CUARTA PARTE

EL JUEGO DE LOS ESPEJOS

– En este incidente -dijo el padre Brown- ha habido un elemento retorcido, feo y complejo que no corresponde a los rayos directos del cielo o del infierno (tampoco a los de la magia). Igual que uno reconoce el camino torcido de un caracol, yo reconozco el camino torcido del ser humano.

G. K. Chesterton,

El candor del padre Brown

Ese truco lo hacen con espejos, ¿verdad?

Agatha Christie


1 LLEGADA A LA CASA DE LAS LILAS

Las casas en las que está a punto de producirse una muerte repentina no se distinguen en nada de otras casas más inocentes. Es mentira que las maderas de los escalones crujan con sonidos semejantes al graznido de un cuervo y que las paredes parezcan tristes centinelas a la espera de algo perverso. También es falso que las cámaras frigoríficas Westinghouse, que horas más tarde habrán de cerrarse tras alguien y para siempre, ronroneen, invitando al incauto a meterse dentro. Todo esto es mentira y, sin embargo, sobre el felpudo de entrada de Las Lilas podía verse claramente una enorme cucaracha. Las cucarachas son insectos desagradables y con un terco sentido de equipo. A menudo, cuando uno acaba con la vida de un ejemplar, surge, nadie sabe de dónde, otro idéntico que lo reemplaza. Una segunda cucaracha tan gorda y lustrosa como la anterior que se comporta igual que la primera, con estoica exactitud, como ocurrió esa mañana con la cucaracha (o mejor dicho varias) que los personajes de esta historia se fueron encontrando sobre el felpudo a medida que llegaban a Las Lilas.

Si esta presencia puede considerarse un presagio o una señal, es cierto que la señal fue vista por todos, allí, desafiante, y moviendo las antenas. Y al verla, cada uno hizo lo que suelen hacer todas las personas cuando se encuentran con una cucaracha: aplastarla con el pie.


Ernesto y Adela Teldi, los primeros en llegar a la casa, al ver al feo insecto, aprovecharon para cruzar unas palabras: las primeras que intercambiaban después de horas de compartido silencio. No se habían hablado durante el trayecto en avión desde Madrid, y tampoco habían hecho más que algunos comentarios indispensables durante el viaje del aeropuerto hasta Coín, que era donde se encontraba Las Lilas, una casa antigua cubierta en buena parte por una glicina que los profanos solían confundir con las lilas que daban nombre al lugar.

– Ya te advertí que los guardeses que habías contratado eran un desastre -dijo Ernesto Teldi-. Encontrar una cucaracha en el jardín es algo inaudito, quién sabe qué nos espera al entrar en casa.

Metió la llave en la cerradura mientras echaba un vistazo en derredor. El resto del jardín parecía aceptablemente cuidado: unas hortensias azules crecían a ambos lados de la puerta principal, otros parterres estaban igualmente hermosos y, salvo algunas hojas que el viento arremolinaba en una esquina, el césped estaba cuidadosamente rastrillado, de modo que se destacaba al fondo una pequeña fuente con nenúfares y un seto de boj.

– Al menos el jardinero parece una persona cumplidora -comentó Teldi-; en cambio, ese matrimonio de guardeses holgazanes, ni siquiera está aquí para abrir la puerta. Me pregunto dónde se habrán metido -añadió al tiempo que hacía girar el pomo para entrar.

Con el primer paso hacia adelante, Ernesto Teldi aplastó la cucaracha, la carcasa del bicho crujió bajo la suela, y diciendo carajo, se limpió los restos del insecto sobre el felpudo. Segundos más tarde, Adela y él ya habían entrado en Las Lilas, donde tendrían que enfrentarse a un segundo contratiempo doméstico: los guardeses los esperaban con gran agitación para informarles que no podrían quedarse para la fiesta, ya que tenían que irse a toda a prisa a Conil de la Frontera por un asunto familiar mu grave, mu grave señora, lo siento en el alma, qué contrariedad.

– Que se vayan ahora mismo, en este instante, y que no vuelvan -había dicho Teldi, dirigiéndose no a sus empleados, sino a Adela, como si ella fuera la culpable de los asuntos familiares mu graves.

Y Adela, conciliadora, había pactado que se quedaran, por lo menos hasta que llegara el equipo de La Morera y el Muérdago, para explicarles el funcionamiento de la casa y dónde estaba todo. En ese momento Teldi se había dirigido a los guardeses por primera vez para exigir con la contundencia contrariada que se dedica a los desertores:

– Y antes de desaparecer para siempre de mi vista, llévense con ustedes esa cucaracha muerta, hagan el favor.


– Una asquerosa cucaracha -dijo Chloe dos horas más tarde, al encontrarse con idéntica sabandija sobre el felpudo, pero ésta muy viva, y moviendo las antenas en señal de bienvenida-. ¡Puaj!, qué asco, ¿quién coño le da matarile? Mi conciencia no me permite hacerle daño a los animales, pero es que hay que fastidiarse, joder.

Néstor y Carlos se detuvieron al ver el bicho. A Néstor, como a todos los cocineros, las cucarachas le resultaban repugnantes, y así se lo hizo saber a los guardeses cuando acudieron a abrirles la puerta.

– Yo no sé de dónde ha podido salir -se excusó la guardesa-, acabamos de limpiar otra igualita. Seguramente el señor Teldi se la trajo de la calle pegada a la suela, porque en esta casa no hay bichos. La cocina está como los chorros del oro, se lo juro; pase, pase por aquí y lo verá.

Entraron Néstor y la guardesa.

– ¿Y la puta cucaracha? -preguntó Chloe-. Mátala tú, Carlos.

Y Carlos, que no tenía remilgos para estas cosas, aplastó al insecto igual que había hecho Ernesto Teldi.

– Ya está -dijo-. Vamos, Chloe, llévate estos bultos a la cocina; Karel está aparcando el coche y tengo que ayudarle a desembarcar el resto de los cacharros.


«Caramba, he aquí una sváb muy repugnante -pensó Karel Pligh, al ver una tercera cucaracha sobre el felpudo, tan lustrosa y húmeda como sus hermanas-. ¿Cómo demonios se dirá sváben español?», caviló por un segundo, sin imaginar que, gracias a su gran cultura musical, había cantado en muchas ocasiones una famosísima canción mexicana dedicada a este insecto. Pero Karel no tenía tiempo para hacer más reflexiones entomológicas ni musicales en ese momento. Llevaba sobre sus hombros una cesta llena de peroles, sartenes y todos los utensilios de cocina necesarios para que Néstor preparara la cena en Las Lilas esa noche. Por eso, Karel, al pasar, aplastó la sváb con toda la contundencia de sus zapatillas Nike y siguió camino de la cocina: quedaba mucho por hacer y multitud de cosas que organizar antes de la llegada de los invitados.


El matrimonio Teldi y los empleados de La Morera y el Muérdago dedicarían toda la mañana y buena parte de la tarde a los preparativos, cada uno en su área. Teldi, por ejemplo, se encerró en la biblioteca para hacer varias llamadas de teléfono; quería confirmar que ninguno de sus invitados había sufrido un percance de último momento que le impidiera asistir. Adela por su parte, después de una detallada reunión con Néstor sobre los pormenores del menú (qué extraña idea, tenía la sensación de haber visto antes esa cara, pero ¿dónde?, ¿dónde había visto un bigote igual? Seguramente se acordaría dentro de un rato, pero en todo caso, y por si la coincidencia no fuera grata, lo mejor sería no dar la impresión de que le resultaba familiar: siempre es preferible, en estos casos, hacerse la desmemoriada), hizo un ruego al cocinero: ella prefería no tener que dar órdenes directas a los ayudantes de la empresa.

– Usted ocúpese de todo, señor Chaffino, incluso de los arreglos florales, use con libertad las flores del jardín si es necesario -dijo-; tengo algunas cosas que decidir con mi marido en el piso de arriba y, en cuanto pueda, pasaré por la cocina para que controlemos juntos los imprevistos que puedan surgir.

Néstor la tranquilizó diciendo que ésa era precisamente la ventaja de haber contratado sus servicios: no necesitaría ocuparse de nada. Ni de la comida, ni del arreglo de la casa (a pesar de la deserción de los guardeses).

– Somos pocos pero eficaces, señora, y estamos muy compenetrados. Eso es lo más importante. Los chicos, especialmente Carlos, son como mis hijos, ya lo comprobarás.

Y después de esta declaración, rematada con un inesperado tuteo que sorprendió a la señora Teldi (ha sido un lapsus, sin duda, se dijo Adela, no hace falta darle mayor importancia), vio cómo Néstor desaparecía de su vista con esa forma sigilosa de moverse que es el distintivo de los verdaderos especialistas en el arte de la hostelería.


A partir de ese momento La Morera y el Muérdago tomó posesión de Las Lilas.

Mientras los Teldi se desentendían de los preparativos, Karel, Chloe, Carlos y el cocinero se dedicaron a organizado todo, a poner mesas y arreglar flores, a cambiar de sitio muebles. «Hagan lo que quieran», había dicho la señora Teldi, y con la libertad que otorga el tener carta blanca y también con la experiencia de otras tantas fiestas parecidas, al cabo de un rato, los componentes de La Morera y el Muérdago entraban y salían de las habitaciones con toda soltura, igual que si se movieran en terreno conocido. Y fue así, trabajando a su ritmo y sin supervisión externa, cómo cada uno de los empleados tuvo oportunidad de descubrir una casa de Las Lilas muy diferente. Dicen algunos que las casas cambian de personalidad dependiendo de quién las mire. Que son agradables o amenazadoras, bellas o no, simpáticas u hostiles, según el ojo que las observe o un particular estado de ánimo. Dicen también que nadie ve lo mismo aunque todos miren idéntico espacio, y debe de ser cierto, a juzgar por las distintas impresiones que Las Lilas causó en los recién llegados. Néstor, por ejemplo, tuvo un sobresalto al entrar en el salón con idea de pasar el plumero. Una sensación incómoda le recorrió la espalda, pero es muy posible que, en este caso, no pudiera atribuirse a la decoración de la casa, sino a un objeto en particular que le provocó inquietud: la bandeja del correo.

– ¿Qué mira usted? -interrogó Ernesto Teldi, que entraba en ese momento a buscar el periódico.

Néstor puso en marcha el plumero con un toque de muñeca de lo más diestro y, como si se interesara en las paredes y en los objetos más insignificantes, fue levantando una nube de polvo para protegerse.

– Bonita decoración, una hermosa sala -dijo-, quedará muy bien en cuanto la limpie un poco y la adorne con rosas del jardín, ya verá señor -añadió, volviéndose de espaldas para que Teldi no viera hacia dónde había dirigido su mirada.

Ernesto entonces recogió de la bandeja del correo lo único que había: un sobre abultado escrito con tinta verde y caligrafía trémula.

«Carajo», pensó Teldi, antes de desaparecer con el sobre.

«Carajo», pensó también Néstor, sacudiendo aún más el plumero como si de pronto la casa se le antojara llena de invisibles telarañas.


A Carlos García, en cambio, Las Lilas le pareció una casa luminosa y tranquila que le recordaba mucho a su infancia. Procurando no desatender su trabajo, Carlos se las arregló para ir de habitación en habitación creyéndose por un momento que se encontraba en Almagro 38. Pero no en el piso decadente y abandonado que muy pronto dejaría de pertenecerle, sino más bien en la misteriosa casa llena de rincones que había conocido de niño y que llevaba el sello de Abuela Teresa. Para Carlos, Las Lilas y Almagro 38 se parecían como madre e hija. Incluso reparó en que la elección de los colores era la misma: el vestíbulo estaba pintado de rojo… el salón de amarillo y los dormitorios ¿cómo serían? Carlos olvidó por un momento que esa casa pertenecía no sólo a la mujer con la que había compartido horas de amor en un hotel, sino también a su marido y, como un niño curioso, decidió echar un vistazo a los dormitorios, quizá esperando encontrar un vestidor lavanda o una habitación secreta en la que abrir un armario.

– ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí arriba? -dijo una voz que, afortunadamente, no era la del dueño de casa, sino la de Néstor Chaffino desde la puerta-. ¿Qué demonios haces abriendo armarios?

Carlos se sobresaltó. La escena se parecía tanto a la de aquella lejana tarde en la que, escapado de la siesta había sido sorprendido por una criada en el cuarto del fondo, que se oyó respondiendo estúpidamente: -Nada, Nelly, nada, te lo juro.

Néstor lo miró. Su expresión era muy distinta a la que el muchacho recordaba en la cara de Nelly el día que descubrió a la dama del retrato dentro del armario, pero la situación era la misma.

– ¿No vas a decirme nada? -preguntó Carlos, prefiriendo una reprimenda a esa actitud indefinible de su amigo-. ¿No vas a decirme que vuelva a mi trabajo, que deje de revolver en armarios ajenos, no vas a hacerme preguntas, Néstor?

Pero Néstor, que ya se alejaba hacia la puerta, sólo se volvió a medias para decirle:

Cazzo Carlitos, algún día te darás cuenta de que en la vida hay veces en las que es preferible no hacer preguntas. Sobre todo cuando uno sospecha que no le va a convenir conocer la respuesta. -Y luego añadió, ya en otro tono-: Vamos, bajemos a la cocina; Chloe y tú tenéis que ayudarme con la cena.


Para Karel Pligh, en cambio, Las Lilas no era cálida, ni amarilla, ni tenía rincones. Tampoco le evocaba recuerdos de infancia, sino que le parecía una mansión sacada de una novela. Una casa irreal llena de cuartos de baño, más de uno por persona, contabilizó Karel, y luego todo ese espacio desperdiciado; aquí cabrían por lo menos quince familias. Él iba y venía por el comedor colocando sillas en torno a las mesas, cinco en total, y sobre cada una puso un candelabro y un centro de flores. Y al hacerlo, se entretenía en cuidar los detalles como un buen escenógrafo. La vida en Occidente a lo que más se parece es a un decorado -pensó-. A Karel le gustaba esa sensación. Esta noche podría aprender muchas cosas sobre cómo son las reuniones sofisticadas y, si era buen observador y se aplicaba en hacer las cosas bien, tal vez un día, quién sabe, él también podría estar invitado a una cena como ésta o incluso tener una casa parecida a Las Lilas; sólo era cuestión de trabajar mucho y tener suerte.

En ese caso, Chloe estaría orgullosa de mí -se dijo-. Pero quién sabe, Karel no estaba muy seguro de que así fuera.

¿Qué esconderían las niñas adorables y caprichosas debajo de sus nucas rapadas y de su pelo cortado a lo paje? -caviló-. Y como tantas otras veces, no pudo encontrar más respuesta que ésta: misterios del mundo occidental, siempre misterios.


Chloe estaba en la cocina con Néstor y Carlos pelando tomates. Centenares de tomates, montañas de tomates, que le impedían hacer reflexiones sobre Las Lilas. De haberlas hecho, seguramente le habría parecido que la casa de los Teldi era igual de horrible que la de sus padres, sin ningún calor de hogar y decorada sólo para las apariencias. Falso su acogedor aspecto, mentira la calidez de su vestíbulo que invitaba a entrar; y otra gran impostura: el ambiente de hogar de la chimenea encendida. En esta cueva no hay ni un puto sentimiento verdadero, habría sacado como conclusión Chloe si no hubiera estado tan atareada pelando tomates.

Pero muy pronto se aburrió de esta tarea mecánica y le dijo a Néstor:

– Esto es un rollo. Cuando de pequeños mi hermano y yo entrábamos en la cocina, siempre nos entretenían contándonos historias. ¿Tienes ahí esa libreta llena de infamias de la que no te separas nunca, Néstor? ¿Por qué no nos lees algo para pasar el rato? Venga, léenos algo.

– Cincuenta y cuatro, cincuenta y cinco, tú de momento dedícate a los tomates y déjate de historias. Necesitamos exactamente sesenta y seis peladuras para hacer las flores de adorno, dos por plato; a ver cómo te salen, querida -ordenó Néstor.

Por unos minutos la conversación cesó en favor del trabajo metódico. Las Lilas bullía con el ruido de actividades diversas. Desde donde estaba, Néstor podía oír sonidos en diferentes planos: primero a Carlos picando hielo en el fregadero de la cocina; más allá de la puerta, a Karel poniendo las mesas. Y Ernesto y Adela, ¿qué estarían haciendo? Néstor se los imaginó muy lejos, en sus habitaciones, aunque ella no podía tardar mucho en bajar a la cocina, se iba haciendo tarde.

– Venga, Néstor, esto es un verdadero coñazo. ¿Por qué no nos cuentas a Carlos y a mí otra historia de esas que guardas en tu libreta? Me gustan mucho las historias -insistió Chloe-, pero no por cotilleo, te lo juro, Néstor. Todos tenéis una imagen equivocada de mí. Porque aunque pienses que yo no tengo en la cabeza otra idea que pasarlo bien, me interesan más cosas, me va la literatura, por ejemplo. ¿A que no te lo imaginabas? Eso se lo debo a mi hermano Eddie, que quería ser escritor.

A Néstor esta conversación le había parecido otra tontería de Chloe. Un cocinero cuya responsabilidad inmediata es preparar una cena para un grupo grande y selecto de personas, no tiene tiempo que perder; por eso no prestó atención a las palabras de Chloe, ni cuando habló de su hermano muerto, ni cuando le explicó que Eddie quería ser escritor: «como tú, Néstor».

¿Cómo yo? -pensó Néstor por un instante, y con una carcajada-, ¿a mí qué me importan los escritores? Pero inmediatamente se desentendió de Chloe, porque se le estaba derramando la bechamel.


Siempre era igual: cuando Néstor estaba en pleno ejercicio de su obligación no atendía a ninguna otra cosa. No existía para él nada que no fueran los peroles o, como en este caso, la bechamel y las flores de tomate que necesitaba para adornar los platos en los que luego se serviría una ensalada tibia de bogavante.

De no haber sido así, de no haber sido un cocinero tan concienzudo y atento a los guisos, se habría alarmado por la escena que tuvo lugar a continuación.

Chloe continuaba hablando cada vez más alto a medida que notaba que no conseguía atraer la atención del cocinero ni la de Carlos.

– Venga, Néstor, no me seas borde, sólo una historia, aunque sea repetida, no me importa; cuéntanos otra vez ese asunto de la mujer que dejó morir a su hermana en Buenos Aires, aquella tía que se tiró por la ventana, ésa sí que era una historia guay.

Néstor no vio que la puerta se abría: la bechamel acaparaba toda su atención. Tampoco Chloe notó nada y sólo Carlos se dio cuenta de que la hoja cedía para dejar paso a Adela Teldi que, al oír aquellas palabras, se detuvo en seco.

– Una historia de película, de película de terror, tío, cuéntanosla otra vez.

Tal como se había abierto, la puerta volvió a cerrarse, y Carlos continuó picando hielo y escuchando las tonterías de Chloe como si no hubiera visto nada. Es mejor así -se dijo-. Adela, al verme, ha preferido esperar, y tiene razón. Conviene que nuestro primer encuentro en Las Lilas sea sin testigos; apuesto que si hubiera entrado ahora, así, sin preámbulos, Néstor nos lo habría notado en la cara.

– Joder, Néstor, joder, Carlos-continuaba Chloe-, podríais hablarme, digo yo. No sé por qué el trabajo tiene que estar reñido con la comunicación humana.

Pero ni Néstor ni Carlos la escuchaban. El uno porque pensaba en salsas, el otro en amores y Chloe, aburrida, se dedicó a vagar la vista por la cocina hasta que su atención se fijó en la puerta de una gran cámara frigorífica que había al otro lado. «Westinghouse 401 Extracold», leyó distraídamente, y luego se detuvo a observar cómo la puerta, que era de acero inoxidable o de algún metal plateado, la reflejaba, aunque distorsionando y aumentando su cara como un espejo caprichoso. Chloe se divirtió arreglándose el pelo y comprobando cómo los piercing -sobre todo los de los labios- le daban un aspecto dabuten, tía -se dijo-. Y riéndose ante esa voluble imagen de espejo de feria, ya no pensó más ni en Carlos ni en historias de infamias, y tampoco en Néstor, ni en su libreta de hule. Treinta tomates más tarde, cuando ya todas las flores estaban cuidadosamente repartidas en los platos, Chloe preguntó a Néstor qué más quería que hiciera. Y Néstor, tras consultar el reloj, le había dicho que en la cocina ya no necesitaba ayuda y que subiera a cambiarse. Aún es temprano, pero conviene que compruebes que tu uniforme está perfecto y el delantal impecable. Venga, sube, Carlos y yo terminaremos con esto, tú procura planchar bien tu ropa. El resto de las instrucciones ya las sabes, querida: espero que dejes las argollas, los pendientes y demás piercing bien guardaditos en tu enorme mochila; qué demonios llevarás ahí dentro, cualquiera diría que la has preparado para una excursión de quince días al desierto.

– Mujeres -dijo Néstor con una sonrisa. Estaba de muy buen humor: todo marchaba divinamente.


En la habitación que comparten Chloe Trías y Karel Pligh suena una canción de Pearl Jam. Chloe ya se ha duchado y, con el pelo húmedo envuelto en una toalla, busca en su mochila el uniforme de doncella, una severa bata gris con cuello y puños blancos, un delantal de organza e incluso una pequeña cofia que las empresas de cáterin prestigiosas como La Morera y el Muérdago han rescatado de los baúles para dar otro toque de distinción a sus servicios.

– Joder, dónde está el disfraz de mucama -se impacienta Chloe, y empieza a sacar de la mochila prendas y más prendas, todas las que ha recogido en casa de sus padres el día anterior.

Demasiadas cosas: camisetas, biquinis, unas bermudas chinas muy apropiadas para pasearse por el jardín de Las Lilas; todo está ahí menos el uniforme. Y Chloe preocupada busca, revuelve. Manda pelotas, ¿me lo habré olvidado con tanta coña en casa de los viejos?, con las prisas, ya no sé ni lo que cogí, pues aquí no está, y ahora qué hago, Néstor es un tío legal, pero no va a gustarle un pelo que no tenga la ropa adecuada.

Son las siete y media. Temprano pero no lo suficiente como para resolver el grave contratiempo de haberse olvidado el uniforme en Madrid. Coño, coño, coño. Y Chloe se pone a dar vueltas por la habitación hasta que se le ocurre una idea salvadora, la única posible.

Mira en el armario. Karel tiene dos uniformes de camarero: un chico tan precavido nunca se permitiría viajar sin traje de repuesto; ésta es una profesión en la que hay que estar preparado para todo tipo de imprevistos, y Karel Pligh lo está, afortunadamente. Ahora la niña ya sabe lo que va a hacer.

– Será divertido vestirse de tío -dice.


Una hora más tarde suena el timbre. Es pronto aún para que sea alguno de los invitados, de modo que Karel Pligh, sin abrir la puerta, asoma la cabeza por una ventana. Ante la entrada principal ve a un caballero de cara amable y pelo cortado al cepillo que lleva en la mano una maleta pequeña.

– Buenas tardes, soy Serafín Tous -dijo el hombre.

– ¿Viene usted para la fiesta? -preguntó Karel desde la ventana sin mucha idea de cuál sería el protocolo en estos casos.

Serafín sonrió. Estaba de muy buen humor, más aún al comprobar que el bello rostro de Karel, enmarcado en la ventana como un retrato, no le producía esa terrible desazón que se había instalado en su vida de un tiempo a esta parte.

– Estoy invitado a la fiesta y también a pasar la noche; pregunte usted, si quiere, a la señora Teldi, joven; vaya y pregunte.

Serafín espera unos segundos hasta que Karel abre la puerta.

– Buenas tardes, señor.

Y Serafín Tous puede ver, detrás de Karel Pligh, el interior sereno de Las Lilas. Una casa tan apacible, perfecta, perfecta, siempre le digo a Adela que me recuerda a un balneario, un sitio donde se curan todas las angustias -piensa.

– ¿Me permite, señor? ¿Quiere que le lleve la maleta?

Al recoger el equipaje y adelantarse (sígame, señor, yo le señalo el camino), Karel Pligh ha dejado al descubierto una gran cucaracha húmeda y lustrosa que saluda a Serafín Tous desde el felpudo. Pero Serafín es miope y está de buen humor, por eso se confunde de bicho. Un bonito escarabajo pelotero, se dice, y le da un empujoncito con el pie, qué bonito, qué bonito es el campo, justo lo que él necesitaba en estos momentos para alejarse de todo peligro y de los posibles testigos de su secreto.

– Vamos, vamos -le dice con toda delicadeza a lo que él cree un escarabajo-, vete por ahí a hacer pelotas.


Poco más tarde, Serafín Tous había cambiado por completo de opinión. Si el incidente de la cucaracha hubiera ocurrido dos horas después, seguramente no habría confundido al insecto con un escarabajo, y la casa de Las Lilas, que al llegar le había parecido apacible, según su nueva percepción ahora se le antojaba decadente y llena de cachivaches, la típica casa de un coleccionista con mucho dinero y poca alma. Sí. Eso pensó Serafín Tous, sentado en la terraza de Las Lilas con el periódico en una mano, una copa de jerez en la otra y las dos temblando por lo que le acababa de suceder; minutos después de instalarse en tan relajada postura, había visto aparecer por un ventanal de la terraza los inconfundibles bigotes en punta que ya lo habían sorprendido una vez en el club Nuevo Bachelino y otra en casa de madame Longstaffe.

– Buenas noches -dijeron los bigotes-. Dejaré esto aquí con su permiso; son para adornar la terraza.

Y aquel hombre, al depositar unas velas sobre la mesa, lo miró con una sonrisa tan poco tranquilizadora que Serafín no pudo evitarlo: el jerez se le derramó sobre los pantalones. Una mancha rubia y sospechosa comenzó a extendérsele desde la ingle.

– Dios santo -se dijo, y a continuación-: Nora, tesoro, ¿es que no hay nada que puedas hacer para salvarme de esta horrible coincidencia?

2 TODOS QUIEREN MATAR A NÉSTOR

Si madame Longstaffe, famosa adivina bahiana (y también gran coleccionista de animales disecados), hubiera estado convidada a aquella fiesta de especialistas en objetos raros, sin duda habría captado que sobre la casa de Las Lilas se cernía la sombra de un crimen. Pero madame Longstaffe no estaba invitada, y aunque lo hubiese estado, tampoco habría tenido ocasión de percibir tan amenazadora sombra, pues cuando Las Lilas se vio invadida por esa inquietante y negativa energía, ninguno de los invitados estaba presente.

Los coleccionistas aún tardarían un buen rato, y en la casa no había más personas que las ya conocidas en esta historia, cada una vistiéndose para la cena. Y mientras lo hacían, tal como ocurre cuando la gente se entrega a rituales rutinarios -ya sea lavarse los dientes o vestirse-, las ideas volaban libres, tan inconscientes que, de pronto, cuatro de estos personajes coincidieron en un único pensamiento: todos querían matar a Néstor. O, al menos, deseaban, con el fervor impotente de las almas que sufren, que ese cocinero sabelotodo nunca se hubiera cruzado en sus vidas.


Es completamente estúpido, estúpido y además injusto, que este tipo aparezca precisamente ahora -iba diciéndose Ernesto Teldi mientras elegía de una cajita los gemelos que se iba a poner esa noche-. Eran dos curiosas piezas en forma de espuela gaucha cuya visión no contribuyó precisamente a alejar de su pensamiento una parte del pasado que deseaba olvidar, sino todo lo contrarío, espoleó su recuerdo hacia ideas muy desagradables.

Muchos años habían transcurrido desde que Ernesto Teldi abandonó Argentina y más de veinte desde que había conseguido que su historial fuera perfectamente respetable y prestigioso. En realidad, siempre lo había sido, a excepción de sus comienzos como contrabandista, pero ¿qué tenía eso de censurable?, ¿acaso el contrabando no había sido el inicio de otras fortunas igualmente respetadas?

Y ahora, al cabo de los años, resulta que este tipo tiene la osadía de presentarse en mi casa creyendo que yo no iba a reconocerlo -piensa Teldi-; llego a Las Lilas, abro una puerta y me lo encuentro pasando un plumero por mis muebles y por mis objetos de arte como si fuera un inocente miembro del servicio doméstico; es increíble. Pero yo jamás confundo u olvido una cara aunque me guardé muy mucho de demostrarlo cuando nos encontramos frente a frente. No hay duda posible: este tipo es Antonio Reig, nuestro antiguo cocinero de Buenos Aires -añadió Teldi, demostrando en un segundo la inexactitud de lo que acababa de afirmar.

Sobre su mesilla de noche, mirándolo con descaro, estaban las tres cartas escritas en tinta verde que había recibido en poco más de una semana. La firma era ilegible y la letra difícil, pero el contenido lo remitía a sus más antiguas pesadillas: los gritos que lo atormentaban por las noches y que callaban de día, el ruido de los motores… y Teldi logró descifrar también un nombre propio, que invocaba claramente un episodio que él suponía olvidado por todos. El nombre era el del teniente Minelli, mientras que otros párrafos farragosos de la carta insistían en recordarle más gritos de muchachos, el oscuro brillo del Río de la Plata, un viaje sin regreso y su avioneta de contrabandista que había servido para cometer un crimen. ¿Y qué pedían esos renglones torcidos que lo acusaban sin firma desde la mesilla de noche?

Dinero, naturalmente.

Muy injusto -se repite ahora Teldi, mirando sus originales espuelas de plata, que son el símbolo de todo lo que ha logrado en la vida con tanto esfuerzo: el dinero, el éxito, el respeto general-. Se lo había ganado a pulso y sin atajos porque lo único oscuro de su pasado era aquel episodio con Minelli la noche en la que el milico le pidió su avioneta y él se la prestó sin hacer preguntas. «Una infamia que usted cometió una vez», así decían los renglones verdes. De acuerdo, tal vez lo fuera, pero sin duda se trataba de una pequeña infamia; y bien cara la había pagado: desde entonces todas sus noches habían estado habitadas por las pesadillas, también por los gritos, repitiéndose idénticos, hora tras hora. La gente suele pensar que los hombres como yo no sentimos ni padecemos, pero ¿qué saben?, ¿qué sabe nadie en realidad? Teldi repasa sus últimos años y se convence de que ha dedicado media vida a hacerse rico y la otra media a hacerse perdonar por haber tenido tanto éxito. Tanto esfuerzo: su labor de mecenazgo… el incalculable dinero que había dado a distintas causas, la creación de sociedades benéficas… pero por lo visto era inútil; ninguna de estas buenas acciones lo redimía a ojos del prójimo. La gente cree que las personas como yo nos mostramos generosas, para purgar algún pecado o simplemente por vanidad, cuando lo cierto es que se trata del patético tributo que los ganadores rendimos al perdedor y que es como suplicarle: mírame, yo también te necesito, necesito que me aceptes, que me admires, necesito que me quieras.

Y ahora -piensa Teldi, mientras acaba de ponerse el otro gemelo, el del puño derecho, que es el que entraña más dificultad-, ahora, tanto esfuerzo se ve amenazado por esta carta: «Usted y yo conocemos lo que ocurrió en 1976», acaba diciendo la letra verde que se parece tanto a una hilera de cotorras sobre un alambre. Teldi está seguro de que aunque esas cotorras contaran estrictamente la verdad, nadie les creería, porque ¿quién iba a creer que el pecado de Ernesto Teldi se limitaba a haber prestado su avioneta al teniente Minelli en una ocasión? Prestar una avioneta una vez sin hacer preguntas no tiene mayor importancia -piensa-, por eso hay que adornar un poco la verdad, y resulta muy fácil hacerlo, pues entre contar las cosas tal como sucedieron e inventarse que yo colaboraba con la guerra sucia no hay más que un paso, del mismo modo que entre la verdad y la interpretación torcida sólo hay un detalle, un diminuto matiz muy útil para un chantajista. «Tenga cuidado, Teldi, recuerde que me sería muy sencillo hacer llegar su historia a la prensa -dice la carta-, piénselo, ya no voy a escribirle más, sino que tengo intención de ponerme en contacto directo con usted para que solucionemos juntos este pequeño… malentendido. Quizá lo haga por teléfono o quizá…» (aquí la letra verde se hacía completamente ilegible, pero Teldi cree entender la pretensión del chantajista). No hay duda -se dice-, con todo el descaro del mundo este tipo ha decidido presentarse en mi casa. Está aquí, aquí mismo. Nunca he visto osadía igual, ¿cómo se atreve?

Se atreve -piensa Ernesto Teldi, que por fin ha terminado de abrocharse los gemelos y comienza a ponerse la chaqueta- porque se cree impune. Él cree que no lo he reconocido y espera el momento para atemorizarme con su extorsión. Y lo peor del asunto es que yo acabaré pagándole lo que me pida, no importa cuánto ni cómo, cualquier cosa, con tal de verme libre de esta maldita sanguijuela.

Ernesto está a punto de abandonar su habitación. Ya decidiré más tarde, después de la fiesta, cuánto le voy a pagar -se dice-; la vida continúa y ahora tengo otros asuntos de los que ocuparme, afortunadamente el dinero sirve para muchas cosas; por ejemplo, para arreglar este tipo de contratiempos y acabar con las sanguijuelas.

Va a salir, su mano se dirige al pomo de la puerta y en ese momento las espuelas de plata rozan el picaporte con un cling apenas perceptible que, sin embargo, en su cabeza suena como una alarma. Entonces piensa que se ha equivocado en el razonamiento, que el dinero no es la solución, y que en el caso de las sanguijuelas, sólo contribuye a engordarlas y a hacerlas más voraces. Una vida entera para lograr la respetabilidad, y en cambio, sólo se necesita un segundo para acabar con una buena reputación. La única sanguijuela inofensiva es la que está muerta -piensa, y se sorprende-. Él ha sido toda su vida un hombre de métodos eficaces pero siempre suaves, pacíficos, y sin embargo a veces…


¿Qué es preferible: engordar una sanguijuela con dinero -y yo tengo suficiente como para afrontar esta sangría sin demasiado esfuerzo- o buscar otro método de acabar con ella? Esta pregunta iba a rondar la cabeza de Ernesto Teldi durante toda la velada.


Por su lado, y víctima de parecida inquietud, Serafín Tous pensaba en la magia para deshacerse de Néstor. Pero no en encantamientos como los que podía utilizar madame Longstaffe ni sus antepasadas las célebres brujas del bosque de Birnam. No; Serafín se entregaba, en ese mismo momento, a retahílas y conjuros caseros que todos hemos invocado alguna vez: si con apretar un botón -se decía tan inofensivo caballero- pudiera hacer desaparecer a este tipo, lo haría sin dudarlo. Si existiera, Dios mío, el modo de pulsar un dispositivo secreto, clic, que hiciera desvanecerse a este peligroso individuo, si estuviera en mi mano cerrar herméticamente una compuerta que lo aislara como se aísla a los microbios en una cámara de frío, como se encerraba antiguamente a los apestados para que no contagiaran y tampoco molestaran con su presencia aterradora…

Serafín Tous está sentado sobre la tapa del retrete. La imagen que presenta es la de un respetable magistrado de pelo gris cortado al cepillo con las rodillas juntas y las piernas valgas formando una equis, mientras las manos se entrelazan sobre los muslos en actitud de súplica. ¿Cómo demonios lograría sobrevivir a la fiesta que dentro de poco iba a comenzar y en la que se esperaba de él un comportamiento sereno? Le aguardaban tres, cuatro, tal vez cinco horas de reunión social en las que debería participar en los comentarios banales, sonreír, admirar convincentemente las obras de arte que Ernesto Teldi les iba a enseñar, al tiempo que se maravillaba con los comentarios de este o aquel invitado excéntrico… En resumen: ¿sería capaz de realizar toda la conocida gimnasia social en este terrible estado de ánimo en el que se encontraba? Serafín arrancó mecánicamente un trozo de papel higiénico largo como sus temores y con él se secó la frente.

Lo más terrible del caso -pensaba- es que sobrevivir a la reunión no supondría ni mucho menos lo peor, sino lo más fácil. Porque con tanto ajetreo, era improbable que Néstor tuviera ocasión de propalar por ahí insidia alguna, desvelar, por ejemplo, dónde y en compañía de quién había sorprendido una vez al magistrado Tous. Gracias a la fiesta, esta noche su secreto quedaría a salvo. Pero se trataba sólo de un respiro momentáneo. Ahora el tipo conocía su nombre y su profesión, sabía también quiénes eran sus amigos, y sería muy fácil que llegara hasta alguno de ellos un comentario sobre cómo se habían conocido en el club Nuevo Bachelino. Mañana comienza el verdadero peligro -piensa Serafín-. Es imposible prever el momento exacto en el que ocurrirá: mañana, pasado, la semana que viene… Y ése iba a ser su refinado martirio: la incertidumbre y la espera, hasta que un día una sonrisa cáustica o la actitud de un amigo le confirmara que todo estaba perdido y que su pequeño desliz sin trascendencia era ya de dominio público. Las rodillas de Serafín se aprietan para que sus piernas formen una equis aún más desoladora, mientras reflexiona sobre cómo se producen los fenómenos de la maledicencia. Muchas veces suceden por pura frivolidad -se dice-, ésa es la gran ironía del asunto, y él lo ha podido comprobar en infinidad de ocasiones. Resulta terrible, pero al final, los peores secretos acaban desvelándose sólo por el gusto de compartir un chismorreo indiscreto con los amigos: ¿queréis que os cuente dónde sorprendí un día a Serafín Tous, ese respetable magistrado? ¿A que no sabéis que es sarasa, maricón y pederasta? ¿A que no lo sabéis? Y al reclamo de frases como éstas, se amusgan alertas todas las orejas de los parroquianos: ¿de veras?, cuenta, cuenta…

Sí, es cierto, de este modo se trunca más de una carrera y se arruina una vida -medita Serafín, sentado sobre la tapa del retrete-; y lo más grandioso es que la gente no lo hace ni por maldad ni por ligereza. Ni siquiera por envidia, sino simplemente por la pequeña gloria de ser el centro de atención durante un par de minutos, qué cosas.

Desde la posición en la que está, Serafín no alcanza a verse la cara en el espejo del cuarto de baño, sólo ve el arranque del pelo y su arrugada frente. Una vida entera intentando escapar, olvidarse de aquel muchacho frágil con el que solía tocar el piano hace tantos años, para, de pronto, delatarse de esta manera. La frente se le contrae en un gesto de dolor, son muchos y contradictorios los pensamientos que se atropellan tras las arrugas, pero sobre todos ellos se impone uno infantil, otra vez ese deseo tonto que suplica: si yo pudiera apretar un botón, si fuera así de fácil hacer desaparecer para siempre a un tipo molesto, lo haría sin dudarlo. Y Serafín Tous, que normalmente no se atrevería a hacer daño a una mosca, se gira hasta quedar mirando el pulsador de la cisterna, mientras desea que el hecho de librarse de Néstor fuese equiparable a apretar ese botón, porque entonces, por el desagüe, se irían todos sus temores y sus preocupaciones. Tira de la cadena y un estruendo desproporcionado hace temblar el retrete como si estuviera a punto de estallar la cañería. Caramba -piensa Serafín-, qué mal funcionan las cosas en una propiedad poco utilizada como Las Lilas. Pero ya se sabe, las casas de veraneo suelen tener muchas averías: inundaciones, roturas, tal vez un peligroso cortocircuito. Serafín Tous se ha puesto de pie, y como si algún duende doméstico quisiera apoyar su tesis sobre los peligros que entrañan las casas de veraneo, al acercarse para encender la luz del espejo se produce un fogonazo. Se trata de un chisporroteo espontáneo proveniente de la bombilla. Es una suerte que él sea un tipo con buenos reflejos y se haya apartado a tiempo, porque podría haberse electrocutado. Esta casa es un peligro -piensa-, tendré que decírselo a Adela, alguien puede sufrir un lamentable accidente. Claro que -se dice Serafín Tous con ese mismo anhelo infantil que tiene desde hace un rato- pensándolo bien, quizá sea mejor no decir nada. Al fin y al cabo, a veces uno se encuentra con situaciones únicas en la vida. Por ejemplo, ser testigo de un accidente y no hacer nada por ayudar a la víctima. Uno oye sus gritos, debería tenderle la mano, y en vez de auxiliarla, lo que hace es esperar impávido sin intervenir, o peor aún: aprovecha para darle un empujoncito al Destino. Serafín mira la bombilla de la que escapa un delicioso olor a quemado. Ocurren tantos accidentes -se dice-, no hay que hacer nada: sólo estar alerta para ayudar a la mala suerte, y eso es tan sencillo y limpio como apretar un botón. Sí -dice Serafín Tous, saliendo del cuarto de baño con otra visión de las cosas y alguna idea nueva en la cabeza-, aún pueden suceder muchos imprevistos en una noche, uno nunca sabe, ¿verdad?


Mientras degustaba la deliciosa cena organizada por Adela, y mientras conversaba con sus vecinos de mesa, Serafín Tous iba a darle vueltas a la idea de cómo provocar un accidente; serían varias horas de interesante reflexión.


A una tercera persona, Adela Teldi, también le habría gustado ver desaparecer a Néstor, pero ella todavía no planea cómo hacerlo, sino que piensa. Cuidado, recuerda lo que te ha dicho ese cocinero hace un rato: Carlos es para él como un hijo, conviene no olvidarlo.

Esta noche, al vestirse para la fiesta, Adela no se mirará al espejo. No tiene ganas de ver reflejada en sus ojos la preocupación causada por dos revelaciones que se han producido aquella misma tarde y del modo más casual. La primera fue reconocer a Néstor y recordarlo como un amigo de Antonio Reig, su antiguo cocinero en Buenos Aires. La segunda revelación es aún peor. Incrédula como santo Tomás, Adela ha tenido que ver para creer, oír para estremecerse, de lo contrario, nunca habría imaginado que podrían darse tantas y tan infelices coincidencias: no sólo da la casualidad de que Néstor es alguien que conoce su pasado, sino que, al entrar en la cocina sin anunciarse, Adela ha tenido la buena (quién sabe, tal vez la mala) fortuna de sorprender una conversación entre el cocinero y sus empleados. Por eso tiene la certeza de que él ya les ha contado a sus ayudantes todo lo ocurrido en Argentina, incluida la muerte de su hermana.

Es este pensamiento, que Adela tantas veces ha querido enterrar, el que le hace buscar sobre su cuerpo los senderos emprendidos por la mano de Carlos García, esperando hallar en ellos olvido. Pero contrariamente a lo que le ocurre otras veces, ahora ese recorrido únicamente le produce dolor, tanto, que observa sus brazos, sus hombros, esperando encontrar la piel herida. No es así, pero el dolor persiste y se traduce en palabras que Adela pronuncia en voz alta, como si fueran los componentes de una suma.

– Uno: este hombre me conoce. Dos: este hombre ya les ha contado a los chicos lo que sabe de mi vida. Y tres: este hombre dice que Carlos es como un hijo para él. No hay que ser muy inteligente para comprender lo que significan las tres cosas sumadas: si lo quiere tanto, le faltará tiempo para prevenirlo contra alguien como yo. Claro que, para que eso suceda, Néstor tendría que saber cuál es mi relación con Carlos, y estoy segura de que por ahora la desconoce.

El dolor cesa. Este último pensamiento la tranquiliza, pero sólo un instante, pues inmediatamente intuye que sólo es cuestión de tiempo el que Néstor llegue a descubrirlos. El amor -se dice Adela tristemente- es exhibicionista, tú bien lo sabes, querida; al amor le resulta imposible no delatarse: una sonrisa pánfila, un leve temblor, un tono especial de voz, una mirada… En cualquier momento Néstor descubrirá alguno de estos síntomas en ella o en el muchacho. Y entonces, se acabó.

Todo esto, es decir, el miedo, el peligro y el anuncio del fin de su aventura amorosa, es lo que teme leer en sus propios ojos si se mira al espejo, por eso se aparta de él. Pero no es fácil vestirse a ciegas. Adela elige entre sus trajes uno sencillo que no requiere de ensayos previos: un simple traje negro, una apuesta segura. Siempre hay en el vestuario femenino prendas que reclaman la ayuda de espejos y otras que no. Existen vestidos antojadizos que necesitan de un buen rato de estudio y de pequeños retoques y astucias ante una luna para probar su eficacia. Pero otras prendas, en cambio, menos caprichosas, dan un resultado seguro y siempre fiable, como el traje que Adela saca ahora de su armario. Se viste apresuradamente y sin pensar, y entonces surge otro problema: si no se atreve a mirarse, ¿cómo se retocará el maquillaje, cómo se peinará? Adela no tiene más remedio que asomarse al espejo, pero lo hace fugazmente, no vaya a ser que esa otra Adela zurda -al lado opuesto de la luna- le diga algo que no desea oír, algo parecido a esto: «¿Ves?, te lo dije, tenía que suceder. Debiste hacer caso al presagio de los pulgares, a ese conjuro de bruja que, a lo largo de tu vida, siempre te ha alertado de cuándo se avecina algo inconveniente. Y aun sin presagios ni conjuros, ¿qué esperabas, ilusa Adela? No pensarías que el amor, un gran amor, iba a resultar gratis. Es lógico, algo se tenía que torcer. Ahora ya lo sabes: resulta imposible salir indemne de veinticinco años de matrimonio y de una larga colección de amantes, menos aún salir indemne de un secreto doloroso que has querido ocultar hasta de ti misma. ¿Pensabas acaso que sólo porque ayer tomaste la valiente resolución de abandonarlo todo y te juraste que una vez pasada la fiesta ibas a asumir todos los riesgos y dar una oportunidad al amor ya estabas pagando un alto precio? Te equivocaste. La incertidumbre y el terror al fracaso no son precio suficiente, aún deberás pagar más. El ayer siempre pasa sus facturas, Adela: tu hermana muerta, los amores que trajeron aquella desgracia, la culpa… todos estos recuerdos no son más que fantasmas, es cierto, pero los fantasmas tienen la mala costumbre de volver. Y vuelven cuando menos los esperas, en el cuerpo de los personajes más inverosímiles; mira, si no, aquí tienes al fantasma de todo lo ocurrido en Buenos Aires encarnado en un cocinero de bigotes en punta.»

No. Nada de todo esto le dirá el espejo, porque Adela no se mirará en él. Como tantas veces a lo largo de su vida, ella se prohíbe pensar. Las ideas a las que se les impide tomar forma no existen, o al menos no duelen. Y sin embargo, todo es un engaño. Se mire o no al espejo, piense o no piense, Adela sabe que algo tendrá que hacer para que Néstor no acabe con su recién estrenada felicidad. Lo mejor sería adelantársele y hablar con Carlos para contarle la verdad, porque al fin y al cabo -se dice Adela-, ¿qué puede importarle al muchacho una historia tan vieja ocurrida en otro país, con personas que no conoce y que no significan nada para él? Una tontería de juventud, un estúpido devaneo que acaba en desgracia, es cierto, pero todo el mundo tiene en su vida una pequeña infamia.

By the pricking of my thumbs something wicked this way comes. Adela intenta subirse la cremallera del vestido, cuando al rozar su piel desnuda nota el picor de los pulgares y sus dedos se curvan como en un extraño presagio, en el que se mezclan el tacto de dos cuerpos y el recuerdo de dos nombres, uno reciente y el otro muy lejano en el tiempo: Carlos García y Ricardo García, y Adela los emparenta como si fueran padre e hijo. A través de la desazón de los pulgares, siente de pronto que el tacto de las dos pieles es idéntico, como sus apellidos. Pero qué bobadas se te ocurren, Adela, que estúpidas locuras, ¿cuántos hombres hay con el mismo apellido a los que no les une parentesco alguno? ¡García!, por amor del cielo; Adela, tú desbarras, lo mejor que puedes hacer es dejarte de tonterías y mirarte de una vez en ese espejo, así no hay manera de arreglarse, y saldrás feísima de esta habitación, como una verdadera bruja y sin peinar.

Pero Adela no se atreve, pues teme encontrar allí reflejada alguna otra terrible coincidencia que ni siquiera osa imaginar. ¿Y si Carlos García fuera el hijo de Soledad y de Ricardo? ¿Qué pasaría entonces? Es una posibilidad entre mil, y una entre un millón, que ese cocinero chismoso conozca el parentesco, pero si así fuera…

Si así fuera, se dice Adela, enfrentándose ahora a la luna, por primera vez y sin temores, yo no tendría reparos en cerrarle la boca para siempre, pero afortunadamente no habrá necesidad de hacerlo. En la vida nunca se producen tantas coincidencias. No pienses más, acaba ya de vestirte, es muy tarde.

Entonces Adela hace algo que no ha hecho en años: extrae de su joyero el camafeo verde, regalo de Teresa, su madre, el día que cumplió quince años. No recuerda haberlo usado nunca como broche, pero ese viejo disco de jade engarzado en oro quedará muy bien sobre el traje negro y austero que se ha puesto. Y ahora basta de ideas locas -se ordena antes de ir hacia la puerta-. Abre. Cierra. Mira el descanso de la escalera, todas las cosas que mañana habrá abandonado para siempre, y sonríe. En realidad no es mucho lo que dejo atrás, comparado con lo que espero me depare la suerte, si nada se tuerce. Y nada tiene por qué torcerse, ya me ocuparé de que así sea. Adela baja las escaleras: va a representar por última vez el papel de señora Teldi, la anfitriona perfecta, y mañana… Mañana, pase lo que pase, será el comienzo de una vida nueva.


«Mataría a Néstor con mis propias manos -pensaba Chloe Trías en ese mismo momento en la habitación que comparte con Karel Pligh, encima del garaje de Las Lilas-. Sólo a él podía ocurrírsele diseñar un uniforme de camarero tan cerrado como éste. Parece un traje Mao Zedong o un mono de motorista, me voy a asar como un pollo.»

A Néstor Chaffino no le había hecho ninguna gracia enterarse de que Chloe se había olvidado el uniforme de camarera en casa de sus padres. Resultaba siempre un punto de distinción el que las chicas que trabajaban para La Morera y el Muérdago lucieran bata oscura, cofia y un delantal blanco de organza. «Pero bueno, si te lo has dejado todo en Madrid, no veo otra solución que la que me propones: está bien, Chloe, puedes ponerte el traje de camarero que te presta Karel -había dicho Néstor-. Ahora, eso sí -le advirtió-: ya que te vas a vestir de hombre harás el favor de parecer un hombre en todo. Camina como lo hacemos nosotros, imposta un poco la voz para no asustar a los invitados, péinate con el pelo hacia atrás y, sobre todo, quítate esas anillas que llevas en la cara, por amor del cielo.»


Chloe ya se ha puesto los pantalones y la chaqueta, que es severa y abrochada hasta el cuello, como la de un motorista, y ahora, frente al espejo, empieza a quitarse uno a uno los piercings, lentamente para no hacerse daño, mientras va recitando de dónde procede cada una de las anillas: ésta me la dio mi cuate Hassem por Navidad; ésta la compré yo en una tienda de todo a cien; ésta es regalo de K… Karel, tesoro mío, el tío más guapo. Y a medida que va despojándose de todo, se da cuenta de que hace un siglo que no ve su cara desprovista de adornos, y los caretos cambian, joder, vaya si cambian. Chloe decide dejar para el final la argolla que le atraviesa el labio inferior porque ésa sí que duele y se vuelve hacia el espejo para peinarse. Busca en el neceser de Karel y encuentra un peine y un tubo de fijador mientras abre el grifo. A Chloe empieza a divertirle la idea de disfrazarse de muchacho, por eso se detiene un momento en imitar un gesto que ha visto repetir a tantos hombres, desde Karel Pligh hasta su hermano Eddie. Un gesto que parece tomado de la película Orease y que consiste en pasarse el peine con la mano derecha, al mismo tiempo que se alisa el pelo con la izquierda; joder, qué gozada, me gusta esto, parezco… y de pronto, su mano como si no Je perteneciera, continúa con los golpes de peine, uno y otro más, para retirar todo el pelo hacia la nuca, hasta quedar peinada como un chico, un chico de veintidós años, los mismos que Chloe cumplirá el mes próximo.

– ¿Se puede saber qué estás haciendo, Chloe? Por Dios, date prisa, Néstor estará furioso.

Es la voz de Karel Pligh desde fuera del cuarto de baño la que se inmiscuye en su juego y la obliga a detener su mano.

– ¿Qué? ¿Cómo? ¿Quién eres?

– ¿Quién crees tú que va a ser? Soy yo, Karel. Es tardísimo, abre ya, o bajaré sin ti.

Pero Chloe no atiende a la voz que la reclama al otro lado de la puerta, sino que se dirige a unos ojos que ha creído ver en el espejo. Luego, sin volverse hacia la puerta dice:

– Baja tú solo K, no me jodas.

Y al decirlo se da cuenta de que esos ojos que la miran severos desde el espejo no son azules como los suyos, sino muy negros, y parecen hablar:

«No digas esas cosas, Clo-clo, tú nunca has hablado así.»

– ¿Eres tú, Eddie?

La cara en el espejo parece la de Eddie, pero no lo es, es la de ella: si no, no llevaría ese feo piercing en el labio inferior, que no cuadra en absoluto con el estilo de su hermano y que posiblemente le esté haciendo daño.

– Espera, Eddie, no tardo nada en quitártelo; te prometo que nunca más me lo volveré a poner. -Y la niña, con todo cuidado, retira el último anillo de su labio, para que el reflejo de su hermano pueda sonreírle sin obstáculos desde el espejo.

– Así, así está mejor, ahora déjame que te toque.

Toda la escena no ha durado más que un confuso minuto en el que Chloe, como si fuera de noche, como si estuviera jugando en sueños con su hermano, estira los dedos hacia él para tocar sus ojos tan diferentes a los suyos, pero al hacerlo descubre que el encantamiento se ha roto, y no es otra que su mirada de niña la que aparece en la fría superficie del espejo.

– Es la última vez que te aviso, Chloe -insiste la voz de Karel desde la puerta-. Néstor nos ha llamado ya tres veces.

El espejo, ahora, no muestra más que a una niña vestida de chico. Se parece a Eddie, es cierto, lleva el mismo peinado, y hasta el traje es similar al que vestía su hermano la tarde en que murió, pero la mirada es distinta. Esos ojos oscuros, una vez más, la han dejado sola.


Por eso, aquella noche, mientras sirve las mesas y atiende a los invitados, Chloe procurará reencontrarlos en todos los espejos de Las Lilas.

– ¿Estás jugando conmigo a las escondidas, Eddie?

3 LA CENA EN LAS LILAS

– Bien venidos todos a Las Lilas -dijo Ernesto Teldi alzando su copa-. Es un gran privilegio para Adela y para mí tener reunidos esta noche a treinta y tres de los más originales e importantes coleccionistas de arte de todo el mundo.

Por su aspecto, nadie podría haber adivinado que aquellas treinta y tres personas que miraban a Teldi desde sus respectivas mesas en el comedor de Las Lilas eran doctos especialistas en las más dispares disciplinas del arte. Por lo general, todos los gremios y profesiones tienen un denominador común que los distingue, ya sea en la forma de vestir o en la pedantería, en el esnobismo o en el modo de hablar. Los coleccionistas de objetos raros, en cambio, se caracterizan por ser ellos mismos una rareza y -en el más literal sentido de la palabra- constituir cada uno una pieza única. Allí estaban, por ejemplo, los señores Stephanopoulos y Algobranghini, expertos ambos en armas blancas, sin otro rasgo común que un desmesurado amor por el oporto tawny. Por eso ambos habían desechado el cava con el que Teldi los invitó a brindar, en favor de una diminuta, altísima y roja copa que contenía un Royal Port del año 59. El resto de su personalidad, en cambio, no podía ser más dispar. Stephanopoulos, a pesar de su nombre griego, era la perfecta representación de uno de esos caballeros del Imperio británico en los que Eton, Oxford y más tarde una vida en el campo en compañía de caballos, perros y gatos ha dejado una huella indeleble. Algobranghini, en cambio, parecía un tanguero, hasta tal punto que su traje a rayas, con clavel en el ojal y pelo a la gomina, dejaron fascinado a Karel Pligh. Parece un auténtico guapo de arrabal -se dijo mientras rellenaba por décima vez la minúscula copa del caballero-, nunca he visto una encarnación más perfecta del espíritu de Gardel.

Y así, los ojos de un observador curioso podrían haber hecho inventario de la diversidad de estilos que define a los amantes de los objetos raros. Una original reunión aquella en la que Liau Chi, célebre coleccionista de libros de fantasmas, se parecía -a pesar de su inconfundible nombre- mucho más a un personaje de Wilkie Collins que a una señorita de Hong Kong (lo que era, por cierto). Los tres fetichistas «de todo lo relacionado con Charles Dickens» parecían ser, por este orden: un gordo con aspecto de boxeador, una recia dama bretona parecida a Becasine -ese viejo personaje de cómic francés- y, por último, un caballero, éste sí, de dickensiano aspecto, fiel trasunto de Mr. Squeers, el avaro profesor de Nicholas Nickleby.

La lista de invitados se completaba con los coleccionistas de iconos (una señorita con aspecto de modelo, un pope ortodoxo y, finalmente, un muchacho imberbe de rostro angelical que aparentaba mucha menos edad de la que constaba en su pasaporte). Qué hermosa criatura -no pudo evitar decirse Serafín Tous al verlo, pero inmediatamente sus ojos viajaron del querubín hasta la puerta de la cocina, tras la que amenazaba la presencia de Néstor entre los peroles-. Ojalá se queme una mano y tengan que llevárselo a urgencias -deseó-. Al fin y al cabo no era tan terrible ansiar que una persona tuviera un tonto accidente doméstico, una pequeña baja laboral… y quién sabe si con ello bastaría para que desapareciera de su vida y de la de sus amigos.

Pero, malos deseos aparte (y eran muchos los que flotaban sobre Las Lilas aquella noche, con Néstor como objetivo), para terminar de describir a los presentes, habría que decir que el plantel de coleccionistas se completaba con algunas damas y caballeros de apariencia convencional, a excepción de dos: el coleccionista de estatuillas Rapanui, que parecía la reencarnación del naturalista Humboldt, y monsieur Pitou, el invitado de honor de aquella reunión, reputado especialista en cartas de amor de personajes célebres. Monsieur Pitou -que durante toda la cena había recibido la atención de Ernesto Teldi en la más sutil operación-seducción- era un hombrecillo de poco más de metro treinta de estatura, pero perfectamente proporcionado. Émile Pitou tenía unas bellísimas manos, y un esqueleto tan armónico que cualquiera podría pensar que había sido víctima de algún hechizo, no sólo por su escaso tamaño, sino también por una particularidad facial: el dueño de las más hermosas cartas de amor del mundo era feísimo y tenía el cuerpo menguado, como si un encantamiento amoroso lo hubiera convertido de príncipe en rana.

– Ahora, querido Émile, antes de que pasemos a la biblioteca -dijo Teldi una vez que tomó asiento al acabar su pequeño y convencional discurso de bienvenida-, me gustaría darle las gracias por haberme proporcionado uno de los momentos más emocionantes de mi vida.

Teldi se abrió la chaqueta en un gesto cómplice e hizo asomar la blanquísima esquina del billete de amor que Pitou le había vendido antes de la cena, sin que él hubiera tenido que emplear la artillería pesada de sus encantos mercantiles. Un extraño tipo monsieur Pitou, su boca batracia enseñaba ahora una magnífica dentadura en una sonrisa feliz que alarmó a Teldi. En realidad había sido demasiado fácil comprarle aquella curiosa carta de amor firmada por Oscar Wilde. Y muy barata además; ¿estaría engañándolo su invitado? Iwant you, I need you, I'm coming to you…, la letra era inconfundiblemente la de Wilde; la fecha proclamaba que, en efecto, había sido escrita tres años antes de que el autor utilizara la misma frase en una de sus más famosas comedias; todo un hallazgo sí, pero siempre que no fuera una falsificación. Qué idea más estúpida -pensó Teldi-, nadie se atrevería a timar a un coleccionista tan reconocido como yo… Como yo hasta el momento-rectificó Teldi-, con un incómodo pensamiento que lo remitía a la hilera de cotorras verdes que descansaban sobre su mesilla de noche. Entonces se dijo que convenía no olvidar que, en el implacable mundo de los compradores de arte, bastaba un pequeño escándalo o un desliz para caer en la categoría de los hombres de negocios desprestigiados: en caso de cumplirse sus peores temores, de la noche a la mañana Ernesto Teldi pasaría a ser uno de esos individuos patéticos, pobres ídolos caídos a los que nadie respeta y a los que está justificado engañar sin pudor. ¿Lo estaría timando su invitado? ¿Habría adivinado Émile Pitou, con esa capacidad para la anticipación que caracteriza a los negociantes más intuitivos, que Ernesto Teldi muy pronto ya no sería un marchante de nombre intachable?

Monsieur Pitou estaba ahí delante, sonriéndole con sus ojos de sapo, pero al mirarlo, de pronto, Teldi ya no lo veía a él, sino a un ejemplar de otra especie animal más rastrera y peligrosa que la de los anfibios. Maldita sanguijuela, si caigo en desgracia será por su culpa -se dice Teldi, pensando en Néstor, y no es la primera vez que esa noche le dedica un pensamiento-. Han sido muchas las ocasiones en las que, mientras charlaba con los invitados y ejercía de anfitrión amabilísimo, a Ernesto Teldi se le había colado en la cabeza una pregunta: ¿qué demonios voy a hacer con el tipo? En ese momento la rana sacó una larguísima lengua -como quien intenta atrapar una mosca- que luego volvió a guardar con una sonrisa.

– ¿Está usted bien, amigo Teldi?, lo noto pensativo.

Y Teldi, que atesora junto a su corazón la carta de amor que acaba de comprarle a monsieur Pitou por un precio inesperadamente barato, se convence entonces de que no puede permitir de ninguna manera que ese chantajista, esa sanguijuela de la cocina, arruine su carrera ni empañe su encanto como anfitrión. Debería aplastarla, evitar que siga interfiriendo en mi vida, ¿pero cómo? -piensa Teldi-, ¿cómo? Ya se me ocurrirá una idea, creo que ya se me está ocurriendo una… pero de momento, basta.

– Venga, venga por aquí, monsieur Pitou -dice Teldi al coleccionista de cartas de amor tomándolo por el brazo-. Pasemos a la biblioteca a tomar un coñac, quiero presentarle al señor Stephanopoulos.


La biblioteca de Ernesto Teldi es de sobra conocida, tanto, que no haría falta describirla. Cualquier lector de revistas como House & Garden o Arquitectural Digest, alguna vez ha tenido que ver fotografiada esta habitación, en la que se combinan el más sutil buen gusto con el amor de su dueño por los objetos únicos. Y la mezcla es tan armónica, que nada salta a la vista del modo obvio u ostentoso con el que suelen hacerlo algunas obras de arte. Porque en la biblioteca de la casa de Las Lilas no se apiñan los objetos igual que en un bazar turco como sucede en casa de tantos coleccionistas, ni tampoco apabullan las exquisiteces. Todo parece casual, como si los objetos a lo largo de muchos años hubieran encontrado ellos mismos su acomodo. Colgado a la derecha hay, por ejemplo, un pequeño Manet que custodia la puerta de entrada. Se trata del busto desnudo de la misma modelo que a tantos escandalizó en La merienda campestre, pero aquí su presencia se funde elegantemente con otros cuadros de la habitación, de modo que pasa inadvertida para todo ojo que no sea el de un exquisito. Por su parte, una estatuilla art déco de un fauno vigila al Manet desde la lejanía, pero cualquiera podría pensar que esta ubicación es casual, cuando en realidad se trata de un deliberado juego de simetrías. Y lo mismo ocurre con otras piezas magníficas: todas están situadas de forma que no salten a la vista, mientras que los muebles funcionales -sillones, sillas, pequeños pufs para acomodar a los invitados- son muy confortables para que los entendidos puedan arrellanarse en ellos mientras se dedican a disfrutar con los cinco sentidos. Así, todo es discreto, todo entona, e incluso se entreveran sin ostentación una vitrina con una pequeña pero curiosa colección de soldaditos de plomo con una panoplia de armas cortas, puñales, dagas y estiletes.

– Esta daga de puño rojo se la vendí yo a su marido el año pasado, querida señora Teldi -iba diciendo Gerassimos Stephanopoulos a Adela-. Desde entonces, su valor se ha triplicado, ¿y sabe por qué, querida? Porque el mes pasado apareció en la revista Time una foto de juventud de Mustafá Kemal en la que lleva al cinto este mismísimo cuchillo. ¡Qué golpe de suerte! Qué buen olfato tiene su marido para los negocios, pero de veras no me molesta nada que me haya ganado la mano, créame; yo siento gran admiración por su marido y su talento artístico -dijo el griego, mientras miraba a Adela de un modo que cualquiera diría que la estaba tasando como a una pieza que le gustaría adquirir.

Pero Adela era inmune a los halagos esa noche. Había pasado toda la cena comportándose del modo amable y mecánico que se aprende a lo largo de muchos años de tedio social y que no requiere la utilización ni de una neurona: sí… no… ¿…de veras? Pero qué extraordinario… Es reducido pero eficaz el lenguaje que se utiliza para sobrellevar una conversación automática, y Adela era experta en estas artes, como también lo era en el arte de continuar con sus pensamientos mientras su rostro y toda su actitud parecen interesadísimos en lo que dicen sus invitados.

– ¿De veras, señor Stephanopoulos?, por favor, cuénteme todo lo que sepa sobre Mustafá Kemal y su daga roja.

El coleccionista comenzó encantado un largo discurso, y así, en la cabeza de Adela se fueron mezclando la historia juvenil del fundador de la Turquía moderna con los más dispares pensamientos.

– Debe usted saber que en el año 1912, cuando Mustafá era un muchacho…

(¿Dónde estaría su muchacho, dónde estaría Carlos? -pensaba Adela-. Durante la cena, al chico le había tocado atender una de las mesas más lejanas, y no lograron cruzar miradas ni una sola vez. Ahora, en cambio, al llegar la hora de servir los digestivos, y al ver cómo Karel y Chloe evolucionaban entre los invitados ofreciéndoles cava, armañac y whisky de malta, rozándose con ellos, una y otra vez, Adela deseó poder tocar a Carlos García, con la proximidad impune que se produce en las aglomeraciones. Quería pasar su mano como al descuido por su brazo, acariciarle la espalda que esperaba besar más tarde, al terminar la fiesta, «cuando todas estas personas se hayan ido, y ya no queden caras a las que sonreír ni conversaciones a las que prestar atención».)

– No me lo puedo creer. ¿De veras que fue así, señor Stephanopoulos? Pero qué fascinante.

– Tal como se lo estoy contando, querida, celebro que note usted la ironía del asunto -continúa el coleccionista de dagas con una gran sonrisa-. De no ser por este incidente, Mustafá Kemal nunca habría llegado a llamarse Ataturk.

(Dónde estás, dónde, amor mío, acércate mucho, tanto que lleguemos a respirar uno el aire del otro, para que nuestros cuerpos se junten delante de toda esta gente, delante de Teldi y de sus amigos. Será un dulce anticipo de lo que sucederá mañana, cuando esta vida haya acabado para mí y ya no tengamos que buscarnos en la lejanía.)

– De la tribu de los ilusos podríamos decir que era nuestro héroe, si me permite la metáfora -iba diciendo Stephanopoulos, animado por un «¡No me diga!» que Adela Teldi le había regalado para dar cuerda a la conversación-. Pero iluso o no, lo cierto es que la jugada le salió tan bien que el joven Mustafá logró conducir a su pueblo hacia la modernización… aunque eso supuso renunciar a algunas cosas, a costumbres ancestrales, usted ya sabe…

– ¡Qué interesante! -introdujo oportunamente Adela, y este pie permitió al griego perorar durante unos buenos tres minutos más para que, sobre sus palabras, ella pudiera entregarse con toda libertad a la búsqueda de Carlos entre las cabezas y el humo de sus invitados. No estaba. Adela lo imaginó por un momento en la cocina, junto a Néstor, escuchando del cocinero lo que ella más temía que pudiera contarle. Entonces hizo una mueca de dolor.

– Horrible, ¿verdad? -apostilló Stephanopoulos, al ver cómo la señora Teldi se estremecía ante su racconto de alguno de los episodios más sangrientos de la historia turca.

(No Adela, no debes preocuparte por eso, es improbable que el cocinero te delate esta noche. Y mañana tú ya habrás hablado con él, Carlos sabrá de tu boca todo lo que tiene que saber de tu vida, pero… ¿no sería mucho mejor hacer callar definitivamente a ese cocinero entrometido?)

– Y ahí, querida, es donde entra en escena la daga de empuñadura roja; como comprenderá, semejante peligro requería una solución expeditiva y también sangrienta, podríamos añadir.

– ¿De veras? No me diga, señor Stephanopoulos -dice el piloto automático que funciona dentro de la cabeza de Adela, mientras que su otro yo no-mecánico se estremece y comienza a sonreír por dentro, pues allí, junto a la puerta de entrada, abriéndose paso para acercarse a ella con una bandeja llena de copas altas, acaba de descubrir la figura de Carlos.

Cuánto has tardado, amor mío.


Allí está Adela -piensa Carlos, haciendo idéntico descubrimiento-. Por fin podré acercarme. Y va hacia ella impulsado por el mismo deseo: que sus cuerpos se toquen en la multitud, delante de todo el mundo, como se abrazan los amantes platónicos, y se electrizan los amores clandestinos con sólo el esbozo de una caricia. Tal vez pueda incluso besarle un hombro cuando le ofrezca una copa, piensa.

– Perdone, señora, ha sido sin querer.

Ella sonríe, tan bella.

– ¿Esto es cava o champagne?

– Cava, señora, ¿me permite?

Y es al inclinarse para estar aún más cerca, cuando los ojos de Carlos, acostumbrados por las labores de camarero a no ver personas, sino trozos de personas, y a identificarlas siempre por detalles delatores, descubren en el hombro de Adela Teldi el brillo verde de un camafeo de jade.

– Con eso Ataturk quería probar que su pueblo estaba tan preparado para la modernidad como cualquier otro de Occidente, claro que…

(… La esfera de oro, la joya verde… Es el camafeo de la muchacha del cuadro. Dios mío. Y, como si la viera por primera vez, Carlos busca una explicación en la cara de Adela.)


– Claro que ahora las dagas vuelven a estar a la orden del día, y no sólo allí sino en todos los países musulmanes. Dese cuenta de lo importante que es este cambio, quién lo iba a decir; yo desde luego no podía imaginármelo en absoluto, ¿y usted, querida?

(Es ella, es ella sin duda. El cava de las copas inicia un extraño baile impulsado por la trémula mano de Carlos García. Suben las burbujas hasta los bordes y allí estallan con un Dios mío, cómo es posible, cómo puede ser posible que la haya besado mil veces, que haya amado cada rincón de ese cuerpo sin reconocerla, yo, que la he buscado en todas las mujeres.)Ahora Carlos no puede dejar de mirar la joya, y el destello verde del camafeo se mezcla con todos sus recuerdos infantiles: la silueta de Abuela Teresa haciendo solitarios en el salón amarillo «Te equivocas guapín, en esta casa no hay ninguna mujer metida en un armario, vaya ocurrencia», y también evoca el paseo de su dedo infantil por el cuello de la muchacha del retrato, acariciando la misma curva frágil que veintitantos años más tarde habría de recorrer con sus besos.

– ¡No, no! Lo peor de todo, querida, no fue este descubrimiento, por muy terrible que parezca, sino la ironía de que nunca hemos visto sus caras en realidad. Miramos y no vemos, es estúpido pero pasa, sabe usted, más aún con las mujeres turcas que están obligadas a cubrirse con el velo, un velo que esconde los rostros más hermosos…

(…De pronto todo me resulta familiar… esta casa, que se parece tanto a Almagro 38, el pelo rubio metálico de la muchacha del cuadro, que es como el de Adela, a pesar de los muchos años que las separan…)

– Me escucha usted, querida, parece cansada.

– En absoluto, señor Stephanopoulos, continúe, se lo ruego. – El broche en el hombro de Adela brilla, como si hiciera mil preguntas y, sin embargo, por muy apremiantes que sean, las respuestas no tendrán más remedio que esperar hasta que termine la fiesta. Entonces sí podré saberlo todo -piensa Carlos- cuando, inesperadamente, el vaivén de las copas, como un oráculo borracho, le trae a la memoria las palabras de Néstor esa misma tarde: «Piénsalo bien, cazzo Carlitos, a veces en la vida es mejor no hacer preguntas, sobre todo cuando uno intuye que no le va a convenir conocer la respuesta.»

– ¿Se puede saber qué le pasa, joven?

El señor Stephanopoulos ha interrumpido su relato histórico en este punto, sorprendido por la actitud del muchacho, que ahí, demasiado cerca de Adela Teldi, parece estar participando en la conversación: un camarero con una bandeja llena de copas escuchando la charla de los invitados.

(Pero, por Dios, ¿cómo no voy a hacer preguntas en una situación como ésta?, hasta Néstor, que es un hombre tan discreto, las haría, es inevitable. En la vida todos queremos saber más ¿o no?)

– Mire, joven, ya estamos servidos, tendrá usted otras personas a las que atender, supongo. Váyase.

La voz de Stephanopoulos se ha impuesto sobre los pensamientos de Carlos, que apenas se atreve a mirar a Adela, como si temiese que los demás adivinaran su secreto. Luego, pidiendo disculpas, el muchacho se dispone a alejarse, no sin antes reparar en que el coleccionista de puñales luce en el ojal una pequeña cimitarra verde que se enfrenta con el camafeo también verde de la señora Teldi, como dos rostros en el espejo de un estanque. Claro que… ¿y si ese camafeo no fuera el del cuadro?, duda. ¿Y si se tratara sólo de una coincidencia, un engaño de esa vieja, madame Longstaffe, cuyas profecías todos dicen que se cumplen de un modo tramposo?

Carlos se aleja, intentando no volverse, pero la sorpresa de lo ocurrido puede más: mira hacia donde está Adela charlando con el coleccionista de cuchillos y, desde lejos, en un vistazo furtivo aún llega a unir el brillo de las dos joyas, el camafeo y la cimitarra, caro y frío, como el distintivo de un mundo opulento que para él está lleno de enigmas. Eres un patán. Quizá antes las joyas fueran piezas únicas, pero ahora se fabrican en serie; seguro que existen, en ese mundo de los ricos que no conoces y por tanto tiendes a idealizar, no uno, sino cientos de camafeos verdes, igual que existirán miles de cimitarras verdes como la de ese tipo griego tan estirado.

Carlos se gira. Sobre su bandeja tintinean las copas, unas llenas, otras semivacías, que rápidamente se encargan de borrar esta última idea. Qué tontería. Es ella, no hay duda posible; se parece demasiado. Ahora sólo me falta averiguar qué relación puede tener conmigo y con la casa de Almagro 38. ¿Conocerá a Abuela Teresa?, y ¿a mi padre? Cuando se lo cuente a Néstor, le parecerá increíble comprobar qué extraños son los guiños del destino…


También Chloe estaba siendo víctima de un guiño en ese momento, pero no precisamente del destino, sino de Liau Chi, coleccionista de libros de fantasmas.

– Acércate un momento, muchacho -le había dicho la dama, y acto seguido acaparó a Chloe, empujándola con su charla hacia una esquina del salón.

– ¿Cómo te llamas, muchacho?, ¿cuántos años tienes?, ¿dónde naciste?, ¿de qué signo eres?, ¿Aries?, ¿Capricornio, tal vez?, ¿te gustan las historias de fantasmas?, ¿crees en la reencarnación?, ¿sabes que aquellos que han muerto jóvenes siempre encuentran la forma de volver a la Tierra para vivir la parte de sus vidas que el Destino les ha negado?

Esta guiri está pa'llá -pensaba Chloe intentando zafarse-. El traje de camarero cerrado hasta el cuello le daba calor, aquella china loca la había tomado por un tío y estaba intentando ligarla, joder, a ella, que sólo pensaba en buscar a su hermano.

Durante toda la cena, mientras servía a los invitados, Chloe había intentado volver a encontrar los ojos de Eddie en los distintos espejos de la casa de Las Lilas, tal como le había parecido verlos fugazmente en el cuarto de baño mientras se vestía. Los buscó sin éxito en los altos espejos del comedor, también en uno redondo que había a la entrada y en cualquier superficie bruñida que estuviera a su alcance. Incluso, entre los postres y el café, había logrado escapar unos minutos para subir de dos en dos la escalera que llevaba a su habitación sobre el garaje, por si, mirándose nuevamente en aquella luna, lograba revivir lo que había sucedido horas antes.

¿Estás ahí, Eddie?

La cara que la miraba desde el otro lado de todos esos espejos sin duda se parecía a Eddie, pero los ojos eran los de ella, tan azules como siempre.

Coño, ¿qué esperabas, tía? Te has hecho un taco, Eddie no está aquí ni en ninguna parte, deja de hacer el gilipollas -se dice-. Aun así, antes de volver a la fiesta, Chloe vuelve a mirarse en cada uno de ellos, y está sola.


Ahora, en la biblioteca, la niña Chloe se afana por vislumbrar aunque sea la sombra de esos ojos oscuros en la consola espejada que hay junto a la chimenea, pero no encuentra más que el reflejo pálido de una cara, la de la señorita Liau Chi, especialista en fantasmas.

– Mira, muchacho, no creas que voy a dejarte escapar ahora que te he encontrado, ¿has oído bien lo que acabo de decirte? Es muy importante, tanto que, antes de entrar en temas astrales, necesito otro whisky. Vete a buscarlo y vuelve aquí en seguida, ¿comprendes?

Una vez más, de camino a la cocina, Chloe inicia su inútil búsqueda y se asoma a otros espejos. Al del vestíbulo: por favor, que pueda ver al menos una sombra, aunque sea un engaño. También se detiene largamente ante los cristales oscuros de las ventanas, por si esas lunas falsas, que se prestan más a la simulación y por tanto a las ilusiones, le permitiesen ver lo que otras le niegan.

– Psst…

– Psst, jovencita.

Sólo hay una persona en el mundo que utiliza esa anticuada expresión, «jovencita», y en otro juego de espejos, mientras busca a su hermano, Chloe ve la figura de Néstor Chaffino, que le hace señas desde la puerta de la cocina.

El cocinero ha desaparecido tras la puerta de vaivén para reaparecer un instante después pidiéndole por señas que se acerque, como si se tratara de una urgencia.

No es ortodoxo que el jefe de cocina salga a los salones, a menos que sea para cumplimentar el rito de saludar a los invitados y recibir sus felicitaciones por el éxito de la cena. Pero Néstor ya había cumplido esta ceremonia un rato antes y ahora se veía confinado a la cocina y con un problema estúpido.

– Acércate, solamente será un segundo, y luego podrás continuar con lo que estabas haciendo.

Chloe está contenta de poder escapar de los invitados. Vaya panda de locos, a cual más grillado -piensa mientras se aproxima con su bandeja llena de vasos vacíos.

– ¿En qué puedo ayudarte, Néstor?

Entonces los dos entran en la cocina, con Néstor señalando hacia la cámara frigorífica y más concretamente a un estante muy alto, encima de la puerta metálica.

– A algún imbécil -dice el cocinero a Chloe- se le ha ocurrido guardar el Calgonit allá arriba, ¿lo ves? Venga, súbete a una silla y me lo alcanzas.

Chloe sube. La puerta metálica de la cámara refleja la leve silueta de la niña trepada a la improvisada escalera.

Aquel estante inaccesible está muy sucio. Viejas cajas de matarratas, botellas de aguarrás y diversos productos de limpieza se agolpan bajo una masa compacta de telarañas que da reparo remover, pues parece el refugio de más de una presencia indeseable. Y en efecto, al mover una botella, la niña ve dispersarse a un sinfín de esos bichos negros que, en su infancia, ella solía tocar para que se volvieran bolitas. Miles de patas minúsculas, de carcasas redondas y húmedas, corren a buscar refugio en algún rincón mientras que uno de ellos, cegado por la luz, se atreve incluso a trepar por el brazo de Chloe, buscando la oscuridad de su bocamanga. Pero nada de esto, ni el olor a podrido, ni el cosquilleo frío que sube por su carne, parece preocuparla, pues antes de asomarse a aquel estante, al mirarse brevemente en la superficie bruñida de la cámara Westinghouse, a Chloe le ha parecido percibir en sus ojos, por un instante casi inaprensible, el destello oscuro de los de su hermano. Entonces los cierra para que no se escape.

– ¿Se puede saber qué haces? Sube más, alarga la mano, no te quedes ahí mirándote la cara a mitad de camino como una idiota, no tengo toda la noche para aguantar tus extravagancias.

Pero Chloe no se mueve, tampoco se atreve a abrir los ojos, pues sabe que cuando lo haga Eddie habrá desaparecido otra vez como siempre jamás, como Nunca Jamás. El bicho camina ya por su hombro, el detergente que le ha pedido Néstor aguarda sólo unos centímetros más arriba, en ese estante sucio y húmedo, pero ni esto ni la voz de la señorita Liau Chi, que acaba de entrar en la cocina buscándola («Vuelve aquí, muchacho, tengo que decirte algo que va a interesarte mucho, te lo aseguro»), hacen que la niña se mueva. Hasta que por fin, no pudiendo sostener por más tiempo esa posición absurda, Chloe Trías estira su cuerpo para recoger lo que le han pedido, y cuando baja, al mirarse en la puerta espejada de la cámara, comprueba que una vez más todo ha sido una fantasía y sus ojos son de un azul sin esperanza.

– Ven aquí, muchacho, te estaba esperando para que hablemos.

Es la voz de la señorita Liau Chi.

4 UNA PUERTA QUE SE CIERRA

Son las tres y media de la madrugada y los invitados han ido marchándose poco a poco. Adiós, amigo Stephanopoulos, nos volveremos a ver… Gracias, señor Teldi. Hasta muy pronto. Señora Teldi, ha sido interesantísimo hablar con una mujer tan inteligente; qué comentarios tan certeros ha aportado usted a mi pequeño discurso sobre Ataturk… Adiós, adiós, monsieur Pitou, gracias por venir… Hasta siempre, señorita Liau Chi…

Las voces se apagan, las luces también y Néstor, a solas en la cocina, piensa que debe de ser el único habitante de la casa que permanece despierto. A Néstor Chaffino le encanta disfrutar de los momentos de soledad que siguen a sus éxitos culinarios. Porque así como un amante se entrega al deleite de revivir cada uno de los detalles de un encuentro amoroso, recreándose en ellos con un placer a veces mayor que el instante vivido, así un artista reconstruye también sus momentos de gloria. ¡Ah, la perfecta textura de mi ensalada de bogavante! -se recrea Néstor-, estaba justo en su punto: ni muy caliente ni muy fría, ni muy dura ni muy blanda; no había más que espiar desde la puerta los suaves movimientos del bigote de Ernesto Teldi para constatar que era inmejorable.


En ese mismo instante, el bigote de Ernesto Teldi, un piso más arriba, en su habitación, se perla de un sudor frío que le hace incorporarse en la cama. Pero no son sus pesadillas habituales las culpables de su sobresalto, sino una decisión que el duermevela le ha empujado a tomar. Ya está bien: tiene que ser esta noche -se dice-, no es prudente dejar para mañana asuntos que pueden resolverse hoy; iré ahora mismo a encontrarme con ese tipo. Ernesto Teldi mira el reloj y calcula que el cocinero ya debe de estar durmiendo en su habitación del ático, un sitio discreto y alejado donde nadie oirá nada. Mejor así.


¡Oh!, y mi lubina al eneldo con patatas suflé -rememora Néstor Chaffino, no en su habitación del ático precisamente, sino aún en la cocina, acodado en la gran mesa de fórmica que ha sido cómplice de su éxito-. Cuando salí a recibir las felicitaciones de los invitados -piensa- Adela Teldi aseguró que jamás en su vida había saboreado algo tan sofisticadamente simple; fue una maravillosa definición la suya.


Justo en ese preciso momento, los dedos de Adela Teldi rozan sus labios y luego se estiran hasta acariciarlos de Carlos García, que duerme junto a ella, como si con ese gesto quisiera transmitirle un secreto que no se ha atrevido a formular con palabras. Se había jurado que, en la primera ocasión en que estuvieran a solas, le contaría al muchacho todo lo sucedido en Buenos Aires para que lo supiera por ella y no a través de Néstor; sin embargo, una vez acabada la fiesta, al reunirse en la pequeña habitación asignada a Carlos en el ático de Las Lilas, ni uno ni otro habían hablado. Es probable que Carlos también tuviera la intención de preguntarle algo porque, en una o dos ocasiones, a Adela le había parecido que buscaba un momento propicio para las palabras; pero las palabras están fuera de lugar cuando los cuerpos se necesitan tanto.

Mañana se lo contaré, sin falta, sin falta -se había prometido Adela entre la fiebre de los besos.

No obstante, ahora que la fiebre ha cesado y su cuerpo de mujer madura se cubre con el abrazo joven de Carlos, Adela Teldi recapacita y piensa que el amor -este amor- es tan complicado que sería más sensato no ponerlo a prueba con confesiones ni secretos. Tengo que hablar con ese cocinero, comprarlo si es necesario, suplicarle si hace falta… No te queda más remedio, querida -se dice y sonríe-, tienes que disuadirlo de cualquier forma y a cualquier precio, porque las viejas como tú son como los náufragos, no pueden permitir que nadie les arrebate el último tablón de salvamento. Adela besa la frente del muchacho. Es pesado el sueño de los jóvenes, y es una suerte que así sea, porque de este modo no oirá lo que puede ocurrir cuando ella entre en la habitación de Néstor, que se encuentra en el mismo piso en el que duerme Carlos.


En cuanto a mi salsa muselina -suspira Néstor en la cocina con placer de artista y devoción de enamorado-, estoy seguro de que sólo un caballero sensible y algo melancólico como Serafín Tous ha podido apreciarla en toda su magnificencia. Un sabor redondo, suave, imperceptiblemente perfumado al limón. El cocinero piensa en Serafín y en la cara de atormentado éxtasis que había puesto cuando él, durante su breve discurso de agradecimiento a los invitados, le había dirigido una sonrisa cómplice al mencionar la muselina. Hay que tener un punto femenino para apreciar ciertos sabores -piensa Néstor-. Estoy seguro de que los amigos de ese caballero no sospechan siquiera que él lo tiene y quizá tampoco lo sabrían valorar; por eso, su pequeño secreto está completamente a salvo conmigo. No sólo porque nos conocimos en el Nuevo Bachelino, y yo jamás revelaría lo que he visto en el negocio de un colega, sino porque se trata de un entusiasta de la salsa muselina; faltaría más.


03.47, clic… 03.48. Los números fosforescentes del reloj despertador de Serafín Tous caen implacables, como las gotas de agua en un refinado martirio chino, como las hojas de un calendario que inexorables recuerdan el paso del tiempo y la llegada del temible día de mañana. Serafín no puede dormir y decide levantarse. La noche es oscura e invita a la melancolía, pero también a los pensamientos locos. ¿Dónde dormirá ese miserable individuo -se pregunta-, ese destructor de reputaciones ajenas, ese cocinero chismoso? Él no conoce la casa, pero imagina que las habitaciones del servicio deben de estar en el ático, y hacia allí decide dirigir sus pasos. No enciende la luz. Camina a tientas y la oscuridad impide que, al pasar por delante del espejo de su armario, se sorprenda al ver en los ojos de un pacífico caballero incapaz de matar una mosca un brillo resuelto y punzante como un estilete.


¡Y qué decir de mis espléndidas trufas de chocolate! -se deleita Néstor, continuando con su rapto de enamorado que recuerda y revive todos los lances de un amor-, jamás se han visto matices de sabores tan bien mixturados: vainilla, chocolate amargo, licor, y una punta de jengibre. He ahí el truco: el jengibre es la pequeña infamia que se esconde tras una buena trufa de chocolate. Claro que eso no lo saben más que los iniciados, como sólo un iniciado es capaz de distinguir esta sinfonía de sabores magníficos… Por eso me enfadé tanto con Chloe cuando se metió a la vez dos trufas en la boca. ¡Dos trufas! «Para que lo sepas, jovencita -le dije-, solamente una alma habitada por dos espíritus podría apreciar toda la tonalidad de perfumes que hay en dos trufas de Néstor Chaffino, ¿te enteras?» Pero ella se limitó a responder coño o cojones o cualquiera de esas palabras que denotan que su personalidad es tan monocorde como su vocabulario. Qué pena de muchachada -reflexiona Néstor con tristeza-, no tiene la más mínima vida interior. Apuesto a que ahora mismo está soñando con una canción heavy metal o algo igualmente estúpido y pedestre.


Pero Néstor se equivoca, porque en ese momento Chloe Trías, en la habitación que comparte con Karel sobre el garaje de Las Lilas, está soñando con las famosas trufas de chocolate de su jefe. Y como si fuera una alma sensible -o mejor aún dos almas sensibles-, saborea el dejo del jengibre y el dulzor de la vainilla al tiempo que revive el perfume delicioso de los licores. Aun así, la refinada ensoñación gastronómica, que tanto habría sorprendido a Néstor, duró muy poco, pues inmediatamente fue sustituida por otras imágenes oníricas, fugaces e inasibles, tal como sucede en las primeras horas de descanso. Entonces atravesaron la mente de la niña algunas canciones de Pearl Jam revueltas con un recuerdo lúbrico que tenía como protagonista al guapísimo Karel Pligh que dormía a su lado; también pudo ver en sueños el jardín de Las Lilas, donde una cucaracha sobre el felpudo se reflejaba en un espejo mientras que la señorita Liau Chi le repetía al oído: ¿crees en los fantasmas?; todo ello atropellado por otras ensoñaciones igualmente inconexas. Pero una vez transcurridos los minutos veloces del primer sueño, Chloe se despierta y por más vueltas que da en la cama no logra volverse a dormir. Coño -piensa-, a ver si ahora resulta que me voy a quedar despierta toda la noche como un puto búho. La luz de uno de los focos que ilumina la fachada de Las Lilas, barriéndola a intervalos como un faro, entra insolente por la ventana de su habitación. Chloe aprovecha esos breves segundos de claridad para mirar a Karel Pligh, y luego la mirada se le escapa hacia su mochila, que está ahí, sobre una silla, en perfecto desorden, como un muñeco destripado. La luz se aleja y, en la oscuridad, Chloe recuerda su apresuramiento de antes de la cena cuando no encontraba el uniforme de doncella. Ésa es la razón por la que ahora está todo por ahí: camisetas, un bikini, ropa interior… todo, excepto el estuche donde guarda el portarretratos con la foto de su hermano. Ese estuche rojo jamás sale del fondo de su mochila, pero el resto de las prendas desperdigadas por la habitación parecen fantasmas escapados de un libro de la señorita Liau Chi. Vieja loca -piensa Chloe al recordarla-, manda pelotas que una guiri que supuestamente se codea con fantasmas y espíritus todo el rato se equivoque y me tome por un tío. Joder, es que acaso tengo yo cara de tío -piensa-, y luego se da cuenta de que fue gracias a esa impostura y a su disfraz de camarero que ha logrado imaginar por unos segundos que veía los ojos de Eddie en los suyos tan claros.

La niña intenta volverse a dormir. Tal vez esta noche tenga suerte y sueñe con que su hermano la viene a buscar para ir juntos a la isla de Nunca Jamás, como otras veces. Ven, Eddie, juguemos un ratito -dice la niña-; pero en vez de Eddie, el duermevela sólo le ofrece una ensoñación en la que se mezclan el recuerdo de la libreta de hule que Néstor siempre esconde en el bolsillo de su chaqueta de chef con el sabor delicioso de las trufas de chocolate. Seguramente las trufas estarán guardadas en la cámara Westinghouse de la cocina -piensa-, en esa misma cámara que tiene una superficie metálica que actúa como un espejo deformante y engañoso.

Chloe da más vueltas en la cama maldiciendo al sueño que no viene, que no quiere venir, pero que a veces le regala hilachas de pensamientos agradables, como cuando le permite recordar la mirada de su hermano Eddie, tal como imaginaba haberla visto horas antes. Y entonces juraría que escucha una voz que dice: ven, Clo-clo, baja, estoy aquí. Pero la niña desconfía. Tiene miedo de ir a la cocina, porque está segura de que se llevará otra desilusión, los ojos de su hermano ya no la mirarán desde la puerta de la cámara, la volverá a engañar. A Eddie le gusta esconderse y tomarle el pelo, igual que hacía antes de morir cuando ella le preguntaba: «¿Qué estás escribiendo, Eddie; es una historia de aventuras y amores y también de crímenes, verdad; me dejarás leerla?», y él le aseguraba: «Ahora no, Clo-clo. Más adelante, te lo prometo.»

Sin embargo, mentía. No hubo un «más adelante» porque a su hermano le había dado la rayadura de irse a vivir experiencias a doscientos kilómetros por hora porque quería ser escritor y aún no le había pasado nada digno de ser contado. Y por eso, por esa estúpida fantasía, se había ido para siempre, dejándola sola.

Es el insomnio el que tiene ideas raras. A Chloe no se le habría ocurrido bajar a la cocina ni mucho menos intentar buscar los ojos de su hermano en la puerta de la cámara frigorífica. La niña Chloe, la sensata Chloe, no se habría arriesgado a llevarse otro desengaño y comprobar que su hermano sigue jugando con ella al escondite. Pero el insomnio no es sensato: vamos, Chloe -le dice-, te vendrá bien una trufa de chocolate. El chocolate es muy bueno para conciliar el sueño, venga, no te asustes. Si tienes miedo, lo único que tienes que hacer es evitar mirarte en la puerta de la cámara, porque es un espejo tramposo y deformante como los de las ferias; hace trucos y crea ilusiones falsas que duelen mucho, pero tú no lo mires y ya está. Aunque… si decides ser valiente y mirar… quién sabe…

Cuando el foco del jardín vuelve a iluminar la habitación del garaje, Chloe se levanta de un salto. Está desnuda, y en desorden sobre la silla hay dos prendas: «Elígeme», dice una camiseta que lleva la inscripción Pierce my tongue, don'tpierce my heart. «Elígeme a mí», conmina con más énfasis la chaqueta de camarero, sobria y cerrada hasta el cuello, que Chloe usó esa noche para parecer un chico. Y entre las dos prendas que la llaman, Chloe, como si fuera otra vez Alicia en el País de las Maravillas, duda, hasta que por fin se decide por la chaqueta.

Coño, qué más me da -piensa mientras se la pone-, sólo voy a buscar una trufa de chocolate, y no me miraré en ningún espejo.


Son las cuatro de la mañana en todos los relojes. En los relojes de pulsera de cada uno de los personajes de esta historia, y también en el grande que hay en la cocina, que va con un poco de retraso y aún no ha tocado las campanadas. Y este Festina antiguo que huele a vapores y humo, es testigo de cómo Néstor, preocupado por lo tarde que se le ha hecho, deja a un lado sus agradables pensamientos para decirse como a un verdadero amigo: bueno, mi viejo, ha sido un día magnífico y muy cansado, será mejor que subas a dormir.

Eso se disponía a hacer cuando una visión insólita lo detiene.

– A la pucha -exclama en voz alta, porque de pronto se da cuenta de que, en contra de todas sus costumbres, se le ha olvidado guardar en la cámara de frío las cajas de trufas de chocolate que han sobrado de la cena.

Y el reloj de la cocina toca cuatro campanadas mientras Néstor abre la puerta de la Westinghouse.


El reloj de pulsera de Ernesto Teldi es muy silencioso, tanto que ni siquiera hace tictac. En cambio, tiene la esfera luminosa, y ésta se delata escalera arriba mientras su dueño se dirige hacia el cuarto de Néstor, en el ático. El Omega de Serafín Tous, por su parte, no tiene esfera luminosa, de ahí que ni siquiera un punto fosforescente marque el sendero de los pasos del magistrado en la oscuridad de Las Lilas, rota a ráfagas por el foco del jardín, que barre la casa iluminando la escalera desde una de las ventanas. Y son los interludios de oscuridad los que aprovechan tanto Teldi como Serafín para subir sin ser vistos.

El reloj de Adela también marca las cuatro, pero no es testigo de los paseos nocturnos de su dueña, ya que se ha quedado sobre la mesilla de noche de Carlos, junto al camafeo verde. Por eso, su esfera luminosa no pudo ver cómo Adela, con paso rápido, ha atravesado el rellano desde la habitación de Carlos hasta la que le había asignado a Néstor Chaffino. De todas las habitaciones del ático, ésta es la más grande: un hermoso dormitorio con dos puertas, una que da sobre la escalera y la segunda que comunica con las otras dependencias del servicio. Y es esta última la que ahora utiliza Adela Teldi para llegar hasta el dormitorio de Néstor, adelantándose en unos minutos a los otros dos visitantes nocturnos. Entra sin llamar porque nadie es educado ni toca a la puerta en estas circunstancias tan particulares. Pero cómo, ¿no hay nadie? -se sorprende Adela mientras avanza unos pasos dentro de la habitación a oscuras, hasta que el foco del jardín ilumina la estancia y entonces la descubre vacía y con la cama sin deshacer-. Quizá Néstor esté en el cuarto de baño -piensa-, y se sienta a esperar hasta que dos ruidos simultáneos la hacen ponerse alerta. Es él, ya viene, Dios mío, qué estoy a punto de hacer. Adela se prepara y entonces ve cómo las dos puertas se abren al mismo tiempo dando paso a sendas siluetas masculinas que hacen su entrada con tiento y precaución. Sin embargo, ni una ni otra pertenecen a Néstor Chaffino; de manera que cuando la luz del jardín barre con su foco las ventanas del ático, tres caras se miran atónitas, y las gargantas de Adela, Ernesto Teldi y Serafín Tous, como un coro sorprendido y desafinado, preguntan al unísono:

– ¿Pero qué haces aquí?

– ¿Y tú?

– ¿Y tú?


Karel Pligh no es el único personaje de esta historia que ama la música y utiliza las canciones para reflejar su estado de ánimo. C'est trop beau es una bonita canción. Cierto que no se trata de una tarantela ni de una canción palermitana, pero Néstor Chaffino es un hombre internacional que, cuando elige una tonada para acompañar una tarea grata, no siempre recurre a las canciones de su querida Italia. Por eso son los acordes de C'est trop beau los que acompañan la escena que tiene lugar a continuación. Néstor se dispone a guardar las cajas de trufas en la cámara frigorífica. Primero ha apilado sobre la mesa diez de ellas y ahora entra en el congelador Westinghouse para colocarlas contra la pared del fondo de modo que no estorben. C'est trop beau notre aventure; c'est trop beau pour être heureaux… La luz de la cocina apenas penetra en el interior negro de la cámara en la que se adivinan los cuerpos congelados de algunas presas de caza, conejos o liebres, quizá algún pequeño venado, pero Néstor no se fija en ninguna de estas desagradables presencias. C'est trop beau pour que ça dure, plus longtemps q'un soir d'été. Al cocinero se le ha olvidado el resto de la letra y continúa la canción con un silbido, y el silbido se intensifica mientras su autor se entretiene unos segundos, sólo unos segundos, antes de salir a buscar las cajas restantes. Es probable que esta pausa no haya durado más que un suspiro, pero hay suspiros que son largos como la eternidad.


Al llegar a la cocina, Chloe se detiene un instante sin decidirse a avanzar. Entonces ve abierta la puerta de la cámara y escucha cómo de ella escapa un alegre silbido. Al acercarse comprueba que se oyen más ruidos dentro, parece que hay alguien trabajando allí moviendo cosas; pero no es el sonido que proviene del interior el que atrae a la niña, sino otro nuevo, el que la engaña hacia la superficie metálica. Estoy aquí, Clo-clo, acércate, sé valiente -cree oírle decir a ese espejo tramposo-. Ven.

El silbido de dentro de la cámara es muy alegre, ¿cómo se puede matar a un silbido tan alegre y tan inocente además? Pero qué bobada, Chloe no va a matar a nadie, sólo desea aprovechar este momento único en el que se ha hecho la ilusión de que Eddie le ha pedido que baje, y ahora seguramente la estará mirando desde el otro lado del espejo. Y para verse reflejada -para ver en sus ojos los ojos de Eddie-, Chloe no tendrá más remedio que entornar la puerta, ni siquiera cerrarla, sólo empujarla un poco. ¿No me vas a hacer trampas esta vez, Eddie? ¿Estarás ahí cuando te busque, verdad? En efecto: al atreverse a mirar, Chloe comprueba que su rostro recupera fugazmente la mirada oscura de su hermano, tan inconfundible, que no le queda más remedio que alargar la mano para acariciar los ojos que la observan con una sonrisa e invitan a un beso. Y al apoyarse sobre la superficie fría, la niña empuja la puerta, que ahora suena clac.


– Carajo, no puede ser -dice Néstor, porque la incredulidad siempre antecede al miedo, y luego-: Dios mío, esto no me ha ocurrido nunca, por el amor de Cristo, pero si no habré tardado más de dos minutos, tres a lo sumo, en apilar mis diez cajas de trufas.

A partir de aquí transcurren veloces los minutos, tanto dentro como fuera de la cámara; veloces para que Néstor comience a dar golpes en la puerta y luego patadas. Virgen del Loreto, santa Madonna de los Donados, María Goretti y don Bosco… Se me ha olvidado bajar el pestillo de seguridad para evitar que la puerta se cierre. Mientras que afuera la niña empieza a pensar que debe de haber -tiene que haber- una forma más perdurable de mantener a Eddie junto a ella, una menos cruel que esta de asomarse de vez en cuando y muy fugazmente a los espejos. ¿Qué puedo hacer para tenerte siempre? ¿A qué te gustaría jugar?


«Vamos a ver, pensemos con un poco de cordura, ¿quién hay en la casa que pueda ayudarme? -intenta reflexionar Néstor al otro lado de la puerta metálica-.Están Karel y Carlos, y luego cuatro personas con las que tengo menos confianza: Ernesto y Adela Teldi, la pequeña Chloe Trías y, por supuesto, Serafín Tous.» Y Néstor los llama:

– ¡Tous!, ¡Teldi!, ¡Trías!

Pero el frío, que poco a poco se va volviendo insoportable, hace castañetear sus dientes, de modo que la lengua se le enreda en las tes de los apellidos y los convierte en un tartamudeo.


Chloe Trías se ha tapado los oídos con las manos. «Cállate por favor, por favor, ya te he oído», dice la niña al escuchar los gritos del cocinero, pero no lo hace en voz alta ni con su tono habitual, sino mentalmente, igual que cuando habla con su hermano; tiene que hacerlo así, en silencio, es muy importante, no puede arriesgarse a que se desvanezcan las idealizaciones. De este modo, con una voz que sólo existe dentro de su cabeza, suplica al prisionero que espere un momento. Nada más que un momento, Néstor, ahora no puedo abrir, compréndelo: él se iría para siempre. Y Chloe no puede permitirlo, porque sería muy estúpido que su hermano volviera a marcharse como aquella tarde en la que se fue en busca de emociones, cuando no tenía más que veintidós años, los mismos que ella cumplirá muy pronto.

Por eso, para aprovechar la magia del espejo, que esta vez parece ser mucho más generosa y duradera, a la niña se le ocurre repetir exactamente lo sucedido aquella tarde con la esperanza de cambiar el desenlace. Cuéntame una historia -suplica como hizo entonces, pero luego añade algo que debería haber dicho y no dijo-: no te vayas, por favor, por favor, no lo hagas, quédate conmigo. Y esta vez los ojos negros de su hermano parecen sonreír le, aunque no dicen nada. O tal vez sí digan, pues al mirarlos -al mirarse-, Chloe los nota enfadados, con tanta rabia como la que siente ella, y la niña piensa que no es posible que la muerte arrebate una vida joven a la que le correspondían ilusiones y vivencias que ya nunca tendrá. Porque ¿dónde van a parar todos los sueños, todos los proyectos no cumplidos que la muerte frustra? En alguna parte han de estar.


Bang, bang, bang… los golpes al otro lado de la puerta se entrometen en las cavilaciones de Chloe y le hacen recordar al cocinero: qué tipo tan pesado -piensa-, ahora cállate, si no quieres que te deje ahí para siempre, o si no, solucióname este enigma: ¿hay algún modo de completar un destino que la muerte dejó a medias?

Pero las palabras de Chloe sólo existen en su cabeza, por eso nadie puede ayudarla, y mucho menos Néstor, quien, poco a poco, nota cómo el frío se va apoderando de su voluntad y de su mente hasta anularle todos los sentidos. Por eso se le ha ocurrido una forma peregrina de bloquear el frío para que ese tormento helado no le trepane hasta el cerebro. El prisionero necesita taponar de alguna forma todos los orificios de su cuerpo y evitar que tanto dolor lo vuelva loco. Santa Madonna de Alejandría, y ha conseguido sacar del bolsillo de su chaqueta la libreta con tapas de hule en la que ha recogido tantos postres secretos, tantas pequeñas infamias anotadas con letra diminuta. Resiste, Néstor, hay que evitar que se te congelen las meninges, el papel servirá para cortar el frío que se empeña en bloquearte el entendimiento. Es lo único que puedes hacer por el momento. ¿Y estropear así tan irrepetible colección de postres variados?, y lo que es peor, ¿mutilar tan prolija -y secreta- relación de… pequeñas infamias? Ésa es la mejor señal de que se te están congelando las neuronas, viejo imbécil, ¿qué importa todo eso ahora? Hazlo, todo va a ir bien; recuerda las palabras de la bruja: «Nada has de temer hasta que se confabulen contra ti cuatro tes», y eso es imposible; resiste, sigue golpeando la puerta, alguien te oirá.


Chloe Trías está a punto de abrir.

Vale, joder -se dice-, me arriesgaré a perder a Eddie por culpa de este viejo imbécil, ¿pero es que no se da cuenta de que en cuanto se mueva el espejo, sus ojos ya no mirarán a través de los míos? ¿Te irás, verdad, Eddie? Nunca te importó dejarme sola. Dirás que debes marchar por ahí a buscar no sé qué estúpidas historias como hiciste aquella tarde, y yo no podré detenerte. ¿Eso es lo que hacen los fantasmas, verdad?, repiten eternamente lo que hicieron en su último día. Sí. Algo parecido le había oído contar a la señorita Liau Chi, ¿o era que aquellos que mueren jóvenes, tarde o temprano vuelven para completar el Destino que la muerte les negó? Ahora la niña desea con todas sus fuerzas haber puesto más atención a una frase que en su momento le sonó estúpida, echar atrás el tiempo, hacerle trampas, volver a escuchar las locuras de la especialista en libros de fantasmas, pero sólo oye los golpes de Néstor y sus amortiguadas palabras.

Más patadas. Chloe se aturde con esos golpes que no son de origen fantasmal, sino que vienen de dentro y enturbian la superficie espejada de la cámara hasta tal extremo que casi llegan a borrar los ojos de su hermano.

«No puede ocurrirme nada -trata de convencerse Néstor, muy pocos centímetros más allá, en el más negro y helado de los infiernos-. Saldré de ésta, lo sé, sólo tengo que mantener la calma hasta que alguien me oiga. Y me oirán, puesto que por aquí, cerca de la puerta -se dice el cocinero tanteando en la oscuridad-, hay un timbre de alarma, y seguro, seguro que en uno de mis muchos manotazos lo habré pulsado. Al oírlo, cualquiera de ellos vendrá en mi ayuda: Teldi, Tous, Trías, T…»

Echar atrás el tiempo, buscar una explicación, los que mueren jóvenes, tarde o temprano, vuelven para completar el Destino que la muerte les negó… completar por tanto lo que ellos no pudieron hacer en vida… Todas estas ideas revueltas parecen estar escritas sobre la superficie oscura del espejo que tiembla con los golpes del cocinero, hasta que, muy borrosa, a Chloe le parece que se destaca entre ellas una magnífica solución, igual que si estuviera escrita ahí con letra precisa e inapelable para que ella la lea.

Y ahora que ya sabe exactamente lo que va a hacer a continuación, la niña se ríe a carcajadas.

Risas. Al otro lado de la puerta Néstor acaba de oír, nítida, una risa. Dios mío, hay alguien allí fuera, y eso significa que esto no es un accidente -piensa, mientras que en su cabeza comienzan a atropellarse ideas locas y concéntricas como las que propicia el pánico-. Es en ese momento cuando repara en las tres tes de los apellidos de los habitantes de Las Lilas (que en realidad son cuatro, puesto que Adela y Ernesto llevan el mismo), y recuerda: «nada ha de temer Néstor hasta que se junten…».

…Y aquí están, tal como vaticinó la bruja, no hay duda -comprende entonces el cocinero con la lucidez de los moribundos-: Teldi, Teldi, Tous y Trías, las cuatro tes. ¿Cómo pude ser tan estúpido de no darme cuenta antes? El frío que lo atormenta se vuelve viscoso y, al entrar por su boca, tiene el sabor amargo de las pócimas venenosas. Néstor se quiere dejar ir, ya es inútil luchar, pero el regusto del frío aún le concede un destello de cordura. Espera un momento, viejo, hay algo que no encaja del todo, ¿por qué estas personas iban a querer hacerte daño, precisamente a ti, alguien tan discreto y poco interesado en la vida del prójimo?

Un estornudo se abre paso en esta situación absurda, le sube hasta la nariz y estalla de modo que los papeles con los que Néstor se ha taponado los oídos parecen explotar dentro de su cabeza. Pequeñas infamias que intentan salir, secretos -piensa con un estremecimiento-. ¿No te das cuenta de lo que pasa, cazzo imbécil? De todas estas personas tú sabes algo oculto y vergonzoso. Un adulterio que acaba en muerte… los gritos en la noche… un deseo inconfesable… Adela Teldi, Ernesto Teldi, Serafín Tous… De cada uno conoces lo peor de sus vidas cómodas. ¿Acaso no es ésta razón suficiente para que hayas acabado en una cámara frigorífica, con una carcajada acechando al otro lado de la puerta?

El frío es cada vez más intenso, tanto, que curva los dedos de Néstor como garfios sobre la libreta. Yesos garfios ya no se enderezarán nunca, como tampoco lo harán sus piernas, que se han vuelto de hielo, tan insensibles que Néstor ni siquiera nota cuándo se vencen y dejan caer su cuerpo rígido en el fondo de la cámara. Su mente, en cambio, parece hervir cuando, con la esperanza ciega de los moribundos, aún se dice: un momento, no va a pasar nada, es imposible. Escucha esto: la profecía no se ha cumplido en absoluto; yo conozco secretos vergonzosos de tres de ellos, no de cuatro. Conozco la historia de Ernesto, también la de Adela y la de Serafín, pero la cuarta T, Chloe, no tiene ninguna razón para quererme mal, ella no ha cometido ninguna infamia, que yo sepa, de modo que es imposible que se vuelva contra mí.

Otra risa. En el lado opuesto de la puerta, Chloe Trías vuelve a reír, pero de modo tan secreto que Néstor lo toma por una especie de gorgoteo, un murmullo suave que a sus oídos suena como una serie de TTTTTTTTTTTs premonitorias de que todo irá bien.

– Sólo son tres tes, tres tes, tres tes… -repite Néstor, con la reiteración infantil de los momentos desesperados-. Bendita bruja, madame Longstaffe, tú lo dijiste muy claramente: mi hora aún no ha llegado, de modo que puedo estar seguro de que saldré de ésta; aguanta un poco más, viejo, sólo un poco más, la puerta se abrirá, coraje.

En ese mismo momento, Néstor Chaffino escucha el sonido salvador, clac.

¿Ves?, ya te dije que todo acabaría bien. Madame Longstaffe puede ser una bruja tramposa, pero hasta las profecías tramposas tienen sus leyes, y aquí faltaba una infamia.

No tengo ni un músculo que no esté congelado -piensa el cocinero al oír cómo la puerta comienza a abrirse-. Santa Madonna de los Donados, santa Gemma y don Bosco, no puedo mover un dedo, pero la cabeza me funciona a la perfección. Ya está, ya pasó todo. Clac, y otra vez clac.

Menos mal, justo cuando el frío me hacía pensar (y temer) más estupideces que nunca.

5 UN RAYO DE SOL SOBRE LA MORTAJA DE NÉSTOR CHAFFINO

Un maravilloso accidente -piensa Ernesto Teldi-, a solas en su habitación de Las Lilas. Han pasado varias horas desde que todos los habitantes de la casa se encontraron en la cocina tras descubrirse el cadáver de Néstor. También ha pasado tiempo suficiente para que la policía local haya hablado con cada uno de los presentes, después de investigar las huellas dactilares que había en la puerta de la Westinghouse. Y como era de esperar, no encontraron nada (o demasiado, según se mire), pues sobre la cámara había innumerables huellas: primero las del propio Néstor, con un leve perfume a chocolate; luego las de Carlos, las de Karel y las de Chloe (muy abundantes) y por fin, aunque en menor cantidad, descubrieron también diversas huellas de Adela, de Serafín y de Ernesto. «Es lo normal en estos casos» -descartó el inspector con una anotación rápida en su cuaderno de informes.

– Todos ustedes estuvieron ayer en la cocina. Ahora queda por saber si acaso alguno de los presentes vio algo sospechoso que merezca la pena mencionar en esta investigación.

Pero no hubo respuesta, porque lo único que podría haber levantado sospechas, es decir, la hoja de papel arrancada de la mano de Néstor, en la que se leía:


especialmente delicioso de café capuchi

bien admite baño de mousse con frambue

lo cual evita que el merengu

no es lo mismo que chocolate heladc

sino limón frappé


dormía un bendito sueño entre las páginas del manual de cocina de Néstor, mientras que Karel, el único entre los vivos capaz de recordar el dato y relacionarlo con su amigo muerto, no piensa en enigmas, sino que se entretiene en admirar qué serena y bella parece la cara de Chloe esta mañana. Tiene un aire más adulto, tanto que esa camiseta punk con la inscripción Pierce my tongue, don't pierce my heart que acaba de ponerse es como si ya no le perteneciera.

Una vez acabada la investigación, la cocina volvió a quedar vacía. Hace un buen rato ya que el inspector y el juez de guardia han resuelto que la muerte se debió a un accidente doméstico, un lamentable descuido. «Por tanto no hay nada más que hacer aquí, que se lleven al difunto.» Y ahora Teldi, asomado a la ventana de su habitación, puede ver cómo un sol demasiado fuerte para finales de marzo se refleja en esa especie de mortaja de plástico dorado que ahora se utiliza para trasladar cadáveres. Teldi ve avanzar la mortaja hacia la puerta del jardín, conducida en una camilla por dos tipos con batas verdes. A los pies del muerto (¿o será quizá sobre la cara del cocinero?) alguien ha colocado unas flores que Ernesto Teldi ordenó cortar del jardín para que acompañen sus restos. Un gesto de amabilidad por parte de un empleador exquisito, pensaría un observador ingenuo y, en realidad, no estaría desencaminado. Porque Teldi ha mandado hacer un ramo de flores para Néstor, no exactamente por amabilidad, sino por elegancia: un enemigo que huye o, mejor aún, que tiene la enorme gentileza de morirse justo antes de que uno lo mate merece, como mínimo, este tributo -piensa Teldi.

Rosas, glicinas, petunias… un ramo poco pretencioso pero bello -se dice al ver cómo cabecean las flores sobre el cadáver de su enemigo-. La escena lo conmueve pues tiene un toque de grandeza que inmediatamente remite a Teldi a sus más hermosas obras de arte y, muy especialmente, a su última adquisición.

Entonces el coleccionista se aparta un poco de la ventana mientras saca de su bolsillo el billete de amor que ha comprado la noche anterior a monsieur Pitou. Lo mira. No hay duda: la letra es inconfundiblemente la de Oscar Wilde, su firma, su extraña forma de hacer las ces, todo está ahí, claro como la luz del día. ¿Cómo pude creer, ni por un momento, que era falso? -piensa ahora con genuina sorpresa-. Porque una vez muerto Néstor, Ernesto Teldi apenas es capaz de recordar el inexplicable ataque de inseguridad, tan contrario a su forma de ser, que lo asaltó la noche anterior y que le había hecho temer que sus colegas intentaran engañarlo. Engañarlo a él, qué disparate, ¿quién iba atreverse? Teldi era y seguiría siendo hasta el fin de sus días un coleccionista reputado, alguien incuestionable… Su inseguridad de la noche anterior ahora le parece muy lejana, tan lejana como la amenaza de que su reputación se hubiera visto en peligro por la presencia de ese cocinero que ahora yace dentro de una mortaja de plástico dorado. Todo aquello, sus temores, sus sudores fríos, incluso las ideas terribles que habían pasado por su cabeza en tan pocas horas, le parecían ya una pesadilla antigua. Tan antigua e inofensiva como los gritos que poblaban sus sueños.

Qué manera tan conveniente de solucionarse todo -sonríe Teldi-. Si creyera en instancias superiores pensaría que había recibido la ayuda de algún dios burlón con un encomiable sentido de la estética. Pero Ernesto Teldi no cree en dioses, ni siquiera en los burlones con sentido estético, sólo cree en sí mismo, y por eso ha mandado un ramo de flores al difunto, para congratularle, -para congratularse- por tan feliz (y razonable) desenlace.

Ya se aleja la mortuoria comitiva camino de la puerta de Las Lilas, y Ernesto Teldi guarda la carta de Oscar Wilde otra vez en su bolsillo y la acuna allí, con un golpecito suave. La vida continúa y se presenta muy agradable: mañana tiene que volar a Suiza para una reunión de coleccionistas en casa de los Thyssen; la semana que viene lo esperan en Londres para una difícil tasación en la que todos confían en su criterio; el mes que viene la Fundación Gulbenkian le ofrece un pequeño homenaje muy merecido. La vida es bella -se dice Ernesto en una irresistible concesión a la cursilería, y está tan absorto en sus lucubraciones, que en un primer momento no oye que alguien llama a la puerta.

– Abajo hay un hombre que desea verle -dice Karel Pligh una vez que el coleccionista ha acudido a abrir.

Pero la mente de Teldi viaja por deliciosos proyectos y bonanzas, de modo que, por encima de la cabeza del muchacho, aún aprovecha para detenerse en comprobar el agradable ambiente que se respira en la escalera de Las Lilas. Y es verdad que todo resulta encantador, pues un suave aroma de lavanda se enrosca en las cortinas, mientras que las paredes amarillas son el fondo ideal para los hermosos bodegones que se alinean en el rellano. Perfecto, todo perfecto.

– ¿De quién se trata, chico? -pregunta, volviendo por un momento, vaya lata, a los asuntos terrenales-. No me digas que han venido más policías; estoy harto de milicos.

Pero Karel Pligh explica que no cree que se trate de un policía.

– Es un caballero de unos sesenta años, un hombre corriente, señor Teldi, e insiste en que quiere verlo hoy mismo. Claro que yo no estaba dispuesto a dejarlo entrar así como así, y le he dicho que espere en la puerta. Entonces él ha escrito una nota con mucha dificultad, porque tiene todos los dedos torcidos, y me ha dicho que estaba seguro de que cuando usted la leyera lo recibiría inmediatamente.

Karel, que desconoce las refinadas costumbres de Teldi, no ha utilizado una bandejita de correspondencia para entregar la nota del desconocido; se la da en mano, con unas uñas no todo lo aseadas que el coleccionista habría deseado. Pero Ernesto no repara en estos detalles, como tampoco ha prestado atención a los datos que Karel le ha dado sobre la apariencia del desconocido, porque al mirar la tarjeta Ernesto Teldi no alcanza a leer su contenido, sino que se maravilla al observar cómo, desde ese cartoncito, lo miran unas letras verdes e irregulares que parecen una hilera de cotorras sobre un alambre.


Las habitaciones de Carlos y Adela en la casa de Las Lilas están, y no casualmente, justo una sobre la otra. Sin embargo, los muros y el techo son tan gruesos que no permiten oír, ni siquiera adivinar, lo que ocurre en la otra habitación; si así fuera, Adela y Carlos se sorprenderían al comprobar cómo esa mañana, mientras el cuerpo de Néstor cruzaba por última vez el portón de Las Lilas, ellos se movían en sus respectivos cuartos de forma simétrica, como dos bailarines interpretando la misma pieza.

Por eso, ambos se asomaron a la ventana para dar el último adiós al cocinero y más tarde se apoyaron, pensativos, en el antepecho. Los actos eran los mismos, pero el impulso que los movía, bien distinto: pena, en el caso de Carlos; alivio -agradecimiento casi-, en el de Adela.

De pronto, un rayo de sol trae a Adela Teldi el resplandor de la bolsa metálica en la que se llevan al muerto, y es tan hiriente su luz que tiene que retirar la cara. Míralo bien, Adela -se ordena-, no apartes la vista: allá va el último obstáculo para tu felicidad; míralo con la misma intensidad que empleaste hace un rato en la cocina para examinar su rostro inerte y comprobar que sus labios ya nunca hablarán, para cerciorarte de que sus ojos jamás serán testigos de tu locura de amor. Para bien o para mal, querida, eres libre: ese cerebro congelado e inútil ya no supone ningún peligro, pues los secretos, por muy terribles que sean, mueren cuando mueren sus testigos. Por eso míralo, Adela, y agradece a tu buena estrella. La vida comienza hoy.


«Adiós, amigo», piensa Carlos, en su ventana del ático, al ver cómo se aleja la mortaja brillante con un cuerpo que, una vez, fue Néstor Chaffino. Que fue, pero que ya no es, porque los cadáveres de los amigos jamás se parecen al amigo desaparecido, mientras que todos los cadáveres son idénticos entre sí. Eso es lo que había descubierto Carlos aquella mañana al observar el rostro de su amigo, y luego, a medida que pasaban las horas, pudo comprobar otras transformaciones que corroboraban su teoría sobre la metamorfosis de los cadáveres: al cabo de un rato, ni siquiera era capaz de reconocer a Néstor en aquel despojo gris, cuya cabeza parecía haber menguado como si la muerte fuera un jíbaro demasiado diligente. Por eso, porque aquella máscara desgraciada le era desconocida, Carlos había preferido no darle un último abrazo. Desde la muerte de su padre sabía que para que pervivan los recuerdos es preferible no confrontarlos con la escena final de una vida; es mejor mirar a los muertos lo menos posible, porque los ojos son testigos tercos, y aquellos que han pasado horas contemplando la cara yerta de un ser querido, tienen la mala costumbre de reproducir esta imagen sobre los recuerdos más gratos; una mortaja dorada, en cambio, es anónima y puede homenajearse sin peligro. Adiós Néstor, adiós amigo. Y ahora perdona, tengo que empezar a recoger mis cosas.

Entre la muerte y la vida media tan sólo el peso de lo cotidiano, y Carlos se retira de la ventana para hacer el equipaje. Mira a su alrededor, observa su habitación, la misma que ha compartido con Adela la noche anterior, y no le parece que aquel territorio sea suyo, ¿pero por qué habría de serlo? Un par de camisas, un uniforme de camarero y unos pantalones vaqueros es lo único que le pertenece, incluso los enseres que hay sobre la mesilla de noche no son suyos, sino de ella. Sentado sobre su cama deshecha, Carlos alarga la mano para hacerse con el reloj de pulsera que Adela ha olvidado y se lo acerca a los labios, porque los objetos de los amantes son los mejores cómplices de una pasión y los más fieles, sin duda, más incluso que sus dueños: tic-tac, todo saldrá bien, dice ese mecanismo que late como un corazón, tic-tac. Carlos lo deposita otra vez en su sitio: sí, todo saldrá bien.

A continuación sus dedos se encuentran con el camafeo verde que Adela tampoco ha recogido anoche y que Carlos no había visto hasta ese momento, porque estaba semioculto por otros objetos sin importancia. Es hermoso, es de ella, pero algo extraño impide que Carlos lo bese, tal vez porque los camafeos no laten como los corazones.


Todo esto dejaré atrás dentro de unas horas -piensa ella, sentada también sobre su cama deshecha, junto a una vieja caja de madera que acaba de sacar del armario y que ahora abre-. Adela no es romántica. A lo largo de su vida ha tenido buen cuidado de no dar alas al lado sensiblero del amor; es tanto más sensato así, se sufre menos. Por eso, hace años que no revisa el contenido de aquella caja en la que ha ido guardando sin concierto cartas, reliquias, palabras dulces, declaraciones de amor, fotos… los recuerdos de muchos años. Adela prefiere no mirarlos, pues cada uno representa un trozo de vida que ya se ha ido y le recuerda que los años han pasado, como también ha pasado la belleza, de modo que ella ya no es la mujer que inspiró tantas palabras hermosas. Hermosas y muertas, Adela. Sólo el futuro nos pertenece, ama mientras puedas. Pero antes…

Antes de dejarlo todo atrás, su casa de Las Lilas y sus recuerdos, Adela debe cumplir un último trámite con su pasado: sentarse a la mesita que hay frente a la ventana y escribir una carta de adiós a su marido. Decimonónico como procedimiento, cobarde también, aunque sin duda es la mejor solución. De acuerdo con un código matrimonial no escrito, pero muchas veces ratificado por la experiencia, tanto Adela como Ernesto habían procurado evitarse escenas sentimentales, sobre todo las incómodas y detestables como las que anuncian una deserción después de veintitantos años de convivencia cómoda, de modo que escribe:


Las Lilas, 29 de marzo

Querido Ernesto:

(Aquí una pausa, Adela necesita encontrar las palabras más adecuadas.)


Carlos, en cambio, no tiene cartas difíciles que redactar, ni recuerdos de los que despedirse; son reliquias del presente las que acaparan su atención, como los objetos olvidados por Adela la noche pasada. ¿Qué hacer con aquello? ¿Será prudente guardarlos en la maleta con su ropa?, ¿llevárselos él? Ambos han acordado no viajar juntos: ya se encontrarán más adelante en Madrid cuando pasen unos días de prudente tregua. Sería hermoso que el reencuentro tenga como escenario el hotel Fénix, para que todo continúe exactamente donde empezó. Carlos mira su reloj y luego el de Adela, hay cinco minutos de diferencia entre uno y otro; sin duda el de ella lleva la hora correcta. Se hace tarde, recoge los últimos objetos que han quedado dispersos y, por fin, el camafeo.


Las Lilas, 29 de marzo

Querido Ernesto:

No sé ni cómo empezar esta carta, sin duda pensarás que estoy loca, o peor aún, que al final he resultado ser tan imbécil como esas mujeres ilusas y románticas de las que siempre nos hemos reído tanto.


Adela vuelve a detenerse, un temor supersticioso la hace prestar atención a sus pulgares, a ese síntoma de bruja Hécate que siempre le advierte de cuándo está a punto de suceder algo negativo, pero sus manos están serenas. Tranquilízate, todo va bien, el cocinero ha muerto, ya no hay nadie que pueda revolver en tu pasado.


Al recoger el camafeo y guardarlo en un bolsillo, Carlos García piensa que, desde que lo descubrió prendido en el hombro de Adela hasta ahora, no había vuelto a inquietarse por esa joya; pero era lógico que no se hubiera acordado de ella, habían sucedido tantas y tan terribles cosas. Antes de guardarlo, lo envuelve en su pañuelo, tiene un brillo raro, pero un brillo no tiene por qué indicar algo negativo, piensa. Y además, gracias a este camafeo, hoy, o quizá dentro de unos días, cuando se reúnan ya para siempre en el hotel Fénix, podrá saber de la propia Adela qué hermosa relación los une desde mucho antes de que se conocieran. «Cuéntame de dónde sacaste esta joya y yo te contaré una historia que te parecerá increíble», planea decirle y, sin duda, los dos se reirán mucho al saber qué extraños hilos los tenían predestinados desde hace años. Porque aun suponiendo que el camafeo de Adela no sea el mismo que el de la muchacha del cuadro -se dice ahora Carlos-, la coincidencia es tan rara que no habrá más remedio que creer en las profecías de madame Longstaffe. Pero el camafeo es el mismo, no puede ser otro, estoy seguro.


Como si sintieran el peligro, los dedos de Adela Teldi acaban de encogerse sobre la pluma con un extraño picor. By the pricking of my thumbs, something wicked this way comes, escribe sin darse cuenta en la carta dirigida a Teldi, y tiene que tacharlo, porque eso no guarda relación alguna con lo que quiere decirle a su marido. Vamos, Adela, descarta de una vez estos presagios estúpidos, así nunca terminarás, y se hace tarde.


… El pelo rubio de Adela, que se parece tanto al de Abuela Teresa, la casa de Almagro 38 y Las Lilas, tan iguales, un retrato guardado en un armario durante años, los ojos azules de la muchacha, que no pueden ser más que los de Adela… Carlos ha escondido el camafeo en lo más hondo de un bolsillo, pero no consigue dejar de pensar en él. Ya ha recogido todas sus cosas, camina por el rellano, pasa por delante de la habitación de Néstor y, ante la puerta (adiós, adiós amigo), las ideas que le preocupan se vuelven preguntas: ¿por qué el cuadro de Adela había sido desterrado del cuarto amarillo?, ¿por qué Abuela Teresa no dejaba entrar a su padre en Almagro 38?, ¿por qué Soledad, su madre, había muerto precisamente en Buenos Aires? y ¿por qué él no había reconocido en Adela a la muchacha del cuadro, a pesar de haberla buscado siempre en todas las mujeres?


Something wicked this way comes… Ahora que Carlos ha abandonado su habitación, Adela puede oírlo caminar por el rellano del ático. Y lo que oye son unos pasos jóvenes, curiosos, que están llenos de preguntas peligrosas: ¿quién es esta mujer?, ¿qué pasó?, ¿dónde sucedió todo?, ¿cuándo fue? Naturalmente, Adela no es capaz de descifrar lo que preguntan los pasos, ni siquiera lo sospecha, pero sí lo saben sus dedos de Hécate, cuyo picor ahora se ha vuelto doloroso, y así continúa hasta que de pronto las pisadas en el ático se detienen. ¿Quién eres?, ¿por qué?, ¿cómo sucedió?, gritan las preguntas que sólo los dedos de Hécate oyen, mientras su dueña trata de adivinar qué es lo que ha hecho detener a esos pasos que parecían tan decididos, tan peligrosos también.

Como Adela Teldi no posee los extraordinarios poderes de madame Longstaffe, que tan útiles le resultarían para comprender esta escena, nunca llegará a saber que, justamente al cruzar delante de la puerta de la habitación que había sido de Néstor, Carlos, por sobre todas las sospechas que se entreveraban en su cabeza, y que eran cada vez más apremiantes, de pronto había logrado hacer hueco a una frase que su amigo había pronunciado la tarde anterior. Una que ya le había venido a la cabeza la primera vez que vio a Adela luciendo esa joya vinculada a su pasado en el salón de Las Lilas: «Alguna vez te darás cuenta, cazzo Carlitos -recordó el muchacho como si el mismísimo Néstor Chaffino estuviera dictándosela al oído-, de que, a veces, en la vida, es mejor no hacer preguntas, sobre todo cuando uno sospecha que no va a convenirle conocer la respuesta.»


Adiós pues, Ernesto, no espero que me comprendas, escriben ahora con toda facilidad los dedos de Adela, pues de ellos ha desaparecido de pronto todo rastro de presagio, hasta tal punto que la pluma vuela, terminando la muy convencional y burguesa carta de despedida a su marido: …lo siento, créeme, no me arrepiento de nada de lo que hemos compartido en todos estos años y espero que tú tampoco. Te deseo lo mejor y ahora me despido con…. Al terminar esta frase, Adela levanta la cabeza, como en un gesto de desafío, mira por la ventana, pero sus ojos son tan miopes que no llegan a ver algo que cae desde el piso de arriba.

Por eso Adela, que está dispuesta a marcharse dejándolo todo, nunca sabrá que ese día, desde la habitación de Néstor, Carlos prefirió deshacerse del camafeo verde para que su esfera brillante, llena de preguntas inconvenientes, desapareciera entre los distintos verdes que forman el jardín de Las Lilas.

Y ahí está aún, entre las ramas, por si alguien desea comprobar la veracidad de esta historia.


Serafín Tous también ha visto marchar el cadáver de Néstor desde su ventana, pero no mandó cortar flores, como había hecho Ernesto Teldi, ni se recreó en ver brillar el sol sobre la dorada mortaja, como hicieron tanto Adela como Carlos. En realidad, este pacífico magistrado prefería no enterarse de lo que sucedía en el jardín, pues estaba muy ocupado en hacer la maleta. Serafín Tous piensa marcharse hoy mismo; bonita casa Las Lilas, pero no es exactamente el decorado en el que él desea permanecer; demasiados recuerdos incómodos rondan aún por allí.

Con todo esmero, el caballero comienza a doblar su ropa, empezando por los pantalones, tal como le había enseñado su difunta esposa, para que estuvieran impecables al llegar a casa. Los descuelga de sus perchas, verifica la rectitud de las perneras y luego procede a guardarlos: los azules sobre los grises, y sobre los grises los beige. Pero al doblar estos últimos, se da cuenta de que a la altura de la entrepierna aún puede verse una conspicua mancha de jerez, producto de su sobresalto al descubrir la presencia de Néstor en la terraza de Las Lilas la tarde anterior. Un tonto accidente doméstico, nada de importancia y, sin embargo, qué oportunos pueden resultar algunos de estos accidentes -se dice-, porque ahora Serafín Tous no está pensando en el pequeño percance ocurrido en la terraza, sino en otro accidente doméstico mucho mayor y muy afortunado: el que la puerta de la cámara de congelación se cerrara de pronto dejando dentro a ese desagradable cocinero. Y en el momento ideal, además -opina Serafín-, y luego se dice que el hecho de que alguien se quede encerrado en una nevera es una gran desgracia doméstica, qué duda cabe, pero a veces dan ganas de gritar: que Dios bendiga las desgracias domésticas.

Serafín Tous procede ahora a recoger las camisas. Primero las guarda en unas fundas muy prácticas y masculinas que también son idea de su difunta esposa y, a continuación, alisa las fundas en el fondo de la maleta: así, muy bien, Nora habría estado orgullosa. Los accidentes domésticos -insiste Serafín, al que empieza a resultarle muy reconfortante esta línea de pensamiento- son imprevisibles. Además, ocurren con gran frecuencia, mucho más de lo que la gente imagina, y los hay de todo tipo: percances grandes, pequeños, desgraciados, muchas veces son incluso ridículos, porque ¿quién está a salvo de electrocutarse con el tostador o de que un día se le incendie una sartén llena de buñuelos, por ejemplo? Nadie, realmente nadie. Y, sin embargo, Serafín Tous, al recrearse ahora en la visión de sus perfectas camisas, siente un estremecimiento de placer como si, al contemplarlas tan ordenadas, hubiera hecho un descubrimiento. De pronto se da cuenta -o cree darse cuenta- de que el percance que lo ha librado para siempre del cocinero tiene un componente distinto a otros accidentes. ¿Cómo explicarlo? Serafín no sabe expresarlo bien; la forma en que sucedió, el lugar del accidente, las circunstancias… todo tiene algo de incomprensiblemente casero y afable, muy maternal, podría decirse. Sí, eso es.

El pacífico magistrado se detiene ahora en contar cinco pares de calcetines, todos doblados sobre sí mismos, cada uno con una discretísima etiqueta en la que puede leerse el nombre de su propietario, bordado en letra inglesa: Serafín Tous en azul marino, Serafín Tous en negro, Serafín Tous en rojo sangre; se trata de otra idea muy pragmática de su esposa, para que jamás se mezclen los pares al lavarse ni se le pierdan en los hoteles. Y es que Nora tenía, además de otras mucha virtudes, un perfecto dominio de lo doméstico -piensa orgulloso-. No había mancha que se le resistiera, ni percance casero que no resolviera con inusitada pericia. A Serafín le encantaba verla dirigiendo esas maniobras invisibles pero indispensables que logran convertir en idílica la vida conyugal. Con Nora todo parecía funcionar solo en la casa; su perfecta organización, en la que no faltaba un detalle, la comida en su punto y deliciosa, sin que, en apariencia, mediara esfuerzo alguno: nunca hubo en la casa un desagradable olor a cocina, nunca un objeto fuera de lugar, porque Nora tenía la rara virtud de no hacerse notar. Es ahora cuando te haces notar realmente, querida -dice el marido a la esposa-, ahora que me faltas, tesoro, porque es mucho más grande el vacío de aquellos que invisiblemente nos han hecho la vida agradable que el que dejan otros individuos bullangueros y conspicuos, tontos ruidosos.

Serafín Tous ha entrado en el cuarto de baño para recoger sus objetos de aseo, y es a medida que va guardando todo -la maquinilla de afeitar impecablemente limpia, el tubo de pasta de dientes enrollado tal como lo hacía Nora para que él no tuviera que tomarse la molestia- cuando una idea empieza a tomar cuerpo. Se le ocurre pensar otra vez en lo perfectamente casera y limpia que ha sido la forma de solucionarse todos sus problemas. Casera y a la vez muy práctica -se dice-, es como si en todo lo sucedido hubiera mediado una mano femenina o, mejor aún, una delicada mano fantasmal, porque este accidente tiene algo que le recuerda a Nora. Entonces, al guardar la maquinilla y los otros utensilios de aseo, Serafín Tous se pregunta si las almas del Más Allá tendrán la potestad de cerrar las puertas de las cámaras frigoríficas terrenales, y al responderse que sí, no puede por menos que exclamar en voz alta:-Entonces fuiste tú, Nora, ¿verdad, tesoro mío?


En el mismo momento en que el cadáver de Néstor Chaffino abandona la casa de Las Lilas y atraviesa el jardín, Chloe, igual que una niña aplicada, se encuentra frente a la ventana, ante un improvisado pupitre, como si se dispusiera a anotar lo que ve desde allí, igual que un notario. Una libreta negra de tapas de hule está abierta a su izquierda, y en la mano tiene un lápiz que se lleva a los labios de vez en cuando y que ahora mantiene en alto como si pensara en algo muy difícil.

Si en este momento un observador de las conductas humanas la estuviera mirando a través de los ventanales, podría ver cómo, tras esa mesa de trabajo prolijamente ordenada, se extendía una habitación en perfecto desorden, con la mochila de Chloe destripada sobre la cama y la ropa esparcida aquí y allá, mientras que, revuelto entre las sábanas, yacía roto el estuche rojo con la fotografía de su hermano Eddie. Sin embargo, si ese mismo curioseador de ventanas se hubiera asomado sólo unos minutos antes al interior de la alcoba, entonces habría sido testigo de una escena aún más extravagante. Habría visto a Chloe pasear de un lado a otro de la habitación, como una niña enrabietada, mientras descubría el contenido de la libreta y luego rebuscaba en su mochila hasta encontrar la foto de su hermano, como si quisiera confrontar un objeto con el otro, con tal furia que se diría que ambos, foto y libreta, eran los culpables de una traición o, peor aún, de un asesinato estéril.

Pero no hay ningún espectador curioso asomado a las ventanas de Las Lilas, sólo hay una cucaracha sobre el felpudo de la entrada, que mueve las antenas de un modo sabio, como si comprendiera las razones que mueven a los seres humanos. Aunque ¿quién puede comprender realmente los secretos mecanismos que impulsan las acciones de las niñas caprichosas?, ¿por qué éstas llegan a creer que se puede modificar el destino de aquellos que han muerto antes de tiempo?, ¿por qué piensan que los muertos jóvenes, tarde o temprano regresan a este mundo para completar la parte de sus vidas que quedó trunca? Son muy pocos los que llegan a comprender pensamientos tan irracionales y, sin embargo, nada impide que estos mecanismos existan y sean los responsables deque Néstor se encuentre ahora dentro de una mortaja dorada camino del cementerio, mientras Chloe observa la escena y sonríe.

– Bien merecido lo tienes, viejo idiota -dice la niña-. «Y mil veces que me encontrara en esa situación, mil veces haría lo mismo», piensa, al tiempo que recuerda, con el placer estético que produce ser el autor de una obra de arte o de un crimen perfecto, los detalles de lo ocurrido en la cocina la noche anterior.

Con el lápiz aún en vilo, como si estuviera eligiendo la parte de una historia perversa que se dispone a contar a un público inexistente, Chloe descarta la primera parte de lo sucedido la madrugada anterior, cuando oyó a Néstor silbar dentro de la cámara de frío. La niña prefiere recrear lo que sintió un poco después, mientras se afanaba en encontrar en la mirada oscura de su hermano sobre la superficie del espejo de la cámara una idea, un mensaje, la clave para retenerlo junto a ella. Chloe recuerda cómo fue tomando forma la certeza de que la única posibilidad de revivir la memoria de un muerto era completando lo que él deseaba hacer cuando estaba vivo. Una idea fácil y obvia, que fue ampliándose a medida que se miraba en el espejo. Eddie, el último día de su vida, se había montado en una moto porque tenía la rayadura de querer ser escritor y necesitaba «vivir a doscientos por hora, tener experiencias, cometer un asesinato, tirarme a mil tías, qué se yo, Clo-clo, tú eres demasiado pequeña para comprenderlo».

Y cuando ella le había preguntado qué pasaría si después de un tiempo no se hubiera atrevido a hacer ninguna de esas terribles cosas para obtener las experiencias que buscaba, él había respondido: «Entonces, Clo-clo, no tendré más remedio que robarle su historia a otro.» Eso había dicho su hermano Eddie, pero no llevó a cabo sus planes, porque se había ido para siempre, dejándolo todo a medias.

En cambio, aquí estaba ella ahora, la pequeña Chloe, la niña Clo-clo, con los mismos años que tenía Eddie al morir, dispuesta a hacer todo lo que a él no le había dado tiempo. Ella no planeó lo sucedido la noche anterior en la casa de Las Lilas, tampoco tenía nada contra ese cocinero de bigotes en punta que atesoraba una libreta en la que, según sus propias palabras, guardaba un montón de escándalos y secretos de los que había sido testigo; en resumen: un montón de historias tomadas de la vida real que son mucho más crueles y perfectas que las que pueda inventar escritor alguno.

«Ya te abro, viejo imbécil, ya voy», había dicho. Pero al abrir la puerta para socorrerlo Néstor estaba allí en el suelo con esa misma libreta, como ofreciéndosela, mientras su hermano los miraba. Y Chloe ya no pensó en otra cosa más que en ayudar a Eddie a cumplir su sueño. Por eso tuvo que arrancársela de la mano: ahí era donde estaban todas las historias de amores y crímenes que a él tanto le habría gustado escribir.

La ocasión se le había presentado sin buscarla, y aprovecharla fue fácil. Justificarse ante sí misma por lo que acababa de hacer… cerrar para siempre la puerta… hacerse la sorda… soñar con Eddie… esperar a que el frío acallara definitivamente los gritos del cocinero… y luego subir a su habitación, como si nada hubiera sucedido… todo había resultado muy fácil. Ahora se daba cuenta de que en realidad ella, la hermana pequeña, había triunfado precisamente donde fracasó su hermano, porque al cabo del tiempo iba a poder cumplir el Destino que la muerte le había arrebatado. «Los muertos jóvenes siempre se las arreglan para regresar a este mundo y completar su destino», le había dicho la señorita Liau Chi, y Chloe se lo había creído. ¿O acaso no era cierto que ahora tenía en su mano lo que él salió a buscar el día de su muerte?

Pequeñas infamias, ése era el título que Néstor había dado a la recopilación de anécdotas que estaba escribiendo. Seguramente se trataría de historias escandalosas, infamias inconfesables y terribles, con las que ella podría cumplir la rayadura de Eddie de ser escritor de vidas ajenas.

Por eso, sin verificar el contenido de la libreta, la noche anterior Chloe se había ido a dormir tranquila, a fingir que no había pasado nada, a fingir, incluso ante ella misma, porque ésa es la mejor manera de engañar a otros.


Chloe Trías, sentada ahora ante la ventana, recuerda todas estas cosas y también algo mucho peor, ocurrido hace sólo unos minutos, cuando había abierto su tesoro. Porque ¿qué coño guardaba realmente el maestro de cocina dentro de su libreta de hule?

Como si le resultara imposible concebir tanta mala suerte, Chloe relee su contenido: La infamia de una mousse de chocolate… el secreto de una perfecta isla flotante… -hay que joderse-, el escandaloso sabor de un sorbete de mango…

Mira hacia afuera. Por la ventana aún alcanza a ver el cortejo fúnebre que ya se acerca a la salida de Las Lilas. La claridad del día le parece otra burla, y busca con la vista el cadáver de Néstor, pues siente ganas de gritarle algo obsceno a ese cocinero tramposo. Incluso llega a abrir la ventana. Pero al final renuncia. Es inútil maldecir a los muertos, y prefiere volver a hojear la libreta, como esperando que algún sortilegio le conceda la gracia de encontrar algo distinto de lo que había visto antes. Pero las pequeñas infamias culinarias que el cocinero había escrito con letra redonda y perfecta siguen allí, tozudas. Un asesinato inútil, otro sueño roto.


Dentro de poco, Karel vendrá a llamarla para abandonar la casa de Las Lilas. Ella tendrá que recoger su ropa y guardar todo en la mochila. Dejará atrás otro capítulo de su vida y volverá a estar sola. Como siempre -se dice-. Y sin embargo, cuando se va a poner en pie, algo que acaba de ver por la ventana la detiene. Chloe se ha quedado mirando cómo un rayo de sol, el mismo que habían observado desde las diferentes ventanas los otros personajes de esta historia, juega sobre la mortaja de Néstor Chaffino. El plástico dorado brilla con el mismo destello que ha visto bailar tantas veces sobre los espejos de Las Lilas y, como si de pronto fuera capaz de sentir en sus ojos la mirada oscura de su hermano, la niña vuelve a reírse con tantas ganas como lo había hecho ante el espejo de la puerta cerrada de la cámara Westinghouse. Porque es cierto que la vida le ha robado cosas que ella amaba, que la ha engañado y que le ha hecho trampas. También es cierto que la suerte acaba de gastarle la última broma: cambiarle las historias con las que ella pensaba cumplir un sueño por recetas de cocina. Y aun así, la niña sonríe, saluda a la mortaja de Néstor: acaba de darse cuenta de que todavía le queda una posibilidad de ganarle la mano al Destino. Porque ella tiene una historia que nadie podrá robarle jamás; una pequeña o, tal vez, gran infamia: su propia historia, la que ha vivido en esta casa de Las Lilas. Y al ver lo que tiene, Chloe Trías, como si fuera un muchacho soñador que acaba de cumplir los primeros veintidós años de una larga vida llena de ambiciones, arranca de la libreta de hule todas las páginas escritas por Néstor. Allí, en la papelera, van cayendo cada uno de los secretos del cocinero: petit fours de sobremesa, trufas con jengibre, helados y sorbetes, hasta dejar únicamente las hojas en blanco y la primera página en la que puede leerse:

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