CUARTA PARTE

La calle Penton

Delante del pub Belvedere, situado en la calle Penton, había una mesa sobre la acera tapando el hueco dejado por las puertas abiertas del sótano del local. Debían estar esperando una entrega del cervecero, pensó Graham. La mesa, de madera y fórmica, puesta encima del escotillón del sótano, le hizo recordar a la silla que había visto en el pasillo de la Escuela poco antes de salir.

Le faltaba poco para llegar a la cima de la pequeña colina detrás de la que se ocultaba una línea de casas; el camino casi era plano. Por la calle Penton circulaban algunos coches, pero después del bullicio de la Vía Pentonville, que acababa de cruzar, aquello era muy tranquilo. En la acera de enfrente había unas cuantas tiendas y un café. El área parecía no estar demasiado integrada para poder saber si su colectividad estaba arruinada o no.

Un ejemplar del periódico Sun de aquel día se enrolló entre los pies de Graham, impulsado por una repentina ráfaga de viento. Desprendiéndose de él, dejó que fuera a pegarse contra alguna cerca que bordeaba el camino. Recordó con una sonrisa el comentario apoplético de Slater acerca de los lectores del Sun. Lo mejor fue, pensó Graham, aquel día —hacía tan sólo un par de semanas— en que estuvieron sentados en Hyde Park. Slater había decidido que como de todas formas todos ellos pasarían el verano en la ciudad, tenían que quedar en verse, y por consiguiente organizó un picnic para el sábado por la tarde, pronosticando ese viernes que el día siguiente sería soleado y caluroso, cosa que acertó.


Slater había invitado a Graham, Sara y a un sujeto joven que Graham supuso sería la última conquista de Slater, un ex soldado de talla baja y musculoso llamado Ed. Ed llevaba el cabello muy corto y vestía unos pantalones cortos hechos de tejanos y una camiseta verde del ejército. Se hallaba sentado sobre la hierba leyendo lentamente una novela de Stephen King.

Por instigación de Slater habían estado hablando acerca de lo que harían si ganaran un millón de libras. Sara se negó a participar; dijo que se lo preguntaran el día en que los ganase. Ed lo pensó cuidadosamente y dijo que se compraría un gran coche y un pub en las afueras de la ciudad. Slater no sabía que más podría hacer, pero se le ocurrió una gran idea para gastar parte del dinero; ir al sur de los Estados Unidos, alquilar un avión fumigador y un piloto voluntario, llenar los depósitos con una mezcla de salsa picante y tinta negra indeleble, y después sobrevolar el mayor desfile del Ku Klux Klan de aquel año. ¡Eso que les haría llorar; pintaría a los desgraciados! ¡Hurra!

Graham dijo que utilizaría el dinero para crear una obra de arte total… sería un mapa de Londres, mostrando todas sus calles y casas, sobre el cual trazaría —casualmente con tinta negra— el camino, la ruta de cada uno de los ciudadanos de Londres durante aquel día, fuese por tren, metro, autobús, coche, helicóptero, avión, silla de ruedas, barco, o a pie.

Sara se rio, pero no de una manera poco amable. Ed creía que sería difícil combinarlo. Slater tildó la idea de aburrida y dijo que continuaría siéndolo por más que el mapa estuviese coloreado y/o se emplearan distintos tipos de tintas para señalar el rastro, y de todos modos la suya era una mejor idea. A Graham le pareció que Slater estaba un poco borracho por lo que no le contestó; permaneció sentado con una expresión perspicaz en su rostro y luego le dirigió una breve sonrisa a Sara, quien también le sonrió.

Ella llevaba puesto un ligero vestido de verano, con un elegante escote subido, y un gran sombrero blanco. Calzaba zapatos blancos de tacones altos y puntas redondas, bastante anticuados e inestables, además de medias de seda o imitación seda, o quizás medias enterizas de malla, las cuales a Graham le parecían innecesarias en un día tan caluroso. Se hallaba recostada contra un árbol y se la veía hermosa. Al levantar el brazo para apoyar su cabeza, Graham dirigió una rápida y avergonzada mirada a la obscura mata de vello ensortijado de su axila al descubierto.

Slater, en pantalones blancos, chaqueta a rayas y un gastado sombrero de paja (paja auténtica, pudo observar Graham), estaba sentado sobre la hierba con los brazos cruzados, sosteniendo un vaso de plástico lleno de champaña (a Graham y a Sara les dijo que trajeran algo para comer; él se presentó con una botella de dos litros).

Del dinero, pasaron a hablar de política:

—Edward —dijo Slater—. ¡No lo dirás en serio!

Ed se encogió de hombros y se acostó sobre la hierba, apoyando la cabeza rapada contra su brazo doblado, mientras que con el otro puño sujetaba, doblado por el lomo, la novela que estaba leyendo.

—Considero que ella lo hace bien —dijo. Su acento recordaba vagamente al de la zona este de Londres. Slater se dio una palmada en la frente con su mano libre.

—¡Diosmío! ¡La estupidez de la clase trabajadora inglesa jamás termina de sorprenderme! ¿Qué es lo que esos sanguinarios, acaparadores de dinero, mezquinos… bastardos tienen que hacer para que te enfurezcas? ¡Por vida del chápiro! ¿A qué estas esperando? ¿Una enmienda al Acta del Seguro de Manufactura? ¿Un recargo obligatorio para todos los sindicalistas? ¿La pena de muerte por limpiar ventanas mientras se espera cobrar el socorro de desocupado? ¡Dímelo, de veras!

—No seas necio —dijo Ed alzándose de hombros—. No es culpa de ella; es la recesión económica, ¿no es así? Los malditos laboristas no lo harían mejor; simplemente nacionalizarían todo, ¿o me dirás que me equivoco?

—Edward —dijo Slater con un suspiro—, creo que tienes un lugar asegurado en el Consejo de Redacción de The Economist.

—Mira, podrás seguir soltando todas las respuestas ingeniosas que quieras —dijo Ed, aún leyendo, o al menos contemplando el libro de bolsillo—, pero la mayoría de las personas simplemente no piensan como tú.

—Así es —dijo Slater, siseando—. Pues al final del callejón Chancery hay unos baños abiertos que quizá tengan la culpa de eso.

Ed pareció desconcertado. Luego giró la cabeza hacia Slater.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Oh, por el amor de dios —dijo Slater. Se dejó caer en la hierba melodramáticamente, extendiendo hacia arriba la mano con la cual sostenía el champaña—. ¡Bingo! —dijo jadeando.

En pocos días habría elecciones generales. A Slater le costaba creer que la gente realmente volvería a votar a los Conservadores. Graham no veía que la cosa fuera tan terrible, pero se guardaba de decirlo; Slater le desacreditaría. En cierto aspecto, Graham estaba de acuerdo con Ed; pensaba que no había nadie que verdaderamente pudiera mejorar la situación económica del país. Ciertamente, los Tories gastaban mucho en armas, especialmente en armamento nuclear, y tal vez debieran gastar más en cosas como el Servicio de Sanidad, pero él admiraba un poco a la señora Thatcher, y además había logrado una magnífica victoria en las Malvinas. Sabía que era una tontería, pero cuando el Ejército entró en Puerto Stanley él había sentido una especie de orgullo y envidia a la vez. Ed no tenía ningún problema en decirle a Slater lo que pensaba; Graham no sabía si sentir por él admiración o compasión. Cuando comprendió que probablemente a Ed le daba lo mismo lo que él pudiera pensar, en cierto modo se sintió molesto.

Ed se puso en pie.

—Bien, creo que iré a alquilar un bote. ¿Queréis venir? —Primero miró a Slater, luego a Graham y finalmente a Sara, quien sacudió su cabeza. Slater se hallaba acostado en la hierba mientras Graham le observaba.

—Hay una cola terriblemente larga —dijo Slater. Con anterioridad ya habían hablado sobre si alquilar o no un bote.

—Si no hacemos la cola no conseguiremos un bote —dijo Ed, alzándose de hombros. Después metió el libro entre la cintura trasera de sus shorts y la región lumbar. Slater continuó mirando al cielo sin decir nada—. Bueno —dijo Ed—, de todos modos yo puedo hacer la cola. Si os apetece, podéis venir cuando no falte mucho para mi turno. —Permaneció allí de pie.

—A veces —dijo Slater, dirigiéndose al cielo—, creo que sería mejor que no esperasen más y comenzaran la guerra. Una bomba de diez megatones para Westminster en este mismo momento, y nosotros ni nos enteraríamos… sencillamente nos volatizaríamos y nuestro polvo se mezclaría con la hierba y la tierra y el agua y el barro y las rocas…

—Tan sólo eres un maldito pesimista —dijo Ed—. A veces te pareces a uno de esos anarquistas, sinceramente. —Con las manos en la cintura, asintió con su cabeza mirando a Slater.

Slater continuó contemplando el cielo. Luego dijo:

—Espero que no irás a repetirme aquello de que en el Ejército hallaste un clima de camaradería muy majo.

—Mierda. —Ed se dio media vuelta sacudiendo su cabeza y enfiló en dirección a la taquilla de los botes—. Pues si no tienes la puñetera intención de defenderte…

Slater permaneció acostado durante unos instantes, luego se incorporó de un salto derramando un poco de su champaña. Ed se hallaba a diez metros de distancia. Slater le dijo gritando:

—¡Pues, cuando caiga y te estés friendo, espero solamente de que te acuerdes del día en que tu puñetera idea te parecía maravillosa! —Ed no le respondió. Sin embargo, las personas sentadas a poca distancia en sus sillas plegables y otras que se estaban asoleando, le dirigieron una mirada.

—Sh —dijo Sara con indolencia—. No lograrás nada gritándole de esa manera.

—Es un idiota —dijo Slater, desplomándose nuevamente sobre la hierba.

—Tiene derecho a pensar como quiera —dijo Graham.

—Oh, no seas estúpido, Graham —le espetó Slater—. Lee el Sun todas las mañanas en el autobús que coge para ir a trabajar.

—¿Y bien? —dijo Graham.

—Pues, mi estimado muchacho —dijo Slater, hablando con un rictus en la boca—, si todos los días se pasa media hora metiéndose mierda en el cerebro, ¿qué otra cosa puedes esperar de él que no sean ideas malolientes?

—Así y todo, sigue teniendo derecho a pensar como quiera —dijo Graham, sintiéndose torpe bajo la fría mirada escrutadora de Sara. Luego se dedicó a juguetear con unas briznas de hierba, retorciéndolas entre sus dedos. Slater suspiró.

—Graham, quizá podría admitírtelo si tuviera alguna idea propia, pero la cuestión es: ¿les interesa a los propietarios de la Fleet Street[15] lo que pueda pensar Ed? ¿No te parece? —Apoyándose sobre uno de sus codos, Slater miró a Graham desde una postura más enhiesta. Graham hizo una mueca y se encogió de hombros.

—Esperas demasiado de la gente —le dijo Sara a Slater. Éste la miró tapándose los ojos y elevando una ceja.

—¿De veras?

—No son como tú. No tienen en realidad el mismo modo de pensar que el tuyo.

—Lo que sucede es que no piensan —dijo Slater con un resoplido. Sara sonrió y a Graham le alegraba que ella estuviera hablando; le permitía mirarla, absorberla, sin que ninguno de los dos se sintiera avergonzado.

—Ahí estamos —dijo Sara sonriendo—. Pues claro que piensan. Pero creen en otras cosas, tienen prioridades diferentes, y la gran mayoría de ellos no aceptaría un estado socialista, por mucho que éste subiera al poder o fuese perfecto. —Slater soltó una risotada ante aquel comentario.

—Fantástico, por lo tanto ahora se disponen a elegir cinco años más de recortes, pobreza y nuevos métodos emocionantes de cómo incinerar a millones de seres humanos. Indudablemente, algo muy alejado de tu estado socialista ideal; ¿qué es esto, la escuela de sociología política del Marqués de Sade?

—Así que reciben aquello que se merecen —dijo Sara—. ¿Por qué tienes que preocuparte por sus vidas más que ellos?

—Oh, joder —dijo Slater—, me rindo. —Volvió a desplomarse sobre la hierba. Sara miró a Graham sonriendo, arqueando las cejas con un gesto conspirador. Graham rio calladamente.

Le hacía daño a los ojos mirarla. Por más que estaba sentada bajo la sombra del árbol, la palidez de su piel, los zapatos brillantes, las medias, el vestido y el sombrero reflejaban la radiante luz del cielo, haciendo que apenas pudiera mantener los ojos abiertos sobre su resplandeciente figura.

Graham bebió champaña. Aún estaba frío; Slater había traído la botella dentro de un refrigerador portátil que se hallaba junto al tronco del árbol, a la sombra como Sara. Slater se ofendió auténticamente al ver que Graham, a quien le había encargado que trajera los vasos, se presentaba con unas simples copas de plástico. Creyó que Graham comprendería.

Graham había temido un poco que Slater se encontrara con Sara; ambos la vieron por última vez a principios de aquella semana y Graham creía que quizá Slater se lo había mencionado a ella. Un día en que Sara canceló repentinamente el paseo de la tarde a lo largo del canal, él y Slater fueron juntos hasta la calle de la Media Luna. Sara había sonado por teléfono brusca, casi angustiada, y eso le dejó inquieto. De todos modos decidió caminar hasta allí, para estar en caso de que hubiera algún problema. Slater también se mostró preocupado, tanto por la obvia agitación de Graham como por el estado de Sara que Graham le había descrito. A Graham no le molestó que su amigo le acompañara: se sentía reconfortado por su compañía.


Después de caminar un trecho, al llegar a la Vía Theobald Slater insistió en que tomaran un autobús. Graham señaló que el 179 tan sólo les dejaría en King Cross, lo cual no quedaba muy lejos de allí y además les alejaba de su rumbo. Slater insistió en que no se desviarían tanto, y de todas maneras él no quería andar mucho ya que llevaba puestos sus zapatos nuevos y le apretaban. En King Cross paró un taxi. Graham dijo que no podría pagarlo… Slater le calmó diciendo que no se preocupase; lo pagaría él. No era tan lejos.

En el taxi, Slater súbitamente recordó algo; tenía un regalo para Graham. A continuación buscó en el bolsillo de su chaqueta.

—Aquí tienes —dijo, extendiéndole en su mano un objeto duro envuelto en papel de seda. Mientras el taxi subía por la Vía Pentonville, Graham desenvolvió el regalo. Era una pequeña figurilla de porcelana de una mujer desnuda, con enormes pechos, las piernas abiertas y dobladas por las rodillas. La expresión de su diminuto rostro era de completo éxtasis, los hombros echados hacia atrás parecían querer elevar aún más sus pechos cónicos mientras que las manos las tenía sobre las caderas, abiertas y delicadas, cada uno de sus dedos moldeado cuidadosamente. Echándoles una rápida ojeada, sus genitales le parecieron a Graham demasiado exagerados.

—¿Debo suponer que se trata de una broma? —le dijo a Slater.

Slater tomó la figurilla con una sonrisa y del bolsillo interior de su chaqueta sacó un lápiz.

—No —dijo—, es un sacapuntas; observa. —Dicho esto, introdujo el lápiz entre las piernas de la figurilla.

Graham apartó la vista, sacudiendo su cabeza.

—En realidad, lo veo un poco de mal gusto.

—Jovencito, tengo mucho más gusto que las anchoas en pasta de ajo —dijo Slater—. Simplemente trataba de levantarte el ánimo.

—Oh —dijo Graham, mientras el taxi doblaba hacia la izquierda—. Gracias.

—Vale —dijo Slater, sentándose en el borde del asiento para comprobar que el chofer del taxi tomaba el camino correcto que conducía a la calle de la Media Luna—. Me he pasado varios días haciéndotelo.

—Te he dicho gracias —replicó Graham—. Oh, dile que se detenga aquí; no quiero acercarme demasiado. —Observó la calle para comprobar que Sara no estuviera por allí; aún se hallaban en la calle Penton, pero nunca se sabía.

El taxi se detuvo.

—Vayamos a beber algo —dijo Slater.

—Te tengo que decir algo —comentó Graham, mientras Slater le conducía al otro lado de la calle a un pub llamado El Arcaduz Blanco.

—¿Qué cosa?

—Te has olvidado de cómo sacar las virutas. —Graham sostenía la figurilla de porcelana delante del rostro de Slater. Éste miró con el ceño fruncido el desproporcionado orificio. Tenía los labios apretados.

—Es tu ronda; yo beberé una pinta de cerveza añeja —dijo, ubicándose en un asiento junto a la ventana desde la cual podía verse el corto tramo de la calle Maygood que iba a parar a la calle de la Media Luna.

Diez minutos más tarde oyeron la moto de Stock. Ambos se pusieron de pie y miraron por encima de las cortinas, las cuales colgaban de un raíl de bronce tapando la mitad inferior de la ventana. Una gran moto negra BMW dobló por la calle Maygood. La persona que la conducía iba vestida de cuero negro y llevaba puesto un casco protector, también negro, con un visor completamente obscuro que le cubría toda la cabeza.

—Vaya —dijo Slater—, ése es nuestro hombre.

Graham avistó brevemente la matrícula de la moto: STK 228T. Era la primera vez que volvía a ver la moto desde aquella noche de enero en que conoció a Sara y juntos llegaron allí en taxi. No se le ocurrió entonces mirar debidamente la moto y siempre había evitado venir en esa dirección cuando sabía que estaba Stock. Aparcando la moto, su conductor sacó las llaves y se dirigió —algo vacilante, pensó Graham— hacia la puerta de la casa de Sara, introduciendo luego la llave en su cerradura. Segundos más tarde había desaparecido.

—¿Crees que medirá un metro ochenta? —dijo Graham, mirando a Slater mientras volvían a sentarse. Slater asintió y bebió un trago.

—Fácilmente. Parecía algo borracho. Sin embargo, qué buen pedazo, ¿no? —Slater movió sus cejas teatralmente de arriba a abajo. Graham dejó caer sus hombros y miró hacia afuera.

—¿Tienes que recordármelo? —dijo. Slater le dio un ligero codazo.

—Muchacho, no te lo tomes tan a pecho. Estoy completamente seguro de que todo se solucionará. Créeme.

—¿En realidad lo piensas? —dijo Graham, mirando a su amigo.

Slater observó fijamente a Graham durante unos instantes, viendo cómo se mordía su labio inferior, finalmente su propio labio tembló y sacudiendo la cabeza apartó el rostro con una amplia sonrisa, tratando de disimular su risa.

—Pues, para serte honesto, no, pero estaba intentando animarte. Por vida del chápiro, ¿cómo quieres que yo lo sepa?

—Jesús. —Graham inspiró, terminando su media pinta de cerveza amarga. Luego se levantó, suspirando. Slater le miró intranquilo.

—Dios mío, no te habrás ofendido, ¿no es así?

—Tan sólo voy a salir para tomar un poco de aire… y echar una ojeada. No tardaré mucho.

—Sabes, Oates —dijo Slater, dando un ligero golpe con su mano sobre la superficie de la mesa—, tendrás que preparar esos cabos de remolque antes de que contratemos el rompehielos. —Las últimas palabras apenas fueron comprensibles debido a que Slater se derrumbó sobre la mesa, su cabeza apoyada sobre el antebrazo, sacudiendo su espalda por la risa que resonaba amortiguada en el suelo. Algunos de los viejos parroquianos del bar le miraron con suspicacia.

Graham miró ceñudamente a Slater, preguntándose de qué demonios estaba hablando, y luego se marchó a dar un rápido y furtivo paseo por detrás de la calle de la Media Luna y por un callejón lateral, tratando de captar cualquier grito o discusión que proviniera desde dentro del apartamento. No oyó nada. Regresó al pub en donde Slater le había comprado otra pinta de cerveza.

Mientras Graham se sentaba Slater comenzó a sacudir su cabeza y su cara se tornó roja; en sus ojos aparecieron lágrimas y finalmente tuvo que decir farfullando:

—¡Esos puñeteros bastardos noruegos! —Tendiéndose de lado encima del banco se dobló por la mitad en un acceso de silenciosas y convulsivas risas. Graham se sentó, sintiéndose atrozmente, odiando a Stock y a Slater y sintiendo náuseas al pensar en lo que Sara podría estar haciendo en esos momentos, deseando en parte que el dueño del local echase a Slater a la calle.


Pese a sus temores, afortunadamente Slater no le había contado a Sara que ambos estuvieron allí aquel día. De hecho, habían pasado varios días y ahora se estaban emborrachando con champaña en el parque, y aunque Slater hablaba de muchas cosas, eso no lo mencionó.

—Se me ha ocurrido esta gran idea —anunció desde la hierba, sosteniendo en lo alto la copa de plástico. Ya casi se les había terminado el champaña.

—¿Cuál? —dijo Sara. Se hallaba recostada contra el árbol, la cabeza de Graham apoyada sobre su hombro. Pretendía que estaba dormido para así poder mantener allí su cabeza, cerca de su suave y cálida piel.

—Interdroga —dijo Slater, haciendo un brindis al inmóvil cielo azul—. En tu casa se presenta un día este hippie, se esfuerza por caerte bien y luego te pone en la mano una bola arrugada de papel de aluminio…

—No te olvides de apuntarme para el día del estreno —dijo Sara, riéndose cortésmente. Graham también deseaba reír, pero no podía; mejor era permanecer descansando allí, sentir cómo temblaba su adorable cuerpo contra su cabeza y tocar…


Aún recordaba aquella sensación; semanas más tarde todavía sentía escalofríos al pensar en ello. Era como la primera vez que había dormido con una chica, en su lejana Somerset. Al día siguiente, mientras estaba con sus amigos en un pub al mediodía, mirando un partido de fútbol local, por la tarde, cenando con sus padres, o más tarde en casa de un amigo mirando en la televisión una película, continuaba recordando aquellas escenas; repentinamente, un recuerdo carnal sobre la piel de esa muchacha le hacía estremecerse y la cabeza le daba vueltas. Recordó, algo avergonzado, que había sido lo suficientemente ingenuo como para preguntarse si aquel sentimiento podía ser amor. Por fortuna, jamás le contó a nadie su experiencia.

Ahora volvía a aparecérsele El Arcaduz Blanco, y Graham recordó lo desdichado que se había sentido aquella tarde. Desde entonces tan sólo regresó allí, cuando sabía que no se le esperaba, en una sola oportunidad. Al despedirse a mediodía de Slater en el bar de la calle León Rojo, le dijo que se iba a su casa, pero de hecho había ido allí, y al poco de llegar pudo ver cómo Stock aparecía montado sobre su moto. Esta vez alcanzó a vislumbrar a Sara en el cuarto desde el cual acostumbraba a saludarle después de que él pulsase el timbre del interfono. Stock había entrado en el apartamento y entonces Sara desapareció del panorama.

Al rato, Graham sintió náuseas y se marchó. Aquella noche se emborrachó solo en Leyton y se la pasó vomitando.

Sin embargo, el día en el parque fue agradable. Graham mantuvo su cabeza apoyada sobre el hombro de Sara durante siglos, hasta que la espalda y el cuello comenzaron a dolerle, pero a ella no pareció importarle, e incluso en un momento le acarició el cabello, abstraída, con una mano cariñosa. Ed regresó un poco más tarde; había estado haciendo media hora de cola.


—Tendríais que haber venido cuando faltaba poco para mi turno —les dijo. Había comprado unas pequeñas y regordetas latas de McEwan Export y les dio una a cada uno. Luego se sentó a leer.

—¿Lo veis? —dijo Slater a gritos desde su posición horizontal, con la voz un poco afectada por todo el champaña que había bebido—. ¡En el fondo este hombre es un puñetero socialista y ni siquiera se da cuenta de ello!

—¿Por qué no lo dejas, Dick? —le dijo suavemente Ed.

—Me ha llamado Dick[16] —dijo sofocado Slater, recostándose boca abajo—. A mí: el guardabosques comunal, superhomo, el rojillo pimpinela, el hombre con la máscara de Fabergé; te haré la marca del Cero en tu prepucio, insolente…

—Chitón, Slater —dijo Sara ffitch con una voz resonante, la cual zumbó en la cabeza de Graham con una deliciosa sensación. Slater se tranquilizó; unos minutos más tarde comenzó a roncar ligeramente.


Una muchacha rubia y guapa, que vestía una falda elástica corta y un estrecho top rosado a través del cual Graham podía apreciar el contorno de sus pezones, pasó junto a él en la calle Penton. Graham la observó alejarse, pero sin que resultase obvio.

Esto era algo que siempre le había preocupado. No deseaba convertirse en un sexópata, ¿pero cómo diablos se hacía para no mirar a una mujer atractiva? Jamás les decía nada, ni intentaba tocarlas; nunca se le hubiera ocurrido algo semejante; despreciaba a los imbéciles que hacían esa clase de cosas; le hacían sentirse avergonzado de su condición de hombre; eran aquellos a los que Slater acusaba de «tener el cerebro en sus escrotos»; pero mirar… siempre y cuando no pusiera a la mujer en un apuro… no tenía nada de malo.

Especialmente ahora, o quizá, con un poco de suerte, hasta ahora. En el plano sexual aquel periodo había sido extraño y embarazoso. Le atormentaba —¡vaya desastre!— la cuestión de la masturbación.

Encontraba difícil, casi desagradable, pensar por las noches en la cama en Sara antes de ir a dormir. Pero pensar en otras mujeres, sus anteriores experiencias sexuales, le parecía impropio. Era algo absurdo, se trataba de una locura, era como volver a estar otra vez en la pubertad, o peor aún; ni siquiera tenía mucho sentido desde el punto de vista de sus creencias acerca de la fidelidad sexual que había desarrollado hacía tiempo, pero ahí le tenían. Odiaba la idea de tener que recurrir a la pornografía, incluso a la pornografía blanda, pero casi había llegado a la conclusión de que tal vez sería mejor comprar una de aquellas revistas satinadas de desnudos femeninos y aceptar la inhumana y labial belleza de sus seductoras mujeres-imagen; al menos absolvería a la liberación de su sexualidad de las responsabilidades del mundo real.

—Las fantasías sexuales de la mayoría de las personas, sus deseos idealizados, están hechos de arcilla —recordó haberle oído decir a Slater. Slater acababa de descubrir que gran parte del peso de una revista de desnudos femeninos provenía del caolín, la misma arcilla que se empleaba en una mezcla de morfina para obturar los intestinos de las personas incontinentes. Graham creyó recordar que Slater también había hablado acerca de las revistas pornográficas gay, pero la cuestión era la misma.

De todos modos, ¿qué importaba eso ahora? Quizá todo eso se acabaría; todas las inquietudes, las esperas y las ansias insatisfechas. Se encontraba en la acera de enfrente del pub; doblaría la esquina del corto tramo de la calle Maygood y allí estaría la calle de la Media Luna.

Aquel nombre le fascinaba.

Le había sugerido un símbolo:

Media. Luna.

El señor Sharpe

¡Borracho!

Se sentó en un banco de aquel pequeño pedazo triangular de tierra llamado Islington Green. El señor Sharpe se sentó a su lado; ambos estaban bebiendo de unas botellas de sidra de tamaño grande. El señor Sharpe fumaba un cigarrillo. Steven se sentía completamente borracho.

—Me refiero a que ellos —dijo el señor Sharpe, traspasando el aire con su cigarrillo— no tienen el puñetero derecho de estar en donde están. Claro que no lo tienen… ¿o me equivoco? —Steven sacudió su cabeza tan sólo por si el señor Sharpe realmente le estaba haciendo una pregunta. No obstante, sus preguntas eran mayormente retóricas. No podía recordar de qué estaba hablando ahora el señor Sharpe. ¿Era sobre los judíos? ¿Los negros? ¿Los vagabundos?

El señor Sharpe era un hombre pequeño de aproximadamente cincuenta y cinco años. Se estaba quedando calvo y el color, entre gris y rosado, de la piel de su rostro que no se afeitaba hacía días, le daban a sus ojos un tono amarillento. Llevaba puesto un enorme y viejo abrigo y botas de trabajo. Se había acercado a Grout en el pub Cabeza de Rocín. Por lo general Steven evitaba a los borrachos de los pubs, y resultaba completamente obvio que aquel mediodía el señor Sharpe era residente honorario en la Cabeza de Rocín, pero Steven también estaba muy borracho, y además de la aparente preocupación del señor Sharpe por las conspiraciones —Grout todavía no había desechado del todo la idea de encontrar a un compañero exiliado que le ayudara a escapar juntos— también reveló ser un hombre de auténtico buen corazón cuando Steven le confesó que ese día cumplía años. De hecho, cuando el señor Sharpe le daba un prolongado apretón de manos y le estaba deseando que los cumpliera muy feliz varias veces y en voz alta, sus ojos se le llenaron de lágrimas.

A partir de entonces Steven pagó casi todas las rondas, ya que el señor Sharpe no tenía trabajo ni tampoco mucho dinero, pero a Steven no le importó. Le mostró al señor Sharpe todo el dinero que poseía, explicándole que aquella era la indemnización por su despido.

—Los gremios —dijo el señor Sharpe, escupiendo involuntariamente—, los puñeteros gremios; apuesto a que fueron los sindicatos, ¿no es verdad?

Grout no estaba muy seguro de esto, pero le dijo al señor Sharpe que de todas formas no se arrepentía. Naturalmente, le dijo que no podía gastarse todo el dinero, ya que debía pagar el alquiler y la comida y alcanzarle hasta que recibiese el dinero del seguro de desempleo. El señor Sharpe le dio la razón, pero que anduviera con cuidado; el sitio estaba lleno de muchachos judíos listos y de asaltantes negros; los muchachos judíos le estafarían y los negros le cortarían la garganta a la menor oportunidad.

Cuando el pub cerró a las tres de la tarde, se fueron a la plaza Green con un par de botellas de cerveza que habían comprado antes de salir. Steven también le había comprado al señor Sharpe un paquete de cigarrillos y cerillas.

—Eres todo un señor, Steve, no hay ninguna duda; un señor —le había dicho el señor Sharpe, y Steven casi se sintió tan bien como cuando aquel policía le trató de «caballero». Sintiendo picor en los ojos, aspiró por la nariz.

Al terminar sus botellas de cerveza, el señor Sharpe dijo que por qué no se acercaban hasta el Marks & Sparks de Chapel Market y compraban unas botellas de sidra. Era barata. De hecho, si Steve le daba el dinero; digamos unas cinco libras… no, que fuesen diez, en vista de que él se sentía tan magnánimo y Steve era un verdadero amigo… iría él mismo en busca de la bebida, en vista de que Steve había sido tan generoso en el pub. Él le pagaría el próximo miércoles, cuando recibiese su giro.

A Steven le pareció honrado, por lo que le tendió al señor Sharpe dos billetes de diez libras cada uno.

—Tenga veinte —le dijo. Al señor Sharpe esto le cogió por sorpresa y volvió a recalcar lo gentil que era Steven. Regresó de la tienda con cuatro botellas de sidra y un cartón de cigarrillos.

Si bien estaba borracho, Steven no se sentía tan malhumorado como era habitual en él cuando bebía mucho; se sentía muy feliz, sentado en un banco de Islington Green bajo los árboles mientras a su alrededor el tráfico fluía inofensivamente. Era agradable tener a alguien con quien hablar, alguien que uno sentía estaba de su parte, que no se burlaba ni se mostraba desdeñoso, que simpatizaba con uno por el modo en que los demás lo trataban pero que no le compadecía; alguien que le deseaba a uno un feliz cumpleaños. No le importaba que fuese el señor Sharpe quien hablase siempre.

—Tomemos el caso de personas como mi antiguo jefe, ¿no es así? —estaba diciendo el señor Sharpe, dibujando en el aire con el humo del cigarrillo que sostenía entre sus dedos—. Sabes, un buen tipo, un buen tipo; estricto pero justo; no se andaba con vueltas con aquellos que llegaban tarde y todo eso, pero era recto, ¿sabes a qué me refiero? Estaba en el comercio textil; tenía que tratar con un montón de judíos. No le gustaba, por supuesto, pero así son los negocios, ¿no? El año pasado tuvo que ir a la quiebra, ¿qué te parece? Nos tuvo que despedir a mí y a los demás empleados, ¿comprendes? Básicamente era por la recesión, pero también por culpa de los puñeteros sindicatos. Solía pasar de ellos, créeme; no quería saber nada, lo cual me parece muy bien, pero suponía que ellos le habían jugado sucio por detrás, y él era un tipo muy listo, ¿no es así? De todas formas, era por culpa de la recesión, dijo, y que se sentía realmente apenado de tener que despedirnos después de cómo le habíamos apoyado. Y claro que lo hicimos; cuando unos años atrás nos había explicado los problemas por los cuales estaba pasando, ¿acaso exigimos un aumento de sueldo? Incluso dejamos que el año pasado nos recortaran la paga, hasta ese punto éramos capaces de llegar con tal de conservar nuestros empleos, ¿te das cuenta? No como esos puñeteros miembros del sindicato; nosotros éramos responsables, claro que sí. Realmente, fue un golpe duro para el señor Inglis. Así es como se llamaba, ¿sabes? Inglis de apellido, inglés de nacimiento, y a mucha honra, solía decir él. —El señor Sharpe se puso a reír.

Steven se quitó su casco azul y se secó el sudor de la frente. Pronto tendría que ir a orinar. Era una suerte que al final de la plaza Green hubiera unos aseos.

—Sí, era un buen tipo el señor Inglis. ¿Y sabes lo que me confesó? Me dijo que en los últimos cinco años ni siquiera había tenido ganancias. Esos puñeteros troskistas, mucho hablar acerca de los patrones y demás, pero en realidad no saben un comino, ¿no es cierto? Lo sé porque uno de mis sobrinos es troskista, ¿lo puedes creer? Pequeño sindicalista; la última vez que le vi casi le saco los malditos dientes; intentaba decirme que yo era uno de esos racistas, ¿lo ves? «Oye hijo», le dije, «he trabajado con negros e incluso tuve amigos entre ellos, lo cual probablemente es algo que tú jamás hayas hecho, y me llevaba muy bien con algunos; eran jamaicanos —no esos despreciables paquistaníes— y con algunos se podía hablar, pero eso no altera el hecho de que aquí hay demasiados, y eso no le convierte a uno en racista, ¿no es así?» Pequeño mequetrefe, le llamé. Sin tapujos. —El señor Sharpe asintió agresivamente con la cabeza, rememorando la confrontación.

Steven jugaba con la badana de cuero de su casco protector. Tenía calor. El sitio parecía tranquilo para llevarlo puesto; por los alrededores no se veía ningún andamiaje. Dejó su casco sobre el banco, entre él y el señor Sharpe, quien continuó diciendo:

—¿En dónde estaba? Oh, sí; el señor Inglis me confesó que en los últimos cinco años no había tenido ganancias, pero la gente cree que porque uno tiene un Rolls-Royce es un maldito millonario, ¿lo ves? Lo que ellos no saben es que el coche no le pertenece, es de la compañía. Ni siquiera es suya su casa; es de su esposa. Al tiempo tenía nada más que un Mini, pero no creo que los demás comerciantes le tomasen en serio, de ninguna manera. Especialmente los judíos.

Steven sacudió su cabeza, pensando que era el momento apropiado. No le había caído nada bien aquella mención del Rolls-Royce. Pensó en advertirle al señor Sharpe acerca de los peligros de destripamiento que comportaban los emblemas del Rolls-Royce, pero después de considerarlo no le pareció apropiado.

—Pero me alegra decir —dijo el señor Sharpe sonriendo y encendiendo otro cigarrillo— que ha logrado recuperarse. Me lo encontré hace unos días cuando me hallaba buscando trabajo; tiene un nuevo local en la calle Islington Park, confecciona vestidos y repara maquinarias. Por supuesto, sólo tiene trabajando para él mujeres inmigrantes, pero, como dice el señor Inglis, a él le gustaría tener blancos trabajando en su negocio pero la gente se vuelve perezosa, ¿y acaso no tiene razón? No encuentra mujeres blancas que quieran trabajar por ese salario, ¿y por qué? Porque el puñetero dinero que reciben del gobierno y algunos trabajos esporádicos hace mucho más, ésa es la razón. Al señor Inglis le encantaría volvernos a contratar a mí y a los otros para lo de las máquinas, pero los puñeteros sindicatos le exigen un salario que él no puede pagar. El señor Inglis tan sólo se puede permitir tener un par de tipos con experiencia, y todo el resto pertenecen al YOP o como diablos se llame; ya sabes, aprendices por los cuales el gobierno te paga para que les enseñes un oficio y todo eso.

Steven asintió con la cabeza. Observó los movimientos de las ramas de los árboles cuya sombra se reflejaba sobre la superficie pulida de su casco protector azul. Era verdaderamente un tono de azul precioso. Recogió el casco del banco y lo puso encima de su regazo.

—¡Y ese estúpido sobrino mío, diciendo que no nos quitan el trabajo! Pobre tonto. Creo que se droga; apuesto a que si uno le mira los brazos encontrará marcas de pinchazos. Yo también fumé porros, sabes; cuando estuve en la marina, en alguno de esos condenados países del tercer mundo… pero no me hizo ningún efecto y de todas formas yo no era tan estúpido como para engancharme, jamás. No yo, colega; para ser feliz no necesito más que una pinta de cerveza y un pitillo. —El señor Sharpe le dio una chupada a su cigarrillo y después bebió un trago de sidra.

Grout estaba pensando en cajas de cerveza. Él había tenido una. Al principio le había parecido una muy buena idea; una manera de dejar de buscar coches aparcados todo el tiempo. Haría cerca de un año atrás, un día en que había salido a buscar trabajo, se llevó consigo la caja de cerveza, hallada cierta noche detrás de un pub. Cuando se quedaba sin oxígeno y por los alrededores no había ningún coche aparcado ni muros bajos para protegerle de los rayos láser, simplemente tenía que depositar la caja en el suelo y subirse a ella. ¡Por fin estaba seguro!

Había sido una brillante idea, pero los transeúntes le trataron como si fuera una especie de maniático. Los jóvenes le gritaron cosas, las mujeres con niños le evitaban, un grupo de chicos incluso se puso a seguirle. Finalmente terminó por arrojar la caja al canal, cruelmente herido no sólo por la reacción de la gente, sino también porque sabía que no poseía el suficiente carácter como para enfrentarse a ellos; no era capaz de soportar tanto desprecio, tarde o temprano se hubiese hundido.

Sí, le había dolido, pero le agradaba saber que al menos la experiencia le había servido para algo. Ahora sabía qué astutos podían ser, con qué cuidado se esforzaban para que él no tuviese escapatoria. No le sería fácil vivir allí con esa forma de ser ingenua. Tenía que concentrarse en la fuga, en hallar la Clave, la Salida. Quizá debiera preguntarle al señor Sharpe acerca de Hotblack Desiato. Parecía conocer un poco la zona, aunque Steven no recordaba haberle visto antes ni en el pub Cabeza de Rocín ni en algún otro sitio… pero había dicho que vivía en la localidad. Tal vez supiera algo.

Sí, pensó, la caja de cerveza no había sido muy buena idea que digamos; les demostró demasiado claramente que él estaba por encima de ellos, que les despreciaba. Tendría que ser mucho más sutil.

—… qué pequeño mequetrefe, ¿eh? Llamarme a mí racista… —continuaba diciendo el señor Sharpe. Steven asintió con la cabeza nuevamente. Precisaba ir urgentemente al lavabo. Cogió su casco protector y lo colgó de un extremo del banco. Cuando depositó la botella de sidra sobre el asfalto, ésta se balanceó y cayó rodando, derramando la bebida durante los segundos que le tomó volver a recuperarla. Esta vez la dejó sobre el suelo con mayor cuidado.

—Vaya —dijo.

—Eh, Steve —dijo el señor Sharpe, golpeándole ligeramente con su botella—, no querrás hacer eso. Es un líquido precioso. No te puedes permitir el lujo de desperdiciarlo de esta manera, ¿no te parece? Ni siquiera en el día de tu cumpleaños, ¿eh? —El señor Sharpe se rio. Steven también se rio y luego se levantó del banco. La barriga le dolía un poco. Al incorporarse se tambaleó levemente y con el pie derecho pateó la bolsa de plástico en donde se hallaban las demás botellas de sidra y el cartón de cigarrillos que había comprado el señor Sharpe.

—Con cuidado —dijo el señor Sharpe riéndose, tratando de sujetar a Grout con una mano.

—Tengo que ir a los aseos —dijo Steven. Palmeó la mano del señor Sharpe y se puso en marcha.

—¡Eh, Steve, échate una por mí! —le gritó el señor Sharpe a sus espaldas y después se rio. Steven también se rio.

No se sentía muy mal, pero le costaba caminar correctamente; era como si tuviera apendicitis o algo parecido. Iba caminando encorvado. Afortunadamente, los aseos públicos no quedaban muy lejos.

Después de orinar largamente se sintió mucho mejor. Sabía que estaba muy borracho, pero no tenía ganas de vomitar. En realidad se sentía bastante bien. Era agradable tener a alguien con quien hablar, alguien que parecía comprenderle. Se hallaba contento por haber conocido al señor Sharpe. Steven se pasó suavemente la mano por el pelo, peinándolo. Era una lástima que no hubiera en donde lavarse las manos, las cuales tenía un poco pegajosas, pero qué más daba. Inspiró profundamente varias veces para aclararse las ideas.

Cuando salió del aseo se detuvo a mirar el Café Jim's, al otro lado de la calle. Tal vez invitase al señor Sharpe a comer. Eso sería agradable. Haciendo ligeras eses regresó al banco de la pequeña plaza. Allí había otros hombres, algunos de los cuales tenían aspecto de pobres o desahuciados y Grout sintió lástima por ellos.

Al llegar junto al banco descubrió que el señor Sharpe se había marchado.

Steven permaneció contemplando el banco, vacilante, tratando de acordarse si en realidad aquél era el mismo. En un primer momento, si bien el banco parecía estar ubicado en la misma posición, pensó que no podía serlo, porque no veía su bonito casco azul colgado de un extremo. La bolsa de plástico y todo lo demás también había desaparecido. Intrigado, miró a su alrededor los bancos más cercanos. Tan sólo había sentados unos cuantos vagos. Steven se rascó la cabeza. ¿Qué podría haber sucedido? Tal vez no era el mismo banco, tal vez se encontraba en un lugar completamente diferente. Pero no, sobre el suelo había diseminadas bastantes cenizas de cigarrillo y también una botella de sidra vacía detrás del banco, junto al bordillo de cemento que separaba la senda de asfalto del césped verde. Hasta su botella había desaparecido.

Miró la escena que le rodeaba. El tráfico circulaba murmurante por la Vía Essex; los rojos autobuses subían y bajaban por la calle Mayor. ¿Qué podría haber sucedido? ¿Acaso la policía había confundido al señor Sharpe con un vagabundo y se lo llevaron? Ciertamente, no los Atormentadores; no se atreverían a hacer algo tan imprudente, tan en contra de las reglas, ¿serían capaces? ¿Simplemente porque él y el señor Sharpe se entendían tan bien?

Continuó buscando a su alrededor, pensando que de repente vería al señor Sharpe agitando su mano, haciéndole señas para que viniera a terminar su sidra y dejara de comportarse de esa manera tan estúpida. Tal vez el señor Sharpe se había cambiado de banco; tenía que ser eso. Steven echó una mirada a todos los demás bancos, pero todo lo que vio fue más vagos y desahuciados. ¿Le habrían hecho algo al señor Sharpe?

Tenía que tratarse de los Atormentadores. Era uno de sus trucos, una de sus tramposas pruebas. Steven no creía que fueran los judíos, como había dicho el señor Sharpe; él sabía que era obra de los Atormentadores. Ellos eran responsables de esto. Sin embargo, él se las haría pagar, lo prometía. ¡Ahora mismo llegaría al fondo de este asunto!

Se acercó al vago más próximo, un viejo que se hallaba acostado sobre el césped. Su largo cabello negro precisaba un buen lavado y a su alrededor tenía desplegada toda una colección de bolsas de plástico.

—¿Qué le sucedió a mi amigo? —dijo Grout. El vago abrió los ojos. Tenía el rostro muy bronceado y sucio.

—Yo no he hecho nada, hijo, nada de nada —dijo. ¡Un condenado borracho escocés! pensó Grout.

—¿Qué le sucedió? —insistió Grout.

—¿Qué, hijo? —El escocés trató de incorporarse del suelo, pero no pudo—. No he visto nada, lo juro. Estaba durmiendo. No he tocado nada, hijo. No me acuses a mí. De verdad. Dormir no es un crimen, ¿sabes, hijo? He estado en el extranjero, sabes, hijo, en otros países.

Grout se sintió sorprendido por este último comentario, luego sacudió la cabeza.

—¿Está seguro de no haber visto nada? —le preguntó cuidadosamente, demostrándole a aquel escocés borracho que él al menos sabía hablar con corrección. A sus últimas palabras les puso un leve tono de amenaza—. ¿Completamente seguro?

—Ajá, estoy seguro, hijo —dijo el escocés—, estaba durmiendo; eso fue lo que estaba haciendo. —El borracho parecía estar despertándose, haciendo un esfuerzo por mejorar su pronunciación. Grout finalmente decidió que aquel hombre no debía saber nada. Sacudiendo su cabeza, regresó junto al banco, deteniéndose detrás de él, observando a su alrededor.

Un vagabundo sentado en un banco no muy alejado orientado hacia la calle Mayor le hacía señas con la mano. Grout se encaminó por la senda en dirección al hombre. Éste era aún mucho más viejo y mugriento que el escocés roncando sobre el césped, abrazado a una de sus bolsas de plástico. Dónde diablos estaba toda la gente limpia, se dijo Grout.

—¿Busca a su amigo, míster? —¡Dios mío! ¡Éste era irlandés! ¿Dónde estaban todos los ingleses? ¿Por qué no enviaban a algunos de estos sujetos al lugar de donde habían venido?

—Sí, busco a mi amigo —dijo Steven fríamente, con cautela. El irlandés indicó con su cabeza el vértice de la pequeña plaza triangular, en dirección a la parada de autobuses que quedaba sobre la acera norte de la calle Mayor.

—Se fue por allá. Se llevó con él sus cosas —dijo el irlandés.

Grout se hallaba confundido.

—¿Por qué? ¿Cuándo? —Volvió a rascarse la cabeza.

El irlandés sacudió la cabeza.

—No lo sé, míster. Ni bien usted se marchó a los aseos recogió todo y se fue; pensé que ustedes habían discutido o algo así, eso es lo que pensé.

—Pero mi casco… —dijo Grout, aún incapaz de comprender la razón por la cual el señor Sharpe hubiera querido hacer una cosa semejante.

—¿Ese objeto azul? —dijo el vago irlandés—. Lo puso en una bolsa.

—No… —dijo Grout, desvaneciéndose su voz mientras se alejaba despacio en la dirección que le había señalado el irlandés.

Abandonando la pequeña plaza, esperó a que dejaran de pasar los coches y luego cruzó la Vía hacia la otra acera de la calle Mayor, caminando más por la calle que por la acera debido a que no llevaba puesto su casco y temía que se cayese algo sobre su cabeza de algún edificio. Un terrible espasmo, un dolor, comenzó a roerle las entrañas; se sentía igual que durante su estancia en el hogar, cuando todos los niños de los cuales se había hecho amigo eran adoptados o enviados a otro sitio y él seguía allí; del mismo modo que cuando se había perdido durante una excursión al mar en Bournemouth. Esto no podía estar sucediéndome, no en mi cumpleaños, pensaba. No en el día de mi cumpleaños.

Continuó caminando por el costado de la calle, luego dobló la esquina dando un rodeo a los coches aparcados de modo oblicuo y se dirigió hacia la parada de autobuses, siempre buscando al señor Sharpe. Por alguna razón pensaba que el señor Sharpe llevaría puesto el casco azul, y se dio cuenta de que durante todo el tiempo había estado buscando eso y no al señor Sharpe, a quien, pensó, probablemente no podría describir si un policía se lo hubiera pedido. Vagó por las calles, con esa terrible sensación en las entrañas que aumentaba como si se tratara de una cosa viva, retorciéndose, oprimiéndole. Las personas le atropellaban, en la acera, junto a las paradas de los autobuses, en las rampas y fuera de los autobuses; negros, blancos y asiáticos, hombres y mujeres, personas con carritos de compras o bolsas con herramientas, mujeres con niños en cochecitos o que eran llevados de la mano. Los niños mayores corrían de un lado a otro, gritando y chillando. La gente comía hamburguesas en cajas de poliestireno, patatas fritas de bolsas, acarreaban paquetes, eran viejas y jóvenes, gordas y delgadas, altas y bajas, torpes y veloces; Steven comenzó a sentirse mareado, como si el alcohol o el sofocante aire le estuviera disolviendo, como si el dolor que sentía dentro suyo le estuviese estrujando como a una toalla mojada. Avanzó tambaleándose, empujando a la gente, buscando su casco protector azul. Sentía cómo se estaba disolviendo, cómo se le disecaba su identidad y se perdía en aquella marea de rostros. Se detuvo junto al bordillo de la acera y asegurándose de que no pasaba ningún autobús se puso a caminar por el carril que éstos usaban para transitar, luego dobló y comenzó a desandar el camino por donde había venido, alejándose de la multitud haciendo eses. Miró hacia atrás, pero todavía no se acercaba ningún autobús que pudiera atropellarle al intentar circular por su carril, tan sólo había tráfico más adelante, esperando con los motores rugientes a que el semáforo cambiara de luz. Oyó cómo el motor de una moto aceleraba y luego se ahogaba. Steven continuó caminando, en dirección hacia la plaza; tal vez el señor Sharpe decidiese regresar. Los agujeros que él había reparado tenían que estar por aquella zona…

Le asaltaron los desapacibles ruidos de los motores. Steven los ignoró. El sonido farfullante de una moto, un motor diesel acelerando. De repente, se sintió durante unos momentos mareado y desorientado, invadido por el pánico y por la incomprensible certeza de que ya había estado allí con anterioridad, que aquello ya lo conocía. Alzó la vista al cielo por un segundo y se sintió bambolear. La mente se le despejó y Steven no cayó en el tráfico circulante, pero había faltado poco. Oyó entonces un terrible estruendo, como si un coche hubiera chocado, pero probablemente no habría sido más que el ruido producido por los camiones vacíos al pasar a gran velocidad sobre algún repecho o agujero en la calle. Lentamente comenzó a darse la vuelta, aun sintiéndose extraño, para ver si se trataba de uno de los agujeros reparados por Dan Ashton y la brigada. Apostó a que lo era.

Una mujer gritó desde la acera.

Steven volvió a mirar aquel cielo tan azul y vio una cosa que se le aproximaba, como si fuera un reflejo deslizándose sobre una brillante y redonda superficie azul.

Un cilindro giratorio.

Una moto y un camión con remolque pasaron aprisa por el costado. Steven permaneció allí, paralizado, pensando; mi casco… mi casco…

El acrobático barril de cerveza de aluminio cayó pesadamente encima de su cabeza.

Scrabble Chino

Ajayi y Quiss se hallaban sentados, envueltos en sus pieles, en una pequeña área abierta cerca de la cima del Castillo Legado.

A un costado de ellos se alzaban contra el brillante cielo gris unas cuantas torres ruinosas y fracciones de plantas derruidas con sus cámaras y habitaciones, pero la mayoría de los apartamentos estaban vacíos y eran inhabitables, tan sólo buenos para las bandas de grajos. Por el suelo de aquel pequeño espacio abierto en donde ellos se hallaban sentados había dispersas piedras y grandes losas de pizarra. Unos cuantos árboles y arbustos atrofiados, poco más altos que la maleza crecida, sobresalían de la mampostería, en su mayor parte caída o resquebrajada. A uno y otro lado había ruinas de arcos y columnas y mientras ambos jugaban al Scrabble Chino comenzó a nevar.

Quiss levantó su cabeza lentamente, sorprendido. No podía recordar que nevara desde hacía… mucho tiempo. Apartó de un soplido algunos de los secos y minúsculos copos que se habían posado sobre la superficie del tablero. Ajayi ni siquiera lo notó; se hallaba concentrada estudiando las dos últimas pequeñas teselas de plástico apoyadas delante de ella sobre un trozo de madera. Les faltaba muy poco para terminar.

Cerca de ellos, posado sobre un picado y escamoso pilar, el cuervo rojo echaba bocanadas de humo de un grueso cigarro verde. Había comenzado a fumar al mismo tiempo que ellos dieron inicio a aquella partida de Scrabble Chino.

—Por lo que veo aquí hay para rato —había dicho el ave—. Es mejor que me busque algún otro entretenimiento. Tal vez contraiga cáncer de pulmón.

Quiss le preguntó, de un modo casual, en dónde había conseguido aquellos buenos cigarros. Más tarde se dijo a sí mismo que no tendría que haber sido tan tonto:

—¡Vete a tomar por saco! —le respondió el cuervo rojo.

Repentinamente, entre bocanadas de humo, el cuervo anunció desde el pilar:

—Me gustaba aquel último juego. —Quiss ni siquiera se dignó mirarlo. Sosteniéndose sobre una pata, el cuervo rojo se sacó del pico con la otra extremidad lo poco que quedaba del puro. Se quedó mirando pensativamente el extremo incandescente. Un copo de nieve se posó lentamente sobre su brasa, derritiéndose con un siseo. El cuervo rojo levantó la cabeza mirando con recriminación al cielo, después volvió a meterse el puro en el pico (con lo cual, al hablar, distorsionaba las palabras de una manera extraña)— Sí, estaba bien el Estratego Abierto. Me gustaba aquel tablero, el modo en que parecía expandirse interminablemente hacia todas las direcciones. Vosotros dos parecíais verdaderos zopencos, os lo prometo, de pie en medio de un tablero infinito que os llegaba hasta la cintura. Dos auténticos gilipollas. El juego de dominó era muy estúpido. Incluso éste resulta bastante aburrido. ¿Por qué no admiten la derrota? Jamás conseguirán acertar la respuesta. Podríais arrojaros ahora al vacío. Será cosa de un segundo. Maldición, a vuestra edad probablemente moriríais de conmoción antes de estrellaros contra el puñetero suelo.

—Hmm —dijo Ajayi, y Quiss se preguntó si había estado escuchando al ave. Pero la mujer aún continuaba mirando con el ceño fruncido las teselas sobre la tablilla de madera. Les hablaba a ellas, o a sí misma.

Si Quiss contaba correctamente, en pocos días se cumpliría el día dos mil desde que estaban juntos en el castillo. Naturalmente, recordó orgulloso, él ya vivía allí cuando llegó ella.

Le hacía bien llevar la cuenta de los días, calcular los aniversarios para luego poder festejarlos. Los calculaba de acuerdo a una base numérica distinta. Base cinco, base seis, siete, ocho, naturalmente, nueve, diez, doce y dieciséis. Por lo tanto dos mil días harían una celebración cuádruple, ya que era divisible por cinco, ocho, diez y dieciséis. Era una lástima que Ajayi no compartiera su entusiasmo.

Quiss se frotó lentamente la cabeza, sacándose algunos pequeños y fríos copos de nieve. De un soplido también limpió el tablero. Si seguía nevando así, tal vez pronto tendrían que volver a entrar. El cuarto de juegos les aburría y como el clima parecía más templado, después de mucho insistir al senescal, finalmente obtuvieron permiso para que la pequeña mesa con la gema roja fuese desbarretada del suelo (un trabajo aparentemente simple que mantuvo ocupados a tres ayudantes —a veces más— que constantemente discutían entre sí, equipados con aceiteras, destornilladores, martillos, cortadoras de tornillos, pinzas, llaves de tuercas y alicates, durante cinco días completos) y transportada hasta las plantas superiores del castillo que conformaban, por abandono, gracias al derrumbe de la arquitectura de los niveles más altos, el techo del castillo. En esta especie de patio elevado, rodeado por árboles atrofiados, piedras caídas y distantes torrecillas, habían estado jugando al Scrabble Chino durante los últimos y extraños cincuenta días. El clima había sido benigno; sin viento, ligeramente más cálido que antes (hasta aquel día) pero con el cielo siempre gris, aunque se trataba de un gris luminoso.

—¡Quizá sea primavera! —había exclamado Quiss entusiasmado— Quizá sea pleno verano —había murmurado de mal humor Ajayi, con lo cual logró que Quiss se enfadara con ella por ser tan pesimista.

Quiss se rascó el cuero cabelludo. Lo sentía raro después de que el barbero del castillo le hubiera cortado el cabello. No estaba muy seguro de que el pelo le estuviera creciendo. Su mentón y sus mejillas, que durante mil novecientos días estuvieron cubiertas por una barba cerdosa y entrecana, ahora se sentían lisas al tacto, si bien aún arrugadas por la edad.

Quiss emitió una divertida risita al pensar en el barbero del castillo, quien estaba neurótico. Estaba neurótico porque su tarea era afeitar a todo hombre del castillo que no se afeitaba a sí mismo. Quiss había oído hablar sobre este curioso personaje mucho antes de conocerle; el senescal le informó de la presencia del barbero poco después de que Quiss hubiese arribado al castillo, en respuesta a su demanda sobre si vivían en aquel lugar seres humanos relativamente comunes. Al principio, Quiss no le creyó al senescal; pensó que el hombre de piel gris estaba bromeando. ¿Un barbero que afeita a todo aquel que no se afeita a sí mismo? Quiss respondió que él no creía que semejante persona existiese.

—Ésa es una conclusión transitoria —le había dicho solemnemente el senescal— a la que ha llegado el barbero.

Quiss conoció al barbero mucho tiempo después, cuando exploraba las plantas centrales del castillo. El barbero poseía una grande, espléndidamente equipada y casi sin estrenar barbería, con una bonita vista de la planicie nevada. El barbero era más alto y delgado que el senescal y su piel era de color negro intenso. Tenía el cabello blanco y estaba medio calvo. Se afeitaba el lado derecho de su cuero cabelludo completamente. En el lado izquierdo de la cabeza presentaba un bonito peinado, o mediopeinado, de rizos blancos. También se afeitaba la ceja izquierda, pero la derecha permanecía intacta. El bigote tan sólo le cubría la mitad izquierda. La barba la tenía muy espesa y abundante en el lado derecho de su cara; la otra mitad se hallaba pulcramente afeitada.

El barbero llevaba puesto un grueso conjunto blanco inmaculado y un delantal del mismo color. No hablaba el mismo idioma que Quiss, o se había olvidado de cómo hablarlo, porque cuando Quiss entró en la barbería con travesaños de bronce y con los sillones tapizados en piel roja simplemente se puso a danzar alrededor suyo, señalando su cabello y su barba y silbando como un pájaro, mientras agitaba al compás las manos y los brazos. Sacudió delante de Quiss una enorme toalla blanca y mediante gestos implorantes trató de que se sentara en uno de los sillones. Quiss, cauteloso y desconfiado de las personas que temblaban y se sacudían demasiado a la menor ocasión, pero especialmente cuando se le querían acercar con algo parecido a unas largas tijeras o una navaja de afeitar, declinó el ofrecimiento. Más tarde, no obstante, descubrió que el barbero poseía un pulso firme cuando encaraba sus obligaciones. El cabello del senescal seguía creciendo y él se lo hacía cortar por el barbero.

Cien días atrás, Quiss había enviado a un ayudante para que le comunicase al barbero que él pasaría pronto a cortarse el pelo. O el pequeño criado no comprendió el mensaje o hubo un malentendido con el barbero, o tal vez no podía esperar, pero la cuestión fue que poco después se presentó en el cuarto de juegos, trayendo consigo un equipo de barbero portátil. Quiss dejó que le cortase el cabello mientras Ajayi observaba. El barbero pareció sentirse satisfecho, farfullando alegremente para sus adentros mientras recortaba con destreza el jaspeado cabello de Quiss y le afeitaba la barba.

Por desgracia, el cuervo rojo también le había estado observando y no paró de decirle a Quiss que el barbero podía cortarle el cuello muy profesionalmente si él se lo pedía con amabilidad; después de todo, ¿qué alternativa tenía? Volverse loco, o resbalarse en los escalones algún día…

Quiss se pasó la mano por la barbilla, sintiendo todavía aquella suavidad —después de cien días— novedosa y placentera.

No tuvo suerte en conseguir que los ayudantes destilasen o fermentasen alguna bebida alcohólica con las provisiones de la cocina. Y jamás volvió a encontrar aquella puerta abierta, ni ninguna otra puerta abierta. Por entonces, todas las puertas estaban cerradas con llave. La última cosa interesante que había encontrado resultó ser otra estúpida broma, que él ni siquiera logró comprender del todo.

Se hallaba en las profundidades de las plantas inferiores del castillo, buscando la puerta o al pequeño ayudante que le había descubierto dentro de la habitación (aún seguía soñando con aquellos exóticos brazos marrones, con el cielo azul cruzado por una estela de humo; ¡con aquel sol!), cuando oyó a lo lejos un continuo y monótono ruido de latidos, proveniente de la red de túneles y corredores.


Siguió el sonido de aquellas pulsaciones hasta llegar a una zona en donde los suelos de los corredores y de los nichos estaban cubiertos con una fina capa de polvo gris, el cual también volaba por el aire. El suelo vibraba al compás de los latidos. Por unos amplios y desgastados escalones bajó a un pasillo oblicuo y a continuación el polvo le hizo estornudar.

Un pequeño ayudante que calzaba botas grises pero que no llevaba el ala de sombrero sobre su capucha pasó a toda prisa por el amplio pasillo al cual iban a dar los escalones. Al ver a Quiss se detuvo.

—¿Puedo ayudarle en algo? —chilló. Su voz era muy aguda pero al menos era cortés. Quiss decidió aprovecharse de ello.

—Por supuesto —dijo, tapándose la boca y la nariz con un extremo de su abrigo para que no le entrase el polvo. Sintió que los ojos se le irritaban. Los latidos se oían cada vez más cerca, y provenían de unas grandes puertas dobles situadas al final del pasillo—. ¿Qué demonios es ese ruido? ¿De dónde sale todo este polvo?

El ayudante le contempló calmadamente durante unos instantes y después dijo:

—Acompáñeme. —El ayudante se encaminó hacia las puertas dobles. Quiss le siguió. Las puertas dobles estaban hechas de plástico y a la altura de una cabeza humana tenían unas claras inserciones, también de plástico. En una de las puertas había un gran símbolo: D. A Quiss le hizo recordar una media luna. En la otra puerta, del lado derecho, había este otro símbolo: P. El ayudante pasó rápidamente por las puertas en una nube de polvo. Tosiendo, con el abrigo de pieles contra su boca, Quiss sostuvo abierta una de las puertas y miró adentro.

Aquella habitación era tan grande como una caverna, en donde cientos de ayudantes corrían de un lado a otro por entre la nube de polvo. Allí había correas transportadoras, grúas elevadoras y toneles, cubos, carretillas y un sistema de ferrocarril de vía estrecha con rieles —que apenas se veían a través de la polvorosa bruma— muy similares a los que Quiss había visto en las cocinas del castillo. Todo el lugar estaba envuelto por una nube de aquel fino polvo gris y temblaba y resonaba con el continuo latir estrepitoso que él había oído antes desde más lejos. El ruido lo producía una única máquina gigantesca situada en el mismo centro de la habitación. La máquina parecía estar hecha principalmente de gruesas columnas de metal, una maraña de cables y alambres, y una compuerta con engranajes de metal que subía y bajaba constantemente.

En el centro de la máquina una cosa inmensa lanzaba destellos plateados al compás del machacante ruido. Por encima del centro de la máquina, también al compás de los latidos, un cilindro de metal plateado ascendía y descendía. Unos bloques de piedra gris extrañamente labrados, o esculturas, entraban a la máquina por un costado; por el otro costado salía polvo. Polvo y escombros. Los escombros eran retirados por una cinta transportadora y vaciados en enormes contenedores que Quiss apenas podía ver a lo lejos a causa del aire contaminado por el polvo. Aparentemente el polvo tenía que ser aspirado por unos tubos extractores dispuestos en el techo (similar, nuevamente, al sistema empleado en las cocinas), pero por lo visto gran parte del polvo se escapaba a los orificios de absorción. Quiss podía ver —por entre el denso polvo que había en el aire— grandes montículos de polvo acumulados como olas congeladas alrededor de contenedores y tramos finales de cintas transportadoras. En varios lugares, pequeños ayudantes con botas grises echaban con palas el polvo gris dentro de carretillas o en pequeños vagones parecidos a tolvas pertenecientes al ferrocarril de vía estrecha. Otros ayudantes subían carretillas repletas de polvo por planchas peligrosamente estrechas hasta el borde de los contenedores gigantes y las descargaban allí; parte del polvo volvía a salir por oleadas.

Hasta donde Quiss podía ver por entre la niebla gris, unos grandes cubos sacaban por las bocas de los contenedores un fluido gris y viscoso, el cual vertían en moldes dispuestos sobre las cintas transportadoras para después desaparecer dentro de unas largas y siseantes máquinas; al otro extremo de estas máquinas los moldes eran despojados de sus esculturas grises y transportados a mano o en carreta por los ayudantes hacia otras cintas transportadoras, que a su vez iban a parar a la machacante máquina del centro de la habitación…

—Por todos los diablos, ¿qué es esto? —dijo Quiss incrédulamente, tosiendo a causa del polvo.

—Esto es de-pe[17] —dijo el ayudante con modestia, de pie frente a Quiss y con los brazos cruzados—. Éste es el centro nervioso de todo el castillo. Sin nosotros, todo el lugar simplemente se pararía. —Hablaba con orgullo.

—¿Estás seguro? —dijo Quiss, tosiendo. La pequeña criatura se puso rígida.

—¿Tiene alguna otra pregunta? —dijo con frialdad. Quiss estaba mirando cómo los objetos que había tomado por esculturas se desplazaban ininterrumpidamente a lo largo de la cinta transportadora hacia su destrucción. Tenían unas formas curiosas: 5, 9, 2, 3, 4…

—Sí —dijo señalando las hormas—, ¿qué se supone que son?

—Ésos son —dijo con precisión el ayudante— números.

—A mí no me parecen números.

—Pues lo son —dijo con impaciencia la criatura—. En ellos radica toda la cuestión.

—¿Toda la cuestión de qué? —dijo Quiss, riéndose y sofocándose al mismo tiempo. Se daba cuenta de que era una molestia para el pequeño ayudante y pensó que aquello era divertido. Ciertamente, él jamás había visto números con esa forma, pero naturalmente podría tratarse de números de un idioma o sistema desconocido.

—Toda la cuestión de lo que hacemos aquí —dijo el ayudante, como si estuviera tratando de ser más paciente de lo que en realidad sentía—. Ésta es la sala en donde se trituran los números. Ésos son números —dijo, pronunciando con claridad como si le estuviera hablando a un niño pequeño obstinadamente torpe, e indicando con una mano la cinta transportadora—, y aquí es donde los trituramos. Esa máquina es una trituradora de números.

—Hay que estar loco —dijo Quiss, con la boca tapada por su abrigo.

—¿Cómo? —dijo el ayudante, poniéndose aún más rígido y a continuación se irguió en toda su, si bien modesta, altura. Quiss tosió nuevamente.

—Nada. ¿De qué hacéis los números? ¿Qué es ese material gris?

—Yeso de Salt Lake City[18] —dijo el pequeño ayudante, como si sólo un idiota pudiera hacer semejante pregunta. Quiss le miró con el ceño fruncido.

—¿Qué diablos es eso?

—Es como el yeso de París[19], salvo que más obscuro —dijo el pequeño subordinado y a continuación dio media vuelta y escapó a toda prisa por entre la niebla de polvo gris. Sacudiendo su cabeza, Quiss tosió, soltando luego la puerta de plástico que mantenía abierta.


Ajayi todavía continuaba reflexionando sobre sus dos últimas teselas, sin decidirse con cuál de ellas iba a jugar. Apoyando los codos sobre sus rodillas y la cabeza entre sus manos, cerró los ojos con aire pensativo.

La nieve se posaba sobre su fino cabello entrecano, pero ella aún no se había dado cuenta de que nevaba. Su expresión de concentración se intensificó. Casi habían acabado.

El Scrabble Chino se jugaba sobre un tablero cuadriculado, parecido a una pequeña porción del tablero del Estratego al cual habían jugado hacía más de cien días atrás, pero en el Scrabble Chino uno debía colocar pequeñas teselas con pictogramas en las casillas que formaban las líneas de la cuadrícula y no pequeñas piedras sobre los intersticios. Esta vez no había tenido necesidad de complicarse con cosas como las piezas infinitamente largas, pero el problema residía en la elección de los pictogramas que le tocaban a cada uno al comienzo del juego. Aparte de esto, tuvieron que aprender un idioma llamado chino.

Solamente eso les había llevado más de setecientos días. Quiss estuvo varias veces a punto de abandonar, pero de algún modo Ajayi logró convencerle de que siguiera adelante; aquel nuevo idioma le apasionaba. Era como una clave, decía. Incluso ahora podía leer mucho más.

Ajayi volvió a abrir los ojos y examinó el tablero.

Los significados y posibilidades de los pictogramas que tenía frente a ella le ocupaban sus pensamientos, mientras trataba de encajar las dos últimas teselas en alguna parte de aquella trama de líneas asimétricas que ella y Quiss habían creado encima del pequeño tablero.

El chino era un idioma difícil, incluso mucho más difícil que aquel que había comenzado a estudiar y que llamaban inglés, pero ambos merecían el esfuerzo. Incluso valían el esfuerzo de tener que arrastrar a Quiss por el mismo camino educativo. Ella le había ayudado, persuadido, incitado, gritado e insultado hasta que él logró captar el idioma en el cual tenían que jugar las partidas, e incluso una vez dominados los elementos básicos ella aún tuvo que continuar ayudándole a seguir adelante; Ajayi había sido capaz de deducir aproximadamente qué teselas le quedaban a Quiss en la etapa final del juego, en parte la más difícil, e intencionalmente dejó unas aperturas fáciles de completar para que Quiss no se viera imposibilitado de deshacerse de las últimas teselas debido a su conocimiento imperfecto del idioma. El resultado era que ahora ella se encontraba atascada, incapaz de ver en dónde podría ubicar los dos últimos pictogramas que le quedaban. Si no lograba encasillarlas en algún lugar, formar uno o más nuevos significados, entonces tendrían que comenzar todo de nuevo. La siguiente partida no les tomaría tanto tiempo como ésta, la cual llevaban jugando desde hacía treinta días, pero a Ajayi le preocupaba que Quiss perdiese la paciencia. Ya varias veces le había recriminado entre gruñidos que ella no le había enseñado debidamente el idioma.

Pero para Ajayi aquel idioma era un maravilloso y mágico regalo. Para ser capaces de jugar correctamente, debían por supuesto comprender el chino, un idioma del planeta del Súbdito del castillo, el planeta cuyo nombre todos los libros parecían querer mantener en el anonimato. Por consiguiente, el senescal les proveyó de un diccionario con pictogramas chinos y su equivalente en uno de los idiomas comunes a ambos bandos de las Guerras Terapéuticas, un antiguo código de batalla descifrado hacía tiempo, tan refinado que le permitió seguir siendo útil como lenguaje mucho después de haber dejado de ser secreto.

Con esta llave Ajayi podía acceder a cualquiera de los idiomas originales del innominado globo. En pocos días encontró un diccionario chino-inglés y después de eso comenzó a leer con mucha mayor soltura. Aprendió el chino para jugar y el inglés para leer, junto con algunos otros idiomas, llegando a comprender con relativa fluidez el sistema indoeuropeo mucho antes que las demás complicadas lenguas orientales.

Era como si todo el ruinoso y gigantesco castillo se hubiera vuelto de pronto transparente; ahora tenía la posibilidad de leer y disfrutar una infinidad de libros; delante de ella se desplegaba toda una cultura y una civilización entera, para que ella la estudiase a su antojo. Ya había comenzado a aprender francés, alemán, ruso y latín. Pronto pasaría al griego y con los conocimientos de latín el italiano no representaría una gran dificultad (su inglés ya le servía para acceder al antiguo idioma romano). El castillo había dejado de ser la prisión que anteriormente era; ahora lo veía como una biblioteca, como un museo de literatura, de alfabetismo, de idiomas. La única cosa que todavía le inquietaba era que no había forma de traducir las inscripciones de las pizarras. Aquellos símbolos crípticos y sepultados seguían sin querer decir nada. Ajayi había registrado pared tras pared de libros, pero jamás encontró mención alguna sobre aquellas extrañas y sencillas inscripciones que por alguna razón estaban grabadas en la cara interna de la piedra veteada.

Pero se trataba de una preocupación menor en comparación a la inmensa satisfacción que sentía con su descubrimiento de la clave de las lenguas originales del castillo. Había comenzado a leer metódicamente todos los clásicos del pasado del planeta innominado, después de haber hallado un libro orientativo sobre la literatura de ese mundo. Aparte de alguna ocasional incursión —para despertar su apetito— era bastante estricta con ella misma en cuanto a seguir un orden cronológico en las lecturas de los libros que había descubierto en sus habitaciones. Ahora estaba comenzando, a la par que finalizaban aquella primera y —eso esperaba— última partida de Scrabble Chino, con los dramaturgos de la época isabelina en Inglaterra, hallándose bastante excitada con la perspectiva de leer a Shakespeare, el cual esperaba con ansia que no defraudase sus expectativas creadas por las exageradas alabanzas leídas en los últimos ensayos críticos.

Aunque había adelantado bastante, todavía se le escapaban muchas cosas; había libros que aún no había encontrado, o que tenía que leer, una vez que terminase de leer de cabo a rabo hasta el último periodo en que se siguieron publicando los libros (o hasta donde habían registrado los archivos del castillo; Ajayi no sabía qué podía haber sucedido; ¿había sido el mundo destruido por algún cataclismo, pasaron a otra forma de comunicación, o acaso el castillo tan sólo albergaba las obras producidas hasta cierto periodo histórico del mundo?).

—Vamos, Ajayi —dijo Quiss suspirando—. He terminado hace siglos. ¿Qué es lo que te retrasa tanto?

Ajayi miró al anciano de cabello moteado, con sus mejillas afeitadas y el amplio rostro lleno de arrugas. Ella arqueó una ceja, pero no dijo nada. Le hubiera gustado pensar que su compañero estaba bromeando, pero temía que hablara en serio.

—Sí, a ver si te mueves —dijo el cuervo rojo—. Se me está apagando el cigarro por culpa de esta puñetera nieve.

Fue recién entonces cuando, levantando la cabeza, Ajayi se dio cuenta de que estaba nevando. De algún modo había sido consciente de los esporádicos soplidos de Quiss sobre el tablero, pero se encontraba tan concentrada tratando de hallar un rincón, o dos, para sus restantes teselas que no percibió adecuadamente que lo que Quiss soplaba era nieve.

—Oh —dijo, dándose cuenta de súbito. Durante un instante miró a su alrededor confundida. Se subió el cuello de su abrigo ciñéndoselo contra la garganta, aunque si en algo había cambiado la temperatura desde que comenzó a nevar era en que hacía ligeramente más calor, y no más frío. Miró el tablero frunciendo el entrecejo y después volvió a mirar a Quiss— ¿No crees que será mejor que volvamos al cuarto de juegos?

—Oh dioses, no —dijo el cuervo rojo con una voz exasperada—, terminad esto de una vez. Mierda. —Sacándose el puro de la boca observó su humedecido y negro extremo, para después arrojarlo descuidadamente con un ligero movimiento de su lustrosa pata negra—. No tiene sentido que os pregunte si tenéis fuego, bastardos —murmuró, luego sacudió violentamente su cabeza, extendió a medias las alas y desplegó su cola. A continuación se sacudió la nieve que le cubría el lomo. Unas cuantas plumas rojas pequeñas cayeron flotando al blando suelo, al igual que unos peculiares copos de sangre mezclados entre la nevada.

Ajayi volvió a posar los ojos sobre el tablero.

Quiss había perdido toda esperanza de llevar a cabo alguna clase decoup-de-château. El senescal se hallaba en una posición inexpugnable, había descubierto, debido a que estaba más allá del tiempo. Quinientos días atrás, algunos de los ayudantes confidentes de Quiss se hallaban trabajando en las cocinas cuando una cocina provisional se desplomó, dejando caer un inmenso caldero de guiso hirviente encima del senescal, que en aquel momento justo pasaba por allí. Media docena de pinches fueron testigos de lo que sucedió a continuación; en un segundo el senescal desapareció tragado por la gigantesca olla de metal, mientras que su contenido se derramaba por toda una sección de las cocinas. Dos de los pequeños protegidos de Quiss se encontraban a tan sólo dos metros de distancia y tuvieron que arrojarse dentro del fregadero en donde lavaban los platos para salvar sus vidas de la humeante oleada de caldo hirviente.

Unos instantes más tarde, el senescal aparecía caminando al otro lado del fregadero, diciéndole al cocinero subalterno de aquella sección que encontrase a los responsables de haber construido aquella cocina, les hiciera construir otra y luego la utilizase para cocinarlos vivos. Luego se dirigió a su despacho como si nada hubiera sucedido. Cuando se despejaron los restos de la cocina y del caldero no encontraron ningún rastro de cadáver. Un pinche —aún pasmado— dijo que el senescal sencillamente se había materializado delante suyo.

Quiss no era un tonto. No había modo de luchar contra un poder semejante.

También había abandonado la idea de intentar obstaculizar por algún medio el proceso que se ponía en marcha cuando ellos terminaban un juego y respondían al acertijo que se les había asignado. El cuervo rojo le contó lo que sucedería; la última criatura del castillo que Quiss hubiera pensado fuese tan amigable, pero obviamente el ave creía que contándoselo le desanimaría todavía más y por consiguiente haría que Quiss entrase en un proceso de autodestrucción.

Quiss no recordaba ahora toda la historia, pero se remontaba al pasado e incluía a un camarero susurrando la respuesta en una habitación repleta de abejas que construían una especie de nido que era comido por una cosa llamada el cuervo mensajero y que después salía volando.

A continuación aparecían más bestias curiosas, las cuales en su mayor parte parecían terminar comiéndose unas a otras, luego un lugar sobre la superficie de dondequiera que provenían éstas con miles de lagos minúsculos a donde se encaminaban miles de animales para ser voluntariamente quemados, derritiéndose el hielo de los lagos en una especie de secuencia que cierto satélite de comunicación orgánico con un láser mensajero reconoce… después todo se complicaba aún más.

En otras palabras, era infalible. Encerrar o coercer de algún modo al camarero que murmuraba secretamente tampoco tenía sentido; como última verificación, quienquiera o cualquiera que viniese a recogerles del castillo preguntaría a los cuervos y a las urracas qué era lo que habían visto, para asegurarse de que no se había utilizado ninguna clase de trucos.

Todo aquello, naturalmente, sucedía en una especie de tiempo falseado, razón por la que, pese a la complejidad laberíntica del proceso contestador, ellos siempre recibían el veredicto a su respuesta minutos más tarde. Quiss halló todo esto muy deprimente.

Bueno, al menos ya estaban por terminar este juego. Quizá, se dijo a sí mismo, esta vez acertasen. Tan sólo les quedaba otra oportunidad para descifrar el acertijo, lo cual en cierto modo era preocupante aunque por otro lado también alentador. Tal vez ésta sería la correcta, tal vez finalmente lograsen responder acertadamente y salir de aquel lugar.

Quiss intentó pensar en las cosas en las que generalmente trataba de no pensar; las cosas que al principio había echado tanto en falta que hacía daño pensar en ellas. Ahora era capaz de pensar en ellas con mucha facilidad, sin sufrimientos. Las buenas cosas de la vida, los diversos placeres de la carne y de la mente, el júbilo de la batalla, recuerdos de conjuras y borracheras.

Todo aquello había quedado atrás. Tenía la impresión de que todo aquello le había sucedido a otra persona, a algún hijo joven o nieto, a una persona completamente ajena. ¿No sería que estaba comenzando a pensar como un viejo? Tan sólo porque lo aparentara físicamente no era motivo suficiente, pero tal vez había una especie de presión de retroceso, un ciclo retroactivo de causa y efecto que hacía que sus pensamientos se amoldasen gradualmente a la cáscara que éstos ocupaban. Él no lo sabía. Quizás era sencillamente a causa de todo lo que le había sucedido en el Castillo Puertas, todas las decepciones, todas las oportunidades perdidas (aquellos brazos marrones de mujer, aquella brillante promesa de la estela de vapor, aquel sol, ¡aquel sol en este lugar nublado!), todo el caos y el orden, el aparente sinsentido y la supuesta locura gobernada del castillo. Quizás uno se contagiaba al cabo de un tiempo.

Claro, pensó, el castillo. Posiblemente le transformaba a uno en lo que era, en lo que debía ser. Tal vez nos moldea, como aquellos números, en un eterno círculo de destrucción y reencarnación. Efectivamente: desintegración y dispersión, un epílogo al nacer… ¿por qué no? En cierto modo le daría lástima irse de allí. Los pequeños ayudantes que utilizaba como contactos en las cocinas difícilmente podían compararse a las excelentes tropas a las cuales estaba acostumbrado, o incluso a los feroces mercenarios, pero poseían una movediza e ineficaz atracción; le entretenían. Los iba a extrañar.

Le entró la risa al recordar al barbero; también su encuentro con el maestro albañil y con el superintendente de las minas; dos hombretones hoscos y orgullosos que le hubiera gustado conocer mejor. Incluso el mismo senescal era interesante una vez que se le persuadía para que entablase una conversación, sin olvidar su habilidad para escaparse de las catástrofes.

¿Pero toda una vida aquí, o quizá mucho más que una vida?

Súbitamente, aquel pensamiento involuntario le llenó de una terrible y profunda desesperación. Sí, extrañaría aquel lugar, si es que alguna vez lograban salir de allí, de un modo extraño y retorcido, pero se trataba de una reacción natural; como prisión sin duda era muy llevadera, y cualquier sitio que no fuera atrozmente desagradable podía inspirar un sentimiento de nostalgia pasado cierto tiempo, el necesario como para que el proceso de la memoria pudiese seleccionar lo bueno y erradicar lo malo. Pero no se trataba de eso, sencillamente no se trataba de eso.

Quedarse en aquel lugar sería fracasar, rendirse, agravar y afirmar el error que había cometido y por el cual se hallaba allí. Era un deber. No para con su bando o para con sus camaradas; ellos no tenían nada que ver con esto. Era un deber para consigo mismo.

¡Qué extraño resultaba que tan sólo ahora, en este extraño sitio, pudiese comprender plenamente una frase, una idea que había oído y desechado a lo largo de toda su educación y entrenamiento!

—¡Ah! —dijo Ajayi, interrumpiendo los pensamientos de Quiss. Alzando la vista vio cómo la mujer se inclinaba sobre el tablero con la mano ahuecada y soplaba sobre el tablero para despejarlo de los copos de nieve allí acumulados—. Ya está —dijo, ubicando las teselas en un extremo de la cuadrícula y a continuación sonriéndole orgullosa a su compañero. Quiss observó las dos teselas recién colocadas.

—Por lo tanto, se acabó —dijo, asintiendo con su cabeza.

—¿No te parece que es bueno? —dijo Ajayi, señalando el juego.

Quiss se encogió de hombros evasivamente. Ajayi sospechó que no había comprendido con exactitud el significado de lo que estaba formado encima del tablero.

—Ya está —dijo Quiss, sin mostrarse particularmente impresionado—. Terminamos la partida. Eso es lo más importante.

—Vaya, Jesús ha sido bondadoso —dijo el cuervo rojo—. Ya me estaba durmiendo. —Con un revoloteo bajó del pilar derruido y se mantuvo flotando en el aire encima del tablero, inspeccionándolo.

—No sabía que podías hacer eso —le dijo Ajayi al ave; el batir de sus alas impedía a la nieve caer sobre ellos y el tablero, creando ráfagas artificiales.

—Se supone que no es algo que pueda hacer —dijo el cuervo abstraído, la mirada fija en el tablero—. Pero también se supone que los cuervos no pueden hablar, ¿no es así? Sí, pareciera estar correcto. Eso supongo.

Quiss observó al cuervo aleteando enérgicamente por encima de sus cabezas. Ante su desdeñosa aprobación de la partida le había respondido con una mueca. El ave emitió un sonido parecido a un estornudo, luego dijo:

—¿Entonces, cuál es vuestra contribución a la sabiduría del universo esta vez?

—¿Por qué habríamos de decírtela? —dijo Quiss.

—¿Por qué no? —dijo indignado el cuervo rojo.

—Pues… —dijo Quiss, pensando—… porque no nos caes bien.

—Por vida del chápiro, si sólo hago mi trabajo —dijo el cuervo rojo con una voz auténticamente dolida. Ajayi tosió para disimular su risa.

—Oh, díselo —dijo ella, agitando una mano.

Quiss dirigió una mirada agria a la mujer y luego al ave, se aclaró la garganta y dijo:

—Nuestra respuesta es, «No se puede…» no, quiero decir «No hay tal cosa como esas dos».

—Oh —dijo el cuervo rojo, aún revoloteando en el aire, sin impresionarse—, guauu.

—¿Tienes alguna respuesta mejor? —dijo Quiss agresivamente.

—Muchísimas, pero no os diré ninguna, bastardos.

—Bueno —dijo Ajayi, levantándose con esfuerzo y limpiándose la nieve de su abrigo—, creo que es mejor que vayamos a llamar a un ayudante.

—No te molestes —dijo el cuervo rojo—. Iré yo; será todo un placer. —Emitiendo una risa entrecortada se alejó volando—. No hay tal cosa como esas dos, ja ja ja ja… —pudieron oír que decía a lo lejos.

Ajayi levantó la pequeña mesa junto con el tablero lentamente y ella y Quiss se encaminaron, por entre los trozos de mampostería caídos, hacia las plantas enteras, no demasiado distantes. Quiss observó cómo el cuervo rojo se alejaba volando pausadamente a través de la nieve hasta que desapareció de su vista.

—¿Crees que ha ido a decírselo a alguien?

—Quizá —dijo Ajayi, sosteniendo cuidadosamente la mesita y prestando atención en donde pisaba.

—¿Crees que podemos confiar en él? —dijo Quiss.

—Probablemente no.

—Hmm —dijo Quiss, rascándose su liso mentón.

—No te preocupes —dijo Ajayi, pisando un trozo de pizarra cuarteado mientras se dirigían a refugiarse debajo de una arcada partida—, siempre se la podemos dar a alguien otro.

—Hmm, supongo que sí —dijo Quiss entrando en la arcada, caminando encima de algunas de las columnas derrumbadas y fragmentos de techo. Al llegar debajo de la parte del techo que aún se sostenía, Quiss resbaló sobre un trozo de hielo y con una exclamación trató de aferrarse con una mano a una columna y con la otra a Ajayi. En el intento golpeó el tablero.

Las teselas se esparcieron por el suelo. Quiss se desplomó pesadamente.

—Oh, Quiss —dijo Ajayi. Dejando rápidamente el tablero a un costado se acercó al hombre que yacía tendido en el suelo, despatarrado, sobre unos trozos de hielo, con la mirada fija en el techo abovedado de la arcada—. ¡Quiss! —dijo Ajayi, arrodillándose dolorosamente al lado del hombre—. ¡Quiss!

Quiss emitió un sonido estrangulado; su pecho subía y bajaba con rapidez. Su rostro se había tornado gris. Ajayi se llevó ambas manos a la cabeza, sacudiéndola, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Quiss gorgoteó con los ojos fuera de sus órbitas. Ajayi le cogió una mano y la sostuvo entre las suyas mientras se inclinaba sobre él.

—Oh Quiss…

El hombre aspiró dificultosamente una gran bocanada de aire frío y levantando los brazos se golpeó el pecho, luego trató de girarse sobre su costado. Al ver su reacción Ajayi trató de ayudarle. Apuntalándose sobre su codo y con la asistencia de Ajayi logró finalmente sentarse. Quiss comenzó a golpearse débilmente la espalda. Ajayi lo hizo por él, con mayor fuerza. El hombre asintió con la cabeza, su respiración volvía a ser más regular.

—Simplemente… me quedé sin aliento… —dijo, sacudiendo la cabeza. Se limpió los ojos—. Ya está… —dijo, inspirando con energía. Miró el tablero; las teselas se habían desparramado—. Oh, mierda —dijo, cogiéndose la cabeza entre sus manos.

Ajayi masajeó su ancha espalda a través de las gruesas vestimentas, diciendo:

—No te preocupes por eso, Quiss. Lo que importa es que tú te encuentres bien.

—Pero el… tablero, está hecho… un estropicio… —dijo jadeando.

—Yo recuerdo cómo estaba, Quiss —dijo Ajayi, inclinándose hacia adelante y hablándole al oído de un modo seguro y alentador—. Dios sabe durante cuánto tiempo lo he estado estudiando. ¡Está fijado en mi memoria! ¿Te encuentras bien? ¿Estás seguro?

—Me encuentro bien; deja de… fastidiar —dijo Quiss con irritación, tratando de sacarse de encima a Ajayi. La mujer se apartó de él, con las manos sobre su regazo, la vista baja.

—Lo siento —dijo ella, incorporándose de su posición arrodillada—. No era mi intención molestar. —En cuclillas, comenzó a recoger con dificultad las piezas del Scrabble esparcidas a un costado, sobre la nieve, y debajo del área del techo de la arcada, cuya superficie de pizarra se hallaba cubierta de hielo.

—Maldito hielo —dijo Quiss roncamente. Luego tosió y se frotó la nariz. Observó a la mujer, quien se encontraba juntando cuidadosamente las teselas y colocándolas sobre el tablero—. ¿Tienes un pañuelo? —le dijo.

—¿Qué? Sí —dijo Ajayi, buscando entre los pliegues de su abrigo y extrayendo un pequeño trozo de tela. Se lo alcanzó a Quiss, que se sonó con él la nariz ruidosamente, devolviéndole a continuación el pañuelo. Ella lo dobló y volvió a guardarlo, suspirando. Quería decirle que se pusiera de pie; podría resfriarse estando sentado de aquella manera encima de la fría pizarra. Pero no deseaba molestar.

Quiss se levantó con cierta laboriosidad, gruñendo y despotricando. Ajayi le observaba con el rabillo del ojo mientras recogía las piezas desparramadas, dispuesta a ayudarle si él se lo pedía o a sujetarle prontamente si se caía. Quiss se recostó contra una columna, frotándose la espalda y las nalgas.

Podían morir con tanta facilidad, se recordó a sí misma Ajayi. Podrían estar asentados en una edad, pero era añosa y frágil, sin duda una edad propensa a los accidentes. Hasta aquel momento no habían sufrido ninguna caída grave, o quebrado algún hueso, pero si se lastimaban les tomaría un tiempo largo recuperarse. En una oportunidad, Ajayi le preguntó al senescal acerca de esto. Su consejo fue:

—No se caigan.

Le pareció que ya tenía todas las teselas. Contó las que había sobre el tablero y descubrió que aún faltaba una. Se incorporó con dificultad, arqueando su dolida espalda, examinando la superficie nevada y los adoquines de pizarra.

—¿Las tienes todas? —preguntó Quiss. Su rostro todavía estaba pálido, pero no tan gris como antes. Ajayi sacudió la cabeza, mientras continuaba buscando alrededor suyo.

—No. Falta una. —Quiss también comenzó a inspeccionar con la vista el suelo de pizarra.

—Tendría que haberlo sabido. Ahora no nos dejarán responder al acertijo. Apuesto a que tendremos que comenzar todo de nuevo. Seguramente. Eso es lo que sucederá. Típico que suceda una cosa así. —Apartándose con ligereza, golpeó la columna con su mano abierta, inspirando profundamente, la cabeza inclinada entre sus hombros.

Ajayi le dirigió una mirada y luego levantó la pequeña mesa para comprobar que no la había puesto encima de la tesela faltante al depositarla sobre el suelo para socorrer a Quiss. Pero la tesela no estaba allí.

—Ya la encontraremos —dijo, buscando en la nieve amontonada. No se sentía tan segura de ello como sus palabras dejaban entrever. No lo comprendía; ¿sería posible que la tesela hubiese salido despedida tan lejos? Volvió a contar las piezas que había sobre el tablero, y luego una vez más.

Ajayi comenzaba a enfurecerse; en primer lugar con Quiss por haberse caído y por rechazar su ayuda; con la tesela faltante; con el cuervo rojo, el senescal, los ayudantes; con el castillo en sí. ¿Dónde podría estar la condenada cosa?

—¿Estás segura de que las has contado bien? —dijo Quiss con voz cansada, aún apoyándose contra la columna.

—Por supuesto que sí, varias veces; falta una —dijo bruscamente Ajayi—. Ahora deja de hacer preguntas estúpidas.

—No hace falta que me arranques la lengua —dijo Quiss resentido—. Tan sólo trataba de ayudar.

—Pues entonces busca la tesela —dijo Ajayi. Era consciente de su humor y se odiaba por ello. No podía perder el control de aquella forma, ni tratar bruscamente a Quiss; no reportaría ningún bien. En aquellas circunstancias deberían mantenerse unidos y no discutir como dos colegiales o una pareja en plan de separación. Pero ella no podía evitarlo.

—Mira —dijo Quiss con irritación—, no golpeé a propósito el puñetero tablero. Fue un accidente. ¿O es que hubieses preferido que me rompiera el cuello?

—Por supuesto que no —dijo Ajayi con cautela, tratando de no gritar ni de sonar brusca—. No he dicho que lo hayas hecho deliberadamente. —No miraba a Quiss sino que movía la cabeza de un lado para otro, inspeccionando todavía la nieve y el suelo de pizarra, aparentemente empeñada en hallar la tesela faltante pero con la mente puesta en las palabras; sabía que no descubriría la tesela por más que ésta fuera bien visible; no estaba concentrada en la búsqueda.

—Quizá habrías preferido que lo hubiese hecho, ¿no? —dijo Quiss—. ¿No?

Ajayi levantó la vista y le miró. —Oh, Quiss, ¿cómo puedes decir una cosa semejante? —Ajayi se sintió como si él le hubiera dado un puntapié. No tenía ninguna necesidad de haberle dicho eso. ¿Qué era lo que le motivaba a decir esas cosas?

Quiss simplemente resopló. Se apartó de la columna con el impulso de un brazo tembloroso, y al moverse, la tesela faltante se desprendió del dobladillo de su abrigo de pieles, adonde había ido a parar cuando ambos se cayeron. En el mismo momento apareció una pequeña silueta en el extremo de la arcada, saliendo de una de las puertas que conducían a la parte central del castillo. Ajayi y Quiss primero dirigieron la vista a la tesela caída y luego en dirección al pequeño ayudante. Agitando una mano, les llamó con una voz excitada:

—¿Han dicho, «No hay tal cosa como esas dos»?

Ambos se miraron entre sí. Ajayi trató de responder pero no pudo, teniendo que darse unas palmadas en la parte superior de su pecho; su garganta parecía estar seca, era incapaz de pronunciar ninguna palabra. Quiss asintió entusiasta.

—¡Sí! —exclamó, mientras continuaba sacudiendo afirmativamente la cabeza.

El ayudante también sacudió la cabeza.

—No —dijo, y encogiéndose de hombros desapareció dentro del castillo.

Desde algún lugar distante, por debajo de las ruinas, oyeron el graznido entrecortado de una voz familiar.

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