TERCERA PARTE

La calle Amwell

Una sucesión de pesados camiones que pasaban con estruendo por la calle Amwell sorprendieron a Graham al doblar por la Avenida Rosebery; eran unos inmensos autocamiones grises con los laterales acanalados que transportaban canto o ripio, dada la estela de polvo que dejaron detrás suyo en el aire casi inmóvil. El camino comenzaba a hacerse un poco ascendente, por lo que Graham aminoró su marcha. Prestó atención al tráfico, percibió la leve brisa cálida y cambiando el portafolio de mano volvió a pensar en ella.

Después de la fiesta, durante dos días le fue imposible encontrar a Slater y pasó todo ese tiempo en un estado de ofuscamiento. El lunes, sin embargo, le halló en el pequeño y humeante café bar de la calle León Rojo en donde por lo general solía pasar la mayor parte de su periodo académico, y Graham le había invitado a varias rondas de tazas de té y costoso salmón ahumado sobre pan de cereales, mientras Slater le contaba de modo pausado y provocativo acerca de Sara.


Sí, habían sido vecinos en Shrewsbury, pero naturalmente sólo se veían durante la época de vacaciones, y tampoco se hicieron amigos hablando por encima de un bonito y grotesco seto de jardín; él reparó por primera vez en ella desde la casa que se había construido sobre un árbol del jardín de sus padres mientras aprendía a montar en su nuevo poni en la finca de diez acres de bosque y pasto bien cuidado que poseían los padres de Sara.

—¿Una casa sobre un árbol? —dijo bromeando Graham—. ¿No es eso algo varonil?

—Querido, jugaba a que era Jane y no Tarzán —le respondió con sarcasmo Slater.

Los mejores años de Sara, continuó diciendo Slater, comenzaron después de que hubiera terminado los estudios. En esos días era una golfa, había dicho, suspirando con exagerada añoranza. Bebía Guiness, fumaba Gauloises y comía lo que fuera siempre y cuando estuviese condimentado con mucho ajo. También despedía un olor fuerte. Nunca salía sin su gran bolsa de mano. Dentro llevaba patatas que colocaba en los tubos de escape de los coches lujosos, y un impresionante y afilado cuchillo con el cual desgarraba las capotas de los automóviles convertibles. Si era posible, se introducía en los coches por esos mismos agujeros.

Se emborrachaba a menudo y una vez se desvistió sobre el piano de un pub local. (En uno de sus paseos por el canal, Graham le preguntó a Sara si aquello era verdad. Ella había sonreído, bajando la vista mientras seguía caminando, para finalmente admitir, un poco avergonzada, que todo aquello era cierto:

—Era salvaje —asintió con su grave y pausada voz. En aquel momento Graham se sintió dolido, igual que cuando Slater se lo contó por primera vez; deseaba haberla conocido entonces, ser parte de su vida durante aquel tiempo. Se daba cuenta de que estaba celoso del mismísimo tiempo.)

Era tres años mayor que Slater; es decir que ahora tenía veintitrés años. Durante los dos últimos años había estado casada con un hombre que realmente era director de obras del sistema de alcantarillado (a Slater le ofendió profundamente que Graham hubiese pensado que se había inventado aquel detalle tan sólo para bromear). Ella se casó contra la voluntad de sus padres, con quienes no se hablaba desde el día de la boda. De todos modos, tampoco se llevaba muy bien con ellos; probablemente lo hizo nada más que para irritarles. Era una lástima, porque sus padres no eran malas personas; al igual que los suyos, se creían todo lo que leían en el Daily Telegrah.

Sara poseía una única habilidad, o talento. A pesar de haber sido una alumna mediocre (ni siquiera le permitieron presentarse a examen en la universidad de Oxford), jamás descuidó sus lecciones de piano y de hecho tocaba muy bien ese instrumento. Su horrible maridito no veía esto con buenos ojos sin embargo, y vendió el piano un fin de semana en que ella se hallaba fuera en casa de unos amigos. Pero eso no fue La Última Gota, ni mucho menos. La venta del piano sucedió a los pocos meses de llevar casados. Ella tendría que haberle dejado entonces, pero la muy obstinada persistió.

Cuando no aparecieron los bebés el maridito se enfadó; le echó la culpa a ella. Sara había intentado ser una buena esposa pero fracasó; las otras mujercitas con las cuales se suponía que tenía que intimar para favorecer el ascenso de su esposo eran insoportablemente estúpidas. Al ostracismo social le siguieron ataques de tontera, el maridito comenzó a beber más de la cuenta, no le pegaba con frecuencia pero se la pasaba insultándola y le dio por la pesca; desaparecía fines de semana enteros con amigos que ella no conocía. Según él, andaba pescando por los ríos, pero cada domingo por la noche traía a casa filetes de pescado de mar y se cuidaba muy bien de vaciar los bolsillos de su ropa antes de dársela a ella para que la lavase. Sara comenzó a sospechar.

Pasaba sus fines de semana aquí en Londres, en el piso de Verónica, que ahora ocupa mientras su amiga permanece por un año en la Universidad de California como estudiante de intercambio. En uno de estos fines de semana conoció a Stock, fotógrafo que trabajaba para el suplemento de color de un periódico, aunque siempre bajo nombre falso para no pagar impuestos. Slater le había visto con su moto BMW, pero jamás sin su casco protector; para él podía ser tanto un albino como un rasta. Se parecía un poco a Darth Vader, el de La Guerra de las Galaxias. sin su capa. Aparentemente era un sujeto celoso y malhumorado; también estaba separado. No entendía cómo le podía gustar a Sara.

De todas formas, Slater pensaba que aquello no iba a durar mucho, basándose maliciosamente en el hecho de que ahora se veían con mayor frecuencia y no tan sólo los fines de semana; Stock se quedaba a menudo a dormir en aquel horrible y pequeño piso de Islington, pero Slater creía que Sara se podría cansar muy pronto del viril hombre enfundado en cuero negro.

¿Esa cosa alrededor de su cuello? Era una cicatriz sin duda; una marca de nacimiento que se había hecho sacar en la adolescencia por si resultaba ser maligna. Sí, él también la encontraba perversamente hermosa. Le había puesto a ella el apodo «La Cicatrice».

Finalmente, Slater le pasó el número de teléfono de su piso y Graham apuntó cuidadosamente las siete cifras, verificándolas a continuación sin prestar atención a las mezquinas observaciones de Slater acerca de la peculiar Sara y su espantoso gusto para con los hombres o de la naturaleza adúltera y frívola de las mujeres en general. Le propuso intercambiar las historias de lo que cada uno hizo después de abandonar la fiesta, pero Graham no quiso saber nada, y así se lo dijo a Slater mientras escribía el nombre de ella al costado de los números: Sarah Fitch. Slater lanzó una carcajada, burlándose y señalando lo que Graham había escrito.

—No lleva una «f» mayúscula sino dos minúsculas. Al igual que la industria británica, nuestra Sara está descapitalizada. Y Sara no lleva «h» final —dijo.

Graham la llamó desde la Escuela ese mismo día y la encontró. Sara dijo que estaba encantada de que la hubiera llamado; el sonido de su voz hizo temblar de emoción a Graham. Ella estaba libre el siguiente jueves por la noche. Le citó a las nueve en un pub llamado Camden Head. Esperaba que fuese.

Graham salió de la cabina telefónica lanzando una exclamación de alegría.

Como era su costumbre, ella llegó tarde, y sólo tuvieron una hora y media para charlar ya que Sara tenía que marcharse pronto; además Graham se puso nervioso y ella se veía cansada aunque también hermosa con sus pantalones de pana de color rojo claro, el jubón sin mangas ni cuello y aquel magnífico y deshilachado abrigo de pieles.

—Sabes, me parece que me estoy enamorando de ti —le dijo Graham alrededor de las once, mientras bebían.

Sara le dirigió una sonrisa y sacudiendo la cabeza cambió de tema, mostrándose distraída y mirando a su alrededor como si estuviese esperando a alguien. Graham deseó haberse quedado callado.

Caminó con él hasta la parada del autobús, no le permitió que la acompañase hasta su piso y le dijo que no la siguiera; se fijaría y la haría enfadar. Le besó de nuevo rápida y delicadamente.

—Lamento no haber sido una gran compañía. Llámame pronto; la próxima vez seré puntual.

Aquello le regocijó por dentro. Su sentido del tiempo parecía ser distinto del de la demás personas. Ella tenía un tiempo propio; se regía por una especie de reloj interno errático. Como una caricatura convencional de la puntualidad femenina, siempre llegaba tarde. Pero acostumbraba a venir. Casi siempre. Al principio se citaban durante los días de semana, en pubs no muy distantes de su apartamento. Mayormente hablaban de cosas triviales; era un lento proceso de descubrimiento. Graham deseaba saber todo lo que ella había hecho y sido, todo lo que pensaba, pero Sara era reticente. Prefería hablar de películas, libros y discos, y aunque parecía interesarse en él preguntándole por su vida, se sentía igual de engañado que de complacido. Él la amaba, pero su amor, ese amor que deseaba que fuese compartido parecía estar atascado, retenido en una primera fase, como si estuviera hibernado hasta que pasase el invierno.

Jamás le hablaba de Stock.


Graham subió a pie por la calle Amwell. ¿Cómo te encuentras?, se preguntó a sí mismo. Oh, estoy bien. Se miró las uñas de sus manos. Le llevó media hora limpiárselas, empleando aguarrás, cepillo, así como agua y jabón. Además, había sacado unas cuantas manchitas de pintura de su camisa. La crema Nivea de un compañero le sirvió para suavizar un poco la raspada y reseca piel de sus dedos. Las únicas manchas de sus manos que no quisieron desaparecer fueron las de la tinta china que había utilizado el día anterior para terminar los dibujos de Sara. Graham sonrió: se hallaba impregnado de ella.

Pasó por delante de la entrada a un patio. Por encima colgaba flojamente una bandera anunciando una kermesse. Miró nuevamente la bandera, memorizando sus trazos y curvas, fijando lo que percibía para poder dibujarlo algún día. Era posible sugerir cosas al dibujar una bandera caída, de modo tal que algunas letras y palabras quedasen disimuladas y alteradas por los pliegues de la tela.

Recordó la última vez que había estado por allí, en el mes de mayo, al poco tiempo de haber comenzado a verla por las tardes y salir a dar largas caminatas a lo largo del canal. Ese día llovía a cántaros; se trataba de un verdadero aguacero mientras que los truenos retumbaban en los cielos que cubrían a la ciudad. Graham estaba calado hasta los huesos, y esperó que esta situación le permitiría finalmente el acceso a su apartamento; pero ella en ningún momento le invitó a pasar.

Al llegar allí había pulsado el timbre del interfono, esperando oír el sonido distorsionado de su voz, pero fue en vano. Graham pulsó el timbre una y otra vez. Salió otra vez a la calle, dejando que la lluvia le aguijonease en los ojos, le empapara por completo, se le metiese dentro de la boca y de los ojos; era una lluvia cálida, de gotas grandes y duras, que hacía que la ropa se le pegase al cuerpo; erótica, que le aceleraba los latidos del corazón en una repentina y tempestuosa fantasía sexual; ella le invitaría a subir… no, mejor aún, ella aparecería en la calle y también mojándose hasta los huesos se le acercaría, mirándole a los ojos… luego subirían juntos…

Nada.

Tuvo que caminar hasta la calle Mayor, cerca de las paradas de autobús, para poder hallar una cabina telefónica vacía. Una vez dentro del cubículo que olía a orina, emanando vapor de su cuerpo y goteando agua de sus ropas, marcó el número escuchando el sonido de la llamada, volvió a marcar, repitiéndose a sí mismo los números como en una especie de canto, asegurándose cada vez que el dedo estuviera en el orificio correcto del disco de marcar. A continuación el doble repiqueteo: trr-trr: trr- trr: trr-trr. Graham permaneció escuchándolo, tratando de inducirla a que cogiera el auricular; se la imaginaba regresando a su apartamento; tal vez oyese sonar el teléfono desde la calle… ahora introducía la llave en la cerradura de la puerta… ahora subía corriendo las escaleras… ahora entraba en su piso a toda prisa, mojada, sin aliento, para coger el auricular… ahora… ahora.

Trr-trr: trr-trr: trr-trr.

Por favor.

Le dolía la mano, sentía la boca tensa debido a la mueca de angustia que exhibía, el agua le chorreaba del cabello sobre el rostro y por la espalda. También le goteaba del codo del brazo con el cual sostenía el auricular pegado a su oreja.

Contesta:contesta:contesta:trr-trr:trr-trr:trr-trr…

Fuera de la cabina se estaba formando una cola. Seguía lloviendo, aunque con menor intensidad. Una muchacha le golpeó el cristal desde afuera, Graham se giró, ignorándola. Por favor contesta… trr-trr:trr-trr:trr-trr…

Finalmente la puerta de la cabina se abrió. Una rubia con aspecto mojado, que llevaba puesto un impermeable ennegrecido, le miraba furiosa.

—Eh, tío, ¿a qué jugamos? Estoy esperando hace más de veinte minutos. ¡Y tú ni siquiera has hecho una maldita llamada!

Sin decir nada, Graham colgó el receptor y se encaminó hacia la parada del autobús. Se había olvidado de sacar de la ranura del teléfono su moneda de diez peniques y de recoger la pila de calderilla que tenía preparada encima de los listines telefónicos. Tuvo ganas de vomitar.

Al día siguiente, ella le pidió disculpas por teléfono; se había pasado todo el día debajo de la ropa de cama escuchando a todo volumen en el walkman su cinta favorita de David Bowie para ahogar el ruido de los truenos.

El muchacho se puso a reír, queriéndola aún más por aquello.


Graham pasó por delante de un pequeño puesto en donde vendían pasteles. Pensó en comprarse uno, pero mientras le daba vueltas a la idea siguió caminando y luego le pareció tonto hacer de nuevo todo aquel trecho por lo que no se compró nada, a pesar de que el estómago le hacía ruidos. Había comido por última vez hacía cuatro horas, en el mismo pequeño café en donde en enero Slater le habló de Sara.

Graham cruzó la calle. Se estaba acercando a la Plaza Clairmont, en lo alto de la colina, donde las mansiones, una vez elegantes, luego deterioradas y ahora reconstruidas, miraban hacia el bullicioso tráfico de la Vía Pentonville por encima de las copas de los árboles. Graham cambió de mano su portafolio de plástico. Dentro llevaba dibujos de Sara ffitch, y se sentía orgulloso de ellos. Los dibujos estaban hechos con un nuevo estilo que había experimentado últimamente, y pensaba que ahora lo dominaba bastante bien. Tal vez era un poco apresurado para estar tan seguro, pero él creía que probablemente se trataba de lo mejor que había dibujado hasta el momento. Esto le hacía sentir animado. Era otra especie de presagio; una confirmación…

Un día ellos dos tuvieron una conversación en dos niveles, de calle a ventana de primer piso; fue en el mes de abril; era la segunda vez que él la iba a buscar por la tarde para salir a dar un paseo a lo largo del canal.


Sara se había asomado por la ventana después de que él hubiera pulsado el timbre del interfono, sacando la cabeza por la parte inferior de la ventana de guillotina y a través de unas cortinas color marrón obscuro.

—¡Hola! —le gritó.

Graham cruzó hasta el medio de la calle.

—¿Sales a jugar? —dijo sonriendo y mirándola a contraluz. Justo entonces la parte abierta de la ventana se soltó y fue a caer sobre ella; riéndose, Sara giró la cabeza.

—¡Ay! —exclamó.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Graham. Ella asintió.

—No me he lastimado. —Sara se meneó. Él tuvo que resguardarse los ojos para ver mejor—. Creo que podré zafarme. Eso espero, porque si no me quedaré aquí atrapada.

Graham hizo una mueca de preocupación. Repentinamente pensó en cómo se la debía ver desde el interior de la cocina con aquella postura inclinada; un horrible pensamiento de índole sexual se le pasó por la cabeza e instintivamente buscó con la mirada la enorme moto BMW negra, pero no la encontró. Jamás estaba allí cuando ella le invitaba a que pasase a buscarla por su apartamento; los mantenía a él y a Stock bien alejados uno del otro. Sara se rio nerviosamente.

—Siempre me ocurren esta clase de cosas —dijo, y encogiéndose de hombros apoyó los codos sobre el alféizar de la ventana con una sonrisa. Llevaba puesta una holgada y gruesa camisa de lana a cuadros escoceses, la cual le daba aspecto de leñador.

—Qué —dijo él—, ¿vienes a dar un paseo?

—¿Dónde quieres ir? —dijo ella—. Tiéntame con algo.

—No lo sé. ¿Te apetecería ir al canal?

—Quizá —dijo ella, encogiéndose de hombros. Dejó de mirarle para escudriñar el horizonte—. Ah —exclamó—, la Torre de la Oficina de Correos.

Graham dirigió la vista hacia el suroeste, aun a sabiendas de que era imposible ver el alto edificio desde la calle.

—¿Deseas ir allí?

—Podríamos ir al restaurante giratorio —dijo ella riéndose.

—Creo que está cerrado —dijo Graham. Sara volvió a encogerse de hombros, estiró los brazos hacia afuera y arqueó su espalda.

—¿Ah sí? Qué fastidio de personas.

—De todos modos estaba fuera de mi poder adquisitivo —dijo él bromeando—. Si tienes hambre puedo invitarte a una hamburguesa con patatas fritas. ¿Qué te parece la oferta?

—Vamos al zoo —dijo ella, bajando la vista hasta él.

—¿Cerdo hormiguero con patatas fritas, o chimpancé con patatas fritas? —dijo él. Sara se rio y eso a Graham le hizo sentirse bien.

—Hoy podríamos ir al zoo —dijo Sara.

—¿Realmente quieres ir? —dijo él. Tenía entendido que la entrada costaba muy cara. Pero si a ella le apetecía irían.

—No lo sé —dijo alzando los hombros—. Creo que sí.

—El canal pasa junto al zoo. Quizá tengamos que caminar bastante, pero será agradable. Hay que atravesar Camden Lock. —A Graham le estaba comenzando a doler el cuello de tanto mirar hacia arriba. Sara se aferró al borde del alféizar, como si estuviera haciendo un esfuerzo con la región lumbar. Está atrapada, pensó él, pero no lo quiere admitir. Orgullosa; desconcertada. Como yo. Graham sonrió. Tal vez tendría que ir en busca de una escalera y rescatarla. La idea no dejaba de ser divertida.

—¿Sabías que el canal pasa justo por debajo de esta casa? —comentó ella.

Graham negó con la cabeza.

—No. ¿Es cierto?

—Por supuesto —asintió ella—. Justo por aquí debajo. Lo comprobé con el mapa. ¿No te parece increíble?

—Quizá haya un pasaje secreto.

—Podríamos construir uno. Un túnel. —Su voz sonaba estridente; Graham quiso reírse de ella pero no lo hizo. Ella comenzaba a sentirse molesta, avergonzada de haberse quedado atrapada por la ventana, conversando mientras secretamente se esforzaba por levantar la ventana trabada.

—¿Tienes algún problema ahí arriba? —dijo él, tratando de mantener el rostro serio.

—¿Qué? —dijo ella, agregando luego—: No, no, claro que no. —Se aclaró la garganta—. Pues, ¿por qué no me cuentas que has estado haciendo estos días?

—Nada importante —dijo sonriendo—, tan sólo esperando volver a verte. —Ella hizo una mueca graciosa, emitiendo un ronquido parecido a una carcajada. Graham continuó—. He dibujado algunos retratos tuyos.

—¿Ah sí?

—Sin embargo todavía no son lo suficientemente buenos. Creo que los voy a romper.

—¿De veras?

—Eres difícil de dibujar. —Graham miró a uno y otro lado de la calle—. ¿Algún día posarás para mí debidamente?

—Querrás decir indebidamente —le replicó Sara, riéndose.

—Mejor aún. Pero tendrás que pasar un buen rato sin moverte.

—Quizá. Algún día. Vale, está bien; sí, indudablemente. Lo prometo.

—Cuento contigo.

—Hazlo.

—¿Vas a bajar entonces? —dijo Graham.

Ella estaba realmente atascada. Vio cómo giraba la cabeza, los hombros se le tensaban y arqueaba nuevamente la espalda. Masculló algo que sonó parecido a una maldición. Después volvió a mirarle, asintiendo con la cabeza.

—Sí, sí, es sólo un segundo.

Graham sonrió con alivio cuando Sara empujó hacia arriba la ventana, con la cabeza inclinada y el pelo negro suelto a los costados. Tan sólo podía ver su cara mientras volvía a subir a la acera. Ella lanzó un gruñido; la ventana chirrió. Graham vio su rostro triunfante; con una amplia sonrisa y un saludo de su mano desapareció, diciendo:

—Ah, eso está mejor. Bajo en unos instantes.

Caminaron hasta la esclusa de Camden; Sara no se sentía con ganas de ir demasiado lejos. Pasaron la mayor parte de la tarde mirando posters en una tienda, y luego en un café. Ella no quiso regresar a pie; cogieron el metro en Camden Town hasta la estación Angel.

En el viaje de metro, Graham le hizo algunas preguntas que siempre había deseado hacerle y jamás se atrevió. El traqueteante vagón del metro le ofrecía una especie de ruidoso anonimato que le hacía sentirse seguro.

Le preguntó acerca de Stock; ¿era él la causa de que ella estuviera en Londres?

Sara permaneció en silencio durante largo tiempo, finalmente sacudió la cabeza.

Había venido a Londres para escaparse, para huir. La ciudad era lo suficientemente grande como para poder ocultarse, para desaparecer, y de todas formas ella conocía aquí a muy pocas personas; Slater era una. Stock también vivía aquí, pero ella no se hacía ninguna ilusión, jamás las tuvo, sobre la continuidad de esa relación. Ella se encontraba en Londres, había dicho, para ser ella misma, para volver a encontrar su camino. Stock era… algo que ella necesitaba, incluso todavía; algo en lo cual ella se apoyaba; sabía que se trataba de un tipo que para nada influiría en las transformaciones y fluctuaciones de su vida.

Sabía que no eran el uno para el otro en realidad; ella no le amaba, pero todavía no se sentía capaz de dejarle. Además, él no era de aquellos que se rendían fácilmente.

Al llegar aquí Sara dejó de hablar, como si pensase que había dicho más de la cuenta. Al cabo de unos instantes miró a Graham y colocando su mano sobre la mejilla de él, dijo:

—Lo siento, Graham; eres muy amable conmigo, me encanta hablar contigo. Para mí es muy importante. No sabes cuánto.

Graham cogió su mano entre las suyas. Sara esforzó una pequeña sonrisa.

—Me alegro de serte útil —dijo (trató de hablar en voz baja ya que había gente cerca)—, pero no quiero ser para ti únicamente como un hermano.

Al escuchar esto el rostro de Sara se endureció, y a Graham le pareció que el alma se le caía a los pies como si percibiera que casi había estado a punto de decir algo desatinado. Pero Sara volvió a sonreír, y dijo:

—Es comprensible que tal vez no quieras volver a verme —bajando la vista hasta el suelo y retirando su mano. Graham dudó unos instantes, pero luego colocó su mano sobre el hombro de ella.

—No quería decir eso —dijo—. Me encanta verte. Te extrañaría terriblemente si… pues, si te fueras. —Hizo una pausa, mordiéndose brevemente el labio—. Pero no sé qué es lo que te propones. No conozco tus planes; no sé si te quedas o te marchas o qué harás. Simplemente me siento dudoso.

—Bienvenido al club —dijo ella. Mirándole, tocó la mano que tenía apoyada sobre su hombro—. Creo que me quedaré. Voy a inscribirme en el R.C.M. Si hubiera querido habría tenido allí una vacante, hace tres… cuatro años atrás, pero no me presenté. Ahora tal vez entre, si es que me aceptan.

Graham se mordió el labio. Qué hacer: ¿admitir su ignorancia y preguntarle qué era el R.C.M., o sencillamente asentir emitiendo algunos sonidos apreciativos?

—¿Y qué harás allí exactamente? —le preguntó.

Encogiéndose de hombros, Sara miró sus largos dedos, doblándolos.

—Piano. Creo que aún pudo tocar. Aunque no practico como debiera. Tengo uno electrónico que me dejó Verónica; bueno, en realidad es de uno de sus ex novios… su mecanismo no está mal, pero no es lo mismo. —Inspeccionándose aún los dedos, volvió a alzarse de hombros—. Ya veremos qué pasa.

Graham respiró nuevamente, aliviado. Debía referirse al Real Conservatorio de Música. Por supuesto; Slater le había mencionado sus aptitudes pianísticas.

—Algún día tendrías que probar de tocar algo en uno de los pianos que hay en los pubs —le dijo. Ella sonrió.

—Bien, de todas maneras —dijo Sara, inspirando profundamente. Graham sintió a través de la gruesa tela de su camisa a cuadros escoceses cómo movía el delgado hombro—, por ahora todo lo que sé es que haré eso. Es probable que me quede aquí durante los próximos dos o tres años. Eso creo. Todavía tengo que madurar muchas cosas. Pero me alegra que estés aquí, me ayudas a pensar. —Sara le miró a los ojos, como si estuviera buscando algo en ellos; el rostro pálido y las espesas cejas hacían que sus obscuros ojos pareciesen vacíos, y al cabo de un rato tuvo que dejar de mirarlos, apartando la vista con una sonrisa.

A continuación, y sin ningún motivo, una especie de desesperación pareció apoderarse de él haciéndole sentirse solo, utilizado y engañado, y por un instante deseó hallarse lejos de aquella mujer esbelta y morena de rostro tenso y delgados dedos. Aquella sensación desapareció, y Graham trató de imaginarse por lo que ella estaría pasando, en qué medida le afectaba.

Con un tirón el tren comenzó a aminorar la marcha. Graham tuvo la repentina y curiosa imagen del tren irrumpiendo violentamente a través del barro y de ladrillos en el canal que había debajo de la casa de Sara; como si habiéndose desviado por un antiguo carril subterráneo en desuso que se alejaba de la estación, se hubiera estrellado contra las penumbras y las aguas del viejo canal bajo la colina. Trató de verse dibujando semejante escena, pero no pudo. Sacudiendo la cabeza, se olvidó de su idea y miró de nuevo a Sara mientras el tren se detenía en la estación. Ella se inclinó hacia adelante en su asiento, sonriendo irónicamente.

—Graham, siempre le he caído bien a la gente rápidamente, y por razones falsas. Tal vez cambies de opinión cuando llegues a conocerme mejor. —Las puertas se abrieron; Sara se incorporó, y mientras él también se levantaba, mientras salían juntos a la plataforma, Graham sonrió confiadamente sacudiendo su cabeza.

—De ningún modo —dijo.


Y ahora, en el mes de junio, ¿cuánto mejor la conocía? Apenas un poco; la había visto con alguna que otra disposición de ánimo, a veces más alegre, otras más decaída. Únicamente floreció su atracción. Graham se veía a sí mismo tratando de oler su pelo cuando estaban sentados juntos en algún pub, observando por el rabillo del ojo sus pechos insinuados por debajo del mono o camiseta que llevase puesta, deseando acariciarlos, cogerlos.

Pero jamás parecía ser el momento apropiado; al final de cada encuentro ella le besaba brevemente y él podía abrazarla, sintiendo sus brazos alrededor de su estrecha espalda, su cuerpo levemente pegado al suyo, pero cuando sus manos se deslizaban un poco más abajo de la región lumbar, o intentaba besarla más intensamente, o abrazarla con mayor fuerza, ella enseguida se ponía tensa y se apartaba, sacudiendo la cabeza. Aquellas limitaciones casi le hicieron darse por vencido.

Y ahora había sucedido eso. Todo parecía indicar que Stock ya no contaba, que ella finalmente era libre, lo suficientemente fuerte como para vivir sin él, para no depender de él y aceptar a Graham como —como algo más que— un amigo.

No abrigues esperanzas, no demasiadas, se decía a sí mismo. Lo más probable es que no sea lo que tú esperas. Graham se hallaba parado a un costado de la Vía Pentonville, junto a una caja de empalme de teléfono que tenía pegados encima carteles que anunciaban el espectáculo Woza Albert, y se dijo a sí mismo que no debía esperar nada. Las esperanzas y los sueños siempre acababan evaporándose.

Pero tenía demasiado presente el sonido de la voz de Sara por teléfono, con quien había hablado esa misma mañana desde la Escuela.


—Esta vez me gustaría invitarte —dijo ella—. Prepararé para los dos una ensalada, o algo parecido.

—¿Te refieres a subir a tu piso? —se rio él—. ¿Quiegges decig que estoy invitado a entgagg dentgo? —dijo, de buen humor, imitando la voz de un francés de lo cual se arrepintió casi al mismo tiempo de haber terminado. Ella le contestó con un tono indiferente.

—Pues… ¿y por qué no, Graham?

Después de aquello la garganta se le secó; no recordaba qué más había dicho.

La señora Short

¡Inseguridad Social!

En aquel momento recordó que dentro de unos días debería pagarle a la señora Short el mes de alquiler. Ahora tenía mucho dinero, ¿pero qué sucedería si tardaban mucho en otorgarle el Seguro Social? ¿Y de todos modos, le darían lo suficiente?

Grout permaneció parado en la entrada de la casa de la señora Short, situada en la calle Packington, en Islington. No se decidía a entrar; quizá antes debiera pasar por un pub; resultaba mucho más fácil enfrentarse a la señora Short con un trago encima. Finalmente se dijo a sí mismo que no debía ser tan estúpido; en realidad no tenía ninguna obligación de pagarle el alquiler hasta final de mes y hoy recién era el día veintiocho. Por otra parte, al ser el día de su cumpleaños, se merecía alguna compensación. Entró sin pensarlo dos veces.

El estrecho vestíbulo de la casa de la señora Short se hallaba en penumbra; la pequeña ventana curva de la puerta de entrada estaba sucia de tizne, el color de las paredes empapeladas era de marrón obscuro, y por lo visto la bombilla de cuarenta vatios que solía poner la señora Short otra vez se había fundido. Después de la luminosa calle, Grout era incapaz de ver nada. Vacilante se encaminó hacia las escaleras y comenzó a subirlas; su cuarto se encontraba en la tercera y última planta. La señora Short apareció de súbito en el rellano de la segunda planta.

—Oh, señor Grout, hoy regresa temprano —dijo, saliendo del Salón de la Televisión (juego de sillas monocromo, con derecho a ser utilizado por los inquilinos pagando un suplemento por la electricidad, la cual se apagaba a las doce en punto).

La señora Short se limpió las manos con un trapo y luego se las frotó sobre su vestido de nilón; era una mujer robusta, un poco calva, de aproximadamente cincuenta años. Llevaba el pelo recogido hacia atrás, tan tirante que Grout juraba que los mechones sobre la frente estaban por ser arrancados de raíz, y que por consiguiente la piel estirada era la causa de aquella expresión de malévola sorpresa; tenía la impresión de que cuando la señora Short parpadeaba sus demasiado alargados ojos no los lograba cerrar por completo. Debido a esa razón parpadeaba tan a menudo y tenía los ojos enrojecidos.

—¿No le habrán despedido nuevamente, señor Grout? —dijo la señora Short y lanzó una carcajada, doblándose por la cintura y dando fustigazos con su trapo de limpiar.

¡Maldición! Grout no había pensado en aquello. ¿Qué podría decirle? Tenía unos pocos preciosos segundos mientras la señora Short se reía y luego se secaba los ojos, limpiándose la nariz con el trapo. De repente estornudó; ¡más preciosos segundos! Permaneció de pie en su sitio. El tiempo se le había acabado.

—Ah no —dijo. Bueno, era una contestación sucinta. Tal vez no del todo convincente, él lo sabía, pero inequívoca. Apretó con fuerza sus labios.

—Pues entonces, señor Grout, ¿qué es lo que le trae por aquí tan pronto? —dijo sonriendo la señora Short. Las sutiles variaciones en el color del esmalte de sus dientes postizos, reemplazados uno por uno a lo largo de los años luego de que los originales perdiesen la batalla contra los bombones de menta que a la señora Short tanto gustaban, llamaron la atención de los ojos de Steven que dijo rápidamente:

—El dentista. —Una idea brillante, pensó.

—Oh, ¿ha ido o está por ir? —La mujer adelantó su cabeza fijando la vista en su boca. Él la cerró de inmediato.

—Tengo que ir, muy pronto —murmuró.

—¿Y qué le tiene que hacer? ¿Sacarle algún diente? ¿Empastárselo? Mi sobrina Pam fue el otro día al dentista para que le arreglase un diente cariado; ¡éste le tocó un nervio con el taladro! Ella lo mordió; no lo hizo con intención pero cerró la boca. ¡La punta del taladro le perforó la boca! —A continuación la señora Short se desternilló de risa. Steven observó con ansiedad si había lugar detrás de la señora Short para poder pasar y escaparse por las escaleras, pero no le fue posible. La señora Short dejó de reírse, buscó un pañuelo en el bolsillo de su vestido pero al no encontrar ninguno volvió a usar el trapo de limpiar con el cual se sonó la nariz. Después de inspeccionar brevemente el hueco dejado por la nariz en el pañuelo, posó de nuevo la vista en Grout—. ¡Pobre mujerona! Estuvo una semana sin ir a trabajar. ¡Sólo podía comer a través de una paja!

Confundiendo la expresión inmóvil de Steven con miedo, se inclinó hacia adelante dándole un golpecito con su trapo y dijo:

—Oh, veo que le estoy asustando, ¿no es eso, señor Grout? Todos los hombres son iguales; al menor dolor ya están fuera de combate. ¡Tendría que probar lo que es un parto! ¡Ja! —La señora Short se rio, llenándosele los ojos de lágrimas ante el recuerdo—. ¡Algo espantoso, señor Grout, pensaba que me iba a partir en dos! ¿Gritar? ¡Pensé que me iba a morir! —La señora Short se rio de un modo convulsivo, teniéndose que coger del pasamanos de la escalera para evitar que su hilaridad la hiciese caer al suelo. Después de sacudir su trapo de limpiar un par de veces se secó con él los ojos. Grout trató de medir la distancia que había entre su casera y la pared del otro lado del pasamanos, comprobando si aferrándose de este último podría tener espacio suficiente para escaparse escaleras arriba a su cuarto. No lo había.

—Pues, vaya —dijo, moviéndose paulatinamente para que viese que él quería subir—. Mejor que suba a prepararme para ir al dentista. —Arrastrando torpemente los pies, tuvo que ladearse para poder pasar con dificultad entre la señora Short y la pared.

—Oh, ¿así que tiene que ir ahora? —dijo la señora Short, girándose para mirarle pero aún obstaculizándole el paso—. En ese caso yo seguiré con mi limpieza. ¿Está seguro que no desea que le limpie su cuarto, señor Grout? Ya sabe que para mí no es ninguna molestia.

—Ah, no, no muchas gracias —dijo Steven, tratando de apretarse contra la pared para poder pasar alrededor de las abultadas caderas de la señora Short. Su espalda se restregó en el descascarado barniz del viejo enmaderado.

—Creo que encontraría su cuarto mucho más limpio y con menos polvo si me dejara hacer a mí la limpieza, señor Grout, no lo dude. ¿Por qué no hacemos la prueba durante un periodo de tiempo? —La señora Short le tocó ligeramente en las costillas.

—No, sinceramente, no —dijo Steven, frotándose el sitio en donde la señora Short le había tocado. ¿Qué se sentía cuando a uno se le reventaba el bazo? La señora Short no tenía por lo visto ninguna intención de dejarle pasar. Mirando con desaprobación algo sobre el hombro de Steven, la mujer le pasó por allí su trapo de limpiar—. No, yo realmente… —comenzó a decir Steven, y luego estornudó.

—No sufriría de tanta fiebre del heno si me dejara limpiarle su cuarto, señor Grout. —La señora Short volvió a sacudir su trapo. El rostro de Steven se vio rodeado por una mayor cantidad de las brillantes motas de polvo que le habían hecho estornudar anteriormente.

—Realmente debo ir a mi… —comenzó a decir, pero la señora Short le interrumpió.

—No, no irá, señor Grout.

—¡Cuarto! —dijo éste sin aliento. Señalando las escaleras y con un extraordinario esfuerzo logró pasar a través del estrecho espacio que había entre la señora Short y la pared, cayéndose casi en el otro extremo. La señora Short giró sobre sí misma como la ametralladora de la torreta de un tanque y fijó su vista en él.

—¿El cuarto, señor Grout? ¿Desea que se lo limpie, entonces?

—No —dijo Steven, alejándose de espaldas hacia el próximo tramo de las escaleras, todavía mirando a la señora Short y esbozando una sonrisa con la boca cerrada—. No, sinceramente —dijo—, yo me limpio mi propio cuarto, de veras. Se lo agradezco, pero no, de veras.

La señora Short continuaba sacudiendo la cabeza y su trapo de limpiar cuando él finalmente logró subir el tramo curvo de las escaleras; Steven se pasó la mano por la frente sudada, dio media vuelta y a toda prisa terminó de subir el resto de los escalones, temblando y haciendo muecas mientras pensaba en la señora Short.


En su cuarto logró relajarse. Después de haberse lavado la cara y el torso en la pequeña jofaina que había en un rincón del cuarto se sentó junto a la ventana. Para llegar de la jofaina hasta la ventana, en donde desde una pequeña silla podía contemplar la calle Packington, había tenido que superar cuatro esquinas de ángulo llano y tres rectangulares de su laberinto de libros apilados sobre el suelo.

Le agradaba mirar a través de la ventana (hoy la tenía abierta; era un día placentero) y a veces se pasaba tardes enteras del sábado o del domingo sentado observando el tráfico y a los transeúntes, momentos en los que era invadido lentamente por una extraña sensación de paz, como si fuera algo hipnótico, como un trance; permanecía allí sentado, sin pensar o preocuparse o angustiarse por nada, contemplando, la mente en blanco y libre de inquietudes, mientras los coches circulaban y las personas caminaban y hablaban, y durante un ratito, por entre aquella carencia de pensamientos, esa pérdida temporaria de su propia personalidad, podía sentirse parte de aquel lugar, de aquella ciudad y gente y especies y sociedad; se sentía como él imaginaba que las demás personas corrientes, las personas que no eran como él y que no estaban allí para atormentarle, deberían sentirse todo el tiempo.

Se secó con su pequeña toalla; olía un poco mal, aunque no de manera ofensiva. Era un olor agradable, como el de su cama.

Miró por encima de las paredes de libros del laberinto que cubrían el suelo de su cuarto. Las paredes de libros, las cuales intentaba mantener aproximadamente al mismo nivel, le llegaban ya a la mitad del muslo, y Steven tenía miedo de que muy pronto comenzarían a ser inestables. Naturalmente, si no recibía ningún dinero no podría comprar más libros por una temporada, al menos hasta que no encontrara un nuevo trabajo. Pero de todas formas, era deprimente pensar en el caos resultante si los libros comenzaban a perder su estabilidad, y aunque hubiera una forma de evitar este problema (que él se sentía muy orgulloso de haber ideado) colocando los libros juntos como si fueran los ladrillos de una pared en vez de apilados simplemente uno encima del otro, esto haría mucho más difícil el sacar algún libro que quisiese volver a leer.

Este pensamiento le infundió algo de miedo por lo que a toda prisa se dirigió por entre los libros a la puerta de la habitación. Cerrándola con llave, cogió del recargado colgador su mejor casco protector. Luego de ponérselo se sintió reconfortado. Eligió un camino diferente para regresar a su silla junto a la ventana y se sentó. ¿Qué haría ahora? Ir a tomar un trago. Eso es lo que se suele hacer cuando uno termina de trabajar, o tiene montones de dinero. Lo sacó de su bolsillo. En su mayor parte eran billetes de diez libras; había muchísimos. Miró los grandes y marrones rectángulos de papel; la Reina se veía atractiva, así como a él le gustaba pensar que su madre debía haber sido. Del otro lado del billete, Florence Nightingale, que le hacía recordar a alguna de las niñeras del hogar al cual fue de pequeño.

Volvió a guardar el dinero, apiñándolo en su bolsillo trasero. Echó una mirada a su cuarto, observando las paredes de libros, la pila de ropa a un costado de la cama, la joroba de chaquetas, camisas, abrigo y corbatas colgada detrás de la puerta, el gran ropero en donde al principio había guardado todos sus libros, y de los cuales aún muchos se hallaban dentro de cajas de zapatos, el pequeño velador sobre el que descansaban una botella de agua de plástico y el último libro que estaba leyendo. El cuarto poseía un viejo hogar bloqueado, con sus dos barras de calefacción eléctrica. Sobre la repisa se hallaba su colección de emblemas de coches.

Tenía cinco de Jaguar, ocho damas plateadas de Rolls-Royce, dos antiguos símbolos de Austin, y una variada colección de salmones saltando, caballos de carrera, perros con pedigrí y un jugador de criquet empuñando un bate. Para su desilusión, todavía no había conseguido el emblema de un Bentley. En un extremo de la repisa guardaba los símbolos de los Mercedes en una gran jarra. No estaba realmente interesado en los símbolos de los Mercedes, pero por alguna razón su iniciativa de aserrar los emblemas de los coches —por su propia seguridad— se había visto complicada por el instinto del coleccionista de profundizar y extender su colección.

Originalmente se había sentido ofendido por los emblemas de los Jaguar; el felino en actitud de saltar, no siempre presente en todos los coches, pero aún posible de ver su sólida y verdadera forma en muchos de ellos, parecía haber sido diseñado para hacerle sentir náuseas. La dama plateada estaba un poco mejor, pero algunos de los emblemas hechos por la clientela eran horribles. Él creía que se trataba de algo ilegal, pero cuando fue a la comisaría de la calle Mayor para denunciar que la gente conducía aquellos coches con armas letales, el sargento de aspecto aburrido apenas si le miró y finalmente le dijo que él no podía hacer gran cosa por ello y que el caballero tendría que mirar a ambos lados de la calle antes de cruzar (Steven quedó decepcionado, aunque por otra parte le impresionó mucho que un policía le hubiese llamado «caballero»), Por regla general no eran serviciales, y era obvio que al menos unos cuantos de ellos debían participar en la conspiración del Tormento de Grout, pero así y todo, uno no podía dejar de admirarles y tenerles respeto, y que le diesen a uno el trato de «caballero» también estaba muy bien. Regresó unas semanas más tarde para denunciar el robo de una bicicleta de la cual ni siquiera era dueño, tan sólo para que le volvieran a llamar «caballero».

Con frecuencia, sacar los emblemas de los coches resultaba peligroso. En varias ocasiones casi había sido atrapado por dueños enfurecidos que salieron a la calle al oír ruidos extraños en la oscuridad o pasos en una senda de grava.

Al principio Steven se restringió al área más cercana; Islington, en especial Canonbury, y las tranquilas calles alrededor de Highbury Fields. Luego los golpes fueron más improductivos ya que la gente se cuidaba de no dejar sus coches en sitios obscuros y sólo los aparcaban debajo de algún farol de la calle, o eran más escrupulosos y guardaban los coches en sus caminos particulares o garajes, cerrando siempre con llave los portones.

Por consiguiente, sin separarse de su sierra para metales, Steven había ampliado su área de operaciones, y ahora era capaz de actuar en cualquier parte desde la City hasta Highgate, capturando jaguares, raptando damas plateadas y embolsándose estrellas. Ciertamente se sentía mucho más seguro deambulando por las calles, conteniendo la respiración entre los coches y camiones aparcados, no perdiendo de vista los muros bajos o escalones de puerta elevados que también le servían para escapar de los rayos láser de los vehículos en movimiento, con la certeza de que aquellas rugientes trampas mortales ya no eran en parte tan peligrosas gracias a su labor.

Más tarde comenzó a cuestionar las motocicletas; éstas también podían ser muy mortíferas. Por lo general eran conducidas por exhibicionistas suicidas, y le bastaba oír su sonido para sentirse terriblemente asustado, por lo que comenzó a odiar a las personas que las conducían.

Así que se dedicó a poner azúcar en sus depósitos de gasolina; eso fue lo que había estado haciendo la noche anterior, en la zona de Clerkenwell. Estuvo fuera hasta las dos de la madrugada, y le persiguió un guardia de seguridad que le había visto manosear el depósito de gasolina de una moto en un aparcamiento. Steven regresó muy nervioso y excitado, y a pesar de que se sentía agotado tardó bastante tiempo en dormirse. Tal vez ésa fue la causa de su comportamiento alterado aquella mañana.

Bueno, a él no le importaba; a quienes tendría que afectarles era a los del almacén. Ya se acordarían de él cuando los hoyos que había reparado en la calle Mayor permaneciesen mucho más tiempo intactos que los reparados por ellos. Era su problema. Él no se arrepentía en lo más mínimo de azucarar los depósitos de gasolina o arrancar las insignias de los coches. Después de todo, tampoco lo hacía sólo para él. Si bien era cierto que él era la persona más importante, también le estaba haciendo un favor a todo el mundo —por ejemplo, a esos transeúntes que circulaban por la calle Packington.

Steven colgó la pequeña toalla sobre el respaldo de la silla junto a la ventana. Buscó entre la pila de ropa colgada detrás de la puerta hasta que finalmente encontró una camisa bastante limpia y se la puso. Debajo de su cama guardaba un desodorante en aerosol que solía ponerse cuando se acordaba, pero éste se le había acabado la semana pasada y no se acordó de comprar uno nuevo. La camisa se la metió dentro de los pantalones.

Cogió de encima del velador su Caja de Evidencias y se fue a sentar junto a la ventana. La Caja de Evidencias era un viejo estuche de cartón de whiski Black & White que Steven había recogido en alguna parte. Dentro guardaba una pequeña grabadora radio-cassette, un panfleto de una agencia inmobiliaria y un atlas escolar, además de una buena cantidad de recortes de periódico amarillentos.

Los recortes eran principalmente de secciones del tipo «Créase o No»; artículos graciosos y extravagantes, supuestamente sobre Historias Verdaderas que Steven sabía no tenían ningún sentido; disparates inventados con los cuales querían incitarle, hacer que diera la cara y les desafiase, que desenmascarara su farsa. Pero él no se mostraría tan estúpido o poco cauteloso; se mantendría a la sombra, recolectando la evidencia. Tal vez llegara el día en que podría darle un verdadero uso, pero entre tanto le tranquilizaba.

Sacó la grabadora y la puso en marcha. Había grabado los ruidos de la banda de frecuencias de Onda Corta, llamados «estáticos». Pero él sabía de qué se trataba realmente; escuchó el chirriante y profundo estrépito continuado, reconociendo en él el incesante sonido de los pesados bombardeos durante la Guerra. Se asombraba de que nadie más lo hubiera percibido. Eso no eran descargas estáticas sino ruidos de motores. Él lo sabía. Se trataba de una Filtración, un minúsculo desliz que ellos habían cometido y el cual permitía que una parte de la realidad se introdujese en aquella falsa prisión de la vida.

Respiró profundamente, mirando hacia abajo la calle Packington, tratando de recordar o imaginar lo que representaban aquellos monótonos e ilimitados sonidos; a través de qué infinitos espacios y atmósferas volaban esas gigantescas naves, cuál era su aparentemente inacabable misión, qué cargamento tan asombroso transportaban, quién sería el amenazante enemigo que sufriría debajo de ellos su terrible ataque. Apagó la cinta magnetofónica y luego la rebobinó.

La siguiente muestra de evidencia era engañosa. Se trataba de un panfleto anunciando las bondades de una firma inmobiliaria; la evidencia de la filtración se hallaba en el nombre de sus propietarios. El nombre de los agentes inmobiliarios era Hotblack Desiato[13] y Grout sabía que era una filtración. Estaba seguro de que ese nombre le hacía recordar algo de su anterior vida, su vida real en la Guerra. Qué significaba en realidad ese nombre, si se trataba después de todo de un nombre y en tal caso a qué amigo, enemigo, lugar o cosa pertenecía, o si no era más que una frase, orden o instrucción, él no lograba recordarlo, no importaba cuán intensamente pensaba sobre eso o por el contrario cuán pacientemente esperaba a que su subconsciente le facilitara la respuesta correcta. De todas formas, estaba seguro de que tenía un significado. En algún momento, algo le había sucedido y se hallaba relacionado con ese nombre.

Oh, pero como de costumbre ellos eran muy hábiles, muy sutiles. Si aquel nombre no era una Filtración entonces se trataba de una maniobra deliberada de sus Atormentadores para provocarle. Ellos habían puesto aquella firma inmobiliaria en la zona en la cual él vivía tan sólo para que no dejara de ver sus señales y se sintiese constantemente amargado y frustrado a causa de su incapacidad de recordar exactamente cuándo y dónde había oído aquel nombre con anterioridad. De todos modos era un poco más de evidencia, aunque finalmente resultara ser una Filtración que ellos no hubiesen planeado. Volvió a doblar la hoja de papel y la depositó en la caja.

Extrajo el atlas y lo abrió en la página del mapamundi. Había marcado con círculos rojos lugares como Suez y Panamá, Gibraltar y los Dardanelos.

Soltó una risotada de desprecio ante el ridículo intento de concebir un planeta de aspecto razonable. ¿A quién creían ellos que podían engañar? ¿Así que daba la casualidad de que los continentes se hallaban unidos, no es cierto? Muy listos. Cualquier idiota podía darse cuenta de que se trataba de algo cuidadosamente arreglado para ser natural. Había sido inventado. Él no sabía si realmente se hallaba viviendo en un planeta con aquellas formas; pensaba que no, pero eso no importaba. Incluso si, como a menudo sospechaba, el «mundo» en efecto terminaba en las afueras del Gran Londres. La cuestión radicaba en que ellos estaban tratando de hacer que la gente —él— creyese en aquella caricatura de mapa. ¡Cómo debían menospreciarle si esperaban que él aceptara aquello! Hervía por dentro de sólo pensarlo. Pero ellos habían cometido un serio error; le habían subestimado, pero no le doblegarían, no mientras él tuviera en su poder estas evidencias que le servían de respaldo. Pasó las páginas del atlas hasta dar con el sureste de Asia… sí, la isla Célebes aún tenía la forma de una letra de algún alfabeto extraño (y además, cuanto más lo pensaba, más familiar le parecía, por lo que a veces casi llegaba a creer que sabía lo que ésta representaba, o que conocía su sonido, si es que su garganta humana o su cerebro eran capaces de recrear semejante sonido remoto). Con una sonrisa de satisfacción cerró el atlas; excusado y tranquilo. Volvió a guardar todo dentro de la Caja de Evidencias y la colocó de nuevo encima del velador, en donde cabía ordenadamente, después se acercó a la ventana, la cerró, y regresó por entre las paredes de libros a la puerta, asegurándose de que llevaba en sus bolsillos las llaves y el dinero.

Se detuvo ante la puerta, dudando entre dejarse puesto su mejor casco protector o ponerse el que usaba habitualmente. Se decidió por salir con el que llevaba puesto. Era un casco de un precioso color azul intenso, con casi ninguna raspadura o erosión, que llevaba adaptado por dentro un resistente tafilete de piel. ¿Por qué no llevarlo? Hoy había que celebrarlo. Después de todo, era su cumpleaños. Se preguntó si valía la pena decirle a la señora Short que era su cumpleaños. No le parecía justo que nadie más lo supiera. Si se lo decía a la señora Short, al menos habría alguien que le deseara «feliz cumpleaños» o «que los cumpla muy feliz». Eso sería agradable. Sin decidirse todavía salió de su cuarto, comprobando antes que no había dejado el fuego prendido, un enchufe conectado o la luz encendida.

No se encontró a la señora Short por el camino y en cierta forma esto le alivió. Cuando atravesaba el vestíbulo en penumbras hacia la puerta de la calle, la puerta de la señora Short se abrió súbitamente y apareció ella enfrente suyo, con sus robustos brazos cruzados, la luz reflejándose en la estirada piel de su frente.

—Ah, conque aquí está, señor Grout. ¿Nos vamos al dentista, entonces?

—¿Cómo? —dijo Steven tontamente, luego recordó—. Oh, claro, claro, así es. Humm… —Cerró su boca para que la señora Short no le pudiese mirar adentro, no porque pensara que ella sería capaz de ver algo en la obscuridad, pero uno nunca sabía.

La señora Short dijo:

—¿Supongo que no estará dispuesto a pagarme ahora el alquiler, o me equivoco, señor Grout? Lo digo en caso de que no le vuelva a ver hasta dentro de unos cuantos días.

Steven reflexionó acerca de eso. No ver a la señora Short por unos cuantos días. Qué pensamiento tan placentero. Pero imposible. Sacudiendo su cabeza le respondió:

—No, ahora no puedo, señora Short; en este momento no tengo suficiente dinero. Lo tendré el… viernes —mintió, comenzando a sentirse acalorado. ¡Incluso en aquellos instantes y en este sitio usaban contra él las microondas! Tenía una de sus manos detrás de la espalda, con los dedos cruzados porque estaba diciendo mentiras.

—Bueno, si usted lo dice, señor Grout —dijo la señora Short, bajando la vista hasta sus pantalones—. Es que como había visto ese bulto en su bolsillo trasero, ¿comprende? Y naturalmente, yo supuse que se trataba de mi alquiler.

Steven sintió que abría los ojos desmesuradamente. No sabía qué decir: ¡la señora Short lo había adivinado! ¡Estaba al corriente! De hecho —¡por supuesto!—, ellos se lo dijeron. Probablemente los del almacén la llamaron por teléfono apenas él se marchó. Ésa habrá sido una de las primeras cosas que seguramente hizo la secretaria del señor Smith. ¡Idiota! ¿Cómo es que no se le había ocurrido?

Steven decidió que tendría que afrontarla descaradamente. No tenía ningún sentido tratar de llegar ahora a una especie de compromiso. Era todo o nada. La señora Short podría saberlo, pero por lo visto las reglas no le permitían demostrar que estaba enterada, y por lo tanto sólo lo daba a entender.

—El viernes —dijo Steven, asintiendo bruscamente con su cabeza—. El dinero el viernes. Definitivamente. —Se acercó poco a poco a la ansiada puerta de la calle, saludando a la señora Short con la cabeza mientras pasaba delante de ella. La mujer le dirigió un rápido parpadeo de ojos. A menudo, Steven se había preguntado si aquello no sería una especie de código. Se aclaró la garganta y dijo—: No se preocupe, gracias. —Se palmeó el bolsillo trasero—. Son las tarjetas del seguro dental —explicó. La señora Short asintió comprensivamente.

¡Estaba fuera! Se hallaba sobre el escalón de la puerta, casi en la calle, y se había escapado.

—Vaya con cuidado, señor Grout, no sea cosa que le suceda algo.

—Oh por supuesto —dijo Steven y, girándose, inspiró profundamente, poniéndose a continuación en marcha.

—¿Está seguro de que no quiere que le limpie el cuarto mientras está ausente, señor Grout? —le gritó la señora Short desde la puerta que aún permanecía abierta cuando Steven se encontraba a más de diez metros de distancia. Steven se sintió atorado; se paró en seco, sus hombros se alzaron como si hiciera el ademán de atajar un golpe. Dando media vuelta, miró el resuelto y sonriente rostro de la señora Short, y sacudió violentamente su cabeza. En menos de treinta metros no había ningún coche aparcado; el tráfico fluía por la calle en una rugiente sucesión. Steven volvió a sacudir su cabeza.

—¿Qué es lo que dice, señor Grout? —gritó la señora Short, llevándose una mano regordeta y ahuecada a la oreja. Steven la contempló, con los ojos muy abiertos, y sacudió la cabeza lo más violentamente que pudo—. No le oigo, señor Grout —vociferó la señora Short. Steven se estaba quedando sin oxígeno.

Con la cabeza gacha se encaminó de nuevo hacia la puerta de entrada, y subiéndose al escalón para ponerse a salvo de los rayos lásser, le espetó a la señora Short en plena cara:

—No, muchas gracias, señora Short. Por favor, no limpie mi cuarto. Prefiero hacerlo yo mismo.

—Bueno, si está tan seguro… —dijo sonriendo la señora Short.

—Oh, completamente —le aseguró Grout. Permaneció parado en su sitio, para ver si ella cerraba la puerta, pero no lo hizo. Inspirando profundamente dijo—: Adiós —y luego dio media vuelta. Se dirigió a toda prisa en dirección a la calle Mayor, y no había hecho quizás cincuenta metros cuando a sus espaldas oyó, a lo lejos, a la señora Short que le gritaba. No se molestó en girarse, pero escuchó el distante grito de «¡adioós!» con una especie de repugnante alivio.

Dominó sin puntos

Estaban sentados en el exterior del balcón del cuarto de juegos en el área del Castillo Puertas. Dentro resplandecía un poco de luz. La nieve del balcón se había derretido por completo y alrededor de ellos soplaba constantemente una cálida, húmeda y salada brisa, desde el cuarto hasta el espacio abierto más allá del balcón. Quiss y Ajayi vestían unas ligeras túnicas y se hallaban sentados ante la pequeña mesa de madera adornada con filigranas, deslizando sobre la superficie tallada unas sencillas piezas blancas de marfil.

Ahora hacía demasiado calor en el cuarto de juegos. Según sus cálculos, las calderas del Castillo Legado habían sido reparadas hacía tan sólo treinta días, y según el senescal, aún tenían que hacerles un «leve ajuste».

Desde su sitio Ajayi podía ver la cantera. Pequeñas figuras negras se desplazaban por los senderos y caminos cubiertos de nieve que conducían a las minas y pedreras, y las carretas rodaban de un sitio a otro; las más cargadas y voluminosas desaparecían de su visión detrás de un afloramiento de —Ajayi entornó los ojos para tratar de ver mejor— pues, tanto podría ser de rocas como el mismo castillo; ella no alcanzaba a diferenciarlo.

El resto del paisaje era tan chato y uniforme como siempre. Una ráfaga de aire caliente proveniente del horno que era el cuarto de juegos se arremolinó en torno a ella, para luego desaparecer en el exterior. Un ligero estremecimiento le recorrió el cuerpo. No había duda de que todo este calor y la sal estaban causando estragos aún peores en la instalación sanitaria del castillo, y no dentro de mucho, después de que las cosas volvieran a su normalidad junto con un nivel aceptable de luz y calor, todo el sistema volvería a dejar de funcionar, probablemente por un tiempo aún más prolongado. Mientras tanto ellos jugaban a un juego llamado Dominó sin Puntos, el cual consistía en ubicar unas lisas fichas de marfil en cierta forma lineal.

Ni ella ni Quiss tenían una idea aproximada de cuándo terminarían de jugar, o incluso si lo estaban haciendo correctamente, porque aunque ellos sabían que en la versión original del juego las fichas de marfil tenían puntos, las suyas estaban en blanco. Debían formar con ellas líneas, esperando que la pequeña mesa con la brillante gema roja en su centro sobre la cual jugaban reconociese que el valor que le habían asignado —al azar, naturalmente— a las fichas antes de comenzar cada partida coincidiera de modo tal que el juego configurado por Quiss y Ajayi resultase lógico; si los puntos aparecían repentinamente sobre la superficie de las fichas, quería decir que lo habían hecho bien; una ficha de un punto debía coincidir con otra también de un punto o de un punto doble, la de dos puntos con otra ficha igual o de valor doble, y así sucesivamente. Era el juego más frustrante que les había tocado jugar, y lo estaban jugando desde hacía ciento diez días.

Ajayi deliberadamente no pensaba en el tiempo que ya habían pasado en el castillo. No tenía importancia. Se trataba de un instante de exilio, y nada más. Ajayi no sabía cuánto recordaría si… cuando regresase a su puesto en las Guerras Terapéuticas. Era un castigo extraño y las personas que lo habían experimentado no estaban muy deseosas que digamos de hablar sobre él incluso si uno se topaba con ellos, así que si bien tanto ella como Quiss tenían conocimiento del castillo, lo que les sucedía a aquellos que lograban pasarlo con éxito no estaba registrado en ninguna parte.

En realidad no importaba cuánto tiempo hacía que estaban allí, siempre y cuando no se desesperasen o enloqueciesen. Tan sólo tenían que seguir jugando y tratar de responder correctamente las distintas preguntas, y finalmente saldrían.

Ajayi miró a su compañero sin que éste se percatara. Quiss mezclaba las fichas de dominó dirigiéndoles una mirada ceñuda, como si creyera posible intimidar a las piezas de animal muerto para que formasen un juego correcto. Quiss, pensó Ajayi, parecía estar soportándolo bastante bien. Aún se preocupaba por él, porque su estilo apremiante e intimidatorio no tenía garantía de durar para siempre en contra del a menudo impenetrable e insensato régimen del castillo. Ella temía que lo que él se había fabricado no fuera más que una coraza. En algún momento esa coraza tendría que ceder, así como ninguna fortaleza construida era capaz de resistir a todos los asedios (cuando tuvieron que dar su primera respuesta al acertijo, antes hablaron extensamente acerca de esa fundamental vulnerabilidad de lo estático que era su propia dureza), por cuanto ella había tratado de no acorazarse, intentando ir al curioso ritmo del castillo; adaptarse a él, aceptarlo.

—Oh por qué no comienzan de una vez por todas —dijo el cuervo rojo desde un fragmento de asta situado a tres metros por encima de sus cabezas—. Me he divertido más viendo follar a los caracoles.

—¿Por qué no te vas a hacer precisamente eso? —le gruñó Quiss sin mirarle, mientras cogía siete fichas de dominó boca abajo del montón entremezclado en el centro de la pequeña mesa. Las siete fichas le cabían cómodamente en una de sus manazas, como huesecillos perdidos entre los pliegues y arrugas de aquella carne dura.

—Escucha, barbagrís —dijo el cuervo rojo—, me han asignado la tarea de permanecer aquí y fastidiaros, bastardos, y eso es lo que haré hasta que no tengáis el sentido común, por no hablar de la decencia, considerando que habéis abusado gravemente de la bienvenida con que se os recibió, de mataros. —A continuación la voz del cuervo rojo imitó la de uno de los maestros menos queridos de Ajayi de sus días escolares—. Ajayi, vieja fea, coge tus fichas y juega. No tenemos todo el día, sabes. —Después de esta última frase el cuervo rojo emitió una risa ahogada.

Ajayi permaneció en silencio. Eligió siete fichas de dominó, mordiéndose el labio inferior mientras las recogía. La voz del ave realmente alteraba los nervios; en realidad resultaba ridículo, pero el muy condenado era un imitador tan molesto como fiel y dominaba un repertorio de odiosas voces del pasado.

Le tocaba a Ajayi comenzar la partida. Cogió una de las fichas en blanco y la colocó en el centro de la mesa. Se daba cuenta de que había algo en su manera de inspeccionar las fichas antes de cada jugada que enfurecía a Quiss, quien cogía la primera que tenía a mano. Sin embargo, por alguna razón, Ajayi precisaba de aquel pretexto; era una de esas pequeñas cosas que le permitían seguir adelante. No podía simplemente coger las fichas y sacárselas de encima lo más rápido posible, para después volver a mezclarlas y comenzar una nueva partida, aunque de aquel modo las partidas se acabaran más velozmente; eso era muy mecánico, demasiado descuidado. Para ella también era importante creer que cada siguiente partida sería la correcta, en la cual todo coincidiría y la amalgama de las fichas tuviera lógica, dándoles así otra nueva oportunidad para poder escapar de aquel sitio.

Por lo tanto depositó su ficha cuidadosamente, con aire reflexivo. Quiss puso la suya de inmediato, de una manera casi violenta. Ajayi se demoró pensando. Quiss comenzó a impacientarse y con uno de sus pies daba ligeros golpes en el suelo. Desde el fragmento de asta el cuervo dijo tosiendo:

—Joder, otra vez con lo mismo. Espero que os hastiéis pronto y os suicidéis, así al menos tendremos la oportunidad de recibir a personas divertidas.

—No se puede decir que tú seas el más afable de los anfitriones, cuervo —dijo Ajayi, depositando otra ficha de dominó.

—Idiota, no soy tu anfitrión —dijo despectivamente el cuervo rojo—. Incluso una persona como tú tendría que saberlo. Sabía que no tenías testículos, pero pensaba que al menos poseías un mínimo básico de inteligencia.

Quiss colocó bruscamente otra ficha blanca en el centro de la mesa, y Ajayi le dirigió una mirada recelosa, tratando de adivinar si estaba conteniendo la risa o no. Quiss se aclaró la garganta. Ajayi alzó la vista para mirar al cuervo rojo.

—Oh —dijo ella—, te guste o no, en cierto modo lo eres. Y a veces te comportas como un anfitrión muy apropiado, porque ayudas a comprender la razón de este sitio, así que —dejó de mirarle al oír los ligeros golpes del pie de Quiss sobre el pavimento del balcón y se dedicó a estudiar las fichas de marfil que tenía en su mano— aunque no te plazca, desempeñas bien tu papel.

(El cuervo rojo se hallaba mirando a lo lejos el paisaje nevado y sacudía tranquilamente su cabeza.)

—No de un modo simpático —dijo Ajayi—, sino escrupuloso.

—Qué montón de mierda —dijo el cuervo rojo mirándola, sacudiendo aún su cabeza—. Mierda de vaca vieja. —Dejó de mirarla para volver a posar la vista en la blanca planicie—. Crees estar sufriendo un castigo; y yo tengo que quedarme a escuchar semejantes disparates. A veces me pregunto por qué me tomo la molestia, lo juro. Debe haber maneras más fáciles de ganarse la vida.

Ajayi miraba al cuervo con aire pensativo. Se preguntaba si habría una forma de construir un arma con la cual eliminar al cuervo. ¿Qué más podrían agregarle a su sentencia si lo hacían, y valía la pena realmente? Podía oír la bota de Quiss contra el suelo, pero sin prestarle atención continuó observando al cuervo rojo. Se había dado cuenta de que Quiss se reía disimuladamente cuando el cuervo la estaba insultando, y no veía la razón por la cual debía apresurarse en poner su ficha de dominó tan sólo para complacerle. El cuervo también miró fijamente a Ajayi y al cabo de unos segundos se sacudió furiosamente, desplegando un poco sus alas y estirando una de sus patas como si la tuviera rígida.

—¡Venga! —le chilló—. ¿A qué esperas? Por dios, mujer, ¿qué es lo que te detiene? ¿La prevaricación o sencillamente tu estupidez? ¿O ambas cosas? Continúa con el juego.

Ajayi dejó de mirar al cuervo y eligiendo una de sus fichas la depositó cuidadosamente encima de la superficie de la mesa. Sintió que se ruborizaba ligeramente.

—No me digas —le susurró Quiss, mientras se inclinaba sobre la mesa para poner su próxima ficha—, que nuestro emplumado amiguito te ha ofendido… —y volvió a echarse hacia atrás lanzando una mirada a los ojos de la vieja mujer. Ajayi apartó sus ojos, sacudiendo lentamente la cabeza en tanto seleccionaba una ficha de entre las que le quedaban en su mano.

—No —dijo, cogiendo de la palma de su mano una de las piezas de marfil y adelantándose para depositarla sobre la mesa, aunque luego cambió de opinión y se la volvió a quedar, reconsiderándolo y rascándose el mentón con la otra mano. Un exasperado sonido de sofoco les llegó desde arriba de sus cabezas.

—Esto es absurdo —dijo el cuervo rojo—. Creo que me iré a contemplar los carámbanos. No creo que sea más aburrido que esto. —A continuación, el cuervo desplegó sus alas y se echó a volar, refunfuñando. Ajayi le observó alejarse. Desde las almenas más altas otros cuervos y urracas bajaron volando y en bandada se dirigieron en dirección a las minas de pizarra.

—Peste —dijo Quiss. Haciendo tamborilear sus gruesos dedos sobre la superficie de la mesa volvió a mirar a Ajayi, quien asintiendo con la cabeza colocó otra ficha de dominó—. Me estaba preguntando —dijo Quiss, poniendo otra de sus piezas—, si uno podía acercarse un poco más al meollo de la cuestión con aquel comentario. Me refiero a cómo has venido a parar aquí. —Quiss miró furtivamente a su compañera, quien captándolo se rio para sus adentros.

—Pues —dijo ella, considerando las alternativas que tenía en su mano—, quizá sea hora de que nos contemos por qué estamos aquí. Qué hicimos para que nos enviaran a este sitio.

—Hmm —dijo Quiss, aparentemente sin estar interesado en el tema—. Sí, supongo que podríamos hacerlo. Tal vez hasta descubramos alguna pista para contestar correctamente nuestra respuesta; me refiero a alguna coincidencia en nuestros… motivos para estar aquí que nos ayude a salir. —Quiss alzó sus cejas, poniendo una expresión como si quisiera decirle, «qué te parece la idea». Ajayi creyó atinado no recordarle a Quiss que apenas llegada al castillo ella le había hecho exactamente el mismo planteamiento de intercambiar sus historias. En aquel entonces, Quiss se opuso rotundamente a hablar sobre las desgracias personales de cada uno. Ajayi decidió que todo lo que podía hacer (lo que mejor sería que se acostumbrase a hacer) era ser paciente.

—Pues, podría ser una buena idea, Quiss. Si es que estás seguro de que no te importa contármelo.

—¿A mí? No, de ninguna manera, de ninguna manera —dijo rápidamente Quiss. Luego hizo una pausa—. Eh… tú primera.

Ajayi sonrió.

—Muy bien —dijo ella, inspirando profundamente—, lo que sucedió fue que… yo era edecán de nuestro Oficial de Filosofía, que en nuestro escuadrón tenía el rango de Mariscal.

—Oficial de Filosofía —dijo Quiss, asintiendo la cabeza con conocimiento.

—Así es —dijo Ajayi—. Era un terrible entusiasta de la caza, y, un poco pasado de moda, siempre que podía le apasionaba salir a los grandes espacios abiertos y hacer las cosas a la antigua.

—Yo podía compartir con él su idea de volver a los orígenes y de reforzar integralmente nuestra relación con la naturaleza —aunque se tratase de una naturaleza ajena—, pero siempre le hice saber que creía que él llevaba las cosas demasiado lejos. Me refiero a que jamás salía pertrechado con un equipo de comunicación o de transporte, ni siquiera con armamento moderno. Todo lo que teníamos era un par de anticuados rifles y nuestras propias piernas.

—Tú le acompañabas —dijo Quiss.

—Tenía que acompañarle —Ajayi se alzó de hombros—. Él decía que me llevaba porque le gustaba discutir conmigo. Así que me acostumbré a participar en estas expediciones con él, y me hice muy diestra en el arte de la retórica y pasablemente hábil en el uso de armas primitivas con las cuales a él le entretenía cazar. También me especialicé en rechazar sus insinuaciones, por lo general muy poco ardorosas.

Un día, próximo al anochecer en este… lugar… estábamos arrastrando dificultosamente a través de una ciénaga una inmensa bestia herida que él acababa de cazar, perseguidos por los insectos, agotados, sin poder contactar con la escuadra hasta que no nos viniera a recoger un destacamento a medianoche, mojados, hambrientos… bien, al menos yo lo estaba; él se lo estaba pasando a lo grande… cuando de improviso se enganchó en la raíz sumergida de un árbol o algo parecido, y por lo visto cuando perdió pie debía tener su mano cerca del gatillo —su rifle era tan antiguo que ni siquiera tenía seguro— por lo que se disparó a sí mismo en el pecho.

Estaba muy malherido; aún consciente pero padeciendo muchos dolores (también opinaba que en aquellas excursiones no debía llevar consigo medicamentos modernos). Yo creí más conveniente sacarlo de la ciénaga y encontrar entre las brumas algunas rocas en donde ampararnos, pero cuando intenté moverle él comenzó a quejarse a gritos; entonces recordé que una vez había leído una historia en donde también aparecían personas heridas con estas antiguas armas de proyectiles y a las cuales les extraían las balas sin ninguna anestesia, y el método me pareció bastante apropiado para aquellas circunstancias aunque probablemente no sirviese de mucho, por lo que saqué una bala de mi propio rifle y se la puse entre los dientes para que la mordiera mientras yo le arrastraba hacia las rocas.

—¿Y entonces? —dijo Quiss, al ver que Ajayi hacía una pausa. La mujer lanzó un suspiro.

—Era una bala explosiva. Le voló la cabeza apenas la mordió.

Dando una palmada sobre su rodilla con la mano libre, Quiss comenzó a desternillarse de risa.

—¿Es verdad? ¿Explosiva? ¡Ja ja ja! —Quiss continuó dándose palmadas sobre la rodilla, mientras se agitaba en su silla riéndose a carcajadas. Lloraba de risa y tuvo que dejar sobre la mesa boca abajo las tres últimas fichas que le quedaban para poder agarrarse el vientre con ambas manos.

—Sabía que no iba a poder contar con tu apoyo moral —dijo secamente Ajayi, jugando otra de sus piezas de marfil.

—Es encantador —dijo Quiss, con la voz debilitada por la risa. Secándose las lágrimas de sus ajadas mejillas, volvió a recoger las fichas—. Supongo que estaría muerto —dijo, colocando sobre la mesa una de las piezas de dominó.

—¡Por supuesto que estaba muerto! —exclamó Ajayi. Era la primera vez que le alzaba la voz a Quiss o que le hablaba de mal modo, por lo que volvió a sentarse bastante sorprendida. Trató de no mirarle ceñudamente por más que lo sentía, y continuó con su historia—. Su cerebro se hallaba desparramado por casi toda la ciénaga. Y encima mío.

—¡Ha ha ha! —se rio compasivamente Quiss—. ¡Ja ja ja! —Con una amplia sonrisa sacudió su cabeza y luego aspiró por la nariz.

—¿Y qué me dices de ti? ¿Qué fue lo que hiciste? —preguntó Ajayi. Quiss permaneció callado. Miraba sus últimas dos fichas de dominó con el ceño fruncido.

—Hmm —dijo.

—Yo te he contado mi historia —dijo Ajayi—. Ahora te toca contarme la tuya.

—No creo que en realidad te interese —dijo Quiss sin mirarla. Volvió a sacudir la cabeza, con la vista aún posada sobre su mano—. Después de la tuya resulta un poco anticlimática.

Quiss levantó la vista con una expresión de apenada disculpa en su rostro, para encontrarse con que Ajayi no sólo le estaba mirando con una furia que jamás le había visto antes, pero también con una intensidad que él no hubiese imaginado que ella poseyera. El hombre se aclaró la garganta.

—Hmm. Bueno, por otra parte —dijo—, es bastante regular. —Dejó las fichas encima de la mesa y colocando las manos sobre sus rodillas fijó la vista en la coronilla de la cabeza de Ajayi—. Curiosamente parecida a la tuya, en cierto aspecto… tal vez exista alguna conexión. De todos modos… también hubo un fusil de por medio. —Se aclaró la garganta nuevamente, llevándose el puño a la boca y tosiendo. Seguía con la mirada fija más allá de la coronilla de la cabeza de su compañera, como si el cuervo rojo aún estuviera posado sobre el fragmento de asta y él le hablase al ave, no a la mujer.

—Bien, de todas formas… baste decir que después de una larga… ah… y ardua campaña… a la cual, debo agregar, realmente nadie había tenido esperanzas de sobrevivir, me encontraba junto con otros guardias de la unidad en la azotea de… este inmenso palacio enclavado en la ciudad. Había unas celebraciones; el… ah… este dignatario… bueno, en verdad se trataba de un príncipe; aquel también era un lugar subdesarrollado y estábamos limitados por las leyes a un armamento sumamente tosco, al igual que todo el resto del equipo y material… pues este príncipe debía aparecer en… —Quiss miró brevemente a Ajayi y luego recorrió con la vista el balcón en donde se hallaban sentados—… en una especie de balcón parecido a éste —dijo poco convencido. A continuación volvió a aclararse la garganta.

—Pues bien, había una enorme muchedumbre esperando dar la bienvenida al príncipe; tal vez eran un millón de nativos, todos armados hasta los dientes con horquillas, mosquetes y cosas parecidas —estaban más o menos de nuestra parte, felices de todas formas de que se hubiera acabado la lucha— mientras que nosotros vigilábamos desde la azotea del palacio con unos cuantos modestos proyectiles tan sólo para el caso de que los enemigos se lanzasen a un desesperado ataque aéreo para quemar sus últimos cartuchos, aunque a nosotros aquello no nos parecía muy probable.

»Supongo que nosotros estábamos bastante… cómo diríamos… alegres y también lo celebrábamos, de buen humor, contentos de estar con vida, bebiendo un poco… y dos de nosotros —un capitán y yo— entre broma y broma, nos desafiamos a caminar a lo largo de una especie de balaustrada que había en la azotea, justo por encima del balcón en donde debía aparecer el príncipe y sus camaradas, así que con los ojos cerrados comenzamos a caminar por ahí arriba, sosteniéndonos sobre una pierna, bebiendo, y manteniendo el equilibrio con nuestras enormes ametralladoras… suena un poco indisciplinado, ya lo sé, pero como estaba diciendo… —Quiss tosió.

—Este otro capitán y yo chocamos mientras caminábamos a lo largo del parapeto; arremetimos el uno contra el otro con los ojos cerrados… naturalmente, a nuestros camaradas les pareció muy gracioso, pero en tanto que el otro sujeto caía hacia la explanada de la azotea en brazos de los demás oficiales borrachos, yo caía en dirección contraria, más allá del borde de la azotea. Lo único que había debajo mío era el balcón a diez metros de distancia y luego el pavimento, otros veinte metros más. Perdiendo el equilibrio, pasé de largo y dejé de ver a mis camaradas; pensé que era el final; estaba cayendo verticalmente hacia mi propia muerte. Era hombre perdido. —Quiss echó una rápida mirada a Ajayi observando su angustiada expresión, luego apartó los ojos de ella y continuó hablando.

—Pero… pues, como he dicho, yo sostenía entre mis manos una de esas enormes ametralladoras, y sin pensarlo, supongo que por puro instinto, dirigí su cañón hacia abajo abriendo fuego—. Quiss se aclaró ruidosamente la garganta, sacudiendo su cabeza y entrecerrando los ojos—. El arma estaba dispuesta a la velocidad de defensa antiaérea; casi se me escapa de las manos. Apenas si podía controlarla, pero el culatazo fue lo bastante fuerte como para que pudiese volver a recuperar el equilibrio y ponerme de pie sobre el parapeto antes de agotar las balas del cargador. De esta manera me salvé.

El único problema fue que mientras sucedía esto, el príncipe y su comitiva salieron al balcón que había debajo y fueron saludados por esta lluvia de proyectiles antiaéreos y sus respectivos casquillos. Maté al príncipe y a unos cuantos de sus colegas, por no hablar de las varias docenas de personas de entre la multitud.

—La gente se enfureció. Fue un verdadero pandemónium; pánico y disturbios. El palacio fue saqueado. Nos costó cuarenta días y media brigada controlar aquel trastorno. Eso es todo. —Quiss se alzó de hombros, bajando la vista hacia la mesa.

—Tu historia suena mucho más dramática —dijo Ajayi, tratando de aparentar seriedad—. Has estado al borde de la muerte. —Jugó su ficha de dominó.

—Oh, sí —dijo Quiss, mirándola con una expresión vaga y distante—, durante medio segundo me lo pasé fenomenal.

Ajayi sonrió.

—Por lo visto, compartimos un leve componente de irresponsabilidad y armas de fuego. —Ajayi miró las ruinosas alturas del castillo que se asomaban por encima de ellos—. Las coincidencias no parecen ser todo lo estrechas que uno quisiera, pero aquí estamos. ¿Nos sirve de algo alguna de estas cosas?

—No —dijo Quiss, sacudiendo tristemente su gran cabeza gris—, creo que no.

—Sin embargo —dijo Ajayi—, me alegro de que ahora las conozcamos.

—Sí —dijo Quiss, jugando su penúltima ficha. Luego tosió—. Siento… ah… haberme reído. No estuvo bien. Malas maneras. Pido disculpas.

Tenía la cabeza inclinada, por lo que no reparó en la expresión del viejo y arrugado rostro de Ajayi, la cual le sonreía con verdadero afecto.

—No tiene importancia, Quiss —dijo ella, sonriendo discretamente.

Su estómago le hacía ruidos. Pronto sería la hora de comer. De aquí a un rato probablemente aparecería un camarero. A veces los camareros tomaban sus órdenes y traían los platos pedidos, en ocasiones traían algo completamente distinto, otras veces no recogían las órdenes pero les servían aquello que de todas formas ellos hubieran pedido. A menudo traían tanta comida que se quedaban mirando alrededor desconcertados, como si estuviesen buscando a otros comensales a quienes servir. Por lo menos las horas de las comidas eran fáciles de predecir, y generalmente lo que servían resultaba satisfactorio.

De todos modos, Ajayi deseaba descansar de las partidas. Aquel indeterminado movimiento de fichas de marfil le aburría muy pronto y al cabo de un rato se ponía inquieta con deseos de hacer cualquier otra cosa.

Durante algún tiempo, cuando se lo permitían sus dolores de cintura y de piernas, había explorado el castillo durante largas caminatas, las primeras veces siempre acompañada de Quiss, quien conocía mejor la desigual configuración del lugar, más tarde por lo general sola. Aunque sus huesos y articulaciones se quejaban al subir las escaleras, Ajayi soportaba lo mejor que podía los dolores y de todas formas se detenía frecuentemente a descansar para después continuar caminando cansina a través de las vastas áreas del castillo, explorando sus torrecillas, habitaciones, almenas, fustes de columnas y salones. Prefería limitarse a las plantas superiores, en donde había menos movimiento de personas y suponía que el ambiente del castillo era más… equilibrado.

Quiss le había dicho que más abajo todo se tornaba en cierto modo caótico. Tal vez las cocinas eran el peor sitio, aunque existían rincones mucho más extraños, acerca de los cuales a Quiss no le gustaba hablar (Ajayi sospechaba que aquella actitud no encerraba otra cosa que la sensación de poder típica en las personas que conocen algo exclusivo, pero quizá también intentaba, de un modo desmañado, protegerla de alguna cosa. En el fondo tenía buenas intenciones; por eso ella no se lo recriminaba).

Sin embargo, finalmente la laberíntica geografía interna del castillo dejó de interesarle, y ahora restringía sus salidas a una que otra ocasión, principalmente en la misma planta y sin alejarse mucho, más que nada para estirar las piernas. Después de un tiempo, la inagotable y siempre cambiante topografía del castillo terminó por deprimirla, si bien en un principio le había parecido alentador el que uno jamás pudiera conocer el sitio perfectamente, que jamás le aburriese, que estuviera siempre en constante transformación; derrumbándose, siendo reconstruido, modificado y renovado. Verse relegada para siempre a una forma humana que jamás cambiaría, prisionera en la misma edad, esta jaula de células análoga a los cambios orgánicos de desarrollo y decrepitud que revelaba el castillo le parecía en cierto modo algo injusto; un desagradable recordatorio de una situación que quizá jamás volviese a recuperar.

Ahora ocupaba su tiempo libre leyendo. Sacaba libros de las paredes interiores del castillo y los leía. Estaban escritos en diferentes idiomas, en su mayoría lenguas del planeta sin nombre del cual era originario el Súbdito del castillo y de donde aparentemente provenían todos los libros. Ajayi no comprendía ninguno de estos idiomas.

Muchos de los libros, no obstante, hechos en este particular globo, daban la apariencia de ser traducciones a distintas —extrañas— lenguas, algunas de las cuales Ajayi comprendía hasta cierto punto. Mientras leía, a menudo se preguntaba si el nombre del mundo del Súbdito no era en realidad una especie de pista; había sido cuidadosamente eliminado de cada uno de los libros del castillo que lo mencionaba, cortado el espacio de todas las páginas en donde la palabra debía haber estado escrita.

Ajayi leía los libros que podía. Los cogía del sucio suelo del cuarto de juegos o de las deterioradas paredes y columnas, a la mayor parte echándoles tan sólo un vistazo, dejando caer o reemplazando aquellos cuyo idioma no podía entender, examinando el resto y quedándose para leer los que le parecían interesantes. Tan sólo uno de cada veinte o treinta libros era a su vez comprensible y atrayente. A Quiss no le agradaba su nuevo pasatiempo, y le recriminaba que no sólo ella perdía el tiempo, sino que también se lo hacía perder a él. Ajayi le dijo que precisaba algo que la mantuviera en su sano juicio. Quiss aún rezongaba, si bien difícilmente estaba libre de culpa. Todavía salía a dar sus largos paseos por el castillo y a veces no regresaba hasta al cabo de varios días. Ajayi intentó averiguar qué hacía, pero Quiss siempre reaccionaba de un modo vago u hostil.

Por lo tanto ella continuaba leyendo, y gradualmente, con la ayuda de algunos libros ilustrados que había descubierto en una galería no muy distante, intentaba aprender uno de los idiomas que con frecuencia se encontraba en los libros y que por lo visto pertenecía a una de las lenguas del mundo del Súbdito. Era difícil —casi como si lo fuera intencionalmente—, pero ella era perseverante, y después de todo, le sobraba el tiempo.

THE CAT SAT ON THE MAT[14]. Bueno, no estaba mal para comenzar.

Ajayi depositó sobre la mesa su última ficha de dominó. Quiss dudó antes de completar el juego, sintiéndose repentinamente inseguro en cuál de los extremos de las líneas de fichas colocar su última pieza.

La mujer comenzaba a sentirse inquieta y pronto, pensó Quiss, sería la hora de comer. Y aquella sería otra estúpida partida malgastada, como todas las demás, no importaba de qué lado pusiese su ficha. Ya era tiempo de que hubiesen dado con una solución, con un buen juego, una disposición lógica que satisficiera cualquier clase de sutil mecanismo existente en el interior de la pequeña mesa. Pero nada. ¿Acaso estaban haciendo algo incorrectamente? ¿Se les había olvidado algo en su intento de escaparse? A ellos no les parecía posible ya que lo verificaron hasta el cansancio.

Tal vez lo que sucedía era que no tenían suerte.

Ya iban por el tercer juego de fichas de dominó; en tres oportunidades aquel ejercicio idiota le había frustrado tanto que sencillamente arrojó las fichas por el balcón; una vez junto con su caja de marfil, otra sacudiendo la mesa por encima del borde del balcón (Ajayi casi se muere del susto, recordó con expresión sombría; pensó que él iría a tirar también la mesa, y aquélla era la única; no había otra de repuesto. Si se la destruía o sufría algún grave deterioro a ellos no se les permitiría seguir jugando las partidas, lo cual quería decir que tampoco tendrían la posibilidad de dar respuestas), y la última vez limpió la mesa de fichas de dominó con un único manotazo desparramándolas a través de la ventruda balaustrada de pizarra del balcón. (De cualquier modo, el senescal finalmente había dicho que haría que asegurasen la mesa al suelo.)

¿Pero qué esperaban ellos? Él era un hombre de acción. Este decadente y estreñido palacio de los enigmas no era precisamente su lugar. A Ajayi parecía gustarle por momentos, y a veces él tenía que permanecer sentado, lleno de impaciencia, escuchándola exponer algún pensamiento matemático o filosófico que ella pensaba podría ayudarles para salir de allí. Quiss no tenía intención de competir en un terreno que de algún modo ella dominaba, pero a pesar de sus pocos conocimientos de filosofía, a él le parecía que su relamido positivismo sonaba demasiado desalmado y lógico como para tener utilidad en el mundo real. ¿De qué servía tratar de analizar racionalmente aquello que era fundamentalmente irracional (o a-racional como ella, pesando humos como de costumbre, a veces admitía)? Era un modo de llegar a la desesperación y a la locura personal, y no a una comprensión universal. Pero él no le plantearía semejante cosa a Ajayi; seguro que ella le miraría con una sonrisa tolerante y le haría morder el polvo. Uno debía conocer sus fuerzas; no atacar si se es más débil. Ésa era su clase de filosofía; militar. Eso y aceptar que la vida era básicamente absurda, injusta y —últimamente— sin sentido.

La mujer leía muchísimo. Iba en declive, incluso tratando de entender uno de los idiomas corrientes que había descubierto en los libros que cogía del suelo y de las paredes del cuarto de juegos. Era una mala señal, Quiss lo presentía. Ella comenzaba a dejarse estar, no se tomaba en serio los juegos que debían jugar. O se los tomaba demasiado en serio; el camino equivocado. La apariencia adoptaba el lugar de la realidad. Ella se estaba quedando en la superficie de los juegos y no con su verdadero significado, así que en vez de terminar las partidas lo más rápidamente posible para lograr su objetivo —otra explicación al acertijo— se comportaba como si las jugadas, los movimientos y las aparentes opciones, tuvieran importancia.

Él no se daría por vencido, pero precisaba apartar de sí aquella sensación de indiferencia y desesperanza que le transmitían los juegos y la mujer. Durante un tiempo la había acompañado por el castillo, enseñándole los curiosos sitios que había descubierto, los pocos personajes singulares que por allí pululaban (el barbero neurótico era su favorito), pero gradualmente ella comenzó a salir por su cuenta, luego por lo visto todo aquello le empezó a aburrir (o por alguna razón a atemorizar, él no lo sabía) y dejó de hacerlo.

Él continuaba visitando los niveles inferiores y demás plantas del castillo, explorando las cocinas e incluso aún más abajo, tan abajo que pensaba que se encontraba casi al mismo nivel de la llanura nevada, en las profundidades del risco sobre el cual se asentaba el castillo. Allí abajo había algunas cosas extrañas, y, pasado un cierto nivel, un sospechoso número de sólidas puertas cerradas decoradas con bandas de metal.

Quiss conocía a unos cuantos ayudantes, a los cuales en parte protegía y en parte tenía aterrorizados, que le servían de guías. Les había dicho que si hacían lo que él les pedía hablaría en su favor con el senescal, pero si se negaban haría que los trasladasen a las minas de pizarra o a las expediciones recolectoras de hielo. Fuera de estos sobornos y amenazas (promesas que no estaba en disposición de cumplir ya que en estos asuntos no tenía ninguna influencia sobre el senescal) contaba enteramente con su encanto personal.

Los pequeños ayudantes le mostraron nuevos sitios dentro y por debajo del Castillo Legado, e incluso le contaron cosas acerca de ellos; naturalmente ellos también eran deportados de las Guerras, pero de una escala inferior a la de él y de Ajayi. Hasta le revelaron tímidamente el secreto de su fisiología; Quiss escuchaba con paciencia aunque de hecho sabía todo acerca de su constitución física, habiéndose enterado de ello al poco tiempo de llegar al castillo y cuando intentaba sonsacarle información a uno de ellos. Por lo tanto sabía que estos soldados fracasados no poseían un cuerpo sólido; a aquel ayudante que interrogó le había arrancado capa tras capa, manto tras manto, chaqueta tras chaqueta, túnica tras túnica, quitándole capas cada vez más finas de guantes, diminutos calcetines y ropajes, sacándole una máscara después de la otra para encontrar dentro tan sólo más máscaras pequeñas, y de forma ubicua una especie de material viscoso impregnado en todos los tejidos que en ciertas partes actuaba como una mezcla de siliconas, de textura maleable pero que se partía cuando se la golpeaba con fuerza. Todo este sobrenatural proceso de despojamiento fue acompañado por los gritos, gradualmente decrecientes, del desgraciado que le había servido para sus experimentos. Las partes del ayudante que arrancaba y luego arrojaba al suelo continuaban moviéndose débil y espontáneamente, como si estuvieran intentando volver a unirse, mientras que el pedazo que aún sostenía entre sus manos, cada vez más pequeño, más enclenque, más flaco, forcejeaba de manera infructuosa.

Finalmente le quedó entre sus manos tan sólo una especie de bolsa fofa, algo parecido a un globo de textura pegajosa del cual salía un fluido transparente e inodoro, mientras que el resto de las capas y partes de ropa temblaban y se retorcían a su alrededor sobre el cristalino suelo, atrayendo con sus movimientos a las lentas y contorsionantes formas de los peces luminiscentes que nadaban por debajo en las aguas. Por último, Quiss colgó todo aquel incoherente conjunto sobre una cuerda provisional para que se secara. El viento agitaba las piezas por lo que no podía decir si la criatura se hallaba de algún modo desmembrado aún viva, o no. Unos cuantos cuervos se posaron sobre los restos, pero no por mucho tiempo. Cuando Quiss intentó volver a juntas las distintas partes, éstas comenzaron a despedir mal olor, así que las arrojó a un lado.

Les había preguntado a los pequeños sirvientes si en las cocinas del castillo se fabricaba —o en cualquier otra parte del castillo, llegado el caso— algo que pusiera a un mozo alegre. Ya sabían; ¿borracho, feliz, aplastado, inconsciente? ¿Era posible?

Los ayudantes le miraron desconcertados.

¿Alguna bebida? ¿Algo fermentado? ¿Cocido o destilado; el alcohol que queda después de evaporar el agua, o incluso congelándola… de fruta, vegetales o granos… no? ¿Tampoco sabían de plantas, que cuando se secaban las hojas…?

Las pequeñas criaturas jamás habían oído hablar de aquellas cosas. Él les sugirió que investigaran, que vieran si podían proveerse de algo. De tanto en tanto se encontraba con alguno de ellos, hasta estaba totalmente seguro de que podría identificarlos en medio de una multitud de ellos. No eran todos iguales, al fin y al cabo; tenían distintas clases de manchas y chamuscones en sus pequeñas vestiduras las cuales le ayudaban a identificarlos, y por supuesto el color de sus botas parecía haber sido elegido para distinguirlos de las tareas que realizaban dentro del servicio de servidumbre del castillo. Aquel crédulo grupo con el cual había contactado trató de cumplir con sus deseos. Robaban comida de las cocinas y escondían toda clase de utensilios debajo de sus mantos. Intentaron poner en funcionamiento un alambique y una tina de fermentación, pero no dio resultado. En algún rincón produjeron un líquido que hizo vomitar a Quiss ni bien lo olió, y cuando les ordenó que le trajesen su equipo para que él le echase un vistazo y lo hiciera funcionar correctamente, ellos le explicaron que lo habían armado en el único lugar que pensaban estaba a salvo de los fisgones ojos del senescal; sus propias habitaciones, en donde las estrechas dimensiones de sus diminutas celdas y corredores le imposibilitaban al senescal —y por lo tanto también a Quiss— poder entrar. Se negaban a instalarlo en cualquier otro sitio. El senescal les haría cosas mucho peores a ellos que aquellas con las cuales Quiss les amenazaba. ¿No sabía él que todo esto era estrictamente ilegal y en contra de las reglas?

Esto deprimió bastante a Quiss. Había pensado que en aquel lugar sería posible olvidarse de la realidad de alguna forma. Tal vez creían que la realidad en el Castillo Puertas era ya de por sí tan extraña que no había necesidad de ninguna substancia para acrecentarla. Ésa era la forma de pensar que tenía Ajayi; lógica pero sin base alguna, hasta incluso ingenua.

Entonces, por casualidad, descubrió algo con lo cual realmente podía conseguir eso; una realidad distinta. Pero no del modo que él esperaba.


Había estado explorando sólo los niveles inferiores, más allá de las cocinas y del gran mecanismo del reloj central. Las paredes eran de pura pizarra, excavadas en la misma roca sobre la que se levantaba el castillo. La luz provenía de unos tubos transparentes adaptados al techo, aunque hacía frío y todo estaba bastante obscuro. Al llegar a una de las pesadas puertas atravesadas por tiras de metal que tan a menudo veía en sus visitas a las plantas inferiores ésta, a diferencia de las demás, se hallaba ligeramente abierta. Al pasar por delante de ella había visto un destello de luz; se detuvo, miró a su alrededor y luego tiró de la puerta.

Se encontró con una pequeña habitación de techo bajo. Éste era de cristal al igual que los de las plantas superiores, con unos cuantos especímenes mortecinos de los peces-luz que nadaban lentamente de aquí para allá. El pavimento era de roca. En la pared opuesta de la habitación había otra puerta, también construida de madera y tiras de metal. El único objeto que había en la habitación era un pequeño taburete situado justo en el centro de la misma. Encima, en el techo de cristal, había algo parecido a un agujero.

Quiss inspeccionó ambas direcciones del corredor. No se veía a nadie. Se deslizó dentro de la habitación, observando que de hecho la puerta había sido cerrada, pero por alguna razón el cerrojo no encajó en la abertura que le correspondía. Cerró la puerta detrás suyo hasta que el cerrojo sobresaliente quedara cogido, lo cual no impedía que desde afuera ésta se viera bien atrancada. Luego se puso a explorar la pequeña habitación.

La otra puerta estaba firmemente cerrada con llave. En el lugar no encontró otra cosa que el pequeño taburete situado justo debajo del agujero en el techo de cristal. Era similar a los taburetes sobre los cuales se paraban los pinches para realizar sus tareas en las cocinas. El agujero en el techo era completamente obscuro; parecía como si dentro del agujero hubiera algo que lo protegía del brillo que emitían los peces luminiscentes. El agujero abarcaba un sombreado círculo de un metro de diámetro aproximadamente y su contorno estaba cubierto por una especie de piel, como si fuera un collar, lo bastante amplio para que pudiera pasar una cabeza humana. Cautelosamente, Quiss se subió al taburete y se puso a mirar.

Había dos bandas de metal, aros de hierro que se agrandaban desde la sobrefaz inferior de los flejes del techo de cristal, recubiertas por una almohadilla de cuero. Las piezas de metal en forma de U se hallaban colgadas en cada lado del agujero a un poco más de medio metro de distancia, sobresaliendo sus extremos unos veinticinco centímetros por debajo del techo. Al mirarlas más de cerca, Quiss vio que eran adaptables; se podían bajar o subir ligeramente y acomodarlas más juntas o más separadas. A Quiss no le gustó su aspecto. Había visto partes de instrumentos de tortura que vagamente se les parecían.

Escudriñó hacia arriba el obscuro agujero del techo de cristal. Cuidadosamente tocó el contorno de piel. Le daba la impresión de ser bastante ordinaria. Cogiendo el extremo raído de la manga de su abrigo introdujo el ceñido puño dentro del agujero. Lo volvió a sacar intacto y lo inspeccionó meticulosamente. Con una mueca metió en la abertura un dedo meñique. Nada. Colocó la mano entera. Sintió un tenue hormigueo, como cuando después de un paseo invernal la sangre vuelve a circular por un miembro aterido de frío.

Quiss contempló su mano. También se veía ilesa y el hormigueo había desaparecido. Con vacilación acercó su cabeza al agujero, haciéndole cosquillas la piel en su canosa cabeza. El agujero olía a… piel, si es que olía a algo. A continuación introdujo su cabeza tan sólo hasta la mitad y la volvió a sacar rápidamente. Había sentido sobre su piel una vaga sensación de hormigueo y una aún más imprecisa impresión de luces dispersas.

Puso su mano dentro del agujero una vez más, sintiendo sobre ella el hormigueo, y después echó una mirada comprobatoria a la puerta. Esta vez introdujo la cabeza entera dentro del agujero.

El hormigueo desapareció rápidamente. La impresión de las diminutas luces dispersas, más bien parecidas a un espacio bastante denso de estrellas, permaneció, y daba lo mismo si mantenía los ojos abiertos como cerrados. Por un momento creyó oír unas voces, pero no estaba seguro. Las luces eran inestables. Le parecía que podía percibirlas individualmente, pero al mismo tiempo sentía que había tantas —demasiadas— para contar, e incluso para que él fuera capaz de verlas por separado. Además, tenía la inquietante impresión de que estaba mirando la superficie de un globo; en un instante, aquello que estaba observando de alguna manera se expandió delante de sus ojos y Quiss fue capaz de apreciarlo en su totalidad. La cabeza le dio vueltas. Las luces parecían atraerle y tenía la sensación de estar dejándose llevar hacia ellas, pero ésta desaparecía en cuanto él luchaba contra el impulso. Luego consiguió volver a un punto más sosegado.

Sacó su cabeza del agujero. Se rascó la barbilla. Era muy extraño. Nuevamente introdujo la cabeza. Ignorando momentáneamente las luces, chasqueó los dedos de su mano. Desde la habitación tan sólo le llegó un débil sonido. Después buscó los aros de hierro y pasó por ellos sus brazos, dejándose sostener tal como era obvio que el aparejo debía ser utilizado.

Volvió a sentir otra vez la atracción de aquellas luces y se dejó llevar hacia ellas, enfocando toda su atención en un área. Descubrió que si pensaba en ellas podía desplazarse hacia otras áreas. Era como si estuviera saltando en paracaídas, capaz de seguir el rumbo que quisiera mientras caía.

Al aproximarse al área de luces hacia la cual dirigía su atención, le pareció que eran curiosamente similares al globo aunque más dilatadas. Aún tenía la impresión de que le era posible vislumbrar demasiadas, de que por su aparente tamaño no deberían verse tan separadas, pero al comprobar que se acercaba a la superficie de donde supuestamente provenían las luces desechó esos pensamientos. Trató de convencerse de que flotaba hacia el exterior de la esfera, de que había comenzado a desplazarse desde su centro hacia afuera, pero por alguna razón sintió que caía irremediablemente sobre una superficie convexa.

Una de las luces empezó a agrandarse; era una orbe de matices cambiantes y multicolores, de aspecto celular, dividiéndose y subdividiéndose dentro de una única membrana, y aun así las formas de la esfera daban la apariencia de unos dibujos deformados, imágenes arrojadas al azar sobre una pantalla floja. Quiss se sentía flotar alrededor de aquella curiosa y desproporcionada cosa, mientras las demás luces se mantenían aparentemente a la misma distancia; aquel globo de luz le atraía de un mo do sobrenatural y percibía que de alguna manera sería capaz de entrar en él sin que ninguno de los dos sufriera daño alguno.

Mientras pensaba en todo esto tenía conciencia de que se hallaba de pie e inmóvil en la habitación. Chasqueó sus dedos, tocó el borde del puño de su túnica y después se indujo a entrar en la resplandeciente y cadenciosa esfera.

Era como entrar caminando en una habitación inundada por la cháchara de voces e imágenes caóticas y variables. Durante unos momentos se sintió confundido, después creyó que comenzaba a vislumbrar contornos y formas reales dentro de la incipiente mezcla.

Poco a poco se fue relajando, preparándose para observar, cuando de repente todas las imágenes y los sonidos parecieron conglutinarse, formar parte de una única sensación, la cual también incluía la impresión del tacto, del gusto y del olor. Quiss reaccionó en contra de esto y volvió a retornar a la sensación de la ruidosa y ostentosamente caótica habitación. Volvió a relajarse, esta vez con mayor cautela y lentitud. La extraña cristalización de sensaciones ocurrió de nuevo, y lentamente Quiss tomó conciencia de una especie de proceso mental distinto, de un conjunto de sensaciones, que al mismo tiempo que estaba íntimamente cerca de él también permanecía absolutamente dividido.

La verdad de lo que estaba sucediendo súbitamente le sobresaltó, paralizándole. Se encontraba dentro de la cabeza de alguien.

Se sentía tan asombrado que ni siquiera tuvo tiempo para rebelarse o disgustarse verdaderamente ante la novedad; el completo interés por todo aquello le absorbió hasta el punto de excitarle. Cambió ligeramente de posición el cuerpo, sintiendo de una manera muy lejana, como si estuviera en un sueño, el movimiento de su pie sobre el pequeño taburete en el cual estaba parado, sus axilas acomodándose en los aros recubiertos de cuero en busca de una posición más confortable.

Sintió un breve mareo cuando a su alrededor la luz y el sonido comenzaron a expandirse y luego un repenti no y agudo sentimiento de ansiedad; miedo y angustia. Olió a quemado, sintió el crudo y fuerte sonido de unos motores, vio a una distancia tan próxima que le aterró vehículos de metal sobre ruedas (el miedo se acrecentó, otra vez se sentía mareado y percibía que de algún modo perdía contacto), luego alzó la vista, o fue la persona dentro de cuya cabeza se encontraba, para ver un cielo tan azul que parecía una pulida y brillante esfera azul, una inmensa, pareja y perfecta joya.

El mareo le hizo tambalear (después se dio cuenta de que él —o su anfitrión— estaba caminando), y una ola de miedo le impulsó enviándole afuera, desprendiéndole, nuevamente al extraño, obscuro espacio salpicado de luces, con el corazón latiendo violentamente, casi sin aliento.

Quiss trató de recobrarse, chasqueó un par de veces sus dedos, de regreso en la habitación real dentro del Castillo Puertas.

Consideró vagamente dejar a un lado su pequeño experimento; había sido una experiencia hostil y aterradora, pero decidió perseverar. Era algo demasiado fascinante para dejarlo ahora, quizá jamás tendría otra oportunidad de explorar algo parecido, y de todas formas no se iba a dejar llevar por un indisciplinado arranque de cobardía, no él.

Se dejó caer suavemente en otra de las blandas orbes de colores cambiantes y entró en ella como la vez anterior. Tuvo la misma sensación de mareo, pero el miedo no apareció.

Ahora observaba un par de manos, una de ellas sostenía un ramo de tallos cortos mientras que la otra cogía un tallo por vez plantándolo rápidamente y con precisión en unos hoyos hechos en la tierra marrón. Eran sus brazos, los brazos de la persona dentro de la cual estaba, quien vestía una especie de ropa holgada y translúcida. Los brazos eran muy delgados. Él —o mejor dicho la otra persona— se hallaba de pie, estirando aquella espalda dolorida, colocando un brazo detrás de su espalda y estirándose nuevamente. Delante suyo podía ver a un gran número de mujeres hacer lo mismo que él; encorvadas, plantando tallos en la tierra. El paisaje estaba cruelmente iluminado por un elevado sol. La tierra era de color marrón, y a lo lejos divisó unas chozas y algo que parecían ser techos de paja. Más allá había unas colinas verdes, labradas con terrazas que le hacían recordar a los macizos señalados en los mapas topográficos. Los árboles eran altos, con troncos pelados y todas las hojas amontonadas en las copas. El cielo era azul. Lo atravesaba una fina estela de vapor. También había unas cuantas nubes absolutamente blancas. Le sonaron las tripas y se encontró pensando en… ¿qué? En la criatura que llevaba en su vientre.

La mujer cuyo cuerpo él había invadido volvió a agacharse. ¡Pues sí! Ahora que lo pensaba podía sentir el peso en su pecho; ¡tetas! La criatura debía ser pequeña, porque percibía su vientre (el de ella) normal, si bien un poco vacío (y Quiss se dio cuenta de que en alguna parte de la mente de la mujer, ésta pensaba en la comida que le esperaba dentro de un par de horas, una especie de grano almacenado y cocido, después de la cual no se sentiría satisfecha; se quedaría con hambre. Probablemente al igual que la criatura, y todos los demás). ¡Una mujer!, pensó Quiss. Una campesina; una campesina hambrienta; ¡qué extraño! Qué extraño era estar dentro de su cuerpo de esta manera, sin estar realmente ni allí ni aquí, escuchando. Trató de percibir los sentimientos de la mujer acerca de su propio cuerpo, mientras ella volvía a su labor, plantando metódicamente los pequeños brotes verdes. Mascaba alguna cosa, su boca masticaba una substancia imprecisa, aunque en verdad no estaba comiendo; era algo entumecedor, algo que la ayudaba a disminuir la fatiga de su trabajo.

Qué cosa tan, tan singular, seguía pensando Quiss. Y a pesar de que era el cuerpo de una mujer, curiosamente no sentía gran diferencia con estar en el suyo; mucha menos de lo que se hubiera imaginado. Tal vez porque no hacía un contacto pleno, se dijo, pero por alguna razón tenía la impresión de que no era así. La mujer no parecía ser totalmente consciente de sí misma. No estrictamente como mujer. ¿Qué sucedería si…?

La mujer movió involuntariamente su mano hacia su sexo, en realidad se frotaba las ropas arrugadas en la zona de la entrepierna. La mujer se incorporó, casi perpleja, y luego volvió a retomar su labor. Un dolor o un escozor, pensó ella. Quiss se hallaba sorprendido; la mujer había obedecido a un simple pensamiento suyo.

Quiss se imaginó que a ella le picaba detrás de su rodilla derecha. La mujer se rascó en ese sitio, rápidamente y con fuerza, casi sin detener el ritmo de su tarea. ¡Era fascinante!

A continuación algo tiraba de la pierna de la mujer, pero ella no le prestó atención. De hecho ni siquiera pareció darse cuenta. Quiss no lo comprendía; él sí que era capaz de sentir los tirones. Eran tan insistentes y apremiantes… luego recordó sobre qué se hallaba parado. Movió suavemente su cabeza mientras volvía a orientarse mentalmente, y en seguida volvió a ser consciente del peso debajo de sus brazos y sobre sus pies. Sacando sus brazos de los aros aterrizó nuevamente en la habitación situada debajo del Castillo Puertas.

—¡No haga eso! ¡No haga eso! —chilló un pequeño ayudante, saltando incansablemente en el aire mientras tiraba de un extremo de su túnica—. ¡No puede hacer eso! ¡No está permitido!

—¡No me digas lo que debo o no debo hacer… cerebro de pulga! —Dándole un puntapié en el pecho, Quiss se sacó de encima al ayudante que fue a parar a lo lejos sobre el pavimento de pizarra. El ayudante se incorporó velozmente y ajustándose el ala de sombrero sobre su capucha lanzó una mirada a la puerta abierta. Luego juntó sus diminutas manos, entrelazando los dedos recubiertos con unos guantes amarillos.

—Por favor, márchese —dijo—. Usted no tendría por qué estar aquí. No está permitido. Lo siento, pero sencillamente no lo está.

—¿Por qué no? —dijo Quiss, colgado de uno de los aros de hierro e inclinándose hacia adelante para ver al pequeño ayudante.

—¡Sencillamente porque no! —chilló, pegando saltos y agitando sus brazos. Quiss encontró curioso el modo en que se yuxtaponían las bufonadas de la criatura con la gélida expresión de dolorida tristeza plasmada en su máscara. La total ansiedad que mostraba el ayudante le hizo pensar a Quiss que de alguna manera era el responsable de haber dejado abierta la puerta. No le estaba rogando que se fuera tan sólo por su bien; actuaba como un patán aterrorizado.

—En realidad —dijo Quiss con indolencia, apoyando el peso de su cuerpo en el aro de hierro del cual se sostenía, mientras miraba hacia abajo desde el borde del agujero del techo de cristal—, he descubierto que se trata de una experiencia fascinante. No veo la razón de tener que dejar de hacerlo tan sólo porque tú me lo digas.

—¡Pero debe marcharse! —exclamó el ayudante, sacudiendo los brazos y corriendo en dirección a Quiss. Sin embargo, pensó dos veces antes de volver a tirar de su túnica y se detuvo a un metro de distancia del taburete, saltando de un pie a otro y retorciéndose violentamente las manos—. ¡Oh, debe marcharse! Usted no tendría que estar aquí. No está permitido. Las reglas…

—Me iré si me dices qué es esto —dijo Quiss, mirando ceñudamente a la pequeña figura, que sacudió su cabeza con desesperación.

—No puedo.

—Muy bien. —Encogiéndose de hombros, Quiss hizo el ademán de volver a pasar sus brazos nuevamente por los aros.

—¡No no no nonono! —gimió el ayudante. De un salto se arrojó sobre las piernas de Quiss como si le intentara derribar. Quiss bajó la vista. La criatura se aferraba a sus canillas como un pequeño amante; podía sentir cómo temblaba. Estaba aterrorizado; ¡qué encantador!

—Suelta mis piernas —dijo Quiss pausadamente—. No me iré hasta que me digas qué es esto. —Volvió a echar un vistazo hacia el obscuro agujero del techo. Sacudiendo su pierna derecha, envió al tembloroso ayudante rodando por los suelos. La criatura se sentó en la pizarra, colocó la cabeza entre sus manos y luego lanzó una mirada a la puerta que Quiss había encontrado abierta. Incorporándose rápidamente sacó una llave de su bolsillo, la colocó en la cerradura, le dio una vuelta y empujando la puerta con cierta dificultad finalmente la cerró.

—¿Lo promete? —dijo. Quiss asintió.

—Por supuesto. Soy un hombre de palabra.

—Entonces, de acuerdo. —El ayudante se acercó corriendo. Quiss se sentó en el pequeño taburete. El ayudante permaneció de pie, frente a él—. No sé cómo lo llaman, o incluso si tiene un nombre. Es un pez, según dicen, y sencillamente lo que hace es estarse allí y… pues… piensa.

—Hmm, ¿así que piensa? —dijo Quiss con aire pensativo, frotándose la nuca. Se le había quedado en el cuello de su túnica un poco de piel del collar del agujero; quitándoselo, lo manoseó nerviosamente—. ¿Sobre qué piensa con exactitud?

—Pues… —el ayudante parecía estar inquieto y confundido. Cambiaba el peso de su cuerpo de uno a otro pie enfundado en botas amarillas—… en realidad no piensa en tanto como experiencia. Eso pienso.

—Sigue pensando —dijo Quiss, sin impresionarse.

—Es una especie de eslabón —dijo el ayudante con desesperación—. Nos une con alguna persona… del… mundo del Súbdito.

—¡Ajá! —dijo Quiss—. Ya me parecía.

—Pues eso es todo —dijo el pequeño ayudante y comenzó a tirar de su manga, mientras que con la otra mano señalaba la puerta que acababa de cerrar.

—Espera un momento —dijo Quiss, soltándose de la mano de la criatura—. ¿Cuál es el nombre de este sitio, el planeta del Súbdito?

—¡Yo no lo sé!

—Hmm, pues supongo que muy pronto lo descubriré —dijo Quiss, y mirando el agujero se dispuso a subir al taburete. Agarrándose de uno de los aros de hierro puso un pie encima del taburete. El ayudante saltaba sin parar, con los puños apretados contra la pequeña y dura boca de su máscara.

—¡No! —chilló—. ¡Se lo diré!

—¿Cómo se llama, entonces?

—¡«Polvo»! ¡Se llama «Polvo»! —dijo el ayudante brincando—. Ahora márchese, por favor.

—¿Polvo? —dijo Quiss, incrédulo. El ayudante se golpeó la cabeza con sus manos enguantadas.

—Creo… creo… —farfulló—, creo que hay algo que se pierde en la traducción.

—Y esta cosa —Quiss señaló con la cabeza el agujero del techo de cristal—. Sirve para vincularse con este lugar llamado Polvo. ¿No es cierto?

—¡Sí!

—¿Y todas las personas de este planeta son… accesibles? ¿Todas esas luces que uno ve al principio son personas distintas? ¿Cuántas? ¿Se puede penetrar en cualquiera de ellas? ¿Ninguno de ellos es consciente de que alguien les observa? ¿Esto les afecta a todos?

—Oooh no —dijo el pequeño ayudante. Paró de brincar, dando la impresión de que iría a desplomarse. Dejando caer los hombros, bajó su vista desesperadamente hacia el suelo de pizarra. Luego se fue a sentar de espaldas contra la puerta—. Todas las luces que se ven al principio son individuos. —Lanzó un suspiro y continuó hablando más pausadamente en un tono de voz resignado—. Todos son asequibles y pueden ser influidos. Hay aproximadamente cuatro billones de ellos.

—Hmm. Sus cuerpos son parecidos a los nuestros.

—Sí, es lo que correspondería. Después de todo, es nuestro Súbdito.

—¿De allí es de donde proceden todos los libros?

—Sí.

—Ya veo —dijo Quiss—. ¿Por qué?

—¿Por qué qué? —dijo el pequeño ayudante, mirándole.

—¿Por qué el eslabón? ¿Cuál es su finalidad?

El pequeño ayudante ladeó la cabeza y se echó a reír. Quiss jamás había visto antes a uno de ellos riéndose. La criatura dijo:

—¿Cómo es posible que yo pueda saber eso? —Sacudió la cabeza y volvió a bajar la vista—. Qué pregunta. —Súbitamente el ayudante se incorporó de un salto. Girándose de prisa apoyó un costado de su cabeza contra la puerta. Después miró a Quiss—. ¡Rápido; es el senescal! ¡Debe salir de aquí!

Abriendo de prisa la cerradura, el ayudante empujó la puerta, resbalando sus pequeñas botas en el suelo de pizarra debido al esfuerzo. Quiss se había puesto de pie, pero no oía nada. Sospechó que el ayudante estaba intentando burlarse de él. La criatura le miró implorante, con sus dos manos juntas.

—Por su propio bien, hombre. Se quedará aquí para siempre; debe marcharse ahora mismo.

Quiss oyó una especie de grave retumbo del otro lado de la puerta. Sonaba como uno de los principales ejes propulsores del gran reloj, escuchado a través de alguna de las paredes más delgadas. Cuando entró en la habitación no los había sentido. Quiss salió rápidamente al corredor y el ayudante le siguió pisándole los talones. Entre ambos cerraron la pesada puerta. El ruido sordo dejó de oírse. Mientras Quiss y el ayudante se encaminaban en direcciones opuestas (la pequeña criatura se escurrió a través de una diminuta puerta situada en una pared distante, y con un portazo desapareció), a lo largo del corredor se expandió un torturado y chirriante sonido. Quiss avanzaba lentamente hacia el origen de esta cacofonía; sonaba a metales raspándose entre sí. De un costado de la pared surgió un haz de luz, y de una gran habitación cuadrada cuyos portones de metal chirriaban al abrirse hacia los costados (Quiss creyó que era un ascensor) emergió el senescal con un cortejo de pequeños subordinados cubiertos con mantos negros. Al verle se detuvieron en el corredor. Quiss observó que las criaturas rodeaban al senescal y por primera vez sintió un genuino rechazo hacia los diminutos habitantes del castillo.

—¿Tal vez podríamos acompañarle hasta los niveles a los cuales pertenece? —El tono de voz del senescal era impasible. Quiss tuvo la impresión de que no quedaba otro remedio; entró en el ascensor junto con el senescal y la mayoría de los pequeños subordinados, el cual le depositó unas plantas más abajo del cuarto de juegos. No hubo ningún otro comentario.

Desde entonces trató de encontrar al ayudante que había conocido en la habitación, o la misma habitación, pero no tuvo éxito. Pensó que probablemente habrían reconstruido algunos de los corredores en aquellas plantas; en aquella área recientemente se habían llevado a cabo muchas obras. También estaba completamente seguro de que si por casualidad volvía a encontrar el mismo sitio, la puerta estaría cerrada.

A Ajayi no le contó nada sobre todo esto. Disfrutaba de saber cosas que ella ignoraba. Que siguiera leyendo, y lamentándose de no conocer el nombre de aquel misterioso lugar; ¡él lo sabía!

Quiss jugó su última ficha de dominó. Ambos permanecieron mirando expectantes la irregular configuración de las planas piezas de marfil como si esperasen que sucediera algo. Lanzando un suspiro Quiss se dispuso a recoger las fichas para comenzar otro juego. Tal vez convenciese a Ajayi de que jugaran otra partida antes de que se retirara a comer, o a leer un libro. Ajayi se inclinó hacia adelante y extendió una mano para dar a entender a su compañero que no comenzara otra partida. Entonces se dio cuenta de que las fichas no se movían. Quiss intentaba despegarlas de la superficie de la mesa sin conseguirlo y se estaba enfureciendo.

—Y ahora qué… —comenzó a decir, disponiéndose a levantar la mesa. Ajayi le detuvo, colocando sus manos sobre los antebrazos de Quiss.

—¡No! —dijo, mirándole fijamente a los ojos—. Esto tal vez quiera decir…

El hombre comprendió al instante y rápidamente se levantó de su silla para entrar al caldeado y luminoso cuarto de juegos. Para cuando regresó, después de haber llamado al servicio de servidumbre, Ajayi se hallaba inclinada sobre la mesa con una sonrisa en el rostro, observando cómo aparecían lentamente una serie de puntos en las fichas de dominó que ellos habían jugado.

—¡Toma, lo ves! —dijo Quiss sentándose, con el rostro brillante de sudor y triunfo. Ajayi asintió alegremente con la cabeza.

—Dioz —dijo una débil voz—, aquí dentwo haze un calow ezpantozo.

—Qué rapidez —le dijo Quiss a un camarero que se asomó desde el luminoso interior del cuarto de juegos. Éste asintió.

—Puez —dijo la criatura—, en wealidad eztaba en camino hazia aquí pawa vew que quewían pawa comew. Pewo zi lo dezean, puedo tomaw zu wespuezta.

A Ajayi el camarero le hizo reír, hallando su impedimento para hablar mucho más gracioso de lo que en realidad era. Supuso que debía ser que se encontraba de muy buen humor. Quiss dijo:

—Con mucho gusto; la respuesta es… —Quiss echó una mirada a Ajayi, quien asintió con la cabeza, para después continuar diciendo—… ambos desaparecen en una llamarada radioactiva. ¿Lo has comprendido?

—Amboz dezapawezen en una llamawada wadioactiva. Zí, cweo que lo he compwendido. Intentawé no tawdaw mucho; hazta luego… —El camarero dio media vuelta y se alejó contoneándose por el cuarto de juegos, cabizbajo, repitiéndose en voz baja la respuesta, con sus pequeñas botas azules centelleando debido al reflejo de la luz de los peces que pasaba a través del suelo de cristal, mientras que sus pasos y su voz se aceleraban estrambóticamente al pasar delante de la esfera de un reloj.

—Vaya… —dijo Quiss, reclinándose en su silla. Inspirando profundamente, entrelazó las manos detrás de su cabeza y apoyó una de sus botas sobre la balaustrada del balcón—, me parece que esta vez lo conseguiremos, ¿sabes? —Luego le dirigió una mirada a Ajayi. La mujer se alzó de hombros y sonrió.

—Esperemos que así sea.

Quiss resopló ante aquella pusilánime falta de confianza y se puso a contemplar la yerma planicie nevada. Sus pensamientos volvieron a aquella extraña experiencia de la habitación situada en las profundidades del castillo. ¿Qué sentido tenía aquel agujero, el planeta ridículamente llamado y el eslabón entre el castillo y aquel lugar? ¿A qué se debía en realidad aquella capacidad de influir en las personas para que hicieran cosas? (De mala gana había desechado la idea de que él era el único que poseía semejante capacidad.)

Era muy frustrante. Aún estaba en el proceso de conseguir que los ayudantes confidentes le hablaran de este nuevo aspecto enigmático del castillo. A pesar de todas sus amenazas y lisonjas, hasta ahora se habían mostrado muy poco cooperadores. No cabía ninguna duda de que estaban asustados.

Se preguntó cuán inalterable verdaderamente era la sociedad del castillo. Por ejemplo, ¿sería posible para ellos —él— dar un golpe? ¿Después de todo, con qué derecho divino el senescal dirigía aquel sitio? ¿Cómo había llegado al poder? ¿Cómo se dividían la supervisión del castillo ambos bandos de las Guerras?

Cualesquiera que fuesen las respuestas, al menos le daban la oportunidad de pensar en otra cosa aparte de los juegos. Tendría que haber otra manera de salir. Sencillamente tendría que haberla; jamás se debía asumir que las cosas eran lo que aparentaban ser. Era una lección que había aprendido hacía mucho tiempo. Hasta las tradiciones cambian. Quizá este arruinado prodigio se estaba acercando al borde de alguna especie de catástrofe, de algún cambio. Nadie dudaba que antiguamente había cumplido con los propósitos de sus arquitectos, tal vez habitado por un gran número de personas, intacto, sin desmoronarse, mitad fortaleza mitad prisión… pero ahora Quiss podía percibir su penetrante aire de decadencia, cuya tambaleante senilidad le convertía —si es que encontraba el arma o la clave apropiada— en una presa fácil. El senescal impresionaba tan sólo superficialmente; no había nadie más. Él —junto con la mujer— era la persona más importante de aquel lugar, de eso estaba seguro. Todo estaba en función de ellos, giraba en torno a ellos, tenía sentido porque ellos se encontraban aquí, y eso en sí mismo era una forma de poder (así como de comodidad: le agradaba sentir que formaba, del mismo modo que en las Guerras, parte de una élite).

Ajayi se sentó, dudando si esperar al pequeño camarero a que regresase o continuar leyendo su libro. Se trataba de una curiosa historia acerca de un hombre, un guerrero, perteneciente a una isla cercana a uno de los polos del planeta; hasta donde ella había podido comprender la traducción que estaba leyendo, su nombre era Grettir. Si no fuera porque le temía a la obscuridad, hubiese resultado un personaje muy valiente. Ajayi tenía deseos de continuar leyendo, no importa cuál resultase ser la contestación a su respuesta del acertijo. De todas maneras, no podía imaginarse que por ahora sucediera algo.

Al cabo de unos minutos continuaban allí sentados, en calma, abstraídos, cuando desde las resplandecientes y ventiladas profundidades del cuarto de juegos una tenue voz dijo:

—Lo ziento…

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