes posibilidades de salir absuelto. Podría decir que no hubo empleo de violencia (tan sólo ese instrumento romo de entre las piernas, tan sólo aquel instrumento aún más desafilado de entre las orejas, tan sólo una violencia secular, una antigua práctica cruel, lo último en placeres obscenos, el goce deformado en dolor y aversión. Sí, sí, eso era; qué tortura tan perfecta; un arquetipo para todas las máquinas hábilmente concebidas para que nosotros los chicos podamos jugar. Astillar y destruir por dentro, sin dejar rastros o magulladuras externas).
Ella me sedujo. Su Señoría.
Sí, ella me sedujo, y váyase a hacer puñetas. Su Señoría. No haría eso, ni a ella ni a mí mismo. Siempre había pensado que Pilatos estuvo en lo cierto; hay que lavarse las manos y dejar que el populacho lleve a cabo su roñoso deseo. Slater, después de todo tengo el cerebro en el lugar adecuado. Graham se giró, esperando en parte encontrarle a ella con un cuchillo de pan en la mano.
Pero Sara continuaba en su silla, ofreciéndole la espalda, el cabello recogido en una cola.
—Será mejor que me vaya, entonces —dijo, con tan pocas esperanzas y sin entusiasmo que su voz ni siquiera tembló. Se dirigió hacia el área enmoquetada de la sala por detrás de ella y recogió su portafolio con los dibujos. Por un instante pensó en dejarlos, pero el portafolio de plástico le hacía falta; sería un gesto inútil dejarlo, o incluso sacar los dibujos de dentro.
Graham fue hasta el vestíbulo; con el rabillo del ojo vio que ella no se movía. Seguía sentada, inmóvil, observándole. Abrió la delgada y liviana puerta del apartamento y bajó por las escaleras hasta la puerta de la calle. Luego cruzó hasta la esquina de la calle Maygood y continuó derecho. Casi contaba con oír su voz llamándole desde la ventana, y había decidido no girarse si ella lo hacía, pero nada de eso sucedió y Graham simplemente continuó caminando.
Cuando escuchó que la puerta de la calle se cerraba y luego el sonido de sus pasos sobre la acera, Sara se hundió súbitamente en su asiento, como un muñeco flojo, dejando caer la cabeza encima de sus sudados antebrazos, muy cerca de las manos entrelazadas, al igual que si hubiera sufrido un desmayo. Tenía la vista clavada en la suave y obscura superficie de la mesa. Su respiración comenzó a regularse y su pulso se tornó más lento.
Volvió a poner en marcha la moto, lanzándose al medio del tráfico, consiguiendo que a sus espaldas se originase un coro de bocinas cuando el motor de nuevo comenzó a fallar. Haciendo rechinar sus dientes, soltó unos tacos, sintió cómo el sudor goteaba dentro del casco negro, luego nuevamente retorció la manija de admisión. El tartamudeante motor de la moto recobró potencia y Stock se impulsó hasta ponerse detrás de un camión de cerveza de plataforma amplia y plana con unos cuantos barriles en su parte trasera. Aceleró la moto y adelantó al camión de cerveza cuyos barriles de aluminio reflejaban el sol. Cuando estuvo a la par de la cabina del conductor, el motor volvió a fallarle; logró ponerse delante del camión pero luego tuvo que disminuir la velocidad. El motor del camión sonó estridentemente justo detrás de sus espaldas. El motor ahogado de la moto no se encendería; tendría que salirse a un costado de la calle. Esperó a que por su izquierda dejaran de circular los coches para permitirle acercarse hasta el borde de la acera, ignorando los insistentes bocinazos del camión de cerveza Watney al cual él estaba reteniendo.
El motor emitió unos ruidos y súbitamente arrancó con normalidad. Emitiendo un siseo, Stock aceleró la moto y salió disparado hacia adelante. Detrás suyo, desde la cabina del conductor, le llegaron algunos gritos. Llegaron al semáforo del cruce entre la Vía Pentonville y la calle Mayor; para llegar a la calle de la Media Luna, tendría que pasar el cruce y luego girar por el Paseo Liverpool.
Stock esperó a que cambiaran las luces del semáforo. El camión de cerveza se detuvo a su lado, con el conductor preguntándole a gritos que qué diablos estaba haciendo. Stock no le respondió. Las luces del semáforo se pusieron verdes, el camión partió a toda marcha, el motor de la moto se ahogó por completo. Stock arrancó de nuevo y se lanzó detrás del camión hasta alcanzarle. Trató de adelantarle, pero el conductor del camión pisaba el acelerador a fondo, haciendo que el motor rugiese. La moto tartamudeó una vez más. Su motor aceleró, perdió potencia, volvió a acelerar; la moto y el camión de cerveza corrían con estruendo por el amplio tramo de la calle Mayor, el camión impidiéndole a la moto poder desviarse hacia el Paseo Liverpool.
Stock vio delante suyo un agujero en el asfalto (y tenía una vaga conciencia de la gente sobre la acera, esperando a los autobuses, mientras sus rostros pasaban rápidamente por el otro lado de la plataforma chata del camión). El agujero en la calle delante suyo no era demasiado grande; logró evitarlo y los grumos del poco consistente asfalto se esparcieron hacia los costados; Stock viró bruscamente.
En un primer momento pareció que el camión con los barriles de cerveza también esquivaría el agujero, pero súbitamente se desvió hacia el agujero y la moto —como si hubiera intentado evitar atropellar a alguien del lado de las paradas de los autobuses—, golpeando pesadamente sus ruedas el irregular foso de la calle con un estrepitoso y retumbante ruido, mientras que de la poco cargada y repentinamente sacudida parte trasera del camión algo salió despedido en dirección al cielo…
Graham siguió caminando, bajo el riguroso sol del atardecer hacia la calle Penton, atravesando una zona en donde la mayoría de los edificios habían sido demolidos. A su alrededor todavía quedaban algunos vestigios de edificios; hileras y corredores de hierros acanalados, brillando con un nuevo resplandor bajo los rayos del sol, parados de punta alrededor de parajes polvorientos en donde sólo crecía la maleza; a lo lejos se podían ver unas casas viejas, derruidas, con los techos combados por el peso de los años y a los cuales faltaban gran cantidad de tejas, ventanas gangrenadas por la humedad, vigas carcomidas que aceleraban el aspecto desvencijado de las plantas superiores. Aceras nuevas, o en proceso de pavimentación, polvo y arena. Graham contempló los solares desiertos a través de los espacios entre los hierros acanalados. La mayoría estaban cubiertos de malezas y cúmulos de desperdicios. En otros se estaba construyendo; Graham vio los ladrillos desnudos y los amplios fosos con el fondo de hormigón que servirían de cimientos; líneas de cordeles estirados marcaban el nivel para los ladrillos.
Caminó entre aquella confusión de polvo y hierro, viéndolo pero sin prestarle atención, a través del aire levemente húmedo y de los sonidos del tráfico y de las sirenas, a través del olor a cemento y basura podrida, en dirección al Paseo Liverpool.
No podía dejar de pensar que aquello que acababa de sucederle había sido algo en lo cual su participación se reducía a la de mero observador; no se sentía como parte activa. Era incapaz de valorarlo directamente, no podía enfrentarse a ello en ninguno de sus aspectos personales, en un nivel relacionado con aquello que él consideraba su verdadero ser. Se trataba de algo demasiado importante para asimilarlo rápidamente; era como si un vasto ejército invasor finalmente hubiera destrozado la puerta principal de una gran ciudad y se lanzara a aplastar sus arruinadas defensas pero pudiendo hacerlo solamente a través de ese punto, de modo que, mientras las fuerzas de ocupación se dispersaban por las calles y las casas y la caída de la ciudad ya era algo inexorable, durante un cierto tiempo parte de la ciudad no tenía inmediata conciencia de los hechos y allí la vida continuaba casi con normalidad.
Al llegar a la calle Mayor se encontró con un atasco en el tráfico y las azules luces giratorias de una ambulancia aparcada a un costado de la parada de autobuses; la gente se apiñaba en aquella dirección, tratando de ver lo que sucedía por encima de sus cabezas, acercándose, curiosa por saber el motivo de aquel trastorno. Graham no podía acercarse, no quería ver a nadie.
Pasó por entre los coches parados, esperó a que el tráfico dejara de circular por el despejado carril en dirección al sur y luego cruzó hasta la otra acera, en donde había otro enorme solar con elevadas grúas apuntando hacia el cielo y el viento levantaba nubes de polvo. Después se metió por unas calles más estrechas, ignorando a los transeúntes, sujetando contra su cuerpo el portafolio negro y caminando en dirección a unos árboles que alcanzaba a vislumbrar delante de él.
Richard Slater yacía en la cama con su hermana mayor, la mujer a quien Graham conocía por Sra. Sara ffitch, pero cuyo nombre verdadero era Sra. Sarah Simpson-Wallace (nacida Slater).
El compartido y mezclado sudor de sus cuerpos se estaba secando. Sarah cogió otro pañuelo de papel de la caja que había debajo de la cama, se limpió ligeramente y lo arrojó empapado dentro de la cesta de desperdicios de tiras de mimbre situada al pie de la cama. Luego se levantó, estirando los brazos y sacudiendo su enredado cabello negro.
Slater la observó. La había magullado nuevamente. En la parte superior de sus brazos y debajo de sus nalgas, en las caras interna y externa de los muslos, se le estaban formando unas obscuras marcas azules. También la había mordido en la pálida cicatriz (en donde su sensibilidad casi era nula). En esta ocasión ella no pudo reprimir un gimoteo; se había lamentado, pero —quizá porque se sentía aliviada de no haber recibido ninguna venganza física por parte de Graham— hoy no parecía sentirse con ánimos para quejarse. Sin embargo, Slater aún se sentía culpable. Era demasiado rudo, y se despreciaba a sí mismo —y quizás incluso a Sara— por ello. Jamás se había comportado de esa manera con nadie, ni siquiera le apetecía ser de ese modo. Pero con ella no podía evitarlo. Necesitaba ser así, deseaba apretarla, exprimirla, empalarla, sacudirla y golpearla con los puños; dejarla marcada. O era esto o era algo frío, sin sentimientos, casi masturbatorio.
¿Por qué? se preguntó por milésima vez. ¿Por qué le hago esto a ella? ¿Por qué preciso hacerlo? Sabía que en el fondo él no era así. Iba en contra de todas sus creencias. ¿Entonces por qué?
Sarah cogió de la cama una bata de seda azul y se la puso. Todavía calzaba las zapatillas rosadas que se había puesto después de su baño.
Slater lanzó un suspiro. Luego dijo:
—Nada de eso altera el hecho de que no tendrías que haber llegado hasta ese extremo, no sin que yo estuviera aquí.
Sarah se encogió de hombros sin mirarle.
—Tengo ganas de beber un poco de zumo de naranja —dijo ella—. ¿Te apetece?
—Sarah.
—¿Qué? —Ella se giró para mirarle. Slater le dirigió una mirada acusadora. Sara le respondió con una sonrisa—. Lo supe manejar —dijo—. Nada salió mal, ¿no es verdad?
—Es mucho más grande que tú. Podría haberse puesto violento. Después de todo, querida, es un hombre. ¿Acaso no sabías que nosotros los tíos somos todos iguales? —Slater no pudo evitar una sonrisa mientras lo decía.
—Afortunadamente, tú no te pareces a ellos en nada —dijo Sarah, alejándose hacia el área que ocupaban la sala y la cocina—. En nada —dijo desde allí—. Ni siquiera un poco.
Slater permaneció acostado, y su cuerpo semitranspirado al rato se sacudió con un escalofrío. Se levantó y cogió una hoja de papel del pequeño tocador que había junto a la cama. Era un viejo volante del Partido Laborista, en blanco una de sus carillas. Slater sacó una pluma del bolsillo de sus pantalones de cuero —tirados en el suelo junto al mono y a la camiseta de Sara—, luego se sentó sobre la cama y comenzó a escribir rápidamente con una letra clara y diminuta. Escribió:
Querido Graham:
Sé lo que te ha contado Sarah. Pero me temo que no sea toda la verdad. De hecho, yo soy Stock (como también lo fue Sarah una vez y que más adelante te explicaré). Bob Stock no existe, yo soy el único.
Sarah es mi hermana y mantenemos (¡horror de los horrores!) una relación incestuosa desde hace aproximadamente unos seis años (creo que puedes echarle la culpa de esto a las escuelas no-mixtas). Sarah está casada y su marido la estaba haciendo seguir. Como no podía arriesgarme a que nos vieran juntos, me inventé a Stock; la moto la escondía en un garaje que hay detrás de la Galería Air; uno de los empleados me guardaba la ropa de cuero y el casco. Me vestía allí e iba a visitar a Sarah con la moto, de incógnito y dando la apariencia de ser terriblemente rudo.
Todo iba viento en popa, pero no era suficiente; no era tan importante que descubriesen que Sarah estuviese engañando a su marido como que averiguasen, por lo menos hasta hace poco tiempo, con quién. Aparte del hecho de que lo que hacemos es razonablemente ilegal, hubiera causado grandes disgustos a nuestros padres. Como verás, querido papá era miembro del Parlamento del Partido Conservador por la región de Salop West. Incluso quizá hayas oído hablar de él; un padre de familia modélico, honrado, y todas esas cosas; es defensor del Festival de la Luz, la Asociación Nacional de Espectadores y Oyentes (la chusma de Mary Whitehouse), y de la Sociedad para la Prevención del Aborto. Naturalmente, también está a favor de la ejecución en la horca.
Enterarse de que sus dos hijos no tienen ningún problema en follar juntos hubiese supuesto para el viejo, cuya reputación está basada en un disparatado moralismo reaccionario, el fin de todo; ésta era una de las causas principales, pero cuando Magie la Bruja anunció las elecciones, las cosas se tornaron un poco más delicadas. De todos modos, volviendo a tu aparición en escena, supongo que reconocerás la gravedad de la situación y nuestra necesidad de buscar alguna otra salida para que yo no fuese reconocido. Precisábamos a otra persona para que distrajera al sujeto que espiaba a Sarah. Te elegimos a ti. Perdón; te elegí yo.
Seguro que te preguntarás que por qué razón no podíamos dejar de vernos. Lo intentamos. No fue posible. Sarah se casó para tratar de alejarse de todo esto y yo me vine a vivir aquí, pero no dejábamos de pensar el uno en el otro; no nos podíamos olvidar. Supongo que estamos predestinados el uno para el otro.
Creo que estabas un poco enamorado de Sarah (aunque contigo era casi imposible saberlo; podrías ir de cabeza por la chica pero no demostrar nada; jugando como siempre al hombre frío) y si mi puñetera moto no me hubiese fallado (creo que algún bastardo puso azúcar dentro del depósito de gasolina) te habríamos dejado caer no tan duramente; yo tendría que haber aparecido con mi moto mientras Sarah te estaría explicando en el apartamento que tú le gustabas demasiado para enrollarse contigo ya que ella era básicamente una mala pécora y no se merecía nada mejor que a alguien como Stock… bien, la idea en sí no era mala; tú te apresurabas a salir por la puerta trasera mientras Sarah actuaba presa del pánico; no correspondido pero limpio, sabiendo que Tú Eras Demasiado Bueno Para Ella, y ella, una despreciable zorra, sólo merecedora de aquel mal sujeto. Perfecto.
De todas formas, como quizá te habrás enterado, las elecciones ya han pasado, y nuestro padre resultó ser uno de los dos Tories que perdieron sus escaños en la aplastante victoria de los Conservadores (se lo quitó un Liberal; qué gracioso), por lo que se va a retirar de la política. Hasta donde yo sé, a Sarah ya no la espían más, por lo que ya no hay razón alguna para un subterfugio… lo siento.
¿Por qué ese interés por proteger al viejo fascista?
¿Qué puedo decir? Quizá sea cierto aquello de carne de su carne, pero si mi relación con Sarah hubiera salido a la luz no sólo hubiéramos arruinado a nuestro padre sino que también habríamos mandado a la tumba a nuestra madre, que no es una mala persona. (Joder; ambos aún la queremos.)
En otras palabras, lealtad familiar. Supongo que será eso.
Espero que sepas apreciar nuestra minuciosidad; hasta hicimos posible que tú vieras a «Stock» conmigo (¿en el pub; recuerdas?); ésa era Sarah, rellenada con tejanos y camisas y caminando de puntillas con varias docenas de mis medias apiñadas en la parte de atrás de mis botas.
No sé cómo…
Sarah regresó con dos vasos de zumo de naranja y un gran plato con trozos de pan untados de paté, queso y miel.
—Aquí tienes —dijo, depositando el plato y uno de los vasos sobre el pequeño tocador junto a la cama—. ¿Qué estás escribiendo?
—Una carta a Graham, contándole toda la verdad. Sin omisiones. Nada más que la verdad —dijo Slater. Sarah le miró sin decir nada y bebió un trago de su vaso.
Slater contempló la carta, leyendo las líneas de garabatos que él mismo había escrito con el ceño fruncido.
—Sabes —le dijo a su hermana—, me gustaría mucho poder enviarle esta carta.
—Si has escrito, como dices, toda la verdad, no creo que puedas.
—Hmm. Lo sé. Pero necesitaba escribirla igualmente. Para mí. —Slater miró a Sarah—. Me siento todavía un poco tenso.
Ella se acercó un poco más a la cama, observándole.
—¿Aún estás preocupado por lo de aquel choque? —dijo.
Slater dejó la pluma y la hoja de papel encima del tocador. Torneó sus ojos y luego se llevó las manos a la cara.
—¡Sí, sí! —dijo, entrelazando los dedos en su cabello y con la mirada en el cielo raso, mientras Sarah continuaba observándole en calma—. ¡Oh Dios! ¡Espero que no hayan apuntado el número!
—¿Cuál, el de la moto? —dijo ella, bebiendo su zumo de naranja.
—¡Por supuesto! —Slater sacudió su cabeza y apoyándose de nuevo sobre uno de sus codos, releyó la carta que Graham jamás leería. ¿Qué más decir? ¿Cómo terminarla? Sarah le observó durante unos instantes y luego se puso a cepillarse el pelo. Al cabo de un rato, oyó el crujir de un papel, la pluma golpeando encima de la superficie del tocador. Se giró para mirarle.
—¿Mejor? —le preguntó, dejando a un lado el cepillo. Slater yacía sobre la cama, con la hoja de papel arrugada en su mano extendida. Sacudió su cabeza, sin dejar de mirar el cielo raso, y luego dejó que la bola de papel rodase de su mano. Al mismo tiempo profirió en voz ronca—: ¡Capullo! —La bola de papel rodó por el suelo. Sonriendo, Sarah pateó el papel con una de sus zapatillas rosadas en dirección a la papelera.
Luego se giró y comenzó a inspeccionarse en el espejo, tocando suavemente sus morados.
—¿Se te ha cruzado alguna vez por la cabeza —dijo Slater— la idea de que podríamos estar endemoniados? Quiero decir que a pesar del hecho de que tú seas hermosa y yo esté en mi sano juicio… sin embargo, por alguna horrible razón, quizás por cuestiones genéticas, o de clase, nosotros…
—Jamás he considerado siquiera alguna otra explicación —dijo Sarah, sonriendo, sin dejar de observarse en el espejo. Slater lanzó una carcajada.
Realmente la amaba. Era todo lo que se suponía que una relación entre hermano y hermana debía ser, todo lo que quería decir la gente cuando se refería a que amaba a alguien como a un hermano o a una hermana… era simplemente eso, aunque no lo único. Él la deseaba. Al menos a veces, cuando no se odiaba a sí mismo por desearla del modo en que lo hacía.
No obstante, tal vez era posible. Tal vez podría llegar a amarla única y convencionalmente como a una hermana. Después de todo, eso solo de por sí ya era un privilegio. El sexo no era más que eso, ciertamente, si bien con ella más intenso… más peligrosa la sensación que con otras; pero no mejor. De hecho, peor, a causa del sentimiento de culpabilidad y aversión. Debería hacer un esfuerzo; dejar que lo que le había sucedido a Graham, lo que ellos le habían hecho fuese un acontecimiento trágico, casi una razón… por lo menos no dejar que se desperdiciase…
Sarah fue hasta el viejo tocadiscos mono que se encontraba sobre una mesita en un extremo del dormitorio. Eligiendo su disco favorito de Bowie, puso el principio del tema que más le gustaba, Let's Dance, canción que daba título al álbum. La aguja cayó precisamente entre los dos surcos. El viejo altavoz crepitó ligeramente; Sarah subió el volumen y puso el mecanismo del tocadiscos en repetición.
Slater se hallaba tendido de costado sobre la cama, observándola. Se olvidó del accidente que había ayudado a causar, de Graham y del daño que le habían hecho, mientras observaba cómo su hermana se meneaba delante del tocadiscos. La música sonaba con fuerza, invadiendo la pequeña habitación; Sarah sacudió su cuerpo, cubierto por la delgada bata azul de seda, justo a tiempo con la voz del cantante. Slater sintió dentro suyo que otra vez comenzaba a desearla.
Sarah conocía el tema perfectamente. Antes de que Bowie comenzase a cantar, justo antes de las palabras «Let's dance», se giró hacia su hermano con una sonrisa, y llevándose los delgados dedos a los hombros, abrió su bata de seda y la dejó caer al suelo, la cual se acumuló en suaves pliegues alrededor de sus zapatillas rosadas mientras ella sacudía la cabeza al compás de la música y pronunciaba junto a la primera frase las palabras «Let's fuck…»[20]
Y por unos instantes, detrás de sus ojos, en donde él sentía que en realidad vivía, fue invadido por una total desesperación, y por la absoluta necesidad de ocultar de ella lo que sentía, de dejar de reflejarlo en su rostro.
De pronto pareció interrumpirse, detenerse en un segundo congelado, con una expresión de falso deleite y sorpresa sellada en el rostro, mientras que por detrás, dentro de él, surgió un dolor al cual no pudo nombrar, como a su deseo, junto a éste, abatiéndole.
Extracto de la libreta del Detective Sargento Nichols; entrevista con Thomas Edward PRITCHARD, Comisaría de Islington, 28/6/83.
P: ¿Dice que vio el número de matrícula de la moto, no es así?
R: Oh sí, no hay duda de que me fijé en su número. Era STK 228 o algo parecido. O una I o una T. Me parece que una T.
El señor Williams —Mike, como le gustaba que le llamasen— era el amigo de Steven en el hospital. Llamaba al doctor Shawcross, «doctor Shock», porque decía que si uno se portaba mal y no hacía lo que ellos le mandaban, le darían shocks eléctricos. El señor Williams era divertido. Le hacía reír mucho a Steven. A veces también podía ser cruel, como cuando había dejado caer aquellas arañas encima del regazo de Harry, «el-tío-que-odia-a-las-arañas» (el señor Williams había utilizado una palabra larga en vez de «el-tío-que-odia-a-las-arañas», pero Steven no recordaba cuál era). Aquello había sido cruel, especialmente porque estaban cenando, pero también fue divertido.
Steven fue acusado de haberlo hecho y recibió un castigo, pero ahora no podía acordarse en qué había consistido el castigo.
Los cuervos graznaron su nombre.
El doctor Shawcross se hallaba sentado en su despacho mirando por la ventana los árboles deshojados de la campiña del condado de Kent, observando a unos cuantos cuervos agitar perezosamente sus alas sobre las ramas más altas, por encima de los marrones campos pelados. Delante suyo tenía abierto sobre la mesa el historial de Steven Grout. El doctor Shawcross tenía que escribir un informe acerca de Steven, para los aseguradores de uno de los vehículos implicados en el accidente que había motivado el ingreso de Grout allí, en la Unidad de Asilo Dargate.
Era el 16 de febrero de 1984 (el doctor Shawcross ya había apuntado la fecha en la hoja de papel en la cual escribiría el informe). Hacía frío. Aquella mañana al coche le había costado arrancar. El doctor Shawcross canturreó para sí con voz apagada y se agachó hacia el suelo buscando su maletín. Echó una ojeada a los anteriores informes sobre Grout mientras que con la mano derecha buscaba torpemente su pipa y el tabaco. Una vez que los encontró comenzó a llenar de tabaco su pipa.
Al ver la fecha del accidente de Grout, el doctor Shawcross se quedó pensando: junio veintiocho del año pasado. Suspiró. El verano parecía estar tan lejos, pero al mismo tiempo tenía que escribir una ponencia para la conferencia de Scarborough en junio; para eso sí que no faltaba mucho; apostaba a que llegaría con el tiempo justo.
Steven Grout (sin segundo apellido) había sufrido un accidente de tráfico el 28 de junio de 1983. Un barril de cerveza le había caído en la cabeza después de haber salido despedido de la parte trasera de un camión. Grout había caído a la calzada y fue arrollado por un coche. Su cuero cabelludo resultó lacerado, y había sufrido fractura de cráneo, de ambas clavículas y de la escápula izquierda, además de múltiples fracturas en las costillas.
El doctor Shawcross experimentó una extraña sensación de déjà vu, luego súbitamente recordó que el otro día había leído en el periódico algo acerca del juicio por el caso de este accidente (¿no había sido en el de ayer?). ¿No se había visto envuelta alguna persona famosa, o alguien relacionado con alguna persona famosa? Una figura pública, en todo caso, y una especie de escándalo. No lograba recordar. Tal vez el periódico aún estuviera en su casa. Lo verificaría al regresar por la noche, si es que se acordaba y Liz no lo había tirado a la basura.
El doctor Shawcross continuó leyendo los anteriores informes, llenando la pipa, mientras se la ponía en la boca y buscaba las cerillas en cada uno de sus bolsillos. Sus ojos pasaban rápidamente por encima de las hojas mecanografiadas refrescándole la memoria, registrando en realidad tan sólo ciertas palabras y frases importantes: cianosis… pecho golpeado… intubación… elevada presión sanguínea intercraneal… Dexametasona y Manitol… pulso retardado… aumento de la presión sanguínea… débil respuesta a estímulos dolorosos… ojos desviados hacia afuera… probable contusión del lóbulo frontal… practicada una traqueotomía en el ángulo del cuello…
El doctor Shawcross tarareó para sí, abrió un cajón, rebuscó dentro y rápidamente encontró una caja de cerillas. Encendió su pipa.
El último informe sobre Grout era de cuando Grout se había recobrado más o menos físicamente y se hallaba en la sala de rehabilitación de un hospital situado al norte de Londres. Grout se encontraba completamente desorientado con respecto al tiempo y al espacio, decía el informe. Había sido capaz de mantener una conversación pero incapaz de recordar cualquier hecho por más de dos minutos; no reconocía a las enfermeras que le atendían cada día.
El doctor Shawcross lanzaba bocanadas de humo, y en una oportunidad tuvo que apartar con una mano el humo de delante de sus ojos para poder seguir leyendo (se suponía que tendría que haber dejado de fumar para año nuevo. Bueno, al menos ahora no fumaba en casa. Bueno, casi nunca).
El paciente fue mejorando paulatinamente; consciente y en alerta pero todavía desorientado; marcado deterioro de su capacidad para leer y de la memoria; recuerdos vagos del pasado (más tarde se supo que había pasado su infancia en un asilo de niños), pero sin embargo la fecha era el 28 de junio de 1976.
En el informe había una frase que se repetía de tanto en tanto, registrada durante los distintos seguimientos y exámenes médicos y la alargada amnesia postraumática de Grout: poco discernimiento dentro de su incapacidad… sin discernimiento dentro de su incapacidad… falta de discernimiento dentro de su incapacidad… aún sin discernimiento en su incapacidad…
Por lo general Grout estaba bastante eufórico, siempre sonreía y sacudía la cabeza o hacía la señal con el pulgar hacia arriba; cooperaba totalmente en sus exámenes físicos y se mostraba ansioso por ser útil y cooperar en los tests de memoria y demás pruebas de sus facultades mentales por los que le hacían pasar. Pero mientras él se sentía completamente seguro de ser capaz de vivir por su cuenta o de acometer un trabajo o una profesión, su pobre memoria y falta total de empuje e iniciativa le hacían incompetente para todo lo que no fuera vivir en aquel ambiente resguardado. Hasta tal punto llegaba su permanente incapacidad, con pocas posibilidades, si es que alguna, de una mejoría en su condición.
El doctor Shawcross asintió con la cabeza. Así era. Había examinado a Steven aquella misma mañana, y el hombre, aunque muy feliz y contento, no tenía perspectivas de poder abandonar la Unidad en un próximo futuro. Continuaba eufórico, si bien admitía cuando se le presionaba que su memoria no era la de antes. El doctor Shawcross le había preguntado si recordaba haber ido a alguna excursión con los otros miembros de la Unidad. Steven se quedó exageradamente pensativo y dijo que creía recordar haber estado en Bournemouth, ¿o se equivocaba? El doctor Shawcross sabía por el historial que Steven había ido un día de excursión, pero ésta fue a la cercana localidad de Canterbury.
Le contó una breve historia y le pidió que tratase de recordarla: un hombre pelirrojo con un abrigo de color verde salió a dar un paseo con su perro terrier en Nottingham. Luego le habló a Steven sobre sus adelantos desde su ingreso en la Unidad en el mes de enero.
Al cabo de cinco minutos le preguntó a Steven si recordaba la breve historia que él le había contado. Steven frunció el ceño y se quedó pensativo durante un rato. ¿Se trataba de un hombre calvo? le preguntó. El doctor Shawcross le dijo que si no se acordaba de ningún color que hubiera aparecido en la historia. Steven frunció nuevamente su frente. ¿El hombre no llevaba puesta una chaqueta marrón? había dicho. El doctor Shawcross le insinuó que eso más bien parecía una conjetura, lo cual Steven admitió con una tímida sonrisa.
El doctor Shawcross fumaba su pipa produciendo con la boca una serie de ruiditos amortiguados. Reclinándose contra el respaldo de su silla, volvió a mirar a través de la ventana. El cielo estaba cubierto de nubes grises bajas.
Se preguntó si nevaría, o llovería.
Steven se encontraba en su sitio favorito.
Era una especie de pequeño túnel situado debajo del terraplén de la línea de ferrocarril que pasaba a lo largo del parque del hospital. Estrictamente hablando estaba fuera del área del hospital, pero por muy poco. El túnel tenía tan sólo unos quince o veinte metros, pero era agradable, obscuro y se hallaba aislado ya que en ambos extremos crecían con exuberancia arbustos y árboles pequeños. En la dirección que se hallaba sentado mirando Grout, hacia los desnudos campos y las distantes hileras de árboles, en donde se veían unas bajas colinas que tapaban la línea del mar, el extremo del túnel estaba tapiado con un ladeado portón de madera invadido por las zarzas y pasto alto.
Steven estaba sentado en un asiento de hierro; un asiento en forma de montura apoyado sobre una vieja y herrumbrada cortadora de césped con la barra de remolque rota. La cortadora de césped era una de las muchas cosas interesantes que había en el obscuro y húmedo túnel de tierra. Había un viejo cubo de plástico de color rosado pálido con el fondo rajado, cuatro postes de valla carcomidos por los gusanos con tres clavos en espiga clavados en cada uno, una antigua batería de coche sin la parte de arriba, una bolsa de plástico rota de Woolworth, dos latas vacías y aplastadas de cerveza Skol, una lata intacta de Pepsi, envolturas de diversos dulces, una vieja y humedecida caja de fósforos con tres fósforos inservibles dentro, una página amarillenta del Daily Express con fecha del 18 de marzo de 1980 y docenas de colillas de cigarrillos en diversos estados de descomposición.
La cortadora de césped era lo mejor, sin embargo, porque uno se podía sentar sobre ella, bonita, seca y bastante cómoda, y desde donde podía verse la vegetación al extremo del túnel, y el cielo, los árboles y los campos. Alrededor de los árboles volaban los cuervos. Estas aves no dejaban de pronunciar su nombre con graznidos.
Steven era feliz. Hacía frío (llevaba puestas dos camisetas, dos jerseys y un abrigo con capucha), y podía sentir en las posaderas el gélido hierro del asiento; su aliento se convertía en nubes de vapor y como había perdido otra vez sus guantes debía mantener las manos dentro de sus bolsillos, pero era feliz. Si bien en el hospital se lo pasaba bien, le agradaba de tanto en tanto hacer sus escapadas. El señor Williams le hacía reír, por sus bromas y las cosas divertidas que decía.
A veces salían todos de excursión durante el día, aunque Steven jamás lograba recordar a qué sitio. Leía mucho. Libros importantes, si bien ahora no recordaba sus títulos.
Steven había sido feliz durante algún tiempo, luego fue infeliz (por lo visto parecía recordar) y estuvo buscando cosas, pero ahora era feliz nuevamente. Le había comentado esto al señor Williams, acerca de cuándo se había sentido infeliz y buscaba cosas, y el señor Williams le dio una vieja y grande llave herrumbrada y un letrero de plástico en donde ponía «Salida». Steven guardaba estos objetos en su armario y en ocasiones los sacaba para contemplarlos.
En su armario también tenía otras cosas; cosas del tiempo en que se había sentido infeliz. Ellos le dieron aquellas cosas… en ese momento no podía recordar en qué momento… pero él las había recibido… de todas formas, le habían entregado una radio y un atlas, algunos libros y una especie de escultura de metal de un león o tigre o algo parecido. Guardaba aquellas cosas porque no estaba bien tirar lo que otras personas nos han dado, pero en realidad no las quería.
El señor Williams también le había regalado partes y piezas de algunos juegos. Tenía una pieza de ajedrez que se parecía a un pequeño castillo y otra igual a un pequeño caballo, unas fichas de plástico con letras o diminutos números impresos y algunos trozos de plástico con puntos en uno de sus lados.
En la vieja casa de campo en torno a la cual había crecido y expandido el hospital desde su fundación después de la Segunda Guerra Mundial se encontraba la biblioteca de la Unidad de Asilo. Allí había siempre un hombre y una mujer de edad avanzada que jugaban a distintos juegos sobre una mesa de café. El señor Williams solía quitarles piezas cuando éstos no estaban mirando, simplemente por diversión. Naturalmente, más tarde se las devolvía, por lo que en realidad no se trataba de un robo, ¡pero vaya, era gracioso ver cómo ambos se enfadaban!
Steven pensaba que el señor Williams era un pícaro, pero le hacía reír y a Steven le gustaba gozar de su confianza, además de sus bromas y de sus secretos. Le hacía bien.
Los cuervos volvieron a gritar su nombre, mientras revoloteaban por encima de los campos arados, manchas negras recortadas sobre las brillantes nubes grises. Steven sonrió, mirando a su alrededor el suelo de tierra del túnel esparcido con objetos y papeles. Agachándose cogió la caja de fósforos con sus tres fósforos inservibles dentro. A lo lejos oyó el pitido de un tren.
De aquí a unos momentos pasaría por arriba de su cabeza un tren, por las vías que se encontraban sobre el terraplén que daba forma al túnel. A Steven le agradaba el ruido bullicioso y metálico que hacían los trenes sobre su cabeza. No era nada atemorizador. Miró de soslayo las palabras escritas en la casi difuminada cubierta de la caja de fósforos:
Fósforos
¡MARCA ZEN!
de McGuffin
contenido medio: √2
Steven no lo comprendió. Dio vuelta a la caja de fósforos y del otro lado se encontró escrito un acertijo. Tampoco comprendió aquello. Se leyó lentamente las palabras en voz alta: P: ¿Qué sucede cuando una fuerza imparable se encuentra con un objeto inmóvil? R: La fuerza imparable se detiene, el objeto inmóvil se mueve.
Steven sacudió su cabeza y volvió a dejar la caja de fósforos en el suelo. Se estremeció. Pronto sería la hora del té.
El doctor Shawcross se rascó detrás de su oreja izquierda con el dedo, la frente surcada de arrugas al igual que los campos arados de Kent. No sabía de qué otra manera expresarlo, por lo cual escribió, terminando la oración y también el informe, una frase extraída del historial: …eufórico, pero todavía con absoluta falta de discernimiento dentro de su incapacidad.
Steven contempló la luz que se filtraba por uno de los extremos del túnel, mientras el tren pasaba ruidosamente por encima de su cabeza haciendo vibrar levemente el asiento de hierro de la cortadora de césped. Los cuervos graznaron su nombre, sus ásperas voces no demasiado amortiguadas por el bullicio del tren: «¡Ge-rout! ¡Ge-rout! ¡Ge-rout!»
Steven era feliz.
Quiss se encontraba de pie en el parapeto del balcón, contemplando hacia abajo la planicie nevada. Tenía la boca seca y su corazón latía con rapidez; estaba temblando, y un tic nervioso aparecía de tanto en tanto en una de las comisuras de su boca, mientras su cuerpo se balanceaba ligeramente, preparándose para saltar.
Se iba a suicidar porque había descubierto el secreto del castillo. Sabía en qué se basaba, qué era lo que escondía; incluso sabía en dónde hallarlo y cuándo. El cuervo rojo se lo había mostrado.
Habían terminado de jugar al Túnel, el cual se basaba en un juego llamado Bridge. Cada uno jugaba dos manos, utilizando naipes en blanco y teniendo que hacer algo llamado bazas. El Túnel era igual que el Bridge jugado por debajo de la mesa, o en la obscuridad. Al igual que en el Dominó sin Puntos, debían seguir los mismos pasos del juego, con la esperanza de que con el tiempo jugarían una partida en la que los naipes en blanco —a los cuales la pequeña mesa había adscrito distintos valores, cambiándolos en cada nueva partida— terminasen dispuestos sobre la mesa en una secuencia lógica, las «bazas» compuestas correctamente por naipes que cuadrasen entre sí.
La partida había terminado; después de mil días finalmente lo habían logrado, pero aún se hallaban indecisos con respecto a qué respuesta dar al acertijo. Ninguna de las opciones en las que ambos estaban de acuerdo les parecía la acertada. A Quiss ya no le preocupaba. De todas formas, no cambiaría en nada las cosas. En aquel lugar tan sólo se podía encontrar la muerte, esto es lo que el cuervo rojo le había mostrado. Quiss observó la nieve que cubría los peñascos de pizarra situados en la base del castillo. Era una caída de aproximadamente cien metros. Durante unos instantes sentiría un ruido a viento, luego un poco de frío, y por último le embargaría la ingravidez, entonces… la nada. Lo haría ahora, pero antes tenía que prepararse. De hecho, Ajayi podría venir de un momento a otro (como era habitual en ella había salido en busca de libros) y él no deseaba que le viera allí. Mordiéndose el labio, se inclinó hacia adelante, por encima del precipicio.
Esta vez sin ametralladoras, pensó.
Había estado en las profundidades del castillo.
Más puertas cerradas. Los mismos y mal iluminados corredores vetustos. Sus pinches no le ayudarían a buscar las llaves de las puertas; decían que no tenían ninguna influencia sobre los custodios de las llaves, no conocían a ninguno de ellos y si comenzaban a hacer preguntas inmediatamente serían sospechosos; suponían que el senescal ya estaba enterado de la lealtad que profesaban a Quiss, y meramente lo toleraba.
En las pocas ocasiones en que Quiss se encontraba con algunos ayudantes en las plantas inferiores del castillo, intentaba entablar con ellos una conversación; pero los ayudantes se mostraban taciturnos, poco serviciales. Varias veces pensó en dejar inconsciente a uno de ellos de un golpe para ver si tenía en su poder alguna llave que le fuera útil, pero ni bien hubo insinuado que quizá probara este método, los pinches que le eran leales comenzaron a chillar y a suplicarle que no lo hiciese. Él y ellos serían castigados severamente si intentaba abrir las puertas del castillo de esa manera. Los esbirros negros, habían dicho con voces temblequeantes; los esbirros negros… Quiss supuso que estarían hablando de los ayudantes que él había visto en una oportunidad acompañando al senescal, el día en que encontró la puerta abierta y más tarde ellos aparecieron en el chirriante ascensor. De mala gana desechó su idea de conseguir una llave por la fuerza.
Quiss caminó a lo largo del corredor. Se encontraba en el área general de la puerta que había encontrado abierta hacía muchos, muchos días atrás. Le parecía percibir muy lejanamente una especie de ruido machacón y sospechó que debía estar cerca de la sala trituradora de números; de pe, como la había llamado el irritable ayudante.
El corredor se desplegó a una sección transversal dos veces más grande de lo que Quiss recordaba era normal en el castillo. Adosado a una de las paredes había un banco de pizarra frente a una hilera de doce altas y pesadas puertas con bandas de metal.
Quiss se sentía fatigado, por lo que se sentó en el banco mirando a través de la penumbra las enormes y obscuras puertas.
—¿Cansado, viejo? —le dijo una voz encima suyo. Quiss se giró descubriendo al cuervo rojo posado sobre una estaca que sobresalía de la pared justo debajo del banco de pizarra y casi pegada al alto techo abovedado.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó, sorprendido de encontrarle en aquel sitio tan profundo del castillo.
—Te estoy siguiendo —dijo el cuervo.
—¿Y a qué debo semejante honor?
—A tu estupidez —dijo el cuervo rojo, desplegando sus alas como si se le hubieran quedado rígidas. Uno de sus pequeños ojos lanzó un destello bajo la mortecina luz de los tubos transparentes situados en la cima del techo.
—¿De veras? —dijo Quiss. Si el cuervo rojo tan sólo quería insultarle, pues adelante. Si deseaba hablar tendría que demostrarlo. Sospechó que quería hablar. Se encontraba allí por alguna buena razón.
—Sí, de veras —dijo con irritación el cuervo rojo. Dejándose caer desde la estaca, aterrizó en medio del pavimento, justo enfrente de Quiss. El cuervo volvió a doblar sus alas, levantando a su alrededor un poco de polvo—. Como no quieres escuchar razones, tendré que restregarte la nariz contra ciertas cosas.
—¿Ah sí? —dijo Quiss sin inmutarse. No le había gustado el tono de voz— ¿Qué «cosas»?
—Puedes llamarlas verdad —dijo el cuervo, escupiendo las palabras como pepitas de uva.
—¿Y qué puedes saber tú sobre eso? —se mofó Quiss.
—Oh, bastante, como tú mismo podrás comprobarlo, viejo. —La voz del cuervo rojo era tranquila, mesurada y burlona—. Claro, eso si lo deseas.
—Depende —dijo Quiss, mirándole con ceño fruncido—. ¿De qué estamos hablando exactamente?
El cuervo rojo sacudió su cabeza, indicando la pared y las puertas.
—Yo puedo hacer que tú entres ahí. Puedo mostrarte lo que has estado buscando durante todo este tiempo.
—¿De veras puedes hacer eso? —dijo Quiss, perdiendo tiempo. Se preguntaba si el cuervo estaría diciéndole la verdad. Si era así, ¿por qué a él?
El ave, cuyo brillante plumaje se veía de color borgoña a causa de la penumbra, asintió con un movimiento de su cabeza.
—Por supuesto. ¿Quieres ver lo que hay detrás de las puertas?
—Sí —dijo Quiss. No tenía sentido negarlo—. ¿A cambio de qué?
—Ah —dijo el cuervo rojo, y Quiss pensó que si el ave pudiese sonreír lo hubiera hecho—. Me tienes que dar tu palabra.
—¿Sobre qué?
—Que lo que te muestro lo hago bajo tu propia responsabilidad, que vas voluntariamente comprendiendo sin ninguna influencia externa de mi parte o de alguien otro que tal vez no desees regresar, o que desees suicidarte. Puedes no hacerlo, naturalmente, pero si no regresas o te suicidas, me tienes que dar tu palabra de que dirás que yo te había prevenido antes.
Quiss entrecerró sus ojos e inclinándose hacia adelante apoyó un codo sobre su rodilla, la cabeza sobre su mano. El mentón estaba áspero debido a su barba cerdosa.
—Estás diciendo que lo que quieres mostrarme tal vez me haga desear quedarme detrás de estas puertas, o bien suicidarme.
—En una palabra: más-o-menos —cloqueó el cuervo rojo.
—Pero no usarás ningún truco sucio para influirme.
—No hay necesidad.
—Pues entonces te doy mi palabra.
—Muy bien —dijo el cuervo rojo con cierta satisfacción. Batiendo una vez sus alas, se elevó en el aire, y Quiss tuvo la impresión de que lo había hecho con mucha facilidad, que las alas no lo habían impulsado de ninguna manera, que las había agitado tan sólo para aparentar. El cuervo se alejó volando por el pasillo en la misma dirección que había estado caminando Quiss. Desapareció detrás de una distante esquina apenas visible en la penumbra.
Quiss se incorporó, preguntándose si él debía de seguir a la criatura. Rascándose la barbilla, observó la docena de puertas. El corazón comenzó a latirle con mayor rapidez; ¿qué habría detrás de aquellas puertas? El cuervo rojo deseaba su muerte y la de Ajayi; quería que ambos admitieran su derrota y dejasen de esforzarse para adivinar el acertijo. Aquello era simplemente una parte de su trabajo, si bien el pájaro aseguraba que realmente deseaba que ellos desapareciesen porque le aburrían. El cuervo sabía que Quiss lo sabía, por lo que era muy seguro que cualquier cosa que hubiera detrás de las puertas tendría que afectar considerablemente a Quiss; tal vez lo suficiente como para quebrantarle. Quiss estaba nervioso, excitado, aunque decidido. Estaba preparado para recibir cualquier cosa que el cuervo rojo le arrojase, cualquier cosa que tuviera que mostrarle. Todo aquello que le ayudase a encontrar una salida de aquel sitio, o incluso que les ofreciese a él y a Ajayi una nueva perspectiva de su situación, sería provechoso. Por otra parte, él sospechaba que el cuervo rojo no sabía que él ya había estado detrás de una de esas puertas, aun cuando sólo por corto tiempo. Si la revelación que le esperaba al otro lado de aquellas pesadas puertas de madera y bandas de metal tenía algo que ver con el agujero en el techo y el planeta llamado «Polvo», él entonces ya estaba preparado.
De la puerta más próxima a Quiss provino un clic. Al oír unos ligeros golpes se acercó. En la puerta había una hendidura recubierta de metal que Quiss tomó por un tirador. Cuando tiró de la puerta, ésta se abrió suave y lentamente, revelando al cuervo rojo revoloteando en un largo pasillo iluminado por unos pequeños globos resplandecientes colgados del techo.
—Bienvenido —dijo el cuervo. A continuación se giró y salió volando pausadamente por el pasillo—. Cierra la puerta y sígueme —le dijo. Quiss hizo lo que se le dijo.
Durante diez minutos, el ave y el hombre estuvieron respectivamente volando y caminando. El túnel se curvaba gradualmente hacia la izquierda. Era bastante cálido. El cuervo rojo volaba en silencio a unos cinco metros delante de él. Finalmente llegaron ante otra puerta, similar a aquella por la cual habían entrado en el túnel. El cuervo se detuvo delante de ella.
—¡Discúlpeme! —dijo, desapareciendo a través de la puerta. Quiss se quedó estupefacto. Tocó la puerta para asegurarse de que no se trataba de una proyección; era sólida y tibia. De la puerta provino otro clic. El cuervo rojo reapareció encima de la cabeza de Quiss—. Vamos, ábrela —le dijo. Quiss tiró de la puerta. Con el cuervo rojo detrás y por arriba de él, entró en un lugar extraño.
La cabeza le dio vueltas; por un momento se sintió tambalear. Parpadeó y sacudió la cabeza. En seguida se dio cuenta de que además de haber entrado en un lugar, también se hallaba en un espacio abierto.
Era como si estuviera de pie sobre un suelo plano y desierto, o en el deprimido lecho de una laguna salada. Pero el cielo estaba tan cerca que se podía tocar, como si la capa de nubes hubiera descendido a unos pocos metros de aquella superficie salada o arenosa.
Detrás suyo (Quiss se dio vuelta, mareado, buscando un punto de referencia en aquella confusa inmensidad que se desplegaba delante de él) estaba la puerta por donde acababa de entrar. Se hallaba empotrada en un muro que a primera vista le había parecido derecho, pero que enseguida percibió que era curvo; parte de un círculo gigante. El cuervo rojo continuaba revoloteando perezosamente encima de él, observando con divertida malevolencia a Quiss mientras éste volvía a enfrentarse con el espacio que tenía delante suyo.
El suelo era de pizarra pulida y el cielo raso estaba compuesto de cristal, hierro y agua como en las plantas superiores del castillo. Columnas de pizarra y hierro soportaban el techo, situado a la misma altura que el de aquella habitación que Quiss había descubierto hacía tanto tiempo, cuando encontró el agujero en el techo de cristal con la criatura a su alrededor. Lo único que faltaba era una de las cuatro paredes.
No había mucha luz, tan sólo unos cuantos peces luminiscentes nadando indolentemente sobre su cabeza y alrededor de él, pero era suficiente para ver que el espacio en el cual se hallaba parecía no tener fin. Quiss fijó la mirada en la distancia, pero todo lo que alcanzó a ver fueron pilares y columnas haciéndose cada vez más y más pequeñas en aquellos abismos curvos y comprimidos. Pilares y columnas y… personas. Había figuras humanas subidas a pequeños taburetes o sentadas en sillas elevadas, con los brazos dentro de aros de hierro, los hombros pegados contra la interminable superficie inferior del techo de cristal. Algunas de las cosas que en un principio había pensado eran pilares o columnas le dejaron asombrado al descubrir su equivocación; se trataba de personas con sus cabezas metidas dentro del cielo raso, circundando agujeros iguales a aquel en el cual él también había metido su cabeza, brevemente, dentro de aquella ya remota habitación.
Volvió a sacudir su cabeza, fijando la vista otra vez en la distancia. El estrecho espacio entre el suelo y el techo desapareció por completo, y tan sólo quedó una delgada línea empañada por la lejanía. La línea tenía un aspecto ligeramente curvo, como el horizonte vacío de un mar visto desde un barco en algún planeta oceánico. Quiss se sintió de nuevo mareado. Sus ojos se negaban a aceptarlo; su cerebro, apresado en el corto espacio entre el suelo y el techo y las supuestas paredes, pensaba en el espacio de una habitación. Pero si él se encontraba en una habitación (y si esto no era una especie de proyección, o incluso una burda ilusión con espejos) entonces sus paredes debían aparecer en algún lugar por encima del horizonte.
Quiss volvió a girarse, cuidadosamente, tratando de recordar sus primeros entrenamientos para las Guerras, durante los cuales había realizado ejercicios de equilibrio y desorientación que le dejaban con una sensación parecida a la de ahora, y fijó nuevamente la vista en el muro negro que tenía detrás suyo y la puerta cruzada con bandas de metal empotrada en él. Recorrió con la vista la ligera curva del muro, intentando calcular el diámetro del círculo que éste sugería. Debería tener varios kilómetros; suficiente para abarcar al castillo, la cantera y sus minas. Este muro era la raíz del castillo, su cimiento. El espacio infinito, una especie de vasto sótano.
—¿Qué es este sitio? —dijo, y se sintió como si estuviera susurrando; su cerebro había esperado algún eco, pero no se produjo ninguno. Era como hablar en un espacio abierto. Mientras miraba a las personas paradas encima de los taburetes y repantigadas en las altas sillas, el cuervo le dijo:
—Vayamos a dar un paseo. Sígueme y te lo contaré. —El ave agitó sus alas lentamente y Quiss le siguió despacio. Pasaron junto a una de las figuras de pie: un hombre, vestido con pieles parecidas a las de él, pero mucho más viejo. El hombre parecía enjuto. Un tubo salía de entre los pliegues de su abrigo a la altura de la entrepierna e iba a parar a una jarra de piedra apoyada en el suelo. Pasaron a su lado.
Quiss se sintió atraído por algo en movimiento en la borrosa distancia. Tenía el aspecto de un pequeño tren; un ferrocarril de vía estrecha con una pequeña locomotora que arrastraba unos vagones con aspecto de contenedores. Era difícil calcular la distancia, pero Quiss supuso que estaría por lo menos a unos cuatrocientos metros de allí, dirigiéndose desde el castillo hacia el tenue espacio de las personas paradas y las columnas sustentadoras. Recordó el tren que había visto, hacía mucho tiempo, en las cocinas del castillo.
Quiss miró a su alrededor, tratando de estimar la cantidad de personas que había en aquel lugar. Parecía haber una persona por cada diez metros cuadrados. Fascinado, se quedó mirándolas, viendo cientos y miles de figuras. Si la densidad era la misma a lo largo de todo el espacio que borrosamente se desplegaba delante suyo antes del punto de unión entre el techo y el suelo, entonces debería haber…
—No tiene nombre —dijo el cuervo rojo, volando delante de Quiss, su voz oyéndose a lo lejos—. Creo que técnicamente pertenece al castillo. Hasta es probable que sea considerado como el sótano. —Por un instante su voz se convirtió en un cloqueo—. No tengo idea de cuán grande es este sitio. He volado en muchas de sus direcciones a una distancia de diez mil aleteos y jamás vi ni siquiera una pared. Todo es muy uniforme. Aparte de una gran concentración de líneas férreas en el suelo. Lo que aquí ves es lo que verás en cualquier otra parte de este lugar. Debe haber muchos cientos de millones de personas con sus cabezas metidas dentro del techo, en esta especie de pecera invertida.
Quiss no sabía lo que era una pecera, pero pensó que sería mejor fingir ignorancia acerca de lo que aquellas personas hacían con sus cabezas metidas en el techo. Se lo preguntó al cuervo.
—Hay una especie de animal que descansa del otro lado de la concavidad de cristal en donde la gente tiene metidas sus cabezas —dijo el cuervo rojo—. Este animal transmite pensamientos a través del tiempo. Cada una de estas personas está dentro de la cabeza de un ser humano del pasado.
—Comprendo —dijo Quiss, esperando sonar más indiferente de lo que el cuervo rojo esperaba—. ¿El pasado, dices? —Quiss se rascó el mentón. Aún no podía creer en lo que estaba viendo; por más que caminaba sin chocarse con nada, una parte de él aún esperaba darse de lleno con una pantalla de proyección o un muro.
El cuervo rojo se giró con facilidad en el aire frente a Quiss y ahora volaba hacia atrás, algo que parecía costarle tan poco esfuerzo como volar hacia adelante o fumar un puro.
—¿Aún no lo has adivinado, no es cierto? —le dijo a Quiss. En su voz, al igual que en su inexpresivo rostro, había un dejo de afectación. Las vigas de hierro que sujetaban el techo proyectaban líneas de sombra sobre el lento batir de sus alas rojas.
—¿Adivinado qué?
—Qué es esto. En dónde te encuentras. El nombre de este lugar.
—¿Y por qué no me lo dices tú? —dijo Quiss, deteniéndose. El pequeño tren había desaparecido en la distancia. Sin embargo, le pareció poder oírlo; el chirrido de las vías. Un susurro de este sonido parecía llenar el lugar, como si fueran débiles voces.
—Hmm —dijo el cuervo—, pues, tal vez no hayas oído hablar de él; en tiempos de las Guerras Terapéuticas su recuerdo ya había sido perdido… De todas formas, como quizás ya te hayas dado cuenta, esto es un planeta. Su nombre es Tierra.
Quiss asintió con la cabeza. Sí, eso explicaba en parte lo que le había dicho aquel pequeño ayudante en la habitación que él encontró abierta. ¡«Polvo», lo que hay que oír!
—Así es como se llama este lugar; es en donde se encuentra el castillo; en la Tierra, próximo el fin de su vida planetaria. Dentro de unos cien millones de años el sol se convertirá en un gigante rojo, tragándose a todos los planetas de su sistema. Mientras tanto, sin luna y habiendo dejado de fluctuar y rotar, únicamente con el castillo, que yo sepa, sobre su superficie y con todo vestigio de las civilizaciones y especies anteriores de la humanidad destruido o simplemente enterrado desde hace un billón de años debajo de las placas continentales, será tu herencia.
—¿Mía? —dijo Quiss. Mirando a su alrededor observó que a cierta distancia la suave curvatura del muro del castillo se tornaba mucho más evidente que de cerca.
—Éste —dijo el cuervo rojo— es uno de los dos destinos que te aguardan. Si lo deseas puedes unirte a estas personas; ser como uno de ellos y soñar con el pasado, dentro del cuerpo de quienquiera que elijas, remontándote a mil millones de años atrás.
—¿Por qué razón debiera, o no debiera querer elegir eso?
—Es posible que quisieras elegirlo porque no deseas morir ahora. Es posible que lo quieras rechazar porque tienes lo que llaman una conciencia civilizada. Verás, cada una de estas personas trató, y fracasó, de hacer lo que tú y tu compañera estáis intentando —y fracasaréis— hacer; escapar. Cada uno de ellos, todos estos millones de individuos, es un fracaso. Desistieron del intento de responder al acertijo que se les había designado, y mientras otros eligieron el olvido, éstos optaron por vivir como parásitos de lo que el tiempo les ha dejado, en las mentes de otras personas de tiempos remotos. Sienten lo que otros han experimentado, incluso tienen la ilusión de poder alterar el pasado, por lo que dan rienda suelta a su voluntad y aparentemente influyen en los actos de sus anfitriones. Es una manera de postergar la muerte, de someterse a una droga, de alejarse de la realidad negándose a enfrentar el fracaso de uno. He oído decir que esto es mejor que nada, pero… —la voz del cuervo rojo se desvaneció. Sus ojos pequeños como cuencas permanecieron fijos en Quiss.
—Comprendo —dijo—. Vaya, debo decir que no me parece del todo tan deprimente.
—Sin embargo, tal vez te lo parezca más adelante.
—Quizá —dijo Quiss, fingiendo lo mejor que podía un aire indiferente—. ¿Debo suponer que todas estas personas tienen que ser alimentadas, y que las cocinas del castillo son tan grandes y hay tanto ajetreo porque deben abastecerlas?
—Oh, muy bien —dijo el cuervo rojo con un dejo de sarcasmo—. Así es, envían pequeños trenes desde las cocinas, llenos de sopas y guisos, hasta los confines del lugar, dondequiera que éstos se hallen; algunos trenes se pierden durante años, otros jamás regresan. Afortunadamente, estos pobres fracasados no precisan mucho sustento, por lo que las cocinas del castillo pueden dar abasto, aunque les iría mucho mejor si no se estuvieran entreteniendo con el tiempo subjetivo… Hasta donde yo sé, este sótano universal se extiende alrededor del planeta, y el castillo abastece a todas estas personas; tal vez existan otros castillos; uno a veces escucha rumores. De todas formas, el castillo cuida de estas personas en todos los sentidos. Se les ayuda a sacar la cabeza del agujero y reciben un tazón del cual beben a sorbos, sentados, con los ojos en blanco, como si estuvieran dormidos; luego vuelven como zombies a sus mundos particulares. Sus excrementos son retirados en los mismos trenes. —El cuervo rojo ladeó la cabeza, diciendo con cierta perplejidad en la voz—: ¿Pero no encuentras todo esto un poco… tonto? Es lo que te espera, hombre. Aquí es donde terminan casi todos, y muchos de ellos eran más inteligentes que tú. Si quieres, puedes preguntárselo al senescal. Confirmará mis palabras. Muy pocos escapan. Virtualmente ninguno.
—Sin embargo, qué más da —dijo Quiss—, como tú dices, es mejor que nada.
—¿Convertirse en parásito? ¿Terminar con tu cabeza metida dentro de alguna barata máquina del tiempo? No lo puedo creer. Esperaba más, incluso de ti. Sabes, no te he mentido. La verdad es suficientemente horrible. En realidad, estos zombies no influyen verdaderamente a las personas en cuyas mentes habitan. El senescal podrá decir lo que quiera, que con el tiempo la voluntad se acrecienta y que estas personas son responsables de los súbitos impulsos en los primitivos seres que persiguen, pero no son más que disparates. Las criaturas que hay alrededor de los agujeros podrán hacerles creer eso, pero según los experimentos que yo mismo he llevado a cabo todo indica claramente que lo único que existe es la ilusión de este efecto… y de todas formas, ¿existe una explicación más verosímil? Te diré una cosa: estas personas no valen más que muertas. Están muertas dentro de su propio sueño.
—Pero sigue siendo mejor que nada —insistió Quiss—. Indudablemente.
El cuervo rojo permaneció en silencio durante un buen rato, agitando sus alas en el aire delante de Quiss, mirándole con sus inexpresivos ojos negros. Finalmente dijo: —Entonces, guerrero, no tienes alma.
Haciendo un semicírculo alrededor suyo, el pájaro enfiló nuevamente hacia el muro negro que formaba parte del castillo.
—Es mejor que regresemos —dijo—. Si lo deseas, puedes preguntarle al senescal sobre este sitio. Se pondrá furioso, pero no te castigará, y tampoco puede castigarme a mí. Pregúntale —dijo el cuervo, batiendo sus alas en dirección al curvado muro sobre el cual se sostenía el Castillo Puertas, el Castillo Legado—, lo que quieras. Te confirmará que casi ninguna escapa, que la mayoría terminan aquí, o, los valientes, los verdaderamente civilizados, se suicidan.
Finalmente llegaron a la puerta, que aún se encontraba abierta de par en par. Mientras el cuervo rojo flotaba en el aire a un costado de ella, Quiss pasó junto a los pilares, columnas y personas soñando. Deteniéndose ante el mismo hombre vestido con pieles y de pie sobre un taburete que había visto antes, le dijo al cuervo rojo:
—Permíteme hacerte una pregunta.
—Oh sí, por supuesto, puedes examinarlo previamente —dijo el cuervo, volando en su dirección— Hay uno vacío…
—No, no —dijo Quiss, sacudiendo su cabeza y observando al ave que se había detenido cerca de él. Quiss señaló con la cabeza al enjuto hombre de las pieles y con su cabeza metida en el techo de cristal—. Me estaba preguntando si sabes algo acerca de él. ¿Cuál es su nombre? ¿Desde cuándo está aquí?
—¿Cómo? —dijo el cuervo rojo, un poco confuso, incluso irritado (Quiss disimuló la sensación de triunfo que le recorría por todo el cuerpo)—. Oh, ha estado aquí desde hace siglos —dijo, volviendo a recobrar su habitual compostura—. ¿El nombre?… creo que Godot. Goriot. Gerout; o algo parecido. Los archivos no son perfectos, ¿sabes? Un caso extraño… escucha, ¿seguro que no quieres probar lo que se siente? Te puedo enseñar en donde…
—No —dijo Quiss con firmeza, y se dirigió con brío hacia la puerta que conducía al castillo—. No me interesa. Ahora regresemos.
Quiss fue a ver al senescal, quien en medio del bullicio de las cocinas le confirmó todo aquello que le había dicho el cuervo rojo.
—Por lo tanto —dijo el senescal, obviamente disgustado—, ha visto lo que probablemente le tiene reservado el destino, ¿y qué? ¿Qué puedo hacer ahora? Simplemente pienso que ha sido afortunado en no aceptar la oferta del cuervo rojo; una vez debidamente dentro de esas cosas nadie sale por propia voluntad; demasiado seductor. Si alguien no viene en su rescate se quedaría allí para siempre, interviniendo en cualquier aspecto de la excitación humana. Para cuando uno se percata de los ruidos de su estómago ya está enganchado. Tan sólo se sale para comer y comparado con lo que se acaba de dejar no es más que un sueño gris.
Ése era el propósito del cuervo rojo. Tentarle con uno de esos orificios y luego dejarle solo. Y no confíe tampoco en todo lo que le ha dicho. Los orificios en el techo permiten un control total de las mentes de los primitivos. No hay nada que no pueda ser alterado. Cada mente contiene su propio universo. No podemos estar seguros de nada. Eso es todo lo que puedo decir. Si desea entrar oficialmente en ese sitio que ya ha visto informalmente, tendrá que notificarme su rendición a través de los canales apropiados. Ahora váyase, por favor. —El senescal le miró con severidad y luego subió por la desvencijada escalera de madera que conducía a su despacho, lejos del continuo caos de las cocinas.
Quiss regresó al cuarto de juegos, con las piernas exhaustas por el esfuerzo.
No le contó nada a Ajayi.
Se encontraba de pie en el parapeto del balcón.
Sí, el cuervo rojo había tenido razón. No podía saberlo, jamás podría estar seguro, probablemente sólo había exagerado la fealdad del destino de los soñadores para impulsarle a que él probase la experiencia y así poder dejarle allí, pero a pesar de todo había tenido razón acerca de los eventuales efectos de su revelación.
El recuerdo de aquel estrecho e ilimitado espacio debajo del castillo ocupó los pensamientos de Quiss —y, lo que era más importante, sus sueños— durante casi cien días con sus noches. Se había apoderado de él una profunda e incomprensible depresión, pesándole como si llevase puesta una armadura. Se sentía como un guerrero, envuelto en cadenas, hundiéndose en arenas movedizas…
No podía dejar de pensar en lo que había visto, en aquella vasta extensión delante y debajo suyo, en la impresión de claustrofobia que le causó aquel infinito. Tantas personas, tantas esperanzas fallidas, partidas perdidas, sueños abandonados; y el castillo, una isla de posibilidades en medio de un océano de oportunidades malogradas.
Aquella imagen resplandeciente e ilusoria a la cual se había aferrado durante todos estos días, esos brazos marrones, el cielo azul y la contrastada estela de vapor, ahora se le aparecían tan sólo para herirle, para burlarse de él en sus sueños. Su mente se hallaba perdida en aquel obscuro, silencioso e infinito espacio; esa falta de límites que convertía su desesperación en una sensación inacabable.
Sus esperanzas, su determinación —antes tan agresiva, tan furiosa, enérgica y poderosa— se había echado a perder por la indolencia; era incapaz de seguir adelante.
La influencia del castillo. Éste era su efecto, sobre aquellos que lo habitaban como también sobre sí mismo. Agobiar, desgastar lentamente y al mismo tiempo fusionar, corroyendo, agarrotando simultáneamente, al igual que agua cargada de arena en alguna inmensa máquina. Quiss se sentía dentro de aquel sitio no más importante que un grano de arena.
Miró hacia abajo los riscos y la nieve, balanceándose sobre sus pies hacia atrás y hacia adelante. Sintió un escalofrío y la mandíbula floja, por lo que apretó sus dientes. El viento soplaba con fuerza y le hacía oscilar. Frío como un glaciar, pensó, sonriendo tétricamente. Un glaciar de flujo lento. Una imagen apropiada con la cual morirse, pensó, recordando la habitación de cristal diluido, la última gota que eventualmente siguió a la revelación del cuervo rojo. Ése había sido el verdadero activador, la razón por la cual se encontraba de pie en este lugar.
Quiss había descubierto otra habitación, hacía apenas unos cuantos días, en uno de sus ahora infrecuentes paseos. Se hallaba caminando sin rumbo fijo, algo habitual en él, cuando llegó a una habitación dentro de los gruesos muros en donde soplaba el viento y la nieve entraba por las ventanas.
En las ventanas había restos de marcos de metal; se dio cuenta de ello al asomarse para mirar afuera y orientarse mediante el paisaje (si su sentido de la orientación no le fallaba, desde allí tendría que ver las minas, pero en los últimos tiempos cada vez se despistaba con mayor frecuencia).
Un material parecido a brea clara sobresalía de casi todos los marcos vacíos, en donde tan sólo quedaba un delgado borde de cristal sujeto al fondo de cada uno de los hexágonos del marco de metal. El cristal que pisaba era obscuro. Miró la ventana por fuera, entrecerrando sus ojos a causa del frío y concentrado viento que soplaba a través del espacioso agujero. El suelo se elevaba ligeramente, hacia las ventanas. Era de un material translúcido, como el hielo, y se insertaba en las paredes por debajo de las ventanas. Quiss se agachó, resoplando a causa del esfuerzo, para examinarlo, y finalmente terminó por arrodillarse y rascar el suelo (debajo de la delgada capa de cristal había un pavimento de pizarra). Golpeó ligeramente el material parecido a la brea pegado a los marcos de la ventana, luego pasó un dedo sobre el cristal aún sujeto en los marcos, por encima del alféizar, bajando por las lisas paredes hasta que finalmente su dedo se deslizó hacia el suelo sin que la yema registrase en todo su recorrido una rajadura, grieta o juntura.
El cristal del fondo de los marcos, sobre el estrecho alféizar, en las paredes debajo de las ventanas y del suelo estaba unido. Era un único cristal. Quiss permaneció arrodillado con las manos apoyadas encima de su regazo, la mirada perdida.
Recordó, de tiempos inmemoriales, que el cristal —el corriente, hecho de arena— era teóricamente un líquido, que en los viejos edificios los equipos de medición muy sensibles podían detectar un adelgazamiento significativo en la parte de arriba del panel y el correspondiente ensanchamiento en la parte de abajo, al ceder el cristal gradualmente al incesante empuje de la gravedad. En el Castillo Legado, al menos en ciertos lugares, el proceso sencillamente había tenido tiempo para llegar más lejos. El cristal se había diluido —aún se estaba diluyendo— de los marcos, por encima del alféizar, bajando por la pared hasta el suelo.
Al darse cuenta de aquello, y después de un rato, para su propio asombro, Quiss comenzó a llorar.
Las minas, de todos modos, no eran visibles a través de las ventanas; Quiss volvió a perderse por el castillo, con la mente en blanco, hasta que por último llegó al punto de partida, el cuarto de juegos desierto.
A continuación se dirigió casi automáticamente hacia el balcón y allí se quedó pensativo; vagamente sorprendido, casi de un modo ingenuo, por la facilidad con que súbitamente había sido capaz de aceptar su propia muerte, e incluso desearla.
Después de todo, no había nada que valiera la pena.
Así que trepó a la fría superficie de piedra del parapeto.
Ahora comprendía lo que había querido decir el cuervo rojo con alma, y ahora esa cualidad a-religiosa de carácter irreductible, esa individualidad, habría de pronunciar su más profunda autoafirmación en su propia destrucción.
Quiss cerró los ojos y se inclinó sobre el vacío.
Unos brazos se aferraron a su cintura, tirando de él. Abrió los ojos y vio mientras caía cómo el cielo se inclinaba, el muro del castillo en la parte de arriba del balcón se torcía. Ajayi jadeó mientras ambos golpeaban pesadamente el suelo de pizarra del balcón. Quiss salió rodando hasta el cálido cuarto de juegos, golpeándose la cabeza contra el suelo de cristal.
Levantó mareado la vista y vio a Ajayi tendida en el suelo del balcón, su pecho moviéndose rítmicamente, los ojos muy abiertos, contemplándole. Estaba tratando de incorporarse.
—Quiss…
A gatas, Quiss extendió su mano y le golpeó con dureza en el rostro, enviándola nuevamente al suelo.
—¡Déjame solo! —gritó—. ¿Por qué no puedes dejarme solo? —Inclinándose, Quiss la levantó. Su boca sangraba y tenía el rostro blanco. Ajayi lanzó una exclamación y se protegió la cara con sus manos; Quiss la arrojó dentro del cuarto de juegos y ella, tambaleándose, tropezó con unos libros, cayéndose de bruces en el suelo. Quiss fue en su busca—. ¿No puedes dejarme solo, no es así? —dijo sollozando. Sus ojos se estaban llenando de lágrimas, las manos y los brazos le temblaban. Volvió a levantar a la mujer del suelo; ella se llevó las manos a la cara, con los ojos levemente desviados, una mueca en el rostro; Quiss le dio otra bofetada y Ajayi se desplomó sobre el suelo con un grito. Se disponía a darle un puntapié a la figura llorosa, acurrucada sobre el suelo de cristal, cuando vio, no muy lejos, la mesa de juegos con un mazo de naipes encima.
Quiss se abalanzó sobre la pequeña mesa y cogiéndola por dos de sus patas regresó junto a la mujer, quien con los ojos muy abiertos a causa del miedo, vio cómo el hombre levantaba la mesa por encima suyo (Ajayi se contrajo, las manos cubriendo su cabeza; los naipes se esparcieron por el suelo) y golpeaba con ella el suelo a pocos centímetros de su cabeza, destrozando la mesa y causando una rajadura en forma de telaraña de un metro de diámetro sobre la transparente superficie del suelo.
La mesa se desintegró; la pequeña gema roja engarzada en su centro se rompió en mil pedazos, un entramado de filamentos brillosos explotó en la intrincada superficie de la mesa, echando chispas durante unos segundos, para luego humear y tornarse opacos, y las sólidas patas de la mesa se abrieron elásticamente, partiéndose y revelando en su interior páginas impresas puestas a presión. Quiss pateó los escombros y luego se giró, tapándose los ojos con sus manos y sollozando.
Se alejó a tropezones hacia el interior del cuarto.
Ajayi levantó la vista, por encima de los restos de la mesa despedazada, y vio a Quiss darse contra la pared de las escaleras de caracol. Bajó titubeante los primeros escalones y desapareció. Ajayi volvió a respirar, tocándose ligeramente el labio partido con el borde de su abrigo.
Se sentó adecuadamente sobre la superficie de cristal, alejándose de la rajadura ocasionada por la mesa por donde comenzaba a filtrarse el agua tibia y salada. Estaba temblando.
Miró los restos de la mesa.
Bien, habían jugado su última partida; de eso no cabía la menor duda. Sin mesa, los juegos no eran válidos. Por lo tanto, les quedaba tan sólo una única posibilidad para responder.
Trató de pensar con calma, preguntándose qué había sucedido para que Quiss quisiera matarse. Ella no lo sabía. Últimamente se mostraba cada vez más displicente, pero tampoco quería dar explicaciones, si es que las había. Ajayi esperó que se le pasara; al igual que ella, Quiss ya había estado deprimido, pero durante los últimos cien días su abandono fue en aumento y no deseaba hablar sobre ello ni que le animasen. Tal vez no tendría que dejarle ahora solo, ¿pero qué podía hacer? Si estaba decidido a acabar con su vida no había nada que ella realmente pudiera hacer. Era su vida, estaba en su derecho. Quizá su comportamiento era un poco egoísta.
Ajayi se puso de pie temblando. Se sentía un poco mareada y el cuerpo le dolía en varios lugares. Al menos no tenía nada roto; era algo por lo cual tendría que estar agradecida.
Reparó que las patas de la pequeña mesa habían sido hechas con libros. A algunos de ellos les faltaban páginas o las cubiertas; trozos de ellos se hallaban adheridos al enchapado de madera que los había revestido cuando aún formaban parte de la mesa. Cada una de las tres patas estaba construida con uno o dos libros. Los ejemplares estaban escritos en inglés.
Titus Groan, leyó para sí en voz suave. El Castillo, Laberintos, El Juicio… A otro libro le faltaba la página con el título. Con el ceño fruncido, miró por encima los restos rasgados de la primera página.
Luego examinó el resto de los libros. Éste era interesante. Ajayi había estado buscando un par de ellos, sobre los que había leído en alguno de los manuales literarios y de comentario de textos que empleaba para seleccionar los libros que debía leer. No los había hallado en los lugares del castillo en los que supuestamente tendrían que haber estado. Tal vez era significativo que hubieran aparecido en cambio dentro de la mesa de juegos. Volvió a contemplar el libro sin la página del título.
Decidió leer primero aquel libro innominado. En todo caso, quizá le ayudara a tranquilizarse, a olvidarse de ciertas cosas…
Sí, pensó, mientras se dirigía hacia su taburete, primero leería éste y luego los demás. Esperaba que Quiss se encontrara bien. Aún tenían que dar una última respuesta.
Ajayi se sentó.
Comenzó a leer.
Después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer?
La historia comenzaba así:
Avanzó por los corredores blancos…