Sé de corazón de león; ten arrogancia
y no te cuides de lo que se agite o conspire contra tí.
Macbeth no será nunca vencido hasta
que el gran bosque de Birnam suba marchando
para combatirle a la alta colina de Dunsinane.
Shakespeare, Macbeth, acto 4, escena 1
Domingo, 29 de marzo (madrugada del sábado al domingo)
Tenía los bigotes más rígidos que nunca; tanto, que una mosca podría haber caminado por ellos igual que un convicto sobre la plancha de un barco pirata. Sólo que no hay mosca que sobreviva dentro de una cámara frigorífica a treinta grados bajo cero: y tampoco Néstor Chaffino, jefe de cocina, repostero famoso por su maestría con el chocolate fondant, el dueño de aquel bigote rubio y congelado. Y así habrían de encontrarlo horas más tarde: con los ojos muy abiertos y atónitos, pero aún con cierta dignidad en el porte; las uñas garfas arañando la puerta, es cierto, pero conservaba en cambio el paño de cocina colgado de las cintas del delantal, aunque uno no esté para coqueterías cuando la puerta de una cámara Westinghouse del año 80, dos metros por uno y medio, acaba de cerrarse automáticamente a sus espaldas con un clac.
Y clac es el último sonido exterior que uno percibe antes de admirarse de su pésima suerte, carajo, no puede ser, porque la incredulidad siempre antecede al miedo, y luego: Dios mío, pero si esto no me ha ocurrido nunca, a pesar de que ya se lo habían advertido los guardeses de la casa antes de marcharse y a pesar también de que hay un aviso en tres idiomas en un lugar muy visible de la cocina sobre la conveniencia de no olvidar algunas aburridas precauciones, como levantar el pestillo para evitar que la puerta de la cámara se cierre por descuido. Nunca se puede estar seguro del todo con estos aparatos antiguos. «Pero por amor de Cristo, si no habré tardado más de dos minutos, o tres a lo sumo, en apilar mis diez cajas de trufas de chocolate heladas.» Y sin embargo la puerta ha hecho clac, no cabe duda. Clac, la fastidiaste, Néstor. Clac, ¿y ahora qué? Mira el reloj: las agujas fosforescentes marcan las cuatro de la mañana, clac, y ahí está él, completamente a oscuras, dentro de la gran cámara frigorífica de esta casa de veraneo, ahora casi vacía después de una fiesta en la que quizá han desfilado una treintena de invitados… Pero pensemos, pensemos, por todos los diablos -se dice-, ¿quiénes son las personas que se han quedado a pasar la noche?
Vamos a ver: están los dueños de la casa, naturalmente. También Serafín Tous, ese viejo amigo de la pareja que llegó a última hora. Da la casualidad de que Néstor lo había conocido semanas atrás, aunque muy brevemente, eso sí. Luego están los dos empleados de su empresa de comidas a domicilio La Morera y el Muérdago a los que había pedido que se quedaran para ayudarle a recoger al día siguiente: Carlos García, su buen amigo, y también el chico nuevo (Néstor nunca acierta a la primera con su nombre). ¿Karel? ¿Karol? Sí, Karel, ese muchacho culturista checo tan despierto para todo, que lo mismo bate claras a punto de nieve que descarga cien cajas de coca-cola sin un jadeo, mientras tararea Lágrimas negras, un son caribeño, pero con demasiado acento de Bratislava.
¿Cuál de ellos escuchará sus gritos, atenderá a sus golpes contra la puerta, a las repetidas patadas, bang, bang, que retumban dentro de su cabeza como otras tantas patadas en el cerebro? Carajo, no puede ser, en treinta años de profesión ni un accidente, pero qué ironías. ¿Quién lo iba a decir, de pronto tantas calamidades juntas, Néstor? Unos meses antes te descubren un cáncer de pulmón y al poco tiempo, cuando más o menos has asimilado la terrible noticia, resulta que te quedas encerrado a oscuras en un frigorífico. Dios santo, morir de cáncer es una desgracia, pero al fin y al cabo le ocurre más o menos a una quinta parte de la humanidad; perecer congelado en la Costa del Sol, en cambio, es simplemente una idiotez.
Calma, no va a pasar nada. Néstor sabe que la tecnología americana, incluso la más antigua, lo tiene todo previsto. En alguna parte, quizá cerca del marco de la puerta, debe de haber un dispositivo de emergencia que, seguro, segurísimo, hace sonar un timbre en la cocina y entonces alguien lo oirá; ante todo hay que mantenerse tranquilo y pensar. ¿Cuánto puede resistir un hombre vestido con una chaquetilla blanca y pantalones de algodón a cuadritos a treinta grados bajo cero? Más de lo que uno imagina, coraje, viejo, y la mano tantea con bastante serenidad (dadas las circunstancias) pared arriba, pared abajo, ¡hacia la derecha no!, cuidado, Néstor.
Sus dedos acaban de tropezar con algo gélido y fino. Santa Madonna, en las cámaras frigoríficas siempre hay bichos muertos, liebres, conejos de hirsutos bigotes…
De pronto, estúpidamente, Néstor piensa en el dueño de casa, el señor Teldi, y entonces lo evoca, no como lo ha visto hace unas horas, sino en el recuerdo, veinte o veinticinco años atrás. Claro que el famoso bigote de Ernesto Teldi no era en aquella época (ni tampoco ahora) escaso y largo como el de una liebre, sino recortado, muy suave, parecido al de Errol Flynn. Y ese bigote ni siquiera se había curvado un milímetro al verlo en el salón la primera vez, indiferencia total; pero es lógico, un caballero como Teldi no tiene por qué fijarse en el servicio doméstico, menos aún recordar a un jefe de cocina al que sólo había visto en una ocasión hacía ya un siglo, allá por los años 70, una tarde de tantas y tan terribles emociones.
La mano de Néstor recorre un tramo más de pared. Ahora un poco a la izquierda… pero siempre procurando no alejarse del cerco de la puerta… por aquí, por aquí debe de estar el botón salvavidas: los gringos, ya se sabe, son racionales para estas cosas: jamás situarían el dispositivo de seguridad en un lugar difícil de encontrar. Vamos a ver… pero la mano, de pronto, se hunde en un abismo aún más negro, o al menos eso parece, y es entonces cuando Néstor decide dejar la búsqueda metódica para volver a los golpes: seis… siete… ocho(cientas) mil patadas contra la puerta tozuda. Virgen de Loreto, santa Madonna de los Donados, María Goretti y don Bosco… Por favor, que alguien despierte y decida bajar a la cocina a buscar algo, tal vez un insomne, o una insomne, Adela quizá; sí, por Dios, que venga Adela.
Adela es la mujer de Teldi. «Qué cruel resulta el paso del tiempo en los rostros bellos», se dice Néstor, porque en los momentos terribles los pensamientos a veces se escapan hacia lo completamente banal. Adela tendría unos treinta años cuando él la conoció en Sudamérica; una piel tan suave la suya… Néstor estira la mano… y ¡coño!, otra vez las malditas liebres muertas. Están allí, son ellas, con sus cuerpos peludos, con sus dientecillos blancos que refulgen en la oscuridad ignorando las leyes de los fuegos fatuos, pero ¿y Adela…?
No. Ella tampoco pareció reconocerlo cuando se encontraron para ultimar detalles, aunque Adela Teldi sí tenía razones para acordarse de él. Se habían visto en varias ocasiones, precisamente en casa de la dama, claro que eso sucedió hace muchos años; más de una vez lo había sorprendido departiendo con Antonio Reig, el cocinero de la familia, allá en su lejana casa de Buenos Aires, «¡Ah! Néstor, de nuevo usted por aquí», le decía, o más escuetamente: «Buenas tardes, Néstor.» Y siempre lo llamaba por su nombre de pila; sí, eso solía decirle Adela Teldi en aquel entonces: «Buenas tardes, Néstor», e incluso añadía a veces un «¿cómo le va? ¿Bien?», antes de desaparecer de la cocina, dejando tras de sí un aroma inconfundible de Eau de Patou mientras los dos cocineros seguían charlando, traficando rumores sobre ella, como es lógico incluso entre personas muy discretas: resulta irresistible hablar de alguien que acaba de esfumarse dejando un rastro tan delicioso.
Ahora es un sonido exterior el que logra que Néstor se yerga. Juraría haber oído un ruido al otro lado de la puerta. Para alguien acostumbrado a todos los sonidos de una cocina no cabe duda: se trata del chorro de un sifón de seltz, sólo que hace años que en ninguna casa hay una botella de sifón y, de todos modos, un sonido tan quedo jamás atravesaría la puerta blindada de una cámara frigorífica. Santa Gemma Galgani, beata María todopoderosa -suplica- no permitas que el frío enturbie mi pensamiento, nada de disparates ni alucinaciones, necesito estar sereno para encontrar el dichoso timbre que ha de salvarme; si ésta no fuese una casa de veraneo fuera de temporada, seguro que habría luz dentro de esta maldita cámara y nada de todo esto estaría pasándome.
Pero ya se sabe, una bombilla fundida no preocupa a nadie cuando, a lo largo de todo el año, sólo habitan la casa una pareja de viejos guardeses que se limitan a comprobar con desgana que no han entrado ladrones. La gente es cada vez más descuidada e ineficaz en su trabajo, una verdadera irresponsabilidad, piensa Néstor. Pero, vamos, él no puede permitir que el frío ni el pánico enturbien sus pensamientos. Tiene que seguir tanteando, a ciegas; el timbre no puede estar muy lejos, eso es seguro; la existencia del botón salvador ya no depende de la desidia de unos guardeses perezosos, sino de la moderna técnica americana, que jamás se permitiría fabricar una cámara en la que uno pudiera morir congelado como un sorbete… Y otra vez el sonido de sifón que Néstor descarta de inmediato pues le parece totalmente imposible, aunque a la vez le trae el recuerdo de un local de Madrid en el que aún hoy funcionan estos artilugios, así como muchos otros juguetitos: autómatas que expenden bolitas de chicle, viejas máquinas registradoras, gramolas que emiten canciones juveniles de los años cincuenta o sesenta… Entretenimientos antiguos al servicio de adultos caprichosos y muchachos guapísimos -porque todos los jóvenes que hay en esos bares son criaturas hermosas- acompañados siempre de caballeros complacientes, encantados de ofrecerles refrescos de frutas con sifón… Pero todas esas cosas es mejor callarlas, el silencio y la discreción han sido siempre su política. Refrescos de frutas con sifón -piensa Néstor-, la bebida favorita de Serafín Tous, ese caballero viudo tan respetable que casi derrama toda la copa de jerez en sus pantalones al encontrarse cara a cara con Néstor. No, no, nadie tiene por qué saber lo que él ha descubierto. Mucho menos Adela o Ernesto Teldi: los amigos íntimos invariablemente desconocen lo más importante con respecto a sus amistades, ésa es la verdad. No como tú, mi viejo -piensa entonces-, que conoces tantos detalles ocultos sobre Serafín y sobre casi todo el mundo -añade-; pero es natural, después de treinta años de profesión y en lugares tan distintos, uno oye cosas. El saber es poder, cree Néstor, pero sólo si jamás llega a utilizarse. Mejor aún: siempre que uno se mantenga en la sombra escuchando y callando, algo que resulta muy fácil para él, pues nadie presta atención al servicio doméstico, y menos a un profesional de la cocina que aborrece los chismorreos. Sin embargo, las noticias igual continúan llegando hasta los fogones, se mezclan con los merengues y son densas como guirlaches.
Serafín… qué nombre de pila tan bien escogido el suyo -piensa Néstor, recordando de pronto cuando conoció al señor Tous y luego su segundo encuentro, y ambas situaciones le hacen sonreír, aunque vaya momento para pensar en bobadas, pero lo cierto es que no puede evitarlo: la providencia tiene un extraño sentido del humor, Se-ra-fín nada menos… es como si el destino hubiera previsto que este caballero de aspecto inofensivo acabaría sus días rodeado de querubines.
Una risa. Al otro lado de la puerta se oye nítida una risa. Imposible. Se está engañando, se trata sólo del frío que ahora se le cuela por los oídos, la boca, la nariz, y la sensación se parece demasiado a un taladro finísimo que intenta penetrar cada uno de los orificios del cuerpo, trepanar su cerebro para dormirle una a una todas las neuronas. Y lo que menos necesita Néstor en estos momentos son neuronas narcotizadas por el frío, así se muere la gente en la montaña: sedada por las bajas temperaturas, con una sonrisa estúpida en la cara… -piensa-. No, tonto, no se trata de una sonrisa, sino de una mueca, eso lo sabe todo el mundo. Pero qué más da, dentro de poco en vez de razonar con cordura, comenzará a disparatar de modo irremediable.
Basta. Pensemos otra vez con un poco de método: ¿quién más hay en la casa que pueda auxiliarme? Está mi ayudante, Carlos García, un chico realmente fuera de lo común; y luego Karel o Karol, como rayos se llame, ah, y también Chloe, su novia, que se empeñó en acompañarnos por si hacía falta más personal. Cualquiera de ellos serviría, alguien tiene que aparecer dentro de muy pocos minutos, porque Néstor cree -está seguro- que, con tanto golpe, en algún momento ha tenido que presionar el botón de alarma, que Dios bendiga la técnica Westinghouse. Sí, en uno de sus tantos manotazos contra la pared ha debido de acertar con el timbre salvador, sólo es cuestión de tiempo y la puerta se abrirá; pero mientras tanto, algo tendrá que hacer para que no se le congelen las neuronas y cometa una locura. Uno hace verdaderas cretinadas cuando no puede pensar correctamente. Néstor lo ha visto en un documental por televisión: se da el caso de exploradores que en el mismísimo Polo se desprenden de todas sus ropas y salen corriendo igual que Dios los trajo al mundo como orates en el desierto. Ojo, ojo con las tonterías, Néstor, nada de desnudarte, menos aún alejarte de la puerta; es imprescindible que permanezcas golpeando y desgañitándote junto a ella; no puedes distanciarte ni unos centímetros, pues la oscuridad es traicionera, se desorienta uno con toda facilidad y ya no sabe dónde está la salida y dónde el fondo de esta cámara negra; ni una tregua, ni un milímetro, Néstor. Pero el problema es el frío que le entra por la boca y por la nariz, también por los oídos… Eso es lo que lo matará, se volverá loco, santa Madonna de Alejandría. Mira el reloj. La esfera luminosa marca las cuatro y cuarto. Qué lento, pero qué lento pasa el tiempo. Entonces es cuando se le ocurre taponarse los orificios del cuerpo, todos… bueno, la nariz no, claro, eso no es posible, pero sí los oídos, por ejemplo. ¿Con qué? Con lo único que tiene a mano: con papel, ¿de tu libreta negra, Néstor? Naturalmente que de la libreta negra, cazzo imbécil. ¿Y destrozar así tan irrepetible colección de postres variados, postres de todos los países, de las casas más importantes de Europa y, lo que es aún peor, destruir tan prolija (y secreta) relación de…? Ésa es la mejor señal de que se te están congelando las neuronas, viejo imbécil, ¿qué carajo importa todo eso ahora? Y Néstor extrae del bolsillo interior de su chaquetilla blanca una gruesa libreta con cubierta de hule: taponar el frío, aguantar un poco más y todo saldrá bien, es una intuición, y a él jamás le han fallado las intuiciones. Un ruido al otro lado de la puerta y otro más, ¡es el timbre Westinghouse que ha funcionado!, por fin alguien lo ha oído y pronto abrirá, está salvado. Vaya pendejada quedarse solo en la cocina hasta tan tarde; vaya pendejada no tomar precauciones cuando uno entra en una vieja cámara frigorífica y en casa ajena. Pero ya está, ya está, la puerta está a punto de abrirse… clac. Otra vez clac.
Menos mal, justo cuando el frío le hacía pensar (y temer) más estupideces que nunca.
Fue Karel, el amigo checo, quien lo encontró, pero mucho más tarde, hacia las siete menos cuarto de la mañana.
Karel Pligh tenía por costumbre levantarse al amanecer, a pesar de que los horarios españoles, y en especial la hora de irse a la cama, le parecían obscenos (owsenos, solía pronunciar cuando se ponía nervioso, y entonces el acento checo lo traicionaba más de lo normal). «Es obsceno, Néstor, te lo aseguro -decía-; resulta pésimo acostarse tan tarde, no da tiempo a descansar.»Para alguien como Karel resultaba muy difícil cambiar las rutinas madrugadoras de tantos años, olvidar, por ejemplo, la disciplina aprendida en Moscú, donde había pasado parte de su infancia, primero en un campamento de pioneros y luego en el cuartel de Lefortovo, al sureste de la ciudad, formando parte de la gran familia militar, como tantos otros jóvenes de los países satélites con un talento especial para los deportes. Y en Lefortovo él era conocido como Karel 4563-C, una gran promesa en la modalidad de halterofilia, la futura estrella del Este, elegido por la fortuna (y también por el Comité de Hermandad Checo-Soviético Julio Fuchik) para brillar altísimo en los Juegos Olímpicos de Atlanta que habrían de celebrarse diez años más tarde, el mismo mes en el que él cumpliría los dieciocho años.
Sin embargo, muchas cosas no previstas iban a suceder antes de que llegara el ansiado mes de julio de 1996: la más importante fue la caída del muro de Berlín en el 89, un suceso histórico que, en un primer momento, impidió a Karel regresar a su país (al fin y al cabo, una inversión deportiva en un atleta siempre es una inversión, aunque se trate de un desinteresado intercambio entre dos pueblos hermanos como el checo y el soviético). Pero curiosamente, muy pocos meses más tarde, cuando los rusos comenzaron a tener prioridades más urgentes que ganar medallas olímpicas, estuvieron encantados con la idea de recortar gastos y, así, no sólo permitieron, sino que amablemente conminaron a Karel y a otros deportistas polacos, checos y rumanos a volver a sus países. Karel no tenía más que doce años cuando regresó a Praga a comienzos de los noventa, y por eso, una vez allí, le había resultado fácil reencaminar su vocación de levantador de pesas hacia otra más acorde con los tiempos que se avecinaban. «Culturista», así lo llamaban, al parecer, en la Europa occidental, y según contaban sus nuevos camaradas de la Sportovní Skola de Praga, en los países capitalistas había importantes concursos y premios a los bíceps más perfectos o a las pantorrillas de estatua griega. Y existía también la posibilidad de que su foto saliera en revistas especializadas, que pagaban muy decentemente, esplwéndidamente incluso, aunque, según decían sus amigos de la Sportovní Skola, aspirantes a culturistas como él, eran pocos los que lograban vivir de ello, y los que lo conseguían, vivían muy mal.
Pero aun así, pensaban todos aquellos muchachos soñadores, ¿qué puede haber más hermoso en este mundo que cultivar un cuerpo perfecto?
Para Karel sólo había otra cosa comparable: cultivar los mágicos sonidos de una garganta humana. Y también a eso iba a dedicar el joven Karlícek sus afanes adolescentes, antes de abandonar definitivamente su patria.
Todo comenzó durante un postrero y fraternal abrazo entre los pueblos de Checoslovaquia y Cuba (Anno Lenini 1990), cuando Karel fue invitado a competir por la medalla juvenil José Martí en la XX Edición de la Espartaqueada, una contienda deportiva de gran interés revolucionario que ese año se celebró en Camagüey. Y fue allí, entre los camaradas de la Tierra más Hermosa (o sea, Cuba), donde Karel sucumbió a los compases de la música latina, sones, cha-cha-chas, boleros y congas, a la tierna edad de catorce años. Hasta tal punto fue presa de su embrujo que, desde el mismo día de su regreso a la Sportovní Skola en Praga, su máxima aspiración ya no fue ser levantador de pesas, ni siquiera culturista, sino llegar a formar parte algún día de un magnífico conjunto de son cubano muy reputado en toda la Europa oriental que respondía (y aún responde) al nombre de Los Bongoseros de Bratislava.
Lamentablemente (el destino casi nunca es esclavo de nuestros deseos), la música debía esperar. Pasaron otros cuatro o cinco años; 1991, 1992, 1993, 1994,1995… Y, poco después, le llegó la oportunidad de emigrar a Occidente. Primero, a Alemania, un hábitat natural para todo checo; pero las cosas allí no eran fáciles. De modo que Karel voló un poco más al sur, a Francia (complicado también), y luego aún más al sur, hasta que cayó en España, donde no encontró trabajo como culturista, ni mucho menos como cantante de cha-cha-chas, por lo que tuvo que acomodarse a ser chico para todo y mensajero con moto en una empresa de camareros y cocineros de alquiler llamada La Morera y el Muérdago.
Sin embargo, ciertas fijaciones de la primera adolescencia jamás se olvidan. Y por eso es de reseñar que, aquella mañana, a muchos kilómetros de Bratislava, y aún más de Camagüey, Cuba, cuando Karel abandonó su habitación en casa de los Teldi para bajar a la cocina y abrir la cámara frigorífica en busca de un poco de helado Häagen Dazs con el que reponerse del madrugón intemperante, lo hizo todo al compás del conocido aire El son montuno.
El son se le congeló en los labios, pues dentro de la cámara estaba Néstor, con los ojos muy abiertos, mientras la mano izquierda parecía aún arañar la puerta. En la derecha sostenía un retazo de papel. Pero no fue esto lo que llamó la atención de Karel: había cosas mucho más urgentes que hacer, como comprobar si su amigo había fallecido o si existía alguna esperanza de reanimarlo.
Largos años de adiestramiento militar, el mismo que recibieron en la antigua Unión Soviética todos los deportistas de élite, son muy útiles en estas circunstancias. Cada alumno aprende cómo se ha de actuar ante los distintos tipos de accidente. En cuanto a los casos de congelación, por ejemplo, Karel Pligh sabía que a veces no se produce la muerte, sino una especie de letargo o hibernación del que es relativamente sencillo recuperar a un accidentado, y a ello dedicó sus afanes durante unos buenos diez minutos, después de arrastrar a Néstor fuera de la cámara. Primero bombeó el corazón con una presión de puños conocida como la maniobra Boris, luego ensayó el boca a boca, y no cejó hasta la undécima o duodécima tentativa de reanimación. Fue en ese momento cuando reparó en el pedazo de papel que Néstor llevaba en la mano derecha.
Si grande era la formación de Karel en materia de primeros auxilios, su cultura televisiva o cinematográfica, en cambio, era casi nula. De no ser así, habría sabido, como todo el mundo, que no hay que tocar nada en el lugar de un accidente: «… cuidado, amigo, deje las cosas como están hasta que llegue la policía…», «…atención, que todo, e incluso lo más insignificante, puede esconder un dato, una pista…». Éstas suelen ser las cautelas habituales. Para Karel, en cambio, una vez muerto Néstor, lo único urgente era alertar a los otros huéspedes de la casa. Por eso, sin darle mayor importancia, estiró distraídamente el trozo de papel que sobresalía del puño cerrado del cocinero. Estaba rasgado ahí donde los dedos se habían hecho fuertes y sólo mostraba jirones de una lista de postres de este modo:
especialmente delicioso de café capuchi
bien admite baño de mousse con frambue
lo cual evita que el merengu
no es lo mismo que chocolate heladc
sino limón frappé
Pobre Néstor, pobre, pobre amigo, pensó Karel, al que impresionaba comprobar cómo a la muerte le gusta irrumpir en la vida de los más abnegados cuando están en el ejercicio de su amada vocación. Hasta el último aliento, todo un chef -se dijo, mientras lo despojaba del papel-. Ya continuación, hizo otro tanto con el trapo de cocina que llevaba colgado de la cintura: pequeños detalles personales que la muerte convertía en más personales aún. Lo más respetuoso, pensó, era procurar que estos objetos también tuvieran un merecido descanso ahora que su dueño dormía el sueño eterno. Así, con gran cariño (y también con cierta dificultad), Karel Pligh logró doblar el congelado paño. En cuanto a la lista de postres que llevaba el difunto en la mano, consideró que lo correcto sería guardarla en un libro de cocina. Muy bien, allí sobre la encimera de mármol podía verse la Fisiología del gusto, de Brillat-Savarin, la biblia de Néstor Chaffino, que lo había acompañado a lo largo de treinta sólidos años de profesión. Karel introdujo el papel entre las páginas del Savarin, luego puso el trapo de cocina doblado sobre el libro y lo dejó todo en una ordenada pila. Sólo entonces Karel se acercó otra vez a la puerta de la cámara frigorífica.
Con la ayuda de la luz exterior, inmediatamente pudo descubrir el botón de alarma que tanto había buscado Néstor. Lo pulsó. Ni un ring. Habría que recurrir a otro método para alertar al resto de la casa. Tocar el timbre de la puerta de servicio, por ejemplo, pero Karel ya no confiaba en los sonidos eléctricos. Un buen grito sería mucho más eficaz. Y eso hizo Karel Pligh: gritar, y gritó tan fuerte como se lo permitieron sus bien entrenados pulmones.
Cinco personas oyeron el grito de Karel Pligh tan temprano en la mañana de aquel 29 de marzo.
Serafín Tous, un amigo de la familia
Un grito viril, cuando uno no ha logrado pegar ojo hasta las claras del día, puede tener un efecto estrafalario: Serafín Tous lo confundió con la sirena de una usina y, siendo como era un respetable magistrado independiente sin relación alguna con la industria, dio media vuelta en la cama e intentó volver a atrapar el tardío sueño que una noche de insomnio salvaje le limosneaba.
Había pasado horas de angustia pensando en ¿Néstor? Así se llamaba aquel tipo, según su amiga Adela; el nombre no le sonaba en absoluto, pero sus bigotes eran inconfundibles, aunque sólo los hubiera visto, y muy brevemente, en dos ocasiones: la peor de todas (hacía unas tres semanas) en un club llamado Nuevo Bachelino. Y como siempre que recordaba aquel discreto local -que descubriera al pasar, por pura casualidad, sin buscarlo en absoluto, Dios lo sabía muy bien-, Serafín Tous dirigió todos sus pensamientos hacia su esposa muerta. Nora -se dijo, e incluso pronunció el nombre en voz alta, pues el sonido de esas cuatro letras solía tener para él un efecto sedante-. Nora, querida, por qué tuviste que dejarme tan pronto.
Mil veces a lo largo de toda esa noche terrible en casa de los Teldi, que ahora estaba a punto de terminar, Serafín Tous había vuelto a repetirse lo mismo: que, de no haber muerto Nora, él jamás habría soñado siquiera con entrar en un establecimiento de las características del Nuevo Bachelino. Entonces nunca habría visto asomar por la puerta de la cocina los bigotes de ese cocinero chismoso; tampoco habría llegado a escuchar su conversación con el dueño del local (se comportaban como dos antiguos compañeros en el negocio de bares y restaurantes). Y si no se hubieran visto y él no hubiera reparado en esos bigotes, ahora podría estar durmiendo tranquilamente en vez de sufrir los efectos de este terrible insomnio.
05.31, clic… 05.32, clic… Mientras Serafín padecía, su reloj despertador -un modelo bastante antiguo- marcaba la hora con números cuadrados y fosforescentes que caían como las hojas de un calendario. Minuto a minuto. Igual que la gota de agua en un refinado martirio chino.
¡Cuarenta y tres años! Cuarenta y tres largos años, si no exactamente de felicidad, sí al menos de paz. Eso es lo que Nora le había regalado: más de media vida juntos, sin hijos con los que compartir afectos, sin niños alrededor, sin sobrinos, ni adolescentes. Una larguísima tregua de vida perfectamente adulta, que se extendía desde sus lejanos años de estudiante, cuando, para pagarse los estudios de Derecho, había ejercido de profesor de piano en el colegio de los padres Escolapios, hasta la tarde en que Néstor lo había sorprendido en el Nuevo Bachelino. En otras palabras, cuarenta y tres años de perfecta respetabilidad que lo redimían de cualquier mal paso, pues se estiraban desde la última vez que vio los ojos azules y el pelo cortado al cepillo de aquel niño inolvidable (¿dónde estaría?, ¿en qué se habría convertido su cuerpecito demasiado menudo para sus catorce años, y aquellas rodillas de vello tan rubio?) hasta el mismo momento, maldito fuera, en el que la puerta del club secreto cedió.
La sala en la que le hicieron entrar después de una breve bienvenida y algunas preguntas por parte del dueño del local olía a goma de borrar y a polvo de tiza. Tal vez existieran en el Nuevo Bachelino otras estancias equipadas de diferente manera. Serafín, de reojo, había creído distinguir una a su izquierda, decorada con una gramola americana y una fuente de soda, pero la habitación a la que lo acompañaron se parecía más a una aula de colegio, y de veras que olía a tiza y a goma de borrar, también a virutas de lápices de colores. Además -y esto era lo peor-, había allí un piano apoyado contra la pared más alejada de la puerta. No pudo evitarlo. Se acercó al instrumento e incluso cometió la temeridad de levantar la tapa para acariciar sus teclas, tan suaves, como si alguien las hubiera estado tocando ininterrumpidamente durante los últimos cuarenta y tres años. Dios mío, tantos mundos dormidos que creía muertos para siempre, pero no muertos del todo, pues ahí se encontraba él ahora, en una salita del Bachelino, acariciando un piano mientras se miraban las caras con el dueño del local que, para colmo, tenía todo el aspecto de un profesor de arte y manualidades.
– Venga, venga por aquí, señor. Creo que antes que nada debería echar un vistazo a nuestros álbumes de fotos. Los chicos han trabajado muy duro este año para confeccionarlos, ya verá qué bonitos han quedado.
… el aula escolar que olía a lápices de colores… el piano… y el hombre aquel que hablaba y hablaba con dos grandes volúmenes de cuero rojo en la mano.
– Estamos orgullosos de nuestros chicos, mire esto, se lo ruego y sin reparos, ¿eh?, nada de preocupaciones. Aquí todo es legal, todos nuestros muchachos son mayores de edad. Se lo aseguro.
Dentro de los álbumes, colocadas como si fueran antiguas fotos de estudiantes aplicados, Serafín Tous pudo admirar una amplia colección de caras adolescentes: chicos rubios, mulatos, jovencitos de sonrisa ancha y aparato en los dientes para fingir menos edad de la que realmente tenían.
– Tómese su tiempo, señor -decía el profesor de arte y manualidades-, todo el que necesite, los chicos y yo no tenemos prisa.
Más fotos de muchachotes vivaces, algunos con pantalón a media rodilla, como los que usaban los escolares cuando él daba sus clases de piano, muchas décadas atrás, poco antes de refugiarse para siempre en los amores (y los dineros) de Nora.
– ¿Qué le parece, señor? ¿Prefiere quedarse solo unos momentos? Se piensa mejor en silencio. Yo aprovecharé mientras tanto para hablar unos minutos con un amigo, un colega que ha venido hoy de visita, y vuelvo en seguida.
Con la calma que produce la soledad y pasando hojas y más fotos, Serafín pudo detenerse en otras muchas instantáneas de jovencitos. Algunos llevaban atuendos de gimnasia muy blancos; había tres o cuatro vestidos de exploradores y luego dio un repaso a ciertas imágenes en las que aparecían chavales fornidos con la cara sucia y aspecto de comandos; rostros y más rostros, hasta que el chasquido de la puerta casi le hizo cerrar el volumen de un golpe: era el regreso del profesor de arte y manualidades.
– No se apresure, señor, siga usted. ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Un zumo de frutas a la antigua, con agua de seltz, tal vez? Ya verá qué bien lo preparamos aquí, igual que entonces…
Y de pronto, igual que entonces, allí estaba aquella cara. Bueno, quizá no fuera idéntica a la que él había amado. Serafín echó el cuerpo hacia atrás, parecía imposible, pero ¿cómo resistirse a esos ojos de mirar tan claro y a ese pelo rubio cortado al cepillo? En la foto no podían apreciarse las manos, aunque Serafín estaba seguro de que sus dedos serían tan nerviosos como aquellos que una vez se entrelazaron con los suyos sobre el teclado mientras él les enseñaba a tocar una sencilla sonata… Lo que había sucedido después, y que se repitió muchas veces a lo largo de todo un año de perdición, prefería no recordarlo. Serafín negó con la cabeza, no, no. Hay recuerdos muy bien embotellados que jamás deberían destaparse.
– Vamos a ver, señor, permítame, por favor. ¿De modo que se interesa usted por Julián? -oyó que decía el dueño del establecimiento-. Muy bien, claro que sí. Voy a llamarlo.
Y desapareció antes de que Serafín pudiera decir nada.
Sólo tomaremos una copa juntos, se prometió mientras aguardaba, y desde quién sabe qué oscuro recoveco de su subconsciente le surgió la necesidad de mordisquearse una uña, la del dedo índice. ¿Qué habría pensado su mujer si pudiera verlo? Te lo juro, Nora, la tranquilizó mentalmente, sólo serán un par de refrescos. Yo me tomaré un zumo de frutas con seltz, como los de antes, y él una coca-cola, supongo.
Y así fue. Había invitado a un muchacho a tomar un refresco, pero no pasó nada más. Aquel tipo de los bigotes puntiagudos, Néstor o como demonios se llamara, no tenía pues ningún derecho a espiarlo desde la puerta de la cocina como si él fuera un delincuente o algo peor. Serafín Tous no tenía nada que reprocharse.
Pero ¿y si ahora que habían vuelto a coincidir, al cocinero le daba por comentar su visita al Nuevo Bachelino? ¿Y si al tal Néstor se le ocurría contárselo a Ernesto o a Adela, por ejemplo, o a cualquiera de sus amistades? Es triste, pero en esta vida acaban por no importar nada los hechos en sí -se dijo Serafín Tous-, lo único que importa es cómo la gente los cuenta luego, y nunca lo hace del modo más generoso, me temo.
… 06.05, clic… 06.06, clic… Cada caída de los números en el reloj era como un aviso o una advertencia de que el tiempo avanzaba hacia el momento en el que no tendría más remedio que enfrentarse de nuevo con esa cara odiosa de bigotes en punta. Cocinero chismoso, qué gremio infame el de aquellos que están entre los fogones; me recuerdan tanto a las cucarachas -pensó Serafín, con un asco que era ajeno a su forma de ser, habitualmente amable-. Esos tipos son como insectos que se cuelan por las rendijas y están en todas partes, van de casa en casa con total impunidad trayendo y llevando mugre, por eso acaban sabiéndolo todo sobre las intimidades ajenas.
… Sólo nos tomamos un refresco con seltz y una coca-cola el muchacho y yo, Nora. Te lo juro por los cuarenta y tres años en que fuimos felices, debes creerme. En todo este tiempo, mi vida ha sido otra. Lejos de la música que tanto amaba, lejos del recuerdo de unos dedos infantiles sobre las teclas… porque no he vuelto a tocar el piano desde entonces. Tú cambiaste mi vida, tesoro, y yo te dejé hacerlo. Estábamos tan seguros, Nora, en un mundo de adultos, donde nada turba y donde un hombre hecho y derecho tiene poquísimas posibilidades de toparse con un muchachito de pantalón de franela y pelo cortado al cepillo. Pero Serafín se detiene: ¿Qué dices, Nora querida?, ¿te refieres a esa visita que hice el otro día a una echadora de cartas, a la famosa madame Longstaffe? Por favor, no pensarás que yo busco… te equivocas, te juro que te equivocas; el problema es que estoy tan solo… Mira -añade, y su tono ya no suena a disculpa-: no es mi intención hacerte reproches, querida; en realidad debería de estar muy agradecido por estos años de paz que me regalaste. Pero dime: con la infinidad de personas desagradables que hay en este mundo, con la cantidad de tipos odiosos que estarían mucho mejor muertos y enterrados, ¿por qué tuviste que morir tú, y tan pronto, amor mío?
Chloe Trías, la acompañante
También Chloe oyó el grito de Karel proveniente de la cocina, pero como la niña pequeña que aún era, sólo se sobresaltó unos segundos. Luego, estiró la mano hacia el lado de la cama en el que debería de estar el cuerpo de su novio y no encontró a Karel Pligh, pero sí, en cambio, una mano familiar que desde hacía muchos años acompañaba sus horas de sueño. Entonces dio media vuelta y volvió a dormirse; su pelo castaño cortado a lo paje le tapó la cara.
Así, medio dormida, no aparentaba los veintidós años que estaba a punto de cumplir, y mucho menos cuando se acurrucaba junto a aquella mano invisible que no era, en realidad, más que un promontorio en las sábanas. En otras ocasiones se trataba de la esquina de una colcha o la funda de su almohada, pero qué importancia tenía: el algodón o el lino fácilmente se convierten en tacto humano cuando alguien anhela tanto que así sea. Y con la mano imaginaria de su hermano Eddie entre las suyas, Chloe volvió a caer en el más profundo e inocente de los letargos, como si aún fuera noche oscura.
Algunas veces, como esa misma madrugada del 29 de marzo en casa de los Teldi, soñaba que Eddie venía a buscarla para dar un paseo juntos por el País de Nunca Jamás. Pero Nunca Jamás ha cambiado mucho desde los tiempos de Peter Pan y Wendy, de Mr. Smee y el capitán Garfio: nada de cocodrilos que hacen tic-tac ni de piratas que roban bebés perdidos, no. En la actualidad, esta isla-refugio para niños que no desean crecer ofrece a sus visitantes paisajes imprevistos, como si los viajeros, antes de aterrizar, se hubieran tomado una droga poco amable. Es cierto que sus costas aún conservan la forma de una calavera, es decir, se trata del mismo islote perdido en el tiempo al que Chloe accedía volando tras la sombra de su hermano cuando era pequeña. Y sin embargo, desde hacía un tiempo, más concretamente desde que había conocido a Karel y a Néstor Chaffino, un viento traicionero lograba desviarla de su rumbo de modo que nunca sabía adónde podía llegar.
Un segundo grito de Karel Pligh pidiendo auxilio desde la cocina acabó de estropearlo todo.
Los gritos reales que alcanzan a colarse dentro del mundo de los sueños tienen la dudosa cualidad de desvirtuarlos. A veces, logran incluso que, hasta las más pacíficas ensoñaciones se vuelvan pesadillas; de ahí que aquel segundo grito, aunque no llegó a despertar a Chloe, le trajo un montón de recuerdos que ella habría preferido no remover. Se tapó aún más la cara con el pelo, deseando espantar tanto mal sueño y, por un momento, el truco funcionó: ahora era un recuerdo bastante inofensivo de su infancia el que se le aparecía, una escena intrascendente. Al menos en su comienzo: «… Pero querida -decía una voz-, qué nombres tan extraordinarios habéis elegido para vuestros hijos. ¿De modo que Edipo y Chloe? Una extravagancia más de tu caro sposo, supongo. Los psiquiatras tienen ideas que al principio pueden ser graciosas, pero más tarde, cuando se hagan adultos, imagínate: ¿dónde va esta pobre criatura llamándose Edipo? Menos mal que a tu caro sposo no le dio por ponerle Electra o algo así a la niña…»
Amalia Rossi, más conocida por Carosposo, era una de esas vecinas a través de las cuales un niño -una niña- consigue descubrir los peores secretos de su familia. Desde que Chloe tenía memoria, siempre había estado metida en casa de los Trías: una mujer gorda, rubia, bastante mayor que su madre, divorciada tres veces, la última, de un actor italiano de quien había conservado el apellido y también una forma irritante de hablar de las cosas más serias.
Fue precisamente ella, maldita bruja, la que algunos años más tarde se la había llevado a un aparte en el fondo de su jardín italiano para contarle que su hermano Eddie acababa de morir. Y ahora de pronto, entre los sueños de Chloe, se cuela cada detalle de la escena: Amalia Rossi pasándole tres dedos llenos de sortijas por su pelo castaño, que se le enganchaban en cada caricia, y ella, que no sentía nada, se había puesto a arrancar hojas y más hojas al seto de boj mientras pensaba: no es verdad, no es verdad, quiero marcharme de aquí… que alguien me ayude.
Por fin el sueño permite que aquella mano infame se transforme, de pronto, en otra muy querida que de un tirón logra sacarla del jardín italiano y se la lleva volando, volando hasta Nunca Jamás, o a cualquier otra parte, importa un pito adonde: lo que importa es escapar.
Venga, Chloe, vuela conmigo otro ratito, dice la mano, y allá abajo, en el jardín, parece quedarse la voz de Carosposo, sofocada en sus propias y horribles palabras de conmiseración, como una boa constrictor muy miope que, al no tener cerca una víctima, acaba por estrangularse ella misma con su formidable abrazo. Vuela alto, Chloe, ven, mucho más alto.
De este modo, cuando volaba en sueños junto a su hermano, llegaba a creer que todo era mentira. Mentira lo ocurrido el 19 de febrero de hacía siete años. Mentira que Eddie hubiera tomado prestada la Suzuki 1100 de su padre para probarla en una recta de la carretera de A Coruña. Y mentira, más mentira que ninguna otra, que hubiera perdido el control de la moto en una curva, con tan mala suerte que allí estaba esperándole el mojón del kilómetro 22. Veintidós, como los años que él tenía, como los que Chloe estaba a punto de cumplir. Eddie, en cambio, igual que Peter Pan, ya nunca sería ni un minuto más viejo: eternamente joven, siempre idéntico a una foto que Chloe lleva consigo desde el día en que murió, aunque no la mira jamás; está bien llevar retratos de los muertos, pero es mejor no mirarlos, duelen demasiado.
Por un momento cree ver la foto de Eddie sobre la mesilla de noche. No es posible. Debe de ser su imaginación; está guardada como siempre, en su mochila, oculta en una cajita de cuero rojo, revuelta entre su ropa de deporte y los compacts de Led Zeppelin o Pearl Jam. Chloe no la saca jamás de su estuche, pero conoce cada detalle; ella misma le hizo esa foto mientras los dos reían: Eddie, tan guapo, fotografiado la mañana del 19 de febrero, sólo un rato antes de que saliera para no volver. Cada rasgo de su hermano, tan parecido a los suyos, está fijo en su memoria: sólo los ojos son distintos, los de Eddie muy negros, los de ella azules, pero el resto, su pelo corto, es del mismo color que el de Chloe, también los labios y el perfil de la cara. Todo esto recuerda la niña del último día, así como la ropa, ese mono de cuero negro de su padre y que él usaba enfundado sólo hasta la cintura. Sorprende un muchacho de facciones sensibles, casi femeninas, disfrazado de motero, y por eso los dos se habían reído tanto aquella mañana.
– ¿Adonde crees que vas, Eddie?
A su hermano nunca le habían gustado las motos (tampoco ninguna otra cosa que tuviera que ver con su padre, y sin embargo ese día…).
Éstas son las razones por las que Chloe prefiere no mirar la foto de su hermano. Además, afortunadamente, guarda en su memoria otras imágenes que reflejan mejor la verdadera personalidad de Eddie, como cuando selo imagina muy serio chupando la punta de un lápiz. Y si piensa un poco más, el recuerdo se amplía como una película en cinemascope. Entonces aparece Eddie escribiendo algo en uno de esos ordenadores antiguos, el pelo corto en la nuca y los ojos tan vivos que le brillan cada vez que habla de su tema favorito: la literatura.
– ¿Estás escribiendo una novela, Eddie? ¿Qué es, una historia de aventuras y de amores y también de crímenes, verdad?
Pero Eddie no le permitía ver su trabajo.
– Ahora no, Clo-clo, ya leerás otra historia que escribiré más adelante, te lo prometo.
(Chloe odia que la llamen así: suena a nombre de gallina, pero Eddie es su hermano, él puede llamarla como quiera, incluso Clo-clo.)-… algún día te dejaré leer lo que escriba, esto no, es basura, todavía me queda mucho camino por recorrer. El problema -dice, y chupa la punta de un lápiz como si fuera un conjuro- es que uno necesita, antes que nada, encontrar una buena historia que contar.
– Venga, Eddie, seguro que a ti se te ocurre algo buenísimo, buenísimo de verdad…
Y él se pasa una y otra vez la mano por el pelo como si de ahí esperara extraer un secreto, la clave o llave de una buena historia: una y otra vez hasta llegar a impacientarse.
– Bah, no sirve de nada estrujarse las meninges, Clo, imagino que para encontrar una gran historia no habrá más remedio que quemar muchas experiencias, emborracharse, tirarse a mil tías, cometer un asesinato, qué sé yo, vivir a doscientos por hora, y sentir el miedo a morir. Pero todo es cuestión de tiempo, algún día lo conseguiré, Clo, ya verás, te lo prometo…
– ¿Y qué pasa si a un escritor como tú no le sucede nada interesante? -le había preguntado Chloe; porque cuando uno tiene trece o catorce años aún, necesita de alguien con mucha paciencia a quien bombardear con las mil preguntas retóricas de la infancia: ¿y si ocurre esto…?, ¿y si no sucede lo otro…?-. ¿Y si no puedes tirarte a mil tías ni sentir el miedo de vivir a doscientos por hora? ¿Y si no te gusta emborracharte y tampoco te atreves a cometer un asesinato, Eddie?
– Entonces no me quedará más remedio que robarle su historia a otro -había respondido su hermano, cansado de tanto interrogatorio estúpido.
Nunca más habían hablado del tema. Entre todas las experiencias deseadas, Eddie conoció al menos una: la de verse cara a cara con el miedo a 200 por hora. Ojalá no lo hubiera visto nunca, porque allí estaba el mojón de piedra del kilómetro 22 de la carretera de A Coruña esperándolo para siempre jamás, para Nunca Jamás.
«Ven, Chloe, vuela conmigo otro ratito, un poco más alto aún, volvamos a soñar una vez más.» Pero…
Un tumulto de voces que no pertenecen a su sueño, sino que vienen de la escalera, le hace soltar de golpe la mano de Eddie. ¿Qué coño pasa? Joder.
A Eddie no le habría gustado nada oírle hablar así. Tampoco habría aprobado su nuevo corte de pelo a lo paje con la nuca rapada, ni su forma de vestir ni, por supuesto, habría tenido una alta opinión del piercing que se había hecho en la lengua y el labio inferior, menos aún el que luce en el pezón izquierdo (eso, sin mencionar los tatuajes). No, no le habrían gustado ni estas ni tantas otras cosas de esta nueva Chloe que ya tiene cerca de 22 años como él. Pero Él se ha ido. La ha dejado sola con su padre psiquiatra y su madre indiferente… Se ha ido y viene sólo de vez en cuando a darle la mano para escapar por la ventana los dos juntos, aunque aquellos paseos nocturnos no son más que un sueño, para qué engañarse. La isla de Nunca Jamás no existe. Ésa es una historia para niños pequeños, y estúpidos, además. Lo único cierto es que Eddie murió hace siete años y que el mundo sigue sin él.
Pero entonces: ¿qué hace ahora el retrato de su hermano sobre la mesilla de noche? Chloe Trías está segura de no haberlo sacado de su estuche rojo, nunca lo hace, y sin embargo allí está Eddie, mirándola con una sonrisa igual a la que ella ensaya tantas veces ante el espejo para parecérsele. Silencioso Eddie enfundado en el mono de cuero de su padre hasta medio cuerpo y las mangas atadas a la cintura como si fuera Jorge Martínez Aspar, sonriente, sin saber que pocos minutos más tarde ya estaría muerto.
«Cuéntame una historia, Eddie, no te vayas, quédate conmigo», tendría que haberle dicho aquella tarde, pero no dijo nada, y Eddie se había montado sobre la1100 para ir en busca de historias, porque sólo tenía veintidós años y aún no le había sucedido nada digno de ser contado.
– ¿Y si pasa el tiempo y cuando seas viejo tampoco te ha ocurrido nada que valga la pena convertir en literatura, Eddie?
– Entonces, Clo-clo, no me quedará más remedio que matar a alguien o robarle su historia -dijo, y ya no volvió más.
Se oye otro tumulto de voces en la escalera y mucho ruido. Chloe decide levantarse de la cama para ver qué sucede, pero lo hace muy despacio. Total, para qué las prisas -piensa-, nunca pasa nada. Y es la pura verdad. Desde aquel 19 de febrero hasta ahora no pasaba nada. Nada en absoluto, joder.
Ernesto Teldi, el dueño de casa
Uno se acostumbra a todo, dicen. Llega incluso a acostumbrarse a las pesadillas si éstas son lo suficientemente pertinaces y se repiten una y otra vez a lo largo de veinte años. O tal vez las suyas duraran incluso más que eso: de 1976 a 1998 van veintidós años, una vida entera.
Por eso, el grito de Karel Pligh desde la cocina no despertó a Ernesto Teldi, sino que se unió limpiamente con los otros gritos que formaban sus sueños, uno más entre tantos, ni siquiera el más desgarrador.
Igual que había aprendido a convivir con sus pesadillas, Ernesto Teldi sabía que el acoso cesaba en el mismo momento en el que lograba despertar: una contrapartida generosa en realidad -noches turbulentas a cambio de una vigilia serena-; y así había sido siempre: durante el tiempo en que vivió en Argentina, cuando era joven, y también al regresar definitivamente a Europa, hacía de esto varios años. Ni una sola vez en todo ese tiempo le había molestado un pensamiento desagradable, tampoco un sobresalto, ni siquiera ahora que regresaba a Buenos Aires con mucha frecuencia por nuevos asuntos de negocios. De este modo, entre viaje y viaje, se enteró de que varias personas con fantasmas similares a los suyos habían acabado por hablar. Algunos escribían libros y otros -como un militar calvo y sudoroso de nombre Serenghetti o algo parecido, al que Teldi vio una tarde por casualidad en televisión cuando se encontraba en el hotel Plaza- elegían hacer confesión pública en programas de televisión de máxima audiencia. A Ernesto Teldi le pareció que el tipo tenía el aspecto de un gran perro sharpei con muchos pliegues de carne color canela en forma de papadas, y dejaba colgar la cabezota calva mientras explicaba al entrevistador que lo más terrible para él era caminar por la calle «… porque entonces, ¿vio?, uno no puede evitar fijarse en la cara de los jóvenes».
Eso dijo, y se pasó una gorda mano temblorosa por la boca de perro, como si quisiera evitar que todo aquello saliera de sus labios.
– Mire, le voy a explicar. Resulta -continuó haciendo un esfuerzo- que va uno, así no más, paseando tranquilamente por la calle Corrientes, pongamos, y de pronto se da cuenta de que no puede mirar a alguien de menos de veinticinco años sin pensar: ¿será este pibe o esa chica rubia tan divina uno de aquéllos? Tienen justo la edad, ¿vio?… -Y Serenghetti en este punto había hecho una pausa para volverse hacia el entrevistador que lo miraba con un asco de lo más profesional y televisivo antes de continuar-. Entonces -dijo, e inmediatamente empezó a tutearlo, como quien busca en vano un poco de complicidad- te acordás de lo que le hiciste a sus padres, que en aquella época eran tan chiquilines como lo son ahora sus hijos, y oís los motores del Hércules que ahogan sus gritos aunque no llegan a apagarlos del todo, no del todo, como tampoco podes olvidar sus ojos terribles que ahora parecen mirarte desde cada una de esas caras jóvenes que pasean por la calle Corrientes o Posadas o 25 de Mayo, qué sé yo. ¿Te das cuenta? Ellos te miran y vos intentas pensar con un poco de cordura, ¿pero qué van a saber esos ojos? Estos chicos no saben nada, no eran más que bebés cuando fuimos repartiéndolos por ahí, y para mí que fue una idea humanitaria, ¿viste? Pobres muchachos, ahora, por lo menos, tienen otros padres que los quieren y que los criaron y los mandaron a la escuela y les limpiaron las ñatas consolándolos cuando, en los primeros meses, alguna noche llamaban a su verdadera mamá. Pero su verdadera mamá -continúa Serenghetti con un jadeo ronco de su nariz sharpei- estaba en el fondo del río con varios metros de agua color mugre por encima; y ahí sigue, bien en el fondo, bien muerta mientras vos caminas por la calle Corrientes y crees reconocer sus ojos en la mirada de cada uno de esos chicos que pasan.
Y Serenghetti también se sonó la ñata después de contar todo aquello en el programa de televisión de máxima audiencia. Hubo un silencio. Algunas toses. El entrevistador entonces aprovechó el clímax para despedir la transmisión con una mezcla de pena y repugnancia muy impact show, y el tipo aquel debió de irse a casa pensando que ya podría vivir más tranquilo después de su confesión pública. Porque con toda seguridad, mucha gente lo despreciaría después de lo que acababa de contar, pero ya lo despreciaban desde antes de conocer exactamente la verdad. Ahora, en cambio, quizá hubiera unos cuantos que llegaran a compadecerlo, ¿por qué no?; en el alma de cada uno siempre hay una zona oscura que se siente muy reconfortada al descubrir que en el mundo se cometen canalladas tanto más grandes que las nuestras.
Ernesto Teldi, en cambio, no pensaba así en absoluto. Tampoco la confesión entró nunca dentro de sus planes, porque al fin y al cabo, ¿qué tenía él que confesar?, nada, lo suyo había sido algo muy distinto, sólo un pequeño arreglo comercial, y no duró más que una noche. Nadie podía decir que él hubiera colaborado con los militares, nada tuvo que ver con los milicos de mierda. Su único pecado -si así podía llamarse- fue haber mantenido cordiales y frías relaciones con el teniente de la guarnición local más cercana al pueblito de Don Torcuato. Se conocían desde hacía tiempo, casi desde que Teldi llegó a Argentina. Minelli se dirigía a él como «el gallego Teldi», y no sin respeto. Por otro lado, a Ernesto, el teniente le parecía un buen tipo que una noche, sólo una, allá por el año 76 debió de ser, muy al principio de la era de los milicos, le pidió un favor: quería que le prestara su avioneta.
Teldi no sabía más. Al menos en aquel momento.
– Mire, Teldi -le había dicho Minelli-, lo mejor es que no pregunte nada, ¿usté es contrabandista, no?, hace la ruta del tabaco desde Colonia hasta un campito de aquí al lado; bueno, muy bien, un negocio tan próspero no tiene por qué estropearse, y a nosotros nos importa un carajo lo que usté haga. La cosa es así: yo miro para otro lado y usté no hace preguntas, ¿tamos?
Y el gallego Teldi no las hizo, porque en aquella época nadie hacía preguntas.
O las hacía muy bajito como cuando dos o tres años más tarde y muy poco a poco, empezaron a correr por los pueblos ribereños rumores sobre aviones que iban llenos cuando sobrevolaban aquella zona del Río de la Plata, pero que siempre volvían vacíos. Y también se hablaba de cosas que pasaban y de gritos que se oían en la noche, aunque todo eso era mejor olvidarlo, o al menos hundirlo en el subconsciente para que no molestara demasiado, porque lo cierto es que Minelli fue un buen tipo que cumplió su palabra y siempre miró para otro lado en el asunto del contrabando. Él, por tanto, también cumplió su parte del trato: no hizo preguntas.
Por eso ahora Ernesto Teldi podía pasearse tranquilamente por la calle Corrientes o Posadas o 25 de Mayo sin miedo alguno, porque no había hecho preguntas y tampoco las hizo cuando todo aquello terminó, cuando abandonado el asunto de los cigarrillos y ya muy rico, vivió diez años en Buenos Aires dedicado al negocio del arte. Era mucho mejor así.
Sin embargo, dos años después del episodio con Minelli, cuando todavía se dedicaba al contrabando, hubo una noche en que sucedió algo. Curioso realmente, falso sin duda, imaginaciones suyas lo más probable, pero lo cierto es que en una ocasión, como en tantas otras en las que cruzaba el río en su avioneta hacia Colonia, le pareció oír un grito salido de las aguas y luego otro y otro más. Bobadas, no podía ser, no se oye nada con el ruido de los motores, menos aún volando a esa altura. Miró hacia abajo. Las negras aguas del río estaban tan silenciosas como siempre, ni un movimiento, ni una señal de vida. «Imposible», se dijo, encendió un cigarrillo para espantar otras brumas y no pensó más. Pero lo cierto es que desde ese día aquellos gritos se le habían instalado en sus sueños. Y allí continuaban veintidós años más tarde, muy generosos en realidad, pues no lo molestaban nunca durante las horas de vigilia, limitándose tan sólo a invadir sus sueños. Y uno aprende a convivir con todo, afortunadamente, hasta con los fantasmas.
Fue por esta razón que el grito de Karel, aquella mañana desde la cocina de su casa de vacaciones, no le pareció más que otro de los muchos que poblaban su sueño, y Ernesto Teldi no despertó hasta que Adela vino a buscarlo desde el dormitorio contiguo. Su mujer lo sacudió tantas veces que al fin tuvo que abrir los ojos, unos ojos dormidos que apenas distinguían entre el sueño y la realidad, porque inmediatamente se fueron a posar en una carta que había en la mesilla. Y allí estaba: un sobre grueso dirigido «Al gallego Teldi» con trazos escritos en tinta verde, que había llegado por correo, sin remite, la noche anterior. Ernesto, antes de mirar a Adela, mira largamente aquellos papeles que, en buena lógica, deberían pertenecer al mundo del sueño. «Coño, sigue aquí -piensa-, había llegado a creer que esa carta no era más que otra maldita pesadilla.»
Adela Teldi, la perfecta anfitriona
Cuando la señora Teldi oyó el grito de Karel Pligh, inmediatamente pensó que había ocurrido algo irreparable. Claro que si era irreparable, ¿para qué apresurarse? Adela no saltó de la cama ni salió al pasillo dando voces. Siempre le había sorprendido ese extraño resorte que empuja a las personas a correr cuando se enteran de lo irremediable: un enfermo en el hospital cuyo encefalograma marca una línea inequívocamente plana… un niño ahogado que flota en el mar… y, al conocer la noticia, todos corren como si, con su apresuramiento, pudieran ganarle la mano a la muerte y rebobinar la película tan sólo unos minutos. Porque entonces el encefalograma delator aún mostraría una raya de esperanza… y el niño estaría a salvo en lo alto de los acantilados, segundos antes de burlar para siempre la vigilancia de su madre que ahora corre, vuela y se desvive hacia un cuerpecito que sabe roto para siempre.
Desde la noche anterior, Adela sabía que algo iba a suceder. No tenía ningún dato para adivinarlo, salvo un extraño picor en los dedos. By the pricking of my thumbs something wicked this way comes… Adela no era gran lectora de las tragedias de Shakespeare, pero en cambio le había sido muy fiel a Agatha Christie en una época de su vida: «por el picor de mis pulgares adivino que se avecina algo perverso». Buena novela aquélla y tan cierto, además, ese dato sobre el presagio de los pulgares; a ella le sucedía siempre ante la inminencia de una desgracia. Claro que Shakespeare y, por tanto, también Agatha Christie atribuían esa clarividencia sólo a brujas muy malvadas, pero qué importa, se dijo, la vida no es como las obras de ficción en las que los papeles que cada personaje ha de interpretar son fijos e intransferibles. En la vida real, en cambio, tarde o temprano te toca representar todos los papeles. A veces eres la víctima. Otras el héroe. Luego el intrigante. Más tarde el comparsa… Y así hasta completar el reparto.
Ahora, Adela, es tu turno de representar la bruja -se dijo mirándose al espejo-. Y a juzgar por su aspecto, era la pura verdad. Cincuenta y dos años de arrugar los ojos de un modo encantador. Más de medio siglo de desplegar la más perfecta de las dentaduras en una sonrisa franca. También el sol de mil playas. Algo de whisky. Muchísimas noches de sueño escaso (amén, claro está, de innumerables adversidades personales que ella sobrellevaba ejerciendo la camusiana filosofía de la indiferencia). Todo esto era suficiente para justificar el deplorable aspecto de Hécate que ahora se reflejaba en el espejo de su cuarto de baño. Adela pasó una mano lenta por tan devastadora visión, bajó luego por el cuello hasta llegar al pecho y entonces decidió ponerse una de sus batas, la más fina y suave. No tenía intención de vestirse, sino de falsificar lo mejor posible su apariencia, de modo que, cuando saliera corriendo al pasillo o bajara las escaleras para acudir al grito de Karel, su aspecto fingiera el de una mujer madura, aún de muy buen ver, sorprendida, oh, en un casual pero artero desaliño. Se cepilló levemente el pelo, luego acercó sus azules ojos miopes para verse mejor y distraídamente paseó tres dedos por los pómulos y otro por la línea del cuello como quien busca algo… pero su cuerpo necesitaba tantas veloces y sutiles reparaciones para improvisar el efecto deseado, que en esa ocasión el roce no la hizo evocar, como otras veces, los besos de aquel muchacho que, en las últimas dos semanas, tanto habían estremecido su mundo.
Y sin embargo, todas las caricias de Carlos García estaban ahí, profundamente impresas en su piel, en sus sienes, y también en los poco favorecedores surcos que (a pesar de la maestría de su cirujano plástico) flanqueaban la comisura de los labios. Del mismo modo que un ciclón deja huella de su paso sobre las rocas más duras, e igual que el contorno de una playa jamás vuelve a ser el mismo una vez que lo ha sacudido un tornado, otro tanto le había ocurrido a la cara de Adela: después de la llegada de aquella pasión, su rostro era el mismo de siempre y, a la vez, otro muy distinto.
Por amor del cielo, Adelita -se dijo, ya que gracias a la vieja canción de Nat King Cole había aprendido a reírse de sí misma y de ese nombre de pila que tan poco cuadraba con su personalidad-. Por amor del cielo, querida, cualquiera diría que este chico es tu primer amante. Y se rió. El espejo, entonces, bastante amable, le devolvió la imagen de una sonrisa aún muy bella. Vamos, Adela -añadió-, una veterana como tú, cuya hoja de servicios, si es que la vida amorosa puede compararse con una carrera militar (y qué mejor comparación), dejaría admirado hasta al bueno de Nat King Cole; mira que convulsionarte de este modo ante la aparición de un muchacho que muy bien podría ser tu hijo. Pero lo cierto es que una convulsión, precisamente, era lo que le había producido su encuentro con Carlos, algo arrasador, de-vas-ta-dor, podría haber dicho, si ella no fuera tan contraria a expresiones teatrales. Sí, sí, devastador al punto de haber borrado hasta el último vestigio de otras pasiones pretéritas. Todas habían desaparecido, y por más que rebuscara en el espejo, le resultaba imposible descubrir sobre su carne de mujer de mundo ni el más pequeño recordatorio de otros amores, ni siquiera de los más escandalosos. Amores secretos, uno incluso muy cruel, y más tarde aventuras cortas, pasionales, entretenimientos varios: toda huella había quedado borrada. Ahora, al mirarse en el espejo, Adela tan sólo era capaz de evocar, como si su cuerpo fuera un territorio nunca explorado, el temblor de una mano inexperta, levemente húmeda, con ese olor azucarado de las pieles muy jóvenes. Nada más.
Adela Teldi se entretuvo en observar la pequeña cavidad que se encuentra en la base del cuello. Seguramente un beso habría depositado allí parte de los perfumes que el amor regala. Le pareció un cuenco frágil y arrugado, carne de bruja Hécate, piel vieja, como lo era toda la que cubría su cuerpo; pero extrañamente, a aquel muchacho nunca había parecido desagradarle su textura, ni siquiera la tarde en la que se conocieron.
En realidad todo había comenzado de una forma inusual. Ella, en una de sus visitas a Madrid, decide llamar a una empresa de cáterin que le habían recomendado, para que organizase una fiesta con amigos en su casa de campo. Sin embargo, al llegar al local de La Morera y el Muérdago, descubre con fastidio que el dueño, un tal señor Chaffino, no está, y no le queda más remedio que despachar con el encargado. Y todo transcurre muy bien; él es un chico joven muy agradable y diligente: los dos comienzan a hablar de budines de brócoli, luego comentan la conveniencia de tal o cual vino, detalles sobre ensaladas de queso en pasta bric, con su vino correspondiente, claro está, ¿y qué tal quedaría servir una carne en hojaldre?, ¿o mejor pescado?, y otra mención a los vinos… hasta que Adela se da cuenta de que, de tanto hablar de comida, empieza a sentir un hambre terrible, o una sed espantosa, o las dos cosas a la vez, y entonces se le había ocurrido preguntarle a aquel muchacho tan simpático si no habría por ahí cerca «un lugar agradable en donde tomarnos algo y seguir hablando de todos estos detalles… perdona, chico, he olvidado tu nombre… ¿cómo dijiste que te llamabas?».
Y Carlos, después de repetirle su nombre, había sugerido acercarse a Embassy, que estaba a un paso, y una vez allí, pidieron dos zumos de tomate y también unos sándwiches de pollo, mientras seguían hablando de comida, decidiendo si era mejor poner en el buffet dos lubinas, o un salmón y una lubina, no, no, sin duda una lubina con salsa tártara, además del salmón con eneldo… Y la charla continuó con otros sándwiches de Embassy, ahora de trucha ahumada, que son deliciosos, y de ahí más y más conversación, siempre de corte profesional, tanto que, incluso una vez que ya habían abandonado el establecimiento y subían por la calle hacia la plaza Colón, se dieron cuenta de que aún no habían llegado al tema de los postres.
Por eso no tuvieron más remedio que alargar la conversación. Debían de tener ciertos apetitos muy poco saciados, porque si no… ¿Cómo se explica que de pronto se encaminaran hacia el hotel Fénix para tomar una última copa?
En el bar del hotel los zumos de tomate se volvieron bloody marys (no uno, sino tres, con mucho vodka) y Adela ya no mira el reloj, porque qué más da, que sea lo que Dios quiera. A paseo la hora en que debía reunirse con su marido… A paseo los preparativos culinarios para la fiesta en su casa cerca de la Costa del Sol con más de treinta invitados; a paseo todo, porque Adela ya no recordaba a esas alturas cómo demonios había acabado en una habitación del hotel Fénix quitándose las medias sentada sobre la cama, sin poder evitar dedicarle un recuerdo a la película El graduado. Y más concretamente a Anne Bancroft, que ya le había parecido una actriz muy entrada en años cuando la vio por primera vez en aquella película de fines de los sesenta, casi una anciana, y lo que son las cosas, ahí estaba ella ahora, igual que la Bancroft, en la habitación de un hotel extraño ante un muchachito que la observa con una expresión difícil de descifrar, mientras ella se despoja de sus Wolford negras… primero una pierna… luego la otra: Coo-coo cuchoo Mrs. Robinson, Jesus loves you more than you would know… y su muchachito allí mirándola, mucho más guapo que Dustin Hoffman, dónde va a parar, y quizá aún más joven, pues Adela duda de que su graduado tenga más de veintidós años, veintitrés a lo sumo.
Una finísima raya bajo los párpados con un lápiz negro ante el espejo de su tocador devuelve a la mirada de Adela una cierta profundidad. Si ahora se pone una capa de polvos, el efecto será inmejorable sin que parezca que se ha maquillado en absoluto: muy bien, ya casi está. ¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que oyó el grito de Karel Pligh? No más de cinco minutos. Los recuerdos atropellados se proyectan a cámara rápida y ocupan muy poco espacio, aunque es posible que hayan transcurrido diez o doce minutos, porque de pronto, la señora Teldi oye un segundo grito. ¿Y si proviniese de la habitación de su marido? Ernesto Teldi grita en sueños con frecuencia. Son esas pesadillas que ella sabe que forman parte de un pasado del que conoce todos los detalles pero del que nunca hablan. Como tampoco hablan de otro episodio, aún más doloroso para Adela, que tuvo lugar a los pocos años de que Ernesto y ella, un joven matrimonio de Madrid, se instalaran en Argentina. ¿Cuándo sucedió aquello, en 1981, quizá en el 82? Adela ha intentado olvidarlo, pero sólo consigue equivocarse en las fechas, nada más. «Si Adelita se fuera con otro», canta de pronto, estúpidamente. Los ojos en el espejo delatan una fiebre que es rara en ellos, pues es difícil que su dueña les permita tal debilidad. Control, control ante todo, como el que ha llevado siempre durante más de diecisiete años; en concreto, desde el día en que murió su hermana Soledad.
Si Adelita se fuera… pero Adelita nunca se fue con otro. Ése sería su castigo. Ése, y la certeza de que el precio de una buena reputación es siempre el silencio. O la muerte. Vamos, querida, demasiado melodramático este último pensamiento -se dice, mientras dedica un vistazo final a brazos y manos, concluyendo así la fabricación de su fingido aspecto informal y madrugador-. Demasiado melodramático e improbable que una muerte solucione tus problemas pasados y presentes. Imposible a pesar del extraño picor que sientes en los pulgares, mi querida Hécate. Y ahora date prisa, tampoco se puede retrasar mucho más el momento de averiguar qué es lo que ha sucedido ahí abajo… aunque antes, vaya por Dios, casi se me olvida, tendré que entrar en la habitación de al lado para avisar a Ernesto, y me apuesto la vida a que duerme como un tronco.
Carlos García, el camarero
El grito de Karel desde la cocina llegó también hasta la habitación de servicio en la que dormía Carlos García, en la parte alta de la casa, pero él no lo confundió con la sirena de una usina, como había hecho Serafín Tous. Tampoco lo ignoró, como hizo la pequeña Chloe, ni pensó que era parte de una pesadilla, al modo de Ernesto Teldi. Carlos García, tal como había hecho Adela un piso más abajo, saltó de la cama en cuanto oyó las voces, sólo que, en vez de demorarse en afeites matutinos, se detuvo apenas un instante en comprobar -una reacción instintiva- que un hueco profundo en su almohada marcaba aún el lugar en el que otra cabeza había reposado junto a la suya.
No recordaba el momento en el que Adela Teldi había abandonado su habitación, debió de ser hacía ya mucho, seguramente antes del amanecer, pero… vamos, pronto, rápido, el grito de Karel sonaba muy apremiante, era mejor no entretenerse ahora, y bajar cuanto antes a ver qué pasaba.
Y así lo hizo.
No había nadie en la cocina, salvo Karel y el cuerpo de Néstor tendido en el suelo. La estancia parecía tan ordenada, ningún indicio sobre lo que podía haber sucedido, y Carlos, sin hacer preguntas, se arrodilló un instante junto a su amigo muerto. No lo hizo con dolor, tampoco con incredulidad, sino más bien con extrañeza, porque había algo de impersonal en toda la escena, como si el cadáver de Néstor no hubiera sido nunca Néstor. Un amigo muerto no se parece al amigo que fue, y todos los muertos son idénticos entre sí. ¿Quién era el autor de aquella observación tan acertada? Carlos recordaba haberla leído en alguna parte. Pero bueno, en cualquier caso, no era éste el momento para intentar recordarlo.
En cambio, en los largos minutos de gracia que provee la confusión, antes de que la cocina se llenara de voces y únicamente con la inmóvil presencia de Karel, quien, una vez cumplida su misión de dar la voz de alarma, parecía haberse convertido en un muñeco de ventrílocuo a la espera de nuevos impulsos o instrucciones para moverse, Carlos García sí tuvo tiempo de rememorar muchas escenas relacionadas con su amigo muerto. Y los recuerdos pronto lo llevaron a revivir tantas cosas, situaciones que habían vivido juntos, confidencias, risas, pequeños misterios y algún presagio, empezando por la visita que el cocinero y él habían hecho a cierta adivina apenas dos semanas antes. Sí, quizá allí comenzó toda esta historia que habría de conducir a la muerte de Néstor.
Un loro o quizá un papagayo de plumas rojas y azules, pecho verde y cola muy apolillada los miró con un ojo. El otro, también estrábico, apuntaba al cielo raso y se perdía en un rincón del techo milagrosamente desprovisto de todo adorno y fruslería.
Cerraron la puerta de calle. Nadie les había franqueado la entrada, pero un cartel que indicaba «Pasen y esperen turno en el saloncito aguamarina, muchas gracias» señalaba hacia la segunda puerta de la derecha. Entonces entraron, saludaron a las tres personas que ocupaban la habitación y se dispusieron a esperar con la paciencia propia de quien acude a este tipo de cita.
Al cabo de un rato no muy largo, Carlos García miró a Néstor como diciendo: ¿tú crees que se puede coger un periódico de este… revistero? Y los bigotes de su amigo, que entonaban divinamente con la decoración de aquella casa, dijeron «Claro». Sin embargo, Carlos encogió la mano justo antes de que ésta se introdujera en un falso maletín de cirujano hecho en escayola policromada del que sobresalía -además de un par de revistas del corazón y algunos periódicos- la cabeza de un tribuno romano, y prefirió echar primero un vistazo a todo cuanto lo rodeaba.
Había oído hablar de que las casas de los adivinos eran por fuerza extravagantes. Las había, sin duda, de ambiente chino con farolillos de colores y símbolos yin y yang hasta en los azulejos del cuarto de baño. También era de suponer que los santeros cubanos, tan afamados últimamente, cultivarían una decoración del tipo anuncio de Ron Bacardí, es decir, mucho bongó mezclado con Babalú-ayés y Changos o santa Bárbara bendita entre una profusión de caracoles marinos; pero la casa de madame Longstaffe, famosa vidente brasilera, de la sin par ciudad de Bahía, superaba todo lo imaginable: daban ganas de salir corriendo.
– ¿Nos vamos?
– Cazzo Carlitos -dijo Néstor, ya que cazzo era su palabra favorita y Carlos aún estaba por averiguar si el apelativo era cariñoso o puramente despectivo, pues su maestro lo usaba en todas las situaciones-. Cazzo Carlitos, tú te has emperrado en venir y de aquí no nos movemos.
Además del original revistero en forma de maletín de cirujano, en esta segunda estancia o salita de espera en la que ahora se encontraban, el motivo de decoración más aterrador era un perrito maltes blanco disecado, en lo alto de una columna de alabastro. Pero a nadie parecía espantarle. A ninguno de los otros clientes que esperaban turno junto a ellos: a una elegante dama que ocupaba el sofá de la derecha (raído aubusson con almohadoncitos indios); a un rastafari que se limpiaba las uñas con una navaja, apoyado en un biombo japonés; tampoco a otra mujer, nerviosa, con gafas de sol y mucho afán por pasar inadvertida, que se había sentado frente a la ventana para que el contraluz la siluetease como a Fedora, en la película de Billy Wilder. A nadie parecía sorprenderle la presencia de aquel perrito momificado sobre una columna. El animal, según pudo observar Carlos, tenía las orejas alerta, la diminuta lengua colorada colgando como en una sonrisa y en un lado de la columna podía verse una placa de bronce que lo explicaba todo: «Adorado Fru-Fru: siempre estarás en mis pensamientos; día y noche recordaré el repiqueteo de tus patitas tras mis pasos cansados.»
– Vámonos -volvió a repetir Carlos, con toda la vehemencia de sus veintiún años y también, dicho sea en honor a la verdad, con cierta supersticiosa cautela por lo que allí podría desvelarse de su persona y de su futuro. Pero al fin y al cabo, ¿para qué si no le había rogado a Néstor que lo acompañara a casa de una vidente? Su amigo tenía razón.
– Cazzo idiota, tú has querido venir aquí con tus fantasías de amores y aquí te quedas, no haberme dado tanto la lata estos últimos días mientras trabajábamos en La Morera y el Muérdago.
Es cierto que los fogones son buenos aliados de las confidencias. Que ante un caldero de almíbar hirviente en el que flotan, quién sabe, flores de azahar o también trozos de calabaza y cosas así, uno acaba desvelando a un amigo o maestro sus más secretas intimidades, tal como haría un joven bardo en presencia de un druida. Pero ni Carlos García -pésimo estudiante de primero de Derecho y ahora camarero por horas- era un joven bardo, ni La Morera y el Muérdago era la verde tierra de los celtas, sino una distinguida empresita de cáterin, propiedad de Néstor Chaffino. «Servimos comidas a domicilio y de negocios», rezaba la tarjeta de publicidad. «También organizamos fiestas, cócteles y demás actos sociales; somos especialistas en postres. Venga a vernos y compare». En cuanto a Néstor, él tal vez sí se pareciera algo a un druida: no en el aspecto físico precisamente, pues un cocinero ítalo-argentino de bigotes rubios y afilados en realidad no guarda muchos puntos en común con Panoramix; pero en cambio, tenía una manera casi taumatúrgica de revolver los calderos que invitaba a las confidencias.
Y fue quizá por eso que, a lo largo de una tarde de invierno, mientras le ayudaba a preparar grandes cantidades de almíbar o maceraba guindas en coñac para los afamados postres de la casa, Carlos, poco a poco, había empezado a contarle su secreto.
La confesión comenzó del modo más banal y de ella tuvo la culpa un afán algo filosófico de Carlos que le hacía reflexionar sobre cosas en las que nadie piensa y, menos un camarero por horas, alguien con un trabajo tan frenético que nunca tiene tiempo para detenerse en observaciones ociosas.
¿O quizá sí?
– Te digo que lo tengo muy experimentado, Néstor. Cuando eres camarero descubres de pronto que las personas no tienen cabeza -le confesó mientras ambos mataban el tiempo con tareas preparatorias, a la espera de algún cliente-. No me malinterpretes: no es que un buen día empieces a pensar que la gente está toda chiflada (aunque también) -rió-, sino que, al estar en pleno lío sirviendo copas, sólo te fijas en detalles de la gente, y ya no te parecen personas, sino trozos de personas.
– Alcánzame el coñac, Carletto -le interrumpió Néstor-, y no te comas las guindas.
Pero Carlos, que era abstemio, acababa de descubrir el efecto mágico de las guindas al coñac: invitan aún más a las confidencias que revolver calderos.
Entonces Carlos explicó a su amigo cómo, desde que había empezado a trabajar con él en La Morera y el Muérdago, había descubierto una nueva visión del mundo, aquella que se aprecia con una bandeja llena de vasos en la mano. Y en esta situación, dijo, resulta que las personas carecen de rostro; no, no te rías, es verdad: al servir, tú no miras a los ojos a los consumidores de whisky con soda ni a los bebedores de zumo de pomelo, sino que los reconoces por otras cosas. Porque cuando vas por ahí procurando atender a unos y a otros, toda esa muchedumbre ruidosa que evoluciona a tu alrededor sólo puede personalizarse por rasgos muy específicos de su cuerpo, ¿me comprendes? Néstor dijo que no comprendía un corno y Carlos tuvo que hacer un esfuerzo para explicar algo que sólo aquellos que se mueven entre masas de individuos llegan a entender en toda su dimensión.
– Lo que quiero decir, si me prestas un poco de atención en vez de mirarme como a un chiflado, es que, por muy importantes que sean esas personas a las que estás atendiendo, cuando piensas en ellas no recuerdas sus caras, ni siquiera sus nombres, aunque se trate de una estrella de cine o de un ministro. Al final, resulta que los acabas distinguiendo por un detalle insignificante. Un diente de oro, una cicatriz mal disimulada que revela una afición desmedida por la cirugía plástica, qué sé yo… a veces una joya, un viejo camafeo, cosas que te saltan a la vista sin tú desearlo; y si vuelves a ver a esas personas en la calle, no reconoces sus rostros, no, pero seguro que dices: «Mira, ahí va la dama de los dedos artríticos y uñas color sangre que sólo bebe vodkas con limón… ¿Y ese gordo con una verruga en el cuello?, ¡ah, sí!, es aquel que me pidió unas cerillas para su puro; estos labios húmedos sólo pueden fumar cigarros muy grandes.» ¿Comprendes ahora lo que te digo, Néstor? Para mí las personas son trozos, partes notables que las definen por completo: uno lo aprende en este oficio más que en ningún otro, y luego la apreciación, como es natural, se contagia a todas tus relaciones personales. Supongo que por eso he vuelto a pensar tanto en ella…
Estas últimas palabras sí parecieron interesar a Néstor, pues por un momento dejó de revolver el caldero.
– ¿Ella?
Y Carlos continuó. En realidad ya no parecía estar haciendo una confidencia a un amigo, hablaba para sí.
– No es que yo haya dejado de recordarla ni un solo día, ¿sabes?, pero el problema es que ahora, desde que me dedico a esto, creo descubrir sus manos en las manos de otras mujeres y la línea de su escote en cualquier desconocida. ¿Nunca te he hablado de la mujer del cuadro? -preguntó, para luego añadir-: No, supongo que ni a ti ni a nadie, y hoy tampoco pienso hacerlo. Nunca hablo de ella con otras personas, no vale la pena.
Néstor no dijo nada. Continuó revolviendo los calderos, pero otra guinda al coñac fue todo lo que necesitó Carlos para acabar contando una historia y un secreto muy viejo, uno que lo había acompañado desde niño.
– ¿Tú crees -comenzó diciendo Carlos, creyendo haber encontrado la introducción ideal- que uno puede pasarse la vida entera buscando en todas las bocas una sonrisa que nunca ha visto? ¿Y qué te parece el hecho de que dedique mis horas de trabajo, y también las de ocio, a perseguir detalles como la sombra de un cuello de mujer o la curva del lóbulo de una oreja? Estúpido, ¿no? Eso sólo le ocurre a los ilusos; y sin embargo, yo los busco en todas partes.
– Dale nomás, Carletto -había dicho entonces Néstor al oír tan extraño discurso-; ánimo y no te preocupes si lo que vas a contar te da un poco de vergüenza: las tonterías que uno piensa a veces, parecen no tener ni pies ni cabeza, pero en realidad el Destino raramente da puntada sin hilo, ¿entiendes, Carletto?
Pero Carletto no entendió nada, como tampoco comprendía por qué el peculiar deje de Néstor se acentuaba o decrecía, variaba del español al napolitano, según el tipo de cometario que hiciera, o su estado de ánimo. De todos modos, aquella famosa tarde, los dos solos en la cocina de La Morera y el Muérdago, y una vez decidido a contar su historia, a Carlos le imporaba un corno (como hubiera dicho Néstor) el fluctuante acento de su amigo: que hablara como le diera la gana. Él, mientras tanto, iba a buscar las palabras adecuadas y justas para relatar una vieja obsesión que casi se remontaba a su nacimiento.
Explicó entonces por qué desde muchos años atrás, pero con más intensidad en los últimos meses, vivía obsesionado por la imagen de una mujer. Y realmente le resultaba imposible no detenerse en recorrer el contorno de unos labios adolescentes, o tal vez no exactamente sus labios, sino una particular sonrisa. Porque aquella boca que tanto lo atormentaba, sonreía siempre. Si alzaba un poco la mirada, descubría un rostro de ojos azules algo inexpresivos, que no eran fríos ni estáticos, sólo ausentes. Luego estaba el pelo -de un rubio metálico- recogido en la nuca con el fin de insinuar el perfil de una oreja que apenas se adivinaba desnuda. Y más abajo los hombros, sobre los que una mirada podía detenerse una vida entera si no se sintiese inmediatamente atraída por las manos, ambas tan distintas: la derecha serena, con los dedos algo separados, como si esperaran reposar muy suaves sobre una veranda, mientras la izquierda, próxima al pecho, sostenía una esfera, una joya, una especie de camafeo de un verde intenso.
Se trataba, naturalmente, de un retrato.
El cuadro de aquella muchacha cuyo nombre e historia Carlos ignoraba, siempre había estado en la casa de su abuela Teresa, en Madrid. Sólo que hasta que él llegó a heredarla -hacía unos tres o cuatro meses-, no había entrado allí más que en dos ocasiones. Y fue al llegar por tercera vez a aquella casa, ahora suya, poco antes de comenzar a trabajar como camarero por horas para Néstor, cuando todo un montón de recuerdos de la infancia volvieron a rondarle.
Nadie cuenta qué esconden las historias familiares cuando ya no quedan testigos, cuando sólo las paredes podrían explicar, por ejemplo, que la abuela y el padre de Carlos apenas se trataban. Padre e hijo vivían lejos de Madrid, en una pequeña ciudad cerca de Portugal. Abuela Teresa no era la madre de Ricardo García -un modesto médico de familia poco locuaz que había pasado por la vida sin causar más revuelo que el que produce un cuerpo bello enfundado en una bata blanca-, sino que era su suegra, es decir, la madre de Soledad. Soledad: la madre de Carlos, muerta muchos años atrás.
Tantos, que para un niño que aún no había cumplido los cuatro años, el recuerdo de su madre no era más que un sonido: el cling, cling de unas esclavas en la muñeca, un tintineo que intentaba ser alegre sin conseguirlo y que se completaba con otro sonido, el de una frase que Carlos no lograba decidir si la había escuchado realmente o si formaba parte de ese cúmulo de primeros recuerdos que uno no sabe si son verdaderos o una fabricación posterior a partir de lo que nos cuentan otras personas. Sea como fuere, en su memoria de adulto, al cling, cling de las pulseras quedó sumada una voz que le decía al oído: «Carlitos, dale otro beso a mamá que se vade viaje; otro más, tesoro.» Ahí acababa el recuerdo: no había en su memoria rasgos para aquella cara. Soledad, su madre, no tenía rostro, a pesar de que a ese amable fabricador de recuerdos falsos que todos llevamos dentro le hubiera sido muy sencillo regalarle, una a una, todas las facciones maternas, pues en el salón de la casa de Carlos había diversos portarretratos. Unos, con marco de madera. Otros, que parecían de plata. Y en cada grabado un nombre, una fecha y un lugar: Soledad en San Sebastián, 1976… Soledad en Galicia, 1977… Así, hasta el más reciente: Soledad en casa de los abuelos, 1978. Desde todos ellos sonreía la misma cara, un rostro desconocido para Carlos y que en nada se parecía al suyo, pues la madre había tenido el pelo muy oscuro y más negras aún las cejas, rectas pero hermosas. Una mujer de aspecto tranquilo en todas las fotos en las que -aunque no lo mencionaran las inscripciones grabadas en los marcos- aparecía también Ricardo García. El marido estaba siempre junto a la esposa. Como en «Soledad en San Sebastián, 1976», por ejemplo, donde podía verse a ambos en ropa de verano, compartiendo una cerveza en el paseo de La Concha. En «Soledad en Galicia, 1977», en cambio, la pareja reía tomada del brazo mientras que a la izquierda podía verse a otra mujer que aparentaba huir del cuadro por lo poco que parecía interesar a los otros dos retratados. Cualquiera de estas imágenes de su madre le habría servido para confeccionar un falso recuerdo, y ponerle rostro a aquel único real de las pulseras o al más dudoso de la voz que reclamaba un beso; pero no ocurrió así, de modo que la única evocación que Carlos conservaba tenía sonidos y quizá una voz, pero carecía de rostro.
Aparte del santuario de las fotos, la casa paterna presentaba todas las virtudes y los defectos de un lugar sólo habitado por varones. Es frecuente que un viudo con un hijo de poco más de tres años acabe por recurrir a algún método para llenar un vacío femenino. O bien se casa por segunda vez o, tarde o temprano, acaba por delegar ciertos aburridos problemas domésticos en alguna allegada, una hermana, quizá una tía segunda, que se ocupa de lo cotidiano y también de remover de vez en cuando los rescoldos del recuerdo -bueno o malo- de la madre muerta, ya sea por cariño, o por todo lo contrario. De este modo, las muertas siguen vivas en sus hogares, con la ayuda de congéneres femeninas. Pero no ocurrió así en el caso de Soledad.
Porque desde un principio Ricardo García iba a optar por una vía muy distinta a las habituales. Jamás mostró la menor inclinación por casarse (a menos que una unión muy íntima con el aguardiente y más tarde con el anís pueda considerarse un matrimonio) y también rechazó en seguida la ayuda que dos primas lejanas hubieran estado encantadas de prestarle: su luto por Soledad era, en todo caso, muy privado y poco estridente; se reducía a atesorar una colección de portarretratos.
Los problemas domésticos acabaron solucionándose de forma mercenaria y simple. Cuando tuvo edad, Carlos marchó interno a un colegio, mientras que las necesidades de la casa se cubrían con la ayuda esporádica de chicas locales que nunca conocieron a Soledad y que se limitaban a cocinar, a hacer las camas y a pasar de vez en cuando un plumero apresurado por la sala y los dormitorios. De este modo y muy lentamente, fue borrándose de la vida de Carlos, y también de la casa entera, todo vestigio de presencia femenina, más aún de presencia femenina de ultratumba: los muertos se convierten con demasiada facilidad en fotografías anónimas que ennegrecen junto a la chimenea del salón si no hay ni un amor ni un odio que los mantenga vivos.
En cambio, la muchacha del retrato que había en casa de Abuela Teresa, con sus dedos largos y su pelo rubio, corrió suerte bien distinta. Quizá porque ella sí tenía rostro. Carlos recordaba muy bien cómo se habían encontrado. Más aún, podía revivir toda la escena, incluso con detalles, pues aquel encuentro era su más antiguo recuerdo de infancia. Y real a buen seguro; no podía tratarse de uno falsificado por lo que cuentan otros; esta escena debió de suceder exactamente así, pues ningún adulto se detendría a contársela; no son cosas que interesen más que a los niños.
Él se encontraba sentado en el suelo, tal vez jugara con algo, o simplemente estuviera entretenido en seguir con un dedo el dibujo de los arabescos de la alfombra, cuando de pronto, unos pies desconocidos se acercaron y unos brazos apoyaron contra la pared cerca de donde jugaba Carlos el retrato al óleo de una mujer joven y rubia. Al cabo de unos instantes, esos mismos brazos situaron otro cuadro junto al retrato, uno mucho menos interesante. Parecía el dibujo de un árbol o tal vez fueran varios árboles, pero en cualquier caso, esta segunda pintura no tardó en desaparecer: fue izada en sustitución de la dama rubia, arriba, muy arriba, demasiado alto para que Carlos pudiera haberla visto antes.
Ahora, en cambio, estaba tan cerca, a su misma altura… y esos ojos azules indiferentes le sonreían, mientras que a él le hubiera bastado con alargar la mano para tocar la de ella, maravillosamente blanca, que sujetaba un objeto entre los dedos. De pronto un murmullo y una larga discusión ininteligible le obligó a mirar hacia arriba. Se trataba de voces, unas masculinas, otras femeninas, a las que Carlos no atendía, pues estaba fascinado por la extraña aparición, allá abajo, sobre la alfombra, en el territorio de los niños, donde nunca hay mujeres de dedos largos que sonríen con ojos azules, sino que sólo puede verse la mitad menos gloriosa del reino de los adultos: patas de muebles, pliegues de mesas camilla, alguna telaraña inaccesible al más concienzudo de los plumeros, y todos los pies de aquellos que forman el mundo de los mayores. Pies displicentes que parecían señalar ahora hacia el cuadro de la muchacha, también zapatos femeninos que se ponían de puntillas para subrayar algún punto importante. Y mientras tanto a ella, ahí, con su aire indiferente y su extraña sonrisa, no parecía importarle en absoluto el estar por los suelos ni ser el motivo de discusión de tantos pies airados.
Pocos minutos más tarde la hicieron desaparecer. Esta vez fueron cuatro brazos con otras tantas manos desconocidas los que se inclinaron hacia la dama -qué fuertes, qué afortunados- y se la llevaron allá arriba, al mundo de los adultos, para que él no la viera más.
Si con el tiempo Carlos llegó a reconstruir la fecha exacta -febrero de 1982- de aquel primer encuentro con la muchacha del cuadro, fue porque todo lo antes descrito tuvo lugar muy pocos días después de otro acontecimiento, éste sí, preñado de innumerables recuerdos falsos. Se trataba de la noticia de la muerte de su madre. Pero este suceso, a pesar de su trascendencia, no resultaba nítido en su memoria y tampoco tenía imágenes, porque Soledad había muerto inesperadamente, y muy lejos, durante un viaje por Sudamérica. No había pues, para el niño, ni el dolor de una enfermedad que recordar, tampoco un cadáver al que dar un último beso de despedida, ni siquiera un entierro, y si lo hubo, alguien consideró que no era lugar para una criatura tan pequeña. Y quienquiera que fuese esa alma sensible, también le evitó la escena de su madre desapareciendo entre un cúmulo de flores blancas. Y las paletadas de tierra sobre la madera. Y los padrenuestros. Y las avemarías; salvándolo así de toda remembranza.
De los días posteriores, en cambio, Carlos sí conservaba recuerdos. En un corto espacio de tiempo que más le parecía un siglo, se agolpaban en su memoria infantil un montón de escenas verdaderas o falsificadas, pero en cualquier caso ingratas. Como los besos húmedos de personas desconocidas y muchos «pobre chiquitín» afligidos y anónimos; lágrimas, quejas y suspiros hasta tal punto pesantes que todo ello, unido al regreso al pueblo, solos su padre y él, marcaba el fin de una época. Carlos, con menos de cuatro años, se figuraba que aquello debía de ser el fin de la infancia o algo así: él ya era mayor porque, al fin y al cabo, ni a sus primos, esos que conoció brevemente en casa de Abuela Teresa durante los días de luto, tampoco a los amigos del pueblo, a ninguno de ellos, les habían ocurrido cosas tan adultas.
Pasaron los años y hubo un segundo encuentro con la mujer del cuadro, éste mucho más difícil de situar en el tiempo. Por más que lo intentase, Carlos sólo recordaba que debió de suceder durante unas vacaciones de Semana Santa, pero no conseguía precisar si tenía siete, ocho, nueve o diez años cuando lo invitaron de nuevo a Madrid. De lo que sí estaba seguro era que la visita coincidió con un viaje de su padre al extranjero, y que por esta razón él debía quedarse unas semanas en casa de la abuela. Su padre nunca se movía del pueblo; en realidad, ésta iba a ser la primera vez que se ausentaba después de aquel viaje a Sudamérica en el que Soledad perdió la vida. En los primeros años, cuando Carlos era más pequeño, su padre evitaba siempre hablar de ese largo recorrido que los llevó por Uruguay, por Argentina, y también por Chile; pero de pronto, coincidiendo con la fecha de la segunda visita a casa de Abuela Teresa, comenzó a mencionar muchos detalles del primer viaje y los contaba una y otra vez, sobre todo cuando la dosis de aguardiente con anís superaba la habitual. Entonces (Carlos recordaba especialmente una larga conversación durante el trayecto en tren hacia Madrid) Ricardo se detenía en repasar todo lo que habían hecho Soledad y él durante su estancia en Buenos Aires: los lugares que conocieron juntos; la felicidad de la esposa muerta y otras cosas que revivía con tan rara insistencia y minuciosidad que, muchos años más tarde, cuando Carlos ya era mayor y había aprendido a vérselas con recuerdos no deseados, llegó a comprender que si su padre actuaba de ese modo, era con la secreta esperanza de que todo aquel pasado doloroso se desgastara, como quien usa día y noche una prenda de la que no se atreve a prescindir con el inconfesable deseo de que por fin se caiga a pedazos, proporcionándole la coartada perfecta para arrinconarla en un cajón y olvidarla para siempre.
En cuanto a las fechas exactas de la segunda visita de Carlos a casa de la abuela, si se las hubiera preguntado a su padre (lo que no hizo en el pasado y ahora ya resultaba imposible), quizá éste le habría explicado que tuvo lugar en abril del 86, cuando Carlos tenía ocho años. Ocho años, la edad de los descubrimientos, de los fantasmas y de las excursiones secretas en las que, detrás de cada cortina hay un misterio y cada armario es la puerta a un mundo del que se sabe cuándo se entra pero difícilmente cuándo se va a salir.
Y la casa de Abuela Teresa era especial para todo tipo de misterios.
Aun así, Carlos, hasta muchos años después, no se había detenido a pensar en los motivos por los que a su padre no le fue permitida la entrada el día en que lo llevó a la casa y tampoco por qué la abuela, en vez de besar al yerno, sólo había posado fríamente una mano sobre su brazo; porque en realidad ésos no eran misterios de niños sino cosas de mayores.
En cambio, había allí muchas otras cosas que descubrir.
En primer lugar, aquélla era una casa de ricos, eso se veía en seguida, muy diferente a todas las que Carlos había conocido: la de su padre, tan triste, la de sus amigos, que olían a verdura hervida y necesitaban siempre una mano de pintura; todo lo contrario de este piso luminoso de techos muy altos: la casa de Almagro 38, así la llamaba su abuela, y se refería a ella como si fuera una persona.
– Pórtate bien, Carlos, te vendré a buscar en cuanto regrese.
– Sí, papá.
– Come todo y procura madrugar más los domingos.
– Sí, papá; claro, papá.
– Obedece a tu abuela, haz lo que ella te diga…
Y su abuela, sin dirigirse al padre sino al niño, sólo había dicho: «Sábete guapín que en Almagro 38 tendrás que dormir siesta todas las tardes», lo cual hizo que Carlos la mirara a los ojos por primera vez.
Entonces pensó, o mejor aún, lo fue imaginando poco a poco en los escasos días en que convivieron, que Abuela Teresa era igual que aquella casa: estaba llena de rincones. Y es que ambas eran muy grandes, angulosas, tenían esquinas imprevistas y también recovecos. Las personas se parecen mucho a sus casas, al menos cuando quien observa es un niño; por eso Carlos llegó a identificar el estado de ánimo de su abuela con cada una de las habitaciones de Almagro 38, según se abriera una puerta del pasillo y no otra, o según lloviera o fuera de noche. De este modo, algunas mañanas de sol, a Carlos se le antojaba que Teresa se parecía a su cuarto de vestir y, al pensarlo, ambos le olían a lavanda. En esas ocasiones veía a su abuela tan frágil que creía que su pelo rubio algo metálico casi lograba anular el negro profundo de sus ojos. Y de modo idéntico se comportaba su vestidor, que estaba pintado en un tono ocre muy pálido en el que resaltaban dos oscuras ventanas, siempre cerradas. Por las noches, en cambio, los ojos de su abuela se encendían con un brillo duro que hacía desaparecer todo vestigio de fragilidad, y cuando esto sucedía, Carlos pensaba que Teresa era igual que el vestíbulo, un túnel adamascado en el que reinaba el rojo.
Sin embargo, todas estas impresiones infantiles no eran más que un equívoco preámbulo de lo que venía a continuación: la imagen más habitual de Abuela Teresa y del cuarto amarillo, ambos tan iguales.
En ese cuarto, una habitación casi circular con un solo balcón que se abría sobre un cielo no siempre azul, Abuela Teresa pasaba la mayor parte de su tiempo sin recibir nunca una visita, sonriendo levemente mientras hacía solitarios ante la chimenea, sin ocuparse para nada del niño y apenas alzando la vista de las cartas cuando él entraba a darle un beso de buenas tardes. Entonces, en vez de mirar a Carlos, parecía perderse en la contemplación de un cuadro muy poco interesante que había en la pared de enfrente, un paisaje con un árbol, mientras sus dedos larguísimos amontonaban jota sobre dama y luego ocho sobre siete… y no le dedicaba ni una palabra. Pero Carlos descubrió muy pronto que ésa era la gran virtud de Abuela Teresa y también la de su cuarto amarillo: ambos eran, la mayoría del tiempo, tan amables como indiferentes y sólo se iluminaban unos minutos hacia las tres de la tarde: la habitación con la entrada de un sol vespertino desvaído y Teresa con la única cantinela autoritaria que Carlos le conocía: «Ya sabes guapín aquí, en Almagro 38 has de dormir siesta.»
Y fue durante una siesta cuando Carlos -curioseando en una de las habitaciones del fondo- reencontró a la joven dama del cuadro minutos antes de ser sorprendido por una criada llamada Nelly. La siesta era la hora de las escapadas y de las exploraciones prohibidas, y Carlos llevaba varias tardes esquivando el sueño cuando, por casualidad, fue a topar otra vez con aquel retrato de mujer que tan bien recordaba de la primera visita tras la muerte de su madre. Sin embargo, ahora el cuadro no estaba en el salón, tampoco en ninguna de las otras habitaciones, y Carlos jamás lo habría descubierto si, al oír los pasos de Nelly, no hubiera buscado escondrijo dentro de un armario. Y ahí estaba el retrato entre otros cachivaches polvorientos, semioculto, cubierto a medias por una manta. En ese preciso momento Nelly abrió la puerta del maldito armario, pero qué más daba que lo regañaran o le chillasen; a Carlos ya le había dado tiempo de despojar a la dama del paño que la cubría para desnudarle el torso con una emoción extraña. Antes de que lo sacaran a empujones «Niño travieso, sal de ahí, pillastre», y antes de que le tiraran de una oreja «Ven aquí, no te escapes», él aún había alcanzado a pasar una mano por aquel cuello cubierto de polvo. También a deslizar sus dedos hasta donde comenzaba el vestido, negro y blanco, un poco más, un poco más a la derecha para rozar con los suyos esos tres largos dedos que sujetaban una esfera de color verde. «Ya verás cuando sepa tu abuela lo que haces en vez de dormir la siesta, niño tonto», gritaba Nelly. Y, mientras duraba la regañina, los ojos azules del retrato miraban a Carlos como si se rieran a carcajadas. Fue por eso, por la risa de la dama, que a él no le importó enfrentarse a Nelly, sacarle la lengua y chillar haciéndole burla: «¿tonto?… tonta tú, Nelly, tonta y mil veces tonta; yo no he hecho nada malo».
Sin embargo, sí debía de ser algo muy malo aquello, pues la puerta del cuarto del fondo se cerró con doble llave y ya no hubo manera de hablar del asunto con su abuela; ni siquiera cuando la encontraba en el cuarto amarillo y ella sonreía porque acababa con éxito un solitario. ¿Me escuchas, abuela?, por favor, Abuela Teresa… Pero lo más que logró sonsacarle un día fue: «Te equivocas guapín; no hay ninguna mujer metida en un armario en esta casa, vaya ocurrencia.» Y luego otra sonrisa dedicada a un as de corazones, o quizá fuera a un rey de tréboles, que de pronto se eclipsó para decirle: «Si sigues con esas pesadillas, tendremos que decirle a Nelly que no te dé potajes a la hora del almuerzo, se acabó: hace una temperatura estupenda, ya se pueden comer platos de verano, cosas fresquitas.»Y ésa fue la única orden doméstica que Carlos le oyó a su abuela aparte de las instrucciones sobre las siestas, que seguían siendo obligatorias en Almagro 38, aunque, curiosamente, desde el día de su descubrimiento, Carlos tuvo oportunidad de hacer otro feliz hallazgo relacionado, en esta ocasión, con la tan odiada cabezadita de la tarde. Porque desde entonces supo que las siestas que se tienen a los ocho años a veces les regalan a los niños algún sueño del que despiertan muy agitados, en ocasiones jadeantes, o con un calor nuevo entre los muslos que se escapa demasiado, demasiado rápido, tanto como huye la imagen de tres dedos largos y muy blancos, ¿y qué es lo que sujetan? Carlos lo ignora, pero quizá llegue a adivinarlo en el próximo sueño, como también puede que alcance a acariciar aquel cabello rubio que a veces le recuerda muy remotamente a otro, ¿pero a cuál?, ¿al de Nelly?, ¿será al de su abuela? Tantas incógnitas, demasiadas, y sin embargo, a los ocho años también se aprenden otras cosas importantes.
Se aprende a tener la boca callada.
Quince años más tarde, su abuela había muerto. El vestíbulo color púrpura, el vestidor ocre, también el cuarto amarillo y todo lo que contenía Almagro 38 era suyo. Dinero no, ni una peseta; la anciana debió de estirar sus ahorros hasta el último día para seguir haciendo solitarios en el salón como una gran señora. Y durante esos muchos años de separación, Carlos había crecido hasta convertirse en lo que ya apuntaba ser de niño, alguien a quien le interesaban más los sueños que la realidad, más las películas que el primero de Derecho (aunque éste, según se mire, debía de interesarle muchísimo puesto que lo repitió tres veces). Quince años, pues, para hacerse tan alto como su padre, con el mismo aire oscuro y algo trasnochado como si el destino hubiera querido hacer con él un ensayo: injertar el aspecto y el porte de un personaje del siglo XIX con unos pantalones Levis 25 onzas. Por eso Carlos tenía el pelo ondulado, largas las patillas y la piel tan clara que se le traslucían unas venas azules en las sienes. «Si hubieras nacido en otra época serías un húsar de Pavía», le dijo una vez Marijose, la enfermera de su padre, que no entendía de órdenes militares pero sí mucho de telenovelas y de películas románticas. Sin embargo, ahora Marijose ya no trabajaba para ellos: el doctor García había muerto diez meses antes de que llegara la salvadora noticia de que la casa de Abuela Teresa iba a ser para ellos.
Ya sólo faltaba que Carlos se trasladara a Madrid para tomar posesión de Almagro 38. Cómo le habría gustado que su padre pudiera verlo, sobre todo para que en esta ocasión Ricardo García no hubiera tenido que quedarse en el umbral ni recibir un saludo helado o una palmadita en el brazo, pero Carlos marchó solo. Una vez en Madrid pudo comprobar que lo que heredaba se encontraba en peor estado de lo que cabía esperar. En la casa, cubiertas por sábanas blancas, yacían cada una de las viejas camas, los muebles, y todos los innumerables enseres que resultaron ser los mismos que Carlos recordaba de su última visita. Nadie en todos estos años parecía haberse tomado la molestia de cambiar ni un detalle, ni un cenicero de sitio, con la decadencia austera que caracteriza a las personas que desean que sus objetos mueran también con ellas. Sin embargo, Carlos no se detuvo en observar nada de esto. Como si fuera un niño, como si fuese una vez más la hora de la siesta, con el manojo de llaves de su abuela en la mano, buscó la puerta prohibida y luego el armario, y allí seguía estando como siempre la muchacha del cuadro entre un sinfín de cachivaches inútiles… Entonces, tal como habían hecho casi veinte años atrás unos brazos desconocidos, Carlos alzó el retrato para devolverlo a su lugar de privilegio en el cuarto amarillo, donde durante tanto tiempo lo sustituyera ese paisaje de árboles que a su abuela le gustaba mirar mientras jugaba a las cartas. Sólo entonces pensó en lo que había heredado. Almagro 38 era todo suyo. Aparte del piso, no parecía haber nada de gran valor, pero qué más daba: cuando pudiera venderlo tendría mucho más dinero del que había disfrutado nunca. Hasta entonces, se dijo, sólo era cuestión de administrarse bien y conseguir en Madrid un trabajo fácil que -al menos en teoría- le dejara tiempo libre para continuar con sus estudios de Derecho. Y mientras encontraba comprador para la casa, podría vivir en ella, e intentar descubrir sus secretos.
– A ver si lo entiendo, cazzo Carlitos -le había interrumpido Néstor cuando la historia llegó a este punto y el almíbar de las guindas amenazaba con desbordarse de uno de los calderos de cobre, en la cocina de La Morera y el Muérdago.
Pero es que la confesión de Carlos había sido tan extensa que Néstor temía haber perdido el tema central y tuvo que revolver el almíbar al revés, cosa que no debe hacerse nunca, so pena de convertir las guindas en cerezas pónticas.
– A ver si lo he entendido bien. Tú acabas de instalarte en Madrid porque has heredado una casa que ni por asomo puedes mantener. Además, para complicar un poquito las cosas, no conoces a nadie en la ciudad, pero tienes una romántica historia con una dama que vive en un armario. ¿Voy bien?
– ¡Vamos, Néstor…!
– Pero si te entiendo perfectamente: una herencia inesperada… un sueño de infancia… un amor romántico… supongo que ahora irás a decirme, como todos los incautos que llegan a la gran ciudad, que crees que quizá un día te encuentres a la muchacha misteriosa paseando un perrito por el Retiro o comiendo hamburguesas en un McDonald's. Mira, Carlitos, creo que los vapores de las guindas se te han subido demasiado a las meninges…
– Ya sé que nunca encontraré a esa chica, no soy tan imbécil, pero te aseguro que encuentro trozos de ella por todos lados -respondió Carlos.
Y entonces se vio obligado a repetir su explicación de que, desde que comenzara a trabajar para Néstor, se había dado cuenta de que la profesión de camarero le permitía descubrir en otras mujeres las partes que más amaba de aquella dama: un busto muy blanco aquí… allá su maravillosa sonrisa… y con eso se daba por satisfecho. Al fin y al cabo, quién era y en qué época vivió la joven del cuadro, si se trataba de una persona real o tan sólo era producto de la idealización de un pintor, eran para Carlos incógnitas insolubles.
Sin embargo, el alcohol hacía de las suyas, y no sólo en Carlos, sino también en alguien tan prudente como Néstor. Porque inesperadamente, y llegado a este punto de euforia, el cocinero cambió de actitud. De pronto empezó a decir que a él no le interesaban nada las mujeres ideales pero sí los presagios que a veces se tienen en la vida y cómo el destino se comporta de modo tan extravagante. Luego, bajando el volumen de la voz como si fuera a pronunciar un extraño conjuro, añadió:-Vamos, Carletto, no me digas que no te gustaría averiguar quién fue esa muchacha. ¿Qué tal si la buscamos?, es muy romántico todo eso de encontrar en otras mujeres los atributos que has visto en la dama del cuadro, pero me parece una tontería pudiendo invocar a la de verdad.
– Atributos que veo -le corrigió Carlos, igualmente borracho-, no te olvides de que la dama ahora es mía y puedo mirarla todos los días si quiero, aunque nunca sabré de quién se trata ni qué es esa joya verde que sujeta entre los dedos.
Pero Néstor pensaba ya en otras cosas más prácticas que adorar a un cuadro. Y así se lo dijo a su amigo, hasta que acabó por dar al chico una muda palmadita en el hombro que venía a confirmar algo así como: forza, Carletto, guindas confitadas y borracheras aparte, lo cierto es que la tuya es una bonita historia, o sea, que no te preocupes: yo conozco otra forma de averiguar secretos de familia cuando ya no queda nadie a quién hacer preguntas…
– Una preguntita, man. Dígame, y no se le ocurra mentirme: ¿a qué hora es su cita con madame Longstaffe?
Era el rastafari, que llevaba horas limpiándose las uñas apoyado en el biombo japonés, el que ahora interrumpía los recuerdos de Carlos al dirigirse a Néstor con mirada de sospecha.
– ¿No habrán quedado a las cinco, verdad? -dijo con aire terrible-, porque le advierto de que ésa es la hora en que madame me recibe a mí.
Y al decir «a mí», señaló hacia su pecho, con una larga uña, entre la abertura de la camisa (ajustadísima).
Como era su costumbre desde hacía unos meses, Carlos se quedó suspenso en ese punto de la anatomía del personaje de modo que, si alguna vez volvía a verlo por la calle, no serían sus trenzas en forma de maromas lo que recordaría, tampoco sus dientes, de un blanco desconcertante, dado el aspecto poco saludable de este cofrade de Bob Marley, sino esa larga uña.
– Mi turno es a las cinco, man, ni un minuto más tarde, man.
Pero Néstor le dedicó una sonrisa encantadora, asegurándole que de ninguna manera, que no se preocupara, nosotros tenemos hora a las cinco y media, y podemos esperar. Sin problemas, man.
El hijo de Rasta le devolvió la sonrisa y ya estaba a punto de recuperar su postura junto al biombo japonés cuando su paso fue interrumpido por un caballero muy nervioso que salía de la habitación de madame Longstaffe y que, equivocando su camino hacia la puerta de la calle, entró a la sala de espera.
El hombre se detuvo. Miró a derecha e izquierda. Primero a la dama que ocupaba el sofá aubusson, luego a la otra que estaba junto a la ventana, y pareció aliviado al no reconocer sus caras. A continuación descartó rápidamente la presencia del rastafari, pero sufrió un notable sobresalto al descubrir a Néstor en el sofá vecino. El cocinero, en cambio, lo saludó como a quien se conoce muy someramente: «Adiós, señor Tous», y el hombre desapareció por la puerta, tan rápido que, de toda la escena, Carlos sólo retuvo un rasgo del caballero: una cabeza gris y venerable con el pelo cortado al cepillo.
– Paciencia, Carlitos -le oyó decir a continuación a su amigo Néstor con un suspiro, pero obviamente no se refería a la fugaz aparición del caballero del pelo al cepillo, sino a la lentitud de madame Longstaffe para desplegar sus artes adivinatorias: eran las seis menos cuarto de la tarde y aún les quedaban por delante tres clientes, incluido el amigo Bob Marley-. Tengamos paciencia -repitió, y acto seguido Néstor volvió a sumirse en el mismo silencio tranquilo del que había hecho gala desde que entraron en casa de la adivina. Así, Carlos pudo evocar las últimas palabras de su amigo, interrumpidas por el incidente:
– … Sí, sí… todo lo que acabas de contarme es muy rommmántico -había dicho Néstor aquella tarde con un acento que se italianizaba al calor de las últimas guindas al coñac-, pero te repito: quedarse colgado del recuerdo de una dama inexistente, enamorarse de un fantasma y buscar en otras mujeres parte de su persona es cosa de locos y de gentes poco prácticas… Mira, Carletto, yo tengo otra teoría mucho más lógica. Las obsesiones de este tipo no son más que una anticipación de algo venidero, ¿me comprendes? Esa joven del retrato no es real y, aunque lo fuera, eso a ti no te afecta, porque a estas alturas estará muerta o, en el mejor de los casos será una anciana. Sin embargo, si te fascina de ese modo, significa que en alguna parte encontraremos a otra igual, ¡igualita! -gritaba Néstor muy acalorado.
En ese momento fue cuando exclamó aquello de que él conocía un sistema para averiguar antiguos secretos de familia e invocar idealizaciones de la infancia y que todo era muy sencillo, pues se solucionaba simplemente con una visita a casa de la famosa vidente madame Longstaffe.
Cierto es que, una vez hecha tal revelación, y a pesar de los vapores del alcohol, Néstor Chaffino había rectificado inmediatamente, como empujado por un temor mucho más fuerte que la borrachera.
– …Vamos, Carletto, no creerás que hablaba en serio, ¿verdad? Consultar a una adivina, vaya tontería. Esas cosas del más allá sólo son bobadas… olvídate para siempre del nombre que acabo de pronunciar, no me vas a decir ahora que, además de añorar mujeres fantasma, también crees en las brujas, ¿no?… te lo aseguro, jamás ha existido un conjuro que haga aparecer en carne y hueso una idealización como la tuya… basta, no insistas; no pienso acompañarte, todo es mentira, yo no creo en los hechizos, las adivinas son unas farsantes, unas embusteras… pero lo que es aún más peligroso es que encima son terriblemente tramposas. Y madame Longstaffe es la peor de todas, te lo digo yo…
Quizá fue por culpa de las guindas confitadas. Quizá fue porque las historias románticas siempre resultan irresistibles, o tal vez la claudicación se debió a otra causa que aún no se puede revelar a estas alturas de la historia; pero lo cierto es que Carlos, al final, había logrado ser más persistente que todas las reticencias de su amigo. Por eso estaban allí los dos, esperando turno en la salita color aguamarina. Y por eso Néstor al llegar le había recriminado tan duramente.
– Cazzo Carlitos, tú te has empeñado en consultar a una bruja y de aquí no nos movemos, pero te lo advierto: no me hago responsable de lo que pueda pasar de ahora en adelante.
Madame Longstaffe estaba tumbada en una chaise longue y desde allí se dirigió a ellos con un marcado acento de Salvador de Bahía:-Agotada, chico, realmente muehta -se le oyó decir.
Y era lógico: pasaban de las ocho y media de la tarde, había empleado a fondo toda su energía humana y esotérica en iluminar el camino de cuatro casos muy difíciles (sobre todo el de la dama misteriosa que no se separaba de la ventana, un caso en verdad extenuante), y tanto esfuerzo la había postrado en la posición que ahora contemplaban Néstor y Carlos, de pie junto a la puerta sin atreverse a entrar. Desde el ángulo que ellos tenían, sólo alcanzaban a ver las piernas de madame Longstaffe, delicadamente cruzadas sobre la tumbona: suave muselina verde las envolvía, y los pies, enfundados en unas babuchas que habrían despertado la envidia de un dux veneciano, temblaban de vez en cuando con un leve estertor.
– Qué tarde monstruosa, pasen, caballeros, los atenderé en unos segundos.
Pero la figura no se movió de donde estaba y Carlos y Néstor decidieron tomar asiento en unas sillas que había al fondo, junto a la mesa de trabajo de la adivina, un par de tronos bastante imponentes que impedían que las cortas extremidades inferiores de Néstor Chaffino llegaran al suelo. Una suerte: a los pocos segundos hizo su aparición un perrito blanco y lanudo que se interesó vivamente por los tobillos del jefe de cocina; un verdadero empecinamiento el suyo, a juzgar por la forma en que ladraba intentando alcanzarlos, y Néstor, retrepado en su silla, no sabía si protegerse o largarle una patada que seguramente lo habría hecho callar.
– Fri-Fri, tais-toi -dijo la voz de madame Longstaffe, desde la chaise-longue, y luego sit! y luego mus!, dando en un instante una demostración de poliglotía que sin duda habría asombrado muchísimo a los dos amigos, si éstos no hubieran estado ocupados en dirigirse una mirada telepática de conmiseración hacia el perrito, un diálogo mudo que podría resumirse así: «Néstor, ¿oíste cómo ha llamado al chucho?» «Ya, Fri-Fri debe de ser hijo de Fru-Fru, está clarísimo…» «Pobre criatura, gracias a Dios que los animales no se dan cuenta de ciertas cosas aterradoras, porque… ¿te imaginas que…?» «¡Ni lo menciones!, estoy completamente de acuerdo contigo: a mí también me horrorizaría tener un pariente (posiblemente un padre) momificado en lo alto de una columna de alabastro con una plaquita identificadora en la base…» «Y luego existe, no te olvides, el peligro de acabar igual algún día…» «Atroz.» «Lo mismo pienso yo: atroz.»
Y ambos cortaron la comunicación telepática con un escalofrío.
Este recuerdo al perrito maltés disecado de la sala aguamarina inmediatamente los hizo mirar en derredor sólo para comprobar que en la estancia en la que ahora se encontraban, el peculiar estilo de decoración Longstaffe lucía en todo su esplendor. Repararon, por ejemplo, en que, a pesar de que la habitación estaba apenas iluminada por una lámpara Bloomsbury, la poca claridad permitía intuir la presencia de varios animales inmóviles que los miraban con sus ciegos ojos de vidrio desde distintas vitrinas: una o dos iguanas de gran tamaño; a su derecha posiblemente un búho, también una raposa de mirada glauca, y otros exponentes del amor de aquella dama por la taxidermia. Sin embargo, la inspección hubo de terminar de forma abrupta sin tiempo para fijarse en otras vitrinas desde las que escrutaban más inmóviles fieras, porque en ese momento madame Longstaffe se levantó de su diván (no sin ciertas dificultades) para ir hacia ellos con una mano extendida.
– Buenas noches, caballeros.
Lo más notable de tan famosa adivina no era su imponente masa de cabellos rubios, ni aquella túnica de muselina verde transparente que la envolvía, tampoco su altura, que rondaba el metro ochenta, sino otra característica que los dos amigos tardarían algo más en percibir.
– Ustedes dirán -entonó con esa cadencia bahiana que tan mal cuadraba con el resto de su personalidad, claramente germánica-: ¿prefieren caracoles, cartas o bola? -Y al decir «bola» giró la cabeza. Entonces fue cuando Carlos comenzó a darse cuenta de que, vista de frente, madame Longstaffe cambiaba de cara, se parecía a Gunilla von Bismarck.
– Veamos, ¿qué quieren? -reclamó impaciente, tal vez aburrida del fulminante efecto que su presencia producía siempre entre los desconocidos-. No se crean que tengo toda la noche para escucharlos. Estoy demasiado cansada para tirar los caracoles, de modo que usted elige: ¿cartas o bola, señor?
Y luego, viendo que Carlos dudaba, añadió, más amable: -Todos los sistemas de adivinación vienen a ser más o menos igual, ¿sabe? Cultivo un método ecléctico yo, de modo que elija lo que prefiera, pero que sea rapidito.
Y Carlos respondió:
– Bueno, no sé… supongo que cartas -comenzó a decir.
No obstante, no llegó a redondear la frase, pues en ese momento, Néstor, que ya había decidido tomar las riendas de la conversación, en pocos minutos hizo un resumen bastante certero de la historia de la muchacha del cuadro que madame Longstaffe escuchó en gran silencio, interrumpiendo sólo de vez en cuando para decir: «Una historia muy linda», y en otras ocasiones: «Pero qué divino», y a veces también: «O belleça.» Y cuando llegó al final del relato, madame Longstaffe, que mientras tanto había aupado hasta sus rodillas al perrito maltes para acariciarle la cabeza al compás de la narración, suspiró, al tiempo que giraba el cuerpo hacia la izquierda como para buscar algo en el cajón de su mesa.
En ese momento Carlos tuvo ocasión de reparar en la extraña cualidad de la adivina que la diferenciaba del resto de los seres humanos: madame Longstaffe tenía dos perfiles completamente distintos. Por ejemplo, ahora, con la frente baja y el pelo retirado de la cara, ya no se parecía a Gunilla von Bismarck, sino que, de repente, había sufrido una imprevista metamorfosis que la convertía en la doble de Malcolm McDowell, lo cual, para Carlos, que había visto hacía poco La naranja mecánica en la televisión, resultó un verdadero shock. Volvió a mirarla incrédulo y, en efecto, ahí estaba Longstaffe -con un terrible aspecto al que sólo le faltaba el detalle del estilete y la única pestaña postiza bajo el ojo izquierdo-, muy concentrada en revolver en los cajones de su mesa de trabajo, hasta que, una vez encontrado lo que buscaba (un mazo de cartas manoseadas), volvió a girar la cabeza para ser una vez más la réplica de la Bismarck, un aspecto que resultaba mucho más tranquilizador.
– … En resumen, madame -le oyó decir a su amigo Néstor, quien impelido por el silencio reinante, se había visto en la necesidad de repetir el final de su discurso-, por eso hemos venido a verla. Ya le digo, más que leerle el porvenir en el tarot o cosa similar, lo que este chico desea es un filtro, usted ya sabe, algún conjuro que le permita encontrar a una mujer lo más parecida posible a esa muchacha del cuadro, un capricho, comprenderá, pero es que yo tengo muy buenas referencias de sus poderes, señora.
– ¿Qué sabe de mí? -le interrumpió de pronto la vidente, y su cara de vieja Barbie alemana parecía asustada-. Usted sabe mucho de muchas personas, demasiado, diría yo…
Néstor al principio sonrió alargando una mano por encima de la mesa hasta tocar el brazo de la pitonisa, mientras le dedicaba un montón de palabras de halago. Pero luego fue cerrando su mano más y más, como quien intenta expresar con un gesto algo que la buena educación no permite formular con palabras.
– Bueno, bueno, como quiera -se sorprendió Longstaffe, poco acostumbrada a que sus clientes reaccionaran así-. Perdóneme… no quiero parecer entrometida, pero… Pero -añadió de pronto, con renovado brío, y girando la cara para parecer McDowell- déjeme que le desvele algo muy brevemente. Olvidemos al chico y hablemos de usted: me ha parecido ver cierto acontecimiento de su futuro que le convendría saber.
A la mano de Néstor, aún sobre el brazo de la pitonisa, no debió de darle tiempo a reanudar la presión conminatoria, pues ella continuó en el mismo tono: -Usted sufre una enfermedad incurable, eso se lo habrán diagnosticado; cáncer, ¿verdad? Bueno, pues entonces le alegrará saber que no morirá de…
Palmadas contundentes ahora por parte de Néstor, una especie de morse amenazador que debió de ordenar algo así como «cállese de una vez, vieja bruja, y no diga nada», pues la señora retiró el brazo con la misma sorpresa que si hubiera recibido un picotazo de uno de sus pájaros disecados. Aun así, segundos más tarde, como si en vez de ser una pitonisa de cara cambiante fuera un boy-scout, obligado a decir siempre la verdad por encima de todo, agregó:
– Permítame al menos que lo alerte, señor. ¿De veras que no desea que hablemos del estado de salud de sus pulmones, ni de los grandes peligros que entrañan las neveras o las trufas de chocolate…? ¿Y las recetas de cocina? ¿Qué me dice de las libretas de tapas de hule? ¿Tampoco desea saber nada sobre ellas?
La vieja desbarra, está clarísimo, pensó Carlos, pero naturalmente no dijo nada.
Si hubo más morse entre Néstor y la vidente, Carlos nunca lo sabría, pues Fri-Fri en ese mismo momento, con sus ladridos y lametazos, se ocupó de rellenar los breves segundos que separaron las últimas palabras de madame, hasta oírle decir:
– … Muy bien, es inútil intentar ayudar a alguien que claramente prefiere no saber. Además -y otra vez parecía muy cansada-, isso nao é comigo, ¿qué puede importarme? Se hace tarde, de modo que acabemos de una vez y vayamos a lo fácil: a ver qué le damos a este muchachito. Y dicho esto, madame volvió nuevamente a sumergirse en los cajones de su mesa con aire profesional.
En esta ocasión a Carlos no le pareció tan evidente la metamorfosis. Sin duda se habría equivocado antes, al pensar que la vieja dama tenía la virtud de cambiar de cara cada vez que se agachaba o giraba la cabeza, pues lo cierto es que ahora, con la puntita de la lengua asomando entre los labios en señal de gran concentración, madame Longstaffe era sólo la viva estampa de esa aristocrática y famosa alemana de Marbella, ni rastro de naranjas mecánicas. Afortunadamente.
– Aquí está -dijo mientras emergía de las profundidades envuelta en una nube de polvo no precisamente mágico-. Sta bon -añadió luego al erguirse y dejar sobre la mesa un frasquito del tamaño de un dedo meñique que a continuación entregó a Carlos con un: «Escuche bien, filhinho», recomendándole que bebiera cuatro gotas cada noche de luna llena hasta acabar el frasco.
– Y cuando termine el tratamiento, muchacho, alégrese: ya se habrá cumplido el conjuro, que es de lo más sencillo y elemental.
– ¿Tanto? ¿Tan habitual es? -preguntó Carlos.
Madame Longstaffe le dirigió un aburrido revoloteo de sus mangas verdes.
– Tesoro, si hay algo que detesto en esta profesión es su monotonía. En estos tiempos aburridísimos la gente sólo pide dos tipos de conjuros amorosos: uno para encontrar una pareja acorde con sus sueños y otro para mantener en sus redes a alguien contra su voluntad. Claro que de vez en cuando aparece un caso verdaderamente original. Alguien, por ejemplo, que lo que ansia es olvidar para siempre una terrible pasión o algún deseo inconfesable -dijo Longstaffe con aire fatigado, como si ya no hablara a sus clientes sino que sólo reflexionara sobre los acontecimientos del día-. ¿Han visto a ese caballero tan respetable de pelo cortado como un boche de la Gran Guerra que acaba de salir? Bueno, pues ese caballero me ha regalado una perla: desea que le borre del corazón una pulsión intrusa -añadió en un rasgo de indiscreción tan imperdonable e inconsciente que sólo podía atribuirse al cansancio, al tiempo que reproducía sobre la cabecita de Fri-Fri un simulacro de pelo cortado al cepillo; sin embargo, en seguida rectificó-: Pero basta, Marlene. (Marlene ¿sería ése el nombre depila de la famosa vidente, Marlene Longstaffe?). Lo único que pretendo decir es que hay una gran falta de imaginación en temas amorosos, porque usted comprenderá que encontrar la réplica de la mujer idealizada no es muy original que digamos, pero en fin… si eso es lo que quiere, criatura, aquí está: son quince mil, y ahora, si no les importa, digámonos adiós.
Dicho esto, con mucha más agilidad que en la ocasión previa, madame Longstaffe abandonó su mesa de trabajo para tumbarse otra vez en la chaise longue con sólo un comentario que no incluía una despedida sino más bien un suspiro.
– Virgem María Sacrificoso. Ha sido un día muy lahgo.
Pero las palabras, a juzgar por su leve deje yoruba, posiblemente no estuvieran dirigidas a los clientes, sino a su fiel Fri-Fri.
Si alguna vez el sacrosanto silencio de la habitación de la adivina se había visto roto por la intrusión de los clientes, si alguna vez el sonido de los cajones donde dormían multitud de frasquitos tan secretos y diminutos como el recibido por Carlos había alterado el original ambiente de la estancia, una vez reinstalada su dueña en la chaise longue, todo volvió a ser exactamente igual que antes.
La escasa luz de la lámpara Bloomsbury… los ojos vidriosos de los animales… cada cosa era tan íntima, que permanecer allí una vez acabada la consulta, tenía algo de profanación de iglesia.
Y por eso, porque nada hay tan irresistible como una profanación, Néstor no pudo evitar llevarse un dedo a los labios pidiendo silencio a su amigo.
– Sólo unos minutos más -le dijo en un susurro apresurado-, en seguida nos vamos, Carletto, pero compréndeme: no todos los días puede uno ver a una hechicera en su cueva.
– Me pareció entender que no querías saber nada de sus profecías, Néstor.
– Y no quiero. Sólo me interesa curiosear qué hace una bruja cuando no hay nadie mirando; apuesto a que se pondrá a hablar inmediatamente por un teléfono portátil y no precisamente con el más allá.
Dicho esto, el cocinero volvió a llevarse el dedo a los labios, y ambos amigos retomaron la misma posición junto a la puerta, como a su llegada.
– Shhh, sólo serán unos minutos.
Al otro lado de la habitación, Fri-Fri, de un salto, se había hecho un hueco entre los pliegues de la túnica de su ama, una escena encantadora. Madame se estiró. Igual que al comienzo de la entrevista, Néstor y Carlos sólo alcanzaban a ver las piernas, y más concretamente el pie derecho de la pitonisa que, desnudo dentro de su babucha, oscilaba al compás de una música inexistente, arriba y abajo. Y la babucha iba y venía sobre el borde de la chaise longue, amenazando con caer sobre la alfombra mientras el resto de la figura permanecía inmóvil.
– Marchémonos de una vez -cuchicheó Carlos-, este sitio empieza a ser agobiante. Además, no hay nada de interés.
Apenas había dicho esto cuando vieron que madame Longstaffe, como una meretriz que, tras las labores amatorias del día, se reconforta con el más burgués de los placeres, alargaba una mano para servirse, de una mesita contigua, una diminuta taza de té de agradable aroma.
– Vamonos ya, el dichoso perrito puede descubrirnos en cualquier momento.
Pero no pasó nada.
El olor a té, que se extendió muy pronto por toda la habitación flotando por encima de los muebles, hizo estornudar a Fri-Fri y cantar a madame Longstaffe una vieja canción que sonaba algo así como mamba umbé yamamabé, o cosa parecida, con una voz de vieja mezzo que no impresionó demasiado favorablemente a los dos espías ocultos en las sombras. Omi mambambá, amba umbé yamamabé, desafinaba madame. Entre la música y el olor de la cocción, que era fuerte, a Carlos casi se le antojó ver un destello de vida en los ojos de la apolillada raposa que había en la vitrina de la izquierda. Agarró con más fuerza el frasquito de la bruja, no fuera que por descuido (o por la impresión) lo dejara caer y alertara a la dama, que aún sorbía su té en una taza tan diminuta que Carlos llevaba contadas ya tres las veces que la dama la había tenido que rellenar. Fue al servirse la cuarta taza cuando la adivina comenzó a hablar. Pero en ningún momento se volvió hacia ellos, sino que, tumbada en la misma posición de abandono, simplemente dejó oscilar aún más su babucha veneciana, de modo que ésta parecía tener vid apropia, o al menos hablar con la eficacia de un muñeco de ventrílocuo al que le hizo decir:
– Quien cree que está mortalmente enfermo, no morirá del mal que le hiere, sino de hielo; y quien cree que las palabras matan, no debería llevarlas tan cerca de su corazón.
Carlos miró a Néstor, que ya no reía.
En ese mismo momento, una carcajada, que no provenía del muñeco de ventrílocuo sino de la maestra de títeres, llenó la estancia.
– Sabía que no iba a marcharse tan fácilmente -dijo-. Ni siquiera los que, como usted, amigo Néstor, juran no creer en los presagios, pueden resistir la tentación de averiguar qué les depara el destino, ¿verdad? Pero el destino es tan tramposo…
Y la figura de madame Longstaffe se incorporó en ese momento en su chaise longue; recogió las piernas sobre sí mismas y ya no dejaba ver sus pies ni las babuchas parlanchinas; bien al contrario, todo el efecto era sólo el de un tronco de mujer, un busto parlante erguido en el frontal de la chaise longue, con una taza de té en la mano.
– No. No se vaya aún -le dijo a Néstor, como si leyera sus pensamientos. Sólo le haré una advertencia, y créame que si sigue mis consejos, tendrá mucho que agradecerme.
– Hay futuros que es mejor ignorar, madame. Sobre todo cuando uno sabe que no pueden cambiarse.
Pero la vieja insistió:
– Sólo le diré esto, escuche: Néstor no morirá. Usted haga lo que quiera: disfrute amigo mío, ame, escriba una novela indiscreta, aprenda a tocar el fagot, cualquier cosa. No se preocupe por su futuro porque madame Longstaffe lo ha visto claro: Néstor no ha de temer peligro alguno hasta que se conjuren contra él cuatro tes -dijo.
El cocinero hizo intento de protestar, pero la bruja, más erguida que nunca, mostraba su tacita como si dentro de ella flotaran todos los misterios.
– A usted le aqueja un mal incurable, pero no tiene nada de qué preocuparse, se lo aseguro.
– Vamos, madame…
– … demasiadas casualidades -continuó ella-. Para que su suerte se vuelva adversa, antes han de juntarse… cuatro tes, y eso es imposible, ¿no cree?, aunque las casualidades son bromas que los dioses gastan a los mortales.
Madame Longstaffe volvió a reír y también pareció hacerlo el perrito, pero luego:
– No debió quedarse escuchando tras la puerta, amigo Néstor -y ya no había risas-, verdaderamente no debió hacerlo. Si su único deseo era comprar un filtro amoroso para nuestro joven amigo, habría sido más práctico llevar al muchacho a otra adivina; de esas bobadas se ocupan las videntes de tres al cuarto, pero usted buscaba algo más, ¿me equivoco? Sí, sí, porque en realidad vosé (vosséh, había pronunciado madame Longstaffe, con una «e» expirada como si no fuera una pitonisa de rasgos europeos, sino la mismísima Mae Senhora, o por lo menos Aspasia Guimaráes do Pinto, famosa yarolixá de Bahía, sólo que sin el respetable aspecto yoruba de ésta, y mientras despedía a sus clientes con un impacienté aleteo de la mano)… vosé ha venido aquí a conocer su propio destino y ahora ya lo sabe: ningún peligro debe temer hasta que esa conjunción de cuádruple mala suerte se produzca.
Lo dijo y lo volvió a repetir ahora con cierto asco de hooligan británico: cuatro tes, qué cocción más infame.
Es posible que su voz fuera la de madame Longstaffe o la de Mae Senhora, o incluso la de Aspasia Guimaráes do Pinto, pero la cara… la cara era la de Malcolm McDowell, el de La naranja mecánica, esta vez no había duda. Incluso les guiñó un ojo al decir: ningúm peligro.
Tramposa, embustera, charlatana y, lo que es aún peor, amante de las medias verdades que tanto engañan, haciéndonos creer que el futuro se va a desarrollar según sus profecías. Ladrona de ilusiones. Maldita-bruja-fullera. Todo esto pensó Carlos, arrodillado junto al cadáver de su amigo Néstor, mientras la cocina de los Teldi se iba llenando de ruidos y de gente. Pobre amigo. Allí estaban todos ahora mirándolo. La pequeña Chloe Trías, descalza, y posiblemente también desnuda bajo una larga camiseta en la que podía leerse Pierce my tongue don't pierce my heart. Detrás de ella, Serafín Tous, el amigo de la familia, en una prudente retaguardia, como si un reparo supersticioso le hiciera temer que el finado fuera a resucitar de improviso como un Lázaro cualquiera. También estaba Karel Pligh, intentando explicar a los dueños de casa dónde y cuándo había encontrado al cocinero. Y junto a él, Adela (tan hermosa, a pesar de lo intempestivo de la hora, pensó Carlos, con su cara lavada y los ojos brillantes y muy sabios como si toda aquella desgracia no fuera sorpresa para ella), mientras que su marido, el señor Teldi, escuchaba las explicaciones de Karel, impacíente por hacerse lo antes posible con la situación, él, el amo.
– Bueno, bueno, tranquilicémonos. Se trata de un accidente muy lamentable, eso es todo -dijo, y luego-: En cualquier caso habrá que llamar a la policía, no hay más remedio… ¿Me prestan un bolígrafo? ¿Dónde habéis dejado el teléfono? Aunque como hoy es fiesta, seguramente no contestará nadie o estará comunicando; los milicos… la policía, quiero decir, es igual de incompetente en todo el mundo.
Y ya tenía el teléfono en la mano para marcar el número mientras paseaba el capuchón del bolígrafo sobre la mesa de la cocina, irritado al comprobar que, en efecto, la comisaría comunicaba. Volvió a marcar y observó, mientras tanto, otros objetos que había sobre la mesa: una batidora de mano perfectamente limpia, un juego completo de cuchillos nuevos y, en una esquina, un ejemplar del Brillat-Savarin, tapado por un paño de cocina como una palia sobre un altar pagano. Hay que admitir que el tipo era un cocinero de primera, pensó (y también un hijo de puta, un verdadero hijo de puta), pero esa segunda reflexión formaba parte de pensamientos que Ernesto Teldi había aprendido a encadenar al mundo de los sueños para que no lo molestaran, de modo que volvió a marcar… 0… 9… 1 con más brío 091, a ver si había suerte.
– ¿Policía? Mire, vaya tomando nota… Al habla Ernesto Teldi, de la casa de Las Lilas, en el camino de Las Adelfas, número diez bis… Ha habido un accidente; no… nada dramático, en fin, que podría haber sido alguien de la familia, algo mucho peor, quiero decir.
Mientras hablaba, Teldi retiró el trapo de cocina que tan esmeradamente había colocado Karel Pligh sobre el Brillat-Savarin, pero la conversación se alarga, lo hacen esperar, transfieren la comunicación de un departamento a otro y Teldi, mientras tanto, pasea el capuchón del bolígrafo por las tapas del libro. Repara en que para ser un manual sobre el arte de la cocina está escrupulosamente limpio; no hay sobre él ni una mancha de grasa, ni una costra, limpio como un misal.
– ¿Cómo?, que le repita una vez más el nombre de la casa? Ya, ya, el ordenador que va lento, claro. Vamos a ver: Las Li-las.
Otra vez el capuchón del bolígrafo reinicia su paseo sobre la cubierta del libro, ahora contornea las letras doradas del volumen, se adentra en los suaves surcos de la piel antes de bajar por el canto de las hojas y tropezar con algo que sobresale; se trata del folio de papel que Karel Pligh ha guardado entre sus páginas, una vez descubierto el cadáver de Néstor.
– No, no, el diez bis del camino de las Adelfas: B de burro, I deItalia, S de… Eso es, se trata de una bifurcación del camino de Las Jaras…
Y Teldi juguetea con esa hoja intrusa, la tañe con el dedo como si fuera la cuerda de una guitarra, pero nadie observa sus movimientos. Hay cosas más importantes que hacer: Serafín Tous sugiere que alguien abra una ventana, mientras Chloe Trías, con un encogimiento de hombros (y tras una mirada de Karel, su novio, fácilmente interpretable), decide subir a ponerse al menos unos pantalones. Adela, por su parte, aprovecha los cristales opacos de la ventana, el más benigno de los espejos, para retocarse un mechón de pelo antes de mirar a Carlos y de comprobar que él es el único que piensa en el muerto, ya que se ha despojado de su chaqueta y cubre con ella la cara del amigo.
Es una lástima, piensa Carlos, que la prenda no sea lo suficientemente larga como para tapar todo el cuerpo, pues el cadáver de Néstor parece haberse desparramado de alguna manera; tiene los brazos y las piernas en forma de aspa como si todos los músculos, al deshelar, hubieran decidido abrirse como una flor mortuoria, incluso los de los dedos, tal como delata ese pulgar derecho muy tieso y manchado de azul. Pobre amigo, repite Carlos, y la frase es ya casi como una letanía. Tal vez Néstor antes del accidente haya aprovechado para anotar algo en su cuaderno con ese mismo bolígrafo con el que ahora juguetea Teldi. Quizá haya aprovechado la tranquilidad de la madrugada para añadir unas líneas en la libreta de tapas de hule que lo acompaña a todas partes. ¿Dónde la habrá dejado? Por ahí estará, sobre la mesa de la cocina o junto a los fogones. Ya la buscaré cuando Teldi termine su conversación telefónica, piensa Carlos. Le gustaría guardarla como recuerdo.
– ¿Cómo? -se sulfura ahora Ernesto Teldi-. ¿Tampoco conoce el camino de Las Jaras? ¿Pero en qué mundo vivimos? Señorita, mire usted, hasta los tontos saben que está a la altura del kilómetro veinticuatro de la comarcal Coín-Ojén… Eso es, parece que ya vamos entendiéndonos. ¿Qué otro dato necesita?… Vaya, vaya, tampoco lo apuntó, ¿eh? Se lo repito: me llamo Ernesto Tel-di… Seldi no, le he dicho Teldi, T-e-l-d-i… sí, eso es, con te de tortuga.
Carlos lo mira y se sonríe tristemente: el tono, la insistencia, lo ridículo de la comparación. Es el tipo de comentario que hubiera hecho reír a Néstor.
Pobre amigo. El muchacho echa otro vistazo por la cocina, pero ya no piensa en la libreta de hule, tampoco en Teldi y en su llamada telefónica; tienen razón los otros: hay cosas más urgentes de que ocuparse, pero entre sus pensamientos se cuela una vez más la voz del gallego Teldi, que casi parece improvisar la letra de un extraño tango, aunque él no sea argentino.
– La vida, ¿vio? Cosas que pasan, morir congelado, una macana.